Diccionario de Teología


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Teología
I. NATURALEZA DE LA TEOLOGÍA
   1. La actividad teológica
   2 La teología es desarrollo espontáneo de la fe. Es fe pensada.
   3. Teología y teólogo.
   4. Noción de teología.
   5. La teología como trabajo eclesial.
   6. Ciencia de Dios y de la salvación humana.
II. MÉTODO TEOLÓGICO
   1. La escucha de la fe.
   2. La comprensión de la fe
III. LA TEOLOGÍA COMO CIENCIA
   1. Introducción.
   2. La teología como ciencia en el pensamiento de Tomás de Aquino.
   3. La especificidad de la teología como ciencia.
   4. La autonomía de la teología.
   5. Una mirada de conjunto.
IV. LAS DISCIPLINAS TEOLÓGICAS
   1. La unidad del saber teológico.
   2. Teología fundamental.
   3. Teología dogmática.
   4. Teología moral
   5. Teología espiritual.
   6. Teología pastoral
   7. Sagrada liturgia
   8. Teología bíblica
   9. Teología ecuménica
Tiempo
I. ANÁLISIS FILOSÓFICO
II. VISIÓN BÍBLICO-TEOLÓGICA
III. TIEMPO (SENTIDO LITÚRGICO)
Trabajo
I. PARA UNA APROXIMACIÓN A LA CARACTERIZACIÓN DEL TRABAJO
II. EL TRABAJO EN EL CONTEXTO DEL MENSAJE BÍBLICO Y CRISTIANO
III. HITOS DE LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA Y TEOLÓGICA SOBRE EL TRABAJO
   1. La cultura y el pensamiento griegos
   2. El pensamiento patrístico y medieval
   3. La época moderna
IV. TRABAJO, ÉTICA Y ESPIRITUALIDAD
Tradición
I. DIMENSIÓN HISTÓRICA
   1. La tradición en el Nuevo Testamento
   2. La tradición en los Padres
   3. La tradición en el magisterio de la Iglesia
II. DIMENSIÓN SISTEMÁTICA
   1. Tradición y Trinidad
   2. Tradición e Iglesia
   3. Tradición y progreso
   4. Tradición y Escritura
   5. Tradición apostólica y tradiciones eclesiales
   6. Los elementos de la tradición
   7. Los testimonios de la Tradición

 Ť    Teología    ť 

I. NATURALEZA DE LA TEOLOGÍA

1. La actividad teológica

Teología es la actividad creyente que trata de comprender más profundamente la Palabra de Dios y de exponerla de manera ordenada y sistemática, en base a la Sagrada Escritura, la tradición de la Iglesia, y la razón humana iluminada por la fe.

La teología presupone la fe en el Dios Vivo de la Revelación judeo-cristiana, que es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y sobre todo el Dios y Padre de Jesucristo. Se basa en la capacidad de la razón humana para acercarse a los misterios revelados, con el fin de contemplarlos y exponerlos con el máximo rigor posible y con el respeto religioso que merecen.

Es una tarea de hombres y mujeres creyentes, pero no es una empresa individual. Es la Iglesia misma quien a través de ellos busca comprender y profundizar mejor en su propia fe. La teología se hace a partir de la vida de la Iglesia, en su beneficio y para su crecimiento.

La teología es una actividad humana. Es decir, no se identifica con la misma sabiduría divina, aunque tenga mucho que ver con ella. No es un saber infundido por Dios en el intelecto humano, sino que procede del esfuerzo laborioso y voluntario de ese intelecto, iluminado por la fe cristiana.

La teología se desarrolla en el marco de la gran empresa intelectual humana, y participa del carácter de todo impulso racional, que tiende por definición a la inteligibilidad y a la coherencia.

Hay continuidad entre teología cristiana y la actividad general humana dedicada a la comprensión racional del mundo. Es decir, hay continuidad entre el quehacer teológico y el empeńo racional de la filosofía y de las ciencias empíricas.

2 La teología es desarrollo espontáneo de la fe. Es fe pensada.

a) La teología no procede de la simple curiosidad intelectual ni se dedica a satisfacerla.

No se ocupa de cuestiones o especulaciones puramente intelectuales y teóricas, ni se dedica a ampliar el campo de nuestra información ordinaria.

La teología es una ciencia de salvación, que debe en último término ayudar al hombre a conseguir su destino eterno. No es un lujo intelectual, sino una necesidad de la vida cristiana. ŤEn la fe cristiana están intrínsecamente ligados el conocimiento y la vida, la verdad y la existenciať (Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 1990, n. 1).

b) La teología existe, en primer lugar, como un desarrollo natural y espontáneo de la vida de fe. Es una manifestación de vitalidad espiritual. Es un movimiento necesario de la misma razón y existencia creyentes, que buscan penetrar y asimilar mejor los misterios creídos.

ŤHacer teología es una tarea exclusivamente propia del creyente en cuanto creyente, una tarea vitalmente suscitada y en todo momento sostenida por la feť (Insegnamenti di G. Paolo II, V, 3, 1982, 1051). Como el hombre es naturalmente un filósofo, así el cristiano es naturalmente un teólogo.

ŤEl trabajo del teólogo responde al dinamismo presente en la fe misma: por su propia naturaleza la Verdad quiere comunicarse, porque el hombre ha sido creado para Percibir la Verdad y desea en lo más profundo de si mismo conocerla para encontrarse con ella y descubrir allí su salvación [...] La Teología contribuye a que la fe sea comunicable y a que la inteligencia de los que todavía no conocen a Cristo la pueda buscar y encontrarť (Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, n. 7).

c) La actividad teológica procede por tanto de la fe. Es un saber de fe que supera la razón sin negarla. La existencia de la teología se explica por las características propias de la fe, que por un lado posee ya su objeto y por otro está en continuo movimiento hacia él, con el fin de aprehenderlo mejor y amarlo más.

Por su carácter íntimo de adhesión a un misterio, el acto de fe incluye simultáneamente un aspecto de tranquilidad o quietud y un aspecto de sana inquietud o de búsqueda. Tanto san Agustín como santo Tomás de Aquino lo tienen en cuenta cuando hablan de la fe que busca entender (fides quaerens intellectum), y de que creer es pensar con asentimiento: cum assensione cogitare II-H, 2, 1).

La razón está hecha para la evidencia, y la adhesión de la fe va acompańada necesariamente de una búsqueda. Adhesión e inclinación a ver son dos aspectos esenciales del acto humano de la fe.

La teología es posible y necesaria porque el objeto de la fe se presta en sí mismo a una reflexión. Si el creyente acepta los misterios de la Revelación es porque considera que no están desprovistos de sentido y afectan a los asuntos fundamentales de su existencia. El contenido de la fe implica cierta inteligibilidad y coherencia de la fe misma, y puede convertirse en objeto de reflexión y de estudio más profundo.

La reflexión propia de la fe puede revestir, por lo tanto, dos formas principales. Una es la manera espontánea de pensar sobre lo que creemos, tal como puede encontrarse ocasionalmente en todos los fieles cristianos. Hay además una reflexión deliberada, rigurosa y metódica, que es lo que propiamente llamamos teología.

Sin la fe no es posible la teología, que sólo puede basarse en el carácter sobrenatural del conocimiento revelado. Fuera de la fe se puede estudiar el cristianismo, pero en tal caso estamos en presencia de una simple ciencia del espíritu, no de la teología. Por eso se dice que Ťla fe es como el hábito de la teologíať (Tomás de Aquino, In Boethii de Trinitate, 5, 4, 8). La teología no es una mera actividad intelectual profana. Es una ciencia religiosa, o la fe en estado de ciencia.

3. Teología y teólogo.

Los términos teología, teólogo y otros pertenecientes a la misma familia semántica aparecen usados con relativa frecuencia en el paganismo. La palabra teología sirve a los antiguos griegos para designar los relatos de poetas, como Homero y Hesíodo, que se refieren a los dioses.

Platón emplea al menos una vez la palabra teología, que es para él sinónimo de mitología en su valor y sentido más profundos. Aristóteles lo usa con un significado parecido, pero lo amplía y hace sinónimo de metafísica.

Los autores cristianos introducen en el término aspectos nuevos.

San Justino conoce el verbo theologein, que designa la actividad exegética cristiana sobre los textos bíblicos (Diálogo con Trifón, 113, 2). Clemente de Alejandría refleja el espíritu de Platón cuando alaba al estoico Cleantes con la observación de que este filósofo no ofrece en sus escritos teogonía sino verdadera teología.

Para Orígenes, teología es ya una doctrina recta sobre Dios, y particularmente sobre Cristo, considerado Dios Salvador (Contra Celsum, 6, 18; Commentarium In Joannem, 2, 34).

San Atanasio introduce el concepto de conocimiento teológico, y habla asimismo de la perfección y carácter completo de la teología como ciencia de Dios Trino (Orationes Tres contra Arianos, PG 26, 48 y 49).

San Basilio es el primero que distingue entre teología, como doctrina sobre Dios, y economía, como historia de salvación. En correspondencia con su sentido literal, la teología se ocupa del misterio de Dios considerado en sí mismo, mientras que la economía se centra en el misterio de la salvación humana realizada por Jesucristo (Epístola 8, 3; Adversus Eunomium, PG 29, 577).

Es interesante hacer notar que Evagrio Póntico, escritor ascético casi contemporáneo de Atanasio y Basilio, habla de la teología como actividad no discursiva, sino unitiva respecto a Dios.

Este uso relativamente atípico de las voces teología y teológico es del todo afín al sentido que, en los escritores cristianos de los primeros siglos, recibe la palabra teólogo. El teólogo es un vidente directo de los misterios divinos, que se hallan patentes a su espíritu por gracia extraordinaria. Teólogo es quien goza de la contemplación mística de Dios.

El término teología presenta en los escritores cristianos del Occidente latino una aparición lenta y relativamente tardía. Tertuliano lo usa pero no lo aplica a la ciencia cristiana de Dios.

San Agustín emplea cerca de ochenta veces las palabras teología y teólogo, pero lo hace casi siempre en el sentido que les daba el autor latino Varrón (27 a. C.). Éste distinguía entre teología física o natural (interpretación filosófica de la mitología), poética (mitología), y política (culto sagrado). En contraste con este planteamiento, Agustín reivindica un saber sagrado más fiel a su objeto divino.

Para Juan Escoto Eriúgena (siglo IX) la teología es principalmente la Palabra misma de Dios consignada en las Sagradas Escrituras. Es la parte primera y suprema de la Sabiduría, que se acerca a Dios mediante la afirmación y la negación.

Pedro Abelardo (1079-1142) es el primero que utiliza la palabra teología con el sentido que hoy recibe entre nosotros. El saber teológico se dispone por este tiempo a adquirir rango de disciplina académica en las recién creadas Universidades (la Sorbona de París se funda en el siglo XII), y se diferencia claramente de la filosofía, de los estudios bíblicos, y del derecho canónico.

Habrá que esperar al siglo XIII para encontrar el término con la significación científica y epistemológica que conocemos. Coexiste entonces todavía por un largo tiempo con expresiones como doctrina cristiana, sacra scriptura, sacra o divina pagina. Santo Tomás de Aquino se sirve de sacra doctrina en la cuestión primera de la Suma de Teología. Habla a veces también de teología en sentido moderno, es decir, para referirse a una disciplina concreta que se ocupa de analizar racionalmente el dato revelado (In Boethii de Trinitate, 2, 3, 7; CG 4, 25; S.Th., I-II, 71, 6, 5).

A partir de este momento histórico, teología es la voz que se reserva prácticamente en el ámbito cristiano para designar el conocimiento sistemático y discursivo acerca de Dios y los misterios revelados.

4. Noción de teología.

a) La teología puede definirse como la ciencia en la que la razón del creyente, guiada por la fe teologal, se esfuerza en comprender y percibir mejor los misterios revelados en sí mismos y en sus consecuencias para la existencia humana.

La actividad teológica es Ťfides quaerens intellectumť: fe que busca entender, impulsada no por una actitud de simple curiosidad, sino de amor y veneración hacia el misterio. San Anselmo de Cantorbery (1033-1109), que es el autor de esa expresión que indica la esencia de la teología, observa que Ťel creyente no debe discutir la fe, pero manteniéndola siempre firme, amándola y viviendo conforme a ella, puede humildemente, y en la medida de lo posible, buscar las razones por las que la fe es así. Si consigue entender, lo agradecerá a Dios; si no lo consigue, se someterá y la veneraráť (PL 158, 263 c).

b) La fe es siempre presupuesto absoluto de la teología, no sólo porque es su materia prima, dado que la teología se hace a Partir de la fe, sino porque la buena teología se debe hacer desde dentro de la fe. Por eso afirma san Agustín: Ťintellige ut credas, crede ut intelligasť (has de entender para creer y has de creer para entender) (Sermón 48, 7). Y otros autores posteriores, san Anselmo entre ellos, dicen: Ťsi no creéis, no entenderéisť.

La teología es desarrollo de la dimensión intelectual del acto de fe. Es fe reflexiva, fe que piensa, comprende, pregunta y busca. Trata de elevar dentro de lo posible el credere al nivel de intelligere, agrupando el conjunto de verdades de fe en un sistema bien clasificado, orgánico y coherente. Intenta construir intelectualmente lo revelado. En el dogma trinitario, por ejemplo, la Teología procurará explicar entre otras cosas por qué decimos los creyentes que el Padre es fuente y origen de la Trinidad, y por qué la segunda procesión se puede expresar de tres modos ortodoxos (el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; procede del Padre a través del Hijo; procede del Padre).

La teología es discursiva y metódica. Arranca de la fe y vive dentro de ella, pero usa el esfuerzo humano y avanza paso a paso, en un saber que necesita del tiempo para perfeccionarse y madurar.

c) La teología es imperfecta y susceptible de progreso, porque contiene aspectos de ciencia humana. Utiliza el pensamiento humano, que sirve también de instrumento a toda ciencia y a la filosofía. Se mueve a veces, por tanto, en el mismo espacio que ésta y afirma en ocasiones cosas que también la filosofía podría decir con rigor, aunque en un sentido profano y del todo diferente.

La teología es una actividad de carácter intelectual y no afectivo, aunque presupone amor y tendencia hacia los misterios sobrenaturales Su término no es directamente la unión con Dios, que es la meta de la vía mística, sino una captación detallada y bien construida de la Revelación, es decir, un conocimiento desarrollado de la fe, que no produce ni implica por sí mismo la contemplación.

5. La teología como trabajo eclesial.

La actividad teológica se desarrolla por parte de individuos concretos, que expresan en ella su propio estilo y su personalidad, pero no es un trabajo puramente individual. La teología es una actividad corporativa de la Iglesia, y nunca la reflexión privada de un teólogo. Sirve a la Iglesia y al bien de los hombres, y contribuye desde su sitio a la implantación social del Reino de Dios.

a) La labor de los teólogos se halla, por tanto, profundamente vinculada a la vida eclesial, de modo que puede ser considerada en cierto sentido un órgano de la Iglesia. La teología no es un oficio eclesiástico, según el sentido preciso que estos términos reciben en eclesiología y en derecho canónico. Pero puede ser considerada una función o ministerio, en sentido eclesiológico amplio, es decir, en el sentido empleado por el Concilio Vaticano II cuando habla del triple ministerio, doctrinal, sacerdotal y pastoral, de la Iglesia (LG 18. La Encíclica Ut unum sint (25.V.1995) habla de Ťla contribución que los teólogos y las facultades de la teología están llamados a ofrecer en el ejercicio de su carisma dentro de la Iglesiať, UUS 81).

La teología es así un aspecto determinado de la función doctrinal de la Iglesia, que engloba a su vez distintos niveles de actividad (Magisterio, teología, catequesis). Puede ser considerada una tarea específica y pública de la Palabra de la fe.

b) El teólogo es miembro de una comunidad viva. De esta comunidad recibe la fe, y con ella la comparte. Es éste el hecho que avala, sostiene, e interroga a la teología. Los teólogos están llamados, por tanto, a servir a la comunión, y tienen que dar gratuitamente lo que gratuitamente se les ha dado. El teólogo no intenta, por tanto, ejercitar su propio genio sino servir e ilustrar la fe común. Pone al servicio del pueblo cristiano su inteligencia y su corazón, y sabe que es juzgado por el mundo, pero sobre todo por la Iglesia.

c) La teología no es en la Iglesia una función delegada del Magisterio eclesiástico, ni una simple derivación de éste. Ejerce un trabajo propio, que le es necesario al Magisterio mismo en su tarea de declarar y explicar la doctrina católica (Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional (2.XII.94) n. 1, Insegnamenti XVII, 2, 973). Por eso el Magisterio ha de velar para que las elaboraciones teológicas no contradigan ni perjudiquen la fe de la Iglesia, y se mantengan en su papel de servicio al conjunto de la comunidad.

d) El público de la teología no es únicamente la comunidad cristiana. El teólogo se dirige también, aunque no lo haga siempre de modo explícito, al mundo de la cultura y a la sociedad en general.

Si bien el teólogo cristiano habla en nombre de una denominación confesional determinada, su palabra es relevante para todos los hombres y mujeres del planeta. La teología de la Iglesia no olvida la existencia de otros testimonios y factores de Verdad (Semina Verbi: AG 11), pero reclama sin arrogancia para su mensaje un contenido de verdades que considera cualificado por la novedad evangélica que posee. Se considera receptora, pero también se ve en condiciones de dar al mundo luces de las que el mundo carece.

6. Ciencia de Dios y de la salvación humana.

La teología es la ciencia de Dios. Su interés se centra en Dios y en su actividad salvadora en Jesucristo a favor de los hombres. Es una ciencia teocéntrica Sus afirmaciones arrancan de Dios para volver finalmente a Él.

La teología considera a Dios bajo la razón de deidad. Es decir, trata de Dios en cuanto Dios, el Dios vivo de la Revelación, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios Trino que se revela en la historia de la salvación. No se ocupa de Dios como la filosofía, que le alcanza sólo en cuanto causa de los seres creados y habla de Él según lo que se refleja de su Ser en la criaturas.

ŤEl Dios de los filósofos no es el Dios vivo y personal que nos testimonia la Biblia, sino un fundamento del mundo, un Incondicionado y un Absoluto que no puede ser denominado con un nombre personal, sino mediante conceptos abstractos. Al Dios de los filósofos no se puede orar.

ťCorresponde sin embargo al pensamiento filosófico sobre Dios como fundamento último de la realidad una importante función. Proporciona accesos para la comprensión de la fe, y muestra que la fe en Dios, que sobrepasa en mucho el puro pensar, no es irracionalť (Catecismo alemán para adultos, Madrid 1989, 25).

La ciencia teológica estudia el Ser de Dios en la medida en que puede alcanzarlo. No olvida que Dios es un profundo misterio, que no es un objeto del que se pueda dar información como de otros seres. La Sagrada Escritura se refiere a Él como el Dios Escondido, que habita una Luz inaccesible.

Que la teología es ciencia de Dios significa que todo se trata en ella desde el punto de vista divino y que ola afirmación cristiana no parte del hombre, ni siquiera del mundo, para hablar de Dios como demiurgo o axioma eterno, sino que parte de Dios, del Dios Vivo, absolutamente trascendente y libreť (Y. Congar, La fe y la teología, Barcelona 1970, 184).

La teología trata de Dios y le considera ya en Sí mismo -es decir, en su esencia, atributos y personas divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo-, ya como principio y fin de todas las cosas, y estudia entonces las criaturas, los actos humanos, las normas que rigen la conducta humana, la gracia divina y las virtudes.

La entera realidad del hombre y del mundo puede y debe ser objeto de consideración teológica, en cuanto referida a Dios y a sus designios. La teología no busca solamente una formulación de la Verdad divina en si misma, sino también su desarrollo y exposición para los hombres Le importa el misterio por sí mismo y también porque es el único que ilumina el misterio humano. De hecho comprobamos en la Biblia que las afirmaciones sobre Dios son también frecuentemente afirmaciones sobre el hombre y para el hombre.

La teología puede por lo tanto ocuparse de cualquier realidad terrenal, siempre que lo haga para explicar su sentido último según el Evangelio y para determinar su alcance espiritual y moral en el hombre.

La teología sigue siendo teocéntrica cuando se ocupa de modo especial del ser humano, porque Ťla antropología es de modo indisociable teología y cristología, dado que el modelo auténtico de hombre vivo es Jesucristo prefigurado en Adánť (Pablo VI, Discurso al Congreso mundial tomista, Insegnamenti VIII, 1970, 866). Juan Pablo II ha recogido y desarrollado estas ideas en la Encíclica Redemptor hominis (4.III.1979), principalmente cuando habla de que ŤCristo se ha unido a todo hombreť (RH 13) y explica por qué Ťtodos los caminos de la Iglesia conducen al hombreť (RH 14).

Bibliografía

C. IZQUIERDO, ŤLa Teología, intellectus et affectus fideiť, Ciencia tomista 122, 1995, 307-328. J.L. LORDA, ŤAvanzar en teologíať, Scripta theologica 18, 1986, 595-608.J. MORALES, Introducción a la teología, Pamplona 2004. A. PATFOORT, ŤTeologíať, Sacra Doctrina 34, 1989, 74-92.3. RATZINGER, Natura e Compito della Teologia, Milano 1993.

J. Morales

II. MÉTODO TEOLÓGICO

Las conclusiones del trabajo teológico son resultado de un singular trayecto (método), mediante el cual la fe entra en un decisivo e ininterrumpido diálogo con la razón. Santo Tomás de Aquino subrayó que la teología encuentra su origen en un acontecimiento comunicativo, que viene a consistir en la reflexión sobre aquello Ťque sólo Dios puede saber acerca de sí mismo y lo comunica a los demás por la revelaciónť (S.Th. I, 1, 6). De esta forma, el método teológico asume el ritmo binario de una ininterrumpida escucha e inteligencia de la fe (FR 65). En efecto, la escucha y la inteligencia de la fe propias de la trayectoria teológica son más que dos momentos claramente definidos, independientes y en último caso yuxtapuestos, antes, comparables a la ejecución de una melodía cuyo ritmo binario permite la interconexión de sus varios elementos y el surgimiento de una pieza musical, a cuya armonía contribuyen los diferentes instrumentos y los respectivos registros.

1. La escucha de la fe.

a) La epifanía de la Palabra.

El acontecimiento comunicativo en que Dios se revela al hombre consiste en la totalidad de la existencia de Jesús, Palabra de Dios, y especialmente en la totalidad compleja de su misterio pascual (DV 2). Por esa razón, el misterio pascual constituye tanto el objeto de la reflexión teológica como el trayecto (método) capaz de presentar la credibilidad del acontecimiento cristiano ante la razón humana: del mismo modo que la existencia cristiana, también la teología debe ocuparse solamente del Crucificado, y conocerle en virtud de aquella realidad que caracteriza necesariamente todo y cualquier camino cristiano: la cruz.

Tomando en serio el acontecimiento de la revelación, debemos reconocer la presencia de la razón humana ya en el primer momento del ritmo teológico. En efecto, la revelación es la manifestación del Logos divino para la totalidad de las dimensiones en las que se plasma la existencia del hombre, y por ello es también epifanía ante la razón: el Creador se muestra a la criatura como Logos hecho carne que busca una acogida libre e indica el sentido último de la existencia. Siendo una realidad divina, la revelación recordará siempre al hombre, y en particular a su razón, los límites de quienes, no siendo Dios, se ven situados frente a Él. Pero, la misma revelación, siendo realidad divina mostrada al hombre, des cubre a la razón una vocación a participar de la intimidad de Dios. Por ello, la razón humana, pese a encontrarse en la teología con sus límites más definitivos, se descubre constantemente invitada a comprender y expresar el Dios único que se reveló en Jesucristo y a ir más allá de sí misma: es la Ťrazón creyenteť, verdadera intérprete del método teológico que al acoger la fe se encuentra ya en acción.

b) La Sagrada Escritura.

La Palabra personal, pronunciada Ťkenóticamenteť por Dios en el centro de la historia, por ser Palabra de Dios, jamás se dejará aprisionar en un momento del tiempo, ni en el espacio de la escritura de un libro, ni siquiera en una hermenéutica simple y humana. La epifanía de la Palabra, tal como la encontramos en el misterio pascual de Jesús, continuará, eso si, y de un modo siempre sorprendente, apareciendo en la vida eclesial, en una simultaneidad de acogimiento y testimonio: en cuanto que acoge la Palabra de Dios, la Iglesia se descubre radicalmente pobre, necesitada, humana; pero en cuanto testimonia poderosamente la Palabra, la Iglesia se presenta al mundo como el lugar del encuentro entre Dios y el hombre, fruto de la acción del Espíritu que sobrepasa barreras y mueve montańas, en una osadía de la que ninguna criatura o institución sería capaz.

Así, el primer momento del método teológico no podrá nunca limitarse al análisis lingüístico de cualquier documento antiguo sobre Jesús o sobre la vida de los cristianos: la riqueza de la revelación divina exige la consideración de una complejidad, sólo posible de captar en el seno de la riqueza de la vida eclesial, constantemente invitada a confrontarse con la Sagrada Escritura y a tomarla como su norma. La Escritura debe ser acogida como el lugar de encuentro con el Cristo, vivo y actuante en la fuerza del Espíritu, testigo lleno de autoridad en relación a los tiempos centrales de la historia. Por esta misma razón, la teología descubre su alma en la Sagrada Escritura (DV 24).

La teología no podrá nunca abandonar la consideración de cualquier método que pueda llevar a una comprensión más profunda en cualquiera de los aspectos de la Escritura. Entre ellos se encuentran, según la Encíclica Divino Amante Espíritu, aquellos Ťque son útiles para la interpretación de los escritores profanos, para tener claro el pensamiento del autorť (n. 15). Además, a lo largo de los siglos, la reflexión teológica usó varios métodos para determinar los diferentes sentidos de la Escritura, métodos que hoy no pueden ser ignorados o catalogados simplemente como Ťprecientíficosť.

Sea como fuere, al usar todas estas metodologías, y siguiendo lo afirmado por la referida Encíclica, la razón creyente rechazará siempre hacer una lectura simplista de la Sagrada Escritura que la equipare a cualquier otro texto de la tradición humana o eclesial. Un estudio que disecara la Sagrada Escritura como si fuese un simple cadáver sin vida constituiría, además, una traición a su propia naturaleza: toda la Escritura nos da, en primer lugar, testimonio del Cristo resucitado que continúa actuando en el seno de la historia y en particular en la vida de la Iglesia. Por eso mismo, corresponde al magisterio eclesial la interpretación autorizada de la Sagrada Escritura.

Por lo tanto, de la asunción de la Sagrada Escritura como alma de la teología resulta igualmente, siempre en el primer momento del ritmo teológico, la consideración de la Tradición eclesial en toda su complejidad (DV 7-8), ya que en la Tradición la Escritura nació y sigue viviendo.

c) La Sagrada Tradición

A la teología no le basta la consideración de la tradición como una mera transmisión de valores, costumbres y otras convenciones que caracterizan una determinada sociedad humana. La Tradición, entendida teológicamente, encuentra su origen en el seno de la Santísima Trinidad, o sea en la entrega plena que el Padre hace de si al Hijo en el Espíritu Santo, reflejada -en la dimensión económica de la revelación- en la entrega que el Padre hace del Hijo al mundo (Jn 3, 16) y en la misma entrega del Hijo en las manos del Padre y de los hombres (Jn 10, 17-18). Reflejo de esta tradición divina es la entrega que los Apóstoles hacen a la Iglesia de las realidades centrales de la fe (1Co 11, 23; 1Co 15, 3), o sea, de Ťtodo cuanto aporta para la vida santa del Pueblo de Dios y para el aumento de su feť (DV 8).

Pero, precisamente porque consiste en una realidad viva, cuya percepción Ťprogresa en la Iglesia bajo la asistencia de Espíritu Santoť (DV 8), es importante distinguir aquello que forma verdaderamente parte de la Tradición de aquello que son simplemente modos humanos de vivir el cristianismo. El trayecto teológico debe, por lo tanto, confrontar sus afirmaciones con los diferentes testimonios de la Tradición, confiriéndoles su justo peso.

Este discernimiento comienza a hacerse en la confrontación con el ministerio apostólico, testigo y garantía de la verdadera Tradición (1Co 11, 23-26; 1Co 15, 1-5; 1Ts 2, 13; 1Ts 4, 1; 2Ts 2, 15; 2Ts 3, 6; Ga 1, 9; Rm 6, 17; Flp 4, 9; Col 2, 6). Según san Ireneo, es también la autoridad apostólica y, por ella, el propio Dios quien garantiza, por medio de la Tradición transmitida por los discípulos de los Apóstoles, la verdad de la Ťregla de la feť. Ésta también es llamada por él la Ťregla de la verdadť, y está constituida por las afirmaciones centrales de la fe tal como son enseńadas y profesadas en el bautismo (Adversus Haereses 1, 9, 4; 112-211). A partir de ella el creyente puede conocer el canon de las Escrituras y discernir la verdadera interpretación de las mismas, como distinguir la verdad entre los diversos sistemas teológicos.

Frente a lo que consideraba ser la ruptura de la comunión eclesial por el donatismo y la interrupción de la propia Tradición por el arrianismo y nestorianismo, san Vicente de Lérins en su obra Commonitorium (434), tras afirmar que toda la doctrina debe ser confrontada con la Sagrada Escritura, norma perfecta de la fe (11, 1; XXVII, 2; XXVIII, 4), presenta el canon Ťquod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum estť (II, 5) como criterio para distinguir la verdadera de la falsa doctrina. Más que a una unanimidad matemática, san Vicente apela a dos tipos de consenso: el diacrónico (que une un determinado momento de la vida eclesial al misterio pascual de Jesús) y el sincrónico (que reconoce la presencia en la Iglesia del Espíritu de la verdad).

La Reforma protestante trajo también consigo el debate sobre los lugares donde es posible escuchar el testimonio acerca de la verdadera fe. Melchor Cano, en su obra De locis theologicis (1543-1553), pretende presentar un elenco de los diversos lugares, analizando las relaciones entre ellos y haciendo una evaluación del respectivo peso teológico. Cano distingue los lugares propios, que resultan de la Palabra de Dios y dan testimonio infalible de la fe (la Sagrada Escritura, la tradición oral de Cristo y de los Apóstoles, la Iglesia católica, los Concilios, la Iglesia de Roma, los Padres y los teólogos escolásticos); de los lugares ajenos (la razón natural, los filósofos y la historia), cuyo grado de certeza es apenas de probabilidad.

Tomándolos bien individualmente o bien en íntima correlación, los lugares teológicos son realidades contingentes que dan testimonio de la Palabra de Dios. Este dinamismo (que es el dinamismo de la encarnación), lo encontramos en el centro de los principales documentos del Concilio Vaticano II. Lo vemos aplicado, por ejemplo, a la Sagrada Escritura (DV 9), a la Tradición (DV 8), a la Liturgia (SC 2; 7), a la vida de los santos (LG 50), al magisterio (LG 25; DV 10; OT 16) y aun, a los signos de los tiempos (GS 11); como lugares donde el cristiano puede descubrir la presencia y la voluntad de Dios. Sin embargo, lo vemos sobre todo aplicado a la totalidad del misterio de la Iglesia (LG 8), en cuyo seno las demás realidades ganan su verdadero sentido. De hecho, en la Iglesia resplandece la luz de Cristo. Por eso, ella es Ťsacramento o seńal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humanoť (LG 1): la Iglesia de hoy es la misma y profesa la misma fe de los Apóstoles; y la Iglesia que vive en un determinado lugar es la misma que se encuentra dispersa por el mundo entero; el sucesor de Pedro es garantía y expresión de esta unidad diacrónica y sincrónica. Es pues, en el seno de la vida eclesial, de una riqueza de gran diversidad, donde habitualmente Dios nos viene al encuentro. Así, es en su seno y en virtud de su vida donde también tiene lugar la acogida de la fe por parte de la teología.

La enseńanza realizada por el Colegio Episcopal en unión con el sucesor de Pedro, que deriva de su participación particular en el ministerio de Cristo, constituye un testimonio privilegiado de la Palabra de Dios y el lugar de la interpretación auténtica de la Sagrada Escritura y de la Sagrada Tradición (DV 10). Como tal, sus pronunciamientos en materia de fe y de costumbres no pueden dejar de ser considerados de una forma muy singular en el primer momento del trayecto teológico. Dichos pronunciamientos, sin embargo, varían bastante en su modo de ejercicio (el magisterio episcopal en las respectivas diócesis, magisterio papal, y magisterio del Colegio Episcopal en Concilio, con y bajo Pedro) y en su carácter ordinario o extraordinario (también llamado solemne o infalible). Este último se ejerce de un modo explícito en materia de fe o de costumbres a través del Concilio reunido con y bajo Pedro, a través del magisterio extraordinario del Papa, ex cathedra; o a través de la enseńanza realizada de forma unánime por todos los obispos unidos al Papa. Es importante notar que aun cuando se asume la forma más extraordinaria de definición dogmática, el magisterio únicamente está interpretando y explicitando la revelación.

Finalmente, es también importante destacar, que las expresiones doctrinales de la Tradición (particularmente los dogmas), en cuanto que son expresión de la Palabra de Dios en un determinado momento de la vida eclesial, deben ser interpretadas tal como ocurre con la Sagrada Escritura. Para ello, hay que tener particularmente en cuenta que los dogmas poseen una intención salvífica y se encuentran relacionados con la Sagrada Escritura, con la situación histórica y eclesial que originó su formulación y con el restante cuerpo dogmático y doctrinal.

2. La comprensión de la fe

Como hemos visto ya en el primer momento del trayecto teológico, la razón creyente participa de una forma activa. Sin embargo, es en el segundo momento cuando asume el lugar protagonista. La Palabra de Dios acogida por el creyente nunca deja de interrogar y de constituir una invitación para su pensamiento, con el fin de buscar, comprender y adentrarse en el misterio de Dios. Que no sólo se reveló y salvó en el pasado, sino que continúa hoy hablando al hombre y ofreciéndole la participación en su intimidad.

Al pretender expresar humanamente, siempre como creyente, la participación en la sabiduría divina, el teólogo debe hacerlo con el máximo rigor científico posible, de modo que manifieste la honestidad intelectual de la fe y que la comunique no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres, sus coetáneos.

Al igual que en el primer momento del ritmo teológico, y porque es modelado por él, también ahora nos encontramos, necesariamente, en el seno de la vida eclesial. La misión que el teólogo asume de pensar y comunicar la fe no puede dejar de interrogar constantemente, así como tampoco puede dejar de tener presente los otros modos de expresión eclesial de la fe y, en particular, el magisterio. Al teólogo se le pide siempre un auténtico sentire ecclesiam. Tal hecho, lejos de limitar el trabajo teológico, abre a la razón el horizonte infinito de la revelación, que le exige también un aumentado rigor.

En esta condición, el teólogo es llamado a expresar la coherencia de la fe, a contestar las cuestiones que la razón propone en el acto creyente y a mostrarlo como portador del sentido último de la existencia humana. Esto lo hace buscando presentar una reflexión que, por un lado, corresponda al objeto de su estudio, es decir; a la revelación divina acogida en la fe de la Iglesia, y por otro, conteste a las cuestiones del hombre contemporáneo, siempre sin abandonar las exigencias del rigor del pensamiento científico, que, en último término, le es permitido por la encarnación del Verbo.

En el intento de expresar el misterio de Dios, la teología toma conciencia de que no se puede limitar al estudio de verdades parciales. En este sentido, la propia existencia de la teología en el seno del concierto de las ciencias es la afirmación de la inevitable búsqueda de la Verdad última por parte del hombre y de la posibilidad de encontrarla en Jesucristo. Por eso, la analogía constituye, sin duda, la forma excelente del discurso teológico. En efecto, nos permite considerar la semejanza en medio de una diferencia mayor. En este caso, la semejanza con Dios que caracteriza al hombre creado y redimido en Jesucristo, en medio de la diferencia mayor que separa la criatura del Creador, el pecador del Santo.

Jesús constituye, sin embargo, un caso singular que posibilita radicalmente el uso de la analogía en la reflexión teológica: verdadero Dios y verdadero hombre, en él la diferencia y la semejanza constituyen un todo armonioso. Es pues en la encarnación, es decir, en la asunción de la carne y del pecado humanos por parte del Verbo -asunción tan plena que lo hace vivir la muerte de cruz- donde la teología encuentra su lenguaje por excelencia. Aquél precisamente que, posibilitando el rigor científico, permite también expresar en cada cultura el misterio de la Palabra de Dios que viene al encuentro del hombre de todos los tiempos y lugares.

Bibliografía

P. CODA, Teo-logia, Mursia 1997. A. DULLES, The Craft of Theology, Dublin 1992. R. FISICHELLA; G. POZZO y G. LAFONT, La teologia tra rivelazione y storia, Bologna 1999. W. KASPER, Teología e Iglesia, Barcelona 1999. G. LORIZIO y N. GALANTINO (eds.), Metodología teologica, Cinisello Balsamo 2004. G. TANZELLA-NITTI (ed.), La teología, annuncio e dialogo, Roma 1996. J. VIDAL, ŤTeoría del conocimiento teológicoť, en C. IZQUIERDO (ed.), Teología Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao 1999, 569-633.

N. Brás

III. LA TEOLOGÍA COMO CIENCIA

1. Introducción.

Una comprensión de la teología como ciencia sólo es posible si se reconoce al concepto de Ťcienciať un valor analógico. A partir de la edad moderna, la progresiva afirmación del método de las ciencias naturales, de las ciencias físicas en particular, ha hecho más difícil un uso análogo de tal concepto, llevando a muchos a pensar que sólo estas últimas cumplen con la noción de ciencia, constituyéndose por tanto como modelo al que debe adecuarse todo conocimiento científico riguroso. En filosofía, por ejemplo, el intento de hacer de los juicios formulados por las ciencias empíricas la norma de todo verdadero conocimiento fue teorizado por I. Kant (1724-1804) y, a comienzos del siglo XX por el neopositivismo del Círculo de Viena. No han faltado intentos de meter también a la teología en un horizonte de racionalidad limitado a la sola razón natural, primero por parte del racionalismo y después del modernismo (en época contemporánea habría que mencionar también el concordismo). Distintamente a como se hace en esas perspectivas, la teología, en cuanto Ťdiscurso sobre Diosť, ha pretendido presentarse a sí misma como ciencia, sobre todo reafirmando la especificidad de su propia fuente original de conocimiento: la Revelación acogida en la fe. Junto a ésta, se tiene la especificidad de un método propio, con una hermenéutica centrada en el misterio pascual del Verbo encarnado, centro del cosmos y de la historia, y en el misterio de la vida Trinitaria, y un lenguaje específico propio abierto al don del Espíritu Santo. En este sentido, el problema de la teología como ciencia no puede agotarse en el reconocimiento del estatuto científico de la filosofía o de las formas de racionalidad en que se apoyan su expresión y articulación conceptual; ni se puede confundir con cuanto respecta a la teodicea (que sigue siendo una disciplina filosófica, aun cuando tiene a Dios por objeto), sino que admite un encuadramiento reservado a la teología en cuanto tal. Pero el uso teológico del concepto de ciencia y su legitima aplicación a la teología implica que ésta última cumpla con la exigencias que dicta el realismo gnoseológico propio de las ciencias y que sepa dar razón de la unidad de la verdad, mostrándose capaz tanto de integrar las fuentes de verdadero conocimiento provenientes de otros saberes, como de exponer las propias tesis de manera racionalmente no contradictoria. Esto resulta posible porque, en la Revelación, Dios se manifiesta como fuente suprema de Verdad, como sujeto de una causalidad que se extiende a todo lo que existe, a todo el mundo de lo real.

Aunque ya en la época patrística se pueden encontrar obras que organizaron y expusieron la materia teológica en un modo que recuerda el rigor con que proceden las ciencias (piénsese, por ejemplo, en el De principiis de Orígenes, en el De divinis nominibus del Pseudo-Dionisio, en el De Trinitate y en el De doctrina christiana de Agustín), no sorprende que la reflexión sobre el estatuto científico de la teología tuviera lugar sólo en época medieval, o sea, cuando las diversas áreas disciplinares comenzaron constituirse en el seno de las primeras Universidades. Es aquí donde la teología es llamada a sistematizar de manera rigurosa el propio método, sus fuentes y argumentaciones, en un contexto de diálogo y de saber crítico. El principal intérprete de esta primera reflexión fue sobre todo Tomás de Aquino (1224-1274). El término scientia, que en los siglos precedentes, incluyendo el uso que Agustín hace del mismo, había sido, en definitiva, sinónimo de conocimiento, se enriquece en las Universidades medievales con el contenido de la episteme aristotélica.

2. La teología como ciencia en el pensamiento de Tomás de Aquino.

Análogamente a como ya habían hecho otras Summae a partir de la época de Abelardo (1079-1142), es decir, cuando el tema del carácter científico de la teología comenzó a florecer en los albores de la Escolástica, la cuestión de si la teología es una ciencia (utrum sacra doctrina sit scientia) abre también la Summa Theologiae de Tomás de Aquino (cf. S.Th., I, q.1, a.2). Hasta aquel momento la respuesta más frecuente había sido la de considerar la teología más un arte que una ciencia, y si se la quería considerar como una ciencia, entonces se la tenía por un saber ciertamente práctico, como la moral y la política, no un saber especulativo: la idea de que la ciencia es algo adquirido, mientras que la fe es algo infuso pareció suficiente para dirimir la cuestión. El Aquinate comienza mostrando que, además de las disciplinas filosóficas, hay que admitir una que, de acuerdo con el fin sobrenatural y gratuito del hombre, proceda de un conocimiento igualmente gratuito, la Revelación, y haga además posible que todos conozcan, de modo expedito y sin mezcla de error, lo que la razón humana alcanzaría a saber acerca de Dios con mucha dificultad (cf. S. Th. I q.1, a.1). La principal objeción con la que se enfrenta santo Tomás es que la teología, a diferencia de las ciencias, se apoya en principios no evidentes en si mismos y no aceptados por todos. Además, se resuelve de un modo que sorprende por su actualidad, seńalando que también buena parte de las ciencias se fundan en principios y conceptos recibidos de otras disciplinas, de los que no se da demostración dentro de una determinada ciencia. Repropone en substancia la teoría de las ciencias subalternas, tal como fue propuesta por Aristóteles (cf. Secondi Analitici, I, 2), aplicándola ahora en primer lugar a la teología. ŤLa sacra doctrina es una ciencia porque procede de principios conocidos mediante la luz de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los bienaventuradosť (a. 2, corpus). La Ťciencia de Diosť es el conocimiento que Dios mismo tiene de la realidad, y del que participa la fe teologal. Sus principios son recibidos por fe, de modo análogo a como la música cree en los principios de la aritmética, sin demostrarlos dentro de su contexto epistemológico (cf. aa. 2 y 8). Hoy usaríamos quizás un ejemplo diverso, pero la substancia no cambiaría: hay ciencias que, para desarrollar su instrumental epistemológico, tienen que referirse a nociones indemostrables, cuya fundamentación remite a una meta-ciencia y a un meta-lenguaje que supera el horizonte de la disciplina de partida; esto vale también para las ciencias naturales o para las físico-matemáticas, que son hoy modelo de conocimiento y de sistematización rigurosa.

Lo que da a la teología unidad como ciencia es, sobre todo, la unidad de su objeto formal, o sea, la consideración de la realidad en cuanto divinamente revelada y conocida mediante la fe, mientras que la aparente multiplicidad de su objeto material (el mundo, el hombre, los ángeles, Dios) se puede reconducir a una cierta unidad, ya que la Revelación considera las diversas realidades principalmente en cuanto referidas a Dios, como principio y fin de las mismas (cf. a. 3). Tomás reconoce la teología primariamente como ciencia especulativa y secundariamente como ciencia práctica (cf. a. 4); una ciencia investida de mayor dignidad que las otras en razón de la excelencia de su objeto y de su fin; una ciencia que, en comparación con las diversas ciencias, conoce con un grado de mayor certeza objetiva simplemente porque es más cierta la fe de la que obtiene sus conocimientos (la Revelación), aunque subjetivamente pueden subsistir incertezas a causa de la debilidad de nuestro entendimiento (cf. a. 5). Superando una alternativa que oponía la ciencia, raciocinante o teorética, a la sabiduría, intuitiva y reguladora (oposición que en Agustín veía el conocimiento de las cosas transitorias y temporales como contrapuesto al de las eternas y permanentes), Tomás ve en la teología tanto el carácter de ciencia como el de sabiduría: como la sabiduría humana ordena y juzga recurriendo a causas cada vez más altas y fundantes, subiendo hasta la metafísica, así también la teología ordena y juzga todas las cosas desde la perspectiva de la Causa suma, que es Dios mismo (a. 6).

Ya en el comentario al De Trinitate de Boecio, Tomás de Aquino había redactado un artículo con el título Ťla teología como cienciať (cf. In Boethii de Trinitate, q.2, a.2), proponiendo una doctrina casi paralela y aclarando más completamente, respecto a la Summa, las diferencias y semejanzas entre la teología y la filosofía sobre Dios. Merecen atención las objeciones, todavía hoy con cierta actualidad teológica e interdisciplinar, con las que se enfrenta el Aquinate. Entre tales objeciones se encuentran, por ejemplo, la negación de la posibilidad de una ciencia de Dios a causa de la inefabilidad de su objeto; o a causa de un conflicto entre dicho ejercicio de la razón, típico del procedimiento científico, y el asentimiento de la fe, que en cierto modo precede a ese ejercicio; o también a causa de una oposición entre principio de evidencia y principio de autoridad. Tomás responde sosteniendo la posibilidad de desarrollar una ciencia a partir de un conocimiento indirecto de los efectos, también cuando no se pueden conocer directamente sus causas, y defendiendo el alcance cognoscitivo de una via negationis; recordando que la fe humana actúa como principio próximo de conocimiento en prácticamente todas las ciencias subalternas, y observando, finalmente, que en una ciencia la evidencia no corresponde a los principios, sino a las conclusiones que de los mismos se deducen mediante un correcto razonamiento. Aclara, además, que la teología no procede de manera exclusivamente deductiva, sino también, en cierto modo, de manera inductiva, pues los artículos de la fe se aclaran recíprocamente respecto a la analogía que los une, enriqueciendo así la trama de implicaciones que constituyen la teología como ciencia.

Aunque para su tratamiento Tomás tiene en mente principalmente la noción de Ťcienciať de Aristóteles -piénsese en su definición como Ťconocimiento cierto de una verdad demostrada por medio de causasť, o a la insistencia en la articulación de las ciencias subalternas- sus conclusiones son todavía válidas. Y esto tanto porque la definición aristotélica (más allá de contenidos y métodos) sigue interpretando bien lo que, todavía hoy, hay que entender razonablemente por ciencia (el método galileo-experimental se mueve siempre, en efecto, dentro de una búsqueda de causas), como porque el modelo de las ciencias subalternas, aunque con lenguaje diferente, está también legitimado en la epistemología contemporánea al reconocer la existencia de problemas de imperfección lógica y ontológica en los que las ciencias autoreferenciales incurren cuando tocan el problema de los fundamentos. La perspectiva que emplea el Angélico representa además un paso adelante respecto a la de otros autores medievales que veían en la teología una ciencia entendida en sentido general, incapaz de llegar a conclusiones significativas sobre objetos particulares (Robert Kilwardby), o seńalaban su carácter de conocimiento afectivo (Bernardo de Claraval), referida por ello más a la voluntad en su tendencia al bien que no al entendimiento en su tendencia a la verdad (Alejandro de Hales, Buenaventura). Para Tomás la teología es, al mismo tiempo, ciencia y sabiduría, respetuosa del misterio gracias a su fundamentación en la Palabra revelada, y respetuosa de la razón a cuyo ejercicio no renuncia, precisamente como haría toda disciplina subalterna que se reconociera dependiente de un conocimiento más general y fundante. De modo menos sistemático, pero coherentemente con lo afirmado en la I parte de la Summa y en el comentario al De Trinitate, se pueden encontrar también motivos interesantes en otros lugares tomasianos (cf. S.Th. q.1, a.5; De Veritate, q.14, a.9).

3. La especificidad de la teología como ciencia.

La legitimidad de la consideración de la teología como ciencia depende, en definitiva, de la referencia al entendimiento o a la razón, constantemente presente en toda definición de teología transmitida por la tradición: del Intellige ut credas - Crede ut intelligas de Agustín, a la Fides quaerens intellectum de Anselmo de Aosta; del Comprehendere ratione quod tenemus ex fide de Ricardo de San Víctor, a su común reconocimiento como Intellectus fidei. Las categorías y las expresiones con que la Revelación nos manifiesta las principales verdades sobre Dios y el hombre y nos indica la vía de la salvación no sólo son temas de predicación (teología kerigmática), sino también objeto de profundización, de comprensión, de recíproca iluminación, de confrontación con otras formas de saber que ya se poseen. Tales son, por ejemplo, las nociones como creación y alianza, filiación y paternidad, ley y misericordia, gracia y libertad, virtud y pecado, juicio y redención. Si la Palabra revelada usa palabras humanas, entonces el uso de estas últimas en una forma científica no sólo resulta lícito, sino que es en cierto modo un deber. Cientificidad no sólo quiere decir dotar a un cierto saber de una metodología adecuada (existen métodos y criteriologías para muchas cosas que no son ciencia), sino capacidad de alcanzar la verdad, de profundizada, llegando a nuevos conocimientos cuya certeza, coherencia y corrección se pueden valorar críticamente. Y quiere decir también capacidad de comunicar tales verdades adquiridas con un lenguaje adecuado, haciéndolas objeto de pedagogía y didáctica.

Las principales objeciones hechas a lo largo del tiempo a la posibilidad de dar a la teología un estatuto científico han sido las siguientes: la de la trascendencia y el carácter inefable del misterio de Dios que es su objeto propio; la dimensión personal, comprometedora e incomunicable de la fe como principio de conocimiento que no es totalmente objetivable; la supuesta incompatibilidad entre las exigencias de la razón y la existencia de un necesario principio de autoridad, el de un Dios que revela o el de un magisterio que interpreta auténticamente sus palabras. Mirándolo bien, se trata de objeciones que no eliminan la naturaleza científica de la teología, sino que delinean más bien los rasgos de una especificidad que está llamada a respetar en el panorama de las ciencias.

La trascendencia de su objeto de estudio requiere que la teología se acerque a la Palabra revelada con respeto, no como algo que hay que interpretar o poseer, sino como algo por lo que uno es interpretado y poseído. Esto implica disposiciones de humildad y de apertura constante ante al misterio. La naturaleza personal de Dios implica que cuanto a Él se refiere no se pueda conocer sin una relación personal: a diferencia de otras disciplinas que pueden nombrar la palabra ŤDiosť (historia de las religiones, filosofía, literatura, etc.), la teología debe hacerlo de una manera que compromete e involucra, pues al conocimiento de un Dios personal se llega también a través del encuentro, el diálogo, la contemplación, la confianza, el abandono, la oración. La dimensión existencial del conocimiento teológico de Dios comporta también una peculiar relación entre Palabra de Dios escrita y no escrita. La escucha tiene prioridad sobre la relación con el texto, cuya estructura íntima es todavía la de reproducir una escucha mediante una lectura. Después, el estudio y conocimiento de la Palabra de Dios escrita son iluminados por el encuentro existencial con la Palabra de Dios no escrita y quedan reforzados por el testimonio de quien trasmite el contenido. Implica, además, tratándose de un objeto/sujeto tan peculiar, que para conocer es necesario vivir lo que se profesa, y que para comprender es necesario amar. Quien desea estudiar o hacer teología debe desear, ante Dios, ser santo. Una escuela de teología debe ser una escuela de santos. Como observa oportunamente H.U. von Balthasar en su conocido ensayo Teología y santidad (1960), la teología más que elaborarse en la mesa de estudio y en la biblioteca, debería hacerse de rodillas. ŤEn el fervor de su fe, seńalaba ya Tomás de Aquino, el cristiano ama la verdad en la que cree y la convierte en el propio espíritu; la abraza, buscando en la medida de lo posible las razones de su razonamiento y de su amorť (S.Th. II-II, q.2, a.10). La simultánea inefabilidad y suma inteligibilidad de la verdad divina sugiere, además, que la capacidad de conjugar de manera complementaria, no alternativa ni exclusiva, diferentes formas de lenguaje como la analogía, la dialéctica o la doxología, debe ser algo específico de la ciencia teológica: la percepción del misterio indecible y supraracional sólo es posible en el horizonte de un contexto de racionalidad y de rigor argumentativo capaz de mostrar y hacer significativo ese Ťexcedenteť de racionalidad.

4. La autonomía de la teología.

Análogamente a lo que sucede en las otras ciencias, también en la teología se puede hablar de un ámbito propio de autonomía. Los conocimientos transmitidos por la Revelación bíblica e interpretados por la Tradición y el Magisterio de la Iglesia representan para la teología el necesario cuadro de referencia de todas sus argumentaciones. Las lee y las considera dentro de un universo de comprensión que no puede prescindir de la fe, so pena de perder su especificidad. En esto, en efecto, se diferencia de otras disciplinas, históricas, literarias o filológicas, que se acercan al problema de Dios, al contenido de la Escritura o a las fuentes de la Tradición eclesial según otros puntos de vista, exclusivamente históricos, antropológicos, documentales o hermenéuticos. Un primer aspecto de su autonomía reside pues en la identidad precisa de su método, el de una ciencia que parte de la Revelación, escucha en la fe y no renuncia a leer la realidad desde esa perspectiva. La teología debe hacer un inevitable discernimiento cuando utiliza instrumentos o puntos de vista de carácter filosófico, pudiendo acudir -por exigencias internas a su método, no forzando las cosas desde fuera- sólo a aquellos que están abiertos a la transcendencia y a la posibilidad de un discurso sobre Dios. El momento interdisciplinar, necesario tanto para la teología como para las demás fuentes del saber, debe realizarse con un adecuado rigor epistemológico, sin que la teología sea por eso absorbida por otros métodos o por otras ciencias.

Un segundo aspecto de la autonomía de la ciencia teológica es la de su modo de investigar, cuyo fin, dentro del método y del objeto que le son propios, es el de profundizar el significado de las verdades de la Revelación, o también el de dar una solución, a partir de aquéllas, a los nuevos problemas que plantea el progreso de la cultura, de la historia o de las ciencias. Pero tener ya las respuestas a los interrogantes fundamentales de la existencia humana o de las relaciones entre el mundo y Dios no exime de un estudio paciente, pues la riqueza y profundidad contenidas en esas respuestas deben ser continuamente propuestas con un lenguaje significativo para la cultura de cada tiempo, y en cierta medida Ťreleídasť a la luz del progreso de los conocimientos que corresponde a cualquier época. En este ejercicio de profundización y relectura, la teología asume la responsabilidad y la fatiga de las propias elecciones, la necesidad de tener que volver a veces sobre sus pasos, de dejar algunos caminos para emprender otros.

En línea de principio, la autonomía de que goza la teología en su trabajo científico cuando se desarrolla correctamente, no entra en conflicto con el Magisterio de la Iglesia, porque la función de éste es la de interpretar de manera auténtica el contenido de la Revelación, custodiada y transmitida, y por lo tanto, aclarar lo que pertenece a la fe eclesial y lo que le es extrańo. Registrar posiciones que están en contraste con lo que el Magisterio quiere enseńar de manera formal y autorizada no sería ya, para la teología, un ejercicio de autonomía, sino simplemente una pérdida de la propia especificidad metodológica, pues estaría ofreciendo una lectura de la realidad no ya desde dentro de la fe -cosa que la caracteriza precisamente como ciencia-, sino poniéndose fuera de la misma. Siguiendo una analogía con la relación que existe entre las ciencias naturales y la filosofía, de manera particular con sus presupuestos metafísicos, se podría decir que lo mismo que esos presupuestos no representan para las ciencias un simple limite sino, sobre todo, un fundamento, así la fe representa para la teología el fundamento cualificado de su modo propio de argumentar, no una limitación. Si se puede decir que la Revelación y el Magisterio son un límite para la teología, entonces no lo son porque obstaculicen el camino, sino porque le seńalan un recorrido, como hacen los bordes de un camino que sigue abierto al progreso de los conocimientos de la historia. A su vez, la teología colabora con el Magisterio ofreciéndole los resultados del propio estudio y profundización y, a veces, los instrumentos científicos para poder interpretar mejor las declaraciones y las enseńanzas elaboradas por el mismo Magisterio en épocas y en contextos doctrinales diversos de los del presente.

5. Una mirada de conjunto.

En una perspectiva histórica, hay que recordar el esfuerzo realizado por Melchor Cano (1509-1566) especialmente en relación con la ordenación científica de las fuentes de la teología. En tiempos más recientes, el paso del Ochocientos al Novecientos ha estado caracterizado por el intento de fundamentar la metodología científica de la teología sirviéndose sobre todo de la filosofía, de la lógica y, en particular, de la metafísica (Neoescolástica), así como por la búsqueda gradual de una metodología que partiese de la Revelación y de la coherencia de los misterios de la fe (M.J. Scheeben), para volver después desde ellos a la filosofía (A. Rosmini). En la mitad del Ochocientos ayudó grandemente a la calificación de la teología como ciencia la integración de los estudios históricos realizada por la Escuela de Tubinga, especialmente en relación con la comprensión de la tradición y de la eclesiología y, a partir del siglo XX, el empleo más riguroso de las fuentes patrísticas y medievales (H. De Lubac, 3. Daniélou), así como el afirmarse de los estudios filosóficos y hermenéuticos en la exégesis bíblica, aunque éstos últimos han suscitado también algunas cuestiones por lo que se refiere a la unidad de la teología y a las relaciones entre Escritura y Dogmática. Una importante contribución se debe a 3.H. Newman (1801-1890), que supo integrar en la teología, de manera equilibrada y madura, tanto el método histórico como el filosófico-racional.

Entre los autores contemporáneos, se han ocupado explícitamente de la teología como ciencia y de su relación con otras fuentes: M.D. Chenu, Y.J.M. Congar, E. Schillebeeckx, W. Pannenberg, J. Maritain y B. Lonergan. Aunque no fue su objetivo hacer una reflexión sobre el estatuto científico de la teología, H.U. von Balthasar ha hecho también algunas sugerencias interesantes, elaborando una teología fuertemente centrada en una hermenéutica deducible sólo de la Revelación, y por ello dotada de una perspectiva metodológica propia, irreducible a la filosófica.

Por lo que se refiere a la relación entre la teología y las demás ciencias, a partir del Concilio vaticano II se ha desarrollado mucho el diálogo con las ciencias humanas y su uso en la metodología teológica, no sin algunos necesarios perfeccionamientos y a veces verdaderos y propios re-pensamientos, como ha seńalado por ejemplo la encíclica Fides et ratio (1998). Resulta, en cambio, más gradual, y en cierto modo todavía incipiente, el diálogo con las ciencias naturales, en las que el teólogo se siente tendencialmente menos preparado, pero cuyos progresivos y cada vez más importantes resultados le obligan a tenerlas debidamente en cuenta en el discurso sobre el mundo y el hombre, como en diversos momentos ha seńalado el magisterio de Juan Pablo II. Entre los documentos más recientes del Magisterio de la Iglesia que tienen que ver con el estatuto científico de la teología hay que recordar la encíclica Humani generis (1950) de Pío XII, el decreto conciliar Optatam totius, la ya citada Fides et ratio, o la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la vocación eclesial del teólogo -Donum veritatis (1990)-, a los que hay que ańadir algunos importantes discursos de Juan Pablo II a las facultades teológicas, entre ellos los de Altötting (18.XI.1980), Salamanca (1.XI.1982), Freiburg (13.VI.1984) y Louvain-la-Neuve (21.V.1985).

Bibliografía

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G. Tanzella-Nitti

IV. LAS DISCIPLINAS TEOLÓGICAS

La teología como ciencia ha tomado cuerpo en las disciplinas teológicas, que se han diversificado y establecido a lo largo del tiempo. Hay un equilibrio entre la unidad de la teología y la pluralidad de sus manifestaciones sectoriales, que no deben cuartear esa unidad. La mayoría de las disciplinas no son únicamente componentes de la teología. Sugieren también aspectos que han de impregnar la actividad teológica en su conjunto, como ocurre con la espiritualidad, el ecumenismo, la pastoral, etc.

1. La unidad del saber teológico.

La división de la teología en diversas disciplinas, por motivos históricos y pedagógicos, no debe hacernos olvidar que la ciencia teológica es una, como uno es el hábito teológico de quienes la cultivan.

La unidad de la teología deriva de su objeto principal, que es Dios; de su aspecto formal, que es siempre la razón iluminada por la fe; y de los principios en los que se fundamenta y de los que arranca, que son los misterios revelados. Las diferenciaciones que, al modo de ramas, puedan originarse en el árbol de la ciencia sagrada, no deben nunca entenderse como la fragmentación de un conjunto, sino como expresiones de riqueza espiritual y de vida.

Cualquier parte de la teología sólo encuentra su justificación y su razón de ser en el todo.

El crácter unitario de la ciencia teológica ha sido defendido siempre por los teólogos, que han procurado conjugar la visión de totalidad del saber sagrado, y la diversidad de realidades y objetos a los que debe prestar atención.

El recto instinto teológico ha tenido siempre en cuenta la unidad de la teología y ha procurado corregir lo mejor posible las consecuencias oscurecedoras de una excesiva diferenciación. Ha resistido también los excesos de una especialización positivista, que pierde visión de conjunto y olvida la solidaridad con el centro.

2. Teología fundamental.

La teología fundamental ha nacido de fa apologética clásica, que toma cuerpo a partir del siglo XVI, en las sucesivas polémicas con protestantes, incrédulos y deístas. Esta apologética tradicional elabora la triple demostración religiosa (existe Dios), cristiana (hay una religión revelada en Jesucristo), y católica (hay una Iglesia en la tierra, fundada por Jesús).

La apologética busca manifestar la credibilidad de la Revelación sobrenatural. La teología fundamental apunta al mismo fin, pero replantea y perfecciona el método apologético tradicional mediante un estudio más hondo de los signos de la Revelación, una consideración más teológica del sentido de la figura y el mensaje de Jesús, y un examen atento de las condiciones subjetivas que facilitan al hombre aceptar la fe cristiana (cf. R. Latourelle, ŤNueva imagen de la fundamentalť, en Problemas y perspectivas de teología Fundamental, Salamanca 1982, 64-94; S. Pié i Ninot, Tratado de Teología fundamental, Salamanca 1989, 17- 54). Procura además no adoptar una postura puramente defensiva sino formular las tesis cristianas de modo que se muestre su significado e importancia para la existencia humana.

La teología fundamental figura en primer lugar en la Constitución Sapientia christiana (20.1\41979), como una disciplina principal, con un objeto, un método y una estructura propios. No es una teología natural ni una introducción a la teología. No trata de misterios concretos, sino del carácter razonable del hecho cristiano, considerado en su unidad y totalidad. Es por lo tanto la disciplina que estudia el acontecimiento de la Revelación y su credibilidad (cf. R. Fisichella, La Rivelazione: evento e credibilitá, Bologna 1988, 30-38).

3. Teología dogmática.

La idea y el nombre de teología dogmática como rama específica del saber sagrado aparece en el siglo XVII. El francés Petavio es uno de los primeros en usar esta denominación. Se desea distinguir con ella a la teología que se ocupa directamente del dogma cristiano, como distinta de la moral y de la teología histórica (cf. Dogmata Theologica Dionysii Petavii, Paris 1865, I).

La concepción a la que responde la constitución de la dogmática atribuye al dogma una importancia capital para la presentación axiomática de la doctrina cristiana en sus núcleos más característicos. La dogmática es entendida y desarrollada como ciencia del dogma eclesiástico, que tenía la misión de exponer sistemáticamente los artículos de la fe, apoyarlos en razones de Sagrada Escritura y Tradición, y analizarlos especulativamente con recursos racionales.

La dogmática se diversifica a su vez en tratados que se ocupan de la Trinidad de Dios, la Creación, el Ser y la obra de Jesucristo Verbo Encarnado, la Iglesia, el hombre caído y redimido, los Sacramentos, la Virgen María, y las verdades escatológicas.

Esta disciplina básica constituye la porción más importante y decisiva de todo el saber teológico y puede decirse que todas las demás disciplinas tienen una relación directa con ella y dependen de ella en diverso grado.

Los tratados dogmáticos arrancan de la consideración del misterio trinitario de Dios, que constituye la base y la raíz de la religión cristiana. La Trinidad es cometido primario de la teología, por su grandeza, su centralidad, y su importancia pastoral (cf. J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969).

El tratado de la Creación del mundo y del hombre por Dios expone lo que podemos llamar el primer acontecimiento de la historia de la salvación, que se plenifíca luego a partir de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. En el misterio de la Creación, que no es una simple verdad cosmológica, Dios Trino pone en juego todos sus atributos, y ofrece una muestra desbordante de su Amor.

La Creación equivale a una protología, porque es la producción de un mundo habitado por el hombre y la mujer, que han de perfeccionarlo como tarea vocacional. A ellos -que son imagen de Dios- es entregada la tierra como morada y cometido hasta la consumación escatológica (cf. J. Morales, El Misterio de la Creación, Pamplona 1994, 23-24).

El misterio Trinitario es la raíz de la teología cristiana, pero Jesucristo constituye su centro. Todo en la historia de la salvación apunta a Jesucristo, y la teología tiene consiguientemente una estructura cristocéntrica. Lo dice el Concilio Vaticano II cuando recomienda una articulación adecuada de las disciplinas teológicas, para que Ťtodas ellas concurran armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias al misterio de Cristo, que afecta a toda la historia de la humanidad e influye constantemente en la Iglesiať (OT 14).

A partir de las afirmaciones de que Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre, tal como se derivan de la Sagrada Escritura y de la tradición conciliar de la Iglesia, la Cristología desemboca en el misterio de la unión hipostática y su formulación dogmática en el Concilio de Calcedonia (451).

Procede luego a exponer los misterios de la vida del Cristo prepascual: encarnación, vida terrena, muerte y Resurrección.

La mariología se sitúa y estructura en estrecha dependencia, orgánica y sustantiva, respecto del tratado de Cristo.

La antropología teológica estudia la condición creatural de la persona humana, creada a imagen de Dios, su condición pecadora después de la caída original, y su justificación y santificación por la gracia. A diferencia de la antropología filosófica, considera primero el origen del hombre para ver luego su naturaleza y su fin, pero extrae de aquella antropología todas las informaciones, datos y perspectivas que estima necesarios y útiles para su propósito.

Esta disciplina se fundamenta, por tanto, en la dignidad del hombre y de la mujer, tal como son propuestas por la Biblia, y rechaza toda concepción nihilista o desmesurada de la persona humana. Asume, sin embargo, el sentido dramático de la existencia y la Ťinsidia permanente de la angustia y de la nadať (B. Forte, L' eternitá nel tempo, Milano 1993, 27).

La antropología teológica culmina en el tratado de la gracia, que actualmente se suele ocupar de cuatro temas fundamentales: la primacía del don gratuito de Dios a la persona humana regenerada por el bautismo; la santificación interior de ésta; el papel imprescindible desempeńado por la libertad; y la presencia determinante de la gracia increada (cf. J. Alviar, ŤBoletín sobre la graciať, Scripta Theologica 27, 1995, 971-993).

La economía sacramental cristiana deriva del Verbo encarnado. Sacramento de Dios, abarca a la Iglesia, Ťque es en Cristo como un sacramentoť (LG 1), y se manifiesta en los signos eficaces de la Nueva Alianza, que son los siete sacramentos de la Iglesia.

La teología Sacramentaria arranca hoy de una concepción renovada de misterio, unida al enfoque simbólico propio de los Padres de la Iglesia, y a una percepción del sacramento a partir de la realidad de la Encarnación. Esta teología tiene sus precedentes en autores como J.A. Moehler, J.H. Newman, y M.J. Scheeben, y ha sido adoptada por el Concilio Vaticano II. Postula que lo sacramental corresponde a la esencia del Cristianismo, y que los sacramentos sólo resultan inteligibles en el marco de la eclesiología. La Iglesia es a su vez signo divino-humano de una realidad que la supera, que es Cristo y el Reino.

La escatología se sitúa en relación profunda con la teología de la Creación, de la que constituye la consumación al final del tiempo por obra de la Providencia divina. Esta disciplina considera inicialmente el sentido cristiano de la historia, que es vista, en definitiva, como Ťhistoria de salvaciónť.

Contenidos temáticos específicos de la escatología cristiana son los grandes acontecimientos futuros, objeto de esperanza, es decir, la parusía, la resurrección de los muertos, el juicio universal, y los nuevos cielos y la nueva tierra. Se ocupa asimismo de la situación del hombre en el más allá: vida eterna, purgatorio y reprobación.

La conexión e interpretación de los tratados dogmáticos es muy estrecha, y caben diversas maneras de situarlos dentro de un conjunto y de una construcción coherentes. No existe probablemente una sistemática perfecta y libre de objeciones, porque el misterio divino en que se basa la dogmática cristiana desborda y descalifica cualquier intento de estructuración racional última y definitiva.

4. Teología moral

La teología moral posee diversos precedentes en los manuales prácticos para confesores escritos a lo largo de los siglos XIII, XIV y XV. Aparece como disciplina relativamente autónoma en el siglo XVI, cuando el género de manual para confesores se perfecciona y amplía hasta hacerse un libro completo, con una parte preliminar de doctrina moral general y una parte casuística.

El desarrollo de estos tratados responde sobre todo a las cuestiones prácticas planteadas por la administración del sacramento de la penitencia, y muestra progresivamente los inconvenientes de una separación entre dogmática y moral, porque la teología moral se podía convertir en un tratado del fin último del hombre separado del tratado de Dios, y en un tratado de sacramentos separado de la Cristología. Se corría así el riesgo de atenuar el carácter propiamente teológico de la moral, que parecía entonces quedar reducida a unas reglas de comportamiento derivadas de unos preceptos imperativos, y relativamente aisladas de la comunicación de Dios en Jesucristo.

Los tratados de moral procuran actualmente no separarse de la raíz dogmática de sus enseńanzas y plantear la vida cristiana no sólo como un combate contra los vicios, sino también como un esfuerzo para lograr, con la gracia de Dios, todas las virtudes cristianas.

Esta renovación de la teología moral tiene mucho que ver con las enseńanzas del Concilio Vaticano II, que sitúan en el centro de la moralidad a la persona libre, que sigue la llamada divina, percibida a través de su conciencia, con el fin de realizar su vocación última a la vida eterna.

Desde una perspectiva de gracia, que se encuentra siempre amenazada, en la condición humana finita, por la triste posibilidad de pecar, la moral recorre los mandamientos de la ley de Dios, en cuyo cumplimiento se actúa el despliegue de la plenitud cristiana.

Importancia especial revisten los deberes morales de solidaridad en el seno de la comunidad humana, que entrańan obligaciones de participación, responsabilidad y ejercicio de la justicia social.

La teología moral no se encierra ya en cuadros puramente categoriales (virtud, norma, objeto moral, etc.), sino que ha alargado sus perspectivas, para ocuparse de los fundamentos trascendentes de la vida cristiana (imagen de Dios, vocación a la santidad, incorporación a Cristo, vida en el Espíritu, comunión fraterna).

5. Teología espiritual.

La teología espiritual es la disciplina que trata de Dios Trino en cuanto fuente, ejemplar y término de la vida cristiana. Es una ciencia fundada en los principios de la Revelación y en la experiencia de la Iglesia. Suele ocuparse de estudiar el organismo de la vida espiritual, para analizar las leyes de su progreso en el hombre justificado. No se limita, sin embargo, al examen de procesos espirituales subjetivos, sino que tiene en cuenta que la vocación del bautizado a la santidad tiene lugar en el mundo visible, y que por lo tanto, la vida cristiana y su desarrollo guardan honda relación con las realidades humanas como son el trabajo, la vida familiar, el mundo de la cultura, etc.

La espiritualidad se halla muy vinculada a la dogmática, no sólo porque ésta constituye su explicación y su base última, sino también porque los diferentes estilos y modos de encarnar y vivir el espíritu del Evangelio reflejan aspectos distintos, pero conexos, del único misterio de Dios en Jesucristo y en el tiempo de la Iglesia.

Teología moral y teología espiritual tienen mucho en común. Son aspectos de una única antropología sobrenatural, que se funda en la llamada de Dios a la santidad, y en la condición ética y libre de todo acto de la conciencia.

6. Teología pastoral

La teología pastoral atiende especialmente a los aspectos salvadores del mensaje revelado y a la verdad dogmática en cuanto que ha de hacerse operativa y eficaz en el mundo a través de la misión de la Iglesia. Se centra por tanto en el estudio de la Iglesia, que vive siempre en situaciones históricas concretas, y de su acción evangélica.

7. Sagrada liturgia

La liturgia es el cauce sacramental por el que la Iglesia anuncia y celebra el misterio de Cristo, para que los fieles puedan vivir de él, y dar testimonio cristiano en el mundo (cf. SC 2).

Hasta poco antes del Concilio Vaticano II (1962-1965), la liturgia era una disciplina auxiliar, equiparada a la arqueología y estudiada, sobre todo, bajo un punto de vista histórico y ritual.

La Constitución Sacrosanctum concilium (1963) ha modificado esta situación, al seńalar que Ťla asignatura de Sagrada Liturgia se debe considerar entre las materias necesarias y más importantes en los seminarios y casas de estudio de religiosos, y entre las asignaturas principales de las facultades teológicas. Se explicará tanto bajo el aspecto teológico e histórico, como bajo los aspectos espiritual, pastoral y jurídicoť (SC 16).

8. Teología bíblica

La teología bíblica es la reflexión metódica en torno a los conceptos y categorías de la Sagrada Escritura, con el fin de ordenarlos en un sistema coherente, que permita ver sus relaciones y ayude a su comprensión.

Esta disciplina inicia su andadura con los humanistas italianos del siglo XIV, arraiga y se desarrolla considerablemente en el terreno de la crítica escriturística, realizada por los protestantes desde el siglo XVIII, y se considera hoy como momento conclusivo o sintético de las operaciones realizadas por el conjunto de las ciencias bíblicas.

Esta disciplina se construye, por tanto, sobre el trabajo bíblico introductorio y exegético. Ayuda a plantar y a consolidar los fundamentos de la teología dogmática, y pone en ejercicio el principio de que la Biblia es el alma de la teología.

La teología bíblica ha hecho posible el descubrimiento de nuevas perspectivas en todos los tratados dogmáticos que, sin perder rigor especulativo, pueden conducir su reflexión cada vez más atentos a la Palabra de Dios.

9. Teología ecuménica

El Ecumenismo es en la Iglesia el conjunto de iniciativas que buscan la unidad visible de los cristianos (católicos, ortodoxos, protestantes, anglicanos). Se trata de un empeńo irreversible de la Cristiandad, porque obedece a un impulso del Espíritu Santo en la hora presente.

La tarea ecuménica supone: a) una reflexión teológica preliminar que ha hecho posible su comienzo; b) una institucionalización en el diálogo oficial de las Iglesias; y c) un modo determinado de entender y hacer la teología.

Los resultados -relativos, pero reales y concretos- del diálogo ecuménico no habrían sido posibles sin el trabajo de investigación de la teología científica, y sin un desarrollo adecuado de los métodos teológicos, que tratan de superar la antigua teología de controversia para concentrarse más en lo que une a los cristianos.

La teología ecuménica aparece así no sólo como una reflexión sobre el ecumenismo, sino también y sobre todo como una dimensión integrante de la teología cristiana.

Bibliografía

M. FARRUGIA, ŤLa Teología dogmáticať, en G. LORIZIO y N. GALANTINO (eds.), Metodología teológica, Milano 1994, 322-358. R. LATOURELLE, Ausencia y presencia de la teología fundamental en el Concilio Vaticano II, Salamanca 1990, 1047-1068. J. LÓPEZ MARTÍN, ŤSituación, perspectiva y objeto de la antropología litúrgicať, Salmanticensis 39, 1992, 349-377. S. PIÉ-NINOT, ŤLa identidad eclesial de la teología fundamentalť, Gregorianum 74, 1993, 75-99. R. RUSSO, ŤLa inculturación de la liturgiať, Medellín 20, 1994, 357-396. A.M. TRIACCA, Ť"Liturgia" "locus theologicus" o "theologia" "locus liturgicus". Da un dilemma verso una sintesiť, en G. FARNEDI, Paschale mysterium. Studi in memoria dell'Abate S. Marsili, Roma, 1986, 193-233. F.J. WEISMANN, ŤJalones para una teología del ecumenismoť, Stromata 48, 1992, 99-147.

J. Morales

 Ť    Tiempo    ť 

La palabra tiempo y las expresiones emparentadas con ella presentan siempre en las diversas lenguas y sistemas de pensamiento diferentes matices, una amplitud de significado no siempre idéntica. La delimitación terminológica debe por ello hacerse expresamente en el caso concreto. La denominación griega chronos (el tiempo en su fluir, situación temporal, momento), ya en sí misma ambigua, se opone a la expresión aiôn que designa el tiempo propio de cada cosa (duración del mundo, por ejemplo) pero, en oposición al tiempo-duración de las cosas creadas con el mundo, dura también la eternidad, el tiempo infinito. Así pues, la pluralidad de eones (cf. Hb 13, 8; Co 1, 26) (muchos, largos tiempos como delimitación de la eternidad) es sólo una acumulación verbal, no de contenidos (cf. Hb 5, 6; Hb 7, 24). La eternidad es designada de manera particularmente clara con el término Ťeónť cuando se usa en conexión con Dios. En Platón y Filón Ťeónť designa también la eternidad atemporal (sin ańos ni días) y el hoy eterno como modelo original del chronos que comienza sólo con el mundo. Kairos significa el tiempo favorable para lograr algo, pero tiene lugar sólo si es bien aprovechado (Mc 1, 15).

También la perspectiva del observador debe ser tenida en cuenta: en muchas culturas se vuelve la espalda al pasado y el rostro al futuro. En el Antiguo Egipto, en Mesopotamia, en China y, en parte también en Israel, era al revés. Se trataba de aclarar el futuro escondido y los signos del tiempo en el acontecer presente a partir del pasado o bien con la explicación de los textos proféticos (J. Assmann, 1186); por eso se hablaba de los ojos del tiempo que pasa.

I. ANÁLISIS FILOSÓFICO

Grandes pensadores desde Platón y Aristóteles, pasando por Plotino y Agustín, hasta Kant y Heidegger han especulado sobre la naturaleza del tiempo. Su naturaleza parece querer sustraerse a un contacto inmediato. La dificultad reside en que el tiempo fluye: lo que apenas era todavía futuro, es ya presente e inmediatamente pasado. El presente actual, el instante actual, se dirige al todavía-no del futuro o bien éste se acerca al presente y se disuelve en el no-más del pasado. En el encuentro con el punto fijo del presente el futuro se convierte en presente, y éste a su vez en pasado. El tiempo real es pues presente sólo en un momento brevísimo, y pasa del no ser al ser sólo por un momento.

żExiste un tiempo objetivo o surge de una idea subjetiva, imaginaria? Aristóteles pregunta si el tiempo tiene una Ťexistencia o si la tiene sólo apenas o desdibujadať (Physica 217b). Plotino ve el Nous inextenso, en el Uno fundante, sin dimensión temporal; sólo el alma que procede del nous tiene extensión temporal (H. Westermann, 1202) debido al carácter discursivo-sucesivo de su pensamiento. En el Uno no hay ni duración infinita ni tiempo, sino tan sólo un presente atemporal. La temporalización tiene lugar cuando el alma que procede del nous en su pensar discursivo sucesivo desarrolla pasado, presente y futuro. El tiempo tiene, pues, un comienzo.

Según el principio agustiniano en su idea de creación, el tiempo surge sólo con ésta. Por eso califica de sinsentido la pregunta por lo que Dios ha hecho antes de crear el cielo y la tierra (Confesiones 11, 10 ss.). De acuerdo con dicha pregunta, creación significa que en Dios ha surgido algo que antes no existía, es decir, la voluntad de crear. Hablar de Ťantes de la creaciónť es un sinsentido porque no se puede hablar de un Ťantesť de la Ťeternidad estableť (stans aeternitas) que es Ťtoda actualť. Por eso la tesis arriana -ŤErat quando non eratť (ŤHubo un tiempo cuando él no existíať: D. 126)- hay que rechazarla por motivos no sólo dogmáticos, sino filosóficos, pues no hubo un tiempo antes de la primera criatura (según la comprensión arriana) que crea todo lo demás.

No se puede pensar en el tiempo objetivo sin alma, es decir, sin sujeto. Esto vale también para la definición de Aristóteles: ŤEl tiempo es el movimiento según un antes y un despuésť (Phys. 219b). Si se encuentra un movimiento en el espacio, se trata entonces de la descripción de un lugar. Pero puede ser considerado también bajo la categoría de tiempo, es decir, del antes y después. Puesto que el movimiento no es un ser, se plantea la cuestión de aquello que se mueve. Existe el Ťahorať que separa el antes del después. Existe también el Ťahorať entre el ya-no del pasado y el todavía-no del futuro. La distinción entre varios Ťahorať es el tiempo: ŤLimitamos el movimiento porque concebimos siempre los "ahora" como algo distinto y de nuevo pensamos otros entre ellos. Pues cuando distinguimos las fronteras de lo que está entre ellas y el alma pone dos "ahora" como distintos, uno antes y otro después, entonces decimos que eso es el tiempo. El tiempo pues parece ser lo que limitamos mediante el ahorať (Phys. 219a). Aristóteles va aquí contra la tesis de que el tiempo es sólo un contenido ideal y sólo un ya-no o un todavía-no. De ese modo no está defendiendo una concepción puramente subjetiva del tiempo; el tiempo depende ciertamente del alma que cuenta, pero no es sólo cosa suya.

II. VISIÓN BÍBLICO-TEOLÓGICA

Una visión panorámica de la historia del pensamiento permite distinguir entre una comprensión lineal del tiempo y otra determinada por el retorno y la periodicidad. La Biblia se caracteriza por la primera. La idea histórico-salvífica del tiempo contempla la entera historia a partir de su centro (Encarnación, Jn 1, 1 ss., muerte y resurrección de Cristo) en el que todo encuentra cumplimiento, sin llegar todavía a la plenitud, y mira al final desde el que se juzga también toda la historia profana. A partir de este centro se contó también el tiempo antes de Cristo (por lo demás sólo desde unos 250 ańos). En el Antiguo Testamento este centro se pone en la aparición del Mesías o día de Yahwéh (cf. Am 5, 18; Jl 2, 1; Jl 4, 14; Is 34, 8; Ez 7, 19 y otros lugares). La línea de la salvación pasa por la que une los kairoi, en el pasado, presente y futuro, mientras en esa línea descuellan todavía el Ťdía del Seńorť (de Yahwéh, o bien de Jesucristo) o Ťla horať.

Barah (principio) significa en sentido temporal el punto de inicio, donde algo comienza; conceptualmente el concepto va asociado con el de fin o final: cf. Hb 7, 3; Ap 21, 6; Ap 22, 13). Pero dicho término, que marca claramente un comienzo temporal, particularmente en conexión con la teología de la creación, designa también un Ťtiempo originalť o Ťprehistoriať y también, en conexión con Cristo, la eternidad. Lo que era Ťal principioť, presupone la creación y con ello el tiempo; cf. Gn 1, 1: ŤEn el principio creó Dios los cielos y la tierrať. Sólo tras el principio comienza el recuento de los días. Pero este principio es más que el primer momento en el tiempo: lo supera, como indica Pr 8, 22 ss.: ŤYahwéh me creó (=Sabiduría), primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui moldeada, desde el principio, antes que la tierra...ť. Algo parecido se encuentra en Si 24, 9: Dios ha creado la Sabiduría Ťantes de los siglos, desde el principioť. El uso de Ťen el principioť en Jn 1, 1 endereza, más allá del tiempo, a la dimensión de la eternidad divina. Esta manera de entender la dan el contexto (Ťla Palabra estaba con Dios y la Palabra era Diosť), después la cercanía a los textos sapienciales citados y, finalmente, 1Jn 1, 1 (2, 13) que anuncia -cf. Si 24, 9- la feliz unión del ámbito divino y supratemporal con el humano. Asi Arché significa principio del tiempo y al mismo tiempo -en conexión con la Sabiduría y el Logos creador, y a menudo con una preposición- la eternidad supratemporal.

La consideración del tiempo de la historia de la salvación centrado en Cristo corre linealmente desde el principio hasta la meta final. Es dirigido por un Dios fuerte, seńor de la historia que realiza los cambios significativos. Entre los griegos la historia sigue por el contrario un curso cíclico. Se orienta al movimiento circular de los astros y no al de un Dios que actúa, sobre todo si se tiene en cuenta que el mundo es eterno, según Aristóteles.

En la teología esta visión histórico-salvífica tiene su relevancia en la disputa con la teología existencial (Bultmann) que, en definitiva, niega la acción de Dios en la historia (creación, encarnación, resurrección, parusía), e interpreta tales denominaciones de manera desmitificadora como afirmaciones humanas existenciales en el sentido de una Escatología ya presente. Pero también la idea de la reencarnación ampliamente extendida en el Asia oriental, y ya defendida por Pitágoras y Platón, defiende un tiempo cíclico. Dicha idea, en razón del permanente retorno de lo mismo y de las escasas oportunidades que deja para poder elevarse no obstante el peso del Karma, es lúgubre y sin esperanza. En este sistema de autosalvación se deja ver la importancia que tiene la imagen de Dios para una idea del tiempo: sólo un Dios personal y fuerte (Creador, Salvador, Guía misericordioso) garantiza un desarrollo histórico salvífico lineal.

III. TIEMPO (SENTIDO LITÚRGICO)

La comprensión del tiempo en la liturgia se expone a partir de la naturaleza de la fiesta. Toda fiesta (en última instancia también una pagana) remite a una acción de Dios; para toda fiesta resulta válido el grito gozoso de la liturgia pascual: éste es el día que el Seńor ha hecho; gocémonos y alegrémonos en él. Como J. Pieper ha demostrado en el Intento de la Revolución francesa, las fiestas puramente seculares resultan algo artificial y no tienen éxito. El Ťdía del Seńorť no se puede confundir con una idea (la de inmortalidad por ejemplo, pues ésta no incluye todavía ninguna realización histórica) Una fiesta es también algo más que un día de reflexión en el que los hombres vuelven su mirada hacia algo que ya pasó. En la fiesta se capta más bien la acción liberadora de Dios, que supera la necesidad y por eso llena de alegría a quienes la celebran, los cuales responden agradecidos con la alabanza cultual, que constituye el centro de la fiesta. Gradas a la liberación que el hombre solo no puede realizar, sino que debe entender más hondamente y de manera fundamental y, en definitiva, debe agradecer sólo a Dios, puede liberarse de la opresión del trabajo y entregarse al reposo. En la fiesta litúrgica el pasado, el acontecimiento histórico, único (Hb 7, 27; Hb 9, 12.28: Ťuna vez para siempre; 1P 3, 18; Rm 6, 10) se hace presente Ťhoyť en símbolos o gestos cargados de realidad. El centro del tiempo, con el que el tiempo se cumple ya, aunque todavía no llega a plenitud, camina con los que celebran, hasta que llegue la plenitud futura.

Aparece aquí el problema fundamental de cómo acontecimientos personales históricamente únicos -como la palabra dicha al paralítico: ŤTus pecados te son perdonadosť (Mc 2, 5), o lo sucedido en la sala de la Última Cena, o la muerte en Cruz de Jesús- pueden hacerse presentes por encima de los fosos de la historia: żcómo puede un hombre de hoy ser Ťco-sepultadoť, Ťincluidoť en la muerte y resurrección de Cristo que (cf. Rm 6, 2-11), muerto Ťde una vez por todasť y resucitado, ya no muere más? En la liturgia esta cuestión fue tematizada en conexión con la así llamada teología de los misterios de O. Casel. Según ésta, los sacramentos garantizan la participación no sólo en los efectos de la Pasión y Resurrección de Cristo, sino en esos mismos actos, en los actos cultuales plenos de realidad. żCómo hay pues que pensar la contemporaneidad de lo que ha sucedido una sola vez en la historia (en la vida de Cristo y en la vida de quien lo recibe)? La idea de Kierkegaard de que la interioridad del momento podría superar la distancia del evento temporal natural y unir lo que ya ha sido y lo que está por venir, el morir y resucitar, en una contemporaneidad llena de sentido con Cristo, apenas podría bastar para explicar que quien recibe el sacramento se configura con Cristo que muere y resucita. Aunque la teología de los misterios plantea numerosas y difíciles cuestiones, hay que solucionar seguramente el problema del tiempo litúrgico, la experiencia de la pasada acción de Dios como actualmente liberadora y superadora de la necesidad, profundizando en la Pneumatología.

A la pregunta de qué es el tiempo, Agustín responde: ŤSi nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me pregunta, entonces no lo séť (Confesiones, 11, 14). La complejidad del tiempo nace de su subjetiva y objetiva relación de procedencia, de su ordenación a lo supratemporal y a la plenitud del tiempo, sobre todo con el envío del Hijo y del Espíritu Santo y la permanente Ťexpectación de la creaciónť (Rm 8, 19) en el ya y todavía-no de la Iglesia.

Bibliografía

J. ASSMANN; H. WESTERMANN; M. THEUNISSEN; H. Ch. SCHMITT; P. PORRO; Y. SCHWARTZ; E. KESSLER; R. BEUTHAN y M. SANDBOTHE, ŤZeit., en Historisches Wörterbuch der Philosophie, 1186-1243. J. PIEPER, Una teoría de la fiesta, Madrid 1974. A. ZIEGENAUS, ŤKirchliche Feiertage in einem religiös neutralen Staat. Die anthropologische Bedeutung des Festesť, en Dem Staate, was des Staates ist, der Kirche, was der Kirche ist, FS für Joseph Listl zum 70.Geburstag, Berlin 1999; ŤEinmaligkeit des Menschen oder Seelenwanderungť en ID., Verantworteter Glaube, Theologische Beitráge 1, Buttenwlesen 1999, 277-294.

A. Ziegenaus

 Ť    Trabajo    ť 

La palabra Ťtrabajoť en castellano -y sus equivalentes en francés, Ťtravailť, y en portugués, Ťtravalhoť- provienen del latín tripalium, término que, en el hablar latino tardío, designaba precisamente un instrumento de tortura. Hacen, pues, referencia, por su etimología -y lo mismo ocurre con la italiana Ťlavoroť, del latín labor-, al esfuerzo, penosidad o cansancio que acompańa, de hecho, a la tarea a la que designan. En las lenguas sajonas o germánicas algunos vocablos (ŤWerkť en alemán, Ťworkť en inglés) evocan más bien la obra o producto realizado; otros, en cambio (Ťlaborť en inglés, ŤArbeitť en alemán), tienen resonancias análogas a las ya seńaladas. Desde diversas perspectivas, las breves referencias etimológicas que acabamos de ofrecer apuntan al carácter complejo de la experiencia del trabajar. Será por eso oportuno dedicar algunos momentos a caracterizarla, aunque sea en términos muy generales.

I. PARA UNA APROXIMACIÓN A LA CARACTERIZACIÓN DEL TRABAJO

La actividad a la que designamos con la palabra Ťtrabajoť connota aspectos básicos del existir humano y de la relación del hombre con el mundo. Apuntemos tres rasgos a la vez obvios y fundamentales:

a) es una actividad transitiva, que, naciendo del hombre, desemboca en el mundo al que modifica y transforma;

b) es una actividad que implica esfuerzo, puesta en marcha de energías en orden a dominar una realidad exterior que se deja vencer sólo gracias a la perseverancia y al empeńo;

c) es, finalmente, una actividad en la que se entremezclan la intelectualidad y la corporalidad humanas: todo trabajo es, como ya dijeran los clásicos, obra de la inteligencia y de las manos, fruto de un proyecto de acción que se plasma y realiza a través de órganos corporales.

Partiendo de esa primera aproximación, y poniendo el acento en el segundo de los rasgos mencionados, a lo largo de la tradición filosófico-teológica se ha definido frecuentemente al trabajo como actividad esforzada, como tarea caracterizada no sólo por el empleo de una fuerza sino, además, por el empeńo, la perseverancia, el ahínco y la energía, con el desgaste y el cansancio que todo esfuerzo de esas características trae consigo. Parte de la etimología de la palabra trabajo, a la que hace un momento hacíamos referencia, aboga en esa dirección. Y, sin embargo, no es ése, a nuestro juicio, el factor decisivo en orden a una definición del trabajo, como lo evidencia, entre otras cosas, la comparación con otra de las actividades humanas más comunes y ordinarias: el juego.

El juego, al menos ciertos juegos, implican, en efecto, el ejercicio de una fuerza -en ocasiones, de una gran fuerza-, y traen consigo desgaste y cansancio, incluso hasta el agotamiento. Y sin embargo jugar y trabajar son actividades distintas. żEn qué se distinguen, precisa y exactamente, trabajo y fuego? Cabe responder colocando el acento en la espontaneidad: el juego nos habla de libertad del espíritu, de expansión del ánimo, de dedicación a aquello que se desea y porque se desea; el trabajo, en cambio, de la realización de una tarea que presupone responsabilidades y reclama sometimiento a planes, normas, plazos y reglas. Esta consideración apunta, sin duda, a algo cierto, pero no llega al fondo de las cosas. De una parte, porque el trabajo puede presentarse, y se presenta de hecho con frecuencia, como actividad a la que espontáneamente se tiende y en la que se encuentran hondas satisfacciones, y, de otra, porque el juego, todo juego, connota la existencia de reglas, sin las cuales la espontaneidad desembocaría en caos y el acto de jugar perderla su atractivo.

La diferencia fundamental no radica, a nuestro juicio, en la espontaneidad, sino en la ordenación a un resultado, más exactamente, a un producto o fruto que trasciende a la actividad que se realiza: se juega por jugar y para jugar, sin buscar otro fin que el jugar mismo; se trabaja, en cambio, para producir algo, para dar lugar a una obra, a un fruto que es puesto en el mundo -es decir, más allá del sujeto que trabaja- como efecto del acto de trabajar. El trabajo, todo trabajo, es, en suma, actividad productiva. De ahí, de esa incidencia objetiva en el mundo de los hombres, deriva la importancia no sólo antropológica, sino social e histórica del trabajo, puesto que, al modificar las realidades entre las que la humanidad vive y de las que dispone, transforma nuestro existir y el de las generaciones futuras. De ahí también, y al mismo tiempo, su ambivalencia o, hablando con más precisión, su relatividad, ya que, al no tener su fin en sí mismo, sino en el fruto producido, remite constitutivamente a ese fruto y, más radicalmente, a la sociedad humana en la que ese fruto incide.

A esos rasgos esenciales conviene ańadir otros, que contribuyen a perfilar la descripción o definición de trabajo recién ofrecida:

a) Ante todo la dimensión social del proceso de trabajar, de donde deriva de forma inmediata una consecuencia importante: la división del trabajo. La más pequeńa agrupación humana trae consigo una especialización de tareas, que se hace más determinada y compleja a medida que la sociedad se desarrolla. El trabajo se configura así históricamente como actividad que implica la concentración en unas tareas con exclusión de otras y adquiere, de ordinario, carácter de profesión, es decir, de ocupación estable que determina, en mayor o menor grado según los casos, la personal posición y función en la sociedad. Toda reflexión sobre el trabajo implica, en consecuencia, una reflexión sobre la sociedad.

b) En segundo lugar mencionemos lo que cabe describir como dinamismo del trabajo. El trabajo presupone una naturaleza o realidad sobre la que se ejerce; en ese sentido no crea, sino que transforma. Pero -e importa subrayarlo- transforma de una manera acumulativa. Con el decurso de la historia la naturaleza es, cada vez más, una naturaleza previamente trabajada por la acción humana, y -hecho aún más importante- cada generación recibe en herencia los conocimientos, técnicas y métodos acumulados durante las etapas que la precedieron. Reaparece así referencia a lo social hace un momento mencionada, ahora connotando la historia y, con ella, las cuestiones relacionadas con el progreso y el desarrollo.

II. EL TRABAJO EN EL CONTEXTO DEL MENSAJE BÍBLICO Y CRISTIANO

A diferencia de lo que sucedió en otras culturas antiguas, el pueblo judío nunca tuvo una actitud despreciativa frente al trabajo, tampoco frente al trabajo manual. Expresión y fundamento normativo de esa actitud es indudablemente el texto del Génesis en el que, al describir la creación por Dios del mundo y del hombre, se hace referencia expresa al trabajo: ŤEl Seńor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo trabajara y lo guardarať (Gn 2, 15). La actividad humana se inserta en el marco de la acción divina, como actividad querida por Dios, más aún, encaminada a llevar lo creado a su perfección. En coherencia con ese planteamiento de fondo, la acción del hombre es descrita como un Ťdominar la tierrať, realidad que se coloca en conexión directa con el hecho de que el hombre haya sido creado a imagen de Dios y participe, en consecuencia, del seńorío divino. ŤCreó Dios -afirma, en efecto, el Génesis- al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar...ť (Gn 1, 27-28).

Los libros veterotestamentarios se ocupan del trabajo también desde una perspectiva ética, sea para regular problemas y situaciones conexos con las relaciones laborales, sea, en términos más amplios, para subrayar la obligación de trabajar (cf., por ejemplo, Pr 15, 19; Pr 24, 30-34; Si 33, 25-32). Sin disminuirla trascendencia de esas exhortaciones parenéticas no se debe olvidar, para no reducir esa enseńanza a mero moralismo, el trasfondo creacional y, por tanto, teologal antes reseńado.

Junto a las dos líneas mencionadas -creacionista y ético-moral-, el Antiguo Testamento ofrece una tercera que se entrecruza con las anteriores y las completa: la que pone en relación el trabajo con el pecado y el dolor. El texto fundamental es el conocido pasaje del capítulo del Génesis en el que se narra el pecado de los primeros hombres, más concretamente, la consiguiente maldición dirigida a Adán: ŤMaldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida. Te producirá espinas y zarzas y comerás las plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el panť (Gn 3, 17-19). Es oportuno, sin embargo, observar que la maldición de Dios no recae directamente sobre el hombre o sobre su trabajo, sino sobre la tierra, que Ťproducirá espinas y zarzasť. Sólo indirectamente esa maldición afecta al trabajo humano en cuanto que, al ejercerse sobre una tierra hostil, se hará difícil y duro. En otras palabras, la consideración del trabajo como acto de dominio no desaparece, sino que se mantiene.

Pasando del Antiguo al Nuevo Testamento es necesario aludir ante todo a un dato decisivo: al hecho de que Jesús trabajó (Mc 6, 3; Mt 13, 55). En las narraciones evangélicas, el trabajo de Jesús no es objeto de comentario e incluso es mencionado como de pasada. Se trata, no obstante, de una realidad innegable, que adquiere toda su importancia a la luz de la plena revelación sobre el ser y la misión de Jesucristo. La Encarnación, el hacerse hombre del Hijo de Dios, implica la asunción por Dios no sólo de la naturaleza humana considerada en abstracto, sino de la condición humana concreta, con cuantas realidades connota esa condición; entre ellas, el trabajo, hecho tanto más significativo cuanto que Jesús no sólo trabajó, sino que desempeńó un trabajo estable, profesional, podríamos decir con lenguaje moderno: el de un artesano. Nos encontramos, por lo demás, ante algo que trasciende con mucho el mero ejemplo: pertenece al núcleo mismo de la historicidad de la Encarnación y apunta hacia la existencia de un nexo profundo entre creación y redención; tiene, pues, hondas repercusiones dogmáticas y espirituales

En los Evangelios y en las Cartas apostólicas se contienen por lo demás diversas referencias al trabajo, algunas circunstanciales, otras más desarrolladas (ver, por ejemplo, 1Ts 4, 10-11; 2Ts 3, 6-15; Ef 4, 22 29). Para captar cuanto la revelación neo-testamentaria implica con respecto al trabajo es oportuno, sin embargo, no limitarse a los textos en los que se habla directamente de este tema, tomándolos individualmente, sino ir al núcleo mismo del mensaje evangélico. La predicación y la obra de Cristo no se ordenan primariamente a describir las condiciones sociales de la existencia humana, sino, más radicalmente, a revelar el amor gratuito de Dios hacia los hombres y lo que ese amor -y la llamada a la comunión con Dios que de ese amor deriva- implica en orden a nuestra existencia. Lo característico del mensaje cristiano no se sitúa, en suma, a nivel de lo sociológico, sino de lo teologal. El cristiano es Ťnueva criaturať (Ga 6, 15), llamada a vivir para Cristo y en Cristo (cf. Rm 14, 7-9), y, de esa forma, para Dios y en Dios (cf. 1Co 3, 21-22). Todo el existir -también el trabajo- está, en consecuencia, dotado de significado teológico y soteriológico.

Sobre el trabajo -como sobre cualquier otra realidad- revierte, en suma, la totalidad del dogma cristiano: creación y redención, inicio y consumación, pecado y gracia. Expresémoslo con un pasaje particularmente sintético de una de las personalidades que más han contribuido a la valoración cristiana del trabajo: san Josemaría Escrivá. ŤEl trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadorať (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 47).

III. HITOS DE LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA Y TEOLÓGICA SOBRE EL TRABAJO

En la historia del pensamiento, el trabajo ha ocupado un lugar de primer plano en muchos momentos y desde muchas perspectivas. Centremos nuestra atención en tres hitos fundamentales: la cultura griega; el desarrollo del pensamiento cristiano en los periodos patrístico y medieval; la época moderna.

1. La cultura y el pensamiento griegos

La cultura griega estuvo animada, especialmente, por dos grandes ideales. El del sabio, entendiendo por tal el hombre que aspira a la perfección de la inteligencia, de modo que se sacia en el acto de comprender la verdad de cuanto le rodea, recreándose en su belleza; y el del héroe, tal y como lo describen las epopeyas homéricas. La ciencia y las hazańas heroicas y, junto a ellas, la vida cívica que hace posible sea el saber sea las grandes empresas y, lo que es más, que trasmite lo ya vivido dotándolo así de perennidad y, al menos en un cierto grado, de inmortalidad, constituyeron para el griego punto constante de referencia, expresión de una plenitud de la que se vive y, eventualmente -en los momentos de decadencia-, con la que se sueńa y a la que se ańora.

Esa vida cívica, en cuyo seno surge la ciencia, la virtud y la grandeza de ánimo, presupone a su vez la libertad; más concretamente, la libertad entendida no sólo como convivencia y relación entre iguales, sino también como liberación de todo agobio, de toda preocupación por lo que Aristóteles calificara como Ťnecesidades de la vidať (vid. p. ej., Política, 1, 5: 1254 b 25), es decir, esas exigencias vitales y cotidianas que, al obligar a ocuparse de lo inmediato, Impedirían -así lo presenta el ateniense- la participación en la vida cívica, la evocación de las hazańas antiguas, la proyección hacia hazańas nuevas.

En este contexto la referencia al trabajo -y más concretamente al trabajo manual- surge espontánea e irresistiblemente. El trabajo se presenta, en efecto, precisamente como aquella actividad que, al aportar los bienes que permiten satisfacer las necesidades vitales, libera de la preocupación por el existir, haciendo posible la dedicación a las tareas ciudadanas y el afán por las grandes empresas. Actividad, pues, indispensable, ya que sin ella no puede darse una sociedad liberada de necesidades perentorias y por tanto apta para un verdadero desarrollo humano; pero, a la vez e inseparablemente, actividad carente en sí misma de substantividad o valor, es decir, válida sólo en relación a un vivir -el actuar ciudadano- que ella hace posible, pero del que no participa. Actividad, por tanto, que no alcanza el nivel -la vida cívica y las empresas a que esa vida abre- en el que es dado realizarse como hombres; actividad que no edifica a quienes la llevan a cabo, antes bien los confina en ocupaciones y menesteres que impiden un desarrollo auténticamente humano; actividad, en suma, propia de esclavos, de hombres pertenecientes a razas inferiores o que, vencidos en batallas, carecieron del valor para afrontar la muerte, mereciendo vivir en el anonimato y en la servidumbre. De ahí que, reconociendo que el trabajo manual requiere un cierto saber y pone en ejercicio alguna virtud -al menos la de la laboriosidad-, se pudiera sostener que en el esclavo -y en general en quienes están dedicados a profesiones manuales-, ni uno ni otra (ni el saber ni la virtud) reclaman un especial desarrollo.

En la cultura griega estuvieron presentes también otros filones -baste pensar en Hesiodo-, aunque el mencionado fue predominante. Sus límites en relación con el trabajo son obvios, aunque debe reconocerse a la vez que a la filosofía griega, y especialmente a Aristóteles, se le deben algunas de las categorías más importantes en orden a una reflexión sobre el trabajo. Tal es el caso de la distinción entre episteme y tekné, entre conocimiento que se ordena a la comprensión intelectual y especulativa de la realidad, y conocimiento que se ordena al hacer productivo. Y, sobre todo de la distinción entre praxis y poiesis, entre actividad que revierte en la perfección del sujeto que la realiza y actividad que se especifica por la perfección de la realidad que de ella brota o sobre la que se ejerce. El Estagirita sentaba así las bases para una reflexión que, advirtiendo del peligro de alienarse en lo producido, condujera a una antropología que integrara la totalidad de dimensiones y facetas que implica el actuar humano; si bien es cierto que para llegar a esa meta era necesario seguir un itinerario que la filosofía griega clásica no alcanzó a recorrer.

2. El pensamiento patrístico y medieval

La revelación cristiana hizo saltar toda rígida distinción entre razas y pueblos. El hombre, cada hombre, no es mero individuo que contribuye a la conservación de la especie, etnia o cultura de la que forma parte, sino ser concreto amado por si mismo, venido a la existencia como fruto de un querer singular de Dios. Más aún, por el que Dios ha dado su vida muriendo en la cruz y al que llama, en su personal y concreta singularidad, a participar del vivir divino. No sólo algunos individuos particularmente agraciados por la naturaleza o por la fortuna, sino todo hombre y toda mujer están dotados de vocación divina.

De ahí la convicción que san Pablo formulara con palabras netas: Ťya no hay diferencia entre judío y griego; ni entre esclavo y libre; ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo JesúsŤ (Ga 3, 28; ver también Rm 10, 12 y Col 3, 11). Todas las distinciones, también las que derivan de la diversidad de ocupaciones y tareas, resultan trascendidas e incluso abolidas por la realidad suprema de la incorporación a la vida de Dios en Cristo. Las diferencias pueden, a nivel empírico, mantenerse, pero han perdido su radicalidad. No hay, desde esa perspectiva, ocupaciones o actividades carentes de significación: toda tarea, aunque pueda parecer carente de brillo y de posibilidades de riqueza, está dotada de plenitud de valor y de sentido. Todos y cada uno de los momentos de nuestro existir -también los aparentemente más vulgares y anodinos- poseen densidad y sentido, ya que son conocidos por Dios y pueden, y deben, ser vividos en referencia a Él: Ťtanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Diosť (1Co 10, 31).

En los escritos de algunos Padres y en los primeros esbozos de legislación canónica aparecen, junto a invitaciones a santificar la propia y personal vocación, cualquiera que sea, pronunciamientos en virtud de los cuales se declara incompatible con la fe cristiana una determinada profesión y se prohíbe su ejercicio. Esas prohibiciones no obedecen en modo alguno a una minusvaloración de la actividad humana; su razón de ser es otra: la constatación de que determinadas actividades, al menos en aquellos momentos, traían consigo una participación idolátrica en el culto imperial o la caída en prácticas inmorales. Las declaraciones de principios respecto a la valencia universal del mensaje cristiano son, por lo demás, frecuentes en los autores de la época; citemos sólo una, bien conocida, de Tertuliano: ŤSomos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: la ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros sólo os hemos dejado los templosť (Apologeticum, 37, 4: CCL 1, 148).

Pero, aunque el texto bíblico y el vivir cristiano ofrecieran base para impulsar una reflexión de carácter teológico sobre el trabajo, la realidad es que la teología, entonces naciente, no se ocupó de una manera amplia y directa de este tema. Encontramos, sin duda, declaraciones y afirmaciones sueltas, en especial al analizar los primeros capítulos del Génesis o al comentar algunos pasajes del Evangelio, así como algunos escritos ocasionales -como el De opere monachorum de san Agustín-, pero en ningún momento el trabajo humano llegó a ser objeto de estudio detallado.

En ello puede haber influido no sólo el hecho de que, durante estos siglos, la labor teológica estuviera absorbida por otras cuestiones (la regla de la fe y el canon de las Escrituras, los dogmas trinitario y cristológico, la doctrina sobre la gracia y la justificación...), sino también otros factores, como una pervivencia, real aunque larvada, del intelectualismo grecorromano, el desarrollo del monaquismo o una exagerada insistencia en las consecuencias históricas del pecado. La experiencia monástica prestó, ciertamente, singular atención a algunas cuestiones referentes al trabajo, subrayando con fuerza el valor de la laboriosidad (pensemos en el ora et labora benedictino). Pero, definiéndose el monje por su alejamiento del mundo y de las actividades cívicas y seculares para buscar a Dios en la soledad o en el ámbito del monasterio, se ocupó del trabajo exclusivamente en cuanto trabajo manual y, con frecuencia, fijándose sólo en uno de sus aspectos: el trabajo entendido como medio ascético para evitar la ociosidad. La reflexión teológica quedaba encerrada en un marco reducido e imposibilitada para llegar a resultados de más amplio vuelo.

En la Edad Media apuntaron algunas realidades que facilitaban una reflexión más amplia sobre el trabajo. La estructura social, muy diversa de la conocida por el mundo clásico, el desarrollo de las corporaciones y oficios, la importancia que adquirieron la milicia y las órdenes de caballería hicieron aflorar, en más de un momento, perspectivas de interés. La progresiva difusión de las obras de Aristóteles y el estilo académico y sistemático que adoptó el quehacer teológico, hasta desembocar en las grandes síntesis que caracterizan la época de las Sumas, ofrecían a su vez el ámbito intelectual adecuado para una consideración teológica sobre el trabajo.

Todo ello es particularmente cierto en el caso de santo Tomás de Aquino. De hecho, en sus obras encontramos múltiples afirmaciones de gran alcance: la distinción, de origen aristotélico, pero formulada con acentos propios, entre agere (actuar) y facere (hacer, fabricar, producir) y sus consideraciones sobre el arte como virtud que dirige el facere humano; su preocupación por subrayar la realidad de las causas segundas, saliendo al paso de todo ocasionalismo, etc. Hay que reconocer, sin embargo, que todo ello no desembocó, ni en santo Tomás ni en otros autores, en una exposición acabada, tal vez porque la idea según la cual las ocupaciones seculares son un obstáculo a la perfección cristiana se mantuvo vigente, limitando el alcance de esas perspectivas teológicas.

3. La época moderna

En los tiempos del Humanismo y del Renacimiento asistimos a un renovado interés por el tema del trabajo humano. De una parte, porque diversos humanistas -como Pico della Mirandola, Erasmo y Tomás Moro- manifiestan una acendrada preocupación por promover un influjo del espíritu cristiano en los ambientes seculares evitando su confinamiento en los claustros. De otra, porque el espíritu de innovación y aventura propios de la época dieron lugar a una nueva actitud vital con respecto a la actividad humana en cuanto encaminada al dominio del mundo, que, si bien en algunas ocasiones amenazó con degenerar en un neopaganismo, en otras se insertó en una auténtica profundización en las perspectivas cristianas.

La crisis de la unidad cristiana provocada por la Reforma protestante y las tensiones y luchas que la siguieron, agostaron esos desarrollos impidiendo su evolución serena y fructífera. La teología luterana y la calvinista se ocuparon ampliamente de las profesiones y del trabajo humano -al que Lutero calificó de Ťservicio divinoť-, pero, dominadas por una concepción del pecado como corrupción total de la naturaleza humana y por una visión de la predestinación que ponía en entredicho la libertad y la substantividad de la historia, no fueron capaces de elevarse a una auténtica valoración de la realidad creada y por tanto del trabajo. La teología católica barroca que se enfrentó, a nivel teológico-dogmático, con esos planteamientos, alcanzó en el campo de la filosofía jurídica resultados de singular relieve y supo intuir la importancia creciente del comercio y de los desarrollos económicos. Pero, influida en más de un momento por un ideal aristocrático que despreciaba la técnica y el trabajo manual, soslayó toda reflexión sobre el trabajo y su potencialidad histórica.

De hecho el tránsito hacia una comprensión del trabajo tal y como la encontramos en nuestros días, está íntimamente unido a la revolución científica y tecnológica que, preparada durante los tiempos medievales, tuvo lugar en los inicios de la época moderna, y a la posterior revolución industrial. Adam Smith y sus continuadores esbozaron una visión dinámica de la economía, de la que formaba parte la referencia al trabajo valorado como fuerza esencial a ese dinamismo. El eco que esas ideas encontraron en el conjunto del pensamiento hicieron que la reflexión filosófica se dirigiera hacia el trabajo, y ello precisamente desde la perspectiva de los frutos o resultados del trabajo y su repercusión en el devenir de la historia.

Las consideraciones de Hegel sobre la capacidad del ser humano para distanciarse de sus necesidades inmediatas y dar así vida a un proceso de progresivo desarrollo histórico fueron retomadas por Marx, aunque materializándolas y reificándolas, hasta llegar a una visión de la historia como proceso en el que la humanidad evoluciona y se modifica como consecuencia del sucederse de las estructuras de producción que el trabajar engendra. En todo caso, desde una perspectiva tendencialmente panteísta en Hegel, naturalista y materialista en Marx, el ser humano concreto quedaba subsumido en la humanidad genérica, única realidad que, en uno y en otro, verdaderamente cuenta. Desde esta perspectiva puede decirse que la tarea con la que los pensadores cristianos se vieron confrontados desde la segunda mitad del siglo XIX consistía en dar razón de la realidad del trabajo como fuente del dinamismo histórico -punto que nadie piensa en negar- separándola de los planteamientos ideológicos hegelianos o marxistas e integrándola en el contexto de la antropología personalista que deriva de la fe cristiana.

Las aportaciones en ese sentido fueron muchas. Dando por supuesto el detalle de esa historia podemos dirigir nuestra atención a dos hitos culminantes: los párrafos que el Concilio Vaticano II dedica a tratar de la actividad humana en el mundo poniéndola en relación con el advenimiento de los nuevos cielos y la nueva tierra del que habla la Escritura (GS 38-39) y, sobre todo, la encíclica Laborem exercens, promulgada en 1981 por Juan Pablo II. Detengámonos en esta última.

El dominio del hombre sobre la naturaleza, proclamado en el Génesis, no está condicionado por coordenadas inmutables, sino dotado de dinamismo. El trabajo es actividad que, al desplegarse, va acumulando frutos, experiencias y realidades, que impulsan el desarrollo futuro del trabajar. Nos encontramos así ante lo que Juan Pablo II denomina Ťel trabajo en sentido objetivoť (LE 5), el trabajo objetivado en realizaciones, en conocimientos, en métodos y procedimientos. Esa realidad, de la que no cabe en ningún momento prescindir, no debe hacer olvidar -prosigue el pontífice- que el hombre, sujeto realizador del trabajo, es persona, ser al que no cabe equiparar con una mera cosa, ni considerar como un simple elemento de un proceso global que le trasciende. El hombre trabaja como persona, es en cuanto persona como desarrolla las Ťacciones pertenecientes al proceso del trabajoť y éstas, sea cual sea su contenido y su redundancia a nivel objetivo o técnico, Ťhan de servir todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona que tiene en virtud de su misma humanidadť (LE 6).

La reflexión sobre el trabajo se nos presenta así dotada de una intrínseca complejidad, ya que en ella se entrecruzan dos dimensiones: el trabajo en sentido objetivo, o sometimiento y utilización de la tierra y de sus potencialidades, y el trabajo en sentido subjetivo, o desarrollo del hombre en el propio acto de trabajar. Bien entendido que -a los ojos de Juan Pablo II- el trabajo en sentido objetivo y el trabajo en sentido subjetivo, el dominio de la naturaleza y el dominio de sí, no son dos realidades distintas, sino dos aspectos de la acción humana que se despliega en la historia. Esos aspectos podrán estar, en la existencia concreta, escindidos, pero por si mismos aspiran a estar unidos en una visión coherente y armónica de la realidad, puesto que, estando el hombre llamado al trabajo, es a través de su trabajo como debe realizarse en cuanto persona e hijo de Dios.

La distinción entre ambos aspectos y la posibilidad de escisión obligan a establecer la relación o jerarquía que media entre ellos. Juan Pablo II aborda la cuestión sin ambages. En ningún momento pone en duda el dinamismo del trabajo, su potencialidad como fuerza histórica, pero subraya siempre que esa potencialidad se ejerce real y verdaderamente cuando las dos dimensiones seńaladas -la objetiva y la subjetiva- se desarrollan de tal manera que se reconoce la Ťpreeminenciať, Ťprecedenciať, o Ťprimacíať que corresponde a la segunda. En otras palabras: aunque en el trabajo y en el proceso de transformación de la materia que desencadena podamos apreciar diversos valores, Ťel primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujetoť, de manera que, sólo cuando se respeta ese valor, el trabajo realiza con plenitud sus potencialidades, contribuyendo eficazmente al desarrollo del hombre en cuanto hombre y, en consecuencia, a la humanización del mundo (LE 6).

IV. TRABAJO, ÉTICA Y ESPIRITUALIDAD

Para dotar de ulterior concreción a las consideraciones apuntadas, convendrá prestar atención a dos cuestiones implícitas en lo ya dicho, pero que merece la pena glosar, aunque sea con brevedad.

1. Trabajo, técnica y ética

Ninguna de las actividades que el hombre realiza y en las que se ve comprometido puede ser vivida o considerada como actividad exclusivamente neutra, como tarea que pueda ser desarrollada abstrayendo de la condición de persona que poseen tanto quien la realiza como los otros hombres que están en ella implicados, o a los que esa actividad afecta de uno u otro modo. Técnica y ética, eficiencia y moralidad se nos presentan así como nociones o perspectivas diversas, pero llamadas a una íntima interpenetración, en cuanto dimensiones constitutivas de la acción humana.

La ética no puede prescindir de la técnica, sino que la reclama, pues es la técnica, con cuanto connota de capacidad de dominar la realidad, lo que dota de eficacia a deseos e intenciones. Y a su vez la técnica presupone y llama a la ética, ya que es la ética quien sitúa a la acción en un contexto humano, dotándola así de sentido y de capacidad humanizadora, es decir, de verdadera eficacia histórica. De ahí la necesidad, en orden a la eficacia del trabajar, tanto de competencia profesional, de dedicación y de esfuerzo, como de deseo efectivo del bien y, en consecuencia, de rectitud de intención y de formación de la conciencia, con el conocimiento del saber ético-moral y de la doctrina social de la Iglesia que esa formación reclama.

2. Trabajo y espiritualidad

La palabra Ťespiritualidadť puede ser usada en diversos sentidos. Aquí la tomamos en el fundamental y primario: vivencia espiritual. La posibilidad, y la realidad, de una vivencia espiritual del trabajo está en intima conexión con cuanto decíamos más arriba acerca de la cercanía de Dios al hombre que ponen de manifiesto los dogmas de la creación y de la encarnación. En toda situación y en todo momento -también en su concreto trabajar- el ser humano está situado ante un Dios que le ama y que espera de él amor. Y que lo espera también en y a través de ese trabajo, de las incidencias que lo jalonan, del servicio a los demás hombres que debe informarlo, del empeńo y el esfuerzo que requiere, de las alegrías y de las experiencias duras que puedan acompańarlo. En todo instante, el hombre dedicado al trabajo puede ofrecer a Dios su tarea, hacer presentes ante Él sus afanes e ilusiones, solicitar su ayuda o su consuelo.

Esa convicción llena toda la historia cristiana, aunque, fuerza es reconocerlo, no siempre fue percibida -tanto a nivel especulativo como práctico- con la totalidad de sus implicaciones. A ello contribuyó ese conjunto de factores que, como ya indicamos, condujo a una minusvaloración de las actividades seculares Sin entrar ahora en pormenores históricos, digamos sólo que en nuestros días la afirmación del carácter vocacional de toda condición humana puede darse por adquirida. Ya que -como afirmara Juan Pablo II- Ťla Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada hombre el camino de la vidať (RH 13). El cristiano no está llamado -son ahora palabras de san Josemaria Escrivá- a Ťuna doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeńas realidades terrenasť, ya Ťque hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (Conversaciones con Josemaria Escrivá, 114).

Conviene finalmente ańadir -cerrando así el itinerario que implica la consideración teológica del trabajo- que no sólo la dimensión técnica está íntimamente unida con la ética, como ya antes seńalábamos, sino que ambas entran a la vez en sintonía con la espiritual, de la que reciben estímulo e impulso. Para que el mensaje sobre la dignidad de todo ser humano -substrato último de la conexión entre técnica y ética- alcance plena eficacia histórica es necesario algo más que la mera proclamación. Se requiere -como subraya Juan Pablo II- una asimilación vital del ideal proclamado, asimilación que alcanza su culmen cuando se capta el Ťsignificado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvaciónť (cf. LE 24 y 26). La vivencia espiritual del trabajo se presenta así como camino preeminente e incluso decisivo en orden a percibir todas las dimensiones y virtualidades que el trabajo posee y, lo que es más, a llevarlas a la práctica.

Bibliografía

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J.L. Illanes

 Ť    Tradición    ť 

La realidad significada por el término Ťtradiciónť (traditio, parádosis) se halla presente en los mismos orígenes cristianos. La autocomunicación de Dios en Cristo (la revelación) es esencialmente transmitida, entregada por Dios a la Iglesia. Es importante comprender, ante todo, la conexión de la tradición con la misma persona de Jesucristo. Como en otras cuestiones teológicas, en el tratamiento teológico de la tradición se puede aspirar a un sano Ťdescentramientoť eclesiológico para arraigar -para centrar- más claramente la tradición con Cristo, y a partir de Cristo con la Iglesia.

La idea de entrega aparece con toda su fuerza ya en los Evangelios, que presentan a Cristo Ťentregadoť por nosotros. Más tarde, por diversos factores de los que hablaremos, la tradición entendida como revelación o Evangelio transmitido fue derivando a ser entendida como la otra instancia que debla acompańar a la Escritura, y esta relación -Escritura-Tradición- marcó el tratamiento teológico de la tradición. Una perspectiva más completa se ha generalizado en la Iglesia a partir del Vaticano II.

Pero la tradición del misterio de Cristo no es una realidad inédita para el hombre y la sociedad. De hecho, la tradición es condición de humanidad: sólo partiendo de ella adquiere el hombre su condición humana. La tradición es la que hace posible la incardinación espacio-temporal de una persona, y el modo particular de ser persona. Es al mismo tiempo la condición de identidad de la comunidad. El elemento principal de la tradición es el lenguaje que establece la relación intracomunitaria y al mismo tiempo expresa la realidad que hay en toda tradición. El lenguaje nos capacita para entrar en comunión de vida con los que nos precedieron, con nuestros contemporáneos y con los futuros participes de la vida humana. De ese modo, la tradición es la experiencia de generaciones anteriores almacenada en un sistema de símbolos; ella hace posible que la vida humana merezca tal calificativo, al permitir al hombre orientarse en el mundo y ayudarle de ese modo a encontrar la identidad.

I. DIMENSIÓN HISTÓRICA

1. La tradición en el Nuevo Testamento

Cuando Jesús inició su ministerio, se mostró en continuidad con la tradición judía: se presentó como un rabbí, en quien se cumplía lo anunciado en los profetas.

En efecto, el pueblo judío en el que nació Jesús y con el que se identificó culturalmente se alimentaba religiosamente de los escritos del Antiguo Testamento, que habían nacido en la tradición y de la tradición. A esos escritos les precedió una realidad religiosa viva que era la comunidad del Pueblo de Dios. En el seno del Pueblo, y a través de diversas vicisitudes, tiempos y experiencias, tomaron forma los libros en los que los redactores, asistidos con el carisma de la inspiración, recogieron antiguas tradiciones transmitidas no por la escritura, que apareció relativamente tarde, sino a través de cauces como los relatos, las normas, los ritos, las formas de organización social, etc.

Jesús mostró una notable independencia de las tradiciones, no porque las anulara sino porque las situaba en un contexto más amplio. Las pocas veces que se refiere a la tradición o tradiciones lo hace en un significado peyorativo: el Ťvuestra tradiciónť o la Ťtradición de los hombresť de Mt 15, 1-9 o Mc 7, 1-13 denuncia el grave abuso que es sustituir el mandato y la palabra de Dios por preceptos humanos. La entrega, sin embargo, que es resultado del tradere, es un hecho central de la vida y del misterio de Jesús de Nazaret.

El momento fontal de la entrega que está en el origen de la tradición se da en la misma entrega de Cristo, a quien el Padre Ťentregó (tradidit) por nosotrosť (Rm 8, 32). Cristo mismo Ťme amó y se entregó a sí mismo (tradidit semetipsum) por míť (Ga 2, 20); Ťamó a la Iglesia y se entregó (tradidit) por ellať (Ef 5, 25). La entrega final de la Cena y de la Cruz suponen el cierre de la entrega primera que es la vida y la enseńanza de Jesús. En la Cruz, Jesús entregó su espíritu (Jn 19, 30), el mismo Espíritu que en el día de Pascua infunde a su Iglesia (Jn 20, 22).

El texto emblemático de Mt 28, 19-20 es como una síntesis de la economía de tradición que aparecerá posteriormente explicitada en los Hechos y en san Pablo: ŤId y enseńad a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseńándoles a guardar todo lo que os he enseńadoť.

Los actos de transmitir, recibir y guardar constituyen el principio mismo de la tradición. El ejemplo paradigmático de una existencia vivida de lleno en la tradición es san Pablo. Pablo no fue testigo de la vida de Jesús, y sin embargo recibió la misión de anunciar el Evangelio en el tiempo mismo en que los Doce, testigos elegidos por Dios, seguían en este mundo y podían, por tanto, continuar aportando su testimonio sobre las palabras y los hechos de la vida de Jesús. Pablo es consciente, después de su encuentro con Jesús en el camino de Damasco, y de Ťhaberle vistoť, de la necesidad de contrastar con Ťlas columnasť, especialmente con Pedro (cf. Ga 2, 7-9), la autenticidad de lo que enseńa después de haberlo recibido. Pero una vez confirmado su testimonio, Pablo pide que se guarden Ťlas tradiciones (paradóseis) que recibisteis de palabra o por carta míať (2Ts 2, 15).

Especialmente significativo es el texto sobre la Eucaristía de 1Co 11, 23. Ya al comienzo del capítulo, Pablo alaba a los corintios porque guardan las tradiciones (paradóseis) que les entregó (1Co 11, 2). En el versículo 23 escribe: ŤPorque yo he recibido del Seńor lo que a mi vez os he entregado: que el Seńor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan...ť. La expresión Ťdel Seńorť (apo tou Kyriou) no se refiere necesariamente a una revelación directa de Cristo, sino a la tradición que poseía Pablo, recibida de los Apóstoles que habían participado en la Cena. De este modo, la tradición incluye una transmisión temporal de tipo histórico (transmisión apostólica) y una presencia actual del Seńor, por encima del tiempo.

Educado con los judíos, Pablo conocía la estructura formal de las tradiciones judías mediante las cuales se transmitían las Ťtradiciones de los padresť (Ga 1, 14). Pero ahora el contenido es nuevo. Lo que se transmite es el Evangelio que obra la salvación por medio de la acción del Espíritu Santo. El centro y núcleo del Evangelio es Cristo, contenido y a la vez origen del que la tradición recibe su autoridad. San Pablo ha hecho expresamente de los actos de transmitir, guardar y recibir -es decir, del principio mismo de la tradición- la ley de la construcción de las comunidades cristianas por el ministerio apostólico.

El Ťprincipio tradiciónť preside, por lo demás, la historia del cristianismo desde la formación de los escritos del Nuevo Testamento hasta el desarrollo que tiene lugar en la Iglesia. La misma composición de los libros del Nuevo Testamento constituye una Ťhistoria de la tradiciónť (Traditionsgeschichte) que supone que a la redacción de los evangelios le ha precedido una tradición oral. Dicho con más propiedad: a los evangelios les ha precedido el Evangelio. La consecuencia -de gran alcance ecuménico- es que la Escritura y la Tradición están interiormente unidas y relacionadas por la realidad de la Iglesia, que las envuelve a ambas. La vida y enseńanza de Jesús fue anunciada por los testigos elegidos (los Apóstoles). Esa predicación fue recibida y vivida en las diversas comunidades y, finalmente, los hagiógrafos, asistidos por la inspiración del Espíritu Santo, pusieron por escrito esas tradiciones.

La tradición se refiere en primer lugar al modo de la transmisión del Evangelio, pero también al contenido del mismo Evangelio. Al final de la era apostólica había una conciencia cada vez más patente de que las condiciones que permiten hablar de tradición en un sentido todavía abierto (contacto directo con Jesús y cauce apostólico de la transmisión) estaban próximas a su fin. Entonces, frente a la división y a falsas doctrinas que se difundían en torno a las comunidades cristianas, se insiste en que Ťla fe ha sido transmitida a los santos de una vez por todasť (Judas 1, 3; cf. 2P 2, 21). Esa fe se refiere al Ťevangelio de Cristoť (Rm 15, 19; Ga 1, 7; 1Co 9, 12; 2Co 2, 12; 2Co 9, 13; 2Co 10, 14; etc.), al Ťmisterio de Cristoť (Ef 3, 4), al misterio pascual, a la revelación del Padre y a los mandatos del Seńor. Más aún, Pablo recoge en sus cartas algunas fórmulas de fe (los llamados presímbolos) que expresan contenidos de la fe en forma sintética. De este tipo son, por ejemplo, la confesión de fe ŤJesús es Seńorť (Rm 10, 9), o el célebre texto sobre la resurrección del Seńor, en el que aparecen relacionados el Ťevangelioť y el movimiento esencial de recibir y transmitir que caracteriza a la tradición (1Co 15, 1 ss.).

Tiene su lugar en este contexto la idea de Ťdepósitoť (parathéke) que menciona Pablo en las cartas a Timoteo: ŤGuarda el depósitoť (1Tm 6, 20); Ťguarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotrosť (2Tm 1, 14). El acto apostólico del testimonio fue único, pero el acto de transmisión de ese testimonio deberá continuar en el magisterio (cf. 2Tm 2, 2). Al referirse al depósito, Pablo está invitando a la conformidad del magisterio con el testimonio apostólico.

2. La tradición en los Padres

A finales del siglo XIX A. von Harnack defendió la idea de que la tradición, y más claramente todavía el magisterio, no fueron realidades objetivas en la Iglesia hasta bien avanzado el siglo II, cuando, en la lucha por el poder, los jerarcas se impusieron sobre los carismáticos. ŤSi por católico -escribía en 1900- entendemos una Iglesia de doctrina y de ley (Lehr- und Gesetzeskirche), entonces la Iglesia católica tiene su origen en la lucha con el gnosticismoť (A. von Harnack, Das Wesen des Christentums, Gütersloh 1985, 124-125). Más tarde, algunos exegetas y teólogos afirmaron que ese mismo proceso aparecía en los escritos del Nuevo Testamento: los primeros escritos (cartas a los Tesalonicenses) representarían la originalidad de la primera Iglesia en la que predominarla la concepción de una comunidad democrática con los carismas como elemento fundamental. Las cartas Pastorales serían mucho más tardías y en ellas aparece ya el intento de imponer una concepción ministerial y jerárquica sobre la realidad anterior. Ambas teorías han encontrado respuesta en diversos autores que seńalan en ellas la presencia de presupuestos perturbadores de lo que la Escritura y la historia transmiten realmente.

Así pues, la realidad de la tradición ha estado presente en la Iglesia de forma ininterrumpida desde los Apóstoles -si no hubiera sido así la misma Iglesia tampoco habría subsistido. Si examinamos su presencia en los Padres apostólicos, vemos que el término parádosis es poco frecuente en sus escritos, aunque su significado se halla presente, y comporta los tres elementos de un depósito transmitido, un magisterio vivo y una transmisión por sucesión (Y. Congar, La Tradición y las tradiciones, I, San Sebastián 1964, 41 ss.). En sus escritos predomina el sentido activo de tradición, que se expresa mediante las acciones de entregar y transmitir. La tradición, por otra parte, está vinculada con Cristo. En el pasaje clásico de Ignacio de Antioquía a los Filadelfios leemos: ŤLos archivos son Jesucristo: los archivos sagrados son su cruz, su muerte, su resurrección y la fe que viene de Élť (Ad Philadelphios 8, 2).

3. La tradición en el magisterio de la Iglesia

La enseńanza de Trento sobre la tradición se encuentra en un célebre texto del Decreto sobre la aceptación de los sagrados libros y tradiciones. El concilio se refiere al ŤEvangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó primero por su propia boca nuestro Seńor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus Apóstoles a toda criatura [cf. Mc 16, 75] como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y (et) en las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu Santoť (D. 1501). Por la importancia que el cambio acabaría teniendo, conviene recordar que en los documentos preparatorios del Decreto aparecía la expresión Ťpartim... partimť referida a la Escritura y a la Tradición como cauces por los que nos llega el Evangelio. Esa expresión fue sustituida en el texto aprobado por Ťetť.

Ya en el Vaticano II, Dei Verbum 8 ofrece, por primera vez en la historia del magisterio supremo, una descripción de la tradición. Por tradición se entiende aquí el contenido de la tradición apostólica; más en concreto, el contenido de la tradición apostólica llamada oral para distinguirla de la tradición escrita, es decir, de la tradición viva objetivada en los escritos del Nuevo Testamento. De la relación de la Tradición con la Escritura se tratará en el número 9, y del sujeto transmisor, en el 10.

Si nos centramos en el número 8, que es el consagrado explícitamente a la tradición, nos encontramos con una estructura que se articula en tres párrafos. El primero de ellos enlaza con el número anterior (Itaque praedicatio apostolica...ť) y ofrece una descripción de la transmisión de la revelación apoyada en los textos paulinos. Acaba con algunas afirmaciones doctrinales en torno a las relaciones entre la tradición y la Iglesia. El segundo párrafo de DV 8 está dedicado al crecimiento de la tradición, tema que abordaremos con más detenimiento en las páginas que siguen. El tercero, finalmente, se refiere a la presencia de la tradición en los Santos Padres y a su testimonio sobre el canon de libros inspirados.

En el articulo 2 (nn. 74-100), el Catecismo hace confluir dos aspectos diversos. En primer lugar, expone -siguiendo los nn. 7 a 10 de Dei Verbum- la fase siguiente a la revelación definitiva en Cristo: la transmisión de esa revelación por los Apóstoles, sus sucesores y la Iglesia, y los medios de la transmisión. Pero a ese aspecto, ańade otros: después del magisterio de la Iglesia, trata de los dogmas de la fe, del sentido sobrenatural de la fe y del crecimiento en la inteligencia de la fe.

Siguiendo la presentación del Vaticano II, el Catecismo habla en primer lugar de la Tradición apostólica (Ťla gran tradición., n. 83), como el contenido original que ha de ser transmitido de diversas formas. Lo primero es la predicación de los apóstoles, que se transmite después oralmente y por escrito (n. 76). Esta predicación se continúa por medio de la sucesión apostólica. Una precisión interesante del Catecismo es aquella que se refiere a la tradición apostólica Ťque es la que viene de los apóstoles y transmite lo que éstos recibieron de las enseńanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo. En efecto, la primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición vivať (n. 83). Esta tradición es distinta de las tradiciones eclesiales. A pesar de que esta distinción entre tradición apostólica y tradiciones eclesiales no es nueva para la teología, es muy útil que el Catecismo la establezca para interpretar los diversos significados que la tradición presenta en Dei Verbum. Del mismo modo, la afirmación de que la tradición apostólica precede al Nuevo Testamento, aunque no sea una novedad ayuda a comprender mejor la cuestión de las relaciones entre Sagrada Escritura y Tradición.

II. DIMENSIÓN SISTEMÁTICA

1. Tradición y Trinidad

La tradición de la Iglesia forma parte de la economía de la revelación y tiene, por tanto, su origen último en la Trinidad. Ésa es la idea que presenta Tertuliano cuando escribe: Ťln ea regula incedimus, qua ecclesia ab apostolis, Apostoles a Christo, Christus a Deo...ť (De praescriptione haereticorum 37, 1: Sources Chrétiennes 46, 275).

La alusión a la fuente en la Trinidad se refiere necesariamente al Padre, fons et origo Trinitatis. La comunión íntima de las Personas tiene un reflejo en la creación y en el tiempo a través de las misiones del Verbo y del Espíritu, reflejo que alcanza también, como veremos, a la realidad de comunión que es la tradición.

La apertura de la intimidad divina es visibilización del Padre invisible, apertura del silencio de Dios mediante la Imagen y la Palabra atestiguante a la que accedemos a través de la palabra atestiguada que es la Escritura y la Tradición (H.U. von Balthasar, Palabra, Escritura, Tradición, en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 2001, 29). A través de Cristo la invisibilidad del Padre se hace visible; la profundidad de su silencio llega a ser Palabra. Cristo es la Imagen, la Palabra de Dios, pero Imagen amada, Palabra de amor. El Espíritu Santo forma parte, pues, esencialmente de la revelación de Cristo, que es Verbum amoris (o Verbum spirans amorem), ungido por el Espíritu, el cual es cooperador necesario de la acción reveladora y salvadora de Cristo. A partir de ese dato trinitario se entiende el Ťhablarť del Espíritu, a quien el Símbolo confiesa como aquél Ťqui locutus est per prophetasť. El Espíritu Santo ha ejercido una función iluminadora sobre individuos singulares y sobre el pueblo elegido, a los que ha guiado y preparado para recibir a Cristo como la Palabra definitiva de Dios. De este modo, queda patente que la acción del Espíritu Santo debe ser integrada en el mismo acontecimiento revelador de Cristo, y no reservarla para el momento de la transmisión de la revelación, es decir para la inspiración de la Escritura, el progreso de la Tradición y la autoridad del Magisterio.

Las misiones divinas son la prolongación de las procesiones eternas en la criatura racional. Al realizarse en la historia, las misiones muestran a nuestra fe el misterio de las procesiones inmanentes en el seno de la Trinidad. Reflejan por tanto la unidad e Inseparabilidad de la Trinidad, y al mismo tiempo la diversidad de las Personas. Esa unidad es la que se abre en las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, Ťlas dos manos del Padreť, según la conocida expresión de san Ireneo (Adversus haereses IV, 20, 1).

La mediación de Cristo es el fundamento sólido de la mediación de la Iglesia que es necesaria para poder hablar de la tradición. ŤLa teología tiene que partir de la preexistencia de la verdad de Dios en Jesucristoť (Kasper). En esa verdad encontramos la razón última del carácter absoluto y definitivo que presenta la tradición en algunos de sus elementos, como son, por ejemplo, las formulaciones dogmáticas. La verdad eterna de Dios se entrega a través de la mediación histórica de la vida y predicación de Jesús de Nazaret, pero no se disuelve en historia.

A partir del envío del Espíritu Santo, la economía cristiana es definitiva: se han completado la revelación y la salvación, las cuales, desde ahora, se anuncian y realizan en la historia con la actualidad que le da el mismo Espíritu Santo que preside el Ťhoyť de la gracia -por medio de los sacramentos, sobre todo- y de la comprensión (sentido de la fe y magisterio). En cuanto revelación de Dios plena y definitiva, no transitoria ni imperfecta, la economía cristiana encierra toda la verdad y la santidad que harán llegar a los hombres y al cosmos a la Parusía. Por eso, no se debe esperar ninguna revelación pública que complete o perfeccione a b recibida de Cristo en el Espíritu Santo.

Por su aspecto pneumatológico, la revelación en Cristo, entregada por los Apóstoles a la Iglesia, es definitiva y goza de la propiedad de ser la última y escatológica, de forma que no hay que esperar un nuevo tiempo. El Ťhoyť de la revelación y de la gracia hace que no exista estrictamente más futuro que el de la culminación de la historia y del cosmos en la escatología. No existe un Ťmańanať que llegará después de Cristo. Por medio del Espíritu, Cristo se entrega en un Ťhoyť sin ocaso. Por esa razón, tiene sentido el recuerdo o anámnesis de la fe, así como la invocación al Espíritu en la Iglesia de cada tiempo (epíclesis). En cambio, desde esta perspectiva no se ve la posibilidad de un futuro desgajado del presente, es decir, de un futuro que no sea plenitud o culminación definitiva del tiempo y de la historia; un futuro, por tanto, que no esté ya presente de alguna forma.

Como síntesis de lo que venimos diciendo se puede afirmar que para la concepción verdaderamente cristiana, la tradición es autoentrega de Dios a través de Jesucristo, en el Espíritu Santo; es memoria Jesu Christi que acontece en el Espíritu Santo. Tal autocomunicación está permanentemente presente en la Iglesia.

2. Tradición e Iglesia

El planteamiento de la teología postridentina de las relaciones entre Escritura y Tradición llevó a algunos teólogos a hablar de las dos fuentes de la revelación. Cuando esta temática se discutió durante el Vaticano II, se decidió no pronunciarse directamente sobre el tema, y abordarlo a otro nivel. De este modo se encontró un marco más amplio que el de la relación directa Escritura-Tradición. Este marco lo proporciona el principio englobante del ŤEvangelio transmitidoť (DV 7). En efecto, el Evangelio encierra todo el mensaje y la realidad cristiana, independientemente de su modo de transmisión porque enlaza directamente con Cristo, revelador y al mismo tiempo revelación de Dios, como quedaba recogido en el número 4 de la misma constitución.

Desde un punto de vista diferente, el marco para superar la dialéctica al parecer irresoluble entre Escritura y Tradición, es la Iglesia misma. La revelación la recibe la Iglesia del mismo Cristo mediante los Apóstoles, y su misión esencial es, precisamente, la transmisión de la revelación. Ahora bien, en este punto es necesario aclarar de qué modo la Iglesia se relaciona con la tradición. El Concilio va más allá de cierto extrinsecismo que estaba detrás de algunas presentaciones de la tradición como una realidad que pertenece a la Iglesia y sobre la que la Iglesia domina, a través del magisterio sobre todo.

En un sentido, la tradición se identifica con la realidad misma de la Iglesia, que se entrega a todas las generaciones. Las palabras de Dei Verbum son netas: la Iglesia en su doctrina, su vida y su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es (Ťomne quod ipsa estť), todo lo que cree (DV 8). En esas palabras se encuentra el doble sentido de la tradición: tradición en sentido activo, en cuanto la Iglesia es el sujeto de la tradición, y en ella se transmite lo recibido a través de la enseńanza, de la liturgia y de la vida; y tradición en sentido pasivo, que se refiere al contenido de la fe y al ser mismo de la Iglesia. La Iglesia es, como consecuencia, al mismo tiempo transmisora y contenido de la tradición; o expresado con otras palabras, la tradición existe en la Iglesia, y la Iglesia se entrega en la tradición. En ambos casos, la relación de la tradición con la Iglesia depende esencialmente de Cristo que está en el origen de la Iglesia y de la tradición.

3. Tradición y progreso

La transmisión de la fe va unida al progreso de la tradición. ŤEsta tradición que viene de los Apóstoles progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santoť (DV 8). El progreso de la tradición tiene lugar entre dos polos: el tiempo de los Apóstoles, por un lado, y la manifestación plena de Cristo en la escatología, por otro. Esto hace que la tradición posea desde el principio un dinamismo que sólo se amortigua en la escatología. Por esta misma razón, la tradición no halla en este mundo una expresión absolutamente adecuada o definitiva de su realidad, sino que mantiene siempre una cierta tensión hacia el futuro. Se abren aquí, entonces, dos posibles formas de entender el progreso de la tradición. La primera entiende el progreso de forma dialéctica: el progreso sólo sería el resultado de la oposición de momentos plenos de provisionalidad. La segunda, en cambio, entiende el progreso como la actualización y realización posible en cada momento histórico del Evangelio, de la entera realidad cristiana. Sólo esta segunda hace justicia a la naturaleza de la tradición y a su tendencia escatológica. La tradición progresa mediante la comprensión de las realidades y de las palabras transmitidas, mediante la contemplación y el estudio, mediante la comprensión viva que experimentan de las cosas espirituales, y mediante la predicación de los sucesores de los Apóstoles (DV 8).

La conservación y transmisión de la revelación ha sido confiada a la Iglesia en su totalidad: toda la Iglesia está llamada a Ťpresencializarť la revelación de Dios, a dar contenido a la misión de mantener íntegra, defender y predicar la palabra de Dios. Pero la Iglesia-Pueblo de Dios es también el Cuerpo de Cristo. La Iglesia existe como un todo jerárquicamente organizado. Toda la Iglesia Ťtiene la unción del Santoť (1Jn 2, 20), y al mismo tiempo, hay en ella pastores que, como sucesores de los Apóstoles, ejercen también en ella el servicio de la enseńanza. De este modo, el servicio de la Iglesia a la revelación de Dios es de dos tipos: a) el que todos los miembros -con la igualdad radical que tienen por el bautismo- prestan a la revelación divina a través de la función profética de cada bautizado, mediante la cual conservan y transmiten la fe que han recibido, a través de su palabra y de su vida de creyentes. b) Un servicio específico de la Iglesia a la revelación es el de los pastores: a los obispos, sucesores de los Apóstoles, les corresponde la función de la enseńanza autorizada de la misma revelación (la sucesión apostólica desempeńa en este proceso la función de Ťformať de la tradición, en relación con la Ťmateriať que sería lo transmitido por los apóstoles). Este ministerio, de origen sacramental, constituye el magisterio de la Iglesia.

La Iglesia que recibe la revelación no es una mera comunidad de creyentes, sino una realidad animada por el Espíritu Santo. Así lo expresa la descripción de la Iglesia como Ťcommunio fidei et sacramentorumť. La Ťcommunioť no es el resultado de una mera coincidencia o acuerdo de hecho en lo que se considera de fe, sino que es don del Espíritu Santo, don fundamental presente ya como gracia en el mismo origen. La Ťcommunioť se realiza en la historia con diverso grado de perfección, y culminará en la escatología. De este modo, el Espíritu Santo es para la Iglesia el principio de su inteligencia de la revelación, es decir de su comprensión, asimilación, interpretación y progreso, porque actúa en ella y mueve y guía -a cada uno según su función, oficio o ministerio- a pastores, doctores, santos y, en general, a todo el pueblo de Dios.

El Vaticano II recoge en su enseńanza algunos de los modos como tiene lugar el progreso de la tradición. Progreso de la tradición significa que la Iglesia Ťva creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdadť. Conviene subrayar a este respecto el factor más original de ese progreso. Que la tradición progresa por el estudio de los creyentes, o por el ejercicio del magisterio pastoral es un principio básico del progreso, de sobra conocido. Pero en cambio, Ťla percepción íntima que [los fieles] experimentan de las cosas espiritualesť como modo de progreso de la tradición supone una cierta novedad. Como se sabe, esta expresión fue el resultado de un equilibrio entre los padres conciliares, que deseaban que se hablara claramente de la experiencia cristiana, y aquellos otros que temían la utilización del término Ťexperienciať por las connotaciones que podía tener con la crisis modernista de principios del siglo XX. El resultado fue la utilización de la forma verbal (experiuntur) en lugar del sustantivo. Aparecía claro, en todo caso, que un factor del progreso de la tradición era la fe vivida, el testimonio cristiano y la santidad. Son realidades que surgen en la Iglesia, suscitadas por la acción del Espíritu Santo, y cuya autenticidad la Iglesia debe discernir.

4. Tradición y Escritura

Una cuestión teológica importante desde un punto de vista metodológico y ecuménico es el de las relaciones entre la Escritura y la Tradición: de qué modo la transmisión de la revelación tiene lugar mediante la Escritura y la Tradición.

Durante algún tiempo, los teólogos han discutido a este respecto sobre la suficiencia o insuficiencia de la Escritura. El acuerdo era general sobre la insuficiencia formal de la Escritura: es necesario el recurso a la tradición no escrita para interpretar correctamente la Escritura y hacer teología. Las opiniones, en cambio, divergen a propósito de la insuficiencia o suficiencia material de la Escritura.

El planteamiento de la suficiencia o insuficiencia de la Escritura ha perdido, seguramente, vigencia, y las diferencias entre católicos son -en opinión de muchos autores- más de palabra que reales. Para todos es patente que la Escritura es, en algún sentido, una objetivación de la revelación de Dios recibida en la fe, cuya fidelidad está garantizada por la inspiración. ŤTiene la función de conservar inmutable esa fiel objetivación de la revelación a fin de que la fe de la iglesia se mantenga viva e idéntica a la fe apostólica a lo largo de los siglosť (J. Alcáin, La tradición, Bilbao 1998, 94). Por su parte, la función de la tradición, en cuanto vida de la comunidad creyente, con todo lo que esa vida tiene de conocimiento y realidad todavía no explicitados, es la de indicar los límites (canon) y el valor de la Escritura (inspiración, Palabra de Dios), la de interpretarla en cada nuevo contexto cultural y la de acogerla y aplicaría a la vida (DV 8; LG 12). Por eso, la Tradición es el origen y el fin de la Escritura.

A la luz de estos principios, la función principal de la Tradición no es la de completar la Escritura, sino la de identificarla, apreciarla, interpretarla y llevarla a la vida. Contemplado desde este mismo punto de vista, se ve que en la Tradición hay algo más que en la Escritura, como en toda vida hay algo más que en cualquiera de sus objetivaciones escritas. Pero, por otro lado, se ve también que la Tradición, como toda vida, está amenazada por el peligro de la corrupción, y que es la Escritura la que hace que la Tradición se conserve sin corromperse.

Los principios de los que arranca la discusión ecuménica con el protestantismo son, por un lado, el principio luterano de la sola Scríptura, que rechaza la mediación de toda tradición en la comprensión de la revelación divina. Por otro lado, la enseńanza del Concilio de Trento que enseńa que el Evangelio Ťse contiene en la Escritura y (et) en las tradiciones no escritasť (D. 1501). La teología postridentina tendió a explicar el texto de Trento en la línea del Ťpartim... par-timť que aparecía en esquemas previos al texto conciliar aprobado. La opinión que se generalizó era que de la revelación se contenía una parte en la Escritura y otra parte en la Tradición, pudiendo hablarse, en consecuencia, de dos fuentes de la revelación. Frente a esta interpretación reaccionaron en nuestro siglo algunos teólogos que, a partir del texto tridentino, replantearon la cuestión de las dos fuentes.

Los números 7-10 de la Constitución Dogmática Dei Verbum ofrecen el marco completo y preciso para acercarse a esta problemática. Esto es posible porque el Concilio, en lugar de enfrentar directamente a la Escritura con la Tradición, busca un marco de comprensión más amplio. Así, desarrolla en primer lugar el carácter apostólico de la revelación y de su transmisión (DV 7), de forma que a partir de los Apóstoles, las relaciones entre Escritura y Tradición se retrotraen a un momento fontal previo a ellas mismas, a un punto común a partir del cual se diversifican pero manteniendo una esencial Implicación mutua.

ŤLa Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas del mismo divino manantial (ex eadem divina scaturigine promanantes), se funden en cierto modo y tienden a un mismo finť (DV 9). Con esta expresión, el concilio responde por superación a la problemática de las Ťfuentesť de la revelación. No hay sino una única fuente, que es Dios mismo -la Ťdivina scaturigoť-, de quien proceden tanto la Escritura como la Tradición, las cuales Ťse han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedadť (DV 9). Dei Verbum presenta así la Escritura y la Tradición, más que como fuentes, como dos funciones reciprocas con una unidad de origen y de contenido. De la fuente única que es el designio amoroso de la Trinidad llega a los hombres la revelación y la salvación, es decir el Evangelio. Testigos del Evangelio son la Sagrada Escritura y la Tradición, y no cabe una identificación material de ninguna de ellas con el Evangelio.

La íntima relación entre Escritura y Tradición se manifiesta en dos principios: a) La Escritura necesita complementarse con la Tradición para su recta inteligencia; es decir, la lectura e interpretación de la Escritura debe hacerse en la comunidad de fe de la Iglesia. ŤLa Iglesia, afirma el Vaticano II, no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo reveladoť (DV 9). b) La Escritura tiene una importancia singular en el proceso de la Tradición por ser Ťpalabra de Dios en cuanto que, por inspiración del Espíritu divino, se consignó por escritoť. La Tradición transmite, conserva y explica la palabra de Dios.

La relación más estrecha entre la Escritura y la Tradición se da al considerar a ambas conjuntamente en el acto de comprensión (lectura e interpretación). La Tradición es la que permite acceder al verdadero contenido de la Escritura, y sólo ella es capaz de ver la unidad de que está dotada. En ese punto adquiere un significado especial el canon de la Escritura que sólo la Iglesia conoce mediante su tradición. Esta idea es la recogida en el famoso texto -tajante, pero no falso- de Mohler: ŤLa Escritura sola, prescindiendo de cómo nosotros la entendamos, no es nada, es letra muertať (J.A. Móhler, La unidad de la iglesia, Pamplona 1996, 138). Ese es el motivo, no jurídico sino antropológico y teológico que le permite concluir: ŤFuera de la Iglesia no son entendidas las Sagradas Escriturasť (ibid., 117).

Se debe considerar a la Escritura y a la Tradición como realidades mutuamente destinadas, inviables aisladamente aunque con una existencia propia. La Tradición precede a la Escritura, pero en cambio solamente la Escritura es formalmente Palabra de Dios por razón del carisma de inspiración divina de que goza el hagiógrafo. A su vez, la Sagrada Escritura Ťdebe ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con que fue escritať (DV 12). Para ello, continúa el Concilio, se debe atender al contenido y a la unidad de toda la Escritura teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia así como la analogía de la fe. Por esta razón, la Tradición eclesial se puede entender Ťcomo el lugar concreto de la verdad, como presencia del Espíritu de Dios y como principio del conocimiento teológicoť (W. Kasper, Teología e Iglesia, 117). En último término, el sujeto último de la Tradición es el propio Espíritu Santo que forma el Ťnosotrosť de la fe y está en el origen de la transmisión del misterio de Cristo tanto a través de la Escritura como de la reflexión creyente y de la vida de la Iglesia.

5. Tradición apostólica y tradiciones eclesiales

El sentido fuerte, y en cierto sentido único de la tradición es el de tradición apostólica. ŤLa Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicaciónť (DV 9). Los apóstoles transmitieron lo que habían recibido Ťde las enseńanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo. En efecto, la primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición vivať (CCE 83).

De la tradición apostólica se distinguen Ťlas "tradiciones" teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquéllas pueden ser mantenidas, modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesiať (CCE 83).

No siempre se puede distinguir con absoluta claridad lo que es elemento de la tradición apostólica o de las tradiciones eclesiales. Es claro que la tradición apostólica reconocida como tal en la Iglesia es normativa para la fe, en tanto que las tradiciones eclesiales gozan de un estatus diferente. En este punto es preciso atender al sentido de la fe y al magisterio de la Iglesia. De este modo se evitan posturas que dan un valor absoluto a elementos tradicionales contingentes, o aquellas otras que no valoran suficientemente lo recibido de los Apóstoles.

6. Los elementos de la tradición

Lo que la tradición entrega es el misterio de Cristo, la memoria Christi siempre viva en la Iglesia. La tradición -memoria Christi- está formada por los acontecimientos históricos en los que tuvo lugar la autocomunicación de Dios en Cristo. Estos hechos no fueron solamente medios que, una vez que han servido como instrumento de comunicación y de salvación, han perdido toda su relevancia. La humanidad de Cristo no fue solamente vehículo de revelación, sino la revelación misma de Dios.

Junto a los hechos históricos, pertenecen a la tradición los elementos que dimanan del Logos, de la verdad de Dios y de nuestra salvación, revelada por Cristo y conocida, pensada y expresada por la Iglesia de acuerdo con la racionalidad y el lenguaje humanos, y contando con la iluminación del Espíritu Santo. Aquí se encuentra sobre todo el elemento dogmático que participa de la incondicionalidad de la verdad de Dios.

Hechos y verdades se expresan necesariamente en la práctica cristiana, en la experiencia y en la vida que procede del mismo origen que aquéllos, y se celebran en el culto cristiano. Estos elementos son, en realidad, como el encabezamiento de una rica y variada realidad con múltiples testimonios y manifestaciones. A esa tradición que progresa en la Iglesia pertenecen por ejemplo el régimen litúrgico-sacramental; los principios y preceptos que inspiran y gobiernan la vida en Cristo a la que cada cristiano es llamado; la enseńanza auténtica del magisterio de la Iglesia; la reflexión creyente desde la fe y sobre la fe; el testimonio de vida, suscitado por el Espíritu Santo, de personas e instituciones de la Iglesia, etc. La clasificación de los elementos fundamentales de la tradición en didascalia, liturgia y diakonía puede servir, si se evita perder con ella elementos que no pueden faltar en la tradición. Lo que resulta esencial para la tradición es que se tenga en cuenta que la síntesis, la unidad, es anterior y vivifica a los diversos elementos que la componen, y que entre todos ellos hay una acción y un movimiento recíprocos, de forma que cada uno se vea enriquecido y a la vez condicionado por los demás. Se da una especie de perikhóresis, de circuminsesión por la que la unidad debe estar en cada elemento, cada elemento en los demás, y todos ellos formar dinámicamente la unidad. Por esta razón, la tradición es realidad y conocimiento de comunión, que participa de la eficacia de la oración de Jesús: ut unum sint.

M. Blondel ha utilizado la imagen del lingote de oro que se amoneda para referirse a la tradición y sus diversos testimonios. Se trata de afirmar que la tradición es realidad una, viva, dinámica, idéntica a si misma y capaz de actuar en todos los procesos auténticos en los que se explicita la insondable riqueza de Cristo. Por esta razón, la tradición -máximamente identificada con la Iglesia- es capaz de acoger la pluralidad y diversidad de fenómenos, de dones, de carismas, etc. que el Espíritu Santo suscita como expresión de aquella riqueza. Al mismo tiempo, la autenticidad de todos ellos tiene como requisito una tendencia patente hacia la unidad de la tradición y de la Iglesia, hacia la comunión. Volviendo a la imagen del lingote de oro habría que decir que la multiplicidad de las monedas que con él se han hecho no tienen más realidad que la del lingote original.

7. Los testimonios de la Tradición

La tradición fue inicialmente predicación, transmisión a través de la palabra, ejemplos e instituciones (DV 7) de lo que los apóstoles Ťhabían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu, escribieron el mensaje de la salvaciónť (DV 7). El acceso teológico a la tradición hoy, sin embargo, no tiene lugar en la condición de mero oyente de tradiciones transmitidas oralmente, sino que es preciso apoyarse en los documentos en los que la tradición queda reflejada.

Se ha hablado de Ťmonumentos de la Tradiciónť, con expresión que se remonta a Franzelin, Perrone y Drey. Son las expresiones en las que se halla fijada y contenida, en alguna medida, la Tradición, y mediante las cuales se la puede captar. No son la Tradición, que es anterior a ellos, sino testimonio de ella.

El tratado De locis, de Melchor Cano, precisaba el valor y las condiciones de empleo de las diferentes expresiones de la tradición en el sentido más amplio de la palabra, es decir, de la enseńanza católica. Hoy podemos considerar que los testimonios más importantes de la Tradición son los Santos Padres; los textos litúrgicos y la misma liturgia de la Iglesia; el arte cristiano; los escritos de los Doctores de la Iglesia, de los autores espirituales y de los teólogos de las diversas épocas; el testimonio de la santidad en la vida de los cristianos, así como los diversos carismas suscitados por el Espíritu Santo a lo largo de la historia; el magisterio de la Iglesia.

Los testimonios de la Tradición necesitan ser interpretados, y su autoridad no es igual en todos los casos. Puede haberse dado en algún momento de la historia, incluso, alguna manifestación de doctrina, vida o culto que no han sido recibidos por la Iglesia. Una cosa es la realidad histórica de uno u otro testimonio, y otra que se trate de testimonios auténticos de la Tradición de fe. En último caso, el criterio de lo que pertenece a la Tradición de la Iglesia viene expresado por el principio formulado por Vicente de Lérins en el Commonitorium: ŤEn la Iglesia católica debe ponerse todo cuidado en sostener firmemente lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todosť (Ťquod ubique, quod semper, quod ab omnibusť: Commonitorium, 2). Este texto es recogido por el Vaticano I (D. 3020). La enseńanza de los pastores de la Iglesia es especialmente importante. Conocemos la autenticidad de un testimonio de la Tradición porque así es creído por el sentido sobrenatural de la fe del pueblo cristiano y enseńado por el magisterio de la Iglesia.

Bibliografía

J.A. ALCÁIN, La tradición, Bilbao 1998. Y.M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones, San Sebastián 1964. ID., La Tradición y la vida de la Iglesia, Andorra 1964. C. IZQUIERDO, Parádosis. Estudios sobre la Tradición, Pamplona 2006. W. KASPER, Teología e Iglesia, Barcelona 1989. V. PROAŃO, Tradición, en GER, XXII, 661-670. J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos: materiales para una teología fundamental, Barcelona 1985.

C. Izquierdo