Ecumenismo • Escatología • Esperanza • Espíritu Santo • Espíritualidad (Historia) • Eucaristía • Evangelización • Exégesis
Por historia del movimiento ecuménico entendemos la formación y acontecimientos del ecumenismo moderno, que, partiendo del siglo XIX, se desarrolla hasta nuestros días. Esta delimitación temporal no debe, sin embargo, hacer olvidar los intentos y logros de siglos anteriores por restaurar la unidad eclesial. Nunca la Iglesia católica, ni tampoco las otras, se conformaron con la situación de separación de grandes grupos de cristianos que rompían la comunión.
En una breve memoria histórica no podemos olvidar los concilios de la Antigüedad, en los cuales trataban de ponerse de acuerdo Oriente y Occidente para no crear la confusión en materia de fe y sembrar con ello la división. Aunque después de algunos de ellos se produjeron separaciones dolorosas (Efeso, Calcedonia), en otros casos el mismo concilio evitaba las divisiones (Nicea II, Constantinopla IV). Una vez consumada la excomunión mutua en 1054 ente Oriente y Occidente los concilios de Lyon II (1274) y el de Ferrara-Florencia-Roma (1438-1445) serán convocados para restablecer la unidad entre las dos partes de la Iglesia. El Concilio de Trento (1545-1563) fue también convocado para tratar de encontrar una solución a la división de la cristiandad occidental originada por la Reforma protestante. Visto el fracaso obtenido por la vía conciliar, a partir del siglo XVI se cambió de método, y se creó un diálogo que llevó a uniones parciales de Iglesias orientales con la Iglesia católica, por lo que hoy de todas las Iglesias de Oriente en sus diversos ritos hay una parte unida a Roma y otra separada (ortodoxos bizantinos y antiguas Iglesias orientales no calcedonenses). Entretanto, en el protestantismo, a partir de las tres tradiciones surgidas en el siglo XVI (luteranos, reformados, no conformistas) y el anglicanismo, surgían con el tiempo nuevas divisiones en su seno que llevarán a la creación de grandes comunidades eclesiales como los bautistas, metodistas, menonitas, pentecostales, etc.
Sin embargo, desde mediados del siglo XIX una nueva corriente unionista va a recorrer los caminos de todas las Iglesias cristianas y va a mover los frentes confesionales que se encontraban bastante parados y a la defensiva. Es lo que llamamos el «movimiento ecuménico», actividad dedicada a buscar por medios doctrinales y prácticos la reunión y reconciliación de todos los que invocan a Jesucristo como Dios y cabeza de la Iglesia. En los comienzos de este proceso va a influir mucho el cambio de mentalidad acaecido en la Edad moderna en las sociedades europeas y norteamericana, sobre todo las de ámbito protestante. Por estos años florece el espíritu de tolerancia e igualdad, la libertad de conciencia y los derechos humanos de carácter filantrópico e internacional. Se trata de un camino nuevo, que constituye para todas las Iglesias un proceso inédito y complejo del que no hay antecedentes en el pasado con esta configuración. Este proceso ha sido visto por todos como un don del Espíritu Santo, por lo que el ecumenismo pide un discernimiento constante de las mociones del Espíritu para su avance.
Estamos de acuerdo con los teólogos que sitúan el comienzo de esta corriente en el Reino Unido, a mediados del siglo XIX con el «movimiento de Oxford». Clérigos anglicanos de la «Iglesia alta», como Newman, Pusey, Froude, etc. pusieron en marcha una provocación a la Iglesia de Roma con un nuevo concepto de catolicidad (comunión católica anglicana de proporciones mundiales) y un diverso concepto de unidad (teoría de las tres ramas). En 1864 el Santo Oficio mandaba un «monitum» a los obispos católicos ingleses, para alertarlos contra la sociedad de carácter ecuménico. En 1865, los anglo-católicos responderán con una carta de aclaración al cardenal Patrizi y se produce la primera confrontación sobre el movimiento de unión de los cristianos. Los intentos de unidad continuarán con la pretensión de que la Iglesia católica reconozca la validez de las ordenaciones anglicanas, cuyo resultado será la Bula de León XIII Apostolicae curae de 1896, declarando inválidas tales ordenaciones. El incidente congeló el movimiento pero no lo extinguió, resurgirá años más tarde con las «Conversaciones de Malinas», estando implicados en ellas los católicos F Portal y el cardenal Mercier, y por la otra parte sobre todo el anglicano Lord Halifax.
En ámbito anglicano se inicia en Lambeth en 1867 la primera conferencia de obispos de la Comunión y así se continuará cada diez años. También entre las Iglesias protestantes va cristalizando un impulso de unión que contrarresta su dispersión: nacen las alianzas mundiales de confesiones históricas (Alianza reformada mundial, Federación luterana mundial, Alianza bautista mundial, etc.). De importancia será el movimiento juvenil de carácter internacional e interconfesional, que crea en 1844 el YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos) y en 1854 el YWCA (Asociación de Jóvenes Cristianas), en 1895 la WSCF (Federación Mundial de Estudiantes Cristianos) y el SCM (Movimiento Estudiantil Cristiano). Sobre todo la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos se empeño con energía en el ecumenismo y fue para muchos ecumenistas del siglo XX el lugar donde se fraguó su vocación. El movimiento estudiantil se orientaba hacia la misión, y es que en ese momento se crean también sociedades misioneras de carácter internacional que sostienen el gran impulso misionero presente en tierras de África y Asia, tanto en el protestantismo como en el catolicismo.
Una de estas conferencias de carácter misionero será la que va a marcar un hito especial en el movimiento ecuménico: la «Conferencia misionera mundial de Edimburgo», celebrada en 1910, y presidida por el laico metodista John R. Mott. Esta conferencia fue el comienzo de la agrupación de iniciativas dispersas y el impulso de un movimiento de unión de carácter mundial. Allí se tomó conciencia de la seriedad que supone la implantación de una Iglesia unida en los países de misión para la credibilidad del Evangelio. De las iniciativas que aquí surgieron terminará naciendo años después el Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEI). A raíz de ella, en 1921 se funda el Consejo Internacional Misionero, con la finalidad de promover la solidaridad entre los cristianos, así como la unidad de objetivos en la evangelización. Este consejo y su revista, Internacional Rewiew of Mision, contribuirán también al surgimiento del CEI, y en él se integrará en 1961. La conferencia de Edimburgo impulsó el nacimiento de Fe y Constitución, lugar de encuentro de las diversas Iglesias para dialogar sobre los problemas doctrinales que plantea la unidad, en cuanto a la fe y sus contenidos más esenciales en cada Iglesia y la constitución, es decir, los sacramentos, el ministerio, la autoridad. Los impulsores fueron sobre todo el obispo anglicano Ch. H. Brent y el secretario Robert H. Gardiner, quienes tras muchas consultas, incluyendo al Vaticano, lograron reunir a las Iglesias en Lausana en 1927.
El movimiento pancristiano de carácter práctico fundó otra importante institución: Life and Work, impulsada sobre todo por el obispo luterano sueco Nathan Sóderblom. Ya en 1919 el obispo proponía crear un consejo que representase espiritualmente a todos los cristianos, y hacer una conferencia mundial sobre el cristianismo práctico, cosa que se realizó en Estocolmo en 1925. El movimiento Vida y Acción se basaba en la convicción de que sirviendo a la causa de la paz y la justicia se intensifica la causa de la unidad, pues la unidad de acción práctica es más eficaz que la discusión doctrinal. Ello dio origen al Consejo Universal del Cristianismo Práctico en 1930, y al Instituto Social Internacional Cristiano, que convocó una conferencia sobre la crisis económica en 1932 y otra en 1937 en Oxford sobre las relaciones Iglesia, sociedad, Estado. En Gran Bretaña, en ese mismo año, Fe y Constitución y el Movimiento en Pro del Cristianismo práctico convocaban sus asambleas mundiales con objeto de crear un consejo ecuménico de Iglesias. La coordinación de esfuerzos y el ahorro de los dineros recomendaban a este organismo que agrupase las muchas iniciativas en curso. Las dos conferencias aceptaron la idea y al año siguiente, 1938, invitaban formalmente a las Iglesias a entrar en el Consejo mundial en formación. El estallido de la segunda guerra mundial cortó la iniciativa, pero se retomará con fuerza en la posguerra y así en 1948, en Amsterdam, se haría realidad el Consejo Ecuménico de las Iglesias, mediante la fusión de Vida y Acción y de Fe y Constitución. Al poco tiempo el Consejo se trasladará a Ginebra (Suiza), donde se encuentra en la actualidad. Mucho mérito en su fundación tiene el pastor reformado holandés Willem A. Visser't Hooft, quien será su presidente durante 22 años y luego, hasta su muerte, presidente honorario.
El CEI no pretende ser una confesión propia de fe o una síntesis de doctrina, ni una super-iglesia, sino «una asociación fraterna de Iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras y tratan de responder juntos a la común vocación» (Constituciones I). Puesto que se trata de una fellowship de Iglesias, para entrar en él se debe demostrar que se es una Iglesia independiente y estable en su constitución, confesar la fe cristológica y trinitaria según las Escrituras, mantener relaciones ecuménicas reales y contar con al menos 25.000 miembros. Lo novedoso de esta institución respecto a lo anterior es que no se trata de iniciativas personales o de consejos, sino que a él sólo pertenecen Iglesias establecidas. El objetivo es llegar a la unidad visible mediante una fe común y alcanzar la fraternidad eucarística, manifestada en el culto y en la vida solidaria. También se propicia la ayuda que favorece el testimonio conjunto, la tarea misionera en tierras lejanas, y la promoción de la justicia y la paz en el mundo.
La vida del CEI en sus inicios se desarrolló sobre todo a través de sus asambleas plenarias, que nunca pretendieron ser reuniones administrativas, sino celebración y expresión de la unidad ya alcanzada, y momento de reflexión teológica para dar pasos hacia la unidad plena. De hecho, los momentos celebrativos y la elaboración de textos-guía han sido siempre privilegiados. El decurso de sus asambleas es parte esencial de su ser y por eso las nombramos: Amsterdam (Holanda) 1948; Evanston (EE.UU.) 1954; Nueva Delhi (India) 1961; Upsala (Suecia) 1968; Nairobi (Kenia) 1975; Vancouver (Canadá) 1983; Canberra (Australia) 1991; Harare (Zimbabue) 1998 y Porto Alegre (Brasil) 2006. La presencia ortodoxa en el CEI se produjo a partir de los años sesenta, cuando la intervención del gran ecumenista Atenágoras I, Patriarca de Constantinopla, logró que todos los patriarcados ortodoxos entrasen a formar parte de él. Hoy el Consejo cuenta con unas 350 Iglesias, de procedencia mayoritaria protestante. Se espera que en la próxima asamblea de Brasil se recojan los frutos del trabajo realizado a partir de la última de 1998 en orden a una nueva estructuración del Consejo pedida por los ortodoxos.
Como hemos visto, las provocaciones que desde el siglo XIX en el Reino Unido se hicieron a la Iglesia católica para sumarse a este movimiento fueron múltiples, pero sobre todo por parte de la curia romana y de los papas la actitud fue de rechazo. Desde los tiempos del papa León XIII el único método de superar las divisiones que se veía en Roma era el método del retorno al catolicismo. Con esta mentalidad dicho Papa trató de tender puentes con las otras Iglesias, sobre todo a través de sus encíclicas Praeclara gratulationis (1894) Satis cognitum (1896). Por estas fechas, el franciscano Paul Wattson, venido del protestantismo norteamericano y fundador de la sociedad del Atonement, dio inicio a la «Semana de oración por la unidad de los cristianos». Esta oración anual irá creando una sensibilidad entre los católicos. Invitada la Iglesia católica en 1919 a formar parte del CEI en formación el papa Benedicto XV rechazó su incorporación y así harán los papas sucesivos, prohibiendo a los católicos participar en toda asamblea perteneciente al movimiento. Sin embargo, este Papa creó la Congregación para la Iglesia Oriental de la que él mismo era prefecto, y el Pontificio Instituto para los Estudios Orientales, a fin de formar a los sacerdotes que iban a desarrollar su labor en Oriente. Además restauró el colegio maronita en Roma y seminarios para greco-católicos en Italia.
Las citadas «Conversaciones de Malinas» (1921-1925) terminaron con la muerte del cardenal Mercier en 1926. El año anterior, el monje benedictino Lambert Beauduin fundaba los «monjes de la unidad» y la revista Irenikon en el monasterio de Amay (Bélgica), trasladado en 1939 a Chevetogne. Una parte de la comunidad celebra en rito romano y otra en rito bizantino. Las iniciativas de estos monjes eran alentadas por el papa Pío XI. Como respuesta a la reunión mundial de Iglesias en Lausana en 1927, aparecerá en 1928 la Encíclica de Pío XI Mortalium animos, documento católico de gran calado teológico que da serias razones para la no incorporación de la Iglesia de Roma al movimiento ecuménico.
Pero pocos años después despuntará una generación de grandes ecumenistas católicos. En el ecumenismo espiritual destaca el sacerdote francés Paul Couturier, quien logra dar vigor en los años treinta a la «Semana de oración por la unidad» y crea una espiritualidad de la unidad que impregna personas e instituciones católicas. De su círculo lyonés saldrá en 1937 el Grupo de Les Dombes, lugar de oración y reflexión entre católicos y protestantes franceses, que más tarde elaborará documentos teológicos de mucha importancia para el diálogo doctrinal. En 1937, la obra del dominico Y. Congar, Chrétiens désunis, marca el comienzo de una eclesiología ecuménica de comunión que se aparta de lo jurídico para iniciar un nuevo camino, todo él teológico, basado en la gran tradición, bíblica y patrística, que deja el método del «retorno» y propone la conversión y la reforma de la Iglesia. El también dominico Ch. Jean Dumont funda el centro Istina de Paris y la revista de su mismo nombre, así como en Alemania el sacerdote Max-J. Metzger funda el grupo ecuménico Una Sancta y su revista correspondiente, con todo lo cual se van madurando muchas ideas, iniciativas y mentalidades ecuménicas entre los católicos.
Tras la segunda guerra mundial los contactos se intensifican. El padre jesuita Charles Boyer fundaba en Roma la revista Unitas y el Centro en Favor de la Unidad, instituciones que lograron introducir la causa ecuménica en los círculos vaticanos de pensamiento. En 1949, el Santo Oficio emitía la Instrucción Motione ecumenica, en la cual se reiteraba la conocida negativa romana pero se abría una puerta al reconocer que este movimiento está inspirado por el Espíritu Santo. En 1951 se funda la «Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas», que favorecería la colaboración y los contactos entre teólogos católicos, y de aquí saldrán muchos ecumenistas que luego participarán activamente en el Vaticano II. Importante en los años de la posguerra es la fundación de la comunidad ecuménica de Taizé, por el monje protestante Roger Schutz. En ella, desde hace medio siglo viven juntos monjes de varias Iglesias, logrando realizar una parábola de comunión eclesial a través de la oración y la vida común, acogiendo a miles de jóvenes del mundo entero que son sensibilizados hacia la tragedia de la división y son exhortados a buscar caminos de reconciliación.
Periodo importante para la historia del movimiento ecuménico es la entrada en escena de la Iglesia católica en él, pues el peso de su número y de su potencia teológica hizo nacer una nueva era para el ecumenismo cristiano. Las muchas incomprensiones y fatigas que sufrieron los pioneros católicos se verán recompensadas con la llegada al papado de Juan XXIII y la convocación del Concilio II del Vaticano. La postura de este Papa dio un giro memorable respecto a la actitud romana sobre el ecumenismo. Desde el inicio señaló que una de las finalidades principales de la convocación del Concilio era buscar la unidad de los cristianos. Para ello creó en 1960 el Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, poniendo al frente como prefecto al anciano y valiente cardenal Agustín Bea. Esta institución, que por voluntad del Papa pasó tal cual a ser comisión conciliar, será un punto clave de referencia de toda la doctrina del Concilio sobre la Iglesia, que quedó toda ella impregnada de sentido y orientación ecuménica. El Decreto Unitatis redintegratio, junto a la Constitución Lumen gentium y el Decreto Orientalium ecclesiarum, será el mejor exponente de la entrada oficial de la Iglesia católica en el movimiento ecuménico. Influyó mucho en estos momentos la cordial amistad que se estableció entre el patriarca Atenágoras I y el papa Pablo VI.
A partir del Concilio ciertamente el movimiento ecuménico tomó un nuevo rumbo, pues la Iglesia católica desde los años sesenta estableció diálogo teológico y relaciones fraternas con todas las Iglesias históricas de Oriente y de Occidente. También lo realiza directamente con el CEI, del cual sólo es miembro en la comisión doctrinal Fe y Constitución. Pero el diálogo no sólo se lleva a cabo entre interlocutores de instancias superiores en comisiones mixtas internacionales, sino también particularizado por grupos nacionales o regionales. En general, se mantienen diálogos bilaterales y también multilaterales, cuyo máximo exponente es el Documento de Lima (BEM). Hito histórico en el diálogo bilateral doctrinal lo marcó en 1999 la firma de Acuerdo sobre la doctrina de la justificación entre la Iglesia católica y la Federación Luterana Mundial. Pero no sólo existen diálogos entre la Iglesia católica y otras Iglesias, sino también entre algunas de ellas con comisiones internacionales o nacionales. Todo ello ha creado una gran red de oración, de encuentros fraternos y de trabajo teológico serio que ha conseguido superar muchos de los muros que han dividido a los cristianos durante siglos. Desde el papado de Pablo VI y, sobre todo, con Juan Pablo II los viajes internacionales de estos papas han tenido siempre una dimensión ecuménica muy acentuada, lográndose en ellos desbloqueos de relaciones e instauración de diálogos oficiales. Históricas resultaron las visitas de Pablo VI y de Juan Pablo II a la sede del CEI en Ginebra, así como las visitas de todos los líderes cristianos a los papas de Roma. Es también destacable la labor ecuménica que a partir del Concilio se realiza en torno a la traducción conjunta de la Biblia. La Iglesia católica mantiene relaciones con sociedades bíblicas protestantes y con la Alianza Bíblica Universal, que agrupa 110 sociedades bíblicas dedicadas a la traducción y difusión del Texto sagrado. Leer y proclamar la misma Palabra de Dios en Biblias de traducción interconfesional es, sin duda, una ayuda no pequeña al camino de la unidad.
En Europa han cobrado relieve en los últimos años las asambleas ecuménicas de Iglesias de Europa, que han tenido la primera edición en 1989 en Basilea (Suiza), la segunda en 1997 en Graz (Austria) y se está preparando una tercera, que tendrá un proceso asamblear que partiendo de Roma en 2006 pasará por Alemania y culminará en Sibiú (Rumania) en septiembre de 2007. En ellas ha sido fundamental la actividad de la KEK (Conferencia de Iglesias de Europa) y de la CCEE (Consejo de Conferencias Episcopales Europeas). El multiplicarse en los últimos años de instituciones como los Consejos de Iglesias cristianas de nivel nacional, así como toda clase de iniciativas promovidas por los centros ecuménicos de carácter teológico y pastoral en los diversos países hace que el ecumenismo en la actualidad sea una realidad viva, si bien no exenta de dificultades y de caminos llenos de sorpresas. Por último, es importante destacar que la Iglesia católica, en la Encíclica de Juan Pablo II Ut unum sint, ha declarado su firme voluntad de hacer de este camino un compromiso «irreversible» (UUS 3).
BibliografíaC. BOYER y D. BELLUCCI (dir.), Unitá cristiana e movimento ecumenico, I, Roma 1963. C. BOYER y S. VIRGULIN (dir.), Unitá cristiana e movimento ecumenico, II, Roma 1975. ). BRIGGS, M. AMBA ODUYOYE y G. TSETSIS (eds.), A History of the Ecumenical Movement: 1968-2000, III, Ginebra 2004. H.E. FEY (ed.), The Ecumenical Advance: A History of the Ecumenical Movement 1948-1968, II, Ginebra 1986. (De estos volúmenes hay traducción italiana en 4 partes: Bologna 1973-1982). R. ROUSE y S.CH. NEILL (eds.), A History of the Ecumenical Movement: 1517-1948, I, Ginebra 1986.1. VISCHER (ed.), Texto y documentos de la Comisión Fe y Constitución (1910-1969) del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Madrid 1972 W.A. VISSERT HOOFT, The Genesis and Formation of the World Council of Churches, Ginebra 1982.
F. Rodríguez-Garrapucho
Los principios católicos del ecumenismo se refieren a varios aspectos: 1. la unidad y unicidad de la Iglesia, 2. la valoración teológica de los demás comunidades cristianas, y 3. la comprensión del ecumenismo a la luz de esos presupuestos.
El Decreto Unitatis redintegratio señala el sentido del «problema ecuménico»: «... única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo» (UR 1). Esta división contradice la voluntad de Cristo; es un escándalo para el mundo y un serio obstáculo para la evangelización. Reconoce que el «movimiento ecuménico» está impulsado por el Espíritu Santo, y considera que el deseo de restablecer la unidad es una «divina vocación y gracia». Este deseo de unidad surge en los cristianos, no sólo individualmente, sino en cuanto reunidos en «asambleas en las que oyen el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios» (UR 1).
El Decreto conciliar parte del designio divino de unidad. La unidad es la finalidad de la encarnación, el objeto de la oración de Jesús y del mandato de la caridad; la unidad es el efecto de la eucaristía, así como de la venida del Espíritu Santo, «por medio del cual (Jesús) llamó y congregó al pueblo de la Nueva Alianza, que es la Iglesia, en la unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad» (UR 2). Dios mismo ha dado a la Iglesia -continúa el decreto- principios invisibles de unidad (el Espíritu Santo que habita en los creyentes, uniéndolos a Cristo y, por Él, al Padre); y también principios visibles (la confesión de la misma fe, la celebración de los «sacramentos de la fe», y el ministerio apostólico). El Colegio de los Doce es el depositario de la misión apostólica; de entre los Apóstoles, destacó a Pedro, al que Jesús confía un ministerio particular. «Para establecer ésta su santa Iglesia en todo el mundo hasta el fin de los siglos, Cristo confió al Colegio de los Doce el oficio de enseñar, gobernar y santificar (cf. Mt 28, 18-20 y Jn 20, 21-23). Entre ellos eligió a Pedro, sobre el cual, después de la confesión de fe, decretó edificar su Iglesia; a él le prometió las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16, 19 con Mt 18, 18) y le encomendó, después de la profesión de su amor, confirmar a todas las ovejas en la fe (Lc 22, 32) y apacentarlas en la perfecta unidad (cf. Jn 21, 15-17), permaneciendo eternamente Jesucristo como piedra angular definitiva (cf. Ef 2, 20) y pastor de nuestras almas» (UR 2). El Decreto considera a continuación el momento sucesorio -el «tiempo de la Iglesia»-, enraizado en la voluntad de Jesús (cf. UR 2). Termina la exposición aludiendo a la raíz trinitaria, fuente y modelo de la unidad.
Esas afirmaciones se mueven en el marco de la «eclesiología de comunión», es decir, consideran la Iglesia como un todo orgánico de lazos espirituales (fe, esperanza, caridad) y de vínculos visibles (profesión de fe, economía sacramental, ministerio pastoral), cuya realización culmina en el misterio eucarístico, signo y causa de la unidad de la Iglesia. La Iglesia está allí donde están los Apóstoles, la Eucaristía, el Espíritu.
Por fuertes que sean estos principios de unidad, la flaqueza humana ha contrariado el designio divino, «a veces no sin culpa de ambas partes» (UR 3). Sin embargo, la Iglesia una no se ha disgregado en fragmentos varios. «La Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia» (UUS 11). Es éste un principio decisivo: la Iglesia de Jesucristo «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8). Tenemos aquí la célebre expresión «subsistit in», con la que el Concilio ha querido dar cuenta de la verdadera realidad cristiana que existe fuera del marco visible de la Iglesia católica romana, a la vez que afirma ser ella la presencia plena de la Iglesia de Jesucristo en la tierra. Esos «elementos de santidad y verdad» (elementa seu bona Ecclesiae) se hallan presentes «fuera del recinto visible de la Iglesia Católica» (UR 3), y permiten hablar de verdadera comunión entre los cristianos, aunque imperfecta. «En efecto -dirá Juan Pablo II- los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica. En la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas» (UUS 11). El Decreto enumera algunos de estos bienes. Juan Pablo II subrayará especialmente la afirmación de Unitatis redintegratio 15 que, en relación con las Iglesias ortodoxas, dice que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (UUS 12).
El número 3 del Decreto, partiendo de estos principios, se fija, primero, en los cristianos que ahora nacen en esas Iglesias y comunidades. Éstos: a) no tienen culpa de la separación pasada; b) la fe y el bautismo les incorpora a Cristo y, por tanto, a la Iglesia, aunque esta comunión no sea plena por razones diversas; c) son auténticos cristianos, amados por la Iglesia y reconocidos como hermanos. Vuelve a recordar que los bienes de santidad y verdad en ellos existentes son ya verdaderos elementos de comunión, aunque imperfecta: «... la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles: todas estas realidades, que provienen de Cristo y a Él conducen, pertenecen por derecho a la única Iglesia de Cristo». Lumen gentium 15 añadía a esto «la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que Él ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre». Estos bienes provienen de Cristo y a Él conducen: cuando son vividos genuinamente despliegan su dinamismo interior hacia la unidad plena.
Las últimas palabras citadas se refieren a la función de las Iglesias y comunidades cristianas en la salvación. En efecto, los bienes de salvación alcanzan a los cristianos precisamente en cuanto miembros de sus Iglesias y comunidades respectivas. Son esas Iglesias y comunidades cristianas como tales las que, aun padeciendo deficiencias según el sentir católico, «de ninguna manera están desprovistas de sentido y valor en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que fue confiada a la Iglesia católica» (3). El fundamento de este valor salvífico no se halla en estas comunidades «en cuanto separadas», sino en cuanto son copartícipes de la única y misma economía salvífica. La razón estriba -como decía la Relatio conciliar a estas palabras del Decreto- en «que los elementos de la única Iglesia de Jesucristo conservados en ellas pertenecen a la economía de la salvación». «La única Iglesia de Jesucristo, está presente y actúa en ellas, si bien de manera imperfecta [...], sirviéndose de los elementos eclesiales en ellos conservados». Refiriéndose a estos principios, dice por su parte el Papa: «Se trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas» (UUS 13).
Esta valoración positiva no ignora lo que separa: «Sin embargo, los hermanos separados de nosotros, ya individualmente, ya sus Comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella unidad que Jesucristo quiso dar a todos aquellos que regeneró y convivificó para un solo cuerpo y una vida nueva, que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de la salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación. Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único Colegio apostólico, al que Pedro preside, para constituir el único Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios» (UR 3). Juan Pablo II recoge esta misma convicción en sus palabras: «De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica, que Él había preparado "desde el tiempo de Abel el Justo". Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada, existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades» (UUS 14).
Tenemos así los siguientes principios fundamentales para la comprensión católica del ecumenismo: a) La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica romana (LG 8). b) «Fuera de su recinto visible» (UR 3), hay verdaderos bienes de santidad y verdad («elementa seu bona Ecclesiae»). c) Por estos bienes, las Iglesias y Comunidades son verdaderas mediaciones de salvación (es la única Iglesia de Cristo la que actúa por medio de esos «bienes» salvíficos). d) No obstante, les falta la plenitud de los medios de salvación, y no han alcanzado la unidad visible querida por Cristo, por lo que se hallan en comunión imperfecta o no plena con la Iglesia católica romana. e) Considerando los cristianos individualmente, el Decreto da contenido positivo al sustantivo «cristiano»: la fe y el bautismo comunes son ya elementos de comunión cristiana real aunque imperfecta.
El Decreto señala algunas implicaciones del imperativo ecuménico cuando se refiere, por ejemplo, a «los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por lo mismo, hacen más difíciles las relaciones mutuas con ellos» (UR 4/b). Juan Pablo II señala aquí que los cristianos no deben minusvalorar «el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento reciproco agravan estas situaciones» (UUS 2).
Todos, pues, pueden y deben tener protagonismo, en primer lugar por medio de la oración, pidiendo al Señor por la unidad de los cristianos. Y también desterrando modos de actuar que dañan la causa de la unidad, incluso aunque parezcan quedar limitados a la vida interna de la propia comunidad cristiana. En este sentido, el Decreto recuerda que la vida de la Iglesia católica debe ser ya una puesta en práctica de cierto -valga la expresión- ecumenismo «interior»: «Conservando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, según la función encomendada a cada uno, guarden la debida libertad, tanto en las varias formas de vida espiritual y de disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos e incluso en la elaboración teológica de la verdad revelada; pero practiquen en todo la caridad. Porque, con este modo de proceder, todos manifestarán cada vez más plenamente la auténtica catolicidad, al mismo tiempo que la apostolicidad de la Iglesia» (UR 4/g).
El Concilio alude también a las «reuniones de los cristianos de diversas Iglesias o Comunidades organizadas con espíritu religioso, el diálogo entablado entre peritos bien preparados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características» (UR 4/b). La finalidad de este diálogo viene descrito así: «Por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, consiguen también las Comuniones una mayor colaboración en aquellas obligaciones que en pro del bien común exige toda conciencia cristiana, y, en cuanto es posible, se reúnen en la oración unánime. Finalmente todos examinan su fidelidad ala voluntad de Cristo sobre la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de la renovación y de la reforma» (ibid.).
No son pocas las consecuencias de este diálogo: la búsqueda del entendimiento en las interpretaciones de la fe, superando los equívocos fraguados en la historia; la percepción exacta de las divergencias, y de si realmente afectan a la fe o a la legítima diversidad de su explicación; la confrontación fiel con la voluntad de Cristo para su Iglesia, etc. «El diálogo ecuménico -dice Juan Pablo II- que anima a las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones» (UUS 38). El Papa abunda en este sentido positivo del diálogo: «Dialogando con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la Tradición apostólica. Esto las lleva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles» (UUS 16).
El Decreto considera la integridad en la exposición de la doctrina católica una condición para el diálogo respetuoso y sincero:
«Es de todo punto necesario que se exponga claramente la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido» (UR 11). Pero, a la vez, el modo de exponer la doctrina («que debe distinguirse con sumo cuidado del depósito mismo de la fe» UR 6) no debe provocar dificultades innecesarias: «La manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, en modo alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos» y, en sentido positivo: «... la fe católica hay que exponerla con mayor profundidad y con mayor exactitud, con una forma y un lenguaje que la haga realmente comprensible a los hermanos separados» (UR 11). Y señala una «jerarquía de verdades» en la articulación de la fe cristiana, «en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, al investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben proceder con amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al comparar las doctrinas, recuerden que existe un orden o "jerarquía" en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace (nexus) de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11; UUS 37).
El Concilio reconoce que las rupturas de la unidad también afectan -ciertamente de otra manera- a la Iglesia católica: «... las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia realice la plenitud de catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso le resulta bastante más difícil a la misma Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad de la vida» (UR 4). Si «catolicidad» es la potencialidad de la fe cristiana de asumir la diversidad legítima, entonces las rupturas impiden la «expresión histórica» de esa capacidad. En este sentido, el cristiano no católico no debe renegar de lo verdaderamente cristiano y evangélico de su confesión, y tiene que poder encontrarlo y vivirlo en la Iglesia católica; ésta ha ofrecer todo aquello que, en consonancia con el Evangelio y la disposición del Señor, pertenece a su «catolicidad».
Merece la pena mencionar finalmente algo que a veces no ha sido bien entendido, aunque el Concilio se expresó con precisión. Se trata del «trabajo de preparación y reconciliación de todos aquellos que desean la plena comunión católica»; una tarea legítima, que hay que distinguir de la actividad ecuménica, sin oponerlas. En efecto, «se diferencia por su naturaleza de la labor ecuménica; no hay, sin embargo, oposición alguna, puesto que ambas proceden del admirable designio de Dios» (UR 4). Se mueven en órdenes diversos. El ecumenismo se orienta a la relación entre las Comunidades como tales, y busca la perfecta unión visible e institucional: su fin es «el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados» (UUS 77). Su naturaleza y objeto son, pues, distintos de la tarea de preparación a la plena incorporación individual en la Iglesia católica. Tal proceso de «preparación y reconciliación en la plena comunión católica» responde también al designio divino, y es obra del Espíritu Santo.
BibliografíaJ. BURGGRAF, Conocerse y comprenderse: una introducción al ecumenismo, Madrid 2003, 25-67. A. GARCÍA SUAREZ, «Principios teológicos del ecumenismo», en ÍDEM, Eclesiologia, catequesis, espiritualidad, Pamplona 1998, 169-196. P. RODRlGUEZ, «Principios católicos del ecumenismo», en Iglesia y Ecumenismo, Madrid 1979, 76-97. G. THILS, El decreto de Ecumenismo, Bilbao 1968.
J. R. Villar
El diálogo ha sido desde el comienzo del movimiento ecuménico uno de los instrumentos más eficaces y serios de acercamiento y de progreso en el camino de los cristianos hacia la reconciliación. Los diálogos ecuménicos han asumido diversas formas desde que en el siglo XIX se dio comienzo al ecumenismo moderno. Han pasado por contactos y amistades personales, asambleas nacionales e internacionales de tipo misionero y práctico, oración de cristianos de varias confesiones y diálogo de conocimiento mutuo.
A partir de la creación de Fe y Constitución en Lausana, en 1927, los diálogos de temas doctrinales entre las Iglesias fueron ganando en intensidad y en profundidad en el seno de esta institución, y desde 1948 en el ámbito del Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEI). Diálogos doctrinales que se sostenían en principio entre anglicanos y protestantes, pero desde los años treinta se vieron enriquecidos por la presencia de teólogos ortodoxos. Los católicos no pudieron intervenir de forma oficial en ellos, pues la participación católica en los encuentros ecuménicos estuvo prohibida hasta la llegada de Juan XXIII al papado. En los años del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI enfatizó el papel del diálogo como método de misión de la Iglesia en el mundo moderno con su Encíclica Ecclesiam suam (1964). En este texto quedó esbozada toda una antropología y teología del diálogo, que será retomada por la Encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II, donde añade que el diálogo, más allá de un intercambio de ideas, es «un intercambio de dones» (UUS 28).
Pero hay que reconocer que el ingreso de la Iglesia católica en el movimiento ecuménico a partir del Vaticano II produjo transformaciones importantes, sobre todo en el desarrollo de los diálogos bilaterales de carácter doctrinal entre las Iglesias. La red dialogal creada desde entonces se extendió no sólo a las comisiones mixtas internacionales o grupos mixtos de trabajo, sino a diálogos de ámbito nacional, regional o local, unas veces de carácter oficial y otras de carácter privado. Existe una Bibliografía sobre los diálogos teológicos ecuménicos que se actualiza todos los años en la revista Centro pro Unione, editada por la institución del mismo nombre en Roma. Dicha Bibliografía recoge unos 130 diálogos de todos los niveles en el mundo (cf. J.V. Puglisi y S.V. Voicu, «A bibliography of interchurch and interconfessional theological dialogues», Centro pro Unione, Roma 1984).
Los diálogos actuales más frecuentes entre las Iglesias son los bilaterales, que se desarrollan entre dos confesiones cristianas, permitiendo una mayor profundización en el tratamiento de algunos temas que afectan directamente a las Iglesias implicadas. Son los diálogos que prefiere la Iglesia católica, pero también ella participa en algunos multilaterales, sobre todo con el CEI. Puesto que cada confesión cristiana dialoga a partir de su especificidad, las Iglesias se han agrupado en torno a las Uniones Cristianas Mundiales (Christian World Communion), considerando como tales la Ortodoxia, la Iglesia católica, la Comunión anglicana, la Federación luterana mundial, etc. Los secretarios de estas uniones mundiales se reúnen de forma regular en un foro que tiene como misión verificar y confrontar los resultados de los diálogos.
Cuando un diálogo teológico llevado a cabo por una comisión mixta alcanza una madurez suficiente, se puede alcanzar una ampliación del compromiso del mismo, y entonces se llega a la firma de acuerdos doctrinales entre Iglesias. Se trata de declaraciones comunes oficiales que restablecen en un nivel formal el acuerdo sobre una doctrina antes discutida y que hoy ya no tiene efectos divisorios. Hay que decir que este tipo de acuerdos no se ha prodigado mucho de momento, pero los ya existentes son una firme esperanza y la prueba cierta de que el ecumenismo está en continuo avance. Ejemplo de estos diálogos de comisiones teológicas elevados a la categoría de acuerdos eclesiales son los acuerdos cristológicos de las Antiguas Iglesias Orientales (no calcedonenses) con la Iglesia católica, o bien el diálogo católico-luterano, que en 1999 firmó el histórico Acuerdo sobre la doctrina de la justificación entre la Federación luterana mundial y la Iglesia católica.
Hay otra clase de diálogos que no pretenden en principio llegar tan lejos, y se quedan en un nivel más simple: se trata de conocerse y entenderse mutuamente, pues hay casos en que Iglesias que no tuvieron nada que ver con otras en su origen, dialogando se percatan de que tienen mucho más en común de lo que ellas creían en principio. Es el caso de los metodistas cuando iniciaron el diálogo con los católicos o los ortodoxos, o el de los pentecostales con las Iglesias del Oriente. En todos los casos se trata de buscar acercamientos mediante un método propio: confrontación con la Sagrada Escritura y con la Tradición de la Iglesia antigua, usando los métodos modernos de la exégesis y de los estudios históricos, a fin de releer juntos la historia para llegar a la purificación de la memoria. Con ello se logra en general encontrar bases comunes a partir de la Escritura, expresando la fe cristiana en lenguaje bíblico, y deshacer prejuicios por lecturas muy parciales de la historia que estaban actuando como bloqueo psicológico. Los problemas de antaño se redimensionan cuando se ven a la luz de la gran Tradición. En el método propio del ecumenismo no se olvida el otro momento de confrontación con la teología actual y las necesidades pastorales de la Iglesia o las Iglesias dialogantes.
Por vía ordinaria, una vez hecho y concluido un diálogo, la comisión mixta que lo ha realizado lo ofrece a las autoridades de las Iglesias implicadas, para que ellas den un parecer oficial sobre los resultados obtenidos. Este proceso suele ser lento, pues las autoridades se toman tiempo para implicar lo más posible a las diversas instancias sinodales de sus Iglesias. Los documentos fruto del diálogo suelen ser tan densos que la reacción implica también a un público más amplio, sobre todo al mundo de la teología. Las fórmulas para expresar el grado de consenso alcanzado no son precisas y de lenguaje fijo. Lo que es claro es que hay grados, que van de lo más general hasta lo más comprometedor para las Iglesias dialogantes: Convergencia, significa normalmente doctrina común en la comprensión de la fe, y dirección doctrinal encaminada hacia el acuerdo, no pleno de momento. Declaración consensuada (agreed statement) habla de un acuerdo doctrinal sobre un punto preciso, sin que ello implique acuerdo en todos los puntos doctrinales de una confesión con otra. Pleno consenso es un acuerdo total sobre el contenido de la doctrina, aunque esto no implique las mismas formulaciones de ella. A veces, como sucedió en el diálogo anglicano-católico, se usó la expresión acuerdo substancial (substancial agreement), y ello dio lugar a confusión. La comisión lo interpretó como un acuerdo doctrinal en lo esencial del mensaje, aun reconociendo que las elaboraciones diversas de las dos tradiciones sobre este punto no permiten un acuerdo aún pleno.
En una pequeña reseña como ésta es imposible pasar revista a todos los diálogos, por lo que deberemos conformarnos con señalar los más importantes, y dentro de ellos principalmente los que mantiene la Iglesia católica con otras Iglesias y Comunidades.
a) Diálogo anglicano-católico. Tal diálogo tuvo su inicio en un hecho histórico sin precedentes; el arzobispo de Canterbury y primado de la Comunión anglicana M. Ramsey fue a Roma para encontrarse con el papa Pablo VI, en marzo de 1966. En esta visita ambos pastores anunciaban su determinación de iniciar el diálogo teológico para buscar la unidad de ambas Comuniones. La Relación de Malta de 1968 establecía la oportunidad de una comisión conjunta y permanente llamada Comisión internacional anglicana-romano católica (ARCIC) Los trabajos realizados por ésta se reflejaron en un informe final en 1981, que reunía cuatro declaraciones y sus respectivas aclaraciones, elaboradas a lo largo del decenio 1971-1981: Relación de Windsor (1971, sobre la eucaristía), Declaración de Canterbury (1973, sobre ministerio y ordenación), Declaración de Venecia (1976, sobre la autoridad en la Iglesia), Declaración de Windsor (1981, autoridad en la Iglesia II). En 1991 aparecía la respuesta oficial católica, en la cual se hacían observaciones críticas y se invitaba a continuar el estudio. En 1982 el papa Juan Pablo II visitaba el Reino Unido y allí nacía un nuevo compromiso con el primado de Inglaterra para dar cauce a una segunda fase de la Comisión. Los trabajos de ésta han producido grandes documentos: La salvación y la Iglesia (1986), La Iglesia como comunión (1990), El don de la autoridad. La autoridad en la Iglesia III (1999) y recientemente un acuerdo mariológico, María: gracia y esperanza en Cristo (2005, Declaración de Seattle). Entre ambas confesiones se han abordado también las cuestiones que plantean la doctrina y práctica moral. El tema de la autoridad ha progresado muchísimo en este diálogo, pero queda por resolver la cuestión de la validez de las ordenaciones anglicanas, cuestión complicada en los últimos años por la ordenación de mujeres al ministerio presbiteral y episcopal en el anglicanismo.
b) Diálogo ortodoxo-católico. Se trata en realidad de dos diálogos, uno con las Iglesias bizantinas calcedonenses y otro con las Antiguas Iglesias Orientales no calcedonenses. Sobre el primer diálogo hay que decir que comenzó tarde, respecto a otros, pues tuvo su prólogo en el llamado «diálogo de la caridad» sostenido en los años sesenta entre Atenágoras I con Juan XXIII y con Pablo VI, pero sólo pudo iniciarse como diálogo teológico oficial en 1980, después de que Juan Pablo II visitase el patriarcado de Constantinopla un año antes. En el diálogo participan, por una parte, todos los patriarcados ortodoxos y, por la otra, los católicos latinos y los patriarcados católicos de ritos orientales. En los primeros años hubo documentos de acuerdo doctrinal de gran profundidad y belleza; abordaron los temas menos conflictivos, y todo marchó bien. Los documentos son: El misterio de la Iglesia y de la Eucaristía a la luz del misterio de la Santísima Trinidad (1982), Fe, sacramentos y unidad de la Iglesia (1987), El sacramento del orden en la estructura sacramental de la Iglesia (1988). En el año 1990 se celebró en Munich una sesión plenaria, señalando el diálogo como el mejor camino para avanzar a la unidad, pero allí ya se sentían los efectos de la caída del muro de Berlín y el malestar de las Iglesias ortodoxas. Los problemas se agudizaron durante el último decenio del siglo XX, al emerger las Iglesias orientales unidas a Roma reclamando sus derechos históricos, y al rechazarlas los ortodoxos como traidoras a su tradición, llamándolas despectivamente «uniatas». Todavía en 1993 se pudo reunir la comisión mixta y produjo el llamado documento de Balamand (Líbano) en el que se condena todo intento de proselitismo entre católicos y ortodoxos. A causa de las tensiones, sobre todo con el patriarcado de Moscú y los ucranianos católicos, la comisión quedó suspendida. Hubo un intento de reunión que se produjo en Baltimore (EE.UU.) en 2000, pero sin frutos efectivos para reanudar el diálogo. En cuanto a las Iglesias no calcedonenses se tiene diálogo oficial con los armenios, los siro-jacobitas, los coptos, los asirios y los malankares de la India. Con ellos se ha llegado a acuerdos doctrinales en el campo de la cristología que quitan de en medio el problema antiguo de las fórmulas monofisitas en su doctrina sobre Cristo.
c) Diálogo luterano-católico. Comenzó en 1967 y lo lleva a cabo la Federación luterana mundial con la Iglesia católica. En 1972 ya había un importante documento que entraba de lleno en los temas que han dividido estas confesiones: es la Relación de Malta: El Evangelio y la Iglesia. El segundo ciclo de trabajo fue muy fecundo y produjo seis sustanciosos documentos. Dos de carácter más dogmático: La cena del Señor (1978) y El ministerio espiritual en la Iglesia (1981); dos de carácter eclesiológico: Caminos hacia la comunión (1980) y Ante la unidad. Modelos, formas y etapas de la comunión eclesial luterano-católica (1984); dos de carácter conmemorativo ante aniversarios de la «confessio augustana» y el quinto centenario del nacimiento de Lutero: Todos bajo el mismo Cristo (1980) y Martín Lutero, testigo de Jesucristo (1983). A partir de 1986 se inició una tercera fase dedicada a profundizar en los dos problemas más agudos: la doctrina de la justificación y la eclesiología. Esto produjo un importante documento de convergencia eclesiológica: Iglesia y justificación. La comprensión de la Iglesia a la luz de la justificación (1994) y el histórico acuerdo Declaración conjunta sobe la doctrina de la justificación (1999), que ha superado el ámbito de la comisión mixta para convertirse en acuerdo entre Iglesias. La cuestión eclesiológica y la de los ministerios, junto con la del papado son los temas que hoy tiene este diálogo ante sí como prioritarios.
d) Diálogo metodista-católico. La comisión mixta internacional para el diálogo entre la Iglesia católica y el Consejo metodista mundial inició en 1967 su camino. Fruto del creciente entendimiento con los católicos puede decirse que el metodismo ha dado pasos «estructurales» importantes de cara a la confluencia con la tradición eclesial católica, y de paso con ortodoxos y anglicanos, por ejemplo, la recuperación del episcopado, estructura que una parte del metodismo (la inglesa) no tuvo desde sus inicios. A su vez, la Iglesia católica, está comprendiendo cada vez más la riqueza teológica y espiritual de las Iglesias metodistas y se está dejando interpelar en cuestiones que afectan a su vida y estructuras. No en vano, estas dos Iglesias no han nacido de una separación formal entre ambas, lo cual ha evitado confrontaciones emocionales y no ha rehuido afrontar el principal problema que las separa: la eclesiologia. Desde que diera inicio el trabajo conjunto se han tratado temas tan cruciales como la relación Iglesia-mundo, la Biblia como fuente de fe y de piedad, los sacramentos, la autoridad, la moral del cristiano. Esto por lo que se refiere a las primeras Relaciones de Denver (1971), Dublin (1976) y Honolulu (1981). Una vez que en éstas, sobre todo en la de Honolulu, se pudo comprobar que la pneumatología es capaz de acercar las posturas dogmáticas de ambas partes, el estudio se centró en la naturaleza de la Iglesia. Esto daría como fruto el documento: Hacia una declaración sobre la Iglesia. Relación de Nairobi (1982-1986). Por estos años se dialogó también sobre el ministerio del obispo de Roma, en las sesiones de 1985 celebradas en Venecia. Las conclusiones sobre el papado se incluirían como parte de la Relación de Nairobi antes citada. Terminada esta fase, la comisión se propuso reflexionar sobre la tradición apostólica en el periodo que abarcó los años 1986-1991. Después de profundos debates se llegó al documento de 1992: La tradición apostólica. El texto elaborado por la comisión mixta publicado en 1995 La Palabra de vida. Declaración sobre la Revelación y la Fe (1995) tiene como finalidad acercar a las dos Iglesias hacia la comunión plena en la fe, en la misión y en la vida sacramental. A partir de aquí se ha llevado a término la última fase del diálogo teológico entre 1997 y 2001, que ha concluido con el documento: Decir la verdad en el amor: la autoridad de enseñanza en los católicos y los metodistas (2001).
e) Diálogo Alianza reformada mundial-iglesia católica. Iniciado en 1970, teniendo en cuenta que los reformados tenían ya una gran tradición de diálogos locales y de diálogos multilaterales en el seno del CEI. Una primera fase que se ocupó de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, la presencia de Cristo en el mundo, la autoridad doctrinal, la eucaristía y el ministerio, se terminó con el documento La presencia de Cristo en la Iglesia y en el mundo (1977). Una segunda fase, desarrollada entre 1984 y 1990 dio como fruto Hacia una comprensión común de la Iglesia, documento que se centra en la eclesiologia y presenta una confesión común de fe. La Alianza reformada, junto a la Federación luterana y la Iglesia católica se ocuparon de la cuestión de los matrimonios mixtos y publicaron en 1976 una Relación final de estudio en Venecia titulada: La teología del matrimonio y el problema del matrimonio mixto. f) Diálogo Discípulos de Cristo-Iglesia católica. En 1977 se inauguraba este diálogo con una de las Iglesias que más activamente tomó parte en el ecumenismo desde sus inicios. Después de cuatro años de trabajo de la comisión mixta se dio paso a una Relación conjunta en 1981. Trata de varios temas comunes que suponen un acercamiento en puntos importantes de comunión eclesial. Una segunda fase se ocupó de la eclesiologia y dio como fruto en 1992 el documento La Iglesia, comunión en Cristo. Hay una tercera fase de diálogo que se ha concluido en 2002 y que ha producido el bello texto: Recepción y transmisión de la fe: la misión y la responsabilidad de la Iglesia.g) Diálogo pentecostal-católico. Se trata de un diálogo iniciado en 1969 con algunas Iglesias pentecostales clásicas y del movimiento carismático dentro de la Iglesia evangélica y anglicana. Puesto que la distancia entre ambas confesiones es muy grande, el diálogo no se propone en primer lugar el restablecimiento de la unidad sino una comprensión mutua en materias de fe y praxis cristiana. Se han publicado relaciones que abordan los temas más variados: bautismo en general, bautismo en el Espíritu, Iniciación cristiana, culto, fe, misión, ministerio, tradición, etc. Las fechas de las dos primeras relaciones son 1976 y 1982. En 1989 aparecía Perspectivas de la koinonia, y en 1997, Evangelización, proselitismo y testimonio común, como documento de la cuarta fase de este diálogo.
h) Diálogo bautista-católico. La Alianza mundial bautista tuvo conversaciones con la Iglesia católica entre 1984-1988. Fruto de estos encuentros surgió la Relación final: Llamada a dar testimonio de Cristo en el mundo, que trata sobre todo de buscar juntos las formas de dar testimonio de Cristo y de hacer misión conjunta según las convicciones fundamentales de las Iglesias.
i) Diálogo CEI-Iglesia católica. Se trata de un diálogo multilateral, en el que la Iglesia católica dialoga con las más de 300 Iglesias que forman el CEI. La incorporación progresiva de la Iglesia católica al diálogo doctrinal a través de Fe y Constitución se consolidó con diálogos oficiales con el Consejo una vez que se creó el Secretariado para la Unidad de los Cristianos en 1959 por Juan XXIII. De este diálogo han salido importantes documentos. El grupo mixto de trabajo entre el CEI y la Iglesia católica se creó en 1965, al terminar el Concilio Vaticano II, y entre 1966 y 1975 se publicaron cuatro relaciones oficiales. Entre 1975 y 1990 se elaboraron otras dos relaciones y además los documentos de estudio: La Iglesia como comunión local y universal (1990) y La noción de jerarquía de verdades: interpretación ecuménica (1990). En 1993 aparecía el documento La formación ecuménica, donde juntos se abordan los temas referentes a los contenidos y la realización de dicha formación. En 1995 aparecía otro documento con un contexto muy concreto: El desafío del proselitismo y la llamada al testimonio común. En 1998 se publicaba el séptimo informe de trabajo realizado entre 1991-1998, que aborda los temas de la unidad de la Iglesia, el testimonio común y la formación ecuménica. Acaba de aparecer el octavo informe de este grupo mixto de trabajo que abarca los años 1999-2005. En una primera parte el informe hace un balance general de la marcha del ecumenismo. Pero luego contiene un extensa exposición compuesta de cinco apéndices, que abarca desde los mandatos y la historia de este grupo mixto, hasta temas teológicos de gran calado, como las implicaciones eclesiológicas y ecuménicas del bautismo común, la naturaleza y objeto del diálogo y los «consejos de Iglesias» nacionales y regionales.
j) Otros diálogos entre Iglesias sin participación católica. Entendemos bajo este epígrafe diálogos de menos importancia y menos periodicidad sistemática, donde se han de citar apenas algunos, como el diálogo católicos-alianza evangélica mundial, cuyo último documento es esperanzador: Iglesia, evangelización y los vínculos de la koinonia (2003); o el diálogo de los veterocatólicos, los cuales mantienen conversaciones oficiales desde 1975 con los ortodoxos bizantinos, y en 1987 firmaron un acuerdo sobre importantes puntos de fe. Existen muchos diálogos bilaterales oficiales que tejen una enorme red: anglicanos con luteranos, ortodoxos calcedonenses con veterocatólicos y con coptos; diálogo bautista con reformados y luteranos; luteranos con metodistas, reformados y con ortodoxos calcedonenses; ortodoxos calcedonenses con ortodoxos orientales; reformados con anglicanos; discípulos de Cristo con reformados; metodistas con reformados y con ortodoxos calcedonenses, etc.
k) Diálogos locales. Son muchos y de diversa consideración, por lo que sólo podemos señalar los más sobresalientes; los documentos concretos pueden verse en los Enchiridion señalados en la Bibliografía. Los países donde más se han desarrollado son Alemania, Francia, Estados Unidos, Suiza, Finlandia y el Reino Unido. Hay también una buena estructura continental en Australia. En Francia destaca el grupo de Les Dombes, entre católicos y protestantes. En Australia son relevantes los diálogos entre anglicanos y luteranos; en Alemania, entre católicos y evangélicos luteranos; en el Reino Unido, entre anglicanos y católicos; en Suiza, entre católicos y reformados y veterocatólicos; y en Estados Unidos entre católicos y anglicanos, luteranos y ortodoxos. En Finlandia se ha desarrollado mucho en los últimos años el diálogo entre luteranos y ortodoxos.
La cantidad y calidad de los diálogos llevados a cabo hasta ahora ha contribuido a modificar radicalmente la situación de las relaciones entre las Iglesias cristianas. Se está consiguiendo cambiar realmente la imagen que unas Confesiones tenían de otras, se está realizando un proceso de purificación de la memoria histórica y se están viendo con una nueva luz los problemas que separan. Si algunos perciben que el ecumenismo se adormece, lo ya visto da indicios de lo contrario, pues los diálogos son cada vez más extensos y ganan en valentía e intensidad. Tal vez por ello se hacen más difíciles en algunas cuestiones, pero precisamente porque van más en serio.
Una de las cuestiones pendientes es la «recepción» de esta mole documental por parte de cada Iglesia y de todas ellas en conjunto. La Encíclica Ut unum sint invita a todas las instituciones a hacer que lo acordado en el nivel teológico pase a ser patrimonio común y vital del conjunto de los fieles. Otra cuestión que hay que dejar clara es que la recepción tiene un doble registro, la aceptación espontánea por parte de los fieles y la recepción oficial por parte de las autoridades eclesiales. Este doble registro no siempre coincide en sus apreciaciones y genera a veces tensiones. Pero a pesar de todo, no cabe duda de que los diálogos interconfesionales son un instrumento imprescindible para el avance del movimiento que conduce a la confianza, la convergencia y la unidad de los cristianos.
BibliografíaG. CERETIP y S.J. VOICU (ed.), Enchiridion Oecumenicum. Document! del Dialogo Teologico Interconfesionale, I, Bologna 1986; II, Bologna 1988. G. CERETIP y J.F. PUGLISI, G. (ed.), Enchiridion Oecumenicum. Documenti del Dialogo Teologico Interconfesionale, III, Bologna 1995; IV, Bologna 1996. N. EHRENSTROM y G GASSMANN, Confessions in Dialogue, WWC, Ginebra 1975. A. GONZALEZ MONTES (ed.), Enchiridion Oecumenicum. Relaciones y Documentos de los Diálogos Interconfesionales de la Iglesia Católica y otras Iglesias Cristianas y Declaraciones de sus Autoridades, I, Salamanca 1986; II, Salamanca 1993. H. MEYER y L. VISCHER, (ed.), Growth in Agreement. Reports and Agreed Statements of Ecumenical Conversations on a World Level, N. York/Ginebra 1984. H. MEYER, H.J. URBAN y L. VISCHER (ed.), Dokumente wachsender Übereinstimmung. Sämtliche Berichte and Konsenstexte Interkonfesioneller Gespräche auf Weltebene 1931-1982, Frankfurt/Paderborn (I) 1983; con la participación de D. PAPANDREOU 1982-1990 (II), 1991. S. Rosso y E. TURCO (ed.), Enchiridion Oecumenicum. Documenti del Dialogo Teologico Interconfesionale, V, Bologna 2001.
F. Rodríguez-Garrapucho
La palabra «escatología» deriva de los términos griegos éschaton (lo último) y logos (discurso). En el ámbito cristiano, significa la doctrina sobre la consumación del proyecto amoroso de Dios para sus criaturas. Este concepto tiene como base la convicción de que existe un Dios distinto del mundo, que preside la historia con un designio positivo. Así, la creación entera avanza en el tiempo hacia una meta (telos). Esta perspectiva de fe distingue nítidamente a la escatología cristiana de otras formas de pensar sobre el mundo y la historia, como son la hindú (monista/panteísta), la estoica (cíclica), o la existencialista atea (nihilista, a-teleológica), ya que sustenta la esperanza de ver un final feliz del drama de la historia, sin dejar de animar a los hombres a cooperar con el proyecto divino. Constituye, pues, una respuesta clara a los interrogantes que de modo perenne nacen en el corazón del hombre: ¿cuál es el sentido último de la existencia?; ¿es posible esperar algo que trascienda a la muerte?; ¿el mundo y la historia se dirigen realmente a alguna parte?
Tracemos brevemente las líneas básicas de la revelación sobre el sentido de la historia en general y el destino del hombre en particular.
Antiguo Testamento. A lo largo de la historia, crece progresivamente en el pueblo de Israel la conciencia de un designio salvífico de Yahwéh, un proyecto que se va realizando por encima de las vicisitudes históricas. El Señor no se desentiende de las criaturas, ni siquiera cuando éstas pecan o se muestran reacias a cumplir los compromisos de la alianza. Dios insiste en acercarse a los hombres y auxiliarlos. Así cobra paulatinamente fuerza la esperanza del pueblo en una intervención divina que traiga la salvación definitiva. Esta expectación adquiere con el tiempo un carácter cada vez más puro y trascendente, y cristaliza en tres corrientes fundamentales: a) la esperanza del día de Yahwéh (que traerá el Juicio y la retribución definitiva); b) el anhelo por un Reino de Dios venidero, imperecedero (que será inaugurado por el Mesías o Ungido del Señor); y c) la esperanza en la resurrección de la carne.
Veamos estas ideas con más detenimiento. Israel, acosado por pueblos vecinos enemigos y conocedor de su incapacidad para mantenerse fiel a la alianza, desea con anhelo cada vez más intenso ser rescatado por Dios de su mediocre historia. Al principio, esta esperanza de salvación es formulada en términos más bien terrenos, como la victoria sobre los pueblos enemigos, la prosperidad material, la longevidad o la descendencia abundante. Bajo la gula de los profetas, sin embargo, el pueblo percibe cada vez mejor el verdadero alcance de la fidelidad amorosa y el poder del Señor, capaz de otorgar toda suerte de bienes y de traer la liberación de todos los males.
Según la esperanza de Israel, Yahwéh, con una intervención futura, pondrá punto final a la historia imperfecta del mundo: derrotará completamente las fuerzas del mal y establecerá su soberanía sobre los hombres y el mundo (cf. Is 52, 9-10). Habrá entonces un orden perfecto en las cosas. Por una parte, los hombres -antes tan infieles- se someterán de todo corazón al Señor: «...pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33); «... os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 26-27); «... derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (Jl 3, 1-2).
Quienes se hayan mantenido fieles a Yahwéh hasta la muerte tendrán su recompensa: «el Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2M 7, 9), mientras que para los enemigos de la ley de Dios no habrá resurrección «a la vida» (v. 14). Unidos a Yahwéh, fuente de Vida, los justos obtendrán la plenitud y la gloria: resucitarán «para la vida eterna» (Dn 12, 2), «los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (ibid., v. 3), mientras que los impíos resucitarán «para el oprobio, el horror eterno» (ibid., v. 12).
Como corolario de la doctrina de la resurrección de los muertos, se afirma también que el mismo cosmos será transfigurado en «nuevos cielos y tierra», adecuada morada para la humanidad renovada (cf. Is 65, 17). Así, al final de la historia, la presencia divina brillará eternamente en los hombres y en el cosmos.
El anhelo positivo por la acción de Yahwéh en el último día es templado por una nota reverencial. Los profetas agregan que la intervención final divina será sobrecogedora: se removerán los fundamentos del mundo, cambiará radicalmente el estado de las cosas (cf. Am 5, 18; So 1, 15); y sobre todo el Señor, aunque vendrá para salvar, vendrá también para escudriñar, juzgar, sopesar la valía de cada persona y de cada pueblo. Por tanto, nadie -ni siquiera los miembros del pueblo elegido- puede esperar ingenuamente ese día; cada uno debe prepararse -santificarse- ya ahora, para estar listo a comparecer ante Dios, para ser hallado digno (cf. Jr 31, 31-34; Ez 34; Ez 43, 6-10; Ml 3, 17; Jl 3, 5). De este modo, una exigencia ética queda incorporada al mensaje del día de Yahwéh. Puede afirmarse que, especialmente a partir del exilio, la esperanza en el día de inauguración del Reino de Dios viene acompañada por un correlato moral: una apremiante exhortación a los hombres a vivir mejor su fidelidad al Señor.
Una figura misteriosa aparece en los vaticinios sobre el Reino venidero: el Mesías o Ungido de Dios. Según los profetas, este personaje vendrá del linaje del rey David y será el responsable de inaugurar el Reino definitivo de Dios (cf. Is 7, 14-16; Is 11, 1-3; Jr 23, 1-5; Is 33, 15; Ez 34, 23). En la visión de Daniel, viene «sobre las nubes» (apunte sobre el carácter celestial del personaje), con apariencia «como Hijo de hombre», para recibir del «Anciano» « la soberanía universal y eterna» (Dn 7, 13-14).
Nuevo Testamento. La llegada de Jesucristo entronca con estas expectativas mesiánicas del Antiguo Testamento. Él se identifica como el «Hijo del hombre», cuyo destino es ejercer un imperio universal recibido de su Padre divino. Como Mesías que viene a inaugurar la era de salvación, trae consigo una doble novedad: a) anuncia la irrupción, ya en la historia, del Reino de Dios; b) se sitúa Él mismo en el centro del misterio como Hijo divino encarnado.
Con sus obras y palabras (cf. Mt 12, 28; Mc 1, 15; Lc 4, 21; Lc 7, 22), y sobre todo con su misterio pascual (cf. Jn 3, 14-15; Jn 19, 30), Cristo enseña a los hombres que el Reino tan ansiosamente anhelado ha llegado, y que la era de salvación ha comenzado ya. Se trata, sin embargo, del primer paso de un misterio que está previsto acontezca en dos tiempos. Ciertamente, el poder salvador de Dios se hace presente ya en la palabra, persona y obra de Jesús (especialmente en su muerte y resurrección); pero el Mesías tiene todavía que completar su obra. Ha de «regresar» al final de los tiempos en forma gloriosa, para consumar el Reino y clausurar la historia (cf. Mt 24-25; también Mc 13). Este carácter -de «ya-todavía no»- de lo esperado introduce una tensión característica en el corazón de los cristianos, que los hace vivir un «hoy» que enlaza tanto con el «ayer» como con el «mañana»: por una parte, avanzan en la historia vigorizados por la energía vivificante que fluye de la Pascua del Señor; por otra, anhelan vehementemente la reaparición futura de Cristo para instaurar el Reino en su forma cabal. Como declara una aclamación después de la consagración eucarística: «... anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; Ven, Señor Jesús».
Cristo se sitúa en el mismo centro del Reino que predica: a la pregunta de los discípulos de Juan el Bautista sobre su identidad, responde enumerando las obras de carácter mesiánico que Él ya está realizando entre el pueblo: «... los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 22). Jesús apunta a los exorcismos que Él mismo realiza, como otra señal de la llegada del Reino: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28).
En sus pronunciamientos sobre el Reino que llega al final de los tiempos, Cristo se mantiene a sí mismo en el centro: el Hijo del hombre, dice (Mc 13), vendrá triunfante -visible como el relámpago (cf. Mt 24, 26-28; Lc 17, 23)-, para juzgar a los hombres y poner fin a la historia imperfecta que conocemos (cf. Mc 13). El mismo «cristocentrismo» se percibe en las referencias paulinas al fin de la historia, que hablan no tanto del dia de Dios (Yahwéh) como del día del Señor (Jesucristo) (hemera tou Kyriou: 1Ts 5, 2; 2Ts 2, 2; 1Co 1, 8; 5, 5; 2Co 1, 14) o el «día de Cristo» (hemera Christou: Flp 1, 6.10; 2, 16). La mirada de san Pablo parece fija en Aquel que le había cambiado el corazón en el camino de Damasco, y que habla prometido retornar para asirse a los suyos: «... seremos arrebatados en nubes junto con ellos [los resucitados] al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1Ts 4, 17); «Marana tha, ven, señor Jesús» (1Co 16, 22). El día de la parusía o retorno del Señor representa no sólo el triunfo completo del Señor, sino su más perfecta comunión con los justos, gracias a la cual éstos quedarán identificados y unidos a su Persona (cf. 1Co 15). De modo análogo a que los hombres son transfigurados, el resto del cosmos será transformado en un mundo nuevo (Ap 21, 5), libre de las deformaciones impuestas por el pecado (cf. Rm 8, 19-23).
El cuadro que resulta de la revelación neotestamentaria sobre la consumación del proyecto divino es trinitario. El Padre otorga la potestad y el imperio a su Hijo encarnado, muerto y resucitado; éste, con la cooperación del Espíritu Santo, ejerce su soberanía sobre todo el universo creado (cf. Ef 1, 19-22). Cristo incorpora a las criaturas su propio misterio de sujeción filial al Padre, de modo que «cuando hayan sido sometidas a Él [Cristo] todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1Co 15, 28). Jesucristo aparece como el puente por el que la humanidad (y, junto a ella, el resto de la creación) accede a una comunión íntima con el Padre (1Tm 2, 5) de modo que un carácter familiar marca la estructura del reinado escatológico de Dios. El telos de la historia es la formación de la familia escatológica de los hijos de Dios. (Este mismo misterio es expresado en términos afectuosos en los escritos joánicos, cuya mirada se posa en Jesús: como Palabra encarnada y sentida («lo que hemos visto»: 1Jn 1, 1) y como Amado cuyo retorno se anhela: «la Esposa y el Espíritu dicen: "Ven"» (Ap 22, 17); «Amén. Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20).
Ahora bien, ¿qué suerte le aguarda a un individuo que termina sus días en la tierra? Las primeras formulaciones en el Antiguo Testamento aluden a algún tipo de pervivencia, cuando hablan del sheol como «lugar» donde habitan los refaim o sombras de los hombres difuntos (cf. Jb 7, 9; Jb 10, 21-22, Sal 88, 13; Sal 89, 49; Sal 139, 8; Is 7, 11), con una existencia lánguida y de algún modo alejada de Dios. (Esta concepción primitiva de la pervivencia parece deberse a la asociación doctrinal que establecían los judíos entre el misterio de Dios y el ámbito de la vida, así como entre el misterio del pecado y el ámbito de la muerte). Con el paso del tiempo, el cuadro se enriquece y se torna más detallado: en algunos Salmos (sobre todo los llamados «místicos»: 16; 49; 73), encontramos expresada la esperanza del justo de llegar junto a Dios después de morir («... me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal 16, 11]. Por otra parte, al malvado se le dice que acabará en lo más hondo del sheol (cf. Is 14, 15; Ez 32, 21-24; Sb 4, 19). Superando la afirmación escéptica (cf. Qo 2, 14-23) de que la muerte acaba nivelando a sabios y necios, se afirma con progresiva insistencia que la suerte de los difuntos se diferencia según los comportamientos morales. Esta línea doctrinal desemboca en dos formas de expresión en los libros tardíos del Antiguo Testamento. Por una parte, en el libro de la Sabiduría -redactado en un ambiente helénico-, se asevera que el principio Espíritual del hombre, el alma (psyché), pervive después de separarse del cuerpo; y que esta parte inmortal del ser humano recibe una retribución. Así, las almas de los justos alcanzan la unión definitiva con Dios: «... están en las manos de Dios» (cf. Sb 3, 1-2; Sb 3, 3.9; Sb 4, 20-5, 23), mientras que las almas impías recibirán una triste recompensa (cf. Sb 4, 18-5, 23). La segunda manera de referirse a la suerte de los justos se halla en los libros de Daniel (Dn 12, 2) y 2M (2M 7, 3-36; 2M 12, 43-45): allí se habla de una retribución al final de la historia: justos e injustos resucitarán, bien para la «vida» (en el caso de los primeros), bien para el «oprobio» (en el caso de los segundos). (En realidad, las afirmaciones de Sb y las de Dn-2M se complementan: las de Sb pueden entenderse como alusiones al estado del individuo justo tras la muerte, mientras que las de Dn y 2M pueden tomarse como referencias al estadio final de la humanidad.
En el Nuevo Testamento encontramos maneras diversas de referirse a la suerte del individuo más allá de la vida mortal. Al justo le es prometido el «paraíso» (cf. la conversación de Jesús con el ladrón arrepentido, Lc 23, 43), el «descanso» (cf. Ap 14, 13), la «vida eterna», (zoé aionios: Mc 10, 28-30; Mt 19, 27-29.25-46; Jn 11, 26), la gloria, la inmortalidad y la paz (cf. Rm 2, 7.10; 2Co 5, 1; Ef 2, 6), y en último término, la resurrección al final de los tiempos, a imagen de Cristo (cf. 1Co 15; Jn 6, 50). Por contraste, al impío le es anunciado un estado de sufrimiento después de morir (cf. la parábola de Lázaro, Lc 16, 19-31), el «fuego eterno», el «gusano que no muere» (cf. Mc 9, 48), la ruina y perdición (cf. Flp 1, 28; 1Ts 5, 3; 1Tm 6, 9; Hb 10, 39), o la muerte en sentido más profundo (cf. Rm 1, 32; Rm 6, 21-23; «muerte segunda», Ap 21, 8).
De modo fundamental -tanto en el caso de los justos como de los impíos- se refiere al signo de la relación de la criatura con Dios: o alcanza la comunión definitiva con Él, o no. Así, se habla de «conocer» a Dios «cara a cara» y no ya como en un espejo y en enigma (1Co 13, 12); o «verle» «tal como es» (1Jn 3, 2). En definitiva, se está refiriendo aquí a una vida en la compañía íntima del Señor: «... hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43); «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Esteban, en Hch 7, 59). En los escritos de san Pablo abundan asimismo las expresiones de relación personal del discípulo con Jesús: «... preferimos salir de este cuerpo para vivir cabe (pros) el Señor» (2Co 5, 8); «... deseo partir y estar con (syn) Cristo» (Flp 1, 23). Análogamente, en el Evangelio de san Juan se habla de estar (con Jesús) en la casa del Padre (cf. Jn 14, 3).
Al igual que en la escatología general, la escatología individual del Nuevo Testamento se concentra en Cristo. Lo mismo que por Adán todos mueren, así también en Cristo todos recibirán la vida (cf. 1Co 15, 22). Y también al igual que en la escatología general se afirma el adelanto, ya en la vida terrenal, de compartir la vida divina con Cristo. (Ésta es la traducción, a nivel individual, del carácter «proléptico» del misterio escatológico). Se afirma que la vida eterna empieza ya en esta tierra, por el bautismo, la fe y la caridad, y la comida eucarística.
San Pablo asevera que en el lavacro bautismal el individuo es enterrado sacramentalmente con Cristo para resucitar con Él a una nueva vida (cf. Rm 6, 3-11; Col 2, 12.20). El sacramento incorpora a Cristo, primogénito de entre los muertos (cf. Col 1, 18; Rm 8, 39): como cabeza del cuerpo (cf. Ef 1, 22-23; 1Co 12, 12-30), Cristo infunde la savia de vida eterna en sus miembros. Esta vida nueva no implica tan sólo la transformación del momento, sino también el inicio de una historia de divinización que abarca toda la vida terrena. Después del bautismo el cristiano prosigue los pasos pascuales de su Señor: con la práctica del olvido de si («... ya no vivo yo, vive en mi Cristo» (Ga 2, 19), el sacrificio («si morimos con Él, viviremos con [syn] él» (2Tm 2, 11]). San Juan asegura que los que creen en Jesús ya han empezado a poseer la vida eterna, y no perecerán para siempre (cf. Jn 10, 28). «Quien oye mi mensaje y da fe al que me envió, posee la vida eterna [...] ya ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). También, añade, los que viven el mandato de la caridad dan el paso de la muerte a la vida (cf. 1Jn 3, 14).
En cuanto al evento de la muerte, se dice que Cristo inserta al cristiano en el dinamismo «pascual» de su propia muerte, y de esta forma convierte la defunción humana en momento fuerte de identificación con Él en su trayectoria de gloria (2Tm 1, 10; Hb 2, 14-15). Esta asimilación a los pasos pascuales del Señor es la razón por la cual, según san Pablo, para el cristiano la muerte ya no es terrible (cf. Rm 14, 7-8), y ha perdido su aguijón (cf. 1Co 15, 55).
Es posible apreciar en la era patrística y los siglos subsiguientes cierta oscilación en la atención de los pensadores cristianos. En los tres primeros siglos prevalece un vivo interés por aspectos de escatología universal -la parusía, el juicio, la resurrección-. Todo ello es reflejo de la nostalgia por la presencia del Señor Con el paso de los siglos la mirada cristiana gravita paulatinamente hacia la escatología de los individuos, concretamente en torno a la pregunta por la suerte de los que mueren. Es sólo a partir de finales del siglo XIX cuando tiene lugar un rebrote del interés por los temas de la escatología general. Veamos la trayectoria de la doctrina con un poco más de detalle.
En los escritos cristianos más primitivos (cf. p. ej. Didaché) permanece muy vivo el recuerdo del Señor, y hay una fuerte nostalgia por su presencia, así como el deseo de su pronto regreso. Se resume en el grito: «Marana tha! Ven, Señor» (cf. ibid., X, 6). A partir del siglo II, comienza un notable esfuerzo por parte de los apologistas para explicar aspectos de la escatología cristiana a los no creyentes: así elaboran exposiciones coherentes de la doctrina de la resurrección de la carne -que tan difícil resultaba aceptar por parte de mentes platónicas-. A la vez, los cristianos de la época intentan buscar maneras correctas de interpretar los «mil años» de reinado de Cristo y de los justos antes del fin del mundo (cf. Ap 20), frente a la interpretación literalista del milenarismo. (Este esfuerzo ocupará bastante tiempo: tres siglos más tarde acabará por imponerse la interpretación Espíritual propuesta por san Agustín, según la cual los «mil años» representan la etapa actual de la historia).
En los siglos II-III los escritos de los que podrían llamarse los primeros teólogos, san Ireneo y Orígenes, ofrecen un cuadro majestuoso de la historia salvífica, según el cual todo retorna a Dios. En la teología de san Ireneo, Cristo, el Verbo hecho carne, desempeña un papel como nuevo Adán, recapitulando en su propia persona a la humanidad, y recuperándola de esta manera para Dios (cf. Adversos Haereses, III, 21, 9-10; 23, 1; IV, 6, 2; 38, 1; 40, 3; V, 1, 2; 20, 2). Según Orígenes (y antes, Clemente de Alejandría), Dios ejerce una paciente pedagogía en el curso del tiempo, buscando la recuperación de todas sus criaturas; al final -teoriza- Dios logrará que todas vuelvan a Él. (Es ésta la teoría de la apokatástasis [es decir, de la restauración universal: cf. Hch 3, 21], que tres siglos más tarde seria condenada por un Sínodo de Constantinopla, condena ratificada por el papa Vigilio).
Los puntos fundamentales de la esperanza cristiana quedan plasmados en los símbolos de fe: en la sección cristológica, con la afirmación de que «[Jesús] vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos», y que «su Reino no tendrá fin»; y en la sección pneumatológica, como esperanza en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro» (cf. p. ej. las confesiones de fe: D. 10, 13, 21, 40, 41, 42, 125, 150).
Puede afirmarse que, después de la paz constantiniana de 313, el interés por la escatología comienza a decaer. Este gradual declive obedece a factores diversos: entre ellos, el amainar de las persecuciones -que tanto recordaban a los cristianos las descripciones apocalípticas de los «últimos tiempos»-; la comprobación empírica de la no-inminencia de la parusia -el Señor tarda en venir-; y la necesaria desviación de la atención teológica hacia otros campos (especialmente, cristologia y trinitología) donde hablan surgido herejías (sobre todo de tipo subordinacionista, que negaban la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo).
Por otra parte, no cesa de crecer la reflexión acerca de la suerte posmortal de los individuos: cosa lógica, ya que los cristianos veían cómo iban muriendo los suyos, sin que se produjera el fin de la historia. ¿Qué ocurre entonces con nuestros hermanos difuntos?, se preguntaban cada vez más. Como respuesta, se desarrolla la reflexión acerca de la retribución que experimentan los difuntos tras la muerte y antes de la resurrección. Se elabora una teología de la visión beatífica, con tendencia creciente a acentuar el aspecto intelectual-cognoscitivo, efecto de la influencia helénica; la disputa con los eunomianos en el siglo IV en torno la cognoscibilidad de la esencia divina refuerza esta evolución (que prosigue muchos siglos, manifestándose por ejemplo ya en el siglo XIV en la discusión sobre la teoría palamita, de la imposibilidad de contemplar directamente la esencia divina). Un botón de muestra del rumbo general de la reflexión escatológica hacia finales de la era patrística es el Prognosticon futuri saeculi, escrito por Julián de Toledo en el siglo VII, que comienza por estudiar la escatología individual -la muerte y los posibles destinos posmortales del individuo- y en la parte final trata de la escatología universal -la resurrección, juicio, etc.
Estas líneas de reflexión hallan continuidad en la Edad Media, adquiriendo forma sistemática en manos de los escolásticos. Se desarrolla con detalle un cuadro «bifásico» de la escatología de los individuos, según el cual el núcleo espiritual de la persona humana sobrevive a la muerte y a la descomposición del cuerpo. El «alma» que así pervive es capaz -a pesar de su estado ontológicamente incompleto, que la hace «anhelar» el cuerpo-, bien de gozar de la comunión con Dios, bien de sufrir una purificación, bien de sentir la pena de separación. Sin embargo, debe esperar al día de la resurrección para reunirse con el cuerpo y así experimentar cabalmente -como unidad anímico-corporal reconstituida- la bienaventuranza o la reprobación. La doctrina acerca de la situación posmortal de los individuos queda expresada en la Bula Benedictus Deus del papa Benedicto XII, en el siglo XIV: allí se afirma que justo tras la muerte (mox post mortem), antes de la resurrección, el alma del difunto recibe una retribución incoada pero sustancial, que consiste en la comunión o falta de comunión respecto a Dios, con la correspondiente experiencia de gozo o de dolor.
Más adelante (siglo XVI), frente a la negación luterana de la doctrina del purgatorio, el Concilio de Trento reafirma otro punto de escatología individual: declara en un decreto monográfico la doctrina de purificación posmortal de aquellos que mueren en amistad con Dios pero con una santidad inmadura.
El interés por la escatología decae en los siglos siguientes, debido en parte al proceso secularizador que afecta a gran parte de Europa. Este fenómeno lleva a cierto olvido, incluso en países de tradición cristiana, de la meta trascendente de la historia, al invitar a los hombres a centrar su mirada en el proyecto de utopías terrenas (como el paraíso terrenal, igualitario, ideado por el marxismo).
Solamente vuelve a resurgir el interés por temas de escatología a finales del siglo XIX, a raíz de propuestas de algunos exegetas protestantes. La escuela de escatología consecuente (encabezada por A. Schweitzer) reinterpreta la figura de Jesús como predicador (iluso) de un Reino de Dios de aparición inminente, mientras que la escatología realizada (propuesta por C. Dodd) presenta, como reacción, el mensaje de Jesús como aseveración del carácter ya presente del Reino. Las evidentes exageraciones de ambas posturas -en especial, su manera unilateral de considerar las afirmaciones bíblicas- generan un vivo debate, primero en el ámbito protestante y luego en el mundo católico. Su resultado final y duradero es el de subrayar decisivamente la centralidad de la escatología en el mensaje del Señor. Como decía K. Barth con alguna exageración: «Un cristianismo que no es total y absolutamente escatología está total y absolutamente alejado de Cristo» (Der Römerbrief [La carta a los Romanos], München 19222, 298).
Este rebrote de interés por la escatología es ayudado, en el ámbito católico, por la renovación de los estudios bíblicos y patrísticos a partir de mediados del siglo XX. Trae como resultado la convicción de que el mensaje cristiano, si ha de ser auténtico, debe incorporar fuertemente la dimensión escatológica. Tal visión queda reflejada en los documentos del Concilio Vaticano II: en particular, en la sección VII de la Constitución dogmática Lumen gentium, que habla de «la vocación escatológica de la Iglesia». Allí se muestra a la Iglesia -con sus tres componentes enlazados: triunfante, purgante y militante- como misterio que se encamina hacia una forma final de comunión de los hombres con Dios). También, la Constitución pastoral Gaudium et spes, 39, trata del destino final de la familia humana y del cosmos, y subraya la misión de los cristianos en el mundo: han de transformarlo de acuerdo con los designios divinos, convirtiéndolo en trasunto de los nuevos cielos y tierra.
Las décadas posteriores al Concilio han sido caracterizadas, por una parte, por el continuado interés tanto por temas de escatología general como de escatología individual; y por otra, por algunas divergencias que evidencian la necesidad de proseguir en la tarea de profundización teológica. En primer lugar, ha habido una discusión en torno a la denominada «escatología intermedia» y a las teorías de la «resurrección en el instante de la muerte». El debate provocó finalmente una carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida a los obispos (Recentiores episcoporum Synodi, 17.V.1979), que asentó siete proposiciones básicas: a) La Iglesia cree en la resurrección de los muertos; b) la Iglesia entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre; c) La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, del elemento Espíritual, dotado de consciencia y voluntad, de manera que subsiste el mismo «yo» humano: para designar este elemento la Iglesia emplea la palabra «alma», consagrada por el uso de las Sagradas Escrituras y de la Tradición. Aunque no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, estima, sin embargo, que no se da ninguna razón válida para rechazado, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos; d) la Iglesia excluye toda forma de pensamiento o expresión que haga absurda e ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a los muertos: realidades que constituyen verdaderos lugares teológicos; e) la Iglesia espera la gloriosa manifestación de nuestro señor Jesucristo, y la cree distinta y aplazada (distincta et dilata) con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después del momento de la muerte; f) la Iglesia, en su enseñanza sobre la condición del hombre después de la muerte, excluye cualquier explicación que quite sentido a la asunción de la Virgen María, como la glorificación corporal de la Virgen en anticipación de la glorificación reservada a todos los elegidos; g) la Iglesia cree en la felicidad de los justos; en el castigo eterno que espera al pecador; en una eventual purificación previa a la visión de Dios.
En segundo lugar, con la aparición de algunas especies de la teología de la liberación, ha habido voces discordantes sobre cómo los hombres pueden anticipar el Reino en la historia. Este debate provocó dos documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Libertatis nuntius (1984) y la Libertatis conscientiae (1986), advirtiendo contra el peligro de empobrecer y secularizar la esperanza cristiana en el Reino y la noción de salvación.
Estas discusiones teológicas sirven como un botón de muestra del vivo interés por la escatología en nuestros tiempos.
Los puntos firmes de la fe escatológica cristiana están presentados y resumidos en lenguaje actual en el Catecismo de la Iglesia Católica, particularmente en la sección cristológica (parte I, sec. II, cap. 2, art. 7) y en la sección pneumatológica (parte 1, sec. II, cap. 3, art. 12).
Resumamos primero las nociones importantes consignadas por la revelación bíblica y la tradición, referentes al proyecto de Dios para la creación: en primer lugar, la esperanza de un término feliz de la historia, con la venida de Dios para establecer su Reino o familia escatológica, venida que conllevará la transformación pascual de la existencia humana y cósmica. En segundo lugar, el carácter proléptico del éschaton, así como el lugar central de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, en este misterio de consumación. En tercer lugar, la doble perspectiva, universal e individual, de la escatología.
Estos conceptos están estrechamente relacionados entre sí. Los podemos enlazar de la siguiente forma, destacando el nexus mysteriorum. a) la revelación nos habla de un Dios que se aproxima a las criaturas; b) este Dios, que se acerca por Amor, busca establecer con sus criaturas una forma de comunión íntima; c) tal unión con Dios, si ocurre, plenifica el ser creatural, transfigurándolo; d) a nivel personal, cada individuo puede adentrarse en el éschaton progresivamente, a partir del bautismo, participando paso a paso en la Pascua del Señor.
Vamos a glosar ahora cada una de estas afirmaciones.
Se puede resumir la historia salutis como el drama de la superación, por parte de Dios, de la «distancia» que le separa de sus criaturas. Dios vence una doble distancia: el abismo metafísico entre su Ser infinito y las criaturas finitas, y el abismo moral entre su Santidad perfecta y la humanidad caída (cf. Gn 3). Este acercamiento a las criaturas, que culminará con su venida en el día final, lo comienza a realizar ya en la historia, a través de diversas teofanías e intervenciones salvíficas (Gn 18, 1-2; Gn 32, 25-31; Ex 3, 2.8; Ex 13, 22; Ex 19, 16-20; etc.).
La presencia divina alcanza un clímax en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), cuando se encarna el Verbo divino para ser Emmanuel, Dios-con-nosotros en sentido cabal (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23): su presencia al interior de la historia, con una unión de fulgor divino (recuérdense los eventos como la transfiguración y la resurrección) y kénosis o humildad (en la carne; en la cruz, y más adelante, en la eucaristía; en la Iglesia; en la Biblia), sólo será superada cuando, en el último día, Dios consume su proyecto de «acercamiento». Esto ocurriría cuando retorne el Hijo, para derramar el Espíritu sobre la humanidad y llevarla consigo a la presencia del Padre. Quedará entonces suprimida la «distancia» entre Dios y la creación: Dios será «todo en todos» (cf. 1Co 15, 28).
El acercamiento divino a las criaturas implica un encuentro, cuyo resultado final es la forma máxima de comunión interpersonal. Tal unión de Dios con los hombres no comporta una simple «mezcla confusa» entre la divinidad y la humanidad -como propone la visión escatológica hindú- sino una relación articulada, entre Dios y la humanidad, o más precisamente entre las tres Personas divinas y las personas creadas.
La categoría de Reino es una primera manera bíblica elocuente de describir tal unión, poniendo el acento en su naturaleza jerárquica. Muestra los dos polos del misterio: Dios, Señor y Soberano, y las criaturas a Él sometidas. Las otras numerosas expresiones bíblicas -cabeza-cuerpo, vid-sarmientos, piedra angular-edificación, pastor-rebaño- subrayan aspectos diversos de este consorcio divino-humano; pero tiene valor especial la revelación neotestamentaria que apunta al proyecto de Dios Padre, de formar una familia con los hombres, encabezada por su Hijo y animada por el Espíritu Santo (cf. Jn 1, 12; Rm 8, 15-16; Ga 3, 26; Ga 4, 26; Ef 1, 5; Ef 5, 1). Queda de esta manera expuesta más exactamente la naturaleza de la relación que Dios pretende establecer con la humanidad: una estructura familiar y trinitaria, como forma suprema de relación: communio iustorum ut fratres in Filio utque filii Patris, in Spiritu Sancto. El Paráclito, inhabitando en los hombres, los injerta en la persona de Cristo como los miembros de un cuerpo unido a la cabeza. Más todavía: el Paráclito los identifica con el Señor hasta el punto de que son no ya alter Christus, sino ipse Christus. Y lo logra a base de sumergirlos en la realidad más honda de Cristo, haciéndoles participes de su Filiación, que es lo constitutivo de su ser personal: la pura y total referencia al Padre; el ser receptor cabal de todo lo que el Padre posee, y a su vez entregador absoluto de todo lo que ha recibido. He aquí la manera más radical en que Dios salva el abismo que le separa de las criaturas, de acuerdo con una ley de sobreabundancia: el Espíritu los hace uno con el Hijo, y así los sitúa como hijos adoptivos ante el Padre. Esta gloriosa «manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19) será, por tanto, el punto final del proyecto divino para la humanidad.
Ciertamente, en el cumplimento de este gran designio, hay un diálogo con la libertad de las criaturas. Y de hecho, no puede asegurarse que toda criatura acoge necesariamente al Dios-que-se-acerca. Los seres libres pueden acudir a su encuentro, pero también rehuirle: así es la naturaleza de la auténtica libertad. La real posibilidad de la perdición la indica claramente la doctrina del juicio final, que afirma una diferenciación final en el mundo de las criaturas, una segregación provocada por la aproximación de Dios. Los hombres -al igual que los ángeles- responden Amén o Non serviam frente a la oferta de amistad divina, y se colocan, bien en el ámbito de comunión con Dios (salvación), bien fuera de ese ámbito (perdición). Al final, las criaturas libres quedan segregadas en dos estados soteriológicos que ellas mismas eligen: bien de consorcio eterno con Dios Trino, los demás ángeles y los justos; bien la no-relación con Dios y el resto de las criaturas.
La escatológica presencia divina tendrá una honda repercusión en el ser de cada criatura. El estrecho contacto con Dios, Fuente de Vida -o en términos trinitarios: Cristo Resucitado; su Espíritu Vivificador; el Padre Fuente de todo don-, producirá en los hombres la resurrección, la glorificación, en definitiva a elevación y plenificación de su existencia. Los justos gozarán del íntimo conocimiento de las Personas divinas y de cosas que son muy del interior de Dios; experimentarán el gozo y la fruición del amor; verán colmadas todas las aspiraciones de su ser, tanto en la dimensión Espíritual como en la corporal (sentimientos, intelecto, voluntad...). Tendrán el gozo, además, de vivir en compañía de los santos y ángeles, formando con ellos una comunidad escatológica solidaria. (En cambio, los hombres que hayan tomado la opción de vivir lejos del ámbito de comunión divina tendrán -al igual que los demonios- una experiencia de signo contrario: alienación con respecto a las Personas divinas, a las demás criaturas, e incluso consigo mismo. Tendrán una inexpresable experiencia de la ausencia de Dios y de los demás, la tristeza de una soledad absoluta. También habrá una frustración permanente, ya que el rechazo del único Bien capaz de colmar el anhelo humano traerá para el pecador hastío y desorden, al involucionar sus pensamientos, deseos, sentimientos, pasiones y sensaciones hacia un «yo» endiosado, pero radicalmente incapaz de funcionar como fuente suficiente de gozo y centro unificador de la existencia).
En relación con el destino de los individuos, podemos afirmar en primer lugar que cada persona se adentra en el éschaton a lo largo de su existencia. Los pasos hacia la comunión eterna con Dios empiezan ya en la etapa terrenal de vida. El primer hito del trayecto escatológico es el bautismo, sacramento por el cual el sujeto obtiene una primera participación en la Pascua -es decir, el misterio de la muerte y resurrección- de Cristo. El bautizado muere al pecado y resucita a una nueva vida, participación de la divina. Continúa con el proceso de asimilación cristológico-pascual a lo largo de su vida terrena, con actos como la contrición, la purificación, la vida sacramental, especialmente la participación eucarística. El proceso culmina de modo único en la muerte, evento que sella para siempre la identificación (o, en su caso, no-identificación) del individuo con el Cristo de la Pascua. (Como dice el Catecismo, parte II, sec. II, cap. 4, art. 2, I, la muerte es «la última pascua» del cristiano). Sin embargo, la trayectoria se prolonga más allá de la etapa terrenal: quien muere en Cristo permanece unido a El para siempre (aunque también cabe la posibilidad de que se necesite una purificación), y espera resucitar con Él en el último día; mientras que el pecador muerto sin arrepentimiento sufre la exclusión del consorcio trinitario y de toda esperanza de resucitar a una vida gloriosa. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que la vida de cada hombre está, en su totalidad, transida de la dimensión escatológica.
Como dijimos, el hombre emerge del lavacro bautismal con una nueva vida, sobrenatural, pero en forma precaria, incoada. Posee ya la semilla de la Vida imperecedera, participación de la misma Vida gloriosa del Resucitado (Jn 11, 25; Jn 6, 54)1 pero necesita cultivar esa semilla incesantemente. Siendo la meta nada menos que el consorcio eterno con las tres Personas divinas, el carácter dialogal de tal relación reclama del hombre una tarea de «adecuación» personal. En otras palabras: para ser admitido al diálogo amoroso con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es preciso prepararse para ser interlocutor apto, hecho de alguna manera connatural con ellos. ¿Quién puede estar eternamente contemplando al Padre, si no alguien que ha aprendido a amarle ya en esta vida como hijo? ¿Quién puede gozar del aliento constante del Espíritu, si no alguien que ya ha llegado a compenetrarse con él y a seguir sus mociones más sutiles? ¿Quién puede gozar de la unión vital con Cristo-cabeza, si no alguien que ya ha formado en su interior los mismos sentimientos que Jesús?
Desde esta perspectiva, la insistencia bíblica en buscar la santidad en la tierra -«…ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3)- se entiende como referida no tan sólo a aquella santidad que es atributo exclusivo de Dios, ni a aquella que es puro don a la criatura humana, sino también a aquella santidad que es resultado de cierto trabajo por parte del hombre. «…la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hb 12, 14). Esta santidad es el requisito que la criatura humana debe cumplir ineludiblemente para ser admitida al eterno consorcio divino, porque es precisamente la «justicia», implantada por Dios y cultivada por el hombre, la que la hace afín a las tres Personas divinas y la pone en condiciones de tratar familiarmente con ellas. Es la única cosa necesaria (cf. Lc 10, 42).
A lo largo de la vida terrena, podríamos decir, nuestras elecciones y acciones, acompasadas por la gracia, modelan en nuestra persona -sentidos, afectos, mente, voluntad, alma, cuerpo- una «forma de ser». Inculcan en nosotros una manera determinada de pensar, querer, sentir y actuar, haciéndonos connaturales (o, en su caso, disonantes) con las Personas de la Trinidad. Nuestros actos terrenos, entonces, definen nuestra existencia en su dimensión más crucial: nos sitúan en la franja soteriológica, es decir, determinan la estructura relacional de nuestra persona, como capaz o incapaz de relacionarse de modo completo y permanente con Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Queda claro, de todo lo que acabamos de decir, que la escatología cristiana nos habla no sólo acerca del sentido de la muerte, sino también del sentido de la vida. Ciertamente, la muerte, punto final de cada biografía terrena, reviste un valor singular. Significa, para el discípulo del Señor, una ocasión única para adentrarse decisivamente en el misterio pascual del Señor (morir-para-resucitar). Desde la perspectiva de la fe, la muerte no es un evento puramente aniquilador y triste, fruto trágico del pecado, sino una experiencia humana cuyo signo ha sido trocado por Cristo mismo. Es, para el Espíritu discípulo del Señor, un paso más en la identificación con Cristo-víctima, obediente al Padre hasta el final; y por tanto, garantía de alcanzar una etapa ulterior; gloriosa. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1005), «... para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo»: la muerte es, para el cristiano, la entrada en el Primer Día del Triduo Sacro (1º morir -2º esperar -3º resucitar).
Por muy difícil que le resulte al lenguaje humano describir el estado del individuo que acaba su etapa terrenal de vida y cuyo núcleo personal queda liberado de las coordenadas espacio-temporales, la doctrina cristiana tradicional afirma que el «yo» del difunto, mox post mortem, comienza ya una retribución por su conducta mortal, incluso «antes» del día final. «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (CCE 1022).
Hay, por tanto, tres situaciones o estados posibles en los que el núcleo personal/Espíritual del individuo puede encontrarse tras la muerte:
1. Quien muere como amigo de Dios y está perfectamente purificado es admitido a la presencia de la Santísima Trinidad, para vivir eternamente con ella la comunión de conocimiento, amor y vida (junto con la Virgen María, los ángeles y los santos). En este sentido, la expresión tradicional utilizada en la Iglesia, «llegar al cielo», no se refiere a un desplazamiento (hacia «arriba»); sino que significa más bien, para la criatura libre, alcanzar el fin último para el que fue hecha por Dios. Vivir para siempre en estrechísima unión con la Trinidad y los justos implica, para el hombre, la realización de todas sus aspiraciones más profundas, un estado permanente y sublime de dicha.
2. Quien muere en estado de gracia, pero todavía inmaduro para gozar del íntimo consorcio con Dios, los ángeles y los santos, pasa por una purificación. Tal individuo, aunque seguro de su eterna salvación, debe experimentar un proceso -a la vez gozoso y doloroso- que perfecciona sus disposiciones, hasta tener la santidad imprescindible para presentarse ante Dios. La Iglesia siempre ha ofrecido sufragios para los difuntos que necesitan esta purificación antes de ser admitidos a la presencia divina.
3. Quien muere en estado de pecado acaba, por la fuerza de su propia decisión, en el estado de eterna separación de Dios y las criaturas santas. El término tradicional que se ha utilizado en la Iglesia, «infierno», se refiere a este estado trágico en el que puede desembocar la libre elección de una criatura, que se cierra ante el Amor. Tal «pérdida» de Dios, único manantial de vida y de alegría para el hombre, conlleva una existencia caracterizada para siempre por la frustración y la vaciedad.
Cuando llegue el día final, la retribución de los hombres alcanzará su estadio definitivo (cf. supra, «Escatología general»). Aquellos que son de Cristo darán el paso final a la Vida-con-su-Señor: bajo la acción del Espíritu Vivificador, resucitarán y experimentarán en su totalidad personal los efectos de hallarse identificados con Cristo, penetrados totalmente por su Espíritu vivificante: imposible entonces morir, sufrir, descomponerse, a pesar de que los componentes ontológicos de la naturaleza humana lleven siempre las notas de composición y fragilidad. Por contraste, aquellos hombres que hayan desechado su vínculo con Cristo también resucitarán, pero no con los cuerpos gloriosos parecidos al del Señor.
Salvarse de la reprobación con el auxilio divino, y alcanzar -también con el auxilio divino- la «vida eterna», constituye el núcleo de la esperanza cristiana.
BibliografíaJ. ALVIAR, Escatología, Pamplona 2004. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Algunas cuestiones actuales de escatología, 1990. B. DALEY, The Hope of the Early Church. A Handbook of Patristic Eschatology, Cambridge 1991. C. POZO, La venida del Señor en la gloria, Valencia 1993; Teología del más allá, Madrid 2002. J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1992'. 3.1... RUIZ DE LA PEÑA, La pascua de la creación, Madrid 2000'. M. Schmaus, Teología Dogmática, VII: Los novísimos, Madrid 1961. S. ZEDDA, L'escatologia biblica, I-II, Brescia 1972/1975.
J. Alviar
La esperanza, que en la Escritura está estrechamente unida a la fe y a la caridad, es calificada por la teología como virtud teologal, puesto que tiene en Dios su origen y su meta. Pero es también una actitud profundamente humana, una dimensión antropológica fundamental, pues en todo ser humano hay una esencial confianza en la vida, una espera de seguir viviendo y un deseo de vivir mejor.
En el Antiguo Testamento, el concepto de esperanza está vinculado a la experiencia de un Dios que hace promesas. Israel es el pueblo que nace de una promesa (Gn 12, 2; Gn 15, 5). A la promesa de descendencia (Gn 13, 16) y de tierra (Gn 12, 7) hecha a Abrahán, se sucede la promesa de liberación para el pueblo (Ex 3, 7 ss.), y las promesas hechas a la monarquía de David (2S 7, 12- 17), que pueden leerse en clave mesiánica (Is 8, 23 b-9, 6).
La esperanza bíblica tiene sus etapas. A medida que transcurre la historia, la promesa se profundiza y purifica En la época patriarcal la promesa tiene un contenido muy concreto: posesión de la tierra y numerosa descendencia (Gn 12, 3-17; Gn 13, 14- 16; Gn 15, 3.7.18; Gn 18, 10; Gn 22, 17; Gn 24, 7; Gn 26, 3). Poco a poco se explicita el sentido profundo de la promesa primitiva, a saber: la relación de especial intimidad entre Dios y su pueblo: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Ex 6, 7; Lv 26, 12; cf. Gn 17, 7; Ex 29, 45-46). Yahwéh se convierte en la encarnación de la esperanza y la esperanza en el otro nombre de Yahwéh: «Esperanza de Israel, Yahwéh» (Jr 14, 8; Jr 17, 13; cf. Sal 71, 5). Esta dimensión teologal de la promesa cobra cada vez mayor importancia; se convertirá en elemento crítico que emplearán constantemente los profetas para juzgar los acontecimientos y los comportamientos. Lo que Dios promete a través del don de la tierra y de la descendencia innumerable, es Dios mismo como Bien primero y último para la realización integral del hombre y de los hombres.
Con los profetas aparece la interpretación escatológica de la historia y la maduración de la esperanza individual y colectiva. Insisten en la llegada del «día de Yahweh» (Am 5, 18-20; Jl 2, 1-2) y de una «nueva alianza» (Jr 31, 31 ss.). Con ellos la promesa se universaliza (Dios es el Dios de todos los pueblos) y se intensifica, alcanzando los límites de la muerte (Is 26; Dn 12, 1 ss.; cf. Sal 73, 23-28), aunque no todavía con la suficiente claridad. Habrá que esperar a los últimos libros del Antiguo Testamento para encontrar claramente formulada la posibilidad de una victoria de Dios sobre la muerte (Dn 12, 1-3; 2M 7, 9; Sb 3, 1-4).
El Nuevo Testamento se refiere a la historia de Abrahán para indicar que la nueva alianza es el cumplimiento pleno de la religión de Israel (Hb 11, 8-19; Rm 4, 17-18). Los creyentes del Antiguo Testamento «en la fe murieron sin haber conseguido el objeto de las promesas; viéndolas y saludándolas desde lejos» (Hb 11, 13). Ante este inacabamiento de la promesa, el Nuevo Testamento se presenta como «plenitud» (Ga 4, 4; cf. Col 1, 19; Col 2, 9) y «cumplimiento» (Mc 1, 15) de las promesas de las que Israel era depositado (Rm 9, 4), en contraste con la situación de los paganos, «extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12; cf. Col 1, 21). Ahora bien, este cumplimiento no es el final de la promesa. También los creyentes del Nuevo Testamento viven de esperanza. La teología de los Hechos, que quiere mostrar la continuidad y la superación del judaísmo, insiste en que Pablo «sólo por la esperanza de Israel lleva estas cadenas» (Hch 28, 20), «... la esperanza en las promesas hechas por Dios a nuestros padres, cuyo cumplimiento nuestras doce tribus esperan alcanzar» (Hch 26, 6-7; cf. Hch 23, 6; Hch 24, 15). Aunque los creyentes del Nuevo Testamento siguen bajo el régimen de la esperanza, se trata de una «esperanza mejor» (Hb 7, 19), «fundada en promesas mejores» (Hb 8, 6). La excelencia de la esperanza encuentra su verdadera razón en «Cristo Jesús nuestra esperanza» (1Tm 1, 1). Él es el «sí de todas las promesas de Dios» (2Co 1, 20). Y por eso es posible «mantener firme la confesión de la esperanza» (Hb 10, 23).
La categoría central de las expectativas y esperanzas en tiempo de Jesús era la de Reino de Dios. En el anuncio del Reino por Jesús también aparece esta paradoja de la esperanza neotestamentaria. El Reino es a la vez buena noticia realizada y promesa abierta a un futuro mejor. En Jesús, el Reino se hace presente ya (Lc 11, 20; Mt 12, 28; Lc 17, 20.21: «... el Reino de Dios está entre vosotros»). Y, sin embargo, hay que pedirlo (Mt 6, 10; Lc 11, 2) porque todavía no ha llegado o, al menos, no ha llegado en plenitud. Dios, en este mundo todavía no es «todo en todos» (1Co 15, 28). El Reino de Dios en este mundo coexiste con otro principado, sometido al «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31; Jn 14, 30; Jn 16, 11; y también la parábola del trigo y la cizaña: Mt 13, 24-29). La esperanza es una dimensión del Reino de Dios.
Con la Pascua de Cristo, lo definitivo -el éschaton- ejerce su dominio en una historia todavía provisional. La resurrección de Cristo (confesión de fe fundamental en el Nuevo Testamento) no anula la esperanza. Le otorga un nuevo vigor: el cielo retiene hasta el tiempo de la restauración universal al Cristo que tiene que venir como consuelo nuestro (Hch 3, 20-21). De ahí la exclamación del creyente: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Los Padres recuerdan la vinculación neo-testamentaria entre fe y esperanza: «La Iglesia -que, como el hombre, se compone de múltiples miembros- se reaviva, se desarrolla, se cohesiona y adquiere consistencia por este doble alimento: la fe es su cuerpo; la esperanza, su alma. Como también el Señor está constituido de carne y sangre. La esperanza, en realidad, es la sangre de la fe; gracias a ella y al alma se conserva la fe. Y si la esperanza se desvanece, a modo de un flujo de sangre, la vitalidad de la fe desaparece» (Clemente de Alejandría, El Pedagogo, 38, 3).
Zenón de Verona (muerto hacia el año 380) fue el autor del primer tratado De spe, fide et caritate. Este modelo fue seguido por san Agustín en su Enchiridion de fide, spe et cantate, y por Pascasio Radberto, De fide, spe et caritate (escrito hacia 843). También Tomás de Aquino dejó (aunque incompleto) un Compendio de teología en el que se resume (como ya había hecho Agustín) toda la doctrina cristiana alrededor de estas tres virtudes, y en el que (lo mismo que en el caso de Agustín) la esperanza se estudia en relación con la oración dominical, pues «la oración es el medio conveniente que el hombre ha recibido para alcanzar de Dios lo que desea» (Compendio, segunda parte, cap. 2). De ahí que «la oración es intérprete de la esperanza» (S.Th., II-II, q.17, a.2, arg. 2; 4, arg. 3; cf. II-II, q.83, a.9).
El precedente más inmediato del Aquinate es Pedro Lombardo, que trata de la esperanza en la distinción 26 de su tercer libro de las Sentencias. Allí se plantea y resuelve cinco preguntas: qué es la esperanza, acerca de qué versa, en qué difiere de la fe, si Cristo la tuvo y si los condenados la tuvieron. Tomás de Aquino, en 1256 comenta esta distinción del libro de las Sentencias. Hacia 1270 escribe una cuestión disputada sobre la esperanza. El tratado de la esperanza de la Suma de Teología (II-II, cuestiones 17 a la 22) está escrito hacia 1171-1172. Antes de ocuparse de la esperanza como virtud, en el tratado de las pasiones de la Suma, santo Tomás ya había escrito sobre la esperanza (I-II, q.40, con 8 artículos) y el temor (I-II, q.41-44). Dicha fenomenología pasional ya es supuesta y utilizada en el análisis de la virtud de la esperanza.
Las primeras intervenciones del magisterio sobre la esperanza tuvieron lugar con motivo de las disputas quietistas (D. 2201-2269; 2351-2374). Pero, sin duda alguna, su más importante aportación se encuentra en el Vaticano II. Frente al desafío que plantea al cristianismo una esperanza y un Reino secularizados (E. Bloch), la Gaudium et spes reconoce y afirma la incidencia que tiene la esperanza escatológica en el tiempo presente: «... la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (GS 39; cf. GS 21). Prolongando esta perspectiva, la teología contemporánea de la esperanza busca el diálogo con las aspiraciones actuales, con las ideologías, utopías, proyectos de futuro y de planificación. Y también busca el diálogo con muchas situaciones de desesperanza, presentes en nuestro mundo. La gran constitución del Vaticano II, Lumen gentium, ha sido sensible a otra gran adquisición de la teología contemporánea de la esperanza, a saber, su dimensión eclesial (LG 48).
También el Catecismo de la Iglesia Católica se ha ocupado de la esperanza cristiana. Una primera reflexión se encuentra al comentar el último artículo del Credo (nn. 1042-1060). Sobre la esperanza como virtud se trata en los números 1817-1821. De los pecados contra la esperanza (desesperación y presunción) tratan los números 2091 y 2092.
De los autores del último siglo que, desde diferentes perspectivas, han contribuido a la renovación de la reflexión sobre la esperanza, destacan (entre otros muchos) Gabriel Marcel (Prolegómenos a una metafísica de la esperanza), Pedro Lain Entralgo (La espera y la esperanza), J. Pieper (Sobre la esperanza), E. Bloch (El principio esperanza) y J. Moltmann que, en su Teología de la esperanza, afirma que al lado del «primado de la fe» está la «primacía de la esperanza», fuente de dinamismo y de sentido, clave hermenéutica de toda la teología y de la vida cristiana: Spes quaerens intellectum.
Finalmente cabe dudar sobre si hoy el hombre sigue preguntando por lo que podemos esperar (1. Kant); si para la actual cultura ambiental, demasiado preocupada por el presente, la eficacia y la inmediatez, tiene sentido hablar de esperanza; si no ha llegado un tiempo en el que se hace preciso enseñar a esperar. Ya S. Kierkegaard, en La enfermedad mortal, pensaba que la desesperación es el secreto de una existencia pagana. A la teología de la esperanza hoy le corresponde justificar que la verdadera realidad no es la existencia en los límites del mundo (Heidegger: el hombre, ser para la muerte; Tierno Galván: no hay más que la finitud), sino la existencia teologal, don de Dios que responde a las más profundas aspiraciones del corazón humano.
Para el estoicismo esperar bienes que no dependen de nosotros es fuente de infelicidad, porque nos planteamos objetivos que no podemos alcanzar, ponemos nuestra esperanza en lo que nunca llegará. Por eso, para comprender bien la esperanza cristiana se impone una distinción entre esperanza y deseo, «porque el deseo lo es de cualquier bien sin consideración de su posibilidad o imposibilidad. En cambio, la esperanza tiende a un bien como algo que es posible alcanzar, pues en su naturaleza incluye cierta seguridad de conseguido» (Santo Tomás de Aquino, De spe, 1).
Cabe hacer una segunda distinción entre espera (esperamos que llegue el tren) y esperanza. Tomás de Aquino (S.Th., I-II, q.40, a.1) caracteriza a la esperanza con estas cuatro notas: a) que sea un bien (no hay esperanza del mal, sino temor; hay, sin embargo, espera del mal); b) futuro (no hay esperanza de lo inmediato, sino espera del momento siguiente); c) arduo, que se consigue con dificultad (no hay esperanza de lo fácil, sino seguridad de alcanzarlo; hay, sin embargo, espera de lo fácil); y d) posible (cuando el bien que se pretende alcanzar resulta imposible de conseguir surge la desesperanza; de ahí que la espera se convierte en esperanza cuando la confianza en lograr lo que se espera predomina sobre el temor de no lograrlo). Existe compatibilidad entre las dos últimas notas: que algo sea difícil no significa que no sea posible. Dependerá de los apoyos que uno tenga para conseguirlo.
Si la esperanza es virtud teologal es porque tiene a Dios como meta y término: El es el bien que se pretende conseguir. Tal consecución es posible porque el ser humano tiene una capacidad insaciable y en todo busca la felicidad. La felicidad es sentirse saciado en todos los aspectos y dimensiones de la personalidad. Eso que parece imposible en este mundo (siempre nos falta algo), el cristiano cree que es posible en el encuentro con Dios.
Puesto que a Dios en este mundo siempre le encontramos de forma imperfecta, nunca le vemos «cara a cara» (1Co 13, 12), el objeto de la esperanza, en su contenido pleno, está más allá de este mundo: «... esperamos lo que no vemos» (Rm 8, 24-25; 2Co 5, 6-7).
Estar con Dios en Cristo (también en la vida eterna a Dios se le encuentra en la mediación cristológica: Jn 14, 9; Jn 12, 45) es el contenido de la esperanza. El Nuevo Testamento utiliza diversas expresiones para referirse a este contenido: vida eterna, salvación y, sobre todo, gloria. La gloria de Dios en Cristo, objeto de nuestra esperanza, alcanzará a todas las dimensiones del ser humano, incluidas las mundanas, corporales y sociales. La creación entera espera participar de la gloria de Dios (cf. Rm 8, 19-23).
Lo que hace posible la esperanza cristiana no son las fuerzas humanas, sino un poder ajeno al hombre: la omnipotencia y la misericordia de Dios (cf. Santo Tomás de Aquino, De spe, 1).
En Jesucristo se ha manifestado el amor misericordioso de Dios. Así esperamos con una certeza inquebrantable porque Dios nos ha amado y nos ama en Jesucristo: «... nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rm 8, 39). Nosotros poseemos ya las primicias de este amor; más aún, este amor nos ha sido dado con el don del Espíritu (cf. Rm 5, 1-11; Ga 4, 4-7). Una esperanza así fundamentada «no falla» (Rm 5, 5). Esto significa que si la esperanza tiene que ver con el más allá, su fundamento está en el más acá, en el vivir hoy en comunión con Dios.
El poder de Dios se manifiesta en primer lugar en la creación. Los antiguos escritores cristianos (Agustín, Gregorio de Nisa, Tertuliano, Cirilo de Jerusalén, Teófilo de Antioquía) razonaban así: si Dios puede suscitar vida de la nada, por el mismo poder puede devolver la vida a los muertos (razonamiento que se encuentra ya en 2M 7, 22-23.28). El poder de Dios se manifiesta también en la resurrección de Cristo, signo anticipador definitivo de que las promesas de Dios se cumplirán.
Toda la tradición occidental conoce la opinión de Agustín, que dio pie a largas discusiones y matizaciones por parte de los teólogos posteriores: la esperanza es solamente de lo que nos atañe a nosotros mismos (Enchiridion, cap. 8, n. 3). Ya Alberto Magno indica que en un sentido lato la esperanza se extiende al bien de los demás y de toda la comunidad (In III Sent., d. 26, a. 7). El sujeto de la esperanza soy yo junto con los demás.
El hombre, al esperar, no está solo consigo mismo. La existencia del hombre es en todo momento coexistencia. Por eso, su espera es comunitaria, se vive en la comunión de los santos. Ya hemos dicho que ésta es una adquisición importante de la teología reciente: «... la esperanza se refiere a la salvación de todos los hombres, y únicamente en la medida en que estoy englobado en ellos se refiere también a mi» (J. Daniélou, Essai sur le mystére de l'histoire, Paris 1953, 340).
En el Antiguo y en el Nuevo Testamento la esperanza vive de la memoria: memoria de la intervención liberadora de Dios para sacar a Israel de la esclavitud (Dt 6, 12; Dt 8, 11); y memoria de la cruz y resurrección de Cristo (2Tm 2, 8). En las épocas pasadas, san Agustín y san Juan de la Cruz reflexionaron sobre la relación entre memoria y esperanza.
La teología contemporánea destaca que la memoria de la cruz y resurrección es un «recuerdo peligroso» que despierta una esperanza transformadora del presente: «La memoria Jesu Christi implica una determinada anticipación del futuro, como futuro de los que no tienen esperanza, de los fracasados y acosados. Es, pues, un recuerdo peligroso y liberador que constriñe y cuestiona nuestro presente, porque no nos trae a la memoria un futuro abierto cualquiera, sino precisamente este futuro concreto, y porque obliga a los creyentes a transformarse constantemente, para dar razón de este futuro» (J.B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, Madrid 1979, 102).
Tomás de Aquino hizo notar que la esperanza teologal también puede referirse a realidades mundanas, en la medida en que éstas nos conducen a Dios (De Spe, 1; STh. II-II, q.17, a.2 ad 2). Esta intuición debería prolongarse en línea con lo que dice el Vaticano II: la esperanza no merma la importancia de las tareas temporales, más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio (GS 21). Esta esperanza transformadora del mundo presente y el «recuerdo peligroso» que nutre la esperanza se apoyan, iluminan y refuerzan mutuamente.
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M. Gelabert
El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Ésta ha sido desde un primer momento la fe de la Iglesia, como se manifiesta en el hecho de que el bautismo se realiza «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). En coherencia con este hecho, todos los símbolos mencionan al Espíritu Santo y, en su misma estructura ternaria, dan a entender que el Espíritu es «connumerado» y «conglorificado» junto con el Padre y el Hijo. Desde los primeros testimonios de vida cristiana que han llegado hasta nosotros, es evidente que la oración se dirige a Dios Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo, y también que, en las doxologías, se da gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, o, sencillamente, se glorifica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. San Ireneo († ca. 202) ofrece un testimonio sobre el bautismo cristiano especialmente valioso no sólo porque nos informa de una fórmula trinitaria explícita, cosa que ya hacen con anterioridad la Didaché 7, 1-3 (SC 248, 170-171 y San Justino (Primera Apología 61: BAC 116, 250251), sino porque distingue el papel que realiza cada una de las tres divinas Personas en la obra de la santificación, insinuando así sus nociones distintivas y la relación que existe entre ellas: «Nuestro nuevo nacimiento -el bautismo- tiene lugar por estos tres artículos, que nos traen la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Pues aquellos que llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre otorga la incorruptibilidad. Así pues, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, pues el Hijo es el conocimiento del Padre, y el conocimiento del Hijo se hace por medio del Espíritu Santo» (San Ireneo, Demostración de la fe apostólica, 7: SCh 62, 42).
La revelación del Espíritu Santo como Persona Divina tiene lugar en la revelación del misterio de Cristo; lo mismo sucede con la Persona del Padre, que sólo se nos ha revelado como Padre en el misterio de Cristo. Sin embargo, esta revelación está precedida por cuanto se dice en el Antiguo Testamento en torno al espíritu de Yahwéh. Hay que decir que entre el Antiguo y el Nuevo Testamento existe una estrecha continuidad y una radical novedad también en lo que respecta a la revelación del Espíritu Santo. Cuando en la última cena Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (cf. Jn 14, 16-17), se refiere al mismo «espíritu» que ya actuó en la creación (cf. Gn 1, 2), que habló por medio de los profetas y que, a partir de la glorificación de Cristo, estará junto a los discípulos para conducirlos hasta la verdad completa. También los Apóstoles, al hablar del Espíritu Santo, remiten a las profecías y a las enseñanzas veterotestamentarias (cf. Hch 2, 14-17; Jl 3, 1-5).
El término hebreo con que se designa al espíritu es el de ruah, cuyo significado inmediato es el de viento, hálito, respiración. Nadie ve el soplo del viento, pero sus efectos son palpables (cf. Sal 107, 25-27); así sucede con el espíritu de Yahweh. Respirar comporta la diferencia fundamental entre el animal vivo y el animal muerto; de ahí que la ruah no sea considerada como una simple fuerza natural, sino como una fuerza que posee el Creador y Conservador de la vida (cf. Gn 1, 2; Gn 8, 1). Este pensamiento está unido a la consideración del «espíritu de Yahwéh» como algo personal de Dios, que existe en Él y que Él envía (cf. Gn 2, 7). Así sucede con la vida corporal; así sucede también en el ámbito del corazón. Esto es destacado especialmente por los profetas (cf. p.ej., Jr 1, 4-10). El profeta es el hombre del espíritu (cf. Os 9, 7); el espíritu de Yahwéh entra dentro de él, lo ilumina, le da fuerzas y le urge a hablar (cf. Ez 2, 2-4; Ex 11, 5). Este espíritu, con su fuerza creadora, puede actuar en el corazón humano, transformándolo, «creándolo» de nuevo: santifica a los hombres y les da sabiduría y conocimiento (cf. Is 59, 21; Sb 1, 4; Sb 9, 17). Dios, por medio de su espíritu, crea un corazón nuevo en el pueblo (cf. Ez 36, 26-27). Así sucederá especialmente en los tiempos mesiánicos (cf. JI
El espíritu de Yahwéh actúa en forma especial en sus jefes y en sus profetas. Algunos de estos personajes reciben el espíritu como un don permanente, que los mantiene fieles a su misión. Así sucede, por ejemplo, con José (cf. Gn 41, 38), con Moisés (cf, Nm 11, 14-25), con Josué (cf. Nm 27, 17-18; Dt 34, 9. En David se subraya con fuerza el ideal de un rey ungido por el Señor (cf. Is 16, 13; 2S 23, 2). El Mesías no sólo es portador privilegiado del espíritu (cf. Is 11, 1-3; 42, 1), sino que los mismos tiempos mesiánicos se caracterizan por una especial efusión de este espíritu en el pueblo (cf. Hch 2, 15-18; Jl 2, 28-32).
Los textos del Nuevo Testamento que hablan del Espíritu Santo se pueden agrupar en tres grandes bloques: 1. los que hablan del Espíritu como fuerza carismática; 2. los que hablan de Él como fuerza divina que santifica a los creyentes; 3. aquellos otros en los que esta fuerza aparece netamente descrita como una Persona divina.
Si en el Antiguo Testamento se habla del Mesías como aquél sobre el que «descansa» el Espíritu (cf. Is 11, 2-3), en el Nuevo Testamento el Mesías no sólo posee en plenitud los dones del Espíritu, sino que Él mismo es fruto del Espíritu; incluso es concebido por obra del Espíritu (cf. Lc 1, 35; Mt 1, 18). Estos textos han de ser leídos a la luz de cuanto se dice en el Antiguo Testamento en torno a la acción creadora y vivificadora del Espíritu de Yahwéh (cf. p.ej., Gn 1, 2; Sal 104, 30; Sb 1, 7) y a la protección de Yahwéh sobre el campamento de los judíos (cf. Ex 13, 22; Ex 19, 16; Ex 24, 16; Ex 40, 36). Toda la actuación de Jesús está llena de la fuerza del Espíritu; esta actuación poderosa es señal de que llega el Reino de Dios (cf. Lc 11, 20): Jesús bautiza en el Espíritu de Dios (cf. Mt 3, 11); su predicación recibe la fuerza de su unción por el Espíritu (cf. Mt 12, 18-21; Is 42, 1-2). La resurrección de Jesús es obra del Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 8, 11). Tras su resurrección, Jesús dona el Espíritu a los discípulos para que puedan perdonar los pecados (cf. Jn 19, 22-23); más tarde lo envía a su Iglesia (cf. Hch 2, 33). En esos primeros tiempos, la actuación del Espíritu se deja sentir en forma especialmente palpable (cf. Hch 2, 1-36; 1Co 12, 4-11). San Pablo advierte que la riqueza de carismas en la Iglesia es obra del Espíritu y que, aunque los carismas son muchos, este Espíritu es uno (1Co 12, 13). También el ministerio pastoral es un auténtico don del Espíritu a la Iglesia (cf. 1Tm 4, 14).
En el Nuevo Testamento, la obra santificadora del Espíritu tiene lugar de forma eminente, en Santa María y en el fruto que va a nacer de Ella (cf. Lc 1, 32). La santidad absoluta de Cristo está en relación con la obra del Espíritu. Durante la vida terrena del Señor, los personajes más relacionados con su misión reciben el Espíritu en forma especialmente eficaz en cuanto a su santificación: por ejemplo, el Bautista (cf. Lc 1, 15), Isabel (cf. Lc 1, 41), Zacarías (cf. Lc 1, 67), Simeón (cf. Lc 2, 25), y, sobre todo, Santa María (cf. Lc 1, 46-54). El poder santificador del Espíritu Santo se manifiesta después en la acción apostólica (cf. p.ej., Hch 11, 15-16): el Espíritu no sólo actúa sobre los Apóstoles, sino también sobre los corazones de quienes les escuchan (cf. Hch 2, 37-41).
El Espíritu Santo santifica la Iglesia, convirtiéndola en cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12, 13). Es también el Espíritu Santo el que santifica a cada uno de los creyentes hasta el punto de que quien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (cf. Rm 8, 9), mientras que quienes son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Rm 8, 14). El cristiano se va transformando en Cristo conforme obra en él el Espíritu del Señor (cf. 2Co 3, 18). Esta transformación tiene lugar de modo sacramental ya en el bautismo (cf. 1Co 6, 11; Tt 3, 5). El Espíritu Santo, presente en el alma del justo (cf. Rm 8, 15), lo llena de amor (Rm 5, 5). Los cristianos son verdaderamente templos del Espíritu Santo (cf. 1Co 3, 16-17; 1Co 6, 19), están edificados como morada de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2, 22). El desenmascarar el pecado forma parte de la acción salvífica del Espíritu (cf. Jn 16, 8.13). Esa acción consiste en guiar hacia la verdad completa (cf. Jn 14, 6). El Espíritu es el único que puede introducir en el misterio de Cristo y en la sabiduría de la Cruz (cf. 1Co 2, 1-5). San Pablo destaca la oposición existente entre las obras de la carne y los frutos del Espíritu en un pasaje de gran claridad en lo que se refiere a su acción santificadora (cf. Rm 8, 5-12).
En numerosos pasajes del Nuevo Testamento, el Espíritu Santo aparece no sólo como una fuerza divina, sino que es descrito como «alguien» distinto del Padre y del Hijo, e íntimamente relacionado con ellos. Así se ve, por ejemplo, en las narraciones del bautismo de Jesús (cf. Mc 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21-22). Esta distinción personal aparece con mayor claridad aún en el mandato de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19). La presencia del Espíritu Santo es tan constante en Hechos, que este libro es considerado como «el evangelio del Espíritu Santo». En él se contienen numerosos pasajes en los que se habla del Espíritu como don que se recibe por la imposición de las manos, pero, al mismo tiempo, se habla de Él como una Persona: el Espíritu insinúa cómo ha de hacerse la expansión de la Iglesia, por ejemplo, indicando a Felipe que se acerque al eunuco de la reina de Candaces (cf. Hch 8, 29), o a Pedro que vaya a casa del centurión Cornelio (cf. Hch 10, 19-20); es el Espíritu el que inspira a los Apóstoles las palabras que deben decir cuando son juzgados por el Sanedrín (cf. Hch 4, 8. Cf. también Hch 1, 4; Hch 2, 33; Hch 19, 1-7). Más relieve aún tienen aquellos textos en los que el Espíritu aparece como sujeto de verbos como habitar, distinguir, querer (cf. 1Co 3, 16; 1Co 6, 11, 26-27) y aquellos otros textos en los que aparecen fórmulas ternarias (cf. 2Co 13, 13; 1Co 12, 4; Ef 1, 3-14).
La narración joánica de la última cena contiene los textos más explícitos sobre el Espíritu Santo como Persona: Jesús rogará al Padre que envíe el Espíritu para que permanezca con los Apóstoles (cf. Jn 14, 16-17 y 26). Se trata de alguien que es enviado en modo análogo a como ha sido enviado el Verbo (cf. Jn 16, 7). En Jn 15, 26, Cristo promete enviar al Espíritu de verdad que procede del Padre y que dará testimonio de Él. Esta afirmación queda reforzada, si se lee este texto a la luz de Jn 16, 13-15: el Espíritu guiará a los discípulos hacia la verdad completa y glorificará a Cristo.
En Jn 14, 17, el Señor habla del Espíritu Santo como el otro Paráclito, dando a entender que es alguien parecido a Él, que es el primer Paráclito. El Espíritu Santo es llamado también Espíritu de la verdad. Su convergencia con Cristo es evidente: un poco antes Jesús se ha calificado a sí mismo como el camino, la verdad y la vida (n 14, 6): seguidamente habla del Espíritu Santo como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26; Jn 16, 13). Se comprende que san Juan llegase a la siguiente conclusión: El Espíritu da testimonio de Cristo, porque el Espíritu es la verdad (1Jn 5, 6). En esta misma línea de relación con la verdad se enmarca la mención al Espíritu Santo que se hace en Jn 14, 26.
En Jn 16, 7, Jesús consuela a los Apóstoles con unas palabras misteriosas, que están en relación con la misión del Espíritu: el envío del Espíritu está en relación con su partida de este mundo. A continuación (Jn 16, 8-11), la venida del Espíritu es descrita como una venida salvadora. Las palabras sobre el Espíritu Santo pronunciadas por Jesús en la última cena, concluyen con un largo párrafo en el que nuevamente se relaciona al Espíritu con la verdad y con la continuación de la obra de Cristo (Jn 16, 12-15). El Espíritu sondea las profundidades de Dios (cf. 1Co 2, 10). Al sondear este misterio, el Espíritu conoce el misterio de la paternidad y de la filiación; por esto puede llevar hasta la plenitud del conocimiento del misterio del Hijo.
En estos pasajes se dice unas veces que el Espíritu Santo es enviado por el Padre, y otras veces se dice que es enviado por el Hijo. El tema es importante, pues «el origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal» (CCE 244). En Jn 16, 16-17.26, el envío del Espíritu es atribuido al Padre, mientras que en Jn 15, 26-27 es Jesús quien envía el Espíritu. Lo mismo sucede en Jn 16, 7-8: el Hijo envía al Espíritu.
Toda la pneumatologia neotestamentaria encuentra su fundamento en las relaciones entre el Espíritu y Jesús. En efecto, todas las promesas veterotestamentarias en torno a la donación del Espíritu y a su presencia salvífica entre los hombres se cumplen en el Mesías; Él posee en plenitud todos los dones del Espíritu (cf. Is 11, 2); Él es el enviado a liberar a los cautivos, porque está ungido por el Espíritu (cf. Is 61, 1-3; Lc 4, 16- 21). La radical novedad que encontramos en el Nuevo Testamento en el terreno pneumatológico estriba no sólo en la revelación del Espíritu como Persona divina, sino en la íntima e indisoluble relación existente entre el Espíritu y Jesús. Esta relación es el punto focal de toda la revelación neotestamentaria sobre el Espíritu Santo, hasta el punto de que el conocimiento profundo de Cristo exige tener presente que Él es fruto del Espíritu Santo, y a la vez, el conocimiento del Espíritu remite constantemente a su relación con Cristo: Él es Espíritu de Cristo (Rm 8, 9), Espíritu del Hijo (Ga 4, 6), Espíritu de Jesús (Hch 16, 7), Espíritu del Señor (2Co 3, 7).
A este respecto es decisiva la afirmación de que Jesús ha sido concebido por obra del Espíritu. Este hecho lleva consigo el que Jesús está unido a Él desde el primer momento de su existencia y permanece vinculado a Él durante toda la vida. El comportamiento religioso de Jesús no se puede entender pensando únicamente en su relación filial a Dios Padre; ese comportamiento manifiesta también una esencial referencia al Espíritu Santo. Jesús es el ungido por el Espíritu (Hch 10, 38). El texto de Lc 1, 35 destaca que la concepción virginal de Jesús forma parte inseparable del misterio íntimo de Cristo, no sólo por el misterio de la virginidad, sino también por la especial relación con el Espíritu Santo de la que es fruto esa concepción virginal. Él recibe el Espíritu en plenitud y definitivamente en el momento mismo de su concepción. Por eso es santo en una forma extraordinaria y única: Cristo es santo con la santidad del Verbo al que está unido hipostáticamente; es santo también por la plenitud del Espíritu, que lo consagra y santifica.
Toda la existencia de Jesús se encuentra bajo la acción del Espíritu: lleno del Espíritu, es conducido por Éste al desierto (cf. Lc 4, 1); expulsa los demonios por el poder del Espíritu (cf. Mt 12, 28); su enseñanza tiene lugar por el poder del Espíritu (cf. Lc 4, 14); todo su ministerio se fundamenta en la unción por el Espíritu (cf. Lc 4, 16-30; Mt 13, 54-58; Mc 6, 1-6). Jesús ofrece su vida por la fuerza del Espíritu (cf. Hb 9, 14), y es resucitado por la fuerza del Espíritu (cf. Rm 1, 3-4; Hch 1, 8; Hch 2, 4). Exaltado, es Jesús quien da el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 33).
El Evangelio de san Juan ofrece un pasaje de particular densidad pneumatológica. Está situado en un contexto muy significativo: el último día, el más solemne, de la fiesta de los Tabernáculos. En este ambiente, lleno de expectación mesiánica, Jesús grita con voz fuerte: Si alguno tiene sed que venga a mí, y beba (Jn 7, 37-38). Jesús se refiere al Espíritu que iban a recibir de El los que creyesen en Él (cf. Jn 7, 39). Jesús se presenta como la verdadera roca del desierto de la que brota el agua y como el verdadero templo del cual sale una corriente de agua que llega hasta el desierto y lo llena de vida (cf. Ex 17, 6, 1Co 10, 4 y Ap 22, 1). Jesús es fruto y fuente del Espíritu. En el Evangelio de san Juan esto se pone de relieve incluso a la hora de la muerte de Cristo. En efecto, en Jn 19, 30 se utiliza la idea de «transmitir» o «donar» (paredoken to pneuma) al hablar de la expiración de Cristo, cosa que hace pensar en la donación del Espíritu por parte de Jesús. La transfixión del Crucificado (un soldado atraviesa el costado del Señor; e inmediatamente brota de él sangre y agua Jn 19, 34), evoca Jn 7, 37-39, que se acaba de citar: del seno del Mesías brotan ríos de agua viva, esto es, el Espíritu Santo.
Hb 9, 14 ofrece otra perspectiva de la presencia del Espíritu en la muerte de Cristo. Esta presencia está relacionada con el sentido sacrificial que la presencia del Espíritu da la muerte de Cristo. El texto habla de la superioridad del sacrificio de Cristo sobre los sacrificios antiguos; la argumentación descansa en la superioridad de la víctima (que es «inmmaculada») y en la perfección del ofrecimiento (que tuvo lugar «por el Espíritu Eterno»).
El Espíritu de Cristo presente en nuestro interior nos hace vivir en forma consciente la realidad de nuestra filiación divina. Sobre este asunto, los textos del Nuevo Testamento son de una claridad meridiana (cf. Rm 8, 14-16; Ga 4, 6-7). La más profunda realidad de nuestro ser de cristianos es precisamente nuestra relación filial al Padre. Este pensamiento encuentra un certero punto de referencia en aquellas afirmaciones, también paulinas, de que somos templos del Espíritu Santo (cf. 1Co 6, 19; 3, 16). La presencia del Espíritu opera una auténtica transformación, conformando al hombre con Cristo, también en cuanto a su gloria (cf. 2Co 3, 18). El tema tiene particular relevancia, si se considera el texto juntamente con 1Co 15, 35-58. La resurrección de Cristo es causa de nuestra resurrección; nuestro cuerpo, configurado con el de Cristo, resucitará como cuerpo espiritual (pneumatikón soma) (cf. 1Co 15, 44).
La fe explícita en un Dios Trino y, por tanto, también en la divinidad del Espíritu Santo, ha estado siempre presente en la Iglesia. Dan fe de ello los testimonios pertenecientes a los primeros siglos, es decir, la liturgia, la oración, los escritos patristicos. También el Nuevo Testamento da testimonio de esto, pues, además de Revelación, es también testimonio de la predicación apostólica (cf. Hch 8, 37; Rm 10, 9; Ef 1, 13; 1Tm 6, 12; Hb 4, 14).
En la Iglesia primitiva, al igual que en la Iglesia de todos los tiempos, la fe trinitaria se expresa con especial fuerza en aquellos momentos en que se celebra el misterio pascual, concretamente, en el bautismo y en la eucaristía: cf. Didaché (ca 90/100), san Justino († 163/167), y san Ireneo († ca. 202). El testimonio de san Ireneo sobre el bautismo cristiano es especialmente valioso por su autoridad, porque presenta la fe en el Espíritu como uno de los artículos de la fe cristiana, y porque atribuye un papel distinto a cada una de las tres divinas Personas en la historia de la salvación (cf. San Ireneo, Demostración de la fe apostólica, 3: SCh 62, 32 y 42). La formulación ireneana de la inhabitación del Espíritu en el justo es de una gran claridad: el Espíritu permanece en el cristiano mientras que éste no lo expulse con sus pecados (cf. ibid., 42: SCh 62, 98).
Fue precisamente la profesión de fe efectuada en el bautismo y la necesidad de una catequesis previa para hacer esta profesión con conciencia clara, el motivo de la redacción de los símbolos bautismales. San Ireneo (ibid., 6: SCh 62, 39-40), habla incluso de tres artículos de nuestra fe. En san Hipólito de Roma († 235), las preguntas bautismales se han convertido ya en un credo completo en forma interrogativa, tripartita (cf. Traditio apostolica, 21: SCh llbis, 86-89). También Tertuliano († 222/223), en su lucha contra las herejías trinitarias, apela a la profesión de fe bautismal (De anima, 1, 4: CCL 2, 782, 26-29. Cf. también De baptismo, 3: CCL 1, 278-279; De spectaculis, 4: CCL, 1, 231). Lo mismo sucede en la liturgia eucarística (cf. San Justino, Primera Apología, 65: ed. Otto, 178-180). En la epíciesis de la tradición apostólica se pide al Padre que envíe a su Espíritu para que podamos glorificarle por medio del Hijo (Hipólito de Roma, La Tradition Apostoligue, 4: SCh llbis, 53).
En este marco se sitúan las doxologías cristianas. Se trata de un reconocimiento de los atributos divinos, especialmente de su doxa. Estas doxologias aparecen con profusión en los escritos del Nuevo Testamento (cf. p.ej., Rm 16, 27; Ef 3, 21; 2P 3, 18; Ap 1, 6; Ap 5, 13) y en los primeros testimonios de la oración cristiana. La doxología Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo está ya en el himno Phos hilarón, luz gozosa, perteneciente a los siglos II-III (cf. Rouét de Journel, Enchiridion Patristicum, 108). En el Martirio de Policarpo 14 (SCh 10, 226-228), el Espíritu Santo es designado como dador de la incorruptibilidad tanto del cuerpo como del alma.
Esta insistencia, desde el primer momento, en la confesión de fe explícita en el misterio trinitario se debe a que todo tiene su origen en el Padre, se realiza por medio del Hijo, y es llevado a término por el Espíritu Santo (cf. San Ireneo, Demostración de la fe apostólica, 5: SCh 62, 34-35). Se expresa aquí con nitidez algo de importancia decisiva en pneumatología: el Padre no sólo es fons et origo totius Trinitatis, sino que es también fuente y origen de toda la historia de la salvación.
El siglo IV se caracteriza por ser el de las grandes controversias trinitarias y de las definitivas intervenciones de dos concilios: el de Nicea (325) y el I de Constantinopla (381). Ambos concilios afrontaron dos subordinacionismos: el de Nicea, el subordinacionismo cristológico; el de Constantinopla, el subordinacionismo pneumatológico. En el símbolo del Concilio de Nicea se confiesa explícitamente la perfecta divinidad del Verbo, es decir, su consustancialidad con el Padre, y a continuación se añade, sin más explicitación «y en el Espíritu Santo». La presencia del Espíritu Santo en el símbolo es suficientemente elocuente de su divinidad, pues está colocado al mismo nivel que el Padre y el Hijo y, además, el símbolo está compuesto conforme al esquema de tres «ciclos».
La negación explícita de la divinidad del Espíritu Santo tiene lugar en la segunda mitad del siglo IV. Sus negadores son conocidos con el nombre de pneumatómacos (luchadores contra el Espíritu), y también con el de macedonianos. Macedonio fue obispo de Constantinopla desde 342 hasta 359. Sólo después de su muerte se le atribuyó la paternidad de este error trinitario. La primera noticia de esta herejía nos llega a través de san Atanasio, quien escribe cuatro cartas a Serapión en torno al año 360 (san Atanasio, Cartas a Serapión: SCh 15). El problema está perfectamente tipificado por Atanasio: estos personajes aceptan la divinidad del Hijo, pero dicen que el Espíritu es un ser creado de la nada al que hay que contar entre los espíritus servidores de los que se habla en Hb 1, 14. San Atanasio llama trópicos a estos personajes, porque explicaban en sentido trópico (metafórico), los textos de la Sagrada Escritura que eran contrarios a sus doctrinas.
La pneumatología de san Atanasio es clara y sencilla. También lo es su forma de argumentar, pues se centra en recordar la regula fidei, en aducir un gran dossier de textos escriturísticos que hablan del Espíritu Santo en igualdad con el Padre y el Hijo, y en mostrar lo absurda que es la posición de los pneumatómacos. Para Atanasio, el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables en cuanto a su naturaleza. Todo lo del Padre se encuentra en el Espíritu Santo a través del Hijo (ibid., 3, 1: SCh 15, 164-165). Desde luego, la posición de san Atanasio es incompatible con una consideración del Espíritu al margen de su relación con el Verbo. Para negar la divinidad del Espíritu Santo, los trópicos argumentaban que su papel se limitaba a la santificación y a la enseñanza; mientras que san Atanasio argumenta a favor de su divinidad también desde su misión santificadora, iniciando así un camino de pensamiento que encontrará su máxima expresión en san Basilio y en san Gregorio de Nisa, que sostienen que sólo quien es infinitamente santo puede santificar; sólo quien es perfectamente Dios puede divinizar.
La lucha contra el Espíritu Santo por parte de los pneumatómacos se manifiesta con especial fuerza en su resistencia a aceptar la doxología «gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo». Sus reticencias fueron la ocasión de que san Basilio escribiese su tratado Sobre el Espíritu Santo. Los pneumatómacos se oponían a que el Espíritu apareciese junto al Padre y al Hijo en forma yuxtapuesta. Según ellos no se debía decir «Gloria al Padre y al Hijo junto con el Espíritu Santo», para que «la gloria del Espíritu Santo no fuese celebrada juntamente con la del Padre y la del Hijo». San Basilio argumenta que esa doxología es correcta, pues responde a la teología contenida en el mandato misional que coloca en igualdad de poder y honor a las tres divinas Personas (cf. Sobre el Espíritu Santo, 24 y 27: SCh 17bis 451 y 491). Esa connumeración, señala san Basilio, no es un invento humano sino algo enseñado y propuesto por el mismo Jesucristo.
San Basilio afirma explícitamente que la naturaleza divina es única en número y que, en el seno de la divinidad, la distinción sólo puede darse por las particularidades que hacen que cada Persona sea ella misma y que no pueda ser la otra. Las Personas, pues, sólo se distinguen por sus propias «características» ¿Cuáles son estas características «personificadoras»? Según Basilio, lo propio del Padre es ser agénnetos, es decir, ser inengendrado. El Hijo es gennetós, es decir, engendrado. Lo propio del Espíritu Santo es ser conocido en el Hijo y recibir junto con Él su sustancia del Padre. Las características personales pueden designarse, pues, como paternidad, filiación y fuerza santificadora.
Adentrándose por un camino que llevará a distinguir mejor la procesión del Espíritu de la procesión del Hijo, san Basilio dice que el Espíritu procede del Padre, no por generación, sino como el «hálito de su boca». Él es el soplo de Dios, que procede del Padre de forma inefable (ibid., 46, 38: SCh 17bis, 376-384). El Espíritu es Dios, pues es Espíritu y Soplo del Padre. Como ya hiciera san Atanasio, san Basilio, al hablar del Espíritu Santo, tiene buen cuidado de no separarlo nunca del Hijo. Y es que, para él, ha de tomarse en toda su radicalidad que Padre e Hijo son una sola cosa y lo tienen todo en común (ibid., 18: SCh 17bis, 406).
Esta doctrina trinitaria se encuentra desarrollada en forma muy parecida por san Gregorio de Nacianzo, que subraya la unidad de la Trinidad a partir de la monarquía divina. El Padre es la razón de la unidad trinitaria, pues entrega indivisiblemente toda la divinidad al Hijo y al Espíritu Santo, ya que la sustancia divina es simplicísima e indivisible. El Nacianceno destaca que la diferencia existente entre las Personas divinas encuentra su fundamento en las relaciones. Son estas relaciones las que configuran, por así decirlo, la noción propia de cada Persona e impiden que exista confusión entre ellas (cf. Discurso 31, 9: SCh 250, 290-292). Gregorio acuña el término ekporéusis, processio, como diferente del de generación, para referirse a la forma en que el Espíritu procede del Padre (ibid., 31, 8: SCh 250, 291-293). Con la distinción entre generación y ekporéusis Gregorio avanza considerablemente a la hora de expresar la distinción existente entre el Hijo y el Espíritu Santo.
Para adentrarse en la exposición de «cómo» procede el Espíritu de Dios, san Gregorio de Nisa retorna la denominación del Espíritu como soplo de Dios. Existe en Dios, argumenta Gregorio, un Pneuma de igual forma que existe en Él un Logos. La Palabra divina no se desvanece una vez pronunciada; tampoco el aliento que acompaña a esa Palabra puede ser considerado como el aliento de la respiración, sino como una fuerza sustancial con subsistencia propia (cf. San Gregorio de Nisa, Gran discurso catequético, 2: SCh 243, 152-154). La pneumatología de Gregorio de Nisa encuentra sus expresiones más elevadas en el Ad Ablabium y en el Adv. Macedonianos pneumatomachos, De Spiritu Sancto: GNO III/1, 35-58 y 87-116). La distinción de las Personas proviene, según Gregorio, de que Hijo y Espíritu proceden del Padre: el Hijo inmediatamente; el Espíritu por mediación (mesitéia) del Hijo. Para Gregorio, la relación del Espíritu con el Unigénito marca indiscutiblemente la distinción entre la procesión del Hijo y la del Espíritu: el Espíritu procede del Padre, pero no es engendrado. La imagen del hálito en el que va envuelta la palabra al ser pronunciada permite a Gregorio subrayar la simultaneidad de las procesiones del Hijo y del Espíritu, propia de la eternidad; el decir que el Hijo tiene «cierta mediación» en la procesión del Espíritu le facilita dar razón del orden trinitario: por qué razón el Espíritu Santo es la tercera Persona, y nunca se le puede considerar como la segunda.
Al llegar al Concilio de Constantinopla, la tradición pneumatológica era lo suficientemente unánime, explícita y profunda como para que se pudiesen redactar en el símbolo, con toda sencillez, las frases dedicadas al Espíritu. Los 150 Padres desarrollaron la cláusula referida al Espíritu Santo para salir al paso de los pneumatámacos con la intención de volverlos a la fe de Nicea. No se trata, pues, de un texto polémico, sino de un texto claro y conciliador. El deseo de no exacerbar los ánimos de los macedonianos se nota, por ejemplo, en que se evita aplicar al Espíritu Santo el término homousios, de la misma sustancia. Los padres escogieron otras palabras para decir lo mismo en un lenguaje equivalente, de forma que significasen con claridad la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, y se recogiesen los argumentos más notables en torno a la divinidad del Espíritu. Se trata, además, de unas palabras que son un eco vivo de la enseñanza del Nuevo Testamento.
Este símbolo adquirió el valor definitivo propio de un concilio ecuménico al ser aceptado solemnemente por el Concilio de Calcedonia (451). La divinidad del Espíritu se insinúa ya en el calificativo que acompaña la mención del Espíritu: Santo. Se trata de un calificativo que le aplica el Nuevo Testamento (cf. Lc 1, 35; Jn 14, 26) y que, tomado en su radicalidad, lo muestra como Persona divina, pues sólo Dios es santo en sentido absoluto. Es esta santidad absoluta lo que le permite ser santificador y divinizador del hombre en sentido absoluto.
Se dice del Espíritu que es Señor en forma similar a como se afirma de Cristo en el mismo símbolo que es Señor, utilizando la palabra Señor como un título divino, reservando para el Padre el título Theós. La enseñanza es clara: el Espíritu es Señor y, por tanto, no pertenece al nivel de las criaturas. La afirmación dador de vida (zoopóion) aparece con frecuencia en los escritos de san Basilio. Esta afirmación está llena de evocaciones: desde la acción santificadora por la que el hombre es constituido nueva criatura en Cristo, hasta la perfecta redención del cuerpo que tendrá lugar al final de los tiempos por obra del Espíritu (cf. Rm 8, 11).
El inciso que procede del Padre, como es obvio, está puesto para mostrar el origen divino del Espíritu. El Espíritu procede (ekporéuetai) del Padre, pero sin ser engendrado; procede y, por tanto, no es hecho, ni creado. Esta frase es cita de Jn 15, 26-27. Sigue a continuación la proclamación de la homotimia del Espíritu Santo, con el Padre y el Hijo. Éste fue siempre uno de los argumentos más importantes para mostrar la perfecta divinidad del Espíritu. La adorabilidad del Espíritu, junto con el Padre y el Hijo, parece proclamada aquí directamente contra los pneumatómacos, que admitían la adorabilidad y, por tanto, la divinidad del Hijo, pero no la del Espíritu. El inciso que habló por los profetas tiene la misma intención: reafirmar la divinidad del Espíritu Santo, pues a este argumento -los profetas que hablan inspirados por el Espíritu- recurrieron también los Padres para reafirmar su divinidad.
En el símbolo, pues, se confiesa la divinidad del Espíritu Santo atribuyéndole: a) un nombre divino: Señor; b) funciones divinas: dar la vida; c) un origen inmanente del Padre: procede; d) una igualdad de adoración y de honor. En la carta sinodal del Sínodo de Constantinopla del año 382, los padres reafirmaron la fe ya proclamada el año 381 (Teodoreto, Historia Eclesiástica, 5, 9: PG 82, 1212-1217). Esta carta corrobora cuanto se ha dicho en torno a la intención de los 150 padres: frente a los pneumatómacos, intentaron dejar fuera de toda duda la divinidad del Espíritu Santo: el Espíritu es Dios, porque procede del Padre. La cuestión del Filioque no se encontraba aún en el horizonte de sus preocupaciones. Esta controversia es totalmente extraña a los padres de Constantinopla. Sin embargo, conviene dejar constancia de algo que ha aparecido ya en los padres que se encontraban presentes en el Concilio, entre ellos san Gregorio de Nacianzo y san Gregorio de Nisa: el Espíritu es inseparable del Hijo; incluso se puede decir que el Hijo tiene cierta mediación en la procedencia del Espíritu (cf. J.D. Zizioulas, «The Teaching of the 2nd Ecumenical Council on the Holy Spirit in Historical and Ecumenical Perspective», en J. Saraiva, Credo in Spiritum Sanctum, 44). Este símbolo, introducido muy pronto en la liturgia, marcó decisivamente la fe de la comunidad cristiana.
Tras la solemne afirmación de la divinidad del Espíritu Santo por el Concilio de Constantinopla (381), la atención se concentró en el modo en que el Espíritu procede del Padre. Se intentaba distinguir con mayor claridad el modo en que el Hijo procede del Padre. La reflexión sobre esta segunda procesión se apoya en las características propias del actuar del Espíritu en la historia de la salvación: Él es el Autor de la santidad y del amor. Se completa así, además, la analogía del misterio trinitario con el espíritu humano: al acto de conocimiento sigue el acto de amor. De ahí que se conciba al Espíritu Santo como Amor y procediendo per modum voluntatis, por vía de voluntad. Al utilizar de este modo la analogía psicológica, era lógico también considerar al Espíritu como el vínculo de unidad entre Padre e Hijo (San Agustín, De Trinitate, 6, 5, 7: BAC 39, 442)
Puesto que la perfección de Dios es infinita, la espiración no puede concebirse como un acto que haga pasar al Espíritu Santo del no ser al ser: el Espíritu Santo es eterno e increado, como el Padre y el Hijo; tampoco puede concebirse como algo «accidental» para el Padre y el Hijo, sino que es una relación que los constituye -al igual que paternidad y filiación- en las Personas que son, pues en la Trinidad, las Personas se constituyen y se distinguen entre si por la oposición de relación. En consecuencia, no se puede concebir la procesión del Espíritu como «un apéndice» que sigue a la relación Padre-Hijo. Las dos procesiones tienen lugar, sin comienzo ni final, en el hoy eterno de Dios.
Según san Agustín, el Espíritu Santo es la charitas y la communio existentes entre el Padre y el Hijo (cf. De Trinitate, 15, 19, 37: BAC 39, 908-910). Esta concepción, como es obvio, orienta el pensamiento teológico hacia el Filioque, pues un amor común entre Padre e Hijo es un amor que procede de ambos. Es la concepción que encontramos universalmente en la tradición latina: El Espiritu Santo procede del Padre y del Hijo, «quia caritas sive sanctitas amborum esse agnoscitur» (Concilio XI de Toledo [7. XI. 675], D. 527); «El Espíritu Santo es la bondad y el amor del Padre y del Hijo» que «procede del Padre y del Hijo en la eterna luz de santidad como luz y como amor» (León XIII, Encíclica Divinum illud munus [9.V.1987], 5 y 12). «El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre, es enviado por ambos» (Pio XII, Encíclica Haurietis aquas [15.V.1956], 23); «Creemos en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios [30.V, 1968], 10).
En el símbolo del Concilio I de Constantinopla se confiesa que el Espíritu Santo «procede del Padre». A partir del siglo VIII, en Occidente, se fue introduciendo el añadido «y del Hijo» en el uso litúrgico de este símbolo. La introducción de este inciso constituye una importante cuestión.
En la teología inmediatamente anterior al Concilio, está claro que el Espíritu Santo es igual que el Padre y el Hijo, porque es Dios y procede (ekporéuei) del Padre; está también claro que existe una estrecha relación entre el Espíritu y el Hijo. El Concilio se contentó con dejar claro frente a los pneumatómacos que el Espíritu Santo es Dios, y no se adentró por una ulterior explicación de la relación del Espíritu con el Verbo
Sin embargo, esta cuestión estaba ya presente en los grandes teólogos cuya autoridad y cuyos escritos influyen decisivamente en el Concilio I de Constantinopla. Así sucede, por ejemplo con san Atanasio (A Serapión, 2, 1: SCh 15, 147-149), san Basilio (Sobre el Espíritu Santo, 17: SCh 17bis 398-400) y san Gregorio de Nisa (Epístola, 24, 15: SCh 263, 287), que hablan con frecuencia de la existencia de un vínculo del Espíritu con el Hijo. Es llamativa la repetida afirmación de que el Espíritu posee con respecto al Hijo la misma condición que el Hijo tiene con respecto al Padre (San Atanasio, A Serapión, 3, 1: SCh 15, 163-164 y san Basilio, Sobre el Espíritu Santo: 17, 43: SCh 17 bis, 399). Gregorio de Nisa atribuye cierto papel al Hijo en la procesión del Espíritu Santo, al menos un papel «manifestativo», que no puede reducirse al puro y simple terreno económico. Con esto parece insinuarse ya aquí la expresión no infrecuente entre los orientales de que el Espíritu procede a Patre per Filium (cf. B. Sesboüé y El «Filioque», en B. Sesboüé y J. Wolinski, El Dios de la salvación, Salamanca 1995, 252).
Tras el Concilio de Letrán del año 649, el papa Martín I envía una carta sinodal a Constantinopla en la que se encuentra esta frase: «... el Espíritu que procede (ekporeuómenon) del Padre y del Hijo». Es de especial importancia para conocer el estado de esta cuestión en Oriente la carta que escribe san Máximo el Confesor († 662) a Marino, presbítero de Chipre, que a raíz de la carta del Papa, le había preguntado, con cierto escándalo, por el significado de la expresión «y del Hijo». El escándalo no era otro que el pensar que con esta frase los romanos negaban que el Padre es la única fuente de la Trinidad (cf. san Máximo el Confesor, Ad Marinum presbyterum: PG 91, 136). El mismo san Máximo, en carta dirigida al papa Martín I el año 655, manifiesta que él acepta que el Espíritu procede del Padre por medio del Logos. San Máximo defiende esta expresión para «salvaguardar la unidad y la identidad de la esencia mediante el enunciado sobre la procesión (proiénai) por medio del Hijo, sin convertir al Hijo en causa (aitía) de la procesión (ekporéusis) del Espíritu Santo» (cf. B.J. Hilberath, Pneumatología, 148).
La teología latina, como ya se ha visto, se orientó desde sus comienzos hacia la afirmación explícita de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. El término Filioque es usado ya por san Ambrosio (De Spiritu Sancto ad Gratianum Augustum, PL 16, 762-763). Le sigue san Agustín, en cuya doctrina trinitaria la procesión del Espíritu del Padre y del Hijo ocupa un lugar muy importante (cf. B. Studer, «Filioque», en Dizionario Patristico e delle Antichitá Cristiana, I, 1358-1359). San Agustín dice que el Espíritu procede del Padre principaliter, mientras que procede del Hijo communiter, porque el Padre, con la generación, le entrega todo al Hijo (De Trinitate, 15, 17, 29: BAC 39, 894-896). Las líneas fundamentales del pensamiento de san Agustín sobre este asunto se pueden reducir a tres: 1. el Espíritu Santo procede juntamente del Padre y del Hijo (Tractatus in Ioannem, 99, 6: BAC 165, 464); 2. el Espíritu Santo procede principalmente del Padre (De Trinitate, 15, 26, 47: BAC 39, 932); 3. el hecho de que el Espíritu proceda del Padre y del Hijo no puede concebirse como si procediese de dos «coprincipios», sino de un solo principio (ibid., 5, 14, 15: BAC 39, 424). San Agustín muere el año 430. Faltan todavía veinte años para que el Concilio I de Constantinopla sea recibido como concilio ecuménico, cosa que no acontece hasta el Concilio de Calcedonia, el año 451. Es importante destacar que Occidente manifestó su fe en el Filioque en el tiempo en que aún existía la comunión entre Oriente y Occidente, sin que hubiese la más mínima protesta por parte de los orientales (cf. Y. Congar, El Espíritu Santo, 491). Durante siglos, pues, han coexistido las dos fórmulas pacíficamente: qui ex Patre procedit y qui ex Patre Filioque procedit. Ni los occidentales se extrañaron de las fórmulas orientales, ni los orientales de las fórmulas occidentales. También es cierto, como hace notar B. Studer («Filioque», cit. 1358), que ya el mismo Concilio de Constantinopla (381) había modificado el símbolo niceno sin preocuparse del parecer de los occidentales, y que el Concilio de Éfeso (a. 431), que prohíbe admitir una fe distinta de la de Nicea, ignoraba el símbolo del I de Constantinopla.
Desde san Agustín, la recepción del Filioque se hace universal en Occidente. La confesión de que el Espíritu procede del Padre y del Hijo aparece explícitamente en la Fides Damasi y en el símbolo Quicumque. El Filioque se encuentra presente ya en España, en la liturgia de Toledo entre los años 446-447. Está presente también en el Concilio III de Toledo (589) con la profesión de fe de Recaredo. El Filioque se utiliza aquí precisamente para salir al paso de los errores priscilianistas y arrianos, poniendo de relieve, por una parte, que el Hijo es igual al Padre en todo, pues espira al Espíritu Santo juntamente con Él, y, por otra, que el Espíritu Santo es de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo (cf. D. 470). El Filioque se hace tan universal en Occidente que se creía de buena fe que provenía de Nicea-Constantinopla (B. Bobrinskoy, Le mystere de la Trinité, Paris 1986, 283). El Concilio de Friouli (796) incluye el Filioque en el símbolo (D. 617). El papa León III, que aceptaba la doctrina, se negaba a su inclusión en el símbolo, y para confirmar su posición hizo grabar sin el Filioque el texto del símbolo niceno-constantinopolitano, en dos placas de plata, en griego y latín, que se colgaron a ambos lados de la entrada de la Confesión de San Pedro. La primera vez que en Roma se recitó el símbolo durante la Misa fue en la consagración del emperador Enrique II (1014), y se hizo ya con la adición del Filioque. La resistencia de los Papas a su inclusión había estado motivada, no por la doctrina, sino por el respeto a la tradición conciliar (cf. Y. Congar, El Espíritu Santo, 495-498).
La cuestión del Filioque adquirió cariz polémico con motivo del cisma. En el año 867, el patriarca Focio condenó no sólo la inclusión del Filioque en el símbolo, sino su significado doctrinal. Según él, el Espíritu Santo procede únicamente del Padre. Incluso frente a aquellos padres griegos que hablan de una procesión del Espíritu a través del Hijo, Focio insiste en que el Padre y sólo el Padre es causa (aitía) del Espíritu, y en que esta causalidad excluye que el Espíritu pueda proceder también del Hijo (cf. Carta Encíclica a los obispos de Oriente, a. 867: PG 102, 721-741; Carta a Walperto, a. 882: PG 102, 793-821; La mistagogia del Espiritu Santo: PG 102, 2280-2396). Al hacer esto, Focio empobrece su teología trinitaria, pues minimiza la relación del Espíritu con el Verbo, y no puede dar razón de la misión del Espíritu por parte del Verbo (cf. O. Clément, Essor du christianisme oriental, Paris 1964, 18).
Pero la ruptura entre griegos y latinos que dura hasta nuestros días, sólo tuvo lugar dos siglos después de Focio, en 1054. A partir de aquí, los momentos más solemnes en que se trata la cuestión del Filioque son el Concilio IV de Letrán (1215), el II de Lyon (1274) y el de Florencia (1445). Con respecto a la procedencia del Espíritu, el Concilio IV de Letrán dice que procede juntamente del Padre y del Hijo, pariter ab utroque (De fide Catholica, cap. 1: D. 800). El Concilio II de Lyon (Constitución De summa Trinitate et fide catholica: D. 850) puntualiza que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Se trata de una importante precisión: ni existen dos espiraciones, ni el Hijo es otro principio de la espiración. Se intenta proteger así la afirmación de que el Padre es la única fuente de toda la Trinidad. El Concilio de Florencia aprueba diversos decretos de unión: unión con los armenos (Bula Exultate Deo, de 22.XI.1439), unión con los jacobitas (Bula Cantate Domino, de 4.11.1442) y unión con los griegos (Bula Laetentur coeli, 6.V11.1439), que fue el momento culminante del Concilio. El Concilio insiste en la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo como de un solo principio. En Cantate Domino se subraya la unidad de la Trinidad destacando la circuminsessio: las Personas, aunque distintas por su origen y por su relación mutua, están las unas en las otras. Se intenta así salir al paso de cualquier subordinacionismo, especialmente el pneumatológico (cf. D. 1331).
Así pues, cuando la Iglesia afirma el Filioque, lo hace sólo en cuanto comprensión profunda del ex Patre proclamado en Constantinopla, sin querer añadir nada más. Éste es el pensamiento de santo Tomás de Aquino, cuando escribe que, si se afirma con profundidad que el Espíritu procede del Padre, se está afirmando a la vez que también procede del Hijo (cf. S.Th., I, q.36, aa.2-4). Se trata de un pensamiento que es fruto de una gran penetración en el misterio de la Persona del Padre: el Padre es el único principio en la Trinidad; decir que el Espíritu Santo procede también del Hijo, es lo mismo que decir que el Espíritu Santo procede del Padre, pues, conforme a la gran tradición eclesial, Padre e Hijo son un único principio en la procesión del Espíritu Santo.
Es la misma doctrina que se encuentra en la Clarificación del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (cf. «La procesión del Espíritu Santo en las tradiciones griega y latina», en L'Osservatore Romano, 13.IX.1995). Se insiste aquí en que con el Filioque no se niega que el Padre sea en verdad la única fuente y el único origen de toda la Trinidad, sino que se reafirma. En efecto, el Espíritu Santo procede del Padre en cuanto Padre; pero el Padre es Padre sólo en cuanto que engendra a un Hijo. Afirmar que el Espíritu Santo procede del Padre, equivale a decir que procede del Padre en cuanto que tiene un Hijo y, por lo tanto, equivale a incluir al Hijo en esta procesión.
Los datos que ofrece el Nuevo Testamento sobre este asunto son bien concretos: el Espíritu procede (ekporéuei) del Padre (cf. Jn 15, 26); el Espíritu toma del Hijo y revela lo que el Hijo ha recibido del Padre (cf. Jn 16, 13-15); Jesús es el portador del Espíritu, pues el Espíritu está sobre Él (cf. Lc 4, 18); el Hijo da y envía el Espíritu (cf. Jn 15, 26; Jn 20, 22-23). Es necesaria una lectura «trinitaria» de estos textos, es decir, una lectura hecha a la luz de todo el misterio trinitario, considerando a cada una de las Personas divinas en su mutua interrelación con las otras dos. El Padre no es Padre en abstracto, sino que es el Padre del Hijo Único, de forma que su paternidad, por así decirlo, fructifica en el Hijo y, al mismo tiempo, está «caracterizada» por el Hijo. El Espíritu Santo, que tiene su origen en el Padre, lo «caracteriza» de modo trinitario en su paternidad, es decir, en su relación al Hijo y «caracteriza» también de modo trinitario la filiación del Hijo. El Catecismo de la Iglesia Católica es un buen ejemplo del esfuerzo por integrar las tradiciones pneumatológicas griega y latina entendiéndolas como complementarias y presentándolas en el marco de la consideración global del misterio trinitario (cf. CCE 247-248).
Gran parte de los pasajes del Nuevo Testamento que hablan del Espíritu Santo lo hacen a propósito de su envío sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia. En estos pasajes, unas veces se atribuye este envío al Padre y otras al Hijo. En el modo de este envío, de esta misión, se reflejan las características personales del Espíritu Santo. Su origen eterno se revela en su misión temporal: cf. Jn 14, 16-17.26; Jn 15, 26-27 (CCE 244).
Vivificar a la Iglesia y habitar en el corazón de los justos identificándolos con Cristo son aspectos esenciales de la misión del Espíritu. La Iglesia nace no sólo de la voluntad fundacional del Hijo, sino también de la misión y actividad del Espíritu Santo. Dicho de otra forma, la Iglesia es, a la vez, cuerpo de Cristo y templo construido por el Espíritu Santo.
La relación vital del Espíritu con la Iglesia comenzó ya en su Cabeza, Cristo, desde el primer momento de su concepción. Hay toda una línea de textos del Nuevo Testamento que presentan a Jesús como fruto del Espíritu, como Aquel sobre quien descansa el Espíritu, como Aquel que es el ungido y portador del Espíritu. Todos esos textos se refieren a la actuación del Espíritu sobre Jesús y, por tanto, son un importante punto de referencia para considerar la actuación del Espíritu Santo sobre la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. En efecto, las promesas veterotestamentarias en torno a la presencia salvífica del Espíritu entre los hombres se refieren en forma plena al Mesías en cuanto Mesías. Cristo es Mesías precisamente por su unción por el Espíritu (cf. Is 11, 2; Is 61, 1-3; Lc 4, 16, 21). La efusión del Espíritu es característica de los tiempos mesiánicos (cf. Jl 3, 1-5; Hch 2, 17-20); su donación se encuentra intrinsecamente ligada a la misión de los Apóstoles (cf. Jn 20, 22). Jesús es al mismo tiempo aquel que está profundamente poseído por el Espíritu y aquel que da el Espíritu a los discípulos en atención a su misión apostólica. Existe tal relación entre el Espíritu y Cristo que el conocimiento salvífico de Cristo es fruto del Espíritu (cf. 1Co 12, 3) y, a su vez, el conocimiento del Espíritu remite constantemente a su actuación en Cristo. Al mismo tiempo es necesario tener presente que es Cristo quien envía el Espíritu a su Iglesia (cf. p.ej., Jn 16, 7). Esto quiere decir que la Iglesia nace de la voluntad fundadora de Cristo, y encuentra su inicio en la misión del Espíritu el día de Pentecostés.
El Señor ya había hecho donación del Espíritu a los discípulos en el cenáculo el domingo de Pascua (cf. Jn 20, 22-23); la donación del Espíritu el día de Pentecostés constituye la manifestación definitiva de lo que ya había acontecido. Pero la «misión» del Espíritu no es sólo un acontecimiento fundante de la Iglesia, sino un don permanente otorgado a ella para que pueda vivir permanentemente de él, del Espíritu de Jesús.
En el número 4 de Lumen gentium se trazan las líneas fundamentales de esta acción del Espíritu en la Iglesia: 1. el Espíritu es enviado como fuerza santificadora de la Iglesia; 2. el Espíritu Santo es principio de la vida de la Iglesia y de todo su desarrollo. 3. el Espíritu Santo es la fuente de todos loes dones jerárquicos y carismáticos a la Iglesia. 4. el Espíritu es principio interior de la renovación de la Iglesia; 5. Él conduce a la Iglesia hacia su consumación.
Esta acción sobre la Iglesia tiene lugar en forma especialmente eficaz en la liturgia: el Espíritu Santo es, a su vez, el pedagogo de la fe del pueblo de Dios, el mistagogo que lo introduce en el misterio, y el que actualiza la obra de la salvación en los sacramentos de la nueva alianza. Esto se realiza en una sinergia entre la acción del Espíritu y la acción de la Iglesia santificada por el mismo Espíritu. Por esta razón la liturgia es «la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia» (CCE 1091).
Nuestro Señor prometió el envío del Espíritu Santo para que iluminase el alma de los discípulos (cf. Jn 14, 16). Esta misión lleva consigo no sólo signos visibles, sino también la transformación de los corazones de los discípulos. El Nuevo Testamento, especialmente san Pablo, se refiere al Espíritu Santo como enviado o dado a los discípulos de forma que inhabita en ellos (cf. Jn 15, 26; Jn 16, 7; Ga 4, 6; Rm 5, 5; Rm 8, 11; 1Co 3, 16-17). La caridad es un don del Espíritu que habita en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5), y que dama en nuestros corazones: Abba, Padre (cf. Rm 8, 15), haciéndonos vivir nuestra filiación divina. El Espíritu Santo está tan íntimamente presente al creyente, que san Pablo considera a los cristianos como templos del Espíritu Santo, pues en ellos habita Dios en forma análoga a como habitaba en el templo de Jerusalén (cf. p.ej 1Co 3, 16-17; 1Co 6, 19; 2Co 6, 16). La misión del Espíritu Santo en cuanto al alma tiene como consecuencia una presencia permanente del Espíritu.
La teología de las misiones abarca un amplio espectro de cuestiones, todas ellas conectadas con la comunicación de Dios a los hombres. Precisamente porque las misiones son una donación personal, en ellas se manifiestan las características intratrinitarias de cada Persona. Así por ejemplo, en Jesús de Nazaret se manifiesta lo que es propio de la Segunda Persona: su filiación al Padre; en la misión del Espíritu Santo se manifiesta aquello que le es propio: ser Amor, Don, nexo de unión.
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L.F. Mateo-Seco
La historia de la Espíritualidad patrística se desarrolla sobre todo a lo largo de los primeros cinco siglos de la era cristiana, después de la formación de los textos neotestamentarios hasta los grandes tratados dogmáticos de los autores de los siglos IV-V.
Nos encontramos con autores y textos casi contemporáneos al Nuevo Testamento, con obras surgidas en un contexto eclesiológico y doctrinal o apologético concreto.
a) Padres apostólicos. Son autores del final del siglo I y primera mitad del II. Su doctrina es aún un eco directo de la predicación de los Apóstoles; testigos de la fe tradicional recibida de ellos, más que comentaristas de la profesión de fe. Autores y escritos con un fuerte carácter pastoral, surgidos de circunstancias concretas. Clemente Romano († 95), tercer sucesor de Pedro en la sede romana, es autor de una carta a los cristianos de Corinto en la que la iglesia de Roma interviene por primera vez para pacificar una controversia en otra comunidad cristiana. Texto importante para poder conocer la tradición litúrgica de la Iglesia de Roma a finales del siglo I. Presenta una cristología con fuertes caracteres judeocristianos, donde la figura de Cristo es presentada como mediador único entre Dios y el hombre. Ignacio de Antioquía (†110), obispo de la sede asiática de Antioquía, escribe siete cartas a diversas Iglesias de Asia Menor y una a la de Roma; son escritos de carácter personal y espontáneo, en las que desarrolla una cristología fuertemente antidoceta subrayando la verdadera humanidad de Cristo y una eclesiología fundada sobre el episcopado monárquico en cada diócesis, haciendo hincapié en la necesaria unidad de los presbíteros y los diáconos en torno del obispo, que es presentado como verdadero vicario de Dios o de Cristo. Desarrollan estas cartas también una espiritualidad del martirio como imitación de Cristo. Pastor de Hermas (primera mitad del siglo II), obra de carácter compilativo que recoge visiones, preceptos y parábolas, y que presenta la Iglesia bajo la forma de una anciana señora que toma gradualmente el aspecto de esposa; la obra contempla un perdón de los pecados después del bautismo una sola vez; toca por primera vez el tema de los dos caminos que se presentan ante el hombre, el del bien y el del mal, ante los que ése tiene que escoger. No es una obra excesivamente unitaria, con una cristología bastante judaizante, en la que Cristo es presentado bajo forma de ángel. Policarpo de Esmirna en su carta a los filipenses (23.11.167) desarrolla el tema del martirio como imitación de Cristo; la narración de su martirio (Martyrium Policarpi) es el primer caso de transcripción de unas actas martiriales.
b) Padres apologetas. Con estos autores del siglo II, Quadratus, Aristides de Atenas, Justino, Taciano, Teófilo de Antioquía, Atenágoras, nos encontramos con cristianos que emprenden como tarea propia la defensa de la fe cristiana sea ante la persecución, sea ante la acusación pagana. En ellos encontramos dos actitudes ante el paganismo: el diálogo y la convicción que en él hay algún elemento de verdad atribuido a la providencia divina (Aristides, Justino, Atenágoras); o el rechazo total de cualquier tipo de diálogo con el mundo pagano (Taciano). Con su respuesta o ataque al paganismo, con el que la fe cristiana se ve confrontada a lo largo de los siglos II-III a causa de las numerosísimas conversiones y del contacto con la cultura helénica, los apologistas presentan al cristianismo como la única religión universal, encuadrada en la historia de la salvación narrada por las Sagradas Escrituras. De alguna manera la respuesta de los apologistas se basa en el texto de la carta a los Hebreos Hb 1, 1-3. Justino, en sus dos apologías, describe la celebración del bautismo y de la eucaristía, y a nivel exegético interpreta tipológicamente la Sagrada Escritura, presentando la encarnación de Cristo como clave de interpretación de todo el Antiguo Testamento.
c) Didaché. Se trata de una obra fruto de una compilación de textos datables desde la segunda mitad del siglo I hasta la primera mitad del siglo II. Contiene prescripciones morales, de organización eclesial y litúrgicas. Desarrolla el tema del doble camino, el de la vida y el de la muerte, ante el que el cristiano tiene que decidir; describe la administración del bautismo por inmersión, precedido por un periodo de ayuno que prepara el candidato para la recepción del sacramento. El texto contiene ejemplos muy arcaicos de plegarias eucarísticas, la prescripción del rezo del Padrenuestro tres veces al día. Indica la presencia de obispos y diáconos en la comunidad, sin dar una descripción clara de su organización interior.
Funda toda su reflexión teológica en el tema de la unidad: unidad de Dios, creador y Padre; unidad de Cristo: verdadero Dios y verdadero hombre; unidad del hombre: naturaleza material y hombre espiritual. Ireneo insiste en la verdadera encarnación de Cristo, su verdadera pasión y su verdadera resurrección, para la salvación de todo el hombre; esta salvación le lleva a encontrar de nuevo el verdadero conocimiento de Dios, la verdadera gnosis, conocimiento que le viene a través del Hijo. En Ireneo identificamos todavía una reflexión trinitaria bastante arcaica; utiliza el tema de las dos manos de Dios, el Hijo y el Espíritu, en la obra creadora del Padre. Con Ireneo se inicia también una reflexión a nivel eclesiológico; la Iglesia es la depositaria del don de Dios y de la presencia del Espíritu, de la comunión con Cristo, de la confirmación de la fe y de la ascensión del hombre hacia Dios. Desarrolla el tema de la sucesión apostólica en la Iglesia y subraya el lugar primacial de la Iglesia de Roma.
Junto con Atenas y Antioquía, Alejandría es uno de los tres grandes centros culturales de lengua griega; la tradición sitúa la evangelización alejandrina con el apóstol Marcos, discípulo de Pedro. La organización eclesial de la ciudad toma una configuración precisa con el obispo Demetrio (188-231), que cuida la fundación y el desarrollo de la escuela teológica (didaskaleion) con la que están estrechamente vinculados los nombres de Pantenos, Clemente y Orígenes. Con estos autores, la escuela alejandrina asume plenamente el espiritualismo platónico, con una clara distinción entre dos niveles de la realidad, uno sensible, el otro inteligible; esta distinción Orígenes la aplicará a nivel exegético (exégesis literal y exégesis alegórica), cristológico (humanidad y divinidad de Cristo), y antropológico (cristianos simples, cristianos perfectos).
a) Clemente, a nivel cristológico, subrayará cómo el centro de la vida del cristiano es Cristo mismo, Logos eterno de Dios; es Cristo el que revela a Dios a través del Antiguo Testamento, de la filosofía y, en primer lugar, a través de su encarnación de la que las teofanías veterotestamentarias son una preparación. A nivel exegético Clemente -y con él toda la escuela alejandrina- insiste en la unidad íntima entre Antiguo y Nuevo Testamento; cada palabra de la Sagrada Escritura tiene un sentido, que el cristiano debe buscar y profundizar. La exégesis alegórica lo lleva a dar diversas interpretaciones de un mismo texto bíblico -hasta cuatro con Gn 26, 8 (Isaac, Rebeca y Abimelec).
b) Orígenes, aceptando la concepción platónica del mundo, material y espiritual, la aplica a los diversos niveles de la vida espiritual: el cristiano simple, que es capaz sólo de acercarse/conocer al Cristo hombre, capaz sólo de una exégesis literal; el cristiano perfecto, que llega a conocer al Cristo Logos, capaz de una exégesis alegórica/espiritual. Cristo Logos es el único mediador entre Dios y el hombre, y lo es en su dimensión humana puesto que en la divina es igual al Padre. La Sagrada Escritura es el instrumento fundamental para profundizar la fe; ella en realidad es un único libro en el que las diversas partes se iluminan mutuamente. Orígenes insiste en el hecho que la Escritura contiene, por una parte, un sentido literal, asequible a la mayoría de cristianos, y, por otra, un sentido espiritual, escondido a la mayoría, que tiene que ser buscado insistentemente. El Espíritu de Cristo, que inspiró al hagiógrafo, tiene que inspirar también al exegeta. En su obra desarrolla también un lenguaje de tipo místico que será retomado por sus seguidores: el binomio Logos-alma; el tema del nacimiento de Cristo en el alma del creyente; tema de la libertad divina que da, y la libertad humana que acoge.
A finales del siglo II y a lo largo del III, la lengua latina entra como lengua literaria de los centros cristianos del África Proconsular (Cartago) y de Roma.
a) Tertuliano (154-220), personaje de buena formación jurídica, la aplica a su defensa de la fe ante un mundo pagano hostil o indiferente. Cristo no es solamente el mediador entre Dios y el hombre, sino que por su encarnación renueva todo el género humano. A nivel eclesiológico, Tertuliano es el primer autor que da a la Iglesia el título de «madre» (Domina mater Ecclesia); ella es el receptáculo de la fe y el único custodio de la revelación. Admite un solo perdón para los pecados después del bautismo. Su posición tiende al rigorismo, sobre todo después de su paso al montanismo.
b) Cipriano (200-258), desarrolla su pensamiento fundamentalmente a nivel eclesiológico, por lo que se refiere a su concepción sobre la Iglesia y a la figura del obispo. La unidad es el signo de la verdadera Iglesia cuyo peor enemigo no es la persecución sino el cisma y la herejía. El obispo es el centro de esa unidad como garante de ella. Pax, unanimitas, concors, consensio forman parte del vocabulario ciprianeo; insiste en la necesidad de pertenecer a la Iglesia, que es el arca, la túnica inconsútil, la esposa de Cristo, madre, matriz. Cipriano subraya claramente que la Iglesia engendra a los fieles en el bautismo y los alimenta por medio de la eucaristía; por lo tanto, es necesario el rebautismo para aquellos que lo han recibido en la herejía.
La literatura martirial se desarrolla abundantemente a partir de tres modelos literarios: actas, que son los documentos oficiales, judiciales, que describen el proceso y la condena y ejecución del mártir; passiones, que narran los últimos momentos y la muerte del mártir; leyendas, que son narraciones con la finalidad de fortalecer y edificar a los fieles. Estos textos presentan el martirio cristiano desde seis puntos diversos: el martirio como testimonio de fortaleza ante la persecución; el martirio como confesión de la fe; el martirio como combate contra el demonio; el martirio como liturgia; el martirio como experiencia mística; el martirio como encuentro con Cristo que viene (parusia).
A lo largo de los tres primeros siglos, la Iglesia crece en un ambiente que le es hostil -incomprensión de parte del paganismo, persecución de parte del Imperio-; los autores cristianos escriben por motivos concretos-pastorales, antiheréticos, apologéticos-; alrededor de la escuela de Alejandría surgen grandes teólogos y exegetas: Clemente, Orígenes. A lo largo de los tres primeros siglos se forma una eclesiología; las comunidades cristianas, presididas por un obispo, tienen conciencia de ser y formar la Iglesia, extendida de Oriente a Occidente. El paso del siglo III al siglo IV es un momento decisivo en la historia de la Iglesia y de la espiritualidad cristiana. En el arco de 20 años, de 300 a 320, se pasa de una situación de persecución bajo Diocleciano a una situación de tolerancia y de estatus de religión legal bajo Constantino. Alrededor del año 300 el cristianismo se ha esparcido por todo el Imperio y entre todas las capas sociales.
a) Crisis arriana y el Concilio de Nicea (325). La crisis arriana se desencadena alrededor del año 320 y de alguna manera marcará casi todo el siglo IV; el sacerdote alejandrino Arrio, para defender la unicidad de Dios, propone una teología trinitaria según la cual el Logos divino, el Hijo, era una criatura, no coeterna con el Padre y a él subordinada; es una criatura perfecta pero que como tal tiene un inicio, no tiene comunión perfecta con el Padre, y podría estar sujeta al pecado aunque por gracia era libre de él. El Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino el año 325, formula una profesión de fe como respuesta a las tesis arrianas; el credo niceno afirma la generación y no la creación del Hijo respecto al Padre, y afirma también la consubstancialidad del Hijo con el Padre. Nicea condena el arrianismo por el hecho de echar abajo la doctrina cristiana de Dios en cuanto no acepta la coeternidad en el seno de la Trinidad, y en cuanto destruye la noción cristiana de la redención que Cristo lleva a cabo.
b)Atanasio de Alejandría († 373), conocido como estrenuo defensor del dogma niceno de la plena divinidad de Cristo, Atanasio es también el teólogo de la encarnación de Dios. Afirma que aquello que el hombre obtiene por medio del conocimiento del Hijo es la semejanza con el Dios inmortal; su soteriologia puede reducirse a la antítesis: encarnación-divinización. La divinización del hombre, causa de la encarnación del Verbo de Dios, comprende, por una parte, su retorno a la inmortalidad, y por otra, la restitución del conocimiento divino, la recuperación de la imagen y semejanza divinas. Verdadera divinidad del Hijo y verdadera encarnación, de las que se deduce que para salvar a los hombres hacia falta que Cristo fuese igual a Dios e igual a los hombres.
c) El monacato. En la historia de la espiritualidad cristiana, el monacato representa uno de los fenómenos más característicos; preparado por los diversos movimientos ascéticos de los siglos II-III, aparece casi contemporáneamente en Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia y Capadocia. Se manifiesta bajo formas muy diversificadas, desde el eremitismo con la figura prototipo de Antonio, al cenobitismo más organizado de Pacomio, hasta las formas más bizarras de los reclusos, estilitas, dendritas... Occidente empieza a conocer el monacato hacia la mitad del siglo IV. El monacato se vive como escuela de perfección, imitación de Cristo y lugar del que surgen maestros de vida espiritual. La Vida de san Antonio escrita por san Atanasio de Alejandría, es seguramente uno de los textos monásticos emblemáticos en toda la historia de la espiritualidad monástica, sobre todo por el modelo de vida monástica eremítica que propone. Atanasio da a los monjes un modelo a imitar. La vida ascética tiene un sentido en cuanto lleva al monje a la comunión con Dios, a la configuración con Cristo; para Antonio la perfección es nuestro retorno a la condición original en la que el hombre fue creado. Pacomio, convertido del paganismo, inicia hacia el año 320 un tipo de vida ascética en común con otros monjes, basada en una organización muy estricta, casi de tipo militar, centrada alrededor de un superior que es la autoridad jerárquica y espiritual del monasterio y de la congregación de monasterios que rápidamente surge. La doctrina espiritual del cenobitismo corresponde al deseo de llevar a la perfección al mayor número de personas posible. Pacomio insiste en sus reglas en la necesaria virtud del monje, mucho más importante que las visiones y los dones extraordinarios.
d) Padres capadocios. El Concilio de Nicea, por una parte, representa la solución teológica a la crisis arriana pero, por otra, supone el inicio de largas controversias que durarán casi hasta el final del siglo IV. Las diversas posiciones teológicas llegan a un acuerdo el año 362 reconociendo la consubstancialidad del Hijo (homoousios) con el Padre, y aceptando la fórmula trinitaria de una naturaleza y tres hipóstasis (mia ousia, treis hypostaseis). La confirmación de esta fórmula y su aceptación definitiva es obra de los tres grandes capadocios: Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa. Por lo que se refiere a la doctrina trinitaria, a través de la teología de los capadocios la tradición origenista de las tres hipóstasis se integra con la tendencia más unitaria de Atanasio y los autores occidentales; su concepto sustancia (ousia) expresa la existencia o esencia substancial de Dios, mientras que hipóstasis expresa la existencia particular de cada una de las Personas de fa Trinidad. La única Divinidad existe en las tres hipóstasis diferentes; excluyendo cualquier subordinacionismo, el Padre es la fuente, el origen, el principio de la Divinidad, que comunica su ser a las otras dos Personas. Por lo que se refiere al método exegético, Basilio y Gregorio de Nacianzo componen en su juventud la Filocalia, que es una colección de textos de Orígenes; a pesar de ello, ni Basilio ni Gregorio aplican sistemáticamente la exégesis origeniana, sino más bien una exégesis literal con referencias de tipo simbólico. Gregorio de Nisa, al contrario, emplea el método exegético origeniano de manera sistemática; lleva a cabo una exégesis muy libre, agrupando y seleccionando los textos bíblicos de acuerdo con la finalidad que persigue. Basilio es el autor de una serie de reglas de carácter ascético monástico que prevalecerán a lo largo de los siglos como normativas para el monacato principalmente de tradición bizantina; reconoce la legitimidad sea de la vida matrimonial, sea de la vida en la virginidad, aunque recomiende encarecidamente la segunda; bajo su pluma monje y cristiano a veces parecen significar la misma cosa, pues para él la vida monástica constituye el ideal del cristiano, la vida cristiana perfecta.
Bajo el título de escuela de Antioquía, agrupamos a una serie de autores que se sitúan entre la segunda mitad del siglo IV y la primera del siglo V. No se trata de una institución catequético-formativa como lo fue la escuela de Alejandría. En la base de la escuela antioquena está una cultura de tipo asiático, con una exégesis de cariz literalista, y una plena valorización de la componente humana de Cristo paralela a la divina; mientras que la escuela alejandrina pone en relieve la divinidad del Verbo de Dios dejando su humanidad en una situación casi subordinada, los antioquenos ensalzan la humanidad de Cristo y la consideran un verdadero sujeto al lado del Verbo. En ambiente antioqueno el interés hacia el texto de la Sagrada Escritura ha cambiado y empieza a tomar un carácter histórico y científico; el Antiguo Testamento, de alguna manera, es visto como un documento que narra la providencia de Dios antes de Cristo, un códice de vida moral. Cirilo de Jerusalén (t 387) en sus Catequesis Mistagógicas nos presenta de forma detallada toda la praxis catecumenal y mistagógica de la Iglesia de Jerusalén al final del siglo IV. Teodoro de Mopsuestia (t 428) es el representante más claro de las posiciones antioquenas a nivel cristológico y exegético. Insiste mucho en la verdadera humanidad asumida por el Logos divino y su capacidad de obrar de manera autónoma; su aportación cristológica claramente es la del Deus assumens-homo assumptus. Comentador de muchos textos del Antiguo y el Nuevo Testamento, hace de ellos una interpretación atenta sobre todo al sentido literal, con observaciones de carácter histórico y filológico, raramente doctrinales. Juan Crisóstomo (t 407) es seguramente uno de los más grandes predicadores de la historia. Retrato de un autor equilibrado, exigente con su auditorio y retóricamente completo; busca más edificar y exhortar a su auditorio que no instruirlo doctrinalmente. La parte didascálica de sus homilías es precedida y completada siempre con textos de carácter moral y parenetico. Poco preocupado de una exégesis alegórica que subraye la interpretación cristológica del Antiguo Testamento, que contiene, sobre todo, un conjunto de temas de orden moral.
Indicamos más arriba la paradoja del siglo IV, que inicia con la persecución de Diocleciano, pasa por el edicto de Constantino y finaliza con la legislación de Teodosio que deja de lado al paganismo enfrente de la religión cristiana. La influencia oriental sobre el pensamiento occidental está aún muy presente en los autores latinos del siglo IV: Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán, Jerónimo conocen bien la cultura griega; subrayando que éste es un proceso que se da sólo en una dirección, puesto que Oriente nunca demostrará un interés especial hacia la cultura occidental. Oriente es aún la cuna del pensamiento y de la espiritualidad que fecunda a Occidente: Jerónimo se establece en Belén, Rufino traduce a Orígenes, Egeria peregrina a Oriente, la Vita Antonii se convierte en el puntal de la vida espiritual occidental y tiene su influjo en la conversión de Agustin de Nipona.
a) Hilario de Poitiers († 367), autor importante principalmente a nivel exegético; sobrepone a un primer nivel literal en la lectura de la Escritura, un segundo nivel espiritual que da el sentido verdadero del texto. Entre el primer y el segundo nivel hay la relación de realidad inferior y realidad superior: las enfermedades son símbolo del pecado, y las curaciones de Jesús, símbolo de la salud espiritual que él restituye a los hombres.
b) Ambrosio de Milán († 397), firme defensor del dogma niceno, pone a Cristo como centro de todas las cosas, a quien el cristiano dirige su oración. Desarrolla los temas cristológicos que más tarde asumirá el mismo Agustín: Christus via, Christus patria, per Christum hominem ad Christum Deum. Presenta una reflexión cristológica siempre muy concreta; haciendo referencia a Christus omnia, no olvida nunca el Christus pro nobis y el Christus pro me. Ambrosio como exegeta lo encontramos en su predicación, dependiendo directamente de Orígenes y Basilio.
c) Donatismo. Con el nombre de donatismo entendemos el cisma que tocó directamente a la Iglesia norteafricana a lo largo de los siglos IV-V y que se configuró alrededor de la figura de Donato. Se trata básicamente de un problema eclesiológico: los donatistas se consideraban a si mismos como los verdaderos herederos de la Iglesia africana ligada sobre todo a la figura de Cipriano de Cartago; rechazaban cualquier diálogo con la cultura grecorromana y con la filosofía, y se consideraban como verdadero receptáculo del Espíritu Santo. Sólo los sacramentos administrados por un ministro donatista se consideraban válidos. La reacción católica contra el donatismo la encontramos en la obra de Optato de Milevi y de Agustín, que subrayan cómo la validez de los sacramentos viene de Dios y no del ministro que lo confiere; la Iglesia es santa no por la conducta de aquéllos que pertenecen a ella, sino porque posee el símbolo de la Trinidad, la cátedra de Pedro, la fe de los fieles, los preceptos de Cristo y los sacramentos.
d) Agustín de Nipona († 430). Es seguramente uno de los autores cristianos que con más incisión ha trazado la reflexión filosófica, teológica y espiritual del cristianismo occidental. A nivel filosófico Agustín reflexiona sobre el problema entre fe y razón; en su sermón 43 propone para este dilema su solución: crede ut intellegas -resuelve la multiplicidad de problemas que se le plantean al hombre-, intellege ut credas -nadie cree si antes no ha pensado que debe creer-. A partir del principio de interioridad, de participación y de inmutabilidad que distingue al Creador de las criaturas, Agustín profundiza el misterio de Dios y el misterio del hombre. El pensamiento teológico de Agustín lo podemos sintetizar en cuatro puntos fundamentales: Lo) adhesión a la autoridad magisterial de Cristo, reconociendo el origen divino y la inerrancia de la Escritura, su lectura y su comprensión en el seno de la comunidad, y la autoridad de la Iglesia; 2º) deseo de conocer y profundizar el contenido de la fe; 3º) originalidad de la doctrina cristiana; 4º) sentido del misterio. A nivel eclesiológico, Agustín insiste en que la Iglesia es la comunidad de los fieles edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, es la communio sanctorum en la que los fieles caminan, bajo la autoridad de los obispos, de los concilios y de la sedes Petri. Para Agustín cada hombre tiene necesidad de la justificación que viene de Cristo, y que comporta la remisión de los pecados y la renovación interior, que inicia aquí en la tierra y que llega a su perfección después de la resurrección. Para que se lleve a término esta justificación hace falta la gracia, que Agustín considera necesaria, eficaz y gratuita. Defiende siempre la libertad y la gracia, aunque él mismo reconoce que a veces es difícil llevarlas armónicamente; la gracia no es irresistible a la voluntad -libertad-, pero la ayuda a resistir a la tentación. Agustín insiste tanto en la bondad del matrimonio como en la belleza de la virginidad, a la que él mismo considera superior, aunque admite que el hombre casado, por medio de las virtudes, puede llegar a la perfección de un religioso. Desarrolla abundantemente el tema de la plegaria del cristiano y defiende su necesidad; en el camino de oración del cristiano, Cristo es el centro: ora por nosotros, ora en nosotros, es orado por nosotros.
La reflexión teológica y espiritual durante el siglo V se concentra alrededor de la figura de Cristo y de su obra salvífica hacia los hombres, a partir de la teología de la escuela de Alejandría, por una parte, y de la escuela de Antioquía, por la otra. Dos momentos importantes en este proceso de reflexión lo constituyen el Concilio de Éfeso y el de Calcedonia. Éfeso (431) fue convocado por el emperador Teodosio II para dar una respuesta a las dificultades provocadas por la doctrina de Nestorio que, a partir de la teología antioquena, no aceptaba el titulo de Madre de Dios (Theotokos) aplicado a Maria; presidido por Cirilo de Alejandría, el Condijo condena la doctrina de Nestorio y acepta como válido el título cristológico mariano. El Concilio consagra, a nivel cristológico, la doble consubstancialidad del Hijo de Dios (consubstancial al Padre en la divinidad, consubstancial a nosotros en la humanidad), y la divina maternidad de Maria (Theotokos). El de Calcedonia (451) es el IV Concilio ecuménico, convocado por el emperador Marciano para resolver la posición cristológica monofisita que se difundió a partir del año 449 y que afirmaba la única naturaleza (divina) del Verbo encarnado. Según las tesis propuestas por el papa León Magno en su Tomus ad Flavianum, el Concilio profesa que en Cristo, en una sola hipóstasis y un único prosopon, coexisten la naturaleza divina y la naturaleza humana integras y completas, sin mezcla ni separación ni división; retomando la tesis de Éfeso, Calcedonia afirma la doble conbsustancialidad del Hijo de Dios -consubstancial al Padre en la divinidad, consubstancial a nosotros en la humanidad.
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M. Nin
Los primeros siglos medievales -aproximadamente la llamada Alta Edad Media- fueron escasamente originales desde el punto de vista de la espiritualidad cristiana, aunque, por lo mismo, supusieron una cristalización y conservación de las grandes enseñanzas del periodo anterior. Desde el punto de vista práctico, estos siglos vieron la consolidación de la vida monástica cenobítica como el principal camino hacia la santidad cristiana.
En la época carolingia, bajo la iniciativa de san Benito de Aniano († 821), y con las normas emanadas por el Sínodo de Aquisgrán (816-817), se buscó una unificación de la vida monástica; pero la prematura muerte del santo abad y la fuerte crisis sufrida por el Imperio y por la misma Iglesia en el llamado «siglo de hierro» frenaron por el momento esa deseada unidad y el espíritu de reforma de la vida monástica, que refloreció después por otros conductos.
En efecto, todavía en pleno periodo de crisis, en el siglo X, el monasterio francés de Cluny inició ese impulso reformador. Su carácter exento junto a la longevidad, santidad y capacidad organizativa de sus primeros abades son algunos de los factores que explican el éxito de Cluny. Así, ya a comienzos del siglo XI, numerosos monasterios en toda Europa dependían directa o indirectamente del abad de Cluny, y su número siguió creciendo a lo largo de los siglos XI y XII, hasta superar los dos mil. Pero su influjo fue todavía más notorio en cuanto a la reforma de costumbres y en toda la vida espiritual de la época.
La espiritualidad cluniacense, apoyada en una organización más centralizada, y siempre fiel al espíritu benedictino, supuso, entre otros aspectos: un mayor acento en la liturgia, cierta mitigación de la austeridad de vida, la disminución del trabajo manual y una mayor dedicación al estudio, lo que dio lugar a una literatura teológica y espiritual más original e influyente que la del periodo anterior, aunque siempre fiel a la tradición patrística y monástica. Destacan en este sentido las obras de Juan de Fécamp (t 1078), san Anselmo de Canterbury (1033-1109), Ruperto de Deutz (1075-1130), santa Hildegarda (1098-1179) y santa Isabel de Schtinau (1129-1167).
Una segunda línea reformista de estos siglos fue la marcada por las llamadas órdenes monástico-eremíticas: los camaldulenses, fundados por san Romualdo (t 1027), y los cartujos de san Bruno (ca. 1030-1101). Como indica su calificativo, estas órdenes buscan conjugar la vida cenobítica con la eremítica; lo hacen reduciendo al mínimo los actos comunes en el monasterio, aislando prácticamente a cada uno de los monjes en su celda, convertida en una pequeña casita con todo lo más imprescindible. Además, estas órdenes acentúan sensiblemente la austeridad de vida.
La Camáldula proporcionó algunas figuras clave en la vida eclesial de la época, como es el caso de san Pedro Damián (988-1072). Mientras la cartuja, con una especial preocupación por el «apostolado librado» (elaboración, traducción y publicación de libros) formó una importante escuela de literatura espiritual, que culminó, ya al final de la Edad Media, con Dionisio el Cartujano (1402-1471)1 uno de los autores más prolíficos de la historia de la teología y de la espiritualidad.
Ya en el siglo XII, cuando Cluny empieza una lenta decadencia, un nuevo monasterio se va a alzar con el liderazgo de la vida y la espiritualidad monástica: el Císter. Todavía en la línea benedictina, pero con un espíritu sensiblemente más austero, a mitad de camino de las órdenes monástico- eremíticas, los primeros pasos de este monasterio, fundado por san Roberto de Molesmes (ca. 1028-1111), fueron difíciles, hasta la Incorporación del gran san Bernardo de Claraval (1090-1153), verdadera alma de la nueva reforma, y una de las grandes figuras de la Edad Media y de toda la historia de la espiritualidad.
Además de la intensa actividad desplegada como fundador y organizador de monasterios, a partir de su sede de Claraval -monasterio filial, a su vez, del Císter-, san Bernardo destacó como promotor de la paz entre los reinos cristianos, predicador de la segunda cruzada, celoso combatidor de herejías, etc. Pero más influyente aún fue su santidad de vida, su encendida predicación, y la calidad, unción y profundidad de sus obras escritas. Destaquemos entre ellas los Sermones in Cantica Canticorum, y los tratados De gradibus humilitatis et superbae y De diligendo Deo.
San Bernardo no es un autor metódico, pero sí profundo, muy personal y con un estilo claro, directo y penetrante, que explica en buena parte su éxito como maestro de la vida interior. Aborda casi todos los temas de la vida cristiana, destacando en particular su doctrina sobre la caridad, la humildad, la humanidad de Jesucristo, la Santísima Virgen, y sobre el «matrimonio» místico entre el alma y Dios.
Entre los primeros discípulos de san Bernardo, destaca Guillermo de S. Thierry (1085-1148) y su Epistula ad Fratres de Monte Dei.
También la vida monástica canonical recibió un importante impulso en esta época, con diversas reformas y el surgir de nuevas e influyentes congregaciones, con frecuencia impulsadas desde la jerarquía. Destacan la labor organizativa de Yvo de Chartres (1040-1115), en tomo a la llamada «Regula canonica sancti Augustini», y los premonstratenses, muy cercanos al espíritu cisterciense, fundados por san Norberto († ca 1132).
Desde el punto de vista teológico, uno de estos monasterios de canónigos de nueva fundación cobró pronto una gran importancia: San Víctor de Paris, verdadera y fructífera escuela teológico-espiritual. Dos teólogos de esta escuela destacan sobre los demás: Hugo (1097-1141) y Ricardo de San Víctor († 1173).
Otro fenómeno importante y original de esta época lo constituyeron las órdenes militares, surgidas en el siglo XII en Tierra Santa y la península ibérica, en la lucha contra los musulmanes. Supusieron un intento de unión entre la vida monástica y una de las profesiones más significativas y representativas de la vida civil de la época, la militar: ambos aspectos quedaban conjuntados en torno al ideal caballeresco, tan característico entonces tanto de lo religioso como de lo secular.
También otras profesiones seculares recibieron en esta época cierto influjo religioso a través de la frecuente organización de cofradías, en torno a los gremios y corporaciones profesionales de las ciudades, que iban surgiendo como fruto del importante renacimiento económico y social iniciado en el siglo XII.
A principios del siglo XIII la vida espiritual religiosa adquirió un nuevo rumbo con la aparición de las órdenes mendicantes. Dos rasgos básicos caracterizan y diferencian estas nuevas formas de vivir el ideal religioso, diferenciándolas de todas las variantes del espíritu monástico vistas hasta ahora: en primer lugar, la forma de practicar el desprendimiento, que se extiende también a los aspectos colectivos, y es de tipo mendicante, es decir, se logra el sustento personal y apostólico no como fruto del trabajo, sino de la limosna: el «Dios proveerá», tomado en su sentido más literal; y en segundo lugar, la intensa dedicación a la predicación: a una actividad pastoral y apostólica fuera del convento, y dirigida a todo tipo de personas.
De estos dos rasgos básicos, se pueden deducir los demás: vida en «conventos», en lugar de monasterios (la estabilidad es ahora secundaria: se pertenece, ante todo, a la orden, y se está en el convento que se indique, convenga, etc., para la tarea pastoral, o incluso simplemente de paso; los monjes, en cambio, pertenecen a un monasterio, y a través de él, a la orden, si es que está confederado con otros); dedicación intensa y extensa al estudio, para apoyar la predicación con buena doctrina; organización más estricta y centralizada; etc.
Como consecuencia de todo lo anterior, de la propia vitalidad de las principales órdenes mendicantes, y del prestigio y popularidad personal de algunos de sus santos, el influjo de su espiritualidad en la vida de la Iglesia fue considerable a partir de este momento y hasta nuestros días. En particular, el estilo espiritual mendicante informó sensiblemente la piedad popular de los últimos siglos medievales y de los inicios de la época moderna: por medio de la predicación de los mismos frailes, o a través de las «órdenes terceras», organizaciones destinadas precisamente a procurar que, en la medida de lo posible y con las necesarias acomodaciones, cristianos de toda condición puedan vivir el ideal mendicante.
Dos son las primeras y principales órdenes mendicantes, fundadas casi contemporáneamente y con similar trascendencia, aunque con algunos rasgos diferenciadores: la Orden de los Hermanos Menores, de san Francisco de Asís (1181-1226), y la Orden de Predicadores, de santo Domingo de Guzmán (1170-1221).
Los franciscanos, muy dependientes de la carismática y popular figura de su fundador, acentúan más el sentido realista, «físico», de la pobreza cristiana y de la humildad, además de fomentar especialmente el trato con la humanidad de Jesucristo, el amor a todas las criaturas, etc.
La orden dominicana, con un mayor sentido de la organización pero, por decirlo así, menos espontánea y carismática, surge de una más directa preocupación pastoral y doctrinal, acentúa más por ello el valor del estudio y de la predicación, y destaca por su notable influjo en la piedad eucarística y mariana.
Entre los primeros discípulos de san Francisco, hay que mencionar, ante todo, a santa Clara de Asís († 1253), cofundadora con él de la rama femenina franciscana, conocida después popularmente como clarisas; y a san Antonio de Padua (ca. 1190-1231), gran predicador, organizador de los primeros estudios franciscanos, y uno de los santos más populares en su época y posteriormente. Poco después la espiritualidad franciscana proporcionó maestros de la talla de santa Angela de Foligno (1248-1309), el beato Ramón Llull (1235-1316) y, sobre todo, san Buenaventura (1217-1274).
San Buenaventura es el gran teólogo de la orden, además de ser considerado su segundo fundador, por la importante labor organizativa y pacificadora desempeñada durante su generalato. Desde el punto de vista literario y espiritual, destacan, entre otras obras, el Itinerarium mentis in Deum y el De triplici via o Incendium amoris. Toda su enseñanza espiritual está perfectamente engarzada con el resto de su teología, pero sin llegar al nivel de especulación de santo Tomás, y manteniendo un marcado acento en lo afectivo y en el carácter evolutivo o gradual del camino del alma hacia Dios.
Entre los dominicos del siglo XIII, por su parte, una figura destaca sobre todas las demás, hasta el punto de dar su nombre tanto a la teología como a la espiritualidad de la orden, sin contar su importante influjo en la Iglesia universal: santo Tomás de Aquino (1225-1274). Sus obras y su enseñanza teológico-espiritual, sin dejar de ser dominicanas y mendicantes, tienen un especial carácter universal y objetivo, de forma que han servido de fundamento y estructura especulativa a casi toda la posterior reflexión teológica en torno a la vida espiritual.
Puntos básicos de la enseñanza tomista son su doctrina sobre la gracia y su desarrollo, la inhabitación divina en el alma, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, la perfección cristiana y su naturaleza, la contemplación y sus relaciones con la acción, etc. Todo ello engarzado en el conjunto de su monumental y unitaria visión de la teología. Podemos destacar, sin embargo, como más propias de la teología espiritual algunas cuestiones de la II-II de la Summa Theologiae, y los opúsculos De perfectione vitae spiritualis y De charitate.
A lo largo del siglo XIII se escalonan otras fundaciones de tipo mendicante, que cobraron mayor vigor e influjo, posteriormente, con las reformas del siglo XVI: agustinos, carmelitas, servitas, mercedarios y trinitarios.
Fuera del ámbito mendicante, el monacato benedictino siguió dando en el siglo XIII importantes frutos de espiritualidad, como es el caso de los escritos autobiográficos de tres santas monjas del monasterio cisterciense de Helfta: Matilde de Magdeburgo (1212-1282), Matilde de Hackeborn (1242-1298) y Gertrudis la Grande (12561301). Entre los cartujos destaca en esta época Hugo de Balma (t ca. 1305), autor de la Theologia mystica o De triplici via, distintos nombres con que se conoce un breve tratado sobre la vida espiritual, muy famoso y de gran influjo, atribuido en algunos momentos a san Buenaventura, y que popularizó todavía más la conocida doctrina de las tres vías.
La difícil época del destierro y del cisma de Avignon, con las calamidades naturales, las continuas guerras de todo tipo, las crisis internas a la vida eclesial y los dañinos influjos externos, supuso, en la vida espiritual de los cristianos, una especie de movimiento oscilante entre crisis y reformas, y en la reflexión y la literatura espirituales, entre tendencias especulativas y prácticas.
Así pues, en el ámbito especulativo proliferaron los grupos de tipo iluminista; algunos de ellos apoyados en las confusas doctrinas de tendencia panteísta del Maestro Eckhart (1260-1327), a pesar de las correcciones hacia la ortodoxia efectuadas por sus influyentes discípulos Juan Taulero († 1361) y el beato Enrique Suso (1295-1366). Esta escuela teológico-espiritual suele ser designada como mística especulativa renana, de acuerdo con su ámbito geográfico y con su marcado carácter intelectual y filosófico.
En el otro extremo, más práctico, se encontraron autores más o menos independientes como Juan Gerson (1363-1429), canciller de la Universidad de París, junto a otros vinculados a las nuevas reformas monásticas; pero destacó sobre todo el movimiento de la llamada Devotio moderna, iniciado por Gerardo Groote (1340-1384): este grupo buscó en la metódica organización de las prácticas de piedad, y particularmente de la meditación, un camino supuestamente más llano y seguro hacia una verdadera unión con Dios, alejada de iluminaciones y fantasías peligrosas.
En esta última corriente espiritual, destacó la prolífica figura de Tomás de Kempis (1379-1471), y la popular obra De imitatione Christi. Este clásico de la espiritualidad cristiana, una de las obras más leídas y meditadas en los siglos siguientes, es una excelente síntesis y vulgarización de lo mejor de la espiritualidad medieval, presentada de una forma directa, sugerente y comprometedora para el alma cristiana.
A mitad de camino entre las dos tendencias indicadas se puede situar el pensamiento espiritual del beato Juan Ruysbroeck (1283-1381) y su escuela flamenca: doctrina mística profunda, bastante especulativa y simbólica, muy influyente en importantes autores de la época y posteriores.
Pero la gran figura de este periodo fue, sin duda, santa Catalina de Siena (1347-1380), una de las tres mujeres declaradas doctoras por la Iglesia. Santa Catalina fue, en su vida, el prototipo del más sano y efectivo espíritu reformador, que alcanzaba desde la gente más sencilla hasta la sede apostólica, pasando por sus hermanos mendicantes, el clero y la nobleza laica. Espíritu y apostolado reformista apoyado en las obras de misericordia, la predicación oral y escrita, y en una intensa vida de oración.
La doctrina de santa Catalina, llegada hasta nosotros en El Diálogo, las Oraciones y su extensa y variada correspondencia, muestra una notable profundidad teológica, propia de la escuela dominicano-tomista, pero con sugerentes acentos propios: importancia dada a los misterios de la Trinidad y de la encarnación en la vida espiritual; papel de la providencia divina, omnipotente y misericordiosa; valor de la redención, materializada en la devoción a la Preciosa Sangre de Jesucristo; etc. Doctrina que se plasma en una certera, exigente e imperativa orientación práctica: una intensa y genuina labor de dirección de almas, en la que se aprecian algunas preocupaciones concretas que anticipan las tendencias del humanismo cristiano de siglos posteriores.
Con un papel similar al desempeñado por santa Catalina, copatrona de Europa como ella, y con una interesante producción escrita está santa Brígida de Suecia (1303-1373), casada y madre de ocho hijos, fundadora de la orden monástica conocida como las brígidas. En Italia cabe destacar a otra santa Catalina, la de Bolonia (1413-1463), clarisa, autora de una influyente obra titulada Las siete armas del combate espiritual; y al popular predicador y reformador franciscano san Bernardino de Siena (1380-1444).
Mencionemos, finalmente, un grupo de autores ingleses que forman una influyente corriente mística. La obra más conocida de este grupo pertenece a un autor anónimo y lleva por título La nube de la ignorancia.
El siglo XVI es uno de los más importantes y más ricos de toda la historia de la espiritualidad: a pesar de que en él, con la Reforma protestante, culmina la crisis bajomedieval, la reacción de la llamada Contrarreforma, en el campo espiritual, fue decisiva.
El protestantismo, con su pesimista visión del hombre como irremediable pecador, y su doctrina de la «sola fides», entendida como mera confianza en Dios, quitándole valor a las buenas obras, supuso un empobrecimiento de la ascética cristiana y una acentuación del quietismo: disminuye el valor de la lucha personal, y crece la pasividad ante la santificación personal. La practica espiritual queda centrada en los actos de fe o «excitantes» de la fe.
Esta doctrina y esta mentalidad ahogaron durante mucho tiempo la espiritualidad cristiana en todo el centro y norte de Europa; aunque Francia, en particular, no tardaría en reaccionar. Mientras, en las penínsulas italiana e ibérica, y en sus ámbitos de influencia, afianzó las reacciones sanamente reformistas dentro del catolicismo, culminando en una gran floración de santidad y un considerable bagaje de doctrina espiritual.
Pero antes de hablar de esas grandes figuras, debemos mencionar otra corriente espiritual situada, en cierto sentido, a mitad de camino entre el protestantismo y la gran espiritualidad italiana y española del siglo XVI: el humanismo cristiano. Este movimiento de intelectuales, típicamente renacentista y profundamente cristiano a la vez, buscó, en la piedad cristiana, una revalorización de lo humano y lo interior, junto a la vuelta a las fuentes. Sin embargo, la mayoría de sus representantes -salvo la excelsa excepción de santo Tomás Moro (1478-1535), que supo de verdad encarnar en su vida ese ideal, aunque apenas dejara escuela-, con Erasmo de Rotterdam (1464-1536) a la cabeza, mantuvieron un tono amargamente crítico frente a la jerarquía y la vida religiosa, y una conducta poco ejemplar: factores que impidieron la consolidación de los elementos más positivos del humanismo en la tradición espiritual. No obstante, esos aspectos positivos fueron reapareciendo poco a poco, ya con más éxito, en algunos maestros de finales del siglo XVI y principios del XVII.
En Italia, cuna y principal baluarte del espíritu renacentista, el siglo XVI se inició también con grandes valores en la vida espiritual cristiana, heredados de los notables esfuerzos tardo-medievales. Reflejo de ese florecimiento espiritual son: el importante desarrollo del apostolado caritativo a todos los niveles, personificado sobre todo en santa Catalina de Génova (1447-1510) y las Compañías del «Divino Amore»; los influyentes escritos del dominico Juan Bautista Crema (1460-1534) y del canónigo Serafín de Fermo (1496-1540); y las nuevas formas de vida religiosa, con una orientación netamente apostólica, que surgieron por iniciativa de grandes figuras de la Iglesia italiana, y que se pueden agrupar en, primero, las órdenes de «clérigos regulares» (los teatinos de san Cayetano de Thiene [14801547], los barnabitas de san Antonio María Zacaría [1502-1539], los somascos de san Jerónimo Emiliani [1481-1537], etc.); después, las que más tarde se conformarán como sociedades de vida común sin votos o de vida apostólica (Congregación del Oratorio de san Felipe Neri [1515-1595]); y finalmente, los primeros intentos de congregaciones religiosas femeninas no contemplativas, santa Angela de Merici (1474-1540) y las ursulinas.
En España, el llamado siglo de oro de la espiritualidad se apoyó en distintos factores: la estabilidad y el florecimiento político y económico consecuencia del fin de la reconquista, del descubrimiento de América y del eficaz gobierno, también en materia religiosa, de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II; el renacimiento teológico capitaneado por las Universidades de Salamanca y Alcalá, y las eficaces iniciativas reformistas de la vida religiosa que se sucedieron desde finales del siglo XV, tanto entre los mendicantes como entre los monjes.
En los ambientes monásticos, dichas reformas cuajaron en el desarrollo de la doctrina sobre la «oración metódica», heredera de la devotio moderna, y cuyo máximo exponente es la obra del abad de Montserrat, García de Cisneros (1455-1510), Exercitatorio de la vida espiritual.
Por su parte, en el ámbito de las nuevas observancias y eremitorios mendicantes, y particularmente entre los franciscanos, surgió otra influyente corriente espiritual, conocida comúnmente como «mística del recogimiento», representada por Francisco de Osuna (1492-1540) y su Tercer abecedario de la vida espiritual, y Bernardino de Laredo (1482-1540) con la Subida del monte Sión. Frente a la línea metódica, esta doctrina acentúa más los aspectos interiores, afectivos y contemplativos de la oración y de la vida espiritual cristiana en general.
En este ambiente teológico y espiritual se formaron las grandes figuras y corrientes del siglo de oro de la espiritualidad española, que pueblan el resto de la centuria. Recordemos las más importantes.
San Ignacio de Loyola (1491-1556) y la espiritualidad jesuita fueron un puente entre España, Francia e Italia, ya que, a su origen y formación española, el caballero de Loyola unió los estudios en París, donde germinó la futura Compañía de Jesús, y el ambiente espiritual y apostólico italiano, donde propiamente surgió la orden, en la línea de los clérigos regulares ya mencionados; para volver a ser España el lugar de máxima extensión y florecimiento de la espiritualidad y el apostolado jesuita, con figuras de la talla de san Francisco Javier (1506-1552), san Francisco de Boda (1510-1572), Alfonso Rodríguez (1538-1616) y su Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, o Luis de la Palma (1560-1641) y la Historia de la Sagrada Pasión.
San Ignacio aporta, sobre todo, a la historia de la espiritualidad la enorme capacidad apostólica de su orden, apoyada en su profundo sentido de la obediencia y la organización; y una práctica ascética trascendental: los famosos Ejercicios espirituales, con todo su entorno: sentido ascético, recio y voluntarista de la vida cristiana; práctica de los exámenes de conciencia, de la meditación y de la dirección espiritual personal; discernimiento de la propia vocación; doctrina sobre la conversión, la penitencia, la imitación de Jesucristo; el papel de los novísimos en la vida espiritual; primacía de la gloria de Dios, etc. Culmina y afianza así la corriente espiritual de corte más metódico y ascético.
Cercano a los jesuitas, pero con una fuerte e influyente personalidad y doctrina propias, destaca también la figura de san Juan de Ávila (1499-1569), con obras tan importantes como el Audi filia, el Tratado del Amor de Dios y el Tratado sobre el sacerdocio, centro de uno de los más importantes cuerpos doctrinales sobre la espiritualidad sacerdotal de la historia de la espiritualidad. Aun destacando por su preocupación por el clero secular; su labor de dirección de almas se extendió a todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo la vida religiosa y el mundo de la nobleza y los gobernantes.
Entre los que recibieron el influjo de san Juan de Ávila, destaca el dominico fray Luis de Granada (1504-1588), autor de algunas de las obras más leídas y de mayor calidad literaria y espiritual de todo el siglo de oro: Libro de la oración y meditación, Guía de pecadores, Introducción al símbolo de la fe, Memorial de la vida cristiana, Vida de Jesucristo, etc. En cuanto a los contenidos, variados y ricos, destaca su enseñanza, profunda y práctica a la vez, sobre la oración.
Entre muchos otros escritores y predicadores de la época, mencionemos también a san Juan de Dios (1495-1550), fundador de los hospitalarios; a los franciscanos san Pedro de Alcántara (1499-1562) y fray Juan de los Ángeles (1539-1609); los agustinos santo Tomás de Villanueva (1488-1555), san Alonso de Orozco (1500-1591) y fray Luis de León (1528-1591); y a san José de Calasanz (1556-1648), fundador de las escuelas pías.
Pero la cumbre del siglo de oro de la espiritualidad española, y para muchos de toda la historia de la espiritualidad, está representada por los dos grandes místicos carmelitas: santa Teresa de Jesús (1515-1582), la gran reformadora del Carmelo descalzo, y san Juan de la Cruz (1542-1591), su primer y fiel continuador en la rama masculina.
Su trascendencia no viene, sin embargo, de esa reforma religiosa, casi una nueva fundación, a pesar de su indudable importancia en la historia de la vida religiosa y de su notable influjo hasta nuestros días, sino de la universalidad de su enseñanza escrita, reflejada sobre todo en las cuatro grandes obras de cada uno: Vida, Libro de las fundaciones, Camino de perfección y Libro de las moradas, de santa Teresa; y Subida al monte Carmelo, Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva, de san Juan. Obras y doctrina paralelas y complementarias a la vez, hasta constituir en conjunto una completa visión de toda la vida espiritual, tanto en sus aspectos más ascéticos como en los genuinamente místicos, aunque sean estos últimos los que les han dado más fama.
Santa Teresa poseía una capacidad única para analizar su propia psicología espiritual y la de los demás, y para expresarlas con claridad, naturalidad y profundidad. En su enseñanza destacan: la centralidad concedida en la vida espiritual al misterio de la Trinidad y a la humanidad de Jesucristo; su concepción de la lucha ascética como esfuerzo, no tanto por poner orden en las pasiones, como por amar y tratar cada vez más a Dios, y por el papel que desempeñan en ella las virtudes, sobre todo la humildad, y la dirección espiritual. Pero, sobre todo, santa Teresa es la gran maestra de la oración y de la contemplación, consideradas como un continuo y progresivo afianzamiento de la unión con Dios, y en las que se apoya todo el proceso de la vida espiritual. Para enseñar la vida de oración y de contemplación, no se fundamenta en métodos y sistemas, sino en su propia experiencia, presentada con gran clarividencia y capacidad de fascinación y arrastre.
San Juan de la Cruz, por su parte, junto a unas mismas preocupaciones de fondo, es, en cambio, más teológico, sistemático y ordenado que la santa de Ávila, lo que da lugar -en sus obras en prosa, no en sus famosas poesías, situadas con justicia en lo más alto de la lírica castellana- a un estilo algo más académico, aunque sin faltarle calor, piedad y unción. Temáticamente, explica más la parte que podríamos llamar «negativa» de la vida cristiana: entiende el camino de la vida espiritual, sobre todo, como una progresiva purificación del alma, a través de su doctrina de las noches activa y pasiva, de los sentidos y del espíritu. En la culminación del itinerario coincide con santa Teresa, deteniéndose en el análisis de la cumbre de la mística, del «matrimonio espiritual» entre el alma y Dios.
A principios del siglo XVII, la iniciativa en la espiritualidad católica se traslada de Italia y España a Francia. Allí se recogieron entonces los principales valores del siglo anterior, no sin significativos rasgos originales, pero también se acentuaron los problemas, hasta desembocar en una fuerte crisis espiritual que abarcó todo el siglo XVIII hasta entrar profundamente en el XIX.
San Francisco de Sales (1567-1622) es, sin duda, la gran figura de la espiritualidad francesa de esta época, y uno de los autores más influyentes en toda la espiritualidad moderna. Dos grandes obras reflejan las dos orientaciones más características de su pensamiento. La Introducción a la vida devota es el primer libro espiritual expresamente dirigido a los cristianos corrientes, constituyendo así un auténtico hito en la historia de la espiritualidad. Aunque el ideal de vida devota que san Francisco propone a los laicos es, básicamente, una adaptación de los rasgos y prácticas de la vida religiosa a la vida secular, su esfuerzo por dar una sólida vida de piedad a esos cristianos, por enseñarles la práctica de las virtudes, por orientar su comportamiento en sus actividades sociales, etc., constituyó un gran paso adelante en el largo camino que culminarla en el Concilio Vaticano II. Por su parte, el Tratado del Amor de Dios es una obra maestra sobre la caridad cristiana y su papel en la vida cristiana.
La figura de santa Juana Francisca de Chantal (1572-1641) y la Orden de la Visitación, fundada por san Francisco, es fiel reflejo de las tensiones espirituales de la época: un intento similar a lo que hoy podrían ser los institutos seculares acabó siendo una de las más importantes órdenes contemplativas. A esta orden perteneció, todavía en el siglo XVII, santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), personaje decisivo en la historia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, clave en la espiritualidad popular de los tiempos modernos.
El influjo de san Francisco de Sales se complementa perfectamente con el de su amigo y contemporáneo, el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629), fundador de la Congregación del Oratorio de Francia y fuente de otra importante corriente de doctrina espiritual, decisiva sobre todo en la formación de muchas generaciones de sacerdotes. La categoría e importancia de este influjo se comprende más repasando la lista de santos y fundadores que tienen a Bérulle por maestro: Jean-Jacques Olier (1608-1657) y la Compañia de san Sulpicio; san Vicente de Paúl (1575-1660) y las Hijas de la Caridad; san Juan Eudes (1601-1608), clave también en la difusión de la devoción al Sagrado Corazón; san Juan Bautista de la Salle (1651-1719) y los Hermanos de las escuelas cristianas; y san Luis Maria Grignon de Montfort (1673-1716), uno de los escritores marianos más valiosos e influyentes de la historia, sobre todo con su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.A grandes rasgos, la espiritualidad berulliana se caracteriza por su agustinismo; por la importancia concedida a la abnegación y al abandono como formas principales de la adhesión a Cristo; y por el papel central que desempeña en la vida espiritual el misterio de la encarnación de Jesucristo, junto a su sacerdocio, buscando en ellos lo más íntimo y profundo de la unión del alma con Dios, con importantes consecuencias prácticas para la vida sacramental, de oración, etc.
Todo este florecimiento espiritual se vio pronto truncado por dos influyentes herejías, casi opuestas entre si, pero que confluyeron en similares efectos negativos: el jansenismo y el quietismo. La primera -iniciada por Jansenio, de quien toma el nombre, pero que tomó cuerpo, de distintas formas, a lo largo de varios siglos- supuso una especie de protestantismo mitigado, que, con su acento en la corrupción de la naturaleza humana y en la sola gratia, provocó un excesivo rigorismo y pesimismo en la vida espiritual, de funestas consecuencias prácticas para muchos cristianos. El quietismo, fenómeno más localizado en personajes aislados como Miguel de Molinos (1628-1696) y Madame Guyon (1648-1717), prolongó, sin embargo, su influjo a través de la fuerte polémica semiquietista protagonizada por los prestigiosos obispos franceses Bossuet (1627-1704) y Fénelon (1651-1715), finalizada con la condena y retractación de este último, pero que dejó un amargo sabor de boca en muchos ambientes. El quietismo fue una nueva doctrina de corte iluminista, que acentuaba la pasividad del alma ante la acción divina, hasta el punto de negar prácticamente toda responsabilidad del sujeto en los actos humanos realizados en ese estado de unión íntima con Dios.
La fuerte reacción antiquietista -que se transformó con frecuencia en antimística-, y el solapado y constante influjo jansenista en buena parte de la literatura espiritual y de la piedad popular de aquellos años, confluyeron en una sensible disminución de los frutos de santidad durante un largo periodo, y en la búsqueda de un supuesto refugio en prácticas espirituales de corte excesivamente ascético y penitencial.
En el plano intelectual, los inicios del siglo XVII supusieron también la sistematización de la reflexión en tomo a la vida espiritual en forma de verdaderos tratados teológicos, apoyados fundamentalmente en las enseñanzas de santo Tomás de Aquino, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. Teólogos dominicos como Juan de Santo Tomás (1589-1644), y carmelitas como Felipe de la Santísima Trinidad (1603-1671), constituyen la avanzadilla de dicha sistematización. Sin embargo, coincidiendo con la crisis jansenista y quietista, la recién nacida teología sobre la vida espiritual sufrió una grave ruptura en dos ramas, designadas respectivamente como teología ascética y teología mística. Se agravaron así las tendencias prácticas ya existentes: se consolidó la división de la vida espiritual en dos caminos paralelos, y de los cristianos en dos tipos de personas que los recorren independientemente: la «pedestre» vía ascética, propia de la gran mayoría, y la «selecta» vía mística, exclusiva de unos pocos privilegiados.
De esta forma, ya en pleno siglo XVIII, fueron pocas las luces que brillaron con fuerza en el panorama de la espiritualidad cristiana. Entre todos, destaca la figura y la obra de san Alfonso María de Ligorio (1696-1787). La intensa labor misionera popular de su Congregación del Santísimo Redentor se erigió pronto en el principal baluarte contra el jansenismo. Además, la extensa producción escrita alfonsiana -de la que destacan, en el terreno espiritual, la Práctica de amar a Jesucristo y Las glorias de María- recogió y popularizó lo mejor de la doctrina espiritual católica más clásica y genuina. Junto a san Alfonso merece destacarse, entre otros, san Pablo de la Cruz (1694-1775) y su espiritualidad de la Pasión, materializada en la vida de la congregación de los pasionistas por él fundada.
El siglo XIX supuso, en cambio, un progresivo renacimiento de la vida espiritual en diversos ámbitos. Ante todo, el mundo anglosajón empezó a recuperarse de forma decidida para la espiritualidad católica, con predicadores y escritores de la talla del cardenal John Henry Newman (1807-1890) y William Faber (1814-1892). Mientras, en Alemania, el fuerte florecimiento teológico decimonónico llevó consigo también una revitalización de los estudios de algunas importantes cuestiones místicas.
Francia, por su parte, llevó a lo largo de todo el siglo la iniciativa en un nuevo y espectacular florecimiento de la vida religiosa: tanto en el restablecimiento de las grandes órdenes clásicas, que habían salido malparadas de la época revolucionaria -destacan aquí la figura del restaurador y predicador dominico Lacordaire (1802-1861), y el movimiento litúrgico de los benedictinos, con dom Gueranger (1805-1875) como máximo exponente-; como en las numerosísimas nuevas fundaciones de congregaciones masculinas y femeninas, fundamentalmente de tipo activo, es decir, dedicadas a tareas caritativas, de enseñanza o misioneras. Sin embargo, la congregación que más desarrollo e influjo alcanzó se fundó en Italia: los salesianos de san Juan Bosco (18151888), con sus importantes iniciativas de apostolado juvenil y social, característica de una de las más carismáticas y populares personalidades sacerdotales de la época.
Precisamente la vida y la espiritualidad sacerdotal vivieron también por entonces un importante renacimiento, tanto en la práctica -sobre todo con la ejemplar figura del santo Cura de Ars (san Juan Bautista María Vianney: 1786-1859)-, como en la literatura espiritual expresamente sacerdotal, que culminó ya en pleno siglo XX.
También la vida espiritual de los cristianos corrientes, o más exactamente su formación y su intervención apostólica en el mundo político y social, cobró creciente interés en las orientaciones y reflexiones espirituales de la época; a través de iniciativas como la Asociación para la Propagación de la Fe y la Unión de la Oración para la Reparación al Sagrado Corazón de Pauline-Marie Jaricot (1799-1862), las «Conferencias de San Vicente de Paúl» del beato Federico Ozanam (1813-1853), los diversos movimientos y asociaciones eucarísticas, «el apostolado de la oración», las pías uniones, etc.
Todo ello influyó sensiblemente en la piedad popular, centrada de forma especial en la devoción a la eucaristía y al Sagrado Corazón, y en la piedad mariana; fomentada esta última por varias apariciones de la Virgen, como las de Lourdes (1858) a santa Bernardette Soubirous (1844-1879).
El renacimiento espiritual que acabamos de observar emergiendo a lo largo del siglo XIX culminó, en las últimas décadas del mismo y en las primeras del siglo XX, con uno de los periodos históricos de mayor florecimiento espiritual en la Iglesia; quizá todavía demasiado cercano a nosotros para poder valorarlo convenientemente, aunque algunos hechos, obras y personajes están ya suficientemente contrastados.
Es el caso, especialmente, de la doctora de la Iglesia más reciente y más joven: santa Teresita del Niño Jesús, carmelita descalza (1873-1897), y su «caminito de infancia espiritual». La admirable combinación entre su santidad heroica y la aparente sencillez de su vida y de su enseñanza -popularizada por sus manuscritos autobiográficos, recogidos tradicionalmente bajo el nombre de Historia de un alma-, supuso y sigue suponiendo una inyección de optimismo y frescura en la vida espiritual de muchos cristianos de toda condición, que comprenden de su mano la trascendencia sobrenatural que pueden tener las cosas más pequeñas de la vida, si están hechas por amor a Dios, y si aprenden a tratar al Señor con la sencillez de un niño pequeño con su Padre. Nada más lejano al rigorismo y al pesimismo de los siglos anteriores: con su ejemplo y su doctrina, la «petite Thérése» hizo mucho más asequible a todos el verdadero ideal de santidad cristiana, sin rebajar un ápice sus exigencias.
Pero este florecimiento espiritual tuvo otros nombres y otros apellidos ilustres: santa Gema Galgani (1878-1903) y su espiritualidad del sufrimiento y de la penitencia; la beata Isabel de la Trinidad (carmelita descalza; 1880-1906) y su profunda espiritualidad trinitaria; el beato Charles de Foucauld (1858-1916) y su «testimonio silencioso» entre los habitantes del desierto; santa Teresa de los Andes (1900-1920), carmelita descalza chilena, ejemplo más insigne de la progresiva «internacionalización» de los buenos maestros de espiritualidad; el importante impulso espiritual del pontificado de san Pío X (1903-1914), con especial acento en la vida sacramental; etc. A los escritos de estos santos, se pueden añadir muchos otros; por ejemplo: La vida interior simplificada, publicada por José Lissot († 1894) y su Arte de aprovechar nuestras faltas; los escritos sacerdotales del cardenal Mercier (1851-1926); los tratados espirituales sobre Cristo del benedictino beato Columba Marmion (1858-1923); El alma de todo apostolado del cisterciense dom Chautard (1858-1935); la extensa producción teológico-espiritual de Romano Guardini (1885-1968); etc.
Este renacimiento literario-espiritual se complementa y entremezcla con el gran impulso dado en esta época a la teología espiritual Esta rama de la teología adquirió, en las primeras décadas del siglo XX, un verdadero estatuto científico de primer orden, con la aparición de cátedras de la materia en los Principales ateneos y universidades, la publicación de revistas científicas especializadas, de diccionarios, manuales y monografías, etc. La reflexión teológico-espiritual de la época prestó una atención especial a las cuestiones sobre su propia naturaleza y contenido, y a la llamada «cuestión mística»: fructífera polémica científica sobre la naturaleza de la contemplación y de la vida mística y la llamada universal a ellas. Todo ello fue obra de teólogos como los dominicos Juan González Arintero (1860-1928) y Reginald Garrigou-Lagrange (1879-1964; Las tres edades de la vida interior); el jesuita José de Guibert (1877-1942); el carmelita Gabriel de Santa María Magdalena (1893-1953); etc.
Sin embargo, sin ser propiamente teóloga de profesión, la personalidad y la producción escrita más interesante de la época para la teología espiritual corresponde a la tercera copatrona de Europa: santa Edith Stein (1891-1942), conversa, carmelita y mártir, magnífico y profundo ejemplo de armonía entre ciencia y fe, entre filosofía y mística, con una enseñanza que, en gran medida, está todavía por descubrir.
Desde un punto de vista tanto doctrinal como práctico, la aportación más característica, original y trascendental para la historia de la vida espiritual en el siglo XX ha sido la consolidación de la llamada universal a la santidad, con la definitiva y genuina apertura de los caminos de santidad y apostolado al laicado cristiano. Las enseñanzas más o menos claras de épocas anteriores, y las iniciativas prácticas del siglo XIX siguieron extendiéndose en las primeras décadas del XX. Pronto cuajaron iniciativas de corte muy diverso, pero con un común factor de preocupación cristiana y secular a la vez. Es el caso, por ejemplo, de la Acción católica: promoción apostólica de los laicos desde la misma jerarquía de la Iglesia; o, en la línea del progresivo acercamiento de la vida religiosa al mundo, el nacimiento de los Institutos seculares con su ideal cristiano de «secularidad consagrada».
Pero la consolidación de una verdadera doctrina acerca de la llamada universal a la santidad y de una genuina espiritualidad laical se debió a la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) y al desarrollo del Opus Dei, por él fundado. Entre sus obras escritas, destaca Camino, ya un clásico de la literatura espiritual. La riquísima, profunda y variada enseñanza espiritual de san Josemaría le colocan en la estela de los grandes maestros clásicos de la espiritualidad cristiana.
San Josemaria Escrivá no se limitó a una proclamación teórica de la llamada a la santidad y de la necesidad de facilitar a los laicos los medios para alcanzarla, sino que dotó a esa proclamación de una radicalidad especial y de un contenido bien preciso. Predicó, en efecto, una misma e idéntica santidad para todos, sin distinciones ni matices: la única santidad divina; y mostró cómo, en el caso particular de los cristianos corrientes, esa santidad va entretejida con su vida ordinaria, apoyada en el trabajo profesional, sus relaciones familiares y sociales, etc.; es decir, enseñó la necesidad y la posibilidad real de vivir una unidad de vida entre trabajo y contemplación, oración y apostolado, virtudes humanas y sobrenaturales. Todo ello fundamentado en su sugerente y profunda doctrina sobre la filiación divina; y sus enseñanzas sobre la identificación e imitación de Jesucristo, también en sus años de vida oculta, y por tanto, de los que con él compartieron esa vida corriente: María y José. Otras consecuencias importantes de estas ideas básicas son el valor y el contenido de la vocación matrimonial, el sentido de la libertad y de la responsabilidad personales del cristiano en el mundo, la importancia de las cosas pequeñas en la vida espiritual, el alma sacerdotal que posee todo cristiano como consecuencia del bautismo, un hondo sentido también de la espiritualidad sacerdotal, etc.
Lo más importante y básico de esta doctrina ha quedado recogido en la proclamación de la llamada universal a la santidad realizada por el Concilio Vaticano II, principalmente en el capitulo V de la Constitución Lumen gentium; y por las enseñanzas del mismo Concilio en torno a la vida laical. El Vaticano II ha supuesto también una importante y valiosa reorientación de la vida sacerdotal y religiosa, aunque todavía no ha dado todos los frutos esperados, debido a algunas malinterpretaciones teóricas y prácticas, y a una crisis de vocaciones que se va poco a poco recuperando.
Por lo demás, las décadas finales del siglo XX han sido especialmente fructíferas en nuevas iniciativas apostólicas y espirituales, muchas de ellas de tipo secular, y que están aportando elementos importantes a la espiritualidad cristiana contemporánea, como es el caso de los llamados «movimientos». Han crecido también notablemente las publicaciones de contenido espiritual, el interés general y científico por los clásicos de la espiritualidad cristiana, se ha afianzado la teología espiritual como rama importante de la teología, y se está trabajando en la recuperación de la necesaria unidad entre espiritualidad y teología.
BibliografíaL. BOUYER; E. ANCILLI y B. SECONDIN (dir.), Storia della spiritualitá cristiana, Bologna 1984 ss. D. DE PABLO MAROTO, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid 1990. D. GROSSI; L. BORRIELLO y B. SECONDIN, Storia della spiritualitá cristiana, Roma 1983 ss. J. SESÉ, Historia de la espiritualidad, Pamplona 2005.
J. Sesé
La eucaristía es el centro de la vida cristiana. La variedad de términos que designan el misterio eucarístico manifiesta su riqueza y lugar central en el organismo sacramental y en la vida de la Iglesia. Es la cena del Señor (1Co 11, 20), la mesa del Señor (1Co 10, 21), la fracción del pan (Hch 2, 42.46; Hch 20, 7.11); es sinaxis (reunirse, 1Co 11, 17 ss.), eulogia (Mt 26, 26; Mc 14, 22), liturgia, colecta, ofrenda, sacrificio, misa, santo sacramento del altar (cf. CCE 1328-1332). En ella «se realiza la obra de nuestra redención» (cf. SC 2), pues es el «memorial sacramental» presente y eficaz del misterio de salvación en la vida, muerte y resurrección de Cristo, en orden a su eficacia salvífica para los hombres por medio de la comunión en su cuerpo y su sangre. «Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y su Sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (SC 47).
El Antiguo Testamento contiene prefiguraciones del misterio eucarístico, como la ofrenda de Melquisedec (Gn 14, 17-20), la oblación pura de Malaquías Ml 1, 11 y principalmente el cordero pascual (Ex 12). Pero el origen histórico de la eucaristía se remite a Jesús con una originalidad irreductible (no a ritos helenísticos, grecorromanos o esenios). Es ya significativo el sentido religioso que adquieren las comidas con Jesús (terreno y resucitado) como prefiguración de la definitiva comunión escatológica con Cristo en el Reino. La última cena posee continuidad con esas comidas, pero con la novedad de la Pascua. La tradición sinóptica interpreta adecuadamente el contexto pascual de los gestos y palabras de Jesús aun en la hipótesis de que la última cena no celebrara propiamente la Pascua judía. El problema de armonización en ese punto de los datos sinópticos y los joánicos resulta secundario ante lo decisivo de la última cena, que es su referencia salvífica a Jesús crucificado como cordero de la nueva Pascua (cf. 1Co 5, 7; Jn 1, 29; Jn 18, 28; Jn 19, 14.31s). Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua judía (CCE 1340).
Los relatos de la institución (en orden de antigüedad: 1Co 11, 23-25; Lc 22, 15-20; Mc 14, 22-25; Mt 26, 26-29) provienen de primitivas fórmulas litúrgicas -de la comunidad de Jerusalén o de Antioquía- anteriores a la redacción de los evangelios y muy cercanas a las ipsissima verba et gesta Jesu. La antigüedad y la amplia coincidencia de los relatos impiden pensar en una creación de la comunidad pospascual, aunque describan la última cena a la luz de su celebración en la Iglesia primitiva. Lucas y Pablo ofrecen la forma más antigua, y reflejan la llamada tradición de las comunidades helénico-cristianas; por su parte, Marcos y Mateo transmiten la palestinense. Entre ambas tradiciones hay diferencias dentro de su unidad sustancial. Los textos de la institución ponen de relieve la identificación de Jesús con el Siervo de Yahwéh, cuya obra mesiánica es entregar su vida en lugar y en favor de los hombres, como mediador de una nueva alianza. La última cena es una acción profética con un contenido objetivo y eficaz, que recibe su sentido de la muerte sacrificial de Jesús que ya anuncian las palabras. Jesús es el Sumo sacerdote que ofrece su sacrificio en la cruz de una vez para siempre (Hb 7-10). Por su parte el capítulo 6 de san Juan recoge la promesa del «pan del cielo» que da la vida, y que se realiza en la eucaristía (vv. 54-58). El sentido sacramental del discurso es general entre los exegetas. Para Pablo, el alimento sacramental de la celebración es el mismo que fue recibido en la última cena, pues es koinonia/comunión con el cuerpo y la sangre del Señor y por ello fuente de vida fraterna en Cristo (1Co 10, 14-22), cuyo realismo reclama discernir la conciencia (1Co 11, 28-32). La «memoria» de la acción salvífica del Señor está garantizada en la Iglesia por la presencia real de su persona que se da como alimento en los dones eucarísticos.
El Nuevo Testamento menciona la primitiva celebración inicialmente unida al servicio de la palabra, y situada al principio y al final de un ágape fraterno. Pronto los actos sacramentales sobre el pan y el vino se trasladaron al final del banquete, para finalmente alejarse de la comida. En torno al año 160 san Justino transmite la liturgia eucarística matutina dominical vinculada a la resurrección del Señor (I Apol. cap. 65; CCE 1345). El sustantivo «eucaristía» aparece en Ignacio de Antioquía (Eph. 13, 1; Phil. 4, 1; Smyr. 7, 1), Justino, Didaché (9-10), Ireneo, para designar la celebración misma, y especialmente la plegaria o anáfora eucarística, que es una «acción de gracias» y de alabanza (1Co 11, 24; 14, 16; Mc 14, 23; Lc 22, 19; CCE 1359-1361) similar a la que en el Antiguo Testamento precedía o seguía al recuerdo (anámnesis) de los beneficios divinos, e iba acompañada de bendiciones a Dios (eulogia, heb. berekháh), al modo como Jesús pronunció la bendición durante la última cena. La Tradición apostólica de Hipólito, capitulo 4, transmite la anáfora más antigua (ca. 200), en la que ya consta la alabanza a Dios por su obra salvadora mediante la creación y la redención por medio de Jesús, así como el relato de la institución (en ella se inspira la Plegaria II actual). En los capítulos 37-38 da normas sobre la conservación de los dones eucarísticos. En general, las plegarias explicitan la obra salvífica del Señor desde la encarnación hasta la ascensión a los cielos por medio de la anámnesis, la oblación, la epiclesis (invocación al Padre para que envíe al Espíritu, o al Verbo), etc. Una vez pasado un tiempo inicial sin fórmulas fijas, las formas litúrgicas se consolidan en tipos diversos -principalmente en el contexto de las Iglesias patriarcales orientales- dando lugar a las diversas tradiciones litúrgicas (también en Occidente: romana, galicana, mozárabe, ambrosiana), en un proceso que puede darse por terminado hacia 900 (cf. sobre la celebración, CCE 1345-1355).
Además de los textos litúrgicos -que propiciarán catequesis como las mistagógicas de san Cirilo de Jerusalén (siglo IV)- los textos de san Ignacio de Antioquía, san Ireneo, Cirilo de Alejandría, Orígenes, san Ambrosio y san Juan Crisóstomo testifican un vigoroso realismo del cambio (metabolé o transformación) del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor, así como del carácter sacrificial de la eucaristía, en cuanto anámnesis = memoria objetiva y eficaz del sacrificio de Cristo. No debe sorprender la terminología de algunos Padres: el pan y el vino son para ellos «imagen, figura, tipo o símbolo» (figura corporis: Tertuliano, Cipriano) de algo verdaderamente presente e invisible, que es el cuerpo real de Cristo. No se da entonces oposición entre lo simbólico y lo real, existiendo una identidad entre el signo y lo significado. Ponen también de relieve el carácter espiritual del alimento eucarístico y el sentido eclesial de la eucaristía -especialmente san Agustín- como signo y causa de la unidad del Cuerpo místico, y sacrificio de la Iglesia, en el que los cristianos ofrecen y se hacen ofrenda junto con su Cabeza. Otra idea común entre los Padres (especialmente griegos: Gregorio de Nisa, de Alejandría) es la relación entre encarnación y eucaristía.
La Edad Media se preguntó por la índole de la presencia real de Cristo, la relación entre el cuerpo histórico-terreno de Jesús, su cuerpo celeste y su cuerpo eucarístico, y la naturaleza de la conversión. Aparecen tensiones entre realismo y simbolismo (ocasionadas por la interpretación de la distinción agustiniana de signum e ipsa res), entre presencia in mysterio o in veritate, según una alternativa ajena al sentido sacramental de los Padres. Pascasio Radberto (ca. 831) identifica el cuerpo eucarístico y el cuerpo histórico de Jesús, mientras que otra tendencia los distingue claramente, hablando de una presencia espiritual del cuerpo de Cristo (Ratramno, ca. 860), hasta llegar a la afirmación heterodoxa de una presencia de Jesús solo simbólica, permaneciendo la entera realidad del pan y del vino: frente a esto, en la profesión de fe impuesta a Berengario de Tours (siglo XI), aparece por vez primera en el magisterio la conversión «sustancial» (Sínodo de Roma [1079]; D. 690), y en otras declaraciones la expresión «transustanciación» (Concilio IV de Letrán [1215], D. 802), que ya usaban algunos autores (Lanfranco, Rolando). Inocencio III afirma que sólo el sacerdote ordenado puede celebrar la eucaristía (D. 794). También en esta época la expresión corpus Christi mysticum comienza a aplicarse a la Iglesia, reservando ahora a la eucaristía la de corpus Christi verum.
Los siglos XII y XIII conocieron un notable esfuerzo por indagar racionalmente la afirmación dogmática de la presencia real. Especialmente santo Tomás de Aquino, siguiendo el esquema metafísico de sustancia y accidentes (realidad interna y signo externo en la eucaristía), sistematizó conceptos como materia y forma del sacramento, presencia vi verborum del cuerpo y la sangre de Cristo bajo el pan y el vino respectivamente, y de Cristo entero (cuerpo, alma y divinidad) vi concomitantiae (cf. S.Th., III, q.76), etc. Es representación de la pasión de Cristo. Estas categorías fueron recogidas en los concilios de Constanza y de Trento. El Concilio de Florencia contenía también importantes declaraciones en el decreto para los armenios: sobre la materia y la forma del sacramento; el sacerdote que habla en persona de Cristo; los efectos de la eucaristía (cf. D. 1320-1322).
Con la Reforma protestante del siglo XVI, Lutero, Calvino y Zwinglio, aun con notables diferencias entre sí, coincidían en rechazar el carácter sacrificial propiciatorio de la Misa, la presencia real-sustancial del cuerpo y de la sangre del Señor, la recepción de la comunión bajo la sola especie del pan y la llamada Misa «privada». La postura protestante se basaba, de una parte, en su doctrina sobre la incapacidad del hombre de participar activamente en cualquier realidad salvífica, ante la que se halla como receptor pasivo; y, de otra, en su percepción anómala de la doctrina católica sobre el carácter sacrificial de la Misa como la afirmación de «otro» sacrificio que reitera, completa o sustituye al único sacrifico de Cristo. En cuanto a la teoría luterana de la consustanciación o empanación puede advertirse la influencia nominalista. La respuesta católica se recoge en las sesiones XIII, XXI y XXII del Concilio de Trento sobre la presencia de Cristo (D. 1635-1661), la comunión bajo las dos especies (D. 1725-1734), y el carácter de la Misa como sacrificio (D. 1738-1759). Trento sostendrá decididamente el carácter sacrificial y la presencia real sustancial frente al tema protestante del solo aspecto convivial de banquete fraterno de alabanza y acción de gracias en el que Cristo se da como alimento. En síntesis, enseña que, al decir Jesús a los Apóstoles las palabras: «Haced esto en memoria mía», los constituye en sacerdotes y les ordena ofrecer su sacrificio bajo las especies de pan y de vino. Se trata del mismo y único sacrificio de Cristo, ofrecido una sola vez en la cruz, con identidad de Sacerdote y Víctima, y que ahora sólo se diferencia en el modo incruento de ofrecer (CR II, 4, 76) afirmará explícitamente la identidad de la acción sacrificial de la cruz y de la misa). La Iglesia «hace presente» (repraesentatur) el sacrificio de la cruz, y lo ofrece como «sacrificio visible» de Cristo, en el que ella misma participa. Es «verdadero y propio» sacrificio (D. 1751), satisfactorio por los pecados de los vivos y difuntos (D. 1743). En cuanto a la presencia eucarística, dice ser «verdadera, real y sustancial» de Cristo entero en cuerpo, sangre, alma, divinidad (D. 1636.1651-1654). Hay un «cambio» (conversio) de los elementos de pan y de vino, en los que sólo permanece su exterioridad material (las «especies»), pues tras las palabras de la consagración se convierten -en sentido ontológico- en el cuerpo y la sangre de Cristo. Para designar ese cambio Trento considera apropiada y conveniente, «muy adecuada» (aptissime) la palabra «transustanciación» (D. 1642.1652), pues es algo diverso de una consustanciación, o de una múltiple unión hipostática. Esta presencia «sustancial» no sucede sólo en la celebración en acto; siendo permanente la transformación, permanece la presencia de Cristo mientras duran los signos (merece la adoración o culto de latría: D. 1643-1644). Finalmente, para la comunión digna y fructuosa del Cuerpo del Señor no basta la sola fe, sino también la ausencia de pecado (D. 1646-1647.1661).
La enseñanza de Trento consideraba sólo las cuestiones controvertidas con los reformadores, lo que explica la ausencia o escaso tratamiento de otros aspectos. La teología postridentina se mantuvo en general en ese contexto, centrándose en el carácter sacrificial de la Misa -diferenciado del aspecto de presencia sacramental-, comprendido a la luz de una noción general de sacrificio. En los siglos XIX y XX fue importante la invitación de san Pío X a la comunión frecuente, y la influencia del movimiento litúrgico, que repristinó ideas fundamentales como la de memorial sacramental de la obra salvífica de Cristo. El Concilio Vaticano II, asumiendo el patrimonio tradicional y las aportaciones de la Encíclica Mediator Dei (1947) de Pío XII (D. 3840-3855), puso de relieve la presencia multiforme de Cristo en la liturgia, la importancia de la palabra, el sacerdocio común y su participación en el sacrificio, la comunión de los fieles, así como la dimensión eclesial de la eucaristía, sacramento de la unidad (cf. SC 5-11 y 47; LG 11, 26; etc.). Pablo VI trató de importantes cuestiones sobre la transformación eucarística en la Encíclica Mysterium fidei (1965) ante las teorías modernas de la transignificación y transfinalización (D. 4410-4413).
El tratamiento práctico por separado que Trento hizo de la eucaristía como sacramento y sacrificio, propició que la manualística postridentina distinguiera la eucaristía ut sacramentum y ut sacrificium, de modo que la sacramentalidad se concentraba en la presencia real, y no en el sacrificio, buscando entonces la naturaleza sacrificial de la Misa a partir -como se ha aludido- de la noción general de sacrificio deducida de las historia de las religiones y del pueblo de Israel. En la actualidad, se prefiere una concepción unitaria y orgánica de la eucaristía, y aplicar así la sacramentalidad a las tres dimensiones de sacramento-sacrificio, sacramento- presencia y sacramento-comunión, y en el orden siguiente: la eucaristía es el sacrificio de la nueva alianza que supone la presencia sacramental del Señor que se da como alimento y comunica la salvación. Otra recuperación decisiva ha sido la idea bíblica de memorial como categoría central para comprender el misterio eucarístico.
a) SacrificioEl sacrificio de Cristo en la cruz no fue un suceso clausurado en la historia, sino que culminó con su perfecta consumación trascendente y eterna en el ámbito celestial mediante la resurrección, ascensión y glorificación del Señor (entregado por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación, cf. Rm 4, 25). El misterio pascual de muerte, resurrección y exaltación del Señor es irrepetible en cuanto acontecimiento histórico, y por si mismo suficiente y completo para la salvación (cf. Hb 9, 26; Hb 10, 14). Pero no alcanzaría su finalidad salvífica si quedara aislado como mero factum del pasado (cf. EE 11). El sacrificio eucarístico es el memorial sacramental que lo actualiza in misterio, es decir, en signos celebrados en el tiempo y el espacio (cf. S.Th., III, q.22, a.3 ad 2).
Este memorial no es un simple recuerdo psicológico de un acontecimiento pasado, ni sólo actualiza su eficacia salvífica (la aplicación de la redención), sino que eso sucede porque lo «representa» sacramentalmente (la plegaria y los signos) de modo eficaz por la promesa de Cristo (ex opere operato) mediante el ministerio de la Iglesia. Todo lo que supone el sacrificio histórico de la cruz se hace presente en la celebración eucarística: la Misa es sacrificio propiciatorio, de alabanza y acción de gracias; es verdadero sacrificio sin ser «otro» distinto del de la cruz. La Misa no reitera, completa o se suma al sacrificio de Cristo. Cristo no repite su inmolación, ni pone un nuevo acto sacrificial numéricamente distinto del de la cruz. La Misa es sacrificio relativo -no independiente ni autónomo- al sacrificio histórico por cuanto es su memorial sacramental (cf. EE 12), y es el mismo sacrificio porque coinciden acto de ofrenda, oferente y víctima. Pero se ofrece según un modo diferente (sola offerendi ratione diversa, Trento, cf. D. 1743), pues está desprovisto de las circunstancias concretas del sacrificio histórico, que ahora pertenece al ámbito escatológico: es Cristo glorificado ut nunc est in coelo quien se ofrece en la Misa incruenter, sin ser otra ofrenda distinta de aquella ut passus de la cruz: esto es posible no sólo porque el pasado se halla incorporado a la vida personal del Cristo celeste, sino porque la ofrenda histórica en la cruz participa de la eternidad del Hijo presente en favor nuestro ante el Padre (cf. Hb 9, 24). La representación actual in mysterio de la ofrenda histórica de la cruz nos sitúa ante la ofrenda (eterna) de Cristo glorificado (cf. CCE 1362-1367).
La diferencia del sacrificio eucarístico respecto de la cruz no proviene de parte de Cristo, sino de la Iglesia, a la que Cristo une en su ofrenda al Padre. Hay unicidad y eficacia única del sacrificio histórico de Cristo, y multiplicidad en la oblación sacramental del único Sacrificio en y por la Iglesia, que lo proclama «hasta que venga» (cf. 1Co 11, 26). El sacrificio eucarístico existe en razón de la Iglesia: ut dilectae sponsae suae Ecclesiae visibile [...] relinqueret sacrificium (D. 1740) para que la humanidad se apropie de manera sacramental de la salvación. La intervención de la Iglesia sucede bajo un doble aspecto. En primer lugar, Cristo se sirve del ministerio de la Iglesia para hacer perenne su sacrificio. En el sacrificio eucarístico Cristo se ofrece asociando a la Iglesia, su Cuerpo, como oferente junto con Él. En segundo lugar, la Iglesia acoge la entrega de Cristo como propia, y Cristo asume la ofrenda de la Iglesia como suya. Esto explica que, durante la celebración, se pide al Padre -en modos diversos- que acepte la ofrenda que la Iglesia presenta, y que ella misma se transforme en ofrenda por la intervención de su Santo Espíritu. No puede tratarse de pedir al Padre la aceptación de la ofrenda del Hijo amado, ya aceptada definitivamente con la resurrección. Cristo ya presentó por Él mismo de una vez por toda su ofrenda única y eterna al Padre. No puede pedirse al Padre que acepte «otra» ofrenda distinta de aquella del Hijo. Se pide, más bien, que acepte benevolente la inclusión de la Iglesia en el sacrificio del Hijo. Lo pide la Iglesia, pero a través de Cristo que, como Cabeza, presenta al Padre la ofrenda de su Cuerpo. El Concilio Vaticano II, siguiendo la Encíclica Mediator Dei, sintetiza esta participación de la Iglesia en el sacrificio del Señor con las siguientes palabras: todos los fieles, «en virtud de su sacerdocio real, concurren en la oblación de la Eucaristía» (LG 10); «... [los cristianos] aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí» (SC 48; CCE 1368-1372).
b) PresenciaLa presencia eucarística del Señor (cf. CCE 1373-1377) viene puesta por el acto sacrificial y se ordena a la comunión en el sacrificio. La presencia real del cuerpo del Señor da veracidad tanto a la ofrenda sacrificial como a la comunión en ella. La presencia se da por la conversión de los elementos del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, permaneciendo los signos externos de pan y vino (especies). Bajo cada una de las especies, y en cada una de sus partes hay una presencia real-sustancial, diversa de otros tipos de presencia de Cristo también reales, pero no sustanciales (en la palabra proclamada, en la asamblea litúrgica, en los sacramentos; cf. SC 7). Aquí sustancia no es la materialidad físico-química del pan y del vino, sino aquello que hace que algo sea lo que es en su sentido profundo, y no otra cosa. El pan y el vino adquieren un nuevo sentido y finalidad en relación con el creyente y el mundo porque su realidad ontológica objetiva se ha mutado en la del cuerpo y sangre de Cristo en virtud de la acción divina. En virtud de los gestos y palabras (vi sacramenti) el pan se transforma en cuerpo del Señor y el vino en su sangre; e indirectamente (vi concomitantiae) en cada especie se hace presente Cristo entero. Las especies persisten milagrosamente sin el sujeto de pan y vino, y localizan -sin circunscribir- la presencia personal del Señor, aun sin ser accidentes del cuerpo y la sangre del Señor. Las especies eucarísticas no encierran espacialmente al Señor en groseras dimensiones materiales. Su presencia no es físico-material, sino sacramental-personal -per modum substantiae- en muchos lugares. La presencia eucarística supone un nuevo modo de ser que escapa a las leyes terrenas de la corporalidad física. El cuerpo eucarístico de Cristo es presencia actual de su cuerpo resucitado y glorioso a la derecha del Padre, y su relación con el mundo y los hombres es totalmente nueva.
La transustanciación, en cuanto es una explicación del modo en que sucede la presencia, no forma parte estrictamente de la fe necesaria sobre la presencia eucarística. Pero se halla estrechamente relacionada con ella, pues el modo en que se explique inevitablemente ilumina la presencia que finalmente se afirme: bien una conversión que afecta al ser ontológico del pan y del vino, bien una conversión extrínseca de significado y de finalidad en relación con la fe del sujeto. La Encíclica de 1965 Mysterium fidei 47 señala el marco de fe sobre el tema: «Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica debe poner a salvo que en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir», para ser ahora el cuerpo y la sangre adorables de Cristo que se nos da como alimento. En otras palabras, es necesario afirmar la transformación intrínseca del ser de los elementos, alcanzando así la máxima unidad entre signo y realidad significada (cf. ibid., D. 4412-4413).
El tipo de presencia que se sostenga (real-sustancia, virtual o simbólica) suele venir comprobado por el reconocimiento o no de la permanencia del cuerpo y sangre del Señor tras la celebración. La presencia eucarística no se limita a la presencia in usu, al momento celebrativo o al acto de comulgar, ni el don del cuerpo de Cristo se actualiza sólo en el acto de ofrecer el pan. El acto sacrificial es memorial objetivo y eficaz, y se entrega el cuerpo del Señor porque realmente es el don entregado. La tradición antigua de la reserva eucarística para la comunión de los enfermos, y el conveniente tratamiento que deben recibir el pan y el vino consagrados una vez terminada la celebración, ilustran que entre el acto sacrificial y la comunión se da la permanencia de la presencia: ambos aspectos se hallan internamente vinculados, aunque se distancien en el tiempo. Por eso, tanto la reserva como la adoración eucarísticas deben mantener vivo el vínculo con la celebración de la que proceden y la comunión a la que se orientan. El culto eucarístico prolonga la comida sacramental en la comida espiritual del Cristo glorioso, sacrificado y entregado, en la fe, amor, alabanza, adoración y entrega. Sobre el culto eucarístico, cf. la Instrucción Eucharisticum mysterium (1967), Ritual para la comunión fuera de la misa y el culto eucarístico (1973), CCE 1378-1381.
c) ComuniónLa eucaristía es un sacrificio sacramental y una cena sacrificial, banquete sagrado y sacrificio de comunión (cf. CCE 1382-1390). No es un simple banquete de fraternidad, sino comida sagrada en la que se funda la fraternidad. Es la eucaristía un convite sacrificial ordenado a la participación en él por la comunión salvífica con Cristo a modo de alimento. La eficacia del sacrificio también alcanza a quienes no comulgan, pero la presencia sacrificial es un don pro nobis, para la santificación y comunicación con Cristo. Por este motivo, la Iglesia recomienda a los fieles la comunión (cf. SC 55; CCE 1389; EE 16) en ausencia de pecado grave (cf. 1Co 11, 28-29).
La comunión supone la incorporación a Cristo y a su vida filial, transformados a imagen de su gloria, mediante su cuerpo glorioso y vivificante (efecto cristológico). Alimentarse del cuerpo de Cristo no significa una manducación material del cuerpo del Señor; esto es, consumir el cuerpo físico del Señor. Las especies sacramentales producen todos los efectos del comer ordinario del pan y del vino en quien comulga y, mediante las especies, son el cuerpo y sangre de Cristo, sustancialmente presentes, las que alimentan el alma sacramental-espiritualmente, mientras las especies se consumen corporalmente. La comunión con la ofrenda sacrificada causa y significa el encuentro interpersonal entre Cristo y los fieles, es decir, la unidad del Cuerpo místico, que es la res tantum o realidad última a la que se finaliza. Por la participación en el único pan la Iglesia se realiza como cuerpo de Cristo (efecto eclesiológico). Se trata del banquete del Reino que se consumará en el cielo, pero que viene anticipado sacramentalmente en la tierra; por ello, la comunión es prenda de la gloria futura e incoación de la vida eterna y germen de la resurrección corporal, ya realizada en el cuerpo glorificado de Cristo (efecto escatológico) (cf. CCE 1391-1405).
BibliografíaJ.A. ALDAMA, La presencia de Cristo en la Eucaristía, Valencia 1993. 3. ALDAZÁBAL, La Eucaristía, Barcelona 1999. J. BACCIOCHI, La Eucaristía, Barcelona 1979. M. PONCE CUELLAR, «Eucaristía», en Tratado sobre los sacramentos, Valencia 2005, 165-237. J.A. SAVES, El misterio eucarístico, Madrid 1986. J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos, 2 vols., Madrid 1952/1954.
J. R. Villar
En el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos apuntada la estructura fundamental de la celebración eucarística: «La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica: -la reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal; -la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión» (CCE 1346). Los cristianos se reúnen en un mismo lugar para la asamblea eucarística (sinaxis). A su cabeza está Cristo, el sumo sacerdote de la nueva alianza, el liturgo principal de la eucaristía. Invisiblemente, él preside la celebración. El obispo o el presbítero (actuando in persona Christi capitis) preside la asamblea como icono del Liturgo, toma la palabra después de las lecturas, recibe las ofrendas y dice la plegaria eucarística. Son las llamadas acciones presidenciales. Todos tienen parte activa en la celebración, cada uno desde su posición eclesiológica propia: los lectores, los que presentan las ofrendas, los que dan la comunión, y el pueblo entero cuyo «Amén» manifiesta de un modo especialmente expresivo su participación (cf. CCE 1348).
Justino, que escribe hacia el año 155 para explicar al emperador Antonino Pío lo que hacen los cristianos, nos presenta las grandes líneas de lo que se proclamaba en la celebración eucarística: «Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros [...j y por todos los demás donde quiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y en nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar asila salvación eterna. Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros» (Apología I, 65; 67).
La primera lectura. La liturgia de la palabra se inicia de un modo muy significativo: su arranque consiste, sencillamente, en ponernos a la escucha. Nos invita a prestar oídos a Otro. Lo primero que hace la liturgia es situarnos en la presencia de Dios con el fin de escucharle. Se nos revela así la estructura misma de la fe, que es iniciativa de Dios, antes que respuesta nuestra. El diálogo y la alteridad aparecen subrayados desde el principio. Los datos fundamentales de la fe están inscritos en el modo en que se celebra la liturgia. A partir de ahora y durante toda la liturgia de la palabra, habrá un único polo de atención: el ambón, que es la sede de la palabra de Dios. La presencia de un libro, llamado leccionario, es reveladora. Evita, de una parte, que el lector pueda pensar que es su palabra la que se proclama, e indica, de otra, que las palabras que la asamblea se dispone a escuchar no provienen de la fantasía del lector. El libro asegura, pues, una mediación esencial en el acto litúrgico: señala a los que escuchan que esa palabra proviene de Otro.
El salmo responsorial. La recitación seguida y continua de un texto bíblico no es la costumbre litúrgica de la Iglesia. Ella interrumpe, interviene. ¿Por qué? Porque es la Esposa: responde, se alza, aclama, vuelve a escuchar, canta, guarda silencio, da gracias, intercede. Por eso, a la primera lectura le sucede un salmo y cuando el lector abandona el ambón, un salmista le sustituye. Se produce un cambio del género literario: se ha pasado de la prosa a la poesía; un poema no es una carta Y también se pasa de la recitación al canto; cuando el salmo se canta con una melodía simple, su belleza literaria y su contenido espiritual rompen la austeridad inherente a la mera recitación. Si el canto de los salmos fue considerado en el Antiguo Testamento como canto de David, los cristianos entendieron que esos cantos habían brotado del corazón del verdadero David, Cristo. La Iglesia primitiva oró con los salmos y los cantó como himnos de Cristo. Cristo mismo se convierte así en el director de coro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y le indica el modo de alabar a Dios y de unirse a la liturgia celeste.
La proclamación del santo Evangelio. Al concluir el canto del salmo, podríamos quedar sorprendidos por el arranque simultáneo de no pocos ritos. Se produce cierta escenificación que sugiere el inicio de algo valioso. En efecto, la asamblea, sentada desde hace tiempo, ahora se pone de pie. El diácono recibe la bendición del presidente. Los ministros le acompañan al ambón con cirios encendidos. Llegan al olfato los primeros aromas del incienso. Relucen las perlas del evangeliario engastadas sobre la plata y el marfil de la portada. El libro es llevado en alto porque el Evangelio no es para ser ocultado sino para que brille. Y el canto del Alleluia se escucha durante la procesión al ambón. A la pregunta sobre qué indica el inicio simultáneo de todos aquellos ritos, se podría responder: la asamblea se dispone a recibir y saludar at Señor que se va dirigir a ella. He aquí lo importante: la sacramentalidad. Es el Señor que viene. Ecce Sponsus! exite obviam ei! Cristo se dispone a hablar a su Esposa, como habló a sus apóstoles la tarde de su resurrección. ¡Es el Señor! Llega al momento culminante de la liturgia de la palabra. La procesión se inicia tomando el evangeliario del altar. Haber colocado el evangeliario sobre el altar indica la unión entre el Verbo encarnado, simbolizado por el altar, y el Verbo escrito, simbolizado por el evangeliario. El altar es símbolo de Cristo; si el evangeliario es palabra de Cristo, es lógico que proceda del altar. La procesión concluye en el ambón, la mesa desde donde se reparte la palabra. Al concluir la proclamación del Evangelio, el diácono ha aclamado no «palabra de Dios», como sucedía en la primera y en la segunda lectura, sino «¡palabra del Señor!» a lo que la asamblea responde «¡Gloria a ti, Señor Jesús!» (Laus tibi, Christe!). En cierto sentido, podríamos decir que en ese tibi está buena parte de lo que significa celebrar la liturgia. Significa creer que estamos sumergidos en un diálogo; que estamos ante el abismo impenetrable incluso a los ojos de los querubines; que los ritos son la celosía entre el umbral del misterio y la asamblea. Sin ese tibi, la liturgia no se entiende. Otras veces, los textos oracionales de la liturgia contienen, en vez de tibi, el adjetivo posesivo «tu»: tu paz, tu familia, tu altar, tus dones... Eso significa que nuestra oración se abre, como una ventana, al misterio del diálogo con el Inefable. Esos adjetivos generan la paradoja del respeto que marca la distancia con Dios y el afecto que funda la filiación con Él. Es importante también captar el sentido de este vocativo dos veces repetido: «Señor» («¡palabra del Señor!») y «Señor Jesús» («¡Gloria a ti, Señor Jesús!»). Señor expresa la señoría del Resucitado; nos recuerda que el diálogo litúrgico es siempre con el Kyrios. Y esta exclamación va dirigida a un sujeto ad quem a quien, por eso mismo, se considera vivo; pensar en otro sentido sería contradictorio. Es el modo que la asamblea tiene de confesar que el Evangelio que ha escuchado no es letra muerta sino palabra pascual del Resucitado.
La homilía. La homilía no es una predicación inserta en la celebración, sino un elemento de la celebración misma. La homilía forma parte de la liturgia de la palabra y en los documentos eclesiales aparece muy recomendada. La homilía es como un punto que describe una órbita elíptica, es decir, en torno a dos focos: la homilía está al servicio de la palabra de Dios y simultáneamente al servicio de la asamblea. Sólo así tiene sentido cristiano. La homilía es un «venir ministerial» de la palabra, en la coyuntura histórica que vive la asamblea; tarea, pues, que requiere una sensibilidad particularmente solícita a sus problemas y expectativas del momento. En la homilía -ni demasiado larga ni demasiado breve- se trata de partir de las lecturas bíblicas para mostrar, en el hoy litúrgico que vive la Iglesia, el acontecimiento que se celebra, de manera que el don de Dios se haga vida en el hoy histórico de cada cristiano. Cuando no se pronuncia homilía, se puede guardar un tiempo de silencio sagrado.
La oración universal. Tras la acogida de la palabra de Dios, que renueva por dentro, la intercesión es como el fruto de la acción de la palabra en el alma de los fieles. Al interceder en favor de todo el género humano ante el Padre, la asamblea experimenta la conciencia de su condición de cuerpo sacerdotal de Cristo. Participa de un modo simbólico pero eficaz, o sea sacramental, en la intercesión perenne del Kyrios ante el Padre. De ahí que, en la Iglesia primitiva, los catecúmenos fueran invitados a abandonar la asamblea al comienzo de esta oración: por carecer del sacerdocio bautismal, no eran mediadores, no podían interceder. Y de ahí también el nombre de «oración de los fieles» que no significa que hasta entonces lo fieles no hayan orado -la liturgia es la Iglesia en oración-, sino que es una plegaria que sólo puede ser pronunciada por quienes han sido regenerados por el agua y el Espíritu. La participación de los fieles en la intercesión del único Mediador se expresa mediante la respuesta litánica, que es lo sustancial; respuesta a la invitación del diácono o del ministro que pronuncia las intenciones, las cuales pueden redactarse con una docta libertad.
Cuando la Iglesia se prepara a cruzar el atrio que accede al Sancta sanctorum del misterio del culto, dispone una plegaria enraizada en el modo de orar hebreo: la acción de gracias a Dios. «Dar gracias» (eukharisto) es el verbo que preside la celebración de la eucaristía.
El prefacio. Con el diálogo introductorio, que precede al prefacio, da inicio esa plegaria de acción de gracias y santificación (cf. IGMR 78), que es la anáfora, verdadero corazón de la celebración eucarística. El prefacio es un canto lleno de alegría y de reconocimiento, el canto del hombre y del cosmos que reconocen el designio de salvación que el Padre ha realizado en Cristo. Es una acción de gracias particularmente solemne: los términos que se emplean hacen del prefacio un texto de gran envergadura estilística y la melodía que le acompaña contribuye grandemente a la sonoridad que colma de majestad toda la pieza. Los dos coros, el del cielo y el de la tierra, se conjuntan (una voce dicentes) para entonar un mismo himno: «Santo, santo, santo...».
Las epiclesis. La epiclesis es la invocación que se eleva a Dios para que envíe su Espíritu y transforme las cosas o las personas. Viene del griego epi-kaleo, llamar sobre (en latín, in-vocare) En la anáfora hay dos epiclesis (cf. IGMR 79c): de una parte, la que el sacerdote pronuncia sobre los dones del pan y el vino, con las manos extendidas sobre ellos, diciendo, por ejemplo: «... santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor» (anáfora II); es la epiclesis consecratoria; otras plegarias piden que el Espíritu «haga», «bendiga», «santifique», «transforme» el pan y el vino. De otra parte, la epíclesis que pronuncia el sacerdote en la misma plegaria después del memorial y la ofrenda, pidiendo a Dios que de nuevo envíe su Espíritu, esta vez sobre la comunidad que va a participar de la eucaristía, para que también ella se transforme, o vaya construyéndose en la unidad: «... te pedimos, Padre, que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (anáfora II); es la epiclesis «de comunión», que en otras plegarias pide que «formemos un solo cuerpo y un solo espíritu», «derrama sobre nosotros el Espiritu [...] fortalece a tu pueblo con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y renuévanos a todos a su imagen»...
El relato de la institución. El relato de la institución hace sacramentalmente presente bajo las sagradas especies del pan y del vino el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacrificio ofrecido de una vez para siempre (éphapax) en la cruz. Esta presencia se opera por la fuerza de las palabras y acciones de Cristo y el poder del Espíritu (cf. CCE 1353).
La anámnesis. Tras el relato de la institución y la aclamación de la asamblea, la anámnesis. En ella la comunidad «realiza el memorial del mismo Cristo, recordando principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y la ascensión al cielo» (IGMR 79). Este memorial se hace obedeciendo al mandato del Señor: «... haced esto en memoria mia». La palabra griega «anámnesis» significa memorial, conmemoración, recuerdo. Corresponde al zikkaron hebreo, y connota no sólo un recuerdo subjetivo, sino una actualización del hecho que se recuerda: la voluntad salvadora de Dios y, para los cristianos, sobre todo el misterio pascual de Cristo. La anámnesis apunta también al futuro: de algún modo lo anticipa. En la anámnesis se establece una dinámica entre el memorial y la ofrenda: «... mientras celebramos el memorial [...] te ofrecemos» (memores-offerimus): «Acéptanos, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo...» (anáfora de la Reconciliación II). Como dice Agustín, los cristianos, en la celebración eucarística, ofrecemos y somos ofrecidos (offerimus et offerimur). Es la oblación de la Iglesia que asciende al Padre en el Espíritu hecha una sola víctima con Cristo.
Las intercesiones. Las intercesiones expresan que la eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia -peregrina, «intermedia» y celestial- y en comunión con los pastores: el Papa, el obispo del lugar, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos de la Iglesia junto con sus respectivas iglesias locales. La temática de la unidad de la Iglesia muestra que estas intercesiones no son un duplicado de la oración universal, puesto que aquí se pide por la Iglesia como Cuerpo de Cristo y como fruto del mismo sacrificio; predomina el sentido de comunión sobre el de petición.
Doxología. La doxología es una alabanza trinitaria con la que suelen concluir las plegarias eucarísticas de los diversos ritos y épocas, que, no obstante los acentos y matices diversos, coinciden en esta idea central. En las plegarias eucarísticas romanas, la doxología va dirigida al Padre por medio de Cristo, expresada con todos los matices posibles: «... por él, con él y en él». Gracias a esa mediación, desciende hacia los hombres por Cristo la salvación («... por él sigues creando todas los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros») y por Cristo asciende a Dios la alabanza y glorificación de los hombres («... por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos»).
Amén. La plegaria eucarística concluye con la aclamación «amén», que ratifica la solemne alabanza y acción de gracias que Cristo, por el ministerio de los sacerdotes, ha tributado al Padre. Este amén no es sólo conclusión de la doxologia, sino de toda la plegaria eucarística; constituye, por eso, el amén más importante y solemne de toda la celebración. Para que sea una auténtica aclamación doxológica y complexiva, que nos transfiera mistéricamente de este mundo a la Trinidad, se precisa que la asamblea participe en la anáfora in Spiritu Sancto.Los ritos de comunión: «En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben "el pan del cielo" y "el cáliz de la salvación", el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó "para la vida del mundo" (Jn 6, 51). Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua "eucaristizados", llamamos a este alimento "eucaristía" y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo» (CCE 1355).
BibliografíaAA. VV., La liturgia-Eucaristia: teologia e storia della celebrazione, Anámnesis 3/2, Casale Monferrato 1983. P. JOUNEL, La Misa ayer y hoy, Barcelona 1988. J.A. JUNGMANN, El sacrificio de la Misa, Madrid 1973.
F.M. Arocena
La eucaristía es vida: es «como la consumación de la vida espiritual» (S.Th., III, q.73, a.3, co.), la «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), su «centro y raíz» (PO 14). En este sentido, la vida cristiana es tan fuertemente eucarística que se puede describir toda la espiritualidad a partir del santísimo sacramento. No por esto hay un solo y único modo de vivir de la eucaristía: como siempre dentro de la Iglesia, en la confesión de la misma fe recibida de Dios, hay una legítima variedad de maneras prácticas que traducen vitalmente esta verdad. Pero se puede proponer -como intentaremos aquí- un marco general de lo esencial de toda espiritualidad eucarística, un marco dibujado sobre todo con la ayuda de los santos, pues «en ellos Él mismo [Dios] es quien nos habla» (LG 50).
«Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 88). La Misa resume lo que Dios espera de los cristianos. Se pueden señalar por lo menos dos razones relacionadas entre si. Una razón trinitaria: en la Misa, actúa la Trinidad, cuyo misterio es el «misterio central de la fe y de la vida cristiana» (CCE 234) pues los bautizados van al Padre, quedando identificados con el Hijo por el Espíritu Santo; y una razón teologal: en la Misa, se fortifican las virtudes teologales que «disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad, [...] [y] tienen como origen, motivo y objeto Dios Uno y Trino» (CCE 1812). En la Misa especialmente, el cristiano ama a las divinas Personas, que la misma liturgia le lleva a tratar; espera, porque recibiendo toda la fuerza del pan de vida, se abre más a la esperanza escatológica; y cree, pues la tradición reserva un papel especial a la fe cuando considera la eucaristía.
«Verdaderamente la Eucaristía es mysterium fidei, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe» (EE 15). Esta actitud de confiada apertura al misterio de Dios, que se nos dona en la Misa, se manifiesta en primer término ante la misma liturgia, mero espectáculo para quien no confiesa la fe de la Iglesia, pero fuente de sentido vital para el cristiano. Describiendo la catedral de Milán, resonando de numerosas misas matutinas, J. H. Newman exclama: «... no supe lo que era la liturgia, en cuanto hecho objetivo, antes de entrar en la Iglesia católica» (Letters and Diaries, XI, London 1961, 253). Momento especialmente intenso de esta fe ha de ser el encuentro con Cristo verdaderamente presente bajo las apariencias de pan y vino: si el ojo ve la hostia, sólo la «pupila de la santa fe» permite percibir al Cuerpo de Cristo (cf. santa Catalina de Siena, Diálogo, cap. 111). Con la eucaristía, la confesión de fe alcanza el mundo de lo tocable: creer en la transustanciación es un eco de la fe en la encarnación, puesto que «el Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía hacerse Pan» (Benedicto XVI, Homilía, 29.V.2005); y un eco comprometedor: reconocer que Jesucristo es Dios y hombre podría quedarse en el orden intelectual, pero el recibir a Dios realmente presente en la eucaristía obliga al cristiano a la adoración concreta, a la purificación. Es en esta concatenación encarnación-eucaristía donde Teresa de Lisieux sitúa una de sus mayores gracias; la fuerza del Dios que se hizo pequeño para salvarnos (niño en la encarnación, presente en el pan eucarístico) se manifiesta a Teresa en Navidad, cuando acaba de comulgar: comencé, por así decirlo, "una carrera de gigante". [...] Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibía la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión. Volvíamos de la Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso» (Ms A 44 v°, 45r°).
La eucaristía como misterio de fe es también escuela de contemplación: el cristiano, delante de las especies sacramentales, donde sabe que está Dios pero no le ve, aprende a mirar más allá de lo que experimenta con los sentidos físicos. No por esto considerará el mundo como una sombra sin consistencia, que habría que descartar para llegar a Dios: al contrario, precisa de lo creado (pan y vino) para entrar en contacto con Dios; de este modo, la transustanciación afirma el sentido positivo de la creación. Pero además la eucaristía enseña también a descubrir a Dios en donde no lo detectan los sentidos; el bautizado, si es realmente alma eucarística, vislumbra a Dios en los acontecimientos y en las personas. Se prepara así a la nueva creación de la Parusía, cuando todo será contemplado en Cristo. Este movimiento hacia el Hijo lleva con El y en El al Padre, a quien se dirige principalmente la liturgia. Así el cristiano puede experimentar el trato con la primera divina Persona, reconociendo su señorío sobre lo creado, agradeciendo y adorando: cumple el primer mandamiento de la ley divina, pero con el modo directo y confiado de un hijo. En la Misa particularmente y, después de la lección de la eucaristía, en toda su vida, el cristiano se ha de reconocer filialmente pecador Con la forma misma de los ritos, el fiel experimenta también una filial dependencia pues se educa en la oración con una liturgia recibida de la Iglesia, y no creada por la comunidad o el individuo.
La eucaristía guía también al fiel en su trato con el Espíritu: escucha la Palabra que El inspiró, en un contexto que la ilumina pues está presente Cristo, centro de la Escritura, y se hace presente el misterio de su existencia, especialmente de su muerte y resurrección; el fiel ve también actuar soberanamente al Espíritu Santo en la transustanciación y se llena de esperanza; recibe con la comunión una nueva infusión del mismo Espíritu. De hecho «vemos en la Eucaristía la misión más real e íntima del Espíritu Santo. [...] En el cuerpo del Logos lleno del Espíritu Santo, absorbemos nosotros al Espíritu Santo, por decirlo así, del pecho, del corazón del Logos, del cual procede. [...] ¡Cuán hermosa era y qué profundo significado tenía la antigua costumbre de guardar la Eucaristía en un símbolo del Espíritu Santo, en recipiente en forma de paloma [...]! ¡Cuán hermosamente se simbolizaba así al Espíritu Santo como portador y producto del don contenido en aquel recipiente!» (M. J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19603, § 75). En este doble movimiento, de trato con la Trinidad y de vida teologal, los bautizados encuentran en María un perfecto modelo. «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vinculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve: [...] María guía a los fieles a la Eucaristía» (Rm 44). Ella se presenta realmente como la «mujer eucarística» (EE 53).
Aludiendo a otras presencias de Cristo (en la Palabra proclamada, en los pastores, etc.), Pablo VI recalca la especificidad de la eucaristía: allí, la «presencia se llama "real", no por exclusión, como si las otras no fueran "reales", sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e integro» (MF 40). Entender a fondo la verdad de esta presencia en medio de la ciudad de los hombres tiene que cambiar la vida del cristiano, tal como cambió el pueblo de Ars al escuchar a su párroco exclamar durante un cuarto de hora llorando y mostrando el sagrario: «... ¡está aquí, está aquí!» (en B. Nodet, Jean-Marie Vianney, curé d'Ars, Le Puy 19605, 28), tal como cambió a Newman una vez católico: «... nunca habría podido imaginar el total e inefable consuelo que causa vivir en la misma casa que El que curaba a los enfermos y enseñaba a sus discípulos. [...] Ahora, después de haber gustado la imponente delicia de celebrar a Dios en su templo, ¡cuán indeciblemente fría me parece la idea de un templo sin la divina presencia! Uno se pregunta si tiene sentido, para qué sirve» (Letters and Diaries, XI, London 1961, 131). Se vive de esta presencia porque es activa, activa para santificar. «No es estática. Es una presencia dinámica que nos coge para hacernos suyos, para asimilarnos a sí» (Benedicto XVI, Homilía, 29.V.2005). El bautizado, llamado a la santidad y a la misión apostólica, tiene, por consiguiente, necesidad de encontrarse con la eucaristía. Porque «todo compromiso de santidad [...] ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen» (EE 60). Entender mejor la fuerza de la llamada universal a la santidad convocará al cristiano delante del sagrario, de donde fluye la potencia divina, que permite responder a la propia vocación.
Así entendida y vivida, la vertiente eucarística de toda espiritualidad cristiana sólo puede llenar de esperanza y de alegría. Se realiza la promesa del Señor: «... yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). El cristiano sabe que puede responder a la voluntad del Padre en la fidelidad a la verdad, a la justicia, a la vocación -también cuando significa heroísmo, hasta el martirio- porque recibe la plenitud de los medios en la eucaristía. «Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 153).
«La celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión» (CCE 1382). En la eucaristía, el Resucitado nos asimila a sí, dándonos la vida divina que trajo a la humanidad con la encarnación: éste es el gran grito de la tradición cristiana. «Recibiendo las Sagradas Especies, comiéndolas, estamos en Cristo y Cristo está en nosotros. ¿No es esta la verdad? ¿Quién lo puede negar, sino los que niegan la divinidad de Cristo?» (San Hilario de Poitiers, De Trinitate, VIII, 15).
Pero ¿qué faceta de la inagotable riqueza de Cristo encontramos, a qué estado del Señor quedamos asimilados con la eucaristía? ¿Cuál es el actual modo de ser de Cristo, y en qué sentido el cristiano se identifica con Él cuando lo recibe en la comunión? Quien está presente es el Cristo resucitado, ahora sentado a la derecha del Padre. Y que conserva en si todos los misterios de su vida terrena, cuya fuerza vital transmite a los fieles. Como lo resume un gran teólogo del XVII: «.., los misterios de Jesucristo, vistos una sola vez en el mundo, subsisten aún en la Eucaristía y tienen allí como un estado permanente, de suerte que no se puede ni celebrar estas fiestas sin la Eucaristía, ni celebrar la Eucaristía sin renovar en cierto modo todos estos misterios. Allí Jesucristo nace en la humildad, es presentado en el templo, renueva su pasión y muerte, resucita y nos hace resucitar con Él, sube a los cielos y nos trae consigo, allí nos da finalmente su Espíritu Santo con la plenitud de sus dones» (L. Thomassin, Tratado sobre la celebración de las fiestas, I. II, c. XIX, 5 y 6.). Es esta potencia de la vida de Cristo que reciben los comulgantes, y su disposición eterna en el cielo, toda de amor al Padre: «... adorémosle [...] en su Eucaristía, donde adora a su eterno Padre en este su presente estado. [...] Unamos nuestras acciones a sus acciones, nuestra adoración a la suya» (R de Bérulle, Discurso de controversia, 1609).
Pero en la eucaristía encontramos especialmente un misterio, el de la pasión, otra vez presente con la Misa. «Puesto que este sacramento es el de la Pasión del Señor, contiene en sí a Cristo que ha padecido; por consiguiente, todo efecto de la Pasión es también totalmente efecto de este sacramento. Pues este sacramento no es otra cosa que la Pasión del Señor que nos es aplicada» (Santo Tomas de Aquino, Super Ioannem, VI, 6). Asimilados a la pasión, recibimos la capacidad de entregarnos totalmente, como Cristo en la cruz. «La participación [...] en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza, es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna", principio y fuerza del don total de si mismo» (VS 21). El fiel ofrece -en cierto sentido- a Cristo la ocasión de una nueva encarnación, de compartir otra existencia por la cual y en la cual redimir al mundo a través de la colaboración libre de cada uno. «Por la Eucaristía, quedamos [...] animados por el espíritu de Jesús, viviendo su vida, caminando por sus caminos, revestidos de sus sentimientos e inclinaciones, haciendo todas nuestras acciones según las disposiciones e intenciones con las cuales hacía las suyas, en una palabra, continuando y cumpliendo la vida, religión y devoción que ejercitó en la tierra» (San Juan Eudes, La vida y el reino de Jesús, II, 2). Lo que el cristiano ha visto en la Misa, es decir la oblación de un sacrificio al Padre por la redención de todos, lo puede imitar en su existencia, al ofrecerse por la gloria de Dios y la salvación de los hombres: «... quienes celebramos los misterios de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias nosotros mismos» (San Gregorio Magno, Dialogorum libri, IV, 59).
Esta actitud sacerdotal da otro rumbo a las tareas seculares: «... todas sus [de los laicos] obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias Espírituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, en cuanto adoradores, obrando santamente en todo lugar, consagran a Dios el mundo mismo» (LG 34). Esta consagración del mundo es auténtica si se realiza en unión efectiva con el sacrificio de Cristo. La eucaristía da así un sentido nuevo a la vida diaria, el culto se prolonga en la cotidianidad, y el cristiano se hace «víctima viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12, 1); se consigue la unidad de vida, sin ruptura entre el rumor de la existencia secular y el recogimiento de la oración. Nuevamente identificado con Cristo por la eucaristía, el bautizado está llamado a imitar al único Sacerdote de la nueva alianza, ofreciéndose, ofreciendo consigo la parte de la creación -ya redimida por Cristo- que le toca administrar, repitiendo en su vida la oblación que contempla en la Misa: muy unidos a Jesús en la Eucaristía, [...] teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad. [...] Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo» (San Josemaria Escrivá, Carta 2.11.1945, n. 11).
«La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico» (LG 3). Esta verdad tiene que ser confesada y también vivida: «... la Eucaristía hace la Iglesia. [...] Por su virtud secreta, los miembros del cuerpo se unen más perfectamente al ser más miembros de Cristo, y su reciproca unidad es solidaria de la unidad con la única Cabeza» (H. de Lubac, Corpus mysticum. L'Eucharistie et l'Église au moyen age, Paris 1944, 103). Así se realiza la unidad del cuerpo eclesial: los fieles reciben el mismo pan eucarístico, el mismo Espíritu Santo, la misma vida, la identificación con el mismo Cristo, y así se ofrece el Cristo total, no sólo la Cabeza en el Gólgota, sino también con Él los miembros esparcidos en el espacio y tiempo. Vivir estas verdades imprimirá en el fiel una habitual conciencia eclesial, un modo de considerar la propia existencia en relación con todo el Cuerpo de Cristo, también la Iglesia triunfante y purgante. En cuanto sacramento, la eucaristía nos muestra externamente esta unidad y nos da el modo de realizarla. En este sentido, una espiritualidad eucarística es «una espiritualidad de la comunión» (NMI 43), con la cual el cristiano aprende a abrirse a la diversidad de las vocaciones y de los carismas que Dios suscita en su Iglesia; es una espiritualidad que descubre horizontes universales al corazón y a la inteligencia, mostrando el camino de una oración auténticamente católica, donde se encarnan en particular las necesarias referencias al Papa y al Colegio episcopal de toda vida cristiana; es una espiritualidad que realiza la búsqueda humana de la comprensión mutua, pues en la eucaristía, «queda unida toda la fraternidad» (Liturgia mozárabe, citada en LG 26).
De modo práctico, esta unidad vivida conducirá ala mutua ayuda y al testimonio cristiano (cf. PO 6). Sobre la mutua ayuda: el alma eucarística se abre a la caridad, al perdón, a la paz, al servicio fraterno y especialmente a la preocupación por los pobres: es lo que Cristo realiza en el sacramento, y en él, lo puede imitar el cristiano; sobre el testimonio: esta espiritualidad de la unidad es también ecuménica -la Misa es escuela y medio de unificación, de todos los bautizados y de toda la humanidad- y apostólica: «... los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor [...] que es el alma de todo apostolado» (LG 33). De hecho, «en este sacramento, el Señor se encuentra siempre en camino hacia el mundo» (Benedicto XVI, Homilía, 28.V.2005); un acercamiento de Cristo a cada hombre que realiza el cristiano, identificado con su Maestro y haciéndolo presente por doquier.
BibliografíaM. BELDA PLANS, Eucaristía y vida mística, Bogotá 2001. J. CASTELLANO, «Eucaristía», en E. ANCILLI (ed.), Diccionario de Espiritualidad, II, Barcelona 1983, 49-66. A. HAMMAN y É. LONGPRÉ y otros, «Eucharistie», en DSAM 4/2 (1961) 1553-1648. J.L. ILLANES, «Eucaristía y existir cristiano», en Mundo y santidad, Madrid 1984, 235-272.
L. Touze
Con la palabra «evangelización» se indica la acción de anunciar el Evangelio, es decir, la Buena Nueva de Jesucristo por parte de la Iglesia. Su fruto primario es la conversión, que implica el reconocimiento de Jesucristo como salvador, la apertura a la acción del Espíritu Santo y la entrega al amor de Dios Padre.
La palabra «evangelización» se ha ido imponiendo -sobre todo desde la importante Exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (1975)- para designar el ser y misión de la Iglesia. En este sentido es sinónimo de «misión» y «apostolado», términos también usados en la historia de la Iglesia.
El término «misión» hace referencia a Jesucristo, enviado por el Padre y a la Iglesia, enviada por Jesucristo. A partir del siglo XVI, se comenzó a hablar de las «misiones» en plural para referirse a los países de misión. La renovación eclesiológica del siglo XX conducirá a comprender las «misiones» desde la «misión» de la Iglesia, tal como se recoge en el Decreto sobre misiones del Concilio Vaticano II.
La palabra «apostolado» deriva de apóstol, término de origen griego que significa «enviado». En la época moderna se usa para designar toda acción ordenada al testimonio de la fe, de manera que tiene significación parecida al término «misión».
El término «evangelización» es una adjetivación del sustantivo «evangelio» y el verbo «evangelizar», profundamente enraizados en la Sagrada Escritura.
En el Antiguo Testamento el término «evangelizar» tiene importancia especial en el Deuteroisaías, que se presenta como el heraldo que anuncia desde la cima de la montaña la paz y la victoria de Dios (Is 52, 7). Este anuncio alcanza a los paganos, como expresa el Sal 96, 2 siguiendo el pensamiento del Deuteroisaías: «Proclamad su salvación día tras día, contad su gloria a las naciones».
En el Nuevo Testamento se presenta el propio Jesús de Nazaret como primer evangelizador. Profeta, poderoso en obras y palabras (Lc 24, 19), «proclama el evangelio de Dios: se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). De esta manera Jesucristo es el Apóstol (cf. Hb 3, 1) o enviado por excelencia del Padre.
Su evangelio tiene como punto central el anuncio del Reino de Dios que supone la cercanía de un Dios Padre y su deseo de ofrecer la salvación al hombre. Con su palabra y actuación, Jesús no sólo anuncia el Evangelio de Dios, sino que él mismo se convierte en evangelio, pues en él y a través de él se va haciendo presente entre los hombres la salvación de Dios.
Jesús, portador del evangelio de Dios, muerto con la muerte de un crucificado, al ser resucitado por el Padre a la vida misma de Dios, ha venido a ser la Buena Nueva definitiva para la humanidad. Ha quedado así constituido para siempre en Salvador, Evangelio de Dios para los hombres. De esta manera el Jesús anunciador se convierte en el Jesús anunciado. En adelante, la Buena Nueva del Reino de Dios es el propio Jesús.
Después de la resurrección, Jesús envió a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). Jesucristo, «hombre enviado a los hombres» (Epístola a Diogneto, c. 7, 4), hace partícipes a los discípulos de su propia misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 17, 18). Con la fuerza del Espíritu, los discípulos cumplirán su mandato de hacer discípulos, bautizar y enseñar. El libro de los Hechos describe las etapas de esta proclamación y el nacimiento de las primeras comunidades. Por su parte, san Pablo se considera «ministro» del evangelio (Col 1, 23) y siente el deber de anunciar (1Co 9, 16) el evangelio, que «es fuerza de Dios para la salvación de todo creyente» (Rm 1, 16).
Evangelizar es la misión prioritaria de la Iglesia. El Decreto Ad gentes del Concilio Vaticano II comienza precisamente con estas palabras: «Enviada por Dios a todos los pueblos, la Iglesia como "sacramento universal de salvación" se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres por intima exigencia de su propia catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador» (AG 1; cf. LG 17).
La misión de anunciar el Evangelio -recuerda el Decreto conciliar- tiene su fundamento y origen último en la misión del Hijo por parte del Padre y en el envío del Espíritu Santo (cf. AG 2). En efecto, impulsada por este Espíritu, la Iglesia «continúa y desarrolla en el decurso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado para evangelizar a los pobres» (AG 5).
El anuncio del Evangelio no es una tarea que la Iglesia deba hacer sólo en algunos países o en algunos momentos determinados; no es una actividad excepcional sino su razón de ser. Pablo VI lo expresó espléndidamente en un conocido pasaje de la Exhortación Evangelii nuntiandi: «Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (EN 14). Y Juan Pablo II dejó escrito en la Encíclica Redemptoris missio que «el espíritu misionero pertenece a la naturaleza íntima de la vida cristiana» (1).
La Iglesia es comunión con la vida trinitaria y, precisamente por eso, es misión dirigida a los hombres. La Iglesia vive de la comunión con el Padre por Jesucristo, en el Espíritu. Esa comunión genera la misión. «La comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» (ChL 32).
La evangelización tiene como actividad primordial y fundamental el anuncio de Jesucristo, muerto y resucitado, a fin de despertar la fe y suscitar la conversión. Se trata de dar testimonio del misterio de Jesucristo como Evangelio de Dios para todos. La Buena Noticia que anuncia la Iglesia no tiene el carácter de una información, sino que es un acontecimiento, una persona, Jesucristo. Para ello se precisan «testigos» antes que «maestros», que hablen de lo que han visto y oído, a partir de su propia experiencia.
La evangelización tiene un carácter constitutivamente dialogal. Todo anuncio está condicionado por una doble realidad: lo que se quiere anunciar y el destinatario del anuncio. La fidelidad a ambas realidades hará posible la recepción efectiva de lo proclamado.
Por esto, es importante conocer la realidad de los hombres a quienes se pretende comunicar el Evangelio y conocer la situación en que viven. La evangelización no puede situarse en una posición atemporal sin tener en cuenta los interrogantes, deseos e inquietudes de los hombres.
El mandato misionero de Jesús comporta diversos aspectos que están unidos entre sí: «anunciad» (Mc 16, 15), «hacer discípulos y enseñad» (cf. Mt 28, 19-20), «sed mis testigos» (Hch 1, 8), «bautizad» (Mt 28, 19), «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), «amaos unos a otros» (Jn 15, 12). El Concilio resumió la finalidad de la misión diciendo que «el fin propio de esta actividad misionera es la evangelización y la implantación de la Iglesia en los pueblos y grupos humanos en los que aún no está arraigada» (AG 6).
La proclamación del Evangelio tiene como meta la conversión al Dios revelado en Jesucristo y la acogida del Evangelio como forma de vida. Ahora bien, esta acogida se realiza agregándose a la comunidad de los creyentes. Por ello, junto al anuncio del Evangelio es objetivo de la evangelización la formación de comunidades vivas, maduras y acogedoras que den cobijo a los convertidos. La evangelización suscita la fe y la conversión, que introducen a la persona en la comunión trinitaria y en la comunión eclesial,
Todos los creyentes están implicados en la evangelización. Cada cristiano, en virtud del bautismo, tiene la responsabilidad de transmitir el Evangelio, siendo testigo del Dios vivo. La respuesta de Pedro y Pablo al sanedrín expresa la conciencia de toda la Iglesia: «... nos es imposible callar sobre lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).
Todo el pueblo de Dios tiene el deber y el derecho de evangelizar, cada uno según su propio ministerio. En consecuencia, la evangelización no es nunca un acto individual y aislado sino que concierne a toda la Iglesia: es una acción eclesial que se realiza en comunión con toda la Iglesia.
La evangelización, aunque pertenece a toda la Iglesia universal, se lleva a cabo en las Iglesias particulares, en las que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» (CD 11). Por esto cada Iglesia local tiene que ser ella misma misionera porque -como la Iglesia universal- existe para evangelizar. Siendo Iglesia consciente de su tarea evangelizadora es como manifiesta su madurez como miembro de la Iglesia universal.
La Iglesia diocesana, bajo la presidencia del obispo, tiene como meta «ser signo e instrumento de la presencia de Cristo en el mundo» (Misal romano, oración colecta por la Iglesia local) Esto significa que todo en la Iglesia, desde la más pequeña comunidad hasta la estructura organizativa, debe estar al servicio de la evangelización.
El protagonista principal de la evangelización es el Espíritu Santo (cf. Rm 21). No se puede hablar de Jesucristo ni en su nombre sin la gracia del Espíritu. La Iglesia anuncia a Jesucristo por la fuerza del Espíritu el cual garantiza la actualidad del mensaje y abre los corazones para su acogida. «Solamente Él suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana» (EN 75).
La evangelización es un proceso rico, complejo y dinámico, en el que entran elementos variados que deben entenderse como complementarios y nunca como alternativos (cf. EN 24 y AG 11-18). Se trata de un proceso gradual por el que la Iglesia, impulsada por el Espíritu, anuncia y difunde el Evangelio.
Los diversos elementos del proceso evangelizador pueden estructurarse en tres etapas o «momentos esenciales» (CT 18), los cuales no deben entenderse en sentido exclusivo sino complementario: la acción misionera, la acción catequética-iniciatoria y la accción pastoral.
El primer momento fundamental es la acción misionera, dirigida principalmente a los no creyentes pero que tiene también como destinatarios a los indiferentes y a aquellas personas que, habiendo nacido en ambiente cristiano, han ido abandonando la fe e incluso a muchos niños bautizados que no han recibido en su propia familia el anuncio del Evangelio.
Esta acción misionera se realiza, ante todo, mediante el anuncio explícito de Jesucristo o «primer anuncio». Se trata de proclamar -con la fuerza del Espíritu- a Jesucristo muerto y resucitado como Evangelio para la persona, con la esperanza de que ella así lo comprenda y lo viva. La consecuencia de este anuncio es la conversión y la fe. Conversión a una nueva manera de ser centrada en Cristo y adhesión firme a su persona. Junto con la conversión, el primer anuncio pretende comunicar la fe o reavivarla.
La proclamación de Jesucristo se realiza mediante palabras y obras. La evangelización está vinculada al testimonio de fe y de caridad por parte de la comunidad creyente. Siguiendo el ejemplo de Jesús, que anunciaba la Buena Nueva con su palabra poderosa y por los signos que realizaba, la iglesia tiene que anunciar a Jesucristo con palabras y signos. Por eso, el testimonio de vida cristiana acompaña necesariamente la proclamación del Evangelio.
La Iglesia tiene que dar testimonio entre los pueblos de una nueva manera de ser y de vivir. Por la calidad de su vida evangélica, por la belleza y autenticidad de su oración litúrgica, por su ayuda mutua fraterna y por la seriedad de su compromiso con los pobres cada comunidad cristiana tiene que ser «dudad puesta en la cima de un monte» (Mt 5, 14), que atrae hacia sí a quienes la rodean.
El lugar de esta acción misionera es todo el mundo pues el mandato de Cristo no tiene límites. Sin embargo, podemos distinguir tres tipos de ámbitos, siguiendo a Redemptoris missio 37. El primer ámbito es el territorial: la acción misionera se ejerce, primeramente, en territorios y entre grupos humanos definidos. El segundo ámbito se refiere a los mundos y fenómenos sociales nuevos: las grandes ciudades, los emigrantes y refugiados, etc. Finalmente la acción misionera se realiza también en las áreas culturales y areópagos modernos como son los medios de comunicación, el compromiso por la paz o la defensa de los derechos del hombre y, sobre todo, el mundo de la cultura.
El momento de la misión ad gentes es constitutivo para la Iglesia y por ello es la actividad evangelizadora específica y la tarea primaria.
El segundo momento del proceso evangelizador es la acción dirigida a quienes se han convertido y su objetivo principal es iniciar en la fe y la vida cristiana. Este proceso de Iniciación se realiza mediante la catequesis y la participación en los sacramentos y en la vida de la comunidad cristiana y constituye la realización de la función maternal de la Iglesia.
Dentro de este proceso ocupa un lugar central la catequesis, la cual trata de conducir hacia la madurez de la fe a quienes han dado ya su adhesión al Evangelio o se encuentran deficientemente iniciados en la vida cristiana. Su finalidad es «propiciar una viva, explícita y operante profesión de fe» (DGC 65).
La catequesis va unida íntimamente a la celebración de los sacramentos de la iniciación. La iniciación cristiana «se realiza mediante el conjunto de los tres sacramentos: el Bautismo, que es el comienzo de la vida nueva; la Confirmación, que es su afianzamiento; y la Eucaristía, que alimenta al discípulo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo para ser transformado en Él» (CCE 1275).
La evangelización supone también el acompañamiento y educación del ya iniciado en la fe con objeto de alimentar y fortalecer su comunión eclesial e incorporarle a la tarea evangelizadora de la Iglesia. Esta acción pastoral se realiza principalmente a través del ministerio de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
A través del ministerio de la palabra se lleva a cabo una educación permanente en la fe. Este ministerio incluye acciones diversas que van desde la homilía a la catequesis (llamada, a veces, «perfectiva»), la enseñanza religiosa escolar y la misma teología.
La celebración litúrgica y, sobre todo, la eucaristía son «la cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC 10).
Vinculado estrechamente a la oración y a la predicación se encuentra el servicio de la caridad, practicada especialmente con los más excluidos. La diaconía con los pobres pertenece de manera especial a la misión de la Iglesia y se manifiesta en una solidaridad activa, atenta a las necesidades del ser humano.
En el número 33 de la Encíclica Redemptoris missio (cf. DGC, 58-59) se señalan tres situaciones distintas en atención a las circunstancias en que se desarrolla la evangelización: la misión «ad gentes», la acción pastoral y la nueva evangelización. Son acciones íntimamente conectadas que responden a distintas situaciones, que se pueden dar incluso en el territorio de una Iglesia particular.
Ya hemos expuesto los objetivos y contenidos de las dos primeras acciones. La acción misionera o misión ad gentes se dirige a los pueblos, grupos humanos y contextos socioculturales donde no es conocido Cristo, mientras que la acción pastoral se desarrolla allí donde se encuentran comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas.
La «nueva evangelización» o «reevangelización», por su parte, se dirige a las situaciones «intermedias» que se viven en muchos países de antigua cristiandad, donde se ha perdido el sentido de la fe. El punto de partida es que en los países de Europa y en otros de tradición cristiana se ha dado un proceso de descristianización y es el momento de proclamar de manera nueva el Evangelio.
Llamamos «nueva» a esta evangelización porque intenta establecer un fecundo diálogo con la persona y su cultura a fin de llevar la Buena Nueva a todos los ambientes. En uno de los discursos pronunciados por Juan Pablo II en el quinto centenario de la evangelización de América explicó que era «nueva por su ardor, por sus métodos, por su expresión» (Discurso al Celam, 9.III.1983).
En esta situación constituyen una opción prioritaria el primer anuncio junto a una catequesis fundante. La nueva evangelización se caracteriza también por lo que se ha denominado «concentración cristológica», es decir, tiene que estar centrada en el anuncio de Jesucristo, en quien se desvela la hondura del ser humano.
La evangelización se dirige a todos los hombres y a todo el hombre, es decir, al ser humano en su unidad irreductible de alma y cuerpo. Se consideran, por ello, como elementos integrantes de la evangelización la evangelización de las culturas, el diálogo interreligioso y la promoción integral del hombre.
Si la evangelización no quiere quedar en algo superficial, debe alcanzar las mismas raíces de la cultura, transformando los criterios de juicio, valores determinantes, puntos de interés, líneas de pensamiento y fuentes inspiradoras y modelos de vida de la humanidad (cf. EN 18). El encuentro entre la fe y la cultura se realiza de dos maneras distintas: la evangelización de la cultura y la inculturación de la fe.
La evangelización de la cultura pretende llevar la novedad de Cristo al corazón de las culturas, es decir, a las mentalidades, costumbres y comportamientos. Es preciso, para ello, acercarse a las culturas, identificando sus valores y contravalores al objeto de construir sobre los primeros -son «semina Verbi»- y luchar contra los segundos (por lo que es también necesaria una crítica de las culturas). La fe cristiana es capaz de alcanzar el corazón de la cultura para purificarla, fecundarla y enriquecerla. La evangelización exige una posición de diálogo continuo con la cultura, siempre mudable, para hacer presente la verdad de Cristo. El cristiano tiene que ser sensible y estar en sintonía con el propio momento histórico y conectar con la propia cultura.
Con el término «inculturación» se expresa la necesidad de encarnar el Evangelio en las diversas culturas de los pueblos, anunciando a Cristo en la lengua y culturas de los hombres. La teología de los años sesenta -que introdujo este término- suponía que el mensaje cristiano estaba revestido de un ropaje cultural determinado del cual se podría desprender para adoptar el de la cultura a la que se dirigía. Actualmente se tiende a reconocer la dificultad de aislar el mensaje evangélico de la cultura en la que está inserto desde el principio y de las culturas en las que se ha ido expresando. Al mismo tiempo se reconoce la fuerza transformadora y regeneradora del Evangelio y su capacidad de expresarse en el lenguaje de las diversas culturas.
Se ha dicho con razón que el grave drama de nuestro tiempo es la ruptura entre evangelio y cultura pues mientras que el evangelio no fecunde la cultura, no podrá alcanzar el fondo de la persona humana.
Forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia el diálogo interreligioso. El diálogo y el anuncio son elementos integrantes de la misión de la Iglesia que se encuentran íntimamente vinculados, pero son distintos y no pueden considerarse intercambiables.
El diálogo con otras religiones es una exigencia que brota del carácter mismo del cristianismo, religión de encarnación. Dios ha mantenido un diálogo continuo con el hombre y la Iglesia, para serie fiel, debe entrar en diálogo con todos. En el diálogo el cristiano está llamado a descubrir la epifanía de Dios presente en otras tradiciones religiosas y advertir en ellas elementos providenciales y designios del amor de Dios hacia los hombres. Debe hacerse con respeto y con gran apertura. Se trata de descubrir las semillas del Verbo presente en ellas y estar atento a lo que el Espíritu ha podido obrar.
Ahora bien, el verdadero diálogo interreligioso conlleva el anuncio, es decir, el deseo de ayudar a las personas a alcanzar un conocimiento explícito de lo que Dios ha obrado en Jesucristo y la invitación a ser discípulos suyos y miembros de la Iglesia. La misión de la Iglesia es anunciar el Evangelio para que todos los hombres conozcan la cercanía de Dios en Jesucristo. En este anuncio habrá que ser muy respetuoso con lo que el Espíritu, principal agente de la evangelización, ha obrado ya en los hombres. Se trata de ayudar al hombre a progresar desde las «semillas del Verbo» a la plenitud del misterio de Dios revelado en Cristo.
La verdadera evangelización va unida también a un crecimiento integral de la persona humana, «elemento esencial de la misión de la Iglesia, indisolublemente unido a la misión» (RH 15). La evangelización incluye como parte integrante la promoción humana, porque es anuncio de una salvación que entraña todo el ser del hombre.
La acción a favor de la justicia y el trabajo por transformar el mundo son dimensión constitutiva del anuncio del Evangelio. La solidaridad con los más pobres y marginados y la cercanía a ellos es signo eficaz de que se anuncia a Jesucristo, enviado para proclamar la Buena Noticia a los pobres.
BibliografíaH. BÜRKLE (dir.), La misión de la Iglesia, Valencia 2002. A. CAÑIZARES, La evangelización, hoy, Madrid 1977. F. CONESA (ed.), El cristianismo, una propuesta con sentido, Madrid 2005. J. ESQUERDA BIFET, Diccionario de la evangelización, Madrid 1988. J.GEVAERT, El primer anuncio, Santander 2004. J.L. ILLANES, Desafíos teológicos de la nueva evangelización, Madrid 1999. J. MARTÍN VELASCO, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Santander 1982.
F. Conesa
En su acepción más amplia, la palabra «exégesis» designa la actividad científica destinada a establecer el significado de un texto. Según este sentido, puede considerarse sinónima de los términos «interpretación» y «hermenéutica», cuando ambos se toman también en su significación más extensa. Se habla de «exégesis bíblica» cuando los textos sometidos a interpretación son los de la Sagrada Escritura.
La exégesis bíblica no posee una metodología propia, distinta de la usual en la interpretación de cualquier otro género de textos. Con las imprescindibles adaptaciones prácticas, asume los principios y procedimientos enunciados por la teoría hermenéutica vigente en cada época.
Sin embargo, cuando desempeñan su tarea, los exegetas son conscientes de la especial naturaleza que tiene el objeto de su estudio: «Al igual que la palabra sustancial, de Dios se hizo semejante a los hombres en todo, excepto en el pecado, así las palabras de Dios expresadas en lenguas humanas, se han hecho en todo semejantes al lenguaje humano, excepto en el error» (Divino Amante Spiritu, n. 22).
El contenido del párrafo que hemos citado ha sido repetido y glosado en numerosas ocasiones por el magisterio posterior; insistiendo siempre en que la exégesis bíblica debe respetar la condición histórica de los textos que examina y, al mismo tiempo, poner de manifiesto su validez salvífica universal.
En efecto, siendo manifestaciones auténticas del lenguaje, los escritos bíblicos comparten las características propias de esta actividad humana. Por consiguiente, fueron redactados y compuestos sirviéndose de los recursos idiomáticos, literarios y culturales de la época a la que pertenecen y están condicionados por las posibilidades expresivas de tales recursos. Otro tanto debe decirse de la intención comunicativa que pudieron albergar sus autores humanos, para cuya elucidación debe atenderse a los parámetros históricos pertinentes.
La historicidad de los textos determina su «sentido literal» -sobre el que debe fundarse cualquier otro-, impide atribuirles anacrónicamente contenidos ajenos al universo que los vio nacer y establece los límites de legitimidad de cualquier interpretación.
Simultáneamente, la Iglesia, fiel a la tradición apostólica, enseña que la Sagrada Escritura contiene la revelación divina, que es eficaz para la salvación de todos y cada uno de los hombres, cualesquiera sean las circunstancias de tiempo, lugar y cultura.
El estudio de las dimensiones históricas del texto bíblico y la indagación de cómo es posible conciliar historicidad y validez universal han ocupado preferentemente los esfuerzos de la exégesis católica durante el siglo XX.
El interés por la dimensión histórica de los textos bíblicos ha guiado las tareas de los llamados «métodos histórico-críticos». Esta denominación común abarca un amplio espectro de protocolos científicos que comparten el propósito de establecer mediante criterios objetivos el origen y la evolución de los textos que componen la Sagrada Escritura.
En un primer estadio, estos métodos señalaron que el texto que ha llegado hasta nosotros es producto de diversas fuentes documentales anteriores. Eso explicaría la existencia de narraciones duplicadas de un mismo acontecimiento, las aparentes contradicciones, las variantes léxicas y estilísticas, etc. Fundándose en esta apreciación, los expertos trataron de identificar, datar y caracterizar las posibles fuentes que subyacen a la forma actual del texto.
El análisis de los contenidos propios de cada tradición permitió, en un segundo estadio, examinar el progreso teológico que suponían las sucesivas etapas redaccionales de un episodio y los intereses predominantes en cada una de ellas.
Por fin, en el último momento de su desarrollo, los métodos histórico-críticos se ocuparon de la labor redaccional cumplida por quienes compilaron y fundieron los distintos documentos iniciales. Se examinaron entonces los mecanismos empleados para unir fragmentos procedentes de tradiciones diversas y el sentido que cobra la disposición elegida.
Entre otras cosas, los métodos histórico-críticos indicaron la presencia en la Sagrada Escritura de «géneros literarios». Es decir que las narraciones y las composiciones líricas y sapienciales de la Biblia se atienen a «modelos» tomados de la tradición cultural de la época a la que corresponden. El estudio de los géneros literarios permite entender algunas características redaccionales y valorar mejor la intención comunicativa de los autores.
Como no podía por menos de ser, la aplicación de un programa de investigación tan amplio ha comportado en ocasiones algunas deficiencias. Ha habido excesos en el empleo de la metodología propuesta y, en sus primeros comienzos, los métodos histórico-críticos se divulgaron de la mano de falsos presupuestos teóricos que, en razón de la historicidad de los textos, ponían en tela de juicio su veracidad o su carácter revelado.
Sin embargo, la aportación de estos métodos a la exégesis bíblica ha sido decisiva, tanto por la actitud que comportan, cuanto por muchas de las conclusiones a las que han llegado. El recurso a los mismos es hoy unánimemente reconocido como imprescindible y propuesto como tal por el magisterio.
El desarrollo de la lingüística durante el siglo XX trajo consigo una nueva perspectiva en el estudio de textos. Dejando de lado los procesos de elaboración de los mismos, pasó a tener importancia prioritaria el análisis de su contenido. Este nuevo interés cuadraba bien con el punto alcanzado por los métodos histórico-críticos en su última etapa y pronto fue adoptado por la exégesis bíblica.
La cuestión que se planteaba era definir la función que en orden al significado global del texto cumplía cada uno de los componentes del mismo. Por razones de índole teórica, materia preferente de estudio fueron las narraciones, que constituyen, además, buena parte de la Sagrada Escritura.
Una primera propuesta a este respecto fue hecha por el semiólogo francés Algirdas Julien Greimas (Semántica estructural, Madrid 1971), quien se esforzó por diseñar cierta «gramática del relato». En su opinión, el progreso de un argumento obedece a un reducido número de mecanismos, que pueden reconocerse en todos los relatos. Los personajes, peripecias y elementos argumentales concretos no son sino manifestaciones al servido de dichos mecanismos sustanciales. De suerte que la estructura esencial de un relato y su significado pueden ser abstraídos de sus determinaciones accidentales y verterse en otras distintas.
Con su teoría, Greimas reveló la existencia de dinamismos argumentales reales. Pero reducir el significado a tales dinamismos supone una absolutización ilegítima, pues prescinde de aspectos y estructuras significativas presentes en la narración.
Así lo han puesto de manifiesto, por ejemplo, los estudios de Gerard Genette (Figuras III, Barcelona 1989), quien ha señalado que la distribución de las escenas en un relato, el espacio que ocupan, la perspectiva desde la que son narradas, etc. son factores que inciden de manera decisiva en el sentido que la escena cobra dentro del texto y, por consiguiente, en el efecto que éste causa en el lector.
Aunque con enfoques y planteamientos muy distintos, Greimas y Genette -y las actitudes teóricas que representan- coinciden en centrar su atención en el texto. Por eso, sus planteamientos deben ser completados con las aportaciones hechas por la «pragmática». Esta disciplina se funda en la «filosofía de los actos de habla», cuyos principios recuerdan que hablar, decir algo verbalmente o por escrito, es un acto.
Síguese de ello que el acto de habla no está completo ni adquiere su especie hasta que no se termina. En consecuencia, la unidad de significado es el «enunciado», el texto, y no sus componentes. Además, tratándose de un acto es siempre un hecho individual, concreto, que ocurre en circunstancias precisas. Éstas permiten aclarar no el significado del enunciado, pero sí la intención del enunciador. Mediante sus palabras, éste puede referirse a una u otra cosa o a ninguna, puede tener una intención irónica, etc.
Este último aspecto adquiere un carácter especial cuando se trata de escritos. Por su propia naturaleza, lo escrito está llamado a desvincularse de las circunstancias de enunciación. A pesar de lo cual, también en los textos escritos puede detectarse la intención del autor, si se atiende al género literario o a las huellas que la enunciación deja en el enunciado. Además, por su contenido, el enunciado limita las posibles circunstancias de su enunciación.
Finalmente, el enunciador persigue causar un efecto en su destinatario, cosa que puede conseguir en un grado u otro o no conseguir en modo alguno.
Aplicada al análisis del texto, la pragmática trajo consigo el interés por el estudio de las «voces» que intervienen en un relato: ¿qué aportación entraña que un episodio sea contado por el narrador, por uno u otro de los personajes, etc.? ¿Cuál es la naturaleza y las variantes de lo que llamamos «narrador»?
Frente al «significado», término que designa el contenido inmanente del texto, explícito o implícito, el «sentido» comprende también las intenciones que guían al autor y atiende a la enunciación como acto de comunicación y no como manifestación de un código preestablecido.
Tanto si hablamos del significado como si nos referimos al sentido, el destinatario de un enunciado no cumple un papel meramente pasivo. No es sólo un receptor que descodifica contenidos explícitos previamente codificados por el autor. Los textos requieren la colaboración del lector para manifestar qué función significativa tienen los recursos lingüísticos de todo género que los componen. Además, quien enuncia una expresión espera que, a tenor de las circunstancias, el oyente entienda la intención que persigue.
Parece obvio que la habilidad del lector para desempeñar su cometido depende de su capacidad. Puede aprehender sólo parte del enunciado o malversarlo por entero.
La Iglesia recuerda que la Sagrada Escritura debe leerse in sinu Ecclesia, en comunión con la Iglesia. Cristo, que según la fe es el contenido auténtico del Antiguo Testamento, es, al mismo tiempo, el «lector modelo» de toda la Sagrada Escritura. Lo fue históricamente de los textos veterotestamentarios y lo es también del Nuevo Testamento. La necesidad de leer la Escritura in sinu Ecclesia no debe, por tanto, ser entendida como un factor que cohíbe la libertad interpretativa, sino como el estímulo hacia un hondo ideal de verdad y de comunión con Cristo.
Por otra parte, el Nuevo Testamento es testimonio de la predicación apostólica y debe ser leído como tal: en coherencia con otros testimonios análogos y sin perder de vista el objetivo que tal testimonio persigue.
En el extremo opuesto de este ideal se sitúan las tendencias que postulan la disolución del significado. Según las mismas, dado que la comprensión de los elementos que explícitamente componen un texto remite siempre y necesariamente a la intervención del lector, ésta es siempre legítima con independencia del sentido que tenga. Es necesario recordar, sin embargo, que aunque un mismo texto admite diferentes interpretaciones, no las admite todas, pues determinadas intervenciones del lector son irreconciliables con los contenidos explícitos del enunciado.
Los métodos histórico-críticos y los nuevos métodos de análisis literario pueden ser definidos como un conjunto de procedimientos científicos puestos en acción para explicar los textos. En ellos, la intervención del lector es entendida en consonancia con el fin que pretenden.
Junto al estudio metódico de la Sagrada Escritura, cabe también acercarse a ella mediante búsquedas orientadas según un punto de vista particular. El lector, asumiendo un contenido o una actitud como clave Interpretativa, rastrea sus huellas en el texto bíblico. Estos procedimientos, que deben distinguirse de los métodos propiamente dichos, contribuyen a extraer de la Escritura algunos valores y perspectivas.
Los acercamientos que poseen especial vigencia en la actualidad pueden ordenarse según diferentes tipos. Algunos atienden particularmente a la tradición y estudian el texto bíblico bien como parte de un conjunto definido canónicamente, bien en continuidad con las tradiciones judías de interpretación, bien registrando los efectos que a lo largo de la historia ha producido el texto en los lectores.
Un segundo tipo recurre de manera particular a las propuestas hechas por las diferentes disciplinas contemporáneas que examinan los fenómenos humanos. Así, la sociología, la antropología cultural o las diferentes perspectivas psicológicas o psicoanalíticas.
Finalmente, de la mano de los estudios de crítica literaria predominantes en Estados Unidos, han cobrado especial auge en nuestros días los acercamientos de corte feminista o liberacionista.
En una u otra medida, los acercamientos iluminan el texto según sus propios intereses. El valor de sus conclusiones queda determinado por los postulados teóricos que asumen en el empleo de las ciencias a las que recurren. En cualquier caso, sus conclusiones pueden contribuir a una mejor comprensión de los orígenes del texto bíblico y de la historia de su interpretación.
Al comienzo de este artículo hemos señalado que, entendido en su acepción más amplia, el término «hermenéutica» es sinónimo de «exégesis» y de «interpretación». Todos ellos designan por igual la ciencia y la actividad de la interpretación de textos y sus resultados.
Pero, desde mediados del siglo XIX, diferentes autores centraron su atención en el análisis de en qué consiste propiamente interpretar. Con ello pusieron los fundamentos de lo que se conoce como «nueva hermenéutica» o simplemente «hermenéutica», que alcanzó un definitivo impulso con el filósofo alemán Martin Heidegger. En esta nueva acepción, «hermenéutica» designa los estudios sobre la actividad interpretativa en si misma considerada y el cuerpo doctrinal de quienes los practican.
Destacó Heidegger que el hombre no es un ser concluso, sino abocado a su futuro, y que es consciente de ello. Para cada individuo, el futuro es realmente el abanico de posibilidades que ante el se abren, alguna de las cuales debe procurar. Tales posibilidades se fundan sobre el presente que, a su vez, se revela como tal en la medida en que anuncia o determina posibilidades de futuro y en la medida en que constituye la clave de comprensión de lo ya pasado. En esta clave, la narración cobra especial importancia porque es la actividad mediante la que el ser humano relaciona acontecimientos y los comprende.
Asumiendo estos principios, la interpretación persigue encontrar el «sentido». En la hermenéutica este término tiene un significado distinto del que hemos visto al tratar de la pragmática. Sentido es ahora la comprensión de la temporalidad de la historia pasada y de las posibilidades de futuro. El sentido, por tanto, conforma el presente. Cuando se relaciona con un texto, el lector busca el sentido que pueda tener, el universo de posibilidades que despliega o las claves que suministra para entender la propia historia. Esta búsqueda orienta y configura toda relación con el texto.
Sin que falten sugestivos aciertos en el pensamiento de Heidegger, su aceptación indiscriminada comporta el riesgo de difuminar por completo las fronteras existentes entre el lector y el texto.
Diferentes autores han aplicado a la Sagrada Escritura los principios que acabamos de exponer o han intentado matizarlos. Entre los primeros, Rudolf Bultmann quiso leer el Nuevo Testamento como una manifestación de las coordenadas que definen al ser humano según Heidegger. Esta actitud entraña como problema que arroja un resultado reductor del texto neotestamentario.
Más recientemente, Gadamer ha insistido en la copertenencia del lector al texto. La búsqueda del sentido es hecha a partir de postulados que el lector acepta porque pertenece a una tradición a la que pertenece igualmente el texto en el que busca sentido.
Ricoeur, por último, sin desmentir a Heidegger ni a Gadamer, ha señalado que, a pesar de todo, los textos se presentan como una entidad distinta del lector, que debe ratificar en ellos el sentido que cree haber encontrado.
Aun cuando deban perfilarse sus conclusiones y sea necesario abordar desde su perspectiva asuntos como en qué medida los textos se refieren a acontecimientos realmente ocurridos en el universo extralingüistico, la hermenéutica ha puesto de relieve las complejas y delicadas relaciones entre el lector y los textos. De esta manera ha revisado la cuestión de cómo puede ser universal y siempre actual un contenido concreto y determinado por la historia.
VI. Los «SENTIDOS» DE LA SAGRADA ESCRITURA.
Una de las cuestiones tradicionales en la reflexión exegética ha sido el debate acerca de los diferentes «sentidos» de la Sagrada Escritura. En este debate, el término «sentido» debe entenderse como equivalente a «significado». Hemos señalado que el significado literal de los textos bíblicos está determinado por su pertenencia a una época histórica concreta. Su investigación, por tanto, debe desenvolverse dentro de los límites impuestos por la historicidad.
Tradicionalmente, la Iglesia ha admitido que, además del literal, es posible reconocer en los textos un «sentido espiritual». Es el expresado por los textos bíblicos cuando son leídos bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. El sentido espiritual no es necesariamente diferente del sentido literal, puesto que se vale de elementos que están en conexión con él. Por consiguiente, no debe confundirse con el subjetivo, que nunca sería auténtico si prescindiera de este tipo de elementos. Siempre y en todo caso, el sentido espiritual debe mantener su relación con el literal. Las reflexiones de la hermenéutica y la lingüística contemporáneas han contribuido a fundamentar la legitimidad de la exégesis espiritual, al poner de manifiesto la ineludible vinculación entre el lector y el texto.
Por su parte, algunos teóricos de la exégesis bíblica han postulado la existencia de lo que llaman «sentido pleno». Este sentido habría sido querido por Dios, autor principal de la Sagrada Escritura, aunque no haya sido explícitamente consignado por el autor humano.
Muestras de este sentido pleno se darían en las relecturas de textos veterotestamentarios hechas por el Nuevo Testamento o en los desarrollos doctrinales del magisterio a partir de pasajes neotestamentarios.
La acción del Espíritu Santo en el curso de la historia originaría contextos nuevos que permitirían apreciar nuevas dimensiones del significado, ausentes de su contexto original. En todo caso, debe recordarse aquí la necesaria vinculación que debe existir entre sentido literal y pleno y que éste sólo será auténtico si está avalado por un texto dotado de autoridad suficiente.
La categoría de «sentido pleno», relativamente reciente, sigue siendo objeto de discusión y podría considerarse idéntica a la de «sentido espiritual» si se admite que éste es distinto del literal.
BibliografíaPONTIFICIA COMISIÓN BIBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Cittá del Vaticano 1993. V. BALAGUER (ed.), Comprender los evangelios, Pamplona 2005. K. RAHNER y J. RATZINGER, Revelación y tradición, Barcelona 1970.
S. Garcia-Jalón