Diccionario de Teología


Canon bíblicoCaridad-amorCarismasCatecismoCatequesisCiencia (y teología)Colegio episcopalComunión de los santosConcienciaConcilioConfirmaciónContemplaciónConversiónCreaciónCruzCultura


Canon bíblico
I. FUNDAMENTO Y SIGNIFICADO DEL CANON.
II. EL CANON JUDÍO Y EL CANON CRISTIANO.
IV. LAS ESCRITURAS DE ISRAEL ACEPTADAS POR LOS CRISTIANOS: EL ANTIGUO TESTAMENTO.
V. CONSIDERACIÓN DE LOS ESCRITOS APOSTÓLICOS COMO ESCRITURA.
VI. DISCERNIMIENTO DE LOS LIBROS APOSTÓLICOS EN LOS SIGLOS II Y III
VII. DELIMITACIÓN DE LOS LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO.
Caridad-amor
I. TEOLOGÍA DEL AMOR: LA ENCÍCLICA DEUS CARITAS EST
II. CONCEPTO FILOSÓFICO BÁSICO DE AMOR
III. LA CARIDAD EN DIOS.
   1. En las operaciones intratrinitarias.
   2. En las operaciones extratrinitarias
IV. LA CARIDAD EN EL HOMBRE.
   1. Caridad-amor del hombre respecto de Dios
   2. Caridad-amor del hombre respecto de sí mismo.
   3. Caridad-amor del hombre respecto del prójimo.
   4. Pecados contra la caridad
Carismas
I. Los CARISMAS DESDE LA PERSPECTIVA DEL NUEVO TESTAMENTO.
   1. Los carismas en la primitiva Iglesia.
   2. Valoración posterior de los carismas.
II. Los CARISMAS SEGÚN EL CONCILIO VATICANO II
III. LA REFLEXIÓN POSCONCILIAR SOBRE LOS CARISMAS.
   1. Adquisiciones de la teología contemporánea
   2. Carismas y estructuración de la Iglesia.
   3. Implicaciones teológico-pastorales.
Catecismo
I. CONCEPTO
II. ESTRUCTURA Y CONTENIDO
III. DESARROLLO HISTÓRICO
   1. De la patristica a Trento
   2. De Trento al Vaticano II
   3. Concilio Vaticano II y Catecismo de la Iglesia Católica
Catequesis
I. NATURALEZA DE LA CATEQUESIS
II. FINALIDAD DE LA CATEQUESIS
III. TAREAS DE LA CATEQUESIS.
IV. EL CATECUMENADO BAUTISMAL, INSPIRADOR DE LA CATEQUESIS
Ciencia (y teología)
I. LA TEOLOGÍA COMO CIENCIA
II. LA DIFÍCIL RELACIÓN ENTRE LA TEOLOGÍA Y LAS CIENCIAS NATURALES.
   1. Perspectiva histórica
   2. Perspectiva sistemática
III. POR UNA TEOLOGÍA DE LA CIENCIA
Colegio episcopal
I. EL COLEGIO APOSTOLICO
II El COLEGIO EPISCOPAL SUCEDE AL COLEGIO APOSTÓLICO.
III. LA SUCESIÓN APOSTÓLICA ES PRIMACIAL Y COLEGIAL.
IV. LA INCORPORACIÓN AL COLEGIO EPISCOPAL.
V. DIMENSIÓN COLEGIAL Y PARTICULAR DE LA AUTORIDAD EPISCOPAL.
VI. EL COLEGIO EPISCOPAL Y SU CABEZA.
VII. LA ACCIÓN DEL COLEGIO.
Comunión de los santos
I. LA HISTORIA DE LA FÓRMULA «COMMUNIO SANCTORUM» Y SUS BASES TEOLÓGICAS.
II. INTERPRETACIONES DE LA «COMMUNIO SANCTORUM».
III. EL SIGNIFICADO Y ALCANCE TEOLÓGICOS DE LA «COMMUNIO SANCTORUM».
Conciencia
I. APUNTES SOBRE EL SIGNIFICADO DE LA CONCIENCIA EN LA SAGRADA ESCRITURA.
II. PUNTOS DE REFLEXIÓN SISTEMÁTICA
   1. Naturaleza de la conciencia
   2. La autoridad de la conciencia.
   3. La conciencia errónea
   4. Formación de la conciencia
Concilio
I. NATURALEZA Y TEOLOGÍA DEL CONCILIO
   1. Naturaleza y función del concilio universal o ecuménico
   2. Notas para una teología del concilio.
II. HISTORIA DE LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS
   1. Comienzos y tipologías de la actividad conciliar
   2. Concilios ecuménicos
      1º) I Nicea (325)
      2º) I Constantinopla (381)
      3º) Éfeso (431).
      4º) Calcedonia (451).
      5º) II Constantinopla (553)
      6º) III Constantinopla (Trullano) (680-681)
      7º) II Nicea (787)
      8º) IV Constantinopla (869-870).
      9º) I Letrán (1123)
      10º) II Letrán (1139).
      11º) III Letrán (1179)
      12º) IV Letrán (1215)
      13º) I Lyon (1245)
      14º) II Lyon (1274)
      15º) Vienne (1311-1312).
      16º) Constanza (1414-1418).
      17º) Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442)
      18º) V Letrán (1512-1517)
      19º) Trento (1545-1563)
      20º) Vaticano I (1869-1870)
      21º) Vaticano II (1962-1965)
Confirmación
I. CELEBRACIÓN LITÚRGICA DEL SACRAMENTO
   1. Estructura fundamental
   2. Una nueva praxis
   3. El problema histórico
   4. Conclusión
   5. Unción con el crisma
   6. Fórmula sacramental
II. TEOLOGÍA DE LA CONFIRMACIÓN
   1. La confirmación en la economía de la salvación.
   2. Significado teológico-salvífico del sacramento.
   3. La gracia sacramental de la confirmación
   4. El carácter sacramental
Contemplación
I. ETIMOLOGÍA Y DISTINTOS SIGNIFICADOS DEL TÉRMINO «CONTEMPLACIÓN».
II. ENSEÑANZAS BIBLICAS
III. ENSEÑANZAS DE LA TRADICIÓN ESPIRITUAL CRISTIANA
IV. NATURALEZA FILOSÓFICA V TEOLÓGICA DE LA CONTEMPLACIÓN SOBRENATURAL.
V. LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA.
Conversión
I. NOCIÓN DE «CONVERSIÓN»
   1. La conversión en la Sagrada Escritura.
   2. Enseñanzas del magisterio de la Iglesia.
II. TEOLOGÍA DE LA CONVERSIÓN
   1. Conversión y salvación.
   2. Fe y conversión
   3. Itinerario hacia la conversión
   4. Conversión, santidad y existencia cristiana
Creación
I. DIMENSIÓN HISTÓRICA
   1. En la Sagrada Escritura
   2. En la historia de la teología
   3. En la teología contemporánea, en diálogo con la filosofía y la cosmología.
II. DIMENSIÓN SISTEMÁTICA
III. CREACIÓN Y ECOLOGÍA
   1. El hombre imagen de Dios.
   2. El hombre creado de la tierra
   3. Creación, trabajo y contemplación
Cruz
I. DIMENSIÓN TEOLÓGICA
   1. Concepto
   2. Historia
   3. Consideraciones.
   4. Conclusiones.
II. DIMENSIÓN ESPIRITUAL
   1. Centralidad de la cruz
   2. Sabiduría de la cruz
   3. Cruz y resurrección
   4. La cruz en la vida cotidiana del cristiano.
Cultura
I. EL SIGNIFICADO ACTIVO DE LA NOCIÓN CULTURA.
II. CULTURA DOMINANTE E INCULTURACION.
III. CULTURA Y TRASCENDENCIA

 «    Canon bíblico    » 

I. FUNDAMENTO Y SIGNIFICADO DEL CANON.

«Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os prediqué [...] Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1Co 15, 3-5). Esta proclamación del evangelio es el punto de partida para el establecimiento del canon bíblico en la Iglesia, que incluye los libros apostólicos, en los que de una forma u otra se expone el evangelio (Nuevo Testamento), y las Escrituras de Israel conforme a las cuales se realizó la obra salvadora de Cristo (Antiguo Testamento). En Cristo y desde Cristo adquiere unidad y sentido el canon bíblico cristiano. La Iglesia recibe y asume las Escrituras del pueblo judío como primera parte de un único canon de Escrituras que culmina con los escritos apostólicos.

El sentido primero del término «canon» es el de vara de medir o «medida»; en el Nuevo Testamento aparece con el significado de norma a la que han de ajustarse la fe y la conducta cristianas (cf. Ga 6, 16; 2Co 10, 13). Aplicado a ciertos libros, el adjetivo «canónico» indica su carácter normativo dentro de una comunidad, y «canon» indica el conjunto de tales libros. Pero cuando se llega a establecer la lista cerrada y completa de esos libros, «canon» viene a designar dicha lista, y «canónicos», los libros incluidos en ella y diferenciados por eso mismo de todos los demás.

En la base de la formación del canon está la recepción de los libros que lo forman por parte de una comunidad que los recibe y valora como normativos en algún aspecto de su vida. En el caso del antiguo Israel, de la Iglesia y del judaísmo actual se trata de comunidades arraigadas en una fe religiosa, y reciben por tanto los libros como canónicos en cuanto que en ellos ven reflejada su fe y su norma de conducta. La historia de la formación del canon refleja las diversas etapas vividas por la comunidad hasta su configuración definitiva en la que determina un canon en el sentido de lista cerrada.

En la Iglesia, el establecimiento del canon bíblico fue fruto de un largo proceso en el que ella misma, guiada por el Espíritu Santo, llegó a discernir y proponer qué libros hablan de ser tenidos como sagrados y canónicos, es decir, inspirados por Dios y norma para su fe. Ese proceso va acompañado de dos factores importantes: la formulación armónica y condensada de la fe en los «símbolos de la fe», que sirven a su vez de gula para el discernimiento de los libros; y la conciencia de la sucesión apostólica mediante el ministerio de los obispos, de forma que su autoridad magisterial pueda garantizar la legitimidad de la inclusión de un determinado libro en el canon y de proponer su lista cerrada. De este modo, «discerniendo el canon de las Escrituras, la Iglesia discernía su propia identidad, de modo que las Escrituras son, a partir de ese momento, un espejo en el que la Iglesia puede redescubrir constantemente su identidad, y verificar, siglo tras siglo, el modo cómo ella responde sin cesar al evangelio, del que se dispone a ser el medio de transmisión» (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1993, III B 1).

II. EL CANON JUDÍO Y EL CANON CRISTIANO.

Las numerosas ocasiones y los distintos modos en que Jesús y los hagiógrafos de los libros del Nuevo Testamento recurren a las Escrituras judías muestran que éstas tienen para ellos, como para el conjunto de los judíos de su tiempo, autoridad divina. Pero todavía no puede hablarse de «Antiguo Testamento», sino de libros sagrados del judaísmo. Hablar de «Antiguo Testamento», incluyendo las Escrituras recibidas de Israel -y no sólo la Ley como en 2Co 3, 14- supone la existencia de un «Nuevo Testamento», y de ello sólo hay evidencia a partir de finales del siglo II d.C. cuando, partiendo de la predicación apostólica, aquellas Escrituras judías son consideradas en su conjunto preparación y profecía de Cristo.

Por esa misma época, y probablemente en oposición a los cristianos, entre los rabinos judíos llamados tannaítas o transmisores de la enseñanza de maestros anteriores, se fue delimitando el número de libros que para ellos tenían carácter sagrado, o que «manchan las manos», llegando finalmente a precisar en el Talmud cuáles eran en concreto (cf. bBaba Batra 14, 14b-15) los que después integrarían la Biblia hebrea o Tanak (abreviatura de Torá = Ley, Nebiim = Profetas, y Ketubim = Escritos). Así la Tanaka de los judíos y el Antiguo Testamento de los cristianos coinciden en la gran mayoría de libros incluidos en ellos; pero ambos conjuntos canónicos se han formado con orientaciones muy diferentes: el Antiguo Testamento, mirando a Cristo y al Nuevo Testamento; la Tanaka, centrada en la Ley de Moisés. El significado de que los Profetas en el canon cristiano estén situados al final del Antiguo Testamento es que anuncian de manera inmediata a Cristo. La historia común que subyace a ambos cánones comienza a diversificarse desde finales del siglo I D.c. a medida que judaísmo y cristianismo forman entidades religiosas diferentes y enfrentadas entre sí.

TI HI. COLECCIONES DE LIBROS CANÓNICOS EN EL ANTIGUO ISRAEL.

Aparte de que desde época muy antigua existieran en Israel textos considerados sagrados, como las tablas de la Ley (cf. Ex 31, 18), el primer libro como tal de carácter normativo del que se habla en el Antiguo Testamento es el mencionado en 2R 22 con el que Josías llevó a cabo una reforma religiosa en el año 622 a.C. También se menciona con ese mismo carácter el libro de la Ley que, hada el año 400, Esdras trajo de Babilonia y leyó ante el pueblo (cf. Ne 8, 1-18). No puede decirse, sin embargo, como opinan algunos autores, que en ese momento fueran canonizados los libros de la Ley (o Pentateuco), cuya redacción fue sin duda posterior y más compleja (véase Antiguo Testamento).

En la época de los Macabeos (ca 175 a.C.), los libros de la Ley se distinguían de todos los demás por su carácter normativo y sagrado, como se ve por la saña de los perseguidores en destruirlos (cf. 1M 2, 13)Sin embargo, a los libros reunidos por Judas Macabeo en una biblioteca, a imitación, según se dice, de la que hiciera Nehemías (cf. 2M 2, 13-14), no se les atribuye carácter canónico o sagrado, pues precisamente no se mencionan entre ellos los de la Ley. Sin duda en ese tiempo estaban también coleccionados los libros de los Profetas, ya que se creía que desde los tiempos de la vuelta del destierro no había más profetas en el pueblo (cf. 1M 4, 46); pero en esa misma época se escriben libros con carácter de profecía que más tarde se tendrán como Profetas, así sucede con el de Daniel (cf. Mc 13, 1-14; Mt 24, 15; 4QFlor 2.3) o los de Henoc (cf. Judas 1, 14-16). Esto indica que la colección de los Profetas no era aún para todos un conjunto cerrado, como afirman algunos autores.

Hacia el año 130 a.C. el traductor al griego del Sirácida menciona los conjuntos de «la Ley, los Profetas y otros escritos de los antepasados», pero no dice cuáles son los «profetas», o los «escritos», entre los que cuenta sin duda el libro que él traduce, ni en qué medida se trata de libros sagrados. Esos grupos de libros se encuentran también mencionados en otras obras judías o cristianas del siglo I a. y d.C. (cf. 4QMMT 86-103; Filón de Alejandría, De Vita contemplativa 3, 25-26; Mt 5, 17; 7, 12; Lc 24, 27.44; Hch 28, 23), pero sin especificar su número que, en el caso de los Escritos, era fluctuante. En esa época no se plantea aún la cuestión de un canon cerrado de Escrituras, y, por otro lado, cada grupo dentro del judaísmo se atiene a distinto cuerpo de escritos. Pensar que existía un canon breve en Palestina y uno largo en la diáspora griega es simplificar la cuestión.

IV. LAS ESCRITURAS DE ISRAEL ACEPTADAS POR LOS CRISTIANOS: EL ANTIGUO TESTAMENTO.

Siguiendo sin duda lo que ya hiciera Jesús (cf. Mc 14, 19; Mt 5, 17), los hagiógrafos del Nuevo Testamento asumen en su conjunto las Escrituras judías (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001). Apelan especialmente a ellas para justificar la muerte y resurrección de Cristo (cf. 1Co 15, 3-5) y los acontecimientos de su vida (cf. Mt 1, 22) según el plan preestablecido por Dios, y las ven ante todo como profecía sobre Cristo que ya se ha cumplido (cf. Lc 24, 44-47; Hch 2, 14-36) y como testimonio anticipado sobre Él (Jn 5, 39). Esto, unido a la fe en que con Cristo había comenzado una nueva etapa en la economía salvífica (cf. Ga 4, 4-5), implicaba, aunque no se diga expresamente, que se habían completado aquellas Escrituras, es decir, que el conjunto de libros del Antiguo Testamento debía de estar ya cerrado.

En algunos ambientes cristianos, acentuando la tensión señalada ya por san Pablo entre Ley y Gracia (cf. Ga 3, 23-25), las Escrituras antiguas fueron rechazadas en bloque, como hiciera Marción (ca. 140). Frente a ello se reafirma su uso en la Iglesia tal como se venía haciendo en la liturgia, en la exhortación y en la argumentación sobre la mesianidad de Jesús. Esto último hace que algunos escritores eclesiásticos sólo citen los libros admitidos por los judíos, por ejemplo Melitón de Sardes según Eusebio (Hist. Eccl. 4.26, 13-14); pero, de hecho, se siguen utilizando algunos más, los que hoy llamamos deuterocanónicos, tal como se venía haciendo en la tradición de la Iglesia, y será apelando a esta tradición cómo en los Concilios de Laodicea (360) e Nipona (393) se determina ya la lista completa de los libros del Antiguo Testamento. Esta lista quedará definitivamente establecida como dogma de fe en el Concilio de Trento (1546). El criterio que se deduce bajo esa tradición para reconocer los libros es la utilidad y fuerza que tenían para la predicación y enseñanza cristianas.

V. CONSIDERACIÓN DE LOS ESCRITOS APOSTÓLICOS COMO ESCRITURA.

La predicación del evangelio encomendada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 20) no tardó en plasmarse en escritos de diverso género (ver «Nuevo Testamento») que, dirigidos originariamente a comunidades particulares, pronto se extendieron a otras, si bien no todos alcanzaron el mismo prestigio ni expansión. Las palabras del Señor y las enseñanzas de los Apóstoles, transmitidas oralmente o por escrito, fueron tenidas como autoridad decisiva para la fe y la vida cristiana. Pero ya en 2P se equiparan las cartas de san Pablo a las Escrituras (cf. 2P 2, 16), y obispos de finales del siglo I, como san Clemente de Roma y san Ignacio de Antioquía, en cartas que escribieron a diversas iglesias imitando a san Pablo, aluden a escritos de la generación anterior, atribuyéndoles una autoridad superior a la de ellos mismos, aunque no los califiquen de «Escrituras», como hacen al referirse a los Profetas, que son considerados asimismo autoridad.

En obras posteriores, como la Carta de Bernabé de hacia el año 120 (cf. 4, 14) y la Segunda Clemente de hacia el 130 (cf. 2, 46) se aplica la expresión «como está escrito» a palabras de Jesús contenidas en los Evangelios canónicos. Hacia esa misma época, sin embargo, hay quienes como Papías, obispo de Hierápolis, manifiestan tener más confianza en la tradición oral que en los escritos (cf. Eusebio, Hist. Eccl. 3.39, 4). Los escritos van adquiriendo relieve a medida que pasa el tiempo, y, sobre todo, al ser empleados en las celebraciones litúrgicas, como testimonia san Justino hacia el año 155, al decir que los domingos se reúnen los cristianos y leen las «memorias de los apóstoles» y «los profetas» (1 Apol. 67). Tales «memorias», al parecer los evangelios o algún evangelio, quedan así equiparadas a los Profetas en cuanto Escritura por su empleo litúrgico, aunque ciertamente gozan de mayor autoridad.

VI. DISCERNIMIENTO DE LOS LIBROS APOSTÓLICOS EN LOS SIGLOS II Y III

Hacia el año 140, Marción propuso como norma para sus comunidades el evangelio de Lucas, si bien mutilado y separado ya de los hechos de los Apóstoles, y diez cartas de san Pablo. Su pretensión no era crear un canon cerrado de libros apostólicos, sino, más bien, malinterpretando a san Pablo y pensando que su «evangelio» se refería a Lucas, apartar radicalmente de la fe cristiana la imagen de Dios reflejada en las Escrituras judías. Aunque la propuesta de Marción refleja ciertamente que la forma de entender la fe cristiana y la identidad de la Iglesia va unida a la aceptación de ciertos libros y al rechazo de otros -en su caso expresamente al rechazo de los del Antiguo Testamento y no tanto al de otros evangelios que pudiera conocer-, no puede decirse que el canon del Nuevo Testamento se deba a Marción y a la reacción de la Iglesia contra él.

En la segunda mitad del siglo II eran muchas las obras que circulaban en las iglesias y se presentaban como de autoría apostólica o como relatos genuinos del evangelio. Bastantes de ellas respondían a tendencias discordantes con la tradición común, bien por su carácter extremadamente judaizante o por su propuesta gnóstica de salvación. Era preciso seleccionar y discernir en orden a mantener la identidad cristiana según la fe recibida y la conducta acorde con ella. Taciano, discípulo de san Justino, compuso hacia el año 160 una armonía de los cuatro evangelios (el Diatessaron) que fue usada sobre todo en las iglesias de Siria. Indica el relieve que se daba a esos textos por su antigüedad y fiabilidad; pero implicaba que se podía prescindir de ellos y atenerse a un único relato más reciente. Fue san Ireneo de Lyon hacia el año 180 quien defendió vigorosamente mantener los cuatro evangelios, y sólo los cuatro, como pilares en los que se sostiene la Iglesia (Adv. Haer. 3.11.8-9). El propósito de san Ireneo era defender la fe tal como había llegado a la Iglesia desde los días de los Apóstoles (Adv. Haer. 3.22), Y vela la garantía de ello en la sucesión de los obispos (Adv. Haer. 3.3.3). En el mismo sentido se pronuncian Tertuliano, Orígenes y otros escritores eclesiásticos. Aunque con posterioridad algunos de esos escritores recurran a veces a tradiciones contenidas en algún otro evangelio distinto de los cuatro, sobre todo al de Santiago para afirmar la virginidad de María, siempre que se plantea cuáles son los evangelios autoritativos en la Iglesia se remite a los cuatro, que serán ya los únicos que aparecerán como canónicos en las listas posteriores.

Algo parecido sucede con la segunda parte de la obra de Lucas. Sólo ella es aceptada con el nombre de «Hechos de los Apóstoles», frente a otras que se presentaban, ya desde finales del siglo II, como hechos de algún apóstol particular, sobre todo de Pedro y de Pablo. El cuerpo de cartas paulinas comenzó a formarse muy pronto, a medida que éstas eran transmitidas de una comunidad a otra. A las originales del apóstol se unieron otras que pudieron haberse escrito en su nombre, hasta alcanzar el número de catorce, incluida Hebreos de cuya autenticidad se dudaba. Junto a ellas se agruparon las de otros apóstoles, algunas de las cuales tardaron más en ser reconocidas por todos quizás debido a su brevedad. El Apocalipsis de san Juan, citado por autores de principios del siglo II, y calificado por san Justino como «uno de nuestros escritos» (Dial. Trif. 81, 4), encontró algunas reticencias sobre su pertenencia al apóstol Juan; después se menciona unido a otros apocalipsis, como en el Canon de Muratori, que presenta una lista cerrada de libros sin coincidir exactamente con la actual (no menciona Hebreos y su autor dice recibir un Apocalipsis de Pedro). Esta lista se ha venido considerando de hacia el año 200, pero por su tono parece encajar mejor en época posterior.

VII. DELIMITACIÓN DE LOS LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO.

Es a lo largo del siglo IV cuando en distintas áreas de la Iglesia se propone el canon del Nuevo Testamento en forma de lista de sus libros. Eusebio de Cesarea, que hacia el año 335 había recibido del emperador Constantino el encargo de hacer cincuenta copias de las Escrituras cristianas para las iglesias de Constantinopla (cf. Vit. Const. 4. 34-37), se ocupa expresamente del canon de libros del Nuevo Testamento en Historia Ecclesiastica 3.3.1-6.6. Su criterio de discernimiento es fundamentalmente la autoría apostólica, y en lo que a ésta se refiere distingue los contrastados (los cuatro evangelios, Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, 1Jn, 1P, y duda de si Ap), los discutidos (St, Jds y 2Jn), y los espúreos, y, dentro de éstos, los heréticos. El reconocimiento o no de la autoría apostólica lo basa en definitiva en la tradición. Quizás por la dudas de Eusebio, la lista que ofrece san Cirilo de Jerusalén hacia el año 350 omite el Apocalipsis (Catequesis 4.36); pero hacia el año 375 san Epifanio de Salamina (Panarion 76.5) trae la lista completa, lo mismo que san Jerónimo en De viris illustribus 2.4 en 394. De Alejandría proceden varias listas y los grandes códices Sinaitico y Vaticano; pero sólo la de san Atanasio en su 39 Carta Festal, escrita en Antioquía el año 367 como magisterio episcopal, da una relación primero de los libros del Antiguo Testamento y después de los del Nuevo coincidiendo éstos por vez primera con los que se aceptarán definitivamente. El criterio de discernimiento es la comunión eclesial: haberlos recibido así de la tradición de los Padres que, a su vez, dice, los recibieron de los primeros ministros del evangelio. Las listas propuestas en el norte de África en los concilios de Nipona (393) y Cartago (397 y 419) presentan la lista completa, lo mismo que san Agustín en De doctrina christiana 2, 8.18a, y también las procedentes de Italia como la de Rufino hacia el año 400 (Symb. apostol. 37) y la del papa Inocencio I en su Carta a Exuperio (405).

De esta forma se va creando en la Iglesia universal una unanimidad respecto al canon del Nuevo Testamento. Es la unanimidad que se refleja cuando se propone dogmáticamente el canon de las Escrituras en Trento. Responde a la tradición común, recogida y enseñada por un magisterio que se había ejercido en muchos casos por los obispos de las iglesias locales. En efecto, «por esta Tradición conoce la Iglesia el canon de los libros sagrados» (DV 8).

Bibliografía

A.M. ARTOLA, «Biblia 11. Canon bíblico», en GER IV, Madrid 1971, 144-148. A. ARTOLA y J.M. SÁNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios, Estella 1995, G, M. PERRELLA y J. PRADO, Introducción general a la Sagrada Escritura, Madrid 1954. J. TREBOLLE, La Biblia judía y la Biblia cristiana, Madrid 1993.

G. Aranda

 «    Caridad-amor    » 

El término «caridad» (del latín carus, querido, amado) es de los más usados en el lenguaje cristiano. La «caridad» cristiana tiene su origen en el amor de Dios (1Jn 4, 7), que se nos ha dado a través de Cristo (1Jn 4, 9 ss.) y del Espíritu para que el cristiano pueda a su vez amar a Dios y al prójimo (1Jn 4, 1-19). «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado», escribe san Pablo a los Romanos (Rm 5, 5). El don de la virtud teologal de la caridad pone al cristiano en un camino de seguimiento que tiene como fin la identificación con Cristo en una superación continua del «amor sui». La caridad cristiana es por tanto original, y su significado y contenido superan absolutamente a cualquier filantropía.

En el presente artículo, se ofrece, en primer lugar, una síntesis de la teología del amor, tal como la presenta Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est (25.XII.2005). A continuación se trazará una exposición sistemática de la caridad siguiendo, especialmente, a Tomás de Aquino.

I. TEOLOGÍA DEL AMOR: LA ENCÍCLICA DEUS CARITAS EST

«El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros» (n. 2). El amor es un término que necesita mucho más que otros de precisión en su significado porque recibe sentidos opuestos y con frecuencia abusivos. El significado auténtico se hallará a la luz de la Escritura que nos enseña que Dios es amor, y también mediante la cultura filosófica que presenta el amor en su relación con lo divino: «entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor Promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana» (n. 5).

Retengamos este primer dato: si Dios es amor, y la experiencia del amor es una experiencia humana, quiere decir que a través del amor accedemos a una imagen más verdadera de Dios y de los hombres.

Para los antiguos, el amor se entendía como eros, philia y agape. «Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor -eros, philia (amor de amistad) y agape-, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agape, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor» (n. 3).

Recuerda Benedicto XVI que hay otras clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor ablativo (amor concupiscentiae-amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor que tiende al propio provecho. Pero matiza, a este respecto, que también la capacidad de recibir pertenece al amor Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo corno don. «Es cierto -como nos dice el Señor- que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)» (n. 7).

Benedicto XVI alerta contra el peligro de separar excesivamente el sentido ascendente del amor (eros) y el sentido descendente (agape). El amor es único y comprende tanto el eros como el agape. Sólo si entre ellos hay un dinamismo que tiende a la identificación de ambos, el amor se da en su realidad auténtica. «Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente -fascinación por la gran promesa de felicidad-, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará "ser para" el otro. Así, el momento del agape se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza» (n. 7). Precisamente por eso, el eros necesita seguir un camino de purificación y maduración. «Esto no es rechazar el eros ni "envenenado", sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (n. 5).

En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, el agape expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que puede haber predominado en la fase anterior. El amor consiste ahora en ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no quiere sumirse simplemente en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía ante todo el bien del amado: sabe renunciar, y está dispuesto al sacrificio.

El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -sólo esta persona-, y en el sentido del «para siempre». Ahí se encuentra el fundamento del matrimonio monógamo, que se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella (n. 11).

Benedicto XVI contrapone la imagen de Dios de la filosofía griega y la cristiana. «La potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser -como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo-, pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente a cada hombre. Su eros para con el hombre es a la vez agape: no sólo porque se da del todo gratuitamente, sin exigir ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona» (n. 9).

Jesucristo es el amor visible de Dios. Su muerte en la cruz es amor en su forma más radical. «Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. Jn 19, 37), ayuda a comprender lo que quiere decir: "Dios es amor" (1Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (n. 12).

Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agape se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agape de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor.

«Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo "piadoso" y cumplir con mis "deberes religiosos", se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación "correcta", pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. E...) Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Mi, pues, no se trata ya de un "mandamiento" externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es "divino" porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea "todo para todos" (cf. 1Co 15, 28)» (n. 18).

En la siguiente exposición sistemática, expondremos la doctrina tradicional católica sobre la caridad, dividiéndola en tres apartados. En el primero buscaremos una idea elemental y común de amor, que sirva como de substrato natural para toda nuestra reflexión, puesto que la caridad es la forma más sublime del amor. En el segundo estudiaremos la caridad en Dios, en sus operaciones ad intra y ad extra. En el tercero, la caridad en el hombre: en sus relaciones con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Todo ello brevemente. Esto no obstante, muchas reflexiones resonarán por los tres capítulos, puesto que la riqueza y vitalidad de la caridad resulta imposible encerrarla en un solo punto de vista o aislarla de las relaciones e implicaciones que conlleva.

II. CONCEPTO FILOSÓFICO BÁSICO DE AMOR

Del amor, como del tiempo, toda persona tiene una percepción inmediata, intuitiva, que, sin embargo, le resulta bastante difícil vaciar en palabras y definiciones. Así hablamos de amor sensitivo, de de amor sexual, de amor conyugal y paternal, de amor filial y fraterno, de amor egoísta y altruista, de amor humano y de amor divino. Bajo todas estas variantes corre una idea común, en la que todos parecemos convenir: que el amor es un movimiento consciente, que trasciende al sujeto que lo experimenta en cuanto que sale de su apetito concupiscible o de su voluntad, atraído por y en busca de un bien adecuado a su naturaleza. El mal no se ama; a no ser que se presente con apariencia de bien, se odia; a lo sumo se tolera, si va adherido irremediablemente al bien amado.

1. La unión, característica esencial. Es característica esencial e imprescindible del amor la tendencia a la unión -a la absorción, si pudiera ser- con el bien amado. No como el entendimiento que se une con la representación simbólica o cognoscitiva del objeto, sino que el amor tiende a unirse -se une- con la entidad misma del bien amado. Por eso la unión imperfecta intelectual con el bien conocido no obstaculiza radicalmente la unión perfecta mediante el amor. Esto tiene una plasmación paradigmática referido a Dios a quien conocemos muy imperfectamente, pero podemos amarle tal cual es (cf. S.Th., I-II, q.27, a.2 ad2)

Cabe distinguir tres etapas en el amor: el deseo, la fruición y la tranquilidad en el amor. El deseo surge cuando el bien amado está ausente y se ansía su unión. El deseo, con el sufrimiento por la ausencia y con el esfuerzo operativo por hacerlo presente, da la medida de la intensidad del amor. La fruición o gozo es la quietud y la alegría surgida de la unión con el bien amado, con la zozobra a veces sobrevenida por el temor de perderlo. Puede considerarse un estadio previo y simultáneo a ambas situaciones: la inclinación a la unión real, prescindiendo de su logro o no: el auténtico amor, fuente del deseo y gozo.

2. Relación entre conocimiento y amor. Suele decirse que el amor es ciego. Más bien habría que decir que descubre en el bien amado sintonías y coincidencias con los valores personales más íntimos del amante. Ciertamente para amar es previo el conocimiento, según la sentencia comúnmente admitida y atribuida a san Agustín: «... nihil volitum quin praecognitum: nada se quiere sin ser previamente conocido». Así es en el orden ontológico; pero en el orden existencial es suficiente una noticia rudimentaria para que suscite ansias de mayor conocimiento y de unión; a veces la misma imaginación puede estimular amores imaginarios.

3. Amor de dominio o concupiscencia y amor de donación o benevolencia. Si ponemos atención a los motivos del amante, en el amor caben dos motivaciones: la conquista o unión con el bien amado en provecho o complementación propia y la unión con el bien amado en sí mismo, por su propia bondad o valor, sin ulteriores pretensiones. El primero es amor de dominio o, en terminología clásica, de concupiscencia. El segundo, más perfecto, es amor de donación o de benevolencia, en el que el amante comunica lo que es y tiene con el amado. Psicológicamente este desprendimiento ocurre, aunque pueda discutirse si es posible en las criaturas que tal amor no redunde ontológicamente en propio perfeccionamiento. Conviene añadir que si en el amor de donación interviene la reciprocidad, ha surgido la amistad, el amor de amistad.

Evidentemente el amor produce conmociones psico-fisiológicas más o menos intensas. En este artículo prescindimos de este aspecto pasional, y nos centramos en sus dimensiones filosófico-teológicas.

El amor de dominio o de concupiscencia, esquemáticamente descrito, coincide, en términos generales, con el concepto griego de amor, expresado con el término eros. Quizás eso explique que los dioses helenos no amasen a los hombres, porque nada de ellos les podía aprovechar. El amor de donación o de benevolencia, descrito con similares angosturas, coincide, también en términos generales, con el concepto de amor cristiano, expresado con el sustantivo griego agape y el correspondiente verbo agapan, que los latinos tradujeron con el sustantivo cáritas, completado con los términos amor-amare y dilectio-dilígere. Al castellano pasaron caridad y amor-amar. De ahora en adelante se emplearán como sinónimos caridad-amor-amar.

III. LA CARIDAD EN DIOS.

1. En las operaciones intratrinitarias.

Dios es amor. «Dios es caridad/amor». Ésta es una definición condensada de Dios que encontramos repetida en la primera carta de san Juan, 1Jn 4, 8.16. Es posible que en estricta hermenéutica sea excesivo afirmar que con estas palabras san Juan intentara definir a Dios, pero de hecho la interpretación patrística y la teología posterior tanto dogmática como ascética y mística como el magisterio eclesiástico y la sagrada liturgia han visto aquí una intuición del hagiógrafo que penetra en la mismidad de la divinidad, si se puede hablar así. En coherencia con esta tradición dogmática enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 221: «El ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu Santo, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1Co 2, 7-16; Ef 3, 9-12). Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él».

Triple sentido con que se aplica a Dios el término amor. El teólogo en el humilde y justo deseo de conocer y explicar, en cuanto es posible al entendimiento humano, el sublime y fontal misterio de Dios Uno y Trino, apoyándose en esta revelación (especialmente en Jn 3, 34-35; Jn 5, 19-20; Jn 10, 17; Jn 14, 15-16.23-26; Jn 15, 9-10; Jn 17, 23-25), razona por analogía a partir de nuestros actos del entendimiento y de la voluntad. Y ve la generación eterna del Hijo como una operación intelectual del Padre y la espiración del Espíritu Santo como procedente del mutuo eterno amor Paterno-Filial. «El amor, pues, se dice de Dios en tres sentidos diferentes: a) esencial, en cuanto significa la inclinación de la voluntad a su objeto y, por tanto, se identifica con la divina esencia y es común a la tres divinas Personas; b) nocional, en cuanto significa la procesión o espiración por la que se origina el Espíritu Santo y, por tanto, así como el Padre engendra al Hijo, el Padre y el Hijo por su amor espiran el Espíritu Santo: es, pues, un amor originante común del Padre y del Hijo; c) personal, lo que procede en Dios según el amor, es decir, el Espíritu Santo» (A. Huerga Teruelo, «Amor», en GER, IV, 89).

2. En las operaciones extratrinitarias

a) Especificidad del amor divino.

Las operaciones divinas llamadas ad extra, tanto la creación como la redención, tienen para nosotros una clave magnífica de explicación y de comprensión en la Sagrada Escritura, en la cual aparecen como manifestaciones autónomas, absolutamente libérrimas, de un amor divino que se da y se comunica a las criaturas, especialmente a los seres racionales (ángeles y hombres). Con una diferencia esencial en relación con el amor creado: que el amor divino no es atraído por la bondad de la criatura, sino que se la confiere: existencia y perfecciones. Santo Tomás es transparente exponiendo este pensamiento: «Nuestra voluntad no es la causa de la bondad de las cosas, sino que, al contrario, es ésta la que mueve la voluntad como objeto; el amor por el que queremos el bien para alguien no es, por tanto, causa de su bondad, sino que su bondad real o aparente es lo que provoca el amor por el cual queremos que conserve el bien que tiene y adquiera el que no tiene. En cambio, el de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en sus criaturas» (S.Th., I, 20, 2).

b) Caridad-amor de Dios en el Antiguo Testamento.

La primera sorpresa que aparece en el Antiguo Testamento es que Yahwéh, a pesar su trascendencia, de ser y manifestarse como el Otro, como el absolutamente Santo, crea el mundo y en él al hombre por amor: no por atracción de un bien exterior a Él, que antes de la creación no existe; sino por un movimiento infinitamente libre y voluntario de comunicar su bondad a las criaturas, que son buenas, precisamente porque han sido creadas, es decir, han recibido un ser y un destino buenos. El relato del Génesis va firmando las distintas fases de la creación con la exclamación: «Y vio Dios que era bueno». Y la formación del hombre y de la mujer «a su imagen y semejanza» se rubrica con entusiasmo: «Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que era muy bueno» (Gn 1, 4.10.12.18.21.25.31).

Inicialmente Yahwéh muestra su amor más que con palabras afectuosas con obras de misericordia. Está esto patente incluso antes del pecado original. Después promete la redención y comienza a ejecutarla eligiendo por pura iniciativa suya a Israel como a su pueblo predilecto, le comunica una misión, lo protege, lo saca de la esclavitud de Egipto, lo defiende de sus enemigos, le enseña, lo corrige, etc.

Con el transcurrir de la historia el amor de Dios a Israel se desvela con matices entrañables de afecto paternal o de esposo archienamorado que perdona los desvíos de su esposa..., como puede leerse especialmente en el profeta Oseas, 1-3.

El amor de Dios, que al principio de la Revelación parecía circunscribirse al pueblo escogido, se extiende y universaliza en la época de los profetas y de la literatura sapiencial a todos los hombres. Valga como testimonio esta cita de la Sabiduría, Sb 11, 22-26: «Ante ti el universo entero es como mota de polvo en la balanza, como de rocío mañanero que baja a la tierra, pero te apiadas de todos, porque todo lo puedes; y no miras los pecados de los hombres a fin de que se conviertan. Amas a todos los seres, y no odias nada de lo que hiciste, porque si odiaras algo, no lo hubieras dispuesto. ¿Cómo podría permanecer algo, si Tú no lo quisieras? ¿Cómo podría conservarse algo que Tú no llamaras? Tú perdonas a todos, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida».

c) El primer mandamiento del Decálogo

El amor a Dios encabeza el Decálogo como centro aglutinador de la vida moral del hombre: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5); «Ahora, pues, Israel, ¿qué es lo que el Señor, tu Dios, te pide sino que temas al Señor, tu Dios, y marches por todos los caminos, amando y dando culto al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, que hoy te ordeno para tu bien?» (Dt 10, 12-13; cf. Ex 20, 2-6). El amor a Dios, en cuanto creador y padre misericordioso, salvador del género humano, «que no hace acepción de personas ni admite soborno» (Dt 10, 17), se convierte en principio fundamental de la ética humana, que presta, por tanto, la mejor referencia para la convivencia social: ver a los demás como hermanos, hijos del mismo padre y con idéntico destino.

d) Caridad-amor de Dios en el Nuevo Testamento

A las calidades del amor divino del Antiguo Testamento se añade ahora un aspecto novedoso, trascendente, divinamente original: Dios nos ama -nos muestra su caridad-amor- en la entrega de su Hijo Unigénito; y espera nuestra respuesta de amor canalizada en la acogida del mensaje y de la persona de su querido Hijo. Pasaje central del Nuevo Testamento son estas palabras de Jn 3, 15-17: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios» (cf. Rm 4, 25; Rm 5, 8-11; Rm 8, 32-39; 1Jn 4, 9-10).

La teología subyacente y emergente de estas palabras se encuentra en cualquier página del Nuevo Testamento y nos remite sin esfuerzo a las siguientes conclusiones:

1.ª) El amor del Padre y el de su Hijo Unigénito Jesucristo, hacia el hombre se identifican. Y lo que de uno se diga, se entiende dicho del otro. Valga este criterio hermenéutico para las reflexiones posteriores.

2.ª) El amor de Dios es absolutamente gratuito, libérrimo, infinitamente desinteresado, omnipotente: generosidad tan ilimitada que genera en el creyente confianza inquebrantable por extremadamente dolorosas y oscuras que sean las circunstancias. Es clásica a este respecto la perícopa de Rm 5, 8-10: «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. ¡Cuánto más, si hemos sido justificados ahora en su sangre, seremos salvados por él de la ira! Porque, si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, una vez reconciliados, seremos salvados por su vida». Con mayor intensidad aún se insiste en Rm 8, 31-39 que comienza y concluye así: «¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas? [...] Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, [...] ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro».

3.ª) El amor de Dios es infinitamente misericordioso, que concede el perdón de todos los pecados sin más límite que el que ponga el pecador con su falta de arrepentimiento. Esta dimensión de su misericordia que más que estar implícita destella en el misterio de la Encarnación y más aún en el Sacrificio de la Cruz, se gozó Cristo en predicarla en las parábolas de la oveja descarriada, de la dracma perdida y del hijo pródigo, que recoge san Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio. Y ese perdón que predicó, lo confirió al paralítico de Cafarnaún (Lc 5, 17-26), a la mujer pecadora (Lc 7, 36-50), a la adúltera (Jn 8, 3-11), y a los que le crucificaban (Lc 23, 34).

4.ª) El amor de Dios al hombre, manifestado en y a través de su Hijo Unigénito Jesucristo, sobrepasa las barreras de lo imaginable y se convierte en auténticamente paternal, pues incorporando Cristo a su cuerpo místico a los bautizados, los convierte en hijos adoptivos de Dios. No metafóricamente, sino realmente, Dios es «Padre nuestro» y nosotros somos hijos adoptivos suyos. «Mirad qué amor tan grande nos ha manifestado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios ¡y lo seamos! [...] Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3, 1-2). Y en esta sintonía, con matices entrañables -como el de que esa filiación se nos concede por la incorporación al cuerpo místico de Cristo mediante el bautismo y el de que, si somos hijos, seremos coherederos con Cristo- se encuentran los pasajes siguientes: Jn 1, 12-13; Ga 3, 26-28; Rm 8, 14-17; Ef 2, 19.

5.ª) El amor de Dios o de Cristo hacia nosotros se enriquece con luces entrañables de amistad. Así nos lo reveló Jesús, abriendo emocionadamente su corazón en la última cena: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando. Yo no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15, 14-15; cf. Lc 12, 4). Y esto puede ser, como explicaremos más adelante, porque el amor de Dios permite la reciprocidad por parte de la criatura racional.

6.ª) El amor de Dios al hombre llega a su plenitud en la escatología, en la gloria, cuando «coherederos con Cristo» «veremos a Dios tal cual es», partícipes de la vida Trinitaria de Dios (cf. 1Co 13, 9-13; Ap 22, 1-5).

IV. LA CARIDAD EN EL HOMBRE.

1. Caridad-amor del hombre respecto de Dios

a) Definición de caridad. La calidad del amor de Dios al hombre, como acabamos de ver, es tan superior a su condición de simple criatura que necesita ser entitativamente suplementado para que su correspondencia pueda alcanzar el grado de amistad, que supone cierta comunicación básica entre los amigos (cf. S.Th., II-II, 23, 1). Quiero decir con esto que la caridad es un don sobrenatural que Dios infunde en el hombre para que pueda amarle a nivel divino, aunque mínimo, por la participación de la divinidad de que es capaz de recibir la criatura racional.

El Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1822, define la caridad como «la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios». Analicemos siquiera sea someramente esta definición. En cuanto virtud la caridad es una capacidad de suyo estable, no fácilmente removible, que posibilita y facilita actos buenos de amor. En cuanto teologal implica que su objeto inmediato es Dios en sí mismo considerado, sin intermediarios; y que la causa motiva de dicho amor es también Dios mismo, su bondad infinita, por la que Él es infinitamente feliz. Por lo cual el acto de caridad es psicológicamente desinteresado, de plena benevolencia. En cuanto teologal connota también la aludida dimensión sobrenatural, su condición de don gratuitamente concedido por Dios.

En confirmación de lo dicho merece la pena transcribir un pasaje dogmático del Concilio de Trento (ses. VI, cap. 7) donde se define cómo en la justificación del hombre se le infunden como realidades de suyo permanentes la gracia santificante y las virtudes teologales, especialmente la caridad: «La justificación [...] no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser "heredero según la esperanza de la vida eterna" (Tt 3, 7)». «Porque, si bien nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la misma santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los corazones (cf. Rm 5, 5) de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente. De ahí que en la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad» (D. 1528-1530; cf. 1561).

b) Causa eficiente de la caridad. Relación con la gracia santificante. Conviene insistir en que va implícito en el concepto de virtud teologal que la causa eficiente de la caridad no es el hombre, sino Dios que se la infunde. Igualmente Dios es causa de su crecimiento, que discurre paralelo al de la gracia santificante por la recepción de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía -es uno de sus efectos primarios-, y por los méritos adquiridos en el cumplimiento de la voluntad divina. Discuten los teólogos sobre las condiciones establecidas por Dios para dicho crecimiento. Lo más aconsejable es la fidelidad continua y exquisita a la mociones del Espíritu Santo también -y especialmente- en la cosas pequeñas. El hombre, que no puede darse la virtud de la caridad, sólo puede destruirla mediante el pecado mortal, que es incompatible con el amor divino. Con el pecado venial simplemente obstaculiza su espontáneo y fecundo impulso y debilita sus fuerzas para resistir futuras tentaciones.

Los teólogos concuerdan en afirmar que la gracia santificante y la caridad son inseparables: la desaparición de una acarrea la de la otra y viceversa; por eso un acto de contrición movido y perfeccionado por amor de caridad -que Dios misericordiosamente concede- incluyendo el deseo eficaz de recibir el sacramento de la penitencia, restituye la gracia santificante (cf. D. 1677 y 1971). Pero discuten sobre el constitutivo esencial de cada una. Santo Tomás concibe la gracia como hábito entitativo a modo de naturaleza de donde fluyen como hábitos operativos las virtudes infusas y en primerísimo lugar la caridad: (S.Th., I-II, q.110, a.3 ad3).

c) Amor sumo. La sustancia de la definición de caridad está en el verbo «amamos». Caridad es la forma sublime del amor y tiende, por imperativo de su naturaleza, a la unión más íntima posible con el amado. Es el amor sumo, cualidad que se expresa en la definición con la fórmula: «sobre todas las cosas». Ese grado sumo de preferencia no es requerido a nivel afectivo, pues los afectos y sentimientos por su constitución psico-física, por una parte, no conectan directamente con los valores suprasensibles y, por otra, escapan al dominio de la voluntad y, en consecuencia, pueden permanecer insensibles o incluso contrarios a ellos. Pero sí es requerido en el orden intelectual: nada ni nadie en este orden puede preceder al amor de Dios.

d) Objeto y causa motiva de la caridad. El objeto o bien primario y principal del amor de caridad es Dios, como se deduce, de lo expuesto. El objeto secundario es el mismo hombre y su prójimo, como se verá más adelante.

La causa motiva debe ser la propia bondad infinita: Dios debe ser querido por sí mismo, sin ulteriores apetencias o finalidades. Y la unión íntima que resulta se despliega en contemplación, admiración, alabanza, adoración, gratitud, confianza... amor de Dios en sí mismo: amor de donación o de benevolencia. Cabe amar a Dios también con amor de concupiscencia en cuanto es bueno para nosotros o para otras personas que amamos, ya esperemos de Él favores en esta vida o méritos para la otra. Véase la condenación de los errores de Fénelon sobre este tema en D. 2351 ss.

e) Amor de amistad. En la unión inseparable de la caridad con la gracia santificante y en su condición de don infuso va implícita esa misteriosa comunión entitativa entre Dios y el hombre que posibilita la reciprocidad y la amistad, pues el hombre ama a Dios con el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo: «... la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5; cf. 1Jn 4, 19). También se deduce de aquí que no cabe auténtica caridad con los seres irracionales, porque carecen radicalmente de esa capacidad de reciprocidad. Puede decirse que se los ama en cuanto se los cuida y conserva para gloria de Dios y en provecho de las personas que amamos con amor de caridad (S.Th., I, q.20, a.2 ad3).

f) Necesidad absoluta de la virtud de la caridad en el hombre para salvarse. La caridad, entendida como virtud, es imprescindible al hombre -niño o adulto- para salvarse, igual que la gracia santificante, de la que es inseparable: necesaria con necesidad de medio según el axioma escolástico (cf. D. 1528-1530). Por tanto para el adulto se convierte en obligación de recuperarla siempre que la hubiere perdido por el pecado grave, bien con la debida recepción de los sacramentos llamados de muertos, bien con un acto de contrición perfecta, como antes se ha dicho.

g) El amor de caridad a Dios como mandato. De la calidad y la intensidad del amor con que Dios creó, trató y redimió al hombre, antes expuestas, brota en éste una ineludible y satisfaciente necesidad de correspondencia, que san Agustín cinceló en la célebre frase con que abre sus Confesiones, 1, 1: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en ti». Esta realidad básica, que fondea nuestra naturaleza y equilibra nuestra existencia, está formulada como precepto primero del Decálogo, como antes ha quedado escrito en II, 2, c), que estimula la puesta en actos y el desarrollo de la caridad como virtud. Este mandato es una fuente de obligación distinta y complementaria de la que brota de la realidad misma de la caridad. Así se deduce de la condena por Alejandro VII e Inocencio XI de algunas proposiciones de moral laxista: D. 2021 y 2105-07; cf. 2290.

2. Caridad-amor del hombre respecto de sí mismo.

a) El amor del hombre a si mismo, primer término o primer bien secundario del amor de caridad después de a Dios. En la definición de la virtud de la caridad se incluía que su bien u objeto secundario es amar a «nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios», es decir, que la medida del amor al prójimo tiene como referencia palpable el amor de cada uno a sí mismo. Cada uno ha de amarse a sí mismo «por amor de Dios», porque Dios le ama y como Dios le ama y para Dios, en cuya visión beatífica, a la par que alcanza y disfruta la más plena felicidad, dará a Dios la máxima y eterna gloria de que la criatura es capaz: así el amor natural, consustancial al propio ser, es elevado al orden de la gracia. En el Bautismo, que es un nuevo nacimiento (n 3, 3-8), una nueva creación (2Co 3, 17; Ga 6, 15), engarza esta virtud como fuerza dinamizadora que cualifica, unifica y espolea la vida moral del cristiano hasta las cumbres de la perfección. Ésa es su tendencia si no se la violenta.

b) Motor y forma de las virtudes. La capacidad impulsiva de la caridad es patente, porque el amor de suyo no se sacia y su objeto primario y principal, que es Dios, es infinito; y «desde Dios» siempre se puede amar más y mejor a uno mismo y al prójimo. Virtud en tensión por su propia naturaleza que no logra alcanzar su plenitud y descanso hasta la bienaventuranza eterna. (cf. S. Th., II-II, 23, 1 ad1). Por eso estimula al ejercicio de todas las virtudes en grado heroico.

Pero a la vez las aglutina en una unidad moral maravillosa sin violentar el modo de ser y de obrar de cada una, porque todas pueden ser movidas a emitir sus actos específicos también por amor de Dios y del prójimo. La caridad mueve, por ejemplo, con positiva coherencia virtuosa al previo ejercicio de la justicia. Tanto es así que san Pablo sintetiza toda la actividad moral del cristiano en el amor: «No debáis nada a nadie, a no ser el amaros unos a otros, porque el que ama al prójimo ha cumplido plenamente la Ley. Pues no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y cualquier otro precepto, se compendian en este mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. Por tanto, la caridad es la plenitud de la Ley» (Rm 13, 8- 10; cf. Ga 5, 14; St 2, 2). Y en otro momento de genialidad exhorta a los colosenses (Col 3, 14) a que pongan especial empeño en revestirse «con la caridad, que es el vínculo de la perfección». Este amor operativo, siempre en tensión, es por contraste divino fuente de paz interior y exterior, de fruición, de sosiego y de gozo, como don y fruto del Espíritu Santo, Amor substancial de la Santísima Trinidad: cf. Ga 5, 22; Jn 14, 26-27.

Santo Tomás a esa capacidad unificadora de la caridad la llama con terminología y conceptualización aristotélica forma de las virtudes, en cuanto que las ordena y subordina al fin último, a la salvación, ya que sin caridad para nada sirven (cf. 1Co 13, 1-3): «La caridad ordena los actos de todas las virtudes al último fin; y por esto da la forma a los actos de las virtudes» (S.Th., II-II, 23, 8 y ad1). Son, pues, a la par actos propios elícitos de cada virtud e imperados por la caridad.

c) Culmen de la perfección cristiana. Y en ella confluye el punto supremo de la perfección cristiana. En esto concuerdan todos los autores dogmáticos, ascéticos y místicos y es doctrina común de la Iglesia, de modo que es equivalente decir santidad que plenitud de la vida cristiana o perfección de la caridad. Veamos cómo se expresa el Concilio Vaticano II al exponer la llamada universal a la santidad, una de sus enseñanzas más eminentes: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un modo de vida más humano, incluso en la sociedad terrena» (LG 40). En esta misma línea nos recuerda en GS 38, que el Verbo de Dios, hecho hombre, «nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor». Y esta misma doctrina sustenta todo el afán misionero y apostólico de la Iglesia, que nace de la caridad y a ella se ordena (cf. Conc. Vatic. II, AA 8).

3. Caridad-amor del hombre respecto del prójimo.

a) El amor del prójimo, segundo término del amor de caridad

Insistiendo en lo ya dicho, el amor de caridad en el hombre se dirige en primer lugar a Dios y en segundo a nuestro prójimo, a quien podemos y debemos amar «como a nosotros mismos por amor de Dios». Por «nuestro prójimo» se entienden todos y sólo aquellos seres que gozan o son capaces de gozar de la gracia santificante o, mejor dicho aún, de la bienaventuranza eterna; tales son los ángeles y bienaventurados del cielo, las almas del purgatorio y todos los viadores. Y la razón es muy sencilla: que sólo a ellos se extiende la caridad divina de amistad, la cual nos ha sido infundida como virtud sobrenatural para poder corresponder a Dios con amor de calidad divina.

Esta misma realidad del amor al prójimo puede contemplarse desde una profunda visión de fe como una extensión connatural del amor de caridad a uno mismo, puesto que todos constituimos en Cristo un solo Cuerpo Místico, cuya vida sobrenatural procedente de Cristo-cabeza es común, compartida y solidaria entre todos sus miembros (cf. 1Co 12, 12-27; Rm 12, 4-5; Ef 5, 29-30).

b) Obligación de amar al prójimo

Estas razones que revelan la posibilidad de amar al prójimo con amor de caridad, connotan también su obligatoriedad, la cual se urge en el Nuevo Testamento sobre todo desde la dinámica interna del ser cristiano, pero también desde el precepto externo de la ley. Este último no puede estar más claro en este texto de Mt 22, 35-40: «Un doctor de la ley le preguntó para tentarle: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley". Él le respondió: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas"».

Pero más que como precepto se nos presenta como respuesta o correspondencia al amor de Dios al hombre, más exigente, s: cabe, que el mismo precepto, que, al fin, no es más que la formulación imperativa de la referida realidad. Por eso el amor al prójimo se modula con la referencia al modo con que Cristo nos amó y puede ser calificado de mandamiento nuevo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13, 34-35). «Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, corno yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. [...] Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 9 11.12). Y en esta misma línea de amor al prójimo como retomo del amor de Dios continúa san Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1Jn 3, 16). «Queridísimos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4, 11). «Nosotros amamos, porque Él (Dios) nos amó primero. Si alguno dice: "Amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a sus hermano» (1Jn 4, 19-21).

A un amor de estas características no le podía faltar la calificación de fraterno, como enseña la primera carta de san Pedro, 1P 3, 8: «Por último, tened todos el mismo pensar y el mismo sentir, amaos como hermanos, sed misericordiosos y sed humildes». Y este amor fraterno que alguno pudiera interpretar como circunscrito a los bautizados que formaban las primeras comunidades cristianas, se extiende a todos los hombres, como se desprende de las cartas de san Pablo y especialmente de la primera carta de san Juan, 1Jn 1, 2-4.

c) Amor interno y externo con obras

De la naturaleza expuesta de la caridad se deducen ambas dimensiones. La interna además está esclarecida por la condena de Inocencio XI de dos proposiciones de moral taxista que negaban la obligación de amar internamente al prójimo (cf. D. 2110-2111). Así pues, estamos obligados a amar internamente a todos, sin excluir a nadie, tal y como Dios los ama, obligación que se cumple normalmente en la misa dominical y en otras muchas oraciones y devociones particulares.

También estamos obligados a socorrer a nuestro prójimo en sus necesidades espirituales y corporales según el orden dictado por la virtud de la prudencia, que tiene en cuenta la gravedad de la necesidad ajena y nuestras posibilidades, las cuales dependen de la gravedad y urgencia del resto de nuestras responsabilidades. Este principio, relativamente claro en su formulación abstracta, tiene que hacer frente a una casuística tan variada y múltiple como la vida misma y es imposible aferrado en reglas concretas. He aquí algunos principios indicativos intermedios que pueden ayudar a la justa resolución del caso concreto.

d) Orden en las obras externas de la caridad

1º) En igualdad de necesidades debe ayudarse primero a aquellos con quienes nos unen lazos de piedad (familia: padres...), de gratitud, etc.

2º) Nunca es lícito ayudar al prójimo, sea cual sea su necesidad, mediante el pecado o con exposición a peligro próximo de pecar.

3º) En bienes del mismo orden o de orden espiritual no necesario, se puede laudablemente renunciar al propio bien en beneficio de otros, por ejemplo, renunciar a los estudios universitarios por atender a los padres.

4º) En caso de extrema necesidad espiritual (en la que es moralmente cierta la muerte en pecado sin ayuda ajena), habría que exponer incluso la propia vida temporal. Si el peligro es de muerte simplemente natural, la caridad sólo pide un riesgo grave.

5º) En caso de necesidad grave (en que se puede salir de ella, aunque con dificultad), la exigencia de ayuda no requiere más que un riesgo leve.

Evidentemente estas pautas tienen que ser en cada caso ajustadas por cada uno con magnanimidad y objetividad, que proporciona el recurso al Espíritu Santo cuando se vive sinceramente de cara a Dios: en disposición habitual de positivo amor al prójimo en las menudencias de la vida ordinaria. Para lo cual la caridad pone en juego las demás virtudes, por ejemplo, la paciencia, fidelidad, gratitud, amistad, veracidad, sinceridad, lealtad, piedad, afabilidad, deferencia, delicadeza en el trato, etc.

e) El amor a los enemigos

Está incluido en el objeto secundario de la caridad: el prójimo; el enemigo también es nuestro prójimo. La reflexión anterior aplicada al amor del prójimo en general como reflejo del amor previo de Dios a nosotros, es aplicable en este caso: Dios nos amó -y ¡con qué amor!- cuando nosotros éramos pecadores, enemigos suyos, ¿cómo no amar nosotros a nuestros enemigos? La coherencia es evidente. Y Jesucristo nos la intimó como precepto: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo". Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. [...] Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 43-46.48). Nos puso el perdón al enemigo como condición previa para alcanzarlo de Dios Padre en favor nuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12; cf. Lc 18, 23-35). Y nos dio un ejemplo sublime perdonando en la Cruz a sus propios crucifixores (cf. Lc 23, 34).

¿Con qué amor hay que amar a los enemigos? Con amor de caridad, que radica en la voluntad, estimulado por un conocimiento de fe que ve en el enemigo un hijo de Dios, un hermano en Cristo, capaz de la bienaventuranza eterna, haciendo abstracción, por tanto, de sus defectos y maldades. El amor sensible, en la casi totalidad de los casos, escapa al control de la voluntad, donde reside la auténtica libertad humana, y por ende, no cae en el campo de exigencias de este precepto: es normal un perdón generoso de voluntad con atosigantes repugnancias sensibles. Más o menos todos tenemos de ello experiencia. Esta voluntad de perdón se muestra en la no exclusión del enemigo de nuestras oraciones y en la prestación de los signos comunes de sociabilidad. Podrían éstos negarse por un tiempo prudencial para dar a entender la gravedad de la ofensa inferida; pero nunca de manera que este comportamiento endurezca al ofensor en su pecado.

Conviene advertir estas dos cosas: una, que no es incompatible el perdón de la ofensa con la justa reclamación de daños y perjuicios. Es una realidad moral distinta y, salvo excepción, normalmente exigible por bien mismo del ofensor para que no obtenga provecho injusto de su pecado y se aficione a pecar. Otra, que cabe el odio de abominación, es decir, aquel con el que aborrecemos los defectos morales del prójimo que le hacen enemigo por su comportamiento malo. Sin embargo, hay que decir, acto seguido, que fácilmente este odio se desliza al odio de enemistad, que nos inclina al rencor, al afán de venganza, a la maldición..., actitud radicalmente mala y anticristiana.

4. Pecados contra la caridad

El pecado contra la caridad es el odio.

El odio directo a Dios como algo malo es el pecado más grave, porque ofende del modo más directo a Dios, y es el de más difícil perdón por parte del hombre, puesto que anula los resortes del arrepentimiento que normalmente encajan en la bondad y misericordia infinitas de Dios. También participa de esta maldad el odio de abominación, por el cual se aborrece alguno de sus atributos como, por ejemplo, su justicia, porque Dios no tiene propiedades ni actuaciones malas.

La malicia del odio directo al prójimo ha quedado clara al exponer el amor debido al enemigo.

Sin llegar al odio se puede faltar a la caridad por el egoísmo que lleva a incumplir las obras de misericordia, especialmente la limosna y la corrección fraterna, por envidia, por murmuración, por escándalo, por cooperación al mal en sus múltiples e inabarcables formas y por todos los demás pecados relacionados directa o indirectamente con el prójimo, pues todos ellos además de su malicia específica entrañan la genérica contra la caridad.

Concluyamos con santo Tomás (S. Th., II-II, 108, 1 ad3): «La ley del evangelio es la ley del amor» y con el Apóstol de la Caridad (1Jn 4, 16): «Dios es caridad y el que permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en él».

Bibliografía

SAN BERNARDO, En la escuela del amor, en San Bernardo. Selección de textos, introducción y edición preparada por M. Bailado, Madrid 1999. E. BOYLAN, El Amor supremo, Madrid 19915. P. CODA, El ágape como gracia y libertad: en la raíz de la teología y la praxis de los cristianos, Madrid 1996. F. OCÁRIZ, Amor a Dios, amor a los hombres, Madrid 1973. L. OVIEDO, Altruismo y caridad, Roma 1998. S. PANIMOLLE (dir.), Dizionario di spiritualitá biblico-patristica, 3: Amore, carita, misericordia, Roma 1993;]. PIEPER, El amor, Madrid 1972. R.M. PIZZORNI, Giustizia e carita, Bologna 1995. C. ROCCHETTA, Teología de la ternura: un «evangelio», por descubrir, Salamanca 2001. A. Royo MARÍN, Teología de la caridad, Madrid 1963.

I. Adeva

 «    Carismas    » 

Los carismas son gracias especiales que el Espíritu Santo concede a las personas en orden a la edificación de la Iglesia en el mundo. El marco general para su estudio viene determinado, por tanto, por la naturaleza y la misión de la Iglesia. En intima unión con la misión del Verbo hecho carne, la misión del Espíritu constituye el principio de la comunión (unidad en la diversidad) y de la vida en la Iglesia. Sí se realiza la Unitas catholica por la que pidió Cristo (cf. Jn 17, 21; LG 13).

Ahora bien, la Iglesia se edifica en la caridad por la fe y los sacramentos, las virtudes y los carismas. Todos estos elementos implican dones divinos. Mientras que la fe y los sacramentos son dados objetivamente a la Iglesia como tal, y de ella los participan los cristianos, las gracias que implican las virtudes y los carismas son, en principio, recibidas personalmente: las primeras, ante todo para la propia santificación, los segundos, en orden a la misión. En cualquier caso, toda gracia recibida se ordena en diversos modos tanto a la propia santificación como a la misión de la Iglesia.

Estudiamos aquí los carismas primero desde la perspectiva del Nuevo Testamento y de la vida de la Iglesia. En un segundo apartado veremos cómo los entendió el Concilio Vaticano II. Por último se presenta la reflexión posconciliar sobre los carismas, desde el punto de vista teológico-pastoral.

I. Los CARISMAS DESDE LA PERSPECTIVA DEL NUEVO TESTAMENTO.

El término «carisma» (de charis, gracia) significa genéricamente don o regalo. En el Nuevo Testamento, san Pablo lo utiliza para hablar de las gracias que el Espíritu concede para desempeñar servicios muy diversos en la edificación de la Iglesia. Un sentido en parte distinto, más técnico, se ha desarrollado modernamente en la teología, particularmente en el área latina.

1. Los carismas en la primitiva Iglesia.

De los carismas se trata fundamentalmente en las cartas de san Pablo, sobre todo en la primera a los Corintios (cf. 1Co 12, 1-31; 1Co 14, 1-40), con ocasión de algunos desórdenes que se producen en las asambleas litúrgicas, donde se valoraban excesivamente ciertas manifestaciones de entusiasmo espiritual, como la glosolalia. Lo que importa, dirá el Apóstol, no son los signos extraordinarios o milagros que aparecen suscitados por el Espíritu, sino la fidelidad a la propia vocación y la obediencia a los Pastores legítimos, de modo que todos colaboren en la edificación de la Iglesia para gloria de Dios.

Tres criterios principales da san Pablo sobre los carismas: a) la unidad y la diversidad de los carismas, pues en el «cuerpo eclesial» los miembros se sirven en un mutuo intercambio y complementariedad; b) la única finalidad de los carismas: el «provecho común», es decir, la edificación (oikodome) de la Iglesia; c) la armonía y orden entre los carismas, no sólo para evitar la confusión durante el culto, sino porque la asamblea litúrgica debe reflejar el orden y la paz de Dios mismo. La caridad debe reinar sobre todos los carismas, en cuanto que garantiza el sentido y el uso de los dones espirituales.

En los Hechos de los Apóstoles destaca el don de inspiración o profecía -en forma de predicción o comunicación de la voluntad de Dios- y los milagros de curación. No se distingue claramente entre el «hablar de lenguas» y «profetizar». Están presentes otros dones menos llamativos (fortaleza para la predicación, asistencia a los necesitados, gobierno, servicio, etc.).

2. Valoración posterior de los carismas.

La historia posterior testifica la importancia que se dio a los carismas en la vida de la Iglesia, la conciencia del deber de «acoger los carismas», y, a pesar de los problemas que ocasionaron los «falsos profetas» -recuérdese por ejemplo el caso de los montanistas-, la resistencia a concebir y edificar la vida de la Iglesia sin los carismas Allí donde estaba la Iglesia, estaba también el Espíritu y viceversa (san Ireneo), tanto en el nivel de la «Iglesia total», como en la concreta comunidad local. Especialmente el «carisma profético» no ha dejado nunca de manifestarse, en múltiples formas: personas capacitadas para los consejos y advertencias que la Iglesia necesitaba, predicadores de las cruzadas, gentes que gozaron de una penetración especial de los textos sagrados y de la doctrina, etc.

Desde la escolástica, los carismas tienden a asimilarse a las gracias gratis datae (gracias que suscitan una acción humana en favor de otros), en cuanto distintas de la gracia gratum faciens (gracia santificante), sin que ambas formas de gracia deban oponerse rígidamente.

Entre las modernas interpretaciones de la doctrina paulina sobre los carismas, cabe destacar dos, antitéticas entre si: la del protestante Ernst Käsemann (discípulo de Bultmann) y la del biblista católico Albert Vanhoye. El primero (1949) entiende que carisma tiene un sentido técnico (carisma designaría «la esencia y el cometido de todos los servicios y de todas las funciones de la Iglesia»), al mismo tiempo que descarta la presencia de un ministerio institucional, en los escritos de san Pablo; de ahí deduce que todos los bautizados tienen la misma responsabilidad pastoral que los obispos y los presbíteros. En él se apoyará años más tarde Hans Küng, para exponer su tesis sobre la «estructura carismática" de la Iglesia, una estructura que no deja lugar a la estructura sacramental, ni al ministerio apostólico. Por su parte, Vanhoye se apoya en diversos estudios para mantener que charisma tiene de por si en el Nuevo Testamento un significado genérico y no técnico; un sentido que varía según el contexto, por lo que puede afirmarse que no existía aún una noción totalmente determinada, que sólo se abre paso con el Concilio Vaticano II.

Sin llegar a las conclusiones de Käsemann o Küng, en las últimas décadas se tiende a generalizar el uso del término carisma para designar todo servicio en la Iglesia, incluidos los ministerios conferidos por el sacramento del Orden. Conviene, a este respecto, distinguir entre «dimensión carismática» de la Iglesia (presente en todos sus servicios) y carismas en sentido más propio, como veremos. Esto no quita para que los ministerios vengan acompañados de los carismas correspondientes.

Por lo que respecta a los autores que escriben antes del Vaticano II sobre espiritualidad, se deja ver la tendencia a considerar como acepción técnica de los carismas las manifestaciones extraordinarias del Espíritu en la Iglesia primitiva. Su lectura del Nuevo Testamento destaca la gratuidad (los carismas son independientes del mérito), la finalidad de la mayor credibilidad y eficacia de la propagación del Evangelio, y su intervención como causa y efecto del fervor espiritual de la Iglesia primitiva. Desaparecidas las manifestaciones carismáticas de los primeros tiempos, los maestros espirituales se inclinan a reconocer la acción carismática del Espíritu en la vida de la Iglesia, y examinan especialmente las siguientes temáticas:

&ndash: la relación entre los carismas y los efectos espirituales permanentes en la Iglesia (dones del Espíritu Santo);

&ndash: el intento de acudir a las categorías de la gracia gratum faciens/gratis data para explicar la dinámica de los carismas, puesto que éstos concurren a la edificación del alma bien dispuesta;

&ndash: los peligros, en quienes reciben los carismas, de llamar la atención por encima de las virtudes y la caridad; concretamente, los problemas del orgullo y del desorden –ya señalados por san Pablo- así como la tentación de apelar a los carismas como pretexto para la pereza espiritual.

Hay que señalar algunos fenómenos históricos relativamente modernos en relación con los carismas y la acción del Espíritu. Desde la perspectiva de la renovación eclesial debe recordarse el denominado «pentecostalismo» clásico, que nace con el siglo XX en Estados Unidos, y el neopentecostalismo que lo renueva a partir de 1956, desarrollados ambos en el ámbito protestante.

En 1967 surge también en Norteamérica (concretamente en Pittsburg) la llamada «renovación carismática», entre un grupo de católicos convencidos de que habían vuelto a encontrar los carismas más específicos de la Iglesia primitiva. De la renovación carismática católica nacieron los «grupos de oración», que subrayan la espontaneidad en la plegaria, la alabanza y el agradecimiento, la conversión y la referencia a la Sagrada Escritura. Junto con su aliento a estos grupos, la jerarquía ha señalado la necesidad de la formación eclesial, pastoral y ecuménica de los animadores (sean laicos o sacerdotes), que integre sentimiento, razón y acción.

II. Los CARISMAS SEGÚN EL CONCILIO VATICANO II

Durante el Concilio se asistió a una viva discusión entre dos modos de entender los carismas y su papel en la vida de la Iglesia:

a) para algunos padres conciliares (representados por el cardenal Ruffini) los carismas eran dones extraordinarios y milagrosos, concedidos rara vez por Dios, y destinados a confirmar su presencia y su poder;

b) para otros (representados por el cardenal Suenens), en cambio, se trata de dones emparentados con la gracia, concedidos frecuentemente por Dios para la edificación de la Iglesia. No es un fenómeno secundario en la vida de la Iglesia, sino que todo cristiano puede ser destinatario de dones carismáticos en su vida cotidiana. Fue esta segunda posición, considerada menos «tradicional», la que prevaleció.

Los pasajes más formales sobre el tema son dos: Lumem gentium, n. 12 y Apostolicam actuositatem, n. 3, par. 4 (Tienen también importancia textos como LG 4 y 7, AG 4 y 28).

En LG 12 los carismas se introducen a propósito de la participación del Pueblo de Dios en el munus profético de Cristo, primero a través del sensus fidei, y en segundo lugar por medio de los carismas. La afirmación importante para nuestro propósito es la que abre el párrafo segundo: «Pero el Espíritu Santo no se limita a santificar el pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios, ni a conducirlo o a procurarle el adorno de las virtudes. Distribuye también entre los fieles de todos los órdenes "repartiendo sus dones a cada uno según le place" (1Co 12, 11), las gracias especiales que los hacen aptos y disponibles para asumir las diversas tareas y oficios útiles a la renovación y al desarrollo de la Iglesia, en conformidad con lo que se ha dicho: "El don del Espíritu se manifiesta en un hombre siempre con miras al bien común" (1Co 12, 7). Estos carismas, desde los más brillantes hasta los más humildes y más ampliamente difundidos, se han de recibir con acción de gracias [...] etc.».

El pasaje de AA 3, pár. 4, es paralelo al anterior y dice así: «Para practicar este apostolado [de los laicos], el Espíritu Santo, que obra la santificación del pueblo de Dios por el ministerio y los sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (cf. 1Co 12, 7), distribuyéndolos a cada uno según quiere (1Co 12, 11), para que "cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros", sean también ellos "administradores de la multiforme gracia de Dios" (1P 4, 10) para edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16)». La expresión «dones peculiares» equivale a las «gracias especiales» de las que trata el texto de LG 12.

III. LA REFLEXIÓN POSCONCILIAR SOBRE LOS CARISMAS.

La moderna teología católica considera los carismas como gracias conferidas «libremente» a los fieles por el Espíritu, con vistas al bien común de la Iglesia. Veremos en primer lugar algunas adquisiciones más concretas. En un segundo momento aludiremos al papel de los carismas en la estructuración y en la misión de la Iglesia. Para concluir se destacan algunas implicaciones teológico-pastorales.

1. Adquisiciones de la teología contemporánea

Entre las adquisiciones fundamentales sobre los carismas, cabe subrayar las siguientes:

a) Hay en la Iglesia «unidad de misión y diversidad de tareas». Esta expresión de AA 2 que se ha hecho emblemática para nuestro asunto. Cuando se dice «tareas» no se debe entender funciones compartimentadas, sino modos distintos de ejercitarla única misión. Todos los cristianos «hacemos» la Iglesia (contribuimos a su «edificación» en la medida de nuestra santidad y supuesta la «doble» misión del Verbo y del Espíritu), con vistas a la Comunión de fe y de sacramentos, que es una comunión de verdad, caridad y vida (cf. LG 9), pero la hacemos según nuestra condición en ella (cf. ChL 20).

b) La noción de carisma. La reflexión contemporánea ha llevado a «perfilar» y «ampliar» al mismo tiempo la noción de carisma; el primer verbo se refiere al modo en que son otorgados por Dios; el segundo, al extenso número de cristianos que los poseen. Como se ha dicho, especialmente a partir del Vaticano II entendemos por carismas las gracias concedidas «libremente» (sin una vinculación necesaria con la administración de los sacramentos, con los ministerios sagrados o con las virtudes) por el Espíritu Santo y recibidas personalmente en orden a la colaboración en el Misterio de la Iglesia, es decir, para la comunión y la misión, que repercute indudablemente en el bien de todas las personas y la vida del mundo.

c) La relevancia de los carismas más sencillos u «ordinarios», ha ido progresivamente tomando cuerpo en la Iglesia. Sin negar la existencia y la actualidad de los carismas llamativos o «extraordinarios», al mismo tiempo ha aumentado paulatinamente en la Iglesia el interés por los carismas «más comunes», los que se dan «habitualmente», como por ejemplo: las «gracias de estado» que cada cristiano necesita para desarrollar su vocación concreta; los carismas que acompañan a los diversos ministerios, instituidos o no; los vinculados al matrimonio; los carismas de los fundadores en la vida religiosa o en otras instituciones de la Iglesia; carismas que han suscitado asociaciones, movimientos, etc.; otros carismas como el celibato o la virginidad, que pueden ser recibidos tanto por sacerdotes, como por religiosos, como por fieles laicos. Todos ellos han tenido, y seguirán teniendo, un papel fundamental en el apostolado cristiano.

d) La existencia de los carismas como algo esencial en la Iglesia. Es éste un aspecto de singular relevancia teológica. Nótese bien que es la acción carismática en si (no unos determinados carismas u otros, sino «el hecho de que existan carismas») lo que se ha visto como esencial en la Iglesia. Esto tiene particular valor cuando se considera al carisma en su noción estricta de de acción «libre» del Espíritu Santo y no como efecto directo de los sacramentos (cf. sobre todo 1Co 12, 7-11). En esta línea debe ser, a nuestro juicio, entendida la expresión de LG 4: el Espíritu Santo provee a la Iglesia de «dones jerárquicos y carismáticos».

e) El «discernimiento» de los carismas. Junto al reconocimiento de la singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica Y para la santidad del Cuerpo de Cristo que suponen los carismas, se ha visto la necesidad de recordar que el «discernimiento» de los carismas corresponde a los Pastores de la Iglesia (cf. LG 12 y 30). Ese discernimiento es también una gracia del Espíritu Santo: el mismo Espíritu que suscita los carismas, suscita en los Pastores el discernimiento conveniente para reconocer esos dones (cf. ChL 24).

2. Carismas y estructuración de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II describió la Iglesia como una realidad institucional (objetivamente dada), constituida por la Palabra, los sacramentos y el ministerio apostólico; y a la vez como una institución carismática, pues el Espíritu Santo la vivifica de tal manera que personaliza lo dado en la Iglesia y los cristianos. Si la institución significa la presencia del Resucitado, al mismo tiempo el Espíritu llena de contenido salvífico la institución. Ambas vertientes, institucional y carismática, proceden de las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, que son inseparables.

La reflexión contemporánea ha llegado a concluir que los carismas pertenecen no sólo a la vida y misión de la Iglesia, sino también a su estructura. Ante todo, la vida de la Iglesia no debe concebirse como contrapuesta a su «estructura», sino como despliegue dinámico de esa misma estructura, dotada de «dones jerárquicos y carismáticos» (cf. LG 4). Porque posee esa estructura orgánica, la Iglesia es sacramentum salutis; su vida es no sólo signo sino también instrumento de salvación universal, lo que constituye también su misión (cf. AG 5).

La Iglesia es, en cuanto participe de la Unción sacerdotal de Cristo, «comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada» (LG 11). Esa «unción» es el Espíritu Santo, que se dona en la Iglesia de dos maneras: sacramentalmente y carismáticamente. La forma en que estas dos donaciones se articulan en la estructura de la Iglesia y la capacitan para la misión, se estudia en la voz correspondiente (ver «Iglesia»). La donación carismática del Espíritu manifiesta la iniciativa y la novedad del Pneuma, que «sopla donde quiere». Los carismas concretan y complementan la donación sacramental del Espíritu (por el Bautismo-Confirmación y el Orden), para configurar «históricamente» las posiciones eclesiológicas de los fieles (fieles laicos, ministros sagrados, miembros de la vida consagrada).

3. Implicaciones teológico-pastorales.

En el Catecismo de la Iglesia Católica puede verse una síntesis sobre los carismas, nn. 798-801801. (Ver en el Compendio, los nn. 159, 160, 194 y 424).

En orden a promover en la misión de la Iglesia el reconocimiento, el respeto y la responsabilidad ante los carismas, señalamos, por último, algunas implicaciones teológico-pastorales:

a) La relación entre carismas y sacramentos. La celebración de los sacramentos viene precedida, acompañada y seguida de la acción carismática del Espíritu. Los carismas están al servicio de los sacramentos y viceversa. Si no se entiende esta relación entre sacramentos y carismas en la estructura y en la misión de la Iglesia, se hace muy difícil explicar la vocación y misión tanto de los religiosos como de los laicos.

b) La coordinación pastoral de los carismas. La eclesiología y la espiritualidad de comunión piden armonizar la probada eficacia de los carismas (especialmente en el caso de los movimientos apostólicos) con la acogida de los carismas por los pastores. Hay que armonizar la formación y la atención personal, con la diversidad de tareas pastorales y de modos de realizarlas, tanto a nivel universal como local

c) La acción propia de los fieles laicos. Como se estudia en la voz correspondiente (ver «Laicos»), los laicos, igual que todos los cristianos, pueden perfectamente desempañar tareas «intraeclesiales»; pero su misión propia es vivificar las realidades temporales, santificar el mundo desde dentro, estar en las realidades del trabajo, de la cultura y de la educación, de la familia, de la vida cultural y política, etc. A ello se dirigen sus carismas propios.

d) La formación teológica de los fieles. Se trata de una tarea insoslayable para evitar que la diversidad se convierta en fragmentariedad, y las dimensiones de la fe y de la vida cristiana se tornen en deformaciones (intelectualista, voluntarista, sentimentalista, etc.), o al menos reducciones y parcialidades, de perspectivas que, integradas en la razón, experiencia y tradición cristiana, enriquecen y construyen la catolicidad.

e) La docilidad operativa al Espiritu Santo. Ésta podría hoy sustentarse en algunos «puntos fuertes» de la vida pastoral y apostólica de la Iglesia: una renovada valoración de la gracia santificante, que se enraiza en la Eucaristía, cumbre y fuente de la misión; un redescubrimiento de la «vida en el Espíritu», apoyada en la oración y a ser posible en la dirección espiritual; un llamamiento a la responsabilidad apostólica de todos los cristianos -según las diversas vocaciones, ministerios y carismas- en la única misión: el testimonio de la Verdad y el Amor de Dios entre los hombres.

Bibliografía

Y. CONGAR, El Espiritu Santo, Barcelona 1991. D. GRASSO, Los carismas en la Iglesia: Teología e historia, Madrid 1984. K. MCDONNELL, «Charismatic Renewal, Catholic», en New Catholic Encyclopedia, III, Detroit (MI)-Washington, D.C. 20032, 392-393. R. PELLITERO, «Los carismas en la reflexión contemporánea y su papel en la estructuración de la Iglesia», en J.R. VILLAR (ed.), Communio et sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Pamplona 2003, 535-551.1. RATZINGER, Los movimientos eclesiales y su lugar teológico, conferencia pronunciada en el Congreso Mundial sobre «Los Movimientos eclesiales: comunión y misión en los umbrales del tercer Milenio» (Roma 27-28 de mayo de 1998), en IDEM, Convocados en el camino de la fe, Madrid 2004, 181-214. P. RODRÍGUEZ y otros (dir.), El Espíritu Santo y la Iglesia (XIX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, 1998), Pamplona 1999. A. VANHOYE, «Carisma», en P. ROSSANO y otros (dir.), Nuevo diccionario de Teologia bíblica, Madrid 20012, 282-288.

R. Pellitero

 «    Catecismo    » 

I. CONCEPTO

El catecismo es un compendio de las verdades fundamentales de la fe en Cristo propuestas por la Iglesia. El término procede del latín eclesiástico catechismus, verbo catechizare, del griego katejeo, resonar, hacer eco. El Nuevo Testamento emplea catequizar como transmisión del mensaje de Jesús (Buena Nueva).

Los apóstoles, iniciaron la transmisión de la Buena Nueva el día de Pentecostés (Hch 2, 1-4 y 14-41), cumpliendo el encargo del Señor en su última palabra (Mt 28, 19 s.; Mc 15, 16; Hch 1, 8). Pronto los testigos de los acontecimientos vividos por Jesús (Mateo, Juan) o quienes los recibieron de ellos (Lucas, Marcos) escribieron, inspirados por el Espíritu Santo, los Evangelios, primeros libros catequéticos: «¿No ha sido llamado el relato de San Mateo evangelio del catequista, y el de San Marcos, evangelio del catecúmeno?» (CT 11).

También se formuló una síntesis de las verdades enseñadas por Jesús que la Iglesia transmitía oralmente al catecúmeno, que lo recitaba al bautizarse profesando su fe en Cristo y su disposición de participar en la Iglesia a la comunidad de vida cristiana (MPD, 28.X.1977). Así nació el Símbolo Apostólico, «suma de la catequesis dogmática del cristianismo primitivo, fundamento y norma de la vida cristiana» (3.A. Jungmann).

San Pablo alude al cuerpo de la fe de la Iglesia como «depósito» (1Tm 6, 20): «... en la edad apostólica existía ya un conjunto de verdades reveladas, bien determinado e inequívoco, una síntesis, una especie de catecismo que debe enseñarse y aprenderse de acuerdo con la formulación bien determinada por el Magisterio apostólico» (Paulo VI, Discurso, 1.III.1967).

II. ESTRUCTURA Y CONTENIDO

Ya la patrística configuró en cuatro pilares el depósito de la fe cristiana: el símbolo, los sacramentos, el decálogo y el padrenuestro. Esta exposición no es artificial; sintetiza lo que todo hombre que se acerca a la fe debe conocer y, al mismo tiempo, los elementos vitales de la Iglesia. Lutero la utilizó para su catecismo y también los autores del Catecismo Romano. Esas piezas han sido expuestas según un ordo doctrinae o hilo teológico del catecismo, en torno a las virtudes teologales, al fin del hombre, o a la economía de salvación.

El más tradicional es el ordo según las virtudes teologales: fe (credo), esperanza (oración), caridad (mandamientos) y sacramentos. Se remonta a Agustín de Nipona y lo adoptan Canisio (1555-1558), Belarmino (1597), Ripalda (ca 1591), Astete (ca 1593), Casati (1765) y Pío X (1905). En ocasiones, tras los sacramentos, explicitan los pecados, virtudes, etc.

El fin del hombre (servir a Dios, cumplir su voluntad y alcanzar la vida eterna) ordena: fe (credo); moral (mandamientos); y medios de la gracia (sacramentos y oración). Es eje de Deharbe (1847), san Pío X (1912) y Catecismo Nacional Español (1962).

La economía de salvación sigue el ordo: profesión de fe (símbolo); celebración del misterio cristiano (liturgia y sacramentos); vida en Cristo (mandamientos); oración cristiana. Lo adoptan el Catecismo Romano y el Catecismo de la Iglesia Católica.

Su función de anuncio nacido de la certeza de la fe requiere una forma literaria expositiva, un estilo claro y preciso. Como instrumento de unidad para la evangelización precisa un lenguaje común. Para transmitir el mensaje ha de conectar con la cultura del receptor. Por ello, para expresar la verdad permanente de la fe, el catecismo deberá renovarse ante los cambios culturales.

Todo catecismo presta un doble servicio: a la dimensión cognoscitiva/veritativa de la fe permitiendo un conocimiento orgánico del mensaje cristiano, y a la educación de la fe contribuyendo a adquirir una fe profesada, celebrada, vivida y hecha oración (cf. DCG, 1997, n. 130. Los textos han recibido a lo largo de los siglos el respaldo y la aprobación de la autoridad eclesiástica como garantía de fiabilidad (cf. ibid., n. 28).

El catecismo a las puertas del tercer milenio ha alcanzado notable madurez: «Un catecismo debe presentar fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas de la Iglesia, para que se conozcan mejor los misterios cristianos y se reavive la fe del Pueblo de Dios. Debe recoger aquellas explicitaciones de la doctrina que el Espíritu Santo ha sugerido a la Iglesia a lo largo de los siglos. Es preciso también que ayude a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en el pasado aún no se habían planteado» (FD 3).

III. DESARROLLO HISTÓRICO

1. De la patristica a Trento

Algunos Padres de la Iglesia de reconocido prestigio consideraron parte importante de su ministerio enseñar de palabra o escribir obras catequéticas (CT 12). Son emblemáticas la Catequesis de Cirilo de Jerusalén, en el Oriente, y De catechizandis rudibus de Agustín de Nipona, en Occidente, que avanza cuestiones metodológicas.

El catecismo como texto para enseñarla doctrina cristiana nació en el siglo VII. En la Europa cristianizada disminuyeron los bautismos de adultos y hubo que impartir la doctrina a niños ya bautizados. El paso de la catequesis prebautismal a la posbautismal lo representa la Disputatio puerorum per interrogationes et responsiones (PL 101, 1097-1144), atribuida a Alcuino (ca. 735-804). Presenta en forma dialogada la historia salvífica, el Credo y el Padrenuestro. Disposiciones conciliares, como las del Concilio de Reims (813), ordenaron enseñar a los fieles el Símbolo, el Pater noster y los sacramentos.

El desarrollo teológico del siglo XII incidió en la catequesis. Se escribieron dos catecismos, referentes para la catequesis posterior: el Elucidarium (PL 172, 1109-1176), atribuido a Honorato de Autun, dirigido a catequistas, expone el Credo, Moral y Novísimos y desarrolla la Eucaristía, afrontando los errores de Berengario; el De quinquies Septenis seu Septenariis (PL 175, 173618), de Hugo de San Víctor, agrupó la doctrina en núcleos septenarios para facilitar el aprendizaje: peticiones del Padrenuestro, bienaventuranzas, virtudes, etc.

Posteriormente, obispos y sínodos impulsaron la catequesis. El Concilio de Lambeth, Inglaterra, (1281) ordenó a los sacerdotes explicar el catecismo. En España, los Concilios de Valladolid (1322) y de Tortosa (1429) decretaron medios para enseñarla doctrina de fe. Ya desde el tardomedioevo los movimientos de reforma intraeclesial europea Y después la Reforma protestante impulsaron nuevos catecismos. La evangelización del Nuevo Mundo desplegó abundante creatividad catequética. La imprenta recién descubierta (1449) difundió estos textos.

Entre ellos, los de Gerson (1362-1428), L’ABC des simples gens, para niños o principiantes, y el Opus tripartitum, para catequistas que impusieron los dos niveles de catecismo -menor y mayor-. Ya en el siglo XVI, el Sínodo de Colonia (1536) impulsó el Enchiridion, de Gropper (1536); el Sínodo de Petrikau (Polonia, 1551), la Confessio fidei, de Hossio; y el Sínodo de Londres (1556), los Comentarios al Catechismo Christiano, de Carranza (1558). El Catholicus Catechismus (1543), de Nausea, fue una aportación al Concilio tridentino convocado en 1542.

Entre los protestantes, desaparecido el Magisterio, el catecismo ofrecía una interpretación normativa de la Escritura, era guía orientadora para cada cristiano. En 1529 publicó Lutero el Enchiridion, un catecismo menor y otro mayor, en alemán y latín; Calvino en 1537 editaba un catecismo francés; y en 1549 el Book of Common Prayer anglicano incluía un breve catecismo.

América inventó el catecismo pictográfico, como el Cathecismo de Pedro de Gante, .F.M., (ca 1525 a 1528) que representaba en grafías oraciones, símbolo, mandamientos, sacramentos, y obras de misericordia. La transcripción al alfabeto latino de las lenguas americanas permitió escribir catecismos para indígenas, como la Doctrina cristiana breve de Alonso de Molina, .F.M., (México 1546): náhuatl y castellano; la Doctrina cristiana en lengua guatemalteca (1499-1563) (ca 1525); el Arte o Gramática quechua, de Domingo de Sto. Tomás, en Perú (Valladolid 1560), con una Plática para todos los Indios anunciando el Evangelio, en quechua y castellano. La Doctrina cristiana para instrucción de indios, de Pedro de Córdoba, O.P. (México, 1544), en castellano, destacaba la creación divina, frente a la cosmogonía indígena; la bondad del Dios Amor que brinda amistad; y el primado del Papa.

2. De Trento al Vaticano II

El Concilio de Trento, que afrontó la crisis de unidad de la fe planteada por Lutero, decidió el 11 de noviembre de 1563 elaborar un Catecismo (Sessio XXIV, canon IV, en COeD 76213-21). Por vez primera, la suprema autoridad de la Iglesia propuso un Catecismo para la Iglesia universal.

El Catecismo Romano o Catecismo de Trento fue promulgado por Pío V (Motu proprio Pastoralis officio, 23.IX.1566). Lo redactó una comisión presidida por san Carlos Borromeo y dispuso entre sus fuentes de los catecismos de Gropper, Hossio, Carranza y Nausea. Ofrece «una síntesis de la doctrina cristiana y de la teología recibida de la Tradición para uso de los sacerdotes en su ministerio» (CR 13). Es, pues, un catecismo mayor, subsidium para los pastores que transmiten la fe de la Iglesia.

Su estructura, según la economía de salvación, expone sucesivamente: Credo, Sacramentos, Mandamientos, Oración. Al situar los Sacramentos tras el Credo, destaca la unidad entre «fe y sacramentos de la fe», en expresión del Aquinate. Siguen los Mandamientos: indicando así que la fe y los sacramentos capacitan al hombre para vivir el Decálogo. El Catecismo Romano no impone ese ordo en la catequesis: los párrocos libremente se acomodarán a las personas y al tiempo. Señala una prioridad: «Nosotros, apoyándonos en la autoridad de los Santos Padres, que, al iniciar a los hombres en Cristo Jesús e instruirlos en su ley, comenzaban por la doctrina fidei, juzgamos lo mejor explicar primero lo que se refiere a la fe» (CR, Proem. 13).

Está escrito con precisión y claridad (cf. CR, Proem. 39), cita abundantemente la Escritura y los Padres y dialoga con la cultura humanista. El Catecismo Romano es un método logrado de instrucción pastoral, de exégesis y patrística. Tiene el valor teológico de presentar con integridad la doctrina profesada por la Iglesia en el momento de la crisis reformista.

En estos años salen los textos de Canisio, Summa doctrine christianae, catecismo para niños, para jóvenes y doctrina para universitarios (1555, 1556, 1558); y de Auger, Sommaire de la religion chrétienne (1563) y Petit catéchisme (1568), que se impondrán en Alemania y Francia.

Catecismos postridentinos: el Catecismo Romano requería textos de enseñanza a niños y jóvenes; los escribieron autores doctos y de vida santa. Todos los textos profesan el mensaje fundamental de la fe en Dios Uno y Trino, depositada en su Iglesia que conduce al hombre a la vida eterna. Formaron cristianamente a generaciones enteras pero, generalmente, no supieron aprovechar los horizontes del Catecismo Romano. De los más difundidos, no siguieron su estructura los de Belarmino (1597), Ripalda (ca 1591) y Astete (ca 1593). Sí la adoptaron Dionisio de Sanctis, O.P., (Colombia, ca 1576) y José de Acosta, S.J., Catecismos del III Concilio limense (1584-1585), en castellano, quechua y aymará; los Catecismos del III Mexicano (1585), de Juan de la Plaza, S.J. volvieron al ordo según el fin del hombre.

Progresivamente el catecismo se intelectualizó: presentó los contenidos de la fe, en un contexto «nocional» y difuminó la inspiración bíblica del Catecismo Romano. Se constituyó al margen de la celebración de la fe y desvinculado o yuxtapuesto a la vida eclesial. Los obispos del XVII y del XVIII promovieron catecismos con temas doctrinales coyunturales: de oportunidad política (progalicanos y regalistas) o carácter polémico (antijansenistas o antiluteranos). Aparecieron textos especializados: para curas, para adultos, para niños; y métodos pedagógicos y recursos didácticos adaptados de modelos educativos profanos (cf. Alfredo García Suárez, «Algunas reflexiones sobre el sentido y la evolución histórica de los catecismos en la Iglesia».

A mediados del XVIII Roma impulso la catequesis. Tocó el tema el Sínodo Romano (1725) de Benedicto XIII; Benedicto XIV por la Constitución apostólica Etsi minime (1742) dio orientaciones precisas. Clemente XIII ordenó reimprimir el Catecismo Romano (Roma 1761) ante las disputas de escuela que minaban la cristiandad. Se escribieron catecismos para la enseñanza, entre ellos el italiano de Casati (1765), texto único para varias diócesis italianas; los españoles del escolapio Cayetano de San Juan (1759) y de Pedro de Calatayud, S.J. (1747 y 1764). En América el Catecismo del IV Concilio Provincial mexicano (1772) siguió el ordo del Catecismo Romano, con vigor doctrinal.

La descristianización del pueblo en el siglo XIX urgió la catequesis. San Antonio María Claret, escribió los catecismos menor, mediano y explicado (1847, 1848 y 1849), y pidió a Pío IX (1863) que se elaborase un catecismo universal o, al menos, para España. El Vaticano I (1870) debatió elaborar un «parvo cathecismo» para la Iglesia universal. Muchos conciliares se opusieron: no veían posible un catecismo popular que pudiera llegar a cristianos de todas las culturas y el proyecto no siguió adelante. Ya en el XX, ante la ignorancia de doctrina que apartaba de Dios a la sociedad, Pío X relanza la catequesis con la Encíclica Acerbo nimis (1905) y el Catecismo Mayor (1913) promulgado para Roma, aunque con miras universales; Pío XI erigió el Secretariado Catequístico para la Iglesia Universal (1923); y, tras consultar al episcopado mundial, promulgó el Decreto Provido sane (1935), importante para el desarrollo posterior. Pio XII convocó el Primer Congreso Catequistico Internacional (Roma, 1950). El episcopado alemán, tras arduo trabajo, publicó el Catecismo católico (1955).

3. Concilio Vaticano II y Catecismo de la Iglesia Católica

El Concilio Vaticano II impulsó una catequesis más eclesiológica y conectada con la vida cristiana, sintonizando con la dimensión antropológica catequética de los santos Padres. Recogía el desarrollo teológico gestado desde la entreguerra. La renovación teológica y pastoral de la escuela de Tubinga y los movimientos bíblico, patrístico, litúrgico y ecuménico. Decretó elaborar un Directorio general de la catequesis (1971), base del desarrollo catequético posterior. En efecto, tras los Sínodos de los Obispos sobre la evangelización (1974) y la catequesis (1977), se publicaron las importantes exhortaciones Evangelii nuntiandi (1975) y Catechesi tradendae (1979). Finalmente, la sesión extraordinaria del Sínodo de Obispos de 1985, a propuesta de los obispos de Senegal-Mauritania, pidió al Papa la redacción de un Catecismo (FD 1); Juan Pablo II hizo suyo el proyecto, «urgente necesidad de la Iglesia universal» (Discurso, 7.XII.1985).

Ese catecismo debla exponer orgánica y sintéticamente los contenidos esenciales de la doctrina católica a la luz del Vaticano II y de la Tradición eclesial. Dirigido a los pastores de todas las iglesias, sería referente para los catecismos de las iglesias particulares, que aplicarían la doctrina a las circunstancias locales. Sería subsidium para una evangelización a la que son llamados todos los fieles. La vocación universal a la evangelización es novedad importante del Catecismo de la Iglesia Católica respecto a la catequética anterior (CCE, Prólogo, 3).

Algunas Conferencias episcopales habían publicado ya textos inspirados en la renovación conciliar. Así el Catecismo holandés (1966), escrito con método histórico y fenomenológico que, con un nuevo lenguaje directo, se dirigía al hombre, recogía sus preguntas y pretendía aclarar el lugar de la fe entre esas preguntas, no alcanzó esta finalidad; en parte por el método elegido y en parte por la precariedad de la reflexión teológica: aparecen desvirtuadas verdades fundamentales de la fe cristiana, como el Pecado original, la salvación, la cuestión acerca de Dios, etc. Muy valioso es el Catecismo católico para adultos (Parte I: La Fe) (1985) alemán, que transmite el misterio de Dios, sin perder de vista al hombre, sujeto creyente; con estilo directo, claro, de clara dimensión bíblica y citas del Magisterio. Tras la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica salió la Parte II, Vivir de la fe. Entre los españoles, señalo Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia (1987), dirigido a jóvenes y catequistas, mantiene un buen nivel doctrinal con estilo asequible, abundantes referencias bíblicas y numerosos recursos didácticos: preguntas, mapas, grabados, etc.

Juan Pablo II promulgó en 1992 el Catecismo de la Iglesia Católica (Constitución apostólica Fidei depositum, 11.X.1992). La edición típica, de 1997 (Carta apostólica Laetemur magnopere, 15.VIII.1997), incorpora algunos cambios, muchos redaccionales, pero otros con precisiones de fondo. Era el segundo catecismo de la Iglesia universal tras el Catecismo Romano. Fue escrito, en orden a la aplicación del concilio, por una comisión de expertos, tras dos consultas al episcopado universal. Es, pues, «fruto de una colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica» (FD 2).

Recupera la savia teológica del tridentino y sigue el ordo doctrinae del Catecismo Romano. El tema de la «economía divina» atraviesa las cuatro partes del texto como «leitmotiv» (Christoph Schönborn, Criterios de redacción del Catecismo). El Catecismo de la Iglesia Católica se «autocomprende» como articulación de la doctrina de la fe: la profesión de la fe bautismal (el símbolo); los sacramentos de la fe; la vida de fe (los mandamientos); la oración del creyente (el Padrenuestro) (CCE, Prólogo 13).

Novedosas son las primeras secciones de las tres primeras partes con temas de antropología teológica: el Catecismo opta así por el camino del hombre como vía para exponer la fe: «el hombre es el camino de la Iglesia» (RH 14). El amor al hombre impulsa el proyecto salvífico de Dios Trino y su iniciativa en la historia. En el Catecismo se entrelazan las dimensiones trinitaria y cristológica con la dimensión antropológica.

La sección I de la Primera parte («Creo, creemos»), es una antropología fundamental que ilumina la dignidad del hombre y del acto de fe. La sección introductoria de la Segunda parte («Economía sacramental») muestra la riqueza del movimiento litúrgico y la sacramentalidad de la Iglesia según el Vaticano H. La sección I de la Tercera parte («La vocación del hombre: la vida en el espíritu») sistematiza la antropología del Catecismo: el hombre imagen de Dios; comunidad humana; y necesidad de la ayuda de Dios para responder a la vocación divina: Dios que revela la Verdad, otorga su gracia y acoge al hombre a la comunión en su Iglesia.

El texto incorpora nuevos contenidos: doctrina social, desarrollos de moral familiar, la mujer en la Iglesia, ecumenismo, etc. Tiene un amplio desarrollo trinitario y cristocéntrico, pneumatológico y eclesiológico; realza la espiritualidad y la enriquece con aportaciones del Oriente cristiano.

Su estilo es propositivo y claro. Destaca su dimensión bíblica, entralazada con las fuentes patrísticas, litúrgicas, doctrinales, y espirituales de testigos de la fe orientales y occidentales. Está permeado por la letra y el espíritu del Vaticano II. Incorpora recursos didácticos: finaliza cada sección con puntos que sintetizan el contenido; aplica diverso tamaño de letra destacando lo esencial de lo complementario; al margen del parágrafo indica los números de textos relacionados, facilitando una lectura omnicomprensiva del mensaje (FD 3)

Al proclamarlo Juan Pablo II expresó que el Catecismo «es la exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas e iluminadas por la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica y el Magisterio de la Iglesia»; añadiendo, «lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial» (FD 4). En una intervención posterior el Papa afirmó que «la publicación del texto debe considerarse, sin duda, como uno de los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia, pues constituye un don precioso al volver a proponer fielmente la doctrina cristiana de siempre: un don rico, por los temas tratados con esmero y profundidad; un don oportuno, dadas las exigencias y necesidades de la época moderna» (Discurso del 7.XII.1992, n. 4).

En los ambientes cristianos creció la necesidad de una versión sintética, breve, con todos y sólo los elementos esenciales de la fe y de la moral católica, formulado en manera sencilla, accesible a todos. Se editaron, en diversas lenguas y países, versiones más o menos logradas, conteniendo algunos fallos de estructura y contenido, y aun de integridad de la doctrina católica. Se advertía la necesidad de un texto completo, en armonía con el Catecismo de 1992 aprobado por el Papa, para toda la Iglesia. Los participantes al Congreso Catequístico Internacional (octubre de 2002), lo pidieron a Juan Pablo II, que hizo suyo el proyecto y en febrero de 2003 encargó la redacción a una comisión, presidida por el cardenal Ratzinger. El texto elaborado fue enviado a los cardenales y a los presidentes de las Conferencias episcopales que aportaron sus sugerencias.

El 28 de junio de 2005 y en la Basílica de San Pedro, Benedicto XVI presentó el Compendio del Catecismo de la Iglesia acompañado del Motu proprio para la aprobación y publicación. No es un nuevo Catecismo, pues remite al promulgado en 1992 que es su fuente y referente. Redactado en forma dialógica, sigue la estructura de éste y recoge lo esencial de su contenido en 598 preguntas Y respuestas breves y claras. Concluye con doble apéndice: oraciones del cristiano (desde la señal de la Cruz, Gloria, Padrenuestro, etc.) y fórmulas de doctrina católica dones del espíritu Santo, obras de misericordia, etc.). Presenta catorce imágenes elegidas del arte cristiano de los ámbitos culturales de Oriente y de Occidente que, con su belleza, son anuncio del evangelio. El Compendio prepara la inculturación concreta del Catecismo y prevé la realización de textos propios para algunos ámbitos.

Bibliografía

A. GARCÍA SUAREZ, «Algunas reflexiones sobre el sentido y la evolución histórica de los catecismos en la Iglesia», en IDEM, Eclesiologia, catequesis, espiritualidad, Pamplona 1998. J.A. JUNGMANN, Catequética. Finalidad y método de la instrucción religiosa, Barcelona 19664. RATZINGER, Evangelio, catequesis, catecismo, Valencia 1996. M. SIMON, Un catéchisme universel pour l'Église Catholique: du Concile de Trente á nos jours, Leuven 1992. J. RATZINGER y CH. SCHÖNBORN, Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 1995.

E. Luque

 «    Catequesis    » 

I. NATURALEZA DE LA CATEQUESIS

El concepto de catequesis se ha enriquecido a partir de los documentos del Magisterio de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II.

El Concilio Vaticano II describe la catequesis en dos de sus documentos: «Vigilen los obispos para que se dé con diligente cuidado la formación catequética [catechetica institutionem], cuyo fin [quae eo tendit] es que la fe, ilustrada por la doctrina, se torne viva, explícita y operativa, tanto en los niños y adolescentes, como en los adultos» (CD 14). «La formación catequética [institutio catechetica] ilumina y robustece la fe, nutre la vida con el espíritu de Cristo, conduce a una consciente y activa participación en el ministerio litúrgico, y mueve a la acción apostólica» (GE 4).

El primer texto la describe por su finalidad, señalando que la catequesis lleva a que la fe sea viva (que cultive una relación personal con Dios), explícita (que propicie un adecuado conocimiento), y operativa (que se traduzca en obras). También indicará esto el Directorio (DGC, 1997, nn. 53-55,). El medio para conseguirlo es la formación doctrinal (ilustrada por la doctrina).

El Directorio catequístico general de 1971, cita textualmente esta descripción en su n. 17, y también está presente en el Código de Derecho Canónico de 1983, cuando afirma que «es un deber propio y grave, sobre todo de los pastores de almas, cuidar la catequesis del pueblo cristiano, para que la fe de los fieles, mediante la enseñanza de la doctrina [per doctrinae institutionem] y la práctica de la vida cristiana [vitae christianae experientiam], se haga viva, explícita y operativa» (CIC, c. 773).

Es interesante notar cómo el Código indica que para conseguir una fe viva, además de la enseñanza de la doctrina, se precisa también la práctica de esa enseñanza, la «experiencia de vida cristiana». En esta misma línea, otros documentos posteriores al Concilio Vaticano II han insistido en que el fin de la catequesis no se consigue sólo con una buena formación doctrinal, ciertamente fundamental, sino que es necesario también un aprendizaje de la vida cristiana, un entrenamiento de la misma en la práctica de esa fe.

El segundo texto, de la Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, al señalar «varios medios para la educación cristiana», subraya que la Iglesia utiliza todos los medios aptos para el cumplimiento de su misión educadora, y el primero de ellos es la instrucción catequética. Describe entonces la catequesis a partir de las tareas que debe desarrollar: el conocimiento de la fe, la formación moral, la educación litúrgica y la formación apostólica.

El Directorio de 1971 sitúa a la catequesis como una de las cuatro formas del ministerio de la Palabra; las otras tres son la «evangelización o predicación misionera», la «forma litúrgica» (p. ej. la homilia) y la «forma teológica», cada una de las cuales tiene sus leyes propias; de modo que la catequesis equivale a la educación de la fe (dejando aparte la homilía y la enseñanza de la teología). Se trata de una visión amplia de la catequesis dentro de la actividad pastoral de la Iglesia. Es la acción eclesial que «conduce a la madurez de la fe tanto a las comunidades como a cada fiel» (DCG, 1971, n. 21). Esta madurez de la fe, entendiendo la educación de la fe como el camino para alcanzarla, ha sido considerada muchas veces como el fin al que tiende toda la catequesis.

Más tarde, Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) sitúa a la catequesis dentro del proceso total de evangelización, y añade la perspectiva de concebirla a modo de catecumenado: sin confundirse con el primer anuncio, debe tener talante misionero y mantener viva, renovándola, la conversión a Jesucristo.

El Sínodo de los Obispos de 1977, en su documento final, Mensaje al Pueblo de Dios, afirma que el modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal: la formación específica que conduce, al adulto convertido, a la profesión de su fe bautismal.

Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Catechesi tradendae, que recoge las reflexiones del Sínodo de 1977, indica que se puede hablar de la catequesis en un doble sentido: uno amplio o pleno y otro estricto o restringido. Denomina sentido estricto a «la simple enseñanza de las fórmulas que expresan la fe» (CT 25). Se puede decir que este sentido ha desaparecido prácticamente del lenguaje catequético, por ser un modo muy pobre de entender esta tarea. Al definir la catequesis en sentido amplio o pleno Juan Pablo II expone: «Globalmente, se puede considerar aquí la catequesis en cuanto educación de la fe de los niños, de los jóvenes y adultos, que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 18).

Esta definición la recogerá íntegramente el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE 5), y en ella cabe destacar: 1) La catequesis es educación de la fe, con todo lo que la palabra educación significa actualmente, sin quedarse en la mera instrucción. 2) Dada a todas las personas, desde niños a adultos. 3) Se distingue de las demás formas de presentar la palabra de Dios por hacerlo de modo orgánico (adecuado a las características del sujeto) y sistemático (según un plan que de unidad y coherencia a la formación), así como por ser una iniciación cristiana integral abierta a todas las esferas de la vida cristiana: conocer la fe, celebrarla, vivida, traducirla en oración, anunciarla... (es la inspiración catecumenal).

El documento de los obispos españoles, Catequesis de la comunidad cristiana (1982), desarrolla ampliamente el carácter propio de la catequesis y su distinción con respecto a las demás formas de educación en la fe. La sitúa como una etapa formativa del proceso evangelizador, entre el primer anuncio y la acción pastoral. Se describe como «la etapa (o período intensivo) del proceso evangelizador en la que se capacita básicamente a los cristianos, para entender, celebrar y vivir el Evangelio del Reino al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial y en el anuncio y difusión del Evangelio. Esta formación cristiana -integral y fundamental- tiene como meta la confesión de fe» (CCC 34).

Más adelante concreta que lo propio de la «catequesis es la iniciación global y sistemática en las diversas expresiones de la fe de la Iglesia. Es un servicio a la unidad de la confesión de fe. Es ese período intensivo y suficientemente prolongado de formación cristiana integral y fundamental» (CCC 61).

El Directorio general para la catequesis (1997) recoge las precisiones y valores que se han ido explicitando en los documentos citados y la reflexión de los estudiosos del tema, y subraya de modo particular la naturaleza eclesial de la catequesis (cf. nn. 78-79). El verdadero sujeto de la catequesis es la Iglesia, que, como continuadora de la misión de Jesucristo y animada por el Espíritu Santo, ha sido enviada para ser maestra de la fe. Por ello, la Iglesia conserva fielmente el Evangelio, lo anuncia, lo celebra, lo vive y lo transmite en la catequesis a todos aquellos que han decidido seguir a Jesucristo.

Esta transmisión del Evangelio es un acto vivo de tradición de la Iglesia. Lo que ella transmite no es algo pasado, caduco, viejo: es la fe que ella vive, y que además transmite de forma activa: «La siembra en el corazón de los catecúmenos y catequizandos para que fecunde sus experiencias más hondas. La profesión de fe recibida de la Iglesia (traditio), al germinar y crecer a lo largo del proceso catequético, es devuelta (redditio) enriquecida con los valores de las diferentes culturas. El catecumenado se convierte, así, en foco fundamental de incremento de la catolicidad y fermento de renovación eclesial» (DGC, 78).

La Iglesia actúa como madre y maestra. Por la catequesis, alimenta a sus hijos con su propia fe y los inserta, como miembros, en la familia eclesial. Así lo expresaba san Gregorio Magno: «Después de haber sido fecundada, concibiendo a sus hijos por el ministerio de la predicación, la Iglesia les hace crecer en su seno con sus enseñanzas» (Moralia in Iob, XIX 12; CCL 143a, 970).

II. FINALIDAD DE LA CATEQUESIS

Toda la acción evangelizadora busca favorecer la comunión con Jesucristo: a partir de la conversión «inicial» de una persona al Señor, suscitada por el Espíritu Santo mediante el primer anuncio, la catequesis se propone fundamentar y hacer madurar esta primera adhesión para conocer mejor a Cristo y comprender más su misterio.

Para el Catecismo de la Iglesia Católica, la finalidad cristológica y cristocéntrica es nuclear en la catequesis: «En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros [...] Catequizar es [...] descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios [...] Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo. Y el fin de la catequesis es conducir a la comunión con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad» (CCE 425, citando textualmente CT 5. cf. CCE 426; AG 14).

La comunión con Jesucristo, por su propia dinámica, impulsa al discípulo a unirse también con su Padre, que le había enviado al mundo, y con el Espíritu Santo, que le impulsaba a la misión; con la Iglesia, su Cuerpo, por la cual se entregó; y con los hombres, sus hermanos, cuya suerte quiso compartir. Esto lleva a considerar como objetivo de la catequesis la profesión de fe en el único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En frase del Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispos de 1977, «la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (MPD 8; cf. CCE 185-197).

Los obispos españoles comentan: «Esta aportación sinodal nos parece riquísima. Nos hace ver que el proceso catequético es, esencialmente, un acto eclesial que, partiendo de la fe de la Iglesia, transmite esa fe a los catecúmenos [...]. Cuando el catequizando es capaz de confesar la fe con toda su vida en la Iglesia, con su memoria, inteligencia y corazón, el proceso catequético ha culminado. La Iglesia, a través de la predicación, de la homilía y de otras formas, continuará alimentando y educando esa fe profesada, pero la catequesis ha terminado su misión» (CCC 96).

El Directorio (DCG, 83; cf. CCE, nn. 166-167 y RMi 45) subraya algunas características de esta profesión de fe: 1) Es eminentemente trinitaria: Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. La confesión de fe en Cristo está siempre unida a la confesión trinitaria. 2) Manifiesta que el amor a Dios y al prójimo es el principio que informa todo su ser, su obrar y su vida. 3) Sólo es plena si es referida a la Iglesia: se expresa en la Iglesia y a través de ella: «Todo bautizado proclama en singular el Credo, pues ninguna acción es más personal que ésta. Pero lo recita en la Iglesia y a través de ella, puesto que lo hace como miembro suyo. El «creo» y el «creemos» se implican mutuamente». 4) Esta profesión de fe hecha en la Iglesia hace que el cristiano se incorpore a su misión: «El que proclama la profesión de fe asume compromisos que, no pocas veces, atraerán persecución. En la historia cristiana son los mártires los anunciadores y los testigos por excelencia».

Se puede afirmar que la catequesis es una forma particular del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe trinitaria, vital, eclesial y apostólica.

III. TAREAS DE LA CATEQUESIS.

La finalidad de la catequesis se realiza a través de diversas tareas mutuamente implicadas, que son como los objetivos específicos que la concretan. Se denominan también dimensiones de la catequesis, porque, de alguna manera, «las tareas de la catequesis corresponden a la educación de las diferentes dimensiones de la fe, ya que la catequesis es una formación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (DGC 84; cf. CT 21).

El Directorio de 1997 (nn. 84-87) seña la que esas tareas o dimensiones de la catequesis corresponden a que la fe cristiana exige ser conocida, celebrada, vivida, rezada, compartida y anunciada. A las primeras cuatro, paralelas a las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica, las denomina «fundamentales» y a las otras dos, que señalan manifestaciones prácticas eclesiales de la fe profesada, las califica de «relevantes». Se comentan brevemente a continuación cada una de ellas:

1.ª) Propiciar el conocimiento de la fe. La fe tiene un contenido que es preciso conocer, asimilar, hacer propio. En las últimas décadas del siglo XX se ha podido pasar de una catequesis que estuvo muy centrada en los conocimientos, a una catequesis que olvida la dimensión noética o cognoscitiva de la fe, y que, preocupada por lo vivencial, con cierto antiintelectualismo, ha descuidado el auténtico saber. Catechesi Tradendae sale al paso de esta cuestión: «No hay que oponer una catequesis que arranque de la vida a una catequesis tradicional, doctrinal y sistemática. La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la Revelación que Dios mismo ha hecho al hombre, en Jesucristo, revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia Y en las Sagradas Escrituras y comunicada constantemente, mediante una «traditio» viva y activa, de generación en generación. Pero esta Revelación no está aislada de la vida ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del Evangelio» (CT 22).

2.ª) La educación litúrgica. Es una dimensión esencial de la catequesis, ya que la comunión con Jesucristo conduce a celebrar su presencia en los sacramentos y particularmente en la Eucaristía. La catequesis debe lograr una verdadera iniciación a la oración y a la liturgia, y «para ello, la catequesis, además de propiciar el conocimiento del significado de la liturgia y de los sacramentos, ha de educar a los discípulos de Jesucristo para la oración, la acción de gracias, la penitencia, la plegaria confiada, el sentido comunitario, la captación recta del significado de los símbolos...; ya que todo ello es necesario para que exista una verdadera vida litúrgica (DGC 85).

3.ª) La formación moral. La comunión con Jesucristo implica caminar en su seguimiento, por eso hay que iniciar a los discípulos en la vida evangélica. El Catecismo de la Iglesia Católica precisa las características de esta formación moral (cf. CCE 1697): será una catequesis del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas, del pecado y del perdón, de las virtudes humanas y cristianas, del doble mandamiento de la caridad, y de sentido eclesial.

4.ª) Enseñar a orar. El Directorio de 1997 (n. 85) señala que «la "entrega del Padre Nuestro", resumen de todo el Evangelio, es, por ello, verdadera expresión de la realización de esta tarea. Cuando la catequesis está penetrada por un clima de oración, el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad. Este clima se hace particularmente necesario cuando los catecúmenos y los catequizandos se enfrentan a los aspectos más exigentes del Evangelio y se sienten débiles, o cuando descubren -maravillados- la acción de Dios en sus vidas».

El Directorio añade en su n. 86 las dos tareas «relevantes»:

5.ª) Incorporación a la vida de la comunidad cristiana, lo cual exige fomentar las actitudes que faciliten el proceso de inserción comunitaria: espíritu de sencillez y humildad, solicitud por los más pequeños, atención preferente a los que se han alejado, corrección fraterna, oración en común, perdón mutuo, y, en definitiva, el amor fraterno aglutina todas estas actitudes. Le compete también fomentar el espíritu de unidad, que desarrollará la dimensión ecuménica en la medida en que suscite y alimente el verdadero deseo de unidad.

6.ª) La iniciación en la misión. Los discípulos de Jesucristo, para estar presentes y capacitados en la sociedad, en el marco profesional, cultural y social para dar testimonio de vida cristiana, se deben preparar; lo mismo puede afirmarse con vistas a cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de cada uno. Este compromiso evangelizador brota, para los fieles laicos, de los sacramentos de la iniciación cristiana y del carácter secular de su vocación. También es importante poner todos los medios para suscitar vocaciones sacerdotales y de especial consagración a Dios en las diferentes formas de vida religiosa y apostólica, y para suscitar en el corazón de cada uno la específica vocación misionera.

El Directorio, en su n. 87, tras este análisis indica que todas las tareas son necesarias ya que se implican mutuamente y se desarrollan conjuntamente, de forma que si alguna se descuida la fe cristiana no alcanza su crecimiento. La catequesis exige, por tanto, la transmisión del mensaje evangélico y la experiencia de la vida cristiana, la primera, que se recibe como «don» y la segunda, que se vive como «compromiso».

IV. EL CATECUMENADO BAUTISMAL, INSPIRADOR DE LA CATEQUESIS

Entre los catequizandos y los catecúmenos, y entre la catequesis posbautismal y la catequesis prebautismal, hay una diferencia fundamental, la recepción al menos del Bautismo. Sin embargo, los nn. 90-91 del Directorio, señalan que «la catequesis posbautismal, sin tener que reproducir miméticamente la configuración del catecumenado bautismal, y reconociendo el carácter de bautizados que tienen los catequizandos, hará bien en inspirarse en esta escuela preparatoria de la vida cristiana, dejándose fecundar por sus principales elementos configuradores. Entre esos elementos señala, que la catequesis: ha de tener una función de iniciación y de ella es responsable toda la comunidad cristiana. Como proceso formativo y verdadera escuela de fe es también inicio de inculturación de la fe.

Tertuliano, en su Apologético 18, 4 indica que «los cristianos no nacen, se hacen», y ciertamente la Iglesia se ha mostrado incansable en esta tarea de iniciación cristiana. «En síntesis -señala el Directorio en el n. 68- la catequesis de iniciación, por ser orgánica y sistemática, no se reduce a lo meramente circunstancial u ocasional; por ser formación para la vida cristiana, desborda -incluyéndola- a la mera enseñanza; por ser esencial, se centra en lo «común» para el cristiano, sin entrar en cuestiones disputadas ni convertirse en investigación teológica. En fin, por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe».

Bibliografía

J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, Madrid 1987. Congregación para el Clero, Directorio general para la catequesis, Vaticano 1997. J. PUJOL, F. DOMINGO, A. GIL y M. BLANCO, Introducción a la pedagogía de la fe, Pamplona 2001.

J. Pujol-F. Domingo

 «    Ciencia (y teología)    » 

El término «ciencia» se aplica a muchas formas del saber: se da un uso muy amplio, que lo asocia a cualquier forma de conocimiento un tanto orgánico; y un uso estricto, que se atribuye sólo a las llamadas «ciencias naturales», las únicas que merecen ser consideradas como «disciplinas científicas». Desde un punto de vista teológico, se plantean al menos tres cuestiones en torno a la «ciencia»: en primer lugar, si la teología puede ser considerada una «ciencia»; en segundo, cuál es la relación entre la fe cristiana y las ciencias propiamente dichas; y, por último, si es posible ofrecer una «teología cristiana» de la ciencia y de la técnica, más allá de la actitud crítica y de resistencia.

I. LA TEOLOGÍA COMO CIENCIA

Se ha debatido mucho sobre el estatuto de la teología y si su ejercicio puede ser asimilado al de una disciplina científica La respuesta depende seguramente del sentido que se dé al término «ciencia»; pero también, de la forma de concebir la teología. En principio, la teología puede ser científica sólo si dicho calificativo adquiere un sentido más amplio que el atribuido a las ciencias naturales. Sin embargo, tampoco ayuda un concepto de «ciencia» demasiado difuminado y que se asocia a cualquier forma de saber. Parece que la teología se siente «ciencia» cuando ésta se concibe en un punto medio entre esos extremos.

Se han propuesto al menos tres motivos para que la teología sea reconocida como ciencia:

1. Formal: la teología es una disciplina intelectual que se ejerce con rigor, busca la sistematización y está sometida al análisis y juicio de la comunidad de especialistas; su método es asimilable al de las ciencias comunes, por lo que debe formar parte del ambiente académico superior.
2. Sustancial o de contenido: la teología tiene un objeto propio de estudio que cualifica su actividad como distintiva y necesaria, junto a otras disciplinas. Desde los autores medievales se avanza esta tesis, que hace de la teología una «ciencia de Dios» y de su revelación. En tiempos recientes su pretensión se reduce, pero igualmente se reivindica lo específico de su objeto: la experiencia religiosa y su expresión, como una realidad que merece un estudio científico.
3. Relativo: la teología se vuelve «científica» en la medida que se hace cargo de las «ciencias» propiamente dichas para su inspiración y la elaboración de sus propuestas. Seria el contacto interdisciplinar con las ciencias la que daría lugar a una «teología científica» (A.E. McGrath, The Science of God, London-New York 2004, 23)

Junto a estas razones conviene recoger las de quienes se oponen a dicho «programa» de la teología como ciencia, tanto desde dentro de la misma, como desde fuera.

1. La teología no puede ostentar una fundación neutral y universalmente aceptada, como corresponde a las ciencias naturales. Los elementos que fundan a la teología cristiana sólo pueden ser aceptados por quienes confiesan dicha fe. Todo lo más se podría aceptar una «ciencia de las religiones», cuyo estatuto sería obviamente muy distinto al teológico.

2. La ciencia requiere amplios consensos después de que se ha procedido a verificar la validez de una hipótesis y se ha seguido un proceso suficiente de recepción y de criba crítica, mientras que la teología conoce desde antiguo una pluralidad de escuelas e interpretaciones, lo que es considerado más bien como una riqueza; pero entonces la teología se asimila más al ejercicio de una forma de hermenéutica sobre textos considerados fundacionales, que como una ciencia.

3. Resulta difícil verificar o falsificar (en sentido de Popper) los resultados y propuestas de la investigación teológica, que pueden proponerse a menudo sin tener que someterse a los controles estrictos que determinan el destino de una teoría científica.

También desde dentro de la teología hay autores que se distancian del modelo científico. Las formas más negativas y dialécticas de la producción teológica evitan cualquier identificación de la reflexión creyente con un tipo de estudio que por definición es objetivante, neutral y distanciado de su objeto; todo lo que no debe ser una teología confesional y afirmativa, que nunca puede objetivar su punto de referencia absoluto, sino, a lo más, dejarse objetivar por el mismo.

Contamos con intentos recientes de acercamiento entre el ideal científico, que constituye un estándar del conocimiento riguroso, y la teología. Hace años que se plantean revisiones de la epistemología científica, en el sentido de asumir una orientación más falibilista y flexible, lejos del modelo de «conocimiento absoluto y unificado» de la realidad, o de un estrecho empirismo. Los estudios de la ciencia promovidos bajo una orientación posmoderna todavía han limitado más sus ambiciones de ser la «clave de la verdad». Algunos teólogos han tratado de reformular el propio programa aprovechando estas tendencias; en general, la teología se ve más como ciencia cuando se la encuadra dentro de esta «revisión». N. Murphy, por ejemplo, aboga por una teología que se inserta en una amplia red de conocimientos de la realidad, y busca la coherencia de sus propuestas con el resto de ideas disponibles (N. Murphy, Theology in the Age of Scientific Reasoning, Ithaca 1990). En general, esta tendencia se completa con una visión más pragmática de la tarea teológica, que se cualifica en la medida que logra ofrecer explicaciones mejores sobre ciertas experiencias, y anima mejor la vida de las comunidades cristianas.

A la luz de los recientes debates se puede deducir que no toda la teología, o no toda versión de la misma, puede aspirar a un reconocimiento científico, sino que hay programas que se acercan más a dicho ideal, mientras otros se asocian a la hermenéutica textual, dentro de un panorama muy pluralista. Los programas más cercanos al modelo científico se caracterizan al menos por cuatro rasgos: a) son conscientes de su falibilidad y de someterse a continua verificación por parte de otros; b) asumen una orientación pragmática, y tienen en cuenta las consecuencias prácticas de sus propuestas, como elemento que obliga a corregirlas; c) se sirven de métodos empíricos a la hora de comparar la esfera práctica y las formulaciones teóricas; d) son eminentemente interdisciplinares y se refieren con frecuencia a los resultados de otras ciencias.

El programa señalado exige responsabilidad por parte del teólogo, que no puede abandonarse demasiado a la idealización y a los recursos retóricos. El problema es si un tal programa se aleja del modelo de teología tradicional y recorta demasiado su identidad para poder ser reconocida como «más científica». En ese sentido da la impresión de que la teología que más se acerca al modelo científico, se aleja del modelo confesante, que en el límite se asimila a sus expresiones radicales en la mística y en la teología negativa, en las antípodas de cualquier forma científica.

Probablemente se trata de optar y de probar. Queda bastante por madurar el modelo propuesto; y en todo caso, la teología nunca podrá asimilarse a las ciencias naturales, sino que será científica sólo en analogía a ellas.

II. LA DIFÍCIL RELACIÓN ENTRE LA TEOLOGÍA Y LAS CIENCIAS NATURALES.

Si la primera cuestión planteada era de índole metodológica, la segunda puede ser calificada de «apologética», puesto que el desarrollo moderno de las ciencias naturales provoca una profunda crisis en la visión creyente de la realidad. Ya Max Weber, a inicios del siglo XX, identificó en la ciencia uno de los principales factores de secularización pues su modo de operar conduce al «desencantamiento» o pérdida del sentido espiritual de todo. En general, cabe afirmar que la ciencia ha entrado en competencia con la esfera religiosa al menos por dos motivos: primero, porque ofrece explicaciones sobre cómo están las cosas que son a primera vista mucho más plausibles y sencillas de las que ofrecía tradicionalmente la visión religiosa; y segundo, porque desarrolla aplicaciones técnicas que se muestran mucho más útiles para resolver innumerables problemas, en especial si se comparan con las viejas soluciones religiosas.

Conviene afrontar el tema desde dos perspectivas: una histórica y otra sistemática.

1. Perspectiva histórica

Desde el punto de vista histórico se han propuesto varias lecturas -a menudo contrastantes- sobre la relación entre la fe cristiana, y en particular la teología, y la ciencia. Hay cierto consenso sobre el hecho de que el cristianismo ha sido el caldo de cultivo de la ciencia; al menos porque es el único contexto religioso en el que ha crecido dicho saber especializado; pero la interpretación de tal «afinidad» es muy variada. Algunos autores señalan la tensión que ha vivido la mentalidad científica en el ambiente cristiano hasta la modernidad: el pensamiento agustiniano habría propiciado una hostilidad con la investigación, a causa de su pesimismo sobre la condición natural y su escatologismo. También las filosofías medievales que propugnaban un orden necesario y universal en la creación habrían impedido la práctica de la ciencia. Algunos análisis indican que los maestros franciscanos, sobre todo ingleses, habían propiciado ya en el siglo XIII una mayor atención a la realidad empírica y al mundo contingente, punto de partida de la moderna ciencia. No obstante, su desarrollo se retrasó hasta el siglo XVII, cuando la empresa científica estuvo bastante vinculada al pensamiento religioso (basta pensar en Pascal). Lo cierto es que la ciencia se volvió autónoma y fue entrando en abierta competencia con la visión bíblico-cristiana. Con Galileo primero, y después con Newton y Darwin, se hizo cada vez más patente el conflicto entre las dos formas de entender el mundo.

Algunos teólogos han propuesto otra lectura de la historia, que tiene más en cuenta el «cuadro amplio». Así, por ejemplo, F. Gogarten, entre otros, ha destacado que fue la teología cristiana la que desmitificó el mundo y lo liberó de agentes sobrenaturales, para confiarlo a una humanidad emancipada para comprenderlo y transformarlo. Quizás esa toma de conciencia no se actuó completamente hasta la Reforma protestante; en todo caso, según estos teólogos, la fe está obligada hoy a reconocer cierta «paternidad» respecto de la ciencia, y a respetar y favorecer su progreso.

2. Perspectiva sistemática

A pesar de todo, persisten los conflictos en el momento actual y se dan varios escenarios de clara hostilidad científica contra la fe religiosa. En este contexto incierto han crecido en las últimas décadas las iniciativas tendentes a fomentar el diálogo y la colaboración entre esas dos formas del saber: la científica y la teológica. Se desea evitar un conflicto que daña a todos. Se ha publicado mucho y se puede presentar un balance orientativo de cómo están las cosas. Para ello es mejor servirse del esquema ya clásico que propone el científico y teólogo I. Barbour, quien distingue cuatro modelos de relación entre los dos saberes:

a) El conflicto o el rechazo abierto, sea de la ciencia a la teología, a partir de una militancia atea explícita, en nombre de la concepción científica de lo real; sea desde la fe cristiana a la ciencia, como en el caso de los «creacionistas» o de los que promueven una lectura literal de textos bíblicos.

b) La inconmensurabilidad o la mutua ignorancia, en nombre de un contraste entre los objetos de estudio, los métodos y las finalidades de cada saber. Algunos lo han designado como «teoría del doble magisterio» (J.S. Gould, Rocks of Ages: Science and Religion in the Fullness of Life, New York 1999), en el sentido de que estamos ante dos formas distintas de conocimiento que no interfieren entre ellas.

c) La relación de adecuación, donde la teología asume un papel más bien dependiente respecto de la ciencia e intenta adaptarse a sus resultados, bajo pena de perder plausibilidad si trata de mantener visiones en contraste con ella; este modelo obliga a la fe a renuncias y sacrificios doctrinales.

d) La relación de colaboración y diálogo, en el que ciencia y teología se encuentran como interlocutores, aprenden una de la otra y se intercambian información relevante, sin excluir el ejercicio de la crítica hacia la otra parte.

Estos cuatro modelos están presentes en el panorama teológico actual, y, a excepción del primero, cuyo humus está más bien fuera de la academia, cuentan con destacados partidarios. Por consiguiente, no hay un consenso claro en tomo a cuál sea la mejor actitud teológica ante la presión que ejerce el avance científico. También en este caso se registra un inevitable pluralismo: algunas teologías ignoran el reto que plantea la ciencia, convencidas de que la propuesta de la fe se sitúa en otro nivel; otras teologías perciben el problema que se plantea y reaccionan con varias estrategias: desde la apologética que reivindica frente a la ciencia la verdad cristiana, hasta los intentos de compromiso y acomodación.

En todo caso conviene que al menos una forma de teología -en cierto sentido, especializada- afronte los desafíos que proceden del desarrollo y divulgación de la mentalidad científica, así como su impacto en la conciencia creyente. La Encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II ha consagrado un principio de no contradicción entre las distintas formas de racionalidad, lo que obliga a la teología a un esfuerzo mayor de comprensión y -en términos de J.H. Newman- de asimilación de las aportaciones científicas dentro del ambiente cognitivo cristiano.

Si se excluyen las formas más negativas del impacto de la ciencia en la fe, cabe señalar algunos «tipos ideales» que puede asumir una teología atenta a la ciencia:

a) El servicio que la ciencia presta a la teología, en un sentido similar a lo que fue la filosofía para los maestros medievales, es decir, una fuente de inspiración, un «lugar teológico», que provee indicaciones útiles para el desarrollo teológico, sea desde la perspectiva del método, sea desde la de los contenidos.

b) La «comunicación» abierta y franca entre ambas disciplinas o conjuntos de ellas, un proceso que conduce no sólo al intercambio de información, sino también a la crisis de las propias concepciones, lo que obliga al replanteamiento del propio programa, bajo la convicción de que, a más información, mejores prestaciones

c) La «negociación» entre las dos formas de conocimiento, que expresa metafóricamente un modo de intercambio arriesgado, en el que se juega con niveles necesarios de ganancias y pérdidas por ambas partes; la teología está obligada en ese caso a plantearse qué es lo que puede poner en juego, y qué es lo innegociable.

Es deseable que el intercambio interdisciplinar propicie una mutua fecundación, al menos en teoría, respetando algunos límites, para evitar exageraciones estériles para ambas partes, como se ha advertido en otros escenarios.

No obstante, persisten problemas que no se pueden eludir, cuestiones abiertas en un campo en el que se hace necesario invertir más esfuerzos teológicos. Para empezar, habría que afrontar la cuestión del naturalismo, que se plantea tanto desde el punto de vista metafísico, como metodológico. Una buena parte de la filosofía occidental está convencida de que su reflexión deba proponerse en continuidad con los datos que provee la ciencia, y nunca en contraste con ellos. No está claro hasta qué punto la teología puede asumir ese axioma, que de todos modos no es unánime.

En conexión con el problema del naturalismo, se plantean los límites ya señalados de la interrelación con la ciencia, y sobre todo del adaptacionismo, que ha llevado a algunos teólogos especializados en este campo a asumir programas teológicos un tanto distantes de la doctrina tradicional, como es el caso de la «teología del proceso». De todos modos, hay que tener en cuenta que es ilusoria una aproximación «inocente» a la ciencia, en la que no se arriesga nada ni se exigen sacrificios por parte de la teología.

Por otro lado, siguen abiertas algunas cuestiones que reclaman respuesta, por ejemplo: el evolucionismo y el cuadro antropológico cristiano; la nueva cosmología y la actuación divina en el mundo; las ciencias cognitivas y la comprensión de la naturaleza religiosa personal.

Ahora bien, siguen vigentes las advertencias formuladas por varios teólogos del siglo XX (entre ellos K. Rahner), en cuanto a las pretensiones de totalidad que a menudo exhibe la ciencia. La teología se constituye entonces en una especie de «vigilante» para que la ciencia no traspase ciertos límites, ni pretenda constituir una especie de «absoluto cognitivo», que podría desembocar en formas totalitarias en el campo práctico. Esa función de «aviso» y «alarma» exige prestar mucha atención a la evolución científica, a sus propuestas y a sus aplicaciones prácticas, sobre todo cuando están en juego la dignidad y la libertad humanas. No es fácil para la teología entonces fijar su posición entre la demanda vigilante y la necesidad de recibir y asimilar dentro de la propia tradición los resultados mejores de la investigación científica.

III. POR UNA TEOLOGÍA DE LA CIENCIA

Las últimas consideraciones dan paso a la tercera cuestión planteada al inicio: en qué medida la teología puede ofrecer un discernimiento positivo sobre la ciencia.

Ante todo conviene superar la lectura en clave de sospecha que ha caracterizado la visión teológica de la ciencia, y sobre todo, de su dimensión práctica, la técnica. Persiste en algunos ambientes cristianos un prejuicio antitécnico que se arrastra desde el siglo XIX, y que no ayuda al desarrollo de una teología realista. Es el caso de algunos fundamentalistas. Si la teología quiere prestar un servicio de lectura de la realidad a partir de la voluntad salvífica de Dios, conviene revisar este punto de vista.

Una teología de la ciencia y la técnica aprovecha en la actualidad al menos dos filones: el del encargo divino de comprender la creación, liberada para el servicio nuestro; y el de la continuidad entre la obra creadora de Dios y la del ser humano.

El primer filón ya ha sido indicado: el ser humano responde con su actividad científica a un designio divino, que le invita a profundizar en el conocimiento de lo real para un uso más adecuado, una vocación para la que nos ha liberado Cristo respecto de todo poder numinoso, y nos ha responsabilizado a tenor de la sentencia paulina: «... todo es vuestro; y vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1Co 3, 22 s.).

El segundo filón interpreta el mandato creacional de Gn 1, 28 como una vocación a prolongar la actividad creadora de Dios; de ahí que la ciencia y la técnica no sean más que la participación en el poder creador que Dios ha confiado a los humanos. Ph. Hefner concluye que no se puede distinguir entonces entre la esfera natural y la técnica, de donde resulta una condición de «tecnonaturaleza», y la persona deviene «tecnosapiens»(Ph. Hefner, Technology and Human Becoming, Minneapolis 2003.). En todo caso, el progreso que ha favorecido la ciencia y la técnica es un logro que encaja con el plan divino para la humanidad.

Por supuesto que estas perspectivas no impiden una actitud al mismo tiempo crítica y vigilante respecto de la ciencia, como ya se ha señalado.

Bibliografía

M. ARTIGAS, Ciencia y fe: nuevas perspectivas, Pamplona 1992. I.G. BARBOUR, El encuentro entre ciencia y religión: ¿rivales, desconocidas o compañeras de viaje?, Maliaño (Cantabria) 2004. J.POLKINGHORNE, Ciencia y teología: una introducción, Maliaño (Cantabria) 2000.

L. Oviedo

 «    Colegio episcopal    » 

Los obispos con su cabeza, el Romano Pontífice, constituyen un Colegio que es también sujeto, además del Papa, de la plena y suprema potestad en la Iglesia (LG 22). El colegio episcopal fue el tema principal de la enseñanza del Capítulo III de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II (21.XI.1964). El Concilio Vaticano II quiso situarse en continuidad con la enseñanza sobre el primado papal definida en la Constitución dogmática Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I (cf. D. 3050- 3075), la cual propone de nuevo (cf. LG 18), y la completa con su magisterio sobre el Colegio episcopal.

La enseñanza de la Lumen gentium se resume en las siguientes afirmaciones. 1.ª Los obispos son sucesores de los Apóstoles junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia, principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de fe y de comunión (n. 18). 2.ª La ordenación episcopal confiere la plenitud del sacramento del Orden y también, junto con el oficio (munus) de santificar, los oficios (munera) de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, sólo pueden ejercerse en «comunión jerárquica» con la cabeza y los miembros del Colegio (n. 21). 3.ª Así como Pedro y los demás Apóstoles forman el Colegio apostólico, de modo parecido se unen entre si el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles (n. 22). 4.ª Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la ordenación sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio (n. 22). 5.ª El Papa, Pastor de toda la Iglesia, tiene -en razón de ese cargo- potestad plena y suprema en la Iglesia universal. Por su parte, el Colegio episcopal, junto con su cabeza y nunca sin ella, es también sujeto de la suprema y plena potestad en la Iglesia universal. Esta potestad suprema del Colegio episcopal se ejerce de modo solemne en el concilio ecuménico y por los obispos dispersos por el mundo «a una con» el Papa (n. 22). Esta enseñanza conciliar ha sido recogida en documentos posconciliares como el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 880-896), el Código de Derecho Canónico de 1983 para la Iglesia latina (cc. 330-341) y el Código de Cánones de las Iglesias Orientales católicas de 1990 (cc. 42-54). También hay que mencionar dos documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe: la Carta Communionis notio sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (1992), y El Primado del Sucesor de Pedro en el Misterio de la Iglesia, Consideraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1998). Deben añadirse la Carta apostólica Apostolos suos «sobre la naturaleza teológica y jurídica de las conferencias de los obispos» (1998), y la Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis (2003). A continuación tratamos del Colegio apostólico (1), y de su sucesión por el Colegio de los Obispos (2); de la sucesión colegial y primacial (3); de la incorporación al Colegio (4); de las dimensiones colegial y personal de la autoridad episcopal (5); del Colegio episcopal y su cabeza (6), y de la acción del Colegio (7). Presuponemos aquí la doctrina sobre el primado del Papa (ver «Ministerio petrino»).

I. EL COLEGIO APOSTOLICO

Jesús eligió a «Doce» y los constituyó a modo de colegio o grupo estable y puso a su frente a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. LG 19). La «Nota explicativa praevia» n. 1 (= NEP) al cap. III de Lumen gentium dice: Colegio no se entiende en un sentido estrictamente jurídico, es decir; de un grupo de iguales que hubieran delegado su autoridad en su presidente, sino de un grupo estable cuya estructura y autoridad se han de deducir de la Revelación». Para evitar equívocos, el texto de Lumen gentium, n. 19 añade una expresión equivalente: «grupo estable» (y para referirse a los obispos el Concilio emplea indistintamente las palabras «Orden» o «Cuerpo» como equivalentes al término «Colegio»). La índole colegial de los Doce se confirma con la manera de actuar de los Apóstoles; juntos realizan la misión confiada por el Señor. Cada uno participa de la autoridad y misión transmitidas por Jesús en cuanto pertenece al «grupo estable» (cf. Mt 18, 18; Mt 19, 28; Mt 28, 18-20; Lc 22, 19.28-30; Jn 20, 22-23). El libro de los Hechos presenta a los Apóstoles actuando conjuntamente bajo la presidencia de Pedro (cf. Hch 15, 23-29).

II El COLEGIO EPISCOPAL SUCEDE AL COLEGIO APOSTÓLICO.

Por institución divina los obispos han sucedido en el lugar de los apóstoles como pastores de la Iglesia. El fundamento de la sucesión es la perennidad de la misión apostólica. Pero no se da sucesión de un apóstol por un obispo concreto, sino que la sucesión se realiza de Colegio a Colegio: del apostólico al episcopal. El Colegio episcopal sucede al Colegio apostólico; aún más, en el Colegio episcopal se perpetúa el Colegio apostólico (cf. LG 22). «Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de manera semejante se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos sucesores de los Apóstoles» (LG 22). Así lo testifica la tradición. Es frecuente en la Antigüedad el uso de los términos Collegium, Ordo o Corpus para designar el grupo de sucesores de los apóstoles. La historia de la Iglesia en Oriente y Occidente ofrece signos que «manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal» (LG 22). Entre esas manifestaciones se cuentan los signos de unidad, de caridad y de paz que unen a los obispos entre sí y con el Papa (cartas de comunión, de amistad; cartas en las que se intercambian consejos y advertencias, o se prestan ayuda material, o anuncian a sus «colegas» su entrada en el ministerio episcopal). Otros signos relevantes del Colegio son la celebración de concilios particulares y ecuménicos, y también la presencia de varios obispos en la ordenación de un nuevo elegido.

III. LA SUCESIÓN APOSTÓLICA ES PRIMACIAL Y COLEGIAL.

«Así corno permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro, primero de los Apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio de los apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el Orden sagrado de los Obispos» (LG 20). De una parte, Pedro es el «primero» de los Apóstoles cuando recibe del Señor singularmente su autoridad primacial, en la que le sucede el Papa. De otra, el oficio apostólico también lo recibe el Colegio u «Orden» de los obispos, en el que se incluye el Papa. El sucesor de Pedro y los demás sucesores de los apóstoles están unidos en el proceso sucesorio, que comporta simultáneamente ambas formas «primacial» y «colegial». Lo cual no significa que el Papa esté condicionado en su ministerio primacial por los demás obispos. Sólo el Papa sucede en el peculiar ministerio de un apóstol determinado, que es Pedro, y esto singulariter. Sólo un Obispo, el de Roma, es cabeza del Colegio, con sus prerrogativas como Pastor de la Iglesia universal. Pero esta «singularidad» del Papa no le separa de los demás obispos, porque la sucesión personal de Pedro se daba en el interior del Colegio de los apóstoles. Por eso, Juan Pablo II dice: «[El] servicio a la unidad [...] es confiado, dentro mismo del colegio de los Obispos, a uno de aquellos [...]. Cuando la Iglesia Católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos "vicarios y legados de Cristo". El Obispo de Roma pertenece a su "colegio" y ellos son sus hermanos en el ministerio» (Enc. Ut unum sint, nn. 94-95). Así como Pedro era cabeza de los Apóstoles en cuanto Apóstol elegido de entre ellos, así también el Papa lo es porque es Obispo junto con los demás obispos. El Primado del Obispo de Roma en el Colegio de los Obispos es la continuación de la peculiar posición y misión otorgada por Cristo a Pedro dentro del Colegio de los Apóstoles. Lo peculiar del Obispo de Roma es ser Obispo a la manera propia en que Pedro es Apóstol, es decir, en cuanto «conformado» singulariter a Cristo como fundamento («roca») y pastor de toda la Iglesia.

IV. LA INCORPORACIÓN AL COLEGIO EPISCOPAL.

«Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental (vi sacramentalis consecrationis) y por la comunión jerárquica (et hierarchica communione) con la cabeza y miembros del Colegio» (LG 22; cf. CIC, c. 336). Los dos requisitos, la ordenación episcopal y la comunión jerárquica, son necesarios para la pertenencia al Colegio, pero bajo un aspecto distinto. La ordenación sacramental es la causa de la incorporación al Colegio, y se sitúa en el plano causativo sacramental (que tiene siempre la preeminencia en la ontología cristiana). La comunión jerárquica se sitúa en el plano social-jurídico como condición de legitimación eclesial (siempre implicado en toda realidad sacramental). Lo anterior significa que con la incorporación al Colegio por la ordenación episcopal se participa plenamente en la sucesión y en la «sagrada potestad» (sacra potestas) apostólicas. El obispo recibe la plenitud del sacramento del Orden, es decir, el don sacramental del Espíritu Santo que transmite toda la autoridad para realizar en plenitud toda la misión ejerciendo el ministerio episcopal que se despliega en los oficios (munera) de santificar, de enseñar y de regir. Ahora bien, el ministerio episcopal debe ejercerse en comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del Colegio (cf. LG 21). «Sin la comunión jerárquica, el oficio sacramental-ontológico, que ha de distinguirse del aspecto jurídico-canónico, no puede ser ejercido» (NEP, Nota bene). Tal comunión jerárquica se expresa por medio de una determinación jurídica (frecuentemente llamada «misión canónica») de parte de la autoridad (cf. NEP, n. 2), que puede tener formas diversas (cf. LG 24; NEP n. 2). Esta determinación jurídica no es necesaria por una insuficiente colación de la sacra potestas en la ordenación episcopal (que habría de ser «completada» extrasacramentalmente por la misión canónica), sino porque el ministerio episcopal, y concretamente los oficios de enseñar y gobernar, son tareas que reclaman intrínsecamente la subordinación de los obispos al Pastor Supremo, es decir, la comunión jerárquica. Un obispo es sacramentalmente miembro del Colegio junto con los demás obispos y su cabeza, y consecuentemente debe ejercer su ministerio en comunión visiblemente (jurídicamente) expresada. La communio hierarchica es una exigencia radicalmente sacramental, no una adición externa al sacramento. En este sentido, la eventual ausencia de communio hierarchica «hiere» las consecuencias de la ontología sacramental.

V. DIMENSIÓN COLEGIAL Y PARTICULAR DE LA AUTORIDAD EPISCOPAL.

Con la ordenación episcopal se participa en la sacra potestas para la Iglesia universal y simultáneamente para realizar un ministerio particular (habitualmente como pastor de una Iglesia local) No hay en el obispo, en rigor, una sacra potestas colegial, y otra sacra potestas particular, como potestades distintas. Por la consagración episcopal el obispo no recibe una potestad para gobernar la Iglesia universal como Colegio, y otra potestad diversa para gobernar la Iglesia local. Lo que hay son diversas formalidades o modos -colegial y particular- de ejercer la única sacra potestas sacramentalmente recibida. Ahora bien, la sacra potestas se recibe a titulo de miembro del Colegio y en el interior del Colegio. Por eso, se da una prioridad originaria de la dimensión colegial respecto de la particular. Entiéndase bien: tanto la dimensión particular para una comunidad concreta, como la dimensión universal como miembro del Colegio, coexisten en el obispo, pues son aspectos de la única sacra potestas recibida. La prioridad que se afirma es de orden teológico-causal: la ordenación sacramental confiere la autoridad episcopal porque agrega al Colegio de los obispos. «No son los Obispos particularmente quienes suceden a cada uno de los Apóstoles sino que es el Colegio episcopal el que sucede al Colegio apostólico. Al entrar en él ninguno lleva una potestad particular; pero cada uno se hace copartícipe de la potestad universal inherente al Colegio episcopal al que se agrega en virtud de la legítima ordenación recibida. En otras palabras: la potestad particular de cada Obispo es sólo una aplicación de la potestad universal que compete a todos en cuanto forman el Colegio. Y ésta no es una dilatación de la potestad particular, ya que la precede ontológicamente y es la fuente de su actuación concreta» (U. Betti, «Relaciones entre el Papa y los otros miembros del Colegio episcopal», en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II, II, Barcelona 1966, 783). Por eso, «la potestad del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no proviene de la suma de las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias particulares, sino que es una realidad anterior en la que participa cada uno de los Obispos» (Exh. apost. Pastores gregis, n. 8). El Colegio «precede» teológicamente a sus miembros sin ser distinto de ellos. «El Colegio episcopal no se ha de entender como la suma de los Obispos puestos al frente de las Iglesias particulares, ni como el resultado de su comunión, sino que, en cuanto elemento esencial de la Iglesia universal, es una realidad previa al oficio de presidir las Iglesias particulares» (Carta apostólica Apostolos suos, n. 12). El obispo preside una Iglesia -o realiza otras funciones episcopales- debido a su condición de miembro del Colegio. A la pregunta de si el obispo entra en la sucesión apostólica por ser cabeza de una Iglesia particular, o bien por ser miembro del Colegio, cabe responder que, si bien es cierto que la sucesión en una sede testifica y garantiza la sucesión apostólica, también lo es que entra en la sucesión apostólica por su agregación al Colegio de sucesores, pues la sucesión no sucede individualmente de Apóstoles a obispos y de obispos a obispos, sino colegialmente, de Colegio apostólico a Colegio episcopal.

VI. EL COLEGIO EPISCOPAL Y SU CABEZA.

El Señor puso a Pedro como roca y portador de las llaves (Mt 16, 18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn 21, 15 ss.). Pero el oficio que Jesús dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también a los Apóstoles con Pedro (Mt 18, 18; Mt 28, 16-20). Por esa razón, el Colegio episcopal es sujeto también de la suprema y plena potestad en la Iglesia (cf. LG 22). Esta proposición en nada atenta al primado papal definido por el Concilio Vaticano I. En efecto, el Colegio carece de existencia y de autoridad sin el Romano Pontífice. El Colegio se constituye siempre «junto con su cabeza, el Romano Pontífice» y «nunca sin esta cabeza» (ibid.). No puede ejercitar la autoridad sin su consentimiento. Queda siempre a salvo la potestad plena, suprema y universal que tiene el Papa en la Iglesia, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo, tanto sobre los pastores como sobre los fieles; autoridad que puede siempre ejercer libremente. Por tanto, los sujetos de la suprema potestad en la Iglesia, por institución divina, son el Romano Pontífice y también el Colegio episcopal. En cuanto a la articulación de ambos «sujetos» -el Papa y el Colegio- se han dado tres respuestas: a) el sujeto único de la suprema autoridad sería el Romano Pontífice, que hace partícipe al Colegio de su plenitud de potestad; esta opinión resulta difícil de compaginar con la doctrina de Lumen gentium, n. 22, y apenas es sostenida; b) el sujeto único de la suprema autoridad es el Colegio episcopal, y el Papa actúa personalmente su primado como cabeza del Colegio; c) hay dos sujetos «inadecuadamente distintos» de la suprema autoridad: el Romano Pontífice, de una parte, y el Colegio episcopal con su cabeza, el Papa, de otra.

VII. LA ACCIÓN DEL COLEGIO.

«El Colegio, en cambio, aunque siempre existe, no por eso actúa permanentemente con una acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición de la Iglesia» (NEP, n. 4). Corresponde al Papa libremente convocar esas acciones «estrictamente colegiales» del Colegio (cf. CIC, c. 337). La más evidente se da en los obispos reunidos en un concilio ecuménico. «La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. Nunca hay un Concilio Ecuménico que no sea confirmado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios Ecuménicos, presididos y confirmarlos» (LG 22). Pero también puede darse una acción colegial de los obispos dispersos por el mundo. «Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de los Obispos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto colegial» (LG 22; cf. CIC, c. 337). La condición de esta forma extraconciliar de acción colegial es que la cabeza del Colegio «llame» a todos los obispos (no sólo a un grupo) a una acción verdaderamente colegial; o que, al menos, la «apruebe» o la «reciba libremente». En todo caso, no hay acto colegial perfecto mientras el Papa no lleve a término la iniciativa de los obispos con su aprobación o libre aceptación del resultado. Corresponde al Sumo Pontífice, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia en las variadas circunstancias históricas, determinar y promover esos modos en que el Colegio de los obispos pueda ejercer su autoridad suprema en bien de la Iglesia (cf. NEP, n. 3).

Bibliografía

A. GARCIA SUÁREZ, «La comunión episcopal», en IDEM, Eclesiologia, catequesis, espiritualidad, Pamplona 1998, 35-57. J. RATZINGER, «La Colegialidad episcopal según la doctrina del Concilio Vaticano II», en IDEM, El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, 191-250; «Primado, episcopado y "successio apostolica"», ibid., 137-164. J.R. VILLAR, El Colegio episcopal. Estructura teológica y pastoral, Madrid 2004.

J.R. Villar

 «    Comunión de los santos    » 

Cuando habla de la «comunión de los santos», la Iglesia católica comprende aquel vínculo vivo y trascendente, visible e invisible, existente entre todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, en la unidad de un solo Cuerpo en el que Cristo es la Cabeza y fuente de fuerza vital.

I. LA HISTORIA DE LA FÓRMULA «COMMUNIO SANCTORUM» Y SUS BASES TEOLÓGICAS.

La doctrina de la «comunión de los santos» se encuentra en el Símbolo de los Apóstoles (D. 28, 30), situada entre los artículos dedicados a la Iglesia («Creo en la Iglesia santa y católica») y a la salvación del hombre («creo en la remisión de los pecados»). Enraizada en la doctrina neotestamentaria de la «comunión-koinônia», la expresión se encuentra escrita por primera vez en una redacción del Símbolo Apostólico llamado la Explanatio Symboli, de finales del siglo IV, Y atribuida a Nicetas († 415), obispo de Remesiana, ciudad situada en la Serbia actual, entonces en la frontera entre Oriente y Occidente. «¿Qué es la Iglesia sino la asamblea de todos los santos?», escribe Nicetas. «Desde el origen del mundo, todos, patriarcas, profetas, mártires, así como todos los hombres justos que fueron, son o serán, forman una sola Iglesia, puesto que han sido santificados por una misma fe y una misma manera de vivir, han sido marcados por un mismo Espíritu y han formado un solo cuerpo del que Cristo es llamado la Cabeza, según las Escrituras. Además, los mismos ángeles, las virtudes celestiales, las dominaciones, pertenecen a esta misma Iglesia única [...] De esta manera, crees que en esta Iglesia obtendrás la comunión de los santos [o "de las cosas santas"]» (ibid., 5, 10). A partir de este texto, la expresión se hace común, especialmente en Occidente.

Aunque la expresión no se encuentra entre los símbolos orientales, el contenido doctrinal está claramente presente en la teología oriental. San Basilio († 390) por ejemplo escribió: «Dios puso miembros en el cuerpo, los que él quería. Los miembros tienen los unos por los otros una solicitud mutua, según la comunión espiritual del recíproco afecto presente en ellos. Por ello, si sufre un miembro, todos sufren con él; si uno es glorificado, todos gozan» (De Spiritu Sancto, 26, 61). Y además, como es lógico, la doctrina de la comunión de los santos se encuentra bien enraizada en el Antiguo Testamento por medio de tres elementos: la solidaridad entre los hombres, el mutuo cambio de bienes, directa dependencia de Dios (A. Piolanti, La communione dei santi e la vita eterna, Cittá del Vaticano 1992, 2982). La doctrina es especialmente desarrollada en el Nuevo Testamento, con la enseñanza paulina del cuerpo de Cristo.

II. INTERPRETACIONES DE LA «COMMUNIO SANCTORUM».

Dos interpretaciones principales de esta expresión se han dado en la historia.

Si se entiende sanctorum en forma masculina, como «de los santos», entonces la expresión tiene un significado «personal», y significa sin más la comunión que existe entre los santos. Es el significado más típico de los siglos V y VI (J.N.D. Kelly, Early Christian Creeds, London 19602, 390-397). Y si la palabra «santos» se entiende corno equivalente a «bautizados», como es típico en el Nuevo Testamento, entonces la expresión significa sin más la Iglesia, entendida o bien como Cuerpo de Cristo, bien como la comunidad cristiana, Pueblo de Dios.

Sin embargo, si se entiende sanctorum en forma neutra, entonces la communio sanctorum se traduce como «comunión de las cosas santas», con un significado «real» más que personal, haciendo referencia a la común posesión de las cosas santas, particularmente los sacramentos, Bautismo y Eucaristía, y también según el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 949-953), la fe, los carismas, la caridad y hasta los bienes terrenos.

En el Catecismo se lee: «La expresión "comunión de los santos" tiene dos [...] significados estrechamente relacionadas: "comunión en las cosas santas" (sancta), y comunión entre las personas santas' (sancti)» (n. 948). Y sigue: «Sancta sanctis! -lo que es santo para los que son santos- es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles (sancti) se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo (sancta) para crecer en la comunión con el Espíritu Santo (koinônia) y comunicarlo al mundo».

El énfasis sobre el sentido «real» del articulo se mantiene a lo largo del Medioevo (P. Bernard, «Communion des saints: son aspect dogmátique et historique», en DTC 3[1908] 443-447; É. Lamirande, La comunión de los santos, Andorra 1964, 21-25). Un Símbolo Apostólico franco-normando del siglo XII habla abiertamente de la «comunión en las cosas santas» (A. Hahn y L. Hahn, Bibliothek der Symbole und Glaubensregeln der Alten Kirche, Breslau 1877, 57-58). El mismo sentido se encuentra en el Catecismo del Concilio de Trento: «La unidad del Espíritu por la que [la Iglesia] es conducida, hace que todo lo que en ella se deposite sea común [...] No solamente son comunes aquellos dones que hacen a los hombres gratos a Dios y justos, sino también los dones extraordinarios de la gracia [...] Todo lo bueno y santo que emprende un individuo repercute en bien de todos, y la caridad es la que hace que les aproveche, pues esta virtud no busca su propio provecho» (1, 10, 22.25.23).

Sin embargo, siguiendo la traducción que hizo Lutero de communio (Gemeinschaft) como comunidad (Gemeinde) (WA 2, 190; 8, 217), la moderna eclesiología luterana considera la communio sanctorum como equivalente sin más a «Iglesia», Pueblo de Dios. De hecho, la teología protestante, prevenida tradicionalmente hacia la teología de las mediaciones y del realismo sacramental, tanto católico cuanto oriental, ha criticado la lectura «realista» de la communio sanctorum, prefiriendo la comprensión «personalista».

La teología católica moderna ha recuperado el equilibrio entre los dos aspectos. El liturgista J.A. Jungmann por ejemplo escribe: «... no se puede hablar de comunión de los santos sino en el sentido de que existe un tesoro común de bienes sagrados, sacramentales y medios de salvación (sancta) de los cuales participan los fieles de la comunidad (sancti)» (Zeitschrift für katholische Theologie 50 [1926] 213).

Asimismo el Magisterio de la Iglesia a lo largo del último siglo ha enfatizado la lectura real de la communio sanctorum, base de la comprensión personalista, haciendo referencia especialmente a la Eucaristía, por ejemplo en los siguientes documentos: León XIII, Enc. Mirae caritatis (1902); Pío XII, Enc. Mystici Corporis Christi (1943); Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, nn. 49-51; y el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 946-962. Este último da una clara prioridad al sentido real sobre el sentido personalista.

III. EL SIGNIFICADO Y ALCANCE TEOLÓGICOS DE LA «COMMUNIO SANCTORUM».

En realidad, los dos sentidos de sanctorum, el masculino y el neutro, coinciden entre sí si se entiende que la comunión entre los hombres no es obra humana sino fruto de la gracia divina. En efecto, la acción salvífica de Cristo Cabeza, hecha presente en la palabra y en los sacramentos («las cosas santas»), diviniza a los hombres, convirtiéndoles en «santos» y miembros vivos y vivificantes de su Cuerpo. Precisamente por la prioridad de la gracia en el constituirse de la communio sanctorum, la comunión en las «cosas santas» precede a la de «los santos». En efecto, para los Padres de la Iglesia, son los sacramentos divinos a establecer la comunión real, visible e invisible, que existen entre los hombres. La comunión en la Iglesia es algo dado, y en consecuencia, es algo que hay que vivir. Santo Tomás de Aquino en su comentario al Símbolo apostólico dice: «... en el cuerpo natural la operación de un miembro repercute en el bien de todo el cuerpo. En modo semejante el cuerpo espiritual que es la Iglesia. Y dado que todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de uno se comunica al otro [...] Por esto entre las doctrinas que entregaron los Apóstoles, se incluyen la que hay una comunicación de bienes en la Iglesia, lo que se llama la "comunión de los santos"» (In Symb. Ap., a. 10).

Dado su origen divino, la communio sanctorum, aunque visible, no puede ser considerada entre los fieles cristianos como una realidad meramente estática, pasiva o externa. La comunión de los santos pertenece al orden de la gracia y, por ende, de la espiritualidad. Hace posible el compartir entre los creyentes (Hch 2, 42-47; Hch 4, 32-35), la comunión entre las iglesias (Ga 2, 9; 2Jn 1, 13), la solidaridad entre los cristianos y con todos los hombres. Pero va más allá de estos aspectos vitales del Cuerpo viviente de Cristo. Es lo que da sentido al apostolado cristiano, pues toda gracia tiene un alcance social (A. Piolanti, La communione dei santi e la vita eterna, Cittá del Vaticano 1992, 175-179). En efecto, la evangelización cristiana, en todos sus aspectos, se basa en la oración y la expiación de los fieles (San Josemaría Escrivá, Camino, 82).

De hecho la Iglesia antigua considera a todos los santos como sujeto y objeto de su propia acción salvadora. La Iglesia como madre, que consiste en todos los unidos con Cristo en la fe y en el bautismo, es la comunión de los santos. Si su maternidad es fundada en su unión interior y misteriosa con Cristo, entonces todos los que han entrado en esta comunión con Cristo comparten la misma maternidad de la Iglesia. La comunión de los santos es siempre y al mismo tiempo una comunión que salva y que santifica Según santo Tomás, por la comunión de los santos «obtenemos dos cosas: que el mérito de Cristo se comunique a todos, y que el bien de uno se comunica al otro» (In Symb. Ap., a. 10).

En este segundo aspecto se encuentra lo específico de la doctrina de la comunión de los santos, lo que está en la base de la doctrina y la práctica del purgatorio, de las indulgencias, de la oración de intercesión, y de la devoción que la Iglesia tiene para con los santos, las reliquias y las imágenes. Así que la comunión de los santos, constituida por el obrar de Dios mediante los sacramentos, se expresa en tres esferas que se cruzan entre sí.

1. La unión viva entre los tres estadios de la Iglesia. En tierra, en la gloria, en vías de purificación. En esta comunión ocupa un lugar especial la Virgen María. Dice la Lumen gentium, «No sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna [...] Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio de los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios» (n. 50).
2. La reversibilidad de los méritos de los santos. La Iglesia ha enseñado que las obras buenas de todos los miembros de la Iglesia, hechas en la gracia que Cristo nos ha obtenido, ayudan y apoyan a los demás miembros. Y mientras esto se aplica a los peregrinos en tierra por via del mérito, hace referencia a los que participan de la gloria de Dios o están en vías de purificación, por vía de intercesión. Por ello el cristiano puede afirmar que «completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Por ser radicada en la vida del Cuerpo Místico del Cristo glorioso, esta influencia se actúa más allá del tiempo y del espacio.

En el Tractatus de caritate, atribuido a san Bernardo, se habla de la comunión de los santos en el cielo que suple nuestras insuficiencias y nos merece la felicidad (33, 101). En manera pormenorizada san Pedro Canisio (t 1597) explicaba que «la comunión de los santos consiste en la aplicación reciproca de los méritos de los fieles, porque 1.°, los cristianos que están sobre la tierra pueden ayudarse mutuamente por medio de sus oraciones; 2.°, los santos que están en el cielo pueden interceder por nosotros ante Dios...; 3.°, en fin, podemos, con nuestras oraciones y nuestras buenas obras, ayudar a las almas del purgatorio» (Doctrina Christiana, I). Y san Josemaría Escrivá invitaba a los cristianos a vivir «una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo» (Camino, 545).

3. La influencia del pecado. Por la misma dinámica viva que caracteriza la comunión de los santos, los pecados cometidos por los hombres, y en particular por los bautizados, influyen negativamente sobre el Cuerpo de Cristo y sobre la humanidad entera. En este sentido cada pecado, aun el más escondido, es un pecado social, contra Dios y contra los hombres. Como decía Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (1984), citando la escritora francesa Elizabeth Leseur: «... "toda alma que se eleva, eleva al mundo". A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia, y, en cierto modo, al mundo entero» (n. 16e).

Aún así, la presencia negativa del pecado puede llevar al bien mayor, pues donde «se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Según san Ambrosio, «la Iglesia entera toma sobre sí la carga del pecador, y, aplicando al penitente los méritos que en ella sobreabundan, acumulados de todos, expía las culpas, absorbiéndolas de algún modo en un conjunto de misericordia colectiva y de compasión viril» (De paenit., 1, 15). Y escribía san Josemaría: «Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel» (Camino, 549). Lo mismo señala el documento de la Comisión Teológica Internacional Memoria y reconciliación (2000) sobre la Iglesia y las culpas del pasado, donde se lee: «... la comunión de un único Espíritu funda también a lo largo del tiempo una comunión de "santos", por la que los bautizados de hoy se sienten vinculados con los de ayer y, beneficiándose de sus méritos y nutriéndose de su testimonio de santidad, se sientan con el deber de asumir el peso actual de sus culpas, una vez acertadas la verdad histórica y teológica» (4, 2, 2).

Bibliografía

BADCOCK, «The "Communion of Saints" as an Article of the Creed», en IDEM, The History of the Creed, London 1938, 243-272; P. BERNARD, «Communion des saints son aspect dogmatique et historique», en Dictionnaire de Théologte Catholique 3 (1908) 429-454; G. COLZANI, La comunione dei santi, Casale Monferrato 1983; A. HAHN y L. HAHN, Bibliothek der Symbole und Glaubensregeln der Alten Kirche, Breslau 1877; J.N.D. KELLY, Early Christian Creeds, London 1960; É. LAMIRANDE, La comunión de los santos, («Yo sé -yo creo» 26), Andorra 1964; A. PIOLANTI, La communione dei santi e la vita eterna, Cittá del Vaticano 1992; H.B. SWETE, The Holy Catholic Church: the Communion of Saints. A Study in the Apostles' Creed, London 1916.

P. O'Callaghan

 «    Conciencia    » 

Las cuestiones relativas a la conciencia moral se encuentran entre aquellas que en los últimos decenios se ponen en el centro de la discusión moral tanto a nivel de debate propiamente teológico como de conversación informal, sobre candentes temas de actualidad. Se ha llegado a decir que el tema «conciencia» actúa como catalizador de dos concepciones diversas e incompatibles de la moral y aun de la entera fe cristiana: una «moral de la conciencia» que hace de ésta un baluarte de la libertad, y una «moral de la obediencia» sometida por entero a la autoridad (. Ratzinger, La Chiesa, 113). La alternativa: o moral de la responsabilidad o moral de la obediencia se presenta sin posibilidad de escapatoria.

Algunos de los principales problemas sobre los que gira la discusión se refieren a la naturaleza y función de la conciencia, a las relaciones de ésta con el magisterio y a las cuestiones relativas a la libertad de conciencia. Por ser este último un aspecto muy particular de nuestro tema no nos ocuparemos de él en este momento.

Parece oportuno notar ya desde el principio que la voz conciencia es usada en ámbitos y contextos muy variados. La ciencia, la literatura, la política, la opinión pública, manejan distintos conceptos de la misma. Por lo que se refiere a la conciencia propiamente moral, la variedad de significados no es menor. Hay quien la considera, como dice Newman, «no la voz de Dios, sino una voz humana, una fantasía o una opinión, una creación personal, un compuesto de principios naturales más elementales». Para otros es simplemente una construcción social resultante de la educación, de la interiorización de normas, tradiciones, valores o aspiraciones sociales, fruto del influjo de modelos familiares. Una conciencia, en definitiva, «resultado de condicionamientos psicológicos, constituida por factores no racionales y esencialmente relacionada con sentimientos de aprobación o rechazo, con impulsos y reacciones» (W. May, An Introduction to Moral Theology, 26).

Se habla y se escribe frecuentemente de la libertad de conciencia y de los derechos de la conciencia, del respeto debido a la conciencia, pero no raramente se entiende con ello el derecho a pensar, hablar, escribir y actuar según el juicio propio, sin preocuparse mínimamente de Dios ni empeñarse seriamente en la búsqueda de la verdad objetiva.

1. APUNTES SOBRE EL SIGNIFICADO DE LA CONCIENCIA EN LA SAGRADA ESCRITURA.

Es sabido que el término «conciencia» es casi desconocido en el Antiguo Testamento (los textos que se aducen habitualmente son Qo 10, 20; Si 42, 18; Sb 17, 10), mientras lo es por entero en los Evangelios. En cambio, comparece con frecuencia en los escritos de san Pablo. Pero la realidad significada con dicho término tiene amplia cabida en el texto sagrado y se expresa con algunos conceptos bíblicos fundamentales (cf. D. Tettamanzi, L'uomo, 159-169).

1. La Sagrada Escritura afirma el estrecho lazo que une la conciencia y la sabiduría, uno de los atributos divinos. Dios regala la sabiduría a los hombres y gracias a ella éstos pueden conducir su vida rectamente, leyendo y discerniendo la voluntad de Dios en los acontecimientos y situaciones (cf. Pr 14, 8; Qo 10, 2; Os 14, 10). La sabiduría como virtud eminentemente práctica y guía de la conducta humana aparece con gran relieve en san Pablo: hace posible el discernimiento exacto de lo que es conforme con la voluntad divina y permite llevar una conducta digna del Señor (cf. Flp 1, 11; Col 1, 9-10). La conciencia como sabiduría tiene pues una dimensión fundamentalmente práctica: permite conocer si nuestro modo de actuar, en el momento presente o en el pasado, agrada a Dios. La conciencia es como la presencia en nosotros de la verdad y la sabiduría divinas. No está encerrada en sí misma, remite a algo más allá y por encima de ella misma. La conciencia discierne la voluntad de Dios e impulsa a su cumplimiento. Cuando su dictamen coincide con la voluntad de Dios, decimos que la conciencia es verdadera. Si el juicio de la conciencia no coincide con lo que Dios pide aquí y ahora, hablamos de conciencia errónea. Por otra parte, cuando la conciencia emite su dictamen con seguridad, estamos en presencia de una conciencia cierta. Si, en cambio, dicho juicio se pronuncia con el temor de que no coincida con el juicio divino, hablamos de una conciencia dudosa.

2. La conciencia guarda también estrecha relación con otro importante concepto bíblico, el corazón, sede del rico mundo interior de la persona, de sus sentimientos, pensamientos, juicios y deseos. El corazón humano denota el hombre en su intimidad, es fuente última de nuestras acciones, morada última del yo, inaccesible a cualquier otra mirada que no sea la de uno mismo o la de Dios. Las acciones del hombre son como agua que fluye del hontanar escondido del corazón: sólo lo que tiene origen en él hace al hombre puro o impuro (cf. Mt 15, 10-20). Como san Pablo afirma, quienes por no pertenecer a Israel, pueblo de la alianza, no tienen la Ley de Moisés, «son para sí mismos ley», la escuchan dentro de sí, pues la llevan escrita y les habla en su corazón (Rm 2, 14). En esta doctrina se inspira el Concilio Vaticano II cuando dice: «... en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que no se dicta a sí mismo [...] cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón [...]. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón» (GS 16). La conciencia aparece así como lugar donde Dios hace resonar su voz. La conciencia como lugar de la escucha de Dios, como «personalización» (C. Caffarra, La vida en Cristo, 120) de la verdad, de la norma de comportamiento. La ley de Dios, general y universal, necesita de la mediación de la conciencia para alcanzar las acciones concretas del hombre. Éste es el origen del carácter obligatorio, de la fuerza con que se presenta a la persona el dictamen de la conciencia. En esta misma línea, Juan Pablo 11 en la Encíclica Veritatis splendor, ha subrayado la identidad entre conciencia y corazón del hombre (cf. 54). Conciencia y corazón indican la persona misma en su dimensión más íntima, lo que podríamos también llamar la dimensión más personal, el centro mismo del yo, del sujeto personal.

3. La conciencia, en fin, es una realidad humana elevada, como el hombre entero al orden de la gracia. En efecto, la Ley nueva anunciada por los profetas, la ley de Cristo, no es una ley externa, sino una ley escrita en el corazón (cf. Jr 31, 33-34); como afirma san Pablo: «... el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La ley, la verdad que guía el desarrollo y crecimiento de la vida moral del cristiano es ahora la misma verdad y amor divinos. El cristiano recibe en el Bautismo la vida de Cristo y es el Espíritu de Cristo derramado en su corazón quien lo conduce y guía con su luz, inspiraciones y mociones, hacia el Padre. Son hijos de Dios, en efecto, «quienes son guiados por el Espíritu de Dios (Rm 8, 14). El Espíritu de Jesús es la nueva Ley escrita en corazón de los hombres. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo» (Rm 8, 2), el amor de Dios, la caridad, es ahora el criterio más alto para discernir la voluntad de Dios en cada momento (cf. 1Co 8).

II. PUNTOS DE REFLEXIÓN SISTEMÁTICA

Una vez analizado el significado de la conciencia según la Sagrada Escritura, corresponde ahora dar respuesta de manera más sistemática a algunas cuestiones fundamentales relativas a la misma, las referidas en concreto a su naturaleza, autoridad, posibilidad de error y formación.

1. Naturaleza de la conciencia

a) Los distintos significados teológicos de «conciencia moral»

De la conciencia moral se habla en sentidos diversos. A veces se presenta como una de las facultades o capacidades permanentes distintivas de la persona humana: aquella, más o menos viva y actuante, gracias a la cual podemos conocer la ley divina y la moralidad de los propios actos, lo que es moralmente licito o ilícito, las exigencias morales que se plantean a cada persona (cf. GS 16; DH 3; DVI 43). Se trata de la inteligencia en una de sus peculiares funciones. Es lo que alguno ha llamado «conciencia moral general» (W. May, An Introduction to Moral Theology, 28) o «sentido» moral, la «sindéresis» o hábito de los primeros principios del orden práctico de la tradición. Así, no es infrecuente oír decir de alguien que no tiene conciencia, aludiendo con ello a la persona con una escasa capacidad para percibir la dimensión moral de sus acciones, alguien para quien apenas existe el mundo moral. Esa persona ha como desactivado una capacidad que sigue poseyendo radicalmente, pero que, por los motivos que sean, apenas es ya capaz de realizar los actos que le son propios. Si realiza el bien, éste cae como fuera de su intención, resulta algo accidental; cuando hace el mal, su conciencia no llega a formular una verdadera y propia censura de tal comportamiento.

Otras veces se hace referencia a la conciencia poniendo el acento en su carácter personal. La conciencia aparece entonces como el conjunto de los principios morales, el código moral, por así decir, por el que se guía una persona, los criterios con los que se enjuician las acciones propias y ajenas. Tales principios configuran lo que podríamos denominar «conciencia moral personal».

b) La conciencia como «voz» en el interior del hombre.

Hablar de conciencia es hablar de conocimiento, de ciencia. El conocimiento que tenemos de nosotros mismos como autores de nuestros propios actos se conoce como conciencia psicológica. El conocimiento, en cambio, de la cualidad moral de los actos que queremos realizar o que ya hemos realizado lo llamamos conciencia moral. De esta segunda nos ocupamos aquí.

La inteligencia, chispa del intelecto divino presente en el hombre antes de recibir cualquier educación, descubre a éste si los actos que ha decidido cumplir o que ya ha cumplido le permiten o no realizarse como persona, si los bienes que con tales actos alcanza se integran o no con su verdadero bien, con el fin para el que ha sido creado, razón última de su dignidad y su verdad más profunda. La inteligencia, desvelando la verdad humana, moral, de los actos que queremos poner por obra o que ya hemos hecho realidad, nos dice si son lícitos, si podemos o debemos ejecutarlos o si, más bien, debemos evitarlos. Esta palabra que prescribe una acción o manda evitarla es lo que se conoce como conciencia, la voz de la conciencia que dice: esta acción concreta es buena, ¡cúmplela!, o, la acción en cuestión es mala, ¡no la hagas! Si la conciencia no pronuncia su veredicto y no la ordena ni prohíbe, estamos ante una acción carente de relevancia moral en si misma. No guarda relación de conveniencia o contrariedad con el bien de la persona como tal, no desdice de la dignidad humana ni la confirma o expresa. En sí misma, es una acción indiferente desde el punto de vista moral. La conciencia es, en resumen, la voz que manifiesta la percepción personal de la dimensión más humana de nuestros actos: su dimensión moral. Pero ¿cómo se forma exactamente esta voz?

c) La conciencia como juicio.

La conciencia es «lugar de encuentro» entre la ley moral y la voluntad humana, la verdad y la libertad personal (VS 57), que acontece en el interior de la persona, en su mismo centro o «corazón». La voz de la conciencia es el resultado de dicho encuentro. La conciencia es la «sede viva» de las relaciones entre la verdad moral objetiva y la libertad personal. Es ahí, en el centro de la persona donde, como afirma Gaudium et spes y recuerda Veritatis Splendor, el hombre descubre una ley no escrita de conducta «que no se da a sí mismo», que no tiene como autor a quien la encuentra. No es creación suya, es espejo, voz que, siendo propia, aparece como eco que viene de más allá de los límites de la persona. La conciencia es, en efecto, testigo de la existencia de Dios y de su ley, una ley que es «regla de la verdad moral, criterio del bien y del mal» (J.H. Newman, Carta). Aun cuando conciencia es «órgano» de interiorización personal de la verdad moral, no la precede ni está sobre ella. La conciencia no crea el valor o la verdad moral de nuestros actos; existe, más bien en función de esta, es decir, existe para que la verdad moral alcance las acciones de la persona, para que sea luz y criterio de comportamiento. Conciencia y verdad moral se requieren mutuamente, no son realidades contrapuestas y excluyentes. Si se tratara de realidades que no pueden coexistir o si la conciencia no dependiera de la verdad, quedaría completamente expedito el camino para una comprensión o «interpretación creativa de la conciencia moral, que se aleja de la posición de la tradición de la Iglesia y de su Magisterio» (VS 54). Por el contrario, la conciencia es, según el magisterio de la Iglesia, lugar de encuentro entre la ley y la libertad humana. Es en ella donde se percibe la autoridad soberana, irrevocable, absoluta de la ley; si fuera voz inmanente, no podría dar razón de su autoridad.

La conciencia se revela «lugar de encuentro» entre ley y libertad pues, de otro modo, esta última se vería privada del norte que la orienta y la ley no sería un bien para la libertad, sino algo que la compromete y amenaza su existencia. La voz de la conciencia no podría tampoco presentarse ante los demás como sujeto portador de derechos inalienables, remitiría a sí misma, sería voz sólo humana, palabra inmanente dotada de autoridad meramente humana, sin pretensión alguna de absoluto. Su exigencia de ser respetada y de no ser violentamente silenciada perdería consistencia. Pero esto significarla precisamente la desaparición o negación de la conciencia, de su característica más propia. La dignidad del hombre quedaría necesariamente devaluada y expuesta a graves peligros.

La cuestión reside pues en conocer exactamente cómo se relacionan en concreto libertad y ley, hombre y Dios en el corazón humano. Se dice a veces que el juicio de conciencia no es la simple aplicación de la norma a una acción particular. No hay inconveniente en admitirlo si con ello se quiere decir que la conciencia no es el resultado automático de una aplicación mecánica de la ley moral -general y universal por definición- a las acciones concretas, voluntarias y libres, del hombre. El juicio de la conciencia no se produce como resultado de una operación intelectual pura y exquisitamente discursiva. La formulación de dicho juicio es obra de la razón de una persona concreta, una razón, pues, en la que influyen razón, fe, voluntad, sentimientos, emociones, hábitos, experiencias, consejos, cultura, tradiciones, etc. La mezcla de todo ello es el horizonte en que se formula el juicio y el presupuesto de las decisiones concretas (A. Laun, La conciencia, 108). Se ha hablado en este sentido de una concepción «holística» de la conciencia. Pero aceptar el influjo de tan numerosos factores en la formación del juicio de conciencia no puede llevar a pensar que está determinada por tales factores.

No se puede pensar tampoco que las acciones concretas, variadísimas e irrepetibles, no pueden ser contenidas como tales en la ley divina universal. De lo contrario, la norma o ley no sería ya el último y decisivo factor a la hora de dictaminar sobre la moralidad de nuestras acciones. Tendríamos como una doble moralidad: de una parte, una moralidad objetiva que contempla las acciones humanas prescindiendo de sus modalidades históricas y, de otra, la moralidad de la acción en su concreta e irrepetible singularidad. La norma moral permitirla una primera aproximación, pero no sería suficiente para juzgar la moralidad de las acciones concretas de la historia personal. No sólo quedaría en nuestras manos la última palabra sobre el bien y el mal de las propias acciones, sino que seriamos la fuente última de dicho juicio. A la luz de todas las circunstancias, subjetivas o personales y de aquellas que tienen que ver con el mundo circundante, cada uno determina «responsablemente» -se añade- lo que es bueno hacer concretamente. Esa toma de decisiones, en parte orientada por la ley general y en parte autónoma, permitiría, se dice, la progresiva maduración moral de la persona (VS 56). En realidad, en este planteamiento la persona, en su realidad inmanente, quedaría como último criterio de juicio, el énfasis recaería por entero en el sujeto, entendiendo así erróneamente el aforismo según el cual la conciencia es la norma próxima de moralidad e ignorando la verdadera razón de por qué en las cuestiones de conciencia la última palabra corresponde al sujeto.

Por sugerente que pueda parecer a primera vista, este planteamiento implica aceptar que la ley moral no es un criterio que vincule las acciones humanas en su irrepetible singularidad. Dicho de otro modo, significa que la persona podría decidirse en conciencia por acciones que la ley moral universal juzga intrínsecamente injustas y deshonestas. En nombre de la dignidad de la conciencia personal se exigirla, además, la «legitimación eclesial» y el «reconocimiento» por parte de la jerarquía de tales decisiones autónomas de conciencia, contrarias a la doctrina moral de la Iglesia y a la praxis cristiana. A nadie escapa que aceptar esta postura significaría negar la existencia de «absolutos morales», valores y leyes que obligan siempre y en cualquier circunstancia.

Se olvida así que si la decisión personal tiene su explicación última en la voluntad, carece en cambio, de sentido presentar el juicio de conciencia como una decisión. Si así fuera, no se podría hablar de conciencia errónea. Hay que decir, no obstante, que la conciencia es un juicio que la persona formula. Pero lo hace desde, o a partir de, una instancia superiora sí misma: desde la verdad moral, desde la ley de Dios. La conciencia no es ley para si misma ni maestra de doctrina moral. Invocar la conciencia significa, en cambio, estar sujeto a la verdad moral y, a la luz de la verdad, formular un juicio sobre lo que hay que hacer. De ahí que la conciencia, además de ser lugar de encuentro entre libertad y ley moral, sea resultado del mismo, respuesta de la libertad a las exigencias de la ley, expresión de su fidelidad o infidelidad a dicha voz, o sea, manifestación «de su esencial rectitud o maldad moral» (VS 57). Cada persona es testigo único, presencial, de tal encuentro. Sólo ella sabe del mismo. Ningún otro ser humano tiene acceso directo a su intimidad. Es testigo de las exigencias que pone la ley a la actividad libre de la persona y testigo que acusa o defiende con sus juicios y no se deja fácilmente sobornar ni engañar.

¿Cómo se convierte la conciencia en testigo, heraldo, mensajera de Dios? No de manera meramente pasiva, como si la luz de la ley se proyectase automáticamente sobre la variada gama de los actos humanos, y la conciencia se limitase a dar fe del resultado. Si así fuera sería siempre verdadera, manifestaría exactamente la voz de Dios. El encuentro entre ley y libertad toma cuerpo en el juicio de conciencia, que es simultáneamente juicio moral sobre el hombre y sus actos (VS 59). «Decir» qué debo hacer o evitar significa, a la vez, juzgar, no siempre de manera explícita, sobre la verdad de mi propio ser.

Se trata de un juicio práctico al que, por lo general, se llega como conclusión de un razonamiento, de un proceso o «discurso» que consiste en «aplicar a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal» (VS 59). Es decir, la conciencia es el resultado de la aplicación a las actuaciones concretas de los primeros principios de la ley natural que representan la «luz originaria sobre el bien y el mal», reflejo y participación de la sabiduría y luz creadora de Dios. Si faltara esa luz primigenia, «la memoria original del bien y de la verdad» (J. Ratzinger, La Chiesa, 130), la tendencia natural del hombre a lo que es conforme con la voluntad divina y la luz de los primeros principios de la razón práctica, la luz de la ley natural que identifica los grandes bienes del hombre, faltaría entonces el criterio para discernir la bondad o malicia moral de nuestros actos concretos. Tal discernimiento puede tener lugar sólo gracias a la luz que arrojan los primeros principios, que son auténticos criterios de valoración y juicio. El discernimiento sobre los bienes concretos para el hombre tiene lugar en una especie de «resolución» de tales bienes en los bienes «mayores» del hombre, es decir, mediante el análisis de su compatibilidad con tales bienes. Precisamente ahí queda insinuada la posibilidad del error de conciencia, la posibilidad de un dictamen no conforme a la verdad.

2. La autoridad de la conciencia.

La conciencia, pues, es el juicio o valoración que resulta de la aplicación de la memoria originaria de la verdad y del bien al acto concreto que se va a realizar o se ha realizado. Gracias a ella la ley divina se hace efectivamente guía de la acción. Mientras que las leyes de la naturaleza no precisan ninguna mediación para ser eficaces, la ley como suprema guía moral de la actividad propiamente humana de la persona requiere la mediación de la conciencia.

De ahí el derecho y el deber de seguir la propia conciencia. A nadie le está permitido desoír o contrariar la voz de esta mediadora de la sabiduría divina, pues estaría actuando contra la ley eterna o, al menos, contra lo que tiene por tal. Esta función mediadora de la ley divina propia de la conciencia, dota a ésta de su autoridad. No se deja fácilmente sofocar y exige, además, ser escuchada y obedecida. Actuar contra ella o sin estar seguros de la verdad de su dictamen, comporta la condena y censura de la misma conciencia. Si es cierto que el juicio de conciencia es juicio humano, si yo soy su autor y responsable, también lo es que la fuente de la autoridad con que se presenta no es uno mismo. De serlo, el juicio de conciencia aparecería como un arrogante ejercicio de autojustificación. Si está dotada de innegable autoridad, si su juicio presenta carácter incondicional es porque sabe que en ella resuena el juicio de Dios.

La conciencia no establece la ley, ni dictamina autónomamente sobre la bondad o malicia de los propios actos. Es «lugar» donde resuena, se escucha y reconoce la voz de Dios con su imponente autoridad. Tarea suya es la de iluminar las acciones humanas con la luz de la ley moral y poder juzgar así de su conformidad o disconformidad con la norma. Dicha misión se hace radicalmente imposible si la conciencia pierde su contacto con la verdad moral objetiva: si lo hiciera, ni su juicio sería fiable ni gozaría de autoridad alguna. En ella «se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad» (VS 61).

Es importante subrayar que la actuación que sigue el dictamen de la misma es la única digna de la persona humana. Como afirma Gaudium et spes, 16: «... la dignidad del hombre consiste en obedecerla». No queda respetada, en cambio, la dignidad de la persona cuando ésta se guía no por la conciencia, sino por el parecer u opinión de los demás, por cambiantes y efímeros modelos sociales, por los propios impulsos y sentimientos. Quien actúa de este modo hace dejación de su condición de hombre libre: no gobierna la propia existencia ni es señor de la propia conducta. De ahí que en el asunto de la conciencia esté en juego la dignidad humana. Cuando se exhorta a actuar en conciencia, lo que en realidad se está pidiendo es que se tomen las riendas del propio destino, que se decida personalmente, ¡ante Dios!, de la propia existencia, que se sea «autor» del propio ser moral, que se siga la voz cuyos mandatos encuentran un eco más o menos vigoroso en el alma, la voz de la ley que se escucha en la intimidad propia y de la que uno se siente destinatario, no su origen o fuente última. En definitiva, se pide ser coherentes, con dicha voz, de manera que quede afirmada siempre la propia dignidad.

El diálogo entre Dios y el hombre en la conciencia posee una decisiva importancia para el crecimiento moral. Es en dicho diálogo donde el hombre debe tomar sus decisiones para ser persona de conciencia, es decir, para ser él mismo.

3. La conciencia errónea

Como ya se ha señalado, la conciencia es, en cierto sentido, voz de Dios, y seguirla es necesario para que la acción sea buena. Pero es también juicio, ejercicio de la razón, «razonamiento». De ahí la posibilidad de una conciencia errónea. Su juicio, en efecto, no es infalible. Negar esto supondría desconocer una nota característica de la misma. El juicio de conciencia no hace sin más buenas o malas nuestras acciones: debemos seguir su juicio, pero éste es «declarativo» de la bondad o malicia de nuestras acciones y no «constitutivo» de las mismas.

Los «razonamientos» de la persona, su «discurso» moral, pueden desviarse y el juicio de la conciencia no corresponder a verdad. El proceso de discernimiento y deliberación es siempre falible, pues puede ser precipitado o estar mal informado, y eso aun en los casos en que los juicios de conciencia sean pronunciados con gran convicción y sean seguidos sin particular desasosiego interior. El error puede producirse porque el «razonamiento humano» parte de «falsas verdades» o porque en su desarrollo se ve fuertemente turbado y condicionado. En efecto, si la verdad de los primeros principios de la ley natural se revela a la razón humana en su luz propia, de manera que su falta significaría la pérdida de la condición propia de persona, un embrutecimiento del hombre, a medida que las verdades morales son menos luminosas y claras, crece la posibilidad de que no se descubran como tales y se acepten como verdaderos criterios que en realidad son falsos. De ahí la inexcusable obligación de buscar la verdad.

Del peligro de un posible error de conciencia habla san Pablo cuando exhorta a no acomodarse a la mentalidad del mundo presente y a sus criterios, los cuales hacen imposible distinguir la voluntad de Dios (Rm 12, 2). Tal obcecación puede verse notablemente incrementada gracias a la menor capacidad de la persona para descubrir la verdad. Una educación privada de puntos seguros de referencia, los consejos equivocados, las falsas verdades y los falsos modelos de comportamiento social o de la fe profesada, el pecado, el efecto cegador del capricho y de las pasiones humanas no controladas y dominantes, la falta de rectitud que lleva a la pérdida de interés por todo aquello que puede hacernos cambiar de modo de actuar, hacen que el juicio de la razón práctica sobre la moralidad de las propias acciones pueda ser equivocado, considerando buenas y lícitas acciones que, en cambio, no lo son (GS 16). O viceversa.

El error de conciencia, como cualquier otro error, puede ser inconsciente, resultado o fruto de la ignorancia invencible -y por tanto, exento de culpa- de algunas, aun importantes, verdades morales. En estos casos la dignidad de la persona queda a salvo, pues aunque las acciones que la conciencia prescribe no son rectas en sí mismas por no ser conformes con la verdad objetiva de la norma moral, son realizadas precisamente porque se juzga que sean voluntad de Dios. Son actos que proceden de la obediencia formal a dicha voluntad, y en cuanto fruto de dicha obediencia representan un homenaje a la verdad. De ahí que la conciencia no pierda su dignidad por un error de ese género. La personalidad moral no es fruto, en efecto, de la mera conformidad material con la ley.

Pero eso no significa que el error de conciencia sea algo inocuo. Las acciones fruto de una conciencia invenciblemente errónea son contrarias a la verdad moral, al orden moral objetivo, no son conformes a la voluntad de Dios, son acciones malas en si mismas, por más que no hagan injusto a quien las cumple: «... el mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en ese caso deja de ser un mal» (VS 62).

Pero hay también una conciencia que es venciblemente errónea. Puede que su error no sea advertido en el momento de actuar, pero no se puede declarar por ello exento de culpa sin más a quien actúa según dicha conciencia. Es el error que no se aprecia como tal, pero que es fruto de la ceguera o sordera que uno voluntariamente se ha causado, un error resultado de acciones u omisiones culpables. El pecado, el hábito del pecado, va privando a la razón de su capacidad de discernimiento y desvía lentamente la voluntad hacia bienes parciales. Fruto de la relación y mutuo influjo entre entendimiento y voluntad, los «bienes» en los que la voluntad del pecador descansa terminan por convertirse en principio o criterios de valoración de las acciones. Se da paso así a errores en el juicio de la conciencia que se hubieran podido y debido evitar. Cada uno rendirá cuentas a Dios de ellos, aunque se obre siguiendo el error cuando se piensa que es la verdad.

Pero puede ocurrir también que quien actúa con una conciencia errónea dude de que ésa sea verdaderamente la voluntad de Dios, la correcta aplicación de su ley al propio acto. Quien se encuentre en esa situación de conciencia dudosa debe tratar de salir de ella, aunque comporte incomodidad y esfuerzo, y abstenerse en tanto de actuar. Está en juego la obediencia a Dios y la dignidad personal. Esta persona está obligada entonces a realizar un examen más a fondo de la situación, a su estudio, a la oración personal que certifique la recta intención, a la consulta de personas doctas para poder adquirir una conciencia cierta.

4. Formación de la conciencia

La posibilidad de una conciencia errónea habla de la obligación de formar continuamente la conciencia. En efecto, «el sentido de lo justo e injusto es tan delicado, tan irregular, tan fácil de ser confundido, obscurecido, pervertido, tan sutil en sus métodos de razonar, tan maleable por la educación, tan influenciable por el orgullo y las pasiones» (J.H. Newman, Carta) que resulta indispensable educar la conciencia.

Dicha educación requiere ante todo una incansable renovación de la mente (cf. Rm 12, 2). El discernimiento exacto de la voluntad de Dios en cada caso es fruto, en parte, del conocimiento de la verdad moral. Pero éste no basta, se requiere igualmente la rectitud de la voluntad, la inclinación a los verdaderos bienes del hombre, es decir, la virtud. En este sentido, el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien, el corazón recto, «es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia» (VS 64): el corazón del hombre que considera la ley del Señor y su observancia como su verdadero y más preciado bien, que tiene hambre y sed de justicia, consciente de que la verdad y la voluntad divinas son el mejor don para la libertad humana. Ese hombre alcanza una connaturalidad con el bien, una especie de sentido del bien que no necesita de muchos y complicados razonamientos en los que la razón corre el peligro de perderse cuando se encuentra condicionada por una mala voluntad o por las pasiones.

El «sentido» del bien, «el más grande y el más obscuro de los maestros», como dice Newman, tiene su raíz y su condición de desarrollo en las virtudes, en el bien practicado. Quien crece en un ambiente familiar, escolar, social, sano, cristiano, donde se viven las virtudes y se «ve» el bien realizado en el modo de actuar de quienes le rodean respetados los valores morales y apreciados ciertos modelos de conducta; quien se mueve sin estridencias en ese mismo ambiente y actúa voluntariamente en consonancia con lo visto y vivido en él, termina incorporándolo vitalmente, existencialmente: llega a ser un hombre justo porque vive la justicia y él mismo tiene, de alguna manera, criterio para discernir la justicia de las acciones. Conformada su existencia por la ley y la voluntad divinas, la persona se hace, en cierto sentido, ley para sí misma. Su vida es, en efecto, reflejo de la ley divina habiendo interiorizado la ley de Dios en el mejor de los modos: haciéndola substancia y eje de la propia vida. Dicha persona goza de una libertad interior que es plenitud de vida moral y manifestación exacta de la rectitud de corazón de quien está habituado a «obrar en conciencia», es decir, de quien actúa en la presencia de Dios, poniendo en acto lo que dice esa voz que resuena límpida y clara en su conciencia, libre de los obstáculos que la pueden enmudecer, debilitar o desfigurar.

La conciencia, pues, puede y debe ser formada para que cumpla su delicada función de guía. Es necesario abrirla cada vez más a la verdad moral, orientarla en el conocimiento de los auténticos bienes del hombre, guiarla pacientemente en la conquista del dominio de sí y del control de las pasiones, incitarla al ejercicio de la virtud. Pero es sobre todo necesario abrirla a la acción y guía del Espíritu de santidad que enseña «toda verdad» ()n 16, 13), que ayuda y sostiene en su búsqueda, que mantiene atentos y despiertos para percibir su voz que llega a través de distintas mediaciones humanas. El Espíritu infunde el amor de Dios en nuestros corazones y los guía a la verdad de Cristo. Sin amor a la verdad, sin amor a Cristo, resulta difícil conocer todas las exigencias de una vida humana digna, y aún más de la vida en Cristo inaugurada en el bautismo. «La Iglesia no cesa, Por eso, de implorar a Dios la gracia de que no falte la rectitud en las conciencias, no se atenúe la sensibilidad de las conciencias humanas ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas con la intima acción del Espíritu de verdad» (DVi 47).

Toda la comunidad eclesial tiene un papel importante en la formación de la conciencia: el magisterio de los pastores, que enseñan auténticamente la Verdad, que es Cristo, y «declara y confirma con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (DH 14; VS 64). Un magisterio que se pone decididamente al servicio de la conciencia y al que ésta queda sinceramente agradecida, pues su primer y más vivo anhelo es conocer la voluntad de Dios, universal y común para todos los hombres y, al mismo tiempo, cercana y personal. El magisterio, en efecto, sirve a la conciencia al tener como misión proclamar la ley moral, proteger y reforzar la luz que ilumina a todo hombre. El magisterio viene así en auxilio de la conciencia y constituye la respuesta divina a su urgente necesidad de ayuda (J.H. Newman, Carta). Cuando está pues en juego la verdad moral, el cristiano debe ponerse en atenta y obediente escucha del magisterio de la Iglesia que asegura un Evangelio sin falsificaciones.

La conciencia recibe a su vez auxilio de la ciencia moral, de los teólogos empeñados en lograr una comprensión cada vez más viva y profunda de la fe y de las exigencias de la vida cristiana en las cambiantes circunstancias de la historia y del mundo. La persona debe pues esforzarse por adquirir la suficiente ciencia moral.

También la comunidad de los creyentes, especialmente en sus santos, ofrece a la conciencia puntos válidos de referencia, modelos seguros, criterios de comportamiento. Sostiene con su oración de intercesión a cuantos luchan porque resplandezca en sus vidas, a veces con gran sacrificio, la armonía entre la verdad de Dios y la libertad humana.

La dirección espiritual, en fin, constituye una valiosa ayuda a la hora de discernir la voluntad divina. La guía espiritual a cargo de un consejero prudente y sabio que conoce bien la historia personal, puede facilitar una palabra sincera y libre con la que contrastar las propias decisiones, sobre todo en aquellos ámbitos en los que la ley general no basta para decidir entre las opciones que ella misma ofrece. Dicha dirección espiritual no comporta nunca cesación en el empeño personal por identificar exactamente la voz de Dios. Lo sirve humildemente sin pretender nunca sustituir el juicio, en cierto modo sagrado, de la conciencia.

Bibliografía

C. CAFFARRA, La vida en Cristo, Pamplona 19992. R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, Pamplona 1992, 507-580. A. LAUN, La conciencia, Barcelona 1993. W. MAY, An Introduction to Moral Theology, Huntington, Indiana, 1991, 25-36. J.H. NEWMAN, Carta al Duque de Norfolk, cap. V, Madrid 1996. J. RATZINGER, La Chiesa, Cinisello Balsamo 1991, 113-137. D. TETTAMANZI, L'uomo immagine di Dio, Casale Monferrato 1992, 158-181.

J.M. Yanguas

 «    Concilio    » 

I. NATURALEZA Y TEOLOGÍA DEL CONCILIO

Un concilio es una asamblea de obispos que se reúnen con el objetivo de regular aquellos asuntos de la disciplina eclesial o de la doctrina cristiana que afectan a la vida de las Iglesias locales que presiden y a las que representan. Desde finales del siglo II, y primeramente en Oriente, los obispos vecinos o los obispos de determinadas regiones se congregaban en sínodos o concilios cuando se veían urgidos por la necesidad práctica de resolver conjuntamente dificultades doctrinales o disciplinares de cierta envergadura y de carácter general, cuya solución excedía la competencia y capacidad de un obispo particular. A la altura del siglo V, por tanto, tras varias centurias de praxis y de experiencia sinodal, el capítulo 15 del libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se narra la asamblea de Jerusalén o el llamado «concilio apostólico», se convierte en el fundamento escriturístico clásico para la institución conciliar. Toda esta evolución histórica ha sido recapitulada en el Decreto Christus Dominus del Concilio Vaticano II cuando afirma: «Desde los primeros siglos de la Iglesia los obispos, puestos al frente de las Iglesias particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal conferida a los Apóstoles, asociaron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de las Iglesias particulares. Por este motivo se constituyeron los sínodos, los concilios provinciales y los concilios plenarios, en los cuales los obispos establecieron una norma común que se debía observar en todas las Iglesias, tanto en las enseñanzas de las verdades de la fe como en la ordenación de la disciplina eclesiástica. Desea este santo Sínodo ecuménico que las venerables instituciones de los Sínodos y de los Concilios cobren nuevo vigor» (CD 36).

1. Naturaleza y función del concilio universal o ecuménico

Esta primera aproximación habla de la riqueza y de la complejidad del hecho conciliar y pone de relieve en qué medida la realidad sinodal forma parte esencial de la vida de la Iglesia, y no sólo de la Iglesia universal. La voz «concilio» es una noción polisémica. Estas consideraciones nos previenen, por tanto, frente a una pronta y exclusiva fijación en el «concilio ecuménico», que ostenta la categoría suprema del género y en el que vamos a concentrar seguidamente nuestra atención. La Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen gentium, afirma que en los concilios se manifiesta «la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal» y en ellos se ejercita de modo solemne «la potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal» (LG III, 22; cf. CD 4). La doctrina conciliar afirma que esta autoridad del concilio ecuménico reposa sobre la actuación conjunta del episcopado con el Papa como su cabeza. Para completar esta sumaria descripción de la institución conciliar hay que recordar la doctrina formulada en la sección correspondiente del Código de Derecho Canónico que establece estas dos condiciones esenciales: a) El deber de participar del Papa, que tiene la prerrogativa de convocar el concilio ecuménico, presidirlo, trasladarlo, suspenderlo o disolverlo y aprobar sus decretos (c. 338, 1). b) El derecho de participar que se extiende a todos los miembros del colegio episcopal en comunión con la sede apostólica (c. 339, 1).

La teología sobre el concilio se ha ido elaborando al hilo del despliegue y de la evolución histórica de la vida sinodal o conciliar de la Iglesia. Esta institución eclesial estuvo desde el principio al servicio de este doble objetivo: por una parte, habla que garantizar la continuidad con el origen y con la tradición apostólica (dimensión vertical y diacrónica) y, por otra, había que comprobar el consenso de todas las Iglesias (dimensión horizontal y sincrónica). En la reflexión sobre la naturaleza del concilio se decanta muy pronto la convicción de que su autoridad reposa sobre el hecho de que la unanimidad, el acuerdo, el consenso interno y externo es obra de la acción del Espíritu Santo que es quien preside verdaderamente esta celebración de la Iglesia universal; bajo su asistencia, el concilio intenta comprobar el consenso de las Iglesias, de modo que la combinación del elemento vertical de la tradición apostólica (parádosis) con el horizontal de la comunión de las Iglesias (communio) garantiza la certeza de que se avanza correctamente en el camino común de la fe y de la praxis eclesial.

2. Notas para una teología del concilio.

La reflexión más reciente e intensa sobre el concilio, sobre su ecumenicidad, sobre sus diversos tipos históricos, ha tenido lugar en la víspera y en las inmediaciones de la celebración del Concilio Vaticano II. Los manuales de eclesiología escritos en la franja temporal que va del Concilio Vaticano I (1869-1870) al Vaticano II (1962-1965) estaban concebidos desde la perspectiva de la dogmática neoescolástica y concentraron su atención en las prescripciones canónicas que establecían que un concilio es el portador de la autoridad suprema en la Iglesia, especialmente, de la autoridad doctrinal o infalibilidad. La doctrina de aquellos tratados De Ecclesia, redactados a la sombra de las definiciones papales del Vaticano I, tiene una impronta marcadamente jurídica y canónica y carece de una aproximación propiamente teológica. El tema primordial es la explicación del origen papal de la jurisdicción que los obispos ejercen en el concilio. La obra de A. Gréa (De l'Église et sa divine constitution, 1885), que interpreta los concilios como la expresión visible y la manifestación del misterio que es la Iglesia, constituiría la única excepción a esta manera de reflexionar de orientación netamente jurídica. De esta manera, el anuncio de un nuevo concilio ecuménico por Juan XXIII provocó una nueva reflexión sobre la naturaleza de la institución conciliar. Los rasgos fundamentales de las cuatro aportaciones más innovadoras «para una teología del concilio».

1. Y. Congar parte de una consideración de la Iglesia como communio y de la colegialidad de los obispos para rehabilitar, desde la teoría y la praxis del primer milenio, la conciliaridad esencial de la Iglesia (cf. «Les concites dans la vie de I'Église», en Sainte Église. Etudes et approches ecclésiologiques, Paris 1962, 303-325). A su juicio, los concilios no forman parte de la estructura esencial de la Iglesia, como los sacramentos o el primado de Pedro. Son de institución eclesiástica, pero desde muy pronto se convirtieron en una expresión excepcionalmente privilegiada de la vida de la Iglesia, pues traducen la ley profunda de esa vida que es comunión y unanimidad. Cuando la conciencia eclesial está profundamente turbada, o cuando es necesaria una determinación que afecta a toda la Iglesia aparecen los concilios, a la búsqueda de la comunión y de la unanimidad de los obispos en la fe.

2. H. Küng interpreta a la luz de los estudios sobre los concilios medievales, interpreta el concilio como representación de la Iglesia al hilo de esta equivalencia: el concilio ecuménico por convocación humana es representación del concilio ecuménico por convocación divina. Esta equivalencia se fundaría -en opinión del teólogo suizo- etimológicamente, pues Iglesia, en griego ek-klesia, lleva en su raíz la idea de llamada o convocación (kaléo) de Dios; a su vez, la voz concilio procedería de «con-calare», es decir, llamar, convocar. Desde esta perspectiva trasvasa al concilio los cuatro atributos o propiedades esenciales de la Iglesia: unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad. A partir de la idea del concilio como representación de la Iglesia reclama la plena participación del laicado en la asamblea eclesial, como en su día hiciera Lutero (cf. «Das theologische Verständnis des ökumenischen Konzils», Theologische Quartalschrift 141 (1961) 50-77; y Kirche im Konzil, Freiburg 1963, 41-61).

3. K. Rahner toma como punto de partida la naturaleza colegial del episcopado para sustentar la tesis de que el episcopado universal es el sujeto de la potestad suprema en la Iglesia en cuanto colegio que encuentra en el Papa su unidad y su vértice, El concilio ecuménico actualiza, de manera eminente, la dimensión institucional y Jerárquica de la Iglesia; sólo mediadamente se hace presente en él lo carismático y no-institucional («Para una teología del concilio», en Escritos de Teología V, Madrid 1964, 275-299). La autoridad del concilio ecuménico reposa sobre la actuación conjunta del episcopado con el Papa como su cabeza. Los obispos reunidos en concilio deliberan y deciden sobre cuestiones de fe y de disciplina de la Iglesia universal en virtud de su ministerio, como sucesores de los Apóstoles, no como meros delegados del Papa, pero si en comunión con él.

4. J. Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, prolonga, por una parte, las ideas de Congar, y por otra, entra en confrontación con las explicaciones de H. Küng (cf. «Zur Theologie des Konzils», Catholica 15 [1961] 292-304; reproducido en El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiologia, Barcelona 1969, 165-189). En relación con algunas ideas del teólogo dominico, el actual Papa desplegaba el concepto de la infalibilidad de toda la Iglesia, para situar, en este contexto, el magisterio papal y el magisterio conciliar. Entre ambos establecía este modo de relación: la voz del episcopado estaría jurídicamente incompleta sin el juicio del Papa, pero la sentencia papal carecería de fundamento real si no contara con el testimonio de los obispos. Frente al teólogo suizo niega que el concepto de concilio sea asimilable, desde un punto de vista etimológico, a la noción de Iglesia. El concilio es, antes que nada, sinedrion, no ekklesía. Su radio de acción es mucho más reducido: es una asamblea deliberante y legislativa de obispos que, sin excluir que otros cristianos (sacerdotes, laicos, representantes de la vida consagrada, etc.) puedan ser invitados a participar, ejerce una función de dirección en la vida de la Iglesia.

Bibliografía

H. JEDIN, Breve historia de los concilios, Barcelona 19633. K. SCHATZ, Los concilios ecuménicos. Encrucijadas en la historia de la Iglesia, Madrid, 1999. H.). SIEBEN, Die Konzilsidee der Alten Kirche, Paderborn 1979; Katholische Konzilsidee im 19. und 20. Jahrhundert, Paderborn 1993, 244-277.

S. Madrigal

II. HISTORIA DE LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS

1. Comienzos y tipologías de la actividad conciliar

Históricamente las reuniones conciliares aparecen en la vida de la Iglesia como una proyección inmediata de la communio intraeclesial. Desde mediados del siglo I comienzan a desarrollarse diversos instrumentos de comunión entre las distintas Iglesias: correspondencia epistolar, visitas episcopales y reuniones de obispos y presbíteros. De estas últimas tenemos ya un antecedente de cierta relevancia en la que tiene lugar el año 49 por el grupo «de los Doce» y los presbíteros de Jerusalén sobre la comida de las carnes inmoladas a los ídolos y la observancia de algunos preceptos de la Torá (Hch 15, 22 ss.).

Las reuniones de tipo conciliar estarán motivadas por cuestiones de fe o de disciplina que afectan a comunidades cristianas de un determinado territorio. Se ha podido constatar que los primeros concilios se convocan como reacción frente al montanismo. Así nos lo atestigua Eusebio de Cesarea que nos habla de una reunión de 26 obispos, entre los años 160 y 180 en torno a su colega de Hierápolis (Hist. Eccl., V, 16, 10). También a finales del siglo II la controversia sobre la fecha de la Pascua genera la celebración de algunos sínodos en Roma, el Ponto, las Galias y Egipto (ibid., V, 23, 2).

Durante el siglo III esta actividad conciliar tendrá un incremento considerable debido especialmente a los efectos de las grandes persecuciones de Decio (249-250) y Diocleciano (303-305). San Cipriano celebrará cuatro concilios en Cartago, una vez finalizada la persecución, para decidir sobre la situación eclesial de los lapsi. Algunos autores sostienen que el Concilio de Elvira (Ilíberis) debió de reunirse poco después de acabar la persecución de Diocleciano, aunque no se sabe con certeza la data, las hipótesis suelen oscilar entre el año 295 y el 326. También se han presentado dudas sobre su naturaleza, puesto que el elevado número de sus cánones (81) ha hecho pensar a algunos estudiosos que se trata más bien de una colección canónica. Pero, aún dejando de lado las disquisiciones eruditas, todos admiten la gran influencia que tuvo este Concilio al figurar sus decretos en la Hispana y en otras colecciones canónicas posteriores. Especialmente relevante será su canon 33 que prohibirá el uso del matrimonio a los obispos, presbíteros y diáconos.

A partir de la conversión de Constantino a comienzos del siglo IV se consolida el papel de la Iglesia dentro del Imperio romano, y por lo que se refiere a la historia de los concilios aparece por primera vez la institución que se ha venido en llamar «concilio ecuménico». El nombre de ecuménico deriva de oikumene, nombre geográfico que abarcaba todo el territorio del Imperio romano. Estas asambleas episcopales tenían también la particularidad de ser convocadas por los emperadores romano-cristianos. Posteriormente, y ya en ámbito eclesiástico, la palabra «ecuménico» designaba la unidad de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente durante el primer milenio. De ahí que los concilios que reciben esta denominación se consideren virtualmente «universales».

Durante la Alta Edad Media se lleva a cabo la conversión de los pueblos germánicos y con este motivo comienzan a realizarse concilios de carácter nacional dentro de algunos reinos germánicos, como los celebrados en la Hispania visigótica y en la Galia de los francos. En el reino visigótico serán famosos los concilios de Toledo. Tenían estos sínodos la peculiaridad de ser asambleas conjuntas de obispos y de nobles, que legislaban sobre asuntos eclesiásticos y civiles. De ellos el III de Toledo (589) destacará por ser el que establece oficialmente la conversión de los visigodos al catolicismo, y porque declara en sus actas la procesión del Espíritu Santo citando expresamente el Filioque. En la Galia carolingia merece una mención especial el Concilio de Francfort (794), que condenará el adopcionismo de Elipando de Toledo y Félix de Urgel y dará una serie de disposiciones sobre el culto de las imágenes.

En síntesis, podemos hablar de la configuración histórica de tres tipos de concilios, según la mayor o menor extensión de las sedes episcopales en ellos representadas: a) Provinciales o regionales. b) Nacionales. c) Ecuménicos o universales. Los sínodos diocesanos quedarán al margen de este trabajo.

2. Concilios ecuménicos

Dada la importancia histórica y teológica de estas asambleas nos ocuparemos más extensamente de ellas, aunque lo haremos de una manera sintética, de acuerdo con la índole señalada al presente artículo.

1º) Concilio de Nicea 1 (325)

El primer concilio ecuménico fue convocado por el emperador Constantino (306-337) y se celebró en Nicea (Bitinia) en 325. La reunión estuvo motivada por la crisis arriana. En cuanto al número de participantes suele aducirse el de 318, en clara alusión a los 318 siervos de Abrahán (Gn 14, 14), aunque en realidad debió de oscilar entre 250 y 300, si nos atenemos a los testimonios de Eusebio de Cesarea y de san Atanasio. Tan considerable número de asistentes se vio favorecido al poner Constantino a disposición de los padres conciliares el cursus publicus. La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano; de Occidente sólo estuvieron presentes cinco, entre los que destacaban dos legados del obispo de Roma y Osio de Córdoba.

Constantino inauguró la asamblea exhortando a la concordia, luego dejaría la palabra a la presidencia del Concilio que, casi con seguridad, fue desempeñada por Osio. Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina de la inferioridad del Logos divino. Tras largas deliberaciones terminó imponiéndose la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad del Verbo con el Padre. Defendieron esta doctrina Marcelo de Ancira, Eustacio de Antioquía y Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía la afirmación inequívoca de considerar al Logos como «engendrado, no hecho, consubstancial (homoousios) al Padre». Este símbolo fue suscrito por tos padres conciliares, a excepción de Arrio y de dos obispos, que quedaron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados.

El Concilio se ocupó también de otras cuestiones de índole disciplinar: fijación de la fecha de la Pascua para el domingo siguiente al primer plenilunio de primavera (domingo siguiente al 14 de Nisán, según el calendario hebreo), prohibición a los eunucos de acceder a la clericatura, exigencia de tres obispos para celebrar la ordenación de un obispo, readmisión de cismáticos y herejes, etc.

2º) Concilio I de Constantinopla (381)

Este Concilio se reunió a instancias del emperador Teodosio (379-395). Estuvieron presentes un total de 150 obispos, todos ellos orientales. El papa Dámaso (366-384) no asistió ni envió representantes. Sin embargo, se considera ecuménico al reconocerlo como tal el Concilio de Calcedonia (451). Ocupó la presidencia Melecio de Antioquía, a cuya muerte san Gregorio de Nacianzo asumirla ese cargo, aunque por poco tiempo, debido a una serie de intrigas, siendo sustituido por Nectario.

Desde el punto de vista doctrinal, este Concilio supuso el golpe de gracia contra el arrianismo, que -a pesar de la condena de Nicea- había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores Constancio (337-361) y Valente (364-378). Pero además se enfrentó a una nueva herejía: el macedonianismo, que negaba la consubstancialidad del Espiritu Santo. El documento más importante de este Concilio es, sin duda, el llamado «símbolo niceno-constantinopolitano», que tiene unas precisiones importantes sobre el Espíritu Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por los profetas».

Entre los cánones disciplinares destaca el canon 3 que afirma que «el obispo de Constantinopla, por ser ésta la nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de Roma». La Iglesia occidental rechazó siempre este canon, que originaría una serie de enfrentamientos y disensiones.

3º) Concilio de Éfeso (431).

En el año 428 Nestorio, monje antioqueno, es designado obispo de Constantinopla. Predicaba la dualidad de naturalezas en Cristo, añadiendo que entre ambas sólo había una unidad moral. En consecuencia, rechazaba el titulo de Theótokos a la Virgen María, aunque le reconocía el de Christotokos. Semejante doctrina fue considerada herética por Cirilo de Alejandría y por el papa Celestino (422-432) y condenada en varios sínodos. Ante la persistencia de Nestorio en su error, el emperador Teodosio II (408-450) convocó un concilio ecuménico en Éfeso.

El Concilio se reunió, con cierto retraso, por iniciativa de Cirilo de Alejandría, aunque todavía no estaban presentes los obispos antioquenos ni los representantes del Papa. Nestorio se negó a comparecer ante la asamblea conciliar. En la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros documentos que fueron aprobados, y se dio una sentencia condenatoria contra Nestorio privándole de la dignidad episcopal. En la segunda sesión se incorporaron los legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Entre tanto, llegaron los antioquenos, con Juan de Antioquía a la cabeza, que se negaron a aceptar la condena de Nestorio y reunieron un anticoncilio, que declaró fuera de la comunión a Cirilo de Alejandría y a Memnón de Éfeso. Intervino el emperador disolviendo el Concilio y deponiendo a los principales responsables: Nestorio, Cirilo y Memnón.

En resumen, se puede afirmar que la única decisión propia de este Concilio fue la deposición de Nestorio. De todas maneras, quedó esclarecida la doctrina que considera a Cristo como un solo sujeto que resulta de una verdadera unión entre el Verbo de Dios y la naturaleza humana; por tanto, todo lo que realiza su naturaleza humana debe atribuirse al único sujeto que es el Verbo de Dios encarnado, y de ahí que María pueda llamarse con propiedad Madre de Dios.

4º) Concilio de Calcedonia (451).

El emperador Marciano (450-457) tomó la decisión de celebrar un concilio en Calcedonia, metrópoli de Bitinia, en 451, a fin de salir al paso de los errores nestorianos y del propiciado por el monofisismo de Eutiques. Asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos 500 en las primeras sesiones y 180 en la última. El Papa estuvo representado por tres obispos y un presbítero.

En la primera sesión se juzgaron las irregularidades de Dióscuro de Alejandría, siendo depuesto en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída la «carta dogmática» (Tomus ad Flavianum) del papa san León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de Cristo, siendo acogida por los asistentes con la expresión «Pedro ha hablado por boca de León». En la quinta sesión se redacta una fórmula de fe en la que se afirma. «Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis».

Por deseo del emperador se examinaron también algunos asuntos disciplinares, como la rehabilitación de Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa. De los veintiocho cánones disciplinares, el último suscitó una gran dificultad por parte de los legados papales, porque en él se decía que «justamente los padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad era la capital del Imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua Roma y ocupar el segundo lugar después de ella. El papa León no aprobó nunca este canon.

5º) Concilio II de Constantinopla (553)

Este Concilio fue convocado por el emperador Justiniano (527-565) de acuerdo con el papa Vigilio (537-555), y con asistencia de unos 150 obispos.

El problema que intentaba resolver el emperador era el de los monofisitas, especialmente en Egipto. Justiniano había condenado con un decreto imperial, llamado de los «Tres capítulos», los escritos de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro y una carta de Ibas de Edesa. Entre tanto el papa Vigilio había sufrido grandes presiones del emperador, que le hizo ir a Constantinopla, tratándolo luego como un prisionero. Sin su presencia y a pesar de su protesta se inauguró el Concilio, presidido por Eutiquio, patriarca de Constantinopla. En las sesiones quinta y sexta el Concilio condenó los «Tres capítulos».

A todo esto, el papa Vigilio, enfermo y presionado por el emperador, envió una carta a Eutiquio en la que se adhería al Concilio, accediendo a la condenación de los «Tres capítulos», preparando así el camino para la aceptación ecuménica del Concilio.

Los resultados del Concilio no surtieron los efectos que el emperador había previsto, sobre todo por lo que se refiere al monofisismo.

6º) Concilio III de Constantinopla (Trullano) (680-681)

La iniciativa de la convocatoria se debió al emperador Constantino IV (668-685). El 7 de noviembre del año 680 se reunió el Concilio en la gran sala de la cúpula (in trullo) del palacio imperial, bajo la presidencia de Constantino IV. El número de participantes tuvo variaciones entre 43 y 164.

La cuestión que determinó la realización del Concilio fue el monotelismo, consecuente derivación del monofisismo. De todas maneras hay que decir que esta temática había perdido virulencia debido a que los fautores principales de esta doctrina herética, los patriarcas de Alejandría y Jerusalén, ya no formaban parte del Imperio, al caer sus sedes en poder de los musulmanes.

El emperador tomó parte personalmente en las once primeras sesiones. En la sesión decimotercera la asamblea conciliar condenó a todos los que habían defendido ideas próximas al monotelismo: los patriarcas de Constantinopla, Sergio, Pirro, Pablo II y Pedro; el patriarca de Alejandría Ciro; Teodoro de Farán y Honorio de Roma. La sesión de clausura adoptó una profesión de fe en la que se afirmaba la existencia en Cristo de dos naturalezas, dos energías y dos voluntades. El papa León (682-683), aunque refrendó las disposiciones de este Concilio, restringió el juicio de éste sobre el papa Honorio (625-638), culpándole sólo de negligencia al no reprimir el error monotelita.

7º) Concilio II de Nicea (787)

Este séptimo Concilio ecuménico fue reunido por la emperatriz Irene (780-790 Y 797-802) para celebrarse en Constantinopla, pero una revuelta militar hizo que se transfiriera a una nueva sede en Nicea. La causa del Concilio era atajar el error del iconoclasmo.

El papa Adriano (772-795) mandó dos legados y las sesiones fueron presididas por el patriarca Tarasio de Constantinopla. En la primera sesión Tarasio hizo leer una carta de la emperatriz Irene. En la segunda sesión fue aprobada una carta del papa Adriano. En la tercera se leyeron unas cartas sinodales de Tarasio y de Teodoro de Jerusalén en las que se declaraba la validez del culto a las imágenes. Las sesiones sucesivas se dedicaron a mostrar los argumentos de la Sagrada Escritura y de la tradición favorables a la doctrina expuesta previamente. En las actas conciliares griegas se añadieron 22 cánones de carácter disciplinar, que recogían, en buena parte, prescripciones sinodales dadas anteriormente.

La clausura del Concilio contó con la presencia de la emperatriz y de su hijo. Las actas fueron suscritas por 300 obispos.

El Concilio IV de Constantinopla lo declaró ecuménico, y es el último de los concilios ecuménicos aceptados por los católicos y los ortodoxos.

8º) Concilio IV de Constantinopla (869-870).

Como precedentes del Concilio hay que tener presente la negativa del papa Nicolás I (858-867) a reconocer al patriarca Focio de Constantinopla, que habla conseguido la sede gracias a la abdicación forzosa de su predecesor Ignacio. Esta y otras cuestiones fueron determinantes de la condena de Focio por un sínodo romano del año 863. Focio, a su vez, mandó una circular a los demás patriarcas orientales lanzando graves acusaciones contra el Papa y la Iglesia latina: inserción del Filioque en el símbolo, doctrina del purgatorio, etc. Focio reunió además un sínodo en Constantinopla (867) y anatematizó al papa Nicolás I. Un cambio dinástico hizo que subiera al trono imperial Basilio el Macedonio (867-886), quien repuso a Ignacio en su sede constantinopolitana. El nuevo emperador y el Patriarca de Constantinopla escriben a Nicolás I indicándole la conveniencia de celebrar un concilio ecuménico para juzgar a Focio y terminar con las secuelas del iconoclasmo. Adriano II (867-872), sucesor de Nicolás I, acepta la convocatoria del Concilio.

El debate conciliar se centró en el proceso contra Focio y sus seguidores. Se condenaron sus errores y de nuevo se hizo otro tanto con los iconoclastas.

La Iglesia católica reconoce este Concilio como ecuménico. No ocurre lo mismo con la Iglesia ortodoxa griega, que considera como octavo Concilio ecuménico otro reunido por Focio en la misma capital imperial durante los años 879-880, que rechaza los decretos del IV Concilio de Constantinopla.

9º) Concilio I de Letrán (1123)

Una vez liquidada la querella de las Investiduras en el Concordato de Worms (1122), entre el papado y el Imperio, el papa Calixto II (1119-1124) quiso confirmar esta decisión con un concilio general, que tuvo lugar en Roma al año siguiente.

Se celebró en la basílica lateranense de Roma con una gran concurrencia de participantes. No se han conservado las actas, ni otros escritos de las deliberaciones, si, en cambio, han llegado hasta nosotros sus 25 cánones, que renuevan, en parte, decisiones anteriores: condena de la simonía, observancia de la «tregua de Dios», concesión a los cruzados de indulgencia plenaria, decreto a favor de la cruzada en España, prohibición del concubinato a los clérigos.

10º) Concilio II de Letrán (1139).

A la muerte del antipapa Anacleto II (1138), una vez restablecida la unidad de la Iglesia, el papa Inocencio lI (1130-1143) ordenó la reunión de un concilio en Roma, que se celebró al año siguiente y contó con la asistencia de unos 500 padres conciliares.

Además de condenar algunos errores dogmáticos de Pedro de Bruys y Enrique de Lausana, el Concilio promulgó treinta cánones sobre la disciplina del clero. Los temas tratados asientan las ideas de la reforma gregoriana, especialmente contra la simonía y a favor del celibato de los clérigos ordenados in sacris. Así el canon 7 declaraba la invalidez del matrimonio contraído por los clérigos mayores (a partir del subdiaconado) y por los monjes. El canon 28 confirma a los cabildos catedralicios y a los superiores de órdenes religiosas el derecho a elegir obispo. Otros cánones prohíben la usura, los torneos, el ejercicio de la medicina a los monjes, reivindicar a título hereditario los bienes de la Iglesia, etc.

11º) Concilio III de Letrán (1179)

Como en el anterior Concilio lateranense, las luchas entre el papa Alejandro III (1159-1181) y el antipapa Calixto III (1152-1190), alentado por Federico Barbarroja (1168-1178), terminan con una paz, que es sellada por un concilio. El Papa consiguió que estuvieran presentes en Roma unos 400 obispos y un número considerable de abades y dignatarios eclesiásticos.

Aunque las actas conciliares no hayan llegado hasta nosotros, si lo han hecho, en cambio, los 27 cánones elaborados por este Sínodo. Estos cánones se incorporaron a las colecciones de Decretales, especialmente a las llamadas Decretales de Gregorio IX. En sus decretos se establece la necesidad de una mayoría de dos tercios para la válida elección del Papa, se señala la edad mínima (30 años) para ser obispo, condena a los cátaros o albigenses, etc.

12º) Concilio IV de Letrán (1215)

La iniciativa de esta asamblea conciliar es debida al papa Inocencio III (1198-1216). Asistieron 412 obispos y unos 800 abades y representantes de los reyes cristianos.

Entre los asuntos tratados figuraron algunas cuestiones litigiosas sobre la sede primacial de Toledo, la titularidad del condado de Toulouse, la condena de Otón IV (1182215) y el repudio de la Charta Magna británica, arrancada por la fuerza a Juan Sin Tierra (1199-1216).

La aportación de mayor relieve fue la publicación de 70 cánones, que se incorporarían más tarde a las Decretales de Gregorio IX. Entre los cánones aprobados podemos destacar: la profesión de fe contra los cátaros y valdenses, la condena de la doctrina trinitaria de Joaquín de Fiore, la obligación de confesar una vez al año y recibir la comunión en la Pascua, etc.

Se puede afirmar que este Concilio fue el más importante de los que se celebraron a lo largo de la Edad Media. Se convirtió en un excelente instrumento papal para la reforma de la vida de la Iglesia y para la resolución de los graves problemas surgidos entre el poder imperial y el papado.

13º) Concilio I de Lyon (1245)

Este Concilio ecuménico tuvo como precedente inmediato el conflicto suscitado por el emperador Federico II (1194-1250) contra el papado, en tiempos de Gregorio IX (1227-1241) y de su sucesor Inocencio IV (1243-1254). El Concilio había sido proyectado por Gregorio IX en Roma, pero no se pudo realizar allí por la violencia del emperador. Inocencio IV hizo suya la convocatoria de su antecesor, pero trasladando la sede a la ciudad libre de Lyon. Sólo pudieron asistir 150 prelados, debido en buena medida a la hostilidad imperial.

Los asuntos de mayor relevancia a tratar en el Concilio eran los siguientes: la persecución de la Iglesia por parte de Federico II, la caída de Jerusalén en manos de los sarracenos y la derrota de los cruzados en Gaza, la invasión de los mongoles o tártaros en Europa, el cisma griego y la moralidad del clero y del pueblo cristiano. Entre los decretos del Concilio tiene relevancia la sentencia contra Federico II, que será depuesto y excomulgado. Se regularon también otros asuntos de índole canónica sobre el cónclave, la elección de los obispos, los privilegios de la Iglesia romana, etc.

14º) Concilio II de Lyon (1274)

Uno de los primeros actos de gobierno del nuevo papa Gregorio X (1271-1276) fue reunir un concilio en Lyon invitando at emperador Miguel VIII Paleólogo (1261-1282), al patriarca griego de Constantinopla, al katholikós (cabeza suprema de la Iglesia) de Armenia y al gran kan de Mongolia.

Se comenzó el Concilio el 7 de mayo de 1274, con asistencia de unos 200 obispos, Jaime I de Aragón y algunos embajadores. Los objetivos de la asamblea conciliar eran: la ayuda a Tierra Santa, la unión con los griegos y la reforma de costumbres.

En la segunda sesión se aprobó la Bula Zelus fidei sobre la organización de la cruzada. En la tercera sesión se promulgó la importante Constitución Ubi periculum sobre la elección del Romano Pontífice.

La cuarta sesión se dedicó a la unión con los griegos. Tuvo un acto significativo. El Papa hizo leer tres cartas, del emperador Miguel, de su hijo Andrónico y de los obispos griegos, aceptando los primeros el símbolo de la Iglesia de Roma, y anunciando los últimos su entrada en la unidad de la Iglesia.

En la última sesión del Concilio se confirmaron los privilegios de las cuatro órdenes mendicantes: dominicos, franciscanos, ermitaños de san Agustin y carmelitas.

En cuanto a los asuntos políticos, ni Jaime I, ni Alfonso de Castilla lograron la corona imperial, ya que el Papa se decidió por Rodolfo de Habsburgo (1273-1291). La delegación del gran kan Aboga se esforzó por alcanzar una alianza contra Egipto, aunque no lo consiguió.

15º) Concilio de Vienne (1311-1312).

En tiempos de Clemente V (1305-1314) tuvo lugar este Concilio, al que asistieron unos 120 obispos y abades mitrados, a los que hay que añadir un contingente similar de procuradores de obispos ausentes, cabildos y monasterios. La finalidad del Sínodo era triple: resolver la cuestión de la Orden del Temple, la reforma eclesiástica y el rescate de Tierra Santa.

En relación con los templarios no hay que olvidar la presencia de Felipe el Hermoso (1285-1314), que anhelaba hacerse con las riquezas de la Orden del Temple, presionando al Papa para que el Concilio condenara a los templarios. El Papa prefirió seguir una vía administrativa, y mediante la Bula Vox in excelso de 22 de marzo de 1312 suprimió la Orden del Temple. Sus codiciados bienes fueron donados a la Orden de Malta, a excepción de los existentes en la península ibérica (Castilla, Aragón, Portugal) y Mallorca.

En la tercera sesión se solventaron unas cuestiones relacionadas con la pobreza de los franciscanos y con la doctrina de Juan Pedro de Olivi.

Por lo que hace a la reforma de la Iglesia se debatieron algunos asuntos relacionados con abusos eclesiásticos. Se condenaron los errores de los begardos y beguinas.

En cuanto a la ayuda a las cruzadas los obispos acordaron conceder una contribución de un diezmo durante seis años con esa finalidad. También tomó cuerpo la idea de dar preferencia a la evangelización de los infieles que al simple hecho de hacerles la guerra. En este sentido hay que resaltar la buena actuación de Raimundo Lulio, ya que por su iniciativa el Concilio promulgó el llamado «canon de lenguas», que supuso la creación de cátedras de hebreo, árabe y caldeo en la Curia romana y en importantes universidades.

16º) Concilio de Constanza (1414-1418).

Para situarnos en el contexto histórico de este Concilio hay que tener en cuenta la existencia de un gran cisma en Occidente, dividido en tres obediencias: Gregorio XII (1406-1415), Juan XXIII (1410-1415) y Benedicto XIII (1394-1423). Otro factor a considerar era el movimiento de Juan Hus (1369-1415). A todo ello hay que añadir el interés del emperador Segismundo (14101437) por impulsar un concilio en Constanza que propiciara la unidad de la Iglesia.

Juan XXIII convocó el Concilio en Constanza. La participación fue muy numerosa, puesto que además de los obispos y prelados, que superaban el número de 300, se reconoció el derecho a voto de representantes de príncipes, doctores y procuradores de universidades y cabildos. Con ello el número de votantes ascendió a unos 18.000. Ante tal cifra se acordó expresar el voto por naciones.

Después de una rocambolesca huida, Juan XXIII fue depuesto, como culpable de cisma, simonía y vida escandalosa. En la sesión decimocuarta el cardenal Juan Dominici, en nombre de Gregorio XII, legitimó las actuaciones anteriores del Concilio. En esta misma sesión Gregorio XII presentó su renuncia al pontificado. Por lo que se refiere a Benedicto XIII, resultaron vanos todos los esfuerzos que se hicieron para que renunciara, y el Concilio tuvo que deponerlo el 26 de julio del 1417. Con ello el camino quedaba despejado para la elección de un nuevo Papa: Martin V (1417-1431).

También se ocupó el Concilio del proceso y la condena de Juan Hus. En cuanto a la reforma interna de la Iglesia se trataron algunas cuestiones más generales: beneficios, tonsura y hábito eclesiástico, diezmos papales y concordatos.

El carácter ecuménico del Concilio de Constanza fue objeto de una declaración de Eugenio IV (1431-1447), en la que precisaba que esta aprobación la hacía el Papa «sin perjuicio del derecho, dignidad y preeminencia de la Sede Apostólica».

17º) Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442)

Poco antes de morir Martín V (Rip 2.II.1431) envió una bula de convocación del Concilio de Basilea. Este acto fue confirmado por su sucesor Eugenio IV (1431-1447). El Concilio contó inicialmente con una escasa asistencia, y ante esta situación el Papa intentó disolverlo, pero éste rehusó la disolución declarándose legítimo representante de la Iglesia. Después de dos años de conflicto entre el Concilio y el Papa, Eugenio IV se vio obligado a ceder y reconoció la legitimidad del Concilio en 1433. En el ínterin, el Concilio de Basilea había conseguido la pacificación de los husitas. Entre 1433 y 1436 el Concilio emanó una serie de decretos de reforma eclesiástica, que de haberse puesto en práctica hubieran significado una renovación en la vida de la Iglesia.

En el verano de 1437 se suscitó la cuestión de elegir la sede en que debía celebrarse el Concilio para la unión con los griegos. Tanto Eugenio IV como los griegos preferían una ciudad italiana, mientras que la mayoría de los conciliaristas de Basilea preferían esta misma ciudad o Aviñón. Después de arduas negociaciones, la minoría del Concilio, el Papa y los griegos optaron por Ferrara, y a esta ciudad trasladó el Papa el Concilio.

Con el cambio de sede a Ferrara, el Concilio entra en una nueva fase caracterizada por la búsqueda de la unión entre la Iglesia latina y las Iglesias orientales. La apertura tuvo lugar el 8 de enero de 1438. Después con la presencia del Papa y la llegada de 20 obispos orientales con el patriarca de Constantinopla José II y el emperador bizantino Juan VIII Paleólogo, así como los representantes de los patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, y el metropolita de Kiev se consiguió reunir un buen número de participantes.

En la segunda sesión se declaró la ilegitimidad de la continuación del Concilio de Basilea y de los actos emanados en esas circunstancias. En la cuarta sesión se promulgó una bula en la que el Papa y los conciliares manifestaban la legitimidad y ecumenicidad del Concilio. Se decidió estudiar en comisiones privadas las divergencias entre los griegos y los latinos. Los puntos controvertidos fueron: la cuestión del Filioque; la utilización del pan ázimo en la eucaristia; la doctrina sobre el purgatorio; y el primado del Romano Pontífice sobre toda la Iglesia.

Después de largas discusiones sobre los puntos de controversia y ante la amenaza de las tropas de los Visconti sobre la ciudad, se decidió el traslado de la sede conciliar a Florencia, que ofrecía además grandes facilidades económicas. En estas condiciones se reanudó el Concilio el 26 de febrero de 1439. Tras ocho sesiones dedicadas atas a discutir el Filioque y gracias a intervenciones del Patriarca de Constantinopla y de Bessarión de Nicea, sin olvidar las actuaciones del emperador, se llegó a un acuerdo. En el decreto de unión se reconocía, además del Filioque, la existencia del purgatorio y la validez de los sufragios por los difuntos, la validez eucarística del pan ázimo y el primado del Obispo de Roma.

Los armenios firmaron también un acuerdo con la Iglesia de Roma el 22 de noviembre de 1439. Los jacobitas hicieron otro tanto renunciando al monofisismo en 1442.

En 1443 Eugenio IV decretó que el Concilio se trasladase a Roma. De esta continuación del Concilio sólo sabemos que tuvo una sesión en 1444 y otra en 1445. No tenemos más datos, ni siquiera de su terminación.

En resumen, aun cuando los resultados del Concilio fueron brillantes, en especial por lo que atañe al fin del cisma con los griegos y con otras Iglesias de Oriente, hay que señalar igualmente el carácter efímero de esta unión, como consecuencia del fanatismo antilatino de una parte considerable del clero griego alentado por Marcos Eugénicos de Seso.

18º) Concilio V de Letrán (1512-1517)

Este Concilio fue convocado por Julio II (1503-1513) y dio comienzo en Roma el 3 de mayo de 1512, con asistencia de unos 150 padres conciliares. Fue presidido por el Papa, que en la primera sesión señaló los objetivos a alcanzar: supresión de las herejías y de los cismas, reforma de la Iglesia y cruzada contra los infieles.

El Concilio consiguió neutralizar las actuaciones del anticoncilio de Pisa (1511-1512). Ya a partir de la segunda sesión el rey de Inglaterra y Fernando el Católico (1474-1516) tomaron partido por el Papa y apoyaron el Concilio lateranense. Poco después haría otro tanto el emperador Maximiliano (1493-1519), posicionándose contra el conciliábulo de Pisa. Por otra parte, la muerte de Julio II (1513) favoreció que Luis XII de Francia (1498-1515) dejara de apoyar a la asamblea de Pisa y que los cardenales disidentes volvieran a la obediencia del nuevo papa León X (1513-1521).

Entre las disposiciones adoptadas, destaca la definición dogmática de la inmortalidad individual del alma humana. Entre las medidas disciplinares citaremos: la provisión de obispados y abadías de acuerdo con la normativa canónica y la enseñanza del catecismo.

19º) Concilio de Trento (1545-1563)

Una vez surgido el conflicto protestante por iniciativa de Martín Lutero en Alemania, se había generalizado la idea de resolverlo por medio de un concilio, y así se puso de relieve en la Dieta de Nüremberg (1522-1523). Incluso los mismos luteranos reclamaban un «concilio general, libre, cristiano en tierra alemana».

La propuesta del Concilio no fue inicialmente bien acogida en Roma, donde se tenía cierto temor a un renacimiento de las ideas conciliaristas. El papa Clemente VII (1523-1534) trató de dilatar una respuesta afirmativa. Pero el emperador Carlos V (1519-1556) urgió la petición para resolver cuanto antes la crisis en los territorios del Imperio. La subida al solio pontificio de Paulo III (Alejandro Farnesio) (1534-1549) supuso un cambio de rumbo. El emperador consigue en 1536 la convocatoria de un concilio. La bula de convocación propone como sede a Mantua y como tareas a realizar: la condena de las herejías, la reforma de la Iglesia y el restablecimiento de la paz entre los príncipes cristianos para hacer frente al peligro de los turcos.

Las guerras entre Carlos V y Francisco I (1515-1547) impidieron celebrarlo en Mantua. Afortunadamente la paz de Crépy (1544) permitió su definitiva reunión en Trento. Se inauguró en 1545, con escasa asistencia.

Durante el primer periodo del Concilio se aprobó una serie de decretos de índole dogmática y disciplinar: sobre las fuentes de la fe católica, el pecado original, la justificación, los sacramentos en general y los dos primeros sacramentos (bautismo y confirmación).

Los trabajos conciliares se tuvieron que interrumpir en marzo de 1547 al declararse en Trento una epidemia de tifus exantemático. Se tomó la decisión de trasladar la sede a Bolonia, ciudad situada en territorio pontificio. Esto llevó consigo una enérgica repulsa de Carlos V y una ruptura entre el emperador y el Papa, que en 1548 decidió suspender las sesiones del Concilio.

El Concilio reanudó su actividad el 1 de mayo de 1551 en Trento con el nuevo papa Julio III (1550-1555). Por iniciativa de Carlos V acudieron a Trento algunas representaciones luteranas, que mantuvieron conversaciones fuera del aula conciliar. En este periodo se celebraron seis sesiones y se aprobaron varios decretos en relación con los sacramentos de la eucaristía, la penitencia y la extremaunción. Pero el Concilio hubo de interrumpirse nuevamente, debido a la enfermedad del cardenal legado y a la traición de Mauricio de Sajonia, que de aliado del emperador pasó a serlo de su enemigo el rey de Francia, lo que convertía a Trento en un territorio políticamente inseguro.

A lo anterior hay que sumar la elección de Juan Pablo Caraffa como Paulo IV (1555-1559), y dado que este Papa no era partidario de un Concilio para realizar las reformas en la Iglesia y prefería la resolución directa de los asuntos desde la curia romana. Hubo que esperar a su muerte para que su sucesor Pío IV (1559-1565) reanudara los trabajos conciliares.

Esta última etapa del tridentino se inauguró el 28 de enero de 1562 con la presencia de 111 prelados con derecho a voto, bajo la presidencia del cardenal Hércules Gonzaga. Se suscitaron algunas tensiones con llegada del cardenal Carlos de Lorena y trece obispos franceses. Pero la muerte de los dos legados de más rango, Gonzaga y Seripando, permitió a Pío IV nombrar en su lugar a su mejor diplomático, Morone, y al veneciano Navagero. Morone sería el hombre que llevaría el Concilio a un feliz término.

La sesión vigésimo tercera marcó un punto de inflexión en el Concilio. En dicha sesión se reprueba la doctrina de Lutero sobre el sacramento del orden y se da una formulación más rigurosa del deber de residencia de los obispos. También se promulga el famoso decreto sobre erección de los seminarios diocesanos. El 30 de julio de 1563 entrega Morone un esquema de reforma que es aprobado en las sesiones vigésimo cuarta y vigésimo quinta y constituirá el núcleo duro de la reforma tridentina: nombramientos episcopales, sínodos, visitas de los obispos, cabildos, provisión de parroquias, etc. La sesión de clausura promulgó también decretos sobre el purgatorio, las indulgencias y el culto a los santos y reliquias.

Morone tenía prisa en finalizar el Concilio por las noticias alarmantes que le llegaban sobre el agravamiento de la enfermedad del Papa; así que dedicó la última sesión a aprobar, de una vez, todos los decretos anteriores. El Papa confirmaría el 26 de enero de 1564 mediante la Bula Benedictus Deus todos los decretos conciliares, dándoles así fuerza de ley.

Considerado en su conjunto Trento fue la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante. El éxito de este Concilio se debió especialmente a su aplicación. Sin el perseverante empeño del pontificado de la Reforma católica para que se cumplieran los decretos tridentinos, no se podría explicar el gran influjo que tuvo en los siglos posteriores.

20º) Concilio Vaticano 1(1869-1870)

El deseo de Pío IX (1846-1878) de reunir un concilio ecuménico hay que entenderlo dentro del clima eclesial de la época. Desde una perspectiva de historia de las ideas, tal vez el detonante inmediato fuera la proliferación de los llamados «errores modernos», que tenían sus raíces más próximas en la Ilustración.

El anuncio de celebrar una asamblea conciliar fue generalmente bien recibido, aunque en los medios de corte liberal pronto se apreció un tono contestatario. En la convocatoria no se invitaba formalmente a los príncipes cristianos, como se había hecho en anteriores concilios, con el propósito de evitar posibles injerencias de los estados en su desarrollo.

Pio IX inauguró solemnemente el Concilio el 8 de diciembre de 1869, en presencia de 700 obispos. Se comenzó por debatir el esquema «sobre la fe católica», que sería aprobado con el nombre de Constitución Dei Filius. Este documento de gran entidad doctrinal expresa lúcidamente la doctrina católica sobre las relaciones entre la fe y la razón.

Pero la cuestión de la infalibilidad era la que acaparaba el mayor interés. Se formaron dos grupos de padres: el de los partidarios de proclamar la infalibilidad, cuyo representante más significativo era el cardenal Manning; y el constituido por quienes no estimaban conveniente hacer esa proclamación, cuyos representantes más destacados fueron Dupanloup y Ketteler. Los partidarios de la infalibilidad, que eran la mayoría, consiguieron que se redactara una propuesta en este sentido: «Sobre el Romano pontífice y su magisterio infalible». La minoría (un veinte por ciento del total) trató de impedir que saliera adelante. Hubo un debate intenso y se llegó a la redacción de un texto de más amplia aceptación. De todas formas, algunos padres conciliares de la minoría abandonaron Roma antes de la solemne aprobación de la Constitución Pastor Aeternus, el 18 de julio de 1870.

La Pastor Aeternus consta de cuatro capítulos, que tratan del primado de jurisdicción del Papa, de la transmisión de esta prerrogativa a los sucesores de la Cátedra de Roma, de la íntima naturaleza del primado romano, y, por último, de la infalibilidad personal del Romano Pontífice en materia de fe y costumbres. La aprobación fue casi por unanimidad, recibiendo incluso la aceptación de muchos componentes del grupo minoritario. La excepción más clamorosa fue la del historiador y teólogo de Munich Ignacio Döllinger, que rehusó someterse y fue excomulgado, dando vida en Alemania a la llamada Iglesia de los «Viejos Católicos».

El Concilio tuvo que suspender sus sesiones por el estallido de la guerra franco-prusiana el 19 de julio de 1870, quedando la reunión conciliar aplazada sine die.

21º) Concilio Vaticano II (1962-1965)

Nada hacía pensar que, tres meses después de su elección como Papa, Juan XXIII (1958-1963) anunciara su intención de convocar un concilio ecuménico. El Vaticano II fue concebido inicialmente como una asamblea de marcada orientación pastoral, a fin de establecer un aggiornamento, una adecuación, de la vida estructural y apostólica de la Iglesia a las necesidades del mundo contemporáneo. Se creó una comisión antepreparatoria (en 1960), que recogió numerosas sugerencias

Su inauguración tuvo lugar en 1962. Al acto asistieron 2.540 padres. Las sesiones se iniciaron el 13 de octubre con el debate sobre la reforma de la liturgia. Al mes siguiente se comenzó a discutir el esquema sobre las fuentes de la revelación, así como el esquema sobre medios de comunicación social.

Mayor complicación ofreció el esquema De Ecclesia, elaborado con una concepción eclesiológica institucional de acuerdo con la teología de Belarmino. Las críticas fueron numerosas pidiendo una nueva redacción del documento.

La primera fase del Concilio fue clausurada por el Papa el 8 de diciembre. El 3 de junio de 1963 falleció Juan XXIII, sucediéndole Pablo VI (1963-1978).

La segunda etapa conciliar emprendería su andadura el 29 de septiembre de 1963.

En esta nueva fase los trabajos de los padres conciliares se centraron en el documento sobre la Iglesia, reelaborado por el cardenal Ottaviani. Los puntos más conflictivos fueron la colegialidad episcopal y la institución del diaconado permanente. El moderador cardenal Suenens, con el aval del Papa, propuso una votación orientativa sobre las cinco cuestiones doctrinales más debatidas. El voto favorable de la mayoría hizo que se reenviase de nuevo el esquema con las enmiendas y orientaciones que había suscitado. A continuación se debatieron las propuestas sobre el ministerio pastoral de los obispos, la reforma de la curia romana y el ecumenismo.

El tercer periodo de sesiones se abrió el 14 de septiembre de 1964. La nueva redacción del documento De Ecclesia había incorporado un capítulo sobre el carácter escatológico de la Iglesia y otro sobre mariologia. Las tensiones anteriores se volvieron a hacer presentes, de tal manera que en el capítulo tercero sobre la colegialidad el Papa tuvo que enviar una Nota explicativa praevia, para reducir la oposición de la minoría, reafirmando la doctrina del Vaticano I sobre el primado papal. Más pacíficas fueron las discusiones sobre la vida y ministerio de los presbíteros y el de la Iglesia en el mundo actual. Con todo, al final de este periodo se aprobaron la Constitución Lumen gentium, el Decreto sobre ecumenismo y el Decreto sobre las Iglesias orientales.

El 14 de septiembre de 1965 se abrió el cuarto periodo de sesiones. Algunos documentos se tramitaron con una mayor rapidez, como el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, el de renovación de la vida religiosa, sobre formación de los sacerdotes, la Declaración sobre las religiones no cristianas y la Declaración sobre la educación cristiana.

La actividad incansable de la comisión consiguió elaborar un texto que mereció un amplio consenso, que daría lugar a la Constitución Gaudium et spes. Aprobándose seguidamente, en unión con los decretos sobre la actividad misionera, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, así como la Declaración sobre libertad religiosa.

El día 8 de diciembre, el papa Pablo VI clausuró el Vaticano II con el Breve apostólico In Spiritu Sancto.

Aunque todavía es pronto para hacer una valoración de conjunto del último concilio ecuménico, sí podemos destacar algunos aspectos más sobresalientes: una mayor profundización teológica sobre la Iglesia, en temas como la colegialidad episcopal, la sacramentalidad del episcopado, la comunión de las Iglesias, el ecumenismo y el sentido participativo de la liturgia. Ha repristinado también la llamada universal a la santidad y la responsabilidad de los laicos en la santificación de las realidades terrenas.

Bibliografía

G. ALBERIGO (ed.), Les conciles oecuméniques, I, Paris 1994. G. ALBERIGO y OTROS (eds.), Conciliorum oecumenicorum decreta, Bologna 19723. H.S. ALIVISATOS, «Les Conciles oecuméniques V, VI, VII et VIII», en Le Concile et les Conciles, Chevetogne 1960. A. FAVALE, I Concili Ecumenici nella storia della Chiesa, Torino 1962. C.J. HEFELE y H. LECLERCQ, Histoire des Conciles, Paris 1907-1921. J. JEDIN, Breve historia de los concilios, trad. esp., Barcelona 1963. R. MINNERATH, Histoire des Conciles, Paris 1996. P. PALAZZINI, (ed.), Dizzionario dei Concili, Roma 1967. D. RAMOS-LISSóN, «Historia de los Concilios Ecuménicos», en J. PAREDES, M. BARRIO, D. RAMOS-LISSON y L. SUÁREZ, Diccionario de los Papas y Concilios, Barcelona 19992, 605-640.

D. Ramos-Lissón

 «    Confirmación    » 

Desde sus orígenes, la Iglesia ha interpretado el existir cristiano como un camino de incorporación progresiva al misterio de Cristo, cuya raíz se encuentra en la participación en unas celebraciones simbólico-salvificas denominadas sacramentos: «... mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, bautismo, confirmación y eucaristía, se ponen los fundamentos de toda la vida cristiana» (CCE 1212). Nacidos a la comunión con la naturaleza divina por la participación bautismal en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, y recibida la plenitud del don del Espíritu por la confirmación, el fiel cristifica y espiritualiza su existencia mediante la eucaristía: «... por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, los fieles reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacía la perfección de la caridad» (Pablo VI, Constitución apostólica Divinae consortium naturae (DCN), 1971).

La confirmación constituye, por ello, el segundo momento (después del bautismo) de la iniciación sacramental: a los bautizados, «la confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (LG 2).

I. CELEBRACIÓN LITÚRGICA DEL SACRAMENTO

1. Estructura fundamental

Entendemos por estructura fundamental aquellos aspectos rituales que conforman el núcleo esencial del signo sacramental. Equivale, en cierto modo, a la materia y forma del sacramento, según las categorías clásicas de la tradición teológica; terminología que, en los más recientes documentos magisteriales, ha sido sustituida por expresiones tales como esencia del rito sacramental o rito esencial del sacramento (cf. CCE 1300).

A partir de la reforma emprendida tras el Concilio Vaticano II, dos libros litúrgicos determinan hoy día la celebración litúrgica de la confirmación en la Iglesia latina: Ritual de la confirmación (RC), (Pontifical Romano, 1971) y Ritual de la iniciación cristiana de los adultos (RICA), (Ritual Romano, 1972). Lógicamente, ambos rituales prescriben una misma estructura fundamental, que corresponde al enunciado de la Divinae consortium naturae, donde tras un exhaustivo análisis de las fuentes bíblicas, litúrgicas y teológicas se establece que «en adelante, sea observado en la Iglesia latina cuanto sigue: el sacramento de la confirmación se confiere mediante la unción con el crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y mediante las palabras accipe signaculum doni Spiritus Sancti ["recibe por esta señal el don del Espíritu Santo", según la actual versión oficial española]». Asimismo, el documento define tal estructura como esencia misma del rito del sacramento.

Al hilo de los requerimientos conciliares, los libros litúrgicos en vigor ofrecen tres modalidades principales para la recepción del sacramento, según se trate de adultos que no han recibido el bautismo -en cuyo caso, reciben la entera iniciación sacramental en una misma celebración (RICA)-, o bautizados a quienes se confirma dentro o fuera de la Misa (RC). En los tres modos, la parte integral del rito está constituida por a) una imposición de manos acompañada de una oración de invocación, y b) el gesto sacramental propiamente dicho: unción cruciforme con el crisma al tiempo que se pronuncia la fórmula del sacramento.

En las Iglesias orientales, el sacramento se confiere mediante una oración de epiclesis y la unción con el myron -crisma- de los miembros y zonas más significativas del cuerpo del candidato: frente, ojos, nariz, oídos, labios, pecho, espalda, manos y pies; acompañada de la fórmula «sello del don que es el Espíritu santo» (cf. CCE 1300).

2. Una nueva praxis

Con la publicación de la Constitución apostólica Divinae consortium naturae quedó derogada la praxis litúrgica romana anterior, codificada en 1917: «... el sacramento de la confirmación debe administrarse por la imposición de la mano, juntamente con la unción del crisma en la frente» (CIC 1917 c. 780).

Ambas praxis manifiestan una distinta comprensión del gesto esencial del sacramento. En efecto, para el Código de Derecho Canónico de 1917 el signo esencial del sacramento estaba compuesto por dos gestos distintos aunque simultáneos: imposición de la mano y unción con el crisma. Tal interpretación, en última instancia, no hacía sino asumir la modificación introducida por Benedicto XIV (1756) en las rúbricas del Pontifical tridentino, para que durante la unción, los ministros impusieran la mano, plana sobre la cabeza del confirmando: «... quod cum dicit [fórmula sacramental] imposita manu dextera super caput confirmandi, producit pollice signum crucis in fronte illius...». De este modo, se afirmaba una materia sacramental dúplice, frente a la doctrina teológica entonces común, que se inclinaba por la sola unción con el crisma.

La praxis actual advierte, por el contrario un único gesto esencial: la unción, que asumiría el significado teológico de la imposición de la mano testimoniada en los escritos apostólicos: «... en la administración de la confirmación en Oriente y Occidente […] el primer puesto lo ocupó la crismación, que representa de alguna manera la imposición de las manos usada por los apóstoles» (DCN).

3. El problema histórico

Según reconoce la Constitución Divinae consortium naturae, «ya desde los primeros tiempos, el don del Espíritu Santo era conferido en la Iglesia con diversos ritos». Por ello, a lo largo de los siglos se han sucedido los intentos encaminados a determinar el gesto esencial del rito de la confirmación.

Para abordar adecuadamente este problema parece preciso partir de un dato incontrovertible: la tradición litúrgica de la Iglesia primitiva conocía un segundo momento sacramental de la iniciación cristiana en estrecha conexión, ritual y teológica, temporal y salvífica, con el lavacro bautismal. Este sacramento que, generalmente, hoy se celebra en la Iglesia romana de modo autónomo, ha sido denominado confirmación. En efecto, en el tiempo en el que comienzan a estructurarse las distintas familias litúrgicas (siglos III-V), la iniciación sacramental cristiana estaba articulada por una serie de ritos que giraban en torno a tres ejes: lavacro bautismal y gestos posbautismales –misterios del bautismo, según las fuentes documentales-, y recepción de la eucaristía. Y entre aquellos ritos posbautismales que formaban una unidad orgánica, con el lavacro bautismal, dos gestos, unción con el crisma e imposición de la mano -acompañados o no de la consignación, según las tradiciones- conferían el don pleno del Espíritu Santo. De aquí que, algunos escritores eclesiásticos (Optato de Milevi) encontraran el fundamento de la sucesión de ritos de iniciación en la progresión de misterios del bautismo de Cristo en el Jordán: descenso a las aguas (lavacro bautismal), descendimiento del Espíritu en forma de paloma (unción), proclamación de las palabras del Padre: éste es mi Hijo, el amado (imposición de la mano).

Con el transcurso de los siglos, tanto en las tradiciones occidentales como orientales, ambos gestos confluyeron, sin embargo, en la unción que se da mediante la consignación con el crisma; probablemente para evitar el peligro de confusión con otros ritos que se servían de la imposición de la mano, como la reconciliación de los herejes, o por la asociación de la categoría de signo sacramental con una realidad material. En todo caso, la conclusión doctrinal de la Divinae consortium naturae no hará sino ponerse en continuidad con dicho proceso, pues ya desde la Edad Media (Inocencio III, Inocencio IV, Decreto «pro armeniis») se consideró que la crismación «designa», «reproduce» y «ocupa el lugar» de la imposición de las manos del periodo apostólico.

4. Conclusión

De todo ello se deduce que la estructura fundamental del rito de la confirmación debe ser considerada a partir de un gesto que signifique adecuadamente el don del Espíritu y una fórmula que indique el misterio sacramental celebrado. Tal gesto, según la tradición bíblica, apostólica y eclesial puede ser bien la unción, bien la imposición de la mano, o bien una conjunción de ambas acciones simbólicas. Competerá a la autoridad legítima determinar, a la luz de la propia tradición litúrgica, el gesto y la fórmula que se consideran esenciales en cada momento histórico. Por ello, la Divinae consortium naturae no ha pretendido definir la estructura fundamental del sacramento, sino establecer la praxis sacramental que, en adelante, se seguirá en la Iglesia latina: crismación cruciforme y fórmula de epiclética (invocación del Espíritu).

La complejidad del problema se advierte cuando en este documento afirma que la imposición de manos previa a la unción, aunque no pertenece a la esencia del rito sacramental, sí forma parte de su integridad.

5. Unción con el crisma

Los libros litúrgicos vigentes establecen que la unción se confiera con el crisma, aceite de oliva o, en su caso, vegetal, al que se le ha añadido el bálsamo: aromas o sustancias perfumadas. El término procede de la lengua griega y significaba originalmente ungüento. Incorporado al latín, el substantivo se refería en un principio al hecho mismo de la unción. Sería Optato de Milevi (siglo IV) el primer autor latino que usara el vocablo con su sentido actual de óleo consagrado.

El aceite es un elemento natural que, por sus propiedades terapéuticas, aromáticas, combustibles, culinarias..., goza de un amplio simbolismo. En la cultura mediterránea formaba parte, junto al trigo y el vino, de la tríada esencial de la vida y la abundancia. La unción da salud y belleza al cuerpo, lo tonifica y vigoriza; da agilidad en el combate y ayuda a escapar de la presa del enemigo. El perfume embellece y comunica su fragancia.

En el Antiguo Testamento, la unción representaba la posesión, por parte de Dios, de la persona consagrada y la misión encomendada. En un primer momento, el rito se reservaba para la consagración del rey, pero tras el exilio de Babilonia (siglo VI a.C.), también los sacerdotes fueron ungidos. Por otra parte, la vocación profética era asimismo entendida como una unción de carácter espiritual (sólo del profeta Eliseo se afirma que fue ritualmente ungido). Este triple carácter -regio, sacerdotal y profético- encuentra su cumplimiento definitivo en Jesús de Nazaret, el Hijo eterno del Padre, ungido -Cristo, Mesías- por el Espíritu al asumir la naturaleza humana y comenzar su misión salvífica.

El crisma es consagrado por el obispo, a quien, siempre y sólo, compete la bendición (CIC, c. 880 §2) En este sentido, resulta muy significativo que en las Iglesias orientales, aun cuando el sacramento sea celebrado habitualmente por presbíteros, la consagración del crisma se reserve al Patriarca. Tal consagración, en cierto modo, forma parte de la celebración del sacramento (cf. CCE 1297) y, en la tradición litúrgica romana, acontece durante la misa matinal del Jueves Santo que culmina el periodo cuaresmal.

6. Fórmula sacramental

La fórmula que acompaña a la crismación -«accipe signaculum doni Spiritus Sancti»- ha sido introducida en la Iglesia romana con la promulgación de los libros litúrgicos reformados después del Concilio Vaticano II. El texto, de venerable antigüedad -su uso se remonta al siglo V, en algunas iglesias del Asia Menor-, recoge adecuadamente el significado teológico-salvífico del sacramento: la donación del Espíritu. La fórmula precedente -«signo te signo crucis, confirmo te chrismate salutis, in nomine Patris...»- aparece testimoniada en el Pontifical romano del siglo XII.

II. TEOLOGÍA DE LA CONFIRMACIÓN

1. La confirmación en la economía de la salvación.

La presencia y acción del Espíritu Santo acompaña a la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación de los tiempos. En el Antiguo Testamento, tiempo de las promesas, se puede advertir ya la «sombra» de su obra: como recuerda (CCE 1286, «los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado para realizar su misión salvífica». Este anuncio, expresado mediante signos de valor antropológico (vid. supra 1.5), se muestra especialmente en algunos hechos y personas -tipos- que manifiestan el futuro designio de comunión y alianza de Dios con los hombres consumado en la historia.

Tal consumación se cumple definitivamente en el misterio de Cristo, el «ungido» por el Espíritu. Los acontecimientos centrales de su historia, constitutivos del Evangelio, corresponden a otras tantas recepciones o entregas -«unciones»-, por las cuales Cristo es «ungido» o «unge» con el Espíritu: encarnación (inicio de su entrada en el tiempo), bautismo (manifestación de su misión salvífica), misterio pascual de su muerte (donación del Espíritu), resurrección-ascensión (por la que es constituido en Señor por el poder del Espíritu e ingresa en la gloria) y Pentecostés (por la que su Espíritu desciende y se manifiesta en la Iglesia, continuando su obra hasta el final de los tiempos).

A partir de Pentecostés, la Iglesia, mediante el sacramento de la confirmación, manifiesta, hace presente y comunica a sus fieles la «unción» con el Espíritu del Señor: «... desde aquel tiempo, los apóstoles, en cumplimiento con la voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos, mediante la imposición de las manos, el don del Espíritu Santo, destinado a completar la gracia del Bautismo [...] Es esta imposición de las manos la que ha sido con toda razón considerada por la tradición católica como el primitivo origen del sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés» (DCN).

2. Significado teológico-salvífico del sacramento.

El significado teológico-salvífico de la confirmación queda convenientemente expresado por el rito sacramental -«de la celebración se deduce que el efecto del sacramento es la efusión plena del Espíritu Santo» (CCE 1302). La confirmación confiere, pues, la plenitud del Espíritu, enviado por el Señor a su Iglesia el día de Pentecostés (cf. RC, Observaciones previas 1).

Ahora bien, una adecuada comprensión de la naturaleza de tal donación requiere que la consideración del sacramento no sea aislada, sino a la luz de su carácter de misterio de iniciación. En efecto, como acredita la tradición litúrgica ya reseñada (cf. supra 1.3), la confirmación es un sacramento bautismal que expresa y obra, significa y realiza un don seminalmente comunicado en el lavacro salvífico. De aquí que, para los Padres de la Iglesia, el don propio de la confirmación no sea sino una gracia perfectiva, en el sentido etimológico del término: un don gratuito que lleva a cumplimiento la donación del Espíritu conferida en el lavacro bautismal.

Este significado ha sido concretado en la tradición teológica a partir de los denominados efectos del sacramento: la gracia sacramental y el carácter.

3. La gracia sacramental de la confirmación

¿Cuál es la naturaleza específica del don del Espíritu perfeccionado por la confirmación? La tradición teológica ofrece diversas interpretaciones. Así, durante el periodo patrístico, san Ambrosio relaciona este perfeccionamiento con los siete dones del Espíritu. Durante la Edad Media, en cambio, el carácter perfectivo de la gracia de la confirmación es visto a la luz del testimonio de la vida cristiana: la perfectio seria, así, una perfectio ad robur, un robustecer el compromiso existencial del cristiano y el testimonio de su fe. De aquí que, desde entonces, la teología considerara a la confirmación como el sacramento propio del miles Christi. Tales perspectivas, hoy día, son completadas con una atención a la conformación con el misterio de Cristo propia de cada uno de los sacramentos y sus consecuencias eclesiológicas: «….por esta donación del Espíritu Santo los fieles se configuran más perfectamente con Cristo y se fortalecen con su poder para dar testimonio de Cristo y edificar su Cuerpo [la Iglesia], en la fe y en la caridad» (RC, Observaciones previas 2). En este sentido, puede afirmarse que el don del Espíritu propio de la confirmación conforma al fiel con Cristo, el «ungido», en orden a la misión eclesial en el mundo y en la historia.

A modo de síntesis, los actuales documentos magisteriales juzgan que la confirmación confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal: introduce más plenamente en la filiación divina, une más firmemente con Cristo, aumenta los dones del Espíritu, perfecciona el vínculo con la Iglesia, y concede una fuerza especial para difundir y defender la fe (cf. CCE 1303 y 1316).

4. El carácter sacramental

Por otra parte, la tradición teológica ha considerado siempre que el sacramento de la confirmación imprime en el cristiano una marca indeleble -carácter- de su pertenencia a Cristo, un signo de su «unción» por el Espíritu para ser testigo del Señor (cf. CCE 1304). Este «carácter» perfecciona el sacerdocio bautismal y confiere al fiel el poder de confesar a Cristo (cf. CCE 1305). Y, en cuanto cumplimiento del bautismo, supone la unicidad y la índole no iterable del sacramento.

Ahora bien, por su propia naturaleza (cf. los sacramentos que confieren carácter: bautismo y orden), el «carácter» de la confirmación implica una consagración, una participación ontológica en el sacerdocio de Cristo. En este sentido tiene una dimensión predominantemente cultual, que tiende, en cuanto tal, a la eucaristía.

Por otra parte, la entraña bautismal del sacramento conlleva que tal participación se dé en el orden del sacerdocio común de todos los bautizados; sacerdocio que alcanzaría así su plenitud con la unción propia de la confirmación: con este sacramento, el sacerdocio bautismal del fiel cristiano asumiría así la plenitud del Espíritu que le capacita para ofrecer su vida, en unión con Cristo, en acción de gracias al Padre.

Parece lícito pensar, por ello, que sólo los confirmados -quienes, por su «carácter», participan plenamente del sacerdocio bautismal- están en condiciones de recibir en plenitud la «comunión» con Cristo propia de la celebración eucarística. Esta afirmación debería llevar, por tanto, a una revisión de la praxis pastoral actualmente extendida en gran parte de las iglesias particulares, tanto para recomponer el orden tradicional de los misterios de iniciación (bautismo, confirmación, eucaristía), cuanto para no retrasar indebidamente la celebración del sacramento de la unción con el Espíritu.

Bibliografía

M. AUGÉ, L'iniziazione cristiana. Battesimo e Confermazione, Roma 2004. Ph. GOYRET, L'unzione nello Spirito. Il Battesimo e la Cresima, Cittá del Vaticano 2004. L. LIGIER, La Confermazione. Significato e implicazioni ecumeniche ieri et oggi, Roma 1990. I.OÑATIBIA, «Bautismo y Confirmación. Sacramentos de iniciación», Sapientia Fidei 22, Madrid 2000.

J.L. Gutiérrez-Martín

 «    Contemplación    » 

I. ETIMOLOGÍA Y DISTINTOS SIGNIFICADOS DEL TÉRMINO «CONTEMPLACIÓN».

Etimología.

El término «contemplación» proviene del vocablo latino contemplatio, que deriva de contemplum, una plataforma situada delante de los templos paganos, desde la cual los servidores del culto escrutaban el firmamento para conocer los designios de los dioses. De contemplum procede asimismo el término latino contemplari: «mirar lejos». El sustantivo contemplatio, que expresa el resultado de la acción del verbo contemplari, fue utilizado por los primeros escritores cristianos latinos para traducir la palabra griega theoría, «contemplación», ya existente en la filosofía de la Grecia clásica. Un término castellano relacionado con theoría, es el sustantivo «teatro», lugar donde se contempla una representación dramática. Así pues, estos términos significan la acción y el resultado de mirar algo con atención y admiración, por ejemplo, un espectáculo interesante.

De este modo, el significado original del término «contemplar» encierra un triple contenido: a) se trata de mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la dimensión afectiva de la persona, b) dicho interés procede del valor o calidad que posee la realidad contemplada; c) este mirar comporta una presencia o inmediatez de dicha realidad.

Distintos significados de «contemplación».

Del significado original del término se han derivado históricamente otros significados más específicos:

1. Contemplación estética o artística, donde se contempla una realidad por su valor estético o artístico, por ejemplo una espléndida puesta de sol o una magnífica obra de arte.

2. Contemplación filosófica o intelectual, donde lo que se contempla es la verdad. Es famoso el concepto de contemplación intelectual según santo Tomás de Aquino: «La contemplación pertenece a la simple intuición de la verdad (simplex intuitus veritatis)» (S.Th., II-II, q.180, a.3, ad 1).

3. Contemplación religiosa o sobrenatural, donde se contempla a Dios. En ella se percibe o experimenta de algún modo a Dios. En lo sucesivo, nos ocuparemos únicamente de este significado del vocablo «contemplación».

II. ENSEÑANZAS BIBLICAS

Aunque el término «contemplación» no aparezca en el Antiguo Testamento, sí que está presente el concepto expresado por dicho término. En efecto, la palabra hebrea de'at, «conocer», manifiesta la realidad de un conocimiento penetrante y total, que comporta la posesión del objeto conocido. Por otra parte, la aspiración de «ver» el rostro de Dios es una constante de los grandes contemplativos de Israel: Abrahán, Moisés, Elias, Isaías, etc. Asimismo, los Salmos dan testimonio abundante del anhelo del alma contemplativa, por ejemplo: «De ti piensa mi corazón: "Busca su rostro". Tu rostro, Señor, buscaré» (Sal 27, 8); «Acudid al Señor y a su poder, buscad su rostro de continuo» (Sal 105, 4).

En el Nuevo Testamento, los sustantivos griegos gnôsis, «conocimiento», y epignôsis, «conocimiento profundo», traducen la palabra hebrea de'at y significan un conocimiento intimo y vital de Dios, esto es, un conocimiento contemplativo. Para san Pablo, la gnôsis y la epignôsis del cristiano constituyen un conocimiento íntimo de Dios y de su designio salvífico, como consecuencia del desarrollo de la vida espiritual y de la amistad con Jesucristo. Se trata de una sabiduría divina, de una comprensión espiritual: «Por eso también nosotros, desde el día en que nos enteramos, no cesamos de rezar y pedir por vosotros, para que alcancéis un pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría y entendimiento espiritual» (Col 1, 9; cf. Ef 1, 16-17). Sin embargo resulta claro que, según el Apóstol, dicho conocimiento no constituye aún la visión beatífica: «Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13, 12; cf. 2Co 3, 18; 1Tm 6, 16).

Por su parte, san Juan habla de la contemplación a partir de su propia experiencia: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida -pues la vida se ha manifestado: nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha manifestado-, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 1-3). Asimismo, el evangelista enseña que el cristiano puede contemplar a Dios a través de la Santísima Humanidad de Jesucristo: «Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". "Felipe, le contestó Jesús, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre"» (Jn 14, 9). Sin embargo, este conocimiento no es aún la visión beatifica, sino una visión a través de la fe en la divinidad de Cristo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18; cf. 1Jn 3, 2).

III. ENSEÑANZAS DE LA TRADICIÓN ESPIRITUAL CRISTIANA

A lo largo de la historia de la Iglesia, numerosos maestros espirituales han escrito sobre la contemplación. Presentamos algunos textos significativos, escogidos entre muchos otros.

En la época patrística, Clemente de Alejandría (†215) es el primer pensador cristiano que designa con el sustantivo griego theoria la contemplación de Dios. Había leído esta palabra en Platón, cuya filosofía apreciaba, y le dio un contenido cristiano. Para el Alejandrino, la theoria es el conocimiento supremo de Dios en este mundo, y afirma que la clave para alcanzarlo es la caridad: «Dios es amor y es cognoscible por los que lo aman [...]. Hay que entrar en su intimidad por el amor divino para que podamos contemplar al semejante por medio del semejante» (Stromata, 5, 13, 1-2: PG 9, 27).

Orígenes (†254) es el primer autor que describe la perfección cristiana como una comunión del alma con Dios, una unión de amor que engendra un conocimiento afectivo, la contemplación. En este estado, «el intelecto purificado, que ha dejado atrás todas las realidades materiales, para llegar con la máxima certeza posible a la contemplación de Dios, es deificado por aquello que contempla» (Comentarii in lohannem, 32, 27, 338: SC 385, 333).

Ya en la Edad Media, Ricardo de San Víctor (†1173) ofrece esta definición de contemplación: «La contemplación es un acto del espíritu que penetra libremente en las maravillas que el Señor ha esparcido en los mundos visibles e invisibles, y que permanece suspendido en la admiración» (Benjamin maior, lib. 1, a. 4: PL 196, 67).

Santo Tomás de Aquino resume asi la relación entre la caridad como amistad con Dios, y la contemplación: «Es sumamente propio de la amistad entretenerse con los amigos. Pues bien, el entretenerse del hombre con Dios se realiza mediante la contemplación de Él, como el Apóstol decía: "Nuestra patria está en el cielo" (Flp 3, 20). Por tanto, puesto que el Espíritu Santo nos hace amadores de Dios, se sigue que por el Espíritu Santo somos hechos contempladores de Dios» (Summa contra gentiles, lib. 4, c. 22).

San Juan de la Cruz enseña que la contemplación es un acto producido al unísono por la inteligencia y el amor: «La contemplación es ciencia de amor, la cual [...] es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado en grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta el alma con Dios» (Noche oscura, II, 18, 5).

Finalmente, san Francisco de Sales ofrece esta definición: «La contemplación es una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas» (Tratado del amor de Dios, 6, 3).

IV. NATURALEZA FILOSÓFICA V TEOLÓGICA DE LA CONTEMPLACIÓN SOBRENATURAL.

A la luz de las enseñanzas escriturísticas y de la tradición espiritual cristiana, se puede afirmar que la contemplación sobrenatural posee dos rasgos esenciales:

1. Es un conocimiento experiencial de Dios al que contribuyen simultáneamente la fe y la caridad.

2. Esta experiencia se produce de modo infuso y pasivo, mediante una iniciativa divina que excede completamente la capacidad de actuación del alma humana. Pasividad no significa aquí inactividad, sino que el alma se siente movida directamente por Dios cuando recibe el don de la contemplación.

Desde un punto de vista filosófico, la contemplación se encuadra dentro de un tipo de conocimiento llamado «conocimiento por connaturalidad», por ejemplo, el conocimiento personal de amistad entre dos seres humanos. Este conocimiento no se produce mediante razonamientos, sino que hay en él un influjo decisivo de la dimensión afectiva de la persona, por lo que se llama también «conocimiento afectivo», a causa del papel esencial que en él juega el amor.

La connaturalidad es una tendencia afectiva derivada de la propia naturaleza de los seres, ya que toda realidad creada tiende instintivamente hacia el propio fin, que reviste para ella el carácter de bien (los animales tienden instintivamente hacia lo que permite su supervivencia: volar, nadar, cazar, etc.). En el ámbito de la moralidad humana se produce el mismo hecho, porque toda persona virtuosa tiende como por instinto hacia la virtud. Por ejemplo, la persona prudente emite un juicio prudencial que guía su actuación, impulsada por una especie de instinto espontáneo, por una tendencia connatural de su capacidad afectiva, porque busca y ama la virtud de la prudencia.

El conocimiento por connaturalidad se puede explicar en base a la profunda unidad de la persona humana, en cuanto que sus facultades espirituales están enraizadas en un solo principio vital y operativo: el alma. Aunque es cierto que la inteligencia y la voluntad se distinguen realmente, sin embargo en su aduar concreto hay una mutua dependencia e interacción. Nuestras facultades apetitivas están impregnadas de conocimiento, así como nuestros juicios están profundamente influidos por la afectividad. En la vida real y concreta, la afectividad orienta nuestros conocimientos en el sentido de nuestros amores.

Este tipo de conocimiento alcanza su nivel más profundo en el ámbito de la vida espiritual, en la experiencia contemplativa de Dios. En efecto, al recibir el bautismo, el fiel es connaturalizado con Dios por medio de la gracia, que hace al alma deiforme, divina por participación. La caridad, por su parte, proporciona la unión afectiva que requiere el conocimiento por connaturalidad.

El conocimiento por connaturalidad no es un conocimiento distinto de la fe, sino fruto del desarrollo de ésta: «La fe plena, la fe viva y dinámica, que la caridad impulsa hacia el Maestro amado que enseña y es escuchado, porque es amado, tiende a superar las fórmulas en que se contiene cuanto le es enseñado, pues el Maestro está más allá de su enseñanza. Pero no puede salir de las fórmulas, desembarazarse de ellas, porque no sabría alcanzar al Maestro más que por medio de su enseñanza, mediante las fórmulas. Lo que le añade la connaturalidad, establecida por la caridad, es el poder aferrar en las fórmulas Aquél de quien éstas expresan el misterio para el entendimiento [...]. La experiencia, por tanto, no da a conocer algo distinto de lo que dice el enunciado de la fe, sino que lo da a conocer de modo diverso, más "real" (por contacto espiritual) y más penetrante: como quien habiendo leído todo sobre un poema en lengua extranjera, sabiendo de él todo lo que se puede saber, es impactado por su belleza cuando ha aprendido esa lengua y lo ha podido leer directamente. Esta fe que se ha hecho penetrante, capaz de alcanzar su objeto, superando las palabras para abrazar a quien habla, para "tocar" las realidades de que hablan las fórmulas, es una fe contemplativa» (J.H. NICOLAS, Contemplation, 58).

Para que se produzca la contemplación, además de la fe y la caridad, se necesita la intervención del Espíritu Santo mediante algunos de sus dones, principalmente los dos siguientes:

1. El don de entendimiento, que perfecciona el ejercido de la fe. Sobre él escribe santo Tomás de Aquino: «También en esta vida consiguen los hombres la misericordia de Dios. E igualmente aquí, purificado el ojo por el don de entendimiento, puede ser Dios visto de algún modo» (S.Th., I-II, q.69, a.2 ad 3).

2. El don de sabiduría, que perfecciona el ejercicio de la caridad, hace de la contemplación una sapientia, sapida scientia o ciencia sabrosa, por la que Dios y las realidades divinas no son conocidas abstractamente, sino de modo afectivo o experiencial.

De acuerdo con lo que venimos diciendo, la contemplación sobrenatural se puede definir como un simple juicio intuitivo acerca de Dios y de las realidades divinas, procedente de la fe vivificada por la caridad e ilustrada mediante algunos dones del Espíritu Santo.

V. LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA.

La experiencia contemplativa de Dios se produce en el contexto de la oración cristiana, concretamente dentro de la oración contemplativa, que es «la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza» (CCE 2713). La oración contemplativa es fundamentalmente una mirada: «La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. Yo le miro y él me mira, decía en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a . Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres» (CCE 2715).

En esta línea, san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, afirma que en la oración contemplativa «sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» (Amigos de Dios, Madrid 2004 30, 306-307).

Por otra parte, es necesario afirmar que la experiencia contemplativa de Dios no se limita a los ratos dedicados exclusivamente a la oración, donde se prescinde de cualquier otra tarea, ya que puede tener lugar asimismo en y mediante las actividades ordinarias del cristiano. Precisamente uno de los rasgos esenciales del mensaje que Dios confió a san Josemaría Escrivá es la plena y abierta proclamación de la contemplación en medio del mundo, por medio de la santificación del trabajo profesional y de los demás deberes de la existencia secular cristiana. En este sentido, escribe san Josemaría: «Donde quiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos -en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar-, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo -personas, cosas, tareas- nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor» (Carta, 11-III-1940, n. 15, citada en J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, 123).

Para el Fundador del Opus Dei, el trabajo santificado y santificante, es decir, aquel que reúne las siguientes características: estar bien hecho humanamente, estar elevado al plano de la gracia -y por tanto, realizado en estado de gracia-, llevado a cabo con rectitud de intención y con espíritu de servicio, por amor a Dios y con amor a Dios, se convierte en oración contemplativa. De esta manera, superaba la aparente dicotomía entre vida activa y vida contemplativa en la existencia cristiana: «Nunca compartiré la opinión -aunque la respeto- de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura» (Forja, Madrid 2001, 738).

Bibliografía AA.VV., voz «Contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique, II, Paris 1953, cols. 1643-2193. M. BELDA, «Contemplativos en medio del mundo», Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 14 (1998/2) 326-340. J.L. ILLANES, La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid 200110. J.H. NICOLAS, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Friburgo (Suiza)-Paris 1980.

M Belda

 «    Conversión    » 

I. NOCIÓN DE «CONVERSIÓN»

En un sentido amplio, la conversión es el cambio de los principios que rigen la existencia personal adulta, que lleva consigo el nacimiento a una vida nueva. Puede entenderse como una transformación moral en el sujeto que pasa de una vida pecadora y miserable a otra virtuosa y justa. Desde una perspectiva religiosa, la conversión consiste en un retorno a Dios, sea en el sentido de una vuelta a la fe y a la vida religiosa tras una temporada de distanciamiento, sea como descripción del paso de la incredulidad a la fe, sea también como itinerario personal desde una religión a otra.

La conversión en su sentido religioso es una realidad especialmente compleja porque constituye un proceso dinámico en el que intervienen diversas instancias: no sólo el individuo en todas sus dimensiones -inteligencia, voluntad, hábitos interiores, disposiciones, etc.- y las circunstancias externas que acompañan su existencia -familiares, sociales, culturales-, sino también, y en primer orden, la misma acción de Dios que invita constantemente a la conversión por diversos caminos, y que impulsa y sostiene la respuesta del converso.

La conversión cristiana, a la que de modo particular nos referimos en este articulo, constituye una realidad totalmente única y original, pues se inscribe en el contexto del plan salvador de Dios en la historia. Conversión y salvación corren paralelas en el cristianismo. La conversión cristiana no hace referencia fundamentalmente a una transformación en el orden intramundano, sino a la acogida esforzada del camino de salvación ofrecido gratuitamente por Dios en Cristo.

1. La conversión en la Sagrada Escritura.

En el lenguaje bíblico la idea de conversión viene expresada principalmente mediante dos verbos hebreos: el primero de ellos, s’ûb, significa «volver», «regresar», y aunque en sí mismo no posee un valor religioso, fue poco a poco adquiriendo el sentido de vuelta o conversión a Dios; el verbo naham, significa «arrepentirse», «lamentarse». En griego encontramos otros dos verbos que conjuntamente expresan aspectos fundamentales de la conversión: epistréphein, que suele ser la traducción de s’ûb, y metanoéîn (sust. metánoia), vocablo especialmente interesante en cuanto es usado con frecuencia para expresar en su sentido más fuerte y técnico la idea de conversión moral o religiosa, como un cambio de mentalidad o como una vuelta a Dios.

El verbo latino convertere (sust. conversio) traduce satisfactoriamente la idea de vuelta y regreso que caracteriza a la conversión. Sin embargo, metanoéîn (metánoia) ha sido traducido por poenitere (poenitentia), con la consiguiente pérdida del sentido fuerte original, ya que este término latino sugiere únicamente una de las dimensiones posibles de la conversión (expiación, satisfacción, reparación...) que se realiza a través de las obras de penitencia.

La invitación a la conversión forma parte nuclear de la revelación bíblica. Ya en el Antiguo Testamento la actitud de conversión es exigida al pueblo por Yahwéh y por sus representantes, como la única conducta posible en respuesta a la fidelidad inquebrantable del Dios de Israel. La idea de conversión fue desarrollándose bajo el impulso de los profetas, quienes enfatizan su dimensión interior y personal como aceptación de la alianza de Dios, frente a una comprensión ritual o legalista (Jr 31, 33; Jr 32, 37-41; Ez 11, 19; Ez 18, 19-32). La conversión verdadera consiste en una genuina y sincera vuelta a Dios a través de la fe, la obediencia y el rechazo de las obras malas; sólo en este contexto adquieren valor las prácticas externas de penitencia (lamentaciones, saco, ceniza). El sentido auténtico de la conversión, por tanto, se encuentra más en el nivel teológico que en el ético-ritual.

En el Nuevo Testamento, la llamada a la conversión es también una constante fundamental que está en el núcleo de la predicación apostólica. El evangelio se inicia con la llamada de Juan Bautista a la conversión (cf. Mt 3, 1-2), que Jesús retoma al comienzo de su vida pública como requisito para la acogida del Reino de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos (metanoéite) y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). En este caso, la conversión adquiere un marcado carácter cristocéntrico: consiste en escuchar y seguir a Jesucristo (cf. Mt 17, 5.9; Mc 9, 7; Lc 9, 35), creer en él, vivir su vida. Todo ello exige el olvido de uno mismo: tomar la cruz, abandonar padre y madre, hacerse como niños (Mt 18, 3), son maneras de expresar el cambio profundo de mentalidad que supone la conversión como seguimiento de fe y seguimiento en Cristo.

Todo un conjunto de expresiones neo-testamentarias contribuyen a perfilar la noción de conversión como un fenómeno que describe el cambio profundo de vida experimentado por el creyente. La conversión es una regeneración o nuevo nacimiento (Mt 19, 28; Jn 3, 5; Rm 6, 4; Tt 3, 5), un llegar a ser una nueva criatura en Cristo (2Co 5, 7), un cambio de corazón y un paso de la muerte a la vida (1Jn 3, 14), un cambio de mente (Rm 12, 2), la transformación de la propia imagen según el Espíritu (2Co 3, 18), la restitución de todas las cosas, el paso de las tinieblas a la luz... En cualquier caso, estas expresiones muestran cómo la conversión verdadera no es simplemente un cambio superficial o exterior, sino una transformación de la mentalidad y de las disposiciones interiores del sujeto.

En cierto sentido, la conversión es obra del hombre, pero del hombre que responde atraído por el Padre (Jn 6, 44). La conversión se realiza cuando, por la acción de la gracia divina, la entera vida del hombre cambia, lo viejo es abandonado y entra en escena un nuevo modo de existencia. El libro de los Hechos de los Apóstoles recoge algunas de estas conversiones: el etíope (Hch 8, 26-40), san Pablo (Hch 9, 1-22), Lidia (Hch 16, 13-15) o el carcelero de Filipos (Hch 16, 19-34).

En los textos neotestamentarios aparece una relación muy estrecha entre fe y conversión. En ocasiones la conversión antecede a la fe, viniendo a constituir como su condición necesaria: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). Otras veces, el acto de fe es el primer paso en el comienzo de una nueva vida: «La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor» (Hch 11, 21). En cualquier caso la conversión se desarrolla en el ámbito de la fe (cf. Lc 22, 32).

2. Enseñanzas del magisterio de la Iglesia.

El magisterio de la Iglesia se ha pronunciado sobre la conversión en varias ocasiones, siempre en el contexto de sus enseñanzas sobre la fe. En el II Concilio de Orange (529), en respuesta a planteamientos que minusvaloraban el papel de la gracia en el acceso a la fe (pelagianos y semipelagianos), la Iglesia se sirvió de la doctrina de san Agustín para afirmar la absoluta necesidad de la gracia y de los auxilios del Espíritu Santo tanto en la aceptación de la predicación del Evangelio como en el deseo, en el inicio y en el desarrollo de la fe (D. 373-377).

En su Decreto sobre la justificación (ses. VI. cc. 5 y 6), el Concilio de Trento, frente a los planteamientos protestantes, ratifica la necesidad de la gracia en la conversión -la justificación es un acto gratuito y soberano de Dios- junto a su carácter libre por parte del hombre. Señala también los actos a través de los cuales el sujeto se dispone a la justificación movido por Dios: la fe en Dios y en su designio salvador, el reconocimiento humilde de su condición pecadora así como la esperanza en el poder misericordioso de Dios, el amor a Dios y el odio a los propios pecados y el arrepentimiento que debe tenerse antes de recibir el bautismo, y, finalmente, una determinación de empezar una vida nueva cumpliendo los mandamientos de Dios. El Concilio enseña además que la conversión es un proceso que dura toda la vida del creyente y que transcurre paralelo a su vida teologal, y ala práctica de las buenas obras.

Especialmente sugerentes son las enseñanzas del Concilio Vaticano II, tanto desde un punto de vista teológico-fundamental como desde una perspectiva litúrgica. El Concilio se refiere a la conversión en diversos sentidos: como proceso en el camino de la fe que se realiza a través del encuentro con Jesucristo, y cuya culminación consiste en la plena comunión del hombre con Dios; como finalidad de la actividad evangelizadora dirigida a los no cristianos; como paso de una forma religiosa a otra. Sin embargo, en el terreno ecuménico prefiere evitar ese término para describir el paso de un cristiano no-católico a «la plena comunión católica» (UR 4). Según el Concilio, las conversiones individuales deben regirse por el principio de la libertad tanto moral como física (DH 10-11); las motivaciones de los conversos han de ser estudiadas y, en su caso, purificadas (AG 13). Por su parte, la nueva praxis ritual de iniciación cristiana para adultos promovida por el Concilio (SC 64-66; AG 14) muestra la comprensión que la Iglesia que celebra tiene de la conversión cristiana: una transformación radical del sujeto por medio de la participación en la muerte y resurrección de Cristo, que tiene lugar en la Iglesia como comunidad creyente. Al mismo tiempo, la llamada a la fe y a la conversión es presentada como una etapa necesaria y previa a la participación de los hombres en la liturgia (SC 9). Se subraya así la íntima relación entre la lex orandi y la lex credendi.

II. TEOLOGÍA DE LA CONVERSIÓN

No resulta fácil disociar la noción de conversión de otros conceptos teológicos con los que está íntimamente relacionada como, por ejemplo, justificación, salvación, acto de fe, arrepentimiento, penitencia, etc.

La teología clásica apenas se ha ocupado de la noción de conversión, pero sí lo ha hecho de una de sus formas más significativas, la justificación, entendida como fenómeno por el cual el pecador pasa al estado de gracia. Si en el planteamiento luterano la justificación del hombre consiste en un encubrimiento del pecado por parte de Dios junto a una imputación sólo externa de la justicia de Cristo, para la teología católica es interpretada como una real anulación del pecado en el hombre, y una verdadera renovación y santificación interna. En este sentido, en la justificación concurren dos elementos: la remisión de los pecados y, al mismo tiempo, la entrega gratuita de los dones divinos necesarios para la santidad. La justificación primera tiene lugar en el bautismo de los niños, donde se realiza la conversión en su estado más puro, como regeneración obrada soberana y gratuitamente por Dios a través de la remisión del pecado original.

1. Conversión y salvación.

La conversión cristiana se inscribe en el contexto del plan salvador de Dios en la historia, y más concretamente en la respuesta de fe que el hombre está llamado a ofrecer a Dios ante la llegada del reino inaugurado por Cristo. Conversión y salvación son así cuestiones que han estado siempre directamente relacionadas en la reflexión cristiana, de manera que según ha sido comprendida la salvación del hombre, ha resultado una u otra interpretación de la conversión cristiana. En los primeros siglos de la era cristiana, por ejemplo, los escritores eclesiásticos hubieron de responder a interpretaciones provenientes de judíos y gentiles, los cuales sostenían de algún modo la autosalvación del hombre: para los primeros se obtendría a través de las obras de la ley, para los segundos por medio de un modo superior y exclusivo de conocimiento (gnosis). En uno u otro caso toda conversión a Dios sería obra humana.

Al igual que en la cuestión sobre la salvación cristiana, la reflexión teológica sobre la conversión plantea necesariamente el problema de la relación entre la gracia de Dios y la libertad humana: ¿Debe hablarse de «convertirse» o de «ser convertido»?. Si la teología católica ha afirmado con fuerza el papel decisivo de la gracia de Dios -a través de la cual el hombre, sin mérito propio, es atraído a la fe desde el mismo inicio de su conversión-, también ha insistido con fuerza en el cometido desempeñado por la libertad humana. Basta acercarse a los testimonios de las conversiones bíblicas y de las experiencias de los conversos para comprobar esa concurrencia armónica entre la gracia divina y la iniciativa humana que tiene lugar en el fenómeno de la conversión. La conversión, en efecto, es experimentada como don de la gracia y, al mismo tiempo, como una decisión personal radical que afecta a toda la existencia.

La conversión es obra del hombre, pero del hombre atraído por el Padre: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 44). La nueva vida que supone la conversión no puede el hombre dársela a sí mismo sino que más bien es acogido en ella. Tanto desde la perspectiva bíblica como desde la teológica, el retomo del hombre a Dios se comprende como una respuesta libre producida por la gracia de Dios, que al llamarle le otorga al hombre todo lo necesario para tomar una decisión personal. La iniciativa de Dios no anula la libertad del hombre. Es precisamente esa iniciativa divina la que fundamenta y hace posible la autonomía del hombre en su respuesta.

2. Fe y conversión

La reflexión teológica sobre la conversión debe aglutinar diversas perspectivas: (dogmática, psicológica, moral, espiritual, etc.), sólo distinguibles teóricamente pero no en la vida real. Estos diversos planos se encuentran entrelazados y su complementariedad es un requisito necesario para alcanzar una comprensión adecuada del complejo fenómeno de la conversión cristiana.

En este sentido, resultan particularmente interesantes los resultados que ofrece un acercamiento desde la teología fundamental, es decir, desde el contexto de la génesis del acto de fe. La teología de la fe contemporánea ha subrayado la implicación de la totalidad de las dimensiones personales en el proceso de conversión. La conversión cristiana auténtica no es sólo intelectual, aunque, ciertamente, las razones para creer pueden desempeñar un papel determinante en su origen; tampoco consiste en una mera transformación afectiva protagonizada por los sentimientos y las emociones; no es finalmente un cambio iniciado y conquistado por la sola decisión de una voluntad aislada. En la conversión entra en juego toda la persona.

Otro aspecto importante de la conversión es su carácter eclesial o comunitario: toda conversión cristiana supone la introducción del convertido en una comunidad de fe que es la Iglesia (conversión primera), o el fortalecimiento de los vínculos que, de alguna manera, ya le unían a ella (conversión segunda). En este caso, la conversión supone una participación más consciente y plena en la celebración de la fe.

Pueden ser diversos los criterios de clasificación de las conversiones. Algunos autores han ofrecido una tipificación a partir de los motivos psicológicos que las determinan. Distinguen así entre aquellas donde domina la inquietud intelectual o el deseo de encontrar la verdad, aquellas que nacen del deseo de realizar un ideal moral elevado y aquellas cuyo origen se encuentra en una sacudida de tipo emocional. También pueden ser clasificadas según otras pautas: la duración del proceso desde su inicio hasta el acto de fe, el tipo de sujeto implicado -la más común es la conversión individual, aunque la historia es también testigo de numerosas conversiones colectivas de pueblos y naciones-, la condición inicial del futuro converso (paganismo, ateísmo, confesiones cristianas no católicas, etc.). Aunque estas clasificaciones pueden servir como una primera aproximación, no debe olvidarse que cada conversión particular -al constituir una realidad humana y sobrenatural compleja- debe analizarse como fenómeno único e irrepetible.

3. Itinerario hacia la conversión

La descripción del itinerario de la conversión cristiana puede hacerse de dos modos: teológico o existencial. El primero de ellos consiste en la exposición de las etapas del proceso teológico hasta la conversión, es decir, de la serie de realidades que de una u otra manera deben estar presentes en toda conversión concreta. Este itinerario goza de una validez general, aunque su realización histórica tenga necesariamente matices propios y determinados. El itinerario existencial es el trayecto singular que cada sujeto particular recorre hasta abrazar la fe. Para conocer adecuadamente este camino individual de conversión es indispensable el testimonio personal del converso, pues sólo así puede conocerse el proceso psicológico que ha experimentado, y valorarse las circunstancias en las que se ha desarrollado. Es el caso, por ejemplo, de las conversiones de san Justino (100?-165), Clemente de Alejandría (150?-215) o san Agustín (354-430), donde concurren motivaciones filosóficas, morales y religiosas.

Dejando a un lado la descripción existencial del camino hacia la fe, señalamos a continuación los elementos teológicos esenciales que configuran todo itinerario de conversión: preámbulos de la fe, predicación del Evangelio, cuestión del sentido de la existencia, razones para creer, percepción de la bondad y del deber de creer.

a) Los preámbulos de la fe son verdades religiosas o morales cognoscibles por la razón natural, que al poseer un vínculo preciso con la fe (existencia de Dios, espiritualidad e inmortalidad del alma, la capacidad del hombre para conocer la verdad, etc.) muestran que la decisión de creer está arraigada en la realidad y no responde a un impulso arbitrario o irracional.

b) La predicación del Evangelio constituye un elemento necesario en el camino hacia la fe, puesto que nadie puede creer lo que no conoce, y no se puede conocer algo si antes no ha sido anunciado (cf. Rm 10, 14.17). En este sentido, la conversión es siempre respuesta de fe al anuncio evangélico.

c) El cuestionamiento sobre el sentido de la vida surge en el hombre por la convergencia de dos realidades: su apertura y tendencia hacia lo trascendente y lo infinito, y su experiencia dramática de la contingencia de lo finito (dolor, muerte). La insuficiencia de toda respuesta mundana (materialismo, hedonismo), utópica (marxismo) o escéptica (existencialismo ateo, posmodernidad) exige el planteamiento de la cuestión de Dios, como bien señala la conocida expresión de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1).

d) La búsqueda de razones para creer constituye un momento fundamental del proceso de conversión. Gracias a los motivos de credibilidad, la aceptación de la fe se libera de todo posible arranque voluntarista o fideísta, haciéndose manifiesto su carácter razonable, es decir, la continuidad entre el modo de conocer del hombre y la manera de revelarse de Dios. La percepción de los signos de credibilidad se realiza en la forma de una convergencia de indicios que conduce a una postura a favor de la fe.

e) Finalmente, el proceso teológico de la conversión culmina con la percepción personal de la bondad y el deber de creer, resultado de la relación esencial de la fe con el fin último del hombre. No se trata de llegar a un asentimiento obligatorio tras una demostración universal y necesaria, sino de percibir la necesidad de creer «para mí» que tiene como base la confianza en el otro propia del encuentro entre personas. Contando con ellos, pero más allá de los argumentos de la razón, el converso es atraído por las «razones del corazón» de las que hablaba Pascal, e impulsado además por el impulso de la gracia divina que le atrae a la fe.

4. Conversión, santidad y existencia cristiana

La voluntad salvífica universal (cf. 1Tm 2, 4-5) tiene como presupuesto antropológico un impulso natural hacia Dios que se encuentra en lo más profundo del ser humano. La vocación universal a la verdad y al bien que está en la base de ese impulso implica en el hombre y en la mujer un esfuerzo continuo de conversión, sea para encontrar la religión verdadera, sea para, una vez encontrada, confrontar progresivamente la propia vida con sus exigencias.

De un modo particular puede afirmarse que toda la vida cristiana es conversión. Cada cristiano está llamado a ser aquello para lo que ha sido creado. Así como el bautismo constituye un primer nacimiento en la vida del espíritu, una primera conversión a Dios, la vida cristiana se edifica -desde el punto de vista psicológico, moral y espiritual- a través de sucesivas conversiones o segundos nacimientos, hasta alcanzar la victoria en el buen combate de la fe (cf. 1Tm 6, 12; 2Tm 4, 7). Los autores espirituales han insistido en la importancia de unas adecuadas disposiciones personales: «No te contentes nunca con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque allí donde te consideraste satisfecho, allí te paraste. Si dijeres: "¡Ya basta!", pereciste. Crece siempre, progresa siempre, avanza siempre» (San Agustín, Sermón 169, 18).

La liturgia de la Iglesia propone a los cristianos unos tiempos especiales de conversión: Adviento y Cuaresma. Sin embargo, la conversión personal ha de ser una actitud permanente del creyente, como respuesta a la llamada universal a la santidad (cf. Mt 5, 48) y como condición necesaria del seguimiento de Cristo. Todos los tiempos y circunstancias de la vida son cauces adecuados para la santificación del creyente y de su entorno: «La conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 58).

La actitud permanente de conversión nace de la experiencia del encuentro con Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Esa experiencia la adquiere el cristiano en la oración y en la frecuencia de los sacramentos, que le llevan al arrepentimiento de las propias culpas, a la adoración a Dios y al propósito de servicio y amor a los hermanos.

Finalmente, cabe señalar la relación estrecha que existe entre el fenómeno de la conversión y la credibilidad de la revelación cristiana. El testimonio del converso constituye, en efecto, un instrumento excelente de la credibilidad del cristianismo, que puede suscitar en el no creyente el inicio de un itinerario hacia Dios a través del planteamiento de la cuestión del sentido. Al mismo tiempo, el testimonio de una vida cristiana coherente es capaz de arrancar en el creyente indiferente o alejado un compromiso más exigente en su vida de fe y en su relación con la Iglesia.

Bibliografía

AA.VV., «La conversión (metánoia), inicio y forma de la vida cristiana», en J. FEINER y M. LÖHRER, Mysterium Salutis, V, Madrid 1984, 109-123. G. BARDY, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Bilbao 1961. J. BEHM y E. WURTWEIN, «Metanoéo, metánoia», en Grande Lessico del Nuovo Testamento VII, Brescia 19651992, 1106-1195. Y.-M. CONGAR, «La conversion, étude théologique et psychologique», Parole et Mission 11 (1960), 493-523. T. GOFFI, «Conversion, en Dictionnaire de la vie spirituelle, Paris 2001, 197-201. D. MONGILIO, «Conversión, en Diccionario Teológico Interdisciplinar, 11, Salamanca 1982, 121-139.

J. Alonso

 «    Creación    » 

«Creación» (lat.: creatio): el término remite al concepto nacido y estructurado reflexivamente en el horizonte de pensamiento abierto por la revelación a Israel, completada, según la fe cristiana, en Jesucristo; un concepto que no se encuentra ni en la tradición filosófica griega ni en las tradiciones especulativas nacidas en el terreno de las grandes sabidurías religiosas del Oriente. Se pueden distinguir tres significados del término creación.

1. El primero, típico de la revelación bíblica y precisado dogmáticamente por la reflexión de los Padres de la Iglesia y de los teólogos medievales, indica el acto, propio de Dios, con el que participa libremente el ser a lo que, por sí mismo, no es. En este sentido, creación tiene un significado sobre todo verbal, en cuanto indica el crear como acción específica de Dios y de nadie más, expresando así el dominio de Dios sobre todas las cosas como el de Quien las ha puesto en la existencia, las conserva en ella y las destina a una perfección que trasciende los confines del mundo presente.

2. Un segundo significado, estrictamente ligado y derivado del precedente, indica globalmente aquel ser distinto de Dios, fruto precisamente de su acto creador: en una palabra, la creación como sustantivo, la creación en la que -a luz de la revelación cristiana- entendemos el cosmos y el hombre, culmen y sentido del mismo. En conexión con esos dos primeros significados, la tradición del pensamiento cristiano ha tematizado algunos elementos que distinguen el concepto de creación de otras formas de causalidad: la contingencia del efecto respecto de la causa; la ausencia de un elemento preexistente al efecto y coexistente con la causa; la inferioridad del efecto, en cuanto a su consistencia y valor, con respecto a la causa, de la que deriva también la presencia en el efecto de limites (espaciales y temporales) ausentes de por sí en la causa. Para definir ulteriormente su alcance semántico, la teología ha precisado el concepto de creación como creación «de la nada» (creatio ex nihilo o también de nihilo).

3. Un tercer significado, más amplio y profundo, ya de algún modo presente en el Antiguo Testamento, pero que se explicita en el Nuevo, abriéndose camino a la luz de la comprensión de Jesucristo como centro del designio divino de salvación, ve la creación como relatio continua entre Dios y aquello a lo que Él da gratuitamente la existencia, para introducirlo en la plena comunión con sí.

I. DIMENSIÓN HISTÓRICA

1. En la Sagrada Escritura

a) El Primer Testamento

En la narración que hace el Génesis de la creación (redacción sacerdotal de Gn 1, 1-2, 4a, cuyos elementos básicos se remontan al periodo de la monarquía), el acto creativo se expresa, con gran solemnidad y simplicidad a la vez, con el verbo bârâ' que, en el lenguaje bíblico, es el único verbo especifico y técnico para expresar el acto de crear, propio y exclusivo de Dios. Para salvaguardar este significado, la Biblia de los Setenta no usa el verbo ???????????, que con relación al Timeo de Platón se empleaba comúnmente para indicar la obra trasformadora y ordenadora del mundo material, sino que emplea el todavía no hipotecado ???????, que designaba, por ejemplo, el acto de voluntad previo a la construcción de una ciudad o la institución de una fiesta. Con los verbos bârâ' y ??????? se quiere decir, en efecto, que sólo Dios crea, siendo el crear aquel «hacer» totalmente singular por el que la realidad que es diversa de Dios, en su unidad y en su multiplicidad a la vez, entra en la escena de la existencia. Es significativo que Dios cree mediante su palabra o su sabiduría como dicen explícitamente muchos textos (cf. en particular Gn 1: «Y dijo Dios...», y Pr 8, 22-31). Esto subraya la omnipotencia, la libertad, la sabiduría y la bondad de Dios, que no ha tenido necesidad de asociar a alguien a Si en el acto creativo. El pacto de alianza establecido con Noé se desarrolla en el contexto en el que Dios, mediante el diluvio se ha manifestado como señor de todas las cosas (cf. Gn 9, 8-17); es significativa la expresión de Melquisedec que bendice a Abram de parte del «Dios altísimo, creador del cielo y de la tierra» (Gn 14, 19). Sólo en textos más tardíos encontramos fórmulas que aluden expresamente a la creación de la nada. Así, en el periodo posexílico, el Deutero-Isaías une estrechamente la fe en la unicidad de Dios con la fe en la creación: «Yo, Yahvéh, lo he hecho todo, yo, solo, extendí los cielos, yo asenté la tierra, sin ayuda alguna» (Is 44, 24); mientras que en el segundo libro de los Macabeos (que se remonta al siglo II a.C.) encontramos una afirmación todavía más explícita: «Te ruego, hijo, que mires al cielo y la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios (??????????????» (2M 7, 28). Pero el libro de la Sabiduría (segunda mitad del siglo I a.C.), con una expresión que parece remitir, al menos en parte, al Timeo de Platón, habla todavía de la «mano omnipotente» del Señor que «ha creado el mundo de una materia informe» (Sb 11, 24), presuponiendo un estado indiferenciado y caótico de la materia a la que Dios, al crear, ha dado forma y orden. No obstante estas oscilaciones, hay que subrayar que tanto en el relato del Génesis, como en los profetas posexílicos, que retoman el tema, y en la sucesiva reflexión sapiencial se subraya el específico horizonte de experiencia y de comprensión en el que se perfila cada vez más el original sentido bíblico de la creación. Tal horizonte es el horizonte histórico, salvífico y dialógico de la alianza de JHWH con su pueblo y, median: te este, con la humanidad y la creación: Dios, libre y gratuitamente, saca a los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto y los constituye su pueblo, en una relación que es, a la vez, de gracia y de justicia, de misericordia y de fidelidad. Y es justamente este paradigma, el paradigma del éxodo, el que Ilumina la cosmogonia hebraica distinguiéndola de la de las otras religiones, por más que éstas estuviesen bien equipadas desde el punto de vista cultural. La creación es la primera y originaria alianza: es llamada al ser, instauración de una relación, expresión de gratuidad. No es sólo ofrecimiento divino de salvación y amistad a un partner humano, sino que es precisamente llamada a la existencia de este mismo partner, el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios a fin de que pueda responder libremente a la llamada de su Creador y Señor, acogiendo la gracia de la comunión con Él. Lo dirá incisivamente el apóstol Pablo en la carta a los Romanos, dirigiéndose a Dios como a Aquel «que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean???????????? (Rm 4, 17). A la luz de la alianza, el horizonte de la creación es el del dono más fundamental que se pueda pensar: le existencia. Precisamente para expresar, de una parte, la fuente gratuita y absoluta de este don y, de otra, la radicalidad del mismo, se explicará el significado de la creación recurriendo a la nada.

b) El Nuevo Testamento

Aunque el Nuevo Testamento no se ocupa expresamente del concepto de creación, algunas expresiones muestran que la fe en ella (cf. Hb 1, 13) es un dato pacíficamente recibido y asimilado por la tradición hebraica: así, por ejemplo, la expresión «fundación del mundo» ??????????????, presente en los evangelios (Mt 25, 34; Lc 11, 50; Jn 17, 24) y en las cartas apostólicas (Ef 1, 4; 1P 1, 20). A lo que se da más bien gran relieve es a la relación entre creación y acontecimiento de Jesucristo, Verbo Encarnado que, según la fe cristiana -sin negar la raíz hebraica sobre la base de la cual resulta únicamente posible y comprensible- abre un ulterior horizonte de comprensión de la realidad humana y cósmica. La revelación de Dios como Uno y Trino -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y el acontecimiento de la encarnación del Hijo hasta su cumplimiento en la Pascua de muerte y resurrección arrojan, en efecto, nueva luz sobre el concepto de creación, desvelando el misterio del proyecto de Dios sobre la creación y, en concreto, sobre el hombre. El acontecimiento de Jesucristo, en su culmen pascual, es interpretado no sólo como «nueva creación» ???????????? (cf. 2Co 5, 17; Ga 6, 15), sino como revelación del misterio más profundo y radical de la creación misma. En las expresiones neotestamentarias más maduras se afirma que todo ha sido creado por medio de Cristo, en vista de Él, y que todo subsiste en Él. El prólogo del Evangelio de Juan, después de haber proclamado solemnemente que «en el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios» (Jn 1, 1), afirma con fuerza que «Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe ????????????? (Jn 1, 2). Y la carta a los Colosenses subraya que el Cristo «Él es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas ???????????, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles [...]: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia ?????????????? (Col 1, 15-17). También los Hechos de los Apóstoles aluden varias veces a Dios que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y todas las cosas que en él se contienen (cf. 4, 24; 14, 15): significativo el discurso de Pablo en el Areópago, en el que en el anuncio de la revelación que se ha manifestado en Cristo el tema de la creación se propone como elemento universal de acceso al conocimiento de Dios (cf. 17, 22-31).

2. En la historia de la teología

a) Los Padres de la Iglesia y la confrontación con la filosofía griega.

Sobre la base de los textos bíblicos veterotestamentarios releídos a la luz del evento de Jesucristo, el concepto de creación es examinado a fondo desde el comienzo en cerrada y decisiva discusión con la filosofía griega y con las concepciones religiosas y cosmogónicas corrientes. En el pensamiento griego se había impuesto un principio que revestía un significado general, válido en distintos niveles para todas las expresiones de ????????? el principio por el que ex nihilo nihil fit («de la nada no proviene nada»). Aristóteles, en el libro XI de la Metafísica, lo formula con concisa claridad, resumiendo la convicción de los pensadores precedentes: «... que nada proviene de lo que no existe, sino que todo viene de lo que ya existe, es un dogma común a casi todos los que han estudiado la physis» (6, 1062b 25-26). Tal principio era considerado evidente desde un punto de vista cosmológico y físico: si, en efecto, el horizonte del ser de lo existente, es el horizonte de la ????? y del ??????;, y esto no sólo en la dimensión de lo que «aparece» (el ??????????) y es material, sino también en la de lo que «está debajo» (?????????? o substantia) y es inmaterial, se deduce que nada viene de la nada, sino que todo conoce su ser y devenir (aunque en este punto las vías divergen, comenzando por Parménides y Heráclito) dentro de lo que, de alguna manera, existe ya desde siempre. Tanto para Platón como para Aristóteles no se puede hablar de un nada de ser respecto del cual el demiurgo y el motor inmóvil ejerzan, respetivamente, su actividad cosmogónica. La cera platónica (cf. Timeo, 48-53) y la ?????????) aristotélico (Metafísica, IX, 7, 1049a, 18 ss.), aun siendo el límite último del ser, el espacio vacío y la virtualidad primigenia a partir de los cuales se forma y ordena el cosmos, no son de ninguna manera la nada. También ellas existen desde siempre, siendo de algún modo coextensivas con el ser como su sombra o el horizonte mismo del su actualizarse como ser que es, y es lo que es, en aquello que es diferente de sí (Platón) o deveniente (Aristóteles). Por este motivo, el pensamiento cristiano, para afirmar que Dios es el Creador de todas las cosas precisa que crear significa sacar las cosa; de la nada. Con ello, no quiere afirmar, de manera contradictoria, la presencia de la nada junto a Dios: como un espacio metafísico absolutamente privado de ser (la nada absoluta), en cuyo interior Dios hace germinar las cosas que son. Quiere, más bien, decir que junto a Dios y antes (en sentido ontológico) de lo creado, no existe nada que no sea Dios. Porque sólo Dios es originalmente: desde la perspectiva de la «metafísica del Éxodo» (t. Gilson) que lee en términos ontológicos la revelación del nombre de Dios hecha a Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Filón de Alejandría (siglo I d.C.), el primero que elaboró el concepto de creación de la nada, dice en el De Somniis que Dios «creando todas las cosas, no sólo las trajo a la luz, sino que creó lo que antes no era: es no sólo constructor sino fundador» (I, 13). El Pastor de Hermas, al inicio del siglo II, testimonia la fe en Dios que «habita en los cielos e hizo de lo que no es (?????????) las cosas que son» (I, 1). La polémica contra las corrientes gnósticas empujó a los Padres de la Iglesia a profundizar en el misterio de la creatio ex nihilo, aunque no de modo sistemático y siempre en intenso diálogo con los modelos cosmogónicos aristotélicos y neoplatónicos a su disposición (en particular el modelo emanatístico plotiniano). Los Padres orientales se mostraron propensos a conservar el esquema neoplatónico, pero adaptándolo a la concepción cristiana, tal como sucede en Orígenes (cf. De principiis, I, 2, 10). En Occidente, Ireneo de Lyon (130: 202) argumenta lúcidamente esta verdad polemizando con los gnósticos: «Ipse a semetipso fecit libere et ex sua potestate et disposuit et perfecit omnia et est substantia omnium voluntas eius» (Adversus Haereses, II, 30, 9). En la Alta Edad Media luan Scoto Eriúgena (siglo IX) opta también por una concepción emanatista en la convicción de la imposibilidad de conciliar creación y eternidad del mundo (cf. De divisione naturae, IV, 7). 2)

b) La escolástica

En la escolástica la fórmula creatio ex nihilo se va progresivamente consolidando para expresar el concepto típicamente bíblico y teológico de creación. Tenemos una primera exposición sistemática en Anselmo de Canterbury (1033-1109) quien, partiendo del concepto puramente lógico de nada, llega a la conclusión de que toda realidad proviene exclusivamente de la obra de la «sustancia creadora», por la que «lo que antes no era, ahora es» (Monologion, 8). En la época de oro de la escolástica (siglo XIII), Tomás de Aquino y Buenaventura de Bagnoregio conciben la creación como prolongación ad extra de las relaciones trinitarias de generación y espiración, siendo estas últimas ratio y causa de aquélla. De ahí se sigue no sólo que toda la Trinidad está comprometida «in solidum» en el acto creador, sino también que el universo lleva impresa, en sus distintos niveles de ser, una precisa forma y dinámica analógicamente trinitaria. Es la conocida doctrina de los vestigia Trinitatis que, sobre todo a partir del De Trinitate de Agustín, fue desarrollándose en la Edad Media, gracias también a la primera gran contribución a la lectura cristiana del mundo creado que proporciona la inspiración del carisma franciscano. Con la explicación teológica que da de ella Tomás de Aquino (1225-1274), la doctrina de la creación alcanza aquella claridad que será paradigmática en el contexto de una metafísica del ser concebida rigurosamente a partir de la intuición del ser mismo no simplemente como substantia (aquello que es en sí y está debajo de los accidentes), sino como actus essendi, el acto original en virtud del cual toda realidad es, existe. Puesto que Dios es el Ser que subsiste por Sí mismo, es necesario -explica Tomás- que todo otro ente sea creado por Dios, es decir, que reciba de Dios el acto de ser en virtud del cual existe. Es justamente esta idea la que, según Tomás, distingue la doctrina cristiana de las concepciones de Platón y Aristóteles (cf. S.Th., I, q.44, a.2). Tomás acompaña esta tesis fundamental con algunas consideraciones interesantes. Ante todo, subraya que «la creación no es un cambio, sino la dependencia misma del ser creado respecto de su principio. Pertenece pues a la categoría relación» (CG, II, 18). En otras palabras, decir que el ser del mundo es creado significa decir que existe en virtud de la relación con Dios que lo pone y lo conserva en el ser. Además, después de negar que el acto creador se ejercite sobre una materia preexistente, en cuanto que también la materia prima, diversamente de cuanto pensaba Aristóteles, ha sido creada por Dios (cf. S.Th., I, q.44, a.2), el Aquinate precisa que, propiamente, el acto creador no se realiza tampoco sobre la nada, entendida como algo distinto de Dios y de las cosas creadas, sino que alcanza directamente a la realidad misma que pone en el ser: «In creatione, ens non se habet ut recipiens divinam actionem, sed id quod creatum est» (De Potentia, III, 3, ad 1). La referencia pues a la nada quiere expresar la cualidad única de la relación entre Dios y la creación: relación por la que Dios pone en el ser, sin ninguna mediación, lo que, por si mismo, no sería, si Dios no lo crease. Desde esta perspectiva, la sucesiva tradición escolástica precisará ulteriormente la fórmula de la creatio ex nihilo diciendo que el nihil del que Dios crea el mundo es un nihil sui et subiecti, el nada de si (de Dios) y el nada de un sujeto o materia preexistente, queriendo así negar que la creación, en una concepción de tipo monistico, sea una emanación en la que Dios pone algo de sí como principio de la creación es y, al mismo tiempo, negando que la creación, en una concepción de carácter dualístico, presuponga dos principios: Dios y cierta forma de materia prima sobre la que interviene sucesivamente. La creación ex nihilo indica pues la forma de relación que subsiste entre Dios y la creación, en la que Dios es el principio del ser de la criatura, pero sin confusión y sin separación, es decir, de manera que el ser de lo creado, siendo donado por Dios, lo ejerce como cosa propia la criatura. La creación es el acto por el que hace que lo distinto de Sí, la creación, sea precisamente otro y que como tal, en distinción y en libertad (en el caso del hombre), ejercite el ser que recibe como don de Dios. El concepto de creación manifiesta así un delicado equilibrio entre la inmanencia y la trascendencia divinas respecto a la creación: equilibrio en el que, según Agustín: «Deus est intimior intimo meo et superior summo meo» (Confessiones, 3, 6, 11; afirmación precisada en clave cosmológica en el De Genesi ad litteram: «... interior omni re, quia in ipso sunt omnia, et exterior omni re, quia ipse est super omnia», 8, 26). La creación ilustra una trascendencia de Dios respecto al mundo talmente grande que es, al mismo tiempo, la más íntima inmanencia de Él con relación a cada cosa que, precisamente así, es y es lo que es.

c) Los siglos de la Modernidad

En los siglos de la Modernidad, paralelamente al extraordinario desarrollo y diversificación de las ciencias naturales, se asiste a cierto endurecimiento y empobrecimiento del concepto en la vertiente teológica y metafísica, y a su olvido y contestación en la vertiente científica y en algunas corrientes filosóficas. Las razones son numerosas y complejas, pero se pueden evidenciar al menos tres: 1. La primera va unida a una indebida inserción -aunque difícilmente evitable desde el punto de vista de la historia de la cultura- del principio de creación dentro de las coordenadas de un cuadro cosmológico decididamente estático y cerrado. El principio de la creación, por una parte y la imagen del universo, estática y definida de una vez por todas, por otra, terminaron por ser presupuestos inderogables de una interpretación religiosa de la realidad considerada conforme con la revelación, y necesarios cada uno de ellos para la consistencia y coherencia del otro. Evidentemente esto no podía dejar de llevar a un conflicto insanable a medida que las ciencias modernas contribuían a la formación de una visión dinámica abierta y evolutiva del universo que, ocupando progresivamente el puesto de la precedente visión estática, cerrada y fisista, estaba tentada, casi necesariamente, de sustituir también, en su ámbito, el principio de creación, en cuanto interpretado como condición estructural de coherencia de una visión cosmológico-religiosa premoderna ya superada. 2. Una segunda razón está unida con la forma expresiva que la relación de creación entre Dios y el mundo asumió en la escolástica decadente y, todavía más, en la Vulgata metafísica como término de referencia y de comparación por parte de muchos hombres de ciencia. La creación, en efecto, fue entendida con frecuencia como «producción» de las cosas por parte de Dios. Este concepto está estrechamente unido al concepto metafísico y, todavía más, al concepto físico (en el sentido aristotélico de la física como ámbito específico de la filosofía) de «causalidad». Dios es creador, se decía, en el sentido de que es Causa prima omnium rerum. Este concepto, que encontramos ya en los medievales, tiene sin duda un significado bien preciso que, si se entiende correctamente en su propio nivel semántico, impide un deslizamiento, sin adecuadas mediaciones, desde el plano estrictamente metafísico al de las ciencias empíricas. Pero, de hecho, tal deslizamiento ha tenido lugar con frecuencia, terminando por desacreditar y generar malentendidos en relación con el concepto teológico de creación. Por lo demás, en este fenómeno cultural se puede ver una manifestación de la deriva ontoteológica de cierta teología y de cierta metafísica sobre la que ha llamado la atención sobre todo Martin Heidegger. Siguiendo esta deriva, Dios, a fin de cuentas, se concibe simplemente como el summum Ens que está al vértice de la pirámide ordenada y jerárquica de lo real, constituyendo su fundamento y garantía. De ese modo queda comprometido el principio de la diferencia ontológica entre Dios y el mundo que, en cambio, el concepto teológico de creación garantiza y expresa. Además, desde el punto de vista de la interpretación científica de la realidad, el principio teológico-metafísico de la causalidad creadora acabó con frecuencia por ser unido al de causalidad física entendida en sentido mecanicista y determinista, favoreciendo así una visión del universo, una vez más, cerrada y, en definitiva, predeterminada. 3. Una tercera razón es de carácter exquisitamente teológico y concierne a cierto oscurecimiento de los reflejos que en la comprensión del concepto de creación pueden y deben tener dos de las verdades centrales de la fe cristiana: la de la Trinidad de Dios y la de la encarnación de su Hijo/Verbo. Si es verdad, en efecto, que, en su substancia, el concepto de creación le viene al cristianismo de su permanente raíz hebraica y que la fórmula creatio ex nihilo expresa dicha substancia, es igualmente verdadero, desde el punto de vista de la fe cristiana, que con el acontecimiento Jesucristo el concepto entra en un nuevo horizonte de inteligibilidad que no contradice el precedente, aunque lo penetra ulteriormente más a fondo. Pero la interpretación trinitaria de la realidad quedó sustancialmente confinada en el ámbito de la teología o, todo lo más, en el de la metafísica: así, por ejemplo, en la comprensión de la estructura ontológica del ente creado según el ritmo trinitario de materia/ley/vida, a imitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto en el momento en el que, al afirmarse la Modernidad, se tendía a entender cada vez más la relación entre Dios y mundo, en su vertiente cosmológica, en clave simplemente teísta o, incluso, deísta: Dios sigue siendo el garante del orden cósmico, en cuanto que es su Creador providente, pero sin ese involucrarse inesperado que la revelación trinitaria y cristológica manifiestan. Por lo demás, también en ámbito estrictamente teológico, la verdad trinitaria es con frecuencia relegada en la trascendencia del misterio divino, mientras que la cristológica es leída en clave sobrenaturalista y, como tal, concierne sobre todo a la redención del pecado y la consecución de la vida eterna: de manera que la doctrina de la huella trinitaria en la creación queda fatalmente destinada a sufrir un proceso de progresivo agotamiento. La comprensión de la importancia de la relación intratrinitaria para entender la creación abría, sin embargo, la puerta -en un filón sin duda minoritario de la teología y de la mística cristiana- al significado cristológico de la nada. Ya la Vulgata, refiriéndolo al Crucificado, traduce el verso del Salmista con una expresión que será muy querida a los místicos, de Francisco de Asís al Maestro Eckhart y a Juan de la Cruz: «ad nihilum redactus sum et nescivi» (Sal 72, 72): Cristo se hace nada en obediencia al Padre y por amor al hombre. El lenguaje es ciertamente metafórico, pero los místicos cristianos intuyen ahí algo abismal. También el conocido himno de la carta de Pablo a los Filipenses empuja en esta dirección: «[Cristo) siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (2, 7). El amor que se revela en Jesucristo y que el Nuevo Testamento designa ??????para distinguirlo del ???? del que se ocupa la filosofía griega, se expresa en el dejar espacio al otro: y esto exige la muerte a sí mismo, un hacerse nada, la ???????, de que habla Pablo. No se trata sólo de un hecho intencional y espiritual, sino que en todo esto se vela un significado también ontológico que dice algo del Ser de Dios, del ser de lo creado y de las relaciones entre ambos.

3. En la teología contemporánea, en diálogo con la filosofía y la cosmología.

La teología del siglo XX, más atenta y sensible a las instancias puestas por las interpretaciones del universo suscitadas por las nuevas perspectivas científicas (relatividad, teoría de los cuantos), se ha abierto a un diálogo que tiende a superar las barreras ideológicas que por ambas partes habían determinado siglos de indiferencia, si no de hostilidad. A este propósito se ha demostrado decisivo el descubrimiento de lo que se ha venido a definir lo «específico» o lo «propio» cristiano (así H.U. von Balthasar, J. Ratzinger, K. Hemmerle, W. Kasper): la revelación de Dios en Cristo como Amor trinitario. Tras el intento de Teilhard de Chardin (1881-1955), empeñado en mostrar la inteligibilidad, más aún la convergencia, entre la visión evolutiva del universo avanzada por las ciencias modernas y la interpretación cristocéntrica y cristofinalizada de la historia salutis propuesta por la fe neotestamentaria, la teología de todas las tradiciones cristianas ha producido trabajos de peso en el esfuerzo por ofrecer una reinterpretación en clave trinitaria del principio de creación, en ponderada confrontación con las más acreditadas adquisiciones científicas. Así J. Moltmann y W. Pannenberg por la teología de la Reforma, J. Polkinghorne por el mundo anglicano, A. Ganoczy y J.-M. Maldamé por parte católica, D. Staniloae y, anticipándose a los tiempos, S. Bulgakov por la ortodoxa. Varios son los temas relativos al concepto teológico de creación que presentan cierto interés para el diálogo entre teología y ciencias:

a) El primero se refiere al modo de entender la específica relación entre Dios y el mundo que se expresa precisamente con el concepto de creación. En la visión clásica son centrales dos elementos: uno fundamental, el del ex nihilo; otro secundario y ocasional, el de la producción causal. Pero cuando se asume el acontecimiento Jesucristo como clave hermenéutica de la relación de creación entre Dios y el mundo, deriva de ahí que el paradigma expresivo de tal relación no puede ya ser el de la causa y el efecto, sino más bien el paradigma personalista de la relación entre el Padre y el Hijo. También en este caso se trata de una metáfora (aunque sea teológicamente normativa porque es usada por Jesús y es testimoniada por la Escritura): pero con ella se significa una forma de relación en la que la proveniencia y dependencia del Padre pierde cualquier connotación causal y determinística y en la que la alteridad filial no indica sólo la propia identidad sino también la autonomía. Habrá que distinguir ciertamente -como hace la doctrina cristiana- entre el nivel de la Trinidad en sí misma, en el que se da una co-originalidad del Padre y del Hijo-Verbo (cf. Jn 1, 1), y el nivel de la creación, donde el Padre, mediante el Hijo/Verbo eterno, pone el mundo «fuera de sí», para usar una imagen espacial que significa de manera figurada la distinción y, a la vez, la relación entre los dos niveles. Pero una vez dicho esto, hay que pensar la relación entre Dios y el mundo «fuera de sí» no sólo como modelada sobre la que se da entre el Padre y el Hijo/Verbo, sino también como preformada mirando a ella, en cuanto llamada a reproducirla en el nivel de las criaturas. Según la revelación cristiana, el Hijo/Verbo hecho hombre vive como creatura la misma relación que vive desde siempre -en el nivel del ser divino- con el Padre. Con esto, él revela y realiza el sentido, la dinámica y la finalidad intrínseca del ser creado: llegar a ser hijo en el Hijo, como dice la tradición cristiana. Ciertamente, este hecho tiene sobre todo un significado antropológico: indica la identidad/vocación del hombre. Pero, a través de éste, dice la identidad/vocación de la entera creación (como afirma Pablo en la carta a los Romanos 8, 19-23). El principio trinitario de relación entre Dios y el mundo en los términos de la filiación propone un paradigma más equilibrado en la comprensión del significado de la trascendencia y/o de la inmanencia de Dios respecto al mundo. Los dos grandes modelos que, de hecho, han prevalecido y que prevalecen todavía en la definición de esta relación, no obstante su aparente plausibilidad, no satisfacen en realidad plenamente ni una comprensión sin prejuicios del mundo ni el criterio epistemológico para la interpretación de la realidad constituido por el principio de creación. El primer modelo es el de la trascendencia de Dios respecto del mundo, sin ninguna inmanencia suya en éste, según un esquema de exterioridad e incluso de separación que no puede dejar de generar grandes problemas a nivel de interpretación teológica, metafísica y también cosmológica. El segundo modelo es, en cambio, el de la inmanencia de Dios en el mundo que, con frecuencia, acaba por negar la real alteridad de Dios, identificándolo de diversas maneras con el mundo, suscitando otros tantos problemas, si bien de signo opuesto, a nivel teológico, metafísico y cosmológico. El paradigma que sugiere la perspectiva trinitaria reconsidera la contraposición abstracta y tendencialmente dualista (y por eso, en definitiva, excluyente o identificante) de trascendencia y/o de inmanencia entre Dios y el mundo, presentando una comprensión de la trascendencia que no excluye una específica forma de inmanencia, de una inmanencia que presupone y salvaguarda la trascendencia. La trascendencia de Dios es talmente trascendente, si se puede decir así, que se exprime en la más perfecta inmanencia en la creación. Algunos autores, utilizando un término que tiene una larga historia en filosofía, cosmología y teología, hablan de pericóresis entre Dios y el mundo, es decir, de recíproca «inhabitación» de uno en otro que, por ser tal, exige y expresa su recíproca alteridad y distinción.

No por casualidad, este término que encontramos por primera vez con un significado técnico en el filósofo griego Anaxágoras (cf. H. Diels y W. Kranz, Die Fragmente der Vorsokretiker, Berlin 1960, fr. 12) es empleado después por la cosmología estoica, para indicar la correlación intrínseca de cada realidad con las demás en la armonía del único cosmos. En ámbito teológico, el término es usado por Juan Damasceno (al finalizar la época patrística) para expresar la mutua interioridad, en la distinción, entre la naturaleza divina y la humana en Jesucristo, «sin confusión y sin separación», como reza la fórmula de fe del Concilio de Calcedonia del año 451 (D. 302), y pasar, en fin, a designar la relación de mutua inhabitación entre el Padre, el Hijo/Verbo y el Espíritu Santo en Dios Trinidad. Este lenguaje se ha puesto de especial actualidad en nuestro tiempo para expresar con él de manera más satisfactoria la relación ente Dios y el mundo a la luz del evento cristológico interpretado en un horizonte trinitario.

b) Desde esta perspectiva se coloca un segundo tema cuya formulación intenta responder a otra cuestión tipicamente teológica, aunque no está privada de relevantes reflejos en el plano de la cosmología y hasta en el de la investigación científica. Se trata de la verdad teológica según la cual Dios/Padre crea mediante el Hijo/Verbo y el Espíritu Santo o, dicho con otras palabras, con la sugestiva imagen de Ireneo de Lyon (siglo II): el Hijo/Verbo y el Espíritu Santo son como las «dos manos» con las que el Padre da forma y vida a la creación. La Escritura afirma claramente que el Hijo/Verbo encarnado -expresando esa verdad con la terminología escolástica que utiliza el lenguaje aristotélico- es a la vez la causa ejemplar y la causa final de la creación, mientras que el Espíritu Santo es, de algún modo, su causa quasi-formal (K.Rahner). Tal definición subraya que como en Dios una cosa es la subsistencia del Hijo/Verbo y otra la del Espíritu Santo, lo mismo ocurre con la presencia y la obra de entrambos en la creación. En realidad, en la teología clásica, debido a una concepción cosmológica más bien estática y predeterminada, casi todo el discurso se agotaba en ilustrar el papel del Verbo, de acuerdo con la perspectiva preferentemente cristológica del Occidente cristiano, mientras poco o ningún espacio se dejaba al Espíritu Santo: principio de vida, de dinamismo, de relación, de novedad. En esta línea, la visión evolutiva y relacional del universo, acreditada por las ciencias y confluyente en una renovada teoría cosmológica general, estimula a redescubrir la dimensión pneumatológica del principio de creación, en paralelismo con la decidida renovación pneumatológica registrada, en los últimos decenios en todos los ámbitos de la reflexión teológica sobre el Espíritu Santo. En este sentido se orienta la propuesta de W. Pannenberg, según la cual la relación Dios-mundo que se actúa mediante la relación ad extra del Espíritu de Dios, relación del Padre y del Hijo, que dona movimiento, energía y vida a todas las criaturas, puede encontrar un modelo de comprensión en el «campo de fuerza» (desarrollado por las correspondientes teorías físicas a partir de M. Faraday) (cf. Teología sistemática, II, Queriniana, Brescia 1994, 100-103). La gramática de la relación trinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo puede pues ofrecer una contribución que ilumine también la comprensión de la génesis y de la estructura dinámica de la realidad creada. Esta última, en efecto, testimonia sobre todo un origen/inicio del que parte (en sentido metafísico y a la vez temporal) y que ciertamente, como tal, es inalcanzable con cualquier método científico, haciendo imposible cualquier forma de ingenuo y peligroso concordismo entre dato revelado y dato científico, que permanecen en dos planos distintos. La realidad creada se estructura pues según un diseño y una dinámica que manifiestan su inteligibilidad asumiendo de vez en cuando una figura diversa. De otro lado, esta figura no está aislada ni es estática, porque se actualiza gracias a una múltiple relacionalidad (a nivel subnuclear, atómico, químico, biológico y cósmico) tanto en su interior, si así se puede decir, como en el contexto más amplio en evolución y expansión, dentro del cual se encuentra. De este modo se tiene una autotrascendencia dinámica que comporta siempre el abandono de la precedente figura y del precedente equilibrio, para acceder a nuevas figuras y nuevos equilibrios cada vez más complejos, cuya mayor estabilidad no contradice, sino que acaso prelude y hace posible a su vez el paso a figuras y niveles superiores. A partir de aquí se abren numerosas, y en gran parte todavía inexploradas, pistas de investigación.

Bibliografía

H. BERGSON, L'évolution créatrice, Paris 1907. S. BULGAKOV, La Sposa dell'Agnello. La creazione, l'uomo, la Chiesa e la storia, Bologna 1991. J. DANIÉLOU, In principio: Genesi 1-11, Brescia 1965. J. FANTINO, «L'origine de la doctrine de la creation ex nihilo», Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques, 80 (1996), 589-602. G. MAY, «Creation ex nihilo. The doctrine of "Creation out of Nothing"», Early Christian Thought, Edinbourgh 1994. M. SECKLER, «Was heisst eigentlich "Schöpfung"?» Zugleich ein Beitrag zum Dialog zwischen Theologie und Naturwissenschaft», Theologische Quartalschrift, 177 (1997), 161-188. D. STANILOAE, Dio e amore. lndagine storico-teologica nella prospettiva ortodossa, Roma 1986. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, qq. XLIV-XLVII, LXV-LXXIV; Summa contra gentiles, II, caps. VI-XLV. G.M. ZANGHI', Dio che é Amore, Roma 1991.

P. Coda

II. DIMENSIÓN SISTEMÁTICA

La idea de creación tal como se desarrolla en la Biblia y en la tradición de la Iglesia resulta decisiva para entender y plantear adecuadamente las relaciones que existen entre Dios, el ser humano y el mundo material que nos rodea; es, por tanto, uno de los aspectos centrales de la catequesis y de la visión cristiana de la realidad.

Creación significa para la visión religiosa judeocristiana la acción libre de Dios que crea, en el tiempo, el mundo a partir de la nada. Significa también, el conjunto de todo lo que existe por obra de Dios.

Los primeros capítulos del Génesis nos dicen, en efecto, que «en el principio Dios creó el cielo y la tierra», y en afirmaciones sucesivas establecen la relación del primer hombre con Dios, con la tierra de donde le han hecho las manos divinas, y con la primera mujer, que no sólo es su cónyuge sino que también representa al otro ser humano. Se nos dicen así tres cosas: que el hombre es criatura de Dios; que guarda una profunda vinculación con la tierra, y que hay desde el principio un tú para que pueda hablarse de un yo.

La afirmación de que Dios ha creado el cielo y la tierra y todo lo que contienen no era en boca de los creyentes judíos una frase neutra. Era sobre todo una confesión de fe. Era una exclamación de agradecimiento y alabanza al Creador como fuente de la existencia y del don de la vida. Los judíos piadosos, y con ellos los primeros cristianos, se sentían fácilmente movidos a la adoración y al reconocimiento del amor divino hacia el hombre y la mujer que se adivinan en el hecho de la creación. Ese motivo de amor y agradecimiento será siempre actual.

Por eso la enseñanza de la Iglesia acerca de este misterio de la fe no se limita a transmitir ideas correctas sobre el sentido doctrinal del artículo del Credo, sino que trata además de comunicar piedad y amor hacia Dios Creador. Esta piedad y este amor han de ser tan vigorosos y explícitos como los que tenemos hacia Jesucristo, que nos redime, y al Espíritu Santo, que nos santifica.

La creación es el fundamento de «todos los designios de Dios», y «el comienzo de la historia de la salvación» que culmina en Cristo. El misterio de Cristo es a su vez la luz indispensable para entender el sentido de la creación.

El misterio de la creación vinculado al acto divino creador y al carácter creatural de todo lo que existe, es un verdadero misterio de fe con sustantividad religiosa y teológica, que no ha sido hecho irrelevante por el misterio de la redención. La doctrina católica no afirma la redención a costa de la creación, como suele ocurrir en la teología protestante. Creación y redención son como dos puntos focales en la comprensión cristiana del mundo y de la salvación, que deben interpretarle per modum unius.

La catequesis sobre la creación reviste una importancia capital. «Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado [...] Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y de nuestro obrar» (CCE 282).

La doctrina de la creación enseña que el mundo no se explica a sí mismo y por sí mismo, y que no es una realidad última y absoluta más allá de la cual no pueda remontarse la mente. Enseña, por tanto, que el mundo ha tenido un origen. Establece asimismo la triple relación que el ser humano guarda con Dios, que es su Creador, su Principio y su fin; con los demás seres, especialmente con las otras criaturas humanas; y con la tierra de la que ha sido formado por Dios.

La doctrina sobre la creación es base del edificio dogmático, y, junto a la revelación, la encarnación y la Iglesia, uno de los cuatro pilares temporales de la cosmovisión cristiana.

El sujeto de la creación es Dios. La creación es entonces una acción divina y soberana del Dios único. El mundo no existe sin más ni es un producto de fuerzas anónimas e impersonales. La acción divina produce finalmente cosas concretas, que son, por tanto, obra de Dios, y distintas de Él. El mundo no emana de Dios ni deriva de elementos de un supuesto cuerpo divino, como se dice en algunos relatos mitológicos antiguos.

Para la revelación judeocristiana, el mundo no ha existido siempre. Tiene un origen y tendrá un fin, porque todo lo creado es perecedero y transitorio. El universo no es una realidad última, sino una obra de Dios. La doctrina de la creación establece así con acentos muy fuertes la distinción entre Dios y el mundo creado por Él. El mundo no es divino, como pensaban los griegos. Sólo Dios es divino, y el mundo es profano y temporal.

Estas afirmaciones resultan extraordinariamente liberadoras porque significan, entre otras cosas, que el mundo no está poblado de fuerzas cósmicas más o menos ocultas, capaces de ejercer una influencia negativa y tiránica sobre el destino del hombre y de la mujer.

El azar y la fatalidad no existen, pues -a pesar de que Dios y el mundo son distintos- el Creador no se olvida ni un solo momento de su creación. No permanece mudo ante ella, sino que le habla continuamente, es decir, la gobierna y dirige con su amorosa providencia, con una actividad silenciosa pero eficaz, poderosa y suave al mismo tiempo. Motivo especial de esta solicitud divina es el ser humano libre, ser moral cuyo destino último es la visión de Dios.

Dios no está obligado a crear, ni por una necesidad o una fuerza exteriores a Él, ni por impulsos irresistibles de su ser intimo. Dios crea el mundo y crea al hombre y a la mujer porque quiere hacerlo. Lo hace por amor y para comunicar sus bienes a otros seres; lo hace porque es sumamente libre y dadivoso.

Ha de quedar por ello claro que Dios no se ve implicado en la creación, en el sentido de que su ser divino gane o pierda perfecciones o atributos. La teología cristiana sostiene, en efecto, que el acto creador de Dios es un acto libre, de amor, ocurrido en el tiempo, y productor del mundo a partir de la nada.

La evolución es y ha sido Presentada por algunos como una alternativa secularizada a la noción cristiana de creación. La hipótesis de una evolución entendida como un absoluto a partir del cual que se habría originado y desarrollado el mundo responde sobre todo a una visión materialista de la realidad, y es incompatible con las ideas cristianas.

Pero si la evolución es rectamente entendida como un concepto empírico, que deriva de la observación científica y responde a la pregunta por el origen de las cosas tal como existen ahora en el espacio y en el tiempo, no excluye la causalidad divina, y «no contrasta en línea de principio con la verdad acerca de la Creación del mundo visible, tal como se presenta en el libro del Génesis» (Juan Pablo II, Discurso del 29.1.1986).

El mundo ha sido creado para la gloria de Dios. La perspectiva teológica de la doctrina cristiana se refleja en este encabezamiento, cuyas palabras expresan tanto el fin objetivo como el fin subjetivo de la creación. «Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad» (CCE 293). «La gloria de Dios consiste en que se realicen la manifestación y la comunicación de su bondad para las que el mundo ha sido creado» (CCE 294).

Podría pensarse con cierto fundamento que el fin de la creación es la felicidad del hombre, dado que la chatura humana constituye por voluntad divina el centro de la obra creadora. Pero Dios no puede tener motivos para obrar que sean distintos a El, ni fines que no le tengan como centro. Al crear el mundo para su gloria, Dios quiere simultáneamente la felicidad del hombre, que consiste precisamente en buscar a Dios, servirle y amarle.

Gloria de Dios y felicidad humana no son dos metas alternativas, y mucho menos contrarias. Cuando busca y reconoce la gloria divina en la creación y en sí mismo, el hombre no sólo no se aliena, sino que busca y encuentra su propia felicidad.

Una de las afirmaciones más importantes de la doctrina cristiana de la creación consiste en proclamar la distinción radical que existe entre Dios y el mundo. Dios no se implica materialmente en la creación del universo; y el universo no puede considerarse divino. La creación supone, por tanto, cierta desacralización y un desencantamiento del mundo creado.

Esta doctrina no significa, sin embargo, que Dios haya abandonado a su suerte el mundo que creó y que éste se encuentre a la deriva. Separación de Dios respecto al mundo no supone indiferencia divina hacia el universo y el hombre. Después de haber afirmado la distinción entre el mundo y Dios, la doctrina cristiana los aproxima con la enseñanza sobre la divina providencia. «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina Providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (CCE 303).

La doctrina de la providencia es el marco no sólo para tratar del abandono con el que los hombres creyentes han de confiar en Dios y vencer las ansiedades y zozobras que son propias de la condición humana. Debe hablarse también de la capacidad de la criatura para completar, por así decirlo, la obra creadora, desarrollando las posibilidades que Dios ha depositado en ella.

«Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia. Les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio» (CCE 306).

Se contienen en estas palabras importantes consecuencias de una teología de la creación bien entendida y aplicada. Los hombres poseen lo que la teología clásica denomina causalidad perfectiva, según la cual, colaboran en los planes de la providencia respecto a otros seres, buscando adecuadamente su propio fin. Son causas segundas bajo la causa primera trascendente.

Dado además que la creación es buena, por haber salido de las manos divinas, y que el hombre debe realizar su vocación en el mundo, hay que afirmar la existencia de fines intermedios que, sin ser el fin último, ocupan un lugar muy importante, e incluso decisivo, en la vida del hombre. La visión creacional de la realidad no invita al cristiano a despreciar el mundo ni a huir de él. Invita a amarlo como obra divina y a trabajar en las actividades humanas ordinarias (cultura, arte, técnica, ciencia, política, economía, etc.), que, a pesar de su carácter temporal y transitorio, preparan de algún modo la llegada de los nuevos cielos y la nueva tierra.

Dios cuenta con el hombre para la plenitud de la obra creadora. Sin embargo, al ser humano no se le puede llamar creador en el sentido fuerte que esta palabra recibe en la Biblia y en la teología cristiana: entre la actividad creadora del hombre y la acción creadora divina hay un gran desnivel.

El hombre tiene asignada por Dios una tarea a realizar en este mundo material. Ha recibido la vocación de transformarlo y perfeccionarlo, de modo que ese trabajo de transformación y perfeccionamiento responde a los planes originales divinos.

Se ha dicho «vocación» porque Dios crea las cosas, pero al hombre lo llama. El ser humano, como hemos visto, es creado para ser interlocutor de Dios y puede decirse por eso que la creación misma del hombre y de la mujer es ya una vocación. En este contexto se comprende que la relación dialógica con el Creador incluya la tarea de perfeccionar la creación, y que el trabajo del hombre en el mundo es vocación, misión dada por Dios a la criatura personal hecha «a su imagen y semejanza».

En resumen, el Creador ha querido asignar al ser humano un papel importante en el desarrollo de la obra creativa, y este papel, el trabajo, es así un aspecto esencial de la vocación humana. Por eso el hombre y la mujer, en su trabajo, pueden ser llamados de algún modo colaboradores de Dios en la creación.

Bibliografía

G. AUZOU, En un principio Dios creó el mundo, Estella 1982. Ch. DERRICK, La Creación delicada, Madrid 1990. R. GUARDINI, Mundo y persona, Madrid 1963. A. LLANO, «Evolución y Creación», en AA.VV., Deontología biológica, Pamplona 1987, 155-172. J. MORALES, El Misterio de la Creación, Pamplona 20002. J. RATZINGER, Creación y pecado, Pamplona 20052.

J. Morales

III. CREACIÓN Y ECOLOGÍA

La valoración del mundo ambiental es hoy un importante signo de los tiempos. Lamentablemente, la valoración coincide con una creciente preocupación por su evidente deterioro. También los creyentes en Dios comparten esa inquietud.

Sin embargo, muchos denuncian como cínica esa preocupación de los creyentes. Como se sabe, la «ecología profunda» ha criticado duramente a la revelación bíblica y su visión antropocéntrica del mundo. Ella sería la causa de la explotación inmoderada del planeta y de todos los vivientes. Basándose en la revelación, los creyentes se sentirían autorizados para explotar las riquezas naturales. Esta acusación ha impulsado a los cristianos a escrutar de nuevo el mensaje bíblico sobre el mundo.

1. El hombre imagen de Dios.

La acusación de despotismo sobre la naturaleza suele fundarse en las palabras dirigidas por Dios al ser humano, al que ha creado «a su imagen y semejanza» (Gn 1, 26-27): «Llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra» (Gn 1, 28). La concepción del hombre como «imagen de Dios» se encuentra en otros textos orientales que la atribuyen lamente al rey. Esta idea se ha democratizado en la Biblia: todo hombre, con independencia de sus cualidades o de su rango social, es creado como imagen y lugarteniente de Dios y es partícipe de su mismo dominio sobre el mundo. El hombre es representante de Dios en la creación y está llamado a hacer visible y efectiva su providencia sobre el mundo creado. Así se expresa el texto bíblico: «Y los bendijo Dios y les dijo: "Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla (kibsuha); dominad (redû) los peces del mar, las aves del cielo, los vivientes que se mueven sobre la tierra"» (Gn 1, 28).

La autorización para dominar sobre la creación, es aquí expresada por los verbos radâh (Gn 1, 26 b, 28b) y kabas (Gn 1, 28 a). El sentido propio de kabas es «pisar», «hollar» y algunas veces significa «violentar» (cf. Est 7, 8). El verbo radâh suele significar «dominar» e «imperar» y también «oprimir», «tiranizar», «pisar». No es extraño que tales palabras hayan suscitado cierta repulsa ante el mandato bíblico.

Pero ese «dominio» no es un «derecho de usar y de abusar» de la naturaleza. El hombre, creado a imagen de Dios, a quien se encomienda el cuidado del mundo, no es un dueño despótico y altanero; es sólo administrador y gerente del que se espera un servicio responsable. Ésa es la convicción del israelita, que confiesa en su oración: «El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado (natan) a los hombres» (Sal 115, 16). Evidentemente, el verbo natan no significa una patente de expoliación, sino que comporta el sentido de «confiar» algo a la responsabilidad de alguien (cf. Gn 30, 35; Ct 8, 11). En consecuencia, el hombre no es dueño y señor absoluto de la creación, sino el colono y administrador responsable de la parcela que Dios ha confiado a su cuidado.

El tema de la iconalidad del hombre es fundamental para la vivencia de la responsabilidad ante la creación. Como se canta en los salmos, Dios le ha confiado el mando sobre las obras de sus manos (Sal 8, 4-10). Pero tal señorío no puede ser arbitrario ni despótico. Dios sigue siendo el dueño verdadero y último de los animales y del mismo hombre. El hombre es el visir de Dios. Responsable del mundo, es responsable ante Dios y ante sus hermanos. Una y otra vez tendrá que aprender a dominar su ansia de dominio.

2. El hombre creado de la tierra

Al poema sacerdotal de la creación sucede en nuestra Biblia otro texto, mucho más colorista y descriptivo. En él se describe la creación del hombre a partir del barro (Gn 2, 7). El hombre ('âdam) proviene del suelo, de la tierra ('adâmah). De una forma sencilla y popular, el texto pretende subrayar la estrecha relación que los une: la misma que existe entre homo y humus, o entre tierra y térreo, entre earth y earthling, o entre Acker y Ackermann.

Cuando el autor escribe que Dios modeló al hombre del polvo de la tierra, pretende al mismo tiempo explicar el nombre del ser humano y afirmar su vinculación y dependencia de la tierra. La tierra es mucho más que la casa del hombre: es su origen y su destino. Después del pecado, volverá el texto a subrayar esa íntima relación, poniendo en boca de Dios la sentencia del destino humano (Gn 3, 19). A la tierra está ligado el hombre desde el principio hasta el fin.

Tras el primer pecado y la sentencia de condena, Dios expulsó al hombre del jardín de Edén «para que labrase la tierra de donde había sido tomado» (Gn 3, 23). La tarea primordial del hombre será labrar la tierra. De ella viene y a ella se vuelve en su trabajo. El verbo abad, traducido por «labrar» o «cultivar», significa también «servir», «prestar servicio» y «dar culto» o «venerar». El hombre ha de labrar la tierra, prestándole servicio con respeto y veneración. «El hombre sale a su trabajo, a su alabanza (abodatô) hasta el atardecer» (Sal 104, 23). Las faenas agrícolas son a la vez un servicio y ministerio y una especie de acto de culto.

Cuando el hombre vive en armonía con Dios y consigo mismo, la naturaleza entera es un jardín de paz. Pero cuando el hombre malogra su propia existencia, su desarmonía con Dios y consigo mismo se refleja en la acusación a su compañera y convierte en inhumana su relación con su propia morada y con los otros moradores no humanos (Gn 3, 14-18).

El hombre estaba llamado a vivir en armonía con la tierra, pero el pecado ha introducido en esas relaciones una fuente de discordia. El fratricidio de Cain altera radicalmente la relación primigenia de la tierra con el hombre. La tierra madre maldice al hijo homicida y le niega su fecundidad: «Por eso te maldice esa tierra [...] Aunque trabajes la tierra, no volverá a darte su fecundidad» (Gn 4, 11). La agonía de la naturaleza, refleja la violación del «pacto perpetuo» ofrecido por Dios en los orígenes de los tiempos, como recuerda un hermoso oráculo de Isaías (Is 24, 4-6).

Sin embargo, pasado el diluvio, Dios establece con Noé un pacto cósmico (Gn 9, 9-11). Dios cuelga su arco en las nubes (Gn 9, 13). Se restablece la armonía entre el ser humano y la naturaleza. La creación participará un día de la redención del hombre (cf. Is 11, 6-8). Se anuncia un retorno escatológico a la armonía del paraíso primordial. Las promesas escatológicas son descritas con un lenguaje que evoca las aguas corrientes y los árboles frondosos (Ez 47, 7).

3. Creación, trabajo y contemplación

La creación refleja el paso de Dios. El cielo y la tierra proclaman la gloria de Dios (Sal 19, 2-5). Una vez creadas las cosas, Dios las contempló y vio que eran muy buenas (Gn 1, 31). Cuando el ser humano les presta atención, ellas le hablan del misterio de Dios. A decir verdad, también le hablan del misterio del hombre mismo. Por eso Job puede referirse a esa especie de magisterio que ofrecen los animales al ser humano (Jb 12, 7-8).

La creación invita al ser humano a realizar en ella un trabajo fiel y esforzado (cf. 24, 30-34) y, al mismo tiempo, invita a la contemplación del Dios que despliega los cielos, hace manar las fuentes y da su alimento a los cachorros del león (Sal 104).

La tierra entera está llena de la gloria de Dios (Is 6, 3). Sin embargo, la creación no es un fin en sí misma ni puede ser adorada en lugar del mismo Dios (Is 40, 12-26). Llamada a ser revelación y lenguaje de Dios, la creación suplanta a veces a Dios. Pero tal engaño no se debe al mismo Dios. Sólo el abuso humano de la libertad quiebra el significado de la creación.

En consecuencia, para el creyente, la naturaleza es «creación» y dádiva, revelación y huella, regalo y responsabilidad. Achacar a la Biblia una pretendida justificación religiosa para el expolio y la explotación de la naturaleza significa desconocer el profundo aprecio que los escritos bíblicos demuestran no sólo por el Dios creador sino también por la creación salida de las manos de Dios.

Bibliografía

G. CURRÁ, L'ecologia nell'insegnamento di Giovanni Paolo II, Cosenza 1999. J.R. FLECHA, El respeto a la creación, Madrid 2001. A. GALINDO (ed.), Ecología y Creación. Fe cristiana y defensa del planeta, Salamanca 1991. J.M.G. GÓMEZ HERAS (coord.), Ética del medio ambiente, Madrid 1997.

J. R. Flecha

 «    Cruz    » 

I. DIMENSIÓN TEOLÓGICA

1. Concepto

La cruz se presenta como uno de los misterios centrales del cristianismo. ¿Cómo puede salvar una cruz?, es la pregunta que nos urge. Es cierto que Cristo «murió por nuestros pecados, tal como habían anunciado las Escrituras» (1Co 15, 3). La cruz es algo querido por el Padre y libre y obedientemente aceptado por el Hijo, para librarnos de nuestros pecados. La cruz no es un fracaso, sino un medio de salvación (cf. Mc 14, 32-42 y par.; Mt 26, 28). Por eso hay una dimensión vertical de la unión del Hijo al designio salvador del Padre; y otra horizontal, por la que Cristo se hace solidario con todos los hombres y mujeres, para salvarnos. Así, según la teología joánica, la luz vence a las tinieblas, la vida a la muerte, el amor al pecado (cf. Jn 13, 1; Jn 10, 11; Jn 15, 13). La denominación de Jesús como «cordero de Dios» (Jn 1, 29.36; Jn 19, 36; 28 veces en el Ap) une la teología de la cruz con la tipología del Siervo de Yahwéh y del cordero pascual. El carácter expiatorio y salvador de la cruz queda así fuera de duda.

Pablo habla del poder de la cruz como «rescate» por nuestros pecados, superando así la ley (cf. Rm 3, 24; Ga 3, 13; Col 2, 14). Cristo será sacerdote y víctima del sacrificio agradable al Padre (cf. Ef 5, 2; 4, 16; 6, 19). Sin embargo, con el tiempo tendrá lugar una restricción semántica. Lutero denominaba «teología de la cruz» o theologia crucis al mismo modo de ser del mensaje cristiano. Se trata del método propio de la teología dialéctica, una manera de ponerse ante Dios y ante su paradójica revelación en Jesucristo. Propone así un conocimiento de Dios -del Deus absconditus- a través de Cristo crucificado, y no simplemente por medio de la razón y de la abstracción intelectual a partir de las mismas cosas creadas. La fe se enfrenta aquí de modo decidido a la razón. Después, la tradición católica ha recuperado el sentido más amplio de esta expresión para referirse a la profundización crítica de la eficacia salvifica del Crucificado, así como a la llamada a seguir su ejemplo.

2. Historia

Aunque en principio el término theologia crucis fue acuñado por el mismo Lucero, no hemos de olvidar que la cruz -junto con la resurrección- constituye la esencia de la vida de la Iglesia, que ha de velar «para que no se desvirtúe la cruz de Cristo» (1Co 1, 17). Aparte de los relatos de la Pasión en los sinópticos y en san Juan, la cruz aparece de modo profuso en las palabras de Pablo con tres sentidos: a) la cruz como satisfacción, cuando se habla del «rescate» (Rm 3, 24) y se recuerda que hemos sido «comprados por la sangre de Cristo» (1P 1, 18-19); b) la cruz como salvación, que «él adquirió por su sangre» (Hb 13, 12; cf. también Ef 2, 14); y c) la cruz en relación con el yo del cristiano: «estoy crucificado con Cristo [...] no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20); «Lejos de mí gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6, 14), «escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1Co 1, 23).

También los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales han hablado de este sentido profundo de la cruz y de la kénosis del Verbo. A partir del siglo II se reinterpretan los textos veterotestamentarios referentes a un árbol, que se identifica con la cruz y reinterpreta como el árbol de la vida y de la salvación. Sin embargo, la fe en la cruz presentaba sus dudas. En su Apologia, Justino se preguntaba: «¿Cómo se puede creer en este individuo crucificado?» (PG 405.424). También hablan los Padres de la encarnación como un hacerse visible el Dios invisible. San Hipólito, por ejemplo, escribe: «Siendo el Verbo invisible, se hizo visible a toda la creación» (PG 10, 817). San Ignacio de Antioquía llamaba a Jesucristo «Dios en carne humana» (FUNK I, 218). Efrén el Sirio describió la kénosis del Verbo con las siguientes palabras: «La divinidad se escondió bajo la humanidad para poder llegar hasta la muerte» (Sermo de Domini Nativitate). San Agustín afirma que «la manifestación del Verbo encarnado es obra del Creador invisible» (PL 38, 999). «¿Quién puede conocer todo el tesoro de ciencia y sabiduría que se esconde en Cristo y en su pobreza?» (PL 38, 1016). San León Magno a su vez insiste en que «al ser levantado en la cruz, Cristo devuelve la muerte al autor de la muerte» (PL 54, 348). La enseñanza de la kénosis del Verbo que se consuma en la cruz es una constante en estos primeros testimonios.

San Anselmo en Cur Deus homo? explicaba la cruz como una satisfacción y un rescate pagado por nuestros pecados. Bernardo de Claraval insiste en la cruz como un misterio, en el que Dios se nos muestra especialmente cercano: «Era incomprensible, e inaccesible, invisible e impensable; ahora se le puede comprender, ver, pensar. ¿Cómo es posible algo tan distinto? Esto es posible al yacer en un pesebre, al reposar sobre el seno virginal, predicando en el monte, orando toda la noche; o bien al colgar de una cruz, palideciendo al morir, reinando libre entre los muertos en los infiernos [...] o bien resucitando al tercer día, y mostrando a los apóstoles las señales de los clavos como signos de victoria» (Opera omnia 5, 1968, 282-283). La muerte de Cristo nos enseña un claro contenido de la revelación, que ha sido después completado por su misma resurrección. «En la cruz nos enseñó a despreciar la sabiduría de este mundo, y al subir al cielo a desear la sabiduría de Dios y la fuente de la vida» (Collationes de Septem Donis Spiritus Sancti, IX, 4).

Tomás de Aquino también propone una theologia crucis, que completará con el resto de su doctrina: ve en la cruz toda una lección para el cristiano. Suaviza en algo la postura anselmiana, al hablar de la cruz como una conveniencia del hecho revelado, y no como una necesidad metafísica (cf. S.Th., q.46-50). Se insistirá además tanto en una dirección descendente del Padre al Hijo, como de la contraria: el amor será reciproco. Por otra parte, insistirá en la cruz como ciencia y escuela de toda la vida del cristiano. «La pasión de Cristo tiene el don de uniformar toda nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que Cristo deseó. En la cruz no falta el ejemplo de ninguna virtud. Si buscas la caridad, [...] ahí tienes al Crucificado [...] Si la paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz [...] Si la humildad, vuelve a mirar a la cruz [...] Si la obediencia, sigue al que se ha hecho obediente al Padre hasta la muerte de cruz» (Collatio 6 super Credum; cf. también S.Th., III, q.46, 4c).

Será, sin embargo, Lutero quien afirme: nostra theologia est theologia crucis, y la contrapondrá a la theologia gloriae, propia de la especulación de la escolástica (a pesar de que el Doctor Angélico había afirmado que el crucifijo era su único libro); de este modo se opone sin posibilidad alguna de entendimiento el conocimiento racional al conocimiento por fe. En la tesis 20 de la Disputa de Heidelberg (1518), afirmaba el reformador alemán que «los hombres han abusado del conocimiento de Dios a través de las obras [cf. Rm 1, 20], Dios ha querido por el contrario que se le conociera a través del sufrimiento» (Weimarer Ausgabe [WA] 1, 370; cf. también 1, 354, 17 ss.; 56, 179, 11 ss.). La fe y la teología han de ceñirse a lo vital, práctico y cercano a la experiencia. El teólogo es «el que ve las cosas visibles y últimas de Dios, por medio de los sufrimientos de la contemplación de la cruz» (WA 1, 354, 20).

Esto traerá consigo consecuencias en el orden de la espiritualidad. El cristiano debe «autocrucificarse», ponerse en crisis, convertirse, dar marcha atrás (Umstellung): «... odiar la propia alma y querer contra el propio querer, saber contra el propio saber, renunciar al pecado contra la propia justicia, escuchar la ignorancia en contra de la propia sabiduría: esto es "tomar la cruz"» (WA 56, 450). El cristiano se reconoce, según Lutero, como «pecador, falso, injusto, enfermo, vil, detestable y dañino» (WA 3, 345). De hecho, en Dios, más que los atributos divinos que supuestamente proponía la theologia gloriae (bondad, sabiduría, divinidad, justicia, etc.), habría que contemplar las características de «humanidad, enfermedad, estupidez», y buscar la «humildad y la ignonimia de la cruz» (WA 1, 361-362). Se trata, por tanto, de «morir para confesar a Dios y para negarse a uno mismo» (WA 56, 419). Sin embargo, no hay que olvidar -termina diciendo- que Dios nos oprime para ensalzarnos.

Como consecuencia de todo lo anterior, será abismal la distancia entre la fe y la razón, entre Dios y el hombre, entre el Infinito y lo finito. «Enfermedad, pasión, cruz, persecución, etc.: son éstas las armas de Dios, su fuerza y su poder, por las que nos salva y nos juzga» (WA 3, 301). Frente a la razón y sus abstracciones, toma una clara prioridad la revelación que culmina en el Verbo encarnado y crucificado. «La verdadera teología y conocimiento de Dios será en Cristo crucificado» (WA 1, 362). En esta línea surgirán no sólo una tendencia a un pensamiento grave, sino también una tendencia hacia el fideísmo y la idea de la cruz como principio hermenéutico y como método de la teología dialéctica. En esta come: figurarán nombres como Sören Kierkegaard, Rudolf Bultmann, Ernst Käsemann y Paul Tillich, entre otros.

Sin embargo, tal vez quien más desarrolló esta idea fue el teólogo calvinista Karl Barth (1886-1968), quien continuó en la línea propuesta por Lutero, aunque también aportó sus importantes desarrollos personales. La cruz habla de la resurrección y supone una novedad que no procede ni de la carne, ni de la ciencia, ni de la ética, ni siquiera de la religión; sino de la gracia, de la nueva creación, del hombre nuevo que habita en un mundo nuevo. El método de la teología dialéctica se muestra ya aquí patente, al alternar de modo dialéctico el pecado y la gracia, y prolongar de este modo la doctrina luterana del simul iustus et peccator. Ciertamente recuerda a la vez que Dios ha hablado en el Verbo encarnado: a pesar de ser Dios el Totalmente Otro, se aproxima a los hombres para entregarles la única palabra válida. Sólo cuenta la revelación y, de hecho, Barth llegó a declarar que la analogia entis y el conocimiento por vía analógica eran el único motivo por el cual él nunca se convertiría al catolicismo. La doctrina luterana de la sola fides vuelve a hacer aparición aquí, y el Dios escondido queda sumido -en última instancia- en un Dios desconocido. El conocimiento de Dios será, por tanto, un conocimiento indirecto, en el cual Dios tiene la primera y definitiva palabra.

También el teólogo protestante Jürgen Moltmann (n. 1926) ha propuesto una «teología crucificada» (gekreuzigte Theologie, tal como la llamó Rahner) en su libro El Dios crucificado (1972). En ella, se sostiene que la resurrección de Cristo no vacía de contenido la cruz, sino que la llena de significado escatológico. Sin embargo, Moltmann da un salto e introduce la cruz como un momento constituyente de la Trinidad. En efecto, Cristo experimenta la muerte en su divinidad: en la noche del Gólgota, Dios realiza la experiencia del dolor y de la muerte en sí misma. Además, según él, toda la Trinidad sería solidaria con la muerte del Hijo, y las tres Personas morirían en la cruz. La cruz seria un momento constituyente de la Trinidad, quien se convertiría en un Dios débil, en una víctima del mal. Sería un Dios indigente que deja por un momento de ser Dios.

3. Consideraciones.

En cualquier caso, se pueden entresacar algunos rasgos positivos de la theologia crucis, que -como acabamos de ver- presenta un desarrollo específico en el ámbito del cristianismo reformado. En primer lugar, habría que recordar la unidad del misterio pascual. La vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo se presentan íntimamente unidas para la salvación de todos los hombres y mujeres. Sin embargo, la cruz no es la última palabra, sino que ésta lo constituye la exclamación «¡resucitó!». La cruz de Cristo es siempre una crux gloriosa, tal como se encuentra en san Juan y se representa en algunas imágenes románicas del Crucificado. Dios lo ve todo en presente, también la muerte y la resurrección del Verbo encarnado.

Sin embargo, resulta indudable que la teología de la cruz supone una profundización en el misterio de la muerte de Cristo. Se trata de una muerte real, de una «separación» del cuerpo y del alma, aunque ambos permanecen unidos en su divinidad. La doctrina clásica, especialmente de Tomás de Aquino, afirma que durante los tres días del triduo sacro Cristo dejó de ser hombre, pues entiende que la persona humana consiste en la unión de alma y cuerpo. Para santo Tomás, anima separata non est persona. Asi, el Aquinate rechaza la posición de Hugo de San Víctor, según el cual -durante su muerte- Cristo siguió siendo hombre debido a que «el alma humana es el hombre»; no acepta tampoco los argumentos de Pedro Lombardo, quien también afirmaba que, durante el triduo sacro, Cristo siguió siendo hombre, pues «la unión del alma y de la carne no pertenece esencialmente a la definición del hombre» (cf. S.Th., III, q.50, a.4c).

Además, la teología de la cruz sirve para profundizar en el misterio de la redención y en la dimensión sacrificial de la muerte de Cristo. El de Jesucristo es un sacrificio propicio, que constituye el supremo acto de culto, mayor a todos los de la antigua alianza. De hecho es el único y verdadero sacrificio, dada la impotencia y limitación de los sacrificios levíticos. Cristo se ofrece como sacerdote y víctima a la vez, pues «se ofreció a sí mismo inmolado a Dios» (Hb 9, 14). No se trata sin más de una satisfacción vicaria, en la que el Hijo resulta abandonado por un Padre airado que le deja sufrir, sin consideración ni misericordia alguna. Es el mismo Padre quien nos entrega a su Hijo amado, en analogía con el sacrificio de Abraham.

También se derivará de todo esto una nueva creación y un nuevo Adán (cf. Rm 5, passim), Cristo, pues es verdadero hijo de Adán y cabeza del género humano (cf. GS 22). Surge entonces un «hombre nuevo», porque somos uno con Cristo y formamos parte de la misma Persona mística, como miembros unidos a la Cabeza, según la doctrina paulina (cf. Ef 4, 15; Ef 4, 25; Ef 5, 23; Rm 12, 5; 1Co 6, 15; 1Co 12, 12-27). Él es el «primogénito entre muchos hermanos» (GS 22). Cristo se constituirá entonces en el único mediador de la nueva alianza, sellada con su propia sangre. El Corazón de Cristo -decía Juan Pablo II- es el lugar donde Dios reconcilia consigo mismo al género humano (cf. RH 9). Cristo, con su gesto de Sacerdote eterno, abrazaría así a toda la humanidad.

La muerte de Cristo, «el entregado» (1Co 11, 23), supone una donación total derivada de las sucesivas entregas de la Trinidad a los hombres. Se trata de la kénosis absoluta del Hijo, que culmina con el «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Sal 21), pronunciado por Cristo en la cruz. «El que aun a su propio Hijo no perdonó antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» (Rm 8, 32). El Padre entrega a su propio Hijo para perdonamos de nuestros pecados. Sin embargo, esta muerte de Cristo será una muerte voluntaria: «Nadie me quita la vida. Tengo el poder de darla y de volverla a tomar» (Jn 10, 18). Jesucristo «entregó su espíritu» (Jn 19, 30) porque quiso, cuando quiso y como quiso. Con palabras de san Agustín: «No era la hora en que había de ser matado, sino en la que se dejó morir» (In epistulam Johannis ad Partos Tractatus, 31, 5).

Esta muerte sólo puede ser entendida como un acto supremo de amor y obediencia: vence por amor la desobediencia de los hombres con la obediencia. En este acto se ve también la justicia y la misericordia del Padre: «••• tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). La cruz supone la revelación del amor de la Trinidad hacia la humanidad: nos muestra el verdadero rostro de Dios. Supone, por tanto, una prolongación de la misma creación: como el mundo al ser creado (cf. Gn 1, passim), la cruz acaba por ser buena para la humanidad. La creación y la cruz forman parte del mismo misterio. No se puede entender de este modo el «escándalo de la cruz» como una contradicción y una perversión de la creación, tal como se sigue de la visión del Padre como un juez airado. Cristo-víctima es la confirmación más clara de que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Por eso, la cruz es el trono donde Cristo reina sobre toda la creación: «... cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi» (Jn 3, 14; cf. también Jn 8, 28; Jn 12, 32).

4. Conclusiones.

La cruz se encuentra en la entraña del cristianismo, y no consiste en un mero símbolo, un adorno o un ídolo; la enseñanza cristiana debe ser sobre todo «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Co 1, 18). La cruz es la señal del cristiano. Como consecuencia, la teología cristiana ha de ser una teología enseñoreada por la cruz, de modo que «no se desvirtúe la cruz de Cristo» (1Co 1, 17). Pero no hemos de olvidar que la salvación por parte de Jesús se realizó con «palabras y gestos» (DV 2), con la palabra y con la cruz.

Esto requerirá una interpretación completa de los misterios de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo (no basta con el principio de la sola crux). La teología cristiana ha de ser una theologia crucis y una theologia gloriae, una teología crucificada y resucitada: una teología enseñoreada por la cruz, que continúa -camino de la gloria- la vía abierta en la creación y con la redención. Así, el saber teológico ha de estar inspirado tanto en Ga 6, 14 como en Rm 1, 20, es decir, ha de englobar tanto a la fe como a la razón, y al mismo tiempo asimilar la ciencia y la sabiduría de la cruz. Por tanto, se ha de recuperar la íntima unión entre la creación, la revelación y la redención. De lo contrario, caeríamos en el mismo juicio de los fariseos, quienes pensaban que Dios había abandonado a Jesús (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 35 ss.; Lc 23, 35 ss.; Jn 19, 21).

Por el contrario, hemos de confesar con el centurión: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios» (Mt 27, 54; Mc 15, 39; Lc 23, 47). Jesucristo -el Hijo de Dios encarnado- muere en la cruz, sólo él y sólo en su humanidad. Axial, frente a quien planteaba el problema de introducir el dolor en Dios, de llevar la expresión «el Dios crucificado» hasta las últimas consecuencias, más allá del lenguaje simbólico, queda claro que quien sufre y muere es la segunda Persona de la Trinidad en su humanidad (pues evidentemente no puede morir en su divinidad). La famosa expresión «Dios ha muerto» no será nunca una fórmula teológica. Cuando afirmamos que Cristo ha muerto, nos referimos a que ha muerto en cuanto hombre: su cuerpo y alma humanos se separaron durante los días que median entre su muerte y su resurrección.

Bibliografía:

R. CANTALAMESSA, La fuerza de la cruz, Burgos 2000. M. FLICK, «Cruz», en G. BARGAGLIO y S. DIANICH, Nuevo diccionario de teología, I, Madrid 1982, 266-284. B. GHERARDINI, Theologia crucis. L'ereditá di Lutero nell'evoluzione teologica della Riforma, Roma 1978. W. V. LOEWENICH, «Theologia crucis», LThK 10 (1965) 60-61. L.F. MATEO-SECO, «Teología de la cruz», Scripta Theologica 14 (1982/1) 165-180. J. RATZINGER, Der Gott des Glaubens and der Gott der Philosophen, (Munchen 1960) Leutersdorf 2005.

P. Blanco

II. DIMENSIÓN ESPIRITUAL

1. Centralidad de la cruz

Así como la existencia humana de Jesucristo se encamina hacia la cruz, y en ella culmina, así también la referencia a la cruz del Salvador, y la impronta espiritual de su presencia en la vida de la Iglesia y de los fieles, constituye uno de los fundamentos sustentadores del cristianismo. Al desarrollo de este argumento se dedicarán los párrafos siguientes, centrados principalmente en el testimonio de la Sagrada Escritura y en el de la tradición doctrinal y espiritual católica.

El caminar terreno de Jesús está, en efecto, orientado desde el principio hacia la cruz, en la que había de morir. La hora de la Pascua es el momento esperado, que llena de significado todos los momentos precedentes. «Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12, 50). Más que meta externa donde desembocan sus acciones terrenas, el padecimiento y la muerte que le esperan en Jerusalén, y la resurrección «al tercer día» (cf. Mt 16, 21 y parval.), manifiestan y al mismo tiempo esconden la finalidad de su actuar. La cruz puede ser considerada, en ese sentido, como el «lugar» en el que Cristo quiere revelar en grado superlativo el significado de su encarnación redentora. «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo. Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor» (SD 16). La cruz del Hijo de Dios, o mejor, Él mismo alzado en la cruz y entregando su vida por los hombres, es la manifestación suprema de su condición personal y su misión, esto es, el vértice del desvelamiento del misterio del Padre y de su amor. Por esa misma razón, la cruz ilumina también plenamente el significado de la existencia humana.

En el famoso logion Christi (con la expresión logia Christi se denominan algunas frases del Evangelio que se consideran pronunciadas por el Señor, y son aceptadas como tales por la exégesis) de Lc 9, 23-2 se lee: «Y les decía a todos: "Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a si mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará"». Es probable que los oyentes de Cristo -sus propios discípulos, en primer lugar- no entendieran esas palabras en profundidad, y quizás sintieran al oírlas cierto desconcierto. En realidad, la cruz, como estaba a la vista de cuantos habitaban la tierra de Palestina, era hasta entonces un puro instrumento de castigo para los que se rebelaban contra la dominación romana. Pero Cristo pronunciaba estas palabras contemplando ante todo su propia cruz, hacia cuyo encuentro se encaminaba con decisión. El acontecimiento del Calvario, si bien alejado todavía en el tiempo, estaba muy presente en su alma. En la cruz se daría cumplimiento a la voluntad de su Padre y culminaría su misión terrena: la victoria sobre el pecado y sobre su instigador, asumiendo el Hijo la culpa en lugar de los verdaderos culpables.

En aquella referencia temprana a la cruz, contemplaba también Jesús la esencia permanente del caminar de sus discípulos en la historia, como veladamente anuncia la exhortación a tomar la cruz para seguirle. En realidad, la mirada de Cristo iba más allá de los que le escuchaban, y se extendía a todos los tiempos. Promulgaba una ley para los cristianos de cualquier época. El importante añadido: «cada día», induce a considerar el camino de la cruz como senda habitual del cristiano y no sólo como meta final. El seguimiento personal de Cristo pide en efecto, la negación sincera de uno mismo para cumplir la voluntad de Dios, manifestada en el hecho de tomar sobre si la propia cruz de cada día, estando dispuesto incluso, en una situación límite, a llegar al martirio.

Para la Iglesia y para cada cristiano recorrer ese camino que Cristo ha recorrido, y ha dejado firmemente establecido para quien quiera seguirle, significa entrar de lleno en el dinamismo sobrenatural de su misterio filial, dinamismo de glorificación del Padre y de fidelidad diaria a través de la identificación con su voluntad. En ese caminar cotidiano de los discípulos junto a Cristo, tiene singular protagonismo la cruz como medio eternamente dispuesto por el amor de Dios para reconciliar consigo el mundo. Por medio de la cruz el caminar histórico de los hombres se convierte en vía de salvación y de gloria.

De contenido semejante al de Lc 9, 23-24 son otros pasajes (cf. Mt 10, 37-39; Mt 16, 24-25; Mc 8, 34-35; Lc 14, 25-27), que transmiten este mismo mensaje cristiano fundamental: el nervio profundo del seguimiento personal de Cristo está constituido por la referencia al misterio de su cruz salvadora, y por la libre aceptación en la propia vida cotidiana de cuanto ella significa y representa, esto es, la negación de si mismo y la identificación con la voluntad de Dios. En el seno doctrinal y moral de la Iglesia de todos los tiempos, y también en la conciencia cristiana -en cuanto nutrida en ese seno-, ha inscrito el Espíritu Santo un hondo sentido de la centralidad de la santa cruz, derivada de la inmensa grandeza de Quien fue en ella crucificado por amor a nosotros y en beneficio nuestro. Querer seguirle de cerca en esta vida -en eso consiste, en síntesis, la vocación bautismal cristiana- significa querer participar del misterio de donación, de plenitud filial y de salvación que ha instaurado en el mundo con su cruz. Ella, que es para siempre el signo revelador del amor de Dios a los hombres, es también el molde de la nueva creación en Cristo, la forja de los que están llamados a ser en Él hijos de Dios.

2. Sabiduría de la cruz

«Nosotros debemos gloriamos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en Quien están nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección: por Quien hemos sido salvados y liberados». Estas palabras de la liturgia del Jueves Santo (Misa in Coena Domini, Antífona de entrada; cf. Ga 6, 14) son una perfecta expresión de la verdad de fe que estamos recordando. Cristo crucificado, a Quien los cristianos reconocemos y adoramos como nuestro Dios y nuestro Salvador, es quien llena de luz y de belleza el misterio de la cruz. A quien contempla y ama al Crucificado se le descubre el oculto camino de la sabiduría cristiana: la sabiduría de la cruz, que fuera de Cristo es inalcanzable. De esa sabiduría hablan y dan testimonio con su vida los santos. Como «La ciencia de la cruz» ha titulado, por ejemplo, santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) un ensayo sobre otro santo que ha dejado pruebas de esa misma sabiduría, san Juan de la Cruz (santa Edith Stein, Kreuzeswissenschaft: Studie über Johannes vom Kreuz, neu bearbeitet und eingeleitet von Ulrich Dobhan, Freiburg 2004). A la luz de ese saber, que llega a ser deslumbrante para la inteligencia creyente, luce en todo su esplendor la verdad última de la existencia humana y de la entera creación.

San Pablo ha sido el primero en formular ese fundamental patrimonio cristiano, con unas conocidas palabras: «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el investigador de este mundo? ¿No hizo Dios necia la sabiduría de este mundo? Porque, como en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios por medio de la sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes, por medio de la necedad de la predicación. Porque los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los Mamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1, 20-24). Quedan ya definidos para siempre, en ese impresionante pasaje -que manifiesta la dificultad para abrir paso en el mundo a la sabiduría de la cruz-, los perfiles esenciales del anuncio evangelizador de la Iglesia: «... nosotros predicamos a Cristo crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios». Bajo ese signo, y en virtud de su eficacia desbordante, podrán proclamar los cristianos a lo largo de los tiempos su voluntad de ayudar a restaurar en todos los hombres la imagen originaria de Dios, oscurecida por el pecado, y de promover en la sociedad el reconocimiento de la verdad, para construir un mundo apropiado a la dignidad de la criatura humana. «La sabiduría de la cruz -enseña Juan Pablo II- supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde!» (FR 23).

Pero la sabiduría de la cruz, testimonio en la historia de la fuerza transformadora del Evangelio, es ante todo -conviene recordado de nuevo- sabiduría acerca del Crucificado, que vive ya para siempre junto al Padre, en la unidad del Espíritu Santo, como glorioso Resucitado, y habita también en la Iglesia y en cada uno de nosotros por la gracia. Lo expresa de nuevo con elocuencia san Pablo en unas palabras que podrían ser tenidas, en cierto modo, como un adecuado complemento y una clave de fondo de las citadas en el párrafo anterior. Dicen así: «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 19-20). La conjunción de ambos pasajes, el de 1Co 1, 20-24 y éste de Ga 2, 19-20, sugiere que la ciencia y el anuncio evangelizador del misterio de la cruz sólo son verdaderos y eficaces si están integrados en la experiencia personal (participación por la gracia, seguimiento, identificación espiritual) del misterio del Crucificado. Sólo estando yo en Él, como Él vive en mí, amándole como me ama a mí, se acierta a saber que el misterio de su cruz late en mi cruz de cada día, que se convierte así en luminosa y llena de significado. Lo ilustran bien unas palabras de otro santo enamorado y testigo de la cruz, san Josemaría Escrivá: «Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado (cf. Ga 4, 31), que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo» (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. Homilías, Madrid 1999, 137).

En esa correspondencia de amor con el Crucificado, que se desborda en experiencia de la cruz, se forja el sentido de plenitud personal y de libertad que caracteriza el alma sinceramente cristiana. Se comprende entonces bien, con san Pablo, que el discípulo de Cristo se sienta impulsado a exclamar: «¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!» (Ga 6, 14). Hay, en verdad, en estas palabras algo más que una intima exclamación espiritual, pues dan también razón de esa mirada teológica profunda con la que el cristiano, desde su personal experiencia de la cruz de Cristo, puede aprehender el auténtico significado del mundo y de su propia existencia en él Larga experiencia tenia de ello, por ejemplo, santa Teresa de Jesús, que ha dejado por escrito este sencillo y hermoso testimonio sobre la cruz y el Crucificado: «Hasta ahora parecíame había menester a otros y tenía más confianza en ayudas del mundo; ahora entiendo ser claro todos unos palillos de romero seco y que asiéndose a ellos no hay seguridad, que en habiendo algún peso de contradicciones o murmuraciones, se quiebran. Y así tengo experiencia que el verdadero remedio para no caer es asimos a la cruz y confiar en el que en ella se puso. Hállale amigo verdadero y hállame con esto con un señorío que parece podría resistir a todo el mundo que fuese contra mí, con no me faltar Dios» (santa Teresa de Jesús, Cuentas de conciencia, 3.ª, Ávila 1563, en E. Llamas y otros (eds.), Santa Teresa de Jesús. Obras completas, Madrid 2000, 980.

3. Cruz y resurrección

El Hijo de Dios hecho hombre cumple su misión amando, en la vida y en la muerte, la voluntad de su Padre. Sin meditar este amor y consentimiento filiales, actuados en el Espíritu Santo, no es posible diseñar con éxito los perfiles teológicos del misterio de su filiación y de su cruz, y, por analogía, de las nuestras. Cristo dona su propia vida como la ha vivido: para la gloria del Padre, para manifestar el amor con el que ha amado al mundo (cf. Jn 3, 16), para la salvación de los hombres. «Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Este es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10, 18).

En su mutua inseparabilidad, el dolor y el amor del Crucificado expresan otra indivisión más radical de su misterio: la que existe entre su persona de Hijo Unigénito y su misión de Salvador de los hombres. Los relatos evangélicos de la muerte de Cristo (cf. Mt 27, 32-56; Mc 15, 21-41; Lc 23, 26-49; Jn 19, 17-42), muestran cómo Él la vive, en todos sus aspectos, bajo el signo de la filiación y del amor a Dios y a los hombres. También aquella conmovedora referencia final al Sal 21, 2: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34), debe leerse e interpretarse a la luz de la condición personal y de la misión de Aquel que está muriendo, el Hijo del Padre, que lleva sobre si voluntariamente, amorosamente, el peso del pecado del hombre.

Cruz y gloria son, pues, las dos dimensiones centrales e inseparables del misterio del Crucificado. En la cruz de Cristo hay dolor, sacrificio y muerte, pero brillan también en ella, inseparablemente, esas otras dimensiones que, desde la persona del Crucificado, se proyectan sobre el madero en que fue enclavado. Allí no han dejado de palpitar todos los significados de la entera existencia humana de Jesucristo: filiación divina, misión redentora, glorificación del Padre, amor a los hombres y a todas las criaturas.

Todos esos significados brillan con luz propia bajo el esplendor de la gloriosa resurrección. Y eso significa que no debemos meditar sobre la cruz de Cristo, y sobre su presencia en nuestra vida, sin contemplar al mismo tiempo su resurrección, pues si es cierto que Cristo nació para morir, lo es también que murió para resucitar. La resurrección, en el plano de la finalidad de la vida y la muerte de Jesús, es el hecho real (histórico y sobrenatural al mismo tiempo) que contiene y resume todo el misterio del Verbo encarnado y entregado voluntariamente al sacrificio de la cruz para nuestra salvación. Es la resurrección la que nos hace descubrir el permanente significado salvífico de la cruz de Cristo, del mismo modo que la cruz ilumina desde lo más profundo el significado redentor de toda su existencia humana. En Cristo, crucificado y resucitado, el Padre es plenamente glorificado y la criatura redimida y santificada.

4. La cruz en la vida cotidiana del cristiano.

La vida cotidiana santificada por el Hijo de Dios hecho hombre nos permite entender que también la existencia del cristiano es, en Cristo y en el Espíritu Santo, santificable, y sobre todo que debe ser santificada. Lo será si está informada por el misterio de la cruz, vivido cotidianamente, vía ineludible de la santidad cristiana. De la cruz de Cristo nace una fuente de vida y de significados nuevos, que permiten renovar la existencia de los hombres y todas las realidades humanas, sin cambiar su naturaleza. La cotidianidad humana -la repetición de las cosas de todos los días- se manifiesta bajo la sabiduría de la cruz como amor a nuestro Padre Dios e identificación con su voluntad, es decir, como cotidianidad filial: propio de ella es llegar a ser ocasión de heroísmo cotidiano, fuente de santificación y de eficacia santificadora.

La cruz filial y cotidiana del cristiano se hace así motivo y ocasión de enaltecimiento de Jesucristo «sobre la cumbre de todas las actividades de la tierra», como enseña san Josemaría Escrivá. «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mi. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. Homilías, cit., 183).

Bibliografía

Además de los textos citados en las notas, cf. E. ANCILLI (dir.), «Cruz», en Diccionario de Espiritualidad, I, 676-679, Barcelona 1987. L. BORRIELLO y otros (dir.), «Cruz», en Diccionario de Mística, 496-499, Madrid 2002. J.L. GONZÁLEZ GULLÓN, La fecundidad de la cruz: una reflexión sobre la exaltación y la atracción de Cristo en los textos joánicos y la literatura cristiana antigua, Roma 2003. M. OLPHE-GALLIARD, «Croix (Mystere de la)», en Dictionnaire de spiritualité, 2/2, Paris 1953, cols. 2607-2623. P. REGAMEY, La cruz del cristiano, Madrid 1961.

A. Aranda

 «    Cultura    » 

El término proviene del latín cultus, «acción de cultivar o practicar algo», derivado de colere (cuidar, honrar, cultivar...). La primera acepción del vocablo en castellano estaba relacionada con el culto religioso, con la piedad y el respeto a los antepasados. Esta veneración se extendía también a la herencia histórica más elevada (creencias y tradiciones, obras del arte y de la literatura, etc.). Más neutra es la acepción que proviene de cultivar la tierra; lo cultivado es lo opuesto a la incultura, a la aridez o el barbecho. Las acepciones negativas, o con la ambivalencia que arrastra hoy el término según los usos, surgen a lo largo del siglo XVII en relación con las polémicas estilísticas y literarias entre el gongorismo y sus adversarios. Con significado laudatorio o meramente objetivo lo utiliza todavía Cervantes en el Viaje del Parnaso (1614) y Góngora a partir de 1613. Ya Lope de Vega maneja el término culto para referirse al hablar afectado (así aparece en su Filomena, escrita en 1621), tomado de la misma voz francesa culte, que servía para designar algo elaborado, recargado u ornamentado. Pero sobre todo es Quevedo quien le da un significado mordaz (La Culta latiniparla), al inventar la acepción «culteranista», en la que exagera la raíz, por comparación formal con la del término luterano, que alude a los pertenecientes a una secta de iniciados (cf. J. Corominas y J.A. Pascual, Diccionario Crítico Etimológico Castellano e hispánico, II, Madrid, 1980).

La polivalencia del término según el contexto y el punto de vista de quien lo utiliza continúa en nuestros días, cuando hablamos de alta cultura (high culture) o de elite, y de baja cultura (low culture) o de masas. Un vestido, una máquina de coser o un tatuaje son tan culturales como una sinfonía de Beethoven, pero la gente «culta» no los considera en el mismo plano. La diferencia con respecto a las polémicas del siglo XVII radica en el carácter ideológico de estas cuestiones, según ideas importadas.

Los tres modos más importantes de estudiar en nuestros días la cultura en un sentido global son: las teorías de la comunicación, que analizan el impacto psicológico de los medios; los estudios culturales, que se centran en la función que ocupa la cultura popular en la expansión e institucionalización de la situación social existente; y, por último, el enfoque de la filosofía tradicional que hace hincapié en la dificultad de mantener la excelencia, o la decencia al menos, en una cultura aparentemente volcada hacia el ínfimo denominador común. A pesar de que su atractivo se ha desvanecido algo últimamente, el brazo optimista de los estudios culturales domina también entre los académicos de las disciplinas humanísticas. Los investigadores tienden a colocar todos los «productos culturales» -obras de arte, tal como se definían tradicionalmente, y productos de la cultura popular- al mismo nivel, corno especímenes para ser analizados, no evaluados. El mismo concepto de evaluación es visto (teóricamente al menos) como otro dato más a ser analizado (M. Bayles, «The Perverse in the Popular», Wilson Quarterly, Summer 2001, 40-47).

Desde esta perspectiva hoy dominante de los estudios culturales, la cultura sería entonces el conjunto de datos -informaciones- que todo hombre recibe del ambiente en el que se encuentra inevitablemente inserto y por el que está condicionado. El abanico abarca todos los campos, partiendo de las estructuras productivas y de organización social y llegando a las reproductivas (lenguaje) y los propios métodos educativos. Esta aproximación no es mala del todo. Vivimos en una economía cultural increíblemente compleja y dinámica, que reparte todo tipo de objetos, imágenes, textos, y representaciones a todo tipo de gente, que responde, a su vez, a estos estímulos de mil maneras distintas. Su mecanismo de funcionamiento interno es fascinante, y los estudios culturales representan uno de los pocos campos de investigación que se esfuerzan seriamente por crear un mapa de análisis. Pero es inevitable no pensar en aquel relato de Jorge Luis Borges sobre una civilización que había perfeccionado tanto el arte de la cartografía que los mapas tenían la misma extensión de los territorios. La conclusión fatal de la decadencia de dicha civilización, sobre todo por falta de papel (y de espacio), podría aplicarse también a nuestro tiempo.

Parece haberse impuesto un sentido pasivo de la voz cultura, heredero de la acepción alemana Kultur, como sinónimo de civilización: todo lo producido o transformado por la humanidad, lo que no es naturaleza. Es el objeto de estudio de las modernas ciencias del hombre: sociología, etnología, antropología cultura, etc. Ciencias del hombre en las que parece cumplirse la aserción de René Girard cuando afirma que son esencialmente -o al menos apriorísticamente antirreligiosas: lo religioso sólo tiene cabida en ellas por ser algo superfluo, superficial, sobreañadido o, dicho de otra manera, supersticioso. Aunque no debería ser así, al prescindir de una reflexión trascendental a partir de los principios y basada en ellos, el diálogo de estas ciencias con la teología no siempre es fácil.

I. EL SIGNIFICADO ACTIVO DE LA NOCIÓN CULTURA.

En sentido estricto, el término «cultura» designa el conjunto de los conocimientos que una sociedad transmite y valora, y especialmente aquellos que remiten al pasado más glorioso de la humanidad. Este significado más específico se da por supuesto en el capítulo segundo de Gaudium et spes, cuando se define la cultura como una actividad mediante la cual el hombre se cultiva a si mismo («colit seipsum») para alcanzar la verdadera y plena humanidad (GS 53 y 57). Gracias a la cultura el hombre desarrolla en sí mismo sus facultades específicamente humanas, con un fuerte compromiso espiritual, y se realiza como persona, con su autonomía y originalidad con respecto a los demás.

Si la propia cultura condiciona siempre, no puede decirse, sin embargo, que determine totalmente al individuo. Los mecanismos de interiorización de los modelos culturales no son fáciles de analizar estadísticamente, precisamente porque está en juego la respuesta original del individuo frente al propio modelo cultural. Son mecanismos que dependen tanto de un componente interno -específicamente psíquico o espiritual- como externo o de carácter social, vinculado a un determinado tipo de historia cultural. A través de esta doble vía de la reflexión, antropológica e histórica, se está recuperando en la actualidad la posibilidad de repensar las culturas y la función, desgarradora a veces para toda cultura preestablecida (como la historia del arte puede constatar), de la originalidad del individuo como creador de novedad cultural.

Si a esta autonomía del individuo con respecto a la cultura añadimos la vinculación de toda cultura con la naturaleza (la cultura no sólo no se opone a la naturaleza, sino que es el medio de vivir de forma consciente, y por tanto moral, la propia naturalidad), entendemos por qué no toda cultura (en sentido pasivo) es equivalente. Estarían en mejores condiciones aquellas culturas que posibilitan la contestación de si mismas, es decir, que no impiden sino que promueven la cultura en el sentido activo de respeto a la dimensión original del individuo. Este permitir la constante novedad creativa del ser humano es un valor de la cultura y una necesidad real, cuyas formas expresivas no pueden ser determinadas totalmente a priori.

II. CULTURA DOMINANTE E INCULTURACION.

El Concilio Vaticano II prohíbe expresamente la identificación de la Iglesia y del anuncio evangelizador con cualquier cultura particular, en perjuicio de las demás; y afirma que, por el contrario, es a partir del contacto y la comunión con las distintas culturas lo que las enriquece a ellas y a la propia Iglesia («tum ipsa ecclesia turn variae culturae ditescunt»: GS 58). Siguiendo las huellas del Concilio, el Sínodo de los Obispos celebrado en otoño de 1974, reflexionó sobre el papel de las diversas culturas en la evangelización de los pueblos. Pablo VI, en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, afirmó lo siguiente: «El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura, y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnadas a todas, sin someterse a ninguna» (EN 20)

En nuestros días, las ciencias del hombre estudian al mismo nivel todas las culturas, también las antiguamente consideradas «primitivas»; y a esas mismas culturas dirige su atención la teología. Se entiende que se haya producido un replanteamiento de la noción de inculturación tal como se concebía en la Iglesia desde los albores de la evangelización y del pensamiento cristiano. La Fides et ratio es consciente de que en nuestro tiempo, la inculturación destinada a integrar la tradición de fe de la Iglesia con las diferentes tradiciones culturales, precisa recurrir, más que a la filosofía (como hicieron los Padres de la Iglesia en los primeros tiempos del cristianismo), a la ayuda de otros saberes humanos, como la historia, la antropología y las ciencias sociales en general. En los números 61 y 72 se afirma expresamente que la inculturación no implica la preeminencia de una cultura (occidental) sobre las demás.

Pero lejos de caer en una actitud relativista, la Encíclica Fides et ratio dice también que no toda cultura es equivalente: las tradiciones culturales deben pasar el examen de su significatividad de cara al hombre individual y a la sociedad, así como de su propia consistencia epistemológica y metafísica. Esto es, una cultura o una tradición no son por sí mismas y necesariamente realidades positivas que haya que aceptar. Puede haber culturas muy pobres, poco respetuosas del hombre y la naturaleza, e incluso perniciosas desde el punto de vista antropológico y social. En estos casos, se impone también una fase de «exculturación» de alguno de sus elementos, precisamente para que esa cultura esté al servicio del hombre.

Esta reflexión no excluye determinados aspectos de la cultura occidental dominante, en la que los progresos técnicos y las tecnologías modernas mediáticas han transformado profundamente las relaciones del hombre con la naturaleza, consigo mismo y con los demás, hasta el punto de que las nuevas estructuras surgidas de estos poderes globales no siempre favorecen la originalidad del individuo en su dignidad como persona (la cultura en sentido activo), ni respetan las peculiaridades de otras culturas. Al menos en los países más desarrollados parece que se prescinde de una visión trascendente de la vida, con el consiguiente empobrecimiento de la vida cultural, que de ser un elemento de dignificación del hombre pasa a convertirse en cauce de manipulación al servicio de intereses creados por un sistema agresivamente consumista.

El peligro es grave porque la globalización, inicialmente asociada al ámbito económico y de las telecomunicaciones, se ha convertido en un fenómeno que afecta a todos los sectores de la vida humana, y puede dificultar enormemente el derecho de «todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo, a alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural, de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones» (GS 60). Este mercantilismo cultural dominante en Occidente se ceba especialmente con los más pobres (menos dotados también culturalmente), y provoca reacciones a menudo muy violentas. Por esta razón, el diálogo entre la Iglesia y las culturas es fundamental no sólo para la nueva evangelización y para la inculturación de la fe, sino también para la marcha del mundo y para el futuro de la humanidad.

Ante esta realidad innegable, Juan Pablo II abogó por la construcción de una familia de naciones o «comunidades de hombres unidos por vínculos diversos, pero sobre todo, esencialmente, por la cultura» (Discurso ante la asamblea de la UNESCO, 2.VI.1980). En Hiroshima, el 25 de febrero de 1981, dirigiéndose a los representantes de la ciencia y de la cultura, reunida en la universidad de las Naciones Unidas, afirmó lo siguiente: «La construcción de una humanidad más justa o de una comunidad internacional más unida no es precisamente un sueño o un vano ideal. Es un imperativo moral, un deber sagrado, que el genio intelectual y espiritual del hombre puede enfrentar, por medio de una vigorosa movilización de los talentos y las energías de todos, y aprovechando todos los recursos técnicos y culturales». En esta tarea la Iglesia sigue siendo experta en humanidad, y no sólo porque la fe cristiana haya sido a lo largo de la historia creadora de cultura y de ciencias, y fuente inspiradora de literatura y arte, sino sobre todo porque «es, efectivamente, creadora de la cultura en su mismo fundamento» (ibid.).

III. CULTURA Y TRASCENDENCIA

Si la cultura en un sentido activo permite al hombre hacerse más humano y mejor persona, la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la fe, para ser una fe viva, sino también una necesidad de la cultura, que se empobrece inevitablemente si pierde la referencia a la dimensión trascendente del hombre. Como afirma Fides et ratio, en referencia a Gaudium et spes (53-59) «... las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia» (FR 70). La separación entre fe y cultura conlleva riesgos para el destino del ser humano, como ha demostrado la tristemente aleccionadora historia del siglo XX.

Pero no es el de la Iglesia (ni debe ser el de la teología) un pensamiento desesperanzado: «Allí donde ideologías agnósticas, hostiles a la tradición cristiana, o incluso declaradamente ateas, inspiran a ciertos maestros del pensamiento, es aún mucho mayor la urgencia que apremia a la Iglesia de entablar un diálogo con las culturas, a fin de que el hombre de hoy pueda descubrir que Dios, muy lejos de ser rival del hombre, le concede realizarse plenamente, a su imagen y semejanza. En efecto, el hombre sabe trascenderse infinitamente a sí mismo, como lo prueban de forma manifiesta los esfuerzos que tantos genios creadores realizan para encarnar perdurablemente en las obras de arte y de pensamiento valores trascendentes de belleza y de verdad, más o menos fugazmente intuidos como expresión de lo absoluto. Así el encuentro de las culturas es hoy un terreno de diálogo privilegiado entre hombres iniciados en la búsqueda de un nuevo humanismo para nuestro tiempo, más allá de las divergencias que nos separan» (Juan Pablo II, Carta autógrafa de fundación del Consejo Pontificio para la Cultura, 20.V.1982).

En el diálogo intercultural, los estudios artísticos adquieren enorme importancia pues permiten establecer lazos de igualdad con los países del tercer mundo, cuyas tradiciones han ejercido una enorme influencia en la evolución del arte contemporáneo occidental. No es casual que nuestra época valore la autenticidad de unas formas poco afectadas, espontáneas y directas: el espíritu del primitivismo en definitiva (cf. E. Gombrich, The preference for the Primitive. Episodes in the History of Western Taste and Art, London 2002). Esta tendencia minimalista y simbólica ha dejado su huella también en la renovación litúrgica.

Además, como muestran los textos sapienciales y las enseñanzas de san Pablo, las culturas que evocan los valores de las tradiciones antiguas llevan consigo -de manera implícita pero no menos real- la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, por lo que la inculturación podría incluso superar las supuestas incompatibilidades entre naturaleza y civilización forjadas por el pensamiento moderno (heredero de las influencias de pensadores como Rousseau y Freud), expresado en la misma noción excluyente de Kultur, que ya denuncia Gaudium et spes cuando afirma: «... dondequiera que se habla de vida humana, naturaleza y cultura están en íntima conexión) (n. 53) Aunque la originalidad del ser humano no se agota en la esfera cultural, la cultura es algo más que lo que hacemos, un depósito que de alguna forma nos precede y condiciona, como la naturaleza: «... nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queremos» (GS 85).

Por eso, la opción por el primitivismo característica de nuestro tiempo tendría mucho de vuelta a casa, de cumplimiento de un anhelo natural. Y en todo caso, más que una ruptura con la tradición occidental, se trataría de una consecuencia lógica en un proceso que hereda la visión lineal de la historia propia del Occidente cristiano: un movimiento de regreso a los orígenes, por oposición a la noción de progreso ilustrada, que no sirve para explicar los fenómenos artísticos, en los que toda ganancia implica también una pérdida. Quizás sea el arte y las creaciones del pensamiento humano universal, la cultura en sentido estricto, lo que permita una verdadera hermandad de naciones; y en lo que respecta a la preeminente civilización occidental (forjada en la tradición grecorromana y judeocristiana), la superación de algunas de sus más recientes contradicciones internas, como ha afirmado insistentemente Juan Pablo II.

Bibliografía

F. MIGUENS, Fe y cultura en la enseñanza de Juan Pablo II: cómo anunciar el Evangelio a todas las gentes, Madrid 1994. F. J. PEREZ-LATRE (ed.), Los nuevos areópagos: 25 textos de Juan Pablo II en las Jornadas Mundiales de las Comunicaciones Sociales (1979-2003), Pamplona 2003. J.M. ROVIRA BELLOSO, Fe y cultura en nuestro tiempo, Santander 1988.

J. Latorre