Familia • Fe • Filiación divina
El término «familia» se usa, en la actualidad, para designar realidades diversas, dependiendo de la idea que se tenga de matrimonio y, en última instancia, de la manera de concebir el bien de la sexualidad. En cualquier caso, aunque los modos de organizarse la familia sean diversos, ese término remite siempre a una institución natural, es decir, enraizada en la misma naturaleza humana, conocida por todos los pueblos y culturas a lo largo de los siglos. En este sentido (más estricto), se habla de la familia como la «comunidad de personas que emparentadas entre si (padres e hijos) viven juntas bajo la autoridad de una de ellas» (RAE). A esa institución alude el Catecismo de la Iglesia Católica cuando dice: «Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia y la dotó de una constitución fundamental» (CCE 2203).
En sentido más amplio, con el término «familia» se designa el conjunto de personas emparentadas sólo indirectamente entre si (familia nuclear), la comunidad o grupo de personas (familiares y domésticos o personas de servicio) formado por los que viven en el mismo hogar (sociedad doméstica). También puede referirse a grupos de personas unidas por unos mismos ideales y finalidad, como la comunidad cristiana (familia cristiana), una comunidad religiosa (familia religiosa), etc. Aquí se considera la familia en el sentido estricto.
La Sagrada Escritura no ofrece una enseñanza ordenada y desarrollada sobre la familia. No es eso lo que busca. Pero sí establece los rasgos más elementales: origen divino, propiedades o características, etc. A su vez, hace ver que los elementos que configuran a la familia como institución natural, son transformados, con la venida de Cristo, hasta el punto de pasar a significar y realizar el amor de Dios por la humanidad.
La familia aparece siempre como una institución fundada en el matrimonio. Sobre la base de los relatos de la creación (Gn 1-3), los libros del Antiguo Testamento van señalando las características de la familia, cuyo ideal permanecerá constante, a pesar de los diferentes momentos de la historia de Israel. En la custodia y promoción de ese ideal desempeñan un papel importante los profetas.
Para el pueblo de Israel la familia era una institución religiosa y era vivida como tal. La celebración del rito matrimonial, fruto de una disposición divina (Pr 18, 22; Pr 18, 14; Sal 128, 2-3; Si 36, 26; Gn 24), era un acto religioso y en cierto modo «sacramental» (en el sentido de ser una realidad instituida por Dios para la santificación y la bendición de los hombres, y ello por su propia naturaleza). A la vez era una institución jurídica que daba lugar a una serie de derechos y deberes recíprocos (cf. Dt 22, 23-27; Est 1; Ex 21, 10; Os 2); y, al mismo tiempo, una realidad cultural y, como tal, con peculiaridades propias de las diferentes épocas de la historia de Israel.
Con la venida de Cristo y como consecuencia de la elevación del matrimonio a sacramento en sentido propio, la realidad de la familia, fundada sobre el matrimonio, es elevada a una situación nueva. La incorporación a Cristo por el bautismo da lugar a un modo de ser y vivir nuevos: los cristianos sólo podrán «casarse en el Señor» (1Co 7, 39).
Son significativos en esta línea los textos de Ef 5 y 1Co 7. Las relaciones entre los esposos y de éstos con los hijos han de reflejar, cada una según su propia condición, el amor de Cristo a su Iglesia, al que se han incorporado. Por eso, en la misma línea de la enseñanza del Señor, el apóstol recuerda que las relaciones familiares han de vivirse siempre desde la perspectiva del Reino de los Cielos (1Co 7, 29). Precisamente ésta es la clave para interpretar correctamente las palabras del Señor en las que parece enfrentar a sus discípulos con la familia (cf. Mt 10, 37; Mt 12, 46-50; Lc 12, 51-53).
El Señor defiende abiertamente la institución familiar y la estabilidad del matrimonio (Mt 19, 1-12) y, en su predicación, recurre, con frecuencia, a las relaciones propias de la familia como modelo para sus discípulos y para explicar el significado del Reino de los Cielos y la acción del Padre con los hombres. Dios es como el padre que se desvive por sus hijos (Mt 7, 9), que perdona y recibe al hijo cuando vuelve (Lc 15, 20-32). Pero sobre todo es significativa su presencia en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y muy particularmente el hecho de nacer y pasar la mayor parte de su existencia terrenal en el hogar de Nazaret.
Una de las conclusiones que hace ver la historia de los diferentes pueblos y culturas es, por una parte, la formación y desarrollo de la familia a partir del matrimonio monogámico, y, por otra, la relación recíproca entre matrimonio y familia, cualesquiera que hayan sido las variantes tipológicas y las teorías existentes sobre la familia.
A mediados del siglo XIX surgen corrientes de pensamiento que pretenden mostrar, con argumentos histórico-sociológicos, una idea de familia diferente: para unos, la familia habría evolucionado desde el amor libre hasta el patriarcado, pasando por el matriarcado (J.J. Bachofen); según otros, la evolución habría seguido estos pasos: promiscuidad, familia consanguínea, matriarcado por grupos, matriarcado, patriarcado poligámico y familia monogámica (L.H. Morgan); y para otros lo primero habría sido una especie de familia «esporádica», después la familia como institución jurídica y finalmente la familia conyugal (E. Durkheim). Pero estas teorías son pronto desautorizadas como gratuitas y contrarias a los datos, que hablan de la familia monogámica como la más extendida entre los pueblos de las diversas épocas y culturas (E. Westermarck).
En la actualidad son también variados los intentos de presentar, por algunas ideologías, la familia de fundación matrimonial como una «reliquia del pasado» que se debe superar. De alguna manera se pude decir que la crisis que sufre hoy la institución familiar es debida, entre otros factores, a la afirmación progresiva del individualismo moderno que se expresa como voluntad contractual.
Con el advenimiento de los totalitarismos en la modernidad, la familia se convierte en el objeto privilegiado de la política de estos regímenes: la familia es el lugar fundamental de la educación en los valores del régimen, considerada como su primera célula. El régimen aspiraba a un nuevo diseño de relaciones familiares y a una reformulación de los valores familiares con las ideas totalitarias. Para el comunismo, la familia es la institución burguesa por excelencia; por ello es necesario romper el ligamen familiar a favor de la pertenencia al Estado.
De modo paradójico, el pensamiento posmoderno actual subraya el carácter privado y subjetivo de la familia, donde se intercambia una relación más o menos estable, dominada a menudo por el mero sentimentalismo, como un lugar que no tiene ninguna relevancia para la sociedad. La intervención del Estado tiende a acentuar este carácter privado de la familia y también su disgregación (respeto de la autonomía y libertad del individuo singular). La subjetividad social de la familia comienza a reconocerse cuando la sociedad se da cuenta del peligro que conlleva el individualismo que compromete la supervivencia misma de la sociedad. El problema principal de la sociedad actual es que la autonomía comienza a volverse contra la misma persona. En este contexto, pasan a discutirse las funciones sociales de la familia. La solidaridad sería en cierto modo el mecanismo que compensa moralmente las brutales desigualdades que produce el sistema. La concepción individualista de la sociedad está en la base de la atomización de la familia. El Estado se preocupa de la familia acentuando su privacidad, acentuando el carácter atomista. Pero esta sociedad corre el riesgo de perder la autonomía y libertad del individuo mismo.
El déficit normativo y de identidad que sufre la sociedad contemporánea sólo puede superarse si se reactivan los recursos que pueden sustentar el Estado de derecho. Es extraño que una sociedad que se dice liberal produzca individuos que no tengan una autoconciencia ni identidad generacional. Sin una familia, no es posible poseer tal identidad. Hasta tiempos recientes, tener esta identidad generacional era fácil: se nacía en una familia; el sentido de ser radicado en una historia común era clara. Hoy en día se debe relanzar la familia como institución social que media entre el individuo y la sociedad, como elemento socializador, personalizador y educador que fomenta la responsabilidad y la libertad. El Estado de derecho es uno de los mayores frutos del pensamiento moderno y del pensamiento cristiano. Pero para que el Estado de derecho funcione necesita de la cultura que lo ha originado, que es una cultura cristiana, y del cuidado de la célula primordial y vital que lo sustenta, que es la familia.
Como institución natural, la familia se enraíza en la humanidad, es decir, en la diferenciación y complementariedad del hombre y de la mujer. Y como tal, su naturaleza y características pueden ser conocidas, al menos en sus rasgos fundamentales, por las luces de la razón humana. Su verdad más profunda, sin embargo, sólo puede ser desvelada desde la historia de la salvación.
Cuando la revelación habla de Dios como Padre, y del Verbo como Hijo, se está refiriendo analógicamente a la realidad familiar. Ese lenguaje que sirve para iluminar el misterio de la Trinidad ayuda también a descubrir la verdad de la familia. «A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El "Nosotros" divino constituye el modelo eterno del "nosotros" humano; ante todo de aquel nosotros que está formado por el hombre y la mujer creados a imagen y semejanza divina» (GrS 6).
De manera semejante a la Trinidad -salvada la distancia infinita con el misterio trinitario-, la familia es y está llamada a ser comunidad de personas en el amor. Una comunidad en la que cada uno de los miembros es afirmado por si mismo y, a la vez, superando la relación personal entre el «yo» y el «tú», se abre al «nosotros», que -en los esposos- se complementa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos. «La familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí, salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al "Nosotros" divino. Sólo las personas son capaces de existir en comunión» (GrS 7).
La comunión ha de existir y expresarse, en primer lugar, entre los mismos cónyuges. La unidad, por la que «ya no son dos sino una sola carne» (Gn 2, 24), ha constituido una unión tan intima y profunda entre ellos que implica el compromiso de donarse totalmente en su masculinidad y feminidad en cuanto sexualmente distinta y complementaria (la conyugalidad) y, por tanto, la fidelidad en la unidad y en la indisolubilidad. «Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de "una sola carne", la lógica de la entrega entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio seria vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres» (GrS 11).
Sobre la base de la comunidad conyugal se edifica y desarrolla la comunidad de la familia. Además de la relación conyugal -la propia de los esposos-, existe dentro de la familia un conjunto de relaciones interpersonales que han de observarse fielmente, si se quiere que la vida de familia sea una verdadera comunión de personas: las de los padres y los hijos, de los hermanos entre sí, de los parientes, etc. Porque el amor auténticamente humano y personal no puede dirigirse hacia su objeto de una manera indiferenciada, como si todos los seres amados fueran iguales; por el contrario, ha de tener en cuenta la condición del amado y, al mismo tiempo, observar la propia condición que también está conformada con unas modalizaciones concretas, por ejemplo las de ser padre, hijo, etc.
El amor de la familia es un amor de amistad con unas connotaciones y dinamismo tales que lo describen con una identidad propia: como amor conyugal, paterno o materno, filial, fraterno, etc. Como consecuencia -y a la vez exigencia- de darse entre unas personas relacionadas entre si, con unos vínculos específicos, esa amistad se convierte, por eso mismo, en amor conyugal, paterno, materno... El amor y la comunión interpersonal se fundan originariamente en la carne y en la sangre: lo que existe primero es el hecho de ser esposo, padre, hijo...; pero, por ser un amor humano y personal, lo verdaderamente importante es la libre decisión de actuar según la condición propia, tanto del que ama como de la persona amada. Desde este punto de vista, cabe hablar de desarrollo y perfeccionamiento del amor y comunión familiar: siempre es posible también un esfuerzo mayor por acomodar las conductas a ese ideal previamente conocido. «El amor entre los miembros de la misma familia [...] está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce a la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa» (FC 18). En concreto, los esposos lo conseguirán «a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total», por la que comparten «todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son», progresando «hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, de la inteligencia y la voluntad, del alma-» (cf. FC 19). Es la consecuencia primera o inmediata de la comunión conyugal, que se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad.
En la familia cristiana, el amor y la comunidad que sus miembros están llamados a vivir revisten la modalidad de ser signo y revelación de la unidad y comunión de la Iglesia. Deben manifestar esa unidad y comunión, porque la reproducen: por el bautismo, los cristianos son constituidos miembros del Cuerpo de Cristo, hijos del mismo Padre-Dios y verdaderos hermanos entre sí, hasta el punto de que son de la misma raza, participan de la misma vida divina y hablan la misma lengua, sin «distinción entre judío y gentil» (Rm 10, 12). Por otro lado, esa profunda unidad de todos los bautizados -que se da en los componentes de la familia cristiana- es sostenida y vivificada por el Espíritu Santo, que es la razón viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acumula y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Esta «nueva y original comunión» tiene como cometido -junto a otros- llevar a plenitud aquella primera y natural, que, nacida de los vínculos naturales de la carne y de la sangre, ha de crecer y desarrollarse cada día «encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar los vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu» (FC 21). Por eso, entre otras cosas, la gracia de la fe confiere a los miembros de la familia cristiana la seguridad y la audacia de los que están en la verdad, también en el plano de las relaciones auténticamente humanas. Por la fe, en efecto, son capaces de verse unos a otros con esos ojos nuevos que permiten descubrir el profundo misterio en el que están insertados: su paternidad, filiación, fraternidad... está llamada a vivirse según el modelo de Dios, de Cristo, de quien procede toda paternidad, filiación y fraternidad. La familia de Nazaret se contempla entonces como el modelo y ejemplo de las familias y de la entera vida familiar: un ejemplo que mueve y arrastra no sólo desde lo exterior sino desde la misma entraña de su existir, toda vez que por el bautismo y los sacramentos se participa y vive de su misma vida.
A cada miembro de la familia le corresponde un quehacer específico en la construcción de la familia, debiendo todos ayudar y colaborar con los demás para cumplirlo convenientemente. Un factor determinante e imprescindible de esa colaboración necesaria es que cada uno desempeñe su función propia de esposo, padre, hijo, hermano...: ahí son insustituibles. El servicio recíproco de todos los días, según la manera propia de cada uno, es el modo práctico de vivir la vocación personal contribuyendo a la unión y comunión familiar.
Entre la familia y la sociedad existe una relación tan estrecha que -se puede afirmar- la sociedad será lo que sea la familia. Porque, en última instancia, el hombre será lo que sea la familia. En la familia nace y se desarrolla el cimiento mismo de la sociedad: el hombre.
La familia no es el efecto de la casualidad o el producto de la evolución de las fuerzas naturales; no es una invención humana ni una mera creación cultural. Es, por el contrario, «una sabia institución del Creador» (HV 8), que sirve para realizar la vocación originaria del ser humano a la comunión interpersonal mediante la «entrega sincera de si mismo». En este sentido se dice que la familia es una institución natural. Responde a la verdad más profunda de la humanidad del hombre y de la mujer, a la intrínseca constitución del hombre como don e imagen de Dios. Las diversas realizaciones históricas de la familia en las diferentes épocas y culturas deberán ser juzgadas siempre a la luz de esa verdad fundamental-natural.
La familia es además la primera sociedad natural, la célula primera y original de la sociedad. En relación con la dignidad personal, es irrelevante la condición masculina o femenina: el hombre y la mujer son iguales como personas; a la vez, sin embargo, la condición masculina y femenina, que da lugar a la primera diferenciación dentro de la humanidad común, es también la primera manifestación de la llamada de la persona humana a la complementariedad mediante la relación interpersonal. En este sentido el matrimonio es la sociedad natural primera: en efecto, hunde sus raíces en el significado originario de la estructura de comunión de la persona. Pero esa alianza conyugal por la que el hombre y la mujer se unen hasta llegar a ser «una sola carne» (Gn 2, 24) y se comprometen a formar «una comunión de personas», se completa plena y naturalmente de una manera específica al engendrar los hijos: la comunión de los cónyuges da origen a la comunidad familiar (cf. GrS 7-8).
La familia es la célula original de la sociedad porque en ella la persona es afirmada por vez primera como persona, por sí misma y de manera gratuita. A la familia está ligada la calidad ética de la sociedad. Ésta se desarrolla éticamente en la medida en que los valores que constituyen el bien de la familia impregnan su vida. Por ello las conductas o legislaciones que destruyen los valores de la familia son, por lo mismo, deshumanizantes y nocivas para la sociedad.
La familia es «la primera y fundamental escuela de socialidad» (FC 37). Una función que «debe caracterizar la vida diaria de la familia [y que] representa su primera y principal aportación a la sociedad» (FC 43). Aunque todas las «formas» de familia no sirven y contribuyen a realizar la verdadera y auténtica socialidad. Para ello es necesario que la familia sea familia, es decir, que su existencia se desarrolle como una comunidad de vida y amor, en la que cada uno de sus integrantes es valorado y afirmado en su irrepetibilidad: como esposo/esposa, padre/madre, hijo/hija, hermano/hermana, etc. La dignidad personal, modalizada por la condición según la que cada uno forma parte de la familia, es el único título de valor, y las relaciones interpersonales se viven teniendo como norma únicamente la ley de la gratuidad.
Esa función no se realiza en la familia por el simple hecho de vivir juntos. Se requiere que el hogar sea y se haga «acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda» (FC 43). Será necesario que los miembros compartan, en primer lugar, el tiempo; pero, sobre todo, habrá que conseguir que la vida familiar se convierta en una experiencia de comunión y participación mediante la formación en el verdadero sentido de la libertad, la justicia y el amor. En la libertad, porque sólo de esa manera el hombre actúa con la responsabilidad propia de su dignidad personal. En la justicia, porque sólo así se respeta la dignidad personal de los demás. En el amor, porque el respeto a los demás -a cada hombre- se resuelve en última instancia en amarlos por sí mismos.
No termina ahí -en esa actividad ad intra- la participación de la familia en el desarrollo de la sociedad. Como exigencia irrenunciable de su propia autorrealización le corresponde también una función social especifica fuera del espacio familiar, que consiste sobre todo en actuar y tomar parte en la vida social como familia y en cuanto familia. Es una tarea que deben realizar «juntos los cónyuges en cuanto pareja y los padres e hijos en cuanto familia» (FC 36), precisamente como prolongación de la comunidad de vínculos de sangre que les une.
De manera análoga a como en las personas singulares no cabe establecer una dicotomía entre la dimensión personal y social de su actividad, ni tampoco es posible limitar la función social a un determinado campo, eso mismo hay que afirmar del existir de las familias. Se trata, por otro lado, de una coherencia que forma parte de la verdad de la familia y de unas tareas que la familia ha de realizar sola y asociada con otras familias hasta llegar -incluso- a la constitución de un nuevo orden internacional. Pero hay que señalar de nuevo que no todas las formas de ser y existir de la familia sirven para la humanización del hombre o se pueden considerar participación en el desarrollo de la sociedad: para contribuir al bien integral del hombre -en eso consiste la humanización-, es necesario que la familia sea y actúe de una manera absolutamente respetuosa con ese conjunto de bienes y valores que la describen como «comunidad de vida y amor».
Una de las formas concretas que la familia tiene para llevar a cabo su función social es la participación en la política. Y dos son los modos más fundamentales para realizar ese quehacer: el testimonio de la propia vida familiar; y la participación activa en la configuración de la sociedad, a fin de que las leyes y las instituciones del Estado no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. Porque la familia es y debe ser siempre la primera y principal protagonista de la política familiar.
Es una tesis constante en la enseñanza de la Iglesia -recogida también por el derecho internacional (cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 16)- que la familia, principio y fundamento de la sociedad humana, ha de ser protegida por la sociedad y el Estado. En cuanto familia, goza de unos derechos cuyo fundamento y naturaleza derivan en último término de la ley inscrita por el Creador en la humanidad del hombre y de la mujer, y, en consecuencia, son anteriores a los que corresponden al Estado de la sociedad. «Al estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto comunitario [...], la familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la nación, que el Estado, más que la sociedad y que las organizaciones internacionales» (GrS 15). Hasta el punto de que «estas sociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la medida que la reciben de las personas y de sus familias» y, «por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y de las organizaciones internacionales "pasa" a través de la familia» y se fundamenta en ella.
Apoyándose en la misma naturaleza humana, la Iglesia ha defendido con frecuencia esos derechos y ha recordado de manera particular a los gobiernos de las naciones el deber que tienen de proteger y defender a la familia. Esos derechos -los más fundamentales- han sido recogidos en la Carta de los derechos de la familia (24.XI.1983), elaborada por la Santa Sede, como respuesta a las peticiones del Sínodo de los Obispos sobre la familia, según recuerda Familiaris consortio (46).
La novedad de la Carta no está en los contenidos. En realidad lo que se dice ya se encuentra en otros documentos del magisterio de la Iglesia, según se indica en las referencias de la misma Carta. Lo que si se hace es presentar esos contenidos de una manera orgánica y sistematizada. La novedad está en la forma o género literario en que viene redactada: busca presentar a todos nuestros contemporáneos, sean o no cristianos, una formulación -lo más completa y ordenada posible- de los derechos fundamentales inherentes a la sociedad natural y universal que es la familia. Por su estilo, más que proclamar derechos vinculantes desde el punto de vista jurídico -se incluyen ciertamente algunos-, lo que hace la Carta es señalar los principios fundamentales que deben inspirar la legislación y política familiar.
Esos derechos fundamentales se recogen en doce artículos que tienen en cuenta tanto el «existir» como el «actuar» de la familia, y también el «hacia dentro» y «hacia fuera» de si misma, es decir, su relación con la sociedad. Son los que se enumeran a continuación:
&ndash: Derecho a elegir libremente el estado de vida (art. 1). Todas las personas tienen el derecho a elegir libremente su estado de vida y, por lo tanto, a contraer matrimonio y establecer una familia o permanecer célibes.
&ndash: Derecho a casarse libremente (art. 2). El matrimonio no puede ser contraído sin el libre y pleno consentimiento de los esposos debidamente expresado.
&ndash: Derecho a la procreación responsable (art. 3). Los esposos tienen el derecho inalienable de fundar una familia y decidir sobre el intervalo entre los nacimientos y el número de hijos a procrear, teniendo en plena consideración los deberes para consigo mismos, para con sus hijos ya nacidos, la familia y la sociedad, dentro de una justa jerarquía de valores y de acuerdo con el orden moral objetivo.
&ndash: Derecho-deber de respetar y proteger la vida humana (art. 4). La vida humana debe ser respetada y protegida absolutamente desde el momento de la concepción.
&ndash: Derecho-deber de educar a los hijos (art. 5). Por el hecho de haber dado la vida a sus hijos, los padres tienen el derecho originario, primario e inalienable de educarlos; por esta razón, ellos deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos.
&ndash: Derecho de existir y progresar como familia (art. 6). La familia tiene el derecho de existir y progresar como familia. Y así debe ser reconocida y defendida por las leyes y el Estado.
&ndash: Derecho a la libertad religiosa (art. 7). Cada familia tiene el derecho de vivir libre mente su propia vida religiosa privada y públicamente.
&ndash: Derecho de ejercer su función social y política (art. 8). La familia tiene el derecho de ejercer su función social y política en la construcción de la sociedad.
&ndash: Derecho de contar con una adecuada política familiar (art. 9). Las familias tienen el derecho de poder contar con una adecuada política familiar por parte de las autoridades públicas, en el terreno jurídico, económico, social y fiscal, sin discriminación alguna.
&ndash: Derecho a una organización del trabajo que no disgregue a la familia (art. 10). Las familias tienen el derecho a un orden social y económico en el que la organización de trabajo permita a sus miembros vivir juntos y no sea obstáculo para la unidad y estabilidad de la familia.
&ndash: Derecho a una vivienda decente (art. 11). La familia tiene derecho a una vivienda digna de acuerdo con la condición personal y adaptada a las necesidades de los miembros que la integran.
&ndash: Derecho de las familias emigrantes a la misma protección que se da a otras familias (art. 12). No puede haber discriminación respecto a las demás familias.
Una de las claves para penetrar en la relación familia-Iglesia es la consideración de la familia como «iglesia doméstica». Sirve además para acercarse a la identidad y misión de la familia cristiana. A redescubrir esta figura y seguir ese camino en la identificación del «ser» y «existir» de la familia, ha contribuido grandemente el Concilio Vaticano II y, de manera muy particular, la Exhortación apostólica Familiaris consortio.
La imagen de «iglesia doméstica» para referirse a la familia no es nueva. Se usa ya en la Iglesia primitiva. En concreto utilizan esa expresión san Juan Crisóstomo († 407) y san Agustín († 430). El primero, para animar a las familias a configurar su existir como un modelo de caridad, de servicio y de hospitalidad; ya que en la familia se encuentran los elementos más importantes de la Iglesia: la mesa de la palabra, el testimonio de la fe, la presencia de Cristo (In Gen. 6, 2; In Matth. 17, 6). San Agustín se sirve implícitamente de esa misma imagen para hablar de la función del padre en el hogar comparándola con la del obispo, porque el uno y el otro cuidan de una comunidad de la fe (Serm. 94).
Esa expresión, sin embargo, tiene su origen en la Sagrada Escritura. San Pablo y los Hechos de los Apóstoles dan noticias claras de hogares cristianos como comunidades misioneras y de culto. En este sentido se refiere a ellos san Josemaría Escrivá de Balaguer cuando propone a los esposos el modelo de «las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles (cf. Hch 10, 24-48); Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo mismo en Corinto y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de san Pablo (cf. Hch 18, 1-26); Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe (cf. Hch 9, 36). Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor.
«Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído» (San Josemaria Escrivá, Es Cristo que pasa, 30).
El Concilio Vaticano II, siguiendo esta tradición, recoge esta imagen en dos momentos. «En esta especie de iglesia doméstica que es el hogar -dice Lumen gentium- los padres han de ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, estimulando a cada uno en su vocación y prestando una atención especial a las vocaciones consagradas» (LG 11) (cf. también AA 11). Desde entonces el magisterio de la Iglesia recurre frecuentemente a esa imagen, afirmando que la familia constituye «a su manera, una imagen viva y una representación histórica del misterio de la Iglesia» (FC 49).
Haciendo emerger los lazos que unen la familia con la Iglesia se pone de relieve no sólo que la familia es, en cierta manera, como la célula original de la Iglesia en cuanto que contribuye a darle nuevos miembros, sino también que es, a su manera, una imagen y representación del misterio mismo de la Iglesia. La familia construye y revela la Iglesia. Es como una «iglesia en miniatura».
El fundamento de la consideración de la familia como iglesia doméstica se encuentra en el sacramento del matrimonio. La relación entre la familia y la Iglesia es de naturaleza sacramental; no es un vínculo sociológico y jurídico consistente en que los integrantes de la familia forman la Iglesia a la manera que forman la sociedad civil. «Se mueve en la línea del misterio, de la gracia. Es, en realidad, gracia concedida a los esposos, don de Cristo Jesús. Del mismo modo que la Iglesia pertenece a Cristo porque Él se ha entregado y entrega continuamente, así también la familia cristiana se encuentra unida a la Iglesia de Cristo por la Gracia. Y así es como la familia cristiana es manifestación y testimonio de la Iglesia. Como la Iglesia es signo y sacramento de Cristo, así también la familia cristiana es sacramento de Cristo. Revela y recuerda el misterio de Cristo y de su Iglesia» (E. Albuquerque, Matrimonio y Familia, Madrid 1993, 193).
Esa relación familia-Iglesia determina necesariamente la participación de la familia cristiana en la misión de la Iglesia. Como la Iglesia, la familia cristiana es un lugar donde se anuncia la Palabra de Dios; constituye también un espacio de culto y oración y para el servicio en la caridad; «está puesta al servicio de la edificación del Reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y misión de la Iglesia» (FC 49).
Como iglesia doméstica, la familia cristiana está al servicio del Reino de Dios. Por eso uno de los cometidos fundamentales de la familia cristiana es participar en la vida y en la misión de la Iglesia. Y está llamada a realizar esa misión de una manera propia y original (FC 50). Propia y original, porque se trata de un derecho/deber cuyo origen arranca del mismo designio de Dios a través del sacramento (no lo ha recibido de la jerarquía); y también, porque ha de realizarlo según la modalidad comunitaria, en cuanto comunidad de vida y amor, como familia (FC 50): «... juntos los cónyuges en cuanto pareja, y los padres y los hijos en cuanto familia» (FC 49).
Por el sacramento del matrimonio -origen de la familia cristiana-, ésta participa y está configurada con el misterio de amor de Cristo -sacerdote, profeta y rey- a su Iglesia. Derivan de ahí las funciones que le corresponde desempeñaren el ejercicio de su misión en la Iglesia: a) ser una comunidad creyente y evangelizadora (función profética); b) comunidad de diálogo con Dios (función sacerdotal); y c) comunidad al servicio de la persona (función real) (FC 50-64).
a) Comunidad creyente y evangelizadora. La familia cristiana lleva a cabo su vocación profética acogiendo y anunciando la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más, una comunidad creyente y evangelizadora (discípula y maestra). Deriva de ahí la necesidad de la educación y formación permanente en la fe y vida cristiana.
En la medida en que se abre al Evangelio y madura en la fe, la familia cristiana se hace comunidad evangelizadora. Una de las formas de esa evangelización es la catequesis familiar. Además de la evangelización en el seno de la misma familia, ese anuncio y proclamación de la Palabra ha de hacerse hacia el exterior y en otros ámbitos, «incluso para los alejados, para las familias que no creen todavía y para las familias cristianas que no viven coherentemente la fe recibida» (FC 54). Muchas veces esa evangelización se realizará a través del testimonio de una vida coherente con el Evangelio. Pero no se deberá descuidar el anuncio explícito del mensaje de la fe. Una de las maneras de realizar esa evangelización es el «transplante» de la familia a tierras no cristianas.
b) Comunidad en diálogo con Dios. Al asociar a la familia a su vida y a su misión, Jesucristo la hace también partícipe de su función sacerdotal. Por este cometido que «la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar [...] es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo» (FC 55).
Del sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, «derivan para los cónyuges el don y el deber de vivir cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento brotan también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo sacrificio espiritual» (FC 56; cf. LG 34). «Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia "en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa" (LG 10). El hogar es así la primera "escuela del más rico humanismo" (GS 52, 1). Aquí se aprende la paciencia, el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida» (CCE 1657).
«Y, dado que no es posible lograr ese espacio de religiosidad familiar sin el empleo de prácticas piadosas, la Exhortación apostólica Familiaris consortio se detiene en especificar alguna de ellas. En primer lugar, la eucaristía, que "es la fuente misma del matrimonio cristiano". En segundo lugar, el sacramento de la penitencia que "es parte esencial y permanente del cometido de santificación de la familia cristiana" (FC 58), finalmente, la plegaria familiar, que "es una oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos" (FC 59), especialmente la plegaria litúrgica (FC 61)» (A. Fernández).
c) Comunidad al servicio del hombre. La familia cristiana participa y lleva a cabo su función «regia» en la medida que sirve generosa y desinteresadamente al hombre. Cuando su existir se desarrolla como una comunidad de vida y amor en la que cada persona es valorada por si misma, prescindiendo del placer o la utilidad que pueda reportar. La familia sirve al hombre cuando ayuda a descubrir en la persona la imagen de Dios; en toda persona, porque esa función ha de desempeñarla la familia tanto en su propio seno como en relación con la entera sociedad.
De manera especial cumple esa misión de servir al hombre por el ejercicio de la caridad con los más necesitados a través de las obras de misericordia. Y también, con el apostolado familiar y la participación en las distintas asociaciones que promueven una auténtica política social y económica en favor de la familia, los derechos humanos, la causa de la justicia y de la paz, etc.
La familia se constituye así en «el centro y el corazón de la civilización del amor» (GrS 13).
BibliografíaJ.M. AUBERT, «La identidad de la familia cristiana en la sociedad actual», en A. SARMIENTO (dir.), Cuestiones fundamentales sobre matrimonio y familia, Pamplona 1980, 421-442. C. CAFFARRA, «Famiglia: Chiesa domestica», Seminarium 34 (1982) 624-632. CONSEJO PONTIFICIO DE LA JUSTICIA SOCIAL Y DE LA PAZ, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, 209-254. J.R. FLECHA, La familia lugar de evangelización, Madrid 1983. E. KACZYNSKI, «El matrimonio y la familia: comunión de personas», Divinitas 26 (1982) 317-331. A. VÁZQUEZ, Como las manos de Dios, Madrid 2002.
A. Sarmiento-M. Iceta
A la iniciativa de Dios que se autocomunica, responde el hombre con la acogida de la fe. Esta acogida tiene carácter de respuesta, de aceptación del don de Dios. El acto de fe viene, en consecuencia, después de la revelación y es como el correlato subjetivo de ella. La revelación de Dios es «para el hombre», para la fe a la que se dirige, y de la que, en cierto modo, depende. Esto no significa que la revelación se identifique con la fe, ni su realidad dependa del sujeto. La revelación es real en sí misma, y sólo depende del mismo Dios que se revela. Pero para que se tenga noticia de ella, es necesario que alguien crea.
El acto de fe es de naturaleza compleja por los diversos aspectos de la persona que se ven directamente implicados en él. Al mismo tiempo, sin embargo, se puede decir que es un acto simple. Cuando el hombre responde a Dios con su: «creo», no es posible la confusión. La fe es fe y nada más; no pertenece a un género más amplio de actividades del hombre. Aunque cuenta con una base en la fe entre personas, la fe en Dios es un caso único, porque como a Dios y en Dios no se puede creer en nada ni en nadie.
La teología del acto de fe se ha desarrollado modernamente, al mismo tiempo que la teología de la revelación. Según como se entienda la revelación, así se entenderá la fe, y viceversa. Pero aunque su desarrollo haya tenido lugar; sobre todo en los dos últimos siglos, la teología de la fe aparece con claridad desde el principio de la reflexión cristiana, cuando la revelación no constituía todavía una cuestión teológica refleja. Las razones son claras: 1. La cuestión de la fe tiene una presencia constante en la Sagrada Escritura, y una formulación terminológica muy temprana. 2. Lo que al hombre se le pide es, en primer lugar, que crea. La fe acompaña a la conversión (Mc 1, 15), y es lo primero que el hombre realiza en su encuentro con Dios.
En castellano «creer» puede designar bien una opinión incierta o bien una firme adhesión, la confianza fundada en una relación interpersonal («creo en ti»). En la Biblia se trata del segundo sentido, tanto más cuanto que para los dos Testamentos Dios es el único objeto del creer.
La fe bíblica tiene un carácter histórico. Por eso, la confesión de fe en los dos Testamentos, el «Credo», se refiere a acontecimientos históricos: Dios que salva a su pueblo de la esclavitud (Dt 26, 5-9) y Dios que interviene salvíficamente en la historia de Jesús (Hch 2, 22-26; 1Co 15, 3-8).
Tanto para el Antiguo Testamento como para el Nuevo, Dios interviene en la historia, conduce los acontecimientos, estando siempre en búsqueda del ser humano. La fe es el reconocimiento por parte del ser humano de esta búsqueda e iniciativa divina. Una fórmula bíblica aparece como un hilo conductor en los dos Testamentos: «el justo vive de la fe» (Ha 2, 4; Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10, 38), fórmula que condensa una larga experiencia personal y colectiva. En el texto de Habacuc, al justo, al contrario de lo que sucede con el arrogante, se le promete la vida por su fidelidad (‘emunah). Esta fidelidad alude a la confianza inquebrantable en la palabra de Dios contra toda apariencia contraria.
Abrahán creyó en Dios. En el primer texto bíblico que usa el verbo 'aman se lee: «Creyó Abrahán en Dios» (Gn 15, 6). Abrahán, habiendo recibido de Dios una promesa inverosímil, se fió, puso en Dios su confianza. Es un texto fundamental, repetido por el Nuevo Testamento (Rm 4, 3.9.22; Ga 3, 6; St 2, 23). Que para el Antiguo Testamento Dios es el objeto propio del creer se deduce indirectamente del sentido negativo que tiene el verbo en su uso profano: «No te fíes de ellos (tu hermanos y la casa de tu padre) cuando te digan hermosas palabras» (Jr 12, 6; cf. Mi 7, 5; Jr 9, 3).
La inquebrantable fe-confianza de Abrahán en Dios se verá sujeta a duras pruebas. Sobre todo la prueba en la que se le ordena: «... toma tu hijo [...] y ofrécelo en holocausto» (Gn 22, 2), que Abrahán supera desde la obediencia (Gn 22, 18; cf. Hb 11, 8; la obediencia es característica esencial de la fe: Rm 1, 5), y la confianza: «Dios proveerá» (Gn 22, 8.14; cf. Rm 4, 21: convencido de que poderoso es Dios).
El Nuevo Testamento se refiere frecuentemente a la fe de Abrahán. Además de las referencias ya dadas, Rm 4, 11 le llama «padre de todos los creyentes». Para el cuarto evangelio, la fe en Jesucristo es el cumplimiento de la fe de Abrahán (Jn 8, 33 ss.). En el elogio de los Padres (Si 44, 19 ss.) y entre los héroes de la fe (Hb 11, 1-12.3) Abrahán ocupa el puesto más alto.
La fe, sólido fundamento de la existencia. A una fe como la de Abrahán, a una firme confianza en Dios en medio de las dificultades, invitaba el profeta Isaías al rey Ajaz y a todo el pueblo de Israel. Toda la vida del pueblo, incluida la política, debe estar basada en la fe. Esto implica el rechazo a apoyarse bien en la fuerza de las armas, bien en las alianzas con los poderosos: «... si no creéis, no subsistiréis» (no tendréis consistencia alguna, no sobreviviréis) (Is 7, 9; cf. Is 28, 16). Este texto será comentado por la teología posterior (Clemente, Agustín y los medievales: ¡si no creéis, no comprenderéis!).
En línea similar a Isaías se expresa Josafat: 2Cro 20, 20. Pues quien se apoya en el Señor no será nunca confundido (Dn 3, 40.95; 1M 2, 61; Sal 25, 3). Dios es de fiar. Por eso se le llama «Dios del Amén» (Is 65, 16), raíz que denota solidez y seguridad, y que el Nuevo Testamento aplicará a Cristo (Ap 3, 14).
Evangelios. El objeto principal de la fe cristiana es Jesucristo, en el que Dios interviene de forma definitiva y exige que el hombre realice una opción decisiva: convertíos y creed» (Mc 1, 15). El Jesús de los sinópticos invita a la fe: «¡Todo es posible para quien cree!» (Mc 9, 23; cf. Mt 8, 10). Se trata de la fe en Dios. María aparece como el modelo más acabado de la fe en Dios (Lc 1, 45). Pero esta fe de algún modo está ligada a la persona de Jesús: habla con autoridad (Mc 1, 22; Mt 7, 29), como un mensajero plenamente acreditado. Sin confianza en Jesús, su predicación no es comprensible.
Sin embargo, es el Jesús joánico el que habla directamente de «creer en él» (Jn 2, 11; Jn 3, 16.18; Jn 6, 35; Jn 7, 38). Esta fe en Jesús está indisolublemente ligada a la fe en Dios (Jn 14, 1; Jn 12, 44). El propósito explícito del evangelio es suscitar la fe en Jesús, para que creyendo en él, tengamos vida (Jn 20, 31). Por eso, el autor insiste en que el hombre debe tomar partido a favor o en contra de la verdad, cuyo testigo y revelador es el Hijo de Dios (Jn 14, 6). La fe da acceso a la Verdad, haciéndonos conocer al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Ver al Hijo es ver al Padre (Jn 12, 44-50; Jn 14, 9-10). Conocer al Hijo es conocer al Padre (Jn 14, 7).
Cartas paulinas. Según Pablo, la predicación anuncia lo que hay que creer (1Co 15, 11), el contenido, el objeto de la fe, a saber: Cristo, muerto por nuestros pecados, resucitado, aparecido a Pedro... (1Co 15, 3-5). Creer es aceptar la acción que Dios ha realizado en Jesucristo. El Apóstol insiste en la dimensión salvífica de la fe. La fe realiza la unión del creyente con Cristo (Ga 2, 20; Ef 3, 17: Cristo habita por la fe en nuestros corazones; 2Co 5, 17; Flp 3, 9). Por ella los hombres son justificados, y no por la observancia de la ley (Ga 2, 16; Rm 3, 28).
El punto de vista de Santiago es diferente (St 2, 14-26: el hombre es justificado por las obras). En realidad, Santiago no habla de obras de la ley, sino de obras de la fe (St 2, 22) y del amor. También san Pablo habla de una fe que actúa por el amor (Ga 5, 6) y es principio de una vida nueva (Ga 5, 14; Ga 6, 9-10).
La carta a los Hebreos. Presenta a Cristo glorificado como «sumo sacerdote y fiel» (Hb 2, 17; Hb 3, 2), pone en guardia contra la incredulidad (Hb 3, 12-19) e invita a una «plenitud de fe» (Hb 10, 22). Pero, ante todo, ofrece en Hb 11, 1 una definición de la fe que reúne motivos temáticos veterotestamentarios y helenísticos. Tomás de Aquino la califica de completissima fidei definitio (De Veritate 14, 2; S.Th. II-II, q.4, a.1). Este texto ha sido punto de referencia constante de la tradición teológica (desde Clemente de Alejandría al Catecismo de la Iglesia Católica: cf. 146).
El texto no proporciona una síntesis de todos los elementos que entran a formar parte de la fe, sino sólo de aquellos que son decisivos para la comunidad perseguida a la que se dirige. Así define la fe como garantía de lo que se espera y prueba convincente de las realidades que no se ven. Por la fe poseemos ya lo que esperamos y conocemos lo que no vemos. La definición encabeza una larga lista de mujeres y varones, héroes de la fe, que comienza en Abel, pasa por Abrahán y culmina en Jesús, «pionero y consumador de la fe» (Hb 12, 2). No todos los autores están de acuerdo en la interpretación de esta «fe de Jesús». En todo caso, la fe -fidelidad de Jesús-, ¿no sería el perfecto reflejo de «la fidelidad de Dios» (Rm 3, 3)?
M. Gelabert
Los gnósticos consideraban a la fe como un conocimiento de segundo orden. Oponían la pistis a la gnosis, siendo la primera un modo secundario y provisional de conocer, en tanto que la segunda sería el auténtico conocimiento. La fe era para los gnósticos opinión personal, dóxa, desprovista de fundamento, que debe ser sustituida por el conocimiento perfecto. Frente a esta teoría, la teología cristiana reaccionó con fuerza insistiendo en el carácter de certeza de la fe, la cual es considerada como verdadera episteme, conocimiento fundado y riguroso. El acto humano de la fe no se mide por la inestabilidad o fragilidad del hombre, sino por la fidelidad de Dios a quien el hombre oye y acepta. No puede disolverse en un conocimiento superior. Con Clemente de Alejandría y otros autores, la fe es presentada como gnosis verdadera, que no es sólo certeza de la verdad de la fe, sino que se convierte en amor y cumplimiento de los mandamientos. Así, por ejemplo, Demente habla de una doble conversión: del paganismo a la fe, y de la fe a la gnosis. Esta segunda se convierte en amor y establece una relación inmediata y amistosa entre el cognoscente y lo conocido.
Como resultado de la controversia gnóstica, se puso de manifiesto que la fe es respuesta del hombre al Dios que habla y que garantiza la certeza y seguridad de la fe. Al mismo tiempo, el comienzo de la fe se muestra como resultado de una acción moral. Una vez que el hombre cree, la fe afecta al conjunto de la acción moral del sujeto.
También en relación con los gnósticos, tuvo lugar en la Iglesia a partir del siglo II y sobre todo en el III y IV un proceso de ordenación y formulación de verdades. Frente al abuso que los gnósticos hacían de la Escritura, que interpretaban y desfiguraban arbitrariamente, la Iglesia opuso el principio de la regula fidei que procede de la misma Escritura, y que tiene la función de servir de criterio de la verdad de la fe frente a las herejías. «Los Padres llaman "regla de fe" o, con más frecuencia, "regla de verdad", a lo que los Apóstoles comunicaron, habiéndolo recibido previamente de Jesucristo, y que la Iglesia transmite desde entonces, en cuanto esto es normativo para la fe» (Y. Congar, La Tradición y las tradiciones I, San Sebastián 1964, 55).
La fe es el término al que llega el corazón inquieto (irrequietum cor) del hombre que, mientras no encuentra y se adhiere a Dios, carece de paz y de sosiego. Mediante el análisis del espíritu humano con sus diferentes tendencias y con sus diversas reacciones, Agustín pone de relieve que el hombre está hecho para Dios, y que ese destino en Dios no es resultado de la casualidad, sino del plan amoroso de Dios respecto al hombre. Por eso, el aspecto psicológico (itinerario del hombre) y el aspecto teológico de la fe (la fe como gracia) se dan íntimamente unidos.
La fe es conocimiento, pero ¿de qué tipo? El obispo de Nipona distingue tres tipos de conocimiento: la contemplación, la ciencia y la fe. La fe se distingue de las otras dos porque orienta a una autoridad, a un testimonio. La fe es condición y presupuesto del entender: crede ut intelligas. Pero también se puede afirmar: intellige ut credas (San Agustín).
«Creer es pensar con asentimiento» (Credere est cum assensione cogitare) (De praedestinatione sanctorum 2, 5: PL 44, 963). La inquietud del corazón desaparece en el encuentro confiado del hombre con Dios en la fe, pero al descanso de la fe que asiente, le caracteriza otro tipo de inquietud que es el deseo de comprender, el cual le lleva a pensar sin abandonar ni condicionar por ello el asentimiento de fe. No se trata de la investigación con la que se pretende llegar a certezas, sino de la certeza que busca mayor compresión. Se ve ya aquí ese doble movimiento que santo Tomás recogerá y explicará más tarde, entre la certeza y los motivos que la producen y sobre los que se funda, entre asentimiento y «cogitatio». Es un hecho no sólo intelectual sino, al mismo tiempo, moral en el que la libertad comprometida por el amor desempeña una función primordial.
En cuanto al carácter gratuito de la fe, san Agustín lo defiende enérgicamente contra los pelagianos y semipelagianos. Los pelagianos de tal modo valorizaban la libertad humana que la gracia se hacía innecesaria; los semipelagianos, por su parte, tendían a pensar que al menos el inicio de la fe se debía al poder del hombre, queriendo con ello poner a salvo la autenticidad moral del hombre y su esfuerzo personal, y evitar así todo quietismo. El resultado era, sin embargo, una desvalorización de la gracia. Agustín defiende, en cambio, que, en lo tocante a la fe, todo proviene de la gracia de Dios, tanto el initium fidei como la misma fe en cuanto conocimiento.
Después de la patrística, los momentos teológicos claves para el desarrollo de la teología de la fe fueron la teología medieval, la crisis protestante, la ilustración y las discusiones sobre las relaciones entre fe y razón del siglo XIX.
La fe se debe poner en relación con el saber natural y científico, sobre todo a partir de la introducción de la filosofía aristotélica. En relación con el conocimiento de la razón, se hace necesario precisar cuál es el estatuto de la ciencia y cuál es el estatuto de la fe, así como qué tipo de relación se da entre ambas. A esto se une naturalmente la pregunta por la posibilidad que tiene la fe de despertar y proseguir una actividad racional.
La respuesta de los dialécticos en el siglo XI a las posibilidades de relación entre fe y ciencia es optimista. Al creyente le está permitido, e incluso debe utilizar la ratio plenamente e incluir en ella los datos de la fe. La confusión a que ese planteamiento daba lugar entre lo creído y lo sabido, con el consiguiente riesgo de racionalismo teológico, produjo la reacción opuesta. Pedro Damiano († 1072) y los antidialécticos rechazaron la dialéctica y una estricta utilización de la razón de cara al intellectus fidei. Además negaban a la ciencia natural su independencia propia, con lo que se hacía imposible su servicio de preparación para la revelación.
La introducción de las obras metafísicas de Aristóteles en Occidente supuso una crisis, debido a que se trataba de un pensamiento formulado de modo ajeno a la revelación cristiana, y un pensamiento además que ofrecía un sistema completo del universo, con una imponente visión armónica de la naturaleza y del hombre. Se trataba de un intelligere autónomo, en el que no parecía que hubiera un lugar para la fides. A Tomás de Aquino le cupo en suerte realizar la empresa descomunal de dominar la crisis desencadenada por la introducción de Aristóteles y hacerla útil para la teología.
Por lo que respecta a la fe, santo Tomás se ocupó sobre todo de la virtud teologal de la fe, más que de los problemas críticos que rodean el acto de fe. Aun con todo, nos ha dejado un interesante conjunto de ideas básicas en las cuestiones 2 y 3 de su tratado sobre la fe en la Summa Theologiae. Algunas de esas ideas son las siguientes.
En primer lugar, la fe es respuesta. Para que haya fe tiene que haber primero palabra exterior. A partir de esa palabra exterior, santo Tomás expone la fe sobre el fondo del concepto aristotélico de ciencia. El concepto de fe lo deriva de la revelación divina, pero a la hora de formularlo recurre a otras instancias. La fe, para santo Tomás, es sobre todo un modo de saber, en el que el objeto es conocido a través del testimonio de un tercero. Este testigo es el mismo Dios, ante cuya autoridad el hombre sólo puede responder aceptando lo que dice. La fe es entendida como acceso a una ciencia objetiva, que es la ciencia de Dios, lo cual no se opone a que el movimiento fundamental de la fe se dirija a Dios mismo: «Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem» q.1, a.2 ad 2).
El acento en la naturaleza cognoscitiva de la fe queda equilibrado, de todos modos, por el papel que el Aquinate reconoce a la voluntad. No se trata sólo de que la fe sea libre, sino de que el acto de fe se relaciona con el amor: «ex amore boni repromissi». El impulso que en el hombre lleva a la fe procede de la voluntad. De este modo, en el pensamiento de santo Tomás sobre la fe quedan abiertas las vías para superar una visión dualista de la fe como originada por facultades separadas cuando no sucesivas. Todo ello, sin detrimento del carácter gratuito de la fe, que es don de Dios que mueve a la voluntad.
La Reforma protestante llevaba implícita entre sus múltiples propuestas una nueva comprensión de las relaciones del hombre con Dios. Se trataba de que el hombre se relacionara inmediatamente con Dios, sin mediaciones humanas. Este principio de relación con Dios afectaba de lleno a la noción luterana de fe que acabaría teniendo una importancia fundamental en el comienzo de la Edad Moderna.
Entre los factores que prepararon la visión protestante de la fe y su función en la salvación, hay que contar el nominalismo a partir del siglo XIV. Lo que sucede en este momento y en esta corriente es que el aristotelismo integrado en la síntesis tomista se independiza, se hace autónomo y arrastra consigo una presentación de la fe que queda aislada. Como consecuencia, los problemas relacionados con la justificación y salvación ven debilitada su relación con la fe y pasan a depender sobre todo de la caridad y de los sacramentos.
Lo anterior ayuda a comprender la postura de Martín Lutero, quien reacciona contra lo que considera un abandono del mensaje de la Escritura, y defiende que la justificación tiene lugar por la fe y sólo por la fe, con exclusión de las obras. Esa fe no es la que se expresa por medio de afirmaciones intelectuales, sino el encuentro existencial con un Dios benigno. Aunque Lutero no negaba el valor del asentimiento en la fe, no le daba demasiada importancia. La fe es «entrega confiada y sin reservas (fiducia) al Dios incomprensible en su ira y en su gracia, al que no conduce ningún camino del pensamiento humano». Para Lutero, la confianza y el abandono en Dios significan lo mismo que la fe. La pregunta arranca ahora de una necesidad personal: «¿Cómo encuentro un Dios benigno?». San Pablo ofrece la respuesta: «Por la fe en el Dios que justifica». La fe ahora no consiste tanto en la aceptación de unas verdades cuanto en la confianza y abandono en Dios benigno para mí.
Aunque Melanchton y Calvino precisaron que el creer comporta fiducia, assensus y notitia, el principio implícito en la sola fides acaba excluyendo no sólo la justificación por las obras, sino también la posible colaboración de la inteligencia con la fe. Pero otros teólogos protestantes exageraron la dimensión fiducial de la fe, poniendo el énfasis en el aspecto de confianza en las promesas divinas y en la propia salvación. La dimensión intelectual de la fe fue denominada despectivamente «fe histórica», «fe general» o «creencias». En consecuencia, la noción de «verdades de fe» pierde su sentido estricto, y son dejadas al juicio individual según la iluminación que el Espíritu comunica al lector de la Biblia. La fe es ahora en un sentido radical «fe fiducial». Lutero había escrito en su Comentario a Gálatas: «La fe es una confianza cierta y una seguridad plena y fuerte del corazón por la cual se accede al cristianismo». Para Melanchton, «est itaque fides non aliud nisi fiducia misericordae divinae».
A partir de la crítica moderna a la revelación, la teología de la fe se debió abrir a la interpelación de la filosofía y desarrollar así el aspecto de la racionabilidad del creer. Las enseñanzas del magisterio sobre la fe se han ido haciendo más frecuentes en los dos últimos siglos, al mismo tiempo que la teología se ha ocupado más explícitamente de ella.
La crítica ilustrada a la noción de revelación cristiana afecta directamente a la fe en esa revelación. La fe se ve devaluada progresivamente en su función cognoscitiva -ya que no se le reconoce un estatuto epistemológico propio- y sus contenidos son valorados como simples elementos culturales. Esto trae como consecuencia que a la fe se la considere como mera opinión o ideología, para verse finalmente relegada al campo de lo irracional. Desde el momento en que se rechaza como injustificada y absurda la afirmación de verdades acreditadas sólo externamente (J. Toland), o se trata de liberar al pensamiento humano de toda tutela (A. Collins), la fe parece estar en el centro de la crítica.
Una postura especialmente influyente es la representada por Kant. La separación establecida por el regiomontano entre razón pura y razón práctica arrastra a la fe al dominio de esta última, al campo de la moralidad. Para Kant la fe tiene por objeto los postulados de la razón práctica, y es, por tanto, una forma de fe moral. La fe no necesita hacer referencia a la revelación, lo cual trae como consecuencia inevitable la secularización del concepto de fe, que deja de entenderse como relación religiosa con Dios. De hecho, piensa Kant, hay personas que llegan a la fe por revelación, pero eso no es más que una circunstancia histórica, dado que la revelación no es sino los fenómenos históricos y culturales, la ley moral formulada en mandatos divinos que ayudan a ser honrado. La función esencial de la revelación es que lleva a la ley moral, la cual tiene como postulado la existencia de Dios. Si la revelación es un fenómeno interior -revelación, estrictamente hablando, de la ley moral y no de Dios-, la fe se agota en su carácter moral. No es respuesta a una revelación ni asentimiento a una verdad revelada.
Hegel, por su parte, establece una oposición entre revelación y misterio, lo cual le lleva a intentar constituir una filosofía de la revelación. Ello afecta a la fe en la medida en que ésta viene a representar un estado subjetivo provisional e imperfecto, llamada a desaparecer tan pronto como el misterio sea plenamente revelado, es decir, pensado. Por eso, el conocimiento perfecto hacia el que se debe tender es, más allá de la fe, la filosofía.
La respuesta de la teología católica del XIX al problema de la naturaleza de la fe dependía en gran medida de las diferentes posturas sobre la razón. La fe, en efecto, necesita para su autocomprensión relacionarse con el ejercicio concreto de la razón, aunque no basta con esto para llegar a una noción abarcante de fe. De hecho, sin embargo, en la respuesta a la Ilustración la teología siguió polarizada en el carácter cognoscitivo de la fe, dejando en segundo plano su dimensión teologal. Entre los católicos las posturas se establecieron en las dos líneas apologéticas más representativas del siglo XIX: la fideísta, que recortaba o anulaba la capacidad de la razón para llegar a la verdad, y la semirracionalista, que intentaba hacer compatibles con la fe planteamientos de los filósofos idealistas. Una y otra posturas no alcanzaron a ofrecer explicaciones satisfactorias de las relaciones entre fe y razón.
Buena parte de las enseñanzas más importantes del magisterio de la Iglesia sobre la fe están relacionadas con algunos momentos de crisis en el modo de entenderla. Así, el Concilio de Orange responde a la controversia pelagiana; Trento, al protestantismo; Vaticano I, al racionalismo y fideísmo. El Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica responden a contextos diferentes de los anteriores.
En el año 529, el Concilio 11 de Orange (Arausicano II) recogió y apoyó la postura de san Agustín en contra de los Massilienses», las escuelas del sur de Francia congregadas en torno a Juan Casiano, los monjes de Marsella y Lerins y, sobre todo, contra Fausto de Riez. El Concilio condena la opinión de quienes defienden que el initium fidei, el aumento de la fe y el credulitatis affectus «non per gratiae donum [...] sed naturaliter nobis inesse». En el canon 7 del mismo Concilio se censura también la doctrina según la cual el consentimiento a la predicación del Evangelio («evangelicae praedicationi consentire») puede tener lugar por las fuerzas naturales («naturae vigorem») sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo («absque illuminatione et inspiratione Spiritus Sancti») que otorga a todos «suavitatem in consentiendo et credendo veritati» (D. 375). La doctrina del Arausicano II sobre la fe ha sido recogida posteriormente por los concilios de Trento, Vaticano 1 y Vaticano II.
El Concilio de Trento no se ocupó directamente de la fe, sino sólo en la medida en que forma parte del proceso de la justificación. Las cuestiones relacionadas directamente con la fe, discutidas en Trento, son las siguientes:
a) La fe forma parte de las disposiciones para la justificación. El hombre se prepara para la justificación cuando, impulsado y movido por la gracia divina, recibe la fe «ex auditu» (cf. Rm 10, 17) y se dirige hacia Dios «credentes, vera esse, quae divinitus revelata et promissa sunt...» (D. 1526). La fe, por tanto, es gracia, es respuesta y es asentimiento a la verdad de la revelación salvadora.
b) En cuanto a las relaciones entre la fe, la esperanza y la caridad, cuyas relaciones y cuyo origen se habían visto problematizados en las obras de los reformadores, Trento enseña que se reciben en el mismo acto de la justificación, junto con la remisión de los pecados (D. 1530).
c) El Concilio reconoce el papel de la fe en la justificación, pero no admite como válida la interpretación protestante -la justificación tiene lugar por la fe- del pasaje paulino (Rm 3, 22) al que apelaba Lutero. Trento enseña que la fe es comienzo y raíz de la justificación y de la salvación («humanae salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis»: D. 1532), pero no la causa de la justificación.
d) En cuanto a la «vana fe fiducial» (cap. 9) el Concilio enseña que no existe ninguna señal segura de predestinación verdadera, por lo que no conviene abandonarse temerariamente a la confianza de estar justificado. Además, no se exige una fe fiducial en la propia justificación para estar realmente justificado e incluso «nadie puede saber con certeza de fe, que escapa a cualquier error posible, si ha conseguido la gracia de Dios». A este respecto no es la fe sino la «firmissima spes» la que debe desempeñar una función alentadora (por la ayuda de Dios) y a la vez humilde (por la propia debilidad) (D. 1541).
e) Frente a la disociación entre la fe y las obras y la inutilidad de estas últimas de cara a la salvación, el Concilio enseña que fe y obras cooperan en el crecimiento y aumento de la justificación (D. 1535).
f) Una consecuencia de la no identificación entre fe y caridad es que por el pecado grave se pierde la gracia y la caridad, pero no la fe a no ser que se trate de un pecado grave contra la misma fe. La fe puede mantenerse como «fe muerta», capaz de desempeñar una función que favorezca la salvación (D. 1544).
Las diferentes posturas apologéticas con su correspondiente noción de fe encontraron una respuesta en los capítulos III y IV de la Constitución dogmática De fide catholica (Dei Filius) del Vaticano I. Esta doctrina depende, como es lógico, de la enseñanza del propio Concilio sobre la revelación. Si la revelación se plantea principalmente a partir de lo que supera la capacidad de la razón, la fe sigue esa ruta y aparece presentada también en constante relación con la razón. El Vaticano 1, en todo caso, no pretendía ofrecer una enseñanza completa sobre la fe, se limitaba a los puntos puestos en peligro por los errores modernos.
El capítulo III (De fide) contiene la enseñanza del Concilio sobre la fe. Comienza el texto refiriéndose a la obligación de creer en Dios que se revela (obsequium fide praestare tenemur) Continúa con una definición de la fe en la que quedan recogidos todos los elementos fundamentales que entran en su formación. En primer lugar se enseña, citando al Concilio de Trento, que la fe es «humanae salutis initium» (cf. D. 1532), y sigue afirmando que la Iglesia confiesa que la fe es «una virtud sobrenatural mediante la cual, impulsados y ayudados por la gracia de Dios, creemos que son verdaderas los cosas divinamente reveladas por Él, no por la verdad intrínseca de las cosas conocidas con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que se revela, que no puede ni engañarse ni engañarnos» (D. 3008).
A la revelación divina que da a conocer verdades sobrenaturales, responde una fe que cree esas verdades. La aceptación de esas verdades por la fe no responde a la sola dinámica del conocer humano que llega a la verdad captando con la propia luz racional su coherencia y racionalidad. El motivo de la fe es la autoridad de Dios que revela.
El desarrollo de lo afirmado hasta ahora lleva al Concilio a presentar la relación de la fe con la razón en el mismo acto de fe. Lo hace mediante la afirmación de que la fe es «obsequium rationi consentaneum» (D. 3009), y de que no es un «movimiento ciego del espíritu» (D. 3010). En cuanto obsequio acorde con la razón, la fe va preparada por signos externos (milagros y profecías, sobre todo) que acompañan a los auxilios internos de la gracia. Estos signos hacen a la fe razonable. Por otra parte, la fe es don de Dios, y no sólo decisión humana, que el hombre debe, sin embargo, aceptar libremente, y al hacerlo coopera con su salvación.
La fe y la razón (capítulo IV: De fide et ratione) representan un doble orden de conocimiento, no sólo por el origen, sino también por el objeto. La fe conoce con la luz divina los misterios, además de otras verdades; la razón, en cambio, conoce con la luz natural solamente su objeto propio. La razón iluminada por la fe puede investigar los misterios, pero sin llegar nunca a constituirlos en objeto propio, incluso después de ser revelados. Entre fe y razón no sólo no puede haber contradicción, sino que más bien se da una mutua ayuda: la razón ayuda a conocer los fundamentos de la recta fe y a cultivar la teología, mientras que la fe libra a la razón del error y la guía en la variedad del conocimiento (D. 3015-3019).
El objeto de la fe son los credencia, es decir, todo lo que contiene la palabra de Dios escrita o de tradición, y que es propuesto por el magisterio solemne o por el ordinario y universal como revelación divina que se debe creer.
La breve pero esencial enseñanza del Vaticano II sobre la fe vino preparada por la teología de la primera mitad del siglo XX. En concreto, la cuestión del carácter moral, y no sólo intelectual, de la fe que se había planteado ya con el modernismo -aunque la respuesta fuera en ese momento parcial o errónea-, necesitaba ser afrontada por una reflexión teológica que tuviera en cuenta todos los aspectos implicados. Esta situación, junto al desarrollo de los estudios bíblicos y patrísticos, propició una teología de la fe entendida no solamente como asentimiento, sino también como un acto de toda la persona.
El Vaticano II trata de la fe en muchos lugares de su enseñanza, aunque en la mayor parte de los casos no se trata de una enseñanza directa sobre la fe, sino más bien de su influjo y de sus relaciones con diversas manifestaciones del espíritu del hombre moderno. De este modo, se ocupa de las relaciones de la fe con la cultura (GS 57-59), su eficacia frente al ateísmo (GS 21), etc. Lo que predomina, de acuerdo también con el carácter pastoral querido por el Concilio, es la acción y el papel de la fe de cara a la evangelización del mundo en la coyuntura de la segunda mitad del siglo XX (cf. LG 23; AG 36).
Hay, sin embargo, algunas enseñanzas explícitas del Vaticano II sobre el acto de fe en si mismo. Nos fijamos en dos de ellas que aparecen, respectivamente, en la Declaración sobre la libertad religiosa (DH), del 7 de diciembre de 1965, y en la Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación, promulgada el 18 de noviembre de 1965.
En la primera, el Vaticano II se ocupa de la libertad del acto de fe, cuestión básica para desarrollar su enseñanza sobre la libertad religiosa. Comienza afirmando que el carácter voluntario de la respuesta de fe, del creer, ha sido una enseñanza constante en la palabra de Dios y en los Padres. Y afirma: «Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios que se revela a sí mismo, si, atraído por el Padre, no rinde a Dios el obsequio racional y libre de la fe» (DH 10). En consecuencia, no se puede imponer nada en materia religiosa; y de ese modo, también, gracias a la libertad religiosa «los hombres pueden ser invitados fácilmente a la fe cristiana, a abrazarla por su propia determinación y a profesarla activamente en toda la ordenación de la vida» (DH 10).
Después de referirse a cómo tiene lugar la revelación en Israel (DV 3) y en Cristo (DV 4), Dei Verbum interrumpe la secuencia lógica -que, después de Cristo, pasaría por los apóstoles y la Iglesia (cap. II, 7-10)- para ocuparse de la fe en el número 5. Ahí se afirma: «A Dios que se revela, se le debe otorgar la obediencia de la fe mediante la cual el hombre se entrega entera y libremente a Dios y le ofrece» el pleno acatamiento de su entendimiento y de su voluntad «asintiendo voluntariamente a la revelación dada por Él». Para llegar a la fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo (y a continuación cita al Concilio Arausicano II y al Vaticano I).
Hay que poner de manifiesto el carácter personal de la fe que aquí queda recogido. Una vez asentada en el Concilio Vaticano I la naturaleza cognoscitiva de la fe, el Vaticano II está en condiciones de recoger las demás dimensiones del acto de fe, y particularmente aquella que pone de manifiesto que la fe afecta no sólo a la inteligencia sino a la entera existencia del creyente. La fe es, ante todo, una entrega total de la persona al Dios que se dirige a ella en su revelación. Correlativamente a la personalización de la revelación que aparece en Dei Verbum 2-4, la fe adquiere también esa misma propiedad. Desde esta perspectiva, el necesario asentimiento de la inteligencia en el acto de fe, forma parte de la misma entrega de la persona en su totalidad. Ello no supone, de todos modos, un cerrar el paso a la actividad de la inteligencia fuera del ámbito de la fe. En Dei Verbum 6 se recoge explícitamente, en esta línea, la enseñanza del Vaticano I sobre el conocimiento de Dios por la luz natural de la razón, junto con aquella otra sobre la revelación de verdades «de suyo no inaccesibles a la razón humana».
En lo que respecta a la revelación y a la fe, el Catecismo sigue la enseñanza del Vaticano II, en muchos casos literalmente, aunque se aprecia una diferencia en la ordenación de los temas. El Vaticano II había seguido un orden teológico al tratar de la fe en Dei Verbum. La fe se encuentra, en el documento conciliar, inmediatamente después de la revelación en Cristo y antes de la transmisión de esta revelación en la Iglesia. La razón parece clara: la fe es respuesta a la revelación de Dios, y sólo se puede prestar a Dios y a su palabra. La Iglesia se encuentra a otro nivel, el de la transmisión.
El Catecismo, en cambio, sigue un orden catequético. El creyente no encuentra la revelación de Dios en una especie de vacío, sino en la Iglesia misma que ha recibido la revelación con la misión de conservarla y de transmitirla a todas las generaciones. En consecuencia, el Catecismo trata de la transmisión de la revelación en la Iglesia antes que de la fe, lo cual permite a su vez poner más claramente de manifiesto el carácter eclesial intrínseco a la fe. Concretamente, la doctrina sobre la fe viene después de tratar de la revelación divina en su constitución (Israel, Cristo) y de su presencia en la Iglesia a través de la Escritura y, sobre todo, de la Tradición.
Entrando ya concretamente en la fe en sí misma considerada, hay que resaltar que en el Catecismo la fe aparece de modo complementario: como asentimiento de la inteligencia al mismo tiempo que adhesión de su entero ser; como un acto personal y eclesial a la vez. «Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela» (cf. DV 5) (CCE 143). Un poco después afirma: ola fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo, e inseparablemente, el asentimiento libre a toda verdad que Dios ha revelado» (150). En los números siguientes, el Catecismo recoge algunas características de la fe: es una gracia (153), acto humano (154), libre (160), necesaria para la salvación (161), comienzo de la vida eterna (163 ss.). Además, por primera vez se presenta la fe en su sentido trinitario: creer sólo en Dios (150), en Jesucristo (151), en el Espíritu Santo (152).
La fe cristiana se relaciona con la fe humana y la fe religiosa, pero es esencialmente distinta de ellas. En la fe humana, en cualquiera de sus formas, no es lícito creer con una incondicionalidad absoluta. El «creo en ti» de la fe interpersonal, por ejemplo, es entrega total y en la intención definitiva. Ello no asegura, sin embargo, que el «tú» sea fiel a sí mismo y a su compromiso conmigo, y siga ofreciendo las «razones» -aunque fueran las «razones del corazón» pascalianas- que me llevaron a creer Por otro lado, la mera fe interpersonal no es salvadora. En cuanto a la fe religiosa, el creer en Dios, sin más, el vivir del hombre religioso, ya está afectado de incondicionalidad, porque Dios es indefectible. Pero la fe meramente religiosa es solamente teista, es fe en Dios conocido por el hombre a partir de la mediación del cosmos y de la conciencia. Este conocimiento de Dios es cierto, pero limitado, porque está sujeto a la corrección que le puede advenir de una automanifestación de Dios.
La fe cristiana no es sólo teísta, sino teologal, es decir, establece una relación inmediata entre Dios que se revela y el hombre destinatario de la revelación que cree. El concepto cristiano de fe recoge lo mejor de la fe religiosa y de la fe humana. De la fe religiosa toma la obediencia y la incondicionalidad definitiva; de la fe humana toma el carácter interpersonal. El «creo en ti» se dirige ahora al Tú único y absoluto que ha condescendido a llamar, en Cristo, «tú» a su criatura, creada y redimida. Por eso, la fe en Dios revelado en Cristo asume elementos de la fe humana y de la fe religiosa, pero es un tipo único y exclusivo de fe. La fe en Dios revelado tiene un significado análogo al de los demás significados de la fe.
¿Cómo se expresa la fe teologal? El acto de fe es, en principio, sencillo y nítido: aquel mediante el cual el hombre dice creo al Dios que se manifiesta en Cristo. En ese acto, sin embargo, en el que queda comprometida toda la persona, hay una gran cantidad de aspectos implicados, de matices existenciales, que contribuyen a que la fe acabe apareciendo como una opción cargada de interés, como una posibilidad que afecta a la persona en el núcleo de su ser y de su vivir; no sólo la dimensión religiosa del hombre, sino incluso su entero existir se abre a una realización insospechada en el encuentro con Cristo.
La fe es, ante todo, un acto religioso del hombre entero. Todo el hombre queda internamente afectado en todas y cada una de sus potencias, y se entrega del todo intencionalmente en el acto de fe. La fe entonces es absoluta, porque asiente a la verdad de Dios por ser él quien es. Una fe de este tipo sólo la puede pedir estrictamente Dios, y sólo se puede dirigir hacia Dios. De ahí proviene la adhesión y el compromiso de la fe que afectan al creyente en su totalidad. Esta adhesión conduce a un abandono filial, a una relación interpersonal más íntima, que es la filiación sobrenatural.
En el comentario al Evangelio de san Juan, san Agustín distingue entre el «credere Deo», «creciere Deum» y «credere in Deum» (Tractatus in Ioannis evangelium, tr. 29: PL 35, 1631). Santo Tomás comenta también en la Summa Theologiae estos tres niveles del creer, y a partir de él, esa fórmula se ha hecho clásica para expresar el carácter teologal de la fe en sus diversos grados.
Con ello, el credere Deum tiene la función de situar a la fe plenamente en un contexto teológico: «... no se nos propone para creer nada que no se relaciona con Dios» (II-II q.2, a.2c). La fe no se puede confundir con las simples creencias ni tampoco con realidades o dimensiones de la realidad que sean ajenas a Dios: es siempre relación con el Dios vivo. Credere Deo, por su parte, expresa el aspecto formal del objeto de fe en cuanto se refiere al motivo por el que se cree: se cree a Dios que se revela, a Dios que es la Verdad primera, a Dios cuya autoridad en cuanto a la sabiduría y a la bondad no tiene limitación alguna. Credere in Deum, finalmente, denota el carácter voluntario y dinámico de la fe. «In Deum» expresa el carácter de fin que Dios posee, mediante el cual se pone de manifiesto, a la vez, el aspecto vital de la fe que es una vida, y su dimensión escatológica. Credere in, sólo se puede referir estrictamente a Dios, in solum Deum, porque pone de manifiesto el sentido absoluto del creer. Además del aspecto de totalidad de la existencia, el credere in Deum expresa también el carácter escatológico de la fe. Se puede aportar aquí la definición del articulus fidei que daban los medievales: «... articulus fidei est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam». Esa idea de tendencia a la realidad y a la verdad divinas, que sólo se realizará plenamente en la escatología, es también la que se encuentra en el credere in Deum. Por eso, el «credere in» se reserva para Dios. El símbolo de la fe muestra estos diferentes sentidos del creer de la Iglesia al confesar: «Credo in unum Deum», «et in unum Dominum Jesum Christum» y «Credo in Spiritum Santum». Pero, en cambio, respecto a la Iglesia se afirma: «credo Ecclesiam».
Dicho en otras palabras, a la revelación como autocomunicación de Dios-Trinidad, se debe responder con una fe que siga las mismas rutas de esa revelación. Por eso, el esquema del creciere Deum, Deo, in Deum podría especificarse como credere Christum, Christo, in Christum y credere Spiritum Sanctum, Spiritu Sancto, in Spiritum Sanctum. Es suficiente, sin embargo, para articular el carácter trinitario de la fe limitarse al «credere Christum, Christo, in Christum», ya que Cristo es el que nos da a conocer el misterio del Padre y de su Amor.
El «credere in Christum» pone también de relieve la implicación de la esperanza y de la caridad en la fe. Como dice san Agustín: «Cree en Cristo aquel que espera en Cristo y ama a Cristo, porque si se tiene fe sin la esperanza y sin la caridad, se cree que Cristo existe, pero no se cree en Cristo (Christum esse credit, non in Christum credit). Porque el que cree en Cristo (in Christum), al creer en Cristo, Cristo viene a él, y a él se une de algún modo, y lo hace miembro de su cuerpo. Todo esto no se puede hacer si no se hallan presentes tanto la esperanza como la caridad» (Sermón 144, 2: PL 38, 788). Y también: creer en Él (credere in eum) significa: «Credendo amare, credendo diligere, credendo in eum ire, eius membris incorporari» (Tractatus in Ioannis Evangelium, 29, 6: PL 35, 1631).
La fe es un acto personal. Es cada hombre el que responde libremente a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado, y por eso la presentación de la fe como acto y acontecimiento personal necesita ser completada con la dimensión eclesial del creer. «Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe» (CCE 181). En el mismo acto de creer se da, en consecuencia, una doble atribución de sujeto: es la persona la que cree, y es al mismo tiempo la Iglesia la que cree. La Iglesia es transmisora de la revelación, y al mismo tiempo es también sujeto de la fe.
Para que el acto de fe sea personal y eclesial a la vez es preciso que se dé cierta identificación del sujeto creyente con la Iglesia. Esta identificación establece relaciones mutuas entre el creyente y la Iglesia, que se pueden sintetizar en los siguientes momentos: 1. el creyente está en la Iglesia y de ella recibe el contenido y el modo del creer; 2. la Iglesia es la comunidad de los creyentes, communio fidelium; 3. el acto de fe del creyente es tal en cuanto es al mismo tiempo expresión de la Iglesia que confiesa su fe. Veámoslo.
La consecuencia, a nivel gnoseológico, de la necesaria mediación de la Iglesia, es que la misma Iglesia interviene directamente en la forma cognoscitiva del sujeto como condición sine qua non del conocimiento personal. La fe entonces realiza su noción en cuanto el sujeto sale de si mismo, del aislamiento de la propia existencia, para formar un «cuerpo» con Cristo, es decir, una unidad en la que la individualidad es expropiada en favor de la comunidad. De este modo, el auditus fidei tiene lugar in Ecdesia y per Ecclesiam. La afirmación paulina «fides ex auditu, auditus autem per verbum Christi» (Rm 10, 17) podría completarse también añadiendo «in Ecclesia»: «verbum Christi in Ecclesia». El cristianismo es necesariamente eclesial.
Pero la eclesialidad del acto de fe no significa sólo que el sujeto debe hacer suya la fe de la Iglesia, sino también que, al hacerlo, la fe de la Iglesia se expresa y existe en el acto de fe de quien mantiene vivo su vínculo con la communio. Dicho de otra forma, el contenido objetivo de la fe de la Iglesia, se hace vivo en el acto de fe del creyente. La fe es al mismo tiempo obediencia a la autoridad divina atestiguada por la Iglesia, y libertad en la medida en que al creyente le da luz y fuerza para su vida. Al vivir su fe, el creyente no sólo construye su propia existencia sino que edifica contemporáneamente la Iglesia. Esa edificación de la Iglesia es interior, por la caridad y la fortaleza de los vínculos sacramentales, y exterior en este último sentido, hay que situar la significatividad de la Iglesia que se ve enriquecida precisamente a partir de la coherencia entre la fe y la vida de los creyentes.
El Catecismo expone sintéticamente el carácter eclesial de la fe poniendo de relieve el sentido tanto del «creo» como del «creemos». El «creo» con el que comienza el símbolo de los Apóstoles «es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo». El «creemos» de otros símbolos, como el niceno-constantinopolitano, «se refiere a la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes» (CCE 167). En todo caso, es la Iglesia la que dice creo y creemos, y es el creyente en la Iglesia el que confiesa también su fe personal y comunitaria en la vida y en el culto, y de esa fe da testimonio.
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C. Izquierdo
Partimos de una premisa fundamental: la fe cristiana sólo se puede explicar por completo en relación con la revelación de Dios en Jesucristo. La revelación precede y posibilita la respuesta del hombre de manera que, cuando Dios Trino se comunica al hombre y lo atrae a sí, éste puede abrirse y adherirse al don de la revelación. Sólo porque, de hecho, Dios se ha revelado en uno y otro Testamento, los hombres somos capaces de responder con la fe (cf. DV 3; CCE 142-143). Una vez que se ha producido el acontecimiento gratuito y sorprendente de la revelación, encontramos una no menos sorprendente correspondencia entre el hombre (con sus deseos y preguntas constitutivas) y este acontecimiento. Por eso la fe muestra su credibilidad también ante el no creyente. Entre el acontecimiento de la revelación y la estructura humana se da una continuidad dentro de una mayor discontinuidad. Se reconoce una adecuación del don con todo lo que somos (continuidad) y, al mismo tiempo, no se puede deducir el don desde las propias exigencias, porque nos excede, nos sorprende y nos supera (discontinuidad). El hombre puede responder a Dios en su llamada sobrenatural porque cuando recibe esta llamada recibe con ella la posibilidad de responderla. La sobrenaturalidad de la fe y su carácter gratuito tiene su origen en la sobrenaturalidad del acontecimiento que la genera. En este sentido podemos decir que la fe forma parte del acontecimiento de la revelación, porque la revelación lleva en si la capacidad de generar, en un juego dramático con la libertad del hombre, la respuesta de acogida al hecho revelado. Aún más, la fe forma parte del acontecimiento de la revelación porque es la forma de su manifestación. La verdad de Dios adopta como forma de su manifestación en la historia el hecho de su reconocimiento: el testimonio de la fe forma parte de la revelación misma (cf. J. Ratzinger, San Bonaventura: la teologia della Storia Firenze 1991 141-142; H.U. von Balthasar, Gloria I, 471).
A la luz de esta premisa se comprende que, para especificar la fe cristiana, es necesario enumerar brevemente las características de la revelación que la hace posible. Nos inspiramos para lo que sigue en G. Colombo, A. Scola y H.U. von Balthasar.
a) La revelación es la verdad última sobre el mundo y el hombre. La Escritura y la Tradición enseñan que la vida humana y el mundo tienen sentido y están orientados hacia su cumplimiento en la persona de Cristo. La revelación es la autocomunicación ad extra de la Trinidad y en cuanto tal muestra a los hombres el principio y el significado de todas las cosas. En consecuencia, es necesario partir de este principio para el esclarecimiento de cualquier cuestión teológica y pastoral, incluida la teología de la fe. En Jesús de Nazaret, el Hijo eterno de Dios nacido de María en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), se manifiesta definitivamente el origen y el fin de la historia del hombre, que está predestinado en Él a la comunión con Dios Trino. La Trinidad crea al hombre destinándolo a Cristo, es decir, lo crea para la fe y la gloria. Es pues la fe la que desvela la estructura original del hombre, que se explica en función del acontecimiento de Jesucristo.
b) La verdad se ha comunicado en el acontecimiento histórico de Cristo. El acceso a la verdad completa sobre el hombre sucede necesariamente en un encuentro de carácter personal e histórico: se da en la persona de Jesucristo, que dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). La verdad se revela en la persona y en la historia de Jesús de Nazaret, pues en Él la Trinidad se comunica a los hombres. Se libera así a la verdad de una comprensión reducida (como mero conjunto de nociones) y se la devuelve a su carácter de acontecimiento histórico, que implica ciertamente el contenido conceptual. Entra en la historia humana un Hecho singular que anticipa, como promesa definitiva e insuperable, el cumplimiento escatológico de la verdad de Dios Padre para el hombre y el mundo. Para todo hombre, entonces, la cuestión de la verdad se determina por relación a Cristo, que es su verdad plena en forma histórica.
El hombre accede a la verdad a través de un hecho histórico. Es muy importante valorar ambas partes de la afirmación: el hombre accede a la verdad y no sólo a un significado subjetivo; el acceso a la verdad se da en un hecho histórico. Es connatural al cristianismo, por tanto, el descubrir la importancia de los hechos históricos, puesto que un Hecho es el centro de la revelación cristiana. «La encarnación es el éschaton, y es insuperable. El que quiera ir más allá, porque el Padre no le resulta suficientemente visible en el Hijo, no considera en toda su profundidad el hecho de que el Padre se ha revelado en el Hijo» von Balthasar, Gloria I, 270). Después de esta Palabra, el Padre no tiene nada más que comunicar: la forma cristológica es la forma por antonomasia del encuentro entre Dios y el hombre (cf. CCE 65-67).
c) El tercer aspecto de la revelación, en estrecha relación con los dos anteriores, es su carácter «sacramental» (ratio sacramentalis: FR 13). En efecto, la revelación se comunica por medio de «hechos y palabras intrínsecamente ligados entre sí» (DV 2), a través de los cuales se manifiesta el Dios Trino, en una «economía sacramental» (CCE 1076 ss.). «La experiencia bíblica de Dios, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, se caracteriza en su totalidad por el hecho de que el Dios esencialmente "invisible" (Jn 1, 18) e "inaccesible" (1Tm 6, 16) aparece sin intermediados en la visibilidad de la criatura y puede ser encontrado y experimentado de un modo plenamente humano a través de esta forma elegida y revestida por él mismo» (H.U. von Balthasar, Gloria 1, 269). Von Balthasar recurre a la analogía estética para sostener que la «forma» cristológica es insuperable como lugar de manifestación del Padre. La comunicación de la verdad de Dios en la historia se da a través de signos o, más exactamente, a través del gran Signo que es la Persona de Cristo (SC 59 habla de los «sacramentos de la fe»). Este método «sacramental» o «simbólico» corresponde a la naturaleza de la razón porque le permite adentrarse en el misterio con sus propios medios, a la vez que se ve empujada a reconocer la propia naturaleza de los signos e ir más allá de los mismos, hasta descubrir el significado del que son portadores.
d) La comunicación de la verdad acaecida en la persona de Jesucristo, fundamenta y sostiene las dimensiones conceptual y normativa de la revelación. Los hechos van acompañados por las palabras, de manera que el texto de la Escritura, las fórmulas de fe y dogmáticas y las expresiones conceptuales son imprescindibles para la comprensión del Hecho mismo de la revelación de Dios en la persona de Jesús (cf. CCE 88-90). Tanto la reflexión teológica como la acción catequética están llamadas a comunicar no sólo un conjunto de verdades sino el misterio del Dios vivo, aclarando la relación de unidad entre enseñanza y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal, y formulándola mediante expresiones conceptuales.
e) El acontecimiento de Cristo continúa presente en la historia. El anuncio del Evangelio se sigue produciendo en la Iglesia, por la fuerza del Espíritu Santo, dentro de las distintas situaciones de la humanidad (cf. DV 7-8). Por lo tanto, sigue siendo posible para cualquier hombre encontrar en la historia la Verdad personal que es Cristo. La presencia de la Iglesia en el mundo, como sacramento del misterio de Cristo, es la gran condición de posibilidad de un ejercicio de la razón y de la libertad en modo plenamente humano (cf. CCE 74 ss.).
Valorando los rasgos de la revelación cristiana que hemos enumerado, se estará en condiciones de superar los recelos del pensamiento moderno, que teme que la presencia del Absoluto en la historia sofoque al hombre. Esa desconfianza quizá proviene de una historia en la que se ha ido agudizando la contraposición entre Dios y hombre en vez de reconocer a Dios como la gran posibilidad de existencia plena del hombre. Si la revelación, dada históricamente a través del Signo de Cristo y los demás signos, manifiesta el mayor respeto a cómo está hecho el hombre, promoviendo su razón y su libertad, no podrá ser tomada sensatamente como fuente de intolerancia, sino más bien como la defensa de la persona frente a los poderosos, que prefieren siempre hombres inciertos, incapaces de adquirir aquella seguridad que permite edificar la vida personal, familiar y social.
Podemos decir, con G. Colombo, que la problemática clásica del analysis fidei planteaba un problema abstracto, el de la relación en general entre la razón y la fe, mientras que lo decisivo es la relación entre el hombre concreto, históricamente situado, y la revelación. Por eso hay que recuperar como punto de vista el hombre real. De acuerdo con lo ya dicho, el problema del acto de fe se plantea en el contexto de la revelación que, al ser la autocomunicación de la Trinidad ad extra, crea al hombre mismo (cf. G. Colombo, «Grazia», 39). Dicho en otras palabras, la explicación del acto de fe se inserta en la visión teológica de la antropología que va desde la «creación en Cristo» (cf. Col 1, 15-20; 1Co 1, 24; 1Co 8, 6; Jn 1, 1-3; Hb 1, 1-2. 10; Ef 1, 10.20-22; Ef 4, 8-10) hasta el encuentro histórico con Jesús de Nazaret y la plenitud final (cf. A. Scola-G. Marengo-). Prades, Antropología teológica, Valencia 2003, 67-107). Así resultan inteligibles tanto la gratuidad indeducible de la fe como su correspondencia con la estructura humana (cf. DV 6). Sobre la base de esta antropología, que no presupone un hombre «natural» al que luego se añade la revelación y la fe, sino que ve al hombre desde el primer momento a la luz de la acción creadora y reveladora de Dios, se pueden presentar los rasgos del acto de fe, comenzando por su carácter experiencial.
a) La fe como experienciaLa fe cristiana es una experiencia humana, fruto del encuentro gratuito entre la libertad de Dios y la libertad del hombre. En toda experiencia humana el sujeto es el hombre -en su unidad de sensibilidad, razón y voluntad- y su realización naturalmente más elevada es la religiosidad o sentido religioso de que habla Fides et ratio 33. En cuanto es humana, la fe implica una experiencia de la realidad, y es preciso aclarar enseguida de qué realidad se habla. Con frecuencia se asocia la fe a «lo divino» entendido como algo yuxtapuesto a la vida «normal», algo que sólo interesa a los que tienen una sensibilidad particular hacia los fenómenos «religiosos». En el mejor de los casos, es uno de los aspectos interiores de la vida, reservado al ámbito de la conciencia. Sin embargo, la fe es propiamente la experiencia plena de la realidad humana en cuanto tal porque es la única que puede responder por completo a la estatura del hombre creado en Cristo. En el contexto de la sociedad actual, lo que está en juego no es tan sólo la afirmación verbal de la fe sino la comprensión misma de lo cristiano y de lo humano. Hay que mostrar que la fe viva conlleva la experiencia nueva de lo humano (cf. J. Ratzinger; Introducción, 28-58). La respuesta efectiva a la revelación se reconoce existencialmente en que transforma y plenifica todos los dinamismos humanos, rescatándolos de su reducción. Una fe que se yuxtaponga a una comprensión de lo humano ya reducida es una fe quizá formalmente correcta pero frustrada, y su fruto no es la completa realización de lo humano, en todas sus dimensiones: dignidad de la persona (razón y libertad), corporalidad, socialidad e historicidad, actividad y creatividad (cf. GS 11-39). De ahí la importancia de recuperar la caracterización de la fe como experiencia, y de superar las reducciones de este concepto producidas por el mundo moderno: reducción a sensibilidad (empirismos), a racionalidad (racionalismos) o a voluntariedad (vitalismos). Si la fe es experiencia en un sentido pleno, debe reunir: la presencia del Objeto (en este caso, la Persona de Cristo sacramentalmente presente), la posibilidad de penetrar racionalmente en el Objeto presente, la adhesión libre al Objeto. Estos datos deben mostrarse en la experiencia que el creyente tiene de Cristo en el presente: por eso será siempre una experiencia personal en la Iglesia.
«Por muchos condicionamientos que lleve consigo el concepto de experiencia en la historia de la teología y en la heresiologia, tanto en el ámbito católico como en el protestante, así como en la misma teología de la controversia, continúa siendo indispensable si queremos entender la fe como el encuentro del hombre, en su ser integral, con Dios» (N.U. von Balthasar, Gloria I, 201). Dios quiere tener ante si al hombre en su integridad y quiere que la respuesta a su Palabra sea de todo el hombre, en cuerpo y alma, con su sensibilidad, entendimiento, voluntad.
Como decíamos, en el analysis fidei de los manuales se podía dar la impresión de que la fe era un acto particular y aislado, cuya sobrenaturalidad era sólo negativa: la no-evidencia de lo creído. Para superar este posible riesgo es necesario reintroducir el concepto de experiencia a partir de la Escritura. En el Nuevo Testamento, que testimonia el carácter histórico y visible del acontecimiento de Cristo, la experiencia de fe adquiere un valor positivo como relación personal con una Presencia históricamente dada. Se trata, especialmente en el corpus joánico, de un conocimiento amoroso del Dios vivo, que implica una transformación del hombre entero. Es una apertura y una entrega a la Verdad presente que se describe como un «saber» o una «sabiduría» (cf. Jn 3, 10-11; 1Jn 5, 14-20; 1Co 2, 6). Este saber es propio de un sujeto viviente y personal, y por tanto, sólo se puede adquirir moviéndose libremente hacia el Dios vivo, por la acción del Espíritu. Es un movimiento (ex-perior) que incluye el contenido veritativo (cf. Jn 14, 6.26; Jn 16, 13). La dimensión escatológica de la fe («todavía no») no se elimina con ello, sino que queda envuelta en la certeza de poseer «ya» de algún modo la vida eterna y de haber vencido al mundo (cf. 1Jn 5, 4-5.13.15). Pablo, por su parte, está totalmente cierto de que su yo ha sido aferrado por Cristo (cf. Ga 2, 20; Flp 3, 10-12) y por eso puede referirse a su propia existencia como una prueba o demostración (dokimé) de la verdad de la fe que profesa, persuadido de que Cristo se manifiesta incluso en su debilidad (cf. 2Co 6, 4-10; 2Co 12, 9-10). Se trata, como vemos, de una concepción totalizadora del encuentro entre Dios y el hombre que fundamenta los actos singulares de entrega, propios de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Von Balthasar habla de una armonización cristiana de las facultades del sujeto respeto al Objeto de la revelación, que no sucede con una potencia especial, diferente del entendimiento o la voluntad (como el sentimiento...), sino que se da con la totalidad humana en el punto donde todas las facultades (potentiae) del hombre, ya sean Espírituales, sensitivas o vegetativas, arraigan en la unidad de la forma substantialis. No debemos olvidar que las distinciones entre las potencias del alma entre sí y con ésta están al servicio de la mejor comprensión de su profunda unidad. «En el conocimiento y en el amor, el hombre no está abierto al tú, a las cosas, a Dios, a través de una facultad aislada. Todo su ser (a través de sus facultades) está sintonizado con la realidad global, lo cual nadie ha mostrado con tanta profundidad y radicalidad como Tomás de Aquino» (H.U. von Balthasar, Gloria I, 221). El teólogo suizo muestra cómo en I-II, q.15 a.1 c y ad3 Tomás expone su teoría del cumsentire, de la sintonía con el ser en su totalidad, que en el animal es algo instintivo pero en el hombre está ligado a una complacencia. Hay una inclinación hacia la cosa misma a partir de una afinidad íntima con ella, que es un contacto experiencial, en cuanto que el ser vivo sensible está originariamente armonizado con lo sentido y «consiente» y «asiente» a ello. Esta «experiencia fundamental» u «originaria» es un consentir pasivo y activo que va acompañada de una alegría originaria. La gracia de la fe asume y perfecciona esta estructura humana original, llevándola a su plenitud.
Como un elemento generador de esta experiencia integral debemos subrayar el don del Espíritu Santo (cf. CCE 152). «A quienes ha elegido y responden a su llamada [el Padre] les otorga el Espíritu Santo, a fin de que sean capaces de comprender y advertir lo que es propio del Hijo y del Dios trinitario» (H.U. von Balthasar, Gloria I, 223). El Espíritu Santo hace posible la determinación del hombre respecto a la forma de la revelación y le da el gusto y la alegría por ella, la comprensión interna (DV 5); ante esta forma de la revelación, el hombre puede y debe situarse conscientemente y poner toda su persona en sintonía con ella. Ambas dimensiones van juntas y de su unidad viene la «información» de la persona, su configuración con Cristo. Retomando la analogía estética, el hombre entero vibra ante lo bello, es decir, no se limita a registrar su existencia sino que es aferrado y poseído por esa belleza, que mueve toda su humanidad.
La armonización no puede ser sólo con Dios, sino con Cristo y con la Iglesia (María). Experimentar a Dios tiene su justa norma en el sentir y experimentar de Cristo, a través de la obediencia (Hb 5, 8). El sentir cristiano tiene una medida cristológica, como recuerda Pablo: «Tened los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2, 5), que se ha desposeído de sí para entregarse a Dios Padre y a los hombres. Dado que la experiencia cristiana de Dios es en el Hijo encarnado y en su Iglesia, el cristiano vive su experiencia «propia» dentro de algo más grande. Como la Iglesia no es sólo lo que está enfrente sino lo que engloba al individuo, éste no puede exigir que la experiencia de la totalidad coincida con su experiencia, necesariamente parcial (cf. CCE 144 ss.).
b) Las notas del acto de feA la luz de la perspectiva que hemos venido siguiendo, podemos resumir las características propias del acto de fe del siguiente modo (cf. G. Colombo, «Grazia», 52ss; CCE 153 ss.):
1º) Jesucristo es la determinación histórica de la revelación y la determinación histórica de la verdad, y en cuanto tal se propone como objeto de la fe (cf. DV 4). Jesús no es simplemente una metáfora para aludir a la continuidad de ciertos valores universales (éticos o religiosos), sino una persona y una historia singular, la del Crucificado y Resucitado. Es un «objeto» que tiene directamente que ver con la historia del hombre, en cuanto que se da en la historia de un hombre y, por tanto, sólo ahí puede encontrar el hombre su verdad plena (cf. GS 22). Por eso, cada hombre sólo puede encontrar la verdad desde dentro de su historia, y en la medida en que se conforma a la historia de Jesús. Entregándose a Jesús, viviendo en la fe de Jesucristo, el hombre verifica, es decir, hace verdadera su existencia, en cuanto que se realiza en su propia existencia el valor de verdad salvífica de la historia de Jesús. Dado que la revelación en su contenido no se reduce a una pura conceptualidad formal, se ofrece a la verificación histórica, no sólo en el sentido del recurso a las disciplinas históricas sino radicalmente, en cuanto que ha sido inevitablemente confiada a la libertad del hombre. Ya que el objeto de la fe propone reconocer la historia de Jesús en su valor salvador, la revelación y la fe están determinadas respecto a la historia de Jesús y no se pueden resolver en una experiencia puramente subjetiva.
La realización de la plena felicidad del hombre en la fe no consiste simplemente en el paso de una indeterminación previa a una determinación histórica ante su objeto, sino más propiamente en una conversión desde una posición contraria debida al pecado original y a los pecados personales (la fe como justificación). Por la fe el hombre se adhiere a la verdad, que «hace» al hombre verdadero (cf. Jn 3, 21; Jn 8, 32.36). La alternativa radical de la vida es que el hombre, bien reconozca su creaturalidad y, por tanto, su necesidad de Otro para ser él mismo y así salvarse, o bien rechace esa condición y pretenda ser autosuficiente, negando su condición original de criatura y, por ende, su realización plena.
2º) La racionalidad de la fe se expresa en su conformidad o coherencia con la estructura antropológica, lo cual permite tomarla en su sentido original de adecuación a la naturaleza completa del hombre, que es precisamente una naturaleza racional. Así se puede vencer también la dificultad del planteamiento clásico, en el que se veían como contrapuestas la racionalidad y la libertad. Esta perspectiva teológica converge con intentos filosóficos recientes de rescatar la verdad del proceso de objetivización que alcanzó su culmen en la época de la razón pura. La verdad entendida como esencia de lo real que trasciende la historia dice algo imprescindible pero parcial, y se debe completar para evitar el «racionalismo» en su comprensión. Para hacer justicia a la verdad no bastan ni la evidencia puramente conceptual de la filosofía ni la evidencia puramente empírica de la ciencia. Con frecuencia la filosofía y la ciencia modernas han acabado prescindiendo del problema de la verdad, mostrando así las limitaciones de aquellas formas de usar la razón que pretendían definir exhaustivamente la realidad del hombre, del mundo y de Dios, reduciéndolo a sistema de nociones (cf. FR 45). El «cosentir» originario con la realidad precede y desborda su determinación conceptual; reviste la forma de una llamada (promesa) a la que es necesario asentir en libertad para que se dé un conocimiento y amor plenamente humanos. En este sentido hablamos, con Von Balthasar y Colombo, de un carácter «simbólico» de la verdad, que permite siempre una nueva y necesaria mediación reflexiva del vínculo originario y misterioso con lo real.
3º) La racionalidad y la libertad del acto de fe (asignadas al entendimiento y la voluntad) se arraigan en la unidad original del sujeto humano, dentro de la cual caben distinciones pero no su descomposición. Ambas, racionalidad y libertad, no deben considerarse en abstracto, como notas de una naturaleza, sino en cuanto dadas a un hombre históricamente determinado, en relación con el mundo y los demás hombres. Así la libertad es la propiedad inalienable del sujeto humano, en su determinación histórica y su corporeidad, que expresa y realiza esa originalidad irreductible por la cual el hombre puede ser él mismo de modo inconfundible, trascendiendo todas las condiciones históricamente dadas. En el acto de fe la libertad se realiza según su naturaleza más propia de autoposesión y adhesión a la verdad que se manifiesta históricamente.
4º) La sobrenaturalidad del acto de fe expresa la iniciativa gratuita y la presencia de Dios Trino, mediante el Espíritu Santo, en el acto de fe, y la infusión de la correspondiente virtud, que refleja el aspecto de transformación estable (gracia creada) de la criatura por la autocomunicación trinitaria (inhabitación). Es imposible afirmar la fe sin la gracia que viene al hombre desde fuera de si mismo (cf. DV 5).
5º) En conexión con la necesidad de verificación histórica de la fe se puede comprender la necesidad intrínseca de la eclesialidad de la fe. No es un dato añadido a una fe que estaría completa en el individuo, sino que es un dato constitutivo de la fe. Cuando decimos que la Iglesia «custodia» la revelación no nos referimos sólo a la defensa de las verdades contra interpretaciones erróneas o peligrosas, sino que se apunta a que la Iglesia mantiene viva la historia de Jesús en la vida del pueblo de Dios, que es el pueblo que entrega su fe a Jesús y espera de Él la salvación. Sólo dentro de este pueblo se puede dar esa conformación de la historia personal con la historia de Jesús (cf. LG 8, 12). Un aspecto ineludible de la vida del pueblo de Dios será, sin duda, la tarea propia del magisterio que sirve de intérprete auténtico y garante de la fidelidad de ese pueblo a la historia de Jesús, y por tanto, lo legitima como testigo capaz de anuncio de esa historia que lleva la salvación (cf. LG 25; DV 10; CCE 85 ss.). Si no se diera esta función el testimonio podría ser siempre incierto porque podría no haberse respetado completamente el objeto de la revelación.
Como veíamos en el apartado anterior, la prueba de la fe es la creación nueva, según la terminología paulina (cf. 2Co 5, 17; Ga 6, 15), en la que son transformados los dinamismos del hombre, y se transfigura también su finitud y su mal. Si la fe es una experiencia humana tiene que ser posible verificarla en sus efectos, aun cuando el origen del cambio sea siempre misterioso. Cada uno puede comprobar en el tiempo si su humanidad crece y se transforma, adquiriendo aquella certeza moral -no absoluta- de la que habla el Tridentino (D. 1534; 1563-1564).
Hoy constatamos, por desgracia, que existe un «cristianismo» del que ha desaparecido toda sorpresa, toda admiración ante el Hecho de la revelación (cf. EE 47). Es un síntoma de que no se percibe la novedad del acontecimiento revelado, y, por tanto, de que la fe acaba reduciéndose a lo que uno es capaz de expresar a partir de sí mismo. La fe decae entonces en mera expresión de valores humanos, el más alto de los cuales es la religiosidad, y con ella se acaba confundiendo la fe teologal. La prueba del diagnóstico sobre el empobrecimiento de la fe es la dificultad para comunicarla, tal y como está recordando el magisterio posconciliar con su denuncia de la separación entre fe y vida, entre fe y cultura (desde GS 43 a VS 88). Sólo se comunica lo que se vive de tal modo que acredita su conveniencia para el sujeto que lo vive.
Hemos dicho que la fe, como experiencia vivida de carácter totalizador, suscita un sujeto nuevo para conocer y obrar, capaz de transformar el mundo según el designio del Padre. A partir de lo ya expuesto concluimos indicando algunas consecuencias sobre el método con el que la fe genera una cultura nueva y una capacidad misionera (cf. L. Giussani, S. Alberto y J. Prades, Crear huellas, 134-149).
La Escritura y la Tradición nos han testimoniado que el encuentro con Cristo suscita una conciencia nueva, que desarrolla y perfecciona nuestra «sintonía original» con la realidad. Esa conciencia nueva del cristiano se reconoce en la capacidad de mirar y acoger lo real según su profundidad original y misteriosa, con una capacidad de adhesión y entrega al mundo y a los hombres que sería inimaginable de otro modo. Como hemos venido viendo, esta conciencia amorosa no es fruto de la pura capacidad natural del hombre, por mucho que sea su perfeccionamiento, sino que brota de la participación gratuita en el acontecimiento de Cristo y de su permanencia en la Iglesia por el don del Espíritu Santo.
La conciencia nueva está llamada a convertirse en «mentalidad estable», capaz de juzgar la mentalidad del mundo (cf. Rm 12, 1-2). Su característica más sencilla y, a la vez, radical, es que surge de un acontecimiento y no de la aplicación de un proyecto o de una deducción a partir de ciertos principios. Para llegar a tener la «mente de Cristo» (cf. 1Co 2, 16) es necesario nada más -y nada menos- que estar en contacto con Cristo mismo, como Hecho viviente y presente. Según J. Guitton, «es razonable el hombre que somete la razón a la experiencia» (Nuevo arte de pensar, Madrid 2000), y por eso el cristiano es razonable cuando su conciencia crítica del mundo, de los hombres y de sí mismo nace de la experiencia del encuentro con Cristo. Para que esta mentalidad pueda nacer y madurar son necesarias dos condiciones: la primera es ser contemporáneos con el acontecimiento que la genera y la sostiene, que se da en la realidad viva de la Iglesia (cf. VS 25, y como punto culminante la Eucaristía: EE 5); la segunda condición para el desarrollo de la mentalidad nueva es que se comprometa continuamente en un ejercicio de confrontación y discernimiento de los acontecimientos presentes en la vida cotidiana y en la sociedad. La mentalidad que nace de un hecho presente está llamada por su propia naturaleza a juzgar el presente, alimentándose de él. Si no fuera así, la fe se convertiría en un saber puramente abstracto y yuxtapuesto dualistamente a otros criterios con los que efectivamente se valoraría todo lo real. Una fe dualista tiene cada vez menos fuerza para transmitirse eficazmente a otros de tal manera que surjan sujetos nuevos, capaces de un pensamiento y una acción que transformen el mundo.
La conciencia nueva de la fe se manifiesta, entre otras, en las siguientes expresiones: participación de la misión de Cristo, obediencia, cultura nueva, «ecumenismo». Consideramos brevemente cada una de ellas.
a) A partir del encuentro con Cristo y del bautismo el hombre se incorpora a la misión de Cristo, por el don del Espíritu Santo. La pertenencia a Cristo y a su misión salvadora nos urge a vivir para Aquel que murió y resucitó por nosotros, como Pablo recuerda: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para si los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2Co 5, 14-15). La mentalidad nueva surge del amor a Cristo, que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros. Creer en Cristo significa, por tanto, salir de la indiferencia y sentirse apremiados para participar en el designio del Padre en bien de la humanidad: es la «fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
b) La disposición amorosa se manifiesta igualmente en una actitud de obediencia, gracias a la cual el sujeto nuevo de la acción no se afirma a sí mismo con criterios autosuficientes, sino que afirma como contenido de la propia conciencia al Tú de Cristo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mi» (Ga 2, 20). La metanoia que nace de la fe teologal se traduce existencialmente en una obediencia a Cristo y a la Iglesia, que se convierte en el principio configurador de la acción del hombre cristiano.
c) El cristiano genera una cultura nueva precisamente porque «vive para Otro», y este criterio es el principio unitario de su concepción del mundo y del hombre (Weltanschauung). Aquí reaparece la íntima conexión entre el carácter cristológico y eclesiológico de la fe teologal, por cuanto esta cultura nueva nace de la particular unidad entre aquellos que ya no viven para sí mismos sino para Cristo en la unidad de la Iglesia. La comunión cristiana, cuya fuente es el bautismo y la eucaristía, se va dilatando en la historia y en la vida social suscitando una civilización del amor. La comunión eclesial realiza así un modo humano de vivir, en medio del mundo, capaz de superar los prejuicios dominantes con los que el «mundo» en sentido joánico reduce el significado de las realidades creaturales a esquemas varios. La cultura que nace de la fe no se reduce a esquema o prejuicio, precisamente porque participa de la realidad de Cristo, de la que están hechas todas las cosas (cf. Col 1, 15-17; Col 3, 11; 1Co 15, 28), y por tanto, las puede tratar respetando su origen y finalidad más propios.
d) En último lugar, la expresión más plena de esta fe es el «ecumenismo», tomando la expresión en el sentido amplio que tuvo en la antigüedad cristiana, como derivación de oikumene. Se trata de indicar que el cristiano mira la realidad entera con una apertura amorosa, que valora todos sus aspectos buenos (cf. 1Ts 5, 21), por cuanto los reconoce como manifestación del designio del Padre que se cumplirá al final de los tiempos y que ya se ha anticipado en Jesucristo. Al participar de este anticipo del destino final en el tiempo de la historia, el hombre de fe reconoce y abraza la verdad allí donde la encuentra, en una actitud que no se confunde con la tolerancia genérica sino que es amor a la verdad que se reconoce en la realidad. El cristiano se hace, por tanto, capaz de crítica, entendida como aquella actividad de la razón que no se fija en el límite que tienen todas las cosas y las acciones humanas sino en su valor. Participa así de la actitud de Cristo que amó a los suyos «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1).
BibliografíaF. ARDUSSO, «Fe (el acto de)», en L. PACOMIO y otros (eds.), Diccionario Teológico Interdisciplinar, III, Salamanca 1985, 1091-1113. H.U. Von BALTHAsAR, Gloria I, Madrid 1985. G. COLOMBO, «Grazia e libertá nell'atto di fede», en R. FISICHELA (ed.), Noi crediamo. Per una teologia dell'atto di fede, Roma 1993, 39-57. L. GIUSSANI, S. ALBERTO y J. PRADES, Crear huellas en la historia del mundo, Madrid 1999, 15-46. J. PRADES, Dios ha salvado la distancia, Madrid 2003, 113-134. J. RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Salamanca 1982. M. SECKLER, «Glaube», en W. KASPER y otros (eds.), Lexikon für Theologie und Kirche, 4, Freiburg-Basel-Rom-Wien 1995, 672-685.
J. Prades
El don de la filiación divina adoptiva, que Dios concede gratuitamente a quienes son configurados con Jesucristo por medio del bautismo, es el fundamento sobrenatural de la existencia cristiana, cuyo destino último consiste en gozar plenamente de ese don en la vida eterna. Estamos llamados a participar personalmente en la comunión trinitaria -el existir en amorosa unidad, mutua donación, de las tres Personas divinas-, no como extraños sirio como hijos de Dios: hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. La gran verdad de la adopción divina constituye una inmensa fuente de luz para conocer mejor a Dios, nuestro Padre, y confiar en su infinita misericordia, así como para profundizar en la condición propia del hombre en cuanto criatura amada por si misma (cf. GS 24), llamado a poseer la dignidad de hijo de Dios.
La inefable realidad de la filiación divina adoptiva, que Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, nos ha desvelado y alcanzado, pide ser considerada como don ya poseído desde el bautismo pero también como meta aún inalcanzada, en cuyo gozo perfecto consistirá la vida bienaventurada. Expondremos en primer lugar una síntesis de la doctrina revelada, para detenernos más tarde en algunos aspectos centrales de su significado teológico y espiritual.
En el Antiguo Testamento el sustantivo «padre» se predica básicamente de Dios en dos sentidos: bien en sentido amplio, como sinónimo de creador de todas las cosas y en particular del hombre (cf. Dt 32, 6; Dt 32, 18); bien en un sentido más propio, en cuanto referido a la adopción del pueblo o del rey por parte de Yahwéh (cf. Sal 2, 7; 2S 7, 14, profecía de Natán; 1Cro 17, 13; 1Cro 22, 10; 1Cro 28, 6; Sal 89, 27; etc.). Dicha adopción incluye la idea de elección, pues en la experiencia de Israel está siempre presente la memoria del éxodo y de la alianza, y posee un significado escatológico y salvífico. La paternidad divina está referida sobre todo a Israel como colectividad; las referencias a sujetos singulares son muy escasas (cf., p. ej., Sal 27, 10; Sal 68, 6], aunque más explícitas en los últimos libros del Antiguo Testamento (cf. Sb 2, 13.16.18).
En el Nuevo Testamento, en cambio, son frecuentes los pasajes que mencionan a Dios como Padre. En los sinópticos, en primer lugar, esa mención aparece de diversas maneras: bien para nombrar directamente a Dios (p. ej., en el discurso de la montaña, cf. Mt 5, 13. 45.48, etc.); bien en conexión con la mención del Reino (p. ej., en el Padrenuestro, cf. Lc 11, 2); bien, en fin, en relación con la voluntad divina (cf. Mt 18, 14). Cristo se refiere a Dios habitualmente como Padre suyo, y exhorta a sus discípulos a invocarlo también con ese nombre (cf. Mt 6, 9. 14-15; Mt 7, 7-11; Mt 18, 19-20); pero queda también señalada la diferencia entre la relación filial de los discípulos con Dios («vuestro Padre»: Mt 5, 16; Mt 6, 1.4.6.18; Mt 18, 14; Mt 23, 9), y la que mantiene Jesús («mi Padre»: cf. Mt 15, 13; Mt 16, 17; Mt 18, 10.19.35; Mt 25, 34; Mt 26, 53).
San Pablo desarrolla en sus cartas (cf. Rm 8, 1 ss.; Ga 3, 26-27; Ga 4, 4-7; Ef 1, 4-5) una rica doctrina sobre la adopción divina para indicar la dignidad de los bautizados, que por haber recibido el Espíritu Santo han sido elevados a la condición de hijos de Dios y hechos partícipes -como signo de su adopción- de la herencia del Hijo. La filiación adoptiva, que presupone la liberación de la esclavitud del pecado y la abolición del sometimiento a la ley mosaica, consiste esencialmente para san Pablo en la participación, a través del bautismo, en la filiación divina de Jesucristo. El Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, está en el origen del don de filiación, y es también principio activo de la existencia filial. En ese sentido se puede decir que la adopción divina es un don en el Don del Espíritu Santo, que justifica al hombre liberándolo de la esclavitud del pecado y haciéndolo pasar del estatuto de siervo al de hijo y heredero de Dios. El Espíritu habita en el bautizado y permanece en él, si se mantiene libre de pecado, como prenda de la herencia a la que tienen derecho los hijos. La condición de hijos adoptivos de Dios comporta, pues, en la enseñanza del apóstol, una permanente exigencia moral, para realizar la propia existencia conforme al modelo de Cristo y poder llegar a participar junto con Él en la gloria del Padre.
«Los que son guiados por el Espíritu de Dios -escribe el apóstol en uno de sus pasajes más característicos-, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! [...]. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 14-17; cf. Ga 4, 6-7; Ef 3, 13-14; 2Co 1, 22). Hemos sido eternamente elegidos en Cristo para ser ya en esta vida, como hijos, lo que eternamente ha dispuesto la voluntad divina que gozemos en la otra. El Espíritu Santo, por la regeneración bautismal nos asimila al Hijo Unigénito de Dios: nos configura a imagen suya para que Él sea Primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29). Recibimos así una semejanza participada de su filiación natural: una semejanza verdadera pero no definitiva, pues su plenitud sólo se alcanzará en la gloria.
En la enseñanza del evangelista san Juan la adopción divina es como la condición del nuevo pueblo de Dios, constituido por los que creen en Cristo (Jn 1, 12-13), reunidos gracias a su cruz (cf. Jn 11, 52). La relación paterno-filial de Dios con los hombres no se establece, pues, en razón de la pertenencia étnica o religiosa a Israel (como en el Antiguo Testamento), sino gracias a la participación, por medio del bautismo, en la vida divina de Jesucristo, Unigénito del Padre. Sólo a Jesús, Hijo por naturaleza, le pertenece la filiación divina de modo propio, mientras que a los cristianos les pertenece por participación y en absoluta dependencia de Cristo. El Espíritu Santo es el principio de la nueva vida; Juan insiste en la necesidad de renacer de lo alto, de volver a nacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino (Jn 3, 5). Bautismo y fe (agua y Espíritu) son el doble fundamento del renacimiento sobrenatural, que debe continuar desarrollándose dinámicamente como vida de amor y de fe, expresiva de la condición filial (cf. 1Jn 2, 29; 1Jn 4, 7; 1Jn 5, 1). La fe en Cristo es la esencia y la normal expresión de la vida filial (cf. 1Jn 5, 1-5), que también ha de manifestarse en la caridad fraterna. La vida filial, como signo de adhesión a Cristo, que ha vencido el pecado (cf. 1Jn 2, 29-3, 10), se expresa, pues, según Juan, en la conducta externa y en la rectitud moral y Espiritual. La victoria sobre el pecado es el fruto de la vida del hijo de Dios, vida de fe en Cristo y de comunión con Él.
¿Cómo ahondar intelectualmente en esa realidad revelada? ¿Cómo expresarla teológicamente? Ante el misterio de la filiación divina adoptiva la razón humana iluminada por la fe advierte una multiplicidad de aspectos y de cuestiones implicadas. Meditar sobre lo que significa participar como hijo en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sitúa a la razón humana ante el misterio de la comunión trinitaria, y por eso ante el misterio de las Personas divinas; particularmente ante la Persona del Hijo. La realidad misma de la adopción divina, el don que Dios me entrega, por el que me hace sobrenaturalmente hijo suyo, tiene que estar por fuerza relacionado con la realidad misma de la filiación eterna del Verbo, Hijo Unigénito del Padre, y en ese sentido las correspondientes nociones teológicas (filiación divina natural-filiación divina adoptiva) han de estar también íntimamente relacionadas.
El teólogo que, a mi entender, ha desarrollado con mayor hondura el estudio de esa íntima relación ha sido santo Tomás de Aquino (cf. Scriptum super IV libros Sententiarum, III, d. 10, q.2; S.Th. III, q.23; y los comentarios bíblicos de Tomás a los pasajes de Rm 8, 14-17.29; Ga 3, 26-27 y Ga 4, 4-7; Ef 1, 4-5). Su teología de la adopción divina podría quedar sintetizada en la fórmula: «... la filiación adoptiva es una semejanza participada de la filiación natural del Verbo» («Filiatio adoptiva est quaedam similitudo filiationis aeternae» S.Th. III, q.23, a.l ad 2). Tomás parte de la doctrina revelada, según la cual, como se ha visto más arriba, el Espíritu Santo nos conforma a imagen del Hijo mediante el don bautismal (Rm 8, 29), y se esfuerza en expresar teológicamente el significado de ese don sobre la base de las nociones de participación y semejanza. Han sido numerosos los teólogos que, siguiendo el pensamiento de santo Tomás, se han empeñado en desarrollar más ampliamente el significado de esa «semejanza participada». Entre ellos, por limitarnos a exponer, a modo de ejemplo, alguna línea representativa en un tema que continuará siempre abierto a la reflexión teológica, nos fijamos en las aportaciones de Émile Mersch (jesuita belga que escribe en las primeras décadas del siglo pasado), y de Fernando Ocáriz (sacerdote y teólogo español contemporáneo).
Mersch, que titula su trabajo sobre nuestro tema como «Hijos en el Hijo» («Filii in Filio», Nouvelle Revue Théologique 65 [1938] 551-582; 681-702; 809-830), se esfuerza en determinar en qué medida y de qué modo la cualidad de hijo adoptivo de Dios une al hombre con la Persona misma del Hijo. Su mirada, como es lógico, se detiene ante todo en la filiación divina de Jesucristo, para derivar luego hacia la nuestra conforme al principio de que todo lo que es verdadero para la humanidad de Cristo puede ser aplicado al Cristo total (Cabeza y miembros), que es la Iglesia. Los cristianos, como miembros de Cristo, están unidos al Hijo y reciben de Él la gracia de la divinización (gracia santificante derivada de la gracia capital de Cristo), que debe ser entendida como influjo del Hijo como tal: somos divinizados en cuanto hijos, en y por el Hijo. La filiación divina adoptiva, como estado, no como operación, mantiene -sin negar el axioma de las obras divinas comunes ad extra- una relación especial con el Hijo y sólo con él. El orden lógico, no cronológico, de nuestra elevación sobrenatural sería, pues, según Mersch: incorporación bautismal a Cristo, filiación adoptiva como participación en su filiación natural, y participación en la naturaleza divina o divinización.
La posición de Ocáriz (cf. Hijos de Dios en Cristo; «La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación», Scripta Teológica 6 [1974] 363-390; «Hijos de Dios por el Espíritu Santo», Scripta Theologica 30 [1998] 479-503) sobre esta misma cuestión gira en torno a la noción de participación sobrenatural, desarrollada -sobre la base del texto revelado- a partir de la enseñanza de santo Tomás y el pensamiento, entre otros, de Fabro. La deificación del hombre por medio de la gracia y su elevación a la condición de hijo adoptivo de Dios, señalará nuestro autor, son aspectos, con diferente término, de una misma realidad participada: en un caso el término es la naturaleza humana; en el otro, la persona. La deificación o divinización de la naturaleza humana consiste en la participación sobrenatural de la naturaleza divina, es decir, del mismo Ser divino, subsistente en las tres Personas distintas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dicha elevación sobrenatural es como un nuevo nacimiento: el hombre así elevado ha quedado constituido en un nuevo ser, pues ha sido hecho partícipe, por la gracia, de la naturaleza divina. La natural relación que el ser del hombre, en cuanto criatura, dice a Dios (esse ad Deum), ha sido sobrenaturalmente transformada en una relación a Dios Trino (esse ad Patrem in Filio per Spiritum Sanctum), y el hombre es misteriosamente configurado con el Hijo Unigénito del Padre. En cuanto partícipe de lo propio del Hijo, es decir, de su eterna condición filial, es el hombre verdaderamente hijo adoptivo de Dios: posee la condición de hijo en el Hijo, y constituye, de algún modo, con Cristo un solo Hijo de Dios. Es preciso señalar por último, con Ocáriz, que la elevación a la condición de hijos adoptivos RHO es realizada per Spiritum, pues tiene su origen en la participación que el Espíritu Santo nos concede de lo suyo, mediante la caridad y los demás dones que otorga. Es un origen, lógicamente, no causal, porque el Espíritu Santo, en cuanto Persona distinta del Padre y el Hijo, no es la causa eficiente (lo es Dios Trino como tal), ni la causa formal de la elevación. Así pues, participando por el Espíritu Santo de lo propio del Hijo, quedamos constituidos en hijos del Padre.
La filiación divina -ha escrito un santo que habla de ese don con frecuencia y profundidad- es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida Espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. Homilías, Madrid 1999, 65).
Mientras estamos en esta vida, la maduración Espiritual del cristiano como hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, ha de seguir el mismo camino de la originaria donación de ese inmenso don. Ha de crecer, pues, progresivamente -con el constante auxilio de la gracia- hacia su meta, es decir, hacia la plenitud de la existencia cristiana y la perfección de la caridad. Éste es también el mejor modo de describir la santidad a la que están llamados todos los cristianos en la Iglesia, cada uno de acuerdo con su propia condición personal (cf. LG 40). Y así, puesto que la filiación divina adoptiva es participación de la filiación divina natural de Cristo, el cristiano, para aprender a vivir y a madurar como hijo de Dios, ha de contemplar la vida humana del Señor y seguir su ejemplo. El camino propio de los hijos de Dios es el del seguimiento-imitación de Cristo, y de progresiva identificación Espiritual con Él (con sus sentimientos, con sus acciones, con su enseñanza). La adopción divina nos capacita para seguir el ejemplo del Maestro, obrar rectamente y realizar el bien. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, en la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad, pues la vida Espiritual y moral, madurada en la gracia, desemboca en la vida eterna, en la gloria del cielo (cf. CCE 1709).
Para ahondar en estas ideas cabría preguntarse: ¿cómo se manifiesta en Jesucristo su condición personal de Hijo eterno del Padre?, ¿cuál es la clave de su existencia humana, enteramente filial?, ¿cuáles sus perfiles característicos?, ¿qué significa en Él ser, también en cuanto hombre, el Hijo amado y amante del Padre?
«Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). El Hijo encarnado, obediente al Padre conforme a su condición filial, corresponde plenamente con toda su voluntad humana a lo que le ha sido encomendado para que lo realice en la tierra. La existencia humana de Jesucristo manifiesta, por encima de todo, su amor a la voluntad de Dios y su plena identificación con ella. En todas sus obras -obras de amor, propias del Hijo amado y amante- llevamiento de la misión recibida de su Padre: la victoria sobre el pecado, la salvación de todos los hombres, la redención de la entera creación. Todas las acciones de Cristo, realizadas con espíritu filial, son manifestación del amor y la misericordia de Dios. A través de ellas, y en particular a través de su muerte en la cruz, es revelada a los hombres la fuente misma de la vida divina y la vocación originaria de la criatura humana llamada a participarla: el misterio del Padre y de su amor (cf. GS 22).
Si el amor con obras de Cristo a la voluntad del Padre es fruto y manifestación de su condición filial, también nuestra adopción divina debe realizarse y madurar en esta vida, con ayuda de la gracia, mediante la identificación amorosa -obras de amor- con la voluntad de Dios. «Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías», ha escrito Juan Pablo II (DM 3). La conciencia filial de Jesús (el conocimiento que tiene de sí mismo, también en cuanto hombre, como el Hijo de Dios) es también conciencia de misión, es decir, de haber sido enviado por el Padre para llevar a cabo en el mundo la obra encomendada. La identificación con la misión recibida no constituye en el Hijo hecho hombre un elemento externo o separable de su eterna filiación, sino más bien su manifestación explícita en la economía de la salvación. A la luz del ejemplo de Cristo, el don de la filiación divina adoptiva debe expresarse, pues, en el hombre como conciencia filial y ha de realizarse como conciencia de misión. Tal misión, idéntica a la de Cristo y participada de la suya («como el Padre me ha enviado, así os envío yo», (Jn 20, 21), consiste en dar a conocer el amor y la misericordia del Padre por medio de las propias obras, movidas por la caridad, es decir, entregándose sinceramente al cumplimiento de la voluntad de Dios.
BibliografíaCh. BAUMGARTNER, «Grace II. Mystére de la filiation divine», en Dictionaire de Spiritualité, vol. 6, 1976. L. BORRIELLO y otros, «Adozione divina», en Diccionario de mística, Madrid 2002. A. de SUTTER y M. CAPRIOLI, «Adorazione divina», en E. ANCILLI, Dizionario di Spiritualitá I, 1990; W. MARCHEL, Abba, Pére!: la prière du Christ et des chrtiens: étude exégétique sur les origines et la signification de l'invocation a la divinité comme pére, avant et dans le Nouveau Testament, Roma 1971. F. OCARIZ, Hijos de Dios en Cristo, Pamplona 1972; Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 20012.
A. Aranda