Padres de la Iglesia • Pastoral • Pecado • Pecado original • Penitencia (sacramento) • Persona • Piedad popular • Pluralismo
El término «padre» tiene diversas acepciones y ámbitos de aplicación. En sentido natural se denomina «padre» al procreador masculino de la vida y al cabeza de familia a quien compete la preocupación por ella; con sentido más amplio también se aplica este término a los antepasados según la carne. También en sentido metafórico el «padre» se relaciona con el autor de una cosa (Jb 38, 28), con el iniciador de una determinada conducta humana (Gn 4, 20-21) y con el que hace de consejero y maestro (Mt 23, 8-10).
El hecho de considerarla instrucción en la fe como una paternidad espiritual real es el que lleva a atribuir el calificativo de «padre» a los apóstoles de Cristo (cf. 1Co 4, 14-15; 1 Clem., 62, 2) y a los obispos de la Iglesia (Ireneo, Adv. Haer. IV, 41, 2), por constituir los instrumentos divinos que han engendrado para el Evangelio. Hacia el año 350 el término «padre» es aplicado a los obispos reunidos en el Concilio de Nicea (Basilio, Epistola, 140, 2; Gregorio Nacianceno, Discursus, 35, 15) y poco más tarde a los obispos particulares, e incluso a simples presbíteros (Juan Crisóstomo, In illud: Paulus vocatus, hom., 4, 1; Agustín, Contra lulianum, I, 34), a los abades de los monasterios (Paladio, Historia lausíaca, 17) e incluso a diáconos, como Efrén de Nisibi y laicos de la Iglesia, cuya autoridad doctrinal es una garantía de verdad.
A partir del siglo V, el recurso a «los Padres» se convierte en argumento para zanjar las diversas controversias teológicas. Vicente de Lérins definirá que «son Padres de la Iglesia los que en la fe y la comunión de la Iglesia católica murieron o soportaron el martirio por Cristo, habiendo vivido siempre de manera santa y sabia, enseñando siempre la verdad. A estos Padres se les debe creer y se debe tener por cierta e indudable su doctrina, sobre todo cuando todos o la mayor parte, al recibir una verdad, la mantienen, la transmiten y la afirman en un único e idéntico sentido de forma repetida y constante» (Commonitorium, 25). Esta perspectiva es la que prevalecerá especialmente en la historia de la Iglesia.
Los criterios que tradicionalmente se han tenido en cuenta para denominar a un autor «Padre de la Iglesia» y, por tanto, testigo privilegiado de la tradición de la Iglesia, en su sentido más estricto, son estos cuatro: que su teología esté en sintonía con la de la Iglesia (doctrina ortodoxa); que haya tenido una vida ejemplar, reconocida y venerada por el pueblo (santidad de vida); que la Iglesia haya reconocido esa doctrina y vida (aprobación de la Iglesia); y, finalmente, que la persona o escritor pertenezca al periodo de los ocho primeros siglos de la Iglesia (antigüedad), excluidos los libros que integran el Nuevo Testamento. Sin embargo, hoy día estos criterios son calificados como antihistóricos y anacrónicos por los estudiosos. En efecto, son criterios o normas que se elaboraron en una época posterior a la que vivieron la mayoría de los «Padres de la Iglesia». Así pues, en la actualidad hay cierto consenso en calificar como «Padres de la Iglesia» a todos aquellos autores cristianos, «testigos privilegiados de la Tradición viva de la Iglesia, que delinearon las primeras estructuras de la Iglesia junto con los contenidos doctrinales y pastorales que permanecen válidos para todos los tiempos» (Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, 1989, II, 1).
Ya en los primeros siglos existe una triple perspectiva desde la que se puede contemplar a los Padres de la Iglesia: la histórica (Jerónimo, De viris illustribus), la literaria (Agustín, De doctrina christiana) y la teológico-doctrinal (Vicente de Lérins, Commonitorium). Parece inútil afirmar que los tres aspectos se encuentran íntimamente unidos: ni el historiador puede prescindir de los escritos de los Padres, ni el filólogo puede olvidarse de los contenidos; y si el teólogo quiere sacar algún provecho de la lectura de estos escritores y profundizar en su pensamiento, no puede dejar de lado la historia ni la filología. Precisamente estas distinciones son las que han dado origen a la petrología (ciencia que estudia la vida y la obra de los Padres de la Iglesia) y la patrística (ciencia que estudia en concreto la doctrina teológica de los mismos). En la práctica ambas ciencias no se distinguen y se utilizan indistintamente en la investigación sobre los Padres de la Iglesia. Ahora bien, desde el punto de vista teológico, son muchas las razones que pueden aducirse para mostrar la importancia del estudio de los Padres de la Iglesia:
1. Testigos privilegiados de la Tradición. Estos autores son los más próximos al origen de la Tradición: la enseñanza de Jesucristo y de los apóstoles, es decir, de la Iglesia, que «es quien posee el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida oralmente» (DV 10). La riqueza cultural y teológica de los Padres pone de relieve que la Tradición, procedente de los tiempos apostólicos, permanece viva e inalterable a la vez a lo largo de la historia de la Iglesia. La etapa patrística es sin duda obligada en el camino que une la actualidad de la Iglesia con la época de la Sagrada Escritura.
2. Su amor a la Escritura. Los Padres son en primer lugar y esencialmente los comentadores de la Sagrada Escritura: «divinorum librorum tractatores» (Congregación para la Educación Católica, Instrucción, 26), Su interpretación, aunque carezca de las perspectivas de la investigación histórico-crítica moderna, es sin embargo profundamente «pneumática» y está en perfecta sintonía connatural con el dato bíblico, del que recogía siempre la autenticidad, la profundidad y la novedad del mensaje cristiano. Esta penetración bíblica explica el fundamento de la fe de los Padres, el argumento constante de su predicación, el alimento de su fe y el alma de su teología. Para ellos la Escritura es fuente de revelación y debe ser leída siempre dentro de la Iglesia e interpretada según la «regla de la fe» propuesta, iluminada y difundida por la Tradición.
3. Inculturación de la fe. Los Padres son conscientes de la originalidad de la doctrina cristiana, que no se limita a introducir en la historia humana una fuerza desconocida para conseguir una vida nueva, sino que introduce un modo distinto de ver la historia, el hombre y el universo. Los Padres están plenamente convencidos de que la fe bíblica introduce una nueva hermenéutica de la realidad. La Iglesia, heredera de los dones divinos, debe custodiarla, estudiarla y difundirla, pero de ningún modo alterarla. Esta inculturación patrística es un continuo proceso de «recreación» o «reformulación» lingüística de los contenidos coherentes con el dato biblico-eclesial. Se trata de un proceso de diálogo cultural por encarnar la fe bíblica en el contexto de los tiempos, sin pérdida alguna de significado, sino más bien profundizando en la conciencia creyente de la Iglesia primitiva. Por eso los Padres son maestros y promotores del progreso teológico: solucionan los grandes problemas de su tiempo, profundizan en la fe y la vida cristianas y encuentran nuevas fórmulas, no bíblicas, para expresar la doctrina bíblica.
4. Sentido del misterio. La luminosa intuición de la fe que tuvieron los Padres siempre estuvo guiada por el sentido vivo del misterio, sacado de la experiencia misma de las cosas divinas que ellos gozaron. Este sentido les hace defender con claridad la inefabilidad de Dios y a la vez niegan que la revelación pueda reducirse al nivel de la pura razón; es lo que san Agustín llamaría la «docta ignorancia». Es precisamente ese sentido el que lleva a los Padres a buscar cuál es la verdad revelada y cómo es accesible a la mente humana. Su sentido del misterio no es otra cosa distinta a su fe fuerte y humilde, a su piedad profunda y a su oración continua. Estas actitudes religiosas para entender los misterios divinos constituían como una especie de «comprensión» que les facilitaba intuir la verdad inefable de Dios y exponerla con profunda humildad y firme seguridad. Ciertamente, los Padres constituyen el paradigma de la relación necesaria entre la experiencia mística y la luminosidad teológica.
5. Autoridad doctrinal. La preocupación primera de la mayoría de los Padres era la edificación de la Iglesia y trataron de desempeñar esta misión con fidelidad, algunas veces incluso con el heroísmo del martirio. La mayoría de ellos fueron obispos de sus iglesias, es decir pastores y, por ello, sus escritos responden no pocas veces a necesidades contingentes: catequéticos, exegéticos, apologistas, etc., según lo exigían las necesidades del momento. Todo esto hace que el testimonio de un solo Padre no sea decisivo y que la aprobación de la Iglesia, que abarca toda la producción literaria de un Padre, tampoco garantiza la veracidad de todas las afirmaciones de ese Padre. Por otra parte, la afirmación de un Padre, aunque se encuentre aislada, si no se opone ni va en contra del sentimiento general de la Iglesia, hay que tenerla en cuenta.
En verdad, muchos escritos de los Padres nos transmiten las fases iniciales de un proceso de desarrollo dogmático o disciplinar, que sólo con el tiempo alcanzará expresiones más elaboradas e incluso definitivas. Por ello, los concilios de Trento y el Vaticano I establecieron explícitamente «que nadie debe tener la audacia, en cuestiones relativas a la fe o a las costumbres, de interpretar contrariamente al sentido de la Iglesia [...] y al unánime consentimiento de los Padres (consensus unanimis Patrum)» (D. 1507 y 3007). Con otras palabras, si los Padres son unánimes en enseñar un punto doctrinal, esta enseñanza debe ser considerada como doctrina de la misma Iglesia. Un testimonio de esta naturaleza debe ser considerado como definitivo, puesto que es la Iglesia misma la que se expresa mediante los escritos de sus representantes más autorizados.
La autoridad de los Padres también está relacionada con el método de estudio con el que el teólogo se aproxima a ellos. Las investigaciones modernas demuestran que las técnicas de análisis de los textos patrísticos son útiles, pero no lo son todo. También las síntesis pueden acercar a la mente de un Padre y son igualmente necesarias, pero tampoco lo son todo. Por ello, hoy día esos métodos hermenéuticos en el estudio de los Padres se muestran insuficientes para alcanzar la vibración de la Palabra de Dios, transmitida de una generación de fieles a otra, en una continuidad progresiva y orgánica. Así pues, se hace necesaria la lectura, la crítica textual, la síntesis y, en definitiva, el contacto directo con todos los Padres, si se pretende alcanzar con éxito su característica más primordial: el sentir con la Iglesia.
Esta fue la más importante labor realizada por los Padres, culminada en la misma celebración del «depósito de la fe». Por otra parte, la autoridad de los Padres de la Iglesia es de una utilidad insustituible y de una necesidad perentoria, pues el conocimiento sobre ellos pasa del estudio en el ámbito de la ciencia teológica al del don de la sabiduría.
Además de las diversidades cronológicas y geográficas en las que se desarrollaron, con sus lenguajes propios, los escritos de los Padres de la Iglesia se distinguen por su profundidad teológica y por los grandes valores culturales, espirituales y pastorales que contienen. Desde esta perspectiva, sus enseñanzas son, después de la Sagrada Escritura, una de las principales fuentes en la formación cristiana, y un alimento necesario que debe acompañar al cristiano toda su vida. Además, las enseñanzas de los Padres contribuyeron enormemente al desarrollo de la doctrina de la Iglesia. Muchos de ellos desempeñaron un papel de primer orden en las controversias que precedieron a la definición de los dogmas.
1. Los aspectos humanos y sapienciales que se encuentran en estos autores son tantos y de dimensiones tan grandes que con razón se puede decir que «fueron los primeros en establecer el puente entre el Evangelio y la cultura profana, trazando para la Iglesia un rico y exigente programa cultural, que ha influido profundamente en los siglos posteriores y, en modo particular, la entera vida espiritual, intelectual y social del medioevo» (Congregación para la Educación Católica, Instrucción, 43b). En verdad, el leer e interpretar un texto de estos grandes sabios de la antigüedad clásica cristiana no es sólo un ejercicio de técnica lingüística de suyo muy beneficioso, sino que principalmente constituye la mejor formación para la inteligencia respecto al análisis y al sentido crítico, al enriquecimiento de la imaginación y a la concreción del pensamiento, a la oferta de los mejores sentimientos en la búsqueda del saber y en el seguro convencimiento a la luz de la verdad. Finalmente, la lectura de estos grandes autores promueve el ingenio, forma el buen gusto o tono humano y facilita el necesario equilibrio a la hora de juzgar y valorar a personas y cosas.
En las obras de los Padres de la Iglesia se encuentran armonizados en admirable síntesis los grandes valores continuamente vitalizados, las mejores formas estilísticas y las retóricas de las culturas clásicas de la antigüedad pagana con la doctrina, la sabiduría y la novedad cristianas. Sin duda, los frutos de formación interior del hombre son estimulados por el conocimiento y asimilación de los textos de estos autores Por otra parte, sus perspectivas lingüísticas, históricas y doctrinales constituyen un fundamento muy necesario para la comprensión e interpretación de sus contenidos teológicos.
2. La teología patrística constituye un patrimonio que no sólo hay que conservar y transmitir, sino principalmente se trata de un aspecto fundamental en la reflexión teológica; el desarrollo patrístico no puede considerarse jamás irrelevante para el que busca la inteligencia de la fe. La doctrina teológica de los Padres fundamenta el mejor ejemplo de inculturación de la fe en conformidad con la predicación neotestamentaria y con el horizonte cultural del tiempo. Esta contextualización no sólo no implica una decadencia o empobrecimiento del dato bíblico, sino que constituye su expresión más verdadera en categorías y modelos de pensamiento nuevos y perfectamente válidos. La conformidad con el dato bíblico, la aceptación de toda la comunidad eclesial oriental y occidental, la correspondencia con la experiencia litúrgica y la misión de la Iglesia convierten a la enseñanza patrística en la mejor contribución para la comprensión actual del misterio cristiano.
La dimensión ontológica de la doctrina teológica de los Padres está estrechamente unida a la soteriológica y antropológica. En efecto, Cristo es confesado como el mediador único y definitivo de salvación para la humanidad entera, en unidad indisoluble con su esencia y su actuar. El reconocimiento de la divinidad de Cristo, la afirmación clara de su auténtica humanidad, el pronunciamiento de su misteriosa unidad personal en dos naturalezas, la recepción de su voluntad humana -raíz de la obra redentora-, etc., todo ello es afirmado por los Padres de la Iglesia «por nosotros y por nuestra salvación».
En verdad, después de los apóstoles, los Padres constituyen los edificadores y pastores de la Iglesia, la cual ha podido crecer por su acción vigilante e infatigable.
El estudio de los Padres de la Iglesia ha gozado desde antiguo de muy buenos instrumentos. Sin duda, Eusebio de Cesarea, con su Historia eclesiástica (303/312-323) señala el punto de partida de los útiles que muestran la importancia del lugar destacado que ocupan los Padres en la historia del pensamiento cristiano. También hay que destacar los trabajos de Jerónimo, Genadio de Marsella, Isidoro de Sevilla e Ildefonso de Toledo, que escribieron sus correspondientes obras con un idéntico título: De viris illustribus.
En época posterior, la Edad Media, también sobresalen las labores de Focio de Constantinopla con su Myriobiblon o Biblioteca (ca 850), Suidas de Constantinopla, que escribe un Diccionario onomástico (ca. 1000), Honorio de Autun con su Luminarias de la Iglesia (1122) el trabajo del Anónimo de Melk, titulado Escritores eclesiásticos (ca. 1136).
El renacimiento y el humanismo traen consigo una revalorización de la antigüedad clásica y también cristiana. El conocimiento de las lenguas antiguas, especialmente el griego, hace descubrir el patrimonio oriental y occidental del cristianismo de los primeros siglos. Por otra parte, la invocación a los Padres de la Iglesia en las controversias que enfrentan la Reforma protestante y a la Iglesia católica se hace casi imprescindible. La investigación histórica luterana y católica tiene dos exponentes bien manifiestos: Los anales eclesiásticos (1538-1607) del luterano C. Baronio y el Libro sobre escritores eclesiásticos (1613) del cardenal Roberto Belarmino, continuado más tarde por Ph. Labbé y C. Oudin.
En los siglos XVII y XVIII se intensifica la investigación sobre los Padres y aparecen numerosas obras inéditas que irán enriqueciendo las colecciones parciales sobre los Padres. La tarea editorial de nombres como Muratori, Mansi y Labbé, va completando ricas bibliotecas con las obras de los Padres. Mención especial merece la familia Assemani, que revela a Occidente las riquezas de la literatura siríaca.
Durante el siglo XIX tiene lugar la gran explosión en la transmisión de los textos patrísticos. Los trabajos de A. Mai, J. B. Pitra, C. P. Caspari, y las cátedras universitarias regentadas por maestros como B. Jungmann, J. A. Möhler, F. X. Funk, A. Harnack, Th. Zahn, L. Duchesne, P. Batiffol, y otros, colocan los estudios patrísticos al más alto nivel científico. De esta época es la ingente obra de J. P. Migne, quien reunió en una misma patrología, en sus dos series latina y griega (PL y PG), todas las publicaciones parciales y las grandes ediciones que habían tenido lugar desde la invención de la imprenta.
A partir de la mitad del siglo XIX, la edición crítica de las obras de los Padres de la Iglesia se basa en criterios más rigurosos que los establecidos por Migne, dando origen a nuevos «corpus» que abarcan las distintas lenguas en las que escribieron estos autores: latín, griego, siríaco, copto, árabe, etc. En este punto hay que destacar las distintas publicaciones ofrecidas por las Academias de Berlín y Viena (GCS, CSEL, CCL, CSCO, p5 y POr). También comienzan a divulgarse en nuestros días diversos manuales sobre patrología, que presentan de forma académica los distintos aspectos históricos, literarios y doctrinales más importantes del estudio sobre los Padres de la Iglesia. Finalmente, con motivo de la publicación de la Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal (30.XI.1989), promovida por la Congregación para la Educación Católica, hay que destacar los esfuerzos editoriales de estos últimos años, auspiciados por empresas de prestigio en los distintos países del mundo cultural de nuestros días. Las principales colecciones en español son: «Fuentes Patrísticas» (Madrid 1991 ss.). «Biblioteca de Patrística» (Madrid 1986 ss.) y la «Biblioteca de Autores Cristianos».
BibliografíaCONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal (30.XI.1989). A. DI BERARDINO (dir.), Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana, 2 vols., Salamanca 1991-1992. E. DAL COBOLO y A. M. TRIACCA (dirs.), Lo studio dei Padri della Chiesa oggi, Roma 1991. D. RAMOS-LISSON, Petrología, Pamplona 2005.
M. Merino
Para abordar el término «pastoral» en un contexto teológico, se afrontan en la primera parte las cuestiones terminológicas y la relación entre pastoral y teología. En la segunda parte se plantea el estudio de la acción eclesial.
Conviene, en primer lugar una clarificación sobre lo que sea «pastoral». Un segundo Paso viene determinado por la conjunción del adjetivo «pastoral» con la teología.
El término «pastoral» viene usado principalmente con dos sentidos: uno más estricto, referido a las tareas de los pastores; otro más amplio -usado a partir del Concilio Vaticano II- que viene a significar la acción eclesial en su conjunto.
1. En la Iglesia, el término «pastoral» remite en principio al conjunto de actividades correspondientes a los pastores, es decir, a la jerarquía, y sobre todo a la guía o «cura de almas». Este uso se remonta al menos a la Regla pastoral de san Gregorio Magno (siglo VI). Por otra parte, desde la «vuelta a las fuentes» que desembocó en el Concilio Vaticano II, la Iglesia se ha ido comprendiendo cada vez más como un misterio de comunión suscitado por la Trinidad y en el que todos los cristianos participan con su vida. De la misma manera que todos los cristianos «son» la Iglesia, cabe pensar en una reflexión teológica no sólo sobre lo que «hacen» los pastores, sino sobre la acción de la Iglesia en su conjunto. Esta reflexión es lo que modernamente suele entenderse por «teología pastoral» (también llamada «teología práctica»).
En estas páginas nos centraremos no en la teología pastoral como disciplina, a la que inevitablemente hemos de aludir, sino en la «pastoral», entendida como sinónimo de la acción de la Iglesia. En este sentido amplio, y con la salvedad que haremos enseguida, la pastoral es la Iglesia «actuando», o, por usar un término arraigado desde los tiempos de los Padres, la actividad que se dedica a la «edificación de la Iglesia». Esto implica, insistimos, una reflexión teológica sobre la acción de la Iglesia entera, dentro de la cual los pastores y los demás fieles cristianos ejercen sus funciones propias según su condición en la Iglesia y en el mundo.
Al mismo tiempo, como ya se ha dicho, hay que recordar que sólo son pastores aquellos fieles cristianos que han recibido el sacramento del Orden: su misión propia es la misión pastoral, que no excluye la colaboración de los fieles laicos, o de los religiosos, en esa tarea. Dicho de otra manera: acción pastoral no es lo mismo que acción eclesial, sino que la primera es una parte, ciertamente muy importante, de la segunda. En el caso concreto de los fieles laicos, por ejemplo, su misión en las realidades temporales podrá llamarse apostolado, evangelización, etc., pero no propiamente pastoral. Por las exigencias de este texto, aquí emplearemos la palabra «pastoral» casi como sinónimo de «acción eclesial». El diferente contexto de las afirmaciones servirá para distinguir en qué caso nos referimos a la acción de la Iglesia entera o a la acción específica de los pastores dentro de ella. En ocasiones lo que se dice para la acción pastoral podrá aplicarse más ampliamente al apostolado de los cristianos, pero no siempre sucederá así.
2. Esta ampliación del término «pastoral» tiene que ver con el denominado «carácter pastoral» del Concilio Vaticano II. Su fundamento puede captarse teniendo en cuenta que la revelación cristiana comporta una participación en la vida de Dios (Padre) por Cristo en el Espíritu Santo. La Iglesia vive entregando («tradición») una doctrina que es al mismo tiempo un culto y una vida. «La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree» (DV 8). Ése es el «estilo» de su acción; estilo, si cabe hablar así, que ella participa de Cristo, Evangelio vivo y personal del Padre que se entrega por el Espíritu.
San Pablo expresa el contenido de la acción eclesial de esta manera: «Viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquel que es la Cabeza, Cristo» (Ef 4, 15). Hacer la verdad en la caridad es, en efecto, una formulación fundamental de la existencia cristiana, que es siempre in Ecclesia: «En Cristo, coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como "un címbalo que retiñe" (1Co 13, 1)» (J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana). De esta manera, la acción eclesial extiende la comunión con Dios, y por tanto, la vida en plenitud.
La acción de la Iglesia depende de su ser (misterio de comunión) y de su misión, con la que se va identificando en el tiempo. Durante la historia, la Iglesia es como un «sacramento» (signo e instrumento) de la comunión con Dios, y lo es en Cristo, única Luz de las gentes, «Lumen gentium» (cf. LG 1). Por otra parte, la relación entre la doctrina y la tarea pastoral -lo que podríamos llamar la «reflexión pastoral» del Concilio- quedó representada en la Constitución pastoral Gaudium et spes.
Como bien se ha escrito, «lo pastoral no se opone a lo doctrinal, ni lo rebaja en su verdad, ya que sólo con alimento verdadero se apacienta auténticamente el hombre. Pero la exposición pastoral de la doctrina no se contenta con conceptualizar, definir y deducir; quiere acercarse de manera comprensible al hombre con sus interrogaciones y expectativas. "Pastoral" indica una modalidad, a saber, la apostólica (I. L. Suenens) y misionera, de presentar la fe cristiana teniendo presente también al hombre moderno» (R. Blázquez, La Iglesia del Concilio Vaticano II).
La relación entre «pastoral y teología» puede abordarse en primer lugar desde la más inmediata relación entre fe y vida. De ahí se deduce, en un segundo momento, la necesaria relación entre teología y pastoral (y la necesaria reflexión teológica que debe acompañar la acción eclesial), que se ejemplifica señalando diversos aspectos.
a) La fe y la vida, la confesión doctrinal y la praxis cristiana, no pueden entenderse como dos magnitudes extrínsecas ni tampoco según una relación existencialmente automática (que se dé siempre).
En primer lugar hay que decir que fe y vida cristiana se implican de por si profundamente. No cabe, por tanto, una correcta doctrina con una praxis inadecuada, como tampoco viceversa, una praxis correcta simultánea a una doctrina errada.
La «doctrina» cristiana no es un conjunto de formulas independientes de los intereses existenciales. La dinámica de la fe (las «verdades de la fe» no son sino el desarrollo, en la vida de la Iglesia, del «acto de fe») enlaza, cuando es «verdaderamente» cristiana, con una praxis cuyo contenido queda determinado por la fe, y no por otras instancias de tipo sociológico. El problema que tiene una visión pragmática, que infravalora la contemplación de las verdades de la fe en favor del «hacer», es el olvido de que la praxis cristiana no es sino colaboración del hombre en su propia salvación. Los fundamentos de esa colaboración han sido revelados y establecidos por Dios, y la Iglesia los enseña y comunica como sacramento de salvación.
En el otro extremo, la fe y la vida tampoco pueden comprenderse, decíamos, en una relación necesaria o automática. Aunque la confesión de fe comporta, de por sí, una vida cristiana y eclesial que sea acorde con la fe, de hecho esto no se sigue en todos los casos.
Que esto suceda así puede explicarse por el modo en que se vinculan la inteligencia y la voluntad en el hombre (la voluntad no sigue necesariamente a la inteligencia), y sobre todo por la existencia del pecado, que desordena las potencias (oscurece la inteligencia, debilita la voluntad). En consecuencia, puede existir un determinado ambiente social, como se ha dado con frecuencia y se da en nuestros días, en que la relación entre fe y vida se perciba y se lleve a cabo existencialmente con mayor dificultad. Por tanto, no basta un fortalecimiento «abstracto» de la fe en el plano intelectual (fides quae) por medio de la enseñanza o del estudio, o en el plano espiritual-moral (fides qua) a través de la vida sacramental y la oración, para transformar la concreta existencia del cristiano. Esos «medios» fundamentales, siendo necesarios, no son suficientes: se precisa un acompañamiento personal para que la fe y los sacramentos produzcan los frutos de servicio que la vida cristiana requiere, también para transformar la historia.
Dicho brevemente: la fe cristiana ha de hacerse personalmente vida, de modo que la vida cristiana, que es vida eclesial, sea concretamente una vida de fe. En este marco hay que situarse para captar el aspecto sapiencia) o «práctico» de la fe y de la verdad cristianas. Este carácter sapiencial de la fe se refleja, lógicamente, en el esencial carácter «sapiencial», «práctico» o «pastoral» de la teología.
b) Paralelamente a la dimensión pastoral de la teología, ha de subrayarse la dimensión teológica de toda actividad pastoral. De hecho, la asimilación de la «pastoral» a la «práctica» tiene el riesgo de igualar «pastoral» a pragmático o «funcional». De esta manera «hacer pastoral» puede oponerse a la reflexión teológica y desembocar en un activismo poco sensible a la profundización en la fe. En una línea parecida (funcionalista), se sitúa la no rara asimilación de «pastoral» y «actividad parroquial»: lo que no es «parroquial» -como por ejemplo, trabajar como capellán de un hospital o como formador en un seminario- no sería pastoral. Una tercera deformación es la asimilación de lo «pastoral» a lo «popular», interpretado como lo simplificado o lo imperfecto.
Lo que interesa destacar aquí es que la «práctica» (el apostolado de todos los cristianos, la pastoral de los pastores) no puede separarse de la teología, es decir, de la fe que busca entender y obrar en consecuencia.
Esta necesidad de la teología para la pastoral -no se trata de una conveniencia, sino de una condición sine qua non- puede pormenorizarse especificando algunos aspectos:
1º) La pastoral necesita de la teología porque es preciso, desde la fe, pensar, prever, evaluar la acción. Sin la teología, el apostolado cristiano y la pastoral se arriesgan a caer en el pragmatismo o en el activismo. Es preciso otorgar una auténtica prioridad a la formación espiritual y teológica conjuntamente, y ello, desde los procesos iniciales de la catequesis y con la colaboración activa de las familias. La acción eclesial es colaboración salvífica con las misiones trinitarias, que tiene como fundamento permanente la vida espiritual de los cristianos, es decir, el seguimiento de Cristo hasta la identificación con Él precisamente por la acción del Espíritu Santo; el mismo Espíritu que impulsa al cristiano a «buscar comprender», en lo posible, su fe.
2º) Por otra parte, la pastoral necesita de la teología para aclarar -mediante la investigación cuidadosa de la Escritura, la Tradición y el Magisterio- las condiciones de la acción misma de la Iglesia o de las actividades que están llamados a realizar los cristianos. La razón principal es que el cristianismo no es fundamentalmente un resultado de Iniciativas y evidencias puramente humanas. Si así lo pensáramos, estaríamos cerca del naturalismo o del pelagianismo.
3º) También hace falta la teología para discernir los medios concretos y las modalidades en que la misión evangelizadora se pone en acto. No basta una idea general, o conocer las regulaciones de la Iglesia al respecto. Tampoco es suficiente el sentido común, la experiencia e incluso la piedad, por más que ésta sea imprescindible y «útil para todo» según el apóstol (1Tm 4, 8). Recuérdese que santa Teresa prefería como director espiritual a un virtuoso que fuera teólogo (que tuviera «letras») más que profeta o «solamente» santo (vid. entre otros lugares, Moradas VI, cap. 9, 11).
4º) En fin, la acción de la Iglesia requiere una visión de conjunto de la «misión» cristiana. Ciertamente, cabe hablar de diversas «pastorales», atendiendo bien a las etapas de la acción eclesial (pastoral de «evangelización» o misionera, catecumenal, «de comunión», etc), bien a sus formas fundamentales (pastoral de la palabra, litúrgica, «de servicio»), a sus ámbitos («diocesana», parroquial, de movimientos...), los tipos diversos de destinatarios (niños y jóvenes, hombres y mujeres, adultos y ancianos...) y sus más variadas condiciones (pastoral social, sanitaria, carcelaria, castrense, del turismo, etc.). Sin embargo, desde un punto de vista teológico, estas distinciones tienen el inconveniente de ser relativas y, sobre todo, orientar hacia una yuxtaposición de tareas, sin facilitar la comprensión de la unidad y del dinamismo que implica la acción eclesial.
c) Nos hemos referido a la necesaria dimensión teológica de la pastoral, que tiene como polo complementario la dimensión pastoral de la teología. Esta dimensión evangelizadora debe manifestarse en todas las ramas de la teología. Cabria preguntarse si esto hace superflua una asignatura propia (la Teología pastoral, concebida como teología de la acción eclesial). La respuesta que ha de darse es negativa. Primero porque la división y especialización de las materias teológicas se lleva a cabo siempre sobre el convencimiento de la unidad de la teología: las disciplinas teológicas no son, permítasenos insistir, compartimentos sino dimensiones de la teología.
La teología «pastoral» (o práctica) viene a serla decantación reflexiva y explícita de la dimensión pastoral de la teología. Se trata de una reflexión sobre la edificación o la acción «total» de la Iglesia (una «eclesiología práctica o existencial»), como sacramento de salvación impulsado por el Espíritu Santo en la historia; una edificación que consiste en la colaboración de los cristianos con la Trinidad, para extender la comunión con la vida divina a todas las personas (y por tanto, se enriquece con el diálogo con las ciencias humanas), y fomenta el discernimiento de los signos de los tiempos («aquí y ahora»), a fin de mejorar la acción eclesial (vid. en el contexto de la formación de los sacerdotes, PDV 57).
Dicho de otro modo, la teología pastoral puede también describirse como una reflexión sobre la acción de la Iglesia como familia que Dios quiere formar con todos los pueblos «mediante la fuerza unificadora de la verdad y del amor» (Benedicto XVI, Primer mensaje, 20.IV.2005). El criterio definitivo y la finalidad de la acción eclesial es el amor, tal como se manifiesta en la entrega de Cristo (cf. Mt 22, 40; Rm 13, 10; Jn 13, 34).
La acción eclesial, en sus diversas modalidades, afecta y debe interesar a todos los cristianos. También por eso, teologizar en clave pastoral o apostólica no ha de ser tarea exclusiva de unos pocos («pastoralistas» o interesados en la «acción»), sino dimensión necesaria tanto de la «pastoral» como de la teología -sea en la docencia o en la investigación-, sabiendo que entre esos dos términos no se da una distinción adecuada, pues designan actividades que se pertenecen mutuamente.
Un estudio teológico de la acción eclesial debería proporcionar, además de los fundamentos de esa acción, un mapa orientativo, coherente y unitario, de las actividades por las que la Iglesia lleva a cabo su misión evangelizadora.
Otro de los objetivos de ese estudio debe ser que se conozcan los principales textos magisteriales y eclesiales sobre el tema: los documentos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica, las exhortaciones apostólicas postsinodales (comenzando por la Evangelii nuntiandi, de Pablo VI) y otros documentos pastorales más significativos del pontificado de Juan Pablo II (como la Carta apostólica Novo millennio ineunte, de 2001), así como las orientaciones que vayan surgiendo en el nuevo pontificado de Benedicto XVI, además de los principales directorios y escritos de las congregaciones romanas y las conferencias episcopales.
Como la acción eclesial se realiza en el «aquí y ahora» de la historia, no existe propiamente una «teología pastoral perenne», pues habrá que tener en cuenta las necesidades de los lugares y los tiempos. Deben sobre todo promoverse las actitudes cristianas de fondo en temas fundamentales, como la capacidad de reflexión y diálogo, las exigencias de la vida cristiana, el amor a la Iglesia, el compromiso por la transformación de la sociedad, el servido a los pobres y necesitados, etc. Un elemento decisivo es la conciencia del sacerdocio común de los fieles, que ha de proponerse como ideal al cristiano: «Si actúas -vives y trabajas- cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal..., toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias» (San Josemaría Escrivá, Forja, 369).
Para dar una idea concreta de la acción eclesial, se ofrece a continuación una distribución de contenidos, entre las muchas posibles. El estudio puede dividirse en tres grandes partes: una primera introductoria, donde se plantea el marco histórico, teológico y eclesial de una reflexión «pastoral»; una segunda, donde se estudia la Iglesia como sujeto de su propia acción evangelizadora; y una tercera, que se ocupa de las acciones eclesiales concretas.
Cabe dividir la primera parte a su vez en dos secciones:
a) El contexto histórico-teológico y la identidad de la teología pastoral, compuesta por dos temas. En primer lugar, un estudio sobre la historia de esa disciplina. Su itinerario, junto con la presentación de sus protagonistas, es altamente instructivo para presentar la reflexión pastoral del Concilio Vaticano II en su contexto adecuado, así como para perfilar las orientaciones de la reflexión pastoral después del Concilio. Un segundo tema podría insertar la reflexión teológica sobre la pastoral en la unidad de la teología. Tal como se ha expuesto, la conexión entre la teología y la acción eclesial se establece a partir de unos presupuestos fundamentales (fe y vida, «teología» y «pastoral», etc.), e ilumina la necesidad de la teología para la pastoral. El objeto de la «teología pastoral» se plantea en relación con la unidad de la teología y de la vida cristiana, sin olvidar la cuestión «práctica». En el método convendrá subrayar el discernimiento eclesial.
b) El marco bíblico y eclesial. Esta sección estudia a su vez dos cuestiones. Ante todo, las raíces bíblicas de la acción eclesial. Entre los elementos bíblicos, cabe destacar la trilogía «Profeta-Rey-Sacerdote», la imagen neotestamentaria del Buen Pastor y la figura central de Jesucristo, de quien la Iglesia participa, por la acción del Espíritu Santo, su misión evangelizadora. En segundo lugar puede estudiarse la edificación de la Iglesia (imagen de la acción eclesial utilizada desde la época patrística) en el marco del misterio cristiano. Es conveniente destacar ahí el papel de la santidad como gran tema pastoral, las «dimensiones» de esa edificación -verdad, vida y caridad-, y la función decisiva de la oración.
Una introducción puede recordar cómo la misión evangelizadora de la Iglesia se desarrolla gracias a la estructuración (cf. LG 11) que recibe de Cristo y el Espíritu, para ser enviada como signo e instrumento de salvación. Por tanto, la acción de la Iglesia sólo se explica plenamente si se entiende que Cristo sigue obrando en ella junto con el Espíritu Santo. Esta parte podría subdividirse también en dos secciones.
a) La «Iglesia de la Trinidad» y su misión evangelizadora. La sección puede desarrollarse en tres momentos.
El primero es la reflexión acerca de Cristo y el Espíritu Santo en la misión de la Iglesia. Aquí cabe acudir a las grandes «imágenes» de la Iglesia, para mostrar sus implicaciones pastorales: la Iglesia, como Pueblo (de Dios) mesiánico y sacerdotal; como Cuerpo de Cristo, partícipe de su «triple oficio» en dos modalidades: el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial; finalmente, como Templo del Espíritu Santo, donde se da en unidad la diversidad de vocaciones, ministerios y carismas.
En segundo lugar, cabe abordar el tema fundamental de la Iglesia como, sacramento de salvación. La sacramentalidad de la Iglesia puede verse reflejada en sus estructuras, sea en el ámbito universal (el Romano Pontífice y el Colegio episcopal, como sujetos de la potestad suprema; los concilios, sínodos y conferencias episcopales; las estructuras para la realización de peculiares tareas pastorales), sea en el ámbito local (el obispo y el presbiterio, la parroquia y otras estructuras de la Iglesia local, los movimientos eclesiales y otras instituciones de base asociativa).
Por último, el diálogo de la Iglesia con el mundo. Un tema central en las circunstancias actuales, que sirve de marco para explicar la misión del cristiano en el mundo y el valor de las realidades temporales. Después de mostrar la relación Iglesia-mundo desde la perspectiva cristiana, cabe determinar las actitudes fundamentales de los pastores y de los fieles. En este contexto del diálogo de la Iglesia con el mundo se comprenden las diferencias entre secularidad, secularización y secularismo, laicidad y laicismo, etc.
b) En una segunda sección puede ya explicarse que todos los cristianos son «sujetos» corresponsables de la evangelización. Aquí caben dos pasos.
En primer término, el estudio de los portadores de la misión. Si todos los fieles cristianos (christifideles) deben ser «activos» por su vocación, su participación en la misión de la Iglesia se realiza según la condición de cada uno (fieles laicos, ministros ordenados, miembros de la vida consagrada). En segundo lugar, las diversas tareas complementarias dentro de la única misión: la «tarea pastoral» (que hoy incluye tanto la «evangelización permanente» de la Iglesia como la tarea ecuménica); la tarea misionera «ad gentes» (que estudia la misionología); finalmente, la «nueva evangelización» (dirigida a cristianos que no viven plenamente las consecuencias del bautismo por diversos motivos).
La tercera parte, según el esquema que aquí se propone, se dedica a la acción evangelizadora de la Iglesia y enfoca las formas o dimensiones principales de la acción eclesial: anuncio y transmisión de la fe, celebración litúrgica, servicio de la vida cristiana.
En la introducción cabe subrayar la centralidad de la persona en la misión, pues el hombre es el camino principal de la Iglesia. Esta sería una buena ocasión para tratar de las relaciones entre espiritualidad y pastoral o apostolado. También podría hacerse una referencia particular a la colaboración de los varones y las mujeres en la Iglesia y en el mundo.
La subdivisión en tres secciones parece pedida por las tres grandes «formas de acción» de la Iglesia:
a) El anuncio y la transmisión de la fe. La sección puede introducirse evocando la centralidad de la Palabra de Dios en la vida y la acción de la Iglesia (referencia a la pastoral o el apostolado bíblico).
Dentro de las formas del anuncio de la fe, en primer término puede tratarse el testimonio y el diálogo apostólico. Es el lugar para estudiar el primer anuncio de la fe (kérygma), junto con el testimonio cristiano, el apostolado personal y el asociado. Convendrá explicar la relación entre santidad, apostolado y actividad temporal. Es también buen momento para abordar los elementos pastorales del acompañamiento y la dirección espiritual: sus fundamentos y contexto eclesial, y los aspectos biológicos y psicológicos del tema.
A continuación cabe estudiar la predicación. Una breve alusión a los avatares de la predicación en los últimos siglos puede preceder al análisis de las características de la predicación y las dimensiones fundamentales de la homilía. Los alumnos agradecerán algunas orientaciones para la predicación en nuestro tiempo.
Por último, la catequesis y la enseñanza escolar de la religión. A la hora de exponer el papel de la catequesis y la renovación catequética, vale la pena subrayar las relaciones entre catequesis y primer anuncio de la fe, y entre catequesis y experiencia (humana y cristiana). El Catecismo de la Iglesia Católica debe presentarse como punto de referencia para la catequesis en la nueva evangelización. Por su relevancia, debe tratarse, finalmente, de la enseñanza escolar de la religión: su legitimidad, carácter propio y contenido.
b) La celebración litúrgica, fuente y cumbre de la acción eclesial. Esta segunda sección se ocupa de la liturgia de la Iglesia. La distribución tripartita viene facilitada atendiendo respectivamente a los sacramentos de iniciación, de servicio a la comunión y de «curación».
En primer lugar, la iniciación cristiana y la pastoral juvenil. Puede comenzarse exponiendo la pastoral litúrgica en torno a la celebración de la eucaristía y la renovación litúrgica desde el Vaticano II. Conviene detenerse para explicar la participación de los fieles en la liturgia, particularmente en la eucaristía dominical, la eucaristía como fuente y cumbre de la vida y de la acción eclesial, y las relaciones entre piedad popular y liturgia. En cuanto a la iniciación cristiana, deberían mostrarse los aspectos teológico-pastorales más significativos en la situación actual. Como en nuestro ambiente la iniciación cristiana se da mayoritariamente entre los niños y jóvenes, puede ser el lugar para tratar de la educación de los jóvenes y la pastoral juvenil.
En segundo lugar, los sacramentos de servicio a la comunión, y como consecuencia, la pastoral familiar y vocacional. Parece lógico ocuparse aquí de la pastoral de la vida, del matrimonio y de la familia, en el contexto antropológico y ético de la cultura actual: el mensaje del Evangelio sobre el matrimonio, la atención a las familias en circunstancias especiales, el papel de la familia en la sociedad, etc. En segundo lugar, corresponde tratar la pastoral de las vocaciones, particularmente para el ministerio ordenado.
Para concluir, cabe abordar los sacramentos de «curación», la pastoral de la penitencia, de los enfermos y de los ancianos. El capítulo de la pastoral de la conversión y de la penitencia deberla explicar el significado cristiano de la reconciliación y el sentido del pecado. A continuación, la pastoral de los enfermos: aquí debe hablarse del sentido cristiano del dolor, la misión de la Iglesia respecto del sufrimiento y la unción de los enfermos. La pastoral de los ancianos debe exponerse a partir de su dignidad y misión. Cabe concluir tratando de la muerte del cristiano y las exequias.
c) La última zona de esta parte la denominamos la existencia cristiana como servicio. Para ella se pueden reservar algunas cuestiones que se han ido desarrollando en la vida de la Iglesia desde siempre, pero que en las últimas décadas van adquiriendo, por diversas razones (históricas, sociológicas, culturales, etc., y también teológicas) una relevancia particular. Dividimos la sección en tres temas o capítulos.
En primer término, la primacía de la caridad y el dinamismo social del Evangelio. Desde la caridad, raíz de la transformación del mundo, la Iglesia realiza su misión de evangelización y promoción humana, pues el Evangelio comporta un mensaje de libertad y es garantía de la paz. En esas coordenadas, el trabajo adquiere para el cristiano una significación profunda, que sobre todo los fieles laicos deben conocer y esforzarse por vivir. Expresión de la caridad es asimismo la opción o el amor preferencial por los pobres y necesitados.
En segundo lugar, la evangelización de la cultura. La fe debe hacerse cultura para que las culturas puedan abrirse al Evangelio y, mediante la debida purificación, contribuir a la paz en el mundo y a la comunión con Dios. Por eso la «nueva evangelización» se asocia con una pastoral de la cultura, atenta en especial a los modernos «medios» de comunicación. Hoy se hace urgente el compromiso de los católicos en la vida política. La evangelización debe prestar una particular atención al arte y la ecología. Asimismo la evangelización tiene una forma propia en relación con la universidad; de ahí la responsabilidad de los cristianos en la vida intelectual y la relevancia de la pastoral universitaria.
Por último, la acción eclesial y pluralismo religioso. Debe estudiarse ante todo el diálogo interreligioso, para desembocar en las actitudes cristianas ante el pluralismo de religiones. En un segundo momento podrá abordarse la cuestión de los «no practicantes», indiferentes, agnósticos y ateos, y ofrecer algunas orientaciones para superar la indiferencia religiosa actual. Finalmente, cabe aludir a los «nuevos movimientos religiosos» y las sectas, el desafío que suponen para la pastoral, y la respuesta de la Iglesia.
BibliografíaR. BLÁZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 19912. D. BOURGEOIS, La pastoral de la Iglesia, Valencia 2000. J.L. ILLANES, Desafíos teológicos de la nueva evangelización. En el horizonte del tercer milenio, Madrid 1999. R. PELLITERO, Teología pastoral: panorámica y perspectivas, Bilbao 2006. J. RATZINGER, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 1995; Convocados en el camino de la Fe. La Iglesia como comunión, Madrid 2004. K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, Madrid 1982.
R. Pellitero
El pecado es una ofensa a Dios por la que el hombre se levanta contra el amor que Dios le tiene, y aparta de Él su corazón (cf. CCE 1850), dañándose con ello a si mismo e introduciendo en la convivencia social y eclesial un destructivo principio de división y desorden.
En el contexto de la tradición manualista de mediados del siglo XX, no pocas veces se ha presentado la doctrina católica sobre el pecado en un modo tal, que resultaba difícil percibir con hondura su naturaleza profunda y su carácter de verdadero drama para el hombre. Ello era debido a que los desarrollos teológico-morales del tiempo tenían una fuerte carga legalista, por la que el pecado se presentaba como un incumplimiento de la ley moral, como efectivamente lo es, sin profundizar demasiado en lo que existencialmente supone para el hombre y para Dios. Y esto, también, porque la doctrina misma sobre la ley moral tenía una inspiración fuertemente jurídica. A una percepción más profunda desde el punto de vista antropológico y existencial de lo que es y significa la ley moral -y, en concreto, la ley divina- ha seguido también una percepción más honda de lo que el pecado sea y signifique para el hombre y para Dios.
La teología más reciente, en sintonía con las características de la cultura de su tiempo, consciente de sus necesidades y carencias, ha ido proponiendo una doctrina sobre el pecado que supera aquellas deficiencias, y alcanza un mejor equilibrio entre los aspectos antropológicos, dogmáticos y morales implicados en la realidad del pecado. En buena medida, sus logros se deben a adoptar, como punto de partida expreso y decidido de su reflexión, las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia.
A continuación se expondrán los rasgos fundamentales de la doctrina cristiana sobre el pecado, partiendo precisamente de las enseñanzas de la Sagrada Escritura al respecto.
Las referencias de la Biblia a la realidad del pecado son extraordinariamente frecuentes. No puede extrañar ya que la Sagrada Escritura revela la historia de la salvación de los hombres por parte de Dios. Una historia que está entretejida de la iniciativa amorosa y misericordiosa de Dios y de la consiguiente respuesta de los hombres Una respuesta que desde el pecado de los orígenes ha sido frecuentemente de rechazo. Precisamente por eso, la historia sagrada pone bien de manifiesto que siempre sometido al peligro del pecado, el hombre será hasta el final de los tiempos una criatura necesitada de salvación. De ahí, también, que la vida cristiana pueda ser correctamente comprendida como una continua conversión hacia su creador y salvador.
El Antiguo Testamento revela que la historia del pecado comienza con el de nuestros primeros padres, que viene presentado como un rechazo de toda sumisión del hombre a Dios, para autoconstituirse en dios él mismo. Roto su lazo vital y filial con Dios, el pecado se va adueñando de los hombres, hasta el punto de provocar en Dios el arrepentimiento por haber creado al hombre (Gn 6, 5-6).
Sin embargo, Dios no renuncia a su designio salvífico primigenio. En la misma expulsión del hombre del paraíso está ya anunciado el perdón, y para dar comienzo a la historia de la vuelta de los hombres a Dios, el Señor constituye y toma como propio el pueblo de Israel, con el que establece una alianza que servirá en adelante de contexto a las relaciones de fidelidad-infidelidad de los hombres con Dios (cf. entre otros Dt 4, 23 ss.; Jc 2, 1 ss.; Jr 11, 1 ss., etc.).
Es en este contexto de la Alianza donde aparece claramente que el pecado no se queda simplemente en el rechazo o violación de una regla o norma o acuerdo, sino que supone una abierta oposición a Dios mismo (ver, por ejemplo, Os 8, 1-2). En este sentido, los profetas describirán el pecado de los hombres como infidelidad al amor divino, como un adulterio (cf. Is 1, 2-4; Jr 3, 1-5; Ex 16, 3-8, etc.). Y junto con ello, y seguramente por ello, el pecado aparece también como una separación o ruptura con el pueblo: por ser una ofensa a los designios divinos sobre él. De aquí que la ofensa sobre el prójimo sea también realmente ofensa a Dios (cf. Lv 5, 21 ss.; Dt 25, 2-3 ss.; etc.). Así lo han mostrado rigurosamente los numerosos análisis exegéticos de los textos del Antiguo Testamento en que se maneja el concepto de pecado (cf. a este respecto, por ejemplo, la voz «sin» en AA.VV., The Anchor Bible Dictionary VI).
Los pecados expresamente enumerados en los textos del Antiguo Testamento son muy variados. Los más frecuentemente mencionados son la idolatría y la separación de Dios, anteponer beneficios políticos o de prosperidad temporal a la fidelidad a Dios, las conductas sexuales desordenadas, la violencia o la injusticia sobre el pobre o el más desvalido.
El Dios del Antiguo Testamento siempre exigirá la expiación y la penitencia por los pecados de los israelitas y del pueblo elegido como tal, pero estará también siempre pronto a la misericordia y al perdón.
El Nuevo Testamento, asumiendo toda la revelación anterior, avanza decisivamente en la enseñanza revelada sobre el pecado. Centro del mensaje del Nuevo Testamento es precisamente que la segunda Persona de la Santísima Trinidad se ha hecho hombre para librar a los hombres del pecado (Mt 1, 21). Estamos, pues, en el contexto de una nueva alianza, con la que Dios no duda en ofrecerse a sí mismo para volver a los hombres, no ya a su condición original, previa al pecado, sino a la condición excelsa de hijos de Dios en el Hijo Unigénito. La nueva alianza en Cristo muestra patentemente que el amor es la constante de la relación de Dios hacia los hombres, y busca poner a los hombres en condiciones de responder en los mismos términos de amor. La parábola del hijo pródigo es, sin duda, el más bello y significativo texto que con las palabras mismas de Jesús muestra la realidad del pecado y sus consecuencias: el hombre se aleja voluntariamente de un Dios que le ama y del que siempre ha vivido, buscando la felicidad lejos de Él, y terminando en la más terrible desventura (Lc 15, 11-32), desde la que ha de volver a un Padre que siempre le esperó con los brazos abiertos, le perdonó desde el principio y hace eficaz en el hijo el perdón cuando éste retorna.
a) Evangelios sinópticos. Los evangelios sinópticos muestran frecuentemente a Cristo entre los pecadores -para escándalo, no pocas veces, de las autoridades religiosas del pueblo israelita-, que son quienes más le necesitan (Mc 2, 5; 16-17; Lc 7, 48; etc.), Invitándoles constante y misericordiosamente a la conversión (Mc 1, 15). Cristo ofrece el perdón del pecado y pide del hombre para ello una profunda actitud de penitencia y conversión. Los que no aceptan esa actitud, como el fariseo de la parábola (Lc 18, 9ss ), los que no se reconocen necesitados de salvación, no pueden alcanzar el perdón de Dios, que Jesús ofrece; de algún modo, ante ellos el Señor se siente impotente.
Vale la pena apuntar, en esta apretada síntesis de la enseñanza de los Sinópticos sobre el pecado, los siguientes rasgos: se subraya que todos los hombres son pecadores, se condenan los pecados internos y los de omisión (contra la mentalidad más al uso en la religiosidad del tiempo, que no veía pecado sino en los actos externos) y se enseña solemnemente la particular gravedad de algunos pecados, como es el caso del escándalo: inducir a otros a pecar. Así mismo, se condenan como pecados acciones concretas y no sólo actitudes del corazón o del ánimo humano (Mt 5, 22-26), y, entre ellas, las que atentan contra el prójimo (Mt 25, 31-46; Lc 10, 29-37), y se advierte que no todos tienen la misma gravedad. Junto con ello, como antes se decía, la invitación a la conversión y a la penitencia es continua, y sólo se señala un tipo de pecado que no podrá ser perdonado: el pecado contra el Espíritu Santo, quizás porque por su misma naturaleza hace imposible la contrición.
b) Escritos de san Pablo. Las enseñanzas sobre el pecado son muy frecuentes en los escritos de san Pablo, alcanzando en algunos pasajes una gran profundidad teológica. De aquí que hayan dado lugar a una abundantísima literatura teológica al respecto.
Entre las enseñanzas paulinas sobre el pecado se pueden destacar las siguientes:
Arrancando del pecado de Adán (Rm 5, 12), y alentada por la acción del demonio (2Co 2, 11; 2Co 11, 3), la malicia de los hombres ha dado al pecado una dimensión universal. Se ha extendido a todos los hombres y reina en el mundo (Rm 2, 9; 3, 10): todos somos pecadores.
Jesús, con su pasión, muerte y resurrección, destruye ese dominio del pecado y libera a los hombres de su ley (Rm 8, 2-4; Ga 3, 13-14), introduciéndolos en una nueva vida enraizada en su resurrección (Rm 6, 8-14).
La acción salvífica de Cristo llega a los hombres a través del bautismo, que hace de cada uno de ellos una «criatura nueva» (Rm 6, 3-7; 2Co 5, 17).
Pero esa nueva criatura, aunque ya verdaderamente insertada en la vida del Hijo, no está libre de la inclinación al pecado (Rm 7, 7-25), y se ve sometida, mientras dure su vida en el tiempo, al riesgo de volver a la antigua vida de pecado, alejándose de nuevo de Dios. De ahí su frecuente exhortación a cultivar la justificación recibida de Dios y a mantenerse vigilante, en lucha, para rechazar las insidias del pecado (Rm 6, 12-19; Ef 6, 11; 1Ts 5, 4-11).
San Pablo, que aborda siempre este tema del pecado desde la perspectiva del hacer redentor de Cristo, ve la naturaleza más profunda del pecado, como un rechazo de Cristo. El pecador es el hombre que no acoge a Cristo, que aparta de si la fe (Ga 2, 15-16; 2 Is 1, 8-10; 1Tm 1, 15-16), que se entrega a las obras de la carne (Rm 8, 7), volviendo a crucificar al Señor (Hb 6, 6).
No quiere decir con esto el apóstol que exista un solo pecado o un solo tipo de pecado: de hecho afirma explícitamente lo contrario pudiendo encontrarse entre sus escritos quince catálogos de pecados o vicios. Lo que sostiene, en definitiva, es que el pecado es un modo de actuar que supone en el hombre el alejamiento voluntario de un Dios lleno de misericordia, que en Cristo le ha salido al encuentro para salvarle. De aquí que también suela ponerse de relieve la especial fuerza que el estilo de san Pablo otorga a la condena del pecado.
c) Escritos de san Juan. Uno de los rasgos más característicos de la enseñanza joánea sobre el pecado, es precisamente el uso frecuente del término en singular. Lo ve como opuesto a la gracia, a la vida que Cristo trae a los hombres y, por tanto, como la negativa a acoger a Cristo como luz, verdad, etc. (Jn 1, 10-11; Jn 5, 9 ss.; Jn 6, 41 ss.; 1Jn 2, 22; 1Jn 4, 2; 1Jn 5, 10-12). De ahí, las conocidas y expresivas contraposiciones entre muerte y vida (Jn 5, 24), luz y tinieblas (Jn 1, 5; Jn 3, 19) o verdad y mentira (Jn 8, 44-46), que tan gráfica y bellamente ilustran la contraposición fundamental entre gracia y pecado.
Jesús aparece como el Buen Pastor que ofrece la vida por los pecadores, los perdona y los exhorta a que no pequen más, crean en Él y caminen en la verdad (Jn 3, 17, 21; Jn 4, 5-42; Jn 5, 14; Jn 8, 11; 1Jn 1, 8-9; Ap 1, 5).
De aquí que en los textos de san Juan la falta de fe, la resistencia a reconocer a Cristo como Salvador, aparece como el pecado que el Señor frecuentemente reprocha a sus contemporáneos, y del que «el Espíritu convencerá al mundo» (Jn 3, 18-19; Jn 15, 22-24; Jn 16, 8-9).
Por último, antes de terminar este recorrido sintético por las enseñanzas de la Sagrada Escritura, y, en concreto, del Nuevo Testamento, sobre el pecado, notemos que estas enseñanzas, sin dejar de mostrar su realidad y malicia, no dejan tampoco de poner constantemente de relieve que puede y debe ser superado gracias a la siempre amorosa ayuda de Dios. Así lo muestra de modo particularmente claro, el frecuentemente citado texto de la carta de san Pablo a tos Romanos: «Una vez que se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia, para que, así como reinó el pecado por la muerte, así también reinase la gracia por medio de la justicia para vida eterna por nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5, 20-21). La entrega generosa de Cristo ha hecho posible que los hombres vivan una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, siempre que se dejen reconciliar con Él por el Hijo Unigénito (cf. 2Co 5, 15-20).
De hecho, ese perdón, esa remisión de los pecados da razón de la encarnación del Verbo, que es el Cordero que quita el pecado del mundo, y su anuncio, que fue el núcleo de la predicación del Bautista (Lc 1, 77; Jn 1, 29), forma parte del anuncio de la Iglesia (cf. Lc 24, 47; Hch 26, 17-18) y del kérygma de los apóstoles (cf. Hch 2, 37-38; Hch 10, 42-43). La respuesta del hombre a ese anuncio y a esa acción de Cristo es la conversión: el arrepentimiento de las culpas personales y el comienzo de un nuevo vivir lleno de frutos sobrenaturales (cf. Mt 12, 33; Hch 19, 18; 1Jn 1, 8-9).
La doctrina cristiana sobre el pecado se va formando poco a poco a lo largo de los siglos, en un proceso en el que intervienen diversos factores. Por una parte, y en primer lugar, las enseñanzas reveladas en la Sagrada Escritura. Enseguida, la comprensión especulativa y práctica de esas enseñanzas en los Padres de la Iglesia, en la Tradición. Desde una y otra -Escritura y Tradición- teología y magisterio van formando la noción cristiana y católica de pecado que la Iglesia profesa y enseña.
Evidentemente, no es posible recorrer aquí paso por paso el desarrollo de la doctrina cristiana sobre el pecado, pero si es posible, y útil, detenernos en algunos de sus jalones más determinantes. Veamos a continuación algunos de los rasgos fundamentales constituyentes de la noción de pecado en la tradición y el magisterio, para exponer a continuación la naturaleza teológica del pecado.
a) Doctrina sobre el pecado en los Padres de la IglesiaEn un primer momento, los Padres recogen y repiten las enseñanzas bíblicas sobre el pecado, parten del pecado como un hecho, muestran sus malas consecuencias para los hombres, y van formulando poco a poco la distinción concreta entre los pecados. Se valen para ello de los diversos estilos que corresponden a su actividad de enseñanza del pueblo cristiano: la catequesis, la explicación de la Biblia y las homilías o sermones.
Recogiendo los aspectos que pueden resultar más ilustrativos de la doctrina patrística sobre el pecado, cabe señalar los siguientes:
1º) Hasta el siglo IV, podemos destacar, por una parte, a los Padres apostólicos y a los apologistas a quienes pertenece el uso frecuente de la doctrina de las dos vías para exponer su concepción del pecado. La vía del bien y la vía del mal son dos caminos abiertos que se abren ante los hombres en el mundo. Con sus actos libres, cada uno va conduciendo su vida por una vía o por la otra. El pecado aparece aquí siempre delineado con una esencial componente religiosa: es un acto personal y voluntario de rechazo de Dios y de la comunión eclesial, y no un simple acto punible (concepción del paganismo), ni un mero reflejo del pecado original (concepción gnóstica). El pecado es el sumo mal. En sus explicaciones van apareciendo listas de virtudes y de vicios acordes con una vía o con la otra. Por otra parte, el recurso al sacramento de la penitencia y el rigor de la disciplina que legisla la penitencia pública, testifican la honda conciencia de la malicia que el pecado lleva consigo, así como la seriedad que la conversión exige cuando se ha incurrido en él. El pecado no es para el bautizado un tropiezo de poca importancia, todo lo contrario.
2º) En el siglo IV destaca la enseñanza de Padres tan importantes como san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo o san Ambrosio, entre tantos otros. Pero sobresale por encima de todos la doctrina de san Agustín, de quien se puede afirmar que alcanza un cuerpo doctrinal sobre el pecado cuyos rasgos fundamentales han perdurado a través de los siglos y se mantienen hasta hoy.
De su excelente conocimiento de las enseñanzas de la Sagrada Escritura, de la praxis de la Iglesia, de la condición humana que reconoce en sí mismo, y de su experiencia en las controversias maniquea y pelagiana, surgirá todo un cuerpo doctrinal sobre el pecado del que extraemos los siguientes puntos:
&ndash: el pecado es un acto libre que procede de la voluntad humana desordenada por la pérdida de la rectitud moral debida (cf. De civitate Dei, 11, 13-20 y 19, 13);
&ndash: ese acto libre se puede describir como una aversio a Deo (rechazo de Dios) y una simultánea conversio ad creaturas (conversión o inclinación desordenada a los bienes temporales): los hombres están ordenados a Dios desde lo más profundo de sí mismos, y se unen a Él tanto directamente como a través de las cosas creadas; cuando movidos por un desordenado amor de sí mismos, buscan la satisfacción que les proporcionan las criaturas violentando la voluntad de Dios, contrarían el designio divino y se separan de Dios (cf. De Libero arbitrio, 2, 19, 5253; Contra Faustum, 22, 27), provocando, además, verdaderos desórdenes tanto en la comunidad eclesial como en la civil. Con una profunda percepción de lo que supone para el hombre el designio divino sobre él, que se plasma en las nociones de ley eterna y de ley natural, san Agustín proporciona otra definición del pecado, también enormemente difundida en todo el mundo cristiano: todo hecho, palabra o deseo contra la ley eterna de Dios (cf. Contra Faustum, 22, 27).
Frente a esas expresiones de la conducta de los hombres cabe siempre la posibilidad de recibir el perdón, por errada que pueda ser o haber sido la vida personal, gracias a la infinitamente misericordiosa redención obrada por Cristo, siendo necesaria para ello la conversión del pecador.
La larga tradición patrística se mantendrá sin cambios sustanciales durante la Alta Edad Media, hasta la aparición en el siglo XII de los grandes escolásticos y, entre ellos de modo particular, de santo Tomás de Aquino cuya síntesis teológica sobre el pecado ha estado siempre de algún modo presente en la teología católica y en el magisterio de la Iglesia.
b) Doctrina sobre el pecado en el magisterio de la IglesiaLas intervenciones del magisterio de la Iglesia sobre cuestiones relacionadas con el pecado han sido muy frecuentes a lo largo de la historia de la Iglesia. A efectos de evocar aquí esta enseñanza magisterial en sus rasgos fundamentales, basta con citar los siguientes momentos fundamentales:
1º) El Concilio de Trento. Saliendo al paso de los numerosos errores de la Reforma protestante, los padres conciliares elaboran una doctrina sobre el pecado que, en cierto modo, resume y repropone toda la enseñanza magisterial anterior. Las enseñanzas de este Concilio serán continuamente propuestas por el magisterio de la Iglesia hasta nuestros días.
El Concilio se ocupa del pecado sobre todo en tres momentos: las sesiones V, VI y XIV. La sesión V expone la doctrina sobre el pecado original. La sesión VI, centrada en la justificación, subraya algunos puntos capitales de la doctrina católica sobre el pecado, como son, por ejemplo, que todo pecado priva de la gracia de Dios (no sólo el pecado contra la fe), que hay que mantener la distinción entre pecado mortal y pecado venial (no todos los pecados son mortales) y que el pecado no destruye totalmente la naturaleza humana ni, por tanto, la libertad humana. En la sesión XIV, centrada en el sacramento de la penitencia, se enseña la distinción específica y numérica de los pecados y la necesidad de confesar todos y cada uno de los pecados mortales de los que se tiene conciencia tras un examen diligente.
2º) El Concilio Vaticano II. De entre los textos del Vaticano II sobre el pecado, vale la pena destacar la enseñanza de la Constitución pastoral Gaudium et spes. Como se ha comentado repetidamente, este documento expone en un lenguaje moderno, y en el contexto de una cultura ya en vías de una fuerte secularización, toda una antropología teológica inspirada en un pensamiento personalista, que da a la enseñanza magisterial una dinámica y una expresión de gran claridad y belleza.
Se enseña que la historia del pecado comienza con la historia misma del hombre, que se sabe proclive al mal, tanto por revelación, como por experiencia de sí mismo, y se encuentra siempre en riesgo de adentrarse en el pecado por el amor propio desordenado (cf. GS 13 y 37). Así mismo, se hace hincapié en el hecho de que el pecado es primero y ante todo una ofensa a Dios, y de esa esencia suya fundamental se derivan como consecuencias sus otras características: daño a uno mismo, daño a los demás y desorden en el uso y trato de las demás criaturas (cf., por ejemplo, GS 13, 15, 16, 17, 37, 39, 58 y 78). Cuando se deja arrastrar por él, el pecado esclaviza al hombre y la única liberación posible de esa esclavitud se encuentra en Jesús (cf. GS 13). Hasta que esa liberación pueda ser totalmente definitiva, el hombre habrá de esforzarse en este mundo, con la gracia de Dios, en luchar contra el pecado, contra el mal (cf. GS 13 y 37).
3º) La Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia. Publicada por Juan Pablo II en 1984, como fruto del Sínodo de los Obispos que trató sobre este tema el año anterior, este documento tiene una importancia grande. Reasume el conjunto de la doctrina católica sobre el pecado, la conversión del pecador y la pastoral de la reconciliación, saliendo también al paso de errores de importancia sobre estos temas que hablan ido apareciendo en los años anteriores, en el contexto de los grandes debates teológico-morales -crisis, si se quiere- posteriores al Concilio Vaticano II.
En este contexto de aclarar errores o doctrinas confusas, el documento:
&ndash: reafirma la doctrina tradicional sobre la naturaleza del pecado: un acto siempre personal, cuya esencia más íntima -y más misteriosa, al mismo tiempo- es la desobediencia a Dios y a su ley, provocando la exclusión de Dios de la vida y la sociedad (cf. RP 14), y que opera en el hombre una múltiple fractura: con Dios, consigo mismo, con los demás y con el mundo en que vive (cf. RP 2);
&ndash: denuncia o constata que la cultura del tiempo, como la nuestra, vive inmersa en una progresiva pérdida del sentido del pecado (cf.RP 18);
&ndash: introduce una explicación ponderada del concepto de pecado social, exponiendo en qué sentido se pueda entender y emplear esta expresión (RP 16);
&ndash: subraya con fuerza la distinción tradicional entre pecado mortal y pecado venial (RP 17);
&ndash: reinterpreta la recientemente aparecida teoría de la opción fundamental, para asumir de ella cuanto tiene de luminoso, útil y acorde con la revelación y con la tradición de la Iglesia, y rechazar cuanto supone, por diversos motivos, un error.
4º) El Catecismo de la Iglesia Católica. Como exposición de la doctrina cristiana que es, tanto en lo que se refiere al contenido de la fe, como a su celebración, como a la fe vivida (la moral), el Catecismo de la Iglesia Católica hace innumerables referencias al pecado, del que trata directamente en los siguientes momentos: al estudiar el pecado original (cf. 385 ss.), la fe en Jesús como Redentor del género humano (cf. 422 ss.), la fe en el perdón de los pecados (cf. 976 ss.), los sacramentos del bautismo y de la penitencia (cf. 1213 ss. y 1422 ss., respectivamente), el pecado como obstáculo a la vocación del hombre (cf. nn. 1846-1876, que contienen la enseñanza sistemática del Catecismo sobre el pecado), los diez mandamientos (cf. 2083 ss.) y las tres últimas peticiones de la oración dominical (cf. 2838 ss.).
Estos textos del Catecismo, exponen la doctrina de la Iglesia sobre el pecado y, por tanto, asumen lo ya visto sobre las enseñanzas de la Escritura y de la Tradición, como el cuerpo doctrinal del magisterio al que hemos hecho referencia. Al presentar unos textos a la luz de los otros, los pasajes del Catecismo sobre esta noción tienen no sólo una gran precisión doctrinal, sino también, muchas veces, una gran belleza y profundidad.
5º) La Encíclica Veritatis splendor. Este documento pontificio se publica en un momento decisivo de los debates teológicos contemporáneos, cuando tras muchos años de esfuerzo por renovar la teología moral católica, de los más diversos modos, y bajo la presión de las también más diversas circunstancias, se llegó a un momento verdaderamente critico en el que era preciso delimitar bien lo que a lo largo de todo ese tiempo de trabajo, a veces frenético, fue una conquista, y señalar, al mismo tiempo, lo que fue un error.
Dejando de lado otros aspectos enormemente interesantes de este documento, y ciñiéndonos al tema que aquí nos ocupa, que es la doctrina del magisterio de la Iglesia sobre el pecado, podemos señalar en breve síntesis, al menos tres puntos especialmente importantes de la doctrina sobre el pecado de esta Encíclica:
&ndash: la negación de la pretendida distinción en algunos ambientes de dos órdenes de la conducta humana -el ético y el de la salvación o propiamente moral- que daría lugar también a la distinción entre el mal pre-moral u óntico, irrelevante a efectos salvíficos, y el mal moral o pecado propiamente dicho, que haría imposible la salvación. La unidad de la persona humana exige también una unidad en su conducta que no hace posible ese género de distinciones: los actos humanos son libres, por tanto, morales y, en consecuencia, o buenos -y entonces, meritorios- o malos -y entonces, pecaminosos- (cf., por ejemplo, VS 37, 48 y 75);
&ndash: la reafirmación de la distinción entre pecado mortal y pecado venial, frente a la propuesta de una división tripartita (venial, grave y mortal) procedente de los defensores de la teoría de la opción fundamental. En este contexto, acogiendo toda la verdad que late en dicha teoría, y purificándola de afirmaciones que no son compatibles con la revelación, enseña el sentido en que puede mantenerse una doctrina correcta sobre la opción fundamental, a la que denomina, también para evitar confusiones, elección fundamental (cf. VS 69 y 70);
&ndash: la defensa decidida de la existencia y características de los actos intrínsecamente malos, expuesta en conexión con una defensa de la profunda verdad sobre lo que el hombre es y, por tanto, sobre lo que su conducta significa para él mismo y para su entorno (cf. VS 83, 67 y 96, entre otros). Tanto de la naturaleza personal del hombre, como de la revelación divina sobre él, se concluye la existencia de acciones o conductas que nunca pueden ser consideradas buenas, porque ineludiblemente le dañan.
La definición de pecado que se ha hecho más tradicional en la teología y la doctrina católica ha sido la debida a san Agustín: todo acto, palabra o deseo contrario a la ley eterna» (Contra Faustum, 22, 27). Santo Tomás la haría suya (S. Th., I-II, q.71, a.6) y ha quedado igualmente recogida en el Catecismo de la Iglesia (n. 1849).
Por su misma expresión, la definición hace notar dos cuestiones importantes a la hora de tratar la razón de pecado. Por una parte, que puede afectar a cualquier acto humano, no sólo a los actos externos; de ahí la mención explícita a las palabras y deseos. Por otra parte, que consiste en una violación de la ley eterna de Dios, es decir, un levantarse del hombre por medio de su conducta contra la voluntad divina, recogiendo así lo que antes veíamos a propósito de las enseñanzas bíblicas sobre el pecado.
Vale la pena resaltar que san Agustín sitúa la referencia del pecado en la ley eterna. Con ello, por un lado, al ser el fundamento del valor moral de cualquier otra ley, comprende cualquier actuación contra cualquier ley. Por otro lado, al ser la ley eterna el designio creador y salvador mismo de Dios, se pone en evidencia que todo pecado daña al hombre mismo, al que pone voluntariamente al margen o en contra de su propia verdad, y que todo pecado también, tiene razón de ofensa a Dios, es decir, sitúa al hombre contra el Dios Creador y Redentor del que recibe cuanto es en el momento presente, y cuanto está llamado a ser en la plenitud de su naturaleza personal. De este modo, más allá de todo legalismo reduccionista, queda claro que el pecado enfrenta al hombre a Dios y le impide alcanzar la plenitud de su propia existencia, que no es otra que la comunión de vida con Dios. No es el simple incumplimiento de una regla.
b) Los dos elementos del pecadoLa tradición teológica cristiana a partir de san Agustín (cf. De diversas quaestionibus ad Simplicianum, 1, 2, 18), distingue dos elementos constitutivos de todo pecado: la conversión a las criaturas y el rechazo o alejamiento de Dios. De aquí la tradicional descripción latina del pecado como rechazo de Dios por conversión a las criaturas (aversio a Deo et conversio ad creaturas). Santo Tomás también desarrollará este punto con su habitual rigor y precisión (cf. S.Th., II-II, q.118, a.5 y III, q.86, a.4). El primero se denomina elemento material, y el segundo, elemento formal. Con ello se quiere mostrar que habitualmente el pecador no busca de modo directo con su acción un rechazo directo de Dios, ni el odio o la aversión a Dios. Más bien, lo que suele ocurrir es que persigue bienes creados finitos, de un modo desordenado, al margen del recto orden que determinan las virtudes morales así como la ley moral, y de esa manera, se sitúa también en oposición deliberada a Dios, que es, paradójicamente, la fuente de la que mana la bondad parcial que encuentra en las cosas creadas. De aquí que el pecador pueda no percibir psicológicamente que su acción le opone directamente a Dios: lo que él busca y pretende es otra cosa bien distinta; pero de hecho, sabe que se enfrenta al querer divino al realizar su acción.
Desde el punto de vista teológico, siempre en sintonía con las enseñanzas de la Biblia y de la Tradición, la raíz de todo pecado, que lo fue también del pecado original, es precisamente no reconocer a Dios como el Señor absoluto del bien y del mal; dudar de Dios, que es la tentación que el demonio desliza en los oídos de nuestros primeros padres. Por lo tanto, todo pecado evidencia también una raíz de amor propio desordenado que conduce a un uso igualmente desordenado de los bienes creados.
c) El único mal absolutoLa tradición teológica ha señalado unánime e insistentemente a través de los tiempos una verdad básica de la fe cristiana: sólo el pecado tiene razón de mal absoluto.
Con ello, de diversas maneras según los diversos tiempos y circunstancias, se quiere hacer notar que el pecado -el pecado mortal, que es el que realiza plenamente la razón de pecado apenas expuesta- supone al hombre la privación de lo único que es para él un bien que tiene razón de absoluto: la vida eterna, la vida de comunión con Dios para la que fue creado y redimido. Así lo muestran pedagógicamente sus consecuencias: lo tremendo de su castigo (la condenación), la inhumana crueldad de la pasión de Cristo como satisfacción por el pecado.
De acuerdo con lo dicho, la teología tradicional ha enseñado siempre a distinguir los males físicos que los hombres pueden sufrir, del mal en sentido absoluto o mal moral, que es el pecado. Los primeros -una enfermedad, una tragedia familiar, un revés de la fortuna, etc.-, aunque verdaderamente tienen razón de mal para el hombre -se ve privado de bienes nobles- no sólo no llevan consigo la pérdida del bien absoluto del hombre, sino que, incluso, pueden constituirse en circunstancias que ayuden al hombre mismo a amar ese bien con más decisión y a dirigirse a él de modo más resuelto.
Ni todos los pecados son del mismo tipo ni de la misma gravedad. Se suele dividir el pecado de acuerdo con diversos criterios que ayuden a hacerse una idea completa y cabal de las diversas formas que puede revestir.
Las divisiones más importantes desde la perspectiva de la moral son las que determinan su diversa gravedad y el ámbito en que se manifiestan. Así, se divide el pecado, por una parte, en venial y en mortal, y, por otra, en interno o externo. También es hoy día importante la noción de pecado social, añadida a la tradicional de pecado personal o individual.
a) Pecado mortal y pecado venialLa razón estricta de pecado, que es la que se ha ido mostrando en la Escritura, en la Tradición y en el magisterio de la Iglesia, así como en las definiciones teológicas expuestas más arriba, se realiza en el pecado mortal: la ofensa a Dios que rompe el lazo que vincula al hombre con Él y le daña en lo más íntimo de su ser. Sitúan al hombre fuera de la vida con Dios, aunque siempre será posible la conversión y la vuelta a Dios, con la penitencia en esta vida. Es lo que la Escritura llama el pecado de muerte, a diferencia de otros que no lo son, y que se denominan veniales (cf. 1Jn 5, 16-17).
Propiamente, en sentido riguroso, el pecado venial es llamado pecado por analogía. El pecado venial no lleva consigo la ruptura con Dios, la pérdida de la gracia y la caridad, etc. De aquí que no sea pecado de la misma manera que lo es el mortal. Por eso se afirma que entre pecado mortal y pecado venial hay una diferencia esencial, no de grado. Es decir, no se diferencia tanto por la gravedad que uno y otro pueden suponer, cuanto por el hecho de que realizan la razón de pecado, el rechazo de Dios, de modo totalmente distinto. No quiere esto decir que los pecados veniales no tengan importancia. De hecho debilitan la caridad y preparan el camino, en la persona que actúa, hacia el pecado mortal. Pero ciertamente, ni dañan lo mismo a la persona, ni ofenden a Dios de la misma manera que el pecado mortal.
Esta diferencia esencial es la razón por la que los requisitos exigidos para considerar una acción personal como un pecado mortal sean bien distintos de los exigidos para el venial. En el primer caso, por su misma naturaleza y sus consecuencias, es necesario oponerse seriamente a Dios -es decir, violentar gravemente la ley divina-, con pleno conocimiento de lo que se hace y de modo completamente voluntario. Con otras palabras: se necesitan materia grave, plena advertencia y perfecto consentimiento para que haya un pecado mortal. La falta o imperfección de cualquiera de estos requisitos hace del acto personal un pecado venial.
Habitualmente, el pecado mortal ha sido también denominado grave, frente al venial, que se denomina leve. Como se apuntaba poco más arriba, recientemente ha tenido lugar un largo debate teológico, motivado por la posibilidad y conveniencia de pasar de esta división teológica bipartita del pecado, a una tripartita según la cual los pecados podrían ser desde el punto de vista teológico veniales, graves y mortales, sosteniendo que los pecados mortales que un hombre podría cometer en su vida serian siempre pocos. Tras esta propuesta se encuentra una serie de presupuestos de orden antropológico, dogmático y moral de gran complejidad. Resumiendo, con el riesgo que siempre conlleva de incurrir en reductivismos algo simplistas, podría decirse que estas posturas aceptan fundamentalmente dos cosas. En primer lugar, que el hombre, con toda la profundidad de su ser espiritual y personal, no puede disponer de sí mismo en la acción, con el carácter totalizante que lleva consigo un pecado, un rechazo de Dios de carácter absoluto. Por otra parte, que la acción humana se mueve en dos esferas a la vez, una más cercana, en cierto modo externa, y concreta, que es la de las acciones externas u ordinarias en la vida corriente, y otra más profunda, interior, que mira más a intencionalidades hondas que a contenidos de la acción, de modo que, aunque hay relación entre ambas esferas, ya que la externa manifiesta la interna, esa relación no es total en el sentido inverso: la acción concreta realizada no puede ser tal que suponga una intención profunda de oposición a Dios.
Sin entrar ahora a discusiones más profundas, nótese que la primera de las razones aducidas es difícilmente compatible con la experiencia misma del amor, con la que el hombre dispone plenamente de sí, con total libertad. Si hay posibilidad real de lo positivo: amar con la concreta conducta personal, también la hay de lo negativo: pecar con la concreta conducta personal.
La segunda rompe sin justificación suficiente la unidad real del sujeto humano, fracturándolo en dos mundos que, aunque se afirme lo contrario, terminan por poder aparecer como incomunicados entre si o como independientes el uno del otro.
El debate llevó, sin duda, a profundizar en algunos aspectos importantes de la realidad personal del pecado, como, por ejemplo, la importancia de tener en cuenta las disposiciones subjetivas del sujeto que actúa, la diversa gravedad objetiva de los diversos pecados mortales, la necesidad de contemplar cada acto de la persona en el contexto de su entera y habitual vida moral, el misterio profundo, en suma, del ser y de la acción humana, sin los simplismos esquemáticos a que a veces podía haber conducido el tratamiento de estos temas en algunas exposiciones teológicas.
Apoyada en sólidas razones, la Iglesia ha mantenido con ocasión de este debate (cf. lo antes dicho sobre la Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia), y siempre, que el pecado mortal es una posibilidad real para la libertad real de los hombres reales, de tal modo que cuando obran mal de modo objetivamente grave, su conducta es verdaderamente un pecado mortal, y no una simple acción grave sin demasiadas consecuencias en el orden de la salvación. Nuestros actos, en definitiva, o son buenos o son malos, y si son malos, o lo son gravemente, entonces son pecados mortales que nos apartan profundamente de Dios, o lo son levemente, dificultándonos, pero no impidiendo la unión con Él.
b) Pecados internos y pecados externosComo se ha venido repitiendo, el pecado es siempre un acto humano, libre, es decir, que procede de la mala voluntad deliberada del hombre. Ese acto voluntario puede o no manifestarse al exterior. En el primer caso, tenemos los pecados externos o externamente consumados. En el segundo, los pecados internos.
Se decía más arriba que esta división es moralmente relevante porque pone de manifiesto algo que siempre es preciso tener presente, y es que el acto voluntario o libre como tal, es el que procede de la voluntad, el acto interno de la voluntad. Por así decirlo, es el «querer» algo que el sujeto ha concebido como bueno para él. Con ese «querer» la voluntad, la persona con su voluntad, se ha determinado concretamente hacia el bien o hacia el mal, ya se ha hecho buena o mala, al margen de que luego lo querido se realice plenamente, ya en el interior, ya en el exterior del sujeto. Esa realización interior o exterior del querer voluntario, proporciona matices diversos a una realidad moral ya dada, que es el acto interno de la voluntad, que es el que realmente configura como bueno o malo al hombre que actúa. Pero es ese querer voluntario y su intensidad lo que marca, en buena medida, la calidad o la malicia de los actos buenos o malos por su materia, pues manifiesta el grado de compromiso de la voluntad personal con el bien o con el mal.
Los actos interiores siempre estuvieron tratados en la moral cristiana. No podía ser de otro modo. Se contemplan en los dos últimos mandamientos del Decálogo, y aparecen en la predicación de Jesús (a veces, para sorpresa e incluso escándalo de sus oyentes, como cuando en Mt 5, 28 afirma que se puede cometer adulterio con el solo desear a una mujer).
La moral cristiana afirma y enseña también su gravedad, su importancia, fácil de comprender después de lo dicho anteriormente sobre la naturaleza misma del acto voluntario. Sin embargo, también hace notar que los pecados interiores, tanto mortales como veniales, son menos graves que los exteriores correspondientes, pues proceden de una voluntad menos intensa que la de los actos que se consuman también exteriormente: no es lo mismo pensar algo o desear algo que hacerlo efectivamente.
Habitualmente se han distinguido tres grandes grupos de pecados internos, que, ordenados según la progresivamente mayor malicia de la voluntad, son los siguientes: los pensamientos consentidos de acciones pecaminosas, los deseos de acciones que serían pecado si se realizasen y la satisfacción o gozo de los actos malos realizados en el pasado.
c) El pecado socialSiempre ha tenido un lugar en la teología cristiana el estudio de la repercusión social de los propios actos, también de los pecados, y de la responsabilidad que de ellos se deriva para la persona. Pero aun con ello, toda la tradición cristiana (Sagrada Escritura, Padres de la Iglesia, magisterio y teología) ha hablado siempre del pecado, como de cualquier acción humana, en términos personales o individuales. Sin embargo, junto con lo dicho, hay que sostener que no es extraña a la revelación y a la doctrina cristiana la afirmación de la existencia de un pecado colectivo o pecado del mundo, y de una responsabilidad comunitaria o social de los pecados (cf., por ejemplo, CCE 408).
La expresión o la idea de pecado social o de pecado colectivo se puede emplear en diversos sentidos. Por una parte, cuando se quiere señalar que cualquier pecado, hasta el más oculto, dañando a la persona daña la sociedad en la que vive. Por otra, cuando se hace referencia a pecados que por su materia misma causan un especial daño o dolor a la sociedad. Por último, al designar situaciones sociales, colectivas, comunitarias, que inducen al pecado.
Ciertamente, tanto los actos, como la responsabilidad derivada de los mismos, son siempre, en último término, de personas individuales, aunque se pueda hablar de acciones de entidades, sociedades, grupos, etc. Pero, además, es necesario tener en cuenta la realidad de que la percepción de los valores morales, de la moralidad de las propias acciones, etc., procede de la sociedad, en sentido amplio, en que una persona despierta a la vida y se forma: sensibilidades públicas, legislación, etc. conforman en mucho la identidad moral de la persona, aunque no pueden imponerse total y absolutamente a la capacidad personal natural de percepción del valor y de la vida moral, propia de cada uno. De aquí que existan fenómenos de características morales, que, aun teniendo sus raíces en las decisiones y acciones de personas concretas, una vez constituidos, están como al margen de las elecciones de las personas individuales. Por ejemplo, cuando se habla hoy en el contexto de la defensa de la vida de la existencia de una «cultura de la muerte» y de la necesidad de promover una «cultura de la vida». Se trata de dinamismos, estructuras, etc. que ejercen una influencia clara e importante en la formación de la personalidad moral de muchos y que, en buena medida, condicionan no pocas veces juicios y acciones. De ellas proceden también conductas, dinámicas, etc. que son realmente injustas, pecaminosas, de las que puede ser difícil zafarse y no menos complicado encontrar responsables. En estos sentidos se habla de la existencia de pecados sociales o de estructuras de pecado.
La existencia innegable de estas realidades lleva necesariamente a tener en cuenta que cada persona, cada cristiano, debe someter a un examen profundo y realista su propia actitud y conducta, para individuar muchas ocasiones en las que ha podido y debido actuar para apoyar conductas o proyectos, o combatirlos, y no lo ha hecho, favoreciendo así la aparición o la acción de esas estructuras y dinamismos, que encuentran en la ausencia de estas actitudes, su origen remoto.
El foco del que procede todo pecado es el corazón mismo del hombre: su voluntad libre. Así lo enseña tanto la revelación, como el magisterio y la teología. Su verdadera libertad y la defectibilidad de su naturaleza explican la posibilidad del arranque de un proceso, el del pecado, que luego, con el desorden moral que va produciendo, se puede ir fácilmente enconando.
El mal obrar va originando en el sujeto actitudes desordenadas, malas disposiciones hacia los bienes humanos, que al irse asentando en la criatura forman vicios, es decir, cualidades estables de las capacidades humanas que provocan un modo errado de juzgar el bien, de apreciar los valores, de decidirla propia acción. El origen de los vicios es, pues, el obrar libre del hombre.
La tradición cristiana ha afirmado desde muy antiguo, en sintonía con lo sostenido por pensadores paganos, que algunos vicios afectan tan en la raíz aspectos fundamentales del ser humano, que de ellos proceden los diversos pecados personales que el sujeto puede ir cometiendo. A esos vicios fundantes de los pecados concretos, los denominan pecados capitales: hábitos y actos que por sus características se constituyen en fuentes de otros pecados. Son los siguientes: soberbia, avaricia, lujuria, gula, ira, envidia y pereza. De entre ellos, el primero, la soberbia, es precisamente la causa de la razón formal de pecado de todo pecado: la separación de Dios que busca la afirmación de uno mismo. El segundo, la avaricia, es causa de la razón material de pecado de todo pecado: el amor o tendencia desordenada a los bienes creados, por encima del Bien Supremo.
Desde estas fuentes o causas más profundas, el dinamismo característico de pecado se suele desencadenar desde incitaciones más próximas, concretas, que la tradición cristiana denomina tentaciones, y que han de entenderse como incitación al obrar malo, al pecado. Como tales, no suponen en el sujeto una responsabilidad moral, ya que el hombre por la misma realidad de su naturaleza actual no puede dejar de tenerlas. La responsabilidad moral aparece con la reacción que ante ellas pueda tener cada sujeto. La necesidad moral de obrar el bien y evitar el mal, todo pecado, lleva a que cada persona deba enfrentarse siempre con decisión a las tentaciones, sean del género que sean, imponiendo, con la ayuda de la gracia de Dios, el orden recto en la propia conducta. Ciertamente, en la medida en que las tentaciones como tales hayan sido provocadas por la actuación maliciosa o imprudente del sujeto, éste se hace moralmente responsable de las mismas y de sus consecuencias.
A la hora de exponer los criterios que han de regir la conducta personal ante las tentaciones, la enseñanza cristiana ha sido siempre unánime y plenamente coherente con la noción y la naturaleza del pecado que se ha ido exponiendo: siendo éste el mal absoluto, el único capaz de acabar radicalmente con la vida del hombre, en el sentido más profundo y amplio de la expresión, a nadie le resulta moralmente licito exponerse voluntariamente al pecado y, por tanto, siempre será una obligación moral del sujeto esforzarse por apartar decididamente de sí las tentaciones. En ese esfuerzo, precisamente porque el hombre sigue sujeto a las heridas del pecado original, es imprescindible contar con la ayuda que supone para cada uno la gracia de Dios. La doctrina cristiana ha afirmado siempre que sólo con la ayuda de Dios se puede vencer toda tentación.
De la tentación puede proceder el pecado, y con él vendrán también sus efectos, que tradicionalmente han sido enumerados como:
a) Pérdida de la gracia de Dios. El pecado separa de Dios, rechaza a Dios, e introduce a la persona en la muerte en sentido absoluto. No en la nada, pero si en una existencia que jamás podrá alcanzar la plenitud para la que ha sido creada y que, de un modo u otro, consciente o no, ansia. Se pierde la inhabitación de Dios, de las tres Personas divinas, en el alma. Desaparece toda vida sobrenatural. Además, surge en el pecador la situación de culpa moral, con su característico remordimiento interior y conciencia de la propia depravación. Y junto a todo esto, se pierden los méritos adquiridos hasta ese momento con las buenas obras realizadas en estado de gracia de Dios, que, no obstante, se pueden recuperar con la vuelta a Dios por la conversión. De no recomponer libremente la situación durante su vida, el pecador se verá abocado tras la muerte a la separación absoluta y ya definitiva de Dios, y a penas con que la justicia divina castiga la culpa cometida.
b) Descomposición íntima de la persona. El pecado introduce en la persona un factor de corrupción, de descomposición, por conducirla en dirección contraria a su bien natural. Como señala Juan Pablo II, recogiendo toda la tradición de la Iglesia, el pecado introduce en la persona innumerables divisiones: «División entre el hombre y el Creador, división en el corazón y en el ser del hombre, división entre los hombres y los grupos humanos, división entre el hombre y la naturaleza creada por Dios « (RP 23).
c) Separación de la comunión eclesial. El vinculo que une a los cristianos a Dios y entre sí es la caridad, y la caridad desaparece con el pecado. Por eso, el pecado separa al pecador de la Iglesia, y provoca un daño real en la misma. El pecado, los pecadores, dificultan la edificación misma de la Iglesia, constituyéndose en causa de rémoras y dificultades para el cumplimiento de la voluntad del Padre.
La revelación cristiana no separa nunca la enseñanza sobre el pecado de la enseñanza sobre la conversión. El gran anuncio cristiano es precisamente que entre tanto daño como el pecado ha causado y causa en el hombre y en el mundo por ser ofensa de Dios, Dios siempre ofrece caminos para el perdón y la conversión. El Dios de la Escritura cristiana es el Dios Padre y misericordioso, al que, por así decir, preocupa más la vuelta a casa del hijo pródigo que la condena de su conducta depravada e injusta.
De ahí que la innegable realidad del pecado, del que tantas veces el cristiano tiene en sí mismo una dolorosa experiencia, no lleva consigo una actitud ante la vida moral negativa, triste o desesperanzada. Antes bien, esa realidad es la que hoy por hoy permite apreciar la infinita misericordia de Dios para con sus hijos, los hombres.
Así, el cristiano puede adentrarse, cuando es necesario, por la vía de la búsqueda del perdón, de la penitencia. Y lo característico de esa vía cristiana del perdón y la penitencia es sin duda el reconocimiento de la condición de pecador. Más concretamente, ese reconocerse pecador ante Dios, es el principio indispensable para hacerse capaz de recibir ese perdón, la reconciliación. Así lo muestra la revelación con palabras del mismo Cristo, la tradición y el magisterio de la Iglesia. Es precisamente el mandato imperativo de sus apóstoles: que prediquen y lleven a todos a la conversión.
La vía ordinaria para obtener ese perdón de Dios después del bautismo, dada o supuesta esa actitud básica de penitencia, de reconocimiento de la propia condición de pecador, es la instituida por el mismo Salvador: el sacramento de la penitencia. En este sacramento se hace presente la potencia salvadora de Cristo, que borra el pecado del hombre, sanando su alma y reintroduciéndolo en la intimidad con el Padre.
Esto es lo que hace que la moral cristiana, dada la ineludible condición pecadora de los hombres, haya de ser una moral de profundas raíces sacramentales: sin el apoyo habitual en esta fuente divina de la gracia, el caminar del hombre no podría superar el obstáculo siempre amenazador del pecado para alzarse, con la ayuda de Dios, hacia la plena intimidad de vida con el Padre.
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E. Molina
Lo que la doctrina de la Iglesia enseña bajo el nombre de «Pecado original» tiene su fundamento en diversos textos de la Sagrada Escritura, principalmente en la narración de Gn 3, 1-13, en 1Co 15, 21-22 y Rm 5, 12-21.
La intención del autor de Gn 3 es mostrar simbólicamente que el pecado de Adán y Eva es una transgresión concreta de un mandato divino, y que ese pecado ha sido origen de una situación nueva para la humanidad de todos los tiempos. Adán y Eva habrían desobedecido a Dios, y comido de la fruta del árbol prohibido, con la intención de apropiarse del poder divino de dictaminar el bien y el mal.
La afirmación central de los textos paulinos mencionados es la Idea de que como por Adán entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así por Jesucristo ha entrado en el mundo la gracia, y con ella la vida. Por la falta de Adán entraron en el mundo el pecado y la muerte, dado que todos los hombres y mujeres pecaron en Adán, incluidos los que no cometieron pecados personales. La doctrina de san Pablo se formula en el marco de la redención obrada por Cristo que posee poder suficiente para borrar el pecado original.
La doctrina sobre el pecado original no fue expuesta de modo sistemático por los autores patrísticos hasta san Agustín que es el creador de la expresión «pecado original. San Agustín presenta su enseñanza sobre la falta de Adán en el marco de una amplia construcción teológica, cuyo centro se halla constituido por el misterio de la gracia de Jesucristo y su operación salvadora en el hombre. El obispo de Hipona comenzó a tratar del pecado original en el libro De libero arbitrio, concluido en el año 395.
San Agustín resume sus ideas con las siguientes palabras: «Desde que nuestra naturaleza pecó en el paraíso, la divina providencia nos forma no según el tipo celestial de hombre, sino según el tipo terrenal: es decir, no según el espíritu, sino según la carne, mediante una generación mortal, y todos hemos sido hechos una masa de barro, que significa una masa de pecado» (Cuest. 68, 3; PL 40, 71).
La concupiscencia que deriva del pecado de Adán desempeña aquí un papel decisivo en la transmisión de la falta original, bien entendido que cuando san Agustín habla de concupiscencia no se refiere al cuerpo, ni al placer sensible, sino al desequilibrio interior del hombre y a la rebeldía del apetito contra la razón.
Nuestro autor no identifica pecado original y concupiscencia, y distingue claramente entre la realidad física de ésta y sus penosas consecuencias, que se transmiten por generación y se borran con el bautismo. La concupiscencia no es pecado en sí misma.
Las opiniones definidas por un laico culto y de tendencias fuertemente ascéticas, llamado Pelagio, ofrecieron a san Agustín la ocasión de desarrollar y precisar su doctrina sobre el pecado original. Pelagio mantenía la tesis de que el hombre podía obrar bien y lograr su destino eterno sin ayuda decisiva de la gracia. Un típico texto de Pelagio dice así: «... cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana y precisar las facultades de la misma, para incitar así el ánimo de los oyentes a realizar toda clase de virtud» (cf. PL 30, 17).
Una consecuencia central de esta tesis es privar de importancia a la gracia, aunque los pelagianos nunca llegan a negarla en un plano teórico. Llegaron a admitir que el pecado original perjudicó a la progenie de Adán, no porque contrajeran un pecado al nacer, sino porque fue para todos un mal ejemplo del primer hombre.
Es evidente que estas opiniones desvirtuaban el sentido del bautismo y de la obra salvadora de Cristo, que queda rebajado al nivel de maestro.
Las enseñanzas de san Agustín tienen como núcleo la afirmación de que el pecado original es un estado de culpabilidad contraída en Adán y que se transmite a todos los hombres. Todos estábamos en Adán, y existe, por tanto, una solidaridad en la naturaleza humana que se propaga a partir de él.
El Concilio celebrado en Cartago en el año 418 enseña que la muerte corporal de Adán fue consecuencia de un pecado y no una mera necesidad natural; y que el bautismo borra en los niños el pecado original (D. 222-223). Se insiste de este modo en la doctrina de san Agustín y se extraen algunas de sus consecuencias.
El Concilio II de Orange, del año 526, se celebró para combatir la doctrina de los semipelagianos, que mantenían una necesidad reducida de la gracia en orden a la salvación. El canon primero dice así: «Si alguien dice que por el pecado de Adán no se ha cambiado en peor el hombre total, es decir, en cuanto al cuerpo y el alma, y estima que sólo el cuerpo está sujeto a la corrupción, al paso que la libertad del alma permanece ilesa, este tal, engañado por el error de Pelagio, contradice la Escritura» (D. 371).
Después de esta breve pero incisiva alusión a los efectos del pecado, el canon segundo habla de que el pecado de Adán no supone sólo transmisión de la pena, sino transmisión del pecado mismo en cuanto muerte del alma. Lo hace con las siguientes palabras: «Si alguien afirma que el pe cado de Adán le dañó a él sólo y no a su descendencia; o declara que por un solo hombre pasó a todo el género humano muerte corporal, que es pena del pecado pero no el pecado mismo, que es muerte del alma, atribuye una injusticia a Dios puesto que contradice al apóstol que afirma: "Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y a través del pecado, la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres, pues en él todos pecaron (in quo omnes peccaverunt: Rm 5, 12)"» (D.372).
La teología del pecado original diseñada por san Agustín se mantiene con ligeras variantes adjetivas a lo largo de la entera Edad Media. El pesimismo antropológico de Lutero (1483-1546) abre, sin embargo, una nueva crisis y un nuevo capítulo en la historia de la interpretación de esta doctrina.
Situado teológicamente en las antípodas de Pelagio, Lutero desarrolla una visión del pecado original caracterizada por la idea de la total corrupción de la naturaleza humana a causa de la falta de Adán, y de la absoluta incapacidad del hombre para querer y hacer el bien.
Dice Lutero: «¿Qué es el pecado original? Según las sutilezas de la teología escolástica, es la privación o la falta de la gracia [...], pero según el apóstol y la simplicidad del sentido cristiano [...], es la privación entera y universal de rectitud y del poder para el bien en todas las energías, tanto del cuerpo como del alma, en el hombre entero, tanto interior como exterior. Además, es la inclinación misma al mal, la náusea para el bien, la repugnancia de la luz y de la sabiduría, el amor del error y de las tinieblas, la huida y la abominación de las buenas obras [...]. Como dijeron los mismos antiguos Padres, el pecado original es el mismo incentivo (fomes), la ley de la carne, la ley de los miembros, el abatimiento (languor) de la naturaleza, el tirano, la enfermedad de origen...» (Comentario a la carta a los Romanos, WA 56, 312-313).
El hombre es, por lo tanto, intrínsecamente pecador, y dado que todos los movimientos de la concupiscencia no son sino pecado, el hombre no puede hacer otra cosa que pecar.
El Concilio de Trento se ocupa del pecado original en su sesión quinta, celebrada en los primeros meses de 1546. Basado en los concilios antipelagianos de Cartago y Orange, el decreto tridentino hace cuatro afirmaciones fundamentales:
1. Adán pecó gravemente y por su pecado «perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido, e incurrió en la ira e indignación de Dios y, por tanto, en la muerte» (D. 788), acerca de la cual había sido prevenido por el mismo Creador. El pecado original supone el comienzo absoluto del pecado en la historia. El pecado no procede de Dios, sino de la libertad humana.
2. El pecado de Adán le dañó a él y a toda su descendencia, de modo que perdió la santidad y la justicia no sólo para él mismo, sino también para nosotros. Existe así en todo hombre un pecado original originado, que procede del pecado de Adán (pecado original originante) y se refiere a él como un efecto a su causa. Se trata de un verdadero pecado inherente a todos los hombres como algo propio de cada uno.
3. El pecado original se transmite por propagación en el seno del género humano, es decir, no se contrae por actos personales imitadores del pecado de Adán. Se encuentra en los hombres por su condición de miembros de la especie humana.
4. Este pecado no se identifica con la concupiscencia, pues desaparece en los bautizados, mientras que la concupiscencia permanece.
El Concilio no define positivamente la esencia del pecado original, aunque sí lo hace negativamente al negar su identificación con la concupiscencia. Tampoco especifica el modo de propagación, ni habla expresamente de la generación. Algunos autores piensan que propagación y generación son en el decreto términos equivalentes. Otros disienten e interpretan la generación no como causa de la propagación, sino como condición de ésta. Puede decirse que el pecado de Adán se propaga en el género humano, debido a la solidaridad radical que existe entre los hombres.
La constitución Lumen gentium recuerda que Dios no ha abandonado a los hombres, «caídos en Adán (LG 2)». Dei verbum se refiere al lapsus de nuestros primeros padres (DV 3). Gaudium et spes habla del pecado en los siguientes términos: «Creado por Dios en la justicia, el hombre abusó de su libertad, sin embargo, por instigación del demonio en el mismo inicio de la historia, se levantó contra Dios y pretendió alcanzar su propio fin al margen de El» (GS 13)
La Profesión de fe de Pablo VI enseña que «todos pecaron en Adán» (cf. Rm 5, 12), y que la «naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado» (n. 16).
La Profesión reafirma lo enseñado en el Concilio de Trento: 1. Todo hombre viene al mundo marcado por el pecado original. 2. No se trata de un pecado cometido por él, sino de una falta cometida en los orígenes por Adán. «Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene en ningún descendiente de Adan carácter de falta personal» (CCE 405).
La descripción del pecado original contenida en los documentos tridentinos, y las declaraciones más recientes obligan a afirmar que este pecado no es únicamente la perversión continua, generalizada y anónima de la humanidad, o el hecho ineludible y dramático de que los hombres pecamos una vez y otra. No es tampoco una simple «situación ambiental de pecado» que gravita en nosotros y nos incita continuamente a pecar.
Junto al pecado original existe en todo caso un pecado del mundo, al que se refiere Jn 1, 29. Es un pecado diferente al pecado original, aunque estrechamente relacionado con él. El pecado del mundo es el ambiente general de pecado que se contagia y difunde en el espacio moral de la humanidad caída. Es la influencia maléfica provocada por los pecados cometidos por los hombres, y el conjunto mismo de esos pecados.
La Sagrada Escritura describe con tintes dramáticos las consecuencias del primer pecado. Adán y Eva pierden de modo inmediato la gracia original y huyen de la presencia divina (cf. Gn 3, 9-10; Rm 3, 23). Se destruye la armonía en la que vivían, que tenía su raíz en la justicia y santidad con las que fueron dotados al principio. Se cuartea asimismo el dominio de las facultades espirituales sobre lo somático, de modo que el hombre queda sometido a fuerzas centrífugas que rompen su unidad y su equilibrio. Las relaciones mutuas de la pareja humana y las de cada ser humano con su prójimo aparecen marcadas por tensiones y odios. Desaparece la armonía del hombre con la Creación material, que se vuelve extraña y hostil hacia la especie humana, y la creación misma es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (cf. Gn 3, 17.19). Una inundación de pecado viene sobre el mundo.
«Lo que la Revelación divina nos enseña -dice la Constitución conciliar Gaudium et spes- coincide con nuestra misma experiencia humana. Al examinar su corazón, el hombre se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchas calamidades que no pueden venirle de su Creador, que es bueno. Por negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, ha roto además el orden debido con respecto a su fin último, y toda su ordenación hacia sí mismo, hacia los otros hombres y hacia el resto de los seres creados» (GS 13).
Las desgracias que oprimen a los hombres, y su inclinación al mal, resultan difícilmente comprensibles sin el drama del pecado original que opera dentro de ellos.
Los efectos del pecado original en el ser humano suelen expresarse formalmente con la expresión amissio in gratuitis, vulneratio in naturalibus. Es decir, Adán perdió los dones sobrenaturales (la gracia y las virtudes derivadas de ella), tanto para él como para sus descendientes. Vio asimismo alteradas en peor y debilitadas las potencias naturales (capacidad de conocer y amar la verdad, de querer el bien y de hacerlo).
1. La pérdida de la gracia concedida a Adán en la Creación convierte a todos los hombres en «hijos de la ira», que viven en estado de enemistad con Dios antes de recibir el bautismo. El hombre queda sometido a la vida carnal y al dominio de las pasiones del alma y de la sensibilidad.
El pecado no ha borrado a pesar de todo la imagen divina en el ser humano. Esa imagen, alterada por la falta original, podrá ser restaurada mediante su conformación con la imagen perfecta de Dios que es el Verbo Encarnado.
2. La enseñanza cristiana acerca de la vulneración natural sufrida por el hombre a causa del pecado de Adán tiene dos extremos. Evita, por una parte, el falso optimismo de los pelagianos y de sus representantes antiguos y modernos, que consideran el pecado original como un simple mal ejemplo de Adán a sus descendientes, y piensan que las fuerzas espirituales del hombre están intactas a la hora de conocer, amar y practicar el bien y la virtud.
Por otra, la concepción luterana, y protestante en general, sostiene la visión justamente contraria. Lutero habla reiteradamente de que el pecado original no sólo ha debilitado la naturaleza humana a efectos de querer y obrar el bien, sino que la ha corrompido totalmente. El intelecto del hombre es incapaz de conocer la verdad; su voluntad no puede querer el bien prácticamente en ninguna medida significativa para la vida espiritual; y la inclinación al mal borra de hecho antes de nacer cualquier posibilidad de actuar virtuosamente.
Es parte de la fe cristiana mantener que el hombre caído conserva cierta capacidad natural para conocer y aceptar algunas verdades fundamentales para la salvación. Para conocerlas con plena certeza necesita, sin embargo, de la ayuda de la gracia. Por eso decimos que la revelación sobrenatural es gratuita, pero moralmente necesaria.
El hombre caído tiene en concreto capacidad natural de conocer a Dios por medio de la razón y por medio de las cosas creadas (D. 3004) y su conciencia puede distinguir básicamente entre el bien y el mal.
El hombre posee asimismo cierta capacidad para prepararse libremente a la gracia, y cooperar con ella en orden a obrar virtuosamente. Puede también realizar algunas obras buenas, aunque no puede obrar siempre bien y evitar el pecado sin ayuda de la gracia y los auxilios sobrenaturales.
3. El pecado original entraña asimismo graves consecuencias sociales. Ha roto la armonía de la comunidad humana, y ha desgarrado internamente el mundo de relaciones de unos hombres con otros. El mundo caldo se asemeja, en su dimensión antropológica, a un espejo roto, que no refleja adecuadamente la gloria de Dios.
Los productos de la cultura y de la acción humanas pueden no acercar al Creador, y carecen desde luego, de todo carácter neutral. La ciencia, la técnica, el arte, la política, la economía aparecen con frecuencia contaminadas y más sensibles a la influencia del «príncipe de este mundo» que a los efectos benéficos y santificadores de la gracia salvadora. La guerra, el hambre y la enfermedad son realidades dramáticas y también signos tangibles del padecimiento de hombres y mujeres pecadores, a los que Dios no cesa, sin embargo, de buscar y consolar hasta el día de la salvación definitiva en Jesucristo.
Bibliografia
M. LABOURDETTE, «Le Péché Original», Revue Thomiste 83 (1983) 357-393; C. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios. Comentarlo teológico, Madrid 1968; J.A. SAYÉS, Antropología del hombre caído, Madrid 1991.
J. Morales
Quizás sea el de la Penitencia el sacramento que más se ha beneficiado de las aportaciones que la historia ha hecho a la sacramentada; hasta el extremo de que la historia del sacramento resulta imprescindible para conocer su naturaleza y alcance, así como cuáles son sus elementos irrenunciables, cuáles los que responden a determinadas coyunturas y cuáles los que favorecen su comprensión teológica y la correlativa praxis pastoral.
Partiendo de esta premisa dividimos el estudio de esta voz en dos grandes apartados. En el primero repasamos las diversas etapas que ha recorrido el sacramento, desde el Nuevo Testamento hasta nuestros días. En el segundo reflexionaremos sobre algunas cuestiones concretas que consideramos de especial relieve.
Seis han sido los grandes momentos que cabe distinguir en la vivencia eclesial del sacramento de la penitencia: el periodo anterior a la penitencia «canónica», la penitencia «canónica», la penitencia «tarifada», la penitencia en su forma actual, la época de la Reforma y Contrarreforma, y el ritual del Vaticano
Este momento es, sin duda, el más importante, pese a que su estudio reviste una especial dificultad, dada la precariedad y complejidad interpretativa de las fuentes, su insistencia casi unilateral en el ideal de perfección cristiana y la incipiente ley del arcano. De todos modos, el Nuevo Testamento aporta datos del mayor interés en lo que respecta a la actitud personal de Jesús con respecto a los pecadores, su predicación sobre el pecado y la penitencia y la institucionalización sacramental del perdón.
La actitud de Jesús respecto a los pecadores fue tan distinta de la practicada por los fariseos que provocó su escándalo. Él no sólo comía con los pecadores sino que era amigo de ellos, incluso cuando se trataba de los que eran especialmente mal considerados desde el punto de vista político-social, como era el caso de los publicanos y las mujeres de mala vida. Más aún, incluyó a uno de éstos, Mateo, en el grupo selecto de los Doce. Su enseñanza seguía los mismos esquemas: el modelo a seguir era el del publicano, que se reconoció un pobre pecador y salió del Templo justificado, no el del fariseo que, pagado de su religión exterior, no fue acogido por Dios. Él no obraba así por cuenta propia, sino que seguía el modo de obrar de su Padre, el cual no espera impasible la vuelta de la oveja descarriada y del hijo que se ha marchado de casa, sino que anhela su retorno, va en su busca y cuando vuelve se alegra tanto que convoca a los amigos y vecinos para celebrar un gran banquete. Predicó que este modo de proceder no era una cosa excepcional y única sino cuantas veces fuere necesario, porque si el pecador pide perdón hay que perdonarle «hasta setenta veces siete», es decir: siempre.
Por otra parte, Él mismo dio pruebas de la facilidad con la que Dios perdona al pecador que está verdaderamente arrepentido. De hecho, perdonó la reiterada negación de Pedro, la cobardía de los demás apóstoles, los descarríos de la mujer pecadora, las estafas de Zaqueo y la vida tumultuosa del ladrón crucificado junto a Él.
En un alarde de amor compasivo y misericordioso, murió por nosotros, cuando éramos pecadores, instituyó el memorial de su sangre «derramada para el perdón de los pecados» y el bautismo. Más aún, prometió, primero, y confirió, después de la Pascua, a Pedro y a los demás apóstoles el poder para perdonar todos los pecados, con tanta amplitud y largueza que a quienes ellos reconciliaran e introdujeran en la comunión de la Iglesia, Dios les reconciliaría e introducirla en su comunión.
No es previsible que los apóstoles, testigos de la actitud, predicación y comportamiento del Maestro implantaran un sistema penitencial muy distinto. Ni siquiera cabe pensarlo de Pablo, pese a la radicalidad con que asumió la fe cristiana, dada la clara conciencia que él tenía de que había sido convertido en vaso de elección por una especialísima benevolencia, no obstante la virulencia y saña con que habla perseguido a la Iglesia. Es verdad que en algunos casos fue contundente en su severidad; pero no lo es menos que se trata de casos muy excepcionales y de asuntos gravísimos, con el agravante de la incidencia que tenían en una comunidad recién fundada.
Probablemente está más cerca de la realidad una penitencia benevolente que una praxis rigorista a la hora de conceder el perdón al pecador. De hecho, no deja de llamar la atención que Hermas se presente no como un eslabón más de la praxis penitencial sino como un innovador; y que esta innovación sea la de conceder el perdón «una sola vez en la vida». Por eso, quizás lo más procedente sea quedarse a la espera de que la investigación aporte un día datos más concluyentes.
A partir del siglo segundo entramos en un terreno menos inseguro. Aunque no se pueda afirmar con rotundidez que Hermas se refiera a una liturgia penitencial, lo que es innegable es que para él la penitencia está vinculada con la Iglesia y que su principio de paenitentia unica en la vida sería un axioma durante todo el periodo de la penitencia «canónica» (siglos II-VII). Esta iterabilidad de la penitencia dimana de su vinculación con el bautismo, cuya vida restaura. Tertuliano, que en su época católica testifica la doctrina y la praxis de la Iglesia africana, describe la disciplina penitencial como una exomologesis, que se articula en tres ejes: la petición de la penitencia al obispo, en la que va implícita la confesión de los peccata graviora, la actio Paenitentiae u obras penitenciales que el penitente ha de realizar durante el periodo penitencial, y la reconciliación. En su periodo montanista se radicaliza y niega que la Iglesia tenga potestad para perdonar los peccata graviora. Un poco más tarde, y dentro de la misma Iglesia africana, san Cipriano coincide sustancialmente con Tertuliano en su época católica, tanto en la praxis penitencial como en la eclesialidad del pecado y de la reconciliación; aunque adoptara una actitud severa respecto a la reconciliación de los lapsi, adúlteros y homicidas por motivos pastorales.
El paralelismo de la penitencia con el bautismo es si cabe más claro desde mediados del siglo IV, momento en el cual tienen la misma duración el catecumenado -que prepara a la celebración del bautismo en la noche de Pascua- y el tiempo penitencial -que prepara a la reconciliación previa a la Pascua, para poder recibir la comunión en la noche pascual-. Sigue vigente el principio de semel in vita y la eclesialidad del pecado y de la reconciliación de periodo anterior y la misma estructura básica de petere, agere y accipere la penitencia.
No obstante, pronto aparecerán los primeros síntomas de malestar en los presbíteros que presiden las comunidades cristianas, al comprobar el alejamiento masivo de los cristianos del sacramento de la reconciliación, tanto por la dureza de las penitencias como por el temor a las recaídas y las graves consecuencias que comportaba entrar en el estado penitencial. Por este último motivo eran muchos los fieles que no pedían entrar en el estado penitencial y no pocos los catecúmenos que posponían su bautismo hasta la etapa final de su vida e incluso hasta la muerte, no siendo infrecuente que murieran sin haber recibido el bautismo. Algunos obispos, como san Cesáreo de Aries, calificaron esta actuación como pecado grave en si misma, pero fueron incapaces de evitar tanto el alejamiento de los fieles como el malestar pastoral, así como de impedir que en algunas partes los presbíteros comenzasen a reconciliar a los penitentes al margen del principio de «una vez en la vida». Una muestra de este malestar y de esta nueva praxis aparece en el Concilio III de Toledo (589), que se ve obligado a legislar contra quienes «hacen penitencia no conforme a los cánones, sino que, repugnantemente, cuantas veces quieren pecar, otras tantas piden ser reconciliados por el presbítero», y confirmar que «la penitencia se dé conforme a la norma canónica de los antiguos» (c. 11). El tenor del canon y el hecho de que sea un concilio nacional el que deba pronunciarse, deja entrever que los casos no eran aislados sino, cuando menos, relativamente frecuentes.
Tal malestar en los presbíteros explica la favorable acogida y rápida extensión de la penitencia importada al continente por los monjes de san Columbano; penitencia que sustituía el modelo vigente desde Mermas, por otro mucho menos rígido, no tanto porque la confesión se hiciera en secreto -pues nunca había sido pública la manifestación de los pecados-, cuanto porque era reiterable y desaparecía el carácter infamante que comportaba la penitencia «canónica», al hacerse todo en secreto. Sin embargo, el paso del semel in vita al toties quoties fue más teórico que real, pues las penitencias que el confesor imponía al penitente, siguiendo «las tarifas» que marcaban los libros Penitenciales -de ahí el nombre de penitencia «tarifada»-, muchas veces hacían imposible su cumplimiento, por falta de tiempo material para ello; y provocaba que el pecador quedase privado de la reconciliación, pues era preciso cumplir la penitencia y luego volver a recibir la absolución.
Precisamente, una de las causas que dio paso a otro modelo penitencial fue la paliación de las obras penitenciales impuestas al penitente. Se presumía que el penitente las cumpliría; y, además, ya no entraban en la órbita de la conversión sino de la satisfacción propiamente tal. Consecuentemente, recibía la absolución antes de hacer las obras penitenciales. Esta nueva praxis inicia su andadura en los siglos XII-XIII.
Mientras se verificaba el paso de la penitencia «tarifada» a la «moderna», la teología escolástica reflexionaba a fondo sobre la sacramentalidad, el alcance de la absolución, los efectos y el sujeto; y, de modo especial, sobre la relación entre la contrición y la reconciliación sacramental. Según el principal representante de esta gran corriente teológica, santo Tomás, la confesión de los pecados forma parte, junto con la contrición y la satisfacción, por parte del sujeto, y la absolución por parte del ministro, del signo sacramental; de modo que el sacramento no existe más que en la medida en que están presentes los cuatro elementos (S.Th., III, q.90; Supp. q.8, a.4, ad 6).
Por otro lado, los pastores de almas tenían que constatar el alejamiento masivo de los fieles tanto de la comunión sacramental como del sacramento de la penitencia; hasta el punto que el Concilio IV de Letrán (1215-1216) tuvo que urgir bajo pecado grave tanto la confesión como la comunión pascual. Los predicadores contribuirían a que el precepto lateranense entrase poco a poco en la práctica de los fieles; no obstante, habría que esperar al periodo postridentino para que un número relativamente grande se acercase al sacramento varias veces a lo largo del año y una elite lo hiciese cada semana o incluso con más frecuencia, dando así paso al afianzamiento de la llamada «penitencia por devoción».
Si se comparan las tres formas penitenciales, pueden dejar una doble impresión. Por una parte, la gran semejanza que existe entre la penitencia «tarifada» y la «moderna»; y por otra, la no menor diferencia que se da entre ellas y la «canónica». Es evidente que los rasgos fundamentales de la «tarifada» y la «moderna» son los mismos. En cambio, no se puede ser tan rotundo a la hora de juzgar las diferencias entre ellas, por una parte, y la «canónica», por otra. Lo más destacable es la diversa acentuación de la eclesialidad del pecado y de la reconciliación: muy acentuada en la «canónica» y menos resaltada en las otras dos; el peso que se da a las obras penitenciales; y, desde luego, la iterabilidad. No obstante, en las tres se pueden descubrir, al menos en forma embrionaria, los rasgos que la teología y el magisterio posteriores considerarán esenciales: manifestación de los pecados, contrición, reconciliación por parte del ministro y satisfacción.
Sin embargo, la historia del sacramento demuestra que la Iglesia tiene una gran capacidad de maniobra en la organización de esos elementos. No se trata de que haya introducido cambios dogmáticos, sino de responder pastoralmente a la reconciliación de los penitentes según las diversas sensibilidades y situaciones. Cuando las comunidades cristianas eran pequeñas y se juzgó que el rigor era el mejor método para mantener el fervor y evitar la relajación, la Iglesia, aun siendo consciente de tener la potestad de absolver sin ninguna limitación, concedió el perdón «una vez en la vida» y organizó un «estado penitencial» muy largo y riguroso. Luego, con la pérdida de ese primitivo fervor, el crecimiento de las comunidades, la cristianización de la sociedad y las consecuencias negativas que comportaba la no iterabilidad del sacramento, prescindió del principio semel in vita y dio paso, primero de modo tímido -penitencia «tarifada»- y luego decidido -penitencia «moderna»- a la penitencia en su forma actual.
Los reformadores, en lógica coherencia con su antropología, negaron la sacramentalidad de la penitencia, la necesidad de la confesión y el valor reconciliador a la absolución; tan sólo admitieron los sacramentos del bautismo y de la Cena, y un valor meramente declarativo de perdón a la absolución. Lutero, a pesar de sus fluctuaciones, sostenía que si un fiel confesaba sus pecados a un laico con ánimo de reconciliarse, obtenía de Dios el perdón de sus pecados (De captivitate babilonica, WA 6, 547). Calvino y otros reformadores, que mantenían una postura semejante, concedían gran importancia a la confesión general y comunitaria que se hacía al principio de la celebración.
El Concilio de Trento dedicó la sesión decimocuarta a la penitencia y sancionó como dogmática la sacramentalidad, el valor reconciliador de la absolución y la confesión integra de los pecados graves no perdonados; y que el sacerdote ministerial es el único ministro del sacramento. Desde entonces, estos principios son puntos esenciales e irrenunciables de doctrina católica sobre el sacramento de la penitencia; de ahí la constante referencia que hace de ellos el magisterio de la Iglesia.
La pastoral penitencial posterior insistió en inculcar en la masa de los fieles la confesión varias veces al año; mientras una minoría de selectos se confesaba con mucha frecuencia. Nace así, o mejor dicho, se afianza la llamada «penitencia por devoción», presente ya desde el nacimiento de la penitencia «moderna». De este modo coexisten dos tipos de penitencia: una, para los que han sido infieles a sus compromisos bautismales y otra que sirve como acompañamiento espiritual en el camino de la perfección evangélica. En no pocos casos, ambas marcharon de la mano, sobre todo en los comienzos del camino de la conversión de los que, infieles a su bautismo en cuestiones graves, estaban decididos a seguir de cerca los pasos de Jesús. En estos supuestos, el ministro no sólo era un reconciliador sino un auténtico maestro espiritual de almas. Aunque no escasearon las deficiencias celebrativas, tanto del ministro como de los penitentes, esta pastoral de la confesión frecuente produjo un inmenso bien a la Iglesia. Pío XII llegó a afirmar que el Espíritu Santo no había sido ajeno a la entrada y consolidación de este tipo de confesión en el pueblo cristiano.
Desde el punto de vista estrictamente dogmático, el periodo de la Contrarreforma no registra ninguna novedad importante; lo más destacable es la agria polémica que enfrentó a los contricionistas radicales y moderados, que se saldó a favor de los últimos.
6. Vaticano IIEl Concilio Vaticano II no trató de modo directo y global el sacramento de la penitencia. No obstante, el tema aparece en varias constituciones y decretos. La Lumen gentium contiene, sin duda, el texto más importante (cf. LG 11); ya que el articulo once señala que el sacramento de la penitencia concede el perdón de la ofensa a Dios (dimensión teológica del pecado y de la penitencia), reconcilia al pecador con la Iglesia, a la que ha herido con su pecado (dimensión eclesial del pecado y del sacramento) y que la conversión implica tanto al pecador como a la Iglesia (eclesialidad de la penitencia).
Sin embargo, la gran novedad conciliar radica en el enfoque con que aborda los sacramentos, contemplándolos no en la dispersión de sus objetos respectivos sino dentro de la unidad orgánica de su eficacia espiritual, como preparación o especificación de la gracia que irradia la eucaristía. De este modo, la eucaristía aparece como el centro y raíz, fuente y cumbre de todo el organismo sacramental.
Esta perspectiva unitaria influye, de modo importante, en la doctrina y praxis penitenciales, liberándolas del peligro de encerrarse en el secreto de las conciencias y de aislarse de la eucaristía. Esta perspectiva y la eclesialidad del sacramento son las dos principales aportaciones del Vaticano II en materia penitencial.
Junto a ellas, el Concilio insistió en la necesidad de revisar en profundidad el rito; de modo que expresase mejor la naturaleza y efectos del sacramento (SC 72) y, en consecuencia, la naturaleza teológico-eclesial del pecado y de la reconciliación (LG 11, SC 109-110), y en la colaboración de toda la Iglesia en la conversión de los pecadores, así como en el impulso a la recepción frecuente y fructuosa del sacramento (CD 30 y PO 5). Todas estas orientaciones fueron recogidas en el Ordo paenitentiae.
Desde hace más de medio siglo, una gran parte de los numerosos trabajos sobre la penitencia han venido reclamando la renovación del sacramento del perdón. Esta tendencia se acentuó durante el Vaticano II y en el primer decenio posterior; luego, sobre todo a partir de la publicación del nuevo Ordo paenitentiae, dejó de ser tan Insistente, aun que sin dejar de tener cierto relieve. Semejante interés es positivo, dado que la Penitencia ocupa un lugar central en todas las fases de la historia de la salvación.
Ahora bien, toda teología que busque una verdadera renovación en su reflexión teórica y en sus aplicaciones pastorales debe partir de la base firme de la Palabra de Dios. La teología sacramentarla y, más concretamente, la penitencial no es una excepción. Esta teología debe descubrir en la Palabra Santa los ojos y el corazón con los que Dios mira y reacciona ante el pecador, para incorporar a su cuerpo esos mismos ojos y ese mismo corazón y así reaccionar con los mismos sentimientos de Dios frente a los hombres de este tiempo, para los que ella es el ministro del perdón. La Iglesia, antes que maestra, es discípula, y su enseñanza es fruto menos de fríos razonamientos que de ponerse a la escucha de lo que Dios le enseña para guiar a los hombres hasta su casa paterna.
Los ojos y el corazón con los que Dios mira y ama al pueblo de la primera Alianza son los ojos y el corazón de un Dios misericordioso, lento a la ira y rico en perdón; los de un esposo fiel, continuamente traicionado por la infidelidad de Israel, cuyas entrañas misericordiosas ofertan el perdón y restablecen las relaciones rotas; y los de un Dios que, ante la dureza del corazón de Israel, no decide destruir ese corazón sino cambiárselo por un corazón de carne y establecer con él una nueva y definitiva alianza, que nunca más podrá violarse, porque será la alianza que su Hijo Eterno, hecho hombre en el tiempo, instaurará en la historia humana.
Los ojos y el corazón del Dios del Nuevo Testamento son todavía más misericordiosos y más fáciles al perdón. Son, en efecto, los ojos y el corazón de esa figura incomparable del Jesús «amigo de pecadores y publicanos», del Siervo de Yahwéh que entrega su vida para reconciliar a los hombres con Dios, del maestro que enseña que el perdón no tiene límites y del modelo supremo en el otorgar su perdón y pedir que el Padre perdone a quienes le están clavando en la cruz.
Estos ojos y este corazón tienen mucho que decir al hombre moderno, si la Iglesia es capaz de saberlos contemplar y contrastar, por una parte, cómo ha de ser la mirada y el corazón de quien ha sido puesta como mediación necesaria del perdón; y, por otra, cómo es el hombre moderno al que ella ha de llamar a la conversión y reconciliar con Dios. Para su fortuna, este hombre sintoniza profundamente con la mirada de los ojos y del corazón de Dios que aparece en la Biblia. Porque es un hombre muy sensible a la comprensión, a la acogida benevolente, a la disculpa sencilla y a la reconciliación; mucho más sensible que al rigor desabrido, a la exigencia fría y a la recriminación humillante.
Desde esta perspectiva no parece que la renovación que se pide al sacramento deba reproducir el modelo de la penitencia «canónica»; ni siquiera el de la «tarifada». No es que ellas no puedan aportar nada, pues la penitencia «canónica» puede y debe abrir más y más el horizonte y la sensibilidad de la eclesialidad, tanto de la penitencia como del perdón; y la penitencia «tarifada», el sentido de la satisfacción. Pero no sería adecuado, por ejemplo, implantar el esquema canónico riguroso del «semel» o uno más mitigado de «pocas veces»; ni pensar que el itinerario ideal para el perdón ha de ser difícil y lleno de obstáculos, a fin de demostrarle al pecador la dura realidad del pecado y sus consecuencias, junto con las exigencias que comporta una vida cristiana auténtica. No parece que desde el punto de vista histórico, antropológico y bíblico el rigor sea el camino más adecuado para reconciliar a los pecadores con Dios.
Los estudios históricos han dado un fuerte impulso a la teología sacramental penitencial del siglo veinte, hasta el punto que algunos piensan que durante ese siglo se escribieron algunas de las páginas más profundas y pormenorizadas de la historia de la penitencia. Los pioneros de principios de siglo se movieron sobre todo en el terreno de la apologética y de la controversia teológica. La generación siguiente enriqueció el material recibido de sus predecesores, unos desde el punto de vista histórico y otros desde el punto de vista teológico. Los resultados del análisis histórico revelan dos grandes hechos. De una parte, que la historia no ha sido uniforme, ya que han existido diversos sistemas penitenciales, como hemos señalado anteriormente. De otra, que el paso de un régimen a otro se ha verificado por la gran preocupación que tenía la Iglesia de dar respuesta a las expectativas de los fieles y proponer gradualmente un sistema penitencial que hiciera atractivo y deseable el sacramento. Esto se advierte con absoluta nitidez en el paso de la penitencia canónica a la tarifada; con menos claridad, pero con la suficiente, en el paso de la tarifada a la moderna.
La historia demuestra también que la Iglesia tiene un gran espacio de libertad en este sacramento y que ninguna forma penitencial ha agotado ese espacio. Por otro lado, cada sistema penitencial puso el acento más en un elemento del sacramento que en otro. La penitencia «canónica» acentuó la conversión, manifestada exteriormente en el largo y laborioso proceso penitencial; la «tarifada», las obras penitenciales; la «moderna», unas veces la contrición, otras la absolución sacramental y otras la confesión de los pecados.
Finalmente, la historia atestigua que el magisterio solemne ha ratificado como elementos esenciales del sacramento la confesión integra de los pecados, la contrición y la satisfacción, por parte del penitente, y la absolución sacramental, por parte del ministro.
La historia permite concluir que es necesario estar vigilantes para integrar armónicamente los diversos elementos del rito sacramental, mantener el equilibrio debido y evitar que alguno tenga un peso Indebido. Así mismo, es preciso estar a la escucha de las necesidades pastorales de los fieles para darles la respuesta adecuada, dentro de la libertad creativa que Cristo ha dejado a la libre determinación de la Iglesia. Las absoluciones colectivas en los casos de necesidad grave y urgente, propuestas y normatizadas en el Ritual de la Penitencia y el Código de Derecho Canónico vigente, son una muestra concreta de esta sensibilidad pastoral. En cambio, si las absoluciones colectivas sin previa confesión se consideraran como una alternativa más, invadirían un terreno prohibido por institución de Cristo, como ha sancionado, reiterada y autorizadamente, el magisterio solemne y ordinario de la Iglesia.
Existen dos tipos de confesión frecuente. La primera es la que practica un cristiano responsable, que siente la necesidad de acceder con frecuencia al sacramento de la penitencia, porque, siendo frecuentes sus caídas y recaídas graves, desea recuperar la comunión con Dios y con la Iglesia. Tal tipo de confesión no plantea ningún problema teológico ni penitencial.
El problema se plantea cuando se practica asiduamente el sacramento de la penitencia, para alcanzar el perdón de los pecados veniales y el aumento de la gracia. ¿Está legitimado teológicamente este tipo de confesión (designada habitualmente como de devoción) y, por tanto, es una praxis legítima y recomendable?. Durante los últimos años, algunos sectores eclesiales, teológicos o no, han protagonizado una agria controversia, pues mientras unos consideraban este tipo de confesión suficientemente avalada por la Iglesia y la teología, otros pensaban que era una praxis anómala que dificultaba, si es que no lo desnaturalizaba, el verdadero sentido del sacramento de la reconciliación. Dicha controversia, aunque continúa en algunos lugares, tiene mucha menos acritud. Quizás es debido a que hoy la problemática se ha desplazado hacia puntos más nucleares, como son la crisis práctica en la que se encuentra el sacramento de la penitencia. De todos modos, algunos puntos se han ido decantando cada vez con más claridad y se han apuntalado mejor los argumentos teológicos que justifican este modo de confesión frecuente.
Una razón teológica muy fuerte es el consentimiento y favor que la Iglesia ha dispensado a esta confesión. Es verdad que durante muchos siglos no se conoció este tipo de confesión; pero eso no obsta para que desde hace mucho tiempo la Iglesia la haya recomendado y fomentado para promover la vida espiritual de los fieles; lo cual implica que la confesión frecuente no puede ser un desarrollo defectuoso de la vida espiritual. Bastaría remitirse a la práctica de las órdenes religiosas y a sus Reglas -que la Iglesia ha aprobado-, a las distintas disposiciones del derecho universal y a la enseñanza expresa de los papas y de tantos obispos. Sin olvidar que Pío VI condenó una proposición del Sínodo de Pistoya -la 39, que desaprobaba la confesión frecuente- como temeraria, perniciosa y contraria a la práctica de hombres piadosos y santos, aprobada por el Concilio de Trento. «Una práctica de acciones positivas, por tanto tiempo continuada, convertida en deber por la Iglesia, no puede ser considerada en ningún caso como defectuosa evolución ascética» (K. Rahner, Escritos de teología, III, 189). Por tanto, «no puede haber deformación en la vida espiritual en el hecho de que el cristiano, siguiendo el espíritu de su Iglesia, vea en la confesión frecuente una práctica que se ajusta armónicamente a la estructura ideal de la vida espiritual» (ibid).
Algo semejante cabe afirmar de la práctica frecuente de este sacramento para el perdón de los pecados veniales. Es verdad que éstos se perdonan por otros medios que no son sacramentales, entre los que descuellan el arrepentimiento sincero y, sobre todo, la comunión sacramental eucarística. Ahora bien, sólo en la confesión ocurre el perdón visible e históricamente y sólo en ella se da un perdón y una gracia independientes de los merecidos por el arrepentimiento. Además, el sacramento de la eucaristía y los demás actos que borran el pecado venial no tienden por naturaleza al perdón de los pecados, no son en sentido primario penitencia y, por eso, no revelan el carácter de la acción divina, libre y sobrenatural, en el perdón de los pecados en cuanto tal; cosa que si acontece en el sacramento de la penitencia. Cada confesión manifiesta que nuestros pecados son borrados, única y exclusivamente, por la acción benevolente y gratuita de Dios, que se deja encontrar, en último término, en sus sacramentos visibles. Por otra parte, todo arrepentimiento acompañado de la confianza de obtener el perdón es siempre una entrega humilde y radical del hombre pecador al juicio inescrutable de Dios, juicio que se expresa con la máxima evidencia cuando puede oír el perdón de Dios y cuando se manifiesta que no todo está hecho con el arrepentimiento.
Además, es preciso tener en cuenta que la dimensión eclesial no es privativa del pecado grave, pues todo pecado es una mancha sobre el traje nupcial de la Iglesia y un corrosivo que arruga su rostro de Esposa de Cristo. El pecado venial es, por tanto, una ofensa y una injusticia contra toda la Iglesia, cuya reparación no se puede hacer con tanto sentido y verdad como confesando el pecado al sacerdote, representante de la comunidad de los creyentes, siendo perdonado por él y expiando con la satisfacción para reparar los daños causados al Cuerpo de Cristo.
La confesión frecuente de los pecados veniales no es, por tanto, algo reductivamente devocional, sino el medio privilegiado de encontrarse, con lo mayor frecuencia posible, con el Dios reconciliador allí donde él se revela con la máxima claridad.
La penitencia no es sólo sacramento sino virtud. Más aún, es virtud antes que sacramento, ya que el hombre, vulnerado de continuo por la culpa, necesita mantenerse en una actitud de continua conversión interior y exterior. La virtud de la penitencia es el humus natural del sacramento, su presupuesto básico. Porque si a éste se le exige asumir la competencia de la virtud, corre el riesgo de desnaturalizarse, confinando la culpa en la exterioridad del hombre. Eso explica que la Iglesia, además de recomendar el sacramento, invite a practicar otras formas no sacramentales de penitencia.
Entre ellas destaca la trilogía bíblica del ayuno, la oración y la limosna. A ella se añaden los tiempos litúrgicos de penitencia, como la Cuaresma; la liturgia penitencial del comienzo de la misa; ciertas formas no sacramentales de celebración penitencial; las peregrinaciones; el empeño de reconciliarse con el hermano; la corrección fraterna; los «capítulos de culpas» monásticos o paramonásticos; el diálogo espiritual; las mortificaciones voluntarias, internas y externas; las cruces enviadas por Dios y aceptadas con amor; la visita a los enfermos y menesterosos; etc.
Formas penitenciales modernas pueden considerarse el cumplimiento diligente del propio deber en la familia, en la sociedad y en la Iglesia; la aceptación de situaciones que ponen a prueba nuestra vida; la caridad activa hacia los hermanos; la corrección fraterna ejercitada y recibida; el perdón mutuo; el compromiso por la justicia; la sencillez de vida; la pobreza libremente asumida; la autolimitación en las ganancias; la asunción de tareas no gratificantes; el cansancio del trabajo cotidiano; la aceptación de los defectos de las personas con quienes se convive; la participación en las tareas de evangelización y la lectura personal de la Palabra de Dios. La lista podría enriquecerse.
Estos caminos cotidianos de penitencia se sitúan en el centro de la vida real, la renuevan desde dentro, están siempre al alcance de la mano, persuaden incluso a los alejados, que desconfían de las celebraciones, y son accesibles a cuantos no pueden acercarse al sacramento de la reconciliación. Gracias a estos caminos cotidianos de penitencia se facilita la superación de la dicotomía entre vida y celebración y se reaprende a celebrar lo que se vive y a vivir lo que se celebra.A estas alturas de la historia, el rostro del pecado tiene unos rasgos muy definidos, fruto de la violación sistemática de los mandamientos de Dios y de la «ley de Cristo» en el ámbito personal, familiar y social a lo largo de la historia. Pero ese rostro no cesa de adquirir nuevos perfiles, debido a las respuestas negativas que el hombre va dando a las nuevas situaciones existenciales en que se encuentra. Baste pensar, por ejemplo, en la implantación generalizada -en las sociedades occidentales- del ateísmo, la infidelidad matrimonial (divorcio, adulterio), la limitación artificial de los nacimientos, el aborto intencionado, la violencia física y psíquica, la injusticia, la explotación del sexo, el escándalo de los niños. Es verdad que donde abundó el pecado ha sobreabundado la gracia; pero ello no elimina la realidad, extensión y gravedad del pecado. Por otra parte, en esas sociedades está muy generalizada la idea de que el pecado no existe como realidad moral, sino, a lo sumo, como minusvalía antropológica.
En este contexto, la Iglesia está especialmente urgida a desarrollar una profunda actividad profética siguiendo las huellas del Maestro. Según los Sinópticos, la predicación del Reino de Dios por parte de Jesús iba acompañada de la invitación a la conversión y el ofrecimiento del perdón a todos. Más aún, ponen de relieve el nexo entre la llegada del Reino y el perdón de los pecados (cf. Lc 7, 36-50). Jesús no oculta la realidad del pecado ni su gravedad y con secuencias; al contrario, condena con severidad el escándalo y el adulterio, habla con una solemnidad particular sobre el pecado contra el Espíritu Santo y denuncia como verdaderos pecados los que se cometen en el interior del hombre (cf. Mt 5, 22.28), que están en el origen de sus acciones públicas (cf. Mt 15, 10-20; Mc 7, 14.23).
Sin embargo, nada más contrario a la figura del Jesús de los sinópticos que la de una persona enemiga o distante de los hombres pecadores; muy al contrario, los pecadores son los verdaderos clientes del Reino que anuncia y viene a implantar. Para Él, el verdadero obstáculo de la salvación no es tanto el pecado cuanto el obstinado rechazo de la invitación divina a la conversión y la confianza puesta en las propias fuerzas y posibilidades. La incomparable parábola del hijo pródigo (Lc 15) revela no sólo la triste suerte del hijo que abandona la casa del padre, sino, y sobre todo, la actitud de éste para perdonarle generosamente y tratarle con especial cariño, hasta el punto de suscitar la envidia del hermano mayor.
Jesús, por tanto, sitúa en el centro de su ministerio profético tanto la realidad del pecado como su gravedad; pero no fustiga ni condena al pecador, sino que lo llama a la conversión. Por otra parte, el motivo que esgrime para provocar el cambio interior y exterior no es sólo ni principalmente el castigo, sino, sobre todo, el amor misericordioso de su Padre, que se hace realidad viviente en la amistosa acogida que Él dispensa a los pecadores y, de modo especial, en la entrega generosa de su vida. El ministerio profético de Jesús tiene, pues, una dimensión esencialmente penitencial, orientada por estos tres ejes: la realidad-gravedad-universalidad del pecado, la infinita misericordia de Dios y la invitación a dejarse ganar por ella, acogiéndola en la propia vida.
La predicación de la Iglesia no puede obviar, por tanto, la realidad del pecado a la hora de realizar su ministerio sacramental de reconciliación. Esta urgencia se hace, si cabe, mayor si se tiene en cuenta que parte importante de la actual crisis penitencial es atribuible al déficit profético sobre la presencia y gravedad del pecado en la vida personal y comunitaria; y, más todavía, al olvido o descuido en mostrar la misericordia de Dios y disponer al perdón. El hombre actual, tantas veces herido y alejado, necesita que se le presente a Dios como un Dios de misericordia y amor, que sale a su encuentro para salvarlo y devolverle la dignidad perdida; un Dios que saca adelante su plan de salvación no sólo ni principalmente mediante castigos, sino por la bondad y el amor que, en forma de perdón, se activa en presencia del pecado reconocido. La Iglesia necesita recordarse a si misma que el pecado no es un apéndice casual de la historia de la salvación, sino que forma parte de un drama permanente con un protagonista bien determinado: el pecador que ofende al Dios tres veces Santo. Pero un drama en el que Dios se pone de parte del hombre para moverle a la conversión y reconciliarlo.
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J.A. Abad
El término latino persona procede etimológicamente del griego prósopon, significando en el lenguaje teatral la máscara que emplea el actor en la representación de un papel determinado. Algunos autores lo hacen derivar del verbo personare, que significa «hacer resonar la voz» o «sonar a través de algo», como hace el actor al hablar a través de la máscara. El estoicismo se referirá a la persona para describir el papel que el hombre desempeña en el escenario del mundo (p. ej., Epicteto, Enchiridion 17). Entre los sentidos originarios del vocablo también cabe destacar su uso en el ámbito jurídico a partir del siglo II para designar el sujeto legal, distinguiendo entre «personas» y «cosas» (Gayo, Digesto I, tít. V, n. 1).
Aunque entre algunos pensadores griegos existió cierta intuición de la idea de persona para referirse al hombre como ser que trasciende tanto el cosmos como el Estado y la polis, en la filosofía antigua no se elaboró una noción de persona tal y como se hizo después en el ámbito de la revelación cristiana.
El proceso histórico de elaboración de este concepto se inició con la reflexión trinitaria y cristológica de las Padres de la Iglesia y se desarrolló durante la escolástica medieval, donde destaca especialmente la aportación de Tomás de Aquino. Más recientemente, la antropología teológica del siglo XX -en concreto, en el personalismo- ha encontrado en la noción de persona un instrumento muy útil para expresar la dignidad y la riqueza del ser humano.
Los teólogos de los primeros siglos no elaboraron el concepto de persona con una finalidad antropológica, sino impulsados por la necesidad de aclarar los misterios de la Trinidad y de Jesucristo. En ámbito trinitario se adoptó el concepto de persona como hipóstasis (substantia, subsistencia), con objeto de designar el carácter real y la particularidad de cada una de las tres divinas Personas en Dios, frente a diversas posiciones erróneas. En el campo cristológico se estableció la distinción entre persona y naturaleza para lograr religar y a la vez distinguir lo humano y lo divino en Cristo, indicando que Jesucristo posee una doble naturaleza, pero constituye una Persona única e indivisible.
En el siglo VI, Severino Boecio elaboró la primera definición formal ontológica de persona, que llegó a convertirse en un punto de referencia de los pensadores durante toda la Edad Media: la persona es «sustancia individual de naturaleza racional» (Persona est rationalis naturae individua substantia) (De duabus naturas et una persona Christi, 3; PL 64, 1343C). Al describir a la persona como sustancia individual, Boecio insiste en el carácter subsistente e incomunicable de un ser que es en sí y no en otro (sustancia), y que constituye una unidad distinta de cualquier otra (Individual). Lo que distingue a la persona respecto de otras sustancias individuales es su naturaleza racional, es decir, su carácter espiritual, con toda la riqueza de sus dimensiones (inteligencia, voluntad, libertad, etc.). Aunque la definición de Boecio tiene el mérito de recoger algunos elementos del ser personal que no habían sido destacados hasta entonces, descuida la cuestión de la relación dificultando así la noción trinitaria de persona.
Ricardo de San Víctor modifica la definición boeciana, al considerar que ésta sólo puede aplicarse sin dificultad a las personas creadas, pero no a Dios. Para este autor, lo más característico de la persona no está en la individualidad sino en la existencia (de ex-sistere, «venir de», «originarse de»). La persona se caracteriza por su modo propio de tener una determinada naturaleza (sistere). Así las cosas, Ricardo sustituye en la definición «sustancia individual» por «existencia incomunicable», añadiendo la diversa relación de origen para el caso de las personas divinas. La persona seria, pues, aquel modo de existir incomunicable, es decir, intransferible, idéntico a sí mismo, distinto de los otros modos de existir.
Un importante paso adelante en la comprensión ontológica de la persona fue dado por santo Tomás de Aquino, quien supo captar y expresar mejor que sus predecesores la radicación de la persona en el ser (In Sent., I, d.6, q.2, a.1; d.7, q.1, a.2; d.23, a.2; S.Th., I, q.29, a.1). Para santo Tomás lo específico de la persona se encuentra en el concepto de subsistencia o subsistente, que describe un modo incomunicable de existir que sirve de soporte de la naturaleza o de la sustancia. Así, al sustituir en la definición de Boecio la «sustancia individual» (individua substantia), por una expresión más precisa, «ser subsistente distinto» (distinctum subsistens) (De potentia, q.9, a.4), mejora la noción de persona, que puede entenderse como aquella subsistencia espiritual Individualizada capaz de comunicarse y autodonarse en conocimiento y amor. Además, como en Dios no existe más distinción que la que proviene de la relaciones de origen, y estas relaciones no son algo accidental sino que constituyen la misma esencia divina, tenemos que «la persona significa la relación en cuanto ésta es subsistente» (S.Th., I, q.29, a.4).
El inicio del pensamiento moderno llevó consigo un giro inmanentista que ha influido decisivamente en la noción de persona. En la filosofía de René Descartes acontece un desplazamiento desde un nivel metafísico -en el que se movían las especulaciones sobre la persona de toda la tradición anterior- hasta un nivel psicológico («pienso, luego existo», cogito ergo sum), en el que la persona se identifica con el yo, es decir, con el sujeto individual, pensante y libre. Lo que caracteriza ahora a la persona es ser el centro de la subjetividad. El principal problema de este nuevo enfoque es su aplicación a la teología trinitaria. Así como desde la perspectiva metafísica anterior -sobre todo a partir de las correcciones de Ricardo de San Víctor y Tomás de Aquino a la definición boeciana- no había dificultad en aplicar a la Trinidad la noción de persona, encontramos que con la nueva perspectiva psicológica se acrecienta el peligro de una concepción trinitaria próxima al triteísmo.
El planteamiento cartesiano dio lugar a una doble evolución. Por una parte, surgió una tradición empirista fundada en la intuición según el modelo del cogito cartesiano, caracterizada por la atención a los fenómenos frente a la noción de sustancia. Para David Hume (1711-1776), el yo no constituye una sustancia pensante sino la conjunción de un flujo de fenómenos psíquicos: La persona, de este modo, pierde toda referencia ontológica. Por otra, aparece una corriente idealista que funda el ser sobre la conciencia. Al identificarse así ser y pensamiento, no sólo la res extensa cartesiana es reducida al resultado de un pensar que crea su propio objeto al margen de un mundo exterior, sino que es el mismo pensamiento el que otorga la existencia al ser absoluto. La persona, entendida como una subjetividad creadora e ilimitada, se emancipa. Una consecuencia de esta perspectiva es la tendencia a un monismo panteísta donde la conciencia personal y el ser divino tienden a confluir necesariamente.
Immanuel Kant consideró el concepto de persona humana, no ya desde un plano metafísico, sino desde las exigencias de la vida moral impuestas por la razón práctica. La persona humana es el sujeto de la moralidad. Su rasgo distintivo y específico es la dignidad, que corresponde a quien es un fin en sí misma y no puede ser sustituida por otra ni ser tratada como medio (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. II). La persona en Kant se define como un «alguien» en relación con otros «alguien» y con Dios. El planteamiento del filósofo alemán tiene el mérito de haber reconocido a la persona como un sujeto moral que afronta el deber desde una perspectiva de libertad. Sin embargo, por carecer de una adecuada referencia metafísica al bien y a Dios, esta perspectiva secularizada -que entiende la libertad humana como pura autonomía priva a la dignidad de la persona de una fundamentación sólida.
El filósofo danés Soren Kierkegaard reaccionó contra el idealismo hegeliano al que acusa de desinteresarse del individuo concreto. Desde un planteamiento profundamente religioso Kierkegaard afirma que cada hombre es un ser único e irrepetible, dotado de un valor singular que está por encima de todo otro valor posible, como el Estado, la raza o la nación (Diario, 1854, XI). Si en el pensamiento de Georg W.F. Hegel la persona perdía su identidad frente al Absoluto, para el filósofo danés sólo en relación con Dios y los demás el individuo alcanza su plenitud y puede tomar conciencia y desarrollarse como persona.
En el marco de la antropología cristiana del siglo XX, destacan varias corrientes de pensamiento que han ofrecido contribuciones valiosas para el estudio de la persona; los filósofos del diálogo del ámbito germánico y austriaco (F. Ebner, M. Buber, F. Rosenzweig, E. Levinas, etc.) centran su interés en las relaciones interpersonales y en la relación del hombre con Dios; la fenomenología alemana del Circulo de Gotinga (E. Husserl, M. Scheler, E. Stein, D. von Hildebrand), a través de la cual algunos pensadores cristianos estudian importantes dimensiones personales como la moralidad, la religiosidad, la comunión interpersonal, etc.; y el personalismo, desarrollado especialmente en el área francesa (G. Marcel, J. Maritain, E. Mounier, M. Nédoncelle, J. Mouroux, J. Lacroix) así como en otros ámbitos geográficos (R. Guardini, K. Wojtyla, etc.). El magisterio de la Iglesia del siglo XX se ha servido de muchas de las valiosas reflexiones que han realizado estos autores.
Más que una escuela particular o un sistema filosófico, el personalismo constituye una inspiración general expresada en filosofías diversas. La atención particular que los autores personalistas prestan a la noción de persona procede de su reacción frente a diversos hechos culturales y sociales problemáticos de la Europa de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo: las consecuencias de los planteamientos deshumanizadores del siglo anterior (idealismo hegeliano, materialismo mecanicista) que despojaban al ser humano de su valor intrínseco; la difusión de una mentalidad positivista y cientificista que negaba la dimensión espiritual; los totalitarismos (marxismo, nazismo, fascismo) destructores de la libertad personal; los condicionamientos negativos de una vida socioeconómica capitalista (deshumanización del trabajo, injusticia social, etc.); la creciente difusión del agnosticismo y el ateísmo. Desde una visión metafísica realista, los autores personalistas recuperan de la tradición filosófica y teológica los elementos Irrenunciables de la noción de persona, al tiempo que enriquecen este concepto con los resultados de nuevos análisis. Aparecen así subrayados algunos rasgos esenciales de la persona, como la afectividad, su dimensión histórica, su dimensión corporal y sexual, la primaria de los valores religiosos y morales, etc. Las reflexiones sobre la persona humana de todos estos autores evidencian la riqueza que encierra este perenne concepto de raigambre cristiana.
BibliografíaA. GUGGENBERGER, «Persona», en Conceptos fundamentales de la Teología III, Madrid 1967, 444457. L.F. LADARIA, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca 1998. M. MÜLLER y A. HALDER, «Persona», en Sacramentum Mundi V, Barcelona 1974, 444-456. J.M. ROVIRA BELLOSO, «Personas divinas», en El Dios cristiano, Diccionario Teológico, dir. por X. Pikaza y N. Silanes, Salamanca 1992. J. WERBICK, «Persona», en P. EICHER (ed.), Diccionario de conceptos teológicos II, Barcelona 1990, 228-236.
J. Alonso
La antropología ha empleado el concepto «persona» para manifestar la singularidad y dignidad del ser humano. Persona es «nomen dignitatis» (cf. Super Sent., lib. 1 d. 10 q.1, a.5 co; S.Th., I, q.29, a.3 ad 2; De potentia, q.8, a.4). La riqueza cultural y social que hoy día encierra esa noción -no conocida propiamente por los pensadores de la Antigüedad- tiene su origen en la cosmovisión cristiana, y se fundamenta en la experiencia de la autocomunicación de Dios al hombre, como diálogo amoroso por el que llama al ser humano a participar de su vida.
Desde la perspectiva cristiana el hombre aparece como un ser creado a imagen de Dios, llamado a un fin sobrenatural, caldo por el pecado y redimido por Jesucristo: «... un ser magnífico por su creación, miserable por su calda y, sobre todo, admirable por su redención» (J, Mouroux). La condición Paradójica del ser humano (tiempo-eternidad, cuerpo-espíritu, libertad-esclavitud, amor-egoísmo, etc.), que obliga a estudiarle como misterio y no como problema (G. Marcel), sólo encuentra una explicación adecuada en el marco de la revelación de Dios en Cristo (cf. GS 22).
La comprensión del hombre como imagen de Dios constituye el punto de partida y el rasgo esencial de cualquier antropología cristiana. Esta idea bíblica (Gn 1, 26-27; Gn 2, 7-23) tiene su fundamento último en la doctrina sobre la creación. Si todas las criaturas están orientadas hacia Dios desde lo más íntimo de su ser, esa orientación existe de un modo eminente en el hombre como un impulso dinámico de apertura hacia su Creador. La imagen divina en el hombre establece, por así decir, su vocación primera e indestructible, su relación esencial que está por encima de las restantes relaciones de la persona con el mundo o con los demás hombres.
La historia de la salvación encierra el designio amoroso de Dios hacia el hombre, desde la plasmación de la imagen divina en la creación, pasando por su oscurecimiento a causa del pecado, hasta llegar a su restauración mediante la obra redentora de Cristo, y a su culminación -en la etapa escatológica- por medio de la identificación definitiva con la imagen de Jesucristo: «Dotada de un alma "espiritual e inmortal" (GS 14), la persona humana es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (GS 24 c). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» (CCE 1703).
La dignidad y excelencia de la persona humana se fundamenta en su condición de imagen de Dios. «Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado por la gracia, a una alianza con su creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar» (CCE 357).
La persona no puede existir como mera parte de un todo, o como simple medio para conseguir un fin. Como señala santo Tomás de Aquino, «… la dignidad pertenece a aquello que se dice absolutamente» (dignitas est de absolute dictis) (Super Sent., lib. 1 d. 7 q.2, a.2 qc. 1 ad 4); es decir, atañe a una realidad que reposa en sí misma, que posee valor por si misma, de manera que todas las demás realidades distintas de la persona humana se ordenan a la perfección del hombre. Por ser imagen de Dios, el hombre pertenece a la raza de Dios (Hch 17, 28) y se hace capaz de majestad y excelencia: Celsa creatura, in capacitate maiestatis (San Bernardo). Cada persona constituye una esencial y decisiva aportación al universo, una novedad radical tanto en el orden del ser como en el del obrar.
La tradición filosófica y teológica ha atribuido a la persona dos rasgos principales: la subsistencia o interioridad, y la apertura o capacidad de autotrascendencia.
a) Subsistencia espiritualLa subsistencia o interioridad propia de la persona es precisamente este modo supremo y completo de existir por el que existe en si, por sí y para sí, conformando una realidad única, irrepetible y acabada, y un misterio inviolable. Por su interioridad, la persona humana es superior al universo entero (cf. GS 16).
La subsistencia espiritual constituye una razón sólida de la elevada dignidad de la persona. Entre las manifestaciones evidentes de esa grandeza se encuentra su naturaleza intelectual que permite al hombre escrutar la verdad; la existencia de una ley en su interior por la que resuena la voz de Dios a través de la conciencia; su capacidad de elegir el bien y de abrazarlo con el amor, etc. (cf. GS 15-17).
Si el pensamiento clásico hizo hincapié en la subsistencia, la independencia y la incomunicabilidad de la persona, la reflexión contemporánea ha insistido más en su apertura y su capacidad de relación, mostrando cómo es precisamente a través de un tejido de relaciones interpersonales que la persona se perfecciona y se hace en el tiempo (personalización). La subsistencia de la persona no es, por tanto, absoluta sino relativa, traspasando las fronteras de la pura independencia hacia el mundo de la comunión interpersonal.
b) Apertura: dimensión relacionalEl dinamismo de apertura o autotrascendencia del espíritu humano ha sido interpretado diversamente según los presupuestos de los distintos autores: según Friedrich Nietzsche su finalidad es la continua superación de uno mismo hasta alcanzar la condición del superhombre; en el existencialismo de Martín Heidegger la autotrascendencia asume el riesgo de convertirse en frustración y desengaño ante la experiencia de la debilidad humana; otros autores, como Karl Marx o Auguste Comte, reducen el alcance de la autotrascendencia al marco de la historia humana, como vía para superar las barreras del individualismo egoísta y abrir paso a una etapa ideal de la humanidad. Estas soluciones no son plenamente satisfactorias, sea porque en ellas el hombre queda encerrado en sí mismo, desembocando en la nada, sea porque desaparece disuelto en una colectividad que le despoja de sus dimensiones personales ante la promesa de una sociedad utópica.
Desde una interpretación cristiana, el dinamismo de apertura en el hombre tiene como clave explicativa la búsqueda de Dios, que empuja a la persona constantemente a ir más allá de su pensamiento, de su voluntad y de sus acciones, a salir de si misma al encuentro de la verdad, de la belleza, del bien. Esta comprensión teocéntrica de la autotrascendencia humana, sostenida desde la Antigüedad por filósofos como Platón y Aristóteles, ha sido retomada por un buen número de pensadores personalistas del siglo XX, y ha ejercido gran influencia en la enseñanza reciente del magisterio de la Iglesia (cf. GS, c. II).
La persona es un ser abierto en una doble dirección: verticalmente, de un modo radical y constitutivo, está orientada hacia Dios, en quien se halla la explicación más honda sobre su origen, su perfeccionamiento y su destino. Horizontalmente, la persona está abierta a todo un universo de personas que integran la humanidad, así como a todo un mundo de valores materiales y temporales.
La categoría relación, desarrollada fecundamente por san Agustín para significar el carácter propio de cada Persona divina, cobra una importancia singular al referimos a las relaciones interpersonales. La persona, en efecto, no es un ser cerrado en sí mismo, sino que, al participar de la naturaleza común a todos los otros hombres, establece con ellos relaciones de participación y de comunión. Dios no creó al hombre en solitario; desde el principio los hizo hombre y mujer (Gn 1, 27), expresión primera de la comunidad de personas humanas (cf. GS 12). En la comunión entre las personas resplandece la imagen divina que está presente en todo hombre, a semejanza de la unión de las Personas divinas entre sí. La dimensión relaciona) de la persona humana fundamenta toda una serie de derechos y obligaciones en el terreno de la vida familiar, social y política.
c) Libertad y amorLa persona como realidad subsistente y abierta se realiza a sí misma a través del ejercicio de la libertad y el amor.
La libertad personal es esencialmente un poder orientado hacia el perfeccionamiento de sí mismo por la unión con Dios. Pero al ser una libertad defectible, herida por el pecado, su progreso es fruto de un esfuerzo lento y arriesgado contra el error de la razón, la pasión desordenada de la voluntad y el orgullo de la persona entera. La liberación y la conquista de la libertad en el hombre sólo es posible con la gracia de Cristo (Ga 4, 31) que produce una transformación ontológica en la persona. Esta transformación obrada por la gracia no es más que un estado germinal del alma, un punto de partida que exige un continuo crecimiento hasta una completa liberación psicológica y moral, hacia la plena personalización o, en otras palabras, hasta alcanzar la libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 21).
Pero como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona (S.Th., I, q.1, a.8, ad 2), aunque es absolutamente necesaria para el ejercicio pleno y duradero de la libertad humana, no anula sin embargo la autonomía del hombre. La historia de cada persona es la historia del ejercicio responsable de su propia libertad. Ahora bien, la persona no se perfecciona sino en la medida en que libremente sale de sí misma y se entrega. Sólo a través del amor, en una entrega generosa y orientada hacia su fin último, puede percibir el auténtico sentido de su vocación humana y alcanzar el perfeccionamiento de su libertad. De este modo, la libertad personal se manifiesta en el hombre como un «signo eminente de la imagen divina» (GS 17).
En este sentido, el amor constituye el centro de la persona y la vocación innata de todo ser humano. En lo más profundo del hombre, y como algo anterior a su acción voluntaria, existe una orientación natural hacia Dios como Principio y Fin (amor natural). Sobre este amor natural a Dios se fundamenta el amor en sentido propio, como acto personal que se desarrolla en el ámbito de la libertad y en el que están comprometidas todas las dimensiones de la persona. El amor es el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto más propio y su realización más profunda y radical. Sólo las personas son sujetos y objetos de amor; sólo las personas son capaces de amar y dignas de ser amadas.
El amor personal puede describirse fundamentalmente como deseo de posesión del otro y don de si mismo. Deseo y posesión son términos correlativos que remiten a la radical indigencia de la criatura humana que busca ser colmada por aquello que le falta, y simultáneamente necesita entregarse para llegar a su realización personal. El misterio del amor personal no alcanza su verdadera esencia sino en la medida en que el deseo está penetrado y apremiado por el don. Las relaciones entre deseo y don que sintetizan el amor personal no son estériles; al contrario, muestran que el amor es creador pues consiste en un don que suscita otra donación y establecen un marco propicio para el desarrollo de las personas.
La caridad cristiana es el perfeccionamiento del amor personal. Ciertamente, si éste encarna un don que permite progresar a la persona pero manteniéndola en su estado caído y miserable, la caridad representa el don divino que engendra al hombre nuevo. Es el acto de donación y salvación por el que Dios se entrega a sí mismo para realizar una admirable y progresiva comunión con el hombre, al que se le hace partícipe de la filiación divina en Jesucristo. Además de don, la caridad es mandamiento, pues exige a la persona una actitud de reverencia y adoración hacia Dios, de renuncia de si misma, de obediencia y de servicio, según la medida de la Persona de Jesucristo. En este sentido debe interpretarse el amor al prójimo tal como está indicado en el Mandamiento nuevo, fundamentado en la actitud de Dios con respecto a los hombres.
La fe cristiana muestra dos vías específicas de realización de la vocación personal al amor: el matrimonio y el celibato (FC II), cada una de las cuales, en su especificidad, establece una realización concreta del hombre como imagen de Dios. En ambos casos la familia constituye el ámbito adecuado del desarrollo de la vocación personal al amor, pues es el lugar donde se valora a las personas en su auténtica medida: no por lo que tienen o por lo que hacen, sino por lo que son.
La unidad sustancial de las dimensiones espiritual y material en el hombre ha sido sintetizada en la expresión clásica que describe a la persona como un espíritu encarnado. Esta expresión puede ser de utilidad para describir algunas importantes dimensiones de la persona humana como ser inmerso en el mundo. A la luz de la Encarnación del Hijo de Dios encontramos enseñanzas valiosas sobre la dignidad del cuerpo humano, la bondad de la creación material y el valor santificador y redentor de las actividades temporales.
a) Dimensión corporalUna vez abandonado el dualismo cartesiano residual de los siglos pasados -dicotomía entre alma y cuerpo-, el pensamiento contemporáneo ha considerado al hombre como un ser en el mundo, y ha subrayado el valor de la corporeidad como dimensión esencial de la persona. Por formar parte del misterio del hombre, el cuerpo humano no puede definirse únicamente según las determinadas condiciones espacio-temporales que caracterizan a los cuerpos materiales. Toda reflexión sobre el cuerpo humano necesita de una referencia al alma que lo estructura y a la interioridad que él mismo expresa, ya que la corporeidad es el modo especifico de existencia del espíritu humano. Como bien ha expresado el personalismo contemporáneo, el cuerpo no es algo que yo poseo, sino yo mismo: «yo soy mi cuerpo» (G. Marcel).
Existe una permanente asociación de cuerpo y espíritu en la persona humana. El cuerpo es un instrumento del alma, su medio de acción, y al mismo tiempo el medio de expresión y de comunicación de la propia Interioridad. En el establecimiento de las relaciones interpersonales, la mediación del cuerpo es especialmente necesaria: a través de la palabra, de las manos, del rostro «el cuerpo es el medio por el que se realiza la presencia de un alma en otra alma» (J. Mouroux). La vocación fundamental al amor propia de la persona humana abarca también el cuerpo humano, que se hace partícipe del amor espiritual.
Desde una perspectiva cristiana, el cuerpo humano es una realidad creada por Dios, herida por el pecado, redimida por Jesucristo y destinada no al aniquilamiento sino a la resurrección. Con la Encarnación del Hijo de Dios ha quedado definitivamente confirmada la dignidad del cuerpo humano, gracias a la trascendental riqueza del mismo Cuerpo de Cristo, instrumento de la revelación divina, medio de redención, y vía de comunión entre los hombres y de los hombres con Dios.
La comunicación corporal se da de un modo extraordinario y original en la entrega real y total entre el hombre y la mujer. Esta unión corporal, cuando es auténtica, comprende a toda la persona con todas sus dimensiones, de manera que constituye uno de los actos más trascendentales que el hombre y la mujer puedan realizar. No hay que olvidar, por último, que el cuerpo es también un instrumento fundamental para la comunicación personal con Dios a través de la liturgia y la oración.
La dignidad del cuerpo humano exige a la persona un combate permanente frente a sus miserias y rebeldías, para así consagrado al amor verdadero (GS 49), al trabajo (GS 67), al servicio, y de este modo glorificar a Dios en su cuerpo en espera de la resurrección (GS 22).
b) Dimensión históricaLa atención en el sentido del devenir y de la historia ha llevado a la reflexión contemporánea a estudiar a la persona como un ser esencial histórico. Como ser histórico, la persona humana sólo puede realizarse descubriendo el auténtico sentido de lo terreno y de lo temporal. Esta consideración encuentra un apoyo firme en la concepción cristiana del tiempo y de la historia. La historia de la salvación introduce una cosmovisión en la que existe un tiempo estructurado, una conjunción de un antes y un después, que permite hablar de un verdadero progreso.
Algunas verdades irrenunciables de la fe cristiana -concretamente, la bondad de la creación y el carácter universal de la redención- ofrecen unas luces preciosas sobre el valor del mundo y de la historia. La llamada del cristiano a recapitular todas las cosas en Cristo, fundamentada nítidamente en los textos paulinos y joánicos, reclama una valoración muy positiva de las dimensiones cósmica y social de la existencia humana, esto es, de todo el ámbito de las realidades terrestres en las que se estructura y desarrolla la vida personal.
Desde la fe cristiana, la creación se orienta hacia el hombre, llamado a dominarla y perfeccionarla, para servir y rendir un homenaje grato a Dios (cf. GS 12). Por tanto, todos los valores terrenos, tanto los provenientes de la creación material (naturaleza física), como aquéllos de carácter espiritual (libertad, cultura, moralidad, justicia, amistad, seguridad, paz, etc.), han de ser abrazados por la persona humana cuya vocación no es simplemente la de convivir con ellos de un modo neutro, sino a reorientarlos y santificarlos El sentido cristiano del trabajo subraya esta dimensión creadora y redentora de las actividades humanas.
En esta tarea de salvación del universo, el tiempo asume un auténtico sentido redentor, lleno de valor y trascendencia, de manera que, hasta el momento en que el tiempo se inserte definitivamente en la eternidad -al final de la historia de la salvación-, la encarnación humana es un compromiso temporal con el mundo.
BibliografíaR. GUARDINI, Mundo y persona: ensayos para una teoría cristiana del hombre, Madrid 20006. J. MARITAIN, La persona y el bien común, Buenos Aires 1968. T. MELENDO, Las dimensiones de la persona, Madrid 1999. J. MOUROUX, Sentido cristiano del hombre, Madrid 2001.
J. Alonso
La noción de persona es una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura. Aunque el término ya existía en el mundo grecorromano, adquiere relevancia intelectual en la gestación del dogma trinitario (y cristológico) y de ahí pasa a la antropología para expresar lo más propio y valioso del hombre.
Dios se revela a Israel como un Yo con características personales y se deja interpelar por el hombre como un Tú. Pero sólo en el Nuevo Testamento Dios se nos revela como uno y trino. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios como «Abba». El Dios que viene es ante todo el Padre de Jesús. En la oración muestra Jesús que tiene una intimidad y comunión incomparables con Dios su Padre, por el que ha sido enviado a salvar a los hombres. No se incluye nunca junto a los demás hombres para referirse a Dios como «nuestro Padre». Además de la auto- conciencia de esta relación única con el Padre, hay otras expresiones de la identidad personal de Jesús que le sitúan por encima incluso de la figura del Mesías: perdonar los pecados, corregir la ley, invitar a dejado todo y seguirle.
Lo que en el Jesús histórico se daba de modo implícito e indirecto, se hace explícito en la Iglesia apostólica a partir de la resurrección. Ahora se afirma que Jesucristo es igual a Dios, es Dios. Es la Palabra eterna, el Hijo eterno de Dios que se ha hecho hombre, ha puesto su morada entre nosotros y hemos podido ver y tocar su gloria; se ha abajado hasta hacerse un hombre obediente hasta la muerte para nuestra salvación. En Jesucristo encontramos a Dios en persona: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha hecho penetrar en el conocimiento del Dios verdadero, porque estamos en su Hijo Jesucristo. Él es Dios verdadero y la vida eterna» (1Jn 5, 20). El Padre es el Dios verdadero, pero también lo es el Hijo. Jesús es Dios, siendo el Hijo.
Pero Jesucristo no es sólo el Hijo de Dios encarnado, sino también el portador del Espíritu. En su misterio pascual Jesús va al Padre del que ha salido; y, una vez glorificado por el Padre, nos envía juntamente con Él el Espíritu Santo. Éste aparece vinculado a la obra salvadora del Padre y del Hijo y a la comunión entre ambos. La salvación de los hombres es una obra conjunta y a la vez específica de los tres. Sin ella ni el mundo ni cada hombre en particular pueden alcanzarla
El Padre, el Hijo y el Espíritu aparecen mencionados juntos en el Nuevo Testamento. Pero ni el Nuevo Testamento ni los primeros escritores cristianos usan un concepto genérico para referirse a los tres. Eso comienza con Tertuliano, que recurre al término «persona» para expresar la distinción, lo individual y peculiar de cada uno de los tres; y reserva el término «sustancia» para expresar la unidad del ser de Dios. Con Orígenes se introduce el término «hipóstasis» en el mundo griego para referirse a los tres en Dios, término que sería traducida al latín con la palabra «persona».
Frente a la concepción arriana que consideraba al Hijo una criatura, a partir de Nicea el pensamiento teológico se ve obligado a profundizar en el verdadero significado y alcance de los nombres Padre e Hijo en Dios. Si los nombres responden a la realidad, es imposible que el Padre y el Hijo en Dios no tengan la misma naturaleza. Los nombres relativos del Padre y del Hijo aparecen como un camino para afirmar la consustancialidad de las personas sin negar la distinción entre ellas. Basilio de Cesarea introduce la noción de relación en el debate teológico. Gregorio Nacianceno profundiza en ella. «Padre» e «Hijo» no expresan la sustancia, sino la relación entre ambos en virtud de la generación eterna. En este sentido, la relación paterno-filial y, por tanto, la distinción (relativa) en Dios viene a ser el punto de apoyo para afirmar la consustancialidad del Padre y del Hijo. La relación que distingue a las hipóstasis las une en la misma naturaleza o sustancia.
Agustín recoge estas intuiciones y avanza en la conexión de la noción de persona con la relación. Según él, nos referimos a la personas en Dios sólo cuando usamos los nombres relativos que las caracterizan. Y éstos no indican diversidad substancial. En Agustín, las relaciones, más que la unidad de la sustancia de las personas, garantizan que la distinción en Dios no atente contra la unidad. Pero la interpretación de Agustín se muestra un tanto aporética cuando se plantea si las personas divinas están relacionadas de hecho o si la noción misma de persona implica relación. Su respuesta es que la persona en Dios se dice absolutamente porque el Padre, el Hijo y el Espíritu son en sí mismos personas, no sólo por sus relaciones. Aunque reduce al mínimo la diversidad, de lo dicho se sigue la predicación de la pluralidad en Dios no sólo relativa, sino también absoluta.
Severino Boecio intentó elaborar una definición de persona que pudiera aplicarse a las personas divinas, humanas y angélicas. Pero no tuvo en cuenta los problemas específicos de la teología trinitaria y no incluyó explícitamente en ella la relación: persona es la sustancia individual de naturaleza racional. En Dios la sustancia contiene la unidad y la relación multiplica la trinidad. La relación se establece entre los que son lo mismo, pero no los mismos. Padre, Hijo y Espíritu sólo difieren en la relación. En cierto sentido, la definición de Boecio es un retroceso desde el punto de vista de la noción trinitaria de persona a partir de la relación.
Ricardo de San Víctor sustituye el término sustancia de la definición de Boecio por el término «ex-sistentia» y da la primera definición de persona divina: «La persona divina no es sino la existencia incomunicable». Sitúa las procesiones divinas en el centro de su reflexión teológica. La sustitución se justifica porque en Dios las tres personas comparten la misma sustancia divina y, por tanto, no puede situarse en ella la razón de las diferencias personales. La distinción de las personas se basa únicamente en la relación de origen, es decir, según el modo de existir. La existencia incomunicable indica la irrepetibilidad, un quis o aliquis, propio e irreemplazable. Pero quizás lo más original de Ricardo está en su deducción de la trinidad de personas y, por tanto, de la alteridad a partir del amor sumo que postula un amante, un condigno y condilecto. Cada persona es lo mismo que su amor y, por ello, se excluye que haya en Dios más de tres personas. Se trata de una especulación, pero motivada por la historia de la salvación que le ha dado la posibilidad de pensar a Dios como comunicación de amor.
Especialmente acertada y fecunda ha resultado la concepción que tiene santo Tomás de las personas en Dios como relaciones subsistentes. En cualquier naturaleza la persona es lo que es distinto en ella. La distinción en Dios se hace por el origen, pero más por las relaciones: las relaciones de origen. Pero la relación en Dios no es como un accidente inherente a un sujeto, sino que es la misma esencia divina. Por tanto, es subsistente como lo es la esencia divina. La persona divina es, pues, la relación en cuanto subsistente. Las personas divinas se distinguen sólo en cuanto se relacionan: la distinción en ellas no es separación, sino relación mutua. En las tres personas divinas no hay un substrato previo a su mutua referencia: son en cuanto se relacionan. Las relaciones las constituyen y las distinguen al mismo tiempo. Santo Tomas habla también de las propiedades de las personas y de la imposibilidad de intercambiarse entre sí. Tampoco le es ajena la idea de comunión entre las personas divinas cuando escribe que Dios no es solitario, que hace falta la trinidad de las personas para excluir en Él la soledad y que la soledad divina no podría ser adecuadamente compensada por la compañía de los ángeles y bienaventurados.
En este tema la teología del siglo XX se movió entre la prevención para aplicar a la Trinidad el concepto moderno de persona y la pluralidad de intentos de explicarla como comunión interpersonal.
Karl Barth opina que la noción moderna de persona como sujeto autoconsciente y autónomo se aplica a la unidad más que a la Trinidad de Dios. A la unicidad de la esencia divina, que no puede multiplicarse por tres, pertenece la personalidad. Para expresar la distinción trinitaria prefiere utilizar la noción de maneras de ser. El Dios revelado es uno en tres maneras de ser que existen en sus relaciones mutuas. En Dios todo es personal, nada es neutro. Pero no podemos decir que haya tres personalidades, tres Yo divinos, sino tres veces el único Yo divino. Según Barth, el concepto de persona aplicado a la Trinidad en Dios no se aclaró en los comienzos ni después. La introducción del concepto moderno de persona ha creado más confusión, pues puede inducir al triteísmo. Ciertamente, en Dios no nos sale al encuentro un poder impersonal, sino una persona, un «Yo» que es en sí y para sí, con un pensamiento y voluntad que le son propias. El Padre, el Hijo y el Espíritu son Dios cada uno a su modo. No les distingue la participación en la única esencia, que es común a los tres. El Dios uno, el único Dios personal, no lo es sólo en una forma, sino en la forma de ser del Padre, del Hijo y del Espíritu. Las diferencias con que aparecen entre ellos en la revelación, y que no podemos reducir a un común denominador, remiten a la distinción en la trinidad inmanente y a su ser uno en estos modos distintos de ser.
Influido por Barth, también Karl Rahner sostiene que ofrece dificultades la aplicación del término «persona» a los tres en Dios: puede inducir a pensar en tres centros distintos de conciencia y actividad. Esto nos llevaría al triteísmo y nos alejaría de las declaraciones magisteriales, según las cuales en Dios se da sólo un poder, una voluntad, un único ser en sí, un único obrar, una única felicidad. Por eso, si aplicamos el concepto de persona a los tres en Dios, hemos de apartar cuidadosamente de él todo lo que haga pensar en tres subjetividades. Llega a escribir que tampoco se da intratrinitariamente un tú recíproco en Dios. Por eso, busca la posibilidad de formular de otro modo lo que la teología clásica ha querido expresar con el término «persona». Cree encontrarlo en la noción de «forma de subsistencia». El Dios único subsiste en tres formas distintas de subsistencia. Las tres formas de subsistencia es el concepto explicativo, no para persona, que es única en Dios, sino para la personalidad, que es lo que hace que la realidad concreta de Dios, que nos sale al encuentro de tres maneras distintas, se nos presente precisamente de esa manera.
Pero la mayoría de teólogos actuales sigue el camino opuesto. Si lo que Barth y Rahner querían conjurar era el triteísmo, ellos intentan superar el modalismo. Surgen así diversos intentos de explicar la trinidad de personas en Dios según el modelo de la comunión interpersonal. El más radical es Jurgen Moltmann. Escribe éste que Barth y Rahner asumen la noción moderna de persona sólo parcialmente: olvidan la relación y piensan el yo sin relación con el tú. Así se llega al monoteísmo, no a la Trinidad. Hay que partir del dato bíblico de la trinidad de personas y a partir de ellas explicar la unidad. Él la explica como un estar pericoréticamente unidas más que como ser una misma cosa. Parece que en su explicación la unidad divina es una realidad in fieri, que sólo será definitiva en la escatología, y no un dato primado y realizado desde siempre en el ser de Dios.
En teología católica ese camino fue abierto por Heribert Mühlen y proseguido, entre otros, por Hans Urs von Balthasar, Gisbert Greshake, Piero Coda, Luis F. Ladaria... Éste considera que la noción cristiana de Dios concede a la trinidad la misma dignidad que a la unidad y que no existe en el cristianismo un principio de diálogo basado sólo en la relación yo-tú ni en Dios ni en los hombres, sino que debe incluir también la relación del nosotros divino con el nosotros humano.
El nosotros intradivino se manifiesta en la economía salvífica llevada a cabo conjuntamente por el Padre, el Hijo y el Espíritu y suscita el nosotros humano del ser eclesial. Cuando Jesús dice «yo y el Padre somos una misma cosa» (Jn 10, 30) presupone su existencia y la del Padre (y resp. del Espíritu). No puede haber una unidad que no sea la de los tres. El Nuevo Testamento nos muestra a los tres actuando conjuntamente en la obra de la salvación y con características personales propias: los tres son conscientes, activos y se autoposeen, pero en relación y comunión con los otros. Luego cada uno de ellos posee de un modo misterioso el ser yo, si bien en relación y comunión con los otros. La conciencia de cada una de las personas en Dios es la conciencia de ser Dios de modo distinto de las otras, pero en relación y comunión con ellas.
La unidad de las personas divinas viene dada por la esencia divina, que se identifica con la perfección de ser en el amor y, por tanto, lleva en si la característica de la unión, la comunión interpersonal y el «nosotros». La divinidad tiene en el Padre la fuente única, pero el Padre no existe más que en la relación al Hijo y al Espíritu, en la donación Y entrega total y sin reservas. El amor del Padre que se identifica con su naturaleza divina está en el origen de la generación del Hijo y de la procesión del Espíritu. Este mismo amor los hace surgir como distintos de Él en la posesión de la única divinidad. Un mismo amor es la esencia de los tres, pero asume características personales propias e inintercambiables.
BibliografíaP. CODA, Dios uno y trino. Revelación, experiencia y teología, Salamanca 2000. L.F. LADARIA, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca 1998; La Trinidad, misterio de comunión, Salamanca 2002.
G. del Pozo
El dogma de Cristo tuvo que recurrir también a la noción de persona como contradistinta a la de naturaleza para expresar la identidad última de Jesucristo: en el centro del entero acontecimiento de Cristo está una única persona, la del Hijo eterno de Dios, que posee desde siempre la naturaleza divina y en la encarnación ha asumido también la naturaleza humana.
El punto de partida del dogma de Cristo como una única persona divina en una doble naturaleza divina y humana se encuentra en la presentación neotestamentaria del acontecimiento de Cristo: el Jesús crucificado es también el resucitado; el ascendido al cielo es el mismo que el que vendrá al final de los tiempos; el que ha nacido de María por obra del Espíritu Santo y cuyas palabras y obras han sido escuchadas y vistas por los hombres es el mismo que existía desde siempre junto a Dios y era el Hijo o Verbo eterno de Dios.
Parece que la introducción del término persona en cristología se debe también a Tertuliano: «Vemos una doble condición, no confusa sino unida en una sola persona, Dios y el hombre Jesús» (Adversum Praxeam, 27, 11). Este texto de comienzos del siglo III ha sido considerado un auténtico milagro de precisión, dos siglos antes de su aclaración definitiva con los términos prósopon e hypóstasis en Calcedonia (451). De hecho hasta Jerónimo y Agustín no se vuelve a recurrir a la noción de persona para explicar la unidad de Cristo en el sentido que luego lo hará Calcedonia.
En Calcedonia tenemos el pronunciamiento decisivo sobre la unión de la naturaleza divina y la humana en la única persona de Cristo: D. 301-302. Se insiste en el «uno solo y mismo», el único sujeto que es el Hijo, nuestro Señor Jesucristo, hecho hombre por nosotros. Es la herencia enriquecida y precisada de Cirilo de Alejandría, que había defendido la unidad de Cristo en el Logos divino y la posibilidad de atribuir a la persona divina propiedades tanto humanas como divinas, y del Concilio de Éfeso (431), que hizo propia esta doctrina. Ahora se precisa que la unión de la naturaleza humana con el Verbo divino es hipostática. Jesucristo es la persona divina del Hijo de Dios hecho hombre.
La cuestión está en mostrar cómo en Cristo hay dualidad de naturalezas en una sola persona. Jesucristo es el Hijo de Dios en persona y auténtico hombre. Debido a esta concreción humana individual de Cristo, en cristología se recurrió al término «persona» para subrayar más la subsistencia que la relacionalidad. Esta línea interpretativa llevó a la difícil cuestión de la distinción en Cristo entre persona y naturaleza. Se dieron numerosas interpretaciones sobre la nota o constitutivo formal de la persona, pero, a diferencia de lo que sucedió en la doctrina trinitaria, ninguna lo situaba en la relación. Estas teorías iban unidas a la afirmación de que la humanidad de Cristo no era persona. Sacrificaban la perfección de la naturaleza humana al no ser ella misma persona. Mientras que las teorías explicativas de la persona en teología trinitaria acabaron viendo lo propio de la misma en la relación (de origen), en la cristología se vio lo propio de la persona en algo absoluto y subsistente. Influyó el hecho de que se pensaba en el modelo de la persona humana, aunque fuera para negarla en Cristo.
Mientras tanto la reflexión filosófica sobre la persona humana ha experimentado notables desplazamientos de sus acentos. En la filosofía se tiende a definir la persona no sólo a partir de la autoconciencia (R. Descartes) y la autonomía (I. Kant), sino también del diálogo interpersonal (personalistas) y la autotrascendencia (M. Heidegger)... Motivados por ello, y más aún por coherencia teológica, no pocos teólogos actuales han llegado a la conclusión de que la explicación de la persona no puede seguir caminos divergentes en teología trinitaria y cristología. Aunque el punto de partida es distinto, hay una semejanza fundamental: se trata de definir la persona como contradistinta a la naturaleza. Y a ello ayuda la explicación de la persona como ser relacional.
El ser divino de Jesús se desvela como el ser la persona del Hijo en relación con el Padre, no por autotrascendencia de su yo, sino por una relación generada por el don amoroso del Padre, acogido y a la vez abierto al don de sí. La relacionalidad de Jesús no se agota en la relación yo-tú con el Padre, sino que, en el horizonte del don mutuo, se consuma en la comunión personal del Espíritu. Pero a la luz pentecostal de éste, se desvela que la relación de comunión en Cristo no se reduce a un «nosotros divino», sino que se abre al otro humano (y a todos los hombres) cuya existencia alumbra mediante una llamada y respeta como otro(s) en el orden de su constitución creada (conciencia, libertad) y de la sociabilidad (comunidad-sociedad).
El ser persona divina de Cristo no vacía su ser (conciencia y libertad) de hombre, sino que, al vivir «humanamente» su filiación divina, lo eleva, le hace partícipe de su relación con el Padre y le lleva así a su máximo grado de personalización en la forma más elevada de solidaridad. Esto sucede porque la persona, principio de unidad en su mismo ser, es esencialmente abierta, orientada a la acogida y comunicación de sí en la relación. Cristo aparece personalmente como un hombre completamente singular, un caso único. Deviene el nuevo y definitivo Adán, en cuyo seguimiento e incorporación todos los hombres pueden devenir nuevas criaturas.
La ausencia de persona humana en Cristo no implica privación alguna de la perfección de la naturaleza humana. Al ser asumida ésta por la persona del Hijo en la dinámica de su comunicación con el Padre y el Espíritu queda plenamente realizada y personalizada. Jesucristo es perfecto hombre. La ausencia de la persona humana de Cristo no hace a éste menos hombre. Al asumir el Verbo de Dios la naturaleza humana completa, la vivifica y la personifica incorporándola a la comunión con el Padre en el Espíritu. La entera naturaleza humana de Jesús está así personalizada por el Verbo y en el Verbo.
Aunque sin hacer referencia al término «persona», el Vaticano II ha tratado sobre esta perspectiva en Gaudium et spes. Desarrollando la herencia de los grandes concilios cristológicos, enseña no sólo que Cristo tiene una naturaleza humana completa y es, en este sentido, un perfecto hombre, sino que es «el hombre perfecto» (GS 22) y «el que le sigue [...] se hace él mismo más hombre» (GS 41).
BibliografíaA. AMATO, Jesús el Señor, Madrid 2002. J. GALOT, ¡Cristo! ¿Tú quién eres?, Madrid 1982. Ch. SCHÖNBORN, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Madrid 1999.
G. del Pozo
Lo que denominamos piedad popular siempre ha existido en la Iglesia. En los primeros siglos, sus manifestaciones convivían pacíficamente con las litúrgicas, fecundándose mutuamente. Sólo a partir de la Edad Media, se produce una ruptura de esa armonía, de forma que van delimitándose dos campos: el de la liturgia con sus ritos y el de las formas religiosas no litúrgicas, mucho más populares A partir de Trento, aún conservándose bien diferenciadas, liturgia y piedad popular se unen de nuevo con dos objetivos: contribuir a la evangelización y potenciar la labor de exaltación de la fe católica tras la crisis protestante; esta nueva síntesis elaborada con criterios barrocos se ha mantenido prácticamente de forma generalizada hasta mediados del siglo XX, conservándose incluso hasta la actualidad en algunos casos.
No obstante, y a pesar de la riqueza de este fenómeno en el seno de la Iglesia católica, no sería sino hacia 1960 cuando se convirtió, y en principio sólo dentro del ámbito latinoamericano, en objeto prioritario I de consideración teológica; dos décadas después lo sería también en el europeo. Las conferencias generales del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968) y Puebla (1979) marcaron los hitos principales de tal reflexión hasta la promulgación en 2001 del I Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, precedido, a su vez, por diversos documentos de carácter pastoral y obras sobre el particular enfocadas desde diversas perspectivas.
Ante todo, convendrá precisar la terminología que se ha utilizado para referirse a esta rica y compleja realidad. Fundamentalmente se ha hablado de «religiosidad popular», «catolicismo popular» y «piedad popular», aunque también se han usado otras expresiones como, por ejemplo, religión del pueblo. La expresión «religiosidad popular» es, probablemente, la más común en la literatura especializada, aunque, en sentido estricto, el término es muy genérico y como tal podría referirse a cualquier religión. Algunos autores, queriendo centrar más el objeto de estudio, se refieren al «catolicismo popular», expresión mucho más concreta y exacta; por último, a partir de la Evangelii nuntiandi, se habla también de «piedad popular», término adoptado en prácticamente todos los documentos del magisterio. Se puede hablar de «religiosidad popular» para definir las formas populares en que se expresa lo religioso en todas las religiones; mientras que «catolicismo popular» se referiría propiamente a las formas en que el pueblo católico expresa su relación con lo sagrado, aunque puedan aparecer residualmente también otras formas religiosas. Por fin, habría que referirse a «piedad popular» para definir al conjunto de manifestaciones de fe surgidas de la inculturación del catolicismo en los diversos pueblos.
El Concilio Vaticano II no abordó el fenómeno de la piedad popular, aunque sí algunos puntos que posibilitaron más tarde la reflexión; fundamentalmente todo lo referente a los ejercicios piadosos, a la cultura y a la propia religión, además de otras aportaciones como la consideración de la Iglesia como Pueblo de Dios o el papel de los laicos. Para poner en marcha la doctrina conciliar en su área se convocó en 1968 la II Conferencia General del Episcopado Latino americano en la ciudad colombiana de Medellín, que marcó un hito por lo que respecta a la piedad popular, ya que por vez primera se acometía una reflexión eclesial autorizada sobre el fenómeno, suponiendo un avance considerable en el proceso de aprecio de la religiosidad popular que sentó las bases de ulteriores aportaciones de gran interés. No obstante, resultan palpables sus lagunas ya que presentaba un análisis más sociológico que propiamente teológico.
Una de las primeras consecuencias del Documento de Medellín fue la contribución que los obispos latinoamericanos hicieron al Sínodo Episcopal de 1974, centrado en la evangelización del mundo contemporáneo, con una sugerente aportación en orden a una correcta comprensión de este fenómeno pastoral, en la que ya se identificaban religiosidad popular y catolicismo popular, y se señalaba la heterogeneidad de sus manifestaciones, en muchas ocasiones mezcladas con elementos no cristianos; igualmente se reconocía su validez y la oportunidad que ofrecía para el anuncio de la fe, por lo que se debla valorar y respetar, cultivándola pastoralmente sin descuidar su oportuna purificación. Por primera vez en un documento de este tipo, se reconocía la existencia de una teología de la religiosidad popular y se indicaba su potencialidad evangelizadora en el seno de la propia Iglesia.
Recogiendo las aportaciones del Sínodo, Pablo VI ofrecía a la Iglesia en 1975 la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, donde quedaba patente el creciente interés del magisterio por la religiosidad popular, siendo la primera ocasión en que un documento magisterial de tan alto rango trataba sobre el tema. El Papa señalaba las posibilidades para la evangelización de lo que denominaba piedad popular, a la vez que recordaba sus limitaciones; en cualquier caso, quedaba remarcada la gran fuerza evangelizadora de sus manifestaciones.
Fruto del interés despertado por el fenómeno de la religiosidad popular; a partir de los últimos años sesenta fueron también muchos y diversos los acercamientos que se hicieron desde algunos ángulos representativos del quehacer teológico del momento, especialmente dentro del área latinoamericana. Así, se pueden distinguir, al menos, interpretaciones desde la sociología, la historia y la antropología (grupo ECOISYR, equipo FERES, M. Marzal, L. fiera), algunas desde la teología de la liberación (J.C. Scannone, E. Dussel, S. Galilea, D. Irarrázaval) y otras preferentemente teológicas y pastorales (A. López Trujillo, J. Lozano Barragán, J. Alliende Luco, M. Arias Reyero).
Con todo, el acontecimiento eclesial más importante del siglo XX por lo que se refiere a la reflexión sobre el fenómeno de la piedad popular es la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla en 1979. Estrechamente relacionado con su Documento Final se encuentra el magisterio desarrollado por el papa Juan Pablo H con ocasión de su viaje pastoral a México para la inauguración de dicha Conferencia; de hecho, parece probado que éste influyó notablemente en la Asamblea, constituyendo un «precioso criterio, estímulo y cauce» para sus deliberaciones. El magisterio de Juan Pablo II sobre la religiosidad o piedad popular ha sido muy amplio. Quizás la intervención de mayor importancia en los primeros años del pontificado fue la homilía pronunciada en la basílica de Zapopán en Guadalajara (México). El Papa enseñaba que la piedad popular «no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada en el encuentro feliz entre la obra de la evangelización y la cultura local». Para Juan Pablo II, «... así guiada y sostenida, y, si es el caso, purificada por la acción constante de los pastores, y ejercitada diariamente en la vida del pueblo, la piedad popular es de veras la piedad de los pobres y sencillos. Es la manera como estos predilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes humanas y en todas las dimensiones de la vida, el misterio de la fe que han recibido» (AAS 71[1979] 227-228).
Puebla entiende «por religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular [...] el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan. Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado. La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Es un catolicismo popular» (Puebla, n. 444).
En conjunto, podemos señalar que Puebla ha realizado el mayor esfuerzo pastoral del siglo XX por integrar la religiosidad popular no sólo en el entramado pastoral de la Iglesia, sino también en su reflexión teológica: «... necesita ser estudiada con criterios teológicos y pastorales para descubrir su potencial evangelizador» (Puebla, n. 910). Se ha legitimado y, más aún, se ha afirmado su gran capacidad evangelizadora de la religiosidad popular, aunque sin perder de vista sus limitaciones, fruto, en buena parte, de la desatención pastoral a la que se ha visto sometida durante décadas.
Muchos autores han señalado que posiblemente las principales aportaciones de la teología latinoamericana en los últimos años sean la reflexión sobre la religiosidad popular y la teología de la liberación. Ambas guardan estrecha relación ya que la religiosidad popular, tras unos primeros años de desprecio por considerarla alienante, fue adoptada por la teología de la liberación como instrumento para alcanzar sus propósitos. Se convertía, incluso, en la opción pastoral básica cuyo núcleo era la comunidad eclesial de base. Desde finales de los sesenta se constata un gran interés en vincular la religiosidad popular con el cambio social que propugnaban los autores más señalados de la teología de la liberación. En líneas generales, los autores, asumiendo herramientas hermenéuticas procedentes del marxismo, pretendían situarse en el plano de la praxis abordando la reflexión teórica desde la perspectiva de las clases explotadas. Además, creían necesaria la ruptura epistemológica con las interpretaciones de la religiosidad popular precedentes. Se entendía la religiosidad popular en el contexto de la lucha de clases, siendo en este caso una lucha de carácter Ideológico. Y, puesto que la religiosidad popular es la del pueblo oprimido, éste debe utilizarla para conseguir liberarse del opresor. Hasta el presente, seguían afirmando, esa religiosidad ha sido alienante; desde el mismo momento en el que el pueblo cobre conciencia de la necesidad de liberación, esa religiosidad recuperará toda su potencialidad de protesta y le ayudará a sentar las bases para la transformación de la sociedad. Desde este punto de vista, interesaba descubrir cuáles eran los elementos críticos que encerraba la religiosidad popular a fin de potenciarlos.
Mientras tanto, en Europa también se reflexionaba sobre el fenómeno, si bien es cierto que a remolque de las investigaciones históricas, sociológicas, etnológicas y antropológicas. En el ámbito germánico se había trabajado fundamentalmente en el campo del folklore, con el romanticismo como telón de fondo. Por su parte, en Francia los estudios se situaban en el rico conjunto de la historia de las mentalidades, campo en el que sobresale indiscutiblemente Bernard Plongeron. Todo ello dio pie a que se abordara el estudio de la piedad popular dentro de la fenomenología religiosa, constituyendo sólo en un momento posterior objeto de la reflexión teológico-pastoral. Otro tanto ocurría en Italia y España, donde pueden señalarse algunos nombres destacados como Rosendo Álvarez Gastón, Luis Maldonado, Jesús Castellano, Achille Triacca o Manlio Sodi.
A mediados de los setenta aparecían las primeras aportaciones magisteriales específicas sobre la piedad popular. En este sentido, y por motivos obvios, los obispos del sur de España elaboraban en 1975 un valioso documento que abordaba el fenómeno del catolicismo popular, que luego volvieron a revisar una década después; conviene destacar igualmente la reflexión sobre las hermandades y cofradías publicada en 1988.
En la misma línea, la Conferencia Episcopal Española también decidía acometer la cuestión. En 1987 aparecía un documento de la Comisión Episcopal de Liturgia titulado Evangelización y renovación de la piedad popular y, dos años después, elaborado por el Secretariado Nacional de Liturgia, el Directorio litúrgico-pastoral denominado Liturgia y piedad popular. Ambos documentos son referencias obligadas, como así recoge el Directorio de la Congregación para el Culto Divino promulgado el 17 de diciembre de 2001.
El Directorio sobre la piedad popular y la liturgia constituye, por el momento, el documento de mayor rango sobre el particular. Su objeto es «considerar de forma orgánica los nexos que existen entre liturgia y piedad popular, recordando algunos principios y dando indicaciones para las actuaciones prácticas» (n. 3). Se divide en dos partes: en la primera se ofrece un repaso histórico de las imbricaciones entre liturgia y piedad popular, una clarificación conceptual a la luz de la teología y el magisterio y, por último, los principios teológicos para la valoración y renovación de la piedad popular. En la segunda parte se presenta un conjunto de orientaciones para armonizar liturgia y piedad popular en las diversas celebraciones del año litúrgico, en el rico campo de las manifestaciones de veneración a la Madre de Dios y a los santos y en el de los sufragio por los difuntos; se completa con una reflexión teológico-Pastoral sobre los santuarios y las peregrinaciones. Nunca antes se había ofrecido un elenco tan pormenorizado de expresiones de la piedad popular, si bien es cierto que en todo momento se realiza desde la perspectiva litúrgica, incluyéndose como tales algunas sugerencias modernas realizadas por los liturgistas que todavía no han arraigado ni alcanzado el favor popular.
Resumiendo, podemos señalar la evolución experimentada en la apreciación del fenómeno de la piedad popular, especialmente por parte de la jerarquía eclesiástica: se pasó de una convivencia pacífica y aceptada a un distanciamiento consciente, para volver finalmente a realizar un progresivo acercamiento. Estos avatares han tenido un fruto positivo ya que han permitido discernir y delimitar exactamente cuál es la realidad de este fenómeno pastoral, señalando sus luces y sus sombras, a la vez que han ofrecido la posibilidad de contar con un interesante conjunto de estudios sobre la piedad popular.
El Directorio define la piedad popular como el conjunto de «las diversas manifestaciones cultuales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la sagrada Liturgia, sino con las formas peculiares derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura» (n. 9).
El variado y rico lenguaje a través del que se expresa la piedad popular incluye gestos, textos y fórmulas, el canto y la música, las imágenes, los lugares y los tiempos; son, por lo tanto, muchas y muy variadas sus manifestaciones concretas. A grandes rasgos, se hace patente tanto individual como colectivamente (poblaciones, parroquias, cofradías, etc.), en torno a las personas (divinas y humanas), a los tiempos, a los lugares y a los objetos y mediaciones sagrados. Constituyen una amplia gama de expresiones religiosas que han nacido «muchas veces como un recurso para alimentar la espiritualidad del pueblo cristiano, sobre todo cuando en épocas de decadencia litúrgica ésta no encontraba en la liturgia la fuente primera e indispensable (SC 14). Pero también han nacido como expansión natural de algunas celebraciones litúrgicas, en orden a favorecer una contemplación y una vivencia más amplia y espontánea del misterio de la salvación» (Liturgia y piedad popular, n. 7).
La piedad popular tiene unos valores que han de ser reconocidos: «... la presencia trinitaria que se percibe en devociones e iconografías, el sentido de la providencia de Dios Padre; Cristo, celebrado en su misterio de Encarnación (Navidad, el Niño), en su Crucifixión, en la Eucaristía y en la devoción al Sagrado Corazón; amor a María: Ella y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, venerada como Madre Inmaculada de Dios y de los hombres, como Reina de nuestros distintos países y del continente entero; los santos, como protectores; los difuntos; la conciencia de dignidad personal y de fraternidad solidaria; la conciencia de pecado y de necesidad de expiación; la capacidad de expresar la fe en un lenguaje total que supera los racionalismos (canto, imágenes, gesto, color, danza); la fe situada en el tiempo (fiestas) y en lugares (santuarios y templos); la sensibilidad a la peregrinación como símbolo de la existencia humana y cristiana; el respeto filial a los pastores como representantes de Dios; la capacidad de celebrar la fe en forma expresiva y comunitaria; la integración honda de los sacramentos y sacramentales en la vida personal y social; el afecto cálido por la persona del Santo Padre; la capacidad de sufrimiento y heroísmo para sobrellevar las pruebas y confesar la fe; el valor de la oración; la aceptación de los demás» (Puebla, n. 454).
No obstante, también se perciben insuficiencias y sombras: «Falta de sentido de pertenencia a la Iglesia; desvinculación entre fe y vida; el hecho de que no conduce a la recepción de los sacramentos; valoración exagerada del culto a los santos con detrimento del conocimiento de Jesucristo y su misterio; idea deformada de Dios; concepto utilitario de ciertas formas de piedad; inclinación, en algunos lugares, al sincretismo religioso; infiltración del espiritismo y, en algunos casos, de prácticas religiosas del Oriente» (Puebla, n. 914).
Aun con todo, la piedad popular «es una realidad eclesial promovida y sostenida por el Espíritu sobre la cual el Magisterio ejerce su función de autentificar y garantizar» (Directorio, n. 50). ¿De acuerdo con qué principios teológicos se ha de valorar y renovar la piedad popular? El Directorio señala los siguientes: Trinitario, cristocéntrico, eclesiológico, bíblico y de inculturación de la fe (nn. 76-92), a los que podría añadirse el litúrgico. Esto es, las diversas manifestaciones de la piedad popular han de reflejar correctamente la dimensión trinitaria de la experiencia cristiana sirviendo de cauce para un auténtico diálogo entre Dios y el hombre por medio de Cristo y bajo el impulso del Espíritu Santo; han de tener siempre como lugar de referencia la Iglesia, dejándose guiar por sus pastores y acatando la disciplina al tiempo que manifiestan correctamente la vivencia del sacerdocio común de los fieles; han de dejarse penetrar por la Palabra de Dios, sin dejarse llevar de fenómenos extraños ni revelaciones particulares; finalmente, esas manifestaciones de la piedad popular deben expresar adecuadamente la inculturación de la fe, evitando todo tipo de subjetivismos, personalismos y elementos extraños que pudieran dar lugar a cierto sincretismo.
Es un hecho cierto que las múltiples y variadas manifestaciones de la piedad popular, «cuando están bien orientadas mediante una pedagogía de evangelización y de inspiración en la liturgia, contienen siempre y sirven de cauce a la fe cristiana como don de Dios al hombre y respuesta generosa de éste, a impulsos de la gracia» (Liturgia y piedad popular, n. 7). De hecho, aunque ha producido y sigue produciendo numerosos frutos de gracia y santidad, a la vez que sirve de contrapeso para un exceso de puritas litúrgica (Directorio, n. 50), sin embargo, en muchas ocasiones se ha querido presentar los ejercicios piadosos propios de la piedad popular en contraposición a la liturgia. Nada más lejano a la realidad puesto que, con frecuencia, ambos aparecen entrelazados e, incluso, indisolublemente unidos. El Catecismo de la Iglesia Católica señala que «el pueblo cristiano ha encontrado, en todo tiempo, su expresión en formas variadas de piedad en tomo a la vida sacramental de la Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las procesiones, el vía crucis, las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc.» (CCE 1674), si bien es cierto que «estas expresiones prolongan la vida litúrgica de la Iglesia, pero no la sustituyen» (CCE 1675).
Por otro lado, ya el Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum concilium, indicaba que «la participación en la Sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual» (SC 12). En efecto, además de la liturgia, el cristiano tiene otros cauces para mantener su trato con Dios: entre ellos, la oración personal y los ejercicios piadosos. A este respecto, señala la misma Constitución que estos ejercicios, máxime si han sido aprobados por la Iglesia, son sumamente recomendables siempre y cuando «se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la Sagrada Liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo ya que la Liturgia por su naturaleza está muy por encima de ellos» (SC 13).
De todo lo cual se puede concluir que «la armonía entre celebraciones litúrgicas y actos piadosos es el alimento completo que sostiene y robustece la vida en el espíritu». Cuando se armonizan liturgia y devociones, la vida espiritual resulta favorecida en todos los casos. Así mientras que, por una parte, «la piedad vivida en la celebración se prolonga en la práctica de ejercicios piadosos y ascéticos», por otra, éstos «poseen una especial capacidad pedagógica para introducir en los misterios celebrados en la liturgia». En efecto, «la liturgia y las devociones son dos modos de vivir y de expresar el misterio de Cristo, de acuerdo con la peculiaridad propia de cada uno. La liturgia actualiza el misterio, haciéndolo presente y operante bajo el velo de los signos en el aquí y ahora de la celebración. Las devociones evocan el misterio con el piadoso afecto de la contemplación, meditándolo y estimulando la voluntad del que lo contempla [...] Ahora bien, cuando la liturgia y las devociones están presentes en la vida espiritual de una comunidad o de unos fieles, sin extrañas amalgamas o confusión entre ambos modos de traducir la piedad con Dios, se produce una fecundación mutua. La liturgia presta a las devociones su fundamentación histórico-salvífica y bíblica, su sentido eclesial y comunitario, su conciencia de la gratuidad de los dones de Dios y las actitudes de alabanza, acción de gracias, deseo de liberación, espíritu de servicio y exigencias de compromiso apostólico y social. Por su parte, las devociones enriquecen a las personas y a las comunidades con la experiencia de vida, la sencillez, la concreción y encarnación, la búsqueda de respuesta a los problemas más acuciantes y el anhelo de satisfacer las necesidades más profundas del ser humano. De este modo, la liturgia y las devociones, respetándose en su identidad propia, se enriquecen mutuamente» (Evangelización, nn. 20-23).
BibliografíaCELAM, Iglesia y religiosidad popular en América Latina: ponencias y documento final, Bogotá 1977. COMISIÓN EPISCOPAL DE LITURGIA, Piedad popular y Liturgia: Ponencias de las Jornadas Nacionales de Liturgia, Madrid 2003. COMISIÓN EPISCOPAL DE LITURGIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Evangelización y renovación de la piedad popular, Madrid 1987. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, Madrid 2002. OBISPOS DEL SUR DE ESPAÑA, El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales, Madrid 1985. SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Liturgia y piedad popular. Directorio litúrgico-pastoral, Madrid 1989. M. SODI y G. LA TORRE (eds.), Pietá popolare e liturgia. Teología, spiritualitá, catechesi, cultura, Cittá del Vaticano 2004.
F. Labarga
Por «pluralismo» se entiende el «sistema por el cual se acepta o reconoce la pluralidad de doctrinas en diversas materias». De forma genérica, se acepta que existe pluralismo cuando dentro de un mismo ámbito (político, social, cultural, económico, religioso, etc.) hay planteamientos diferentes. En principio, con la palabra «pluralismo» se pretende expresar la legitimidad de la diversidad en un área común. En la vida de la Iglesia el término «pluralismo» es de uso muy reciente. El Concilio Vaticano II lo empleó para referirse a las sociedades civiles y a los estados, cuyos ciudadanos participan de diversas ideologías y religiones (cf. GE 7; GS 76), pero no lo aplicó a ningún ámbito de la vida eclesial. En los años inmediatamente posteriores al Concilio, el papa Pablo VI, recogiendo unas expresiones que de forma creciente se aplicaban a numerosos aspectos de la vida de la Iglesia, se preocupó explícitamente de la cuestión del pluralismo en relación con la unidad de la fe, estableciendo una serie de precisiones de capital importancia, sobre todo, cuando después de 1970, «a un pluralismo de cohesión sucedieron reivindicaciones de un pluralismo de heterogeneidad y de dislocación» (Ph. Delhaye). Al tema de «La unidad de la fe y el pluralismo teológico» dedicó su reflexión la joven Comisión Teológica Internacional en 1972. Desde entonces, tanto el magisterio pontificio como la reflexión teológica, han abundado en expresiones que reflejan la importancia del tema. Repasar las intervenciones más notables al respecto permitirá clarificar la cuestión del pluralismo, concretándolo de modo especial en el ámbito teológico y religioso.
De las numerosas referencias del papa Pablo VI a la cuestión del pluralismo pueden destacarse dos: la Audiencia General del 14 de mayo de 1969 y la Exhortación apostólica Paterna cum benevolentia (8 de diciembre de 1974). En la primera, después de haber notado que el pluralismo «se encuentra en las cosas, y después en los conceptos y en las palabras», el Papa se preguntaba: «¿Somos nosotros pluralistas?». Y él mismo respondía: «... la respuesta a esta misma pregunta no puede ser más que plural. Es decir: si, claro que lo somos [...]; lo somos precisamente por ser católicos, esto es, universales [...] Nuestra vocación es para el Todo». En la vida de la Iglesia este pluralismo se manifiesta «en la conveniencia de autorizar a toda lengua a expresarse con su propia voz litúrgica, en la valoración positiva de la multiplicidad de hecho de las diferentes confesiones cristianas en el camino del ecumenismo, en el honor reconocido a todo obispo, a toda Iglesia local y a toda sabia actividad del laicado católico, en la legitimidad de las diversas formulaciones de las doctrinas teológicas relativas a una única verdad revelada ya definida por el magisterio de la Iglesia». Pablo VI reconoce que «también en el campo eclesial la complejidad de sus componentes doctrinales, jerárquicos, rituales, morales no puede expresarse más que en formas y en palabras pluralistas». Lo urgente para el Santo Padre es recordar la legitimidad y el límite de nuestro pluralismo religioso. Para ello, frente a los que planteaban objeciones respecto al pluralismo introducido por la Iglesia en el campo de la liturgia, el Papa propone el testimonio de san Agustín, quien lee referido a la Iglesia lo dicho en el Salmo 44: «¿Cuál es el vestido de esta reina [la Iglesia]? Es un vestido precioso y variado: los misterios de la doctrina en la diversidad de las lenguas. Hay una lengua africana, otra siríaca, otra griega, otra hebrea y muchas más; estas lenguas forman el tejido variopinto del vestido de esta reina. Pero así como toda la variedad del vestido se integra en una unidad, así también todas las lenguas en una sola fe. Haya, pues, variedad en el vestido, pero no rotura» (Enarrationes in Psalmos 44, 24; PL 36, 509). ¿Qué decir del pluralismo teológico? En este punto Pablo VI invita a ser mucho más prudentes, atendiendo a las leyes mismas de la verdad revelada y de la interpretación de la Palabra de Dios. Se puede mantener la inadecuación de la palabra humana para expresar la profundidad insondable del contenido teológico concerniente a una fórmula dogmática (cf. Rm 11, 33 ss.; D. 806, 432), así como la posibilidad de interpretar una misma verdad dogmática en diferentes ámbitos teológicos (apologética, catequética, oratoria, etc.), y, en consecuencia, la legitimidad de diferentes escuelas teológicas y espirituales, pero -afirma Pablo VI- «no seremos fieles a la univocidad de la Palabra de Dios, al magisterio de la Iglesia que de ella deriva, si nos arrogásemos la licencia de un "libre examen", de una interpretación subjetiva, de una subordinación de la doctrina definida a los criterios de las ciencias profanas y mucho menos a la moda de la opinión pública, a los gustos y a las desviaciones de la mentalidad especulativa y práctica de la literatura corriente». La Iglesia católica es extremadamente exigente en lo que se refiere a Cristo, a la tradición y a nuestra salvación. «La fe no es pluralista. La fe, incluso en lo que se refiere al envoltorio de las fórmulas que la expresan, es muy delicada y exigente; y la Iglesia vigila y exige que la palabra que enuncia la fe no traicione la verdad sustancial».
A instancias del mismo Pablo VI, la Comisión Teológica Internacional se ocupó de la cuestión del pluralismo. Sus miembros realizaron estudios previos que concluyeron finalmente en un texto formado por quince tesis, aprobado in forma specifica por la Comisión. Las tesis fueron aprobadas por mayoría (en parte por unanimidad) en la sesión del 5 al 11 de octubre de 1972, y publicadas bajo el titulo La unidad de la fe y el pluralismo teológico. Las nueve primeras tesis plantean las dimensiones del problema. La primera afirma que «la unidad y la pluralidad en la expresión de la fe tienen su fundamento último en el misterio mismo de Cristo, el cual, [...] excede las posibilidades de expresión de cualquier época de la historia». La segunda presenta la unidad-dualidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, como un punto concreto de partida a la unidad-pluralidad de la fe. La tercera recuerda que el dinamismo de la fe cristiana implica la obligación de dar razón de ella, y aunque la fe no es una filosofía, imprime una dirección al pensamiento. La cuarta señala cómo la verdad de la fe está ligada a su caminar histórico (de Abrahán a Cristo y de Cristo a la Parusía), de ahí que la ortodoxia no se identifique con el asentimiento a un sistema, sino que se da cuando se participa en el caminar de la fe en el yo de la Iglesia, verdadero sujeto del Credo. La quinta añade que la fe cristiana en su carácter histórico y práctico, por fundarse en el Verbo encarnado, se distingue de una forma de historicidad en la que el hombre sólo sería el creador de su propio sentido. La sexta afirma que la Iglesia, que se funda sobre la confesión de Jesucristo, muerto y resucitado, es el sujeto en el que se da la unidad de las teologías del Nuevo Testamento y la unidad de los dogmas a lo largo de la historia. La séptima establece el criterio que permite distinguir entre el falso y el verdadero pluralismo: la fe de la Iglesia, «expresada en el conjunto orgánico de sus enunciados normativos: el criterio fundamental es la Escritura en relación con la confesión de la Iglesia que cree y ora. Entre las fórmulas dogmáticas tienen prioridad las de los antiguos concilios. Las fórmulas que expresan una reflexión del pensamiento cristiano se subordinan a aquellas que expresan los hechos mismos de la fe». La octava recuerda que «la pluralidad encuentra su límite en el hecho de que la fe crea la comunión de los hombres en la verdad hecha accesible por Cristo»; no es admisible una concepción de la fe que la reduzca a un compromiso pragmático sin comunión en la verdad; la verdad no se identifica con un sistema teológico, sino «que se expresa en los enunciados normativos de la fe». La novena afirma que las Iglesias locales, aplicadas a la ardua tarea de la encarnación de la fe cristiana, «deben mantener siempre la continuidad y la comunicación con la Iglesia universal del pasado y del presente». Las tesis décima a duodécima insisten en la permanencia de la fe: las fórmulas dogmáticas, en cuanto respuestas a problemas precisos, permanecen siempre verdaderas; usan normalmente el vocabulario común y, aun cuando emplean términos vinculados a una filosofía particular, tienen por objetivo las realidades subyacentes a la experiencia común humana; las fórmulas dogmáticas no deben considerarse aparte de la expresión auténtica de la Palabra divina en las Sagradas Escrituras, ni separadas del conjunto del anuncio evangélico en cada época; al mismo tiempo, las mismas fórmulas proporcionan a dicho anuncio las normas para una interpretación cada vez más adaptada de la revelación. Finalmente, las tesis decimotercera a la decimoquinta abordan la cuestión de la unidad y pluralidad en moral: en este ámbito, el pluralismo se manifiesta en la aplicación de los principios generales a circunstancias concretas, mientras que la unidad se descubre a través de la estimación común de la dignidad humana; la unidad de la moral cristiana se funda sobre principios contenidos en la Escritura, iluminados por la Tradición y presentados a cada generación por el Magisterio. La última tesis afirma: «... la necesaria unidad de la fe y de la comunión no impide una diversidad de vocaciones y de preferencias personales en la manera de abordar el misterio de Cristo y de vivirlo. La libertad del cristiano, lejos de implicar un pluralismo sin límites, exige un esfuerzo hacia la verdad objetiva total».
La Exhortación apostólica Paterna cum benevolentia revela una situación en la que el término «pluralismo» ha ido adquiriendo un sentido peyorativo. Han surgido algunas formas de disenso doctrinal que, amparadas en un pretendido pluralismo teológico, llevan a un relativismo dogmático reductista respecto a la integridad de la fe. Se consideran expresión de pluralismo posturas doctrinales que rechazan el magisterio auténtico tanto del Romano Pontífice como de la jerarquía episcopal. Ante esa situación Pablo VI muestra su reconocimiento por el pluralismo de investigación y de pensamiento que de forma variada explora y expone el dogma sin eliminar su significado objetivo; de un pluralismo así entendido brotan expresiones ricas en la espiritualidad, en las instituciones eclesiales y religiosas, en la liturgia y en las normas disciplinares. Este pluralismo recibe el calificativo de «equilibrado» y se justifica en última instancia a partir del mismo misterio de Cristo, cuyas inescrutables riquezas trascienden las capacidades expresivas de todas las épocas y culturas. Sin embargo, se ha de reprobar el pluralismo que considera la fe y su formulación, no como herencia comunitaria y eclesial, sino como hallazgo individual de la crítica libre y del libre examen de la Palabra de Dios, y que rechaza, por tanto, la mediación del magisterio de la Iglesia. Ceder en la identidad de la fe comporta un debilitamiento en el amor. «Quienes han perdido la alegría que viene de la fe (cf. Hb 1, 25) se lanzan a mendigar gloria los unos de los otros y a no buscarla que viene sólo de Dios (cf. Jn 5, 44), con detrimento de la comunión fraterna». El pluralismo que no respeta la integridad de la fe y la mediación del magisterio, provoca disgregación y quiebra la comunión eclesial.
Apenas iniciado su pontificado, Juan Pablo II hablaba del «pluralismo ideológico» como la característica especial de nuestro tiempo (Discurso a la Acción Católica Italiana, 30.XII.1978), un pluralismo que puede entrañar peligros para la vida cristiana (cf. 19.IV.1980): «La misma palabra "pluralismo" comporta un peligro. En una sociedad que ama definirse como «pluralista» existe ciertamente una diversidad de creencias, de ideologías, de ideas filosóficas: pero reconocer esta pluralidad no me dispensa -ni dispensa a ningún cristiano que se adhiera al Evangelio- de afirmar la base necesaria, los principios indiscutibles que deben sostener toda acción que mire a construir una sociedad capaz de responder a las exigencias del hombre» (Salvador da Bahía, Brasil, 6.VII.1980). El pluralismo se manifiesta en todos los órdenes de la vida humana e implica «el respeto de los otros y la renuncia a querer imponerse a los otros con la fuerza» (20.1.1979). Aplicado a la vida de la Iglesia, el término es empleado tanto en un sentido peyorativo como positivo. En este caso, se va abandonando el uso del sustantivo solo y se van adoptando progresivamente expresiones como «sano y legítimo pluralismo», «pluralismo auténtico», etc. A los miembros de la Pontificia Universidad Lateranense, les recuerda que forma parte de la catolicidad «un sano y definido pluralismo que salva siempre la unidad dogmática de la fe» (16.11.1980). En sentido peyorativo, Juan Pablo II advierte del peligro que supone para la evangelización invocar un pluralismo que se confunde con el relativismo: existen posiciones inaceptables sobre lo que es la verdad, la libertad, la conciencia. Se llega incluso a justificar el disenso con el recurso al pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en peligro la integridad de la fe» (12.X.1992).
El abuso del término «pluralismo» lo ha convertido en un vocablo ambiguo, necesitado de definición y matizaciones. Tras ese término se esconden a veces planteamientos que quiebran la unidad de la fe y la comunión eclesial. Es sumamente significativo a este respecto el que el Catecismo de la Iglesia Católica evite el sustantivo «pluralismo» y sus adjetivos correspondientes («plural», «pluralista»). Habla, sin embargo, de la «diversidad» de miembros en el único Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (cf. CCE 791, 806, 809): «... dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones». La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia» (CCE 814). No todo pluralismo es legítimo.
1. En la vida de la Iglesia, el pluralismo tiene su fundamento en la catolicidad: su carácter universal se traduce en la capacidad del único Evangelio de Cristo de congregar a los hombres de todos los tiempos y culturas. «El verdadero pluralismo no es nunca factor de división, sino elemento que contribuye a la construcción de la unidad en la comunión universal de la Iglesia» (Juan Pablo II, 21.XII.1984). Este verdadero pluralismo es fruto de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, que suscita diversidad de carismas y dones para el bien común: «El Espíritu asegura la unidad esencial en este pluralismo, una unidad de fe, de esperanza y de caridad» (Juan Pablo II, 19.V.1990). Expresión de este pluralismo es, principalmente, la diversidad de tradiciones litúrgicas. «La diversidad litúrgica puede ser fuente de enriquecimiento, puede también provocar tensiones, incomprensiones recíprocas e incluso cismas. En este campo es preciso que la diversidad no perjudique a la unidad. Sólo puede expresarse en la fidelidad a la fe común, a los signos sacramentales que la Iglesia ha recibido de Cristo, y a la comunión jerárquica. La adaptación a las culturas exige una conversión del corazón, y, si es preciso, rupturas con hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica» (VQA 16 [4.XII.1988]; CCE 1206). La necesidad de equilibrio entre pluralidad y unidad ya había sido formulada en la Antigüedad. Además del testimonio ya recordado de san Agustín, resulta siempre aleccionadora la afirmación de san Gregorio Magno: «Una costumbre diversa no es obstáculo para la única fe de la Santa Iglesia (in una fide nil officit sanctae Ecclesiae consuetudo diversa)» (Epístola I, 41: CCL 140, 48).
2. En el ámbito teológico, el pluralismo tiene su fundamento en el misterio de Cristo, misterio de recapitulación universal (cf. Ef 2, 11-22) que excede las posibilidades de expresión de cualquier época. El pluralismo es legítimo y auténtico cuando preserva la unidad de la fe. «La fe no es pluralista». Es en el seno de la Iglesia, verdadero sujeto del Credo, donde se da la unidad de teologías neotestamentarias y la unidad de los dogmas a través de la Iglesia. En consecuencia, no hay pluralismo auténtico y legítimo si se prescinde de la fe de la Iglesia, tal como se encuentra expresada en la Sagrada Escritura, iluminada por la Tradición y presentada a cada generación por el Magisterio. «Sin duda, el Concilio quiso animar el desarrollo de los estudios teológicos y reconocer a sus estudiosos un legitimo pluralismo y una sana libertad de investigación, pero a condición de permanecer fieles a la verdad revelada, contenida en la Sagrada Escritura, transmitida en la Tradición cristiana, interpretada autorizadamente por el magisterio de la Iglesia y profundizada teológicamente por los padres y doctores, sobre todo por santo Tomás» (Juan Pablo II, 20.IX.1990).
3. En el ámbito religioso, la Iglesia rechaza la llamada teología pluralista de las religiones, al hacer de Jesús de Nazaret y de la Iglesia una mediación más, entre otras posibles, en el orden de la salvación. Una concepción pluralista de las religiones que niegue a Cristo y a la Iglesia su mediación salvífica, única y universal, ha de ser rechazada como contraria a la fe de la Iglesia.
BibliografíaJ.A. DE ALDAMA, «El pluralismo teológico actual», en Los movimientos teológicos secularizantes, Madrid 1973, 165-189. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, El pluralismo teológico, Madrid 1976. Y. CONGAR, Diversités et communion, Paris 1982. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Jesus (6.VIII.2000). B. LONERGAN, Doctrinal pluralism, Milwaukee 1971.
J. Rico-Pavés