«Felix sacramentum aquae nostrae». Así percibía Tertuliano -y como él los cristianos de los primeros momentos- el comienzo dichoso de la vida cristiana, llevado a cabo en un baño de agua, acompañado de unas pocas palabras. Con la sencillez y eficacia de la acción divina, en abierto contraste con la pompa de los ritos paganos de iniciación, «el baño del agua con la palabra» (Ef 5, 26) comunica algo increíblemente grandioso: la vida eterna (cf. Tertuliano, De bautismo, 12). El hombre moderno encuentra difícil percibir la gama de resonancias y bienaventuranzas de las palabras de Tertuliano. Incluso no pocos cristianos participan de la misma perplejidad. Sin embargo, de una manera más o menos ilustrada y refleja, muchos hombres de hoy y, por supuesto, muchos cristianos ven en el bautismo la puerta de la entrada en la Iglesia y en una vida nueva que no es de este mundo, porque miran a Dios como a un Padre que les ha hecho hijos en el Hijo, les ha divinizado dándoles una participación en su vida divina, les da parte activa en la acción del sacerdocio cultual de la iglesia y les destina a la vida eterna. El horizonte del bautismo no puede ser, pues, más grandioso ni apasionante, especialmente en un momento en el que la Iglesia se abre a una nueva evangelización en los países de antigua cristiandad y la intensifica en Asia y África Como ya ocurrió en los primeros siglos, esta realidad conlleva, además del entusiasmo y la alegría de ser cristianos, el conocimiento de los sacramentos que hacen posible proclamar con verdad «yo soy cristiano». Concretamente, del primero de ellos: el Bautismo.
Las diversas cuestiones las agrupamos en tres apartados. En primer lugar, estudiamos lo que enseñan las fuentes de la revelación; luego, lo que aparece en la praxis de la Iglesia y en la reflexión teológica; por último, daremos unas pinceladas sobre la problemática actual.
El Nuevo Testamento, los primeros cristianos, los santos Padres y la actual liturgia de la Iglesia han descubierto en el Antiguo Testamento una serie de figuras sobre el bautismo. Tales figuras se nutren, sobre todo, de dos fuentes: el ciclo del Génesis -más teológico- y el ciclo del Éxodo -más simbólico-. Pertenecen a la primera serie la creación, el diluvio y la circuncisión; las de la segunda serie son la salida de Egipto Y el paso del mar Rojo, la nube que guiaba Y protegía al pueblo de Dios en el desierto Y el acontecimiento de Mará.
Las aguas de la creación fueron fecundas y produjeron la vida (cf. Gn 1, 6-12); como son fecundas y portadoras de fecundidad y vida las aguas bautismales, que convierten al hombre en nueva criatura. En cambio, las aguas del diluvio fueron de destrucción y de muerte, aunque también de salvación (cf. Gn 6); las aguas del bautismo participan de ambas dimensiones, pues configuran con la Muerte y Resurrección de Cristo. La circuncisión, signo de la alianza y señal de pertenencia al antiguo Pueblo de Dios (Gn 15, 5-21; Gn 17, 1-4), es contemplada algunas veces por san Pablo en el horizonte del bautismo (cf. Ef 1, 13; Rm 4, 11-22), considerando a éste como la nueva circuncisión que agrega al nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia.
El éxodo es, en su conjunto, figura de la liberación y redención obradas por Jesucristo, quien, como nuevo Moisés, libró a la humanidad de la esclavitud del pecado y la introdujo en la verdadera tierra de promisión. Los autores del Nuevo Testamento no dudaron en presentar el bautismo desde esta perspectiva y lo relacionaron con el paso del mar Rojo, la marcha tras la nube del desierto, el agua de Mará, la roca de Horeb y hasta la misma alianza del Sinai. Así, san Pablo ve en el paso del mar Rojo una anticipación del bautismo y la meta última hacia la que se encaminaba aquella liberación (cf. 1Co 10, 12; 10, 6). Los Padres asumieron esta interpretación. La nube era en al Antiguo Testamento símbolo de la presencia divina, mientras que en el Nuevo se relaciona con el Espíritu (cf. Lc 1, 35) y con Cristo. Al referirse Pablo simultáneamente a la nube y al mar (cf. 1Co 10, 1-2), evoca, a la vez, la conjunción del agua y del Espíritu en el bautismo. Por otra parte, la tradición cristiana primitiva fue unánime a la hora de interpretar en clave bautismal el suceso de Mará, donde Dios muestra a Moisés un madero que arroja al agua y convierte en dulce y potable aquellas aguas inservibles (cf. Ex 15, 22-25); el madero era símbolo de la Cruz y las aguas simbolizaban el bautismo. Gracias al poder de Cristo, quien se sumerge en el agua del bautismo deja su condición mortal y la cambia por una realidad vivificante y divinizante. La tradición bíblica (cf. 1Co 10, 2-4; Ap 22, 12) ha visto también un símbolo bautismal en la roca del desierto que manó agua abundante al ser golpeada por Moisés (cf. Ex 17, 1-7). Por su parte, san Pedro hace constantes alusiones a la alianza del Sinaí en relación con el bautismo (cf. 1P passim) y san Pablo parece referirse a ella bajo la figura de los esponsales entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 25-27).
El Nuevo Testamento no presenta una doctrina elaborada y completa sobre el bautismo. No obstante, sus numerosas referencias ocasionales aportan muchas e importantes indicaciones sobre este gran sacramento.
Como emerge especialmente del libro de los Hechos, el origen y la comprensión del bautismo cristiano remite a la experiencia de Cristo que tuvo la primera comunidad, sobre la base central de los acontecimientos de Pascua y Pentecostés. El bautismo está estrechamente ligado con las palabras del Señor Resucitado: «Haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19 ss.), las cuales muestran con toda seguridad la voluntad del Señor glorificado de instituir el bautismo. Ya desde el principio la recepción de este sacramento fue esencial para ser discípulo de Jesús y ser cristiano (Hch 2, 37-41 y passim). Tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles entendieron y administraron el baño bautismal como una praxis santa y ya tradicional.
Este baño es realizado «en el nombre de Jesucristo» (Hch 2, 38; Hch 10, 48) o «del Señor Jesús» (Hch 8, 16; Hch 19, 5; cf. 1Co 6, 11), expresión que compendia la entera obra de la redención, ya que la profesión de fe en Cristo implica la plena adhesión de fe en el Padre, que ha enviado a su Hijo como Revelador y Salvador, y en el Espíritu Santo. El bautismo cristiano remite, por tanto, a Jesucristo y a su obra. Esto explica que no exista una diferencia fundamental entre el bautismo de los Hechos -concebido en clave cristológica- y el de los Sinópticos, que lo conciben en clave trinitaria.
Los Hechos hablan unas veces del bautismo con agua (Hch 2, 41; Hch 8, 38; Hch 16, 15.33; Hch 22, 16) y otras relacionan el baño bautismal con la donación del Espíritu Santo. Esto no quiere decir que conciban el «bautismo en el Espíritu» como una realidad separada y posterior. Al contrario, para Lucas la donación del Espíritu está en intima relación con el baño bautismal (Hch 2, 38).
El bautismo supone que Cristo ha sido predicado y aceptado. El esquema es fundamentalmente éste: kérigma, adhesión al mensaje por la fe, baño bautismal en el nombre de Jesucristo, don del Espíritu Santo
San Pablo se refiere al bautismo en muy variadas ocasiones. De sus escritos emerge con claridad que la predicación sobre el bautismo acompañó todo su ministerio misionero y que el rito era conocido y practicado en todas las Iglesias. Asume, ciertamente, la doctrina bautismal de la tradición apostólica, pero aporta su propio pensamiento teológico.
La explicación más típicamente paulina del bautismo cristiano se encuentra en las grandes cartas, en las que desarrolla ampliamente la dimensión cristológica. El texto más importante se encuentra en Romanos 6, 1-11, el cual ha sido visto por la tradición como normativo de su doctrina bautismal. Dicho texto ha de ser interpretado en intima unión con el inmediatamente anterior (Rm 5, 12-21), relativo a la tipología Adán-Cristo Si Jesús es el nuevo Adán, la Cabeza de la humanidad salvada, su muerte y su resurrección son acontecimientos histórico-salvíficos que cada creyente revive en el momento de su bautismo y de ellas recibe su fuerza salvadora, De ahí que para Pablo el bautismo sea una participación real en el destino de muerte de Cristo. Pablo emplea aquí el término omoiomati (v. 5) en sentido fuerte, es decir: no como una «semejanza» extrínseca sino como una inserción objetiva del cristiano en la muerte de Cristo. Esta inserción, que ha acontecido ya en el momento mismo de la muerte de Cristo, se actualiza y participa en el momento del bautismo. También en el bautismo se da una participación en la resurrección; pero ésta tendrá lugar más tarde. Ciertamente en Col 2, 12 la participación en la resurrección ya ha tenido lugar; pero incluso en esta carta no falta la dimensión escatológica (cf. Col 3, 3-4. 2.14). La visión de san Pablo es que la vida bautismal es una vida que se abre a una posibilidad completamente nueva, la cual desemboca en una participación plena en la vida del Resucitado.
No obstante, el texto de Rm 6 no puede ser leído olvidando el versículo 8, dado que éste es su punto de llegada. Consiguientemente, además de la dimensión cristológica del bautismo, es preciso tener en cuenta su dimensión pneumatológica. Esta relación entre ambas dimensiones está explícita, sobre todo, en 1Co 12, 13: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu».
Texto importante de la literatura paulina es también el de la carta a Tito 3, 4-7, en el cual se hace un elenco de los efectos del bautismo: nuevo nacimiento, justificación por la gracia de Jesucristo, comunicación del Espíritu Santo, derecho a la herencia eterna, de la que es prenda y garantía el Espíritu.
Durante bastante tiempo, no pocos autores pensaron que los cuatro primeros capítulos de la primera carta de San Pedro eran una especie de catequesis bautismal dirigida a los neófitos, los cuales son llamados «recién nacidos» (1P 2, 2). Hoy se procede con más cautela, aunque sin dejar de reconocer que esta carta contiene datos abundantes sobre la iniciación cristiana.
Los cristianos han sido «regenerados -por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos- para una esperanza viva, para una herencia que no se corrompe ni se marchita ni perece» (1P 1, 3-4). La obra salvífica realizada por Cristo se comunica al creyente y genera en él, gracias a la resurrección de Jesucristo, un renacimiento espiritual (el bautismo), cuya meta última es la posesión definitiva de la salvación, que será alcanzada gracias a la acción del Espíritu Santo. Dentro de este proyecto bautismal ocupa un puesto fundamental el texto 1P 3, 21, el cual ve la resurrección como la fuente última de la que brota la eficacia del bautismo que salva a los cristianos, prefigurada ya en el agua que salvó a Noé y a los suyos del diluvio. Noé y su familia, gracias al arca, se libraron del diluvio destructor y entraron en el plan salvífico de Dios; el cristiano, por el Bautismo, gracias a la resurrección, se sitúa en posición de autenticidad ante Dios, al unirse al verdadero Noé, Jesucristo, y entrar en la verdadera arca de salvación, el bautismo. El bautismo es una especie de antidiluvio: el diluvio trajo la destrucción y la perdición; el bautismo, la salvación. El bautismo implica, por tanto, sobre todo la acción de Dios; pero también la cooperación del creyente, al cual se le exige un compromiso en sintonía con el nuevo nacimiento.
La tradición patrística y litúrgica ha interpretado en clave bautismal la curación del ciego de la piscina de Siloé (Jn 5, 1-9) y del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38), el «agua viva» que aparece en el relato de la Samaritana (Jn 4, 7-15), en el discurso con ocasión de la fiesta de los tabernáculos (Jn 7, 37-39) y en el momento culminante de la muerte de Cristo, cuando de su costado manó sangre y agua (19, 34), signo supremo de la redención pascual que se comunica a los hombres en los sacramentos.
Un texto bautismal básico del Evangelio de Juan se encuentra en el capítulo tercero (Jn 3, 1-21), que refiere el coloquio de Jesús con Nicodemo y fue invocado desde la más remota antigüedad a favor de la necesidad del bautismo. La idea fundamental es que es necesario un nuevo «nacimiento», el cual extrae su fuerza del poder de Dios («de lo alto»). Seguidamente, Jesús explica que «quien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (v. 5). Bien se interprete en el sentido de que el agua ha tomado al Espíritu o, lo cual es más probable, que el Espíritu ha asumido al agua (vv. 6.8), se trata siempre de un nuevo nacimiento, que es absolutamente necesario y que saca su fuerza de la pasión y muerte gloriosa de Jesucristo (vv. 14-16). Todo esto sólo se puede percibir y asumir gracias a la fe.
En cuanto a las Cartas, tiene cierto interés la tercera, en la que hay algunas referencias a la existencia bautismal (1Jn 3, 1-10; 1Jn 5, 6-13). El Apocalipsis no habla directamente del Bautismo, aunque hay alusiones a él en el agua (Ap 31, 6-7; Ap 22, 17) y el río de vida que brota del trono de Dios y del Cordero para salvación de las naciones (Ap 22, 1-2).
Es un hecho incontestable que el Nuevo Testamento contiene múltiples referencias al bautismo, aunque suelen ser ocasionales. Dicho bautismo no se confunde ni con los bautismos rituales del judaísmo ni con las abluciones practicadas en Qumrán ni con el bautismo de los prosélitos ni con el bautismo de Juan. Se trata de un rito de agua que se cumple «en el nombre» de Jesús; entendiendo por «nombre» el compendio de toda la obra de la redención, es decir: el acontecimiento de la salvación en Jesús. Lleva consigo un nuevo nacimiento, que es absolutamente necesario para participar en la vida nueva operada por la muerte y resurrección de Cristo. Además, comporta la remisión de los pecados y la donación del Espíritu. El bautismo presupone la predicación del kérygma y la profesión de fe en Cristo. Esta implica una adhesión plena de fe en el Padre, que ha enviado a su Hijo Jesucristo como Revelador y Salvador, y en el Espíritu Santo, que hace operativa la salvación tanto en la Iglesia como en cada uno de sus miembros. El bautismo sella la entrada en la comunión de vida con Cristo y con todos los que están en Cristo; de hecho, el bautizado es introducido en la comunidad de los discípulos y en ella escucha la Palabra, vive la comunión y participa en la eucaristía. Finalmente, el bautismo abre al bautizado a una realidad completamente nueva, ya que desemboca en la participación plena en la vida del Resucitado. El bautismo es como la síntesis de ser cristiano, con un horizonte trinitario, cristológico, eclesiológico, pneumatológico y escatológico.
La Iglesia nunca ha dejado de celebrar el bautismo y de profundizar en su significado. Pero al haber sido diferentes los contextos, también han sido diferentes las praxis bautismales, dentro de un núcleo fundamental invariable. Simplificando un poco las cosas, se pueden distinguir tres grandes momentos, correspondientes a otras tantas situaciones eclesiales: el que tuvo al fondo una Iglesia netamente evangelizadora, el que imperó en la llamada «cristiandad» y el que, surgido en los decenios anteriores al Vaticano II, se ha ido generalizando después y se presenta como la praxis bautismal de la nueva evangelización.
La Iglesia siempre ha anunciado el misterio de Cristo Muerto y Resucitado. Sin embargo, llamamos «Iglesia evangelizadora» a la que desde una situación sociológicamente muy minoritaria pasó a ser religión oficial del mundo entonces conocido. Este penado se extiende desde la época apostólica al siglo VI y se subdivide en dos fases: hasta el nacimiento del catecumenado y desde entonces hasta finales del siglo VI o principios del VII.
Desde los orígenes a finales del siglo II la secuencia bautismal no debió de diferir mucho de ésta predicación del kérigma, catequesis, acogida de la Palabra en la fe, arrepentimiento y conversión, bautismo, imposición de las manos y participación en la vida de la nueva comunidad, sobre todo en la Eucaristía.
A partir del siglo II, disponemos de una información cada vez más detallada, hasta el punto que a finales de ese siglo es posible hablar del catecumenado organizado. Esta institución expresa una doble convicción. Por una parte, que el cristiano no nace, sino que se hace, y esto requiere más o menos tiempo; y, por otra, que existe una estrecha vinculación entre predicación-Catequesis-fe y bautismo. El Catecumenado era el tiempo de la catequesis, sobre la base de la Sagrada Escritura y el Símbolo de la fe; la instrucción moral se pautaba sobre el esquema de las dos vías. En orden a que la conversión madurara, se exigía a los catecúmenos algunas prácticas penitenciales. Existían también algunos ritos (imposición de manos, exorcismos, oraciones especiales), con los cuates se indicaba que Dios intervenía en el proceso catecumenal.
Las principales líneas teológicas se orientan en tres direcciones. En primer lugar, no existe la menor duda de que el bautismo está finalizado hacia la Eucaristía y la Iglesia. Nada más lógico que la Iglesia, que en la Eucaristía se edifica como Cuerpo de Cristo y como tal se anuncia al mundo, reservase siempre este sacramento a los iniciados en la fe, es decir, a quienes se habían convertido a Cristo y a la vida eclesial mediante la fe y el bautismo. La conversión a la Iglesia y a su Misterio es, ciertamente, un hecho permanente que acompaña toda la vida del bautizado, pero tiene un momento inicial o fundante, irreducible e irrepetible respecto a la misma vida cristiana, la cual, no obstante, conserva siempre su dimensión bautismal.
En segundo término, se considera que el bautismo es inseparable de la Eucaristía y de la imposición de manos, con las que forma una unidad. De hecho, desde el momento en que los testimonios comienzan a ser claros, hay constancia expresa de que los tres sacramentos se celebran en la misma sesión y según este orden: bautismo, Confirmación y Eucaristía; incluso en el caso de los niños y neonatos, como atestigua la Tradición Apostólica de Hipólito.
Tertuliano describe sintéticamente la unidad de todo el proceso en estos términos: «La carne es lavada, para que el alma sea purificada; la carne recibe la unción, para que el alma sea consagrada; sobre la carne se hace la señal de la cruz, para que el alma sea robustecida; la carne es cubierta con la imposición de la mano, para que el alma sea iluminada con el Espíritu; la carne se nutre del cuerpo y sangre de Cristo, para que el alma se sacie de Dios» (De res. 8, 3: CCL 2, 931). Por su parte, san Agustín explica así -en un sermón a los neófitos- la dinámica que une los tres sacramentos y el perfeccionamiento progresivo que realizan en el creyente: «Primeramente fuisteis molidos con la humillación del ayuno y el sacramento del exorcismo. Luego siguió el bautismo y fuisteis amasados con el agua para tomar la forma del pan. Pero el pan no se obtiene si no hay fuego. Y ¿que expresa el fuego, es decir, la unción con el óleo? El óleo, que es alimentado por el fuego, es el signo sacramental del Espíritu Santo [...) Por tanto, viene el Espíritu Santo, el fuego después del agua, y vosotros os convertís en pan, es decir, en cuerpo de Cristo» (Sermo 227, 1: PL 38, 1100).
Finalmente, durante todo este periodo el Bautismo es contemplado desde una perspectiva profundamente positiva y abarcante, en cuanto que fundamenta e informa la entera vida cristiana, individual y comunitaria.
Desde el punto de vista estrictamente dogmático, durante este periodo se plantea y resuelve la cuestión del ministro, con ocasión de las controversias con los novacianos y donatistas; así como la relación entre Bautismo y pecado original, en respuesta a los pelagianos. En ambas cuestiones fue decisiva la doctrina de san Agustín. En el primer caso argumentó que, sea quien sea el ministro, siempre es Cristo quien bautiza; y en el segundo, que la praxis eclesial de bautizar a los niños, incapaces de pecados personales, demuestra que ellos nacen con el pecado original y reciben el bautismo para ser librados de él.
Con la progresiva difusión del cristianismo y la conversión de la sociedad pagana en sociedad cristiana, el bautismo de los adultos tiende a desaparecer y pervive como fenómeno individual y puntual. Este periodo se extiende desde finales del siglo VI hasta Trento. Poco a poco desaparece el catecumenado como institución y perdura más como fenómeno formal que real. Por otra parte, se multiplican las parroquias urbanas y nacen las rurales en Occidente, como ya habían aparecido antes en Oriente, lo cual dificulta la presencia del obispo en la celebración de los sacramentos de la iniciación. Finalmente, los niños, primero, y luego los neonatos son los nuevos sujetos de la iniciación cristiana.
Nace así un nuevo modelo, que tiene estos dos rasgos configuradores: el acento bautismal ya no recae sobre los niños sino sobre adultos, y el bautismo se separa de la Eucaristía, sobre todo a partir de la disposición del cuarto concilio lateranense (1215) sobre la edad para la primera Comunión. El resultado final fue la ruptura de la unidad de la iniciación cristiana y la instauración de este esquema: bautismo de neonatos quam primum; Confirmación, cuando el obispo realiza la visita pastoral a la comunidad; y primera Eucaristía, a la edad de la discreción.
No obstante, a finales del siglo XIII santo Tomás de Aquino todavía justifica teológicamente la unidad de los sacramentos de la iniciación, al afirmar que la santificación que opera el bautismo en el niño, acontece por el deseo (votum) de la Madre Iglesia de conducirlo hasta la mesa eucarística (S.Th., III, q.73, a.3, resp.9 a) Sin embargo, esta doctrina del Aquinate, como tantas otras, no fue tomada suficientemente en cuenta por la teología posterior.
Por lo demás, a estas alturas -como muestran las síntesis mejor elaboradas: las de san Buenaventura y santo Tomás- ya se han dilucidado las grandes cuestiones sobre el bautismo: su sacramentalidad, su especificidad, su necesidad, los elementos que integran el signo sacramental, los efectos, el sujeto y el ministro.
Algunas de estas cuestiones quedaron radicalmente afectadas por los principios de los reformadores. Así para Lutero el verdadero bautismo es la fe, entendida en sentido protestante, y la justificación que opera consiste ante todo en el perdón del pecado, entendido más como muerte que como lavado. Zwinglio es mucho más radical, hasta el punto de negar al bautismo toda significación religiosa y reducirlo a un acto exterior de orden político y social y, por supuesto, no necesario para el perdón del pecado original ni para la justificación. Por su parte, Calvino, en la línea básica de Zwinglio, considera el bautismo como una promesa, un signo, un indicio de la acción salvífica realizada en Cristo, desanudando todo vinculo entre el acto bautismal y la acción salvífica de Dios. No obstante, contra la lógica de sus principios los tres acepta- ron y justificaron el bautismo de los niños. En cambio, los anabaptistas, más coherentes con los principios de la Reforma, lo rechazaron con rotundidad.
Trento respondió a estos postulados y, apoyado en la tradición, expuso la doctrina de la Iglesia en las sesiones V, VI, XIV y, sobre todo, en la VII, dedicada de modo específico a los sacramentos y al bautismo. Puntos basilares de la doctrina tridentina son la sacramentalidad del Bautismo, su especificidad respecto al sacramento de la Penitencia, su necesidad absoluta para borrar el pecado original, y los efectos que opera de modo infalible, tanto en sentido negativo (borra el pecado original, los pecados actuales personales y condona todas las penas temporales debidas al pecado) como positivo (renovación interior, justificación, gracia santificante, santificación positiva, filiación divina, inserción en Cristo, comunicación de las virtudes infusas de la fe, esperanza y caridad, incorporación a la Iglesia, de la cual es la puerta, el carácter indeleble impreso en el alma).
Después del Concilio de Trento comienza una época en la que tanto los reformadores como la Iglesia católica centran su acción en mantener sus posiciones enfrentadas, de tal modo que hasta mediados del siglo XIX no varían la doctrina ni la praxis litúrgica y pastoral. El bautismo de niños recién nacidos continuó siendo la práctica universal -incluso entre los protestantes, salvo los anabaptistas- así como su celebración separada de la Confirmación (sacramento que los reformadores no admiten) y de la Eucaristía.
Mientras tanto, en la sociedad surgían nuevos fenómenos socioculturales, los cuales provocaron cambios muy profundos y cada vez más amplios de mentalidad y conducta, que cuartearon las estructuras de la cristianitas. Baste recordar, por ejemplo, el Iluminismo, la Enciclopedia, la Revolución francesa y las continuas guerras de religión y civiles. A ellos se unirían más tarde la revolución industrial, el marxismo y las dos guerras mundiales.
Por otro lado, a mediados del siglo XIX se inicia una profunda renovación teológica, que tiene su origen y, a la vez, se manifiesta en diversos «movimientos»: el litúrgico, el bíblico y el patrístico, los cuales terminarían dando un gran giro a la teología y, más en concreto, a la sacramentaria. Como es lógico, estos «movimientos» sociales y teológicos incidieron grandemente en los planteamientos teológico-litúrgico-pastorales del bautismo. De hecho, comienza a hablarse de catecumenado, bautismo de adultos, sacramentos de la iniciación, unidad de la iniciación cristiana, del Bautismo como gran sacramento de la Iglesia y de la vida cristiana.
En vísperas del Vaticano II la teología del bautismo se había enriquecido notablemente. Ciertamente, siguió prestando la atención debida a la primacía de la acción de Dios por Cristo en el Espíritu que se despliega en el primer sacramento, pero insistiendo también en su dimensión histórico-salvífica, haciéndole pasar de simple medio de salvación a acontecimiento salvífico; le resitúa en su contexto natural: la Iglesia; presta más atención a los aspectos personalistas y existencialistas; y replantea con nuevo vigor y profundidad las viejas cuestiones sobre el papel de la fe en la justificación y las implicaciones éticas del sacramento.
Todo este conglomerado de ideas y situaciones entró en el Concilio Vaticano II, que incorporó buena parte de las adquisiciones de la teología inmediata, como puede verse en documentos tan emblemáticos como las constituciones sobre la liturgia (SC 27, 34, 36, 63) y la Iglesia (LG 7, 10, 11, 14, 15, 26, 29, 66) y en los decretos sobre los obispos (CD 16), los presbíteros (PO 6, 66), la actividad misionera de la Iglesia (AG 13-14) y el ecumenismo (UR 6, 23). El resultado final fue una concepción grandiosa del bautismo, que suponía un notable enriquecimiento doctrinal, litúrgico y pastoral.
Desde el punto de vista de una nueva acción pastoral, el concilio habló de la posibilidad de implantar el catecumenado por etapas, tanto en los países donde se predica la fe por primera vez como en los países otrora cristianos y ahora alejados de la fe y de la praxis cristiana; asumió el término y concepto de «iniciación cristiana»; se refirió a la celebración de los tres sacramentos de la iniciación en la misma sesión -en el caso del bautismo de adultos- con la consiguiente recuperación de la unidad teológico-celebrativa de la iniciación cristiana; postuló que el bautismo se celebrase dentro de la Misa, a fin de destacar su vinculación con ella; y subrayó que el bautismo nace de la Eucaristía y tiende a ella como a su cumbre. El ritual del bautismo de adultos plasmó en praxis operativa estos postulados tanto en el caso de adultos propiamente tales como en el de los niños que se bautizan en edad escolar. Muchos episcopados lo han puesto ya en práctica y otros muchos estudian el modo de realizarlo.
La teología actual reflexiona, sobre todo, sobre las siguientes cuestiones: la dimensión trinitaria, pneumatológica, cristológica y eclesial del bautismo; el bautismo como sacramento de la identidad y vocación cristiana; los diversos modelos bautismales dentro de un único bautismo; la dimensión ética del bautismo; la relación entre bautismo y salvación; la legitimidad del bautismo de niños y el equilibrio entre reflexión y celebración.
Dimensión trinitaria. La confesión de fe trinitaria en la entraña misma de la celebración bautismal, formando con el gesto de la inmersión una única acción sacramental, indica que la dimensión trinitaria pertenece a la esencia del bautismo en un doble sentido: en cuanto que la Trinidad es el agente principal del acontecimiento bautismal y en cuanto que el bautismo es la puerta de entrada en la comunión trinitaria. No podía ser de otro modo, habida cuenta de que toda la economía salvífica de salvación, que el bautismo actualiza, es obra conjunta de las tres personas divinas; y también que la Pascua es revelación-actuación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Dimensión pneumatológica. La expresión bautizar en el Espíritu Santo (Mt 3, 11; Mc 1, 8; Lc 3, 16; Jn 1, 33; Hch 1, 5; Hch 11, 16) y el binomio bautizar en agua-en Espíritu evidencian que el Espíritu Santo pertenece a la estructura misma del bautismo cristiano y es la razón de su superioridad sobre los demás bautismos. El papel del Espíritu Santo es doble: es agente principal del acontecimiento salvífico y, a la vez, don de dicho acontecimiento. Los Padres no se cansan de repetir que la eficacia del bautismo le viene del Espíritu Santo.
Dimensión cristológica. El bautismo es, antes que ninguna otra cosa, el medio decisivo para entrar por primera vez en comunión con Cristo y su misterio salvador. En el bautismo morimos y resucitamos simbólicamente con Cristo, se hace presente su misterio pascual y se da una asociación del bautizado a este misterio. El bautismo es, por tanto, una cristificación ontológica y, a la vez, exigencia de una cristificación existencial.
Dimensión eclesial. Cristo y la Iglesia son inseparables: Cristo es la Cabeza de la Iglesia, y la Iglesia es Cuerpo y Esposa de Cristo. La dimensión eclesial es, por tanto, inseparable del acontecimiento bautismal. Y esto en un doble sentido: en cuanto que la Iglesia es sujeto agente y en cuanto que es sujeto pasivo del bautismo. Por una parte, la Iglesia realiza el bautismo y es la Madre que alumbra nuevos hijos; por otra, el bautismo inserta en la Iglesia, incorpora a ella al incorporar a Cristo. La Iglesia implicada en el bautismo en la Gran Iglesia, la Iglesia Universal, la Iglesia-Cuerpo de Cristo, la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; pero es también la Iglesia local, en la cual subsiste la Iglesia. El bautismo es, a la vez, acción de Cristo y de la Iglesia, dos faceta; de un mismo misterio. La Iglesia, mientras alumbra nuevos hijos, revive el misterio de su propio nacimiento. De ahí el aforismo teológico: Ecclesia facit baptismus. Baptismus facit Ecclesiam.Sacramento de la identidad y vocación cristiana. Lo lógica que rige el acto sacramental del bautismo tiene una estructura de reciprocidad: la intención de Dios en Cristo es recibida por quienes le responden en el Espíritu, en orden a construir la Iglesia. En el bautismo, el cristiano recibe su vocación, como recuerda la oración de la primera crismación: =En adelante formáis parte de su Pueblo [del Padre], sois miembros del cuerpo de Cristo, y participáis en su dignidad de sacerdote, profeta y rey». Leída con esta luz la vida cristiana -como lo hace LG 34-36-, se convierte toda ella en vida bautismal.
Un solo bautismo, varios modelos bautismales, No hay más que un bautismo (Ef 4), en el que todos, adultos o niños, son bautizados. Sin embargo, hay dos modelos bautismales: el de adultos y el de niños. Uno y otro difieren en cuanto al sujeto (recién nacidos/adultos) y en la secuencia ritual (adultos: bautismo-confirmación--eucaristía en la misma sesión; los neonatos, en momentos separados). Además, lo que se exige al adulto antes de su bautismo, se exige al niño después del suyo. Consecuentemente, mientras la lógica del bautismo de adultos es la de la conversión, la lógica del de niños es la de la educación progresiva.
Dimensión ética. Las virtualidades que encierra el bautismo han de ser desplegadas en una doble dirección: la autorrealización del cristiano y el cumplimiento de las responsabilidades que comporta respecto a la Iglesia y al mundo. De cara a la propia autorrealización, la primera y principal exigencia es la fidelidad al don recibido que, en última instancia, no es otra que el esfuerzo por vivir en Cristo y según el Espíritu; es decir: la colaboración permanente con la acción de Dios para lograr la plena conformación con Cristo o santidad de vida. Esta conformación es inseparable del combate contra el pecado en todas sus manifestaciones -un combate que no terminará mientras el cristiano peregrine en esta tierra- y una continua conversión. De cara a la Iglesia, el bautizado debe reconocer en ella la madre que lo engendró en las aguas bautismales y, por tanto, amada entrañablemente, seguir sus enseñanzas, defenderla de los ataques e insidias internos y externos y participar activamente en su misión profética, litúrgica y comunional. Con respecto al mundo, el bautismo exige del bautizado un testimonio coherente de vida familiar, profesional y social, de modo que toda la actividad de los hombres, todo el orden temporal y la misma creación reflejen el rostro del Creador y el del Redentor, y así preparen la llegada de los cielos nuevos y la tierra nueva.
Dimensión salvífica del bautismo. La cuestión de la necesidad del bautismo para la salvación, que aparece ya en el diálogo de Jesús con Nicodemo, no ha dejado de plantearse a lo largo de la historia, pero hoy preocupa especialmente; debido, por una parte, al número de personas que no conocen a Jesucristo y al creciente diálogo interreligioso y, por otra, al número ingente de niños que mueren sin el bautismo de agua en los países subdesarrollados o son abortados en los países industrializados. La respuesta, ya clásica, sigue siendo que los adultos que viven conforme a los postulados de la religión que conocen o de la recta razón tienen el votum, al menos implícito, del bautismo. Sin embargo, esta situación no impide, antes bien exige, el anuncio del evangelio, en orden a obtener la conversión y la fe y luego la recepción del bautismo. Con respecto a los niños -nacidos o no- que mueren sin el bautismo antes de llegar al uso de razón, el Catecismo de la Iglesia Católica recoge el sentir de la teología actual: «la Iglesia sólo puede confiados a la misericordia divina [...] En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con tos niños [...] nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo» (CCE 1261).
Legitimidad del bautismo de niños. La Iglesia ha bautizado a los niños desde la época apostólica y, salvo contadas excepciones, esta praxis ha sido pacíficamente poseída. La creciente descristianización de Occidente, la desaparición de la familia como ámbito natural y primordial para transmitir la fe, la creciente revalorización de la libertad, y otras razones provocaron que no pocos teólogos se preguntasen si continuaba siendo válida la praxis secular de la Iglesia (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el bautismo de los niños [20.X.1980]). La teología ha respondido desde diversos frentes: la teología bíblica, la patrística y la propiamente teológica. Los argumentos aducidos a su favor son, sobre todo, éstos: la universalidad de la salvación, la gratuidad de esta salvación -manifestada de modo soberano en el bautismo de los niños-, y la consideración de la familia como ámbito en el que se recibe el don de la vida y todo lo que ello comporta en el orden físico, intelectual y religioso.
BibliografíaM. AUGE, L’iniziazione cristiana. Battesimo e Confermazione, Roma 2004 (con bibliografía reciente sobre cada cuestión). H. BOURGEOIS y B. SES- &DIJE, Los signos de la salvación, Salamanca 1996. J. DANIELOU, Bible et liturgie. La thèologie biblique des sacraments d'aprés les Pères de l'Église, Paris 1951. A.G. HAMMAN, Le baptème et la confirmation, Paris 1969. J. JEREMIAS, Le baptème des petits enfants pendant les quatre premiers siè des, Le Puy 1967 S LEGASSE, Alle origini del battesimo. Fondamenti biblici del rato cristiano, Cinisello Balsamo 1994. I. OÑATIBIA, Bautismo y Confirmación, Madrid 2000 (con abundante bibliografía en cada apartado).
J. A. Abad
«La Biblia está difundida hoy en todos los continentes y en todas las naciones [...]. En nuestro tiempo se requiere un gran esfuerzo, no sólo por parte de los estudiosos y los predicadores, sino también de los divulgadores del pensamiento bíblico [...] a fin de que el alcance universal del mensaje bíblico se reconozca ampliamente y su eficacia salvífica se manifieste por doquier» (Juan Pablo II, Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, 23.IV.1993).
Biblia designa el conjunto de libros sagrados, es decir, todos aquellos que, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la Iglesia (cf. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, cap, 2). Etimológicamente significa libros, es el plural de biblion, que inicialmente significaba librito y que muy pronto se aplicó a todo texto completo y cerrado, fuera reducido o extenso. Flavio Josefo fue el primero en utilizar este término en el sentido que hoy tiene: cuando explicaba a sus lectores griegos en el siglo I cuáles son los libros normativos para los judíos, los designaba «los libros», ta biblia. En et Antiguo Testamento apenas aparece la palabra en este sentido, y únicamente en escritos más tardíos, como Daniel y Macabeos, hay algunas referencias con palabras parecidas. Así en Dn 9, 2 se dice «yo indagué en los libros (basepharîm)» refiriéndose al de Jeremías, considerado ya como sagrado. En griego aparece en 1M 12, 9: «Los libros sagrados (ta biblia, ta agia), que tenemos en las manos...», y en 2M 8, 23: «Mandó a Eleazar leer el libro sagrado (tên ieran biblion). El término ya latinizado en la Vulgata comenzó a utilizarse en el siglo II como femenino singular, asumiendo también la forma plural, Biblias. Y así ha pasado a nuestras lenguas modernas. Además hoy se utilizan otras denominaciones como Escritura o Escrituras, Sagrada Escritura o Sagradas Escrituras, Libros Santos, Sagradas Letras, etc.
San Pablo fue el primero en hablar de Antiguo Testamento (palaya diathêkê: 2Co 3, 14-15) al referirse a los libros atribuidos a Moisés, denominación que desde finales del siglo II se extendió a todos los libros sagrados de los judíos. El nombre de Nuevo Testamento (kainê diathêkê), que proviene del oráculo de Jeremías que anunciaba una nueva alianza (Jr 31, 31), designa a los escritos que los cristianos consideran también sagrados porque «su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo» (cf. DV 20). Aunque testamento significa testimonio, última voluntad, decisión definitiva, etc., aquí alude a la alianza (berît en hebreo, diathêkê en griego), que es la decisión firme de Dios, e indica la relación de Dios con los hombres llevada a cabo primero por medio de patriarcas y profetas y de forma definitiva por Jesucristo (cf. Hb 1, 1). En consecuencia, Antiguo Testamento designa los libros sagrados de los judíos porque hacen referencia a la antigua alianza, y Nuevo Testamento, los escritos por los cristianos que hacen referencia a la nueva.
El número y orden de los libros del Antiguo Testamento fue concretándose poco a poco hasta que el Concilio de Florencia y poco después el de Trento fijaron de forma autorizada los libros que componen la Biblia, como enseña el último documento de la Pontificia Comisión Bíblica: «Fundándose en una tradición secular, el concilio de Florencia en 1442, y más tarde el de Trento, en 1546, disiparon, para los católicos, dudas e incertidumbres. Su lista se compone de 73 libros, recibidos como sagrados y canónicos, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo: 46 para el Antiguo Testamento y 27 para el Nuevo Testamento. Así la Iglesia católica ha logrado su canon definitivo. Para determinar este canon, el Concilio se basó en el uso constante de la Iglesia. Adoptando este canon más amplio que el hebreo ha preservado una memoria auténtica de los orígenes cristianos, puesto que, como hemos visto, el canon hebreo más limitado es posterior a la época de la formación del Nuevo Testamento» (El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, n.18). La lista completa de los libros sagrados recogida en el Concilio de Trento (1546, EB 58-59 es la siguiente:
Pentateuco (5): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.Hechos (1): Actos o Hechos de los Apóstoles.
Cartas (21):-Cartas católicas (7): 1 y 2Pedro, 1, 2 y 3 Juan, Santiago y Judas.
Apocalíptico: Apocalipsis.
La distribución de los libros del Antiguo Testamento en la Biblia católica es diferente de las Escrituras del pueblo judío y de las seguidas por algunas confesiones protestantes, tanto en el número como en el orden. Los judíos tienen como sagrados sólo los transmitidos en hebreo y tienen como deuterocanónicos o apócrifos los siete conservados en griego (Tobías, Judit, 1 y 2Macabeos, Baruc y la carta de Jeremías, Ben Sirac y Sabiduría). Por otra parte, siguen un orden diferente, que podríamos denominar concéntrico y que subraya el carácter estático de la salvación. Consta de tres bloques, Torah o Ley, Nebiîm o Profetas y Ketubím o Escritos, cuyas iniciales forman el nombre TaNaK, que suelen utilizar los judíos al referirse a sus Escrituras Sagradas. El bloque principal es la Ley, los cinco primeros libros que recogen la manifestación de la voluntad divina hecha a los Patriarcas y a Moisés por medio de ordenanzas y leyes. A continuación los Profetas interpretan la historia a la luz de la Ley; tanto los Profetas anteriores (Josué, Jueces, 1-2Samuel y 1-2Reyes, como los posteriores (Isaías, Jeremías Ezequiel y el Rollo de los Doce menores) tienen como centro de referencia la Torah. Los Escritos cierran las Escrituras y son una reflexión detenida sobre la enseñanza de la Ley. La Biblia cristiana, en cambio, ha asumido los libros transmitidos por la versión griega de los Setenta, que era la más común entre las comunidades judías de Alejandría y del norte de África en los inicios del cristianismo. Pero, sobre todo, sigue un orden más lineal y hace hincapié en el carácter histórico y dinámico de la salvación. Propiamente no consta de bloques, sino de una sucesión de libros, pero por razones prácticas suele hablarse de tres grupos: los libros históricos, formados por el Pentateuco y los libros históricos propiamente dichos; relatan el comienzo del universo, del hombre y del pueblo elegido, y a continuación la historia de Israel desde la entrada en la tierra prometida hasta la época griega. Esta historia refleja la progresiva acción salvadora de Dios Los libros poéticos y sapienciales, que van a continuación, contienen las oraciones, meditaciones y reflexiones sobre esa historia salvífica. Y, por último, los libros proféticos, mayores y menores, transmiten el mensaje de salvación apropiado para cada momento histórico y abren el horizonte futuro en que la salvación alcanzará su plenitud. Este orden no se cierra en si mismo, sino que deja abierto el camino para una posterior intervención divina.
Los libros de la Biblia se transmitieron inicialmente sin ninguna división, pero al ser leídos dentro de la liturgia se fueron distribuyendo en fragmentos más pequeños, según el contenido y según la Importancia de la reunión litúrgica. En las sinagogas antiguas la Torah estaba dividida en 167 secciones (sedarîm u órdenes) que se leían a lo largo de tres años (ciclo trienal), más tarde se fue imponiendo el ciclo anual que prevalece en las sinagogas actuales, según el cual la Torah está dividida en 54 secciones o parasiyyot, correspondientes a las semanas del año. A las lecturas de la Torah se añadían secciones concretas de los libros proféticos, denominadas haftaroth. Así hizo Jesús en la Sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21). En las fiestas especiales se leían secciones y libros enteros de los llamados «5 Rollos» (Megillot): el Cantar en Pascua, Rut en Pentecostés, Lamentaciones en la conmemoración de la caída de Jerusalén a manos de Babilonia, Eclesiastés en la fiesta de los Tabernáculos y Ester en la de Purim.
También en la comunidad cristiana, desde el siglo II, se han leído secciones escogidas del Antiguo Testamento y todos los libros del Nuevo, por orden y en lectura continua: cada día se proclamaba con especial solemnidad una parte de los Evangelios, después de haber leído los textos del Antiguo o del resto del Nuevo, especialmente Epístolas. De este uso son testigos los antiguos códices de la Biblia que indican con una letra el comienzo de la lectura con la primera letra del alefato hebreo, el aleph (arjé), y el final con la última, la taw (telos). Poco a poco fue prevaleciendo la costumbre de leer únicamente secciones escogidas, también de los Evangelios, aun dentro de la lectura continuada, tal como se hace actualmente.
Para facilitar las citas y la búsqueda de palabras o frases se han hecho divisiones dentro de cada libro. Primero fueron los antiguos escribas judíos que separaron el texto en secciones (sedarîm) y en frases (pesuqîm), posteriormente a partir de los siglos VI-VII los masoretas (estudiosos judíos que conservaron el texto bíblico con el máximo rigor) señalaron los versículos, los contaron y, al final de cada libro, dejaron constancia de su número. En la Edad Media y en ambientes cristianos se llevó a cabo la división en capítulos y versículos, con una finalidad práctica más que científica. El primero en distribuir los libros en capítulos fue Esteban Langton (†1228), canciller de la universidad de París y arzobispo de Canterbury. Bastantes años más tarde un judío converso, Santos Pagnino que ingresó en la Orden de los Dominicos, publicó en 1528 la Biblia entera traducida de las lenguas originales al latín, y en ella introdujo la división en versículos, respetando para el Antiguo Testamento la que habían hecho los masoretas. Pero esta distribución de Pagnino no prospero. En cambio, unos años más tarde, en 1551Roberto Estienne (Stephanus) publicó una edición latina de la Biblia entera, dividida en capítulos y versículos: para el Antiguo Testamento conservó la distribución judía como Pagnino, y para el Nuevo hizo su propia división. A partir de entonces la Vulgata comenzó a publicarse con esta división de capítulos y versículos y se ha generalizado en todas las ediciones modernas, incluso en las científicas, consiguiéndose una total uniformidad y facilitando las referencias a lugares concretos tanto entre especialistas de ciencias bíblicas como entre teólogos y lectores sencillos.
La importancia de la Biblia no está en su influencia cultural ni en su belleza literaria, ni siquiera en su contenido, sino en su propia naturaleza que los creyentes confesamos diciendo que es Palabra de Dios escrita. Según la fe cristiana, la Palabra de Dios se comunica a los hombres de tres maneras: la primera y principal, como palabra de Dios encarnada (cf. Jn 1, 1): Jesucristo ha unido en su persona la divinidad y la humanidad y por medio de Él «los hombres tienen acceso al Padre» (DV 2). En segundo lugar, como palabra escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo que la Iglesia recibe en los Libros Sagrados. En tercer lugar, como palabra anunciada por los profetas, los apóstoles y por los creyentes de todas las épocas y de todas las latitudes: «Cuando recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad, palabra de Dios que actúa eficazmente en vosotros» (1Ts 2, 13). La Biblia reclama nuestra atención porque es Palabra de Dios, porque contiene la Revelación: El Concilio Vaticano II comienza la Constitución sobre la Sagrada Escritura con los términos que de algún modo resumen su contenido: «... la palabra de Dios (Dei Verbum) que el Concilio escucha religiosamente y proclama con fidelidad...» (DV 1). Sin embargo, el título es más abarcante «Constitución Dogmática sobre la Revelación Divina». Queda así de manifiesto que la revelación divina es el punto de partida para comprender la Palabra de Dios que está contenida en la Biblia.
La revelación, este diálogo amoroso de Dios con el hombre, se lleva a cabo en la historia, en un doble sentido: en cuanto que, como autor de la historia, Dios dirige los acontecimientos para que le manifiesten a ti («las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina», DV 2); y en cuanto que la revelación es progresiva, al hilo del proceso histórico del pueblo de Israel, con sus altibajos, sus avances y sus retrocesos, hasta culminar en Cristo. Ahora bien, no puede confundirse Revelación y Escritura. Sólo Jesucristo es la Palabra de Dios (Verbum Dei caro factum est), la Biblia contiene la palabra de Dios. El Vaticano II define la Escritura del modo siguiente: «La Sagrada Escritura es palabra de Dios (locutio Dei) en cuanto que es puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo» (DV 9). Al decir locutio Dei indica el acto de diálogo más que el contenido. Ha cuidado escrupulosamente los términos, porque a renglón seguido dice que «la Sagrada Tradición transmite integra a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios (verbum Dei), confiada a éstos por Cristo Señor» (ibid.). La Tradición, por tanto, transmite integra la revelación y está estrechamente unida a la Escritura. Ésta contiene la revelación, pero no es la Revelación. Por tanto, la fórmula de la vieja Reforma «sola Scriptura» es insuficiente. La misma Constitución conciliar explica en los números finales que «las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad palabra de Dios (verbum Dei)» (DV 24). La Sagrada Escritura es, toda ella, palabra de Dios, pero no es toda fa palabra de Dios, sino únicamente la palabra de Dios escrita.
El documento de la Pontificia Comisión Bíblica del año 1993 (La interpretación de la Biblia en la Iglesia) utiliza una fórmula diferente e iluminadora. Explicando la naturaleza de la exégesis católica dice: «... lo que la caracteriza es que se sitúa conscientemente en la tradición viva de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la Biblia» (EB 14-24). La revelación está testimoniada por la Biblia en un doble sentido, en cuanto que es un libro escrito y, por tanto, testigo fiel e inmutable de la palabra originaria; y en cuanto que refleja la fe de los creyentes y, por tanto, es un testimonio de la fe firme y certera de los primeros. Al proclamar la Escritura en la liturgia eucarística se Invita a los fieles a confesar que aquello es palabra de Dios, y no sólo de Isaías, de Lucas o de otro autor humano. Sin embargo, el símbolo apostólico que se recita a continuación contiene la fe en Dios creador, en Jesucristo, Salvador, y en el Espíritu Santo, Santificador, pero no en las Escrituras, que son, en palabras de I. de la Potterie, «instrumento de la palabra de Dios, instrumento de la revelación».
La Biblia no es un libro meramente humano que ha tenido acogida universal y ha venido a ser el más editado y leído de la historia, no es, como la Iliada o El Quijote, el producto literario genial de un pueblo que ha pasado a dominio universal. Ni es un libro escrito en el cielo y entregado a los hombres, corno el Corán para muchos musulmanes Es, más bien, un libro escrito por hombres que tiene, a la vez, como autor a Dios. Esta característica de la Biblia se denomina inspiración, mencionada ya en el Nuevo Testamento (2Tm 3, 16; 2P 1, 20) y formulada con esmero en el Vaticano II: «Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, fueron consignadas por inspiración del Espíritu Santo. la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería» (DV 11).
La inspiración de la Sagrada Escritura podría definirse como la acción del Espíritu Santo en la composición de los libros de modo que vienen a ser palabra de Dios: «La Sagrada Escritura es Palabra de Dios en cuanto que ha sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo» (DV 9). La inspiración garantiza que la revelación divina ha quedado plasmada en la Biblia. «Las cosas reveladas por Dios, que se contienen y ofrecen por escrito en la Sagrada Escritura, fueron consignadas por inspiración del Espíritu Santo» (DV 11). Hay una estrecha relación entre inspiración bíblica y canon bíblico. El canon, como explica el documento último de la Pontificia Comisión Bíblica (El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana) proviene del término griego kanôn, «regla» y designa la lista de los libros reconocidos como inspirados por Dios y válidos como regla para la fe y las costumbres» (n. 16). Se puede entender, por tanto, en sentido pasivo, la lista de libros, o en sentido activo, en cuanto regla de fe y costumbres. Un libro es inspirado por haber sido escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y es canónico por haber sido recibido como tal por la Iglesia, o como señala otro documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993 «la Escritura inspirada es ciertamente la Escritura tal como la Iglesia la ha reconocido como regla de fe [...]. Un libro no es bíblico sino a la luz de todo el canon» (EB 13-29).
Cuando la Iglesia ha reconocido un libro como sagrado lo ha hecho en virtud de su oficio de enseñar, asistida por el Espíritu Santo, y teniendo en cuenta el uso continuado de los libros en la liturgia y en el conjunto de la vida cristiana. Ya san Agustín, al defender su selección, basó su juicio «en la práctica constante de la Iglesia», y lo mismo hizo el Concilio de Trento que presenta el índice de libros canónicos con todas sus partes «tal como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica» (EB 58). La Iglesia ha ido reconociendo su fe plasmada en unos escritos y, a la vez, se ha sentido interpelada por ellos. Ya la primitiva comunidad cristiana, desde su fe en Jesucristo, reconoció los libros de la Biblia judía como Escritura inspirada pues vio en ellos las promesas que habían de cumplirse en el misterio pascual. Más aún, como confirman las fórmulas de los Evangelios «está escrito», «según está escrito», etc., les reconoció la misma autoridad que sus contemporáneos judíos. Posteriormente asumió también como sagrados los libros del Nuevo Testamento porque en ellos estaba plasmada la predicación apostólica: «Así, los textos han dejado de ser simplemente la expresión de la inspiración de autores particulares y se han convertido en propiedad común del pueblo de Dios» (EB 14-55). En consecuencia, cada libro y hasta cada texto tiene sentido sólo en la unidad de la Biblia y el contenido parcial sólo puede ser refrendado en la verdad contenida en todo el canon: «Jamás me atreveré a pensar, ni a decir que las Escrituras presentan contradicciones entre sí; y si alguna Escritura me pareciera tal, más bien confesaré que no entiendo su significado» (S. Justino, Diálogo contra Trifón, 65).
La inspiración y el canon hacen de los escritos bíblicos, libros sagrados, que contienen la Palabra de Dios y transmiten la verdad necesaria para nuestra salvación. Los libros requieren una lectura dentro de la Iglesia, que los proclama, los lee o los medita, de tal manera que puede afirmarse que, con palabras de san Gregorio Magno, de alguna manera se acrecienta su sentido con el crecimiento de sus lectores (aliquo modo cum legentibus crescit).
La teología de la inspiración no está completa si falta un estudio sobre la verdad de la Escritura. La inspiración garantiza que la Biblia es Palabra de Dios y, por tanto, asegura la veracidad, la unidad y la santidad de la Escritura; estas dos últimas cualidades se derivan de la primera. A ella, a la veracidad dedicamos el último apartado de nuestra exposición.
La inspiración garantiza la inerrancia y la canonicidad garantiza la verdad. Pero no son características independientes, puesto que inspiración y canonicidad están íntimamente relacionadas, la primera subraya el carácter de Palabra de Dios, la segunda, el carácter de guía doctrinal y moral de la Iglesia. Inerrancia es un concepto negativo que corresponde a la mentalidad griega de verdad, conformidad del pensamiento con la realidad (lo contrario es el error, la incorrección), mientras que la verdad bíblica es un concepto positivo que deriva de la mentalidad semita y significa fidelidad a la palabra dada (lo contrario es el engaño, la deslealtad). Toda afirmación de la Biblia, todo texto y todo libro goza de verdad en referencia a la verdad completa y definitiva que se da en el conjunto de la Biblia.
Durante muchos años, desde la irrupción del racionalismo hasta el Vaticano II, los teólogos y los documentos de la Iglesia tuvieron que defender la fe frente a quienes achacaban errores de todo tipo a la Biblia y lo hicieron con éxito. Si la objeción proviene de las ciencias naturales o de la filosofía, la respuesta muestra que la Biblia habla el lenguaje sencillo y corriente, por ejemplo, «desde la salida del sol hasta su ocaso» (Sal 50, 1) o utiliza los géneros literarios ordinarios, metáforas, imágenes, hipérboles, etc., por ejemplo «alabad al Señor sol y luna, alabadlo todas las estrellas luminosas» (Sal 148, 3). Si provienen de la historia se responde explicando que la Biblia enseña la salvación llevada a cabo y explicada en la historia. Por tanto, tiene como base los hechos objetivos, pero no es un libro científico de historia. Es mucho más, es la palabra de Dios que al hilo de los acontecimientos explicados por los profetas, muestra a los hombres los planes salvíficos de Dios. Seria anacrónico y fuera de lugar buscar en la Biblia detalles históricos que el propio autor pasó por alto o consideró irrelevantes. Es legitimo, en cambio, buscar la enseñanza que se transmite en los relatos o libros históricos.
La Constitución Dei Verbum se despojó del tratamiento apologético para pasar a un planteamiento más positivo, señalando tres elementos importantes: que la Sagrada Escritura es palabra de Dios, que su finalidad es enseñar y transmitir la Revelación, y que comunican la verdad salvífica a favor de los hombres: «Ya que todo lo que los autores Inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, es necesario profesar que los libros de la Escritura enseñan firme, fielmente y sin error la verdad que Dios quiso fuera consignada en la Escritura Sagrada en razón de nuestra salvación» (DV 11).
En primer lugar, queda claro que la Iglesia lee la Escritura no porque no contenga errores, sino porque contiene la palabra verdadera que nos salva y, por tanto, recibe los libros dentro del canon y reconoce su autoridad porque lo que afirman «debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, y, en consecuencia, estén exentos de error. La formulación de la Dei Verbum es bien distinta de la contenida en la Providentissimus Deus: «Todos los libros de la Escritura, con todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo. De ahí que no puede haber error en la inspiración divina» (EB 124).
En segundo lugar, los libros enseñan (docere profitendi sunt) y transmiten la Revelación firmemente, fielmente y sin error. Estos adverbios no indican que todo lo que dice la Biblia es firme, fiel y sin error; únicamente tiene estas cualidades la enseñanza de las verdades salvíficas. De nuevo cabe afirmar que la Iglesia lee la Biblia porque está a la escucha de la manifestación divina, dando por supuesto que en esa transmisión no hay ni engaño ni incumplimiento.
En tercer lugar, la verdad que enseñan no es puramente intelectual o noética, un cúmulo de conocimientos exactos, profanos o religiosos, es sobre todo vivencial, orientada a otorgar la salvación. El Concilio quiso citar aquí el texto conocido de 2Tm 3, 16-17 que adquiere así valor magisterial: «Toda escritura divinamente inspirada, es también útil para enseñar, convencer, corregir, para formar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y adestrado en toda obra buena». La Biblia contiene temas que son objeto de las ciencias humanas, como hemos mostrado más arriba, pero éstas tienen sus propios principios y sus métodos, y la Biblia tiene un específico principio formal, que es la finalidad salvífica de la revelación que contiene. Ya lo decía san Agustín en polémica con los maniqueos: «A través de la Escritura Dios quiere hacer cristianos, no matemáticos».
Los libros de la Biblia constituyen el canon, es decir, la medida de la Palabra de Dios escrita. De donde se deduce que fuera del canon no hay libros inspirados y dentro de él todos lo son. El canon tiene una función dinámica y activa en cuanto que regula la fe y las costumbres de la Iglesia y de los cristianos. Los libros canónicos en este cometido ni tienen ni pueden tener error, más aún, con su verdad estimulan e interpelan a la Iglesia y a los fieles a que purifiquen y fortalezcan su fe y su comportamiento: «La Biblia no es simplemente un enunciado de verdades. Es un mensaje dotado de una función de comunicación en un cierto contexto, un mensaje que comporta un dinamismo de argumentación y una estrategia retórica» (EB 1303).
La verdad de la Biblia, a pesar de lo que llevamos expuesto, no es patente y fácil de captar. Analógicamente a lo que acontece con la Encarnación, que impulsa a los fieles a un mayor conocimiento de Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero, la Biblia impulsa a aplicar todos los medios posibles para conocer mejor la Palabra de Dios expresada en lenguaje de hombres. A este empeño hay que aplicar los métodos científicos propios de la lingüística moderna «para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que Él quiso comunicarnos, debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos» (DV 12a) y hay que aplicar también los criterios teológicos, la unidad de la Escritura, la interpretación patrística y la analogía fidei, puesto que el mensaje bíblico proviene de Dios: «Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe» (DV 12b).
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S. Ausín
Los originales de los libros de la Sagrada Escritura, como sucede con la gran mayoría los escritos de la Antigüedad, no se han conservado. Los materiales usados como soporte del texto bíblico en sus orígenes, sobre todo papiro y pergamino, tienen una duración limitada. La conservación del texto ha dependido de una sucesión ininterrumpida de copias manuscritas. Esto significa, y es una regla sin excepciones, que a lo largo de la transmisión han ido apareciendo divergencias entre los manuscritos (variantes). Una parte de las variantes es producto de cambios involuntarios: errores de lectura o escritura, inserción en el texto de glosas marginales, contaminación de unos pasajes con otros, etc. Otra parte ha nacido de cambios voluntarios. La fuente más importante de cambios deliberados han sido las recensiones: proyectos sistemáticos de corrección del texto con algún fin concreto (revisiones estilísticas, armonizaciones de lugares paralelos, modificación de expresiones percibidas como chocantes o incomprensibles a causa de la evolución de la lengua...).
La presencia de variantes en los manuscritos hace necesario que en la edición de los textos antiguos intervenga la ciencia de la crítica textual, cuya finalidad clásica es la reconstrucción del texto más cercano posible a un original perdido a partir de los manuscritos existentes.
De ordinario se entiende que el texto original es aquel que fue entregado por su autor para la difusión. Aplicar esta idea a la Biblia es difícil. Muchos libros bíblicos han sido producto de un proceso de composición más o menos largo en el que, con toda probabilidad, ha intervenido más de un autor. Y ha sucedido incluso que algunos libros han adquirido a lo largo de la tradición manuscrita más de una forma. Por ejemplo, existen dos «ediciones» del libro de Daniel: una en hebreo y arameo -que es la contenida en la Biblia del judaísmo- y otra en griego, que no sólo presenta la traducción del libro semítico, sino que incluye además secciones largas sólo transmitidas en griego (Dn 3, 24-90; 13-14). También existen dos formas del libro de Jeremías, aunque en este caso la forma breve es la conservada en griego y la más extensa en hebreo. Un ejemplo del Nuevo Testamento es el final del Evangelio de san Marcos, que tiene tres formas distintas en los manuscritos.
Estas características hacen que la Biblia se parezca a otros textos que han nacido y se han desarrollado dentro de una corriente de tradición, como es, por ejemplo -salvando las distancias- el Romancero castellano. Al tratar de hacer una edición crítica del Romancero, ha resultado imposible establecer criterios para declarar preferible una u otra de las múltiples versiones de un mismo romance. Esto ha llevado a postular que, en casos semejantes, el original «vive en variantes» (cf. R. Menéndez Pidal y otros, Cómo vive un romance. Dos ensayos sobre tradicionalidad, Madrid 1954). Pero el parecido de la Sagrada Escritura con este ejemplo es sólo parcial.
Por una parte, es cierto que un concepto radicalmente estático de texto -concepto consolidado sobre todo con la difusión de la imprenta-, no hace justicia a lo que la Biblia es en cuanto texto recibido en la Iglesia (cf. DV 11). Y la precisión en este caso es importante no sólo para la crítica textual de la Biblia, sino también para la definición de la misma naturaleza de la Escritura, en cuanto que para poder hablar de «texto inspirado» se debe necesariamente hacer uso de un concepto de texto (cf. W. Vogels, «Three Possible Models of Inspiration», en A. Izquierdo (ed.], Scrittura Ispirata, Cittá del Vaticano 2002, 61-79). La Sagrada Escritura tiene la forma de un texto plural y, siendo ésta una característica que comparte con textos nacidos en condiciones semejantes, es natural ver en esto una manifestación de la lógica de la Encarnación que preside la comunicación de Dios con los hombres, también a través de la escritura:
«La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
Hay que hacer notar que ya en la Antigüedad cristiana la pluralidad de versiones textuales de la Biblia es un hecho asumido y se trata como una riqueza que hay que aprovechar (M. Harl, La Langue de Japhet. Quinze études sur la Septante et le grec des chrétiens, Paris 1992, 265).
Por otra parte, no todas las variantes de la Biblia reciben la misma consideración: unas son estimadas mejores e incluidas en el cuerpo de las ediciones, otras se sospecha que son secundaras y son colocadas a de de página e, incluso, los errores ortográficos evidentes ni siquiera figuran en las ediciones criticas manuales. Este modo de obrar implica que se está contando con un concepto de «original de la Sagrada Escritura» y por eso resulta insuficiente reducir la crítica textual bíblica a una ciencia descriptiva de la historia del desarrollo y de las mutaciones del texto. Es así porque la Tradición en la que nace y vive la Biblia confirma que, en concomitancia con el final del momento constitutivo de la Revelación, el texto ha alcanzado su clausura y ha dado inicio su transmisión. En este punto, la cuestión del texto de la Escritura se entrecruza con la cuestión del canon.
En la historia de la Iglesia la explicitación del canon bíblico se ha llevado a cabo habitualmente mediante una lista de títulos de libros, sin hacer mención a su contenido. Sin embargo, cuando se define dogmáticamente el canon en el Concilio de Trento, a la lista de títulos se añade una referencia al contenido:
«Y si alguno no recibiese como sagrados y canónicos los mismos libros íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado leer en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición de la Vulgata latina, y despreciase conscientemente las tradiciones antes mencionadas, sea anatema» (Concilio de Trento, sesión IV, 8 de abril de 1546).
En esta cita hay tres elementos relevantes para la cuestión del texto:
a) Íntegros con todas sus partes. Los reformadores protestantes excluyen la mediación de la Iglesia en la determinación del canon de la Escritura y, en consecuencia, buscan otros criterios para poder identificar cuáles son los libros sagrados. Para el Nuevo Testamento no llegan a una solución unitaria -en realidad no existen alternativas válidas a la mediación de la Iglesia, pues como decía san Agustín: «Yo no creería en el Evangelio, si no me moviese la autoridad de la Iglesia católica» (Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5, 6; CCE 119). Para el Antiguo recurren al canon del judaísmo. Esto hace que queden fuera de las biblias protestantes los libros que no figuraban en el canon judío por haber sido escritos en griego o, al menos, transmitidos en esa lengua (Tobías, Judit, 1-2Macabeos, Baruc con la epístola de Jeremías, Sirácide y Sabiduría). Junto con esos libros también quedan fuera las «partes» griegas de Daniel y Ester, a las que evidentemente se refiere el decreto conciliar.
Además en Trento se rechazó la propuesta de declarar fuera del canon algunos pasajes del Nuevo Testamento que faltan en manuscritos antiguos e importantes: el pasaje de la adúltera de Jn 8, 1-11, el sudor de sangre de Jesús en Lc 22, 43-44 y el final largo del Evangelio según san Marcos (H. Jedin, Historia del Concilio de Trento, II, Pamplona 1972, 97).
b) Tal como se han acostumbrado leer en la Iglesia católica. El recurso al criterio de tradición es ineludible para determinar el objetivo de la crítica textual de la Biblia. Desde la perspectiva del judaísmo, Emanuel Tov considera obligada la referencia a la tradición judía para explicar por qué su trabajo de crítica textual tiene como objetivo la «primera edición» del libro de Daniel y, en cambio, la «segunda» del libro de Jeremías (cf. E. Tov, Textual Criticism of the Hebrew Bible, Minneapolis-Assen 1992, 177-179).
Cuestiones como la pertenencia o no al texto de un pasaje como el de la mujer adúltera en Jn 8, 1-11, no se pueden resolver sólo con el análisis crítico, sino que requieren un pronunciamiento acerca de la extensión del canon Es muy probable que esa sección no estuviera presente en las primeras formas difundidas del Evangelio según san Juan, pero lo que interesa discernir es si ha entrado en el texto legítimamente. En última instancia se pregunta si ese pasaje, por haber sido escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, tiene a Dios por autor y como tal ha sido entregado a la Iglesia (cf. DV 11). Esta formulación recuerda que lo que legitima y da unidad a las distintas intervenciones en el texto bíblico es el hecho de que Dios mismo es autor de toda la Escritura.
En definitiva, las variantes que afectan a la fisonomía textual más allá de cierto límite han de ser resueltas en sede canónica. Pero dado que la inmensa mayoría de las variantes existentes en los manuscritos no superan ese límite, queda un gran margen para el trabajo de crítica textual.
c) [Tal como] se contienen en la antigua edición de la Vulgata latina. En el contexto de este decreto, el Concilio de Trento invita a servirse de la Vulgata como un subsidio que ayude a dirimir las cuestiones sobre el canon y el texto de la Biblia. Para entender el tenor de lo que afirma el texto conciliar, hay que saber que en Trento se tenía plena conciencia de la necesidad de un trabajo crítico sobre la misma Vulgata y, por ello, se había decidido pedir al Papa que diera los pasos necesarios para una edición crítica tanto de la Vulgata como de los textos griegos y hebreos (H. Jedin, Historia del Concilio de Trento, II, 85-86). Es decir, con este uso de la versión latina, ni se pretende postergar las otras tradiciones textuales, ni se busca empujar el texto de la Sagrada Escritura hacia una fijación (orzada. Tener esto presente es importante, porque uno de los modos en los que la vida de la Iglesia orienta el trabajo de gestión de la pluralidad textual de la Biblia, es la manera en que ha custodiado las distintas tradiciones textuales dentro de las tradiciones litúrgicas.
El texto del Antiguo Testamento presenta características especiales debidas a dos factores:
a) Los textos veterotestamentarios tienen tres lenguas originales: hebreo, arameo y griego. Esto hace imposible una edición crítica unificada del Antiguo Testamento en lengua original. Para unificar es necesario traducir, de ahí entre otras cosas la importancia de dos de las más antiguas versiones de la Sagrada Escritura: la Peshitta siriaca y la Vulgata latina, que integran las tradiciones textuales semítica y griega (los targumim arameos traducen sólo una parte de la Biblia hebrea y bastantes versiones traducen sólo el texto griego: Vetus Latina, versiones coptas de algunos libros en varios dialectos, versión armenia, etc.).
b) El texto de la Biblia hebrea sufrió un proceso de fijación iniciado en torno al inicio de la era cristiana: se eligió una modalidad textual y se estableció una rígida disciplina de copia que redujo mucho el número de variantes en los manuscritos. Esa fijación comportó la pérdida de todas las demás tradiciones textuales hebreas en favor del texto estándar (Texto Masorético). Por eso la versión griega de los Setenta tiene una importancia mayor de la que tienen las versiones primitivas de otros textos de la Antigüedad (cf. E. Tov, Textual Cristicism of the Hebrew Bible, 121-124). Los orígenes de la versión de los Setenta se remontan a los alrededores del siglo III a.C. y los manuscritos que la conservan son anteriores a los del Texto Masorético: han llegado hasta nosotros cerca de treinta manuscritos unciales, escritos en Egipto o Cesarea durante los siglos IV o V a.C. En cambio, el manuscrito hebreo completo más antiguo es el códice de San Petersburgo, antes Leningrado, del siglo X d.C.
Para la crítica textual del Antiguo Testamento han tenido una gran Importancia a partir de 1947 los descubrimientos de los manuscritos del mar Muerto (Qumrán). Han sido encontrados fragmentos de toda la Biblia hebrea, excepto Ester, aunque sólo Isaías, Mabacuc y Salmos completos. La calidad de las copias halladas en Qumran es bastante desigual, pero la información que transmiten es muy significativa por varios motivos:
-Son manuscritos hebreos mil años más antiguos que tos manuscritos masoréticos.
-Testimonian la convivencia de distintas tradiciones textuales dentro del judaísmo antes de la unificación masorética, pues han sido recuperados algunos textos hebreos más cercanos a los Setenta o al Pentateuco samaritano que al Texto Masorético.
-Otros, en cambio, son muy cercanos al Texto Masorético y confirman la estabilidad del texto hebreo fijado.
-Han sido encontrados fragmentos semíticos de libros bíblicos transmitidos en griego (Sirácide y Tobías).
Existen catalogados más de cinco mil testigos textuales (manuscritos) del Nuevo Testamento. Se dispone, por tanto, de un ingente material sobre el que fundar las opciones críticas, aunque no siempre es fácil administrar un tal volumen de información. El texto del Nuevo Testamento cumple los requisitos necesarios para que se puedan hacer ediciones críticas eclécticas (aquellas en las que el cuerpo del texto no coincide con ningún manuscrito, sino que reúne las lecturas consideradas más cercanas al original).
Los testigos textuales se dividen en directos e indirectos.
a) Directos son los que reproducen directamente el texto del Nuevo Testamento en lengua original (griego). Existen cuatro tipos:
-Papiros. Son importantes sobre todo por su antigüedad (el papiro P52, que contiene In 18, 31-33.37-38, ha sido datado en la primera mitad del s. II). Por el tipo de material suelen ser fragmentarios y la calidad del texto es variable.
-Códices unciales. Llamados así por el tipo de escritura usada hasta más o menos el siglo IX (sólo mayúsculas y sin espacio entre las palabras). La buena calidad del texto que transmiten hace que constituya la base de las ediciones críticas. Entre los más significativos se cuentan el códice Vaticano, el Sinaitico y el Alejandrino (siglos IV-V). Estos tres contienen toda la Biblia en griego, Antiguo y Nuevo Testamento.
-Manuscritos minúsculos. Comienzan en el siglo IX y van hasta la invención de la imprenta.
-Leccionarios.
b) Indirectos. Son aquellos a los que les falta alguna de las características de los testigos directos:
-Citas bíblicas en autores de la antigüedad cristiana. Tienen la ventaja de que es posible datar el origen del texto con referencia a la vida de su autor. Presentan los límites derivados de la adaptación de las citas al texto en el que se insertan, amén de que se trata de obras que también necesitan un tratamiento de crítica textual.
-Traducciones antiguas. Su importancia se cifra en que los traductores tuvieron acceso a manuscritos en lengua original más antiguos que los hoy conservados. Entre las más destacadas se encuentran las versiones latinas (Vetus Latina y Vulgata), siriacas (Vetus Syra, Peshitta, Filoxeniana y Harklensis), coptas (en varios dialectos) y armenia.
BibliografíaR. FABRIS, Introduzione generale alla Bibbia, Leuman (Torino) 1994. P. GRELOT, La Biblia, palabra de Dios, Barcelona 1968. V. Mannucci, La Biblia como palabra de Dios, Bilbao 1997, 93-106. M.A. TABET, Introducción general a la Biblia, Madrid 2003, 315-392. J. TREBOLLE y J.M. SÁNCHEZ CARO, «El texto de la Biblia», en A.M. ARTOLA y J.M. SÁNCHEZ CARO (eds.), Introducción al estudio de la Biblia, Estella 1990, 433-574.
C. Jódar
El primer documento del magisterio que ha tratado de modo sistemático sobre la Biblia en la vida de la Iglesia es la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II. En su capitulo VI establece el primer estudio orgánico sobre la relación vital que une la Escritura al pueblo de Dios y puede ser calificado como auténtica charta magna del encuentro de cada cristiano con la divina revelación, contenida esencialmente en la Palabra escrita.
Los fieles al acercarse a la Biblia, en actitud humilde, descubren en ella no solamente el conjunto de verdades en las que se debe creer, sino también el proceso histórico en el que se desarrolló la comunicación entre Dios y los hombres, fruto de la iniciativa divina de manifestarse al género humano. Al mismo tiempo descubren en la Palabra inspirada una fuente continua de meditación, de oración y especialmente de encuentro personal con Dios.
Siendo necesario que el contenido de la Escritura sea interpretado correctamente, se debe fomentar una dinámica y armónica conjunción, un continuo intercambio entre el uso práctico de la Biblia en la Iglesia y su profundización científica en el campo de la exégesis y de la hermenéutica. La lectura de la Escritura, en efecto, se hace hoy con la profunda conciencia de ser Iglesia, de formar parte de la comunidad de creyentes. En ella cada uno, en su propia situación y en diversos grados, recibe el mismo espíritu y participa de la misma fe. La Iglesia, en el ejercicio del munus docendi, nutre la unión entre pastores y fieles, entre sacerdotes y seglares, entre exegetas y lectores de la Biblia, ayudando a aclarar los pasajes difíciles, a resolver las dudas, a escuchar en definitiva con humildad la Palabra de Dios sin perderse en estériles disputas humanas, sabiendo que «no está sobre la Palabra de Dios, sino que la sirve» (DV 10). En el único cuerpo de Cristo confluyen las funciones del Pastor, del mistagogo, del filólogo, del historiador y del hermeneuta para profundizar en el conocimiento de la Palabra y acrecentar la vida divina en la Iglesia.
La fe de la Iglesia acoge, custodia, interpreta y transmite la Palabra divina. A su vez, la Palabra suscita la fe y convoca a la Iglesia. De esta doble relación surgen los criterios de interpretación y de comprensión de la Sagrada Escritura que se apoyan, por una parte, en el carácter divino y humano del libro sagrado, y por otra, en su inserción vital en la totalidad de la fe de la Iglesia. La vida en el Espíritu dentro del Cuerpo místico de Cristo permite no pocas veces confrontar la propia interpretación del texto sagrado con aquella que surge, enriquecida, del sensus fidei. Se debe además tener en cuenta la profundización que proviene de las luces recibidas en el estudio atento de la Biblia.
Por otra parte, la teología se alimenta de la Palabra de Dios escrita junto con la sagrada Tradición, en la cual se consolida y rejuvenece, escrutando a la luz de la fe las verdades encerradas en el misterio de Cristo Las sagradas Escrituras, siendo inspiradas, contienen verdaderamente la Palabra de Dios. Por eso se entiende que la Iglesia haya indicado frecuentemente, a partir de León XIII, que el estudio de la Biblia debe ser como el alma de la teología. En fin, se puede afirmar que «es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida Espiritual» (DV 21).
Los principios que ayudan a comprender la Palabra de Dios y hacerla parte de la Propia vida, dentro de la legítima pluralidad metodológica que existe en la Iglesia, comportan los siguientes aspectos:
&ndash: en primer lugar, contemplar el misterio de la Encarnación como modelo analógico para la Palabra escrita. Se propone en primer término el uso del sentido literal-histórico, aquel que los diversos autores bíblicos han querido comunicar. Junto con ello se hace necesaria una correcta exégesis que evite interpretaciones arbitrarias y tenga presente, al mismo tiempo, el misterio de Cristo y de la Iglesia;
&ndash: poner el pasaje estudiado frente a otros textos de la Biblia de modo que cada parte sea leída en el todo, y en particular que el Primer Testamento sea leído a la luz del Segundo, donde encuentra su sentido pleno, y a su vez que el Nuevo Testamento sea leído a la luz del Antiguo en orden a reconocer la pedagogía divina que guía a la humanidad por el camino histórico de la Salvación;
-leer el texto en el contexto eclesial y sacramental que permite compartir y vivir la fe de la Iglesia. Se puede decir que abriendo la Biblia encontramos al Padre que nos habla en Cristo mediante la fuerza del Espíritu. La actitud de fidelidad a la Palabra, al mismo tiempo, forma parte del misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Esposa del Espíritu, que se origina en el decreto salvador de Dios Padre;
-buscar en el texto la respuesta a los grandes interrogantes de hoy; la Escritura es viva y eficaz (Hb 4, 12) y por eso contemporánea a todos y a cada uno de los lectores, a los que llama, ilumina y conforta. Aunque generada en el pasado, la Palabra posee la fuerza del Espíritu que va dando respuesta a las inquietudes y problemas de nuestro tiempo;
-por último, no se debe olvidar que Dios mismo ha querido intervenir en la historia humana con palabras y con hechos, que desde ese momento forman parte de la vida y de la historia de los hombres. La dimensión trascendente de la Palabra de Dios se conjuga sin embargo con las exigencias del lenguaje y de la literatura, con la condición y las circunstancias de tos destinatarios.
El documento de la Pontificia Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la Iglesia reconoce que toda interpretación de la Escritura, aun cuando sea tarea particular del exegeta, comporta una serie de aspectos que tienen una repercusión eclesial. La Biblia no es sólo un conjunto de documentos que ponen de relieve la historia de la Salvación; es al mismo tiempo Palabra de Dios que se dirige a la Iglesia misma y a toda la humanidad en el tiempo presente, como lo ha hecho en el pasado. Esta convicción implica la actualización de la Palabra, la inculturación del mensaje bíblico y el uso que de él se hace en la Lectio divina y en otras acciones litúrgicas, en el ministerio pastoral y en el diálogo ecuménico.
La actualización es posible y legítima porque la riqueza permanente del texto bíblico comporta un valor que no se limita a una determinada época o cultura. Cada generación de la historia humana puede ilustrar su situación particular y sus coordenadas de comportamiento por medio de las Escrituras que, «inspiradas por Dios, escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (DV 21).
Al mismo tiempo los libros están escritos dentro de un marco histórico condicionado por la cultura de otras épocas y corren el riesgo de convertirse en letra muerta; se hace necesario, por tanto, presentarlos en la corriente de la Tradición, en un lenguaje apto al tiempo presente. La actualización, que hace resonar la voz del Espíritu, tiene en cuenta tanto la relación Antiguo-Nuevo Testamento como el dinamismo de la Tradición en la comunidad de fe, en la cual la Sagrada Escritura ha nacido, se conserva y se transmite. Así se descubre en ella la luz perenne que se aplica a cada época de la humanidad. En el judaísmo, primero, y en la patrística después, aparecen no pocos ejemplos de métodos y esfuerzos por actualizar los textos bíblicos a la situación de los creyentes de su tiempo.
La inculturación encierra cierta semejanza con la actualización, en cuanto que asegura la implantación del mensaje bíblico en las situaciones más variadas. Esto es posible, por una parte, porque «toda cultura auténtica es portadora, a su manera, de los valores universales establecidos por Dios» (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV, B). El fundamento teológico de la inculturación es la convicción de que la Palabra de Dios trasciende las culturas en las que ha sido enunciada y tiene la capacidad de extenderse a todas las personas, en el contexto cultural en que viven.
Un aspecto primordial del fenómeno de la inculturación es el de las traducciones, que permiten el acceso a la Biblia por parte de todos los cristianos. La traducción de un libro es, en cierto modo, su traspaso a otro contexto sociocultural. Esta realidad, sin embargo, sería insuficiente si no va acompañada de una interpretación que ponga el mensaje bíblico en una relación más estrecha y explícita con los modos de pensar, vivir y de expresarse propios de cada cultura local. De la interpretación se pasa a otras fases ulteriores de inculturación que comprenden las más variadas dimensiones de la existencia: trabajo, ciencia y arte, oración, principios filosóficos, vida social, etc. (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV, B). La inculturación es, en fin, un proceso de enriquecimiento reciproco: las nuevas luces que se descubren en la Palabra de Dios iluminan, al mismo tiempo, las culturas en las que ella se integra, distinguiendo así valores útiles y nocivos.
La Biblia ha sido, desde los comienzos de la Iglesia, parte integrante del culto litúrgico: o la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo; además las ha considerado siempre, junto con la sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe». En la Eucaristía, vértice del servicio sacramental, se proclaman los textos bíblicos en medio de la comunidad de creyentes reunida en tomo a Cristo, que habla a su Iglesia cuando se lee la Sagrada Escritura y ora con Ella en la recitación de la Liturgia de las Horas. Igualmente la homilética ha representado, en la historia de la Iglesia, un punto de referencia importante en la edificación del Pueblo de Dios. Además, ya desde los primeros siglos del cristianismo la Biblia era el texto fundamental para la formación de los fieles. El De doctrina christiana de san Agustin es un buen ejemplo de instrucción teológica a partir de la Palabra inspirada.
La Biblia no pertenece a la Iglesia solamente como testimonio escrito y soporte de su fe o como realidad que -junto al Cuerpo de Cristo- ilustra el misterio salvífico, que se transforma ulteriormente en experiencia de vida y en testimonio de servicio y de caridad. Ella es también objeto de meditación y de anuncio, de Interpretación, de reflexión Espiritual y de comunicación. Uno de los modos de llevarlo a cabo es la Lectio divina, donde se suscita un amor constante y efectivo por la Palabra de Dios -fuente de vida Espiritual y de fecundidad apostólica- y una mejor profundización y conocimiento del misterio revelado. El documento La Interpretación de la Biblia en la Iglesia habla de ella como de Runa lectura, individual o comunitaria, de un pasaje más o menos largo de la Escritura, acogido como Palabra de Dios, y que se desarrolla bajo la moción y el impulso del Espíritu Santo en meditación, oración y contemplación» (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV, C).
La Lectio divina lleva a escuchar la Palabra de Dios en contacto directo con la Sagrada Escritura. Ella es al mismo tiempo el lugar fundamental en el que la exégesis científica se funde con el uso práctico de la Escritura en la Iglesia. El Concilio Vaticano II la describe como el ejercicio mediante el cual se aprende «el sublime conocimiento de Jesucristo, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras» (DV 25). Es el momento en el que el contenido de una página bíblica llega a ser oración y transforma la vida. Es además un ejercicio metódico y ordenado, no casual, de escucha de la Palabra en el silencio del diálogo con Dios y que no excluye ninguna parte de la Biblia: toda ella lleva un mensaje salvífico.
En definitiva la Lectio es divina no sólo porque se ejercita sobre la Palabra de Dios escrita, con la que se mantiene una especial relación; es sobre todo divina porque pone en contacto el espíritu del lector, su mente y su corazón, con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo. Ella nos coloca en una óptica trinitaria. Movidos por el Espíritu, buscamos a Cristo para contemplar al Padre.
Nacida en la antigüedad de los tiempos de la Biblia hebrea, la Lectio se consolidó en la primitiva comunidad cristiana y se difundió en la época medieval. En efecto, la preocupación de una lectura regular, más aún, cotidiana, de la Escritura, corresponde a una antigua práctica en la Iglesia. Ya Orígenes hacía la homilía a partir de un texto de la Escritura leído secuencialmente -lectura continua- durante la semana, en asambleas cotidianas de fieles consagradas a la lectura y a la explicación de la Escritura. La experiencia del maestro de Cesarea de Palestina se refleja en una carta a su discípulo, Gregorio Taumaturgo, donde dice: «Aplícate a la Lectio divina; busca con confianza y lealtad firmes en Dios el sentido de las divinas Escrituras que en ellas ampliamente se cela. Pero no te contentes con llamar y buscar; para comprender las cosas de Dios es necesaria la oración. El Salvador no sólo ha dicho: "buscad y hallaréis", "llamad y se os abrirá" sino que ha añadido "pedid y se os dará" (Mt 7, 7; Lc 11, 9)"» (SC 148, 192-194). Es aquí donde probablemente aparece por vez primera en el panorama de la Iglesia expresión Lectio divina. No es improbable que de allí pasara la expresión a la Iglesia latina a través de san Ambrosio, que aconseja nutrirse del Verbo celestial mediante la Lectio divina, de tal modo que se llegaría a olvidar el hambre corporal.
En cuanto al proceso y al desarrollo de la Lectio divina en sí misma, se podría decir que se parte de la lectura atenta de un texto bíblico, seguida de un tiempo de reflexión sobre el alcance de ese pasaje para la vida cristiana (meditatio), tras el cual viene un tiempo de oración dirigida al Señor (oratio) y, finalmente, el momento de unión espiritual con Dios (contemplatio).
La Lectio implica en primer lugar búsqueda de Dios. Para Gregorio de Nisa la ??????????-seguimiento continuo del texto- es el hilo conductor que permitirá estar constantemente buscando al Señor a través de la Escritura. Bien consciente de la imposibilidad de conocer y penetrar en la esencia divina por medio de la razón, sabe, sin embargo, armonizar, en el ámbito de su meditación personal, los esfuerzos conjuntos de razón y fe en su indagar paciente y perseverante para alcanzar la verdad. Se establece así una relación entre la realidad divina y la capacidad receptiva del hombre en la lectura bíblica. Agustin y Gregorio Magno seguirán sus pasos al afirmar el primero que la vida del verdadero cristiano es toda un santo deseo de Dios, mientras que el segundo hace ver que a veces ese deseo se queda sin realizar para estimular el ardor de la caridad y dilatar el corazón (CCL 144, 7s.).
La renovación en la investigación teológica y en la misma enseñanza de la teología ha sido quizá el resultado más significativo del interés creciente de los fieles por conocer y meditar la palabra de Dios escrita. Por otra parte, el deseo de acompañar por medio de la oración la lectura frecuente de la Biblia ha ampliado el conocimiento del mensaje revelado y enriquecido el diálogo entre Dios y la persona humana. Éstos son, entre otros, dos aspectos que vale la pena subrayar, a modo de conclusión, como frutos de la fecunda relación entre la Sagrada Escritura y la comunidad creyente.
BibliografíaR. GUARDINI, «Sacra Scrittura e scienza della fede», en I. DE LA POTTERIE (ed.), L'esegesi cristiana oggi, Casale Monferrato 1991, 45-91. C.M. MARTI Ni, «La Bibbla nella vita del credente oggi», en C.M. MARTINI, G. GHIBERTI y M. PESCE, Cento anni di cammino bíblico, Milano 1995, 101-114. M. MA- sita, La «Lectio divina», Cinisello Balsamo 1996. Pontificia Comision, Biblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, Cittá del Vaticano 1993. A. VANHOYE, «La recepción en la Iglesia de la Constitución Dogmática 'Dei Verbum'», en L. SANCHEZ NAVARRO y C. Granados (Ss.), Escritura e Interpretación, Madrid 2003, 147-173.
B. Estrada
Pocas obras literarias están tan enraizadas en la cultura universal como la Biblia. Aunque vinculados estrecha y principalmente al pueblo de Israel y a la Iglesia de Cristo, los libros que la componen abarcan, más allá de ambas comunidades, a la entera humanidad, en cuyos orígenes -de la humanidad y del mundo- se adentran sus primeras páginas (Gn 1-3), intentando responder a los grandes interrogantes que se han planteado tos humanos desde siempre y que se han convertido a su vez, entre otras cosas, en motor de pensamiento y de cultura. Precisamente en la respuesta que ofrece a tales interrogantes se revela también la Biblia como un producto cultural de primer orden, pues en sus libros se recogen tradiciones de aquellos dos centros de cultura que fueron los pueblos de Mesopotamia en Oriente y Egipto en Occidente, añadiéndose en las obras más recientes algunas aportaciones del pensamiento griego.
Situado casi en el extremo occidental de la Media Luna Fértil, el pueblo de la Biblia sintió por otra parte el influjo positivo y negativo de los distintos imperios que fueron imponiendo su dominio en el Mundo Antiguo y de cuyo pensamiento, costumbres, leyes y avatares se hacen eco muchas páginas bíblicas. Es bien sabido que los capítulos del Génesis sobre los orígenes representan una labor singular y paradigmática de inculturación; es decir, los hagiógrafos han expresado su fe en la creación de todas las cosas por el Dios de Israel, el único Dios verdadero, a través de tradiciones muy populares en los pueblos de su entorno cultural (Epopeyas de Atra-Hasis o de Gilgamés, el poema de Enuma Elis...), cuyo conocimiento directo sólo ha sido posible, por otra parte, en épocas relativamente recientes. Algo parecido cabe decir de algunos aspectos de la amplísima legislación recogida en los otros libros del Pentateuco, que Israel comparte con otros pueblos, de los cuales los ha tomado a veces directamente, aunque pasándolos siempre por el tamiz de su fe yahvista; piénsese en el Código de Hammurabi. En ocasiones, en esa misma legislación o en otras tradiciones narrativas se conserva el eco de prácticas o cultos de otros grupos humanos, bien porque los israelitas los han hecho suyos (las dos fiestas, de pastores y de agricultores, fundidas en la Pascua judía) o bien porque los ha rechazado (ano cocerás el cabrito con la leche de su madre»). Además, algunas de las páginas de la Biblia, escritas en prosa y, sobre todo, en poesía (los grandes poemas del libro de Isaías, por ejemplo) se cuentan entre las mejores de la literatura universal. Piénsese igualmente en la obra incomparable de la transmisión de los libros de la Biblia, copiados una y otra vez por judíos y cristianos a lo largo de los siglos y en zonas geográficas distintas y distantes, pero conservados pese a todo sin variantes de mayor importancia y fácilmente identificables como tales.
Las potencialidades de la Biblia como fenómeno cultural se vieron impulsadas hasta límites insospechados por dos circunstancias del todo singulares: en primer lugar, la larga peregrinación del pueblo de Israel entre las naciones y lejos de la tierra prometida después de la primera y segunda calda de Jerusalén; en segundo lugar, por el nacimiento y expansión de la Iglesia. Los israelitas dispersos mantuvieron vivas en sus nuevos lugares de residencia las antiguas tradiciones, que, además, fueron asumidas como propias por quienes creyeron que en Jesucristo y en la comunidad de sus discípulos se hablan cumplido las promesas hechas a los padres y los anuncios proféticos. La diáspora judía y de un modo especial los cristianos hicieron de la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, un patrimonio universal, que traducido a la mayor parte de las lenguas antiguas, se acompasó al ritmo de la cultura y de los usos de los pueblos más diversos, primero en el Antiguo Oriente y luego, de forma extraordinaria y progresiva, en Europa. Prácticamente desde el año cero de la era cristiana, la potente cultura europea lleva un inconfundible sello bíblico y cristiano que se ha ido dejando sentir de forma creciente y notable en todas sus expresiones y ha inspirado la mayor parte de sus mejores creaciones conservadas: los caminos de Europa, las construcciones de sus grandes ciudades o de pueblos insignificantes, la decoración pictórica y escultórica, la música... son testimonio innegable de la fecundidad cultural de la tradición bíblica, tanto la del Antiguo como la del Nuevo Testamento. También las lenguas de los distintos pueblos constituyen un testimonio vivo de esa herencia, no sólo porque en ellas se han recreado de mil maneras los grandes temas bíblicos, sino porque en esa forma tan excelente de sabiduría que es el refranero popular ha recogido lo más sustancial de la que contienen los hechos, las tradiciones, las historias de la Biblia: «esto es Babel», «echar sapos y culebras», «de menos nos hizo Dios», «otro gallo le cantara», «rollo macabeo»... La rica herencia bíblico-cultural de la potente cultura europea fue exportada por ésta a muchos pueblos que, desde finales de la Edad Media, fueron sintiendo su influjo de formas diversas. En todos ellos volvió a manifestarse no sólo la incidencia que esta obra, reconocida como Palabra de Dios por judíos y cristianos, tiene en la vida de los humanos, sino además su capacidad de ser asumida por las más variadas culturas y de potenciar a su vez a estas últimas en todas sus formas de expresión, incluyendo la configuración de las lenguas vernáculas. Piénsese no sólo en la raigambre bíblica de la riquísima y variadísima producción artística de los pueblos mayoritariamente cristianos de América del Norte y del Sur, sino también en la existencia de una producción, menor pero muy significativa, del mismo tipo en Asia, África, Oceanía y Australia.
«Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo»: difícilmente se podrá expresar con mayor fuerza y con menos palabras la importancia de la Biblia en la vida de la Iglesia. La explicación de éstas de san Jerónimo nos la ofrece Hugo de San Víctor, uno de los grandes teólogos medievales, citado por el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 134: «Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo y [...] se cumple en Cristo». Se podría afirmar que, siendo Cristo la palabra definitiva y, en último término, la única palabra que Dios quiere dirigir al mundo (CCE 102), la Escritura constituye el lugar privilegiado para escuchar a Cristo; por eso, parafraseando una afirmación del Vaticano II, se podría decir que «en los libros sagrados Dios sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21) precisamente a través de su Hijo.
La primera consecuencia de esta forma singular de presencia de Cristo en la Escritura es la veneración que le dispensa la Iglesia, la cual «siempre ha venerado la Escritura como lo ha hecho con el cuerpo de Cristo»; y, lo mismo que ha hecho con el pan eucarístico, «sobre todo en la Sagrada Liturgia no ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la Mesa de la Palabra de Dios» (DV 21). Por ello, la proclamación de la Palabra ocupa un lugar especialísimo en todas las celebraciones litúrgicas; antes de partir el pan eucarístico, la Iglesia reparte el pan de la palabra. Y lo hace en forma de proclamación, manteniendo así el marco originario de bastantes textos de la Biblia, surgidos en la liturgia, de Israel o de la Iglesia. En la liturgia, «Dios habla a su pueblo, Cristo sigue anunciando el evangelio, y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración» (SC 33). Tal vez se deba reconocer que durante algún tiempo el ofrecimiento del pan de la Palabra lograba sólo a medias y de forma muy mediatizada el objetivo de alimentar a los fieles, pues aunque se mantenía el ofrecimiento, éste se hacía de tal modo que aquéllos no podían digerirlo: no entendían la lengua en que se les proclamaba. Por ello precisamente, una de las primeras medidas de la reforma litúrgica promovida por el citado Concilio fue ordenar que, en el marco litúrgico, las lecturas de la palabra de Dios se hicieran en las lenguas vernáculas. Por otra parte, siguiendo el ejemplo del pueblo de Israel y de la misma Iglesia desde los orígenes, el Concilio animó a «que se hagan traducciones exactas y adaptadas en diversas lenguas» (DV 22), porque sólo así se puede lograr que la palabra de Dios esté disponible en todas las edades y que los fieles puedan tener fácil acceso a ella (cf. ibid.). Además de las traducciones, el Vaticano II quiso que, en el marco de la liturgia, se ofrecieran a los fieles con mayor abundancia las riquezas de la palabra de Dios, disponiendo para ello un aumento y diversificación notables de las lecturas bíblicas en todas las celebraciones litúrgicas.
Es posible que el pueblo cristiano no se haya aprovechado suficientemente de todo esto; pero no cabe duda de que, para la mayoría de los fieles, la liturgia de la Iglesia se ha convertido en el ámbito principal de su encuentro con la Palabra. A ese encuentro debería ayudar sin duda la explicación de la palabra proclamada, es decir, la homilía que debe tener el ministro en las celebraciones litúrgicas. A elaborar una homilía que lo sea realmente y que, en cuanto tal, debe mantener el estilo coloquial, puede ayudar la meditación asidua del hermoso pasaje lucano sobre el encuentro de Jesús con los dos discípulos que se alejan de Jerusalén la mañana de Pascua: el Maestro, que los conocía bien, les instruye a la luz de la Palabra sobre el sentido de los acontecimientos, que ellos no comprendían y que eran en realidad una actualización de esa palabra, es decir, eran esa palabra hecha hoy. En aquel caso ese hoy era el destino de Jesús; en el de los creyentes posteriores, es su propio hoy, que debe ser iluminado con la palabra proclamada en la celebración del hoy permanente de Jesús en la liturgia.
Pese a su Importancia, la liturgia no es el único ámbito para el encuentro del creyente con la Palabra; de hecho, los antiguos escritores eclesiásticos exhortaban a los fieles a leer la Biblia todos los días: «Ejercitémonos cotidianamente en la lectura -decía, por ejemplo, san Ambrosio de Milán- y procuremos imitar aquello que leemos (...] Usa como tus consejeros a Moisés, Isaias, Jeremías, Pedro, Pablo, Juan y al mismo gran consejero, Jesús, Hijo de Dios». San Jerónimo, por su parte, aconsejaba a Eustoquia, hija de su discípula santa Paula: Lee con frecuencia y aprende lo mejor que puedas. Que te sorprenda el sueño mientras sostienes el códice entre las manos y que las páginas sagradas reciban tu rostro vencido por el sueño». El Concilio Vaticano II se muestra heredero de esta tradición y, tanto en la Dei Verbum como en otros de sus documentos, insiste en la necesidad de que los fieles lean la Biblia asiduamente (cf. DV 25), insistencia que, como tantas otras enseñanzas del Concilio, son puntualmente recogidas en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 133). En fecha más reciente, el documento La Interpretación de la Biblia en la Iglesia de la Pontificia Comisión Bíblica (1993) se refiere una forma de lectura especial del texto biblico conocida como Lectio divina. Esta lectura de la Escritura deben practicarla sobre todo los ministros de la palabra. El Vaticano II incluye entre los ministros tanto a los sacerdotes y diáconos como a los mismos catequistas; sobre todo ellos «han de leer y estudiar asiduamente la Sagrada Escritura» (DV 25), pues tienen el deber de ofrecerla al pueblo en la predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana y, en lugar privilegiado, la homilía» (DV 24). La necesidad de leer la Escritura alcanza de un modo especial a los religiosos/as, a los consagrados/as (PC 6) y, muy en particular, a los seminaristas, que, en su preparación para el ministerio de la Palabra, deben comprenderla mejor, buscar a Cristo meditándola y expresarla con la palabra y la conducta (OT 4 y 8).
En su caso y en orden al ejercicio de aquel ministerio, debe acentuarse la necesidad de que la lectura y la oración de la Sagrada Escritura vayan acompañadas del estudio de la Palabra, de modo que ésta impregne la reflexión teológica y sea estudiada cuidadosamente, recurriendo a los métodos de una sana exégesis y examinando a fondo los grandes temas de la divina revelación (OT 16). La Escritura ha de ser, en efecto, el alma de la teología, pues sólo de ese modo se mantiene firme y se rejuvenece constantemente, evitando quedar reducida a una serie de doctrinas arcaizantes y pudiendo ofrecer desde la fe y la palabra de Dios una respuesta válida a los muchos problemas que se le van planteando al creyente en cada época. En este mismo terreno, resulta fundamental el trabajo de los exegetas, empeñados por vocación «en estudiar y explicar la Sagrada Escritura para poner sus riquezas a la disposición de pastores y fieles», pero cuya dimensión eclesial han subrayado prácticamente todos los documentos recientes del Magisterio y, de un modo muy especial, el ya citado de la Pontificia Comisión Bíblica (IBI, III C). Dicha dimensión exige antes que nada del exégeta una conciencia muy clara del carácter especial de los libros objeto de su investigación y enseñanza, inspirados por Dios y confiados a la Iglesia para suscitar la fe y guiar la vida cristiana. La exégesis produce sin duda sus mejores frutos cuando se entiende en el marco más amplio de la vida eclesial, a la que debe servir, y más en concreto, en una relación estrecha con la reflexión teológica, la experiencia espiritual y el discernimiento de la Iglesia. Frente a una catequesis excesivamente conceptual, el Vaticano II quiso que también este ámbito tan importante de la formación cristiana se nutriera de la Escritura, como de una fuente imprescindible.
En la preparación de los adultos para la recepción del bautismo se debe procurar que el catecúmeno sea introducido en los tesoros de la Palabra; en este sentido, el Sínodo de Obispos de 1997 afirmó lo siguiente: «El primer lenguaje de la catequesis es la Escritura y el Símbolo» de modo que «la catequesis es una auténtica introducción a la Lectio divina, es decir; a la lectura de la Escritura, hecha según el Espíritu que habita en la Iglesia». Por su parte, el papa Juan Pablo 11 señalaría en el documento elaborado tras aquel Sínodo que la catequesis «debe estar totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los textos mismos». Pero no siendo la catequesis simple transmisión de conocimiento, de todo ello se deduce una gran responsabilidad para los catequistas, que deben hacer de la Palabra de Dios la fuente principal de su vida espiritual, pues sólo leyéndola y estudiándola, sobre todo en el marco incomparable de la oración, evitarán convertirse en «predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan por dentro» (DV 25).
BibliografíaC. BAÑEZA ROMAN, Influencia de la Biblia en la literatura medieval española, Bilbao 1995. F. GARCIA LOPEZ y A. GALINDO CARCÍA, Biblia, Literatura e Iglesia, Salamanca 1995. G. MARTIN, Para leer la Biblia como Palabra de Dios, Estella 1983. F. M. (ed.), Bible et sciences: déchiffrer l'univers, Namur, Bruxelles 2002. F. SAGREDO FERNANDEZ, «la Biblia en el arte», en GER I, Madrid 1979, 202s.
J.M. Díaz-Rodelas