Iglesia • Increencia • Inspiración de la Sagrada Escritura
El problema del origen y la fundación de la Iglesia puede y debe plantearse en ese doble nivel al que corresponden estas dos cuestiones: ¿cuándo comienza la Iglesia?, ¿de dónde viene la Iglesia? La primera parece circunscribirse, a simple vista, a una pregunta de índole histórica, que nos exige determinar desde el Nuevo Testamento el modo preciso de la relación entre Jesús de Nazaret y la Iglesia que surge de Pentecostés tras la experiencia de la Pascua. Jesucristo, durante su vida terrena, reveló al Padre, dio a conocerla buena noticia del reino, llamó e instituyó a Doce, señalando de un modo especial a Pedro, realizó gestos -como su propio bautismo en el Jordán y la cena de despedida con sus discípulos- en los que la comunidad de sus seguidores encontró el origen de sus sacramentos. Por todo ello es el fundador de la comunidad mesiánica de la nueva alianza. Sin embargo, estas explicaciones no pueden ahogar la segunda pregunta, que es mucho más radical, y brota inmediatamente a partir de una consideración muy simple pero de gran alcance teológico: antes de que el Verbo de Dios se hiciera palabra humana, existía la voluntad salvífica de Dios de convocar y congregar a su pueblo, un designio hecho historia en la ofrenda de Abel, con anterioridad incluso a la fe de Abrahán, y de alguna manera presente en la misma historia religiosa de la humanidad. Situada en estas coordenadas, hay que decir que la Iglesia cristiana existe antes del hecho histórico de la encarnación de Jesucristo. Por eso, podía escribir Clemente Alejandrino: «Del mismo modo que la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo (kosmos), así la intención divina es la salvación de los hombres y se llama Iglesia (ekklesia)» (Paedagogus I, VI. 27.2: SCh 70, 161).
Algo así, rememorando la historia de la salvación, enuncia la Constitución dogmática sobre la Iglesia: «... prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza, se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu Santo y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los tiempos» (cf. LG 2). Estas afirmaciones se inscriben en un horizonte teológico que responde a nuestra segunda cuestión inicial: ¿de dónde viene la Iglesia? La Iglesia procede de la Trinidad. En este sentido, san Cipriano pudo referirse a ella como «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (cf. LG 4).
Hace algunos años, K. Rahner llamaba la atención sobre un hecho paradójico: los cristianos, a pesar de la confesión ortodoxa de la Trinidad, somos en la realización de nuestra existencia religiosa casi exclusivamente «monoteístas» (cf. Escritos de Teología IV, Madrid 1964, 107). Por eso, puede decirse que cuando el Concilio Vaticano II intenta dar una definición de Iglesia nos enseña ante todo una cosa: que el Dios Uno y Trino es el principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. En otras palabras: el Dios que nos presenta la doctrina conciliar es el Dios de la historia de la salvación, el Dios que desde el Antiguo Testamento se acerca progresivamente al ser humano, camina codo con codo con él y termina, en el máximo de su proximidad, enviando a su propio Hijo al mundo y, por el Hijo, al Espíritu de ambos, en quien esa presencia espacio-temporal del Hijo adquiere nuevas dimensiones. Desde esta perspectiva, la reflexión teológica ha sacado al misterio trinitario del aislamiento olímpico al que se le había relegado para hacerlo el «humus» vital de la experiencia del ser humano. Este enfoque teológico nos suministrará asimismo la mejor comprensión, y la más radical, del misterio de la Iglesia. El corazón de la revelación cristiana está recogido en esta sentencia: «Dios es amor» (1Jn 4, 8). Y decía san Agustín, tratando de declarar el misterio del amor trinitario en su inmanencia: «Verdaderamente ves a la Trinidad cuando ves el amor» (De Trinitate, VIII, 8, 12: PL 42, 959). El amor de Dios Padre es fontal e inicial, principio, manantial y origen de la vida divina. Él ha creado desde la más absoluta libertad y por la más pura gratuidad del amor. Y el apóstol Pablo dirá: «Fiel es Dios por quien habéis sido llamados a la comunión con el Hijo» (1Co 1, 9). El es el que convoca, reúne y congrega a un pueblo de su propiedad, desde los albores mismos de la humanidad (ecclesia ab Abel). El Hijo que es «amado antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24), traslada la eternidad del amor al tiempo, es la Palabra que se hizo carne para que nosotros participemos de esa comunión de amor: «Lo que hemos visto y oído de la palabra de la vida [...] que estuvo junto a Dios os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y esta comunión lo es con el Padre y con el Hijo (1Jn 1, 3 ss). En esta historia eterna del amor, el Espíritu representa la abrazadera de la comunión entre el Amante y el Amado: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Co 13, 13). En esta fórmula, en la que resuena el eco del culto de la Iglesia naciente, la confesión del don gratuito del amor del Padre en Jesucristo queda unida a la confesión de la comunión obrada por el Espíritu. En efecto, el Espíritu Santo se comunica a las personas, marcando a cada miembro de la Iglesia con el sello de una relación personal y única con la Trinidad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Y, por eso, se puede concluir con el Obispo de Nipona: «He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor» (De Trinitate, VIII, 10, 14: PL 42, 960). Desde estos datos bíblicos que diseñar la comunión del Dios Uno y Trino podemos contemplar a la Trinidad a través de esas relaciones personales y familiares que ha querido tener con la Iglesia y, en ella y a través de ella, con todo el género humano. Lo expresa bella y sintéticamente la Constitución pastoral Gaudium et spes: «La Iglesia que procede del amor del Padre eterno, ha sido fundada en el tiempo por Jesucristo redentor, y congregada en el Espíritu Santo tiene una finalidad salvífica y escatológica, que no se puede lograr plenamente sino en el siglo futuro» (GS 40). Por eso, podremos decir que la Iglesia, la comunidad de los creyentes, es sacramento de la comunión de Dios, porque de ella ha tomado su origen.
El Concilio Vaticano II quiso imprimir en la conciencia cristiana el sello trinitario de la Iglesia. En sus documentos las personas divinas son evocadas y puestas en relación con la economía de la salvación y con la historia humana. Ésta es una constante en todos los documentos conciliares y, de manera eminente, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, que es el verdadero hilo conductor de todos ellos. Nos vamos a ceñir a los números 2-4, que tienen por trasunto el capítulo primero de la carta a los Efesios con su himno (Ef 1, 3-14): el «misterio» de Dios, revelado en Cristo, consiste en su voluntad de que todos los hombres son llamados a engrosar la familia de Dios, en calidad de hijos, por su incorporación a Cristo, en la Iglesia, espacio en el que participan de la gracia filial, por la acción del Espíritu. Lumen gentium 2-4 exhibe una estructura ternaria que hace de la Iglesia la realidad destinataria del plan del Padre y de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo conforme a esta lógica: el proyecto universal del Padre (LG 2), la misión del Hijo (LG 3), la obra santificadora del Espíritu (LG 4) fundan la Iglesia como «misterio», es decir, como obra divina en el tiempo de los hombres. Los orígenes de la Iglesia están escondidos en lo más hondo del misterio de Dios: la Iglesia ha sido querida por Dios Padre desde la misma creación del mundo; la Iglesia está llamada a configurarse con el Hijo Jesucristo, que «inauguró en la tierra el reinado de Dios», de modo que representa en medio de la humanidad doliente el espacio concreto del Señor glorificado, es su cuerpo y es su esposa; la Iglesia es el espacio histórico donde acontece la obra santificadora del Espíritu Santo. Los sacramentos de la eucaristía (la comunión de los santos), el bautismo y la penitencia (perdón de los pecados) son los modos eminentes en los que el Espíritu del Resucitado actualiza permanentemente el proceso de comunicación del Dios Uno y Trino hasta la consumación de la historia.
Si bien es cierto que la realidad eclesial aparece configurada como un fenómeno humano y social, no se puede ignorar -salvo riesgo de empequeñecerla- que la Iglesia está enraizada en el misterio de Dios. Entre el Dios trinitario y la Iglesia se da una relación profunda, que no es sólo una relación de tipo causal u originaria, sino también una relación esencial de la Iglesia con el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ella es así continuadora de la misión que Dios Padre confió al Hijo y al Espíritu Santo: «La Iglesia ora y trabaja at mismo tiempo para que la totalidad del mundo se transforme en pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo y para que en Cristo, cabeza de todos, se dé todo honor y toda gloria al Creador y Padre de todos» (LG 17). Afirmar que la Iglesia está enraizada en el misterio del Dios trinitario trastoca profundamente nuestro planteamiento del origen y de la fundación de la Iglesia. La Iglesia no puede reducirse a las puras coordenadas de la historia y del tiempo, de lo visible y de lo disponible: viene preparada desde los orígenes del género humano (Ecclesia ab Abel), ha sido reunida por la palabra humanada (Ecclesia criatura Verbi), y es vivificada permanentemente por el Espíritu Santo (aedificium spirituale). Así las cosas: el misterio de la Iglesia se manifiesta desde su fundación (cf. LG 5).
En su reflexión sobre el hombre, tantas veces aherrojado y encadenado en su propia soledad, H. de Lubac nos mostraba al Dios trinitario como la respuesta a esa ansia infinita de comunión característica del ser humano, pues «nos ha creado para introducirnos juntos en el seno de su vida trinitaria (...) Jesucristo se ofrece en sacrificio para que seamos uno en esta unidad de las personas divinas. Ahora bien, existe un lugar en el cual, ya desde la tierra, empieza a realizarse esta reunión de todos en la Trinidad. Hay una "familia de Dios", extensión misteriosa de la Trinidad en el tiempo, que no sólo nos prepara a esta vida unitiva y nos la garantiza plenamente, sino que nos hace partícipes ya de ella. Es la única sociedad completamente "abierta" y es ella la única que se ajusta a nuestra íntima aspiración y en la que nosotros podemos alcanzar por fin todas nuestras dimensiones [...] De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata: tal es la Iglesia. Ella está "llena de la Trinidad"» (Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1988, 190).
BibliografíaB. FORTE, La Iglesia de la Trinidad. Ensayo sobre el misterio de la Iglesia. Comunión y misión, Salamanca 1996. C. O'DONNELL y S. PIÉ I NINOT, «Origen de la Iglesia», en Diccionario de Eclesiologia, Madrid 2001, 800-806. N. SILANES, «La Iglesia de la Trinidad». La Santísima Trinidad en el Vaticano II. Estudio genético-teológico, Salamanca 1981.
S. Madrigal
La fundación de la Iglesia por Jesucristo pertenece a la fe cristiana en el sentido de que la Iglesia fue prevista, querida e iniciada por Jesús durante su vida terrena. Se puede precisar ulteriormente esta afirmación por medio de dos proposiciones: 1. La Iglesia depende en su ser de la acción histórica de Jesús; 2. La Iglesia, tal como existe, no es sólo resultado de la acción de Jesús, sino también fruto de la acción del Espíritu Santo. A partir del siglo XVI, y hasta recientemente, el comienzo de la Iglesia se ha expresado en la teología mediante la categoría «fundación». Esta fundación habría tenido lugar por medio de la llamada de los Apóstoles y, sobre todo, por la promesa del primado a Pedro durante la vida terrena de Jesús, y por el acto de conferírselo después de la resurrección. La explicación teológica del comienzo de la Iglesia como una fundación ha sido revisada, corregida y explicitada en el siglo XX a partir de los estudios exegéticos e históricos. El mayor desarrollo del conocimiento histórico y de las ciencias bíblicas ha permitido conocer las razones concretas por las que se comenzó a utilizar la categoría «fundación» para explicar el origen de la Iglesia, así como el sentido preciso que se le atribuía y las limitaciones que tiene ese concepto.
En los Padres, la idea que vincula constitutivamente a la Iglesia con Cristo se expresa inicialmente a través de la imagen de la Iglesia como encarnación continuada (Clemente Romano, Ignacio, Ireneo). Lo que Cristo recibió del Padre lo transmitió a los Apóstoles y éstos a la Iglesia. Por otra parte, según los Padres, los momentos de la historia de Jesucristo en los que se sitúa más frecuentemente el nacimiento de la Iglesia son el Calvario y Pentecostés. De modo particular, los Padres enseñan que la Iglesia nació del costado de Cristo abierto en la cruz, lo cual se prolonga tipológicamente en el origen de Eva a partir del costado de Adán. En la Edad Media, la lucha por el poder con su vertiente secular (feudalismo, lucha de las Investiduras) y propiamente eclesiástico (problema del conciliarismo), así como el pensamiento jurista, hicieron derivar la cuestión del origen de la Iglesia a la del origen divino de la jerarquía (el ius divinum). Según este principio, la autoridad de la jerarquía de la Iglesia no depende de ninguna otra autoridad humana subordinada, sino de la autoridad misma de Dios. De ese modo, el aspecto visible e institucional fue adquiriendo predominancia sobre el mistérico e invisible. La reacción protestante contra la Iglesia de su tiempo dio el paso hacia una nueva propuesta total de Iglesia, no entendida ya como institución -que implicaría una autoridad distinta a la de la palabra de Dios- sino como acontecimiento que parte de la resurrección de Cristo. Para ellos, el nacimiento de la Iglesia en su realidad más sustancial pertenece al misterio de Cristo, y particularmente a su resurrección. La fundación de la nueva comunidad no se sitúa en la historia, es decir, en el tiempo en que Jesús llamó a los Doce y los envió a predicar, sino que tiene lugar con la resurrección porque ése es el tiempo en que la comunidad es fundada por Cristo y en Cristo triunfante, y continúa siéndolo. La respuesta de la teología católica a la protestante adquirió un fuerte cariz apologético. Se trataba de defender el carácter visible e institucional de la Iglesia, y para ello resultaba necesaria la aplicación de lo que más tarde se llamaría la via historica. En esencia, esta vía consistía en demostrar que Cristo había fundado su Iglesia sobre Pedro, a quien otorgó el primado, y sobre los Apóstoles, de los cuales el Papa y los obispos eran sucesores. El siguiente paso viene provocado de nuevo por la teología protestante, concretamente por el protestantismo liberal de fines del XIX, que defendió, en general, que la Iglesia no fue obra de Cristo sino de sus discípulos. Para ello aducían tres razones fundamentales: la predicación de Cristo sobre el Reino de Dios, su postura escatológica y el hecho de que la palabra «iglesia» no habría sido pronunciada nunca por Jesús (M. Schmaus). La idea caló en algunos autores católicos del tiempo del modernismo, que defendieron también la separación entre la Iglesia y Jesús. La enseñanza de los manuales clásicos de apologética iba en la línea de la institución de la Iglesia en un sentido visible y jurídico. En síntesis, venía a ser la siguiente: la institución de la Iglesia por Jesús significa que Jesús reunió en torno a él doce discípulos, a los que confió el triple poder de gobernar, enseñar y santificar. En el colegio así constituido designó a Pedro como cabeza. Jesús ha prometido, además, a su Iglesia la perpetuidad en la existencia. Después de la resurrección, Jesús completó la fundación de la Iglesia, confiriendo la potestad sagrada a los Apóstoles y a Pedro como cabeza. En Pentecostés, la Iglesia tuvo su promulgación. Frente a la gran mayoría de los teólogos católicos que han reflexionado sobre la relación entre Jesús y la Iglesia, no han faltado algunos que han propuesto teorías que suponen de hecho una vuelta a posiciones del siglo XIX, en cuanto que se niega una relación verdadera entre Jesús y la Iglesia. «El Jesús prepascual no fundó en vida ninguna Iglesia», afirma H. Küng (La Iglesia, Barcelona 1968, 90; subrayado del original); solamente puso los fundamentos, mediante su predicación y actividad, para la aparición de la Iglesia pospascual. De modo semejante, L. Boff piensa que la Iglesia nació de una decisión de los Apóstoles impulsados por el Espíritu Santo. La Comisión Teológica Internacional se ha ocupado de la fundación de la Iglesia en dos documentos. En el primero de ellos, con motivo de algunos «Temas selectos de eclesiología» (1984); en el segundo a propósito de «La conciencia que Jesús tenia de sí mismo y de su misión» (1985).
La relación de origen de la Iglesia en Cristo aparece en el magisterio siguiendo la idea patrística de que la Iglesia nació del costado abierto de Cristo en la cruz. Esta afirmación la recoge explícitamente el Concilio de Vienne (1312). Por lo demás hay que esperar hasta muy recientemente para encontrar respuestas magisteriales al planteamiento problemático de la cuestión. San Pío X respondió a las doctrinas del modernismo sobre el origen pospascual de la Iglesia afirmando, en el juramento antimodernista, la institución proxime ac directo de la Iglesia por el Cristo histórico [D. 3540; cf. D. 3452 (Lamentabili); también D. 3492 (Pascendi)]. Un paso adelante en la cuestión que nos ocupa vino facilitado por la encíclica de Pío XII, Mystici Corporis (1943; D. 901). Al presentar a la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo se matizaba y equilibraba la visión excesivamente jurídica de la Iglesia que la teología católica ofrecía hasta entonces. La Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, junto con la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, han sido los dos ejes de la eclesiología contemporánea, y también los que han permitido afrontar de una nueva forma la cuestión de la fundación de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II, que se ha ocupado tan ampliamente de la Iglesia, ha sido muy escueto en sus referencias a la cuestión de su fundación. Se ha referido a ella en tres textos. Concretamente, en Lumen gentium, 5 afirma que «el misterio de la Iglesia se pone de manifiesto en su fundación», a lo que sigue un poco más adelante una referencia explícita a «los dones de su Fundador». En Gaudium et spes, 40 se alude a la fundación de la Iglesia por Cristo, y se hace en un contexto trinitario: «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia...». En Ad gentes, 5, finalmente, se dice que Jesús, antes de subir a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación. La misma sobriedad en las referencias a la fundación de la Iglesia se encuentra en el Catecismo de la Iglesia Católica. De la Iglesia se dice que está «fundada sobre las palabras y las obras de Cristo» (CCE 778). En los otros dos lugares en los que se alude a la fundación de la Iglesia, se tiene presente más bien a los Apóstoles, de los que se afirma que son «piedras de fundación de la Iglesia» (CCE 642); el carácter apostólico de la misma Iglesia se debe a que está fundada sobre los apóstoles (CCE 857).
3. «Hechos fundacionales» de la Iglesia El conocimiento histórico de la eclesiología ha puesto de manifiesto la limitación del concepto de fundación para expresar el nacimiento o comienzo de la Iglesia. En la medida en que «fundación» significa un acto esencialmente de naturaleza externa y jurídica, no es plenamente adecuado para ser aplicado a la Iglesia que es ciertamente institución pero también y previamente misterio. Al mismo tiempo, sin embargo, referirse al comienzo de la Iglesia como a su fundación sirve para dejar clara la relación esencial entre Jesús y la Iglesia. La investigación de la fundación de la Iglesia no consiste en la búsqueda de un acto formal y explícito de Jesús mediante el cual la Iglesia quedara constituida en su estructura y en sus rasgos fundamentales. Como han observado Schmaus, Fries y otros, no hay que pensar en un acto solemne mediante el cual la Iglesia hubiera sido proclamada, ni tampoco en un documento fundacional en el que tal acto hubiera sido protocolariamente registrado. Se debe hablar con más propiedad de «actos de Cristo en orden a la fundación de la Iglesia» (M. Schmaus) o con otra terminología, actos fundacionales de la Iglesia (kirchenstiftende Akte) o actos eclesiológicamente relevantes. Mediante estos actos, se pone de manifiesto la intención, previsión y acción de Jesús sobre la Iglesia. Estos actos de Jesús no pueden darse, sin embargo, separados de los actos del Resucitado y de la acción del Espíritu Santo en Pentecostés. No resultaría correcto, desde un punto de vista teológico, pretender que Jesús dejó plenamente señalados los detalles de la Iglesia. Esto irla más allá de lo que el conocimiento histórico puede aportar, y supondría al mismo tiempo un defecto teológico notable, ya que separaría la acción de Cristo de la del Espíritu Santo. ¿Cuáles son los actos de Jesús relacionados con el comienzo de la Iglesia? La Comisión Teológica Internacional, tras afirmar que no resulta un procedimiento adecuado ligar toda la cuestión de la fundación de la Iglesia a una sola palabra de Jesús o a un solo acontecimiento particular de su vida, expone la siguiente relación de actos de Jesús a través de los cuales se pone de manifiesto y se transparenta su intención sobre la Iglesia. Se trata de actos de distinta significación e importancia, pero todos ellos coinciden en que, sin la Iglesia, carecerían de sentido y representarían un auténtico enigma. Los actos más importantes de Jesús de cara a la Iglesia son los siguientes: en su predicación, Jesús presupone las promesas del Antiguo Testamento que conciernen al pueblo de Dios, promesas que conservan toda su fuerza salvífica. El llamamiento general a la conversión que realiza Jesús, que va acompañado y especificado como invitación a creer en Él. La vocación e institución de los «Doce» como signo del restablecimiento futuro de la totalidad de Israel. El cambio de nombre de Simón-Pedro, su puesto privilegiado en el círculo de los discípulos y su misión especifica El rechazo de Jesús por Israel y la ruptura entre el pueblo, representado por el sanhedrín, y los discípulos de Jesús. El hecho de que Jesús, al instituir la Cena y al afrontar su pasión y muerte, no se retrae, sino al contrario, insiste en predicar el Señorío universal de Dios, que consiste en el don de la vida que Jesús hace a todos. La reedificación, después de la resurrección del Señor, de la comunidad entre Jesús y sus discípulos, y la introducción después de la Pascua en la vida propiamente eclesial. Este paso está ya relacionado con la Pascua, lo mismo que los siguientes. El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios («Pentecostés» en la concepción de Lucas). La misión con respecto a los paganos, y la consiguiente Iglesia de los paganos. La ruptura radical entre el «verdadero Israel» y el judaísmo. Ninguno de estos momentos, tomado aisladamente, es totalmente significativo, pero todos ellos, puestos uno tras otro, «muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso histórico de la revelación. [...] La iglesia terrestre misma es ya el lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la misión confiada por Jesús a sus discípulos. En esta perspectiva se puede llamar a la Iglesia "germen y comienzo en la tierra del Reino de Dios y de Cristo"» (cf. LG 5). Con los actos «fundacionales» de la Iglesia por Jesús queda apoyada, también desde un punto de vista histórico, la fe en que la Iglesia no es resultado de la decisión de hombres o, dicho de otro modo, un acontecimiento pospascual, desconectado del Jesús histórico, sino realidad querida, prevista y comenzada a realizar por Jesús a lo largo de su predicación y de su acción en medio de Israel. De todos los actos señalados por la Comisión Teológica Internacional vamos a examinar tres que son fundamentales para manifestar la voluntad de Jesús sobre la Iglesia. Se trata de de la institución de los Doce, de la vocación de Pedro, y del significado de la cena.
a) «Los Doce»Uno de los hechos claves para mostrar la voluntad de Jesús sobre la Iglesia es la elección e institución de los Doce dentro de la comunidad de los discípulos. Se debe señalar, en primer lugar, que Jesús tuvo discípulos. El hecho no es extraño en Israel; más bien lo contrario -un rabí que no tuviera discípulos- hubiera sido raro. Pero la originalidad de Jesús consiste en que sus discípulos no le elegían a él, como era lo normal, sino que era Jesús mismo quien los escogía a ellos (Mc 1, 16-20; Mt 4, 18-22; Lc 5, 1-11; Lc 10, 1-12). Otro rasgo a destacar es que Jesús no unió sus discípulos a una escuela o tradición determinada, sino a su propia persona. Y así como en las escuelas rabínicas los discípulos compartían la vida de sus maestros hasta que pasaban a otro maestro, o ellos mismos se convertían en maestros, la vocación al discipulado de Cristo es vocación a la irrevocable adhesión a su persona. Cristo exige a sus discípulos una decisión radical a la cual deben subordinarse todos los demás aspectos de la vida. Además, los llamados por Cristo forman una comunidad nueva en torno a él: los hermanos y discípulos de Jesús son los que cumplen la voluntad del Padre (cf. Mc 3, 31-35 y paral.). La elección de «los Doce» es uno de los hechos más importantes en la vida pública de Jesús. En los tres textos siguen a continuación los nombres de los doce elegidos, siendo Simón-Pedro el que encabeza la lista. El número «doce» estaba cargado de significado. Doce eran los patriarcas, y doce las tribus descendientes de ellos (Mt 19, 28; Hch 26, 7). Israel es el pueblo de las doce tribus, lo cual indica plenitud; y plenitud es en general lo simbolizado por el número doce. Los Doce indican la relación y la diferencia con el pueblo de Israel, del que nace y al que trasciende el nuevo Israel. La importancia del número doce se destaca después de la traición de Judas, cuando tiene que ser restaurado mediante la incorporación del elegido por Dios (Hch 1, 21, 26). Después ya no se llenaron los huecos producidos por la muerte de los Apóstoles (Hch 12, 2). El círculo de los Doce era considerado como el fundamento del nuevo Israel. Cuando cumplió su misión y el nuevo pueblo de Dios comenzó a vivir, ya no era necesaria su pervivencia.
b) PedroLa vocación de Pedro y la misión especial que Jesús le confirió ha sido el acto de Jesús en el que los manuales de apologética han visto de un modo más claro su voluntad directa sobre la Iglesia. Al mismo tiempo, a partir del protestantismo liberal, los textos neotestamentarios que ponen de manifiesto la especial significación de Pedro -y particularmente Mt 16, 16-18- han sido objeto de una crítica constante que trata de remitir el pasaje al momento posterior a la resurrección. El argumento principal en contra de la autenticidad jesuana del texto es la presencia del término «ekklesia», que es ajeno a la cultura y mentalidad aramea Pero el testimonio sobre Pedro no se reduce al texto clásico citado, sino que es variado y concurrente en las tradiciones y en los escritos del Nuevo Testamento, en los que el tema Pedro aparece dotado de un significado universal, que supera toda particularidad local o personal. Así lo encontramos en el epistolario paulino, en los escritos joáneos y en la tradición sinóptica.
1º) El significado de Pedro en los escritos paulinos aparece de un modo particular en la antigua fórmula de fe, de origen prepaulino, transmitida por Pablo con gran veneración como un elemento intangible de la tradición, en 1Co 15, 3-7: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; [...] que se apareció a Cefas y luego a los Doce». En ella, Pablo presenta a Cefas -utilizando el nombre arameo que significa roca- como el primer testigo de la resurrección de Jesucristo. Ahora bien, desde la perspectiva paulina, la misión apostólica consiste esencialmente en dar testimonio de la resurrección de Cristo. Por eso adquiere un significado especial el hecho de que aparezca Pedro como el primero que ha visto al Señor y, en consecuencia, como el primer testigo de la confesión articulada de la comunidad primitiva. La carta a los Gálatas ofrece un nuevo testimonio paulino sobre Pedro. En ella aparece Pablo enfrentándose a Pedro, pero precisamente por ese contexto polémico, el testimonio de san Pablo tiene más relieve. Pablo va a Jerusalén «para conocer a Cefas» (Ga 1, 18). Catorce años más tarde Pablo, impulsado por una revelación, sube de nuevo a Jerusalén donde ahora visita a Santiago, Cefas y Juan, «que eran considerados como columnas» (Ga 2, 9) a quienes expone el evangelio que anuncia entre los gentiles «para saber si corría o había corrido en vano».
2º) En el cuarto Evangelio hay una fuerte presencia del tema de Pedro, al que normalmente sirve como contrapunto la figura del «discípulo amado». El texto más importante es Jn 21, 15-19, en el que Cristo confiere el primado a Pedro. Independientemente de las diversas interpretaciones sobre el pasaje, queda claro que también en la tradición joánea, como en la paulina, aparece claramente la posición preeminente de Pedro, derivada del Señor.
3º) En la tradición sinóptica se observa inmediatamente la posición especial de Pedro en el grupo de los Doce. En las cuatro listas de los Apóstoles -incluyendo la de los Hechos- hay variantes diversas, pero todas coinciden en situar a Pedro en el primer lugar (Mt incluso lo dice: «el primero»: Mt 10, 2-4; cf. Mc 13, 16-19; Lc 6, 14-16). El puesto especial de Pedro aparece también en la fórmula «Pedro y sus compañeros» (Mc 1, 36; Lc 9, 32). Con Juan y Santiago forma el grupo de testigos especiales de la vida de Jesús: la resurrección de la hija de Jairo (Mt 5, 37), la transfiguración (Mc 9, 2), la agonía del huerto (Mc 14, 33). De estos tres, el portavoz es Pedro (en la transfiguración), y a él se dirige Jesús en Getsemani. Una segunda cuestión en los sinópticos es el cambio de nombre de Simón a Pedro. La denominación de «roca-piedra» no tiene un significado psicológico o pedagógico. Sólo se la puede concebir a partir del encargo recibido por Jesús, por el cual Simón Pedro se convertirá en algo que no es según la carne. El apelativo «roca-piedra» pertenece al pasaje clásico de Mt 16, 17-19, sobre el que, como hemos dicho, hay interpretaciones diversas, aunque lo que en la actualidad señala el punto de inflexión de todas ellas es la afirmación o negación del carácter histórico del texto. Así, por ejemplo, en otro tiempo pudo tener alguna importancia la interpretación de Lutero según la cual Jesús, tras designar a Simón como «piedra», se habría señalado a si mismo al afirmar «y sobre esta piedra edificaré mi comunidad», porque sólo Él es la roca angular, y no Pedro cuyo sucesor pretende ser el Papa. Exégesis de este tipo hoy no son compartidas por nadie. Las posturas se presentan marcadas por el valor histórico que atribuyen al pasaje. Si atendemos al texto mateano, resulta evidente el cuño semítico del que está impregnado, como se ve por las concepciones típicamente judías que contiene. Así, las palabras Bar-Jona, carne y sangre, poderes del infierno, llave del reino de los cielos, atar y desatar, son expresiones que proceden del mundo palestino y no del ámbito grecorromano (cf. H. Fries, Teología Fundamental, Barcelona 1987, 486). Por otro lado, sin embargo, hay elementos que parecen levantar dificultades especiales. Se trata sobre todo del término «ekklesía» que en los evangelios aparece solamente aquí y en Mt 18, 17. Si la ekklesía es la asamblea comunitaria para la que se establecen determinadas reglas, parecería que estamos ante un añadido posterior del término. Pero la sospecha de inautenticidad sólo se mantendría si la realidad de lo que se describe con el término ekklesía no apareciera de ninguna otra forma en los sinópticos. No es éste el caso, ya que una idea semejante es la que se expresa bajo la forma del rebaño y el pastor, de la edificación y la piedra angular, de la viña, de la vid y los sarmientos.
c) La CenaEl más antiguo de los cuatro relatos de la última Cena con que contamos en el Nuevo Testamento (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-24; Lc 22, 15-20; y 1Co 11, 23-25) es el de Pablo en la primera carta a los Corintios, escrito hacia el año 54. Este texto provoca varias preguntas que tienen que ver con el comienzo de la Iglesia. Queda claro, en todo caso, que la Cena de que habla Pablo no es un creación suya, sino algo que ha recibido, a partir de lo que el mismo Jesús hizo la noche en que iba a ser traicionado y entregado; en otras palabras, lo que Pablo entrega es lo que pervive en la tradición de todas las comunidades como legado de lo que hizo Jesús. El relato de Pablo es confirmado y completado por los de los sinópticos. La cena de Jesús, celebrada como solemne banquete pascual, es el marco en el que las palabras de Jesús adquieren su pleno significado. Así se explica la referencia a la «nueva alianza», a la muerte «por muchos». Mediante el acontecimiento de la cena se crea y se establece la nueva alianza escatológica que se funda en la muerte de Jesús, que se realiza y continúa en la Iglesia. La conclusión de Ratzinger es, por tanto, que Jesús creó una «Iglesia», es decir, una nueva comunidad visible de salvación, entendida como un nuevo Israel, un nuevo pueblo de Dios cuyo centro es la celebración de la Cena en la que ha nacido y de la que vive. «El pueblo de la nueva alianza se convierte en cuerpo a partir del cuerpo y de la sangre de Cristo» (3. Ratzinger, La Iglesia, 16).
El origen de la Iglesia se explica, además de mediante la categoría de fundación, también con la de fundamentación que, aunque se trata de realidad conceptualmente distinta, es inseparable de aquélla. Jesucristo es fundador y fundamento de la Iglesia, y el Espíritu Santo es fundamento y co-fundador. Además se puede hablar del origen para referirse a la procedencia última de la misma Iglesia en la Trinidad, en la voluntad salvífica de Dios respecto a los hombres.
BibliografíaCOMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, «Temas selectos de eclesiología», en Documentos (1969-1996), Madrid 1998. M.M. GARIJÓ-GUEMBE, La comunión de los santos, Herder 1991. C. IZQUIERDO, «Cristo y el origen de la Iglesia, Perspectiva teológico-fundamental», Scripta Theologica 28 (1996) 439-471. J. RATZINGER, La Iglesia: una comunidad siempre en camino, Madrid 1992. M. SCHMAUS, Teología Dogmática, IV: La Iglesia, Madrid 1962.
C. Izquierdo
En la tradición cristiana la palabra «misterio» designa la revelación y realización del designio salvador de Dios de manera visible e histórica. La palabra «misterio» aplicada a la Iglesia quiere señalar que esa comunidad a la que el Padre convoca a los hombres por medio del Hijo en el Espíritu Santo constituye el modo histórico en que se realiza la comunión de los hombres con la Trinidad y entre sí. En términos neotestamentarios decimos: esa comunidad es el Pueblo de Dios Padre que vive configurado como Cuerpo de Cristo por medio de la unción del Espíritu con que Él mismo fue ungido: de esa manera la Iglesia es signo visible e instrumento universal de comunión salvadora en la historia; como tal signo, la Iglesia peregrina posee una determinada estructura.
La Escritura ilustra el misterio de la Iglesia con numerosas imágenes (cf. LG 6) tomadas de la vida de los pastores (rebaño, redil, Jesús es el buen Pastor: Jn 10, 1-10; 11-15; 1P 5, 4), o de la vida agrícola (agricultura de Dios: 1Co 3, 9; viña escogida: Mt 21, 33-34; parábolas de la siembra, del grano de mostaza, de la cizaña y el trigo, de la vid y los sarmientos, Jn 15, 1-5). La Iglesia es también «edificación de Dios» (1Co 3, 9), Casa en la que habita su familia (1Tm 3, 15), Templo santo en el Señor (Ef 2, 19-22) hecho de piedras vivas (1P 2, 5), Ciudad Santa que desciende del cielo como novia engalanada para su Esposo (Ap 21). Es Madre nuestra y Jerusalén celestial (Ga 4, 26; Ap 12, 17). Es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (Ap 19, 7), amada y santificada por la entrega de Cristo (Ef 5, 22-26). Entre las fórmulas bíblicas que revelan el misterio de la Iglesia hay dos especialmente significativas, a saber, las de Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Ellas dicen que el misterio que es la Iglesia consiste en ser el Pueblo unido al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.
a) La Iglesia, nuevo Pueblo de DiosEl término griego laos designa de ordinario en el Nuevo Testamento al Pueblo de Dios del Antiguo Testamento, a Israel. Pero laos designa también a la comunidad originada por Jesús, pues se aplican a la Iglesia pasajes del Antiguo Testamento que aparecen cumplidos en la Iglesia del Nuevo (cf. Hch 15, 13-14; Rm 9, 24-26; 2Co 6, 16-18; 1P 2, 9-10): Dios se ha elegido de entre las naciones un pueblo formado de judíos y gentiles rescatados por la sangre de Cristo (cf. Tt 2, 11-14). Este nuevo Pueblo de Dios se constituye en continuidad y en ruptura con el Israel veterotestamentario. Continuidad: todos los atributos del Pueblo de Dios del Antiguo Testamento (elección, vocación, alianza, sacerdocio, promesas, etc.) pertenecen ahora a la Iglesia, que es el «nuevo» Israel. Ruptura: no nace el nuevo Pueblo de la «carne», sino del Espíritu; no es nacional o racial, sino universal. La noción de Iglesia-Pueblo de Dios subraya, en consecuencia, la unidad de los dos Testamentos y la continuidad del plan salvífico de Dios, en el que encuentran su marco las categorías de vocación, elección divina y alianza. Pueblo de Dios también pone de relieve la condición histórica-escatológica de la Iglesia, con su pasado -su tradición, sus instituciones- y con su futuro, esto es, la realización de su proyecto peculiar del Reino en medio de los «pueblos». Es un pueblo en marcha hacia la tierra prometida, que no tiene ciudad permanente: mientras camina en la historia sus ciudadanos conocen la debilidad y el pecado, y lleva en sus sacramentos e instituciones «la figura de este mundo que pasa» (cf. LG 48). Es un pueblo mesiánico portador de la esperanza y la redención para todos los pueblos, que vive de las promesas de Dios, quien las llevará a su perfecto cumplimiento. La Iglesia-Pueblo de Dios también pone de relieve la condición común a todos sus miembros en el plano de la dignidad de la existencia cristiana, anterior a toda distinción entre ellos por oficio o estado. La distinción radical se da entre los miembros del Pueblo y los que no lo son. Toda distinción en la Iglesia sólo puede ser comprendida como una manera especial de servicio en el seno del Pueblo de Dios. En él se da una igualdad radical y una desigualdad funcional. Lo sustantivo en la Iglesia es la condición de cristiano: todos en la Iglesia están llamados a la santidad y a la responsabilidad en la misión. La jerarquía, dotada de la potestad querida por Cristo, no es la Iglesia, sino que está en la Iglesia, para servicio de la Iglesia. Todas las dimensiones estructurales y funcionales de la Iglesia -con su correspondiente dimensión jurídica- están al servicio del crecimiento de la condición cristiana. Lo institucional es esencialmente relativo a la comunión de vida de los cristianos, y viene a la vez exigido por la condición esencialmente orgánica del Pueblo de Dios.
b) La Iglesia, Cuerpo de Cristo por la unción del Espíritu.La idea de Pueblo de Dios sería insuficiente para expresar por si sola la naturaleza de la Iglesia. El concepto portador de la «novedad» cristiana es Cuerpo de Cristo. Esta imagen es propia de san Pablo (cf. 1Co 6, 12-19; 1Co 10, 14-22; 1Co 12, 12-30 y Rm 12, 3-8), y la usa especialmente al tratar de la capitalidad de Cristo en la Iglesia y en la humanidad (cf. Ef 1, 9-10; Ef 4, 3; Col 1, 18 ss.; Col 2, 9). La Iglesia-Cuerpo de Cristo pone de relieve la configuración de los miembros con su cabeza, y la unión indisoluble y vital entre Cristo y la Iglesia. Él es la Cabeza de la Iglesia por razón de excelencia, semejanza, plenitud e influjo, y su gracia «capital» es la causa eficiente, formal y ejemplar de su Cuerpo (cf. Pio XII, Enc. Mystici Corporis, 1943). Toda la novedad del nuevo Pueblo está en Cristo mismo y en la «incorporación» a Cristo. Los hombres llegan a ser «el Pueblo de Dios» siendo Cuerpo de Cristo. Para ello, Jesucristo hace partícipe a su Cuerpo místico de la «unción del Espíritu» con la que Él mismo fue ungido por el Padre. El Espíritu Santo es el principio vital o de unidad, y es uno y el mismo en la Cabeza y en los miembros («como el alma» en el cuerpo). El Hijo encarnado hace de la Iglesia «su» Cuerpo, no por la unión personal (hipostática) con la Iglesia, sino por el don de su Espíritu, que la vincula directamente a Cristo al constituir su Cuerpo por comunicación de su efecto, la «gratia Christi». El don del Espíritu a la Iglesia no prolonga en la historia la unión incomunicable de su humanidad con el Verbo eterno, sino su plenitud de gracia filial (natural) y redentora, que es efecto de la unción que consagraba su humanidad. La incorporación a Cristo en su Cuerpo sucede participando de la plenitud de gracia de su humanidad ungida por el Espíritu Santo: esa humanidad de Jesús consagrada por la unción es el camino por el que el Padre y el Hijo hacen donación del Espíritu eterno a la Iglesia. Por lo demás, la necesaria distinción entre Cristo y la Iglesia viene asegurada con otra idea paulina: la Iglesia es la Esposa que Él se adquirió pura y sin mancha hasta los desposorios definitivos (Ef 5, 21 ss.). Los dos son un solo cuerpo, manteniendo su radical diferencia en la unidad esponsal.
c) La Iglesia es comuniónPor medio de Cristo los cristianos viven la comunión con el Padre en el Espíritu que mora en nosotros, «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mi y yo en ti» (Jn 17, 21). «La Vida eterna que estaba con el Padre se nos manifestó [...] para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1Jn 1, 2-3). La esencia de la Iglesia es la participación en la misma vida intratrinitaria: es comunión de los hombres con Dios y entre si, por Cristo en el Espíritu Santo. Es comunión «por Cristo», es decir, a través del Hijo de Dios hecho hombre, en quien habita la plenitud de la divinidad corporalmente. Es comunión en el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo, y principio de unidad en la Iglesia, que vivifica, une y mueve a todo el Cuerpo. Este misterio de comunión se cumple de modo diverso en cada una de las fases o estados en que ahora vive la Iglesia. La perfecta realización de la comunión de vida divina sólo acontecerá in Patria, en la gloria celeste (cf. LG 48), con la parusía, la resurrección de los cuerpos, el juicio y la restauración de todas las cosas. Mientras tanto, hasta que Cristo vuelva, una parte de sus discípulos peregrina en la tierra, otros se purifican, y otros gozan de la gloria, pero todos viven unidos en la caridad (cf. LG 49). En la tierra la Iglesia ya es comunión con Cristo, pero incoada y en primicia, y comporta imperfección y expectativa escatológica, en la medida en que depende de la fidelidad del hombre a Dios. La comunión se realiza de manera germinal mientras la Iglesia peregrina en la tierra es congregatio fidelium que vive de la fe y los sacramentos de la fe. La comunión se realiza de manera perfecta por la caridad en la fase gloriosa de la Iglesia como congregatio comprehendentium. Pero sólo hay una única Iglesia, y en todos sus «estados» acontece la communio sanctorum en la interrelación de gracia y bienes de salvación entre todos sus miembros, los que peregrinan en la tierra y los que gozan de la gloria celestial, unidos en la misma Cabeza. En todas sus fases la Iglesia realiza su esencia íntima, esto es, la comunión con el Padre por Cristo en el Espíritu, y de los hombres entre si. En María Virgen se ha realizado de manera anticipada el cumplimiento escatológico, la perfecta comunión trinitaria a la que la Iglesia aspira (LG 65 y 68); por su eminente cooperación en la obra de la redención es nuestra madre en el orden de la gracia (cf. LG 61).
d) La Iglesia peregrina, comunión y sacramento de la comunión.Mientras la Iglesia peregrina en el mundo, lo humano está ordenado a lo divino, lo que es visible a lo invisible, y lo presente a la ciudad futura que buscamos (cf. SC 2). El misterio de la Iglesia es una realidad compleja humana y divina, constituida por un elemento visible y por elementos invisibles, que puede compararse análogamente al misterio del Verbo encarnado (cf. LG 8). La Iglesia es «como un sacramento». Esta consideración de la mediación visible de la Iglesia es lo que fundamenta el momento social y operativo que toma el misterio de comunión en su fase terrena. La Iglesia peregrinante se caracteriza por ser comunión salvadora (res) y signo e instrumento de esa comunión (sacramentum): comunión e institución de salvación, fructus salutis y medium salutis. Sus sacramentos e instituciones de origen divino son la dimensión externa de la Iglesia, que se halla al servicio de la dimensión interior de gracia y comunión. Lo característico de la Iglesia terrena no es sólo que en ella se da la comunión de manera imperfecta e incoada, sino que ella, la Iglesia histórica y concreta, es simultáneamente el sacramento de esa comunión. Lo propio de la Iglesia en su fase peregrinante es la comunión visible en aquellos bienes salvíficos (communio sanctorum en sentido objetivo) que expresan y generan, significan y causan, la personal comunión de gracia con Dios (communio sanctorum en sentido subjetivo) incoada en la tierra, consumada in Patria. La communio en la vida intratrinitaria, núcleo último constitutivo del ser de la Iglesia, existe en la tierra como fruto de la comunión visible en los bienes salvíficos. Estos bienes salvíficos -que constituyen a la Iglesia como Iglesia y determinan su estructura social-, son la Palabra de Dios, los sacramentos de Cristo con su centro en la eucaristía y los carismas del Espíritu. Viviendo en la participación dinámica de esos dones de salvación, los fieles, ya aquí en la tierra, penetran más y más en la communio divina. En este sentido, las instituciones sacramentales, y las actividades pastorales y apostólicas de la Iglesia histórica están, por su propia razón de ser, al servicio de la comunión personal. Además, la comunión de vida divina, incoada en la tierra, consumada en el cielo, constituye el exemplum de la Iglesia peregrinante. Su socialidad instrumental como sacramento comporta que sea signo que «signifique» en términos visibles la comunión misma. Desde esta perspectiva, la Iglesia terrena es exemplata de la Iglesia in Patria: la Iglesia es communio fidelium, communio hierarchica y communio ecclesiarum. En otras palabras: la comunión universal de los discípulos del Señor -el Pueblo de Dios- está orgánicamente articulada por el ministerio de sucesión apostólica que preside la comunión universal de las Iglesias. Con ello, entramos en la descripción de la estructura visible y social de la Iglesia en la tierra.
La naturaleza de la Iglesia es el conjunto del mysterium communionis de que hemos tratado, y que supone una realitas complexa, invisible y visible (cf. LG 8). La «estructura fundamental» de la Iglesia es un aspecto de su naturaleza, y se refiere a la manera constitutiva de darse los elementos y funciones de que se compone la Iglesia por voluntad del Señor en cuanto «ordenada y constituida como sociedad» (LG 8). El plural «estructuras», en cambio, designará aquí los desarrollos o formas que los elementos de la estructura necesariamente toman en el decurso de la historia y en las diversas áreas geográficas y culturales. Finalmente existe la «organización eclesiástica».
a) La estructura fundamental de la Iglesia.La Iglesia no es un mero agregado de personas que, por afinidad de ideas, se congregan en un primer momento multitudinario, para después autodonarse una organización. Ni es tampoco primero una comunidad de lazos invisibles que, por un proceso de asimilación de formas históricas de la cultura, adquiere después estructura societaria. Pertenece, en cambio, al misterio de la Iglesia el que ésta, en su fase terrena, sea a la vez «comunidad» de personas y estructura social o «institución». Ambas dimensiones son de origen divino y lo son como dimensiones de una única realidad, no como magnitudes autónomas. La estructura no es una realidad físicamente distinta de la communio personarum. La inseparabilidad y la simultaneidad de las dos dimensiones -comunidad e institución- de la Iglesia peregrinante son afirmadas por el Concilio Vaticano II cuando habla de la «índoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis» (LG 11). La estructura orgánica y sagrada es la índole misma de la comunidad cristiana. Esto se explica por el origen cristológico-pneumatológico de la Iglesia. La actualidad permanente de Dios que llama y congrega en Cristo por la acción del Espíritu Santo se expresa precisamente en la institución sacramental de la Iglesia (que incluye el ministerio de la predicación). La realidad Iglesia es re-creada continuamente por la acción trinitaria que se sirve del ministerium verbi et sacramentorum. La respuesta humana a la acción trinitaria y eclesial de la predicación y los sacramentos es la fe y, con ella, esos mismos sacramentos (de la fe) en cuanto acciones del hombre. De esta manera, Cristo, enviando su Espíritu en la Palabra y en los sacramentos, incrementa los miembros del Cuerpo y simultáneamente les asigna posiciones y funciones en su estructura sacramental. Los hombres se incorporan a la Iglesia por los sacramentos (comunidad) y, en el mismo momento, se «sitúan» en la estructura de la Iglesia (institución), que es asumida por el Espíritu de Cristo para la celebración-administración de los sacramentos. De manera que el Señor mantiene a la Iglesia en su estructura por las mismas acciones sacramentales por las que incorpora a sus miembros. Constituye de continuo a la Iglesia en su ser y la mantiene, por tanto, como Iglesia.
b) Los elementos de la estructura.Los elementos que originan la estructura fundamental de la Iglesia son, en primer lugar, los que provienen de su dimensión sacramental y carismática. El bautismo (y la confirmación) y el orden son los sacramentos que presentan las distintas posiciones y funciones de la comunidad eclesial estructurándose como radicalmente sacerdotales. El Concilio Vaticano II ha ligado la misión salvífica de Cristo a su triple potestad y función de sacerdote, profeta y rey, y ha visto la estructura de la Iglesia como una realidad consagrada en la que Cristo, por su Espíritu, le otorga una participación sacramental de su triple munus en orden a hacer actual en el mundo la misión salvífica del Señor. De esta primera dimensión sacramental y sacerdotal emerge el concepto de «fiel cristiano» (christifidelis). El bautismo crea la cualidad de miembro del Pueblo sacerdotal de Dios, de fiel, y hace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: congregatio fidelium. Además, en el seno del Pueblo sacerdotal, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para ser los ministros del Señor, es decir, para representarle ante sus hermanos como Cabeza de su Cuerpo y Pastor de su Pueblo. A través del sacramento del orden, Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura de la Iglesia. En tercer lugar, sobre los fieles y los ministros recae la acción del Espíritu Santo, pues Dios enriquece a su Iglesia con dones «jerárquicos y carismáticos» (cf. LG 4). De esta dimensión carismática emergen la posición de los fieles-laicos y la posición de los fieles llamados a la vida consagrada. Finalmente, pertenece a la estructura de la Iglesia el que ésta, configurada por la triple dimensión congregatio fidelium, ministerio y carisma, aparezca en la historia como Iglesia universal, que se hace presente y opera en las Iglesias particulares: la Iglesia es estructuralmente corpus Ecclesiarum (LG 23).
1º) El concepto de «christifidelis» y el sacerdocio común de los fieles. Lo primario en la Iglesia es el cristiano, el discípulo de Cristo, el fiel. Con esa palabra se designa el sustrato común de todos los miembros de la Iglesia: laicos, ministros y religiosos. Todos son fieles. (Por eso, entre fiel y ministro no se da una distinción adecuada: un ministro sigue siendo un fiel. En cambio, un ministro -como veremos- no es un «laico», aunque puede ser «religioso»). El contenido estructural propio de la condición de fiel cristiano es esa participación en el sacerdocio de Cristo que el Concilio Vaticano II llama «sacerdocio común de los fieles». El contenido de esta expresión pertenece a la tradición (cf. CT; Pío XII, Enc. Mediator Dei). El sacerdocio común viene descrito en Lumen gentium, 10 aludiendo a cinco lugares del Nuevo Testamento que, en síntesis, presentan el sacerdocio común de los fletes como una consagración a Dios que se aplica a toda la vida cristiana, ligada al culto y al testimonio rendido a la persona y a la obra de Cristo. Es, pues, el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede, por tanto, reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales. Esta vida cristiana, que es culto al Padre en el Espíritu, proviene, como su origen y fortalecimiento, de la unción del Espíritu que se confiere al cristiano en los sacramentos del bautismo y de la confirmación (cf. PO 2). La unción sacerdotal del cristiano en dichos sacramentos consecratorios está en relación con la unción del Espíritu que los fieles reciben como participación del sacerdocio de Cristo (cf. LG 11). Los lugares clásicos neotestamentarios referentes a la unción de los fieles (cf. 2Co 1, 21-22; Ef 1, 13; 1Jn 2, 20.27) la describen como fruto de una acción trinitaria, con especial presencia del Espíritu Santo en el ungido, que es calificada como sello, realidad que permanece. Una consecuencia de esta enseñanza es el valor primero que tiene en la Iglesia la sacra conditio de los fieles constituidos en Pueblo de Dios (cf. LG 9), es decir, de la cualidad de discípulo y la dignidad inherente a la existencia cristiana, lo que supone el primado de la ontología de la gracia como antropología cristiana esencial. Otras consecuencias son también la igualdad radical de todos los miembros del Pueblo de Dios y la universal llamada a la santidad y al apostolado (cf. LG 39 y 40), que tienen importantes efectos jurídicos, pastorales y, sobre todo, existenciales: christianus alter Christus.
2º) El sagrado ministerio y su condición sacerdotal. La palabra «ministerio» tiene en el Nuevo Testamento sentidos diversos. En sentido técnico designa a aquellos fieles que han recibido el sacramento del orden: diáconos, presbíteros, obispos. Aquí llamamos ministerio sagrado -en singular- a la posición de esos ministros en el seno de la Iglesia. El ministerio viene descrito por el Concilio Vaticano II como elemento estructural en dos textos emblemáticos: «Cristo, el Señor, para apacentar al Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios dirigidos al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros, que poseen la sacra potestas, están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos los que son miembros del Pueblo de Dios, que gozan por tanto de la verdadera dignidad cristiana, tiendan de manera libre y ordenada a un mismo fin y consigan la salvación» (LG 18). El segundo es del Decreto Presbyterorum ordinis: «El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en el que no todos los miembros tienen la misma función (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que, en la societas fidelium, poseyeran la sacra potestas Ordinis para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres» (PO 2). El contenido propio del ministerio consiste en «re-presentar» ante la comunidad cristiana la persona de Cristo. Ciertamente, la entera Iglesia es el lugar de encuentro con el Salvador. Pero ella no se autodona la salvación que debe testimoniar, ni genera la palabra y el sacramento que salvan, sino que es Cristo mismo el que realiza hoy la salvación, dotando a la estructura sacramental de la Iglesia de este segundo elemento, el ministerio, que es su representación sacramental ante la comunidad. Su razón de ser es constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su cuerpo. El ministro no sustituye ni sucede a Cristo -Cristo no tiene sucesores-, sino que es el sacramento de su presencia, en medio de los fieles, lo que es completamente distinto. Éste es el contenido estructural del sagrado ministerio en la dinámica de la estructura de la Iglesia. Eso es lo que expresa la tradición de la Iglesia cuando dice que el sacerdocio ministerial o jerárquico se diferencia del sacerdocio común de los fieles essentia et non gradu tantum. Por lo demás, los actos propios y radicales de esos ministros son sacerdotales: hacen presente en estructura sacramental a Cristo Sacerdote en cuanto Redentor del Pueblo. Es un sacerdocio, pues, sacerdotal, jerárquico -dotado de potestad- y a la vez, ministerial, es decir, ordenado al servicio de los hermanos. Con ello, sin embargo, no se ha dicho todo. En efecto, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, si bien difieren por esencia y no sólo gradualmente, ad invicem tamen ordinantur: se ordena el uno al otro, pues cada uno participa de una manera peculiar del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). Esa mutua ordenación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial arranca, en primer lugar, de la prioridad sustancial de los fieles a causa de la radicalidad y la permanencia in Patria de la condición de fiel transformada en comprehensor. Se trata, pues, de la primacía de lo cristiano simpliciter. En otros términos: es todo el Pueblo de Dios el portador ante el mundo del mensaje de la salvación y, en el seno de ese Pueblo, la dimensión estructural «fieles» representa el momento sustantivo de lo cristiano, respecto del cual el elemento «sagrado ministerio» está teológicamente subordinado y es estructuralmente relativo: relativo a Cristo, al que representa, y a la comunidad cristiana, a la que sirve. Esta prioridad supone, en efecto, el carácter de servicio del ministerio a la comunidad cristiana (cf. LG 24). «Los Obispos no lo somos para nosotros mismos, sino para aquéllos a los que servimos la palabra y el sacramento del Señor» (san Agustín). Ahora bien, si todos en la Iglesia están en camino de salvación por su condición de creyentes, esa realidad salvífica no se la da a sí misma la comunidad, sino que es fruto del Espíritu que Cristo envía en la palabra y los sacramentos. El servicio específico que prestan a los fieles los ministros de la Palabra y de los Sacramentos supone la radical posibilidad de existencia cristiana. Por ello, a la prioridad sustancial de la condición de fiel respecto del ministerio corresponde la prioridad funcional de éste último en el seno de la estructura: los dos ad invicem ordinantur. La prioridad funcional es consecuencia de la ordinatio que tienen los fieles respecto del ministerio como cauce del que Cristo Cabeza se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia. Tal peculiar ordinatio de los fieles al ministerio no es una ordenación de servicio: la comunidad cristiana no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada en la necesidad de ser servida. Con ello, tenemos que la dinámica originaria de la estructura de la Iglesia se basa en esta mutua ordenación de fieles y ministerio. La Iglesia, en cuanto «orgánicamente estructurada», no es sólo los fieles, ni sólo los ministros, sino la convocación-congregación consagrada por el Espíritu que Cristo envía desde el Padre, y que es, sencillamente, «la Iglesia», la Iglesia dotada de su estructura fundamental: comunidad cristiana (fieles) y, en su seno, el ministerio. San Pablo describe esta dinámica constitutiva de la Iglesia en Ef 4, 11-12, donde la «obra del ministerio» aparece como propia de la entera comunidad de la Iglesia, como fruto conjunto de «fieles y ministros» y no sólo actividad del ministerio: in recto de los fieles, in obliquo la acción de los ministros «para el recto ordenamiento de los santos en orden a la obra del ministerio para (que tiene como objeto] la edificación del Cuerpo de Cristo». El ministerio apostólico se justifica en función de ese ministerio total -al Señor y a la humanidad- del Pueblo de Dios.
3º) Dimensión carismática de la estructura de la Iglesia. La Iglesia procede de la doble misión que hace el Padre del Hijo y del Espíritu. Por eso, la Iglesia posee una caracterización cristológica y pneumatológica: Cristo, de una vez por todas, ha dado a su Iglesia una determinada estructura; pero que efectivamente la tenga es obra del Espíritu. De manera que, junto con la primera y más radical acción «estructurante» del Espíritu en la Iglesia a través de los sacramentos consecratorios, Cristo rige, enseña y santifica a su Pueblo mediante un nuevo modo de donación del Espíritu que la Escritura llama «carismas». Pertenece a la estructura de la Iglesia la presencia en ella de los carismas del Espíritu (cf. LG 12 y AA 3), que se reconduce al acontecimiento mismo de Pentecostés, en el que el don del Espíritu llena a la entera comunidad. En el Nuevo Testamento, «carisma» designa el don individualizado, otorgado por el Espíritu al hombre concreto en orden a determinar, también de manera concreta, el puesto o lugar de su obediencia al Señor, de su existencia cristiana en la Iglesia, entendida como servicio a los hermanos. La palabra «carisma» no designa propiamente la donación común o general de la gracia, que constituye a un hombre en la condición de hijo de Dios; no se trata de la gracia que hace cristiano con los otros cristianos, sino la que se recibe como propia y diversa de la que los otros tienen, como don particular otorgado al hombre concreto en orden al servicio. Los carismas se caracterizan por su variedad, bien como acciones puntuales y transeúntes del Espíritu -en un determinado momento o una determinada situación-, bien como determinaciones configuradoras de la entera existencia del sujeto cristiano. Estas determinaciones mayores y permanentes son la base de la multiplicidad de misiones específicas en la Iglesia, y ponen en relación el concepto de carisma con el de vocación. En la Iglesia todos tienen por el bautismo la unción del Espíritu Santo y la vocación cristiana, la conditio christifidelis; pero esa común vocación se diversifica según los distintos carismas, que concretan así la vocación común, pasando a ser vocación personal. Las posiciones originadas por los sacramentos consecratorios (fiel-ministros) tienen una permanencia ontológica en los individuos («carácter») y una definitividad estructural. En cambio, el carisma como directa donación del Espíritu no inmediatamente vinculada al sacramento, es la forma en que se expresa la vocación concreta que Dios hace a cada hombre cristiano. En este sentido, pertenece a la estructura constitutiva de la Iglesia que sobre los fieles y los ministros el Espíritu otorgue sus carismas: que haya carismas en la Iglesia. Dicho de otro modo: es originario que los carismas -unos u otros- configuren y modalicen en cada época y lugar la existencia cristiana de fieles y de ministros. Ciertamente, las situaciones concretas originadas por los dones carismáticos no son, en rigor y en cuanto tales, constitutivas, pues la «posición» eclesial en que la recepción del carisma sitúa al sujeto no es ontológica, sino basada en la constante actitud de respuesta y compromiso personal. En otras palabras, los carismas, en su concreta facticidad, apuntan a las personas (fieles y ministros), no directamente a la estructura fundamental. Aun cuando la autoridad de la Iglesia pueda discernir modos ordinarios de donación del Espíritu e institucionalice situaciones carismáticas, esas situaciones, en cuanto concretas, son formas históricas o estructuras secundarias en que se manifiesta la estructura fundamental.
&ndash: La condición laical. Las condiciones personales más radicales y originarias en la Iglesia son dos: todos, por el bautismo, los hombres y las mujeres son «fieles»; algunos fieles, por el orden sagrado, son «ministros». Con la palabra «laico» se designa, en primer lugar, la condición de fiel, en cuanto se contradistingue de la posición de los ministros. Esta primera aproximación a los laicos como los fieles-no ministros no dice nada acerca de su condición positiva: dice lo que no son. Su contenido teológico positivo aparece cuando se relaciona la condición de fiel con el concepto de carisma y la «índole secular» propia de los laicos. La estructura fieles-ministerio, de origen sacramental, en interacción con los carismas del Espíritu, es enviada al mundo, y todos -fieles y ministros- son el sujeto eclesial de la misión. Por eso, existe una «secularidad general» de la Iglesia, o relación común de todos los cristianos con el mundo. Sin embargo, esta relación general con el mundo está internamente diversificada. En efecto, la Iglesia advierte en la acción histórica del Espíritu en ella grandes direcciones carismáticas configuradoras de su propia estructura. Concretamente, las situaciones mundanales y terrenas, en cuanto otorgadas como don y llamada (carisma) a los fieles cristianos, determinan la posición del laico en la Iglesia. El laico no es sólo un fiel que no es ministro, sino un fiel que es llamado por el Espíritu a desplegar su consagración bautismal «desde dentro» de las condiciones ordinarias de la vida en el mundo (cf. LG 31) Las situaciones «seculares» no son, para los fieles laicos, mero marco sociológico de su existencia cristiana, sino una realidad teológica otorgada como carisma y asumida como vocación: «... el carácter secular es propio y peculiar de los laicos» (ibid). Lo que para los ministros sagrados puede ser ocasional -la implicación en las tareas seculares-, para los fieles laicos es determinante de su posición en la Iglesia. La condición de laico es la condición de fiel en cuanto modalizada carismáticamente por las situaciones mundanales transformadas en vocación-carisma. Es la manera ordinaria que el Espíritu tiene de hacer que se dé en la Iglesia la simple condición de fiel. Pero es una vocación particular, aunque se dé en una muchedumbre de fieles: ex vocatione propria, ibi a Deo vocantur (ibid). Lo cual tiene importantes implicaciones teológico-pastorales en relación con la autonomía de las realidades terrenas, la existencia cristiana laical y la actividad de los laicos y sus asociaciones.
&ndash: La vida consagrada o religiosa. Los carismas del Espíritu que configuran la vida consagrada tienen una importancia decisiva para la Iglesia: «El estado que se constituye por le profesión de los consejos evangélicos, aunque no afecte a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y a su santidad» (LG 44). El fenómeno histórico de los religiosos es de enorme magnitud y riqueza. La evolución que ha experimentado desde sus orígenes, sus importantes manifestaciones Espírituales, sus implicaciones canónicas, su proyección sobre la vida de «fieles» y «ministros» exceden las posibilidades de estas líneas. Interesa sólo tratar de comprender la posición de los religiosos en la estructura fundamental de la Iglesia. El fenómeno de la vida religiosa, desde sus orígenes cenobíticos o monacales, se caracteriza por la profesión pública in Ecclesia et coram Ecclesia de los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, entendidos como una forma de vida que manifiesta la destinación escatológica del Pueblo de Dios (cf. ibid). El estado religioso se configura asi como la institucionalización que hace la Iglesia, a través de la autoridad jerárquica -duce Spiritu Sancto (cf. LG 43)-, de una dirección carismática del Espíritu, que se manifiesta desde los primeros tiempos: hombres y mujeres que, para servir a la salvación del mundo, el Espíritu Santo separa del mundo ordinario de los hombres, siendo así testigos carismáticos de la provisionalidad de lo humano y de la definitividad de los bienes celestiales (cf. CIC, c. 607 § 3). La noción de laico es la modalización carismática ordinaria de la condición de fiel por medio de la «índole secular»; en cambio, el estado religioso se diferencia de ese status propio del laico: aparece en su esencia teológica como una «separación», originada en los carismas del Espíritu, de esa condición ordinaria de los fieles. El Espíritu de Cristo otorga -a quien quiere entre los fieles- unos carismas que le dispensan, por amor al mundo, de la inserción («teológica y formal», no necesariamente «material») en la vida ordinaria del mundo. El que algunos de esos fieles llamados al estado religioso reciban la ordenación para el ministerio, nada resta a su posición en cuanto religiosos. De la misma manera, los religiosos que no son ministros, aunque puedan llamarse «laicos» en su acepción sacramental negativa, y a ciertos efectos jurídicos, no son laicos, si el término se entiende en su noción teológica y estructural. La polifacética evolución del estado religioso ha dado lugar a formas que manifiestan un progresivo acercamiento «material» de los religiosos y su forma de vida a las condiciones ordinarias de la vida de los fieles laicos. De esta manera, el fenómeno que comenzó con la vida cenobítica y monacal adquiere en la actualidad una riqueza de matices que viene englobada por el reciente Código de Derecho Canónico bajo el título «Vida consagrada», que comprende tanto a los institutos religiosos como a los seculares. Se caracterizan por la profesión pública de los consejos evangélicos que expresa una «consagración» nueva y diversa de la consagración ontológica propia de los sacramentos consecratorios. Un fenómeno de origen diverso de éste, tanto histórica como teológicamente, es el que ha llevado a los laicos a una progresiva toma de conciencia de los carismas configuradores de su situación en la estructura de la Iglesia y, como consecuencia, en la vida del Pueblo de Dios, y que se expresa en las numerosas formas de asociaciones laicales e iniciativas apostólicas, que constituyen otras tantas estructuras secundarias o derivadas del elemento «laicado» en la Iglesia.
4º) Iglesia universal e iglesias particulares. La Iglesia católica es la comunión orgánica de los creyentes en Cristo, presidida por el Colegio de los Obispos con el Papa como cabeza. Esta realidad de comunión se hace presente y operativa en las iglesias particulares presididas por los obispos que las apacientan con la cooperación del presbiterio «de forma que unidas a su pastor y reunidas por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituyan una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra (inest et operatur) la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica» (cf. CD 11). En consecuencia, la comunión universal de los fieles se identifica con el corpus Ecclesiarum: es la misma y única realidad -la Iglesia católica- considerada desde perspectivas diversas, esto es, en cuanto comunión universal de las Iglesias (Iglesia universal), o en cuanto porción concreta del universal Pueblo de Dios (iglesia particular o local) Las iglesias particulares son las porciones del Pueblo de Dios en las cuales y de las cuales existe la única Iglesia católica (cf. LG 23). A la Iglesia católica -que es universal y particular- se pertenece por la fe y el bautismo, que constituyen la causa de la incorporación eclesial. Pertenencia a la Iglesia y existencia eclesial constituyen una única realidad con esa doble dimensión, particular y universal. Todos los fieles pertenecen simultáneamente, por una misma razón teológica (fe y bautismo), a la Iglesia universal en una Iglesia particular (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 1992, n. 10). Esto es así porque la Iglesia universal y las iglesias particulares no son adecuadamente distintas, como cosas alternativas. Debido a la «mutua interioridad» entre Iglesia universal e iglesia particular, «quien pertenece a una Iglesia particular pertenece a todas» las Iglesias, lo cual se muestra «especialmente en la celebración de la Eucaristía, [en la cual] todo fiel se encuentra en su Iglesia, en la Iglesia de Cristo, pertenezca o no, desde el punto de vista canónico, a la diócesis, parroquia u otra comunidad particular donde tiene lugar la celebración» (ibid). Dicho lo cual, hay que añadir -y esto de manera decisiva- que se da una prioridad teológica de la Iglesia universal en cuanto comunión universal de las Iglesias en relación con las concretas iglesias particulares que la componen en cada momento. En efecto, sólo ella, la «comunión universal» -la Iglesia única- ha recibido los bienes y las promesas de la nueva alianza, la permanencia indefectible y la infalibilidad en la fe que confiesa; ha recibido el don del Espíritu que ya no se aparta de ella. Una concreta iglesia local, en cambio, puede separarse de la comunión y de la plena fe apostólica, o puede sencillamente desaparecer. La iglesia particular participa de los bienes y las promesas salvíficas del Señor, y es plenamente «Iglesia católica», en la medida en que se mantiene en la comunión universal; en cada iglesia particular, precisamente en cuanto miembro de la comunión universal la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, ésta se hace plenamente presente, y con ella la íntegra predicación de la fe, la celebración sacramental, la potencialidad «católica» de la misión (carismas, servicios, formas de vida cristiana), y todo ello garantizado por el ministerio de sucesión apostólica de los obispos. Así pues, junto con la simultaneidad material (mutua interioridad) entre las iglesias particulares y la Iglesia universal, existe una prioridad (teológica) formal de la Iglesia universal -la Communio Ecclesiarum- frente a las concretas iglesias particulares que la componen en cada momento, sin ser a la vez distinta de ellas.
BibliografíaY. CONGAR, «La Iglesia como Pueblo de Dios», Concilium 1 (1965) 9-33. H. de LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974. J.A. DOMÍNGUEZ, «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo Las interpretaciones posconciliares», en AA.VV., Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo. Actas del XV Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1996, 39-87. P. RODRÍGUEZ, «El Pueblo de Dios. Bases para su consideración cristológica y pneumatológica», en Eclesiologia 30 años después de «Lumen Gentium», Madrid 1994, 175-210. P. RODRÍGUEZ, (dir.), «Iglesia Universal e Iglesias Particulares», Actas del IX Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1989; «El concepto de estructura fundamental de la Iglesia», en A. ZIEGENAUS, F. COURTH y P. SCHÄFER (Hrsg.), Veritati catholicae. Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65 Geburtstag, Aschaffenburg 1985, 237-246.
J.R. Villar
Con el término «increencia» nos referimos a un fenómeno complejo y difícil de fijar, que tiene como rasgo común la tendencia a dejar de lado las creencias religiosas. Se puede considerar increencia la actitud de prescindir de Dios o de cualquier realidad trascendente bien como resultado de una reflexión que conduce a justificar la no existencia de Dios o la imposibilidad de conocerle o bien simplemente porque no se presta interés a esta cuestión. González de Cardedal la ha descrito como «aquella forma de vida en la que Dios no está presente como luz que alumbra la existencia, no da razón del origen de la realidad y del sentido de la historia, no funda el hecho mismo de existir ni la vida personal del hombre» (La gloria del hombre, 124).
La increencia es un fenómeno cuyo perfil es cambiante y que se presenta con gran diversidad de formas y de grados de intensidad. Son tres las formas principales de increencia.
1. Cuando se da un rechazo explícito de la existencia de un Dios personal, la llamamos «ateísmo». Se suele distinguir entre ateísmo teórico y práctico. Mientras que el primero articula un discurso que justifica la no creencia en Dios, el segundo se refiere a la actitud existencial que no otorga ninguna importancia a Dios en la vida real.
2. La posición que se abstiene de toda afirmación o negación de lo trascendente se conoce como «agnosticismo». De acuerdo con esta posición se considera incognoscible todo lo que trasciende la experiencia sensible, de manera que resulta imposible decidir acerca de la existencia o no existencia de Dios.
3. Se conoce como «indiferencia religiosa» la tendencia que se caracteriza, desde el punto de vista subjetivo, por la ausencia de la inquietud religiosa y, objetivamente, por la afirmación de la irrelevancia de Dios y de la dimensión religiosa en el plano axiológico. Se trata, pues, de un desinterés por la religión en el plan intelectual y un desafecto a nivel de la voluntad. A diferencia del ateísmo práctico, la indiferencia incluye implícitamente un juicio sobre la irrelevancia de Dios y de la religión.
Aunque en la historia de la humanidad podemos reconocer personas que individualmente sostuvieron posiciones no creyentes, el ateísmo teórico en sentido estricto del término no comienza sino en la Edad Moderna. De acuerdo con W. Kasper la negación de lo divino o lo absoluto de cualquier tipo sólo comenzó a ser posible con la modernidad porque sólo después de concebir a Dios radicalmente -como hace la fe bíblica- se le puede también negar radicalmente. Por ello, el ateísmo es un fenómeno pos-cristiano, una rebelión contra la imagen de Dios del medievo tardío y la modernidad (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1994, 30).
En atención a las razones o motivos que justifican el ateismo, encontramos tres tipos fundamentales de ateísmo. El primero apoya la no existencia de Dios en la incapacidad del conocimiento de trascender hacia lo Absoluto. Este ateísmo tiende a considerar la fe como algo del pasado, insostenible en un mundo dominado por el progreso científico. El segundo tipo de ateísmo resuelve la supuesta antítesis entre Dios y el hombre con la negación de Dios. Así lo describe Henri de Lubac: «El hombre elimina a Dios para quedar de nuevo en posesión de la grandeza humana, que considera arrebatada indebidamente por otro. Con Dios, derriba un obstáculo para conquistar su libertad» (El drama del humanismo ateo, Madrid 19672, 24). Finalmente, existe también el ateísmo que surge de una protesta contra el mal presente en el mundo.
a) Ateísmo por razones epistemológicasA partir del Renacimiento la ciencia ha ido reivindicando su autonomía frente a la religión, iniciándose la critica a las falsas creencias y supersticiones Con la modernidad, se irá afirmando el principio de que no podemos conocer nada que vaya más allá de la experiencia sensible y el modelo de conocimiento de las ciencias experimentales se impondrá como el único válido. Para este cientificismo las únicas formas válidas de conocimiento son las propias de las ciencias positivas. El cientificismo supone una reducción de la realidad a lo empírico (lo sensible, lo percibido sensorialmente) y de la razón humana a razón técnica, lo que tiene como consecuencia que no hay lugar para Dios ni como realidad en sí misma ni como hipótesis explicativa de los hechos de la naturaleza. El conocimiento religioso y teológico -lo mismo que el saber ético y estético- quedan relegados al ámbito de la imaginación.
Esta posición gnoseológica va acompañada de la idea de que la fe se opone al avance de la ciencia. El proceso de Galileo (1564-1642) y la condena de su doctrina se convirtió pronto en un mito y se presentó como ejemplo de falta de respeto a la autonomía de la ciencia. Más adelante, la polémica con la teoría evolucionista de Darwin (1809-1882) contribuyó a difundir la imagen de que para avanzar la ciencia debemos prescindir de la fe.
Este tipo de ateísmo se puede encontrar en el círculo que rodeaba al barón de Holbach (1723-1789) y a Denis Diderot (1713-1784) a mediados del siglo XVIII, verdaderos iniciadores y defensores de un discurso público declaradamente ateo. De Newton aceptan estos autores que toda la realidad puede ser estudiada mediante la mecánica y con Descartes sostienen que la realidad puede ser explicada recurriendo a principios mecánicos. Pero, frente al teísmo de Newton y Descartes, Holbach sostiene que basta recurrir a las fuerzas naturales para explicar la realidad y, por consiguiente, no hay nada por encima de la naturaleza. Diderot, por su parte, sostendrá en la «Carta sobre los ciegos» (1748) una posición materialista afirmando que la realidad física está en continuo movimiento y desarrollo y que extrae de si misma su origen.
Uno de los mejores expositores de este modelo de ateísmo es Auguste Comte (1798-1847), para quien el progreso humano acabará sustituyendo la explicación primitiva y fantástica del mundo que realiza la religión por la aplicación científico-positiva, más conforme con lo real y más útil al hombre. En la «edad positiva», dominada por las ciencias, se superará definitivamente la religión.
A partir de la negación de la trascendencia, diversas disciplinas han intentado realizar una explicación «científica» de Dios y la religión. Sigmund Freud (1856-1939) aplica los métodos del psicoanálisis para concluir que la religión es una forma de ilusión a la cual la humanidad, frustrada en sus deseos originarios, se acoge inútilmente. La religión es una forma de neurosis colectiva que, en último término, es producto del complejo de Edipo. Émile Durkheim (1858-1917) explicará, desde la sociología, que los dioses no son más que el propio grupo social o clan hipostasiado, de manera que el objeto supremo de la religión coincide con la sociedad humana, entendida como una entidad metafísica superior, un organismo que trasciende la simple suma de los individuos.
El neopositivismo lógico de los miembros del Círculo de Viena reeditó estas tesis en lo que se ha llamado «ateísmo semántico», aunque sus raíces propiamente son gnoseológicas. Los miembros del Círculo usan el análisis lógico para desarrollar una «filosofía científica». La adopción del principio de verificabilidad empírica como criterio de significado de las proposiciones supuso la expulsión del lenguaje significativo no sólo del lenguaje metafísico, sino también del ético y del religioso. Para Rudolf Carnap (1891-1970) el término «Dios» designa algo que está más allá de la experiencia. Por su parte, Alfred J. Ayer (1910-1989) sostiene que el teísta no dice nada -ni verdadero ni falso- acerca del mundo; sus expresiones religiosas no son auténticamente proposiciones ya que al término «Dios» no corresponde ninguna experiencia: «... que exista un dios trascendente es una afirmación metafísica y, por tanto, no literalmente significativa» (Lenguaje, verdad y lógica, Barcelona 1971, 137).
Aplicando esta epistemología a las proposiciones religiosas, Antony Flew (n. 1923) lanzó a los creyentes el llamado «desafío falsacionista» a fin de que describieran una situación en la que la afirmación «Dios existe» fuera falsa. Según Flew, si no hay nada incompatible con la afirmación de que Dios existe, la aserción no resulta significativa. Con el desafío de Flew se abrió un amplio debate sobre el significado de las proposiciones religiosas que, en la medida en que abandonó criterios verificacionistas, fue dando paso a la discusión sobre el valor cognoscitivo de la religión y la fe.
En el ámbito de la filosofía analítica se ha constituido un grupo de teóricos del ateísmo, los cuales sostienen que el concepto teísta de Dios no puede ser articulado de una manera coherente y consistente. Además de Flew, destacan Kai Nielsen, M. Martin y R. Le Poidevin. La impresión general, sin embargo, es que este ateísmo filosófico va perdiendo fuerza.
Desde el campo de la filosofía de la ciencia N.R. Hanson (1924-1967) mantiene que la existencia de Dios nunca ha sido sostenida con hechos. La fe en la ciencia conduce a suponer que el avance de la misma significa el retroceso de Dios. Hanson sostiene que la historia de la ciencia es la historia de descubrimientos que hacen innecesaria la apelación a Dios. Su realidad se desvanece con el progreso de la ciencia. La única actitud coherente con el progreso de las ciencias seria el ateísmo.
Aunque la crítica epistemológica ha mostrado la falsedad de los presupuestos cientificistas, persiste en muchos de nuestros contemporáneos una actitud acrítica de confianza en la capacidad de las ciencias experimentales y en su poder de salvar al hombre. Los éxitos de la investigación científica y tecnológica han contribuido a difundir una mentalidad cientificista, que relega la religión al ámbito de lo irracional.
b) El ateísmo de raíces humanistasUn segundo motivo del ateísmo se encuentra en la idea de que la afirmación de Dios supone la negación del hombre. En sus raíces se encuentra el antropocentrismo moderno que, llevado a sus últimas consecuencias, conduce a la negación de Dios como condición para la realización plena del hombre.
Esta tesis es perfectamente expuesta por el hegeliano Ludwig Feuerbach (1804-1872), al que Paul Ricoeur ha situado en la cabeza de los que denomina «filósofos de la sospecha». Feuerbach sostiene que Dios es una proyección del ser humano. La «miseria del hombre», es decir, su falta de plenitud, le conduce a proyectar sus deseos hacia la infinitud de un Dios. Pero las perfecciones que los creyentes atribuyen a Dios deben ser afirmadas de la esencia humana. Es más, negar a Dios es una condición para afirmar al hombre, para devolverle sus derechos.
Bajo el influjo de este autor se mueve Karl Marx (1818-1883) para quien Dios es también una proyección del hombre. Pero, a diferencia de Feuerbach, Marx se interesa por las razones que conducen al ser humano a construir un Dios y encuentra la clave en las condiciones socioeconómicas. De acuerdo con su visión materialista todos los fenómenos de la vida social están condicionados por las formas de producción. Por esto Dios y la religión son un reflejo de este mundo, de sus condiciones de explotación; son «el suspiro de la criatura oprimida» y «el corazón de un mundo sin corazón». Pero como la religión tiende a justificar esta realidad de opresión, se convierte en «opio del pueblo», un sedante que al amortiguar el sentido del sufrimiento contribuye a impedir la eliminación de las causas de la opresión. La lucha contra la religión es, por esto, una manera de trabajar por la instauración de la nueva sociedad comunista, en la que no será necesario Dios ni la religión.
En el comunismo posterior, el ateísmo será un rasgo esencial de su pensamiento. El marxismo-leninismo apoyará el ateísmo en la conciencia científica fundada en el materialismo histórico y dialéctico. Ernst Bloch (1885-1977), autor de formación marxista, sostendrá que el ateísmo humanista es el heredero de la verdadera religión, que valora al ser humano y no lo niega. Bloch ve en el cristianismo un aspecto ateo (la negación de la opresión del hombre por parte de Dios), y en el marxismo, un aspecto religioso (negación de un Dios opresor del hombre).
Friedrich Nietzsche (1844-1900) meditará sobre las consecuencias nihilistas de este ateísmo humanista. Para Nietzsche la muerte de Dios es un acontecimiento que marca nuestra época histórica. «La fe en el Dios cristiano -escribe- se ha vuelto increíble». Ahora bien, con esa fe se ha desmoronado también todo el mundo metafísico y todo el sistema de valores e ideales de la cultura occidental. Esto produce, en un primer momento, felicidad y alivio, pero Nietzsche es también consciente de las consecuencias que ello tiene. Si no hay Dios, no cabe norma moral sino sólo voluntad de poder. La ausencia de Dios significa, también, que el hombre es el creador de los valores y la única medida de sus propias creaciones. «¿Qué hemos hecho al liberar esta tierra de su sol? [...] ¿no sentimos el espacio vacío?, ¿no hace más frío?, ¿no anochece cada vez más?»: así se lamenta el loco que anda buscando a Dios y descubre que no existe (La gaya ciencia, II). Tras la muerte de Dios, sólo cabe espacio para el superhombre que impone la voluntad de poder. El crepúsculo de Dios es la aurora del superhombre.
En el fondo del ateísmo nietzscheano late siempre una oposición tajante entre Dios y el hombre. Dios aparece como rival del hombre y la fe en Él como una fuga cobarde ante la trágica grandeza del vivir humano. La religión y especialmente el cristianismo son considerados por Nietzsche como enemigos de la vida.
En nombre de la libertad también negará a Dios Jean-Paul Sartre (1905-1980). Este autor existencialista parte de que el hombre es libertad pura: el hombre está «condenado a ser libre». Ahora bien, para ser verdaderamente libres, debemos negar que exista un Dios trascendente, porque si existiera ese Dios, habría entonces unos valores, que le serían impuestos al hombre. Tanto en Nietzsche como en Sartre el hombre se concibe como autonomía y libertad absolutas y Dios aparece como un obstáculo. Sartre desarrollará conscientemente una propuesta de humanismo sin Dios.
En este ateísmo de raíces humanistas Dios y la religión aparecen como enemigos del ser humano. La idea de Dios es alienante, es opio para el pueblo porque impide al hombre amar al hombre por el mismo hombre (L. Feuerbach) y comprometerse en la lucha contra el valle de lágrimas en que la religión ha convertido este mundo (K. Marx). Dios resulta, además, una amenaza para la libertad absoluta del ser humano (J.P. Sartre) y para la vida (F. Nietzsche). La superación de este ateísmo reclama comenzar rompiendo con esa imagen deformada de la relación entre Dios y el hombre para mostrar que la afirmación de Dios es también afirmación del ser humano.
c) El ateísmo como protesta frente al malLa existencia del mal es el más grave problema que debe afrontar el pensador cristiano respecto de Dios y también el arma más potente que tiene el ateo para apoyar su posición. Si Dios existe y es un Dios de los hombres, ¿de dónde viene el mal?, ¿por qué lo permite?, ¿por qué permite tanto mal? Esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, ha golpeado en la puerta de todas las religiones, los sistemas filosóficos y muchas personas.
Uno de los primeros en plantear con claridad el problema fue Epicuro: o Dios quiere eliminar el mal, pero no puede, y entonces es impotente y no es Dios; o puede y no quiere, y entonces es malo. Si quiere y puede ¿de dónde el mal? (Lactancio, Liber de ira Dei, 13: PL 7, 121). También David Hume (1711-1776) expuso el problema en términos similares. En nuestros días, el sufrimiento del inocente, especialmente después de la terrible experiencia de los campos de concentración y el holocausto, se presenta como un desafío a la afirmación de Dios. Buena parte del ateísmo contemporáneo se configura como reacción al escándalo del mal en el mundo.
La objeción es perfectamente retratada por Albert Camus (1913-1960), que recogió el grito de protesta de un mundo en el que sufren los niños. Y, de manera análoga, en la novela de Dostoievski, Iván Karamazov quiere devolver el billete de entrada a este mundo. Elie Wiesel, escritor judío que fue deportado a Auschwitz, narra en La noche las reacciones de los presentes ante el sufrimiento de un niño inocente. «Dónde está el buen Dios, dónde está?», preguntan. La respuesta de Wiesel es muy diferente a la de Camus o Karamazov. Dios se implica; Dios sufre con nosotros. «¿Dónde está? Allí está, está colgado ahí, de esa horca». Ésta es para Wiesel la única respuesta posible ante el silencio de Dios.
La filosofía analítica se ha ocupado de elaborar rigurosamente el argumento a partir del mal. J.L. Mackie (1917-1981) lo presentó como problema de inconsistencia lógica de un conjunto de proposiciones que admita las afirmaciones «Dios existe» y «existe el mal» (versión lógica o problema a priori). Las respuestas que se articularon y, particularmente, la «defensa basada en el libre albedrío» planteada por A. Plantinga, condujeron a una formulación más moderada del problema. Esta segunda formulación (versión evidencia) o problema a posteriori) considera que la existencia del mal convierte en altamente improbable la hipótesis teísta. Uno de los mejores expositores es W. Rowe, quien subraya que determinados casos de mal gratuito y sin sentido (como el sufrimiento y muerte de un niño inocente) hacen muy improbable que exista un Dios omnipotente, omnisciente y absolutamente bueno. Como respuesta a estos planteamientos, los filósofos teístas han articulado defensas, cuyo fin es mostrar que el argumento del ateo no prueba nada (así A. Plantinga, N. Pike y G. Schlesinger), y teodiceas, con el objeto de expresar el porqué del mal (así J. Hick o R. Swinburne).
Más allá de todos los intentos de explicación, permanece, sin embargo, la cuestión del mal como amenaza para el ser humano y como misterio para la razón. Para unos constituye una razón para negar a Dios, mientras que para otros es una invitación a encontrar en la revelación -y, especialmente, en el escándalo de la cruz- las claves que permitan penetrar en el misterio.
Hacia finales del siglo XIX, el médico y biólogo inglés Thomas Huxley (1825-1895) acuñó el término «agnóstico» para referirse a la actitud que propugna una abstención de juicio respecto a todo lo que supera los límites del conocimiento científico y, por tanto, respecto de la existencia de Dios. Esta posición irá difundiéndose a lo largo del siglo XX, cristalizando en formas diversas.
El agnosticismo consiste principalmente en la convicción de que la existencia y naturaleza de lo trascendente no puede alcanzarse por medio de la razón y, por consiguiente, debemos suspender el juicio acerca de ello. El agnosticismo se presenta como una posición moderada frente a las reivindicaciones «dogmáticas» tanto de ateos como de creyentes.
Esta posición es consecuencia directa de los presupuestos gnoseológicos que se aceptan, los cuales llevan consigo la cerrazón de la razón humana a las realidades trascendentes. Para David Hume (1711-1776) el conocimiento auténtico se limita a las relaciones entre ideas y al conocimiento de hechos; lo que, unido a su crítica de los conceptos de causalidad y sustancia, conduce a cuestionar todo conocimiento de una realidad trascendente. Immanuel Kant (1724-1804), por su parte, sostiene que «Dios» es una idea reguladora, que unifica la experiencia, pero que la razón teórica no puede conocer pues esta idea cae fuera del ámbito de la intuición sensible. El agnosticismo filosófico de Kant se completará con una recuperación de Dios desde la razón práctica.
Un agnosticismo filosófico semejante al kantiano podemos encontrar en Karl Jaspers (1883-1969), el cual reconoce que el ser humano se encuentra abierto a la trascendencia (como aparece especialmente en las situaciones-límite), pero niega que podamos alcanzar un conocimiento racional sobre la misma. El ser de Dios trasciende de tal modo los seres conocidos que no es posible saber qué es. La trascendencia es vislumbrada, pero no conocida. Por ello, se requiere «fe filosófica» para afirmar la trascendencia.
A partir de presupuestos empiristas sostiene una posición agnóstica Bertrand Russell (1872-1970), tal como confesó en la disputa con el P. Copleston. En su obra Por qué no soy cristiano (1927) rechaza cualquier argumento a favor de la existencia de Dios y explica: «Ahora os digo por qué no soy cristiano: en primer lugar porque no creo en Dios ni en la inmortalidad; y, en segundo lugar, porque Cristo para mí no es un hombre excepcional». Recogiendo ideas de Lucrecio, señala que el temor es la raíz de la religión. Considera, también, que el cristianismo es el principal enemigo del progreso moral en el mundo.
En España, el conocido ensayo de Enrique Tierno Galván (1918-1986) contribuyó a difundir una mentalidad agnóstica, que fue seña de identidad de muchos no creyentes en el último tercio del siglo XX. El profesor Tierno se detiene en describir la actitud vital que se encuentra en la base del agnosticismo y que consiste principalmente en instalarse en la finitud. «Yo vivo perfectamente en la finitud -escribe- y no necesito nada más» (¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 1975, 15). Además, subraya diversas consecuencias positivas de la actitud agnóstica: serenidad ante las contradicciones, responsabilidad ante lo finito y fe en la utopia del mundo.
En muchas personas el agnosticismo es una posición no articulada intelectualmente, sino consecuencia de una actitud vital empirista y de confianza en la ciencia. Se trata de una mentalidad, que considera imposible trascender la realidad empírica y que suele ir unida a cierto ateísmo práctico. Este agnosticismo no reflejo puede ser compatible con una aceptación de Dios por via no racional (fideismo), que generalmente presenta caracteres deístas, pues acepta un origen de la realidad pero ese Dios no tiene nada que ver con el mundo.
La increencia contemporánea adopta predominantemente la tercera forma señalada, la de indiferencia religiosa. No se trata simplemente del descenso de práctica religiosa o del desapego hacia las instituciones eclesiásticas. Se trata de una mentalidad, de una atmósfera de indiferencia hacia lo trascendente. El Concilio Vaticano II ya señaló la existencia de personas que ni siquiera se plantean la cuestión de Dios, porque, al parecer, no tienen ninguna inquietud religiosa (GS 19). El indiferente no se preocupa por la cuestión de Dios; ni siquiera lo echa de menos. Se trata de una preterición sin agresión.
Cuatro rasgos caracterizan fundamentalmente esta indiferencia religiosa. El primero es su carácter masivo. La indiferencia se ha convertido en un fenómeno que no se limita a algunas élites intelectuales (como el ateísmo), sino que alcanza a las masas. Por primera vez en la historia Dios muere en el pensamiento y el corazón de gran número de personas. El segundo rasgo es que todo esto sucede silenciosamente y sin traumas. No hay grandes discusiones teológicas. La dimensión religiosa va desapareciendo paulatinamente de la vida humana sin violencias. Un tercer rasgo es el gran influjo cultural de la increencia. Los presupuestos mentales de muchos contemporáneos se forjan desde una visión no creyente de la realidad. La cultura de la increencia se presenta como algo positivo, como una afirmación del hombre y como un logro del progreso. En muchos ambientes públicos, sobre todo en Europa occidental, «se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada» (EEu 7). En tercer lugar, se trata de una increencia que se presenta explícitamente como poscristiana. Después de haber pasado por el cristianismo, lo considera superado y agotado, sobre todo en su rostro institucional.
La indiferencia religiosa admite diversos grados. Para algunas personas el interés religioso se encuentra completamente ausente, mientras que para otras ocupa un lugar modesto; algunos creen en un «ser superior», aunque de hecho viven como si no existiese.
Las motivaciones que dan lugar a la indiferencia religiosa son también de distinto signo. En algunos casos supone una historia de paso de la religiosidad al abandono de la fe, que comienza casi siempre con el alejamiento de la práctica religiosa. En otros casos es consecuencia del ambiente familiar y educativo, que no ha suscitado la referencia religiosa. Hay también una indiferencia que nace de la sensación de que los grandes ideales religiosos son un fracaso o conducen a la hipocresía o no es posible llevarlos a la práctica. Finalmente, la indiferencia puede ser también escape ante un conflicto personal, salida de alguna crisis vivida que ha minado la fe.
Las raíces que posibilitan esta increencia son diversas. Para muchas personas no se trata de motivaciones razonadas y justificadas, sino de un modo de ser y situarse en el mundo que se respira en el ambiente y que es transmitido especialmente por los medios de comunicación social. En ocasiones, cobran un peso determinante aspectos emocionales o socioculturales.
a) Conviene destacar también que, en parte, esta actitud de indiferencia y despreocupación por lo religioso es consecuencia del ateísmo propugnado con anterioridad. El ateísmo teórico ha sido tan efectivo que se ha transformado en un estilo de vida. La indiferencia es una actitud pos-atea y, según algunos autores, habría que considerarla como la forma más radical de ateísmo, pues no es ateísmo por negación sino por insensibilidad y falta de atención al problema de Dios.
b) Una de las principales raíces se encuentra en la mentalidad pragmatista, que tiene como primera consecuencia una obsesión por el bienestar. Las personas viven volcadas en el consumo y el deseo de lo inmediato, quedando incapacitadas para abrirse a Dios. Domina un individualismo atroz. No existen proyectos en común. Se vive sin ideales. Una vez perdida la confianza en los proyectos de transformación de la sociedad, sólo cabe concentrar todas las fuerzas en la realización personal. Se exacerba el cuidado y la autorrealización del individuo.
c) Entre las raíces destaca también el secularismo, entendido como una absolutización de la secularización. Con el término «secularización» se comprende un proceso cultural e histórico de cambio de una sociedad sacralizada a una sociedad secular, es decir, emancipada de los controles religiosos. El secularismo es un proceso voluntario de eliminación de lo religioso, consentido únicamente en el ámbito privado. Como sistema ideológico que excluye toda referencia a Dios es excluyente y totalitario. Una consecuencia del secularismo es el laicismo, entendido como una mentalidad y una praxis que proponen una visión de la sociedad y de la persona humana sin referencia a Dios ni a ningún valor trascendente o absoluto y que no respetan la fe religiosa, relegando la fe al ámbito de lo privado y oponiéndose a su manifestación pública.
d) La manera de pensar posmoderna se encuentra también en el trasfondo de la indiferencia religiosa. Como reacción a la absolutización unilateral de la razón, obra de la modernidad, se va abriendo en la segunda mitad del siglo XX un modo de pensar que se caracteriza por una pérdida de confianza en la razón, a la que se pretende sustituir con lo que se ha denominado una «razón débil». En consecuencia, se repudian las grandes teorías y doctrinas, las cosmovisiones forjadas por la razón (los grandes relatos) y se les acusa de generar totalitarismos. Según el pensamiento posmoderno «... el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz» (FR 91). Esta razón débil se muestra incapaz de alcanzar verdades absolutas. Se conforma con las verdades parciales y provisionales. Sólo caben consensos parciales.
La cultura posmoderna considera que el sujeto humano es finito, empírico, condicionado. Desde esta perspectiva, se hace imposible la apertura a lo incondicionado, a lo absoluto. Se ha cegado la fuente misma de la experiencia religiosa. Estamos en una «cultura de la intrascendencia» (J. Martín Velasco), del «eclipse de Dios» (M. Buber). «La cultura europea -constata dolorosamente Juan Pablo II- da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera» (EEu 9).
e) La mentalidad cientificista provoca también graves dificultades para creer. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir una mentalidad cientificista, que reduce toda experiencia humana a la propia de las ciencias positivas. Cuando se impone la racionalidad científica como único modelo, entonces todo se puede someter a experimentación, dominio y previsión. Y entonces desaparece también el ámbito del sentido y del valor. No cabe la pregunta por lo último ni tampoco la ética. No hay nada verdadero en sí mismo, sino sólo más o menos conveniente o ventajoso.
f) El pluralismo social y, particularmente, el pluralismo religioso se encuentra también entre las razones de la increencia. La multiplicidad de ofertas religiosas puede crear confusión en los creyentes menos formados y conducirles al sincretismo o a la indiferencia. No conviene olvidar que la indiferencia religiosa ha sido precedida, al menos en Occidente, por el indiferentismo religioso, que afirma que todas las religiones son iguales y, en consecuencia, rechaza cualquier revelación.
g) En la situación de indiferencia religiosa han influido también algunos fenómenos sociales que han transformado la vida humana y han borrado casi por completo los puntos de referencia tradicionales del hombre. Entre ellos se sitúan la urbanización, la emigración y la industrialización. No se trata de que causen directamente la increencia, pero contribuyen a que crezca y se difunda la indiferencia. La gran ciudad favorece un nuevo modo de vivir que ignora los valores del espíritu, como también sucede con la industrialización, que contempla al ser humano desde lo que hace. Por su parte, la emigración supone un desarraigo también de lo religioso.
h) El fenómeno de la globalización propaga el modelo de vida occidental, marcado por la no creencia, como único modelo válido en las sociedades democráticas, influyendo de modo decisivo en otras culturas. El proceso de globalización lleva consigo una tendencia a homologar los comportamientos, dirigiendo los deseos y aspiraciones colectivas. Se difunde de esta manera un modo de vida marcado por la increencia y que subjetiviza cualquier opción religiosa.
1. La primera reflexión de la Iglesia sobre el fenómeno de la increencia se contiene en el Concilio Vaticano I, el cual se detiene en el ateísmo, al que considera un fenómeno típicamente moderno. La Constitución Dei Filius manifiesta la preocupación de que el ateísmo, especialmente en la forma racionalista, sea capaz de corromper la idea de Dios como ser supremo, creador y legislador. Esta constitución condena por esto todas las doctrinas filosóficas producto de la modernidad, que constituyen el apoyo del materialismo, para el cual «no existe nada fuera de la materia» (D. 3022), el panteísmo, para el que «es una sola y la misma la substancia o esencia de Dios y la de todas las cosas» (D. 3023) y el emanatismo e inmanentismo, que dice que «todas las cosas han emanado de la sustancia divina» (D. 3024).
Al mismo tiempo, el Concilio define la posibilidad de alcanzar un conocimiento cierto de Dios a partir de las cosas creadas (D. 3004). Con ello pretende hacer frente al tradicionalismo, según el cual el único medio de conocer a Dios es una enseñanza positiva recibida por revelación, y al agnosticismo, tanto en la forma de criticismo kantiano como de positivismo. Frente a una visión pesimista del hombre, que le inhabilita para conocer a Dios por la razón, el Concilio sostendrá la capacidad de la razón para alcanzar cierto conocimiento de Dios.
2. El Concilio Vaticano II supone un hito en la consideración de la increencia, designada generalmente con el nombre de «ateísmo». El Concilio adopta una perspectiva predominantemente dialoga) y aborda el tema principalmente en la Constitución pastoral Gaudium et spes, donde se analiza la increencia en tres momentos: análisis de las formas y causas del ateísmo (19), del ateísmo sistemático (20) y de la actitud de la Iglesia ante el ateísmo (21).
El Concilio parte de que el ser humano está, desde su nacimiento, invitado a la comunión con Dios, para afirmar que son muchos los que desconocen esa relación o la rechazan. Se perfila así el ateísmo como «uno de los problemas más graves de nuestro tiempo». Seguidamente se realiza una descripción amplia del fenómeno de la increencia, que en el texto se llama «ateísmo». Entre las diversas formas que adopta la increencia destaca: la negación explícita de Dios (ateísmo teórico), el rechazo de la posibilidad de decir algo sobre Dios (agnosticismo) o de que las afirmaciones sobre Dios tengan sentido (neopositivismo lógico), la negación de Dios desde la ciencia (cientificismo) o desde el hombre (antropocentrismo), la negación de una falsa imagen de Dios, la indiferencia religiosa (quienes «no experimentan inquietud religiosa»), el ateísmo como protesta contra el mal y contra los falsos valores humanos (idolatría). Concluye este análisis realizando una importante observación: el materialismo o «apego a la tierra» de la actual cultura puede dificultar el acceso a Dios. Desde la idea de que el ateísmo no es un fenómeno natural sino consecuencia del rechazo de las religiones el Concilio se refiere a la cuestión de la culpabilidad del ateo y se apresura en añadir -por primera vez en un texto magisterial- que los creyentes pueden ser responsables del ateísmo porque, debido a sus deficiencias, han podido velar el genuino rostro de Dios.
En el número 20 se analiza el «ateísmo sistemático», señalando dos causas o raíces del mismo. La primera es el deseo de autonomía del sujeto, que es acentuado por el progreso técnico. La segunda es la idea de que la religión aparta al ser humano del compromiso por la liberación económica y social (marxismo).
En el número siguiente se realiza un esbozo de respuesta al desafío del ateísmo. Después de rechazar inequívocamente el ateísmo por suponer una negación de la dignidad de la persona, se intentan señalar las razones del mismo. La respuesta del Concilio se articula según las dos características fundamentales del ateísmo que ha determinado antes: Dios no se opone a la dignidad-libertad del hombre; y la esperanza en Dios no se opone al compromiso por la liberación en la historia. Esto es así porque «todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto» y, consiguientemente, no puede rehuir la cuestión de Dios. En cuanto a la actitud de los cristianos y los remedios pastorales, el texto conciliar apunta algunas pistas: profundización en la doctrina sobre Dios, coherencia de vida y testimonio, unidad de fe y vida, fecundidad social de la fe y ejercicio de la caridad fraterna. Concluye el Concilio invitando a la colaboración y diálogo con los no creyentes y reitera la convicción de que el mensaje del Evangelio, en lugar de empequeñecer al hombre, lo dignifica.
El Concilio trató también de la cuestión de si los no creyentes son culpables y de su salvación. El ateísmo es considerado por Gaudium et spes como un hecho doloroso, cuyas causas son múltiples. En el número 19 se dice: «... quienes voluntariamente se empeñan en apartar a Dios de su corazón y rehuir las cuestiones religiosas, al no seguir el dictamen de su conciencia, no carecen de culpa». La cuestión clave según este texto reside en el rechazo voluntario de la gracia. En la Constitución Lumen gentium, después de tratar de la salvación de los no cristianos, se afirma: «La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para su salvación a los que sin culpa suya no llegaron todavía a un claro reconocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, no sin auxilio de la gracia divina, por encontrar una recta vida. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da, como una preparación para el evangelio, y como dado por quien ilumina a todo hombre, para que finalmente tenga la vida» (LG 16).
3. El magisterio posconciliar ha prestado en numerosas ocasiones atención al fenómeno de la increencia. Ya en la Encíclica Ecclesiam suam (6.VIII.1964), al describir el diálogo de la Iglesia con la humanidad, Pablo VI se refiere a la negación de Dios como «el fenómeno más grave de nuestro tiempo» (ES 37). Posteriormente, en la Encíclica Evangelii nuntiandi (8.XII.1975) comenta el «aumento de la incredulidad» y describe algunas razones del ateísmo contemporáneo (EN 55).
Pablo VI instituyó en 1965 el Secretariado para los no cristianos con la finalidad de estudiar de modo riguroso el ateismo y promover el diálogo entre creyentes y no creyentes. En el año 1993, Juan Pablo II unió éste al Pontificio Consejo para la Cultura, que había establecido en 1982, «... con la convicción de que la cultura es un camino privilegiado para comprender el modo de pensar y sentir de los hombres de nuestro tiempo que no tienen ninguna creencia religiosa como punto de referencia» (Mensaje con ocasión del XX aniversario de la creación del Consejo Pontificio para la Cultura [14.V.2002], 2).
Juan Pablo II prestó particular atención al tema en la Encíclica Dominum et vivificantem (18.V.1986), n. 56 donde subraya la raíz materialista del ateísmo y en la Encíclica Fides et ratio (14.IX.1998), donde describe especialmente el ambiente que sustenta la increencia. Después de hacer patentes los errores del eclecticismo, historicismo, cientificismo y pragmatismo (nn. 86-89), pone la atención en la relación entre ateísmo y nihilismo (cf. FR 90).
La actitud fundamental que marca la relación de los cristianos con el mundo de la increencia es la de diálogo, tanto con la cultura de la increencia como con la persona concreta que vive como si Dios no existiera. Se trata de un diálogo abierto y crítico.
En relación con el ateísmo sistemático tal como ha sido descrito, un objeto privilegiado del diálogo será el ser humano, en su realidad concreta, ya que el ateísmo se presenta, en buena parte, como un humanismo. Una parte importante del diálogo tendrá como objeto examinar si, realmente, la felicidad prometida por los ateísmos se ha verificado allí donde se ha prescindido de Dios o si, por el contrario, la negación de Dios ha supuesto también la anulación del ser humano. El cristiano, por su parte, deberá mostrar cómo la aceptación de Dios no es una alienación del ser humano. Dios no es un factor extraño que amenace la libertad del hombre sino, al contrario, su fundamento más sólido.
En el diálogo con la increencia deben entrar forzosamente cuestiones epistemológicas. Hay muchas preguntas que es preciso responder previamente a un debate serio: ¿existe la verdad?, ¿es posible alcanzarla?, ¿conocemos sólo lo que experimentamos sensorialmente?, ¿qué es lo razonable de la razón humana? En este diálogo es importante poner sobre la mesa los presupuestos tanto del ateísmo como del agnosticismo. Una tarea ineludible es someter a crítica los presupuestos epistemológicos en que se fundamenta la increencia (crítica de todo positivismo y empirismo), así como la absolutización voluntarista de la finitud y la ocultación voluntaria de la lucha constante del ser humano contra el absurdo y su búsqueda de sentido. Los creyentes, además, tendrán que esforzarse por mostrar que la admisión del misterio no contradice a la razón humana.
Será necesario comprender y explicar bien que Dios no es un objeto entre otros y que su conocimiento siempre se encuentra bajo el signo de la negación, pues sabemos más lo que no es que lo que Dios es. Sólo podemos conocer y pensar a Dios mediante imágenes y analogías. Para el hombre verdaderamente religioso Dios no es nunca función, objeto o instrumento, sino luz, verdad, gloria y gracia.
El diálogo respecto del escándalo que produce la existencia de tanto mal en el mundo deberá tener muy presente que el razonamiento filosófico puede ayudar a resolver un problema intelectual, pero que encuentra su límite cuando se trata del dolor y angustia de personas reales. Por otra parte, es muy difícil dar una respuesta completa al misterio del mal sin tener en cuenta la revelación cristiana.
En el diálogo, el creyente es invitado a mostrar que su fe es razonable, que el cristianismo es una propuesta con sentido. Un primer paso en este camino es eliminar los obstáculos intelectuales que la persona pueda tener por una mala comprensión de la fe. El ambiente poscristiano facilita que muchas personas tengan verdaderas dificultades para comprender la opción por la fe cristiana. Es una tarea que exige derrocar falsas imágenes y comprensiones de la fe, que muchas veces flotan en el ambiente. Es, también, una invitación a la racionalidad, a pensar con seriedad. En un segundo momento, habrá que mostrar que la fe cristiana es una decisión razonable, una opción de la persona que puede ser justificada racionalmente. La fe no anula la razón ni la libertad, no dispensa de pensar ni de la responsabilidad de la decisión. El acto de fe remite a razones válidas para creer. Puede ayudar a mostrar la razonabilidad de la fe el examen de las consecuencias de la negación de Dios: sin Dios la moral queda fraccionada y acaba siendo lesionada la dignidad del hombre. Pero, sobre todo, se trata de ayudar a percibir que en la profanidad de la existencia humana se encuentra implícita la afirmación de lo incondicionado y absoluto.
Existe otra manera de diálogo que es la colaboración en la construcción de una sociedad mejor. Es el diálogo de las obras. En la Constitución Gaudium et spes, 21 se afirma que la Iglesia «reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben contribuir a la recta edificación de este mundo, dentro del cual viven juntamente». El creyente puede y debe unirse a las demás personas en todo lo que fomente la promoción y la dignidad del ser humano.
Es mucho más difícil establecer un diálogo con la indiferencia religiosa, precisamente porque las personas indiferentes ni siquiera prestan atención al mundo de lo religioso. Dios ya no es un rival del hombre ni un obstáculo para su realización, sino simplemente un extraño. Por ello, el diálogo no podrá versar sobre Dios o la religión, sino que habrá que remontarse a algunos valores humanos básicos.
Un primer paso es fomentar una actitud crítica frente a las convicciones y creencias dominantes. Es preciso invitar a pensar si está justificada la renuncia a la verdad, la actitud narcisista de nuestros contemporáneos, la cerrazón a lo que escapa a la experiencia sensible, etc. Juan Pablo II ha reivindicado precisamente una razón fuerte, que es la única que puede garantizar una fe audaz: «Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante si una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser» (FR 48). Pero para pensar es preciso escapar del consumo de sensaciones, de la avalancha publicitaria, de los medios de diversión proporcionados por la industria del ocio y el turismo. Por esto es importante facilitar momentos de silencio, en un mundo caracterizado por la extroversión y la prisa.
A esto deberá acompañar la educación en valores humanos básicos. Frente a la crisis de lo sagrado algunos autores sugieren dedicar tiempo a educar en valores. El ser humano necesita una serie de referentes para clarificar su ser en relación consigo mismo y con los demás, con el mundo que le rodea. Los principios y los valores nos aportan elementos básicos para la definición y comprensión del hombre. En particular, resulta importante educar el deseo; frente a la avidez del consumo, hay que enseñar el control sobre sí mismo y propiciar una cultura de la austeridad.
En particular es importante cultivar la dimensión Espiritual de la persona. La cultura materialista y hedonista que nos envuelve impide con frecuencia que la persona se abra al mundo de lo trascendente. Por esto es preciso cultivar la apertura de la persona a la verdad, al bien, a la belleza como paso previo al encuentro con Dios.
Al mismo tiempo, hay que ayudar a que las personas se comprometan con la verdad y con el bien. Nuestros contemporáneos se instalan con frecuencia en una forma de vida que elude todo compromiso permanente. Pero sólo desde el compromiso con lo que es verdadero y bueno puede el hombre ser alcanzado por la verdad y el amor de Dios. El temor a arriesgar, el miedo al compromiso, suponen un grave impedimento para que el hombre se disponga para la fe.
Otra tarea es alentar la búsqueda humana de sentido. La mentalidad posmoderna ha desalentado a nuestros contemporáneos sobre la posibilidad de encontrar una respuesta a esa búsqueda de sentido y recomienda no realizar preguntas. Con frecuencia las personas se han instalado en un modo de vida cómodo y superficial que dificulta notablemente el surgimiento de la pregunta religiosa. Sin embargo, en la hondura del ser humano se sigue escondiendo el interrogante por el mundo y por su propio sentido. No se puede disimular el inquieto corazón del hombre. Por eso resulta importantísimo invitar a preguntarse con radicalidad sobre el sentido del mundo y del propio hombre suscitando las preguntas escondidas o sepultadas en su interior. Hay que obligar al hombre a interrogarse por su vida y darse cuenta de la «desproporción interior» que constituye el fondo de su existencia. En realidad, se trata de que el ser humano amplíe su mirada para contemplar una realidad que es toda ella un signo, un sacramento de Dios.
Finalmente, habrá que poner sobre la mesa la cuestión fundamental. La alternativa realmente decisiva de la vida humana es la que se da entre la increencia y la fe: entre elegirse a sí mismo como centro absoluto de origen, verdad y sentido o consentir al poder que nos funda, llama y se ofrece como amor. La verdadera cuestión de fondo está en saber si hay Dios o no, si nuestra vida está presidida por Alguien original, creador y providente, o vivimos solos en el mundo, como dueños únicos y exclusivos de nuestra vida personal y colectiva.
El mundo de la increencia puede ser visto como un desafío para la fe, que invita al creyente a ser creativo, abriendo nuevos caminos.
Ante todo la increencia resulta una invitación a purificar la experiencia de fe. La fe vivida en el marco de la increencia está expuesta a la crítica. El creyente tiene que recordar que Dios no es un objeto más, sino misterio insondable y debe analizar con sentido crítico las representaciones utilitarias de Dios. La teología, por su parte, tiene que ser consciente de la dificultad de articular un discurso sobre Dios debido al carácter paradógico de su revelación, en la que Dios permanece oculto y misterioso y es invitada a purificar el lenguaje sobre Dios.
La increencia es también invitación a la Iglesia para que refleje con fidelidad el rostro de Cristo. El escándalo que puede producir la conducta de los creyentes se encuentra entre los motivos de la increencia. Por ello, la increencia obliga a revisar la forma de vivir de las personas y las instituciones de la Iglesia con la finalidad de que sean mejor reflejo de Jesucristo. Desde esta perspectiva, el Concilio Vaticano II invitó a la Iglesia a una «incesante renovación y purificación» (GS 22).
También obliga a resituar la misión de la Iglesia en el nuevo contexto de indiferencia. El secularismo y la indiferencia generalizada tienden a marginar la acción de la Iglesia. Esto supondrá para los creyentes tener que aprender una nueva manera de situarse en la sociedad pluralista de la increencia.
Finalmente, la generalización de la increencia nos obliga a revisar nuestra manera de anunciar la fe cristiana tanto en su contenido -tenemos que recuperar el anuncio de Jesucristo como núcleo de la fe- como en su metodología -cuidando los símbolos, la experiencia de fe, el sentido festivo y comunitario-. El Concilio pide al creyente que dé «testimonio de una fe viva y plena, educada precisamente para conocer con claridad las dificultades y superarlas» (GS 22). La increencia es así un acicate para seguir proponiendo la fe en este nuevo contexto sociocultural.
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F. Conesa
La Iglesia recibe y proclama la Sagrada Escritura como palabra de Dios. Parte de que Dios se ha revelado en la historia y de que lo ha hecho «mediante obras y palabras intrínsecamente conexas entre si» (DV 2). La plenitud de la revelación divina se ha dado en Jesucristo que «con su total presencia y manifestación personal [...] completa la revelación y confirma con el testimonio divino que Dios vive con nosotros» (DV 4). Esta revelación continúa ofreciéndose a todos los hombres mediante la Iglesia que el mismo Cristo estableció como «congregación visible y comunidad Espiritual» (LG 8), y que, rebasando los limites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana como «nuevo pueblo de Dios» (LG 9), y permanecerá hasta el final de los tiempos (cf. Mt 16, 18). La presencia de la Iglesia va acompañada de la palabra predicada por los Apóstoles y sus sucesores en el magisterio, que constituye la tradición viva, y de la Sagrada Escritura de ambos Testamentos consignada por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. DV 9). Así, tanto la Tradición como la Escritura constituyen la palabra que proclama y esclarece la realidad de la Iglesia, ambas «son como un espejo en el que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es (cf. 1Jn 3, 2)» (DV 7).
Así como las acciones divinas se insertan y dejan su huella en el devenir de la historia humana, las palabras que explican esas acciones y las proclaman como gestas divinas se expresan a través de hombres y en lenguaje humano, adquiriendo diversas formas.
En los libros del Antiguo Testamento, la forma más importante de la palabra que explica los hechos es la locución divina. Dios mismo comunica a personas elegidas el sentido y las consecuencias de los acontecimientos. Así leemos en Génesis cómo Dios hablaba a los patriarcas; en los libros del éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio, cómo habló a Moisés comunicándole el significado de la liberación de Egipto y de la donación de la tierra, y revelándole también la Ley con todos sus mandatos, estipulaciones de una alianza con Israel, el pueblo elegido. Después Dios habló a los jueces, y, sobre todo, a los profetas, que en nombre de Dios pronunciaban sus oráculos de desgracia y de promesa (libros históricos y proféticos). Todas esas locuciones son, en los libros más antiguos de la Biblia, la palabra de Yahwéh, cuya garantía de verdad va unida a su eficacia, como ya se describe en Gn 1 (cf. Is 55, 10, 11).
Pero también se explican los hechos en las narraciones que los refieren desde la perspectiva de la fe en Yahwéh, en las confesiones de fe colectivas o individuales, y en las reflexiones sapienciales sobre la conducta humana y sus consecuencias. Estas formas, sin embargo, no se presentan en principio como palabra de Dios, sino como reconocimiento por parte del hombre de aquello que Dios ha realizado y realiza a favor de su pueblo y de sus fieles, o de las leyes que ha establecido en la creación. Que esas expresiones se den en tradición oral o por escrito no tiene a ese nivel especial relevancia; sí la tiene el hecho de que, bajo esas formas, sea la palabra que expresa la fe de la comunidad y reconoce la revelación de Dios en los acontecimientos ocurridos y en las locuciones que, a través de los intermediarios, se remiten al mismo Dios.
Una valoración especial del escrito se refleja, no obstante, cuando en algún momento se resalta el valor de los mandamientos considerándolos escritos por el dedo de Dios (cf. Ex 31, 18) o se ponen por escrito oráculos de los profetas para significar que se han de cumplir inexorablemente (cf. Jr 36, 2-3). Avanzada la época pos-exílica (siglos III-II a.C.) surgen en el judaísmo obras con nuevas leyes, narraciones de la historia pasada y promesas de futuro, que se presentan como libros de revelación (o apocalipsis) en cuanto que su contenido dice ser copia de libros celestes que contienen los designios divinos (p. ej. 1 Henoc, Jubileos, cf. Dn 10, 21). Se trata ciertamente de una forma literaria de dar autoridad a dichas obras presentándolas como revelación divina a personajes famosos del pasado (pseudoepigrafía), de manera que sirvan de norma de conducta y de motivo de esperanza a los contemporáneos de sus autores reales, ya que lo que está escrito en ellas ha de cumplirse, pues responde a los designios divinos.
Esta valoración la encontramos en el Nuevo Testamento aplicada a las escrituras de Israel en su conjunto, si bien poniéndolas en relación inmediata e indisoluble con los acontecimientos de la vida de Jesús (cf. Mt 1, 22), especialmente con su muerte y resurrección (cf. 1Co 15, 3-4), y comprendiéndolas como profecía y testimonio sobre Cristo (cf. Lc 24, 44; Jn 5, 39; 1P 1, 10-12). La utilidad de esas escrituras para la enseñanza la ve además san Pablo en que todas ellas han sido inspiradas por Dios (2Tm 3, 14), y 2P 1, 20 dice que sus autores hablaron movidos por el Espíritu Santo. Un autor judío de finales del siglo I d.C. explica con detalle cómo tanto los libros de las escrituras oficialmente reconocidas, como los destinados sólo a los sabios (los apócrifos), hablan sido puestos por escrito por Esdras y sus secretarios tras el destierro bajo la inspiración del Espíritu Santo, entendida ésta como una especie de arrebato místico (cf. Esd 4, 14).
Los primeros cristianos afirman que Dios ha hablado definitivamente por medio de su Hijo Jesucristo (cf. Hb 1, 1), y que Él es la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). Así, las palabras pronunciadas por Jesús son verdadera y directamente palabras divinas. Pero también la palabra de la predicación apostólica es presentada como verdadera palabra de Dios (cf. 1Co 14, 36; 2Co 2, 17; 1Ts 2, 13) o palabra del Señor (cf. 1Ts 1, 8), sin que en ese contexto tenga tampoco especial relevancia que esa palabra se dé oralmente o por escrito, sino que transmita con fidelidad el evangelio recibido (cf. Ga 1, 6-9; 1Jn 1, 1-4). Únicamente en el libro del Apocalipsis, debido a su especial género literario, el autor resalta expresamente el origen divino del libro (cf. Ap 1, 2-3; Ap 22, 6). Los restantes hagiógrafos del Nuevo Testamento, aunque algunos manifiestan la importancia de sus escritos en orden a la fe (cf. Lc 1, 3-4; Jn 20, 30), no reflejan la conciencia de escribir bajo inspiración divina.
Cuando la Iglesia va recibiendo los libros que contienen la predicación apostólica en diversas formas -cartas, narraciones evangélicas y de hechos de Apóstoles, apocalipsis- los acoge como la palabra de Dios puesta por escrito, y los une a los libros recibidos del judaísmo, considerados ya como un conjunto a través del cual habla hablado el mismo Dios que ha hablado por su Hijo. Así desde la revelación de Dios en Cristo, toda la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento, es percibida como la palabra de Dios que acompaña y explica las acciones que el mismo Dios habla llevado a cabo con el antiguo Israel preparando su intervención definitiva en la historia, tal como queda testimoniada en el Nuevo Testamento, mediante Cristo y la Iglesia. Los santos Padres entienden las Escrituras como una carta escrita al género humano por el Padre celestial y transmitida por los autores sagrados (cf. san Juan Crisóstomo, In Gen. 2.2), y también hoy la Iglesia cree que «en los libros sagrados el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida Espiritual» (DV 21).
La virtualidad de la Escritura de ser palabra de Dios se fundamenta en que su composición se debe en última instancia a una acción divina, que la teología intenta explicar con el concepto de «inspiración bíblica».
En el Concilio Vaticano I (1870) fue definido el carácter sagrado y canónico de la Escritura en cuanto que sus libros «fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales le han sido entregados a la misma Iglesia» (DF 2) La inspiración, por tanto, es una propiedad de esos libros en virtud de la cual Dios ha de considerarse autor de los mismos tal como han sido recibidos en la Iglesia, es decir, formando un conjunto canónico, la Sagrada Escritura.
En la definición del Concilio queda recogida la fe de la Iglesia que, desde los primeros tiempos, leía la Escritura como revelación divina; y, a la vez, en esa definición culmina la reflexión teológica que se venía desarrollando desde el siglo XVI, sobre todo a partir de Melchor Cano (1563) acerca de la peculiaridad de la Escritura como autoridad en orden a las afirmaciones de la fe y de la teología. Dos polos marcaron aquella reflexión: el de quienes consideraban que a la acción divina se debían las palabras mismas usadas por los hagiógrafos (inspiración verbal), como proponía el teólogo salmantino Domingo Báñez (1600), del que algunos discípulos llegaron a entender esa acción como un dictado mecánico; y el de quienes, como Lesio (1623), profesor de Lovaina, sólo consideraban de origen divino o inspirados los contenidos (inspiración real) y no las formas de decir que se deberían propiamente al hagiógrafo, llegando sus discípulos a entender que un libro podría haber sido escrito sólo por medios humanos y aprobado después por el Espíritu Santo, o que no todo procederla de Dios. El Vaticano I, superando los polos de la discusión, estableció la autoría divina de toda la Escritura, pero no por un dictado divino, sino por la inspiración de los hagiógrafos.
Tras el Vaticano I se intensificó la reflexión teológica sobre la naturaleza de la inspiración y sobre cómo se armonizan la acción de Dios y la del hagiógrafo en la producción del libro sagrado. Un principio clarificador lo había establecido ya santo Tomás: «... el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo, y el hombre su autor instrumental» (Quodlib., 7, art. 14 ad 5). A la luz de este principio, las Encíclicas de León XIII (Providentissimus Deus, 1893), y de Benedicto XV (Spiritus Paraclitus, 1920), centradas fundamentalmente en la defensa de la inerrancia bíblica, concretaron que la inspiración consistía en una gracia transitoria, un carisma, otorgado por Dios (inspiración activa) a los hagiógrafos, por el que éstos recibían luz en su inteligencia, moción en su voluntad y asistencia en sus facultades ejecutivas (inspiración pasiva), de tal forma que escribieran aptamente y con verdad infalible todo y sólo lo que Él quería (inspiración terminativa). Pío XII en la Divino afflante Spiritu (1943), apoyándose asimismo en la causalidad instrumental, señalaba la presencia en la Escritura de las huellas humanas de los hagiógrafos, instrumentos vivos y dotados de razón, y, de esa manera, ponía el fundamento para el estudio de los géneros literarios. La Constitución Dei Verbum, recogiendo la enseñanza del magisterio anterior, explica que «en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres, y se valió de ellos que usaban sus propias facultades y fuerzas, de forma que, obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería» (DV 11). Además de la novedad de denominar «verdaderos autores» a los hagiógrafos, con la expresión «en ellos y por ellos» apoyada en nota con referencias bíblicas orienta a considerar la inspiración desde las perspectivas de la intima unión del mediador de la palabra con el Espíritu de Dios (2S 23, 2), de la referencia a Jesucristo (Hb 1, 1; Mt 1, 22), y de la actualidad que mantiene siempre esa palabra (Hb 4, 7).
A la enseñanza del magisterio se han ido uniendo interesantes intentos de explicar la naturaleza de la inspiración bíblica desde diversas perspectivas. Una de ellas ha sido, a partir de comienzos del siglo pasado, recurrir al tratado De Prophetia de la Summa Theologiae (II-II, q.173 art. 2), donde santo Tomás, analizando el carisma profético desde la concepción aristotélica del conocimiento, distingue entre las imágenes intelectuales, que normalmente proceden de la aprehensión de los sentidos, y el juicio del intelecto agente con su luz en el que se da propiamente el conocimiento. El carisma profético requiere que la luz para juzgar provenga efectivamente de Dios. Algunos autores lo aplicaron directamente a la inspiración bíblica entendiendo que para que ésta se dé no es necesario que Dios actúe en la acceptio rerum, que el hagiógrafo podría obtener por sus medios, sino en el iuditium de rebus acceptis que, realizado bajo el lumen divinum, sería lo propio de la inspiración (J.M. Casciaro). Pero la discusión se centró en qué tipo de juicio se requería para la inspiración bíblica, si se había de mantener siempre la luz divina para un juicio especulativo, como proponía J.M. Lagrange (1895), o únicamente para un juicio práctico, es decir sobre la conveniencia y el modo de escribir, como proponía Ch. Pesch (1905). Partiendo acertadamente de la distinción entre revelación profética e inspiración bíblica, P. Benoit (1963) propone situar esta última en el juicio especulativo-práctico, si bien para este autor es el juicio práctico el que determina el especulativo. Pero, en realidad, más que con el carisma de profecía, la inspiración para escribir tendría que ver con el carisma de locución, en el que «el Espíritu Santo se sirve de la lengua humana como de cierto instrumento, pero Él es quien acaba interiormente la obra» (II-II q.177 art. 1Resp.). La palabra es el instrumento del que Dios se sirve; y, cuando ésta se da por escrito, hay que decir que la Escritura es inspirada en cuanto que por disposición divina es propiamente la palabra mediadora de revelación para quien la recibe, el pueblo de Israel y la Iglesia.
Más recientemente se han dado otras aportaciones en orden a comprender mejor la naturaleza de la Sagrada Escritura y de la inspiración bíblica. El estudio de los carismas que aparecen en la Biblia muestra que, junto al de profecía, están los carismas de acción o carismas funcionales, entre los que figuran, en el Antiguo Testamento, por ejemplo el de los sabios encargados de transmitir la enseñanza (cf. Jr 18, 18) o, en el Nuevo Testamento, el de los evangelistas y doctores (cf. Ef 4, 11). A ellos se asemejaría el de la inspiración de los hagiógrafos (P. Grelot). La reflexión sobre las acciones divinas ad extra, y en concreto sobre la del establecimiento de la Iglesia, lleva a ver la Escritura como uno de los elementos fundacionales de la misma Iglesia previsto por Dios; de ahí que sea en la Iglesia naciente donde ha de situarse el carisma de la inspiración (K. Rahner). El análisis de los momentos reales en que un autor lleva a cabo su creación literaria ilumina cómo la acción de Dios incide en la intuición y en la ejecución de su obra por parte del hagiógrafo (L.A. Schókel). Del proceso por el que llegaron a redactarse los libros de la Escritura, como testimonio escrito de una tradición de fe en expresiones variadas, y siempre apoyadas en la eficacia de la palabra, se deduce la participación de la Escritura de esa eficacia debida al Espíritu por la inspiración (A.M. Artola). También desde los estudios sobre teoría literaria, que se fijan especialmente en la interacción de texto y lector, es posible esclarecer aspectos de la Biblia, tales como su eficacia y su actualidad, que se explican, en último término, por su inspiración divina.
A la luz del misterio de Cristo y de la Iglesia se puede percibir el misterio de la Escritura, en lo que atañe a su origen divino y a su naturaleza como texto, y en lo que concierne a su función una vez establecido el canon.
La expone así Dei verbum, 13: en la Sagrada Escritura «se manifiesta la admirable condescendencia (synkatábasis) de la sabiduría eterna», pues, en ella, «las palabras de Dios, expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres». El texto de la Escritura, plasmado en lenguas humanas y siéndole propias las características de todo texto literario, guarda analogía con la humanidad de Cristo. Como ésta fue creada por obra del Espíritu Santo en el seno de María (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35) y asumida por el Verbo (cf. Jn 1, 14), así la consignación por escrito de los textos bíblicos se debió a una acción del Espíritu de Dios, de modo que fueron asumidos por el mismo Dios como su palabra, sin dejar de ser palabra humana.
El misterio de Cristo incluye su encarnación, su obra redentora y la instauración de la Iglesia (cf. Ef 3, 4-6), y, a través de él, se desvela el misterio de la voluntad divina (cf. Ef 1, 9-10). Este doble misterio se ha revelado mediante la predicación apostólica y se ha «manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen» (Rm 16, 25-26). La Sagrada Escritura está pues en función de desvelar el misterio de Cristo, de forma que toda la Escritura habla de un modo u otro de Cristo. Pero, puesto que Cristo es el Verbo eterno del Padre, hecho hombre en un momento de la historia, en toda la Escritura habla ese Verbo, es decir, Cristo mismo. En la Escritura, Dios Padre, por la acción del Espíritu Santo, hace resonar su voz, que es su mismo Verbo eterno expresado en palabras humanas.
Así como el misterio de Cristo se desvela en la Iglesia, la verdadera naturaleza de la Escritura se percibe también en y desde la Iglesia. Cuando ésta propone el canon de las Escrituras, al tiempo que reconoce que los libros aceptados han sido inspirados por Dios, los integra en un nuevo libro, la Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento, de tal forma que todos ellos constituyen un conjunto armónico: «... la Escritura inspirada es ciertamente la Escritura tal como la Iglesia la ha reconocido como regla de fe» (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1993, I. C. 1). Fue, por tanto, la Iglesia, apoyada en la tradición apostólica y guiada por el Espíritu Santo, la que realmente hizo la Biblia, y, en este sentido, entra asimismo en el ámbito de su autoría humano-divina. La inspiración de la Escritura se extiende desde la elaboración de los libros que la componen, afectando a quienes colaboraron en esa tarea a veces en complejos procesos de redacción, hasta su entrega a la Iglesia en la forma en que ésta la ha recibido, pasando por la valoración sagrada de las Escrituras que se forjó, de una u otra manera, en el pueblo de Israel (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001). La inspiración de la Sagrada Escritura ha de entenderse, por tanto, como un proceso dinámico en el que ha quedado fijada por escrito, bajo la acción del Espíritu Santo, la verdad sobre Cristo, que abarca la preparación a su venida, su obra redentora, y la prolongación de su presencia hasta el final de los tiempos.
BibliografíaG. ARANDA y J.L. CABALLERO (eds.), La Sagrada Escritura, Palabra actual, Pamplona 2003. A.M. ARTOLA y J.M. SÁNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios, Estella 1995. J.M. CASCIARO, «Biblia III. Inspiración divina de la Biblia», en GER, IV, Madrid 1971, 148-160. P. GRELOT, La Biblia, palabra de Dios: introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, Barcelona, 1968.
G. Aranda