Laicos • Lenguaje • Ley • Libertad • Liturgia
Una reflexión teológica sobre los términos «laicos/laicado» presupone la naturaleza de la Iglesia, su estructura y su misión, para comprender desde ahí la situación del cristiano y el papel de los cristianos denominados «laicos» (o «seglares»). Abordamos aquí, en primer lugar, el núcleo de nuestro tema: los fieles laicos, su vocación y misión. En segundo lugar se estudia el apostolado de los laicos.
En la comunión orgánica de la Iglesia, la condición común fundamental a todos los cristianos se adquiere por el bautismo y, con ella, el sacerdocio común de los fieles, que constituye la «sustancia» o la ontología misma del ser cristiano. La vocación común cristiana se realiza en modos diversos. Esos modos diversos son lo que suelen llamarse «vocaciones particulares» o condiciones de vida en la Iglesia: fieles laicos, ministros ordenados, miembros de institutos de vida consagrada.
Así como «cristiano» es nombre de vocación, también lo es de misión (toda vocación es para una misión): llamado en Cristo y enviado por Cristo para extender el Evangelio. El apostolado pertenece a la sustancia misma del cristiano y, a nivel eclesial, la comunión es para la misión. Esto significa que todos los fieles son responsables de la misión evangelizadora de la Iglesia, y no sólo los pastores (cf. AG 5): todos ellos son «portadores de la misión». Por tanto, seria simplista establecer un reparto de competencias exclusivas: al laico, el mundo secular; al presbítero, el ámbito sacramental del templo; al religioso, el testimonio escatológico.
La Iglesia en su conjunto mantiene con el mundo una relación necesaria, que no es de dominio sino de oferta para una cooperación mutua. Aunque no cabe decir que los dos -Iglesia y mundo- estén al mismo nivel (porque el último fin de la creación es el Reino de Dios), la Iglesia continúa el diálogo salvífico que Dios ha iniciado con los hombres en la historia de la salvación. La carta magna del diálogo apostólico o salvífico es la Ecclesiam suam (1964), primera encíclica de Pablo VI. Entre los textos del Concilio Vaticano II destaca, en este punto, el capítulo IV de la Constitución pastoral Gaudium et spes.Sólo desde una eclesiología de comunión, y en relación con la misión que toda la Iglesia tiene respecto al mundo puede comprenderse lo que a continuación se dirá sobre los fieles laicos y el laicado.
La realidad vital que recubren los términos «seglares» o «fieles laicos» -los que a veces se llaman «cristianos corrientes» o «cristianos comunes»- es tan antigua como la Iglesia. Otra cosa es la reflexión teológica sobre el laicado, a la que nos referiremos en seguida. En dependencia de ella se expone más adelante la participación de los laicos en la «triple función» de Cristo, para terminar con algunas orientaciones sobre la formación de los laicos.
Aunque en sentido profano la palabra «laico» (del griego laos, pueblo) designa a cualquier miembro del pueblo, el uso cristiano -introducido, en contexto litúrgico, por san Clemente Romano en su Carta a los Corintios, del año 95- entiende por laico a un miembro del pueblo de Dios que no tiene función de gobierno. A partir del siglo V se va introduciendo la distinción tripartita «clérigos-laicos-monjes», según la cual el laico se distingue no sólo del clérigo por razón de la ordenación, sino también del monje por el estilo de vida.
El término «laico» ha adquirido desde el siglo pasado una connotación negativa (laicismo, laicista, etc.): designa con frecuencia al que se sitúa frente, si no en contra, de lo cristiano. Para evitar una confusión con este sentido, a los denominados en otro tiempo (cristianos) «seglares» la terminología eclesial y teológica los designa actualmente fieles laicos o cristianos laicos.
La reflexión teológica de los últimos siglos tendía a considerar a los fieles laicos como elementos pasivos en la misión de la Iglesia. Esto comenzó a cambiar a mitad del siglo XX, cuando surge un planteamiento renovado en torno a la teología del laicado (R. Spiazzi, G. Philips, y sobre todo Y. Congar), en el contexto de la experiencia de la Acción Católica. Otros fenómenos espirituales y pastorales en la Iglesia venían promoviendo la llamada universal a la santidad entre los fieles laicos: es en particular el caso del Opus Dei, desde su fundación en 1928 por san Josemaria Escrivá. Finalmente cabe evocar la Influencia de los movimientos apostólicos en torno a la «acción». Unida a esta reflexión emerge la consideración teológica de la «secularidad», palabra que ya hemos estudiado y que se emplea en los años previos al Concilio Vaticano II para hablar de la referencia de los laicos a las realidades temporales (trabajo, familia, política, etc.).
El Concilio Vaticano II activó el papel del laico en la Iglesia y en el mundo, como partícipe de la misión que tiene todo el pueblo de Dios. Además, el Concilio recuperó la distinción entre el concepto de fiel (que expresa, como hemos visto, la dignidad común de todo bautizado) y el concepto de laico, que expresa un modo concreto de ser cristiano (aun siendo el más común), con una vocación y misión propias: ordenar «desde dentro» las realidades temporales al Reino de Dios, y que tiene como propia la «índole secular» (cf. LG 31).
En 1972, Pablo VI señaló: «La Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado y se realiza de formas diversas en todos sus miembros». En continuidad con Pablo VI, la Exhortación Christifideles laici (1987) afirmó: «Todos los miembros de la Iglesia son participes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, "es propia y peculiar" de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión "índole secular"» (ChL 15; cf. LG 31). Si todos los cristianos lo son, los fieles laicos a título especial son «Iglesia en el mundo» -así los llama un documento de los obispos españoles de 1991- y «haciendo el mundo».
Todo esto quiere decir que para los cristianos laicos su vida en el seno de las realidades temporales no es sólo un marco externo que nada tendría que ver con su fe y su santidad. Antes al contrario, gracias al bautismo y los carismas que han recibido, su vida familiar, profesional, cívica, etc., forma parte integral de su vocación y su misión cristiana. Con otras palabras: la situación que tienen en el mundo se convierte para ellos en lugar, medio y materia de su «ser Iglesia», de su santidad y apostolado. Las realidades temporales no son para ellos sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también una realidad teológica y eclesial (cf. ChL 15).
En definitiva, la dimensión secular pertenece a la Iglesia, coincidiendo con lo que habitualmente se denomina secularidad en sentido amplio. Esta dimensión pertenece, por tanto, a todos los cristianos. En cambio, la índole secular es el modo propio de la secularidad de los fieles laicos. En términos más concretos, todos los cristianos participan de la misión salvífica que la Iglesia tiene en el mundo, mientras que lo propio de los laicos es desempeñar esa misión «desde dentro» de las realidades temporales.
A raíz del bautismo, los fieles laicos participan del «triple oficio» de Cristo (triplex munus). Es importante advertir que, en cuanto laicos, esta participación se expresa en ellos de modo propio, es decir, de acuerdo con su índole secular, sus dones y carismas, y su condición de vida (cf. ChL 15 y 64; este desarrollo teológico prolonga la línea señalada por el Concilio Vaticano II).
a) Oficio o función sacerdotal: «Todas sus obras [...] si son hechas en el Espíritu [...] se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo» (LG 34).
b) Oficio o función profética: están «llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, [...] a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria "también a través de las estructuras de la vida secular"» (LG 35).
c) Oficio o función real: en el marco de su participación como cristianos en la realeza de Cristo, los laicos «están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12, 32; 1Co 15, 28)» (ChL 14; cf. LG 36).
3. La formación de los fieles laicos.De la vocación y misión de los fieles laicos se deducen las coordenadas fundamentales de su formación, que veremos en primer lugar.
a) El objetivo fundamental es doble: la toma de conciencia sobre la propia vocación y la disponibilidad para el cumplimiento de la propia misión (cf. ChL 58). En otras palabras: que pueda decirse de ellos lo que se decía de los primeros cristianos, que son como el alma del mundo (cf. Carta a Diogneto, caps. 5 y 6).
b) Como medios principales de esa formación cabe señalar: la escucha de la Palabra de Dios y la reflexión sobre la fe de la Iglesia, la oración y la dirección espiritual. Entre las funciones de la dirección espiritual está la de ayudar a discernir los dones y talentos recibidos, teniendo en cuenta las circunstancias personales, eclesiales, sociales e históricas (cf. ibid).
c) Tanto la raíz como la finalidad de la formación laical se centran en la unidad de vida (ver más abajo) en Cristo, de modo que, a través de los fieles laicos la vitalidad del misterio de la encarnación, penetre también en las actividades temporales infundiendo en ellas el fermento de la gracia. Se trata de conseguir una síntesis entre las diversas dimensiones de la persona: espiritual, doctrinal (o teológica), humana (virtudes y valores) y apostólica (cf. ChL 59-63).
A mediados del siglo XX se vio la necesidad de explicar el apostolado de los laicos de forma que sirviera para comprender el conjunto del laicado y no sólo de algunos laicos, concretamente los que colaboraban en el apostolado jerárquico, por ejemplo a través de la Acción Católica. Después del Concilio y hasta nuestros días, con la extensión de la perspectiva de los ministerios, se ha vuelto necesario insistir en que los laicos son todos los fieles laicos, aunque a veces se hable de «laicos comprometidos» con referencia a los que colaboran en tareas intraeclesiales. En efecto, esa última expresión Gene el riesgo de contribuir al oscurecimiento de la misión más propia de los fieles laicos, la que desarrollan en el seno de las realidades seculares.
En el Concilio Vaticano II, cuando los redactores de Apostolicam actuositatem quisieron precisar no ya el fundamento, sino los modos de ejercicio del apostolado, se encontraron con la dificultad de sistematizar las actividades apostólicas de los laicos, por lo que decidieron asentar el principio de la prioridad del apostolado personal. Se sobreentiende que este modo básico del apostolado permanece también en la misión de los pastores y en la vida consagrada.
El apostolado de los laicos puede ejercitarse individualmente o en comunidades y asociaciones (cf. AA 15). El apostolado que se desarrolla individualmente fluye de la fuente de la vida verdaderamente cristiana (cf. Jn 4, 14) y es el principio y fundamento de todo apostolado seglar, también del asociado, de modo que nada puede sustituirlo. Posee además un carácter permanente y universal tanto respecto a los sujetos como a los tiempos y lugares: todos los laicos, están llamados a ejercitado, es útil siempre y en todas partes, y en algunas circunstancias es el único apostolado apto y posible (cf. AA 16).
En ese marco de las formas del apostolado, se valora el apostolado personal desde diversas perspectivas: en relación con la vida, la conducta o el ejemplo de los laicos; con el testimonio de la palabra, la actividad temporal o la caridad; en situaciones de especial dificultad (persecución, dispersión, etc.); y siempre en referencia al culto y la oración (cf. AA 16 sa.).
Al mismo tiempo se promueve el apostolado de los laicos también en formas asociadas, como expresión de comunión y medio eficaz para lograr una mayor influencia del Evangelio en la sociedad (cf. M 18). Entre las múltiples formas del apostolado asociado, algunas se proponen el fin general apostólico de la Iglesia; otras buscan de modo particular el anuncio del Evangelio y la transmisión de la fe; o procuran la inspiración cristiana del orden social o el testimonio de Cristo, especialmente a través de las obras de misericordia y caridad (cf. AA 19).
La Exhortación Christifideles laici trata del apostolado de los laicos en un contexto más eclesiológico (cf. ChL 28). Reafirma la absoluta necesidad del apostolado de cada persona singular e insiste en la necesidad de que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un miembro de la Iglesia, que ha de realizar una tarea original, insustituible e indelegable, para el bien de todos. Además de esa irradiación constante del Evangelio, subraya la coherencia de la vida personal con la fe.
También este documento pone de relieve la importancia de impulsar el fenómeno asociativo laical (grupos, comunidades, movimientos, etc), que nace de diversas fuentes y responde a variadas exigencias: expresa la naturaleza social de la persona, y por tanto es también signo de la comunión eclesial (cf. Mt 18, 20); obedece a la búsqueda de una peculiar eficacia operativa, sobre todo en el aspecto «cultural», es decir, en la transformación del ambiente y de la sociedad (cf. ChL 29).
La libertad de asociación de los fieles laicos proviene del bautismo y debe ser ejercida en comunión con la Iglesia. Como criterios de discernimiento y reconocimiento de las asociaciones laicales («criterios de eclesialidad», cf. ChL 30) hay que apuntar: el primado concedido a la vocación de cada cristiano a la santidad; la responsabilidad de confesar la fe católica; el testimonio de comunión con el Papa y los obispos; la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia; el compromiso en una presencia dentro de la sociedad humana, al servicio del hombre y de acuerdo con la doctrina social de la Iglesia.
La unidad de vida (cf. ChL 17, 34 y 59) quiere decir que entre los aspectos fundamentales de la vida laical -santidad, apostolado y trabajo o actividad temporal, vida familiar y social, etc.- hay una conexión estrecha.
«Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte» (san Josemaría Escrivá, Homilía La Vocación cristiana, 1951).
Los fieles laicos poseen una responsabilidad personal en la santidad y en la misión apostólica de la Iglesia. Su trabajo santificado es en sí mismo apostolado (aunque no «por sí mismo», sino por su unión a Cristo). Todo ello pide una formación y un esfuerzo personal, supuesta siempre la ayuda divina, para evitar las quiebras de la «unidad de vida», como son fundamentalmente: el pietismo o devocionalismo (el intento de una vida espiritual sin frutos apostólicos); el activismo apostólico (el afán por «ganar almas» o el esfuerzo en la promoción humana sin el fundamento de la vida espiritual); un trabajo profesional desvinculado de la experiencia cristiana y apostólica (entendido como campo de autoafirmación personal o como coto cerrado a una consideración y vivencia transcendentes del mundo).
Entre otras posibles fracturas entre la fe y la vida, hoy deben señalarse particularmente dos: una vida de familia carente de «estilo cristiano» (despreocupada por las virtudes, la oración, los sacramentos, la caridad); un tiempo de descanso o de ocio sin contar con Dios y los demás, o dedicado al consumismo, con olvido de la sobriedad y otras manifestaciones de la naturalidad cristiana en la vida social. (Esto último puede suceder en las fiestas y especialmente los domingos, cuando no son vividos como tiempos de alabanza y acción de gracias, de alegría y solidaridad).
La unidad de vida se configura en tomo al amor o la caridad, que es la sustancia de la comunión con Dios. Y la caridad se demuestra particularmente en el servicio a los «últimos», porque en ellos se ve a Cristo: en los pobres y necesitados, los humillados y despreciados; en los enfermos, los niños y los ancianos, los marginados y oprimidos (cf. NMI, cap. IV, especialmente, 49 ss.). Este testimonio de coherencia es hoy más que nunca necesario y eficaz, sobre todo en la vida pública y al servicio del bien común (cf. EEu 41).
Por lo que se refiere a la presencia de los laicos en la sociedad, cabe decir que su expresión fundamental es la presencia del cristiano singular que testimonia el Evangelio con su vida entera. El apostolado de este cristiano es tan eclesial como el realizado de forma más o menos oficial o pública por parte de asociaciones, movimientos, etc. Por tanto, una auténtica «promoción del laicado» o «presencia de los laicos» no debe desatender en la práctica el apostolado personal e individual como forma primordial del apostolado de los laicos. Al mismo tiempo, lógicamente, los fieles laicos pueden y, en muchos casos deben, junto con otros ciudadanos -cristianos o no-, buscar la defensa de sus derechos y procurar, por los medios y procedimientos que existen en las sociedades democráticas, que los criterios del Evangelio presidan la vida de las personas y de las naciones Han de impulsar asimismo la observancia de la ley moral natural y los valores que favorecen la acción del Espíritu Santo; valores que son, ya de por sí, signos de esa acción, como la solidaridad y el perdón, el diálogo y la paz.
En realidad, los cristianos laicos no se hacen «presentes» en las realidades seculares, porque sencillamente «ya están ahí». Como hemos venido insistiendo, las realidades seculares (trabajo, familia, participación en la vida cultural y política, etc.) no son un ámbito ajeno a su vida, sino que la configuran entretejiendo la historia misma de los hombres que los laicos contribuyen a construir. Lo que debe acontecer es la manifestación cristiana de esa presencia originaria; manifestación que debe llevar a los cristianos laicos -individual o asociadamente- a cristianizar, esto es, a transformar su realidad antropológica y social. En este sentido, las agrupaciones comunitarias deben promover, facilitando una honda experiencia cristiana, el compromiso personal de cada cristiano laico en la evangelización.
Sintéticamente, en el apostolado personal de los laicos pueden señalarse tres rasgos fundamentales:
a) Es un apostolado en la vida ordinaria, pues por la gracia los fieles laicos participan del valor redentor y santificador de la «vida oculta» de Cristo (cf. GS 32; CCE 512-533).
b) Es un apostolado de amistad: la amistad con Cristo cura y redime toda amistad, llevándola a una profundidad y a una altura insospechadas (cf. Jn 15, 15). La amistad que tiene por motivo a Cristo es indestructible.
c) Se realiza mediante un diálogo sobre la experiencia cristiana: nace espontáneamente de las propias vivencias (pues a partir de ellas necesariamente se valora la realidad); y comunica, por medio de la amistad, la experiencia de un cristiano, es decir: la experiencia de la vida con Cristo (cómo influye en la propia vida, en el ámbito familiar, en el trabajo, etc.).
BibliografíaY. CONGAR, Jalons por une théologie du laïcat, Paris 1953 (trad. española: Jalones para una teología del laicado, Barcelona 1961). J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1985 14. J.L. ILLANES, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973; Laicado y sacerdocio, Pamplona 2001. R. PELLITERO, «La contribución de Yves Congar a la reflexión teológica sobre el laicado», Scripta Theologica 36 (2004) 471-507; Ser Iglesia haciendo el mundo. Los laicos en la nueva evangelización, Costa Rica 2006; Los laicos en la eclesiología del Concilio Vaticano II: santificar el mundo desde dentro, Madrid 2006. P. RODRIGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 19872.
R. Pellitero
Se habla de lenguaje cuando se da una pluralidad de signos de la misma naturaleza cuya función primaria es la comunicación entre intérpretes. Se habla del lenguaje de los animales, del lenguaje del arte, del lenguaje de los gestos, etc. El lenguaje verbal humano es un sistema de signos caracterizado por los siguientes rasgos: un canal vocal-auditivo, dos subsistemas básicos: fonológico y gramatical; creatividad; convencionalidad (relaciones arbitrarias entre expresiones del sistema y elementos de la realidad); además los usuarios pueden ser indistintamente emisores y destinatarios; el lenguaje puede ser también ámbito de referencia de sí mismo, es decir, puede utilizarse reflexivamente dando lugar a metalenguajes. Estas características se dan en todas las lenguas humanas y pueden ser suficientes para distinguir el lenguaje verbal humano de otros sistemas de comunicación animal o humano.
El lenguaje humano es apto «para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana» (FR 67). En este ámbito podemos distinguir entre el lenguaje religioso, el lenguaje teológico y los lenguajes de la fe.
El lenguaje religioso comprende el horizonte de lo sagrado, del misterio y de la apertura del ser humano a lo de algún modo Absoluto. Presenta, entre otras, las siguientes características: asertividad, autoimplicación, simbolización y operatividad. En el caso del cristianismo la dimensión asertiva está muy presente en las fórmulas de la transmisión de la fe. Las personas religiosas, al reconocer a Dios o al misterio en sus vidas entregándose a Él con un deseo y esperanza de salvación se religan y autoimplican en relación con Él. Esta implicación del creyente en las palabras con las que confiesa y vive su religión hace que éstas lleguen a actuar eficazmente en su existencia. Los lenguajes religiosos son simbólicos. Hacen presente lo ausente, visible lo invisible, patente lo latente, inmanente lo trascendente. Son mediaciones de lo religioso en cuanto hacen presente el misterio de Dios sin que deje de ser trascendente. Todos los símbolos revelan una realidad más allá de la apariencia sensible. Por eso el lenguaje religioso recurre al simbolismo. El cristianismo primitivo conoce un simbolismo tipológico y alegórico. En Alejandría la tendencia de los hebreos hacia el simbolismo se conjuga con las interpretaciones alegóricas de los griegos. Estos lenguajes se desarrollarán en la patrística y en la Edad Media y serán revitalizados en el siglo XX.
El lenguaje teológico surge del religioso cuando se reflexiona y articula sistemáticamente la fe religiosa. Es un lenguaje que expresa la fe y, al mismo tiempo, reflexiona sistemáticamente sobre su contenido. Es el lenguaje que expresa la revelación de Dios, pero sin entrar aún en las vivencias especificas de aceptación, proclamación, celebración, Invocación, acción de gracias o unión con Dios, expresadas en los lenguajes de la fe. Éstos enumeran la pluralidad de actos lingüísticos realizados por los creyentes cuando asumen, profesan, acogen, anuncian, celebran y comunican la fe. El lenguaje teológico presenta un carácter asertivo, en cuanto expresa la fe de manera confesional en una serie de aserciones («Creo», fides quae); un carácter autoimplicativo, que corresponde a la actitud del creyente de entrega confiada a Cristo, un carácter doxológico, que expresa el reconocimiento de la gratuidad de la salvación cumplida por Dios en Cristo (fides qua) y un carácter operativo, en cuanto la fe lleva al compromiso y a la vida en Cristo.
El lenguaje teológico cristiano nace del encuentro del mensaje evangélico con el mundo de la cultura griega, especialmente con la filosofía del platonismo y del estoicismo. En este encuentro en ocasiones se acentúa lo que podemos conocer y decir de Dios, ya que Dios se ha dado a conocer en las palabras humanas (cf. Gn 2, 19 ss., Ex 33, 11, Dt 34, 10; Ba 3, 38; 1Co 13, 12; 1Jn 3, 2) y por eso en la Escritura se encuentran lenguajes descriptivos, líricos, metafísicos, simbólicos o antropomórficos para hablar de Dios. En otros momentos se enfatiza lo que no podemos conocer ni decir de Él. Nuestro lenguaje sobre Dios es limitado (cf. Ex 33, 20-23; 1R 19, 3; Sal 138; Sal 43, 29-33; 1Tm 6, 16; 1Jn 4, 12; Jn 6, 46). Ante Dios es preciso enmudecer (1Co 2, 9; Is 64, 3). Ni siquiera puede pronunciarse su nombre «sagrado y temible» (Lv 20, 16; Ex 20, 7; Dt 5, 11). Para Filón y Clemente de Alejandría la naturaleza divina es esencialmente incognoscible e inefable. Pero podemos hablar de Dios recurriendo al simbolismo y a la analogía (Origenes). También por medio de tres vías: la afirmativa, la negativa y la eminente (Pseudo-Dionisio): «Dios no puede ser entendido ni encerrado en palabras, ni cabe en la definición de un nombre. No es ninguna de las cosas que existen ni puede ser conocido en ninguna de ellas. Él es todo en todas las cosas y nada entre las cosas. Es correcto usar este lenguaje para hablar de Dios, pues todas las cosas le alaban en su relación de efectos que son de Él, causa de ellas. Pero la manera más digna de conocer a Dios se alcanza no sabiendo» (Dionisio Areopagita, Los nombres divinos y otros escritos, Barcelona 1980, VII, 3). San Agustín es consciente de los límites del lenguaje teológico, ya que Dios es espíritu y el lenguaje humano se basa en elementos del mundo sensible. Además el ser humano ni siquiera puede hablar adecuadamente de su espíritu, menos aún de Dios. Si pudiéramos comprender a Dios, ya no sería Dios. Y sin embargo el lenguaje teológico es válido, ya que «Dios se ha hecho miseria para que nosotros pudiéramos hablar de Él no obstante nuestra extrema miseria» (san Agustín, Enarrationes in Psalmos, Madrid 1964-1967, 6) y además, porque el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Los términos hacen presente la Verdad que viene de Dios mismo. En san Buenaventura encontramos un lenguaje analógico, que parte de la presencia oculta de Dios en la creación y un lenguaje paradójico, que se asienta en la tiniebla luminosa que la mente detecta y en la redención acontecida en la cruz. El lenguaje teológico muestra las huellas de Dios en la creación y en la mente con ayuda de la iluminación divina. En el Concilio IV de Letrán se proclamará la primacía del lenguaje de la desemejanza en la relación entre Dios y las criaturas. Se trata de una formulación que, fundada en la fidelidad al dato históricamente revelado, señala la consistencia del lenguaje analógico así como las limitaciones de cualquier lenguaje conceptual.
Uno de los autores que mejor ha sistematizado la doctrina de la analogía para hablar de Dios es santo Tomás de Aquino. Al igual que otros autores de la época, el Aquinate aplica esta noción aristotélica al lenguaje sobre Dios para evitar, por una parte, el discurso unívoco acerca de Dios que, aun siendo superlativo, no dejarla de ser un discurso de criaturas, y por otra, el discurso equívoco. La función de la analogía no es la de suministrar nueva información acerca de Dios como tampoco constituirse en una gramática para la producción de un lenguaje religioso. Es una regla de la lógica que nos ayuda a definir los límites del lenguaje acerca de Dios. Permite salvaguardar la trascendencia de Dios, sin caer ni en el agnosticismo ni en el fideísmo. Así se superan los peligros de la univocidad, del antropomorfismo y la idolatría: «Así como la palabra libre del espíritu humano constituye una categoría totalmente nueva frente al lenguaje natural [...] así también el libre hablar de Dios, cuando se revela dentro de la historia humana, representa una categoría totalmente nueva. Dios aparece como el Sujeto soberano, que habla, actúa, elige y rechaza, juzga y perdona según leyes que sólo Él conoce y que no pueden ser deducidas de las leyes vigentes en la existencia o en la historia» (H.U. VON Balthasar, Ensayos teológicos I. Verbum caro, Madrid 1964, 114). En efecto, si el lenguaje humano no estuviera capacitado de algún modo para hablar de Dios, el ser humano no sería un verdadero interlocutor, libre y responsable en relación con su creador.)
Los lenguajes de la fe expresan las vivencias religiosas de los creyentes. Señalemos algunos de ellos centrales para el cristianismo.
1. El lenguaje de Jesús en los evangeliosLas palabras de Jesús son espíritu y vida (Jn 6, 63). No dejan nunca indiferentes a quienes las escuchan. Jesús es el Logos del Padre. En los relatos evangélicos se encuentran diversas reacciones ante las palabras de Jesús. Hay quienes muestran su descontento (Mc 10, 22), hay quienes se escandalizan (Mc 15, 12) considerándolo endemoniado Jn 10, 20). Estas reacciones proceden del carácter paradójico de su palabra («duro es este lenguaje») (Jn 6, 60). Sus adversarios tratan de arrestado precisamente porque en el logos de Jesús se revela aquello que Él es, aquello que Dios es. Hay también asombro ante la fuerza operativa de las palabras y actuaciones de Jesús («... di una sola palabra y sanará»: Mt 8, 8; Lc 7, 7). Con su palabra Jesús actúa eficazmente. Su decir es hacer; sanar (Mc 2, 10); resucitar (Lc 7, 14); dominar a los demonios (Mc 1, 25). En las cartas de san Pablo se muestra cómo, en el acto mismo de la acogida de la palabra, Dios actúa (1Ts 2, 13; 1Ts 1, 5).
2. El lenguaje de la profesión de feDecir «creo» comporta un acto de asentimiento que expresa la aceptación absoluta de una proposición sin ninguna condición así como una aprehensión concomitante de los términos lingüísticos con que se proclama el Credo (cf. J.H. Newman, An Essay in Aid of a Grammar of Assent, Oxford 1985, 13). Para que pueda ser anunciada y comunicada, la fe se expresa en una serie de aserciones lingüísticas en cuanto que en el acto de fe se dice tener por verdaderas proposiciones y frases que manifiestan verdades divinas. Así, san Pablo anuncia y transmite en forma de aserciones aquello que a su vez ha recibido (1Co 15, 3-8). Sin embargo, el acto de fe no termina en lo que se enuncia sino en la realidad trascendente a la que se orienta: «No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite "tocar" [...]. Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Éstas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilada y vivir de ella cada vez más» (CCE 170). El Concilio Vaticano II señala la importancia del lenguaje para presentar la revelación cristiana. Ésta aparece expresada en el lenguaje bíblico y narrativo como un acontecimiento interpersonal de encuentro. Este encuentro se desarrolla con palabras y acciones, íntimamente unidas. Además la revelación de Dios aparece como Palabra expresada con un lenguaje concreto, personalista, dialógico, dinámico y operativo (DV 2). En efecto, Dios ha hablado en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana (cf. DV 12). Ello quiere decir que investigando el lenguaje podemos abrirnos al Misterio de Dios revelado por medio de palabras y acciones humanas: «Aprovechando los progresos realizados en nuestro tiempo por los estudios lingüísticos y literarios, la exégesis bíblica utiliza cada vez más métodos nuevos de análisis literario, en particular el análisis retórico, el análisis narrativo y el análisis semiótica» (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Ciudad del Vaticano 1993, 37). La intrínseca relación entre la palabra y la obra de Dios no reside sólo en que ambas proceden del amor de Dios, sino también en que ambas actúan eficazmente en el hombre (Hb 4, 12). La palabra en la que reconocemos a Dios va siempre unida a su acción creadora.
3. El lenguaje de las declaraciones del magisterio.La declaración afirmativa del contenido de la revelación y el papel de tal declaración deben ser entendidas como un aspecto de la expresión global de la revelación, que es la historia de las palabras y obras salvadoras de Dios. Dado que los hechos de la historia de la salvación no son hechos brutos, sino las acciones de Dios en la historia, contienen un significado que se expresa en palabras proféticas y sapienciales. Sólo con Cristo está dicha plenamente la palabra de Dios. La posibilidad de aserciones dogmáticas y declaraciones por parte del magisterio de la Iglesia reside en la enseñanza de Jesús, en el testimonio de la Iglesia para realizar afirmaciones que manifiesten de manera adecuada y verdadera aquello que hay que conservar como realidades que identifican auténticamente la profesión de fe del cristiano de todos los tiempos. Si las interpretaciones que componen el Nuevo Testamento fueron necesarias después de la vida del Señor, también es necesario formular hoy con un lenguaje autorizado y regulativo (el lenguaje de las declaraciones magisteriales) el depósito de la fe.
4. Lenguaje litúrgico.La expresión lingüística de la fe no es algo accesorio o extrínseco. Es esencial para que se actualice y comunique la fe. La comunicación de Dios al hombre a través de la palabra litúrgica se funda no en la naturaleza del lenguaje, aunque éste exprese y haga presente la acción de Dios, sino en la naturaleza de la fe, que es escucha de la palabra de Dios y puesta en práctica de esa palabra. El lenguaje litúrgico es así prolongación del Verbo encarnado. Así lo afirma el Vaticano II al sostener que Cristo se hace presente en el acto de la proclamación litúrgica de la palabra (cf. SC 7). Además, en el lenguaje litúrgico recurrimos a aquellas palabras con las que Dios nos enseña a entendernos con Él: para que sepamos expresarnos adecuadamente, decirle que le necesitamos, para que podamos unimos a los hermanos al unísono contamos con los lenguajes de la oración y de los sacramentos.
5. El lenguaje de los místicos.El místico se sirve del lenguaje ordinario, expresa sus vivencias usando palabras del lenguaje ordinario, pero sometiéndolas a paradojas, metáforas, superlativos y antítesis. A través de estas formas lingüísticas el hombre se abre al horizonte de la trascendencia y del misterio cuya voz más elocuente es la del silencio. Se trata de un lenguaje emotivo, apofático y paradójico. Además, el lenguaje del místico es mistagógico. Sus palabras encaminan hacia el misterio de Dios; al narrar sus experiencias místicas abre el camino a otros. Con todo, para que el testimonio del místico sea auténtico, tiene que ponerse en relación con el lenguaje que regula la fe normativamente dentro de las comunidades cristianas.
De esta manera estos y otros lenguajes de la fe expresan la tensión ineludible entre el contenido infinito del misterio de Dios y la forma limitada de todas las fórmulas lingüísticas. En Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, Dios nos habla de manera elocuente y significativa. La reflexión teológica y el anuncio cristiano, al poner en relación la palabra de Dios y la vida humana en todas sus dimensiones, manifestarán más plenamente la potencia salvadora de la Palabra encarnada.
BibliografíaF. CONESA y J. NUBIOLA, Filosofía del lenguaje, Barcelona 1999. A. GRABNER-HEIDER, Semiótica y teología. El lenguaje religioso entre la filosofía analítica y hermenéutica, Estella 1976. . McQUARRIE, God-Talk. El análisis del lenguaje y la lógica de la teología, Salamanca 1976. B. MONDIN, Cómo hablar de Dios hoy, Madrid 1979. V. VIDE, Los lenguajes de Dios, Bilbao 1999.
V. Vide
La idea nominalista de las leyes positivas que rigen la sociedad civil no puede ser trasladada de forma unívoca a la concepción de la ley de Dios manifestada en la Sagrada Escritura.
En el primer Testamento, la Ley se sitúa en el marco de una concepción religiosa que tiene en la alianza de Dios con su pueblo la referencia última. En el Nuevo Testamento, la Ley se percibe en un contexto trinitario que no puede ser ignorado. La voluntad del Padre se manifiesta en Jesús, el Cristo, y es interiorizada gracias al Espíritu.
En el Antiguo Testamento la «ley» se refiere fundamentalmente a las prescripciones contenidas en el Pentateuco en contraposición a los «escritos» sapienciales y poéticos y a los oráculos proféticos. En sentido amplio, la «ley» significa también la voluntad de Dios y el camino que sigue el hombre que se aparta del impío (Sal 1), y busca a Yahwéh de todo corazón (Sal 119, 1).
Ya en el paraíso Dios da a Adán un «precepto» (Gn 2, 16-17) que es la revelación de su proyecto. De la atención a esta voluntad de Dios depende la felicidad del hombre y su armoniosa inserción en el conjunto creado.
Durante el éxodo, Israel acoge la revelación de la ley de Dios y la sitúa en el marco religioso de una alianza que es vocación y oferta gratuita de Dios (Ex 20, 2-17). La fidelidad a la alianza, que configura la misma existencia del pueblo, está rubricada por la fidelidad a la ley divina (Jos 24, 21-24). El don de la Ley en el Sinaí no suprime, aunque sobrepasa, la promesa hecha a Abrahán (Rm 7; Ga 3).
En medio de las tentaciones y desvíos constantes del pueblo de Israel, los profetas vaticinan un tiempo mesiánico en el que la ley ya no estará esculpida en tablas de piedra, sino que será grabada en los corazones por obra del Espíritu (Ez 36, 26-27).
Deportado a Babilonia y privado de sus instituciones fundamentales, Israel sólo retiene la Ley como seña de identidad. Después del exilio, la Torah se convierte en el centro de su vida. El amor a la Ley es exigente y consolador a la vez (Esd 8, 9) y lleva hasta la misma aceptación del martirio (1M 1, 57-63; 1M 2, 29-38; 2M 7). Tanto el salmo 119 cuanto el libro de Baruc recogen una alabanza a la Ley, profundamente religiosa (Ba 4, 1).
En el Nuevo Testamento a la Ley dada por medio de Moisés se contraponen la gracia y la verdad, reveladas en Jesucristo (Jn 1, 17). Sin embargo, los que han vivido bajo la Ley, como Siméon, eran también movidos por el Espíritu (Lc 2, 22-35).
a) Jesús mismo cumple la Ley de Moisés e invita a sus seguidores a cumplirla (Mt 5, 17 ss.; 8, 4). Es preciso observar la Ley, sin omitir su cumplimiento de forma irresponsable (Mt 23, 23; Lc 11, 42). Pero el cumplimiento externo oscurece su sentido profundo y lleva a ignorar la gratuidad de la salvación ofrecida por Dios (Mt 15, 1-14).
Jesús exige una perfección interior que supere la fidelidad literal a determinadas leyes y propugna un cumplimiento de la Ley en la absoluta radicalidad del amor -a Dios y a los hombres- que la resume y le otorga su sentido (Mc 12, 28-34; Mt 7, 12). Así glorifica la vivencia de la pobreza «según el Espíritu», la limpieza «del corazón» más que el lavatorio de las manos, el «ojo simple y luminoso» que refleja las buenas intenciones (Mt 5, 3.8.28; Mt 6, 19-23).
Ahora bien, Jesús ofrece unas orientaciones que no se limitan a ser vagas generalidades, sino que imponen o prohíben comportamientos muy concretos: la limosna, la oración y el ayuno, el amor a los enemigos y el perdón que trasciende la antigua norma del talión.
b) Después de su conversión, Pablo de Tarso comprende que la letra de la Ley, en la que ha puesto su seguridad y su honra, no es capaz de ofrecer la salvación a los hombres. La nueva y definitiva «justificación» sólo viene por la fe en Jesús el Señor, por la aceptación de Jesucristo como redentor, y por la disposición a con-vivir, con-morir y con-resucitar con Cristo (Rm 3, 28; Ga 6, 16). Sin embargo, la ley no puede ser despreciada. Era santa (Rm 7, 12-14), pero, en la nueva era inaugurada por el Mesías Jesús, la Ley se limita a agudizar el conocimiento del pecado y de la transgresión (Rm 3, 20; Rm 7, 7), sin liberar al hombre del mal que lo esclaviza (Ga 3, 10-14).
c) En la teología joánica, la Ley Antigua es sustituida por la adhesión personal a Cristo. La Ley alcanza su plenitud y su sentido en el amor a los hermanos. El amor es el cumplimiento de la Ley. El amor ha nacido de Dios y lleva a los creyentes a comunicarlo a los hermanos (1Jn 4, 7-8). Por eso hay un mandamiento de amar, un mandamiento nuevo o escatológico (Jn 13, 34; Jn 15, 8-12; 1Jn 2, 8-10). La caridad es la ley en su plenitud (Rm 13, 10).
Como para alejar la tentación de cierto marcionismo moral, afirma la Veritatis splendor que, aunque distingamos habitualmente entre la Ley Antigua y la Ley Nueva, no debemos olvidar que ambas tienen por autor al mismo y único Dios y como destinatario al hombre (VS 45).
El cristiano confiesa que la efusión del Espíritu, enviado por Cristo, lo ha liberado de las exigencias de la Ley Antigua. No porque la Ley de Moisés fuera religiosamente inadecuada o moralmente despreciable, sino porque la Ley ha encontrado su cumplimiento en el amor que Cristo ha revelado y vivido.
a)Para el cristiano, la salvación no se debe a las obras buenas realizadas en cumplimiento de una ley escrita, sino a la bondad misericordiosa de Dios que salva gratuitamente y también gratuitamente ayuda a cumplir la nueva ley del Espíritu en las obras de cada día. Por eso el cristiano debe estar atento a no recaer en el fariseísmo y ha de mantenerse abierto a la percepción y realización del sentido de la alianza que la gracia renueva en él.
La Ley Antigua era un pedagogo que llevaba a Cristo, como el esclavo llevaba al niño hasta su maestro (Ga 3, 23-24). Frente a la Ley antigua, el Nuevo Testamento presenta la nueva ley de Cristo como la guía para los que han renacido en él (Ga 6, 2). Cristo no sólo promulga, con sus palabras y sus obras, la voluntad de Dios (Mt 5-7), sino que Él mismo es la norma universal y concreta para sus seguidores: aun antes de hablar, Él es la palabra de Dios y el icono de Dios. La bondad ya no es la adhesión a una idea o la búsqueda de la armonía cósmica, sino la «obediencia de la fe» (Rm 1, 5) que descubre en Cristo la orientación para la vida individual y para la organización social. Como ha escrito Juan Pablo II, «... la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu» (VS 45).
La suya es la «ley del Espíritu de la vida en Jesucristo» (Rm 8, 2). La ley es el Espíritu que se nos da. Ley vital que infunde vida en Jesucristo. La suya es la «ley escrita en la mente y en el corazón» (Hb 8, 10; cf. Jr 31, 33). La ley interiorizada y promulgada por el Espíritu, como habían anunciado los profetas. La suya es la «ley perfecta de la libertad» (St 1, 25; St 2, 12). Ley perfecta y regia (St 2, 8), no sólo en los contenidos sino en el Espíritu de la libertad que genera. Aun las prescripciones «exteriores» son protección de la libertad interior.
b) De esta naturaleza de la Ley del Espíritu se deducen las características y propiedades que comporta:
- En primer lugar, en cuanto a su contenido, y sus orientaciones más generales, la Ley Nueva: 1º) perfecciona la Ley del Antiguo Testamento, ayudando a encontrar y realizar su último sentido; 2º) no pretende determinar con minuciosidad todas las acciones de los hombres; 3º) centra y reduce su contenido a las exigencias últimas de la caridad (cf. Mt 22, 40; Ga 5, 14; Rm 13, 8-10).
- En segundo lugar, en cuanto al cumplimiento de esas mismas orientaciones morales: 1º) el cumplimiento de la nueva ley vivifica al hombre, es decir, brota del que es la «vida» y justifica; 2º) su cumplimiento no es oprimente y gracias al Espíritu se ofrece como yugo suave y carga ligera (Mt 11, 28-30).
En consecuencia, para el Evangelio el mandamiento es liberador. La virtud ya no consiste, como en el fariseísmo, en conformarse a la ley y someterse a un esquema normativo impuesto desde el exterior, sino en aceptar a Jesucristo como revelación y guía.
BibliografíaD. COPPIETERS de GIBSON (ed.), La loi dans I'Éthique chrétienne, Bruxelles 1981. M. LIMBECK, Das Gesetz im Alten and Neuen Testament, Darmstadt 1997. J.R. FLECHA, Teología Moral Fundamental, Madrid 2003, 254-259.
J.R. Flecha
La ley despierta múltiples resonancias en cualquier persona de nuestra cultura occidental, sin referirnos a la tradición judeocristiana. La importancia decisiva que la ley tiene en esta tradición ha sido determinante para su articulación dentro de la moral, la sociedad y la política. Entre sus significados existe uno que ilumina a los demás. El valor teológico que alcanza en los evangelios y, sobre todo, en las cartas paulinas hace de la ley una dimensión imprescindible para la comprensión de la vida cristiana como un camino hacia la plenitud espiritual.
Es importante asumir esta perspectiva para comprender una tradición que tiene su propia historia y contiene criterios básicos de discernimiento. Se evita así acceder al concepto de ley desde la sola visión «moderna», que en este punto es extremadamente conflictiva y que ha conducido a la ambigüedad del uso del término «ley».
Los Padres de la Iglesia encontraron el concepto paulino de ley que, a su vez, entroncaba con el estoico, que propugnaba una «ley natural» de carácter universal. Envueltos en una cultura helénica pluriforme y multirreligiosa fue fundamental para la primera evangelización el testimonio de la vida cristiana como una vida «según el Logos», un Logos por el que el cosmos había sido creado. Los Padres supieron integrar en una visión cristiana lo positivo de la posición estoica de una realidad moral que une a los hombres en un destino. Destaca entre ellos san Justino, que insiste en un conocimiento moral que une a los hombres por una cierta iluminación de Dios: «Porque Dios procura a todo el género humano lo que siempre y en absoluto es justo; le procura digo, toda justicia, y así todo el mundo reconoce que son malos el adulterio, la fornicación y el asesinato y cosas semejantes, y aun cuando todos cometan esos crímenes, por lo menos, cuando los están cometiendo, no pueden menos de reconocer que están haciendo una iniquidad, si se exceptúa a quienes llenos del espíritu impuro y corrompidos por educación, costumbres y leyes perversas, han perdido las nociones naturales, o más bien, las han apagado» (Diálogo con Trifón, 93, 1).
San Ireneo integra el concepto de ley dentro del plan de salvación de Dios a modo de una enseñanza realizada para la llegada de Cristo: «El Señor no disolvió lo natural de la ley, por la que el hombre queda justificado, y antes de la entrega de la ley guardaba a quienes se justificaban por la fe y complacían a Dios. [...] Porque todos los preceptos naturales son comunes a nosotros y a aquéllos en los que tuvo su inicio y nacimiento. Pero en nosotros alcanzó su aumento y plenitud. Asentir a Dios, y seguir a su Verbo, y amarlo sobre todo, y al prójimo como a uno mismo (el hombre es próximo del hombre), y abstenerse de toda obra mala, y todo lo que es por el estilo es común a ambos, y muestran al único y el mismo Dios» (Adversus haereses IV, 13, 1, 4).
Clemente de Alejandría, usando la comparación paulina de la ley como pedagogo (Ga 3, 24), da un paso más, pues Cristo es el verdadero maestro de vida que nos conduce a la madurez. San Agustín incorporará la idea de la «ley eterna», que es el orden pensado por Dios que ilumina, y es la última razón de toda ley u ordenación presente en el mundo: «... la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural e impide perturbarlo» (Contra Faustum, 22, 27). De esta forma, incluye la dimensión trascendente de la ley para mostrar mejor el fundamento de la obligación de su observancia, que permanece abierta a la necesidad de la gracia para su cumplimiento.
La ley no es un estadio definitivo en el camino hacia Dios, sino que sirve para revelar la incapacidad del hombre para vivir según esa ley por sí mismo, y exige la gracia de Jesucristo. «La Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la Ley» (De spiritu et littera, 19, 34).
Como síntesis del pensamiento patrístico sobre la ley hay que destacar a san Máximo el Confesor que la centra en el acto redentor de Cristo que restaura al hombre viejo fracturado por la división de su corazón, y hace surgir el hombre íntegro que en sus deseos puede alcanzar a Dios. En la obediencia de Cristo se da la conjunción perfecta entre ley natural (logos de la naturaleza) y ley divina (Logos). La obediencia de Cristo es ley interna de la voluntad humana, de la cual el hombre debe participar para alcanzar su salvación.
b) Síntesis medievalEn la línea agustiniana, los teólogos medievales se van a preocupar en sistematizar el conocimiento de la ley dentro del conjunto de los saberes teológicos con un acento especial en la moral. Es el concepto clave con el que Alejandro de Hales estructura la parte moral de su Summa Theologica que es un referente para todos los maestros posteriores El concepto de ley se propone dentro de una visión económico-salvífica, en la cual cada momento de la acción de Dios supone una ley para los hombres. Se articula así una primera división cuatripartita de la ley en: ley eterna, presente en el orden deseado por Dios; ley natural, por la cual el hombre, criatura racional, participa de aquella ley; ley escrita, revelada por Dios a Moisés y contenida fundamentalmente en el Decálogo; y ley nueva, que es la propia de la nueva alianza que Cristo ha dado a los cristianos.
Las cuestiones propiamente teológicas se centran en la relación entre ley eterna y ley natural, por una parte, y ley escrita y ley nueva, por otra. En cuanto a la primera, las explicaciones se ocupan del modo de participación de la ley natural en la eterna; en la segunda, en los distintos modos de comprender la ley escrita.
Santo Tomás hace en la Summa Theologiae (I-II, qq.90-108) una síntesis de todo el tratado de la ley a partir de un concepto teológico de Ley Nueva, que integra la gracia en el conocimiento moral y se inserta en una dinámica virtuosa, que señala cómo el fin de la ley es la plenitud del hombre: «El fin de cualquier ley es que los hombres se hagan justos y virtuosos» (S.Th., I-II, q.92, a.1). La ley explica el modo mismo de actuar del hombre en la búsqueda de la verdad y la forma de ordenar sus dinamismos para obrar acciones buenas originadas en la caridad. «Encontramos una ley cuatriforme, la primera es la ley de la naturaleza, que Dios infunde en la creación; la segunda la ley de la concupiscencia; la tercera la ley de la escritura; la cuarta la ley de la caridad y la gracia que es la ley de Cristo».
«Como es manifiesto que no todos pueden alcanzar la ciencia, Cristo nos ha dado una ley breve, que puede ser conocida por todos, y ninguno puede excusarse de su cumplimiento por ignorancia. Ésta es la ley del amor divino. Como dice el Apóstol en Rm IX (28): El Señor hará una sentencia breve sobre la tierra» (Sobre los dos preceptos de la caridad). c) El legalismo nominalistaCon la Baja Edad Media y la crisis del papado y el Imperio, aparece un nuevo orden social en el cual comienza a primar una idea absolutista del poder. Con ello se pierde la racionalidad interna de la ley que habla caracterizado la primera síntesis medieval. Para Duns Escoto, la rectitud de la ley procede del hecho de ser imperada por la voluntad divina. Va a decir entonces que los mandamientos de la segunda tabla que corresponden a los del amor al prójimo podrían haber sido diferentes y que sólo se pueden conocer por una revelación de la voluntad de Dios (cf. Ordinatio, I, d. 44). Guillermo de Ockham llega al extremo de considerar que la ley no es sino la manifestación de la voluntad arbitraria del legislador y que Dios no está sujeto a nada en el orden que quiere imponer a sus criaturas. No hay otra rectitud fuera del sometimiento a la voluntad de Dios (In III Sent., q.12). Incluso podría haber dispuesto que odiar a Dios fuera un acto de virtud en vez de un pecado. El legalismo es completo, ya que el único fin de la moral sería la aplicación exacta de la ley, y no hay otra consideración posible de la naturaleza humana que el simple sometimiento común a una misma ley.
Comienza así una absolutización de la libertad como algo ajeno a la verdad. Esta libertad absoluta -independiente de la verdad- se atribuye primero a Dios, pero acaba aplicándose a la libertad humana. El resultado es una relación dialéctica contra la ley: cuanto más ley menos libertad y cuanto más libertad menos ley. El enfrentamiento entre ley y libertad, que caracteriza a toda la época moderna, nace de esa concepción legalista. Francisco Suárez escribe un voluminoso tratado sobre la ley en el cual la referencia a Dios que impera la ley constituye el elemento último de su esencia: la voluntad del legislador de obligar al súbdito a cumplir o evitar determinados actos. De este modo, el sentido de instrucción que tenia la ley en santo Tomás cambia por el de «constricción» de una voluntad a otra (De legibus, lib. 1, c. V). Este concepto voluntarista y extrinsecista es el que domina la literatura de los manuales de moral desde el siglo XVII al XX.
d) Secularización del concepto de leyA causa de la separación que realiza Lutero entre una ética mundana y una ética de salvación, se produce una progresiva secularización del concepto de ley. La insistencia en el aspecto de imposición de una voluntad sobre otra se comprende a partir de la relación humana entre el soberano y el súbdito. Todo se centra en una ley que es un límite de la libertad y que se fundamenta en la capacidad coercitiva del gobernante.
En este marco puramente secular se escriben los tratados filosóficos sobre la ley más influyentes, como los de Thomas Hobbes, que la explica por medio de un pacto común sin referencia ninguna a una verdad precedente (Leviathan) o el de Hugo Grocio (De jure belli ac pacis) -inspirado en el racionalismo de Francisco Suárez-, cuyo iusnaturalismo comprende la ley moral como una deducción de la naturaleza humana. Se confunde así el orden moral con un orden físico y no se deja a la libertad sino la tarea de aplicar en los actos este orden físico al que estaría sometida. Este error interpretativo lo denunciará David Hume al señalar que del «ser» de las cosas es imposible deducir el «deber ser» (A Treatise of Human Nature III, parat. I. sect. I). Pero el filósofo inglés no aporta ningún elemento de fundamentación de la ley fuera del acuerdo social en las costumbres para una convivencia pacífica y beneficiosa.
En paralelo a esta falta de fundamentación se articula una visión puritana de la ley que centra todo su valor en el aspecto coactivo de la presión social, llevando hasta el extremo la identificación de lo religioso con la represión en el campo moral. Se trata de un moralismo especialmente pernicioso que ha hecho confundir a muchos el verdadero concepto de la ley cristiana.
La ley había caído entonces en un reduccionismo que afectaba internamente la verdad del hombre. Por una parte, un naturalismo que ignorando el valor de imagen de la libertad humana, concebía al hombre como una parte más de la naturaleza, sin considerar la llamada radical a la amistad con Dios y la naturaleza del hombre como «capax Dei».
Por otra parte, la determinación real de la ley quedaba al arbitrio de los acuerdos sociales, con un peligroso sociologismo que hace de lo fáctico ley, interpretándola como una especie de interiorización de lo que vive la sociedad.
Immanuel Kant es heredero de esta moral legalista. Su reacción tratará de superar el extrinsecismo con el que se presentaba la ley iusnaturalista a la libertad. Busca en la dinámica libre de la voluntad la presencia de una obligación que va a entender como la auténtica autonomía del hombre, que es para sí mismo ley (Fundación de la metafísica de las costumbres, sec. I). Con ello suprime de la ley todo contenido concreto, y la reduce casi inevitablemente a un formalismo. Elimina toda posible fundamentación racional de cualquier ley que afecte a los actos comunes de los hombres.
De la falta de fundamento de la ley entregada a los acuerdos humanos se ha acabado con una politización progresiva de la ley moral. Se llega a creer que todo lo legal es moral por el hecho de ser aceptado por muchos. Las ideas éticas de las personas se separan de la experiencia moral que las funda y sufren una profunda ambigüedad. Tras la experiencia dramática de las guerras mundiales, la importancia de los acuerdos y la necesidad de preservar la dignidad del hombre han permitido el reconocimiento de los derechos humanos a modo de cierta ley universal válida para todos, pero no se ha sabido evitar una progresiva reducción de sus contenidos por intereses de lo más variado, como es evidente en el caso del derecho a la vida.
Este modo extrinsecista y secular de la ley ha influido en una teología moral que ha tomado como fundamento el concepto de autonomía kantiano y la importancia del diálogo con el mundo, y ha perdido el valor teológico que encierra y en el que radica una de las claves de toda renovación moral.
e) El personalismo anomistaEl último paso de esta secularización de la ley procede de la calda del puritanismo en la primera guerra mundial, que dejó a muchos sin una dirección adecuada en sus acciones. Como reacción surgió un existencialismo que, al centrarse en el valor único e irrepetible de la persona en su libertad, concluye que la ley que procede de una deducción de la naturaleza es incapaz de expresar su verdadera riqueza. La persona, en una situación determinada, podría actuar moralmente contra la ley. De aquí procede la denominada «ética de situación», que ha querido ver en determinadas transgresiones una afirmación de la persona frente a lo impersonal de una ley abstracta.
Hay un doble lenguaje que encubre un hondo fariseísmo. Por una parte, se exalta la libertad humana como la ausencia de todo limite y se proponen como modelos sociales la transgresión de las normas morales como modo de liberación y de progreso. Pero, de otra parte, se tiende a destacar los condicionamientos naturales, psicológicos, educativos hasta llegar a negar la libertad. En consecuencia, se insiste en una uniformación de las conductas en elementos secundarios con una extensión cada vez más opresiva de lo que sería simplemente «políticamente correcto». Algunos autores del mundo anglosajón han llegado a hablar de un nuevo resurgir de la casuística desde el punto de vista de las acciones que se consideran «correctas» y que deben ser socialmente aceptadas.
La ambigüedad moral a que esto conduce es cada vez más acentuada en una sociedad que dice haber superado cualquier normativa ética, pero que se siente de hecho atormentada por problemas morales crecientes.
Hemos de volver a lo más genuino de la tradición cristiana, que tiene su fundamento en la comprensión de la ley como guía de la vida moral. Así lo reconoce el Concilio Vaticano II cuando dice: «... la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal, mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre participe de esta ley suya» (DH 3).
La encíclica Veritatis splendor (6.VIII.1993) ha salido al paso de la confusión acerca de la noción de ley en que acabó la teología que, por una aceptación acrítica del concepto de autonomía de corte kantiano y la secularidad entendida como ausencia de consideraciones religiosas, oponía ley y libertad, y reducía la conciencia a un sistema racional de normas ajeno a la verdad profunda del hombre.
La encíclica establece un modo nuevo de relacionar la verdad y la libertad, de forma que se implican mutuamente. La libertad es un movimiento para alcanzar una verdad moral con un valor personal de raíz que el hombre debe discernir libremente y que tiene que ver con la constitución de una comunión personal: «La libertad, hunde sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión» (VS 86). En este dinamismo de búsqueda de la verdad del bien de la persona aparece la ley como una ayuda en el discernimiento: «El hombre en su tender hacia Dios (...] debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto debe poder distinguir entre el bien y el mal» (VS 42).
La ley surge desde la necesidad de un conocimiento interior que guíe la libertad y evite así toda interpretación voluntarista o extrinsecista. Por eso la encíclica habla de libertad antes de hablar de ley. Con este orden se destaca que el fin que busca la libertad no es el cumplimiento de la ley, sino la plenitud personal en una comunión de personas.
a) División de la leyEn su articulación plenamente teológica, la Encíclica presenta una visión renovada de la doctrina clásica cristiana según una división cuatripartita.
1º) La ley eterna. La mención de la ley eterna es necesaria para indicar que no se puede hablar de una «plena autonomía» del hombre como si fuese el principio de su propia ley. La trascendencia que el hombre experimenta en su obrar, por el cual llega a ser «padre de sí mismo» (san Gregorio de Nisa, De vita Moysi, 11, 3), es posible por una relación con Dios, con una «existencia ante Él». Por eso se ha de hablar de la verdadera autonomía del hombre como una «teonomía participada» (cf. VS 41).
A partir de la ley natural en cuanto fundada en la creación y dentro de un plan de Dios, se introduce la idea de ley eterna de raíces agustinianas, que santo Tomás define como «La razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» (S.Th., I-II, q.93, a.1). Esta definición señala ante todo una característica fundamental: se trata de un conocimiento, no de una imposición «voluntarista» arbitraria. Para santo Tomás, toda ley es, ante todo, una «ordinatio rationis» y no la elección de una voluntad (frente a los nominalistas); la razón interna de la ley es la ordenación al fin por la cual es la verdad del bien la que tiene la posición de fin y no la misma ley.
La capacidad del hombre de ordenarse a si mismo hacia el fin en su acción libre será entonces la raíz de toda ley moral, el germen de lo que se ha de denominar con exactitud «ley natural».
2º) La ley natural. Desde la consideración de la ley como un conocimiento se sigue la concepción de la ley natural, que se entiende como «la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo [...] la luz divina impresa en nosotros» (S. Th., I-II, q.91, a.2). La relación con la ley eterna está clara a través de la categoría de la participación que señalamos con anterioridad en relación con la creación. «La ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la naturaleza racional» (ibid).
La formulación de santo Tomás tiene la grandeza de unir distintos elementos de la moral a partir del estudio de la especificidad del conocimiento moral, conocimiento que surge y se mantiene desde la acción. La razón no nos aparece como fuente de argumento deductivo, sino como búsqueda de un sentido personal, es decir, como un modo de ordenar la acción hacia una plenitud que hace razonable la acción y explica su porqué. La ley natural, es una dimensión de la razón práctica en cuanto sigue el orden racional en las acciones libres.
Las características de la ley natural son las siguientes:&ndash: Es inmutable y vigente en todas las épocas de la humanidad.
Estas tres características han sido de tal modo puestas en discusión que han originado un rechazo radical al concepto mismo de «ley natural».
Por su valor interior, la ley natural se aleja de toda comprensión legalista, como imposición de la voluntad de la autoridad sobre la del súbdito. No se trata de una constricción, sino de una ordenación racional propia del sabio: es propio del sabio ordenar. Responde, más bien, a un orden que se inserta en el momento en el que la libertad busca la verdad del bien que ha motivado su movimiento.
La nueva recepción de la racionalidad práctica de corte aristotélico desarrollada por santo Tomás (Anscombe, Kluxen) ha podido destacar el valor interno de la ley como guía de la acción por la existencia de una verdad del bien correspondiente a los fines de las virtudes. Esta verdad no es el bien físico, ni el bien del juicio de conciencia que tendría un valor moral por sí mismo.
La universalidad e inmutabilidad de la ley son cuestiones discutidas en un clima de pluriculturalismo y de rápidos cambios sociales y culturales. Se acumulan en contra de estas características los datos de la diversidad de comportamientos morales, de formas distintas de percibir la moralidad de algunos actos a lo largo de la historia y la dificultad de dar respuesta a las nuevas cuestiones de la vida contemporánea.
La universalidad de la ley natural ha sido presentada en la tradición de la Iglesia como unida al plan universal de salvación de Cristo. Esto implica la clara convicción de la relevancia del comportamiento moral para la salvación de cualquier persona humana. «En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es Él mismo ayer, hoy y por los siglos" [GS 10]. Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo» (VS 53).
El concepto de naturaleza humana, no es aquí meramente físico, y hunde sus raíces en la convicción de la asunción por el Hijo de Dios de una «naturaleza humana» por la cual «se ha unido a todo hombre» (GS 22). Se trata de la unidad de los hombres en el origen y en el destino. Han sido creados en Cristo y por Cristo, para vivir con Él para siempre en una unión específica entre el orden de la creación y la salvación.
3º) La ley escrita: formulación de los contenidos de la ley natural. La misma tradición judeocristiana que ha hecho posible la formulación de la ley natural, se ha preocupado al mismo tiempo de señalar los contenidos concretos que la expresan, por ser una indicación preciosa para la vida de la humanidad y la defensa de la dignidad de los hombres.
Se ha considerado que el Decálogo, verdadera revelación divina (CCE 2070), es una expresión abreviada de los contenidos fundamentales de la ley natural. La revelación de la denominada «ley escrita» fue comprendida por Israel como una enseñanza peculiar de la sabiduría divina: «... ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahwéh nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 7-8). Es natural la coincidencia en sus contenidos con otros códigos morales religiosos, precisamente por confluir en un aspecto que afecta directamente a la verdad del hombre. Pero por eso mismo se refuerza su valor de revelación dentro de la providencia divina, muy ligado al designio divino de establecer una alianza con todos los hombres.
La tradición cristiana supo distinguir dentro de la Torah (Ley) judía el valor moral de determinados mandamientos y el de aquellos de naturaleza cultural o social. A los primeros se les reconocía un valor permanente, pero no a los otros, pues dependían o de una fase imperfecta del culto a Dios que ha sido abolida por la aparición de Cristo, o de una estructura social ligada a una cultura y un tiempo particulares.
4º) La ley nueva. Veritatis splendor toma la definición de santo Tomás»: «... la Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo» (S.Th. I-II, q.106, a.2). En ella sintetiza la larga tradición que destaca la dimensión cristológica de la ley que internamente tiene que ver con la moción del Espíritu Santo.
A partir de esta definición, queda claro que no se debe entender la ley como un código de normas, sino como una luz que guía la libertad del hombre a la verdad plena. De aquí que las dos notas características de esta ley sean el influjo de la gracia y del Espíritu Santo, que esclarecen y llevan a plenitud el concepto de ley natural sin variarlo.
La relación entre ley natural y ley nueva se puede explicar según las características mismas de la encarnación de Cristo (cf. S.Th., I-II, q.108, a.1), que define el Concilio de Calcedonia: «... sin confusión, sin separación» (cf. D. 302). Se trata de un nuevo orden de nuestros actos que procede de Dios y que nos dirige a la comunión plena con Él; no se añade a la ley natural, sino que la conduce a la plenitud. Hay que destacar el valor cognoscitivo fundamental que contiene y que lo une al don de sabiduría.
Por la presencia interior del Espíritu, a esta ley se le llama la «ley de libertad» (St 2, 12) y en este sentido se dice que el justo «no está bajo la ley» (Ga 5, 18; cf. 1Tm 1, 9). Como explica santo Tomás, «... los justos no están bajo la ley, porque el movimiento e instinto del Espíritu Santo que hay en ellos, es su propio instinto, pues la caridad inclina a lo mismo que la ley prescribe» (in ep. ad Gal. V, 5). De esta forma, por el don de la gracia, se supera al máximo la distancia entre la autoridad divina y la voluntad humana, produciéndose una progresiva connaturalización del hombre con la vocación divina. La inclinación del afecto, a un nivel espiritual, tiene un papel muy especial como motor privilegiado de las acciones y expresión eminente de la dinamicidad de la gracia. Con esta concepción santo Tomás realiza una integración de la doctrina de la ley y la de la caridad con una gran repercusión en el campo moral. Se puede entonces destacar que tiene su centro en Cristo como luz para las acciones humanas. «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), "resplandor de su gloria" (Hb 1, 3), "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14): Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo» (VS 2).
b) Conocimiento de la leyAl destacar el aspecto cognoscitivo de la ley como el reconocimiento de la ordenación de la acción a partir de la verdad del bien de la persona descubierta en la acción, es esencial abordar esta dimensión para iluminar algunas cuestiones centrales.
1º) Conocimiento progresivo. El conocimiento propio de la ley no es el aprendizaje de un código de normas por sus razones, sino de una connaturalización de la verdad del bien propio de las acciones: «El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes» (VS 25)
El conocimiento de esta ley en las acciones tiene que ver entonces con la valoración de la «ordenabilidad» de los «objetos morales»: «Tal "ordenabilidad" es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural» (VS 79).
Se trata de una relación que se establece entre las tendencias naturales (a la conservación y el propio desarrollo, a la comunicación con los demás, a la procreación, a la posesión, disfrute y donación de bienes), con el sentido de las acciones en su ordenabilidad hacia una plenitud de vida.
De aquí que se puedan distinguir tres niveles de conocimiento de la ley natural que se sustentan en el crecimiento moral del sujeto según la virtud.
&ndash: El primer nivel es el de los principios de la ley natural, que corresponden a la primera percepción de la verdad del bien como, por ejemplo, «el bien debe ser perseguido y el mal evitado» o «no hagas al otro lo que no deseas que te hagan a ti». Son principios que todos los hombres reconocen como directivas de sus acciones y nadie puede presumir de ignorarlos.
&ndash: El segundo nivel tiene que ver con las primeras normas que se desprenden de nuestras acciones según los contenidos del Decálogo y otros códigos similares. Estas normas son conocidas por la mayoría de los hombres pues sólo pueden ignorarse por una perversión de la razón.
&ndash: El tercer nivel serán las normas más concretas que sólo los hombres virtuosos son capaces de descubrir en su razonabilidad. Los que todavía no han crecido suficientemente en la virtud requieren una instrucción por parte de los sabios.
Se aprecia así el valor pedagógico de la ley, que es una incitación a la virtud y que ayuda a los hombres todavía no virtuosos a discernir la verdad del bien que puede conformarlo internamente. Además, se puede comprender que el conocimiento de la ley es gradual; pero esto no significa que hay grados distintos en la ley: se conoce mejor el contenido de la misma, lo cual no quiere decir que cada sujeto tenga una ley adaptada a sus circunstancias (cf. FC 34).
2º) Ley natural y magisterio. El magisterio de la Iglesia desempeña un papel en las cuestiones concernientes a la ley natural. Su misión no es recordar un sistema de normas recibidas, sino enseñar el camino de salvación, en el cual está implicada la realización de la verdad de lo humanum contenida en la ley natural. Es por ello por lo que tiene el oficio de guiar a sus fieles, discerniendo algunas normas concretas de conducta que enseña como de obligado cumplimiento por estar ligadas a la determinación de actos intrínsecamente malos gravemente desordenados. Así lo afirma explícitamente en el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Donum veritatis (16): «Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es Palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que son en sí mismos conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la ley moral en vista de la salvación, la competencia del magisterio se extiende también a lo que respecta a la ley natural».
3º) Ley moral y ley civil. Existe una relación entre la ley moral y la promulgación de las leyes civiles. Es una cuestión muy antigua, y actualmente de máxima importancia por el proceso de secularización del mismo concepto de ley.
La diferencia que se ha de establecer entre ambas reside en su distinto fin. La ley moral tiende a la perfección de la persona, la ley civil a mantener por cauces adecuados la convivencia social. Esta diferencia es más notoria en una sociedad en la que los ciudadanos no son moralmente buenos y en la que muchas prácticas inmorales se imponen como auténticas «estructuras de pecado». En estas condiciones se ve imposible que una ley civil reprima con una eficacia total todos los males sociales.
Se reconoce entonces que la ley civil puede tolerar determinados males que si fuesen reprimidos ocasionarían males mayores. La razón de esta permisión es el bien común, es decir, una razón moral en sí misma que permite orientar la ley adecuadamente.
Por eso se ha de distinguir entre una ley imperfecta, que tolera determinados males morales, de una ley injusta, esto es, que daña directamente un bien moral importante. Aunque sea una ley legítimamente promovida, es en realidad un abuso de la ley. La auténtica legitimidad no es una corrección en el procedimiento, sino una relación con el auténtico bien común.
No es válido aducir que, por las implicaciones religiosas de la tradición de la ley natural, ésta no podría tener validez en el ámbito civil. Es un modo apriorístico de olvidar que la ley natural no se deduce de la relación con Dios, sino de la racionalidad de las acciones que comunican a los hombres.
«Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (CA 46). Cuando las leyes han perdido su relación con el bien se convierten en una simple cuestión de intereses que se centrarán en el reparto de poder y en una imposición creciente.
Volver a la moralidad social es valorar de nuevo los bienes fundamentales que unen a los hombres en la construcción de una sociedad. Hay que oponerse a las leyes injustas y ofrecerles resistencia, pidiendo en su caso el reconocimiento de la objeción de conciencia (EV 73), sin olvidar el valor de testimonio que esta conducta tiene ante los hombres.
BibliografíaG. ABBÁ, Lex et virtus. Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d'Aquino, Roma 1983. G.E.M. ANSCOMBE, Intention, Oxford 1966. J. FINNIS, Absolutos morales. Tradición, Revisión y Verdad, Barcelona 1992. L. MELINA, Moral: entre la crisis y la renovación, Madrid 19982. M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la autonomía moral, Pamplona 20062.
J.J. Pérez-Soba
La libertad como capacidad radical de conducirse a sí mismo pone en juego todas las potencias del hombre y marca decisivamente su carácter y su destino. Se la puede relacionar, por una parte, con alegría y amor, con ansias hacia la plenitud, hacia Dios; y, por otra, con desesperación, angustia y absurdidad. Permite alcanzar la máxima grandeza, pero también incluye la posibilidad de un desvío completo. Tiene que ver con la autorrealización y con la autodestrucción del hombre.
La Sagrada Escritura no trata la libertad como un tema filosófico, pero pone de relieve la acción liberadora de Dios, que aparta del hombre tanto las tribulaciones exteriores como los miedos internos.
El Antiguo Testamento, al considerar al hombre en su dignidad como un ser que es imagen e interlocutor de Dios (Gn 1, 27 ss.), presupone la libertad personal. Se refiere también indirectamente a la libertad al hablar del pecado -que no es presentado como un destino inevitable (Gn 3, 1-13)-, del premio y del castigo (Dt 30, 11 ss.), del arrepentimiento y de la conversión (Sal 32). Asimismo, muestra la sinceridad ante Dios que se manifiesta sobre todo en la oración del justo (Jb 27, 1 ss.). Sin embargo, no emplea la palabra «libre» fuera del sentido social y político: libre es quien no es esclavo. El libre es quien no está sometido a otro; no está coaccionado a hacer algo que no quiere hacer; y nadie le impide hacer lo que considera bueno.
Israel experimenta el poder de Dios de una manera singular en el éxodo de Egipto, la «casa de la servidumbre» (Dt 7, 8).
Su obediencia a las leyes divinas es garantía de bienestar, es mantener la fidelidad a una alianza libremente suscrita. La desobediencia, en cambio, no tiene rasgos de emancipación, sino que trae consigo el castigo de la esclavitud (Jr 2, 17).
El Nuevo Testamento trata principalmente de la liberación de la culpa personal y frente a los poderes seductores (Jn 8, 34; Rm 6, 16 ss.; Rm 8, 20). Jesucristo destruye le esclavitud del pecado y confiere la vida eterna a todos los que se adhieren a él. La verdadera libertad está vinculada a su Persona: quien se decide por él, se hace -por la acción del Espíritu- «hijo en el Hijo» y entra en un nuevo reino de gracia y libertad. En la tradición sinóptica, el término aparece una vez con toda claridad: «Los hijos son libres» (Mt 17, 26), puesto que tienen la libertad para amar a Dios y al prójimo según el ejemplo de Jesucristo. En el cuarto evangelio se destaca que la enseñanza de Jesús confiere el conocimiento de la verdad, y este conocimiento conduce a la libertad (Jn 8, 31). Por el contrario, si el hombre se separa de Dios, vive lejos de la luz y del amor.
San Pablo profundiza en estas realidades, especialmente en las cartas a los Romanos, a los Corintios y Gálatas. La falta de libertad que descubre la fe apunta a lo más hondo en el ser humano: no es sólo una limitación exterior, sino la corrupción personal por el pecado y la muerte (Rm 6, 20 ss.) La libertad de los cristianos se funda en el hecho de su redención. Cristo, al perdonar los pecados, nos ha liberado para una nueva libertad (Ga 5, 1), que en su esencia es gracia, posesión del Espíritu (Rm 8, 2): «Donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3, 17). Esta nueva libertad hace referencia a Dios que, desde el comienzo de la creación, ha elegido al hombre para que éste pueda elegirle a él. El hombre libre está unido a su Creador. Su libertad consiste en estar gobernado por Cristo (Rm 3, 27 y 8, 2; Ga 6, 2). Corno ama a Dios, no tiene la ley fuera de sí, ya que su voluntad se ha identificado con la voluntad divina. Realiza la libertad por medio de la caridad (Ga 5, 13 ss.) La nueva condición de hijo le lleva a la franqueza ante Dios y ante los hombres (2Co 3, 12).
En la patrística, el tema bíblico de la libertad se encuentra con la tradición de la filosofía griega. Para algunas escuelas socráticas y, principalmente, para los estoicos, todo lo «exterior» (la sociedad, la naturaleza e incluso las propias pasiones, ajenas al espíritu) es considerado, de algún modo, como opresión. La libertad consiste en liberarse de ello y en «disponer de sí mismo».
Tanto los Padres orientales como los occidentales alcanzan un nivel más profundo de la libertad personal. La presentan como el don originario más valioso entregado al hombre por el Creador, y la defienden frente a las concepciones gnósticas del mundo antiguo (cf. san Justino, Apol. X, PG VI, 340; Taziano, Oratio ad graecos, 5, PG VI, 813; san Ambrosio, Hexaemeron I, 1, PL XIV, 123; san Agustín, De genesi contra manichaeos, I, VI, PL XXXIV, 178). La libertad es, según ellos, una vocación y un modo de vivir con dignidad y alegría; se realiza plenamente en el amor. Sin embargo, al comienzo de la historia de la humanidad se encuentra el pecado original. No se puede olvidar que la libertad humana es una libertad calda que necesita la gracia para alcanzar a Dios. San Agustín -que tiende a subestimar la capacidad de la naturaleza herida por el pecado- introduce cierto pesimismo en el tratado sobre la libertad. Pero los teólogos de la Edad Media no siguen plenamente sus planteamientos. Santo Tomás de Aquino proyecta una explicación de la libertad que integra todos los aspectos discutidos en la tradición (cf. S.Th., I, q.83; II-II, q.183; CG III, 135; De Malo, q. VI). Su concepción equilibrada arranca del principio general: «La gracia supone y perfecciona la naturaleza».
Al discutir acerca de si la naturaleza, como consecuencia de la caída histórica del hombre, quedó «destruida» (libertas destructa) o sólo lesionada (libertas vulnerata), se presentan tradicionalmente profundas diferencias entre la antropología católica y la protestante que, en el presente y gracias a un fructífero diálogo ecuménico, parecen reducirse paulatinamente. Los teólogos de ambas confesiones convienen en que la libertad que nos otorga Cristo por la gracia es libertad para hacer el bien, poniendo las leyes humanas al servicio de la caridad.
La libertad según el Evangelio se expresa, durante el siglo XX, en el pensamiento político, particularmente en el personalismo de M. Scheler, 3. Maritain, E. Mounier, que exige participación en el poder y corresponsabilidad en todos los niveles de la vida social. Excluye tanto el individualismo burgués (unido a menudo al libertinaje) como los despotismos y totalitarismos en cada una de sus formas. En el plano económico, la libertad cristiana lleva a comprometerse con una justa distribución de los bienes entre los habitantes de la tierra y a la promoción del desarrollo armónico de todos los ciudadanos y todos los países, sin excluir a ninguno.
La cultura moderna se ha situado en la antítesis de la concepción cristiana de la libertad. Presenta la libertad como autonomía del hombre, en el sentido de independencia ante Dios y ante las autoridades humanas, las instituciones y las leyes. Esta visión arranca del concepto emancipatorio surgido en la época de la Ilustración y se encuentra fuertemente influida por los planteamientos de filósofos como Kant, Fichte, Hegel y otros.
3. MagisterioLa Iglesia católica ha defendido siempre la libertad, rechazando los determinismos antropológicos, las doctrinas sobre la predestinación y los sistemas fatalistas de todas las épocas, que pretenden convertir al hombre en objeto de operaciones extrínsecas a él (cf. D. 331, 1486, 1521, 1555, 1966, 2002). Resguarda la libertad como un dogma (cf. D. 3245), y subraya la responsabilidad del hombre con respecto a su propia vida y frente a los demás. Incluso bajo la influencia del pecado, la persona permanece fundamentalmente libre y debe colaborar misteriosamente con la gracia divina para salvarse. Su libertad es concebida, en definitiva, desde Dios y hacia Dios.
De estas enseñanzas se deducen importantes consecuencias que el Concilio Vaticano II ha manifestado, por ejemplo, en lo expresado sobre las libertades de conciencia y de religión (cf. GS 26, 41, 73; DH 2). Cada persona, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de su dignidad. Sin embargo, en las declaraciones doctrinales, la Iglesia no describe la esencia de la libertad, sino que la presupone como conocida.
La libertad es una experiencia personal e intima de cada persona. Hace referencia a profundidades de entendimiento, voluntad y creatividad. Sería muy poco llamarla simplemente una característica de los actos voluntarios, como se ha hecho a veces en la tradición. Es algo más originario y elemental y llega hasta el nivel más hondo del hombre. No es una mera propiedad de sus actos, sino de su mismo ser, y constituye un derecho inalienable de la persona.
a) La libertad interior. La libertad fundamental o libertad interior se traduce en la seguridad de que la persona humana dispone de un espacio interior e inviolable (el llamado «santuario» de lo humano), en el cual está, de algún modo, a disposición de si misma. Lo íntimo es lo que sólo conoce uno mismo, lo más propio. Puedo entrar dentro de mí, y ahí nadie me puede apresar: me poseo en el origen. El poseerse a si mismo es característico del espíritu.
Por el entendimiento y la voluntad, el hombre es dueño de sí mismo. Está, además, radicalmente abierto al mundo, ya que ambas facultades tienen a la realidad por objeto formal: todo lo que es, en cuanto que es, puede ser pensado y querido. Y ante este horizonte indefinido, cada uno tiene la posibilidad y la tarea de realizarse; está llamado a ser el que puede llegar a ser.
El «poseerse en el origen» es un riesgo. Puedo fracasar rotundamente en la tarea de ser yo mismo. Por eso, algunos filósofos existencialistas afirmaron que el hombre está condenado a ser libre y siente angustia ante sus propias capacidades.
b) La libertad de ejercicio. El hombre es dueño de sí mismo y, en consecuencia, es dueño de las propias manifestaciones y acciones que son guiadas, en última instancia, por la voluntad. Por tanto, cuando aplica su voluntad, ejerce su libertad de un modo explícito. Tiene la capacidad de decidir por si mismo, hacer planes, desarrollar proyectos originales y así llegar a ser el protagonista de su propia vida (cf. VS 39). Cuando, en cambio, no ejerce su libertad evitando tomar decisiones concretas y comprometedoras, no es él quien traza su historia personal y única, ya que se deja llevar por las circunstancias.
En principio, cada persona tiene algunas ideas generales sobre su vida, aunque no haya reflexionado explícitamente sobre ellas. Cada una tiene algún proyecto existencial, que puede ser rico o pobre, profundo o superficial. En él figuran ideas acerca de la familia y la profesión, la cultura y la política, principios morales y creencias religiosas.
La pregunta clave es: ¿para qué utilizo mi libertad? Si se carece de una meta alta que valga la pena conseguir, la libertad puede reducirse a cosas insignificantes. Una libertad cuyo único argumento consiste en la posibilidad de satisfacer las necesidades inmediatas, no es una libertad humana, sino que seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad se mide por aquello a lo cual nos dirigimos. Cuanto más grandes son las aspiraciones, más grande es la libertad.
Libertad quiere decir que me conduzco a mí mismo y también, de alguna manera, que me «hago» a mí mismo. El hombre se hace sobre la base de decisiones libres; en todas ellas no sólo está el propio yo como agente, sino también como paciente.
Pero la libertad humana no se expresa soy a través de la voluntad. Se relaciona también con el entendimiento, los sentimientos y situaciones exteriores.
a) El entendimiento. La inteligencia y la voluntad son facultades que, por tener objetos universales que se incluyen mutuamente, interactúan de manera reciproca. En efecto, lo verdadero es un aspecto del bien universal y lo bueno es una razón partícula de verdad. La voluntad no se mueve a querer, si previamente la inteligencia no le propone un objeto conveniente. Ni la inteligencia entiende algo, si no es aplicada a la acción por la voluntad. Una persona sólo se apasiona por un libro, si lo ha leído; y sólo lo lee, si se interesa por su contenido.
La libertad es la obra conjunta de la inteligencia y de la voluntad: facultas voluntatis et rationis (S.Th., q.1, a.1, c.) Es la propiedad de tener en sí mismo el principio de cada actuación procedente. Tiene su raíz en la inteligencia, que conoce el mundo. Su sujeto propio es la voluntad, que dirige hacia el mundo conocido. Como la voluntad pone todas las facultades en ejercicio, es ella sobre la que recae, en último término, la decisión de los actos libres.
En casos normales, el acto libre sigue a los conocimientos que le proporciona el entendimiento. Es preciso que estos conocimientos sean verdaderos. Hay que excluir la ignorancia y el error. El proyecto vital se va perfilando más claramente en la medida en que el hombre encuentra la verdad de sí mismo. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y a dónde voy? ¿Por qué estoy en el mundo? Cuando una persona se hace estas preguntas, puede descubrir que no le es posible realizarse a sí misma, en el orden operativo, en contra de la verdad de sí misma, en el orden constitutivo.
Cada hombre tiene que seguir la verdad que él mismo ha encontrado, escuchando la voz de Dios en su propio interior, en su conciencia (cf. GS 14, 26, 41 y 73), que es «el primero de todos los vicarios de Cristo» (CCE 1778). Si no actúa en armonía con su lógica interna, se rompe (cf. DH 1 y 3). Por otro lado, está llamado a buscar la verdad en su plenitud -a través de la meditación, la lectura, el diálogo- y a aceptar también la ayuda que otras personas le pueden ofrecer (obedecer, en el sentido más amplio).
Una libertad sin obediencia puede desviarse fácilmente, dado que el hombre es limitado. Pero una obediencia sin libertad es una contradicción en sí misma. Es una actuación sin profundidad, sin entusiasmo, sin amor, que no es digna al hombre. Si una persona actúa según reglas cuyo sentido no comprende, no es libre.
b) Los sentimientos. Los sentimientos pertenecen a la naturaleza humana como el entendimiento y la voluntad, y pueden perfeccionar la libertad. Si faltan, los actos no son íntegros y maduros, y la persona no se desarrolla completamente.
No obstante, los sentimientos pueden oscurecer la verdad. Debido a ellos una persona puede frenar o desviar la actuación de su entendimiento; es el caso de quien no quiere enterarse de una verdad por miedo a las consecuencias. Hace falta tomar en serio las experiencias afectivas, aceptarlas, identificarlas y ordenarlas rectamente. El acto libre de la voluntad puede consistir en corregir algunos sentimientos más o menos profundos, como la envidia o el odio. Este acto no depende de los sentimientos, aunque puede ser enriquecido por ellos.
c) La situación exterior. También situaciones exteriores pueden disminuir notablemente la libertad sin excluirla por completo, ya que tampoco ellas intervienen esencialmente en el acto libre. Así, una persona está condicionada, en cierto modo, por el país, la sociedad, la familia en la que ha nacido, por la educación y cultura que ha recibido, por el propio cuerpo, su código genético y su sistema nervioso, sus talentos y sus límites y las experiencias del pasado; pero a pesar de ello, es libre, pues tiene la capacidad para discernir sobre todos estos condicionamientos. Un hombre puede ser libre también en un Estado totalitario e incluso en una cárcel, como lo han mostrado muchos personajes a lo largo de la historia (Boecio, santo Tomás Moro, D. Bonhoeffer). Puede mantener una creencia, un deseo o un amor en el interior de su alma, aunque externamente se decrete su abolición absoluta.
La libertad humana se ejerce principalmente en dos actos: el amor (acto principal) y la elección (acto secundario).
a) La elección. El fin último del hombre abarca tanto el amor de Dios como la propia felicidad. Los dos aspectos son inseparables: la felicidad humana consiste, en último término, en amar a Dios, y cuando el hombre ha encontrado a Dios, es realmente feliz (cf. GS 19).
Sin embargo, de estos dos aspectos de su único fin, el hombre tiene conciencia inmediata sólo del último. Por la constitución de su naturaleza tiende necesariamente a la felicidad en todo lo que hace, pero por limitación de la misma naturaleza no se inclina necesariamente a Dios, el único bien que le puede saciar plenamente. Su «amor originario» (Tomás de Aquino) o «impulso íntimo» (Juan Pablo II) tiende de un modo natural hacia el fin último en general (el bien, la felicidad); pero no se refiere directamente a Dios, el fin último en concreto.
La razón se encuentra en el hecho de que a cada acto de la voluntad ha de preceder un conocimiento intelectual. Para amar a Dios de modo explícito, por tanto, hace falta conocerlo. Pero el hombre, en esta vida, ni siquiera tiene evidencia inmediata de su existencia, ya que el fin que le es dado, le trasciende completamente.
El entendimiento humano no puede conocer a Dios, la suma verdad, en toda su plenitud. En consecuencia, no puede presentárselo a la voluntad como el bien absoluto, y por tal razón, la voluntad no está determinada necesariamente hacia su fin último en concreto. Hay que hacer una auténtica elección. Por la imperfección de la naturaleza humana cabe también la posibilidad de rechazar a Dios.
El hombre tiene que elegir el fin último precisamente porque no lo ve en plenitud. Si viera a Dios tal como es, le querría sin necesidad de elegir: vería que no hay ningún bien creado comparable a él. Entonces le querría a la vez con absoluta necesidad y con absoluta libertad. La elección es consecuencia de nuestra propia limitación, de la condición finita de una criatura racional ante la infinitud divina.
El hombre tiene que hacer una auténtica elección acerca del fin último, que implica la posibilidad de rechazarlo. Se trata de la elección decisiva de la vida humana; con ella se realiza o se frustra la inclinación espontánea al bien. La elección del fin último se reduce a la opción entre el amor Dei y el amor sui, ya que el hombre no puede descansar definitivamente en ninguna criatura. Si no alcanza a Dios, vuelve sobre sí mismo y se pone a sí mismo (consciente o inconscientemente) como último fin de su vida (cf. VS 39).
Dios, en cuanto que es el sumo bien, abarca todos los bienes particulares y los excede infinitamente. En cuanto que es el fin último de la vida del hombre, se le puede alcanzar mediante múltiples y diversos caminos que pueden incluso oponerse. Algunas personas pueden encontrar su camino, por ejemplo, en el matrimonio, otras fuera del matrimonio. Dios es infinito, e infinitas son las maneras en que se le puede alcanzar.
Cada situación puede llevar a Dios, pero no toda puede conducir a un bien particular. Mientras que el amor al fin último no pone condición alguna, la elección de los fines parciales las trae consigo. Estos fines parciales determinan la vida humana a situaciones concretas, que excluyen otras. Cada elección tiene consecuencias que afectan a las posteriores elecciones, y que producen, poco a poco, una biografía única e inconfundible.
La libertad se realiza y perfecciona en la medida en que el hombre se ordena hacia un bien que tiene razón de fin. Lo decisivo no es tener varias posibilidades de elegir, sino llegar al fin. Cuando una persona, por ejemplo, quiere visitar por primera vez a un amigo, agradece si alguien le explica antes el camino a su casa; así no perderá el tiempo buscando la calle. La libertad permanece si voy directamente a la casa del amigo; es señal de perfección. Incluso la libertad sigue existiendo si sólo hay una posibilidad para alcanzar el fin. Nadie deja de ser libre por el hecho de seguir un camino necesario que le lleva a un fin querido por él mismo. De esta forma, se manifiesta que la elección es sólo un acto secundario de la libertad. El acto primordial es el amor.
b) El amor. El hombre está llamado a amar a Dios y a los demás como a sí mismo, aceptándose profundamente como proyecto divino original.
Esta tarea está dificultada por el pecado, que rompe el orden en su interior (oscuridad en el entendimiento, debilidad en la voluntad, desorden en la afectividad), mientras la gracia -otorgada por Cristo- crea en él una nueva armonía. Conduce a la persona hacia el radio de acción divina y la capacita para ejercer su libertad con madurez.
Evidentemente, el hombre no puede dar nada a Dios que no sea ya suyo. Pero puede entregarle algo que, anteriormente, ha recibido de él: su capacidad de amar, su corazón. Es decir, la libertad que Dios le ha regalado como don natural al comenzar su vida, llega a la máxima realización, cuando se la dirige al Creador. «Mi libertad para ti» no quiere decir que el hombre anule su libertad, ni que renuncie a ella. Esto no sería digno ni tampoco posible. El hombre en cuanto hombre no puede vivir sin libertad. No puede arrancarse una parte constitutiva de su ser, justo al llegar a Dios. Esta actitud -«mi libertad para ti»- no destruye la libertad, sino que la potencia: quiere decir que en aquel espacio íntimo, donde nadie puede entrar sino yo, no quiero estar solo. Invito a Dios a entrar y a conducir mi vida. Es aquí, en el fondo mismo de nuestro ser, en ese lugar profundo y misterioso donde se esconde el último secreto de nuestra libertad: podemos acoger o rechazar el amor que Dios nos ofrece.
El amor a Dios no «sustituye» el amor a los hombres, sino que lo realiza plenamente. Amando a los demás, estamos llamados a continuar y perfeccionar la obra de la creación, ya que una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: «Es bueno que existas» (J. Pieper). Hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir cierta estimación propia y abrirse a los demás. Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada.
Ciertamente, todos los amores terrenos pueden ser «desordenados», sin vistas al fin. Pero «desordenado» no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un hombre «demasiado». Podemos amarle demasiado en comparación con nuestro amor a Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. En definitiva, el hombre está llamado a amar a Dios y a los demás hombres con todo el corazón. Así realiza plenamente su libertad, y alcanza la máxima autorrealización.
Al amar -acto libre por excelencia- se pierde la independencia, y cuanto más fuerte es la volición, más ata la persona, y mayor es por tanto la vinculación. Pero la vinculación es voluntaria, y la aparente «pérdida de libertad» es, en realidad, su máximo exponente. Sólo quien es verdaderamente dueño de sus actos, puede entregar este dominio a otro y mantener viva esta decisión. El amor quiere comprometerse, entregarse. La libertad es el don más grande en el ámbito natural. La entrega por amor es el ejercicio más noble de este don.
La libertad humana no sólo se refiere a lo presente. Por sus características especiales también abarca el pasado y el futuro.
Un acto irreversible. La fuerza de una actuación libre nunca se agota en un acto individual, sino que crece a medida que se multiplican las consecuencias. Cuando, por ejemplo, digo una palabra, la persona que escucha puede repetirla ante otras tres personas más, y éstas ante otras veinte distintas... En este sentido se puede afirmar que los actos libres son irreversibles y no tienen un punto final. Ponen en marcha una serie de procesos que dependerán de la libertad de otros y pueden perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe.
No se pueden controlar las consecuencias de un acto libre. Aquí aparece un aspecto oscuro de la libertad. El hombre, a veces, parece más víctima y paciente que autor y agente de lo que ha hecho. Es dueño del comienzo de sus actos, no de todo el proceso que les sigue.
Además, muchos acontecimientos de la vida se guardan en nuestra memoria (o en el subconsciente). Es allí donde se encuentra, con frecuencia, uno de los últimos secretos de nuestro estado sentimental. Y es allí donde se puede y se debe «corregir» si es necesario. No siempre somos capaces de influir en lo exterior, pero podemos rectificar lo interior. Somos capaces de distanciarnos de nuestros actos pasados, de arrepentirnos y purificar la memoria, de pedir perdón y perdonar. El perdón es una de las más poderosas formas de expresión de nuestra libertad y quiere decir: deshacer los nudos del pasado, poner un nuevo inicio.
Un cristiano sabe que quien perdona en primer lugar es Dios. No nos regala la libertad solamente una vez, al comenzar la vida. Entonces, con el primer fallo, seríamos víctimas para siempre. Dios nos regala la libertad siempre de nuevo, cuando nos arrepentimos de nuestro pasado y le pedimos perdón.
La predicación del evangelio del perdón hace de Cristo el anunciador de la verdadera libertad del hombre, la libertad definitiva de los hijos de Dios (Mt 16, 24).
b) Un acto imprevisible. Los actos libres de los hombres son incalculables. Cada persona puede poner, en cada momento, un nuevo comienzo. Esto, además de ser un estímulo, es también un riesgo: el futuro es sumamente inseguro.
Pero hay también un modo de influir en el futuro. Hay un modo de determinar, en el presente, nuestros actos libres futuros. Lo hacemos a través de la promesa, de compromisos y contratos. Prometer quiere decir garantizar que, a través de todas las vicisitudes de la vida, uno mismo será siempre uno mismo y estará siempre allí, para alguien o para algo. Y esto significa poseerse no sólo en el origen, sino también en el futuro.
A través de las promesas, los hombres pueden adquirir cierta seguridad ante lo imprevisto. Por tanto, el poder de hacer promesas es de gran interés para la vida social, jurídica y política, como atestiguan las innumerables teorías sobre los contratos que se han elaborado desde el derecho romano hasta nuestros días. También es sumamente importante para la vida personal del hombre. Una persona capaz de hacer una promesa y mantenerse fiel a ella durante toda la vida, es una persona libre. Su voluntad ha adquirido fuerza y vigor; le ayuda en el empeño de conseguir los ideales y continuar adelante pese a las dificultades. Una voluntad recia y consistente es la clave del éxito de muchas vidas, por ejemplo de un matrimonio feliz. Cuando un hombre hace una promesa y se mantiene fiel a ella, entonces se revela, poco a poco, su única y personal identidad.
La auténtica libertad se ejerce en la fidelidad a las promesas. Pero la verdadera fidelidad, por otro lado, no es posible sin libertad, sin un amor siempre renovado.
Un grupo de personas que se mantiene fiel a una promesa común, está unido por las mismas intenciones; adquiere fuerza y superioridad con respecto a los que no están sujetos a ningún compromiso. Esta superioridad deriva de su identidad y de la capacidad para disponer del futuro, casi como si fuera el presente.
Quien plenamente dispone del futuro como si fuera el presente, es Dios. También él nos hizo una promesa y la cumplirá, porque él es fiel. Nos prometió la máxima felicidad, si seguimos su llamada hasta el final (Ap 22, 3 ss.).
BibliografíaH. ARENDT, La condición humana, Barcelona-Buenos Aires-México 1993. J. BURGGRAF, Libertad vivida, Madrid 2006. J. MORALES, La fidelidad, Madrid 20042. J. MOUROUX, La liberté chrétienne, Paris 1966.
J. Burggraf
La búsqueda del significado último del culto eclesial ha constituido un fenómeno muy característico del pensamiento teológico del siglo XX. Desde una visión puramente externa «la liturgia significa la parte sensible, ceremonial y decorativa del culto católico» (texto de 1913), hasta la actual conciencia de que «es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia» (CCE 1068), media una centuria de estudios encaminados a una comprensión más profunda del hecho litúrgico; años que han visto el nacimiento de una disciplina nueva en el conjunto de saberes teológicos: la ciencia litúrgica.
A la luz del magisterio del Concilio Vaticano II (1963-1965), desarrollado en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992), procuraremos ofrecer una aproximación teológica, de carácter sintético, al misterio de la liturgia.
Cuando, en la introducción de su documento inaugural, el Concilio Vaticano II aborda la necesidad de acrecentar entre los fieles la vida espiritual y, en consecuencia, avanza la intención de proveer a la reforma y fomento del culto, la liturgia -por vez primera en un texto del magisterio de la iglesia- es contemplada desde su mismo acontecer: «... por medio de la liturgia» -afirma la Constitución Sacrosanctum concilium 2- «se ejerce la obra de nuestra redención».
De este modo, el «hecho» litúrgico, lejos de ser interpretado mediante un proceso discursivo a partir de la noción de «culto» -según era habitual hasta entonces-, fue considerado en si mismo, en su «darse» o «suceder» en el contexto de la obra de la redención o historia salvífica (cf. SC 5-6): la «economía del misterio» (cf. CCE 1066).
a) La liturgia se celebra.El acontecer litúrgico presenta unas características peculiares que le distinguen formalmente de cualquier acción de naturaleza habitual: la liturgia se celebra. De aquí que la categoría de celebración se haya impuesto, a partir del Concilio, como expresión más adecuada para designar y comprender el hecho litúrgico.
Desde un punto de vista fenomenológico, la celebración podría ser descrita como aquella acción de naturaleza social que se destaca del cotidiano acontecer merced a unos confines claramente perceptibles de formas sensibles. Toda celebración, en efecto, aparece estructurada por un conjunto de signos estereotipados y recíprocamente articulados que delimitan su devenir, le confieren un carácter simbólico, y lo emplazan fuera del ámbito del acaecer habitual. Ambas paráfrasis equivalen, en definitiva, a afirmar que una celebración se manifiesta como tal por su no cotidianeidad y su simbólico-ritual acontecer. Y, en este sentido, la celebración se muestra íntimamente ligada con otras dos categorías de orden antropológico como el rito y la fiesta: la «fiesta» se «celebra» mediante el «rito».
En su cualidad de dimensiones de hondo calado antropológico -y, por lo mismo, de algún modo siempre inasibles-, el rito y la fiesta carecen de una definición unívoca. El rito designa originariamente todo aquello que es canónico, conforme al orden. El rito, en efecto, dice relación a regla, orden, ritmo y, más específicamente, conformidad respecto a un modelo típico preestablecido, según una adecuación que afecta esencialmente a su validez y legalidad. El rito no es, pues, sino un tópico imperativo, un estereotipo en el que la no arbitrariedad es un elemento constitutivo de su misma esencia. Por otra parte, aunque la ritualidad sea extensible a cualquier esfera de la cultura, el rito posee una acepción preferentemente cultual. En efecto, si por su carácter de «tópico imperativo» debe corresponder siempre a un estereotipo originario que garantice su autenticidad, el rito es prueba de la conformidad y adecuación de una celebración con la verdad de sus orígenes; naturaleza primordial que constituye, precisamente, la índole más propia de toda religión o actitud religiosa: la búsqueda de la relación verdadera con el origen de todo origen.
Del mismo modo, en su nivel más esencial, la fiesta significa la ruptura de la continuidad ordinaria del tiempo -o, si se prefiere, la integración en su sucesión- por la irrupción, en su decurso, del dia originario. La fiesta es, pues, el «hoy» de un «ayer» -y, en el caso cristiano, también de un «mañana»- primordial. Lógicamente, al admitir la condición primordial del acontecimiento originario diferentes horizontes de entidad o plenitud histórica (según afecte a una o un grupo reducido de personas -nacimiento, matrimonio...-, o comprometa a comunidades más amplias), la celebración festiva adopta diferentes grados o niveles de verdad original. Y, en este sentido, como el rito, también la fiesta posee un carácter -al menos, implícito- radicalmente religioso, al tener como fundamento último el momento original de todo origen. Por ello, las «fiestas» primordiales de la Iglesia celebran el primer y el último día -creación y consumación del tiempo: domingo-, y la plenitud temporal que supone la irrupción de la eternidad en la historia: Navidad, y la asunción de la historia en la eternidad: Pascua.
b) Condición «mistérica» de la liturgia«En la liturgia, la Iglesia celebra el misterio de Cristo» (CCE 1068; cf. SC 35). Esta conciencia -en cierto modo, siempre presente y viva en la tradición eclesial y, al menos, implícita en los desarrollos teológicos de nuestro siglo- parece hoy la clave hermenéutica más adecuada para comprender la naturaleza de la celebración litúrgica. Y, en efecto, según se advierte en el titulo del segundo apartado del Catecismo, la Iglesia interpreta la liturgia como la celebración del misterio cristiano.
De este modo, el «misterio de Cristo», en cuanto acontecimiento vertebrador de la economía salvífica, constituye el horizonte de sentido de toda celebración litúrgica. Pero, entiéndase bien, «misterio» no como simple enunciado teológico, sino como acontecimiento de salvación acaecido en la historia.
La liturgia, por ello, celebra el misterio de la obra salvífica, definitivamente cumplida en los misterios pascuales de la pasión y glorificación de Cristo: «... en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación» (CCE 1067). El culto litúrgico es, pues, la acción eclesial que celebra la obra de nuestra redención en Cristo, según la fórmula que, procedente de la más genuina tradición eucológica romana, acuñó el último Concilio: «... liturgia enim, per quam [...] "opus nostrae redemptionis exercetur"» (SC 2). Así, desde el presupuesto de la revelación divina entendida como historia de la salvación, la liturgia, inseparable del misterio de Cristo y de su Iglesia, se muestra como acontecimiento salvífico, «momento» de la «economía del misterio». La liturgia constituye, de este modo, la última «era» o «tiempo» de la economía salvífica: la economía sacramental, que perpetúa -celebra- en la historia el misterio de Cristo preparado y anunciado en el Antiguo Testamento (cf. SC 5-6).
«Celebración» y no simple «ejercicio». En efecto, si bien el término «exercere» del enunciado conciliar podría ser literalmente traducido por «ejercer», el análisis de la transmisión textual de la fórmula manifiesta que su contenido semántico presupone una acción que incluye las dimensiones de manifestación, presencia-actuación y comunicación-comunión; nociones que, según el nuevo Catecismo, integran precisamente la categoría de «celebración litúrgica»: «Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia» (CCE 1076). Desde esta perspectiva, afirmar que la liturgia «celebra el misterio de Cristo» equivale a declarar que, en su acontecer, el hecho o «misterio» de nuestra redención «se manifiesta, se hace presente y se comunica». «El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf. SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo «en la dispensación del Misterio»: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, "hasta que él venga" (cf. 1Co 11, 26)» (CCE 1076).
El genuino concepto de liturgia, por tanto, sólo puede ser entendido a partir de la conjunción de tres dimensiones inescindibles: misterio, celebración y vida; como se advierte en la acertada síntesis del Catecismo: «... es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia, a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo» (CCE 1068). Y, en este sentido, la liturgia puede ser interpretada, según distintos acentos, como «misterio (de Cristo) celebrado para la vida (de la Iglesia)», «celebración del misterio (de Cristo) para la vida (de la Iglesia)», o «vida (de la Iglesia) celebrada en el misterio (de Cristo)».
Quiere ello decir que el rito o acción litúrgica no agota el «ser» de la liturgia. En su celebración se incluye también el «misterio» de Cristo que la precede y le da sentido, y la «vida» en Cristo que la prolonga. En la liturgia, «misterio», «acción» y «vida», sin confundirse, se funden. Y, en efecto, si tanto el «misterio» (de Cristo) como la «vida» (de los fieles) poseen una entidad previa y autónoma respecto a la «acción», ambos se encuentran, sin embargo, en relación inescindible con ella, ya que el único misterio de Cristo se hace presente, aquí y ahora, «en» y «por medio de» la celebración litúrgica, de la que nace y a la que tiende la vida de la Iglesia y de los fieles (cf. SC 10).
De este modo, los misterios (acontecimientos) de nuestra salvación en Cristo continúan presentes y operantes en los misterios (ritos) de la liturgia de la Iglesia. La celebración litúrgica es, en consecuencia, manifestación y cumplimiento ritual del misterio de Cristo para ser participado en la vida de los fieles. De aquí que la liturgia deba ser entendida como «celebración (manifestación, presencia y comunicación rituales) del misterio de Cristo para la vida de los fieles». Tal es la concepción «mistérica» de la liturgia, presente en el Concilio Vaticano II y enunciada de modo radical en el nuevo Catecismo.
A tenor de la doctrina conciliar, hemos descrito la concepción de la liturgia como «celebración del misterio para la vida» y su calidad de principio hermenéutico para la comprensión del culto eclesial. Presencia, manifestación y comunicación rituales del misterio se mostraban, desde esta perspectiva, como los niveles teológicos del significado más profundo del ser de la liturgia.
Esta visión resultaría, sin embargo, todavía parcial si olvidáramos que tanto la verdad de la manifestación del misterio como la de su comunicación derivan, en última instancia, de la objetividad del hecho de su presencia (cf. SC 7 y CCE 1088). De aquí que manifestación y comunicación del misterio -dimensiones de relevancia nada desdeñable- se encuentren, sin embargo, en posición subordinada y relativa a la realidad de su presencia. Tal aserto constituye, sin duda, uno de los puntos capitales de la teología litúrgica, y a su luz se comprende el carácter relativo de la «celebración» frente al absoluto del «misterio».
a) Carácter «memorial» de la celebración litúrgica.El principio teológico enunciado implica que la liturgia es, esencialmente, resonancia, continuación, eco o, mejor aún, presencia actual del misterio de Cristo, sucedido «de una vez por todas» (cf. CCE 1085): la celebración litúrgica «no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes» (CCE 1104).
De este modo, en la senda abierta por la teología mistérica, el Catecismo supera la comprensión conciliar de la presencia litúrgica del acontecimiento salvífico de Cristo. En efecto, mientras Sacrosanctum concilium consideraba que, en la liturgia, la presencia del misterio redentor acontece «en un cierto modo» -a... quodammodo praesentia»- y, más bien, reducida, a sus efectos y virtudes: «... divitias virtutum atque meritorum Domini» (cf. SC 102), el nuevo documento afirma sin ambages la actualidad histórica del mismo acontecimiento salvador: «... cuando llego su hora, [Cristo) vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas". Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» (CCE 1085).
Esta presencia siempre actual del acontecimiento pascual de Cristo en la celebración litúrgica encuentra su fundamento en la categoría de anámnesis o memorial: la liturgia -concluye el Catecismo- «es el memorial del misterio de salvación» (CCE 1099). El «memorial litúrgico» -noción ciertamente compleja- podría ser sintéticamente descrito como aquella memoria que, en la mediación del rito, hace realmente presente, actualizándolo, el acontecimiento salvífico -misterio- evocado. Nos encontramos, pues, ante la presencia real, bajo el velo de una acción simbólica, del misterio salvífico de Cristo, actualizado por su recuerdo objetivo: «... en el sentido empleado por la Sagrada Escritura -explica el Catecismo- el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales [...] El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual» (CCE 1363-1364).
Lejos de una «nuda commemoratio» (cf. Concilio de Trento, sesión 22, c. 3 [D. 1753]) o recuerdo meramente ideal o subjetivo, el concepto de memorial encierra en sí la presencia real y objetiva del acontecimiento recordado (cf. CCE 1104), del cual su celebración se encuentra siempre en posición derivada y subordinada.
b) Sacramentalidad de la presencia de Cristo en la liturgia.La naturaleza esencialmente memorial de la liturgia otorga a su celebración un carácter sacramental, que subordina estructuralmente el rito a la historicidad previa del misterio celebrado. En otras palabras, aunque la celebración litúrgica sea, sin duda, una acción simbólica, no puede ser reducida a la categoría de símbolo: su contenido y significado último -el misterio de Cristo- trasciende toda posibilidad original de esta modalidad antropológica. Quiere ello decir que la liturgia se celebra, sí, mediante un código simbólico -rito-, pero con un significado que no proviene de la capacidad referencial de su estructura significante previa, sino del fundamento y origen cristo-eclesiológico: «... hoc facite in meam commemorationem» (Lc 22, 19; 1Co 11, 24.25).
De aquí que, sin perder un ápice de su carácter simbólico, el rito eclesial de culto sea primordialmente una acción sacramental: su acontecer es un acontecer que responde, estructuralmente, a la disposición -el darse en la historia- del misterio salvífico: «... la obra de Cristo en la liturgia es sacramental, porque su misterio de salvación se hace presente en ella por el poder de su Espíritu Santo» (CCE 1111). Tal principio subraya la íntima conexión entre «epiclesis» -invocación al Padre para que envíe su Espíritu santificador- y presencia sacramental del misterio de Cristo: anámnesis. «Anámnesis» y «epíclesis» se convierten, así, en las categorías constitutivas de la celebración litúrgica (cf. CCE 1106) y de la liturgia como «economía sacramental»: «... durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama "la Economía sacramental"; ésta consiste en la comunicación (o "dispensación") de los frutos del misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia "sacramental" de la Iglesia» (CCE 1076).
La liturgia continúa en la Iglesia el misterio de Cristo hasta el fin de los tiempos. Fiel al mandato recibido, la Iglesia actualiza en la celebración litúrgica la obra salvífica de la redención. En la liturgia, Cristo mismo está presente y obra por la Iglesia y con la Iglesia. Cristo e Iglesia (Christus totus: cf. CCE 1136) son, por consiguiente, los auténticos sujetos de la celebración; pero la Iglesia participa en la liturgia, no la crea.
Esto no significa que la celebración sea simple «repetición» -mimesis- de sí misma; al contrario, como anámnesis del misterio de Cristo por la acción -epíclesis- del Espíritu creador, la liturgia es siempre auténtica recreación, actualidad del «día primero». La fuerza del Espíritu invocada en la celebración de los misterios es siempre renovadora. De aquí que la liturgia, en cuanto signo eficaz del Espíritu, sea por sí misma fuente de renovación para la vida de la Iglesia.
c) El rito, manifestación del misterioContemplada la celebración litúrgica bajo su carácter de presencia sacramental del misterio salvífico de Cristo, no debe olvidarse que tal actualidad, lejos de ser inmediata, acontece en el contexto de una mediación: la liturgia hace presente el misterio de Cristo en y por medio del rito que lo celebra.
El rito de culto constituye, así, la modalidad o momento de la «mediación» del misterio en el hoy de la economía salvífica: la obra de nuestra redención, presente, manifestada y comunicada en los misterios de Cristo (cf. DV 4), continúa actualmente presente, manifiesta y comunicada en los misterios de la liturgia (cf. SC 2, 5, 6 y CCE 1068, 1076).
La celebración litúrgica, en cuanto prolongación en la historia del acontecimiento de la encarnación del Verbo, es a su vez verbo o signo eficaz de mediación. El rito litúrgico configura el código lingüístico del diálogo de comunión de Dios con el hombre -misterio- en el hoy de la Iglesia. Esta sentencia, válida para cualquier rito del culto eclesial, encuentra su paradigma en la acción litúrgica por excelencia: la anáfora o plegaria eucarística. Efectivamente, la liturgia (leitourgia) se celebra siempre como «verbo» eclesial de acción de gracias y alabanza (eucaristía-eulogía) en respuesta al «Verbo» divino de salvación (theologia) que la fundamenta como acontecimiento primordial; hasta tal punto de que la eucharistía-eulogía -oración cuya característica esencial consiste en ser respuesta al acontecer salvífico de la Palabra- constituye la forma estructural básica de toda celebración litúrgica. Ahora bien, adviértase que, en la celebración, el verbo- acogida eclesial se convierte en Verbo-donado de Dios, al constituirse, por la acción del Espíritu, en el canal (mediación) de la presencia, manifestación y comunicación del misterio.
De este modo, lejos de cualquier abstracción, la presencia de la Palabra divina en el mundo es siempre una realidad concreta y tangible, histórica, tanto en su nivel de acontecimiento primordial (misterio de Cristo) cuanto en su nivel sacramental (misterio de la liturgia). El ser de la liturgia, por consiguiente, no es otro que su ser mediación en acto, Palabra perennemente actualizada o actualización perenne de la Palabra en y por medio de la celebración ritual.
De aquí que la liturgia acontezca como manifestación eficaz (epifanía) del misterio: en la celebración litúrgica, el misterio se actualiza y comunica manifestándose mediante el rito; doctrina que, desde una diferente perspectiva, se podía encontrar ya en la noción, propia de la teología clásica, de «sacramento-signo eficaz». En efecto, si interpretar la liturgia como celebración equivale a afirmar que el misterio de Cristo se hace presente y se comunica en la acción simbólica –rito- que lo manifiesta, el concepto de sacramento-signo eficaz debe entenderse como expresión, mediante categorías escolásticas, de la estrecha relación entre significante -sacramentum- y significado -res-, según el adagio teológico «sacramenta significando causant».
Por ello, la consideración de la liturgia como manifestación del misterio supera la simple comprensión fenomenológica desde una hermenéutica simbólica, para presuponer la aceptación del a priori teológico de la estructura sacramental de la historia de la salvación: ni la Iglesia ni su liturgia «crean» el misterio de Cristo; antes bien, tanto en el orden lógico como histórico-ontológico, primero es el acontecimiento salvífico y después su celebración memorial.
Tal prioridad del misterio en la liturgia, y la consiguiente condición «relativa» de la celebración respecto al acontecimiento primordial, no entraña minusvalorar el momento ritual. Antes bien, el carácter eminente de la liturgia en la historia de la salvación -última etapa de la «economía del misterio»: economía sacramental-, y del rito en el horizonte de la teología, radica precisamente en su ser mediación necesaria para la presencia y comunión con el misterio salvífico trinitario: sin el rito, el misterio ni se actualiza ni se comunica; sin manifestarse, no acontece ni presencia ni comunión alguna con el misterio.
Por ser mediación necesaria para la presencia y comunicación del misterio, el rito estructura, como requisito previo, la posibilidad misma del acontecer litúrgico. Así, paradójicamente, es en la prioridad del misterio donde radica la exigencia y el valor insustituible del rito, al constituir el momento y lugar para el encuentro con la obra salvífica de Cristo. Y, en este sentido, el rito de culto no es sólo una parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, sino la forma misma de la tradición eclesial del misterio de salvación.
BibliografíaO. CASEL, El misterio del culto cristiano, Cuadernos Phase 129, Barcelona 2005. R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia, Barcelona 1999. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Madrid 2001.
J.L. Gutiérrez-Martín
Debido a la identidad existente entre celebración ritual y actualización del misterio de Cristo, la liturgia es el lugar por excelencia del encuentro entre Cristo y la Iglesia. Esta realidad, propuesta en Sacrosanctum concilium, ha sido reformulada más recientemente, y de un modo más amplio y completo, en el Catecismo de la Iglesia Católica. La liturgia es obra de la Trinidad porque es la economía de la salvación actualizada y comunicada en el tiempo en forma sacramental. Pues bien: si en el centro de la economía de la salvación se halla el misterio del Verbo encarnado -que llega a su plena realización en el misterio pascual-, en el centro de la economía sacramental está la celebración de ese misterio. La Iglesia vive merced a un sumergirse, mediante la celebración, en el misterio. De aquí la necesidad de una honda inteligencia en torno al quid de la celebración.
El verbo castellano «celebrar» procede del latino celebrare, que tiene una connotación de «frecuente, frecuentan, pero que apunta, sobre todo, a la cualidad ritual y comunitaria de una acción. También en la vida social se habla de celebrar cumpleaños, victorias, concilios... Estos términos expresan que en la liturgia, además de los ritos exteriores, hay una realidad interior, tanto de Cristo como de los hombres y mujeres que celebran, y el nombre abarca todos estos aspectos. A raíz del Concilio Vaticano II, el término «celebrar» ha sido una buena recuperación para el lenguaje litúrgico y el Catecismo de la Iglesia Católica lo emplea para referirse a la economía sacramental del mysterium salutis: «la celebración del misterio cristiano».
La celebración consiste en la actuación ritual de la fe. Discurrir sobre la celebración equivale a reflexionar sobre la fe expresada en ritos. Los iterata mysteria son los que realizan, en cada uno y en la comunidad, aquella realidad anunciada y ya plenificada en Cristo. Entramos, por tanto, en el dinamismo propiamente litúrgico que se actúa en las celebraciones: de una parte, Dios, que incesantemente interpela al hombre en comunidad por medio de la proclamación de su palabra y la acción de su presencia y, de otra, el hombre, en la diversidad de tiempos y circunstancias en los que está llamado a vivir. La celebración es la actio por antonomasia que Cristo, en sinergia con su Iglesia, realiza hasta la Parusía, en el anuncio y actuación del mysterion. De este modo, la salvación de Dios es comunicada ininterrumpidamente al hombre de todos los tiempos.
Una reflexión sobre esta acción eclesial culminante puede modularse teniendo en cuenta las estructuras presentes en toda celebración, estructuras que se constituyen en la integración de algunos elementos comunes:
a) El rito. No existe una definición unívoca del rito. El rito es lo que es conforme al orden, una acción cuyo entramado está institucionalizado. El rito es una acción simbólica constituida por gestos y palabras, que favorece la participación común.
Su principal característica es la repetitividad; el rito es algo programado y repetitivo. En el rito cristiano, esta repetición es memorial o conmemorativa. Mediante el conjunto de las acciones simbólicas ritualizadas, que constituyen la celebración, la Iglesia proclama que Dios realiza, en el acto litúrgico, el efecto salvífico de las acciones históricas pasadas, de las que hace memoria.
En este contexto cristiano, el acontecimiento de Cristo se halla en el centro del rito memorial. La fe en Dios, el sentido de Dios, la escucha de Dios, y el dirigirse a él son la matriz del rito. Si esta afirmación de Dios no se realiza a través del rito, entonces la fe se disuelve porque ella, por el mismo motivo que requiere ser vivida, exige ser celebrada.
b) Los signos y símbolos. Las relaciones entre fe y símbolo se basan ante todo en la estructura de la revelación bíblica. La fe cristiana implica la aceptación de un lenguaje simbólico privilegiado, transmitido e interpretado por la Iglesia.
El símbolo no es plenamente tal si no se hace acción simbólica: así, el símbolo del agua se convierte en baño lustral, el óleo en unción... El núcleo de toda la simbólica litúrgica está constituido por los sacramentos propiamente dichos. Los sacramentos no son cosas, simples instrumentos de significación de la gracia, sino acciones simbólicas que, además de evocar, realizan (significando causant).
Mientras que el signo, de suyo, tiende a una realidad externa a sí mismo -el humo indica la existencia del fuego, el semáforo verde nos indica paso libre-, el símbolo, sin embargo, es un lenguaje mucho más cargado de connotaciones. No sólo nos hace saber, sino que nos hace entrar en su propia dinámica. El símbolo es dinámico porque, mediante su plus de significado, provoca relaciones: actúa evocando, suscitando resonancias, provocando una reacción en cadena. La celebración sólo puede ser pensada y llevada a efecto como realizadora de comunicación y de comunión. De algún modo el rito «es» ya aquello que representa, nos introduce en un orden de cosas al que él mismo pertenece.
c) La asamblea. Para quien capta su naturaleza de signo, la asamblea puede ser un descubrimiento del misterio de la Iglesia. Descubrimiento profundo porque le ayuda a vivir la vida de la Iglesia. Las primeras palabras de Pablo, cuando escribe a los cristianos de Corinto para reprenderles a propósito de su modo de celebrar la eucaristía, son éstas: «... cuando os reunís en asamblea litúrgica; [...] cuando os reunís...» (1Co 11, 18.20). Estas frases testimonian que los cristianos habían adquirido la costumbre de referirse al lugar donde se reunían con el mismo término que les calificaba a ellos mismos: en efecto, la palabra ekklesía indica, a la vez, la asamblea y el lugar donde ésta se reúne. El cristiano no ora únicamente en la soledad -un cristiano nunca reza solo-, sino que se incorpora también a la asamblea, a la Iglesia, en la que puede vivir las riquezas de la redención. Los bautizados que participan en la liturgia, reunidos en un determinado lugar, no deben considerarse un simple aglomerado de gentes, ni un grupo que obedece a leyes meramente sociológicas; es mucho más: «... cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la 'fracción del pan", se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia» (DD 34). La misma asamblea litúrgica es ya obra del Espíritu Santo.
La asamblea litúrgica es una de las manifestaciones primordiales de la Iglesia, uno de sus principales elementos de visibilidad; es la Iglesia en acto. Ella muestra lo que es la Iglesia. En la asamblea podemos apreciar la voz sincronizada de las aclamaciones, bendiciones y súplicas de muchos, que anuncian y realizan la voz de la Esposa de Cristo. Desde el momento en que el Esposo reconoce la voz de la Esposa, la escucha con amor y le da todo lo que pide. La eficacia de la plegaria litúrgica, opus operantis Ecclesiae, se funda en este amor nupcial.
d) La palabra de Dios y la eucología. En las iglesias de tradición siria, el ambón está situado en el centro del espacio celebrativo (bema). Es una disposición sugerente: la palabra en medio de la asamblea (Verbum in medio Ecclesia). Además, en algunos espacios celebrativos, el ambón se sitúa justamente en la vertical del Pantokrator, que ocupa el centro del techo de la iglesia. El Kyrios lleva en su mano izquierda un libro que simboliza que él es la Palabra de vida. Esta disposición invita a contemplar cómo aquel libro del Pantokrator allá arriba se nos abre aquí abajo en el evangeliario que el diácono toma del altar y lo lleva procesionalmente a ese ambón central al encuentro de los fieles, los cuales, en el momento de la proclamación, se vuelven expresivamente hacia la Palabra: fides ex auditu. El anuncio de la Palabra es uno de los elementos constitutivos tanto de la primera como de la segunda alianza y, consiguientemente, de toda acción litúrgica que la ritualice bajo cualquiera de sus aspectos.
En la estructura dialógica de la liturgia, la Palabra de Dios, que se recibe como don, suscita la respuesta de la asamblea, que no es sino voz de la Iglesia congregada para celebrar el misterio de la salvación. Por eso, toda celebración litúrgica contiene dos elementos íntimamente relacionados entre sí: el anuncio de la Palabra de Dios y la respuesta por parte de la asamblea, de la que la lex orandi constituye una de sus más características expresiones. La eucología es, en este sentido, la respuesta de la asamblea unida al Dios que la interpela y la invita a la conversión y a la fidelidad a la alianza. En consecuencia, el estudio de relación dialógica vox Sponsi-vox Sponsae entra de pleno en el tratado teológico sobre el misterio del culto como puente de paso obligado para una adecuada comprensión de lo que significa celebrar en la Iglesia (cf. F. M. Arocena, La celebración de la palabra, Barcelona 2005, 147-161).
En la Iglesia, no hay sacramento ni, por tanto, celebración, sin palabra. Uno y otro extremos nos hablan de una ósmosis vital. Esta circularidad entre palabra y sacramento, invita en el tejido mismo de la salvación cristiana, significa que la liturgia se alimenta de la palabra de Dios, la cual, a su vez, se convierte, por un nuevo título, en palabra de vida. Una y otra interaccionan de manera diacónica.
«El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (DV 2). Aquí la Constitución afirma que la palabra y la liturgia presentan un nexo esencial en el acontecimiento salvífico fundante, el cual se lleva a cabo por medio de dos elementos constitutivos: el «acontecimiento-palabra», y el «programa ritual». En las dos alianzas este binomio presenta sus respectivas modulaciones: en el Primer Testamento, el acontecimiento salvífico fundante es la Pascua. El acontecimiento-palabra está constituido por las obras del Señor y el programa ritual posibilita la adhesión a la salvación por medio de indicaciones rituales prescritas (Ex 12, 1-13, 6). En el Nuevo Testamento, el acontecimiento salvífico fundante es el sacrificio de Cristo. El acontecimiento-palabra está constituido por aquello que Jesús realiza y el programa ritual viene dado por el mandato anamnético: «Haced esto en conmemoración mía». Este esquema representativo, fuertemente unificado, muestra que la continuidad entre Biblia y liturgia es una realidad presente en forma de continuum intratextual.
En la revelación divina, por tanto, acontecimiento histórico y palabras interpretativas están en intima relación entre sí, de tal manera que no pueden cumplir su función reveladora el uno sin las otras. Análogamente, también, en la liturgia, acción simbólica y palabra de fe están íntimamente unidas y se completan mutuamente. Existe una impresionante continuidad expresiva y de comunicación simbólica entre la Biblia y la liturgia. En la celebración ritual de la Iglesia, lo que la palabra anuncia, lo realiza el sacramento. Es ésta una ley general que, como corriente subterránea, atraviesa toda la teología litúrgica.
Por lo que se refiere a la celebración eucarística, la Iglesia tiene en ella su misteriosa epifanía; ahí, la Escritura y el pan revelan su misterio. Cuando el pan y la palabra son asimilados en la celebración, se convierten en la palabra y el cuerpo de Cristo muerto y resucitado y la unidad fundamental de ambas consagraciones nos revela la riqueza propia del banquete eucarístico.
Liturgia de la palabra y liturgia eucarística, en su profunda unidad, constituyen un único acto de culto. Un primer vestigio de esta unidad lo encontramos en el caminar histórico de Israel por el desierto. Cada año, el pueblo se reunía delante del arca de la alianza para renovar su adhesión y fidelidad a Yahwéh. El arca contenía las tablas de la Ley, palabra permanente del Señor, y el vaso del maná, comida de salvación para el pueblo (cf. Ex 25, 10-16; Dt 10, 1-5). En el tiempo de la Iglesia, quien une palabra y sacramento es el Espíritu Santo, que vitaliza la palabra y los dones eucarísticos del cuerpo y la sangre del Señor. Hay un nexus mysteriorum que articula la palabra dentro de la eucaristía y la eucaristía dentro de la palabra, nexus por el cual la palabra tiene dimensiones eucarísticas y la eucaristía posee dimensiones verbales (logikós), en mutua reciprocidad. Pablo dice que cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos, es decir, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva. Para Louis Bouyer, eso significa que el cumplimiento del rito sacrificial de la nueva alianza es, en sí mismo, la más elocuente predicación de la palabra de Dios (cf. L. BOUYER, Piedad litúrgica, Cuernavaca 1957, 33-39).
Advertir la realidad de ese binomio, «palabra-sacramento», resulta más fácil que poseer una honda experiencia de su profunda unidad, sobre la que es necesario insistir. Que la celebración litúrgica comprende dos fases no necesita justificación, pues basta una mera constatación fenomenológica; pero se obtendrían resultados empobrecedores si la celebración de la liturgia se concibiera como mera yuxtaposición de dos piezas. El agua no es mezcla ni yuxtaposición, sino combinación de hidrógeno y oxigeno. Quitar a la celebración litúrgica la palabra no sería separar una parte, sino mutilar un organismo.
BibliografíaF.M. AROCENA, En el corazón de la liturgia, Madrid 20043. J. CORBON, Liturgia fundamental-Misterio Celebración-vida, Madrid 2001. I.H. DALMAIS, «Teología de la celebración litúrgica», en A.-G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Barcelona 1987. M. SODI, «Celebración», en Nuevo Diccionario de Liturgia, Madrid 1987.
F.M. Arocena
Hablamos de la ciencia teológica que se ocupa científicamente del culto cristiano. La podemos llamar simplemente «liturgia» o también «ciencia litúrgica» o, como nosotros preferimos, «teología litúrgica». Aquí nos ocuparemos, en particular, de los presupuestos epistemológicos sobre los cuales la teología litúrgica funda sus certezas y del método específico con el cual elabora sus contenidos.
Si consideramos la expresión «teología litúrgica» según una acepción amplia -pero no menos exacta y significativa- y la entendemos referida a la experiencia del culto que han tenido las diversas generaciones cristianas y a la relación existente entre la fe y la praxis celebrativa, entonces el camino histórico de la teología litúrgica es largo y complejo y se inicia ya en las mismas páginas de los dos Testamentos. Pero no es éste nuestro objetivo. Presupuesto este largo proceso histórico, nos ocupamos aquí de la teología litúrgica en sentido estricto, es decir, tal y como se ha ido configurando como una verdadera disciplina teológica en el decurso del último siglo.
Cuando la teología adquirió un status científico en la escolástica, se estableció una relación particular entre teología y liturgia, que reducía ésta a una simple auctoritas de aquélla. Limitándola a un mero testimonio de la tradición, se corría el riesgo de olvidar que la liturgia tiene un valor teológico propio.
A mediados del siglo XVIII encontramos por primera vez la expresión «teología litúrgica». Pero la dimensión teológica de la liturgia no emerge como prioritaria hasta vigilias del Concilio Vaticano II. Después de un largo periodo de tiempo durante el cual la liturgia ha sido considerada un simple locus theologicus y estudiada desde un punto de vista meramente ceremonial y rubricistico, en el curso del siglo XX podemos distinguir tres fases sucesivas en el desarrollo de la ciencia litúrgica: una fase histórica, que, entre otras cosas, ha puesto de manifiesto la necesidad de una reforma a fondo de la liturgia, a la vez que ha aportado los elementos para llevarla a cabo; una segunda fase teológica, fruto, en gran parte, de los estudios históricos, que planteaban la cuestión fundamental sobre la misma esencia de la liturgia cristiana; una fase pastoral, que intentaba fundamentar e incrementar la participación de los fieles en los sagrados misterios. Como veremos más adelante, hoy se busca integrar armónicamente todas estas dimensiones con un predominio del aspecto teológico, de modo que la liturgia es considerada como acción de Cristo y de la Iglesia que continúa la obra de la salvación por medio de gestos, palabras y símbolos.
Recogiendo fermentos presentes ya en el movimiento litúrgico y en algunos pronunciamientos del magisterio pontificio, en particular de Pío X (Tra le sollecitudini, 1903) y de Pío XII (Mediator Dei, 1947), el Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum concilium privilegia la dimensión teológica de la liturgia (cf. sobre todo SC 1-13) y marca un cambio de perspectiva en el estudio y en la enseñanza de la misma cuando afirma: «La asignatura de sagrada liturgia se debe considerar entre las materias necesarias y más importantes en los seminarios y casas de estudio de los religiosos y entre las asignaturas principales en las facultades teológicas. Se explicará tanto bajo el aspecto teológico e histórico como bajo el aspecto Espiritual, pastoral y jurídico» (SC 16).
La afirmación de la dimensión teológica de la liturgia hay que considerarla como una indicación precisa de método que tiene consecuencias concretas en el estudio de la misma liturgia. Si tenemos además presente la Constitución sobre la liturgia en su conjunto (en particular la parte dedicada a la reforma litúrgica: SC 21-40), podemos añadir que el ámbito especifico en el que esta teología litúrgica se ha de mover es la concreta praxis litúrgica a la luz del lugar que le compete en la dinámica global de la vida de la Iglesia. Sin embargo, a la conquista de la dimensión teológica de la liturgia no parece que haya seguido la elaboración de un modelo epistemológico compartido por todos los autores que legitime la dignidad científica de la teología litúrgica, con un propio fundamento y un propio método en el ámbito de las otras disciplinas teológicas.
Los autores, aunque concuerdan en la absoluta necesidad de fundarse en una visión teológica de la liturgia como exige su naturaleza, no siempre están de acuerdo cuando han de definir el aspecto específicamente teológico de la ciencia litúrgica y cuando han de proponer el método de la misma. Indicamos muy sintéticamente algunas posiciones: ya antes del Vaticano II, L. Beauduin (La piedad de la Iglesia (ed. preparada por J. Urdeix], Barcelona 1996) recupera el aspecto teológico de la liturgia poniéndola en estrecha conexión con el sujeto celebrante: la Iglesia; para él la liturgia es el culto de la Iglesia. Por su parte, O. Casel (El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953) utiliza la categoría de «misterio», entendido como el darse histórico de la salvación operada por Dios en Cristo a través del culto de la Iglesia. R. Guardini («Über die systematische Methode in der Liturgiewissenschaft», Jahrbuch für Liturgiewissenschaft 1[1921] 100-101) presenta un método científico para la liturgia que implica tanto la investigación histórica, como la sistemática, y siempre en el ámbito de la Iglesia que celebra los misterios. C. Vagaggini (El sentido teológico de la liturgia, Madrid 1959) intenta colocar la liturgia en el ámbito de la teología sintética general en orden a elaborar una «liturgia teológica». S. Marsili («Liturgia e teologia. Proposta teoretica», Rivista Liturgica 59 [1972] 455-473) propugna, en cambio, una verdadera «teología litúrgica», entendida como un discurso sobre Dios a la luz de la sacramentalidad, que es el modo de ser de la revelación tanto en su primer existir histórico como en el actuarse en la liturgia. Alguien ha notado que en algunas de estas posiciones y en otras semejantes, la justa preocupación por la afirmación de la dimensión teológica y espiritual del culto es tal que se corre el riesgo de proponer una especie de no ritualidad de la liturgia cristiana.
La cuestión de la ritualidad, insuficientemente tematizada en algunas de las elaboraciones teológicas citadas, aparece, en cambio, revalorizada en los estudios de carácter mayormente pastoral. Podemos citar aún la comprensión de ciencia litúrgica (Liturgiewissenschaft) elaborada en estos últimos decenios por los ambientes de lengua alemana: el objeto de la liturgia, como disciplina de la Iglesia, refleja a la Iglesia en cuanto asamblea, que se experimenta como llamada explícitamente por Dios y se reúne en la celebración litúrgica para hacer memoria de los acontecimientos salvíficos actuados por Dios en Jesucristo. Del objeto de la liturgia deriva su cometido específico: la plena actuación del diálogo salvífico, que tiene su fundamento en el misterio pascual y encuentra en la asamblea litúrgica su más plena expresión.
Ante todo, una premisa. Creemos que es correcto considerar la liturgia como una síntesis convergente de las disciplinas teológicas (cf. SC 10 y 16). La formación teológica no se puede considerar lograda si no educa a captar en el momento litúrgico, como en una síntesis vital, todo lo que ha sido objeto de estudio en la Biblia, en la dogmática, en la moral y en la espiritualidad. Pero es evidente que esto no puede traducirse en una especie de panliturgismo teológico, dado que «la sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia» (SC 9).
Afirmado esto, como punto de referencia metodológico, podemos establecer dos niveles expresivos de la teología litúrgica íntimamente vinculados entre si: el nivel antropológico, relacionado con la estructura simbólico-ritual de la liturgia, en el ámbito del comportamiento humano; y el nivel propiamente teológico, relacionado con la realidad mistérico-sacramental de la celebración litúrgica. El nivel antropológico tiene en cuenta las claves antropológico-culturales, psicológicas y lingüísticas del rito para captar su capacidad religiosa, expresiva y comunicativa. El nivel propiamente teológico analiza la liturgia interpretándola desde la revelación cristiana; toma como objeto específico de análisis teológico los datos que emergen de la historia y de la celebración en acto: «ritus et preces» (SC 48). Por lo tanto, no hay que separar el momento antropológico del momento propiamente teológico: la antropología ha de ser integrada en la teología. En el fondo de la comprensión bíblica de la naturaleza «teológica» del culto cristiano está la conciencia de una relación inseparable existente entre el rito y el misterio pascual, del cual el rito es memorial. El rito es el modo con el cual la liturgia de la Iglesia se nos da. La liturgia es ante todo actio, celebración. De ahí que para fundar y legitimar científicamente la teología litúrgica, hay que profundizar primero en la posibilidad del actuarse del misterio pascual en la ritualidad. Para conseguir este objetivo, la teología litúrgica se sirve de las aportaciones de numerosas ciencias del hombre, desde la antropología cultural y la etnología, la fenomenología de la religión, la psicología y la sociología, la semiología y la lingüística.
Lo que acontece en la celebración litúrgica es teología, «tratado sobre Dios», en el nivel de la fe vivida, a través de signos que ocultan y revelan la acción misteriosa de Dios. La teología litúrgica está, pues, constitutivamente orientada a la investigación del evento de la revelación «sub specie celebrationis». A este respecto, podríamos referirnos al modelo mistagógico de los Padres de la Iglesia, entendido como un saber que supera la mera especulación porque no se elabora fuera del misterio revelado y celebrado sino más bien en su mismo interior. La catequesis mistagógica transmite un saber teológico que parte de la acción litúrgica y se desarrolla en ella, con la consecuencia de que el modo de la reflexión teológica es elaborado, al menos en parte, en el ámbito de la misma praxis litúrgica, es decir, el método (teológico) es interno al objeto (litúrgico), el saber es interno al objeto.
Podemos decir que hay tres momentos en el proceso metodológico que intentamos proponer, momentos que corresponden a las tres preguntas siguientes: ¿por qué se celebra?, ¿qué se celebra? o ¿cuál es el objeto de la celebración?, ¿cómo se celebra? Estos momentos están íntimamente relacionados entre si, se entrecruzan y complementan.
Entre los instrumentos de trabajo específicos de la teología litúrgica, hay que colocar ante todo los libros litúrgicos antiguos y modernos escritos para la celebración. Además de estas fuentes directas, hay otros documentos que son de interés para el conocimiento de la liturgia y la reflexión sobre la misma: como en toda reflexión teológica, ocupan un lugar privilegiado la Escritura, los escritos de los Padres y los documentos del magisterio.
BibliografíaM. Auné, «La teologia liturgica», en G. LORIZIO y N. GALANTINO (eds.), Metodología teologica. Avviamento allo studio e ella ricerca pluridisciplinari, Cinisello Balsamo 20043, 280-293. E. CARR (ed.), Liturgia opus Trinitatis. Epistemología liturgica: Atti del VI Congresso Internazionale di Liturgia, Roma 2002. A. CATELLA, «Teología della liturgia», en A.J. CHUPUNGCO (ed.), Scientia Liturgica, Manuale di Liturgia, II, Casale Monferrato 1998, 17-45. S. MARSILI y D. SARTORE, «Teologia liturgica», en D. SARTORE, A.M. TRIACCA y C. CIBIEN (eds.), Liturgia (I Dizionari San Paolo), Cinisello Balsamo 2001, 2001-2019.
M. Augé