Diccionario de Teología


Derecho canónicoDiosDoctores de la IglesiaDoctrina social de la IglesiaDogma


Derecho canónico
I. INTRODUCCIÓN.
II. HISTORIA
   1. El primer milenio
   2. Los siglos XII-XIV
   3. Desde la consolidación del Estado moderno hasta nuestros días.
III. UN DERECHO NUEVO PARA LA IGLESIA.
IV. EL DERECHO Y LO JUSTO
V. EL CONOCIMIENTO DEL DERECHO CANÓNICO.
VI. VERDADERO DERECHO CANÓNICO
Dios
I. EL «ENCUENTRO» DEL HOMBRE CON DIOS.
II. LA REVELACIÓN DE DIOS EN LA SAGRADA ESCRITURA
   1. Singularidad de la doctrina sobre Dios del Antiguo Testamento.
   2 La noción de creación y sus implicaciones en el concepto veterotestamentario de Dios.
   3 El conocimiento natural de Dios.
   4. Los rasgos del Dios de la alianza en el Antiguo Testamento.
   5. El Dios de la alianza en el Nuevo Testamento.
   6. La novedad de la enseñanza de Jesús de Nazaret sobre Dios.
   7. La revelación del misterio trinitario.
   8. Expresiones trinitarias del Nuevo Testamento.
III. LA FE CRISTIANA EN EL DIOS UNO Y TRINO.
   1. Los primeros testimonios.
   2. La lucha contra las herejías trinitarias.
      a) El rechazo de las teogonías gnósticas y del dualismo.
      b) El monarquianismo.
      c) El subordinacionismo arriano.
      d) Los pneumatómacos.
   3. El Concilio de Nicea y la consustancialidad del Padre y el Hijo.
   4. La fórmula «una naturaleza y tres personas».
   5. La teología trinitaria de san Agustín.
IV. TRINIDAD Y UNIDAD DE DIOS
   1. La trascendencia de Dios.
   2. La revelación de la Trinidad como revelación de la vida íntima del Dios que es único.
   3. Los «esquemas» griego y latino.
   4. Procesiones y relaciones en Dios.
   5. Las relaciones en Dios.
   6. El concepto de persona en Dios.
   7. La existencia de misiones en Dios.
   8. Trinidad inmanente y Trinidad económica.
   9. La perichóresis trinitaria.
Doctores de la Iglesia
I. SIGNIFICADO DEL TITULO «DOCTOR DE LA IGLESIA».
   1. Uso bíblico
   2. Título académico
   3. Titulo eclesiástico
II. RELACIÓN DE LOS DOCTORES DE LA IGLESIA.
   4. Doctorados encomiásticos
Doctrina social de la Iglesia
I. PERSPECTIVA HISTÓRICA.
   1. La doctrina social de la Iglesia en el siglo XIX y el origen de la «cuestión social».
   2. Evolución de la doctrina social de la Iglesia.
II NATURALEZA.
   1. La doctrina social es teología
   2. Las fuentes
   3. El método.
   4. El sujeto
III. CONTENIDO.
   1. Principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción.
   2. Dignidad de la persona y derechos fundamentales.
   3. Bien común.
   4. Solidaridad
   5. Subsidiariedad.
   6. Destino universal de los bienes.
Dogma
I. LA HISTORIA DEL DOGMA. PLANTEAMIENTO.
II. LA VERDAD DEL DOGMA.
   1. Dogma y verdad.
   2. Dogma y tradición de la Iglesia.
   3. La interpretación de los dogmas.

 «    Derecho canónico    » 

I. INTRODUCCIÓN.

El derecho canónico vigente tiene como referencias principales -no exclusivas- los códigos promulgados en 1983 (Codex Iuris Canonici, para la Iglesia latina) y en 1990 (Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium, para las Iglesias orientales católicas). Pero las normas codificadas en esos dos importantes cuerpos legislativos no bastan para dar razón del derecho canónico, ni agotan las coordenadas de su comprensión. Sería un equívoco perturbador -en la medida en que depende de una mentalidad positivista y la favorece- conformarse con definir el derecho canónico como un conjunto de normas o identificarlo con un código de leyes vigentes. También sería inexacto limitar la cuestión de la juridicidad a la constatación de la existencia de una potestad eclesiástica que puede dar leyes, y reducir el cometido del canonista a la tarea de conocerlas, interpretar sus términos y aplicarlas.

Si se aceptara esa comprensión reductiva, el positivismo induciría inmediatamente una fundamentación voluntarista del derecho canónico: sería éste, y no otro, sencillamente porque quien tiene la potestad así lo ha dispuesto (ius quia iussum: sería derecho porque así se ha mandado). Y, puesto que todo mandato se encuentra condicionado en mayor o menor medida por las circunstancias en que se da, la fuerza vinculante de esas normas se verla fácilmente minimizada por una actitud relativista, que haría depender su vigencia efectiva de la consideración de las circunstancias presentes a la hora de la aplicación.

El triángulo positivismo-voluntarismo-relativismo reduciría, en efecto, el derecho canónico a una serie de normas orientadoras que, en el mejor de los casos, respaldan o favorecen ciertos valores teológicos y pastorales, sin dejar de ser, al fin y al cabo, externas a esos valores y, por tanto, también al dinamismo pastoral que trata de implantarlos en la vida cristiana. A ellas se unirían algunas otras reglas prácticas, con una contingente función ordenadora de las relaciones entre los fieles, de la administración de los bienes eclesiásticos, de ciertas funciones y procedimientos, y de algunas cuestiones disciplinares.

Reducido a esos términos, el derecho ocuparía un lugar meramente accesorio en la vida eclesial. Su vigencia, la oportunidad de su aplicación y hasta su fuerza vinculante estarían en definitiva supeditados, como cualquier otra decisión sobre cuestiones adjetivas o accidentales, al juicio prudencial de cada quien.

Sin embargo, de este modo no sólo se incurriría en un error sobre la naturaleza del derecho canónico: se errada también, y profundamente, en cuanto a la comprensión de la Iglesia misma. Lo cierto es, en efecto, que la dimensión jurídica es connatural al ser de la Iglesia; y que el derecho es un elemento esencial de su vida y misión. Se impone, pues, tratar de captar adecuadamente el sentido y la función del derecho canónico, superando la inercia de la aproximación meramente positivista.

II. HISTORIA

El derecho canónico es el derecho de la Iglesia. Hacer historia del derecho canónico exige, por tanto, rastrear la historia de la propia Iglesia, para detectar la conciencia que ella misma ha ido forjando acerca de su juridicidad, y las formalidades en las que esa toma de conciencia se ha ido materializando. El derecho canónico es de modo paradigmático reflejo del principio de que «primero es la vida, después el derecho». Pero este principio debe ser bien entendido. No quiere decir que el derecho venga a encorsetar la vida, o que sea un producto humano artificial, subsiguiente a la realidad misma. Hay que diferenciar entre el hecho del derecho, y la toma de conciencia y formalización de ese derecho.

En lo que el derecho canónico tiene de fundamental y de procedencia divina, existe desde que existe la Iglesia. No podía ser de otra manera. La Iglesia nace con una naturaleza y una misión determinadas por el mismo Cristo, lo cual determina unos radicales principios y exigencias de justicia, es decir, jurídicos (sería injusto, en el sentido más definitivo, cambiarlos o alterarlos, tratándolos de modo contradictorio con la voluntad y acción fundacional de Cristo). Hay, así, instituciones canónicas fundamentales cuyo origen nos remite al mismo nacimiento de la Iglesia: por ejemplo, aquellas que proceden directamente de la realidad sacramental de la Iglesia (la condición de fiel cristiano, el sacerdocio ministerial, la relación ordo-plebs, la corresponsabilidad en la misión evangelizadora, etc.), de un elemento fundacional incuestionable (primado de Pedro, potestas clavium, sucesión apostólica, colegialidad episcopal, etc.). Otra cosa es el proceso de toma de conciencia eclesial de esas realidades y las formalizaciones sucesivas que hayan recibido a lo largo de la historia. Porque el derecho canónico tal como lo conocemos ha ido decantándose a lo largo de un proceso histórico «en el que la Iglesia, sirviéndose de la técnica jurídica propia de cada época, y aportando soluciones originales que influyeron notablemente en otros ordenamientos, ha ido [modelando y] remodelando sus instituciones según las necesidades de los tiempos y en conformidad siempre con su fe» (D. Cenalmor y J. Miras, El Derecho de la Iglesia, 65).

Dicho proceso histórico suele periodificarse en tres grandes etapas (sigo el resumen de D. Cenalmor y J. Miras, en El Derecho de la Iglesia; J. Hervada y P. Lombardia en «Prolegómenos I», y P. Erdö, Introducción a la historia de la Ciencia Canónica).

1. El primer milenio

El primer milenio es el de la formación del derecho de la Iglesia. Los cristianos son conscientes, desde el principio, de formar una comunión, con relaciones interpersonales bien estructuradas y destinadas a continuar en el tiempo la obra del Salvador. Los principios de la vida cristiana eran la unidad y las relaciones presididas por la caridad, fundados en el común nacimiento por el bautismo y la participación en la eucaristía, por la comunión jerárquica con los apóstoles y sus sucesores al frente de las distintas Iglesias y por la comunión en la misma fe. La vida comunitaria se regía por las fuentes de la revelación: la Sagrada Escritura Y la tradición apostólica. Los obispos, en comunión con la Iglesia de Roma (signo a su vez de comunión con las demás Iglesias), toman decisiones que van marcando los elementos morales, litúrgicos y disciplinares de la vida cristiana. Todo ello queda plasmado, normalmente por obra de redactores anónimos, en los llamados escritos apostólicos, entre los que sobresalen la Didaché, la Didascalia Apostolorum, la Traditio Hyppoliti y las Constitutiones Apostolorum.

Con el Edicto de Milán (313), el cristianismo adquiere reconocimiento público. Ello da lugar a que el derecho canónico se comunique con el derecho romano. Como consecuencia, numerosas instituciones canónicas adquieren cierto color romanus (especialmente en los elementos organizativos: demarcación en diócesis y provincias eclesiásticas), a la par que el derecho romano se cristianiza.

En los siglos V y VI se desarrolla una creciente actividad de concilios ecuménicos, regionales y provinciales. En ellos aparecen los primeros textos eclesiásticos con estilo legislativo -fórmulas breves en tono imperativo- conocidos como cánones, y que dan nombre al derecho de la Iglesia. Junto a los cánones dogmáticos, que ofrecían reglas de fe, los cánones disciplinares dictaban el criterio de lo justo en las causas que, por exceder del ámbito propio de la cura pastoral de un obispo en su Iglesia, eran sometidas al concilio. Predomina en unos y otros cánones la tutela de la comunión eclesial.

Junto a los cánones, adquieren también importancia progresiva las decretales, decisiones que, de propia iniciativa o respondiendo a consultas, dictaba el Obispo de Roma en el ejercicio de su poder supremo en materia doctrinal o disciplinar.

Para que los cánones y decretales pudieran ser accesibles y aplicables, surgieron las colecciones canónicas, que los agrupaban al principio cronológicamente. En el siglo VII aparecen las primeras colecciones sistemáticas. Destacan entre ellas la Colección de Dionisio el Exiguo (Dionisiana), en la que sobresalen su universalidad, la preocupación por la autenticidad de los textos y la importancia que se otorga a las decretales de los Papas; y la Colección Hispana, código fundamental de la Iglesia hispana hasta el siglo XI, elaborada con textos de concilios orientales, africanos, galos e hispano-visigodos, además de un centenar de decretales pontificias (su primera redacción, todavía cronológica, se atribuye a san Isidoro de Sevilla; a partir de ella, en el siglo VIII surge la Hispana sistemática). Por su universalidad y común aceptación, fueron las colecciones cuya difusión impulsaron los Romanos Pontífices para hacer frente a las tendencias particularistas de otras colecciones (especialmente las francas, anteriores a Carlomagno). De hecho, el papa Adriano I envía a Carlomagno (774) la Colección Hadriana, elaborada principalmente a partir de la Dionisiana; y, en el siglo IX surgió la Colección Dacheriana, a partir de la Hadriana y la Hispana.

Los siglos IX-XI constituyen una prueba inatacable de la necesidad de un derecho canónico universal. Las colecciones antiguas eran insuficientes para responder a los problemas nuevos que se planteaban a la Iglesia; especialmente los derivados de las conexiones entre el poder espiritual y el temporal, con las conocidas injerencias del poder político (problema de las Investiduras) y la deriva de la falta de independencia de la Iglesia. A ello se debe la aparición en Francia a mediados del siglo IX de colecciones espurias, «mezcla de fábulas y de cánones» (san Pedro Damián): colecciones que, acogiéndose al prestigio de los cánones antiguos, recibidos de las colecciones auténticas del momento, hacían decir a esos cánones y decretales antiguos lo que se suponía que habrían debido decir en las circunstancias del momento (Pseudoisidoriana, Falsas capitulares, etc.). Esas colecciones fueron tenidas por genuinas en su tiempo y ejercieron una gran influencia. A la vez, evidenciaron el problema fundamental del derecho canónico de la época: la falta de ejercicio de un poder legislativo eclesiástico de eficacia universal que, en continuidad con la tradición, afrontara los desafíos principales del momento: las necesarias reformas, liberar a la Iglesia de las intromisiones del poder temporal y alentar el sentido de unidad en torno a Roma.

Todo ello desemboca en la reforma gregoriana. El papado de Gregorio VII es decisivo: su importante tarea supone una reivindicación de la suprema autoridad del Papa (mejor garantía de la unidad y libertad de la Iglesia), la aspiración a un derecho universal, la eliminación de textos espurios y el recurso al derecho civil para apoyar en él la posición de la Iglesia en relación con el poder civil y frente a él. Bajo ese impulso surgen colecciones como La Redacción gregoriana del Decreto de Burcardo, los Dictatus Papae de Gregorio VII, y diversas colecciones de Ivo de Chartres, quizá el canonista más importante del siglo XI.

Con la reforma gregoriana y el Concordato de Worms (1122: fin de la querella de las Investiduras) la autoridad del Papa resulta muy favorecida; y comienza a surgir un derecho nuevo que, sin tener que limitarse a las fuentes antiguas, puede adaptarse mejor a las exigencias del momento.

2. Los siglos XII-XIV

Los siglos XII-XIV fueron posiblemente los más brillantes para el derecho canónico, que ya no dejará de beneficiarse de los logros de los buenos canonistas de esa época. Se lo conoce como el periodo del derecho clásico: un sistema jurídico actualizado y orgánico para todo el Occidente cristiano, científicamente desarrollado, y fecundo también en aportaciones originales a la historia del derecho. Ello fue posible gracias a la presencia de una autoridad legislativa indiscutida y resuelta a cumplir su función, el uso de una técnica jurídica depurada merced a la recepción del derecho romano clásico, y la aparición y desarrollo de una ciencia jurídico-canónica propiciada por el buen entendimiento y comunicación entre la Santa Sede y las universidades (P. Lombardia).

Debe reconocérsele a Graciano el mérito de haber dotado al derecho de la Iglesia de un método científico propio: suyo es el Decretum (en torno al año 1140), en el que acomete la ingente tarea de concordar (dando relevancia al distinto rango de las normas, las distintas autoridades de las que proceden, las circunstancias concretas en las que se producen, etc.) los cánones discordantes sobre las diversas materias, unificando en un cuerpo de doctrina todo el sistema jurídico de la Iglesia de los once siglos precedentes. El Decretum no alcanzó nunca rango oficial, pero relegó a las colecciones precedentes y fue adoptado para el estudio del derecho canónico en Bolonia y en otras universidades. Graciano es considerado por ello el iniciador de la ciencia canónica.

La obra de Graciano impulsó el interés por el derecho canónico, que enseguida repercutió en la actividad legislativa. La creciente autoridad de Roma y una mayor sensibilidad por las cuestiones jurídicas llevaron consigo una mayor participación de los Papas en la resolución de las más diversas controversias mediante constituciones y decretos. Pronto se planteó la necesidad de compilar todo ese derecho nuevo (extravagante, en relación con el Decretum). Sobresale entre todas la Colección de Las Decretales de Gregorio IX (1234), realizada por san Raimundo de Peñafort por encargo papal: recoge los textos de los Papas a partir de Alejandro III, suprime reiteraciones, evita las contradicciones y colma las lagunas mediante constituciones dictadas al efecto por el propio Gregorio IX. Fue promulgada por el Papa, sancionada como auténtica, con fuerza de ley para la Iglesia universal y con eficacia derogadora de cualquier otra colección anterior que no fuera el Decretum gracianeo. A las Decretales de Gregorio IX seguirán en la misma línea, recogiendo los textos posteriores, el Liber Sextus (respecto a los cinco de que constaban las Decretales) promulgado por Bonifacio VIII (1298) y las decretales Clementinas (preparadas por Clemente V y revisadas y promulgadas por Juan XXII en 1317). En 1500 y 1503 aparecerán las Extravagantes de Juan XXII y las Extravagantes comunes. Gregorio XII, en 1580, dada carácter oficial al conjunto de todas estas colecciones, que ya venían considerándose como un cuerpo unitario: el Corpus Iuris Canonici. De este modo, también formalmente, las fuentes del derecho canónico podían parangonarse con el derecho romano recopilado por Justiniano en el Corpus Iuris Civilis. Parangón que sería completado, en relación con las Instituta de Justiniano, con la publicación, en 1557, de las Institutiones lucís Canonici de Lancelotti (de carácter privado), cuyo mejor mérito es la introducción en la doctrina canónica -con influencia decisiva en la sistemática del futuro Código de 1917- de la sistemática basada en la tripartición: personas, cosas y acciones.

Ambos Corpora configuraron un sistema de derecho culto o sabio, el derecho común a todo el Occidente cristiano. Éste era el derecho común, civil (a partir de la recopilación justinianea) y canónico (sobre la base del Corpus Iuris Canonici), que se estudiaba en las universidades europeas. El derecho romano aportaba técnica jurídica al derecho canónico; éste, a su vez, impregnaba de espíritu cristiano la adaptación del romano a las necesidades del momento. «El Derecho canónico, juntamente con el civil, constituía en la Edad Media la base del pensamiento y de la vida» (V. Reina, «Los términos de la polémica sacerdocio-reino», Ius Canonicum 6 [1966] 158).

Los siglos XIV-XV (destierro de Avignon, Cisma de Occidente, difusión de doctrinas conciliaristas) contemplan el alejamiento entre el derecho civil y el canónico y el declive del derecho canónico clásico. Pero deben reconocerse las aportaciones canónicas todavía presentes en la cultura jurídica occidental: la dignidad de la persona y la consiguiente relevancia de la voluntad humana en la producción de actos con eficacia jurídica; la doctrina de la equidad canónica, correctora de la aplicación rígida de las leyes, en favor de la verdadera justicia; el concepto de persona moral o jurídica; la humanización del derecho penal; el desarrollo del derecho matrimonial y el derecho de familia; el proceso romano-canónico, núcleo del actual proceso civil, etc. Tuvieron no poca parte en todo ello canonistas de la talla de Rolando Bandinelli, Enrique de Susa (Hostiense), Nicolás de Tudeschi (Abad Panormitano) y Juan de Andrés, que en esos dos siglos escriben magistrales comentarios a las Decretales.

3. Desde la consolidación del Estado moderno hasta nuestros días.

La tercera gran etapa se extiende desde la consolidación del Estado moderno hasta nuestros días. Rota la unidad religiosa de la cristiandad, al derecho canónico le aguarda «una interesantísima peripecia histórica: la aplicación a un mundo nuevo de un sistema jurídico surgido en el espíritu de la cristiandad medieval» (Lombardía).

El Estado moderno pone en manos de los reyes, entre otros, el importante recurso de establecer un sistema de normas para todo su territorio. Inevitablemente ello va a confluir con no pocas materias canónicas, anteriormente sustanciadas en un único régimen romano-canónico de cristiandad. Se produce con distintas denominaciones: galicanismo, regalismo, jurisdiccionalismo, una intensa intervención política y jurídica de los monarcas en asuntos relativos a la Iglesia. La Reforma protestante no hace sino agrandar el problema, atribuyendo al poder civil la regulación de amplias materias eclesiásticas. En la misma línea, el cisma de Inglaterra convierte a su rey en cabeza de la Iglesia anglicana. Las monarquías católicas, por cierto mimetismo con los príncipes protestantes, y animadas por las doctrinas regalistas, no fueron tampoco ajenas a la intromisión en ámbitos eclesiales. A su vez, el campo de acción de la Iglesia se agranda con la evangelización de grandes extensiones en los nuevos mundos descubiertos. Todo un reto, en efecto, para el derecho de la Iglesia.

El Concilio de Trento (1545-1563) va a ser el catalizador del espíritu reformador y vitalizador que provocan todos estos acontecimientos históricos. Sus decretos no dieron lugar a una nueva colección canónica, pero contenían puntos importantes de disciplina eclesiástica: su génesis y desarrollo superaba definitivamente el espíritu conciliarista, clarificaba la autoridad del Papa y de los obispos, así como la disciplina sacramental y otros puntos doctrinales en los que se asientan bases fundamentales del orden jurídico de la Iglesia. Trento, por tanto, integró y en parte reformó el derecho de la Iglesia contenido en el Corpus Iuris Canonici.

Las circunstancias históricas por las que pasaba la Iglesia, y muy en especial su obligada reacción frente a las extralimitaciones regalistas-galicanistas y a los planteamientos anárquicos de los protestantes, abocaron a teólogos y canonistas a una tarea apologética en favor de la visibilidad de la Iglesia, de su paridad con los estados modernos, de la afirmación de una potestas propia, etc., que condujeron a una comprensible pero excesiva polarización de la Iglesia en la jerarquía y la organización eclesiástica Así, siguiendo las pautas del derecho público de la época y utilizando analógicamente sus nociones, se sostenía que el Papa es el jefe de la Iglesia, soberano para las cuestiones Espírituales, que la Iglesia es una sociedad monárquica de la que el Papa es soberano, etc. Como consecuencia, la idea de la Iglesia como comunidad de fieles cedía terreno manifiestamente ante la distinción entre jerarquía y simples fieles.

El momento histórico exigía dotar al Romano Pontífice de una burocracia al estilo moderno, como instrumento para su labor universal de gobierno, análoga a la que se iba desarrollando en las monarquías de la época. El gobernante-tipo a imitar ya no era el legislador Justiniano, sino los monarcas que dirigían la burocracia del Estado moderno. Ello derivó -no podia ser de otra manera- en conflictos entre la burocracia eclesiástica y las de los gobiernos, cuando los asuntos en cuestión tocaban materias que cada una de las partes consideraba atribución, derecho o competencia exclusiva. De este modo, la actividad de los obispos, el destino de los fondos eclesiásticos, el conocimiento judicial de los conflictos, etc., causan tensiones cuando la intervención en los nombramientos episcopales se considera cuestión de Estado, cuando los fondos eclesiásticos pretenden moverse más allá de las fronteras nacionales para subvenir a otras necesidades de la Iglesia universal, o cuando la naturaleza de los pleitos eclesiásticos exigía que fueran conocidos allende las fronteras estatales.

En estas circunstancias, las fuentes de conocimiento del derecho canónico se diversificaron en distintos tipos de colecciones. El Corpus seguía siendo el referente como materia para el estudio del derecho canónico y como cuerpo de legislación vigente. No obstante, su aplicación quedaba muy matizada por la concurrencia de las fuentes propias de este periodo: los decretos del Concilio de Trento, base del movimiento de restauración dogmática y disciplinar de la Reforma católica o Contrarreforma; los documentos pontificios (bulas, breves, etc.), en algunos casos recopilados con criterio meramente cronológico (por ejemplo, en los diversos Bularios); los documentos procedentes de la actividad de los distintos dicasterios de la Curia romana (también recopilados: el Thesaurus de la Congregación del Concilio, la Collectanea de la Congregación para la Propagación de la Fe, la colección de decretos de la Congregación de Ritos, las varias colecciones de sentencias del Tribunal de la Rota Romana...); las constituciones de los diversos sinodos diocesanos; y, además, los distintos documentos derivados de la actividad cristianizadora de la Iglesia en territorios vinculados a los reyes de España, Portugal y Francia (concordatos y otras formas de relación diplomática entre los diversos estados y la Santa Sede, fuentes de la política eclesiástica de los poderes temporales).

Se originó así un ingente y variado material de difícil manejo, que si, por una parte, ponía de relieve las numerosas lagunas que los nuevos tiempos provocaban en relación con el antiguo Corpus; por otra, añadía la práctica imposibilidad de determinar con precisión las fuentes del derecho canónico vigente. Se comprende, entonces, la aspiración a una simplificación del sistema normativo. El problema se planteó en el Concilio Vaticano I (1869-1870). Mientras que para algunos obispos la solución estaría en la revisión del Corpus o en una nueva colección, se alimentaba también la idea -influida por el movimiento codificador en el campo del derecho secular- de redactar un código de tipo moderno, debidamente promulgado, que presentara sistemáticamente, con claridad y brevedad, toda la legislación necesaria y vigente. Pese al escepticismo de algunos canonistas del momento, la empresa sería puesta en marcha por san Pio X en 1904 (Motu proprio Arduum sane munus), y bajo el impulso del cardenal Gasparri. No se pretendía una profunda reforma del derecho canónico, sino codificar la normativa vigente en un cuerpo legal manejable. Previa consulta del proyecto al episcopado universal, el Código fue finalmente promulgado por Benedicto XV (Bula Providentissima Mater, 27.VI.1917). A la manera de los artículos de los códigos civiles, el Código de Derecho Canónico fue estructurado en cinco libros que (siguiendo la sistemática inspirada en la división de las materias jurídicas en personas, cosas y acciones) llevaban como rúbrica: Normae Generales, De Personibus, De Rebus, De Processibus, De Delictis et Poenis.

El Código nació con un marcado carácter de exclusividad para toda la Iglesia latina. La continuidad con la tradición de la Iglesia se ponla de manifiesto en la aportación de fuentes que, en la edición típica, mostraban a pie de página la continuidad de cada canon con la disciplina precedente, y con la publicación de los nueve volúmenes del Códicis Iuris Canonici Fontes (obra monumental de Gasparri y Seredi, que incluye 26.000 citas del derecho antiguo: 8.500 del Decretum y decretales, 1.200 de los concilios ecuménicos, 4.000 de las constituciones apostólicas, 11.000 de actos de las Congregaciones romanas, y unas 800 de los libros litúrgicos). En el mismo año de promulgación, mediante el Motu proprio Cum Iuris Canonici, Benedicto XV trató de asegurar la estabilidad del Codex, y evitar que se repitiese la multiplicidad de fuentes de que adolecía el derecho canónico anterior. Para ello se instaba a las congregaciones romanas a no dar decretos generales salvo necesidad grave, y se creaba una Comisión para la interpretación auténtica del Código. Se previó incluso -sin que llegase a ponerse en práctica- que la eventual introducción de nuevas normas se hiciese de modo que no se alterase el número y orden de los cánones.

El Codex fue un instrumento útil y eficaz en orden a la clarificación del sistema de normas jurídicas en la Iglesia. Pero no pudo evitar ser deudor de la eclesiologia subyacente, de corte intensamente hierarcológico e institucionalista. Debido a ello, fue un instrumento eficaz de disciplina del clero, una guía clara para la actividad de la organización eclesiástica y una base consistente para encauzar los instrumentos de la actividad pastoral de la Iglesia; pero la generalidad del pueblo cristiano no pudo encontrar en él un orden jurídico eficazmente aplicado. Con excepción del derecho matrimonial, algo sobre asociaciones de fieles, la concreción de algunos deberes religiosos y cultuales y las normas procesales para las causas matrimoniales, el Codex apenas contemplaba la realidad entera de la Iglesia.

No resulta extraño, por tanto, que al contrario de lo sucedido con la mayoría de códigos estatales, apenas setenta años después de su entrada en vigor, fuese común el sentimiento de que el Codex había envejecido. Jugó en favor de este universal diagnóstico el hecho de que el Codex de 1917 no era básicamente innovador sino recopilador y sistematizador de la disciplina anterior. Pero, fundamentalmente, lo que lastró tan pronto el Código fue, más que la vejez, el inmovilismo.

Aunque pretendió ser una recopilación de la legislación anterior, se desconectó de la tradición histórica, anquilosándose rápidamente al imponer a la doctrina canonística una labor meramente exegética del texto, atada además por un sistema de interpretación auténtica que hacia vinculantes de hecho los criterios de los organismos centrales de la administración eclesiástica, sin el contrapunto -con excepción de la materia matrimonial- de la acción enriquecedora de una verdadera jurisprudencia. «En este sentido el CIC 17 ha sido como una especie de inmensa disposición administrativa aplicada sin control contencioso administrativo» (Lombardía). Esta especie de burocratización fue causa de los mayores males. Las estructuras oficiales previstas por el sistema canónico para llevar a cabo la acción pastoral, no recibieron la actualización que el cambio de circunstancias demandaba. Surgió así un conjunto de estructuras paralelas escasamente regladas, como cauces de desenvolvimiento de la acción pastoral, al margen de cualquier ordenación jurídica. Ello derivó en una especie de dialéctica pastoral-derecho que acabó trayendo como consecuencia un vaciamiento conceptual del sentido pastoral del derecho (y como lógica secuela, no pocos nubarrones sobre la función del derecho en la Iglesia) así como cierta identificación entre la práctica pastoral ágil y eficaz y la carencia de delimitación de competencias, con ausencia de garantías para la libertad e iniciativa de los fieles ante eventuales actitudes absorbentes de las estructuras oficiales.

Jugó también a favor del anquilosamiento del sistema la falta de aplicación jurisprudencial, que restó vitalidad a instituciones típicamente canónicas como la costumbre, la aequitas canonica, la dissimulatio y la tolerancia, elementos flexibilizadores por excelencia del derecho canónico. Paralelamente, la solución de los casos concretos que se resistían a los esquemas legales se procuró sustanciar mediante el expediente de concesión de privilegios, dispensas y facultades especiales (la doctrina habla de «verdadera inflación»), concedidas por la autoridad eclesiástica sin esquemas reglados de actuación, con criterios en exceso centralizadores, no pocas veces alejados de las circunstancias concretas que daban origen a la cuestión concreta. La dispensa, el privilegio y las facultades especiales son instituciones jurídicas útiles, pero su uso desmesurado es síntoma inequívoco de una patología legislativa que reclama una terapia urgente.

Por otra parte, dos «dogmas» campaban por el territorio canónico sin un suficiente discernimiento jurídico de su contenido. Uno era el principio de la salus animarum, cuya principalidad y primacía no admite duda; pero que, para ser saludablemente operativo dentro del sistema canónico, requiere una delicada labor de clarificación y objetivación de su alcance. El otro era el de «las peculiaridades del derecho canónico», que no pocas veces servía como salvoconducto para circular por el mundo de las normas canónicas sin sometimiento a garantías legales y procesales -especialmente en materia penal-, y sin delimitación clara de competencias entre los órganos judiciales y administrativos. Dos dogmas que unidos a una doctrina eclesiológica de base hierarcológica, alentaban una apología indirecta del sistema que hacia difícil la crítica constructiva y, por tanto, la actualización y renovación de las instituciones canónicas (piénsese, por ejemplo, en el enorme desarrollo del derecho asociativo, institución jurídica nueva y llena de operatividad, y sin embargo no acogida en el Codex). El tópico, entonces, no lo era tanto: el derecho canónico (léase el Código) estaba desconectado de la realidad. Y la conclusión resultaba comprensible: la Iglesia adolece de un exceso de juridicismo. La sabia nueva tenía que abrirse paso en la Iglesia «bordeando» el derecho.

Resulta ilustrativo de todo ello el hecho de que el empeño renovador de la Iglesia tenga en su génesis precisamente estas dos vertientes: una reflexión de la Iglesia sobre sí misma -ya pretendida en el proyecto De Ecclesia Christi del Concilio Vaticano I- y sobre su misión y actuación en el mundo; y una «esperada y deseada puesta al día del Código de Derecho Canónico» (1953, Juan XXIII). Y no menos ilustrativo resulta el que la comisión pontificia encargada de este último proyecto tome como primera decisión (noviembre de 1963) diferir los trabajos hasta la conclusión del Concilio, a fin de acometer una revisión legislativa profunda a partir precisamente de las aportaciones conciliares en materia disciplinar y eclesiológica. El resultado será el Código de Derecho Canónico para la Iglesia latina (1983), la reforma legislativa del gobierno central de la Iglesia (Regimini Ecclesiae universae, 1967 y Pastor Bonus, 1988), y el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

III. UN DERECHO NUEVO PARA LA IGLESIA.

Fruto de las aportaciones doctrinales, de las directrices jurídicas y de las nuevas instituciones surgidas del Concilio Vaticano II, así como de la intensa reflexión doctrinal de la canonística durante el periodo posterior hasta la promulgación de los dos Códigos, nace un nuevo derecho para la Iglesia.

Cabe destacar como elementos caracterizadores de la nueva legislación estos principios de naturaleza doctrinal y técnica:

1. La afirmación de una juridicidad especifica, peculiar y distinta de la del derecho puramente humano, que se fundamenta en la naturaleza social de la Iglesia y en la existencia de una potestad de régimen o jurisdicción conferida por Jesucristo a la jerarquía; y que sustancialmente se materializa en el reconocimiento, establecimiento y protección de deberes y derechos de pastores y demás fieles, en orden a la ordenada y pacífica convivencia en el Pueblo de Dios y a la salus animarum.
2. La plasmación jurídica de la eclesiologia de comunión desarrollada por el Concilio Vaticano II, que tiene su «espina dorsal» (Herranz) en el canon 204 del Codex Iuris Canonici, y como centro de gravedad la communio fidelium: el entero Pueblo de Dios como espacio de comprensión de los derechos y deberes de todos los fieles; communio vertebrada por la constitución jerárquica (ordo-plebs) y en la que todos los christifideles (ex baptismo, no por concesión o mandato) son miembros activos y corresponsables de la misión de la Iglesia, según la variedad de condiciones personales y de oficios.
3. La colegialidad como forma específicamente canónica de entender el ejercicio de la corresponsabilidad. El principio de colegialidad se ha aplicado en el nuevo derecho a determinadas formas de ejercicio de la misión propia de la jerarquía. Existe en la Iglesia una autoridad suprema única, con dos sujetos (inadecuadamente distintos): el Romano Pontífice personalmente, y el Colegio episcopal, que incluye al Romano Pontífice como su Cabeza (cf. cc. 330-341). Existen diversas manifestaciones posibles de solicitud y responsabilidad colegial -consecuencia del espíritu y del afecto colegial-, dentro del ámbito de actividad conjunta de grupos de obispos (concilios particulares, sínodos patriarcales, sínodo de obispos, conferencias episcopales); en ocasiones, siempre «ad normam iuris», esta actividad conjunta puede dar lugar, en sentido técnico-jurídico, a «actos colegiales». Pero sólo son actos estrictamente colegiales del Colegio episcopal los realizados por el Romano Pontífice junto con los obispos, reunidos o no en un concilio ecuménico.
4. Un elemento constitutivo esencial del derecho canónico es su pastoralidad. No se trata de un calificativo con el que referirse sólo a ciertas instituciones canónicas, como la aequitas o la epikeia, que en momentos puntuales permiten atender a la situación concreta saliéndose incluso de la norma general. Esto es también, ciertamente, consecuencia de la consonancia del derecho canónico con el fin sobrenatural de la Iglesia. Pero la pastoralidad -en definitiva, el bien de los fieles, la orientación esencial a la salus animarum- es un elemento que atraviesa toda la organización de los oficios eclesiásticos y la participación activa de todos los fieles en la vida y misión única del Pueblo de Dios. Si de algún modo la codificación pío-benedictina, desde su inspiración marcadamente hierarcológica, podía dar lugar a concebir la pastoralidad en términos de concesión o relajación de la autoridad y las normas en los casos concretos, la nueva codificación asume una concepción más completa y radical de la pastoralidad: es una impregnación sustancial de todas las dimensiones de justicia en la Iglesia, tanto en el ejercicio y organización de la autoridad como en la organización y estímulo de la participación de todos los bautizados en la vida de la Iglesia. Como es evidente, no todas las normas jurídicas se dan con la finalidad directa e inmediata de buscar el fin sobrenatural o de favorecer la cura pastoral; pero sí es necesario que siempre consuenen con la consecución de ese fin sobrenatural y cooperen a ella, desde la parcela concreta que regulan.

5. El principio de subsidiariedad, si no textualmente, en su espíritu es también acogido por el derecho canónico. Ya Pío XI había dejado sentado que «el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es ayudar de manera subsidiaria [suppletiva] a los miembros del cuerpo social, no anularlos o absorberlos»(QA 80). Pío XII afirmará después que estas palabras «valen también para la vida de la Iglesia sin detrimento de su estructura jerárquica» (Alocución, 20.II.1946). Y así lo acoge uno de los principios directivos que guiaron la nueva codificación. En efecto, si la communio fidelium (cuerpo social de la Iglesia) es el centro de gravedad de toda la actividad social dentro del Pueblo de Dios, sustentado en la radical igualdad de todos los fieles y en la común participación de todos en la misión de la Iglesia, la actividad de los fieles no puede reducirse a una mera colaboración con la jerarquía. Siempre dentro del ámbito y exigencias de la comunión eclesiástica y del respeto a sus exigencias, el derecho de la Iglesia no puede por menos de sancionar un campo legítimo de iniciativa apostólica (cf. AA 3), en el que se entienden unos derechos por ello calificados por la doctrina canónica como fundamentales. Y es por aplicación del principio de subsidiariedad por lo que en supuestos concretos estaría justificada, o incluso recomendada, la intervención de la organización eclesiástica en esos ámbitos. A su vez, el principio de subsidiariedad se aplica también de modo peculiar en el seno de la organización jerárquica del gobierno pastoral, sin que ello suponga ningún tipo de menoscabo de la función primacial del Romano Pontífice, a quien de modo intransferible corresponde todo el gobierno de la Iglesia. Por constitución divina, los obispos rigen las Iglesias particulares que les son confiadas con potestad propia, ordinaria e inmediata. Dicha potestad es regulada por la autoridad suprema, que puede reservar algún aspecto de su ejercicio para sí o para otros: pero siempre «atendiendo a la utilidad de la Iglesia o de los fieles» (cf. LG 27; CD 8). Nada hay en ello de contradicción o tensión. Todo lo contrario, se trata de la lógica propia de la communio que informa intrínsecamente, por su propia naturaleza, la potestad y su ejercicio en la Iglesia. Tres notas características de la codificación vigente hacen hincapié en la relevancia otorgada a la subsidiariedad: la conjugación de la unidad del sistema en sus normas esenciales e instituciones generales con un vigoroso derecho particular o peculiar en el ámbito de las determinaciones concretas y de las normas más detalladas; el juego real del principio de descentralización, singularmente apreciable en el ámbito de las facultades reconocidas a los obispos en relación con la autonomía para el gobierno de sus respectivas Iglesias particulares; y el criterio restrictivo con el que finalmente se trató y legisló acerca de las competencias de organismos supradiocesanos tales como las conferencias episcopales, de modo que lejos de sucumbir a «la tentación de trasladar al organismo colegial lo que sólo puede realizar la responsabilidad personal [...], cada Obispo conserva integra su propia responsabilidad, cada uno debe proponerse resolver personalmente, con la ayuda de su Presbiterio, sus propios problemas inmediatos» (Pablo VI, Discurso a la CEI, 6.VI.1975).

IV. EL DERECHO Y LO JUSTO

Pero, después de recorrer el itinerario de formación de las normas canónicas -del derecho canónico en sentido normativo-, vengamos ya a la aclaración del equivoco al que aludíamos en la Introducción. Durante largo tiempo, debido a la polisemia de la palabra «derecho», el concepto se ha entendido a partir de los tratados clásicos De Legibus, en lugar de construirse a partir del De iustitia et jure. Inclinación intensificada con Suárez, y ya no corregida de modo suficiente hasta nuestros días. Como consecuencia, ha prevalecido la visión del derecho canónico como conjunto de leyes (complexus legum). Se puede observar todavía -como inercia de ese modo de entender las cosas- que la pregunta común es «qué dice el derecho» (entiéndase «las leyes») acerca de esto o aquello, y no «qué es lo justo» en esta o aquella situación. A su vez, ha habido una tendencia a entender el derecho en términos de derecho subjetivo, dando más relevancia a la situación jurídica derivada de la titularidad de un derecho que al derecho mismo, verdadero objeto de la justicia. Es frecuente por ello acudir a la ley para preguntarle cuál es «mi derecho (subjetivo)», o «a qué tengo derecho», en lugar de buscar «qué es lo justo», y en consecuencia, cuál es mi situación jurídica en relación con el asunto en cuestión; así como resolver las cuestiones en términos de «porque lo manda el derecho» o «porque lo dice la norma», en lugar de intentar identificar «qué es lo justo» o «por qué es lo justo».

Es como una especie del cartesiano cogito, ergo sum en versión jurídica. La realidad, de algún modo, sería el resultado de la acción intelectual subjetiva. El derecho deja de ser «lo suyo» de cada uno, que descubro mediante la acción de observar la realidad y pensarla en sus implicaciones jurídicas, es decir, en sus exigencias de justicia, para quedar prácticamente reducido al resultado de mi cogitación. Es palmario, entonces, que el referente de la justicia termina siendo subjetivo: será justo lo que se piense/decida que es justo; no hay instancia anterior o previa a la que rendir tributo. La naturaleza de las cosas ha dado paso a la opinión pensada sobre las cosas. Y la justicia deviene entonces una realidad fluctuante, sometida, vacilante, puramente contingente.

Derecho sería, entonces, o bien la norma (ley, precepto, costumbre) o bien el derecho subjetivo (la facultad de exigir). Hemos dejado de preguntarnos «qué es lo suyo» (lo debido en justicia). Importa lo que está mandado, no por qué está mandado. Importa si tengo derecho o no, si tengo que obedecer o no, si el derecho me permite o no me permite actuar de una manera u otra. Es decir, no entendemos el derecho como lo que es (lo suyo de cada uno, que la justicia tiende firmemente a darle), sino como una técnica-recurso para gobernar y organizar; o para limitar el ejercicio de la potestad de gobierno; o como un argumento para reivindicar espacios de libertad. Es muy difícil que así el derecho canónico sea atractivo para la teología, es decir, que pueda ser contemplado en su dimensión salvífica. Es imposible así concebir el derecho canónico como una realidad genuinamente eclesial; a lo sumo, se alcanzaría a verlo como una inevitable y acaso útil realidad en la Iglesia, dada la condición de la naturaleza humana; pero no como un elemento o aspecto propio de la Iglesia.

V. EL CONOCIMIENTO DEL DERECHO CANÓNICO.

El orden jurídico es siempre -cualquiera que sea el grupo social en el que se realiza- una dimensión de la realidad. Por ello, para entender el derecho canónico, hemos de identificar primero la realidad de referencia, aquella de la que el derecho canónico es una dimensión. Esta realidad es la Iglesia, en cuya socialidad visible existe necesariamente lo jurídico. El derecho canónico es, pues, el derecho de la Iglesia; o sea, el orden jurídico propio de su específica dimensión social. El derecho canónico no agota esa realidad -ni siquiera en cuanto sociedad-, pero se atiene a ella: necesariamente ha de ajustarse a ella y de ella ha de recibir los principios que lo informan. Podemos decir, por tanto, que la naturaleza y características del orden jurídico canónico derivan de la naturaleza y características de la Iglesia. Ello implica que su contenido, sus principios generales y sus distintas ramas, así como su comprensión y exposición serán deudores en cada momento histórico del grado de comprensión que se tenga del propio ser de la Iglesia y de las exigencias de justicia y principios de ordenación implicados en él.

Conviene notar, por otra parte, que la naturaleza eclesial del derecho canónico -su connatural referencia a la Iglesia- no cambia en sustancia su naturaleza de «derecho». Sucede lo mismo que con el concepto de «hombre», cuando se habla de un cristiano; o con el de «sociedad» cuando le añadimos el adjetivo «eclesial». Ni la sociedad por eclesial, deja de ser un conjunto orgánico de personas, ni el ser humano es más o menos hombre por estar bautizado. Es manifiesto que la comunidad eclesial es distinta de la secular -de las comunidades políticas-, y no es menos manifiesta la novedad radical que supone la incorporación bautismal a Cristo del hombre cristiano. Pero las diferencias se dan precisamente entre sociedades y entre hombres. Del mismo modo, el derecho de las sociedades seculares es distinto del derecho de la Iglesia por la naturaleza y fin de la sociedad secular, y consecuentemente, por las exigencias de justicia y por los principios o criterios de ordenación que se dan en su seno; pero no en cuanto a su realidad y función como orden justo de una determinada realidad social, que no otra cosa es el derecho en este sentido.

Pensar que la noción de derecho en el orden eclesial es sustancialmente distinta -y no sólo accidentalmente- de la propia del orden secular, implicaría dar por supuesta una ruptura en la unidad sustancial del hombre: como si se dieran un hombre natural, al que haría referencia lo justo natural; y otro hombre sobrenatural, separado del anterior, al que convendría exclusivamente algo así como lo justo sobrenatural. Pero la «modificación» del ser humano por la gracia no es transubstanciación. Es el mismo ser humano quien, elevado al orden de la gracia también en su constitutiva dimensión social, vive las relaciones de alteridad bajo las exigencias de la justicia, informada y perfeccionada por la caridad, ciertamente, pero no suplantada por ella: inexcusablemete justa, por decirlo de algún modo.

En este punto conviene aludir a una cuestión que, en ocasiones, ha dificultado la comprensión del sentido del derecho en la Iglesia. Si la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, su derecho, la existencia de relaciones propiamente jurídicas en la Iglesia requiere como presupuesto que en su ámbito haya «cosas» (en sentido genérico: realidades espirituales, materiales e inmateriales) que pueda decirse realmente que son suyas de alguien (y por tanto deben «dársele», es decir: entregársele, respetársele, reconocérsele, restituírsele, o lo que corresponda por parte de quien está obligado a ello). En lo que se refiere a realidades materiales, patrimoniales, etc., generalmente no se plantea dificultad alguna para admitir la existencia de verdaderos derechos y obligaciones. Otra cuestión es que eso no signifique gran cosa en cuanto a la juridicidad de las relaciones propiamente eclesiales, ya que se trata de asuntos más bien accidentales, que se dan en la Iglesia porque no puede evitar vivir en el mundo y manejar cosas materiales, pero que no representan lo más genuino de la misión eclesial. La verdadera pregunta es si en las relaciones propiamente eclesiales, es decir, en las que se refieren a la vida en Cristo y a la salus animarum, se da propiamente esa condición sine qua non de la justicia: que haya cosas que puedan considerarse «lo suyo» de alguien. Aunque volveremos en el último apartado sobre el asunto para tratar de aclararlo, hay que decir de antemano que, evidentemente, la respuesta afirmativa a esta cuestión se encuentra necesariamente implícita en la afirmación del carácter propiamente jurídico del derecho canónico.

El derecho de la Iglesia es verdadero derecho, en sentido propio y unívoco. ¿Es irrelevante o accidental, entonces, el adjetivo «canónico»? En modo alguno. Porque el adjetivo remite a la realidad de la que el derecho es ordenación jurídica. Por consiguiente, es imprescindible conocer muy bien la realidad social (la Iglesia), lo propio y peculiar de la sociedad eclesial respecto a las sociedades seculares (es en este plano donde se sustancia la cuestión de las peculiaridades del derecho canónico) para entender cabalmente qué sea el derecho canónico. La teología -principalmente la eclesiología, la cristología, la antropología teológica y la teología sacramentaria- desempeña una función insustituible en esta sede, como es evidente. Y tiene también un papel relevante la teología del derecho canónico, que es teología porque estudia el derecho en cuanto es eclesial, es decir, salvífico: o lo que es lo mismo, estudia las dimensiones de justicia de las relaciones intraeclesiales sub specie Deitatis, a través de la luz singular que sobre ellas arroja el testimonio mismo de la revelación.

La teología cumple, por ello, una tarea decisiva para el derecho canónico: la inteligencia profunda y armónica, a la luz de la revelación, de los rasgos propios del ser de la Iglesia y de su misión, que el derecho recibe como datos, como elementos dados. Cuanto más penetre la teología en el misterio de la Iglesia, más enriquecedora será su aportación a la comprensión y fundamentación del derecho canónico, en cuanto canónico, es decir, no en cuanto que es derecho, sino en cuanto que es eclesial, derecho de la Iglesia.

La aportación de la teología ofrece, pues, datos imprescindibles para la ciencia canónica, como los ofrece, por ejemplo, a la historia de la Iglesia. Pero, del mismo modo que la historia eclesiástica no deja de ser historia y, por tanto, objeto de una ciencia con su propio método y sus recursos científicos, tampoco el derecho canónico deja de ser derecho, y por tanto objeto de una ciencia específica (la ciencia jurídico-canónica), con un objeto formal distinto del de la teología -aunque comparta su objeto material en buena medida, lo estudia desde una perspectiva diversa: sub specie iusti (Hervada)-, con su método propio (que no puede ser más que jurídico, dada su perspectiva formal) y con sus peculiares sistema conceptual y recursos científicos.

Esto supone que la ciencia canónica, en cuanto ciencia autónoma, no es ciega, no se limita a trasladar a su campo datos y conceptos teológicos. Por el contrario, es capaz -y debe serio para cumplir adecuadamente su función- de asomarse con provecho a los datos de la revelación, en su propio trabajo científico, con sus recursos y perspectiva característicos, desentrañando los elementos jurídicamente relevantes que se encuentran en ellos. La revelación -por la que conocemos los elementos de la dimensión de justicia de la Iglesia procedentes del derecho divino- no se produce en un ámbito recóndito de la acción interna de la divinidad en el hombre. Tiene una naturaleza pública y social: junto a los auxilios internos de la gracia, forman parte de la revelación los signos externos (pensemos en los milagros y las profecías, pero también y principalmente en los demás gesta et verba de Jesucristo), que son signos certísimos -accesibles a toda capacidad de percepción- de la revelación (cf. D. 3009/1790). Hay, en efecto, en la vida de la Iglesia «palabras y obras, signos y milagros» (DV 4) suficientes para acceder con la luz de la razón a esa dimensión externa de la Iglesia que es su juridicidad. La teología nos brindará la verdad teológica de toda esa realidad, dejando claramente sentado que el agente ha sido Dios, excluyendo cualquier otra causalidad (preternatural, sociológica...), y desvelando así manifiestamente su dimensión y virtualidad salvífica: Dios que se hace presente salvíficamente también en las dimensiones de justicia propias de la Iglesia.

No es preciso calificar al derecho canónico como ciencia teológica -sería no sólo innecesario, sino sobre todo inexacto- para afirmar que la teología le es imprescindible, porque sin ella no se podría comprender -hasta donde sea posible hacerlo- la realidad cuya dimensión jurídica estudia la ciencia canónica. La encarnación del Verbo y la Iglesia como pueblo de Dios, los sacramentos y la Palabra de Dios, son conceptos para los que la contribución de la teología resulta imprescindible: porque responden a realidades sin las que el derecho canónico no podría explicarse ni justificarse como verdadero derecho de y en la Iglesia.

Esto no significa, sin embargo, que la teología (en cuanto ciencia específica) sea el fundamento del derecho canónico. Lo que es fundamento del derecho canónico es la realidad «Iglesia», y en ella la voluntad fundacional de la que proceden sus elementos constitucionales de derecho divino (configuración y estructuración de la Iglesia a partir de la Palabra y los sacramentos; modos de participación de los fieles en el triple munus de Cristo; fundamento sacramental de la articulación sacerdocio ministerial-sacerdocio común; relaciones entre primado y episcopado y entre jerarquía y fieles; dignidad y libertad de los hijos de Dios; etc.). La fundamentación del derecho canónico corresponde a la propia ciencia jurídica, más precisamente, a la teoría fundamental del derecho canónico: ella debe descubrir y formular, mirando al ser (realidad) de la Iglesia, los elementos de juridicidad, las dimensiones de justicia presentes en las relaciones eclesiales. Convencido de su virtualidad salvífica, el canonista trabaja sobre esos elementos desde la perspectiva y con los instrumentos propios de la ciencia jurídica.

VI. VERDADERO DERECHO CANÓNICO

Para concluir, volvamos sobre la cuestión que quedaba apuntada más arriba: ¿Existe en la Iglesia verdadera justicia? Negarlo llevaría a un absurdo, que no debe despreciarse como argumentación subsidiaria: la afirmación de que «en la Iglesia no hay justicia». Pero también conduciría al absurdo admitido con restricciones: en la Iglesia hay justicia, «pero sólo en ciertas cosas». La justicia, en su sentido propio, es siempre y en toda circunstancia algo muy determinado: dar a cada uno lo suyo. Con lo cual, la pregunta exacta, tal como la formulábamos antes, sería: ¿Existe en la Iglesia un verdadero ius? ¿Se debe afirmar que en la Iglesia hay cosas que son debidas a alguien? ¿Existe lo suyo en la Iglesia? Es precisamente esta pregunta la que obliga a acudir a la naturaleza de la Iglesia.

La respuesta pasa por explicar que «lo suyo» de cada uno en la Iglesia tiene una doble procedencia, o por decirlo en términos más técnicos, puede proceder de dos títulos diferentes. En la medida en que una relación entre sujetos en la Iglesia (sólo en las relaciones puede hablarse de «lo suyo», que siempre es de alguien en relación con otro/s) es simplemente de procedencia natural -multitud de relaciones humanas en la Iglesia son relaciones naturales-, el título de lo suyo es la propia condición de persona, con el patrimonio jurídico -de derecho natural- inherente a su dignidad (derecho a la buena fama o derecho a contraer matrimonio, por ejemplo); o bien cualquiera de los títulos ordinarios de atribución de derechos (por ejemplo, un contrato: una venta, donación, permuta, etc., por la que un edificio pasa a ser propiedad de una diócesis o de una congregación). Pero cuando la relación es de procedencia sobrenatural -las relaciones jurídicas que proceden directamente de la lex gratiae u orden de la gracia-, la titularidad de los derechos, el que pueda decirse que algo es de alguien, tiene una justificación distinta.

En el orden de la gracia, en efecto, todo es -por definición- gratuito: en la Iglesia no hay nada que por sí mismo sea suyo de nadie: todo es don de Dios, todo es gracia. ¿Cómo entender entonces que algo sobrenatural -por ejemplo, un sacramento- pueda decirse suyo de alguien, de modo que podamos calificarlo de verdadero y propio derecho? Ante todo hay que aclarar que el plano de las relaciones de justicia eclesiales no es el de la relación del hombre con Dios, sino el de las relaciones entre los hombres. En sentido estricto, en relación con Dios no hay derechos y deberes jurídicos: entre el hombre y Dios no se da la igualdad que es característica de la justicia.

Lo que ocurre es que en la economía de la salvación se ha producido una traditio: lo que por parte de Dios es gracia, los medios salvíficos -necesarios en orden al fin sobrenatural-, ha sido gratuitamente puesto en manos de los hombres. Esa traditio tiene como destinatario no directamente a cada fiel -como patrimonio jurídico personal-, sino a la Iglesia. Los medios de salvación son propter homines et propter eorum salutem, pero in Ecclesia y mediante Ecclesia. Esos bienes no son autoadministrables por cada uno de los fieles, por tanto, pero tampoco arbitrariamente detentables por quien posee el poder de administrarlos, es decir, la jerarquía de la Iglesia.

Así, los medios de salvación son lo suyo de los fieles, en cuanto medio imprescindible para vivir y llevar a su plenitud la vocación con que han sido llamados en el Hijo. Lo que en relación con Dios es pura gracia, en relación con la Iglesia adquiere una dimensión jurídica, puesto que es de justicia administrarles abundantemente esos bienes y medios de salvación. Otro tanto sucede con la posición jurídica de los sagrados pastores: en la medida en que han recibido un oficio propio de la constitución jerárquica que el mismo Cristo ha conferido a su Iglesia, la obediencia de los fieles en el ámbito de su misión pastoral le es debida en justicia: es lo suyo. Para no alargar innecesariamente la exposición con ejemplos, puede concluirse, con acertada síntesis de Hervada, que, desde este punto de vista, «la necesidad del derecho en la Iglesia no debe traducirse por una simple conveniencia, por muy intensa que ésta sea. La dimensión jurídica es necesaria porque sin ella no es comprensible la Iglesia tal como fue fundada por Cristo. Son el propio ser cristiano y la propia configuración y estructuración de la Iglesia los que connaturalmente aparecen con unas inherentes exigencias de justicia, los que tienen una dimensión jurídica. La incorporación a la Iglesia, la posición jerárquica, los mismos carismas recibidos no se apoyan sólo en relaciones de caridad entre los fieles, ni en un deber o responsabilidad hacia Dios. Se integran en relaciones de solidaridad y de servicio, que se fundan en exigencias de la condición de fiel ante los demás miembros de la Iglesia y de la naturaleza y función ministeriales (servicio a los demás) de la Jerarquía. Son, por tanto, relaciones con un aspecto de justicia, que postulan connaturalmente un orden jurídico».

Solamente la luz de la fe permite percibir la completa realidad eclesial. Su fundación divina desautoriza una visión puramente humana de la Iglesia, como mero resultado de la decisión de los hombres y destinada a conseguir unos fines inmanentes. La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Son «los ojos de la fe» los que permiten ver detrás de esa realidad visible que también es una realidad Espíritual, portadora de vida divina (cf. CCE 770). Formada por un doble elemento humano y divino (CCE 779), es una y única. Justamente ese elemento humano confiere a la Iglesia la nota real de ser un organismo visible y social, radicado en el espacio y en el tiempo. La Iglesia es comunidad humana; no mera coincidencia espacio-temporal de seres humanos, sino conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas (cf. CCE 1880).

Por eso la doctrina católica ha entendido siempre el derecho como un factor necesario para la Iglesia in terris; un factor connatural a su vida (Juan Pablo II). El derecho canónico no es una superestructura surgida de factores humanos contingentes, un añadido puramente humano a lo que genuinamente es la Iglesia; no es tampoco un elemento conveniente para salir al paso de inevitables conflictos a los que toda relación humana da lugar; ni la expresión unilateral de la voluntad de la jerarquía eclesiástica que con los siglos se ha ido mejorando estéticamente mediante el recurso a formalidades y compilaciones; no es algo que se limita a engendrar deberes de obediencia (visión positivista del derecho canónico), sino también tutela de la libertad y cauce de actuación responsable (Hervada).

El derecho canónico es, pues, el derecho de la Iglesia, el orden jurídico de la realidad social Iglesia. No agota esa realidad social, es sólo una dimensión de ella; pero es una dimensión necesaria, de tal modo que «la vida eclesial sin ordenación jurídica no puede existir» (Pablo VI).

Bibliografía

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A. Marzoa

 «    Dios    » 

I. EL «ENCUENTRO» DEL HOMBRE CON DIOS.

Según el pensamiento bíblico, el itinerario del hombre hacia Dios no es iniciativa humana, sino que es iniciativa del Dios de la alianza. Para este mutuo «encuentro» llamó Dios al hombre a la existencia; para este «encuentro» dejó su huella impresa en la creación y, sobre todo, en el interior mismo del hombre, como deseo y como llamada; para este mismo «encuentro» se ha revelado Dios a lo largo de la historia. Ambos itinerarios -el de Dios hacia el hombre y el del hombre hacia Dios- son, por así decirlo, complementarios. El hombre no buscaría a Dios si no estuviese ya siendo buscado por Él; pero el «encuentro» no se produce si el hombre no responde libremente a la llamada divina.

Esto implica la afirmación de que el hombre es capax Dei (cf. CCE 27; cf. San Agustín, Confessiones, 1, 1, 1). Esto no implica, en cambio, que el conocimiento de la existencia de Dios sea de evidencia inmediata para el hombre, pues el conocimiento humano tiene como punto de partida el mundo sensible. La posición del ontologismo, que sostenía una intuición inmediata de Dios por parte del hombre es inaceptable (cf. Ex 33, 20; Jn 1, 18; 1Co 13, 12. Cf. también D. 2841, 2844, 3201 y 3237). Tampoco es aceptable la posición contraria, aquella que niega que el hombre tenga capacidad de «descubrir» con su inteligencia la existencia de Dios. Esto sucede, por ejemplo, cuando se niega que el hombre tenga capacidad para trascender lo fenoménico. El agnosticismo no es más que la otra cara de este pesimismo gnoseológico. De ahí la vigorosa serenidad con que la Iglesia afirma la realidad de una doble apertura: la apertura de la inteligencia humana al ser, y la apertura del mundo hacia la trascendencia (cf. D. 3004). La intención del Vaticano I era mostrar que la fe es obsequio congruente con la razón humana y no una afirmación al margen o contra la razón.

La búsqueda de Dios no es una «cuestión» que pertenezca a las «necesidades estéticas» del hombre, sino que se identifica con la búsqueda del fundamento de todo ser contingente y, en especial, con la búsqueda de la razón de la propia existencia. (cf. C. Fabro, Drama del hombre, 211). Por esta razón, el hombre, que espontáneamente tiende a la verdad y al bien, tarde o temprano siente el impulso de plantearse la cuestión de Dios y de buscar los argumentos en que apoyar en forma refleja y consciente su convicción o su «presentimiento» de que Dios existe. Y puesto que el hombre sólo conoce a partir de los seres materiales, sólo en ellos encontrará el punto de partida para la búsqueda racional de Dios.

Son muy numerosas las «pruebas» de la existencia de Dios elaboradas a lo largo de la historia. De entre ellas, revisten especial importancia las cinco vías propuestas por santo Tomás de Aquino (cf. CG I, 3 y S.Th., I, q.2, a.3). Todas las pruebas de la existencia de Dios aducidas por el Aquinate se apoyan en el principio de causalidad y, en síntesis, dicen lo siguiente: todo lo que participa de la existencia depende en último término de una causa que no participa de la existencia, sino que es la Existencia misma (cf. Á.L. González, Teología natural, Pamplona 1985, 109-112).

San Agustín, en cambio, para mostrar la existencia de Dios, se apoya fundamentalmente en las exigencias de la inteligencia y del corazón humano, quizás recordando su propio itinerario interior hasta la conversión. El esquema agustiniano es siempre prácticamente el mismo: ir de lo exterior a lo interior del hombre, y del interior del hombre a aquello que lo trasciende. Este esquema se apoya en el hecho de que el hombre es imagen de Dios y de que Dios es más íntimo al hombre que el hombre mismo: Dios es el internum aeternum (Confessiones, 9, 4, 10), (secretissimus et praesentissimus) el más oculto y el más presente (ibid., 1, 4, 4), interior intimo meo, más íntimo a mí que mi intimidad (ibid., 3, 6, 11). Siendo esto así, las exigencias del corazón humano, sus ansias infinitas de verdad y de bien son llamada y vestigio de un Ser que es la Verdad y el Amor. San Agustín argumenta repetidamente que la verdad aparece ante la mente como algo universal, independiente de la misma existencia del hombre: exista o no exista el hombre, siempre será verdad que siete y tres son diez. Por esto mismo, cualquier juicio verdadero apunta siempre hacia un Ser inmutable y eterno.

Planteamiento diverso tiene el «argumento ontológico» de san Anselmo, que puede sintetizarse así: todos los hombres expresan con el concepto Dios el ser más perfecto que se puede pensar o imaginar; ahora bien, si este ser careciera de existencia, no sería el más perfecto, luego en el concepto mismo de Dios ya está implicada su existencia (cf. Proslogion, 2-3). Desde un primer momento, este argumento encontró una fuerte oposición comenzando por el monje Gaunilo. La dificultad es siempre la misma: el salto del orden ideal al orden real que parece contener. Alejandro de Hales lo consideró próximo al argumento agustiniano de la verdad suprema; santo Tomás lo rechazó decididamente. Ya san Anselmo contestó a las críticas de Gaunilo y, en esta contestación, dio las pistas más seguras para captar el sentido que daba a su argumento (cf. C. Fabro, Drama del hombre, 435-519). El argumento anselmiano encuentra su justa dimensión, si se tiene en cuenta que el concepto Dios es un concepto límite. En efecto, Dios no puede pensarse como no existente sin contradicción interna, pues el concepto Dios implica su existencia; luego o hay que pensar que es absurdo, o hay que pensar que existe.

En cualquier caso es necesario tener presente que las «pruebas» de la existencia de Dios son sólo una invitación razonada a la fe, que constituyen una llamada racional y razonable a la libertad humana, y una prueba de la honestidad intelectual de la fe. Se les llama «pruebas» de la existencia de Dios en el sentido de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas (CCE 31). Se trata de verdaderas certezas de tipo moral; no de evidencias de tipo físico.

Es imposible afirmar que una cosa existe sin conocer algo de su propia naturaleza. La pregunta por la existencia de Dios lleva implícita, pues, cierta precomprensión de lo que Dios es. Se trata de un concepto indisolublemente ligado a las ideas de infinitud, de grandeza, de bondad, de ser supremo. El término a que conducen los caminos utilizados para afirmar la existencia de Dios desarrolla algo más esta precomprensión. Se trata de noticias verdaderamente imperfectas, pero que dicen algo verdadero de cómo es Dios. Apoyados en esta realidad, los santos Padres insistieron en los caminos de la negación, de la afirmación y de la eminencia como caminos complementarios y necesarios para hablar de cómo es Dios. La teología posterior centró sus esfuerzos en el análisis de la analogía como cuestión clave para poder pensar y decir algo sobre Dios. En uno y otro caso se está hablando del alcance y de los límites -sobre todo de los límites- del discurso humano sobre Dios.

Dios trasciende todo lo creado, también todo concepto humano. Justamente lo expresó san Gregorio de Nisa al afirmar que, incluso al aceptar la revelación divina, sólo conocemos a Dios en la tiniebla: «En esto consiste el verdadero conocimiento de lo que buscamos: en ver en el no ver, pues lo que buscamos trasciende todo conocimiento, totalmente circundado por la incomprehensibilidad como por una tiniebla» (San Gregorio de Nisa, Sobre la vida de Moisés, II, 163, introducción, traducción y notas de L.F. Mateo-Seco (ed.), Madrid 1993, 171). Formulación parecida encontramos en santo Tomás: en lo que se refiere a Dios, «las negaciones son verdaderas, las afirmaciones son insuficientes» (S.Th., I, q.13, a.1, ad 2). Dios siempre trasciende toda palabra creada, incluso las palabras humanas que Él mismo ha elegido para revelarse. Esto es así, no porque Dios tenga límite alguno, sino porque no existe palabra capaz de expresarlo perfectamente (San Gregorio de Nisa, Homilías sobre el Eclesiastés, 7: PG 44, 732; GNO V, Leiden 1962, 415-416). Por esta razón el más profundo conocimiento de Dios a que puede llegar el hombre se encuentra envuelto en el silencio sagrado. Baste recordar estos versos en los que el Doctor Místico se inserta en la rica corriente de espiritualidad apofática: «Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo / toda sciencia trascendiendo» (San Juan de la Cruz, Coplas hechas sobre un éxtasis de alta contemplación; cf. Crisógono de Jesús, Vida y obras de San Juan de la Cruz, Madrid 1964, 1336-1337).

II. LA REVELACIÓN DE DIOS EN LA SAGRADA ESCRITURA

1. Singularidad de la doctrina sobre Dios del Antiguo Testamento.

El Antiguo Testamento se nos presenta con personalidad única y singularísima en las cuestiones referidas a Dios: Dios es, ante todo, el Dios de la alianza; no es el pueblo, ni siquiera en sus personajes más relevantes, el que tiene la iniciativa de «buscar» a Dios, sino que es Dios quien decide establecer su alianza con el pueblo y la lleva a cabo. Por esta razón, el Antiguo Testamento se nos muestra en todo momento como una revelatio in fieri, una revelación que se está haciendo al compás de las actuaciones divinas en la historia. Y al mismo tiempo, el hecho de que Dios tome la iniciativa de realizar una alianza con el hombre, le hace un ser entrañablemente personal, cercano e íntimo al hombre. Y sin embargo, esta cercanía no implica ninguna pérdida de su trascendencia. Desde Gn 1, 1, se destaca la distancia existente entre Dios y el mundo: el mundo ha sido creado por Dios en un comienzo, en el principio; Dios, en cambio, no tiene ni comienzo ni fin. Dios ni está al mismo nivel que el mundo, ni puede confundirse con él; pero esta distinción del mundo no significa ni lejanía ni ausencia por parte de Dios. Muy al contrario, el Dios que se revela a Israel es un Dios íntimamente relacionado con el mundo, con el hombre y con su historia. Es cercano y, al mismo tiempo, soberanamente libre. Más aún -y esto es de extrema importancia-, a pesar de ser «el Dios de los padres», nunca se le identifica con el clan o con el pueblo, sino que es el Dios de todos los hombres y de toda la creación.

La alianza constituye el horizonte en que se desarrolla toda la doctrina veterotestamentaria sobre Dios, y es la clave para entenderla en sus justas proporciones. Si la Biblia habla de la creación del mundo o de la historia de los orígenes, no lo hace por «curiosidad» hacia el origen del mundo o del hombre, sino porque la alianza tiene que ver con la creación del mundo y con los orígenes de la humanidad, especialmente con el comportamiento de Adán y Eva. También hasta los seres inanimados llegará la bendición de los tiempos mesiánicos (cf. Gn 8, 22; Jr 33, 20-25). Cuando san Pablo habla de la salvación que trae Cristo tiene presente a la criatura material (cf. Rm 8, 20-22); también ella ha sido creada con vistas a Cristo (cf. Col 1, 16).

Entre los rasgos más destacados de la doctrina bíblica sobre Dios destaca el monoteísmo. La pureza monoteísta del concepto veterotestamentario de Dios es sorprendente. Se impone la pregunta de cómo un pueblo surgido de un clan nómada, sin relieve cultural especial, en un ambiente politeístas pudo llegar a la idea del Dios único, Señor del universo. El monoteísmo que se aprecia en los relatos patriarcales es una monolatría, sin que se haya explicitado aún la afirmación teológica de la unicidad de Dios. Este monoteísmo práctico está relacionado con la revelación del nombre de Yahwéh y con la prohibición absoluta de adorar a otros dioses. Dios es un Dios celoso. Este exclusivismo de Yahwéh es único en la historia de las religiones (cf. J. Morales, El valor distinto de las religiones, Madrid 2003, 39). El monoteísmo es definitivamente profesado en Dt 6, 4. Los profetas lucharon vigorosamente contra la tentación del pueblo de adorar a tos dioses de los pueblos vecinos. Fue entonces cuando aparecieron las formulaciones más claras de un monoteísmo teológico absoluto (cf. Is 44-45).

2 La noción de creación y sus implicaciones en el concepto veterotestamentario de Dios.

La fe en un solo Dios viene acompañada por otra afirmación que potencia el monoteísmo y que da un relieve singular al concepto de Dios: la creación ex nihilo (cf. Gn 12; 2M 7, 26-28). Dios es anterior a todas cosas y las trasciende; no forma parte del mundo, ni el mundo es divino en el sentido de que provenga de Él por emanación. Dios es el primero y el único (cf. Sal 90, 2; Sal 102, 26; Pr 8, 22; Is 41, 4; Is 44, 6; Is 48, 2). El hecho de estar por encima de todas las cosas en cuanto Creador es lo que explica que Dios se encuentre totalmente cercano, sin que esta cercanía disminuya en nada su trascendencia. Estas afirmaciones han de ser contempladas en el horizonte de la teología de la alianza: la creación del mundo es ya una prefiguración de esta alianza, y la alianza es el fin de la creación.

3 El conocimiento natural de Dios.

Los escritores sagrados no se preocupan por «demostrar» la existencia Dios, pues es considerada como el hecho fundamental cuya negación ni siquiera parece concebible. Cuando la Biblia habla de conocer a Dios, se está refiriendo casi siempre a reconocerlo como suprema norma de vida (cf. Dt 11, 28; Is 41, 20; Os 11, 3) y, por supuesto, a reconocerlo como el Dios único, con exclusión de cualquier ídolo (cf. Is 43, 10; Is 44, 8; Is 45, 5-6; Sb 13, 1-9); por esta razón no ofrece nunca un elenco de «pruebas» de la existencia de Dios. Sólo el libro de la Sabiduría, al polemizar en ambiente griego contra la idolatría, presenta una prueba de la existencia de Dios Creador y, al hacerlo, formula en forma refleja lo que es convicción constante de todo el Antiguo Testamento: que Dios es accesible al hombre y que éste puede y debe reconocerle en la estructura misma de este mundo.

El Antiguo Testamento describe las maravillas realizadas por Dios en la naturaleza (cf. Sal 19, 8; 1-7; 104; Jb 38; Is 40, 25 31) no tanto para probar la existencia de Dios, como para alabarle (Sal 8; Sal 19, 8-10; 104) y para exhortar a la confianza en su poder (cf. Is 40, 27-31). Sb 13, 1-9, al recoger este convencimiento y contemplar desde él la idolatría, ofrece un pasaje explícito y decisivo sobre la posibilidad del conocimiento natural de Dios. El texto califica de vanos a aquellos hombres que no reconocieron al verdadero Dios, sino que llamaron dioses a las fuerzas de la naturaleza. No se está quejando, pues, de que esos hombres no hayan llegado a conocer la existencia de Dios, sino de que, al hacerlo, no hayan sabido utilizar la vía de la eminencia: el Creador trasciende infinitamente su creación. El autor de Sabiduría, que aplica intencionadamente a Dios el título de arquitecto del universo, quiere afirmar que el Dios al que llegan los filósofos, es el mismo que el Dios de la Biblia (M. Gilbert, «La connaissance de Dieu selon le livre de la Sagesse», en J. Coppens, La notion biblique de Dieu. Le Dieu de la Bible et le Dieu des philosophes, Lovaina 1976, 204-206). Si él critica a los filósofos no es por su caminar intelectual, sino porque este caminar debiera haberles llevado a descubrir a un Dios superior al mundo. Este pasaje presenta el camino analógico como una vía de acceso, segura y universal. Este convencimiento es el marco en que se sitúan las afirmaciones paulinas en torno al conocimiento natural de Dios, en especial, el comienzo de la carta a los Romanos (Rm 1, 18-23) y el discurso en el Areópago (Hch 17, 22-29).

4. Los rasgos del Dios de la alianza en el Antiguo Testamento.

En la Sagrada Escritura no se encuentra una enumeración sistemática de las perfecciones divinas, sino que se revelan a medida que se narran las intervenciones de Dios en la historia, es decir, a medida que el Dios de la alianza las va manifestando en sus actuaciones. Entre estas perfecciones destacan la omnipotencia, la eternidad, la omnipresencia y la inmensidad, la omnisciencia, la fidelidad, la justicia, la misericordia, el amor.

El poder de Dios sobre todas las cosas se manifiesta espléndidamente en la creación del mundo (cf. Gn 1; Sal 19; 33, 6; 104; Jb 38-40). Dios ha creado el universo con sólo su palabra omnipotente (Sal 33, 6); esta palabra nunca retorna a Él vacía, pues es eficaz y siempre consigue su objetivo (cf. Is 55, 11). La omnipotencia divina se muestra especialmente en la forma en que salva al pueblo elegido (cf. Ex 15, 1-3). Sobre este poder de Dios reflexiona constantemente la literatura sapiencial y la profética: no hay lugar al que no llegue el poder de Dios, aunque sea el mismísimo sheol (cf. Jb 26, 5-14). Se trata de un poder que Dios ejerce con sabiduría, gobernándolo todo fortiter et suaviter (cf. Sb 8, 1); incluso los corazones de los hombres están en sus manos (cf. Est 13, 9-11).

Mientras que en el entorno de Israel los dioses forman parte del proceso de nacimiento y muerte del universo, «hacerse» y «perecen» son categorías imposibles de aplicar a Dios. La doctrina del Antiguo Testamento está en abierta contradicción con todos los mitos teogónicos, y especialmente con el mito de un dios que muere y resucita. Dios es ante todo el viviente (cf. Dt 5, 23; 2R 19, 4; Sal 42, 3). La existencia es inseparable de ese ser misterioso que los hebreos llaman Yahwéh. Precisamente por esto los autores bíblicos nunca plantean la cuestión del origen de Dios: Él es el Dios eterno (cf. Gn 21, 33), para el cual no cuenta el tiempo (Sal 90, 2-4). Los profetas recalcan este atributo divino al señalar la fidelidad de Dios a sus promesas. En efecto, esta fidelidad sería imposible, si Yahwéh pudiese dejar de existir (cf. Dt 33, 27; Is 44, 6; 48, 12). Las afirmaciones en torno a la eternidad de Dios son numerosas y claras en los profetas y en los libros sapienciales (cf. Is 26, 4; Is 33, 14; Is 40, 28; Dn 12, 7; Sal 9, 8; Sal 10, 16; Sal 29, 10; Sal 92, 9). La plenitud vital de Dios es el fundamento interno de su eternidad; cuanto se dice en torno a la inmutabilidad divina nunca podrá confundirse con la impasibilidad divina tal y como la entiende buena parte del pensamiento griego.

Como es obvio, la fidelidad de Dios a la alianza y su plenitud vital exigen permanencia y, por tanto, apuntan hacia cierta inmutabilidad de la voluntad de Dios en sus decisiones (Sb 7, 27; cf. Is 40, 8; Is 51, 6). Estos textos y otros parecidos coexisten en el Antiguo Testamento con otros en los que se atribuyen a Dios arrepentimiento y cambios de actitud (cf. Ex 32, 10-14). Esto sucede, sobre todo, ante el arrepentimiento humano, como se ve en el libro de Jonás. Dios se arrepiente de la decisión de castigar (cf. Am 7, 3. 6; Os 11, 8-9). Estos antropomorfismos y antropopatismos, al describir sentimientos de amor y de ira en Dios, resultan un modo de hablar apropiado, aun dentro de su estilo naiv o quizás precisamente por eso, para mostrar a Dios como un ser personal que dialoga con el hombre y «reacciona» según el comportamiento del hombre.

La omnipotencia y la fidelidad divinas vienen acompañadas en el Antiguo Testamento por la omnisciencia, la inmensidad y la omnipresencia de Dios. Ya desde Génesis se presenta a Dios interviniendo en distintos lugares: Dios llama a Abrahán desde Ur de Caldea, lo conduce a la tierra de Canaán y lo protege en Egipto (cf. Gn 11-12); obliga al faraón a dejar libres a las tribus de Israel (cf. Ex 6-7); interviene con mano poderosa en el mar Rojo (cf. Ex 15, 1-2); acompaña al pueblo por la larga travesía del desierto. Pero Dios nunca está ligado a un lugar concreto (cf. Gn 12, 6; Gn 18, 1; Gn 21, 33). Yahweh tiene su residencia en Sión su monte santo (cf. Sal 46, 5; Am 1, 2; Is 2, 2; Is 11, 9; Is 48, 2) en el templo de Jerusalén (cf. Is 2, 3; 64, 10;, Jr 7, 10); al mismo tiempo, en textos pertenecientes a la misma época, se recalca la presencia de Dios en el cielo (cf. Sal 2, 4; 11, 4; 68, 6; Am 9, 6; Is 63, 15), de una forma en la que, al afirmar que se encuentra allí, se está diciendo también que se encuentra en todas partes (cf. Is 66, 1; cf. Jr 23, 24). Dios no puede ser «abarcado» por ningún lugar (cf. 1R 8, 27). Dios «llena» los cielos y tierra (cf. Jr 23, 24). La inmensidad divina se encuentra hermosamente expresada en el libro de Job (Jb 23, 8-9).

En el Antiguo Testamento la afirmación de la omnisciencia divina es aún más explícita que la afirmación de su omnipresencia (cf. Gn 25, 22; Ex 18, 15; Nm 27, 21; Jos 9, 14; Jc 1, 1; Jn 18, 5; 1S 9, 9; 1S 10, 22). Yahwéh no ignora nada de cuanto ocurre en la tierra (cf. Jb 28, 2; Za 4, 10). Los ojos de Yahwéh penetran hasta el sheol (cf. Pr 15, 11; Jb 26, 6), los corazones de los hombres (cf. Pr 15, 11; Sal 11, 4; Sal 33, 15), los pensamientos humanos (cf. Sal 84, 1-2), las intenciones y los planes secretos (cf. Sal 139, 1-4; 44, 22). Como sucedía con la omnipresencia, también la omnisciencia divina se encuentra expresada en la Biblia en estrecha relación con el hecho de que Dios es el creador de todo (cf. Sal 33, 1-5; Sal 139, 13-16). Especial énfasis se pone en la afirmación de que Dios conoce desde siempre todos los acontecimientos futuros, tanto los de los hombres en singular, como los de los pueblos (cf. Sal 139, 15-16; Am 3, 7; Is 5, 19; Is 14, 26; Is 19, 17). De hecho, el carisma profético se fundamenta en este conocimiento divino del futuro (cf. Is 45, 21; Is 41, 23).

La Biblia presenta a Dios, ya desde los tiempos patriarcales como un poder omnipotente que obra siempre conforme a la equidad y a la justicia (cf. Gn 18, 25). El concepto de justo tiene siempre un marcado sentido religioso, pues Yahwéh es la fuente de toda justicia. La voluntad divina es la regle suprema, porque siempre se halla en concordancia con los atributos de la justicia y de la misericordia. Yahwéh es el Dios de Israel, que ligado por la alianza, hace justicia a Israel de sus enemigos y establece también la justicia entre los miembros del pueblo. Por eso los israelitas conciben sus victorias sobre los enemigos como actos de justicia de Dios (cf. 1S 12, 7; Mi 6, 5; 2S 18, 31). Y, al mismo tiempo, conciben a Dios como vengador de todos los que son oprimidos dentro del mismo pueblo de Israel (cf. Os 2, 21; Os 10, 12). Frente a toda injusticia, Dios es el valedor de los débiles, de los pobres (cf. Sal 139, 13), de los huérfanos y de las viudas (cf. Ex 22, 22; Dt 10, 18; Dt 27, 19). Uno de los rasgos distintivos del futuro Rey mesiánico, sobre el que descansará el espíritu de Yahwéh, es el de ejercitar santamente la justicia e implantar el derecho (cf. Is 11, 1-5). Al leer por primera vez el Antiguo Testamento puede extrañar la forma en que se dice a veces que Dios ejerce justicia, sobre todo, contra los enemigos de Israel (cf. Gn 12, 10-20; Gn 26, 6-10; Ex 3, 21-22; Ex 12, 35; Dt 7, 1-11. 16). A este respecto, conviene tener presente algo muy importante: la peculiar forma de hablar de los hebreos, que atribuyen a Dios lo que es propio de las causas segundas, sin distinguir lo que Dios manda, de lo que Dios quiere, o simplemente de la desobediencia a su voluntad que Dios permite.

La noción de un Dios clemente y misericordioso aparece acompañando frecuentemente al atributo de la justicia divina. En la Biblia se invoca a Dios con confianza (cf. Sal 6, 5; Sal 25, 6-7; Sal 119, 149; Sal 143, 12) al mismo tiempo que se insiste en que, para obtener la misericordia de Dios, se debe cumplir personalmente con las exigencias de la alianza (cf. Ex 20, 6; Dt 7, 12; 1R 8, 23; Os 10, 12). Cuando Israel quebranta la alianza, Yahwéh se indigna, pero no le retira su misericordia (cf. Ex 34, 6-7; Nm 14, 18; Sal 86, 15; Sal 103, 8; Jl 2, 13; Jon 4, 2). Está claro que Dios no es «corruptible». Pero Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). La misericordia de Dios se manifiesta especialmente con los pobres, con los que sufren, con los débiles (cf. Sal 69, 17; Sal 79, 8; Sal 103, 13; Sal 119, 77). En el contexto de la teología de la alianza, el amor de Dios es descrito especialmente como el amor del esposo a la esposa o como el amor del padre al hijo (cf. Os 2-3; Jr 2, 1-36; Ez 16, 1-52; Is 40, 1-66). Dios es el padre del pueblo, al que trata con cuidados paternales (cf. Ex 4, 22; Dt 14, 1; Dt 32, 5). Este amor viene descrito, a veces, con la ternura del amor maternal (cf. Is 49, 15).

5. El Dios de la alianza en el Nuevo Testamento.

Cuando en el Nuevo Testamento se habla de Dios, en el Dios en que se está pensando es en Yahwéh (cf. Rm 1, 18-25; Hb 1, 12); los atributos con que se le describe son los mismos que en el Antiguo Testamento. Y sin embargo es en la cuestión de Dios donde se dieron las diferencias más fundamentales entre Jesús y los judíos de su tiempo. Y es que la explicitación del concepto de Dios que tiene lugar en el Nuevo Testamento, a pesar de asumir los rasgos esenciales del Antiguo Testamento, implica una novedad radical, que va más allá de un simple desarrollo o evolución del concepto veterotestamentario de Dios: Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús responde a la pregunta del fariseo sobre cuál es el primer mandamiento, remitiendo precisamente a Dt 6, 4-5 (cf. Mc 12, 29; Mt 12, 37). La continuidad entre los dos Testamentos emerge precisamente aquí, en la reafirmación del monoteísmo veterotestamentario. El mensaje de Jesús no puede entenderse como un «monoteísmo debilitado», sino como una profundización en la vida íntima del Dios único y bendito. Jesús de Nazaret no sólo confirmó el monoteísmo del Antiguo Testamento, sino que profundizó en él, revelando su intima riqueza tripersonal. Jesús habla de Dios teniendo como trasfondo toda la doctrina veterotestamentaria sobre la creación y sobre el supremo señorío de Dios (cf. Mt 11, 25; Mt 19, 4-6; Mc 13, 19).

En el Nuevo Testamento se hace repetida profesión de fe en un solo Dios (cf. 1Co 8, 4-6; Ef 4, 6; 1Tm 2, 5; Rm 3, 30), y los escritores rechazan cualquier idolatría con la misma fuerza que los profetas del Antiguo Testamento (cf. Rm 1, 18; Ef 4, 17-24; 1P 4, 3). La afirmación de la unicidad de Dios es tema común en las doxologias y en los primeros himnos cristianos (cf. 1Tm 1, 17; 1Tm 6, 15-16; Rm 16, 27; Ap 7, 10-12).

Como en el Antiguo Testamento, en el Nuevo también se enseña la trascendencia del Creador sobre el mundo (cf. Hch 17, 24-25). E insiste en esta trascendencia al mismo tiempo que proclama la fe en el misterio de la encarnación. Dios no sólo cuida del mundo hasta en sus más mínimos detalles (cf. Mt 6, 25-31; Jn 5, 17), sino que en Cristo se ha acercado a los hombres en una forma radicalmente nueva: Cristo es el Verbo de Dios que ahora ha puesto su tienda entre los hombres (cf. Jn 1, 1-14). Frente a sus contemporáneos, que entendían la trascendencia divina en una forma que a veces dejaba en penumbra su cercanía al hombre, Jesús insiste en la proximidad de Dios a todos y a cada uno (cf. Mt 6, 4-6). El Reino de Dios está tan cercano, que Jesús dice que está en medio de nosotros (cf. Lc 17, 21). Jesús sigue empleando los antropomorfismos y los antropopatismos que utiliza el Antiguo Testamento (cf. Lc 15, 11-32 y Mt 21, 33-41).

En el Nuevo Testamento se sigue afirmando la total omnipotencia divina, recogiendo toda la doctrina veterotestamentaria (cf. Lc 1, 37). El poder de Dios se manifiesta especialmente en la curación de los enfermos y en la santificación de los pecadores (cf. Mt 19, 26; Mc 14, 36; Mc 10, 27) que realiza Cristo con la autoridad que ha recibido del Padre (cf. Jn 5, 19-22). Ese poder se manifiesta en una forma que parece impotencia en el despojamiento de que se habla en Flp 2, 7. El pensamiento de que la sabiduría de Dios está muy por encima de la sabiduría de los hombres encuentra una formulación radical en la teología de la cruz. La sabiduría divina se manifiesta en la cruz de Cristo de un modo claro e inefable: es locura para los griegos, escándalo para los judíos, pero es poder y salvación para el que cree (cf. 1Co 1, 2; 1Co 3, 19-20; 2Co 1, 12).

El Mesías establece como ley fundamental de su reino la doctrina de las bienaventuranzas, es decir, una afirmación de la justicia plena, que incluye la misericordia y el perdón de los enemigos, (cf. Mt 5, 20-48). Se trata de una justicia, superior a la farisaica y que lleva consigo la exigencia de ser perfectos como lo es el Padre celestial. Justicia y santidad se identifican (cf. Mt 5, 48). De ahí que, en el Nuevo Testamento, la justicia sea, a la vez, un atributo divino y un don que Dios hace a los hombres, una gracia que hace en Cristo a quienes tienen fe en Él: (cf. Rm 3, 21-24; 1Co 1, 30; 2Co 5, 21). Cuando Nuestro Señor, en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), describe la misericordia del Padre está llevando a su plenitud de expresión la verdad ya claramente afirmada por el Antiguo Testamento en torno a la misericordia divina; cuando advierte que el tema principal del juicio universal serán las obras de misericordia se encuentra inmerso en la larga tradición doctrinal veterotestamentaria (cf. Mt 25, 34).

6. La novedad de la enseñanza de Jesús de Nazaret sobre Dios.

La novedad principal del mensaje de Jesús sobre Dios estriba en la forma en que le llama Padre y, en consecuencia, en la revelación de la paternidad que existe en Dios. Dios es el Padre de Nuestro Señor Jesucristo (cf. 2Co 1, 3) en el más radical de todos los sentidos. Jesús llama Padre suyo a Dios en una forma que nadie lo ha hecho jamás. Dios es el abbá de Jesús (cf. Mc 14, 36; Mt 26, 53; Lc 22, 42; Lc 23, 34; Lc 23, 46). La expresión abbá tiene una gran importancia teológica y marca definitivamente la comprensión cristiana de Dios. En ella se expresa antes que nada una confianza y obediencia total de Jesús al Padre. Es muy significativo que sea ésta la forma en que Jesús se dirige al Padre en Getsemaní (cf. Mc 14, 36). La primitiva comunidad cristiana hizo suya esta expresión, como lo atestiguan pasajes como Rm 8, 15 y Ga 4, 6. Es el mismo Espíritu de Cristo, que mora en los creyentes, el que les hace clamar: iAbbá! ¡Padre!

Es claro que Jesús llama a Dios su Padre en una forma exclusiva e intransferible (cf. Lc 10, 22), que justifica el hecho de que, al mismo tiempo que el Nuevo Testamento afirma que todos los hombres son hijos de Dios (cf. Mt 5, 48; Mt 6, 4-8; Mt 23, 9), se diga de Cristo que Él es el Unigénito del Padre (cf. Jn 1, 14-18; Jn 3, 16; 1Jn 4, 9). Y es que esta relación filial de Jesús con el Padre se encuentra a un nivel distinto y superior del que tienen los demás hombres con Dios. Es muy significativo el hecho de que Jesús nunca utilice la expresión nuestro Padre poniendo su filiación al Padre al mismo nivel que la nuestra, sino que siempre distingue entre mi Padre y vuestro Padre (cf. Mt 5, 45; Mt 6, 1; Mt 7, 11; Mt 6, 7), y entre mi Dios y vuestro Dios (cf. Jn 20, 17). Para san Juan, la filiación de Jesús al Padre es tan íntima y esencial, que en esa filiación se fundamenta la afirmación de su preexistencia (cf. Jn 1, 18; Jn 6, 46; Jn 8, 58; Jn 17, 24). El Padre es el que envía; el Hijo es el enviado (cf. Jn 20, 21). Las expresiones utilizadas por san Juan son sobradamente elocuentes (cf. Jn 5, 19-22. 26; Jn 6, 57; Jn 6, 65; Jn 8, 29; Jn 8, 55; Jn 10, 15; Jn 17, 21). La unidad entre Padre e Hijo es tan fuerte que se describe «como ser los dos una sola cosa» (cf. Jn 10, 30. 38).

La radical novedad del mensaje de Jesús sobre Dios brota de una nueva revelación que, en cierto sentido, supera infinitamente todas las revelaciones anteriores (cf. Hb 1, 1-2). Este texto subraya la continuidad entre los dos Testamentos y, al mismo tiempo, recalca una radical novedad con respecto al Antiguo: en el Nuevo, Dios no sólo ha dicho palabras sobre Si mismo, sino que ha enviado a su Palabra hecha carne. Se trata de una afirmación que Nuestro Señor formula con toda claridad: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9).

7. La revelación del misterio trinitario.

La filiación divina de Jesús de Nazaret es la clave para comprender la razón de fondo en que se apoya la enseñanza del Nuevo Testamento sobre el misterio de la Santísima Trinidad. El Nuevo Testamento es un elocuente testimonio en torno a la divinidad y a la mesianidad de Jesús de Nazaret (Mt 16, 18; Flp 2, 11). Jesús nunca se proclamó Dios y, sin embargo, si lo dio a entender con absoluta claridad al presentarse como el Hijo, y así fue entendido por sus discípulos. En los sinópticos, Jesús se refiere a sí mismo como el Hijo que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; Mt 21, 37-38); el Evangelio de san Juan ha sido escrito para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Jn 20, 31).

En casi todas las culturas la divinidad ha sido llamada padre de los dioses y de los hombres. Al utilizar este término, se quiere decir que Dios es el origen de todo y que es bondadoso con todos los hombres. Como se ha visto, así sucede también en el Antiguo Testamento (cf. Os 11, 1-9; Jr 31, 9. 20; Is 49, 15; Is 66, 13). En numerosos pasajes, Nuestro Señor inserta su predicación sobre la paternidad divina en esta enseñanza (cf. Mt 5, 45; Mt 6, 1; Mt 6, 4-15: Mt 6, 18; Mt 6, 26; Mt 6, 32; Mt 7, 11). Pero junto a esto, la enseñanza de Jesús sobre la paternidad divina entraña una radical novedad basada en la conciencia de su filiación al Padre. En consecuencia, toda la enseñanza veterotestamentaria sobre la paternidad divina aparece absolutamente renovada. La Buena Noticia no es que Dios sea «como un padre» para nosotros, sino que Dios es, con toda propiedad, el padre de Jesús, y que, en Jesús, somos hechos realmente hijos suyos. Jesús revela también su filiación divina cuando afirma su total igualdad con el Padre. Especialmente significativos son aquellos textos en los que habla de la igualdad de conocimiento existente entre ellos (cf. Mt 11, 27; Lc 10, 21; Jn 10, 22-42). A la afirmación de su filiación divina, Jesús añade en este último pasaje un pensamiento de gran importancia en teología trinitaria: la descripción de su unión con el Padre como un mutuo estar el uno en el otro (cf. también Jn 14, 7. 9-11; Jn 17, 21-23).

En la última cena, Nuestro Señor no sólo habla del Padre, sino también del Espíritu Santo: el Espíritu es el Abogado que estará siempre con los Apóstoles, el Espíritu de verdad que Él enviará (cf. Jn 14, 16-17; Jn 16, 7-13). Estas palabras son una fuente de primordial importancia para la pneumatología. Dada la estrecha relación del Espíritu con el Padre y con el Hijo, al Espíritu Santo se le designa, unas veces, como Espíritu del Padre o que procede del Padre (cf. Mt 10, 20; Jn 15, 26-27); otras veces, como Espíritu del Hijo (cf. Ga 4, 6), Espíritu de Cristo (cf. Rm 8, 11), Espíritu del Señor (cf. 2Co 3, 17). Se le llama también Espíritu de Dios (Rm 8, 9.14; Rm 15, 19; 1Co 6, 11; 1Co 7, 40).

8. Expresiones trinitarias del Nuevo Testamento.

Los primeros textos evangélicos que nombran simultáneamente a las tres Personas divinas se encuentran en la narración del bautismo del Señor (cf. Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21; Jn 1, 32-34). En el inicio de su vida pública, Jesús recibe esta declaración solemne que le consagra como aquel que ha de bautizar en fuego y en Espíritu Santo. Aquí las tres Personas se manifiestan como distintas. La escena de la transfiguración parece relacionada con la teofanía trinitaria del bautismo (cf. Mt 17, 1-13; Mc 9, 1-12; Lc 9, 28-36). Al igual que en el bautismo, se oye una voz desde el cielo que dice: Éste es mi Hijo, mi elegido (Lc 9, 35). La nube insinúa la presencia del Espíritu Santo. La enumeración conjunta de los Tres es aún más explícita en la fórmula bautismal de Mt 28, 19. Los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo no sólo están yuxtapuestos, sino que van precedidos cada uno del artículo determinado, que los «personaliza». La contraposición entre el Padre y el Hijo nos da la clave para entender al Espíritu Santo en sentido estrictamente personal y distinto de ellos. En efecto, Padre e Hijo no se pueden confundir entre sí, porque son opuestos; en el mismo sentido hay que entender al Espíritu Santo puesto que está connumerado con ellos.

Los pasajes paulinos en los que la fe trinitaria aparece expresada con absoluta claridad son tan numerosos que puede decirse que el pensamiento de san Pablo está totalmente determinado por la fe trinitaria. Nada tiene de extraño, dado el lugar central que ocupa en sus escritos la teología bautismal. Baste citar estos textos como ejemplo: Rm 1, 1-7; Rm 5, 1-5; Rm 8, 3; Rm 8, 8; Rm 8, 11; Rm 8, 14-17; Rm 8, 20-30; Rm 14, 17; Rm 15, 16-19; Rm 15, 30; 1Co 2, 6-16; 1Co 6, 11; 1Co 6, 15-20; 1Co 12, 3-6; 1Co 12, 4 7; 2Co 1, 21-22; 2Co 3, 3-6. 10-17; 2Co 5, 5-8. 12; 2Co 13, 13; Ga 3, 1-5. Ga 3, 11-14; Ga 4, 4-6; Ga 4, 30-32; Ga 5, 18-20; Col 1, 6-8; 1Ts 1, 6-8; 1Ts 4, 2-8; 1Ts 5, 18; 2Ts 2, 13-14; Tt 4, 11; Hb 2, 2-4; Hb 6, 4-6; Hb 9, 14; Hb 10, 20-31; Ef 4, 4-6.

Es claro, pues, que, en sus afirmaciones acerca de Dios, los escritores neotestamentarios piensan en el Dios único del Antiguo Testamento. Sin embargo, su enseñanza sobre el misterio de Dios contiene una radical novedad que no puede considerarse como una evolución del concepto de Dios desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, sino que tiene lugar gracias a una revelación radicalmente nueva: en Jesús de Nazaret, Dios habla y actúa en el mundo de un modo tan directo que a Jesús se le llama el Hijo de Dios en sentido propio y fuerte (cf. Hb 1, 13), y en Él se revela definitivamente el misterio de Dios. Jesús introduce un rasgo totalmente nuevo en la noción veterotestamentaria de Dios: la existencia de auténtica generación en la intimidad divina. El mismo Jesús, al final de su vida terrena, promete el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, y a quien Él enviará desde el Padre. Más aún, Jesús manda a sus Apóstoles que hagan discípulos y los bauticen en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19). La nueva existencia del cristiano descansa, pues, sobre un acontecimiento misterioso que, en la fe de la primitiva Iglesia, se articula ya en una fórmula triádica: la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, Dios uno y único. En la filiación natural del Hijo al Padre se manifiesta el misterio de la intimidad de Dios, que es, en primer lugar, el misterio del Padre, el cual es fons et origo totius Trinitatis.

Esto da prioridad al Padre, no de tiempo, sino de fontalidad. El Padre es la primera Persona, el Hijo la segunda y el Espíritu Santo la tercera. Es lo que se llama el ordo trinitarius. Este orden resulta siempre inalterable. Los testimonios del Nuevo Testamento, sobre todo en las fórmulas triádicas, muestran tres cosas de suma importancia: a) que desde el primer momento de la vida de la Iglesia estuvo clara y explícita la fe trinitaria; b) que esta fe comporta la afirmación de la unicidad de Dios y de la trinidad de Personas; c) que esta fe comporta la afirmación de un orden inalterable en la Santísima Trinidad: el Padre es la primera Persona, el Hijo la segunda, y el Espíritu Santo, la tercera. Esto es así porque el Hijo y el Espíritu proceden realmente del Padre.

III. LA FE CRISTIANA EN EL DIOS UNO Y TRINO.

1. Los primeros testimonios.

Según la Didaché (ca. 90/100), sólo aquellos que han sido bautizados en el nombre del Señor pueden tomar parte en la celebración de la eucaristía, que constituye el centro de la vida cristiana, pues es comunión con su cuerpo y su sangre (cf. 9, 5). Al indicar la forma del bautismo, habla como portadora de una tradición que se remonta a tiempos antiguos y prescribe la forma explícitamente trinitaria (7, 1-3). Parecidos testimonios sobre la dimensión trinitaria del bautismo encontramos en la Primera Apologia de san Justino (163-167), y en la Epideixis de san Ireneo (†ca. 202). Conviene prestar atención a las preposiciones que utiliza san Ireneo para describir la acción única y distinta de los Tres en la santificación bautismal: se nace como hijo del Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo. El Espíritu conduce a los hombres al Verbo; el Verbo los lleva al Padre, y el Padre les otorga la incorruptibilidad (Epideixis, 5-6, SC 62, 41-44).

En la celebración del bautismo hay que hacer una explícita profesión de fe trinitaria. Esto da lugar a la redacción de símbolos bautismales y a la existencia de una catequesis previa para que esta profesión sea hecha con conciencia clara. Numerosos pasajes del Nuevo Testamento testimonian ya esta explícita profesión de fe (cf. Hch 8, 37; Rm 10, 9; Ef 1, 13; 1Tm 6, 12; Hb 4, 14); esto mismo aparece en los textos de la Didaché, de san Justino y de san Ireneo citados hace poco. Esta profesión de fe bautismal tiene lugar tanto en Oriente como en Occidente. Tertuliano (†222/223) apela precisamente a la profesión de fe bautismal como argumento decisivo en su lucha contra las herejías trinitarias. La profesión de fe -argumenta Tertuliano- es un auténtico juramento en el que el neófito, tras renunciar a Satanás, contesta a las preguntas que se le hacen durante la ceremonia, hasta el punto de que la profesión del símbolo y el bautismo son dos elementos de un mismo rito.

Ya san Justino testimonia (cf. Primera Apologia, 65) que la liturgia eucarística está ligada al misterio trinitario. La Tradición Apostólica, compuesta en Roma a mediados del siglo III, presenta el mismo esquema, presente ya en Justino (Hipólito de Roma, La Tradition Apostolique, 4: SCh 11, 53). La anáfora de la Traditio comienza dirigiéndose al Padre, por medio del Hijo. En su desarrollo es clara la distinción e igualdad de las tres divinas Personas. En la epíclesis se pide al Padre que envíe al Espíritu Santo para que podamos glorificarle por medio del Hijo. Se trata de una invocación que tendrá un gran desarrollo en las liturgias orientales. La anáfora concluye con una doxología en la que de nuevo se expresa la fe trinitaria.

El uso de la doxología Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo estaba ya generalizado a mediados del siglo IV. Se encuentra en el himno Phos hilarón, Luz gozosa, perteneciente a los siglos II-III. Esta breve doxología es usada pronto como final de la recitación de los salmos. Es habitual incluso que los Padres concluyan no sólo su oración sino también sus escritos con una breve doxología trinitaria (cf. A. Hamman, «Dossologia», en Dizionario Patristico e di Antichitá Cristiana, I, Roma 1983, 1042-1043).

2. La lucha contra las herejías trinitarias.

a) El rechazo de las teogonías gnósticas y del dualismo.

La constelación de herejías más extendidas y poderosas contra las que tuvieron que luchar los Padres en los primeros siglos de la Iglesia fueron las sectas gnósticas. El mundo de la gnosis es un conjunto abigarrado de personajes, de ideas religiosas y de especulaciones que, en la cuestión del misterio de Dios, se oponía frontalmente a la doctrina trinitaria y a la economía de la salvación tal y como es predicada por la Iglesia. La gnosis existía ya antes de la aparición del cristianismo y en ella se conjugan doctrinas orientales, elementos judíos y pensamiento helénico, formando una mezcla que resultaba tentadora para muchos hombres de los siglos II-IV (cf. H. Cornelis, La gnosis eterna, Madrid 1961; L.F. Mateo-Seco, «Gnosticismo», en GER XI, 61-63; G. Filoramo, «Gnosi/Gnosticismo», en Dizionario Patristico e di Antichitá Cristiana, I, 1642). De las religiones orientales, el gnosticismo tomó el dualismo y la teoría del origen del mal como una degradación que comienza en el seno mismo de la divinidad; del helenismo recibió el gusto por la especulación y por la dialéctica. Los gnósticos coinciden en la afirmación de que en el interior de la divinidad ha tenido lugar un proceso de emanación de eones; a veces enumeran hasta treinta. Esto no tiene nada que ver con la doctrina trinitaria, que no puede entenderse jamás como una teogonía, como un nacimiento de Dios, como un hacerse en Dios. Se dice que el Hijo y el Espíritu proceden del Padre, pero no que emanen de Él y, mucho menos, que entrañen una degradación inmanente de la sustancia divina, o que algo divino comience a ser por un proceso.

Hay un tipo de dualismo consistente en decir que Dios no es el Creador del mundo, sino que lo es un demiurgo. Cerinto (siglo I), por ejemplo, decía que «el mundo no ha sido creado por el primer Dios, sino por un poder que está a una gran distancia del poder supremo» (San Ireneo, Adversus Haereses, 1, 26, 1). Hay otro tipo de dualismo que consiste en oponer el Dios del Antiguo Testamento al Dios del Nuevo. Éste es el caso de Marción (†160), quien decía que el Dios del Antiguo Testamento, el Creador, es malo e incompatible con el del Nuevo Testamento, el Padre de Jesucristo, que es bueno y misericordioso (cf. B. Aland, «Marcione. Marcionismo», en Dizionario Patristico e di Antichitá Cristiana, II, 2095-2098). La fe cristiana exige rechazar todo tipo de dualismo, pues pertenece a la doctrina trinitaria la afirmación de que existe un único Dios.

b) El monarquianismo.

El Padre es la primera Persona de la Trinidad. El ordo trinitarius jamás se puede invertir, pues responde a la procedencia que unas Personas tienen de otras. Esto lleva afirmar la monarquía del Padre. Esta verdad puede desfigurarse, cuando la «monarquía» se entiende como si en Dios hubiese sólo una Persona real y absolutamente divina: la Persona del Padre. Tertuliano llamó «monarquianismo» a este conjunto de herejías. Y así se le sigue llamando. El monarquianismo niega la trinidad de personas por el procedimiento de afirmar únicamente la persona del Padre. Los caminos para negar esta pluralidad real de personas en Dios han sido dos: o negar que Cristo sea verdaderamente Dios, o negar que sea un subsistente realmente distinto del Padre. Se dan, pues, dos líneas de monarquianismo.

La primera línea hace de Cristo un hombre adoptado o divinizado. Por esta razón se le llama monarquianismo adopcionista. También se le denomina modalismo dinámico, puesto que dice que Jesús es hijo adoptivo de Dios, en el sentido de que en Él habita especialmente la dynamis de Dios. La segunda línea del monarquianismo sí dice que Cristo es Dios, pero niega que sea realmente distinto del Padre; sólo sería uno de los modos en que Dios Padre se nos ha revelado. De ahí la denominación de monarquianismo modalista. Algunos de estos monarquianos, para hacer aún más contundente su afirmación de que Cristo es sólo un «modo» en que el Padre se nos ha revelado, llegan incluso a afirmar que el Padre sufrió en la cruz. De ahí el sobrenombre de patripasianos. El monarquianismo se opone directamente a la dimensión trinitaria de nuestra salvación tal y como se refleja, por ejemplo, en la Epideixis de san lreneo.

c) El subordinacionismo arriano.

Todo lo que el Hijo tiene lo recibe del Padre, porque es Hijo en toda la verdad de la palabra. De ahí que llamemos al Padre la primera Persona y al Hijo la segunda. Sin embargo, este orden interno de la Trinidad no puede significar una subordinación en el terreno ontológico. El Hijo es igual al Padre en todo: negar esto equivaldría a negar la perfecta filiación del Hijo y, en consecuencia, la existencia en el Padre de una perfecta paternidad. El ejemplo más claro de este subordinacionismo es Arrio (†336), quien decía que el Verbo es un poiema, una cosa hecha por el Padre. Por esta razón sostenía que hubo un momento en que el Verbo comenzó a existir (cf. Sócrates, Historia Eclesiástica I, 5, PG 67, 44-52).

La causa principal del error de Arrio estriba en que no es capaz de trascender la generación de los seres materiales; no es capaz de concebir una generación espiritual. En consecuencia, para él, si hubiese generación en Dios, tendría que haber un antes y un después. Y dada la eternidad de Dios, esto es imposible. Según Arrio, tampoco puede existir generación en Dios, pues Dios es simple y la generación implica división: al engendrar, el Padre entregaría parte de su sustancia al Hijo.

d) Los pneumatómacos.

La disputa con Arrio se centró en la cuestión de la perfecta divinidad del Verbo. Era lógico que si los arrianos negaban la divinidad del Hijo, negasen a fortiori la divinidad del Espíritu Santo, ya que el Espíritu se menciona siempre detrás del Hijo. Pero sólo se adquirió conciencia refleja de que había surgido una herejía contra el Espíritu Santo cuando quienes negaban la divinidad del Espíritu se encontraban entre los contrarios a Arrio, es decir, aceptaban la divinidad del Hijo, pero negaban la divinidad del Espíritu Santo. Son los pneumatómacos o macedonianos. La primera noticia de esta herejía nos llega a través de san Atanasio, en torno al año 360 (cf. Carta a Serapión, I, 1: SCh 15, 79-80). San Atanasio advierte ya que la negación de la divinidad del Espíritu Santo no es algo periférico a la doctrina cristiana, sino que subvierte todo el dogma trinitario (ibid., I, 1: SCh 15, 80).

3. El Concilio de Nicea y la consustancialidad del Padre y el Hijo.

El documento clave del Concilio de Nicea es el Símbolo, en el cual se profesa explícitamente la perfecta filiación del Verbo y, en consecuencia, su consustancialidad con el Padre. Se trata del Símbolo que se utilizaba en la Iglesia de Cesarea, al que se le han añadido algunas frases que lo hacen más apto para rechazar el arrianismo. El Símbolo está compuesto conforme a un esquema de tres ciclos, el primero dedicado al Padre, el segundo al Hijo, y el tercero al Espíritu Santo. El Padre es confesado aquí como el principio y la fuente de la unidad en la Trinidad (cf. I. Ortiz de Urbina, Nicea y Constantinopla, Vitoria 1969, 75). Sigue el ciclo dedicado al Hijo. Los padres de Nicea decidieron incluir una glosa de suma importancia, para dejar claro que entienden la filiación en sentido fuerte: «... es decir, de la esencia (ousia) del Padre (homousios, consubstantialis)». La intención del Concilio al introducir este inciso fue proclamar sin dejar resquicio para ninguna ambigüedad, que el Hijo no es algo hecho por el Padre, sino una comunicación del propio ser del Padre por modo de generación. La expresión engendrado ha de tomarse en toda su radicalidad. Se trata de una generación en la que el Padre «entrega» verdaderamente al Hijo su propia sustancia. En consecuencia, el Verbo es Dios que procede de Dios (Theós ex Theoû), Luz de Luz (lumen de lumine). Estas preposiciones denotan la procedencia y la materia de la que está hecha una cosa y, a su vez, evocan numerosos pasajes bíblicos (cf. Jn 1, 1-9; Jn 5, 20; Jn 8, 12; 1Jn 1, 5), y ponen de manifiesto la simultaneidad en la generación, es decir, que no hay ni un antes ni un después: de igual forma que el resplandor no es posterior a la luz, el Hijo no es posterior al Padre.

4. La fórmula «una naturaleza y tres personas».

La distinción entre los conceptos de «naturaleza» y «persona» ayudó a formular teológicamente la enseñanza cristiana sobre el misterio trinitario. La «naturaleza» se refiere a aquello que una cosa es, es decir, a aquello que esa cosa ha recibido por nacimiento; la «persona» se refiere a la singularidad de un ser inteligente, a lo que le constituye en «tú». La pregunta por la naturaleza se formula en neutro: qué es esa persona (médico, abogado, etc.); la pregunta por la persona se formula en masculino: quién es esa persona. En el terreno trinitario, estas preguntas se formulan así: ¿Qué es el Padre? La respuesta es clara: Dios. ¿Qué es el Hijo? La respuesta también es clara: Dios. ¿Quién es la primera Persona de la Trinidad? El Padre. ¿Quién es la segunda Persona? El Hijo.

La distinción entre «naturaleza» y «persona» tiene como punto de partida la experiencia universal del género humano. Era lógico aplicar esta distinción en teología trinitaria diciendo que en Dios hay una naturaleza y tres personas. Esta fórmula era ya utilizada en el siglo III. Sin embargo, resultó trabajoso llegar a un lenguaje universal, escogiendo para cada uno de los conceptos un término aceptado por todos. Un gran paso hacia esta universalización del lenguaje se dio en el Concilio de Alejandría del año 362: aqui se decide utilizar ousia (sustancia) para lo que hay de uno en la Trinidad, e hypóstasis para designar lo que hay de distinto. Llegar a esta precisión de conceptos y a esta universalidad del lenguaje teológico era sumamente importante, pero no fue fácil. Al servicio de una correcta formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia creó una terminología propia con la ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», y con un significado en cierto sentido nuevo (cf. CCE 250-252). En el I Concilio de Constantinopla (381) se confiesa que el Espíritu Santo es Señor y Dador de vida, completando así la escueta mención contenida en el Símbolo niceno.

5. La teología trinitaria de san Agustín.

San Agustín recibe de la tradición anterior la doctrina sobre Dios formulada ya en sus lineas esenciales: las tres Personas participan igualmente de la misma naturaleza divina; esta unidad se manifiesta en que, fuera de su estricto ser personal, las tres Personas son iguales en todo. San Agustín condensa este pensamiento en el célebre axioma: en Dios, todas las cosas son una sola cosa, menos donde hay oposición de relación (Sobre la Trinidad, 5, 5-6). Es necesario, pues, expresar en singular todos los atributos divinos (bondad, omnipotencia, sabiduría, etc.), pues no hay más que un solo Dios; en cambio, es necesario expresar en plural lo que corresponde exclusivamente a cada una de las Personas.

La sistematización agustiniana de las cuestiones trinitarias se encuadra en las siguientes líneas de fuerza: a) la consideración de la unidad de la naturaleza divina con anterioridad a la consideración de la diversidad de personas; b) la rotundidad con que se atribuyen a las tres Personas conjuntamente todas las operaciones ad extra; c) la clara referencia a la estructura metafísica del ser racional como imagen de Dios a fin de establecer la analogía del misterio trinitario apoyándose en la analogía psicológica.

San Agustín tiene siempre presente la trascendencia del misterio de Dios y, al mismo tiempo, actúa convencido de que el hombre es imagen y semejanza de Dios. Por esta razón busca en la estructura del espíritu humano los vestigios de esa misteriosa intimidad divina que se ha revelado como trinidad de Personas. La analogía que san Agustín establece entre la vida interior de Dios y la vida interior del hombre es así mucho más que una simple comparación; es una auténtica analogía. De ahí la célebre triada en que centra su explicación del misterio de la Trinidad: memoria, conocimiento, amor.

En la sistematización de las verdades trinitarias, san Agustín da gran importancia al concepto de relación. Dios es una única sustancia simplicísima, argumenta, en la que nada es accidental. Es claro, sin embargo, que no todo lo que se dice en Dios se dice según la sustancia, pues hay algo en la intimidad divina que dice relación: paternidad, filiación, espiración. Esta relación no puede ser accidental en Dios: el Padre dice relación eterna de paternidad al Hijo y el Hijo dice relación eterna de filiación al Padre. Ambos son, sin embargo, la misma esencia divina, porque son el mismo y único Dios. La relación de paternidad-filiación existente entre ellos es compatible con la infinita perfección de Dios, siempre que el término relativo no se le suponga fuera de Dios, sino dentro de la misma perfección y esencia divina y siempre, además, que la relación no se conciba en Dios como un accidente (Sobre la Trinidad, 5, 5, 6). Padre, Hijo, Espíritu Santo, que son un mismo y único Dios, son distintos entre sí, pero idénticos a la esencia divina. Son distintos única y exclusivamente en lo que tienen de relativos entre sí; no son distintos con respecto a la misma esencia divina. Se les llama personas, no porque con este término se exprese bien lo que son, sino porque no se encuentra otro término mejor (ibid., 5, 9, 10).

San Agustín pone en primer plano la verdad enseñada por la Escritura de que hay en Dios realidades relativas que se oponen entre sí. Las Personas divinas son distintas entre sí precisamente porque son relativas la una a la otra. Esta relatividad se fundamenta en la procedencia -en el origen- de las divinas Personas. Este origen tiene lugar mediante la generación -en el Hijo- y mediante la aspiración en el Espíritu Santo. San Agustín contribuye en forma decisiva a la teología de las procesiones divinas mostrando la diferencia existente entre la forma en que proceden el Hijo y el Espíritu Santo. En este asunto le sirvió de gran ayuda la analogía psicológica, es decir, la analogía basada en la vida del espíritu humano: la procesión del Hijo es parecida a la procesión de la palabra interior, la palabra de la mente; la procesión del Espíritu Santo es parecida a la procesión del amor, que sigue necesariamente a la inteligencia (ibid., 15, 17, 30).

IV. TRINIDAD Y UNIDAD DE DIOS

1. La trascendencia de Dios.

Dios está por encima de todo conocimiento de toda palabra. Cuanto se diga sobre Él ha de hacerse, pues, con conciencia clara y reflejo de la infinita distancia existente entre lo que decimos o pensamos sobre Dios, y lo que Dios realmente es. Por su plenitud de ser, Dios posee en grado infinito todas las perfecciones puras. Incluso esta forma de hablar, que parece obvia, muestra la limitación de nuestro lenguaje. Hablando con más exactitud, Dios no posee en grado infinito todas las perfecciones puras, sino que Él es una única perfección infinita, que contiene en si misma todas las perfecciones en grado infinito. Pero el discurso humano es incapaz de concebir una perfección infinita, sin «descomponerla» en los miles de perfecciones que esa infinitud implica. De ahí la justeza con que la patrística, especialmente el Pseudo Dionisio, llamó a Dios panónimos, anónimos, hyperónimos: el de todos los nombres, el de ningún nombre, el que está por encima de todo nombre (C. Toussaint, «Attributs divins», en DTC I, 2227).

Todas las perfecciones que vemos en los seres creados se encuentran en Dios, ya que Él es su causa, pero no todas se encuentran en Dios del mismo modo: hay algunas cuyo concepto no entraña imperfección alguna: son las perfecciones puras o simples. Estas perfecciones se encuentran en Dios según su propia razón de ser, aunque en grado infinito y en una forma superior al modo en el que se pueden encontrar en cualquier ser creado: Dios es verdadera y propiamente sabio, justo, poderoso, lleno de misericordia. Dios es Amor (1 jn 4, 16). Es todo esto en grado infinito y de modo simplicísimo; las perfecciones mixtas, precisamente porque entrañan imperfección en su mismo concepto, sólo se encuentran en Dios virtualmente, es decir, en cuanto que proceden de Él como de su causa.

Por eso, aunque todas las perfecciones se encuentren en Dios, no todas reciben el nombre de atributos divinos. Este nombre se reserva para las perfecciones simples, que, al no entrañar en su concepto ninguna imperfección, se encuentran propiamente en Dios. Son como las propiedades del ser divino, las notas que lo caracterizan. Dada la simplicidad divina, los atributos divinos no pueden entenderse como realmente distintos; sin embargo, tampoco pueden tomarse como sinónimos. Esto quiere decir, que aunque en la realidad divina las perfecciones se incluyen mutuamente unas a otras y son de hecho una única perfección, son distintas en nuestro conocimiento y en nuestro lenguaje. Y que cuando se dice de Dios que es misericordioso o que es Amor, se está diciendo algo real de Él.

Cuando se afirma que Dios es infinitamente simple, no se dice que no tenga una vida infinitamente rica, sino que se está diciendo exactamente lo contrario: Dios es un simplicísimo, infinito e indeficiente acto de conocimiento y de amor. Dios es una naturaleza completamente simple, dice el Concilio IV de Letrán (D. 800); Dios es una simple sustancia espiritual completamente inmutable, enseña el Concilio Vaticano I (D. 3001), teniendo a la vista los diversos panteísmos de su época. Es imposible que Dios esté compuesto de partes o que entre a formar parte en la composición de un todo, como podría ser el universo. Ni es razonable el panteísmo, ni es razonable hablar de Dios como si fuese la suma de sus componentes. Al hablar del misterio trinitario, es necesario tener esto muy presente: Padre, Hijo y Espíritu Santo son Dios, pero no forman parte de Dios. Dios no es la suma de las tres divinas Personas: toda la divinidad está en el Padre, toda está en el Hijo y toda está en el Espíritu Santo, como lo expone el Concilio XI de Toledo (D. 529).

Padre, Hijo y Espíritu Santo no son «sumandos» de una unidad superior, sino que son comunión perfecta en la misma y única esencia. Aunque hay tres Personas en Dios, la esencia divina no se multiplica en las Personas: al engendrar al Hijo, el Padre le entrega toda su sustancia, sin división y sin multiplicación. La esencia del Hijo es numéricamente la misma del Padre. Y lo mismo hay que decir de la Persona del Espíritu Santo.

La simplicidad e inmaterialidad divinas llevan inmediatamente a la consideración de Dios como espíritu (cf. Jn 4, 24). Esto quiere decir que Dios no es cuerpo. En consecuencia, tampoco se puede entender que el sexo esté propiamente en Dios; el sexo sólo está en Dios virtualmente. Esto es así por la propia definición del sexo, que es corporeidad y división dentro de un género. Lo masculino y lo femenino son dos formas de realización de lo humano que se complementan. La forma en que Dios se realiza es infinitamente simple, sin división ni complementaridad ninguna. Jesucristo utilizó el nombre de Padre para dirigirse a Dios. También lo describió como padre, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo. Con esto no quiso «sexualizar» a Dios, ni quiso presentar el sexo masculino como superior al sexo femenino (cf. J. Galot, Pére qui es-Tu?, Versalles 1996, 92-96).

Las limitaciones del ser material se hacen especialmente palpables en su dependencia de las coordenadas de espacio y de tiempo. Decir que Dios trasciende infinitamente al mundo conlleva afirmar que Él no está sometido a estas coordenadas. Inmensidad, omnipresencia y eternidad aparecen vigorosamente descritas tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo como rasgos propios, exclusivos e inseparables del Dios de la alianza. En la estructuración sistemática, estos atributos están necesariamente incluidos en el concepto de Ser infinito, de Ser Subsistente por Sí mismo, o de Acto puro: el ser subsistente, como es simplicísimo, no se «realiza» expandiendo sus componentes por el espacio, pues no está compuesto de nada; tampoco se realiza extendiendo su vida en una sucesión de actos, pues su vida no es un conjunto de actos, sino un acto puro. La simplicidad divina se manifiesta precisamente en su trascendencia a todo límite tanto en extensión como en duración. Es desde aquí desde donde hay que considerar la unicidad de Dios. No hay más que un solo Dios, porque Él está por encima de todo otro ser. Y viceversa, afirmar que Dios trasciende todos los seres equivale a afirmar que Él es único: el monoteísmo es antes que nada afirmación de la absoluta trascendencia divina.

La enseñanza bíblica no sólo se opone a todo politeísmo, sino también a toda confusión entre Dios y las fuerzas de la naturaleza. El monoteísmo cristiano posee unos rasgos que le hacen inconfundible con cualquier otro monoteísmo. La diferencia fundamental estriba en la claridad con que se afirma la doctrina de la creación ex nihilo y, en consecuencia, la absoluta diversidad cualitativa existente entre Dios y el ser creado. Tocamos aquí una cuestión clave para el concepto de Dios. La diferencia esencial entre monoteísmo y politeísmo no radica tanto en el número de dioses a los que se adora o en los que se cree, sino que radica, sobre todo, en la hondura y autenticidad con que se concibe el ser divino como ser trascendente. El politeísta no sólo adora a dioses falsos, sino que tiene un concepto devaluado de la divinidad. Hay muchos dioses, porque realmente ninguno de ellos es verdaderamente infinito. En la afirmación del monoteísmo hay algo mucho más importante aún que la cuestión del número de dioses. Se trata de la cuestión de la naturaleza misma de Dios. La teología de la creación es aquí decisiva. Sólo se da una auténtica intelección del monoteísmo cuando se concibe a Dios como creador y dueño absoluto de todo cuanto existe, es decir, como Señor de cielos y tierra, que trasciende abismalmente todos los seres, porque únicamente Él es el Ser.

2. La revelación de la Trinidad como revelación de la vida íntima del Dios que es único.

Las primeras y más sencillas enunciaciones cristianas del misterio de Dios confiesan que no hay más que un solo Dios; confiesan también que, en este Dios único, hay Tres en cuyo nombre se administra el bautismo y a los que se dirige la oración llamando a cada uno de «Tú». Tienen, además, nombres propios que los distinguen. Esos nombres son: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, sin embargo, estos Tres son realmente un único y mismo Dios. La confesión, pues, del misterio trinitario equivale a afirmar que se dan en Dios, unicidad real y trinidad real.

Puesto que la naturaleza de Dios es única, la distinción de las personas no puede provenir de esa naturaleza, que es única, sino de su vida íntima. De ahí que, en el intento por expresar el misterio trinitario en la forma más cercana posible a la inteligencia humana, los teólogos hayan buscado el fundamento de la distinción de las Personas en las operaciones divinas. Se conjugan así dos afirmaciones que, a primera vista, pueden parecer contradictorias: no hay más que un solo Dios, pero ese Dios no es un ser solitario, sino que es una comunión de personas.

Ricardo de San Víctor es, sin duda, uno de los teólogos que mejor han sabido expresar el nexo existente entre la perfección de la naturaleza divina y la pluralidad de personas. Es célebre esta argumentación suya: en Dios, Bien supremo y Perfección suma, se encuentra la bondad plena y perfecta. Donde se encuentra la bondad en forma plena tiene que estar también el amor supremo. No hay amor más perfecto que el amor de amistad. Si se dice que Dios es un acto de Amor infinito y subsistente (cf. 1Jn 4, 16), debe existir en Él un perfecto amor de amistad. Para esto se requiere que haya cierta alteridad entre el amado y el amante y, al mismo, que cada uno sea digno del amor supremo del otro. La alteridad existente entre las Personas divinas debe ser tal que permita el amor de amistad y al mismo tiempo las mantenga en una unidad perfectísima (cf. Ricardo de San Víctor, De Trinitate, 3, 2: SCh 63, 168). Dicho de otro modo: en Dios, unidad, comunicación y donación tienen lugar en un sentido infinitamente perfecto (cf. San Buenaventura, In Sent. I, dist. 10. a.1, q.2).

3. Los «esquemas» griego y latino.

Fue tópico decir que la teología griega y la teología latina afrontan el estudio del misterio trinitario desde dos perspectivas diversas: los griegos van desde la trinidad de personas a la unidad de naturaleza, mientras que los latinos van desde la unidad de naturaleza a la trinidad de personas. Este tópico sintetiza -con lo que esto comporta de simplificación- dos formas distintas de proceder, en un intento por destacar las ventajas y dificultades de dos esquemas ideales, que nunca se han dado realmente con esa pretendida nitidez de laboratorio con que, para uso escolar, se suelen simplificar realidades mucho más complejas. Son caminos diversos que plantean problemas también diversos, pero que no pueden tomarse como incompatibles, ni siquiera como paralelos, sino sencillamente como complementarios. El llamado «esquema» griego prefiere comenzar hablando de cada una de las Personas divinas para concluir hablando de la unidad que existe entre ellas. Una de las razones para elegir este camino metodológico es el empeño por subrayar la distinción real existente entre las tres Personas divinas, evitando todo modalismo. El llamado «esquema» latino prefiere partir de la unidad de Dios para continuar después con el estudio de cada una de las Personas apoyándose en la analogía psicológica.

4. Procesiones y relaciones en Dios.

La fe no sólo afirma que las tres Personas son un solo Dios, sino que enseña, además, que se da entre ellas una intima relación vital: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. La Santísima Trinidad no es sólo el misterio del ser de Dios, sino el misterio de la fecundidad de su vida inmanente. La Trinidad es una fecunda e íntima relación vital que tiene al Padre como principio sin principio, que entrega al Hijo su propia sustancia por modo de generación y, a través del Hijo, por vía de amor, espira al Espíritu Santo.

Nuestro Señor Jesucristo parece invitar a la contemplación del misterio trinitario ofreciendo como concepto clave el concepto de procesión. Así se deduce incluso de los nombres con que designa a las tres divinas Personas: Padre (que implica ser origen y principio del que procede el Hijo), Hijo (que incluye esencialmente el hecho de proceder del Padre) y Espíritu Santo (que es Amor que procede del Padre) (cf. Jn 15, 26). Esta procedencia fundamenta al mismo tiempo la unidad y la distinción: fundamenta la unidad, porque esa procesión no se produce ni por multiplicación ni por división de la sustancia divina; fundamenta la distinción, porque el hecho de proceder lleva consigo que el que procede tiene que ser distinto de aquel de quien procede.

La primera Persona se llama Padre, pues es el principio del que procede el Hijo por vía de generación (cf. Jn 17, 6); la segunda Persona recibe el nombre de Hijo (cf. Mt 3, 17) y Unigénito del Padre (cf. Jn 1, 1). Se trata de nombres que la Iglesia, desde sus inicios, ha tomado en toda su profundidad entendiéndolos como una auténtica generación. Esto significa que la fe enseña no sólo que la segunda Persona procede realmente de la primera, sino también que procede por vía de generación. La segunda Persona se llama también Verbo (cf. Jn 8, 1, 11. 21. 24), Imagen de Dios (cf. 2Co 4, 4), Esplendor (cf. Col 1, 15), y Figura de su sustancia (cf. Hb 1, 3), expresiones que explicitan el concepto generación. Al Hijo se le llama Verbo, y por eso lo consideramos engendrado por el Padre como palabra interior. La tercera Persona recibe los nombres de Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), Amor (cf. 1Jn 4, 7-8; Rm 5, 5), Don (cf. Hch 2, 38; 8, 20), Espíritu de verdad (cf. Jn 14, 15-19; Jn 15, 26; Jn 16, 7-15).

En Dios existen dos procesiones inmanentes, es decir, dos procesiones cuyo término permanece dentro de la intimidad divina. Estas procesiones han de concebirse como las procesiones inmanentes de un ser infinitamente perfecto, que no tiene ni antes ni después, ni composición de acto y potencia. Esto explica que santo Tomás de Aquino definiera las procesiones divinas como un puro ordo originis (S.Th., I, q.41, a.1 ad 2). Quiere designar con esto la procedencia pura, sin las imperfecciones propias de la procesión en el ser creatural. En las procesiones divinas, no hay tránsito alguno del no ser al ser; sino sólo una simplicísima comunicación: el Padre, al engendrar al Hijo, le entrega su misma e indivisible sustancia. Se la entrega real e indivisiblemente, de tal forma que el Hijo es numéricamente el mismo Dios que el Padre; se la entrega eternamente, sin un antes ni un después, sin movimiento ni cambio de ningún género. A su vez, ser engendrado no ha de entenderse como la pasividad con que vemos que es engendrado el ser material. En Dios, que es acto puro, no pueden darse procesos pasivos en sentido estricto.

5. Las relaciones en Dios.

En los nombres relativos de las Personas, el Padre está referido al Hijo, el Hijo está referido al Padre, el Espíritu Santo lo está a los dos; al mismo tiempo, «cuando se habla de estas tres Personas, aun considerando las relaciones, se cree en una sola naturaleza o substancia» (Concilio XI de Toledo, [675], D. 528). El Concilio IV de Letrán (1215) enseña que las tres Personas se identifican con la sustancia divina y se distinguen exclusivamente por sus relaciones de origen (De errore abbatis Ioachim, D. 804); el Concilio de Florencia (1442) subraya la unidad de las Personas al afirmar que tienen «la misma sustancia, la misma esencia, la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma inmensidad, la misma eternidad, pues en Dios todo es uno menos donde hay relación de oposición» (Decretum pro Iacobitis, D. 1330).

La relación significa únicamente referencia de una cosa a otra; la relación no se refiere a algo que afecta a la sustancia como tal, sino a la mutua referencia existente entre dos términos. Al aplicarlo a Dios, el concepto de relación ha de conjugarse con la infinita simplicidad divina. Por esta razón, al aplicarlo a Dios se pone el acento en que la relación es mera y total referencia. Como Dios es infinitamente simple, las relaciones se identifican con las Personas divinas hasta el punto de poder definir a las tres Personas como relaciones subsistentes. Y es que las Personas divinas no son otra cosa que esas relaciones subsistentes

6. El concepto de persona en Dios.

La tradición de la Iglesia ha utilizado decididamente el nombre y el concepto de persona para designar las tres relaciones subsistentes que se dan en Dios. Este uso no carece de dificultades, dado que nuestro punto de partida para formarnos el concepto de persona no es otro que las personas humanas, las cuales son sustancias numéricamente distintas. Es obvio -y hay que insistir en ello- que la realidad divina supera toda conceptualización y todo lenguaje, y que, en consecuencia, exige un ponderado uso de la analogía a la hora de aplicar el concepto de persona a Dios. Pero parece lo más conveniente seguir utilizando el concepto de persona para hablar de la Trinidad. La razón fundamental es que nosotros designamos con el nombre de hipóstasis o de persona a los seres inteligentes y libres, distintos entre si, que actúan con libertad e inteligencia. Ahora bien, Jesús se manifiesta como Hijo y como Persona, y habla del Padre, que es Dios y otra Persona, y del Espíritu Santo que es otra Persona diferente y divina.

Pero es necesario insistir en que, cuando se habla de tres Personas en Dios, el término persona designa una realidad que, en Dios, se realiza de un modo infinitamente superior a la forma en que se realiza en la naturaleza humana. En los seres creados, con el nombre persona se designa la sustancia en cuanto subsiste en sí misma, mientras que en Dios, con el nombre de persona no se designa su sustancia, sino las relaciones en cuanto que subsisten en una misma y única sustancia.

7. La existencia de misiones en Dios.

Dios no sólo da dones a los hombres, sino que se da a Sí mismo en su realidad personal, la cual es trina. Esta donación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tiene lugar a través de las misiones divinas. En el Nuevo Testamento se enseña explícitamente la misión del Hijo (cf. Jn 3, 16-17; Jn 5, 23.36.38; Ga 4, 4-5); lo mismo sucede con la misión del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16. 26).

Las misiones divinas son el «envío» de una Persona divina a una persona creada; en razón de este envío, se establece una nueva relación de presencia entre ellas. En consecuencia, las misiones implican una transformación en la persona humana que las recibe. Así se manifiesta con especial claridad en la filiación divina (cf. Rm 5, 8). A través de la misión del Hijo, el Padre, por decirlo de alguna forma, extiende su paternidad más allá de las relaciones intratrinitarias hasta abrazar con ella a todos aquellos que son injertados en Cristo por obra del Espíritu Santo (cf. Jn 1, 12; Jn 15, 1-8).

Existe un nexo indisoluble entre procesión eterna y misión temporal, ya que la misión es, en cierta manera, la continuación de las procesiones intradivinas. Así lo puso de relieve san Agustín al argumentar desde las misiones divinas la distinción entre Padre, Hijo y Espíritu Santo (cf. Sobre la Trinidad, 1, 4, 7). Y es que todo el ser del Hijo consiste en ser filiación referida al Padre. Se entiende que sea el Hijo el que se encarne, ya que su misión visible tiene como fin unirnos consigo para convertirnos, por esta unión, en hijos de Dios. Por esta razón es enviado en cuanto Hijo, es decir, en cuanto que eternamente procede del Padre. Existe, pues, un nexo indisoluble entre Trinidad inmanente y Trinidad económica, entre procesión eterna y misión temporal. Se trata, en efecto, de la comunicación personal de una Persona divina a una persona humana. Por esta razón en la misión de una Persona divina se manifiesta lo propio de esa Persona. La noción de misión es, pues, una noción personal, que no se aplica más que a una Persona divina en cuanto que es donada o enviada.

8. Trinidad inmanente y Trinidad económica.

La Trinidad inmanente se hace Trinidad económica precisamente en las misiones de las Personas divinas. A su vez, las misiones remiten necesariamente al origen de la Persona enviada. Nunca se insistirá bastante en este asunto: las Personas divinas, en su actuación económica, remiten siempre a su procedencia eterna. Obviamente, la actuación de las Personas divinas en la economía de la salvación, aunque manifiesta el ser de cada una de Ellas, no lo agota. En consecuencia, Trinidad inmanente y Trinidad económica no se identifican, aunque están estrechamente relacionadas.

La comunión del hombre con las tres divinas Personas tiene lugar en la inhabitación trinitaria, que es una relación de presencia entre las tres divinas Personas y el hombre. Es un diálogo de conocimiento y de amor por el que Dios habita en el hombre, o dicho con mayor precisión, hace «habitar» al hombre en Sí mismo (cf. Jn 14, 23; Rm 8, 11). Dios habita en los cristianos en forma análoga a como habitaba en el templo de Jerusalén (cf. 1Co 3, 16-17; 1Co 6, 19; 2Co 6, 16). En la liturgia se llama al Espíritu Santo «dulce huésped del alma». A Él se le debe todo en nuestra unión con Dios, también la inhabitación trinitaria.

9. La perichóresis trinitaria.

El estudio de las procesiones y relaciones quedaría incompleto sin la consideración de la unicidad de Dios tal y como se manifiesta en la circuminsessio o perichóresis. La confesión de fe trinitaria implica la confesión de la mutua inmanencia de unas Personas en las otras. No hay confusión de las Personas entre si, sino unidad de esencia; pero la unidad de esencia lleva consigo el hecho que in-existen unas en otras. No puede ser de otra forma, si se afirma con seriedad que los Tres son un mismo y único Dios. No es que las Personas divinas tengan la misma sustancia, sino que son la misma sustancia; no es que participen de esa sustancia, sino que cada una es, al mismo tiempo, toda la simplicísima sustancia divina. Y puesto que la sustancia divina no es otra cosa que el infinito y simplicísimo acto de ser de Dios, la mutua inmanencia de las Personas no significa otra cosa que la perfectísima comunión en el acto de ser y de vida en el que se despliega Aquel que es esencialmente Amor (cf. 1Jn 4, 16). Esta mutua inhabitación tiene lugar en todos los aspectos en que se puede considerar a las Personas divinas: en la única esencia, que es un infinito acto de conocimiento y de amor; en las procesiones y en las relaciones (cf. S.Th., q.42, a.5, in c.). La circuminsessio es enseñada explícitamente por el Concilio XI de Toledo (Symbolum, D. 532), el IV de Letrán (Definitio contra Albigenses et Catharos, D. 800 y 804) y el Concilio de Florencia (cf. Bula Cantate Domino, D. 1331).

Nuestro Señor describió su inhabitación en el Padre, su «mutuo estar», con una gran rotundidad (cf. Jn 10, 30. 38; Jn 14, 11; Jn 17, 21). Estas frases de Nuestro Señor han de ser tomadas en toda su fuerza: la alteridad que se sigue de la relación engendrante-engendrado tiene lugar sin separación o división entre ellos. Los teólogos han intentado expresar esta profunda unidad mediante el concepto de mutua in-existencia e in-habitación. San Agustín, tras señalar la distinción de Personas, vuelve a la unidad existente entre ellas utilizando precisamente el concepto de circuminsesión (cf. Sobre la Trinidad, 6, 10, 12; ibid., IX, 5).

El concepto de perichóresis es clave en teología trinitaria, pues simultáneamente se abarca con él la referencia a la unidad y a la diversidad: las Personas divinas son un único y mismo Dios, inhabitando unas en otras, pero sin que exista entre ellas mezcla ni confusión. La enseñanza sobre la perichóresis trinitaria tiene también mucho que decir en el terreno antropológico y en el terreno eclesiológico. No en vano el hombre es imagen de Dios, y la Iglesia, icono de la Trinidad. Fue Nuestro Señor mismo el que dirigió nuestros ojos hacia esta relación misteriosa entre la unidad trinitaria y la unidad de los cristianos (cf. Jn 17, 21-23). Los Padres vieron en este texto no sólo la mutua inmanencia del Padre y del Hijo, sino también la presencia del Espíritu Santo (cf. L.F. Mateo-Seco, La unidad y la gloria, en J. Chapa [ed.], Signum et testimonium, Pamplona 2003, 178-198). La inhabitación de la Trinidad en el hombre y del hombre en la Trinidad es reflejo de esa otra inefable inhabitación existente entre las tres divinas Personas.

Los textos neotestamentarios nos llevan a entender la cuestión de la perichóresis referida in recto a las Personas divinas, no a la esencia. En este sentido, puede decirse que las afirmaciones del Señor en las que habla de su mutua inhesión en el Padre añaden un matiz a la afirmación de que Él y el Padre son una sola cosa. Según estas expresiones, Padre e Hijo no sólo son uno, sino que están el uno en el otro. Nos encontramos en la esfera de las relaciones personales, y no en la de la esencia divina. La perichóresis orienta el pensamiento hacia la profundidad de la relación personal existente entre los Tres de la Trinidad, aunque, como es lógico, la unidad de esencia está en el trasfondo y es el fundamento de la radicalidad con que se puede hablar de la perichóresis existente entre las Personas divinas.

Bibliografía

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L.F. Mateo-Seco

 «    Doctores de la Iglesia    » 

I. SIGNIFICADO DEL TITULO «DOCTOR DE LA IGLESIA».

«Doctor de la Iglesia» es un título que la misma Iglesia otorga a algunos autores que destacan por una especial autoridad en su enseñanza. Etimológicamente, «doctor» es el que enseña (del verbo latino docere, que traduce el griego didaskein); y los usos fundamentales que se le atribuyen son cuatro: uso bíblico, titulación académica, título eclesiástico o sobrenombre encomiástico.

1. Uso bíblico

La Biblia habla de doctores de la ley, que habían recibido la misión de interpretar las Sagradas Escrituras. Constituían un cuerpo social privilegiado muy antiguo, puesto que ya aparecen en el Deuteronomio, citados junto a los príncipes y a los ancianos. En el Nuevo Testamento hallamos también a los legisdoctores (por ejemplo Gamaliel), referido por Hch 5, 34; se habla de doctores y profetas en la primera comunidad de Antioquía (Hch 13, 1); san Pablo se autocalifica como «doctor Gentium» (1Tm 2, 7). El mismo Pablo, al describir los carismas de la iglesia de Corinto, señala en tercer lugar a los doctores (1Co 12, 28), citados a continuación de los apóstoles y los profetas. Una nueva relación de funciones eclesiásticas aparece en la carta a los de Éfeso: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y doctores (Ef 4, 11). Esta terminología se mantuvo entre los Padres apostólicos (por ejemplo en el autor de El Pastor de Hermas, en Tertuliano y en otros). En Alejandría y Antioquía, eran denominados doctores los encargados de impartir la primera formación a los catecúmenos.

2. Título académico

En el Medievo, desde finales del siglo XI, sobre todo en Italia, comenzaron a denominarse doctores legum a los legisperitos, es decir, a los especialistas en leyes, tanto civiles como canónicas. Más tarde, sobre todo desde el siglo XIII, en que se regularizó la enseñanza universitaria, los especialistas en derecho que alcanzaban la máxima cualificación académica eran designados con el nombre de doctor, por contraposición a los que alcanzaban el mayor rango en artes o en teología, que eran denominados magistri. Estas cualificaciones profesionales, que habilitaban para determinadas funciones, sobre todo para la enseñanza a nivel superior, se obtenían después de superar alguna prueba o examen. Poco a poco se reglamentaron los ejercidos académicos que conducían a la recepción del grado de doctor o de maestro. Los estatutos de Paris (1300) y de Bolonia (1314) marcaron la pauta para todo el mundo occidental: qué estudios previos debían exigirse, qué pruebas debían superarse, el ritual académico, etc.

El cuerpo de doctores se constituyó en un senado privilegiado del mundo universitario, sobre todo durante el siglo XIV, al que se pedía opinión para asuntos delicados, tanto por parte de la Iglesia, como por parte de reyes y emperadores. A partir de la Reforma protestante comenzó la secularización progresiva de estos gremios, que afectó a la evolución de las vestes académicas, originalmente derivadas de los trajes talares eclesiásticos y de los hábitos de los mendicantes. En el Código pío-benedictino de 1917, todavía se permitía a los eclesiásticos que habían alcanzado el grado de doctor algunos usos, como llevar anillo (incluso con piedra preciosa) y birrete o bonete de cuatro puntas (con borla de color) en determinadas funciones litúrgicas. Algunas dignidades eclesiásticas se reservaban a los eclesiásticos en posesión del doctorado. La Constitución pontificia Deus scientiarum Dominus, de 1931, determinó las titulaciones exigidas para la docencia superior eclesiástica, exigiendo el doctorado para la enseñanza en las Facultades de Teología, Derecho Canónico y Filosofía. Tales normas han sido actualizadas después del Concilio Vaticano II por la Constitución apostólica Sapientia christiana, de 1979.

3. Titulo eclesiástico

Se denomina doctor de la Iglesia al escritor eclesiástico que ha recibido este título por aprobación particular de la Iglesia. Para la proclamación de un doctor de la Iglesia, según la definición de Benedicto XIV, son necesarios tres requisitos: una doctrina eminente, una insigne santidad de vida y la declaración del Sumo Pontífice o de un concilio general legítimamente reunido.

Los doctores de la Iglesia se distinguen de los Padres de la Iglesia en tres puntos: en que no deben ser necesariamente antiguos; en que su ciencia tiene que haber alcanzado cotas muy altas (cosa que no se exige a los Padres de la Iglesia, a los que sólo se pide que sean testigos cualificados de la tradición); y en que han recibido el título por una aprobación explícita, muy solemne, por parte de la Iglesia, aunque la forma de esa aprobación no ha sido siempre la misma ni ha estado muy bien determinada en todas las épocas. En todo caso, casi la mitad de los doctores de la Iglesia reconocidos hasta ahora pertenecen a la Antigüedad cristiana. Los doctores de la Iglesia tienen un rango propio en las celebraciones litúrgicas, tanto en el Missale romanum como en la Liturgia horarum.

La primera proclamación oficial de doctores de la Iglesia la realizó Bonifacio VIII en 1295 al otorgar este título a cuatro grandes Padres del Occidente, y hasta el siglo XIX, el número de doctores de la Iglesia eran de catorce. En los dos últimos siglos, los Romanos Pontífices han aumentado su número hasta los treinta y tres de la actualidad. Pablo VI incluyó por primera vez a dos mujeres (santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena), a las que Juan Pablo II añadió una más (santa Teresa de Lisieux).

II. RELACIÓN DE LOS DOCTORES DE LA IGLESIA.

A continuación se incluye la lista de los doctores de la Iglesia según el orden de su proclamación, así como el nombre del Papa que la realizó:

1-4: Bonifacio VIII proclamó doctores el 20 septiembre de 1295 a los cuatro grandes Padres de occidente: san Ambrosio (340-397), san Jerónimo (343-420), san Agustín (354-430) y san Gregorio Magno (540-604).
5: Santo Tomás de Aquino (1225-1274). El Doctor Angélico fue proclamado doctor el 11 de abril de 1567 por Pio V.
6-9: San Pío V proclamó doctores de la Iglesia en 1568 a cuatro Padres orientales: san Atanasio (296-373), san Basilio Magno (329-379), san Gregorio Nacianceno (330390) y san Juan Crisóstomo (347-407).
10: San Buenaventura (1217-1274). Proclamado doctor el 14 de marzo de 1588 por Sixto V.
11: San Anselmo (1033-1109), arzobispo de Canterbury. Proclamado doctor el 3 de febrero de 1720 por Clemente XI.
12: San Isidoro de Sevilla (560-636). Proclamado doctor el 25 abril de 1722 por Inocencio XIII.
13: San Pedro Crisólogo (400-450), obispo. Proclamado doctor el 10 de febrero de 1729 por Benedicto XIII.
14: San León Magno (400-461). Proclamado doctor el 15 de octubre de 1754 por Benedicto XIV.
15: San Pedro Damián (1007-1072). Proclamado doctor el 27 de septiembre de 1828 por León XII.
16: San Bernardo de Claraval (Clairvaux) (1090-1153). Proclamado doctor el 20 de agosto de 1830 por Pio VIII.
17: San Hilarlo, obispo de Poitiers (315-368). Proclamado doctor el 13 mayo de 1851 por Pío IX.
18: San Alfonso María de Ligorio (1696-1787). Proclamado doctor el 7 de julio de 1871 por Pío IX.
19: San Francisco de Sales (1567-1622). Proclamado doctor el 16 de noviembre de 1871 por Pío IX.
20-21: San Cirilo de Alejandría (376-444) y san Cirilo de Jerusalén (315-387), proclamados doctores el 28 de julio de 1882 por León XIII.
22: San Juan Damasceno (675-749), considerado el último Padre de la Iglesia oriental, fue proclamado doctor el 19 agosto de 1890 por León XIII.
23: San Beda el Venerable (673-735). Proclamado doctor el 13 de noviembre de 1899 por León XIII.
24: San Efrén de Siria (306-373). Proclamado doctor el 5 de octubre de 1920 por Benedicto XV.
25: San Pedro Canisio (1521-1597). Proclamado doctor el 21 de mayo de 1925 por Pío XI.
26: San Juan de la Cruz (1542-1591). Proclamado doctor el 24 de agosto de 1926 por Pío XI.
27: San Roberto Belarmino (1542-1621). Proclamado doctor el 17 de septiembre de 1931 por Pío XI.
28: San Alberto Magno (1200-1280). Dominico; llamado Doctor universalis y Doctor expertus. Proclamado doctor el 16 diciembre de 1931 por Pío XI.
29: San Antonio de Padua (1195-1231). Proclamado doctor el 16 de enero de 1946 por Pio XII.
30: San Lorenzo de Brindis (1559-1619). Proclamado doctor en 19 de marzo de 1959 por Juan XXIII.
31: Santa Teresa de Jesús (1515-1582). Fue la primera mujer proclamada doctora de la Iglesia, el 27 de septiembre de 1970 por Pablo VI.
32: Santa Catalina de Siena (1347-1380). Proclamada doctora el 4 de octubre de 1970 por Pablo VI.

33: Santa Teresa de Lisieux (1873-1897). Proclamada doctora el 19 de octubre de 1997 por Juan Pablo II.

4. Doctorados encomiásticos

Son los títulos honoríficos, casi siempre en latín, asignados a algunos filósofos o teólogos para destacar algún rasgo de su producción especulativa o de su personalidad. La manualística los emplea como sinónimos de sus propios nombres, para evitar repeticiones. Se señalan a continuación los más conocidos:

Agustín de Nipona: Doctor gratiae; Alberto Magno: Doctor universalis y Doctor expertus; Antonio de Padua: Doctor evangelicus; Bernardo de Claraval: Doctor mellifluus; Buenaventura de Bagnorea: Doctor seraphicus; Durando de San Ponciano: Doctor resolutissimus; Francisco Suárez: Doctor eximius; Gabriel Biel: Doctor profundissimus; Gabriel Vázquez: Doctor acutus; Guillermo de Ockham: Doctor invencibilis y Doctor singularis (también Venerabilis Inceptor); Juan Duns Escoto: Doctor subtilis, Doctor maximus y Doctor marianus; Juan Gerson: Doctor christianissimus; Nicolás de Cusa: Doctor christianus; Pedro Lombardo: Doctor scolasticus (también Magister Sententiarum); Raimundo Lulio: Doctor illuminatus; Roger Bacon: Doctor mirabilis; Tomás de Aquino: Doctor angelicus y Doctor communis.

Bibliografía

Ch. LEFEBVRE, «Docteur», en Dictionnaire de Droit Canonique IV (1944) 1325-1336; «Doctrine», en Dictionnaire de Droit Canonique IV (1944) 13361343. E. VALTON, «Docteur», en Dictionnaire de Théologie Catholique IV/2 (1924) 1501-1509; «Docteur de l'Église», en Dictionnaire de Théologie Catholique IV/2 (1924) 1509-1510.

J.I. Saranyana

 «    Doctrina social de la Iglesia    » 

La doctrina social de la Iglesia forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Durante el último siglo ha ido progresivamente delineando sus propias señas de identidad y, a su vez, ha encontrado un lugar adecuado en la exposición sistemática de la moral cristiana de la que, lógicamente, forma parte. Se ofrece aquí un breve resumen en tres apartados: I. Perspectiva histórica; II. Naturaleza; III. Contenidos.

I. PERSPECTIVA HISTÓRICA.

La doctrina social de la Iglesia, referida por todos los autores a la enseñanza de los Papas durante el último siglo, atraviesa diversos periodos que serán estudiados más abajo. Naturalmente, se pueden señalar precedentes de la doctrina social anteriores al nacimiento de la sociedad industrial, entre muchos otros, las enseñanzas patrísticas, la secular preocupación de la Iglesia por el marginado o la praxis social de la limosna.

La doctrina social católica no se puede entender sin conocimiento de su historia. Tanto la atención a su evolución como al lenguaje histórico que emplea, resulta determinante a la hora de trazar unos primeros perfiles de su identidad.

1. La doctrina social de la Iglesia en el siglo XIX y el origen de la «cuestión social».

La doctrina social sistemática comienza a desarrollarse durante todo el siglo XIX, aunque se formaliza con la aparición de la Encíclica Rerum novarum de León XIII. Ésta era una respuesta a la «cuestión social», nacida y desarrollada en un contexto concreto, que nos obliga a acudir a las ciencias sociales (económicas, políticas, sociológicas, etc.) para analizar el problema en su amplitud a la vez que en su concreción local. La cuestión social, en tanto concepto, tiene como punto de partida «una injusta situación»; como desarrollo, «el esfuerzo por cambiar las condiciones sociales» que procura dicha situación; y como objetivo, «ordenarlas conforme al bien común».

En los orígenes de la cuestión social hay unas respuestas explícitas desde el campo social que se manifiestan en el capitalismo y en el colectivismo. Pero existe también una respuesta arriesgada y radical desde diversos ámbitos de la vida eclesial. La Iglesia, en polémica con los otros dos, quiere dar respuesta a la situación social producida por la industrialización. Esta situación aparece en el desarrollo de un proceso histórico complejo en tres niveles: la libertad política, la ideología económica y la división de clases. La industrialización permite alcanzar con rapidez y calidad bienes que satisfacen las necesidades de la sociedad, aumenta la renta real de todos y permite una mayor demanda y un ritmo renovado de crecimiento económico.

Antes de la aparición de la primera encíclica social, la preocupación por los problemas sociales había tenido ya una larga andadura, como aparece en los caminos señalados por algunos de sus analistas en toda Europa. No se pueden olvidar las numerosas asociaciones laicas y religiosas que nacen en el seno de la Iglesia para dar respuesta a los problemas que surgen como efecto de la industrialización en los campos de la enseñanza, sanidad, vida política y económica (instituciones educativas, hospitales, hospicios, asociaciones de obreros, bancos católicos, grupos políticos de inspiración cristiana, etc.).

Entre las numerosas propuestas sociales nacidas al amparo de instituciones eclesiásticas diversas, nos limitamos a exponer las dos más significativas: W.R. Ketteler y J. Balmes. En cuanto al primer autor, obispo de Maguncia, representativo de numerosas acciones sociales de la Iglesia, en su obra Libertad, autoridad e Iglesia (1862) encontramos la reacción católica frente al liberalismo. Con él, la Iglesia busca nuevos caminos frente al periodo anterior. La actividad católica, ante el liberalismo primero y los socialismos después, se desarrolló principalmente por seglares y el bajo clero, a través de la creación y animación de asociaciones, de la intervención y presencia en el parlamento y de la acción conjunta del episcopado. Con su intervención, la Iglesia tenía como lema: «Libertad en todo y para todos». En su acción concreta se intenta ir más allá de la rehabilitación de la beneficencia creándose una alianza en favor de la libertad de la Iglesia. La tendencia católica intenta analizar las consecuencias resultantes de la inserción del acontecimiento cristiano y de la revelación en la historia. Ketteler y sus consejeros fijan la atención en la masa de católicos (campesinos, trabajadores manuales y clase media) creando y potenciando asociaciones bien disciplinadas capaces de transmitir el mensaje de la jerarquía a los diferentes sectores de la sociedad.

El segundo autor, el español J. Balmes, puede considerarse precursor de la doctrina social de la Iglesia en España. Existen varias coincidencias entre lo enseñado por este autor y el pensamiento que después aparecerá en la primera encíclica social. Ambos afirman que el cristianismo con sus doctrinas está en el origen de la democracia, insisten en que está por encima de las formas pasajeras de la política, protegen a los trabajadores y aprendices y su valoración principal gira en torno a la dignidad de la persona humana. La personalidad y enseñanza de Balmes queda dibujada en el congreso celebrado en Barcelona con motivo del primer centenario de su nacimiento. Toda la reflexión de este encuentro nos empuja a considerar a este autor entre los pioneros de la doctrina social católica juntamente con Ketteler, especialmente cuando describe la cuestión social como respuesta a una nueva forma de esclavitud y constata la excitación de las masas en todas las naciones. En este sentido, Juan Pablo II, al recordar el contexto histórico de Rerum Novarum, afirma que León XIII se enfrentó con una situación más compleja que la industrialización (cf. CA 4).

2. Evolución de la doctrina social de la Iglesia.

A continuación presentamos la historia fundamental del contenido de la doctrina social en relación con los eventos evocadores de la cuestión social ocurridos durante el último siglo.

a) Las respuestas insuficientes del capitalismo y de los socialismos hasta la primera gran guerra. La respuesta a la cuestión social desde el liberalismo, se manifiesta en la creación del Nuevo Régimen (liberalismo político) y de una doctrina económica que hizo avanzar la industrialización por la vía del capitalismo económico. Todo se somete a la libertad desde el correlato de lo económico y del gobierno del pueblo, es decir, con las armas del mercado y de la democracia. A la afirmación de la libertad se añaden dos concreciones: el mercado de trabajo con su determinación en el salario -excluido el derecho de asociación de los trabajadores- y la libertad de empresa y de comercio. El defecto del liberalismo estaba en olvidar que donde no existe igualdad surge la tiranía de los privilegiados.

Por otra parte, el socialismo premarxista se presenta como la primera reacción contra el nuevo orden de cosas (R. Owen en el Reino Unido y Estados Unidos; Saint-Simon, Fourier y Cabet en Francia). Éstos fueron denominados como «utópicos» por Marx, quien concibió una ideología que permitía a la clase proletaria analizar la situación desde una perspectiva propia y a la vez descubrir que el cambio deseado sólo sería posible ocupando el poder político. Posteriormente, el socialismo recurrirá a la presión y a la violencia de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado, en un intento de solucionar los problemas desde el verticalismo estatal de la planificación, que impide también la participación ciudadana.

b) Iniciativa apologético-demostrativa. El tema clave es la cuestión social y el hombre dentro de ella: la existencia de millones de desheredados en toda Europa, el proletariado, que hace surgir potentes movimientos como el liberalismo y los socialismos. En este contexto la acción de la Iglesia queda relegada al mundo interior de la vida por unas ideologías ilustradas que han tendido al laicismo dirigido.

La idea motriz de la doctrina social católica es el positivismo de la Iglesia, que adopta una base conceptual de tipo tomista, a través de la cual es posible llegar a legitimarlo desde la ley y el derecho natural. Desde estas claves se deduce un modelo de sociedad que corresponda a la ley de Dios. La referencia al derecho natural, lugar de encuentro para todos los hombres, cristianos o no, y a la luz de la revelación aporta datos superiores, vistos desde la fe. Los principios prácticos se encuentran en la dimensión apologética de la Iglesia y dan origen a obras apologéticas, como cooperativas, empresas cristianas, partidos cristianos. Se quiere demostrar al mundo que está equivocado a base de hacer obras en correspondencia contrarias a las suyas. Dos actitudes de fondo sostienen tal posición: un rechazo en bloque y sin distinción en torno al liberalismo económico y al comunismo, condenados por la Iglesia; así como una psicología de poder y del dominio del otro. Por último, se ha de señalar que este periodo es fundamentalmente positivo, ya que la acción es considerada como lugar de revelación y la no acción es desconexión de Dios y pasividad humana.

d) Los acontecimientos sociales de la época de entreguerras y la respuesta de la doctrina social de la Iglesia. Pío XI, con su enseñanza social, pretende actualizar la doctrina de León XIII ante situaciones económicas y políticas nuevas, ocasionadas por la primera guerra mundial y el desarrollo económico. El objetivo es concreto: se trata de restaurar el orden social y perfeccionarse de acuerdo con la ley evangélica. Por ello, concentra sus esfuerzos en la reforma de las instituciones y la enmienda de las costumbres.

En 1931 se constataba un cambio frente a la situación de finales del siglo XIX: en el lugar de la lucha de clases, ahora existe la desintegración social; el capitalismo liberal de 1891 aparece ahora atemperado. Los sindicatos han adquirido fuerza jurídica al ser reconocidos por algunas legislaciones europeas. La crisis de 1929 acabó con el optimismo de muchos. Aparecen millones de parados en Alemania y en Estados Unidos y surge el capitalismo intervencionista como medio para salir de esta crisis. La teoría de Keynes se promueve justificando la necesidad del poder político orientado hacia la actividad económica privada. El socialismo soviético se convierte en alternativa al capitalismo.

d) Las propuestas de Pío XI. La doctrina social durante esta época se centra en intensificar la conciencia del laico cristiano sobre los problemas y deberes sociales. En primer lugar, se critica el modernismo social (Encíclica Ubi arcano, 1922); en segundo lugar, el Papa pone en guardia sobre la pretensión de confiar solamente en la caridad para dar respuesta a la cuestión social, como también resulta ilusoria la pretensión inversa que rechaza la caridad.

El Pontífice considera que los laicos también pueden practicar la justicia si no es de forma asociada, de ahí que critique los impedimentos a la participación social y al asociacionismo. Desde estas críticas, el Papa propone en la Encíclica Quadragessimo Anno varios principios: defiende la ilicitud moral de la ley de la oferta y la demanda; propone la colaboración y participación frente a la lucha de clases y expone el principio de subsidiariedad ante tos totalitarismos de la época. Con estas defensas desarrolla su enseñanza sobre la propiedad, el salario justo y la confesionalidad de los sindicatos o participación de los católicos en ellos.

e) Pío XII, la guerra mundial, la guerra fría y el neoliberalismo. La segunda guerra mundial, la posterior guerra fría y la modernización del capitalismo a través del neoliberalismo, configuran el entorno de la enseñanza de Pió XII. Su doctrina sobre la guerra se define por la «imparcialidad»: partiendo de la valoración de las cosas desde la justicia y la verdad, permite atender a la situación de la Iglesia en cada país, para defender a los católicos y colaborar en la reconstrucción de la sociedad. Son numerosas las enseñanzas e iniciativas a favor de la paz: el agnosticismo y el olvido de los principios de la ley natural como causas de la guerra, la denuncia enérgica de la guerra con sus excesos y el sufrimiento de la población civil. Después de la guerra, se preocupa de la reconstrucción del mundo, pro poniendo la creación de una autoridad internacional o supranacional democrática y una Europa unida en sus raíces. Pero Pío XII no olvida la labor que se deriva del compromiso del cristiano en las tareas públicas mediante las propuestas de «consagración del mundo».

Ante la renovación neoliberal del capitalismo y la mayor apertura económica, la enseñanza social de Pío XII se orientará hacia cuestiones como el bien común, el destino universal de los bienes, la propiedad privada, la nacionalización, la ética de empresa, la cogestión. Estas cuestiones ocuparán un lugar significativo tanto en la enseñanza de Juan XXIII como en la del Concilio Vaticano II.

f) Referencia teológico-social de la doctrina social de la Iglesia. A partir del periodo de entreguerras, la reflexión teológica comienza a cuestionar la identidad de la doctrina social católica. Se trata de las propuestas teológicas y movimientos de renovación que cuajarán después en el Concilio Vaticano II (se pueden citar, entre otros, a Guardini, Guitton, Maritain, Chenu, Congar, Háring). Esta reflexión teológica pone en quiebra el modelo teórico anterior revisándolo desde las perspectivas siguientes: 1º) El protagonismo del hombre en la historia, cuyo núcleo esencial es el de su conciencia y su libertad. Desde ella es posible acceder a la verdad de Dios y a su revelación (cf. PP 42); 2º) La irrupción de la revelación en la historia no elimina esta conciencia y libertad; 3º) Ni la verdad ni el error son sujetos de derechos, sino el hombre con su conciencia y su libertad. La relación Iglesia-mundo no puede ser de Imperio sobre las conciencias; 4º) Se reinterpreta el tratado de gracia a partir del principio tomista «la gracia no suprime la naturaleza». La revelación no anula la historia terrena en sí, ni resta autonomía a las realidades terrenas.

Se supera así el dualismo neoplatónico en el terreno de lo social: ya no hay políticas ni economías cristianas sino cristianos que trabajan en la economía y en la política, e impulsados por la fe toman en serio la vida social. La fe no se agota en modelos políticos, económicos, culturales, etc. Desde ella surge la pluralidad, que supera la tentación de los integrismos.

g) Apertura dialogal al mundo en orden a una cooperación. El tema clave es de orden práctico: aparece en el interior de la vida eclesial el papel del laicado, de la función autónoma de los seglares que tiene su origen en su conciencia de cristianos y no como mano activa o delegada de la jerarquía. En segundo lugar, la Iglesia cae en la cuenta de que debe trabajar por establecer el Reino de Dios en esta tierra, como anticipo del reino definitivo. En este contexto se intensifica la categoría teológica de «consagración del mundo». Esta misión de la Iglesia se realiza en dos planos: mediante las motivaciones, valores y principios que iluminan esta vida y han sido recibidos desde la revelación-jerarquía y mediante la aplicación de lo anterior a la materialidad concreta y organizada: el laicado. Encontramos aquí la gran aportación laical de la Acción Católica y de otros movimientos laicales nacidos a impulso de la doctrina social de la Iglesia.

En el orden de los principios prácticos, en primer lugar, surge la conciencia de que la organización sociopolítica no corresponde a la jerarquía sino a los laicos. Se manejan las categorías de autonomía de las relaciones terrenas y del laicado. En segundo lugar, las relaciones Iglesia-mundo se deben llevar a cabo a través del seglar cristiano. En tercer lugar, se admite un legítimo pluralismo de programas en el planteamiento de la organización social. Los principios de la ética social permiten respuestas y conclusiones distantes en la organización social. La jerarquía se mantiene en el terreno de los principios y las respuestas prácticas corresponden a los seglares. En este orden comienza a plantearse la legitimidad de pertenencia a un partido y movimiento no cristiano (cf. MM 236-257 y OA 30-33 48-52).

h) Antecedentes de la década prodigiosa. Con Juan XXIII y la enseñanza del Concilio Vaticano II, la Iglesia recuerda que ella tiene absoluta necesidad de la libertad para ejercer su misión propia. Y pide del mundo tan sólo eso: la libertad auténtica, condición para poder evangelizar, que la separa del ideal de «sociedad perfecta» a cuyo servicio debían ponerse las instituciones políticas y sociales. Mater et Magistra (47-49) alude a varios factores que hacen caminar a la sociedad hacia una estructura globalizada, hacia un clima profundamente diverso de aquel de finales del siglo XIX: 1. El Tercer Mundo se libera del dominio colonial y tiende a afirmar su cultura y sus valores; 2. una rápida industrialización transforma los países desarrollados, con el consiguiente imperio de la racionalidad económica; 3. la difusión de la televisión y de los medios de comunicación social y su influencia en las costumbres, seguida de un consumismo siempre creciente; 4. otros factores como la nueva revolución industrial, consecuencia de la automatización y la posindustrialización.

Tanto a Pío XII como a Juan XXIII les preocupó la reconstrucción de Europa y del mundo. Es una época marcada por el ascenso del totalitarismo comunista adueñándose del Este europeo y persiguiendo con dureza a la Iglesia católica hasta convertirla en «Iglesia del silencio». Pío XII denunció el intento de introducirse en las democracias occidentales a través de los partidos comunistas y comenzó la renovación en la que Juan XXIII se inspiraría después. Junto al comunismo, se encuentra un materialismo no menos importante, que informa desde su raíz el sistema liberal de corte hedonista y alienta un injusto desequilibrio económico. La nueva situación social es delineada por Mater et Magistra (cf. 46-49) y posteriormente quedará señalada de forma crítica por Gaudium et spes.

i) Apertura misionera e inserción en el mundo. Pablo VI quiere ahondar en la cuestión clave que la Iglesia se está planteando desde Juan XXIII: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Iglesia, ¿cómo puedes responder al aggiornamento? Desde aquí reforzará el diálogo con el mundo. Diversas causas han motivado un clima social nuevo: el surgimiento de la conciencia de autonomía del laicado y la simultánea acción en el ámbito de lo mundano. Por otra parte, el fenómeno cultural y práctico de la desdogmatización de las concepciones globales de la existencia y el fenómeno de las dos guerras mundiales van cambiando la fisonomía del hombre occidental y de sus instituciones.

En este contexto nacen la Encíclica Ecclesiam Suam, los viajes del Papa y la creación de la Comisión Pontificia Iustitia et Pax e impulsan la aparición de la Encíclica Populorum progressio. Por su parte, Octogesima adveniens, propugna el pluralismo de los católicos en política. Junto a la categoría de los «signos de los tiempos», surge la conciencia de que nadie posee la verdad en su totalidad, y de que en las manifestaciones históricas y culturales pueden también encontrarse aspectos de la verdad ajenos a la conciencia cristiana del momento.

Del principio misionero nace un espíritu de superación de la psicología de gueto. Es la fuerza de la imagen evangélica, del fermento en el interior de la masa, la que impulsa la acción. Los fieles viven cristianamente en el mundo y dentro de las instituciones buscando su transformación. Se constatan diversas actitudes de fondo. En primer lugar, la presencia misionera de la Iglesia en todo el orbe y no sólo en lugares de misión. En segundo lugar, que el paganismo de tierras de misión no es culpable si no procede del rechazo de Cristo. Y en tercer lugar, que si el mundo vive paganizado no se le debe condenar sin más, ya que puede existir un paganismo heredado. Se trata, pues, de anunciar el Evangelio, la Buena Nueva, en el orden de la experiencia humana y de la transformación de la vida práctica.

j) La enseñanza de Juan Pablo II: búsqueda de la identidad de la doctrina social de la Iglesia. Ante la cercanía del año 2000, Juan Pablo II presenta en Redemptor Hominis a Cristo como el Misterio de la Redención, e intenta realizar la misión de la Iglesia para este mundo y para el hombre concreto. En este periodo la enseñanza social se ve envuelta en los debates sobre la especificidad de la moral cristiana, cuyas posiciones pueden resumirse en las tres siguientes: 1º) La ética cristiana que nace de la doctrina social católica es original en las motivaciones y no en el contenido; 2º) La ética cristiana se diferencia en los contenidos y no sólo en la intencionalidad; 3º) La originalidad viene por los contenidos y por las motivaciones pero desde una comunidad creativa y comunitaria.

Frente a la pregunta sobre la especificidad cristiana, se percibe intuitivamente una concepción global del cristiano. Si la fe para ser auténtica ha de encarnarse en la historia, ¿cuál es la forma de encarnación práctica de la fe?, y ¿cuál es la función práctica de la Iglesia? Fuera de la Iglesia aparecen dos escuelas que pueden ayudar a dar una respuesta: el marxismo y el socialismo científico y el liberalismo económico que sigue la escuela de la sociología liberal. La Iglesia se preguntará si en nombre de la fe puede imponer uno de los dos tipos de análisis. El hecho de las dos interpretaciones, pretendidamente científicas y tan opuestas, muestra la no neutralidad de sus análisis. En si mismos llevarán a la contradicción.

De la misma manera salta al debate la búsqueda de la especificidad eclesial. La explosión eclesiológica ha sido provocada por el sentido misionero y por la inserción de los cristianos en el mundo. Como manifestación de esto está la aparición de diversas teologías: la secularista, la de la muerte de Dios, la teología política, la teología de la liberación, la teología del progreso... Todas tienen en común su puesto de origen: el tomar la vida como lugar de inserción del anuncio de la Buena Nueva y la modificación que esto provoca. Son teologías radicales, englobantes y enmarcadoras de la ética. De esta manera aparece la relación entre la ética y el dogma. No es aceptable una solución reduccionista de uno de los dos sentidos.

Así pues, es preciso responder a la pregunta sobre la naturaleza e identidad de la doctrina social de la Iglesia. Ésta, como conciencia crítica y estilo moral para el mundo, no es una tercera vía. Es la conciencia del hombre frente al imperialismo, frente al falso desarrollo y frente a las estructuras de pecado. Tampoco es un manual de moral sino un estilo ético que nace del magisterio. Pero ¿puede existir otro estilo que nazca de la reflexión moral?

Resumiendo, en la historia de la doctrina social católica puede observarse que ésta ocupa una zona verde dentro de los manuales de moral social. Hasta ahora, los cristianos, por una parte, han vivido su compromiso radical al servicio de los hombres a través de los movimientos apostólicos y de los grupos más comprometidos de la Iglesia particular. Por otra, se encuentra en ella una reflexión teológica interdisciplinar. Y por otra, ha servido de gran apoyo para la instauración de las sociedades democráticas y para el nacimiento de las libertades. Asimismo, ha coparticipado y evolucionado al unísono con los cristianos para hacer frente a distintas crisis. Así, se ha planteado el problema de la especificidad cristiana en el campo de la praxis. Ante la crisis del modelo de Iglesia, la Iglesia jerárquica y la Iglesia del pueblo de Dios, ha trabajado desde uno y otro campo de la vida social.

En la historia de la doctrina social de la Iglesia se pueden encontrar varias aportaciones positivas tanto a la teología como a la praxis eclesial. En primer lugar, en el terreno antropológico hay una opción clara en favor de la dignidad de la persona humana. Bajo este principio, la sociedad aparece al servicio de la persona humana respetando su dignidad y el proceso de adquisición de su desarrollo integral. La sociedad está hecha para el hombre y no a la inversa. En segundo lugar, opta por la igualdad fundamental de los hombres. En tercer lugar, propone unos derechos inalienables para todo hombre. El hombre es sujeto de derechos y no un simple objeto del que se pueda disponer.

Bibliografía

I. CAMACHO, Doctrina Social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Madrid 1991. CARITAS ESPAÑOLA, «Cien años de Doctrina Social de la iglesia, Corintios XIII (1992) 62-64. A. GALINDO GARCÍA y J. BARRADO BARQUILLA, León XIII y su tiempo, Salamanca 2004. L. GUTIÉRREZ GARCÍA, Conceptos fundamentales de Doctrina Social de la Iglesia, Madrid 1971. J.Mª. SANZ DE DIEGO, Pensamiento social cristiano I. Las alternativas socialista, comunista, anarquista, burguesa y católica, ante e! problema social español, Madrid 1991.

A. Galindo

II NATURALEZA.

La doctrina social de la Iglesia «nació del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias -comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia- con los problemas que surgen en la vida de la sociedad» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 72). Estos dos factores -Evangelio y realidad social- son los que determinan la naturaleza, la validez permanente y la renovación constante de contenidos doctrinales de las enseñanzas sociales.

¿Qué es la doctrina social de la Iglesia? Quizás la mejor definición la encontramos en un texto de Juan Pablo JI, concretamente en la encíclica Sollicitudo rei socialis que la presenta como «la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial» (41). Añade luego que el objetivo que se propone es interpretar esas realidades y ver si son conformes con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y para orientar en consecuencia la conducta cristiana, y concluye diciendo que «por tanto no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología moral» (ibid.). En esta definición encontramos sus elementos constitutivos, tales como 1. naturaleza, 2. fuentes, 3. método, 4. sujeto. Analizamos cada uno de estos elementos.

1. La doctrina social es teología

Desde su inicio en 1891 con la publicación de la Encíclica de León XIII Rerum novarum, la pregunta acerca de su naturaleza no obtenía una respuesta clara. Durante muchos años la doctrina social de la Iglesia, como disciplina escolar, no fue colocada entre las disciplinas teológicas, sino que fue considerada como una disciplina que se situaba en el ámbito de los saberes filosóficos, dentro de la llamada «filosofía cristiana».

La indefinición del estatuto científico de la doctrina social atravesó la celebración del Concilio Vaticano II y se prolongó hasta el inicio del pontificado de Juan Pablo II. La actitud de recelo afloró frecuentemente en las sesiones conciliares y sin duda dejó su huella en los textos del Vaticano II. Hasta la misma terminología de «doctrina social» fue objeto de críticas y descalificaciones. Con Juan Pablo II, recibió un impulso decisivo en la búsqueda de su identidad y de su relevancia dentro de la moral cristiana. Las palabras de Juan Pablo II en Puebla de los Ángeles (1979), dirigiéndose al Episcopado latinoamericano, marcan el comienzo de una nueva etapa: «Hay que recuperar la confianza en la doctrina social de la Iglesia aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella» (Discurso, III, 7).

Desde ese momento comienza un sereno esfuerzo de clarificación del estatuto científico de la doctrina social de la Iglesia que quedó plasmado en multitud de trabajos e investigaciones en la búsqueda de la definición de su naturaleza. Esta etapa culmina con la Encíclica Sollicitudo rei socialis en la que Juan Pablo II afirma que se trata de una disciplina teológica, y concretamente pertenece al ámbito de la teología moral. Esta afirmación reclama un estudio de sus fuentes y de su método.

2. Las fuentes

Durante mucho tiempo -varios decenios- se vino repitiendo que las fuentes de la doctrina social eran la revelación y la ley natural. Esta fórmula, un tanto estereotipada, se repetía tanto en los documentos del magisterio social como en los tratados sistemáticos. Sin embargo, durante años se le achacó una endémica debilidad en el recurso a las fuentes específicamente cristianas, concretamente a la Sagrada Escritura. Por esta razón se ha repetido que los documentos del magisterio social han venido apelando constantemente a la ley natural y sólo raramente al Evangelio, y que cuando lo han hecho da la impresión de que se trata de apelaciones meramente formales.

Es cierto que en la Encíclica Rerum novarum se habla de «filosofía cristiana», por lo que se apela con toda normalidad a la ley natural como fuente genuina y principal de las formulaciones doctrinales de la encíclica, sin que por ello falten referencias al Evangelio y a la revelación. Esto mismo ocurre en documentos posteriores. En cualquier caso, la terminología responde a un vocabulario teológico explicable desde el planteamiento doctrinal del doble plano -natural-sobrenatural- vigente entonces e indiscutible durante mucho tiempo.

En la actualidad, y a tenor de los textos antes citados de Sollicitudo reí socialis, las fuentes de la doctrina social de la Iglesia, con una u otra terminología, se concretan en una doble referencia: la revelación y la naturaleza humana, la fe y la razón. Una y otra instancia tienen el carácter de fuentes prioritarias de la doctrina social. A su lado cabe hablar de otra fuente, que si bien tiene un carácter secundario, es un elemento constitutivo de la doctrina social: la realidad social con la que en cada momento histórico se encuentra la revelación, el Evangelio.

a) La revelación y la antropología como fuente. La doctrina social de la Iglesia se asienta sobre los datos de una correcta antropología, formulada a la luz de la revelación. En este sentido es iluminador el famoso pasaje de Gaudium et spes: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado» (22). Por esta razón, la Iglesia se declara «experta en humanidad», en feliz expresión del magisterio reciente.

Los componentes fundamentales de la antropología cristiana que vertebran la doctrina social de la Iglesia se encuentran en el capítulo primero de Gaudium et spes. En efecto, el hombre, criatura e imagen de Dios, creado y elevado al orden sobrenatural, constituido señor de la creación visible puesta a su servicio es «por su íntima naturaleza un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (12). Pero la realidad humana ha quedado afectada por el pecado y la redención. Como consecuencia del pecado, «toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (13). Esto significa que toda la realidad humana, también su dimensión social, ha quedado afectada por el pecado. La teología medieval expresó esta convicción en la fórmula «vulneratus in naturalibus», es decir, el hombre, como consecuencia del pecado ha quedado «herido en su naturaleza». De ahí que, dada la situación real del hombre -caído y redimido- sólo desde la revelación se pueda percibir la trama profunda de su vida individual y social. En este sentido el Concilio afirma que «la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana» (ibid., 11).

No cabe hacer ninguna contraposición entre la luz que proviene de la revelación y la que proviene de la razón humana. Entre la luz del Evangelio, de la que constantemente habla Gaudium et spes, y la luz de la razón de la que habla el Vaticano I, no sólo no existe contradicción alguna, sino una profunda sintonía y una más completa vía para acceder a la única verdad. La Constitución pastoral del Vaticano II así lo confiesa al afirmar: «La Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual o social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en los últimos tiempos» (GS 63).

Los principios de «justicia y equidad», ordenados lógicamente a una justa organización de la vida social, están en la órbita de los valores morales percibidos por la recta razón. Pero no es menos cierto, a su vez, que la Iglesia los formula a la luz del Evangelio. Sin duda el texto se refiere exactamente a los principios que constituyen el contenido doctrinal más genuino de la doctrina social, y que, en este sentido, forman un «cuerpo doctrinal». Concretar, de la manera más precisa posible, cuál sea la función propia de la luz del Evangelio y de la luz de la razón en la formulación de esos principios ayudará a comprender en qué medida la revelación y la ley natural son fuente de las enseñanzas sociales.

Aunque los principios de justicia vienen exigidos por la recta razón, esos valores, constitutivamente humanos, son expresados por la Iglesia en la doctrina social a la luz del Evangelio, de forma que existe una forma específicamente cristiana de abordarlos. Y debemos preguntarnos: ¿qué aporta el Evangelio al conocimiento, formulación y contenido de dichos principios? La importancia y el sentido de esta aportación se perciben en la medida en que nos percatamos de que el hombre mismo, sujeto de la ley natural, ha quedado afectado por una vivencia histórica que ha marcado profundamente su ser natural, por lo que la ley que de él dimana, tanto en la dificultad de su cumplimiento -imposibilidad moral- como en su virtualidad profunda, sólo se comprende a la luz de la fe. El hombre histórico y concreto no se identifica con el término de una pura abstracción racional. La antropología filosófica presta un valioso servicio al conocimiento del hombre siempre que acepte sus propias limitaciones. La antropología teológica penetra la realidad del hombre en todos sus componentes: criatura, pecado, redención. Por esa razón la doctrina social, basada en esa antropología, acepta de buen grado los logros que provienen del esfuerzo racional e ilumina, con la luz del Evangelio, la realidad y las tareas que el esfuerzo racional -filosofía y ciencias técnicas y sociales- descubren como caminos al servicio del hombre. Es precisamente esa luz del Evangelio, que la doctrina social refleja, la que da plenitud de sentido a los esfuerzos de las ciencias humanas, sean filosóficas o positivas.

La doctrina social de la Iglesia, como disciplina teológica que formula las exigencias de la moral cristiana en el campo social, al ser auténticamente «cristiana» es también plenamente «humana», es decir, fiel a todos los valores y normas que tienen su raíz en la dignidad de la persona humana percibidos a la luz de la razón. Lo cual ocurre también a la inversa, es decir, al ser auténticamente «humana» es plenamente «cristiana», fiel a la plenitud de sentido de los valores y normas que comporta la dignidad de la persona contemplada a la luz del Evangelio. La validez universal de la enseñanza de la Iglesia en el campo social, que cuenta con la ley natural, se funda en la misma revelación. Juan Pablo II, en Laborem exercens y en Sollicitudo rei socialis, habla del sentido del trabajo o del auténtico desarrollo humano partiendo de la revelación, de modo especial del Génesis, y con la pretensión, que considera irrenunciable, de que su enseñanza sea válida para todos los hombres, ya que en realidad todo hombre es criatura, imagen de Dios, destinado a un fin sobrenatural, caído en el pecado y redimido en Cristo.

b) La realidad social como fuente. Si se ha definido la doctrina social como el resultado del encuentro del Evangelio con la realidad de cada momento histórico, es claro que la realidad social tiene, en algún sentido, el carácter de fuente de esta doctrina junto con la revelación o el Evangelio. La Iglesia es la encargada de formular cuidadosamente el resultado de ese encuentro que es una verdad que forma así progresivamente un cuerpo de doctrina. Esa verdad expresada pertenece de alguna manera a la revelación y, al mismo tiempo, deriva de alguna forma de la realidad social. Quizás mejor, el cuerpo doctrinal es una explicitación de unas verdades contenidas virtualmente en la revelación y esta explicitación se hace posible con la ayuda de los acontecimientos históricos. Por eso la Encíclica define la doctrina social como el resultado de la interacción de dos factores: la Palabra de Dios y la realidad histórica. Uno y otro factor son, lógicamente, necesarios, aunque sea obligado establecer un orden de prioridades; pero la revelación, factor prioritario, no explicitaría sus virtualidades en el ámbito social sin la ayuda de la realidad histórica; a su vez, esta realidad sólo si es contemplada a la luz de la revelación aporta una ayuda eficaz como factor determinante de la formulación doctrinal.

El Vaticano II afirma en Gaudium et spes que la Iglesia «escruta a fondo los signos de la época y los interpreta a la luz del Evangelio» (4). La Iglesia se acerca y escruta los signos de los tiempos mediante una lectura hecha en clave de defensa de los valores éticos con valor permanente. Se trata de una lectura de los hechos que es en un sentido crítica, de denuncia de situaciones no compatibles con el obligado respeto a la dignidad de la persona, y, al mismo tiempo, portadora de orientaciones prácticas capaces de dirigir la conducta en los difíciles compromisos morales de la vida social. En todo caso se trata de una lectura teológica, si bien necesita de instrumentos técnicos, y es, en las intervenciones magisteriales, una lectura autorizada, como se desprende del hecho de ser realizada con la asistencia del Espíritu Santo.

3. El método.

La cuestión del método ha ocupado un lugar importante en los debates recientes sobre la naturaleza de la doctrina social de la Iglesia. Con una casi total unanimidad se afirma que se ha dado una progresiva evolución desde un método, en un principio exclusivamente deductivo, hacia un método en el que el aspecto inductivo adquiere una creciente importancia. Esta evolución tendría un momento especialmente significativo en la encíclica Mater et Magistra, que representaría de este modo el culmen de la época anterior y el inicio de la nueva etapa.

En efecto, en un primer periodo, que se inicia con la Rerum novarum, la doctrina social tiene su peculiaridad en el enunciado de unos principios que brotan fundamentalmente de la ley natural. Su objetivo se centra en tratar de ajustarla realidad a las exigencias de estos principios, que son enunciados abstractos y permanentemente válidos.

Algunos han distinguido tres momentos en las intervenciones magisteriales en el ámbito de lo social: momento histórico, doctrinal y operativo. Cada uno de estos «momentos» tiene su sentido e importancia. Así, el momento histórico, permite tener en cuenta la realidad de una situación social concreta. Ciertamente la doctrina de la Iglesia no dispone de instrumentos propios de análisis para el conocimiento de la realidad, sino que utiliza y se sirve de las ciencias sociales. Pero los hechos y realidades históricas no tienen de suyo un carácter neutral. Deben ser leídos, interpretados y juzgados a la luz de un determinado sistema de valores que viene enunciado en la formulación de unos principios. Estamos así ante el quehacer propio del momento doctrinal, en el que se expresa de modo especial la peculiaridad de la doctrina social católica. Por último, la enseñanza social está orientada, por su propia naturaleza, a la praxis, ya que pretende guiar la conducta, por lo que el momento operativo constituye como el objetivo último al servicio del cual se ordenan los dos anteriores.

En este sentido se constata una continua evolución en la doctrina social de la Iglesia. En la primera etapa, desde León XIII, se da una especialísima importancia al momento doctrinal, lo que ocurre, según algunos, en detrimento de la obligada atención que se ha de prestar al momento histórico, que, por tanto, apenas se tiene en consideración. No obstante, hay que decir que debería ser muy matizada esta apreciación, ya que el momento histórico nunca dejó de estar presente, como es por lo demás totalmente lógico. Baste, en este sentido, advertir la importancia que en Rerum novarum se da al análisis de una situación social que constituye claramente el punto de partida y la misma razón de ser de la Encíclica de León XIII. Por otra parte, cuando se insiste tanto en que en la última etapa, es decir, después del Vaticano II, se ha privilegiado la atención al momento histórico, se hace, sin duda, una constatación correcta. Sin embargo, no sería correcto interpretar la importancia dada al momento histórico en el sentido de afirmar que el momento doctrinal tiene una decisiva dependencia del mismo. Esto es lo que se ha querido dar a entender a veces al destacar la importancia de los llamados «signos de los tiempos», como si de ellos dependiese sustancialmente, no sólo la formulación, sino incluso el contenido mismo de lo que constituye lo propio del momento doctrinal. La realidad es de signo distinto, ya que los signos de los tiempos son leídos e interpretados a la luz de la verdad que proviene del Evangelio.

De modo que, aceptando que el método ha experimentado una sana evolución hacia un valorar más el aspecto inductivo, sin embargo, se ha de valorar que, en orden a la formulación de la verdad que constituye primordialmente el cuerpo doctrinal, la fuente primordial es la revelación, por lo que el método no puede renunciar a su dimensión deductiva.

4. El sujeto

En primer lugar hay que considerar el sujeto responsable de la elaboración de la doctrina social. Es tanto como preguntar ¿quién hace, quién realiza el esfuerzo de formular cuidadosamente el resultado de la atenta reflexión sobre la realidad social hecha a la luz de la fe? ¿A quién corresponde esta tarea? La respuesta no ofrece duda alguna: a la Iglesia. Pero esta respuesta debe ser más explícita, ya que no todos tienen la misma responsabilidad en dicha tarea.

a)La responsabilidad del magisterio eclesial. La responsabilidad del Papa y de los obispos es la de velar para que el encuentro del Evangelio con la realidad social sirva siempre al hombre en su dimensión humana y trascendente. Para realizar esta tarea cuenta con la garantía de la asistencia del Espíritu Santo, pues, como definió el concilio Vaticano I, el magisterio pontificio no puede errar cuando enseña a toda la Iglesia materias relacionadas con la fe y con las costumbres, es decir, con la moral -también la moral social-. Los múltiples documentos del magisterio pontificio, y también del magisterio episcopal, durante el último siglo son buena prueba de la diligencia con la que el magisterio eclesial ha cumplido con esta responsabilidad.

b) El quehacer de los teólogos. El magisterio, al cumplir su peculiar tarea, cuenta también con la ayuda de los teólogos, que se afanan por formular de modo adecuado las exigencias del compromiso cristiano en los diversos ámbitos de la vida social, prestando así un servicio y ayuda al magisterio y, en última instancia, a la formación de la conciencia de todos los cristianos. También en este campo de la doctrina, como sucede en todos los demás, las funciones que corresponden a los teólogos y las que debe realizar el magisterio se complementan en el servicio a la fe del pueblo cristiano y se enriquecen mutuamente. Hay que recordar que la teología moral prestó siempre una muy especial atención a los deberes morales relacionados con la virtud de la justicia. No en vano los manuales clásicos consideraban esta virtud dedicándole un espacio muy superior a cualquier otra de las virtudes cristianas. No significaba esto que entendiesen que era la virtud más importante -rango que indiscutiblemente corresponde a la caridad- sino porque entendían que abarcaba un conjunto de deberes morales especialmente amplio y complejo en su sistematización. En este sentido, hay que recordar que la doctrina social se construye sobre el clásico tratado sobre la virtud de la justicia teniendo en cuenta los nuevos problemas que plantea la sociedad moderna, y esto tanto en el ámbito de lo político como en el de las realidades de la vida económica.

c) La colaboración del ministerio sacerdotal. También los sacerdotes, a través del ejercicio de su ministerio eclesial, tienen concretas responsabilidades como sujetos de la doctrina social, pues deben servir a su enseñanza y difusión como una parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. A través del ministerio pastoral deben los sacerdotes, en la catequesis, en la predicación, en la administración de los sacramentos, ayudar a los cristianos a formar su conciencia de acuerdo con las directrices de la doctrina social católica, orientando y estimulando una conducta que realice el compromiso cristiano en la vida social según la vocación y circunstancias de cada uno.

d) El compromiso de los laicos. Los laicos cristianos son en buena medida los principales destinatarios de las enseñanzas de la Iglesia católica, que tiende a guiar su conducta en los difíciles problemas de la vida social. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que reconocerles también una peculiar responsabilidad como sujetos de elaboración de la doctrina social. Alguien ha dicho que los laicos, al vivir las exigencias propuestas por una encíclica social, de alguna manera preparan la siguiente. Un texto del magisterio lo recordaba con toda claridad al afirmar: «La enseñanza de la Iglesia en materia social aporta las grandes orientaciones éticas. Pero, para que ella pueda guiar directamente la acción, exige personalidades competentes, tanto desde el punto de vista científico y técnico como en el campo de las ciencias humanas o de la política. Los pastores estarán atentos a la formación de tales personalidades competentes, viviendo profundamente el Evangelio. A los laicos, cuya misión propia es construir la sociedad, corresponde aquí el primer puesto» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius, [1984] XI, 14).

Bibliografía

J.L. ILLANES, «La doctrina social de la Iglesia como teología moral», Scripta Theologica, 24 (1992) 839-876. T. LOPEZ, «Naturaleza de la doctrina social de la Iglesia. Estatuto teológico», en F. FERNÁNDEZ (coord.), Estudios sobre la encíclica «Sollicitudo rei socialis», Madrid 1990, 41-61. PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Madrid 2005.

T. López

III. CONTENIDO.

Por formar parte de la teología moral, la doctrina social de la Iglesia apela al corazón del hombre, a sus recursos espirituales y morales, en todo lo relacionado «con los problemas que surgen en la vida de la sociedad» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis consciencia, 72), dando lugar a una acción de reforma sobre las estructuras socio-económicas injustas.

1. Principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción.

La confluencia entre Evangelio y vida social humana habla de cierta tensión en la doctrina social entre un núcleo con vocación de permanencia (el conjunto de los principios éticos contenidos en el Evangelio) y la multitud de circunstancias por sí mismas cambiantes y contingentes que componen la vida del hombre y de las sociedades. Esa tensión hace que las enseñanzas encierren diversos niveles lógicos o tipos de contenidos, que según la célebre expresión de Pablo VI consisten en principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción. Importa decir que ese conjunto de principios de reflexión conforma una concepción del hombre, un humanismo que posibilitará la formación de juicios de carácter ético. La Iglesia ofrece su doctrina social a todo hombre y mujer de buena voluntad para contribuir a humanizar cada día la convivencia en la sociedad pluralista.

A partir del conocimiento de los principios, se formulan juicios que permiten orientar la acción desde premisas de orden moral. Esos juicios conciernen también a las estructuras sociales (sistemas políticos, económicos, etc.), pero no en su dimensión técnica, sino en cuanto resultan conformes o no a la dignidad de todo hombre y mujer. La evangelización en el campo social, concreción de la misión profética de la Iglesia, se desarrolla a través del anuncio como de la denuncia de situaciones de injusticia (juicios éticos sobre situaciones o sistemas sociales). No obstante, el anuncio prevalece sobre la denuncia, que no puede prescindir de aquél, como los juicios no pueden prescindir de los principios sin perder su propia identidad. De ahí que junto a los principios de la doctrina social, para formular acertadamente los juicios se requiera un conocimiento profundo y respeto de la realidad social, que cuenta con sus propias leyes y las correspondientes disciplinas que las estudian.

El mensaje social de la Iglesia no puede prescindir de su dimensión práctica, es fundamento y estímulo para la acción, e incorpora en su contenido orientaciones o directrices prácticas que surgen de los juicios realizados. No se trata de ejecución de consignas, sino de grandes orientaciones éticas que iluminan la conciencia para que cada hombre dé respuesta a su vocación de constructor de la ciudad terrena. Aquel encuentro que mencionábamos del Evangelio con los problemas sociales ocurre de manera privilegiada en el corazón de los cristianos que se empeñan por vocación propia en las tareas de orden secular.

No es posible dar cuenta del contenido de la doctrina social de la Iglesia en el nivel de los juicios y orientaciones; a continuación se ofrece una formulación sucinta de sus principios más importantes. Todos ellos constituyen un mismo corpus doctrinal y deben, por tanto, ser tomados como una unidad, si se quiere evitar su falsificación. El primero, que constituye el fundamento de toda la doctrina social católica, es la dignidad del hombre; en él encuentran su fuente todos los demás principios.

2. Dignidad de la persona y derechos fundamentales.

La revelación cristiana constituye ante todo una afirmación de fe en Dios, pero es a la vez, y en esa misma medida, un gran si al hombre, al que le reconoce la dignidad incomparable de hijo del Padre en Cristo por el Espíritu Santo. Tal dignidad hace al hombre portador de un valor incondicionado, que encuentra una consecuencia inmediata en el orden moral: cada persona esconde en sí algo sagrado, que nadie puede arrebatarle sin autodestruirse y sin causar un grave perjuicio a las bases de la convivencia entre los hombres: «... lo que constituye la trama y en cierto modo la gula [...] de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único, porque "el hombre [...] en la tierra es la única criatura que Dios ha querido por sí misma" (GS 24). En él ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable» (CA 11).

La promoción y tutela de los derechos fundamentales de la persona, en la medida en que constituyen expresiones prácticas de la dignidad humana, forman parte de la misión de la Iglesia. Dignidad humana y derechos fundamentales son categorías estrechamente vinculadas, que se apoyan en un mismo fundamento o concepción del hombre (cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio, 152 ss.). Existen distintos modos de explicar ese fundamento que repercuten de forma importante en las conclusiones (por poner un ejemplo extremo: en una fase inicial de la gestación se puede invocar el derecho fundamental del feto a nacer, o por el contrario, el de la madre a concluir un embarazo no deseado). Esas distintas explicaciones de la dignidad humana y de los derechos pueden reconducirse a tres:

a) La dignidad humana fundada en un Dios trascendente: la persona alcanza un valor incomparable porque remite a algo que está más allá de sí misma, a un Absoluto que la trasciende, del que depende en su existencia y que es fuente de su valor. La filosofía moral lo ha expresado desde la antigüedad griega hasta hoy con el concepto de «ley natural», la ley que descubre la razón del hombre cuando capta la verdad moral, el bien. Tal expresión remite en último término a un autor de la naturaleza y es congruente con la fe en la creación (ibid.).

b) La dignidad humana como reivindicación de autonomía absoluta. Nace a fines del siglo XVIII con el ideal de la Ilustración: el hombre ha alcanzado su mayoría de edad, debe salir de una inmadurez culpable y emanciparse de ataduras (naturaleza, tradición, religión) que orienten su libertad, para hacerla autónoma, autosuficiente, adulta. Tal reclamación de autonomía buscaba emancipar la libertad de las limitaciones que encontraba en el llamado Antiguo Régimen; por eso hubo de abrirse paso recurriendo a la Revolución. Esta demanda que aparece con la Ilustración y llega hasta nuestros días, puede verse como una gran afirmación sobre el hombre y la dignidad de su conciencia moral. Sin embargo, los planteamientos más extremos del siglo XIX hicieron del ateísmo su espina dorsal (Feuerbach, Marx, Nietzsche), al concebir la relación Dios-hombre en términos de oposición, y asumieron el presupuesto de que afirmar al hombre suponía la previa negación de Dios (cf. GS 20).

c) La dignidad humana a la luz de la historia de la salvación. Esta posición resulta complementaria a la expresada en el número 1, la completa como la revelación al conocimiento meramente racional. Así, la dignidad humana se ilumina al menos desde una triple perspectiva:

1.°) La perspectiva del origen. La historia de los orígenes enseña que el mundo en toda su riqueza ha sido creado por Dios. En ese conjunto el hombre aparece como la cumbre, porque es hecho a imagen de Dios, emerge como alguien (no sólo como algo) constituido en interlocutor de Dios, llamado al diálogo y amistad con Él. Esta imagen divina que resplandece en el hombre se expresa en los tres aspectos siguientes:

&ndash: Su ser espiritual remite a una acción directa del Creador (cf. CCE 366), que excluye la explicación del alma como el producto de una mera evolución cósmica desde elementos materiales más simples (evolucionismo radical).

- Su dimensión comunitaria: la imagen divina resplandece en la comunión de las personas entre sí. La complementariedad originaria hombre-mujer, así como las relaciones interpersonales en sus variadas manifestaciones constituyen un reflejo del Dios Trino en personas: «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad yen la caridad» (GS 24).

&ndash: Su vocación a dominar el cosmos: por aunar en su naturaleza el mundo material y el espiritual, la acción humana está llamada a continuar entre las criaturas la acción del Creador respetando la autonomía de la realidad creada, que se rige por leyes propias (cf. GS 36).

2.°) El pecado. Junto a la experiencia universal de la limitación, del sufrimiento y del fracaso, aparece también la realidad más oscura del mal moral, del pecado, cuya identidad sólo se ilumina desde el vínculo del hombre con Dios (cf. CCE 386 ss.). «Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» (GS 13). El desconocimiento de estas cuatro rupturas por parte de algunas filosofías de la dignidad humana, obliga a encuadrarlas en concepciones sumamente optimistas de la humanidad (mitos progresistas). Ignorar la herida del hombre en su naturaleza, inclinada al mal, da lugar a multitud de equívocos en el ámbito de la educación, de la política, de la acción social, etc. (cf. CCE 407), y con frecuencia abre la puerta a una proclamación de la dignidad humana hueca o estéril. Por el contrario, la proclamación por la Iglesia del binomio pecado-conversión, del abandono de toda injusticia que ensombrece los derechos de Dios y del prójimo, confiere realismo al discurso sobre la dignidad humana, la promueve en su raíz Y contribuye a hacerla efectiva.

El pecado no priva al pecador de su dignidad humana. La «naturaleza caída» (incluso si se piensa en las peores perversiones) lo está con respecto a la amistas divina, pero no cae en un estado de corrupción definitiva. De ahí que la persona conserve siempre aquellos rasgos esenciales que la hacen merecedora de respeto, aunque en ocasiones la autoridad pueda limitar el ejercicio de ciertos derechos en atención al bien común, como ocurre cuando se comete un delito.

3º) El Verbo encarnado redentor del hombre. «Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cf. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 5-10), que las ha reconciliado con Dios (cf. Col 1, 20]» (San Josemaría Escrivá, La conversión de los hijos de Dios [homilía, 2.III.1952], en Es Cristo que pasa, 65). La condición del hombre creado, su misma actividad y sus relaciones interpersonales se ven elevadas a una dignidad sin igual por la fe que confiesa a Jesús de Nazaret como el Cristo, Hijo consustancial al Padre: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. [...] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. [...] El que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual» (GS 22).

Este hito del magisterio conciliar encierra gran densidad de significado: Cristo no es sólo el camino hacia Dios, sino también el camino que conduce a cada hombre. Si la vida social se ha de concebir en los términos de un humanismo, entonces la mirada debe fijarse en aquel que restaura internamente al hombre porque es «el hombre perfecto», medida de toda manifestación de humanidad. Toda realidad humana -a excepción del pecado- ha quedado abierta al encuentro con el Padre en aquel que, siendo Dios, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (ibid.). La fuerza renovadora de ese amor divino-humano, que resplandece de forma eminente en el misterio pascual de Cristo, es la energía más profunda de la que brota el humanismo cristiano.

La esperanza en el más allá constituye para el cristiano una llamada a la responsabilidad, que lejos de apartarle de los nobles afanes terrenos (familia, profesión, vida social, etc.) le urge a trabajar por un mundo más justo y solidario (cf. GS 39). Al mismo tiempo, la esperanza cristiana aporta realismo a la lucha por la justicia, al denunciar como ilusorio cualquier intento de construir el reino de Dios en la tierra. El anhelo radical de justicia que late en el corazón de cada hombre -la liberación definitiva de toda servidumbre- sólo se verá satisfecho por una plenitud que es obra de Dios y que tendrá lugar más allá de la historia: «Todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo [...] volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal [...] El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección» (GS 39).

3. Bien común.

a) Concepto. El bien común es el bien de la sociedad o del cuerpo social, el objetivo que aúna a todos los miembros de una comunidad, los criterios que fundan la convivencia, o la ayuda que todos necesitan para el cumplimiento de los fines existenciales de la vida. El Concilio Vaticano II habló del bien común como el «conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (GS 26). Cualquier tipo de sociedad presenta un bien común (empresa, familia, club deportivo o cultural, comunidad internacional, etc.), aunque de diverso orden e importancia. Se considera bien común de dimensión global aquél de la comunidad política fuerte, constituida hoy por los estados, pues son esas comunidades las que poseen suficiente entidad y extensión para cubrir los aspectos más esenciales de la vida.

b) Naturaleza. Históricamente, han existido concepciones unilaterales del bien común: el individualismo liberal tiende a concebido como una suma o colección de bienes individuales, con frecuencia reducidos a bienes de naturaleza útil (es célebre la definición que ofrece 3. Bentham como «la mayor felicidad del mayor número»). Los colectivismos totalitarios lo han entendido como el bien propio de un todo que trasciende a la persona, reducida a la mera condición de «parte»; de ahí que se justifique el sacrificio de las partes en beneficio del todo, como ocurre en un cuerpo vivo con aquellos miembros que representan un peligro para él.

Sin embargo, nótese que hablamos de un bien de personas humanas, como lo son quienes componen la sociedad, cada una de las cuales constituye una totalidad corporal y espiritual a la vez. Se trata, por tanto, de una categoría de carácter moral, de la «buena vida humana de la multitud» (3. Maritain), que es a la vez común al todo y a las partes. Por eso, no puede reducirse a ventajas o utilidades (como el botín de una banda de ladrones); sino que la justicia, la rectitud moral y, en general, las virtudes de los ciudadanos son esenciales para el bien común.

c) Contenido. Por su carácter ético, es decir, práctico, y en virtud de la naturaleza histórica y cambiante de las sociedades, el bien común no admite una determinación universal desde parámetros abstractos, sino que adquiere en cada comunidad y en cada época perfiles diversos. Sin embargo, se pueden señalar tres ámbitos o aspectos esenciales que constituyen exigencias de la vida común humana (cf. CCE 1907-1909):

1º) El respeto a la persona en cuanto tal, la promoción de los derechos fundamentales, sobre todo en la esfera más propia de la persona, el orden religioso y de la conciencia, así como el plano cultural y moral (los valores de la belleza, de la solidaridad y la justicia, del respeto a la libertad, a la verdad, etc.).

2º) El bienestar y el desarrollo sociales. La creación de las condiciones que permitan a cada uno atender a sus necesidades básicas de forma adecuada a su dignidad personal: alimento, vestido, trabajo, vivienda, transportes, cuidado de la salud, etc.

3º) La paz, es decir, la estabilidad y la seguridad en un orden que satisfaga suficientemente las exigencias de la justicia. La autoridad garantizará la seguridad de los ciudadanos, tanto de amenazas exteriores (ejército) como interiores (policía).

4. Solidaridad

Conocida también como amistad o caridad social, la solidaridad constituye uno de los principios rectores de las relaciones interpersonales. Expresa la interdependencia de quienes forman parte de una comunidad y participan en un destino común. El carácter social del hombre y la dimensión comunitaria del bien permiten hablar de la solidaridad en dos sentidos:

a) Como un principio ontológico, que arraiga en la común dignidad y sociabilidad humana. De la pertenencia al género humano (creación), así como de la inserción en el designio salvador de Dios para la humanidad (redención) derivan vínculos comunitarios para el hombre. En este sentido ontológico la solidaridad se corresponde con el hecho de la interdependencia mutua de los hombres: toda persona, como miembro de la sociedad, está indisolublemente ligada al destino de aquélla y, en virtud del Evangelio, al destino de salvación para todos los hombres.

b) Como principio ético o virtud, pues de esos vínculos surgen responsabilidades morales para con los otros, particularmente respecto de los más débiles. Desde este punto de vista, la solidaridad consiste en una toma de conciencia del hecho de la interdependencia, que pone de relieve la responsabilidad de todo ciudadano en el bien común. La asunción como categoría moral de esa interdependencia cultural, política, religiosa y económica, da lugar a la virtud de la solidaridad. La describió Juan Pablo II diciendo que «ésta no es [...] un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (SRS 38).

La solidaridad mira a todos los aspectos del bien común: se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo, pero va más allá, hasta alcanzar también los valores del espíritu. Como actitud de entrega y servicio al prójimo, se opone a toda forma de individualismo y de afán de dominio por el otro, y hace posible la acción cooperativa; por eso se convierte en «camino hacia la paz y hacia el desarrollo» (SRS 39). Esa responsabilidad por el bien común compete a todo el cuerpo social: cada persona tiene obligación de contribuir al bien común en la medida de sus posibilidades. En ese sentido, la solidaridad tiene al igual que el bien común una dimensión civil (personal y colectiva) y no sólo estatal: no se puede hacer recaer sólo sobre los poderes públicos, aunque éstos tengan peculiares responsabilidades en la promoción de la solidaridad, ya que su misma función se justifica en atención al bien común (cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio, 166).

Finalmente, la solidaridad presenta múltiples puntos de contacto con la caridad, y cuando se ve elevada por la fe encuentra una raíz trinitaria que la dota de dimensiones específicamente cristianas: la gratuidad total, el perdón y la reconciliación, etc. «Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad» (SRS 40). Siguiendo el modelo de su Maestro, la Iglesia muestra un amor de preferencia por los pobres, por los enfermos o discapacitados, y por todos aquellos que experimentan cualquier forma de necesidad: «En todo momento Él ha revelado una solidaridad real con los más pobres y desdichados; ha luchado contra la injusticia, la hipocresía, los abusos de poder, el afán de lucro de los ricos, indiferentes a los sufrimientos de los pobres, haciendo una enérgica llamada al rendimiento de cuentas final, cuando volverá con gloria para juzgar a vivos y muertos» (Oe 16). La Iglesia actúa ante las diversas formas de miseria material, espiritual, religiosa o ante cualquier tipo de carencia humana que padezcan los hombres y los pueblos en cada tiempo.

5. Subsidiariedad.

Este principio encuentra arraigo en la doctrina social de la Iglesia desde su origen y en particular desde el magisterio de Pío XI. Como una concreción de la dignidad de la persona, pretende hacer valer en el ámbito social tanto la libertad individual como la colectiva, la autonomía del tejido social que hace posibles las formas de convivencia más elevadas. La subsidariedad presupone el principio de solidaridad, es decir, que las personas necesitan del concurso de todo el cuerpo social para alcanzar su perfección; sin embargo, tal contribución no debe llegar al extremo de suplantar al sujeto. Por eso, la doctrina social ha afirmado el principio de subsidariedad en el contexto de un estatalismo creciente, que ampliaba progresivamente el ámbito de lo público-estatal y amenazaba con la disolución de la persona en estructuras sistémicas: «Ni el Estado ni sociedad alguna deberán jamás sustituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que éstos pueden actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. De este modo, la DSI se opone a todas las formas de colectivismo» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 73).

Consiste, por tanto, en la ayuda que se presta a quien teniendo el deber y la condición para realizar determinada función, por las circunstancias presentes no puede asumir el protagonismo que le corresponde sin una asistencia exterior. Juan Pablo II aludió a este principio en el contexto del «Estado del bienestar»: «Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común» (CA 48). Así se habla de una competencia subsidiaria del Estado, por ejemplo, en materia de educación, donde los padres son los primeros responsables, pero con frecuencia no pueden atender esa tarea sin el concurso de determinadas estructuras.

Desde el pensamiento de tendencia liberal, se ha visto la subsidariedad como un principio limitador de la intervención del Estado y en ocasiones se ha confundido con el modelo político que de ahí resulta. Esto supondría aislar el principio con respecto a otros (como, por ejemplo, el de solidaridad) y reducirlo al ámbito de lo público. En realidad la afirmación del principio de subsidariedad se mueve en el orden ético, no ideológico, pues su razón última estriba, como se ha dicho, en la dignidad de la persona, que no se satisface -a diferencia del animal- cuando sus necesidades vienen cubiertas desde arriba, de un modo que no deja espacio a su capacidad de iniciativa y de compromiso social.

6. Destino universal de los bienes.

Este principio apela a un origen de todo bien en el acto creador de Dios, que ha dado al hombre la tierra para que la domine con su trabajo y se sirva de ella razonablemente (cf. Gn 1, 28-29). Así lo reafirmaba el Concilio Vaticano II: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legitimas de los pueblos [...] jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes» (GS 69).

Tal destinación originaria de los bienes a todos los hombres da lugar a un derecho natural y originario, al que se subordinan los demás derechos (propiedad privada, libre comercio, etc.), así como cualquier ordenación que se realice de los bienes Es un principio que funda el derecho al uso de los bienes y a la propiedad privada, según las formas jurídicas que en cada tiempo y lugar la determinen. La persona necesita de ciertos bienes en propiedad para desarrollar su existencia en libertad y alcanzar así su propia perfección. A ellos accede ordinariamente por medio del trabajo.

Sin embargo, la tradición cristiana ha visto siempre la institución de la propiedad al servicio tanto de su titular como del bien común, es decir, ha señalado siempre la función social de la propiedad. El destino universal de los bienes, que sirve de base al derecho de propiedad privada, impone un ejercicio de éste acorde con su fundamento. Así, en concreto, el propietario no sólo evitará usos de su propiedad que resultan lesivos para terceros, sino que le compete la responsabilidad moral del rendimiento de su propiedad para el bien común (inversión para creación de empleo, etc.). Por lo demás, el destino universal de los bienes prevalece sobre el derecho de propiedad en caso de necesidad urgente y extrema, si el único modo de remediar esas necesidades esenciales es el recurso a la propiedad ajena (CCE 2408), como reza el aforismo clásico: in extrema necessitate omnia sunt communia.

Bibliografía

E. COLOM, Curso de doctrina social de la Iglesia, Madrid 2001. ).L. GUTIERREZ GARCÍA, Introducción a la doctrina social de la Iglesia, Barcelona 2001. PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA y PAZ», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Cata del Vaticano 2005.

R. Muñoz

 «    Dogma    » 

En su acepción original, el término «dogma» tiene un doble significado: filosófico, y entonces significa opinión, doctrina o principio. Así, por ejemplo, las escuelas filosóficas tienen cada una sus dogmas. El siguiente es el sentido jurídico, según el cual dogma designa lo que una asamblea o autoridad tiene como correcto: resolución, edicto o decreto.

En la Biblia se encuentra sobre todo en el sentido jurídico (Dn 2, 13; 2M 10, 8; Lc 2, 1; Hb 11, 23; etc). La traducción que hace la Neo-Vulgata, sin embargo, sólo mantiene el término dogma -en el Nuevo Testamento- en el pasaje de Hch 16, 4, al referirse a las resoluciones del Concilio de Jerusalén: «Cum autem pertransirent civitates, tradebant eis custodire dogmata, quae erant decreta ab apostolis et presbyteris, qui essent Hierosolymis». En este pasaje se encuentra ya la conexión con el sentido teológico posterior de dogma. Aunque se trata sobre todo de decisiones disciplinares, éstas están íntimamente vinculadas con la doctrina de la universalidad de la redención y de la libertad cristiana.

I. LA HISTORIA DEL DOGMA. PLANTEAMIENTO.

Antes incluso que en los Padres, el dogma ya pertenecía a la tradición primitiva y a la Escritura en formación y ya formada. Además de los textos antes aludidos, hay que tener en cuenta las fórmulas breves que expresan la fe y que han sido llamadas «pre-símbolos» (H. Schlier). Por ejemplo, el lugar clásico de 1Co 15, 3-5; 1P 2, 21-25; así como los himnos cristológicos de Flp 2, 7.10-11; Col 1, 15-20. Junto a los textos relativos a la historia de la salvación y a la vida de Jesús, hay otros que se refieren al ser mismo de Jesús, como 1Co 12, 3 («Jesús es el Señor»). En Rm 10, 9 se encuentran juntas las dos formas de confesión: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees con tu corazón que Dios lo ha salvado de los muertos, serás salvo».

La presencia de una fides normata aparece con toda claridad en los Padres antenicenos que se refieren a la regula fidei o regula veritatis. Los términos usados son «regla de verdad» (Ireneo, Hipólito), «regla de nuestra salvación» (Ireneo), «regla de fe, eclesiástica, de la tradición» (Clemente de Alejandría). Los Padres antenicenos designan como «regla de fe», o con más frecuencia, «regla de verdad», a lo que los apóstoles habían recibido de Jesucristo y comunicaron a la Iglesia, la cual lo transmite desde entonces, en cuanto esto es normativo para la fe.

Vicente de Lérins habla del dogma en su Commonitorium, «Id teneamus, quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est». A las doctrinas heréticas opone el único «dogma divinum, caeleste, ecclesiasticum», el «dogma caelestis philosophiae, ecclessiae, christianae religionis»; en una palabra, el «dogma catholicum». Vicente de Lérins ya conoce el principio del progreso de los dogmas: «... sed in suo dumtaxat genere, in eodem scilicet dogmate eodem sensu eademque sententia».

A pesar de la claridad de los términos del Lerinense, su testimonio queda olvidado durante la Edad Media, en la que el concepto de dogma desempeña un papel poco relevante. Durante este tiempo, sin embargo, cobra importancia el concepto de articulus fidei, que servirá para preparar el camino a la reflexión sobre el dogma. Los escolásticos atribuyen a san Isidoro de Sevilla la definición de articulus fidei: «articulus fidei est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam» (S.Th., II-II, q.1, a.6 sed contra).

La Reforma protestante es, en la cuestión que nos ocupa, un momento de gran importancia. Por encima de la Iglesia, la Reforma pone el acento en el Evangelio, el cual es la instancia última de apelación a la hora de interpretar la Escritura. La Reforma reconoce las decisiones de la Iglesia antigua, pero no porque estén confirmadas por la Iglesia, «sino porque se siente que es palabra de Dios» (M. Lutero, WA, 30/2, 687). Cualquier referencia a la Iglesia como autoridad doctrinal está excluida del protestantismo, que insiste en la soberanía absoluta de la palabra de Dios.

Como reacción ante las doctrinas protestantes, los teólogos católicos destacaron de modo especial la autoridad formal del dogma, y más en concreto el magisterio que lo establecía. Así, M. Cano, Th. Stapleton, R. Belarmino, D. Petavius y otros, llegaron a explicar de un modo semejante el dogma en esa misma dirección. A partir de M. Cano, la noción de dogma pasó a tener un sentido preciso, en relación con el habitual hasta entonces. Concretamente, Cano entiende el dogma como una verdad revelada que deriva de Cristo o del Espíritu Santo, que ha sido siempre mantenida por los Padres en la tradición oral o escrita de la Iglesia, y que ha sido definida por un concilio general o por el Supremo Pontífice.

Del jesuita F. Veron, o Veronius († 1649) es la definición clásica de dogma: «... revelatum in verbo Dei et propositum omnibus ab Ecclesia catholica». Esta noción se impuso, en general, en los siglos XVIII y XIX sin verse afectada por los ataques de la Ilustración, que iban dirigidos a cuestiones más radicales, como la de revelación. La definición de Veronius llegó al Vaticano I que, en la Constitución De fide catholica, al tratar de la fe recoge una fórmula semejante: «Porro fide divina et catholica ea omnia credenda sunt, quae in Verbo Dei scripto vel tradito continentur et ab Ecclesia sive solemni iudicio sive ordinario et universali magisterio tamquam divinitus revelata credenda proponuntur» (D. 3011). Finalmente, también el término dogma se generalizó en los documentos del magisterio.

El modernismo fue un momento de crisis, dentro de la teología católica, por lo que se refiere a la justificación del dogma. La teología católica se enfrentaba al problema de la relación entre lo histórico y lo dogmático, entre la verdad y la historia, que es justamente el núcleo de la discusión sobre el dogma. Los planteamientos que afloraron en esta época fueron fundamentalmente tres.

a) A. Loisy llegó, en su estudio de los evangelios con el método crítico, a la conclusión de que existía un hiato entre la historia científicamente conocida y la fe. Una cosa era la historia, y otra los dogmas. Ambas realidades pertenecían a dos mundos diferentes, y no se podía pretender encontrar en la historia un fundamento para las afirmaciones dogmáticas. En su evolución posterior a los años de la crisis (1902-1907), Loisy atribuye a los dogmas el ser explicaciones autorizadas de las afirmaciones primitivas de la conciencia religiosa de la humanidad.

b) Para E. Le Roy, el dogma tiene sobre todo un sentido práctico. Antes que otra cosa, enuncia una prescripción de orden práctico. Su significación positiva es la de ser sobre todo la fórmula de una regla de conducta práctica.

c) M. Blondel defiende, como un principio básico, que existe una relación entre el dogma y la historia, así como el carácter normativo que los dogmas tienen en la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, da a los dogmas un sentido dinámico que es consecuencia de su comprensión del conocer humano, y del hecho de ser considerados como elementos de la tradición viva. El dogma tiene, para Blondel, un significado especulativo, dirigido a la inteligencia porque expresa una verdad comunicable. Ahora bien, recuerda el filósofo, la verdad cristiana es más que verdad, es realidad «Existe en ese punto una circumincession de la realidad vivida y del dato dogmático» (Lettres philosophiques, Paris 1961, 252). Es decir, hay una circularidad entre los diversos elementos implicados en el dogma: el hecho y la interpretación, el dogma y la práctica.

La discusión sobre el dogma se hizo especialmente viva en las primeras décadas de nuestro siglo en torno a la figura del dominico F. Marín Sola y de su obra La evolución homogénea del dogma (1923/1952). Según Marín Sola, el desarrollo dogmático se da en la forma de «evolución homogénea» la cual consiste en formular, de forma silogística, conclusiones teológicas necesarias a partir de verdades formalmente reveladas que desempeñan la función de premisas. Entre la conclusión y las premisas habría, según el dominico navarro, una identidad esencial. Las conclusiones teológicas constituyen lo virtualmente revelado, y proporcionan la materia para enseñanzas del magisterio, el cual podría llegar a definir como dogmas las verdades conocidas como conclusiones teológicas. A Marín Sola le respondió otro dominico, R. M. Schultes, criticando la noción de virtualmente revelado, ya que la conclusión no es idéntica a las premisas. Schultes puso de manifiesto que no se debe confundir el desarrollo teológico con el desarrollo dogmático.

El movimiento de ideas que tuvo lugar en el campo teológico a mediados del siglo XX trajo consecuencias innegables para la comprensión del dogma y de su desarrollo. La inclusión de la perspectiva histórica como uno de los elementos del método teológico debla tener necesariamente consecuencias sobre la problemática del dogma. Además, parecía necesario a algunos autores de los años treinta y cuarenta del pasado siglo recuperar los aspectos sociales, eclesiales y místicos del dogma, que habían quedado en la sombra en las discusiones de los años precedentes, centradas sobre todo en el aspecto intelectual.

Con el nuevo planteamiento parecía posible el riesgo de una interpretación unilateralmente histórica, o historicista, o meramente existencial o experiencia) de la revelación y del dogma, con la consiguiente desvalorización de la verdad y, en general, de los aspectos cognoscitivos de revelación y de la fe. A esa posibilidad apuntaban las reservas de Pío XII en la Encíclica Humani generis en la que denuncia el intento de algunos de liberar a los dogmas de la terminología tradicional presentada como una adherencia al mensaje original de la Escritura y de los Padres. Como los misterios de la fe no se pueden expresar nunca con conceptos adecuadamente verdaderos, las formas de expresarlos serian aproximativas y siempre cambiantes, así pues, al mismo tiempo que expresan la verdad, la deforman. Todo esto, continúa la Encíclica, conduce al «relativismo» dogmático, que se ve favorecido además, por el desprecio de la doctrina tradicional y de los términos que la expresan. A continuación, reconoce que los términos usados por las escuelas y por el magisterio pueden ser perfeccionados. Pero que aquellas expresiones formadas durante siglos para llegar a algún conocimiento y comprensión del dogma, no se apoyan indudablemente sobre un fundamento tan caduco. «Se apoyan en cambio en principios y nociones deducidas de un verdadero conocimiento de lo creado» (D. 3883).

El Concilio Vaticano II, por su parte, quiso situarse en una línea más pastoral que dogmática. Confirmó, naturalmente, y en cierto sentido amplió la tradición dogmática, pero su objetivo no fue proponer nuevos dogmas. La misma terminología «dogma», «dogmático», etc., está prácticamente ausente del Concilio, exceptuando los títulos «constitución dogmática» y similares. A otro nivel, también ha tenido su importancia la doctrina de la jerarquía de verdades (UR 11).

A un nivel teológico, con referencias, por tanto, a la discusión en el interior de la teología, intervino la Comisión Teológica Internacional con un interesante documento que publicó en 1988 sobre la interpretación de los dogmas, en el que se describía la situación así como los diversos modos generales de afrontar la cuestión, y se ofrecía una explicación y fundamentación teológica. A nivel doctrinal, por su parte, las Declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a partir de 1972, fueron creando un nuevo clima respecto a la oportunidad o necesidad de tratar explícitamente del dogma. Así lo hace, de hecho, el Catecismo de la Iglesia Católica, que se ocupa del dogma en los números 88-90. El Catecismo se refiere a los dogmas como verdades contenidas en la revelación divina, o necesariamente ligadas a ella, propuestas por el magisterio en una forma que obliga al pueblo cristiano a una irrevocable adhesión de fe. Pone además a los dogmas en relación con la vida cristiana, y se refiere finalmente a la relación de los dogmas entre sí, citando a este respecto el texto de Unitatis redintegratio sobre la jerarquía de verdades.

La Encíclica Fides et ratio (14.1X.1998) también se ha referido a los enunciados dogmáticos. En el contexto de este documento, que «centra su atención sobre el tema de la verdad y de su relación con la fe» (FR 6), Juan Pablo II se pregunta cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas dogmáticas en que se expresa. Tras afirmar que las tesis del historicismo no son defendibles, remite a «una hermenéutica abierta a la instancia metafísica» que permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad que expresan, verdad que trasciende a esos condicionamientos.

II. LA VERDAD DEL DOGMA.

El proceso de introducción -cada vez más consistente- de la categoría «dogma» en la tradición de la Iglesia significa que la tradición se reconoce a sí misma en lo que los dogmas enuncian. El dogma muestra de ese modo su naturaleza de testimonio de la tradición.

El lugar clásico sobre la noción de dogma se encuentra -como ya se ha señalado- en el Concilio Vaticano I, el cual, sin usar ese término, afirma que se ha de creer con fe divina y católica «todo lo que se contiene en la Palabra de Dios escrita o entregada [Verbo Dei scripto vel tradito] y que ha propuesto por la Iglesia, bien mediante n juicio solemne, bien mediante el magisterio ordinario y universal, como divinamente revelado» (D. 3011). En este texto aparece sobre todo el sentido formal del dogma, ya que viene presentado como tal lo que responde a unas condiciones determinadas: la afirmación de la Iglesia (1), mediante un juicio solemne o el magisterio ordinario y universal (2), de que una verdad que se contiene en la Escritura o en la Tradición y que ha sido revelada por Dios (3). De estas verdades se afirma que han de ser creídas «con fe divina y católica».

Desde la perspectiva de la consideración formal, el dogma es único: es dogma todo lo que realiza las condiciones anteriormente expuestas. Pero cuando se habla de «dogmas» o de un dogma determinado, se hace en referencia directa no a los elementos formales, que sin embargo los condicionan, sino al contenido que expresan. Atendiendo al contenido, se puede hablar de una jerarquía entre los dogmas.

El análisis y la presentación del dogma deben dar cuenta de cuatro aspectos esenciales de su realidad: naturaleza, fundamentación, interpretación y desarrollo.

Las cuestiones implicadas en el dogma tienen que ver directamente con la revelación divina y con el magisterio de la Iglesia; asimismo, tienen que ver con la Escritura y la Tradición. En un nivel distinto, el dogma está en relación también con la verdad, con el lenguaje y con la historia. En efecto, hay un dogma cuando, en un momento determinado, distinto del tiempo de la revelación, el magisterio propone una verdad como revelada por Dios, y lo hace con una formulación que es -o al menos puede ser- diversa a la que utiliza la Escritura. Además, después de formulado, el dogma debe ser interpretado. Una consecuencia que se concluye de todo ello es que la noción de dogma no se define desde si misma, sino que, en cuanto categoría teológica, está sujeta a la comprensión, también teológica, de las realidades con las que se relaciona.

1. Dogma y verdad.

Al definir al dogma por su relación con la verdad, y al afirmar su carácter cognoscitivo, la teología se distancia de la interpretación meramente simbólica o práctica de los enunciados dogmáticos. No por ello, sin embargo, su relación con la verdad se presenta como una cuestión simple. En efecto, la relación entre el dogma y la verdad no tiene lugar en el puro absoluto sino dentro de las coordenadas de la historia. Por una parte, se trata de una verdad que es alcanzada y presentada mediante formulaciones lingüísticas, y por otra, del cambio o progreso de las circunstancias históricas de su formulación. Estamos, en otras palabras, ante la relación entre la verdad y la historia.

a) Verdad e historia. El concepto de verdad que aquí nos interesa es el de verdad teológica, que es la propia del dogma. Hoy resulta casi innecesaria la insistencia en la distinción entre la verdad filosófica y verdad bíblica. El sentido bíblico de verdad, entendida sobre todo como fidelidad, no se da como en un vacío de reflexión, sino que ésta le acompaña, llegando así a descubrir el carácter fundante de la comprensión teológica de la verdad y de la realidad. La noción filosófica de la verdad -con toda la variedad que presenta en nuestros días- no puede, por su parte, excluir aspectos enriquecedores que superan la mera racionalidad y que provienen de una comprensión más amplia del conocer.

La relación del dogma con la verdad considerada en general, se expresa en términos de validez y permanencia de las formulaciones dogmáticas. Si se alude, en cambio, a su relación con la historia, lo que se plantea es la pregunta por su cambio, adecuación a las cambiantes determinaciones históricas, validez en circunstancias concretas. De ese modo, el dogma se presenta como punto de confluencia crítica entre la verdad y la historia. Según como se entienda el condicionamiento mutuo entre la verdad y la historia, así se presentarán las diversas concepciones del dogma. Las posibilidades a este respecto son, principalmente, tres:

1º) Según la primera de ellas, verdad e historia se identifican, de modo que la verdad sólo se da en cuanto dimensión histórica, cambiante y mudable, resultado de lo que sucede en cada momento del acontecer. ¿Cómo se comprende entonces el dogma? De una doble manera: en un sentido, el dogma sería la formulación de la verdad revelada, válida para unas circunstancias determinadas, y sólo para ellas, de modo que, sacado de su contexto histórico, no habría dificultad de principio para calificarlo como error. En otro sentido, el dogma seria el resultado de la absolutización de su aspecto escatológico, es decir, la verdad total que sólo se capta en la Parusía.

2º) Opuesta a la anterior es la concepción que considera que la verdad es ajena a la historia. La verdad sería algo inmutable y eterno, la captación de la esencia de las cosas que no puede mezclarse con lo histórico -referido necesariamente a lo cambiante- sin verse afectada en sí misma. De acuerdo con esta concepción, el dogma consistiría en la comunicación de una verdad divina que permanece extrínseca a la historia -que ni la afectaría ni se vería afectada por ella-, pero que, en cuanto tal verdad divina, debe ser aceptada por los seres históricos.

3º) La tercera posibilidad no es propiamente un término medio entre las dos anteriores, aunque evita los riesgos evidentes de los extremos. Según esta concepción, la verdad es y al mismo tiempo, en cierto modo, se hace. Para comprender este principio, es necesaria una reformulación de nociones filosóficas básicas de modo que queden salvadas la naturaleza de la verdad y la realidad de la historia. Sólo en el tercer sentido hay lugar para replantear el problema de una auténtica relación de la verdad con la historia. Para lograrlo resulta necesario recorrer la vía de la interpretación. La interpretación hace compatible y permite entender que existan verdades universales que conservan todo su valor por encima del espacio y el tiempo y que, al mismo tiempo, esas verdades no lleguen a ser reconocidas como tales independientemente de situaciones o discusiones históricas concretas.

b) El encuentro con la interpretación. La pregunta inevitable que surge casi de inmediato es la siguiente: si el hombre al conocer parte siempre de unos presupuestos, ¿es posible conocer una verdad que exista por sí misma? La relación sujeto-objeto en el círculo hermeneútico, ¿arroja realmente algo más que interpretaciones sucesivas?

En ese contexto, la pregunta por la naturaleza del dogma puede parecer una provocación. Una mirada atenta descubre, sin embargo, que la dificultad no viene dada, propiamente, por la existencia de dogmas, sino que es mucho más radical: ¿es posible hallarse en las condiciones que permiten hablar propiamente de verdad y escapar, en consecuencia, a la tentación del escepticismo?

Para responder positivamente a la pregunta anterior es preciso justificar el alcance metafísico del lenguaje. Es cierto que no se deben identificar ingenuamente el dogma y la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, es necesario afirmar la capacidad que el conocimiento humano tiene de captar la revelación de Dios, y de expresarla a través del lenguaje. Sólo así se puede hallar el punto de equilibrio que permite evitar una identificación indebida entre el dogma y la verdad de Dios, y, a la vez, cualquier forma de agnosticismo teológico.

c) El lenguaje. Los dogmas se dan siempre en forma de enunciados, proposiciones, formulaciones o afirmaciones; es decir, expresan lingüísticamente un contenido de la revelación. La adecuación entre la formulación lingüística y el contenido de fe que expresa nunca es total. Ahora bien, el principio de la no-adecuación total tiene un significado ambivalente. Por un lado es cierto que entre el enuntiabile y la res hay una distancia, según el famoso principio de Tomás de Aquino (S.Th., II-II, q.1, a.2 ad 2). Al mismo tiempo, sin embargo, esa distancia no puede ser tanta que la relación entre la expresión y el contenido no admita ser calificada de verdadera o falsa, como pretenden algunos. Si ante la fijación terminológica no se debe plantear la cuestión de la verdad sino la de la conveniencia, se está dando un acercamiento a la teoría que reduce la naturaleza del dogma a la categoría de expresión simbólica. Ahora bien, si la naturaleza de los dogmas fuera simbólica, entonces estaría sometida a la cultura en la que ese símbolo tiene sentido, y deberían cambiar con el mismo ritmo con el que cambia la cultura. Hay que decir, en cambio, que los dogmas son afirmaciones de realidad, susceptibles, por tanto, de un juicio verdadero.

La apertura de la revelación para el conocimiento y el alcance metafísico del lenguaje son consecuencias de la estructura analógica de la realidad. El misterio de Dios no se sitúa más allá de toda afirmación humana que manifiesta un conocimiento real. Ya por la creación, pero de un modo más claro por la encarnación, Dios se ha hecho accesible al hombre, al que ha dado a conocer su verdad, permaneciendo al mismo tiempo libre e inabarcable en su misterio. Por eso, la comprensión de los dogmas debe ser siempre comprensión analógica. Sólo de esta manera se justifican, no sólo los dogmas, sino también -aunque sea a otro nivel- la teología, e incluso el carácter noético de la revelación.

d) La tradición. El principio según el cual el hombre encuentra la realidad en un contexto cultural interpretado por la tradición, fuertemente sentido por la época clásica y por el pensamiento del Oriente cristiano, recibe una acogida menor en el Occidente contemporáneo donde sigue todavía vivo el principio ilustrado del progreso, con la consiguiente sobrevaloración de lo nuevo. Para una mentalidad de este tipo, la tradición es sinónimo de caducidad, de algo cuya validez está ya periclitada. Como resultado de todo ello, una racionalidad histórica, separada de la memoria, con ojos, por tanto, sólo para el presente ha instaurado su dominio en la sociedad y, con menos generalidad, en la ciencia.

El advenimiento de la hermenéutica ha hecho caer en la cuenta, finalmente, del papel positivo y necesario de la tradición (Gadamer, entre otros). Es cierto que existe el riesgo de que el peso de una determinada tradición secuestre la verdad y acogote la libertad. Pero es más cierto todavía que, privado de tradición, el hombre no está suficientemente instalado en el mundo y se halla, por consiguiente, expuesto a todo tipo de manipulaciones, e incluso al nihilismo.

Cuando se trata no sólo de una mera tradición humana que atesora lo más significativo del pasado, sino de la tradición que tiene su origen en el hecho de que el Absoluto ha entrado en la historia, las relaciones se trastocan. Entonces no sólo la historia pasa a ser tradición, sino que en Cristo hay un recomienzo del tiempo y de las relaciones entre la tradición, la historia y el progreso. Por tanto, lo Absoluto se da en un presente continuo. No quiere decir eso que lo Absoluto no se distinga de la temporalidad; físicamente, si fuera lícito hablar así, lo Absoluto se da durante un periodo de tiempo limitado. Pero una vez que se da esa intersección con la historia, ésta queda afectada definitivamente. La tradición recoge entonces las variadísimas consecuencias de la presencia del Absoluto en la historia. Al mismo tiempo, esa tradición no queda ahora fijada en el pasado, porque el pasado es permanentemente actualizado por la presencia viva y vivificante -a través de la palabra y el sacramento- de Dios, que dirige el tiempo hacia una consumación plena.

2. Dogma y tradición de la Iglesia.

El principio «tradición» es formalmente necesario para cualquier conocimiento con entraña histórica. De cara a la teología, sin embargo, el significado de la tradición se enriquece notablemente porque aquí no se trata sólo de la forma temporal del pasado que se halla implicada en todo proceso histórico, sino de una tradición determinada, la tradición de la Iglesia. Esta tradición encuentra su razón de ser no a la luz de la vida de una sociedad -que en este caso es más resultado que origen de la tradición- sino situada en la estela del acontecimiento de Cristo. El dogma cristiano pertenece precisamente a esta «traditio Christi et Ecclesiae», y encuentra su naturaleza y justificación por su relación con Cristo y con la Iglesia.

La oposición entre dogma y Evangelio, aunque ya apuntada por autores como Erasmo, se sitúa sobre todo en la órbita de la Reforma protestante. Según Lutero, los dogmas han complicado y perturbado la simplicidad original del Evangelio. El resultado ha sido, según el pensamiento protestante en general, que una realidad divina -el Evangelio- tiende a ser sustituido por la especulación humana, lo cual afecta a la fe cuya gratuidad y entrega queda contaminada por obra de la razón.

El Concilio de Trento recuperó la noción bíblica y patrística de Evangelio. Por su parte, el Vaticano II se ha referido al Evangelio como a la realidad básica de la revelación, incorporando el elemento salvífico: el Evangelio comprende la entera revelación de Jesucristo -entendida de acuerdo con los números 2 y 4 de Dei Verbum- que sería más tarde plasmada por escrito en los cuatro evangelios (cf. DV 7).

Estrictamente no cabe una identificación entre la Sagrada Escritura y el Evangelio. La Escritura es testigo del Evangelio, un testigo cualificado, pero que no agota la realidad de aquél. La distancia que existe entre Escritura y Evangelio ayuda a comprender lo ilegitimo del rechazo del dogma en nombre de la Sagrada Escritura, rechazo que sólo tiene sentido si se identifican Escritura y Evangelio. Pero el Evangelio no es un libro sino la presencia del Cristo vivo, que, en el Espíritu, hace que la vida de la Iglesia sea siempre el «hoy» del mismo Cristo. Por eso, el Evangelio no es una realidad pasada históricamente, sino presente-futura.

Además de la Sagrada Escritura, también la Tradición es testigo del Evangelio. La tradición comprende los datos de la historia, el esfuerzo de la razón y la acción fiel o práctica cristiana (M. Blondel). Si nos fijamos en el segundo de los elementos -el esfuerzo de la razón- descubriremos que es precisamente el que permite dar cabida al dogma. La actividad de la razón se da en continuidad con los datos de la historia y de la práctica cristiana, de forma que los tres elementos constituyen una unidad en la que las partes se afectan necesariamente: el conocimiento histórico del Evangelio no es independiente de la inteligencia ni de la vida; el conocimiento dogmático depende del histórico y de la práctica; la práctica tiene sus raíces en la historia y su razón de ser en la reflexión.

Por esta vía, el dogma, en cuanto elemento de la tradición, es también testimonio del Evangelio, de forma que no se conoce el Evangelio pasando de largo por el dogma. Al ser el Evangelio siempre más rico que el dogma, éste se muestra testigo del Evangelio en la medida en que es capaz de integrar nuevos aspectos del Evangelio que no tenían que ser necesariamente deducibles de las premisas del dogma actual.

La oposición Evangelio-dogma carece, en consecuencia, de fundamento y adolece de una notable insuficiencia cristológica. Si se admite, en cambio, que el Evangelio se conoce por la Sagrada Escritura y la Tradición, el dogma entra naturalmente en la secuencia de la captación y comprensión del mismo Evangelio. Dicho en otras palabras: si es la Iglesia la que recibe el Evangelio, la Iglesia misma es la que da lugar a los dogmas.

3. La interpretación de los dogmas.

La interpretación de los dogmas no se puede separar de la simple intelección, porque, de hecho, el que comprende ya está interpretando el texto y haciendo su aplicación. Tomada en este sentido, la interpretación de los dogmas es un proceso no reflejo gobernado por las facultades del conocimiento y por el sentido de la fe. Sin perder de vista este primer significado de interpretación, se puede avanzar a una mayor comprensión de la palabra exterior para llegar a la única y eterna palabra de Dios, es decir, al misterio revelado por Cristo.

El camino que recorre la interpretación de los dogmas tiene dos presupuestos: el primero es el valor permanente de la verdad revelada; el segundo, la diversidad de las manifestaciones históricas, o mejor, la actualidad de la misma verdad. Ratzinger ha sintetizado atinadamente la naturaleza de la hermeneútica como «la pregunta ontológica que se interroga sobre la unidad de la verdad en la diversidad de sus manifestaciones históricas [...] Se trata de un verdadero progreso en el que lejos de eliminar el pasado, se lo potencia y se lo mejora» (Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, 18).

La interpretación actual de los dogmas se da en el ámbito de la tradición y está ligada a la historia de la misma tradición y de los dogmas, cuyos principios la rigen también a ella. Esto quiere decir, en primer lugar, que la interpretación que actualiza no consiste en un proceso puramente intelectual, ni exclusivamente existencial o social. En realidad, la interpretación de los dogmas -y esto vale también para el progreso- entra dentro del progreso de la tradición. De ésta afirma Dei Verbum que «progresa en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo. Y así, crece la comprensión tanto de las cosas como de las palabras transmitidas ya por la reflexión y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón, ya con la profunda inteligencia que experimentan de las cosas espirituales, ya con la predicación de aquellos que con la sucesión episcopal han recibido un carisma cierto de la verdad» (DV 8). La interpretación que actualiza los dogmas está, pues, inspirada y guiada por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano; implica el esfuerzo del creyente; mantiene una relación viva con la vida de fe y la sabiduría interior que brota de la experiencia espiritual -y en este caso es de particular interés el testimonio de los santos-; tiene lugar dentro de la comunión, a la que la interpretación enriquece.

En cuanto al magisterio, su significado y valor «sólo son comprensibles en referencia a la verdad de la doctrina cristiana y a la predicación de la Palabra verdadera» (Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción Donum veritatis (24.V.90), 14. Su misión consiste en afirmar el carácter definitivo de la alianza de Dios con su pueblo por medio de Cristo. El magisterio participa del carácter «escatológico» del acontecimiento de Cristo lo cual le permite garantizar la «posibilidad objetiva de profesar sin errores la fe auténtica en todo momento y en las diversas situaciones» así como de proponer de modo definitivo enunciados de fe que derivan de la revelación. De este modo, el magisterio presta un servicio a la verdad cristiana en favor de todo el pueblo de Dios. Por eso, la misma verdad cristiana es la norma normans del magisterio, siendo éste la norma normata (cf. ibid., 14-16).

Una vez dicho lo anterior, se debe reconocer, sin embargo, que para que la interpretación de los dogmas dé lugar a un auténtico desarrollo dogmático se precisa que la «nueva» interpretación, sea cual sea su origen (carismático, doctrinal, espiritual...) sea formulable y conocida. Newman había hablado de una «explicit and implicit reason», como los dos momentos de un mismo proceso. M. Blondel, por su parte, sintetizó este paso de la vida al conocimiento mediante el principio «de lo implícito vivido a lo explícito conocido». A pesar de lo feliz de la fórmula, no es difícil observar que sigue pendiente la mediación de un principio entre lo vivido y lo conocido. La regla que mantiene la identidad en el paso de uno a otro es, sin duda, la acción del Espíritu Santo. Parece necesario, sin embargo, reconocer también la presencia, dentro de lo vivido, de un «implícito conocido», es decir, de un principio lógico que impida la mera irracionalidad en todo fenómeno de tradición real viva. La tradición está dotada de un dinamismo interior regido por la presencia de Cristo, actualizada por el Espíritu Santo, en la Iglesia. La tradición real viva, que se desarrolla también en su ser conocida, no es sino la expresión de esa unidad entre el Cristo-Logos y el Espíritu de amor y de verdad.

De cara a fijar algunos criterios particulares para la interpretación actual de los dogmas, es claro que, sean los que sean, han de girar en torno al gran criterio que es el mismo Cristo (cf. Comisión Teológica Internacional, «La interpretación de los dogmas») Toda interpretación ha de ser cristológica. De ese eje proceden en primer lugar el «criterio de origen», que es la apostolicidad, y el «criterio de comunión», que es el de la catolicidad. A ellos se une el «criterio antropológico», que no significa naturalmente que el hombre sea la medida de la interpretación, sino más bien que el hombre es el punto de encuentro o destinatario de la interpretación de la fe y de los dogmas. El hombre en cuanto camino de la Iglesia en la explicitación de sus dogmas (RH 14) aparece iluminado si se considera la coherencia analógica entre su fin último y su conocimiento natural con la inteligencia más profunda de los misterios, así como con los signos de los tiempos.

El Catecismo de la Iglesia Católica que, como se ha visto, se ha referido explícitamente a los dogmas, los pone en relación a éstos con la vida espiritual del cristiano, invitando de ese modo a superar la idea de los dogmas como algo abstracto, como meras fórmulas que se deben confesar para expresar la corrección de la fe. «Existe -se lee en el número 89- un vínculo orgánico entre nuestra vida espiritual y los dogmas. Los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro. De modo inverso, si nuestra vida es recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos para acoger la luz de los dogmas de la fe».

Bibliografía

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, «La interpretación de los dogmas», en Documentos 1969-1996, Madrid 1998, 417-453. Y. CONGAR, La fe y la teología, Barcelona 1970. C. IZQUIERDO, «El dogma y las fórmulas dogmáticas», en IDEM, Teología Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao 1999, 667-714. W. KASPER, Dogma y Palabra de Dios, Bilbao 1969; «Dogma-evolución del dogma», en Diccionario de conceptos teológicos, I, Barcelona 1989, 262-275. ).H. NEWMAN, Teoría del desarrollo doctrinal (Sermones Universitarios, XV), Sant Cugat del Vallés 1991. L. SCHEFFCZYK, Los dogmas de la Iglesia, ¿son también hoy comprensibles?, Madrid 1980.

C. Izquierdo