Hablar de Jesucristo en la Escritura es hablar de la entera Sagrada Escritura. No sólo porque es el objeto de todos los escritos del Nuevo Testamento, sino porque, como él mismo afirma, «las Escrituras dan testimonio de mí» (Jn 5, 39). En efecto, toda la revelación del Antiguo Testamento contenida en las Escrituras de Israel se dirige a Cristo, que la comprende y la expresa con su vida: «... es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí», les dice a sus discípulos (Lc 24, 44). Por eso, en su vida terrena, entendió los diversos acontecimientos que se presentaban ante él como un cumplimiento de las Escrituras de Israel, sea respecto de su misión -«... hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír», les dice a sus conciudadanos de Nazaret (Lc 4, 21)-, sea respecto de su pasión: «¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días estaba entre vosotros en el Templo enseñando, y no me prendisteis. Pero que se cumplan las Escrituras» (Mc 14, 48-49).
Después de resucitar, abrió la mente de sus discípulos y «les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él» (Lc 24, 27). Los discípulos, que a lo largo de la vida terrena de Jesús no entendieron muchos de los gestos del Maestro, los comprendieron tras la resurrección a la luz de las Escrituras de Israel: «Al principio sus discípulos no comprendieron esto, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces recordaron que estas cosas estaban escritas acerca de él, y que fueron precisamente éstas las que le hicieron» (Jn 12, 16). Por eso, la predicación apostólica es la proclamación del misterio de Jesús desde las Escrituras. «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1Co 15, 3-5). Con esto, como ya advirtió Orígenes, Jesús autentificó las Escrituras inspiradas que así se convirtieron en Evangelio: «Antes de la venida de Cristo, la ley y los profetas no contenían el anuncio que se implica en la definición de Evangelio, porque todavía no habla venido el que tenía que aclarar los misterios que en ellos se encontraban. Pero cuando vino el Señor e hizo que el Evangelio se encarnara, hizo por el Evangelio que todas las Escrituras fuesen como un Evangelio» (In loannem commentarium, a 1, 17 ss.).
Precisamente porque toda la Escritura es Evangelio, resulta difícil, si no imposible, condensar su contenido cristológico en unos pocos párrafos. Además, narrar significa elegir, y privilegiar un punto de vista supone necesariamente dejar de lado otros. De todas formas, en toda argumentación coherente, unas cosas son fundamento de otras y dirigen la arquitectura de la cuestión. En la consideración de Jesucristo, el punto de partida debe ser la investigación histórica de Jesús de Nazaret, de sus hechos y de sus palabras. Y esto, porque la pregunta por la historia no tiene un interés meramente histórico, como memoria del pasado, sino también soteriológico: sin acontecimiento no hay salvación, o, cuando menos, ésta queda reducida a la idea, o a la necesidad, de salvación. Es evidente por eso que la pregunta sobre la historia lleva aneja otra sobre el sentido. Dicho de otra forma, el dato histórico sobre Jesús lleva aparejado un contenido cristológico, que, a su vez, no puede separarse del soteriológico: todas las afirmaciones sobre Cristo tienen un significado salvador, y todas las afirmaciones soteriológicas tienen su fundamento en la cristología. La entera proclamación cristiana está penetrada de este hecho y el Nuevo Testamento es el primer testigo de ello, también cuando invoca textos del Antiguo.
La unión de todos estos aspectos se percibe ya en el mismo nombre, «Jesucristo». La expresión aparece 139 veces en el Nuevo Testamento, y es una confesión de la primera comunidad que designa así al salvador. «Jesús» (Josuah o Jehosuah) es un nombre teóforo, transliteración del hebreo, que significa «El Señor salva». Según el Nuevo Testamento el nombre le fue dado por el ángel porque «él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21; cf. Lc 1, 31; Lc 2, 21). Además del aspecto deíctico -señala a una persona concreta, a Jesús de Nazaret-, el nombre indica el ser de la persona. «Cristo» es la traducción griega de Massiah, ungido. Con este nombre se indica la misión. Pero la unión de ambos nombres sugiere también la condición singular de Jesucristo: único y para siempre, hapax y ephapax como señalan tos escritos neotestamentarios a propósito de su obra (Hb 9, 26; 1P 3, 18).
El vinculo entre ambos aspectos -la persona y su lugar salvador- está atestiguado ya en las fuentes extrabíblicas, sean romanas -Plinio el Joven, Epístola X, 96, 97; Tácito, Annales XV, 44; Suetonio, Vita Claudii, 25, 4-; sean judías: -Flavio Josefo, Antiquitates Iudaicae, XVIII, 3, 3; XX, 9, 1; Talmud de Babilonia, Sanhedrin, 43a-. Todas dejan constancia, aunque sea indirecta, de la existencia de Jesús y de que los cristianos lo confiesan Cristo o Dios. Sin embargo, el testigo más importante es el Nuevo Testamento, en especial los evangelios. En los últimos dos siglos, estos escritos han tenido que superar la prueba de la crítica liberal para ser tomados como testigos fiables desde el punto de vista histórico. Desde finales del siglo XVIII, esta crítica se propuso liberar a Jesús del dogma. En consecuencia, estableció como punto de partida que los evangelios no eran un testimonio de la vida de Jesús, sino de la fe de los discípulos en Jesús. Para entender a Jesús, decían, había que despojarlo del ropaje mítico con que lo vistieron sus discípulos y que se refleja en los evangelios. Para algunos autores, pocos, lo que nos encontraremos entonces es un hombre ávido de gloria, que al no alcanzarla se dejó matar (H.S. Reimarus). Sin embargo, la mayoría de estudiosos descubrían que liberando al Evangelio de la carga mítica se podría vislumbrar al maestro amable de Galilea que fue capaz de entregar su vida para los demás. Ése es el camino que tomó gran parte de la crítica del siglo XIX. Los comienzos del siglo XX coincidieron con un cambio de dirección en la investigación. Ésta hizo notar que la persona que se describía en aquellas «Vidas de Jesús» nacidas de una purificación de los evangelios no era otra cosa que la que resultaba de los prejuicios filosóficos de quienes escribían aquellos libros: proyectaban la imagen de un filósofo ilustrado veinte siglos atrás. Pero la investigación posterior, más que corregir el rumbo, tomó la senda contraria: siguió afirmando que los escritos eran testimonio de la fe de los discípulos, pero que lo eran tan profundamente que no era posible encontrar en ellos rasgo histórico alguno. Por tanto, había que tomarlos como lo que eran, como testimonio del Cristo confesado por la fe. Por lo demás, esta condición no era un estorbo para la fe del cristiano, ya que quien nos podía salvar no era el «Jesús de la historia» pretendido por la crítica liberal, sino el «Cristo de la fe» (M. Káhler, R. Bultmann). Desde aquí, la segunda mitad del siglo XX se puede describir como el laborioso empeño de la investigación exegética e histórica por mostrar la trivialidad de esta dicotomía. Para ello, más que dejarse guiar por prejuicios filosóficos, la investigación se ha servido de los numerosos descubrimientos de la arqueología y la literatura paralela del siglo I. Lo que se conoce como la «segunda» y la «tercera búsqueda» sobre el Jesús histórico ha arrojado un resultado esperanzador para la teología y para la fundamentación histórica de la fe en Jesucristo. Con lo aportado por los documentos extrabíblicos y la aplicación de los llamados criterios de historicidad -crítica de los documentos, crítica del contenido de los documentos-, se ha llegado a la conclusión de que estos relatos, en su forma y género literario propios, son testimonios dignos de credibilidad. Se ha llegado también a la conclusión, esperanzadora para la teología, de que, a los ojos de un historiador imparcial, se puede descubrir un gran conjunto de gestos, de palabras, de acciones de Jesús con los que él manifestó la singularidad de su persona y de su misión, su carácter de hapax y ephapax. Son lo que la investigación denomina rasgos de «cristología implícita» y que en los textos del Nuevo Testamento es ya explícita. Dos son los lugares que debe recoger la indagación: el ser de Jesús y su misión.
En el ser de Jesús, lo que no puede pasarse por alto es todo lo que concierne a su relación muy particular con Dios como hijo y como profeta obediente. Jesús tiene una relación filial con Dios -a quien denomina Padre (Abba)- distinta de la que tienen los demás hombres, incluso sus discípulos (Jn 20, 17). Jesús cumple también la misión del profeta que se abandona a sí mismo en el cumplimiento de su tarea y que acepta su destino ignominioso, con la confianza en la resurrección.
La otra dirección que debe seguir la investigación se refiere a la instauración del «Reino de Dios». Jesús predica el establecimiento del Reino de Dios y con ello cumple las expectativas de Israel. Sin embargo, hay que matizar tanto el verbo predicar como el verbo cumplir. El cumplimiento de las expectativas de Israel por parte de Jesús no puede ser asimilado sin más a lo que sus contemporáneos esperaban. El Reino mostrado por Jesús va más allá y en una dirección más profunda: la que él establece con su autoridad y potestad. De la misma manera Jesús no sólo predica la cercanía del Reino, sino que lo establece con su presencia, y con sus actos de poder, con los milagros.
Estas dos dimensiones, que necesariamente se entrecruzan, se pueden percibir en muchas actitudes del Jesús histórico descrito por la Investigación: en su manera de hablar -puede pensarse en el uso de la expresión «en verdad os digo», o su peculiar uso de las parábolas, o en la autoridad con que explica la Ley, etc.-, y en sus gestos: por ejemplo, con el Templo. También en el modo con que se entiende a sí mismo: de modo que, por ejemplo, rechaza ser rey o mesías en sentido humano, pero acepta el título de hijo de David; permite a Pedro que le confiese como el Cristo, pero prohíbe su divulgación; utiliza para sí la denominación de «Hijo del Hombre», de por si ambivalente, para designar a un hombre o al salvador trascendente; etc.
A la luz de la resurrección, y con el don del Espíritu Santo, la comunidad apostólica entiende las palabras y los gestos de Jesús de una manera más profunda, de modo que puede hacer explícito el ser de Cristo, tanto en su condición de Hijo de Dios, como en su carácter de cumplimiento de las promesas. Cada escrito, o cada grupo de escritos, del Nuevo Testamento refleja la tradición en la que se han expresado Jesús y sus acciones en los diferentes marcos en los que es proclamado como hapax y ephapax, único y para siempre.
Los evangelios son memoria histórica de Jesús, a la vez que una explicación de su identidad. Sin embargo, el interés de cada uno de los evangelistas no está únicamente en la presentación de Cristo y de su obra, sino en su continuidad en la Iglesia, en las consecuencias que eso tiene en la vida de los hombres, etc. La exégesis suele atender a dos lugares para resumir la doctrina de los autores inspirados: los títulos que se le dan a Jesús -los títulos se entienden como un resumen conceptual de su ser y misión- y el desarrollo narrativo del Evangelio.
San Mateo presenta una cristología compleja, fruto de la reflexión del autor inspirado cuando considera a Jesús y a su obra a la luz de los textos del Antiguo Testamento. Presenta a Jesucristo en sus condición divina y humana: es el Cristo y es el Hijo de Dios (Mt 16, 16-17). Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros, que está presente en la tierra y en la Iglesia (cf. Mt 1, 23; Mt 18, 20; Mt 28, 20). Más en concreto, es el Hijo de Dios, que conoce y revela al Padre (Mt 11, 25-27), y que con Él y el Espíritu Santo conforma la Trinidad de personas (Mt 4, 16-17; Mt 28, 19). Pero, al mismo tiempo, es hombre verdadero, «Hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1, 1). Al ser Hijo de David, con él se cumplen las promesas de Dios al rey de un descendiente que afirme el Reino de Dios para siempre (2S 7, 12-16). Al ser hijo de Abrahán, se cumple en él la promesa de Dios al patriarca: «... en tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gn 22, 18). Ahora bien, Jesús realiza esta obra de salvación, para Israel y para todos los pueblos, como Hijo de Dios (Mt 1, 21). La obra de salvación que Dios había encargado a su hijo, Israel, en el Antiguo Testamento, la realiza Jesús. Por eso, el primer evangelista se complace en señalar cómo en Jesús se cumplen las profecías del Antiguo Testamento, quizás de un modo inesperado para sus congéneres, pero claro y determinado en el plan de Dios. Sin embargo, en este complejo de atribuciones de Jesús, es importante no perder de vista el horizonte del primer evangelista: Jesús no es hijo de Dios por la suma de profecías que cumple, sino que cumple las obras de salvación porque es Hijo de Dios.
San Marcos recoge una idea más sencilla pero no menos profunda. Para el segundo evangelista es central el «misterio» de Jesús, Dios y hombre verdadero, que debe ser descubierto por los hombres. Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios, tal como lo señala el evangelista al comienzo de su relato (Mc 1, 1). Que es Hijo de Dios lo declara el Padre (Mc 1, 11; Mc 9, 7), pero son los hombres quienes deben descubrirlo y confesarlo. Es ciertamente el Cristo (Mc 8, 29-30; Mc 9, 41; Mc 12, 35), pero también esto deben descubrirlo los hombres a la luz de sus palabras y sus gestos, porque Jesús realiza la obra del ungido no con las acciones aparatosas que se esperaban del Mesías, sino con su pasión y su cruz (Mc 8, 31). En ese sentido, el segundo evangelista describe a lo vivo los sentimientos de Jesús como hombre verdadero que se compadece (Mc 1, 41), se entristece (Mc 6, 6), mira con cariño (Mc 10, 2), o airado (Mc 3, 5), se enfada (Mc 10, 13), se aflige y siente angustia (Mc 14, 36), etc. Estas condiciones verdaderamente humanas de Jesús, como el escándalo de la cruz, pueden quizás velar a los hombres su conocimiento del «misterio» de Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre, pero al discípulo que le sigue y observa sus obras se le revela (Mc 4, 11). Este misterio será patente cuando el Hijo del Hombre, sufriente, rechazado y llevado a la muerte (Mc 8, 31; Mc 9, 31; Mc 10, 33-34), venga en la gloria (Mc 8, 38; Mc 13, 26; Mc 14, 62).
La obra de san Lucas se compone del Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles. Su horizonte es la historia de la salvación. Lucas se interroga sobre el lugar y el significado de las acciones de Cristo en la historia de los hombres. En este sentido es muy importante el Evangelio de la infancia, del que se ha dicho que es el último capítulo del Antiguo Testamento y el primero del Nuevo: del Israel fiel a Dios, del pueblo elegido, surge la salvación para todas las naciones. Pero este plan divino va todavía más allá, y la genealogía de Jesús se remonta hasta Adán que, dice Lucas, «viene de Dios» (Lc 3, 38). El paralelismo es fácil de establecer: Dios creó a Adán del barro de la tierra insuflado por el Espíritu, y crea al hombre nuevo, Jesucristo, con el descenso del Espíritu sobre María, modelo de los hombres que son fieles a Dios. Jesús es, pues, el nuevo comienzo. Precisamente por eso, las acciones de Jesús son determinantes para la nueva situación de los hombres. La historia de Jesús en la tierra es un decidido caminar hacia Jerusalén (Lc 9, 51), que es donde culmina la salvación porque allí muere y allí tiene lugar su «éxodo» (Lc 9, 31), su «ascensión» a los cielos que es el estado final hacia el que camina. La ascensión es el final de su vida terrestre (Lc 24, 51-53), el paso del Resucitado a la gloria (Hch 1, 6-11), desde donde envía al Espíritu Santo. Como en los demás evangelios, Jesucristo aparece calificado con los títulos que le son propios y que le definen: es Hijo de Dios (Lc 1, 35; Hch 9, 20; etc.), es el Señor (103 veces se usa el titulo en el Evangelio y 107 en Hechos), es el Cristo (Lc 2, 22.26; Lc 3, 15; etc.; Hch 2, 36; Hch 4, 26; etc.), el Salvador (Lc 2, 11; Hch 5, 31; etc.), el Santo y Justo (Hch 3, 14) etc. Pero, en la lógica del hombre nuevo, apuntada arriba, Jesús es el principio, el archêgos (Hch 5, 31; cf. Hch 3, 15), de la nueva criatura. En ese sentido, para el cristiano es modelo de misericordia (Lc 15, 1-32), de oración continua, de pobreza, etc.
San Juan, en el Evangelio, y también en sus otros escritos, es probablemente quien presenta una cristología más alta y profunda: «La flor de las Escrituras son los evangelios y la flor de los evangelios es el de San Juan», dirá Orígenes (In loannem commentarium, a Jn 19, 26-27). Juan presenta a Jesucristo a la luz de la resurrección, pero no lo desvincula de las acciones del Jesús terreno. Por eso, al referir la historia de Jesús, recoge títulos que pueden parecer humildes -hijo de José (Jn 1, 45; Jn 6, 42), raíz y linaje de David (Jn 7, 42; Ap 22, 16), rabbi (Jn 1, 38.49; Jn 3, 2; etc.), hombre (Jn 9, 11.16; Jn 10, 33)-, y también otros que podrían malinterpretarse, como profeta (Jn 4, 19.44; Jn 6, 14; etc.), rey (Jn 1, 49; Jn 6, 15; Jn 12, 13; etc.), o Mesías (Jn 1, 41; Jn 4, 25). Sin embargo, los títulos más importantes son los que expresan su singularidad: en su ser -el Hijo de Dios (Jn 1, 34.49; Jn 3, 18; etc.), el Unigénito (Jn 3, 16.18; 1Jn 4, 9), el Hijo del Hombre (Jn 1, 51; Jn 3, 14; etc.; Ap 1, 13-16), el Salvador (Jn 4, 42), el Señor (Jn 4, 11.15; etc.; Ap 17, 14; Ap 19, 16), el Logos de Dios (Jn 1, 1), Principio y Fin (Ap 1, 4.8)-, y en su función: pan de vida (Jn 6, 35.48), vid verdadera (Jn 15, 1), luz del mundo (Jn 1, 9; Jn 8, 12), puerta (Jn 10, 7.9), pastor (Jn 10, 11.14; Ap 7, 17), camino, verdad y vida (Jn 14, 6), Cordero de Dios (Jn 1, 29.36; Ap 5, 6; Ap 14, 1), etc. La verdad sobre Jesucristo se concentra en las frases del prólogo del Evangelio Jn 1, 1-18). Jesús es el Logos, el Verbo eterno de Dios, y, por tanto, preexistente, que es cosustancial al Padre, y por quien fueron creadas todas las cosas. Pero este Verbo de Dios se «hizo carne» (Jn 1, 14), y la encarnación está unida a su misión por la que es fuente de luz y de vida para los hombres. Finalmente, el Verbo de Dios encarnado es también el revelador: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). El Evangelio entero es como un desarrollo de acción de estas tres cualidades de Jesucristo -preexistencia, envío y salvación, revelación-, sólo que la mayor parte de las veces subrayando la dimensión ascendente: Jesús es «el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14, 6).
La tarea de resumir la doctrina se hace más difícil todavía en el caso de san Pablo. También él conoce la vida terrena de Jesús: es descendiente de Abrahán (Ga 3, 16), de David (Rm 1, 3), nació de mujer y vivió bajo la Ley (Ga 4, 4), tuvo «hermanos» (1Co 9, 5), entre los cuales está Santiago (Ga 1, 9), instituyó el sacrificio en la última cena (1Co 11, 23-25), y bajo Poncio Pilato (1Tm 6, 13) fue ultrajado (Rm 15, 3) y le dieron muerte, crucificándolo, etc. Resucitó y se apareció a numerosos hermanos (1Co 15, 48) y subió a los cielos donde está sentado a la derecha de Dios (Col 3, 1). Quizás el texto que puede resumir lo enseñado por Pablo sea Flp 2, 5-11. Allí parece reproducir un himno que ha recibido de la proclamación apostólica, con el que anima a los cristianos a «sentir» (Flp 2, 5) en Cristo. De Jesucristo se proclama su preexistencia y su vaciamiento voluntario -«... siendo de condición divina [...], se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo»-, su historia humana -«... mostrándose igual que los demás hombres se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»-, y su exaltación: «Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble [...] y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!».
Jesucristo es el «Hijo de Dios», el «Señor» -hasta 275 veces le denomina así-, «Dios» (Rm 9, 5; Tt 2, 13), preexistente (Col 1, 15-17), «… pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4, 4-5). Con la encarnación, Jesucristo cumplió las promesas de Dios a su pueblo, y con su obra, sobre todo con su muerte y resurrección, venció en su propia carne a todos los elementos que esclavizaban a la criatura humana: el pecado, la carne, la muerte, la Ley (Rm 8, 8; Col 1, 22; etc.). Por eso es el salvador, pero no sólo de Israel, sino de todo hombre, sea judío, sea gentil (Rm 3, 22-23). Jesucristo es el representante y la cabeza de la humanidad, el nuevo Adán, ya que sí por éste todos los hombres estamos condenados a morir, por Jesucristo todos somos introducidos en una vida nueva (Rm 5, 14; 1Co 15, 20.22; 2Co 5, 14; Col 1, 18). Éste es el misterio de Dios, Jesucristo, que se puede contemplar desde este punto de vista antropológico, pero también desde una dimensión cósmica en la que aparece como causa ejemplar, creador y cohesión del universo, como autor de la reconciliación universal y primicia de los resucitados (Col 1, 15-20).
Otros escritos del Nuevo Testamento no desarrollan la cristología tan minuciosamente. Las cartas de san Pedro recuerdan que Jesucristo es el Señor (1P 1, 3; 1P 2, 13), que con su pasión, muerte y resurrección ha alcanzado la salvación a todos los hombres (1P 1, 17-21; 1P 3, 18-22), y cuya venida en la Parusía está asegurada (2P 1, 16-19). No muy distintos son los contenidos sobre Jesús Juez en la carta de Santiago (St 5, 8-9). Más rica, en cambio, es la carta a los Hebreos tanto en su argumentación como en sus expresiones. La carta desarrolla detenidamente la singularidad de Jesucristo como Sacerdote y como Mediador, pero expresa su ser con títulos e imágenes sugerentes: Hijo, Mesías, Señor, Santificador, Heredero, Pastor y Apóstol. Lo distintivo es que, además, «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Hb 13, 8).
Los escritos del Antiguo Testamento -o del Primer Testamento, como prefieren decir muchos autores, ya que si fuera únicamente preparación para Cristo su valor habría caducado- reflejan una experiencia religiosa privilegiada, pero compleja y difícil de unificar: tal vez sólo la «esperanza del Reino» es común a todos los escritos. Con todo, es evidente que hay unas líneas y unos lugares de gran concentración cristológica que el Nuevo Testamento desarrolla.
Quizás la noción más importante para acercarse a la cristología del Antiguo Testamento sea la de mediador. En Israel, es mediador de salvación el rey, ungido, mesías, del Señor. Particularmente, lo es la descendencia de David a quien Dios le promete: «... suscitaré después de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino» (2S 7, 12). Ahora bien, ese «linaje» de David entronca con el linaje de Abrahán (Gn 12, 7), y el linaje de la mujer del Protoevangelio (Gn 3, 15). Además se expresa de manera particular en muchos lugares, entre los que no deben pasarse por alto los llamados salmos mesiánicos y el libro del Emmanuel del profeta Isaías. Es claro, como se ha visto más arriba, que el Nuevo Testamento -siguiendo textos de los profetas- privilegia a Jesucristo como el verdadero hijo de las promesas y nuevo Adán.
También es mediador el profeta. Moisés es el profeta por excelencia, mediador descendente, por quien llega la palabra de Dios al pueblo, y ascendente, pues intercede por el pueblo. En la corriente profética, el profeta proclama la palabra de Dios, pero también sufre por ella. Por eso, la vocación profética acaba por dibujarse a la luz del «Siervo del Señor» descrito en la segunda parte del libro de Isaías (Is 40-55). Los evangelistas subrayarán que Jesús es el nuevo profeta anunciado por Moisés (Dt 18, 15), nuevo Moisés, más que Moisés. Y la salvación anunciada por el Siervo del Señor, con sus palabras y su vida, será la fuente de imágenes con que se expresará la pasión de Jesús.
También hay una mediación de salvación sacerdotal. Del mismo modo que la bendición de Jacob (Gn 49, 8-12) apuntaba hacia la preeminencia de Judá, es decir, de David y de su descendencia, la bendición de Moisés (Dt 33, 8-11) subraya el valor de los sacerdotes que enseñan la Ley y ofrecen los sacrificios. En Jr 33, 17-18, en el marco de la nueva alianza, ambas promesas se recogen en paralelo: «... pues esto dice el Señor: No se le privará a David de varón que se siente en el trono de la casa de Israel. Y a los sacerdotes levitas no se les privará de varón que ofrezca holocaustos en mi Presencia, inciense la oblación y haga el sacrificio todos los días». Y de hecho, el carácter sacerdotal del mesías era esperado, como testimonian, por ejemplo, los textos de Qumrán. La carta a los Hebreos, como también san Lucas y otros escritos del Nuevo Testamento, subrayan en Cristo la dimensión real y sacerdotal a un tiempo.
Otras mediaciones salvadoras, como la de la Palabra de Dios, o la Sabiduría, presentes en los últimos escritos del Antiguo Testamento, se ven confirmadas y superadas en las palabras de Jesús que recoge, por ejemplo, san Juan. En todo caso, en la Iglesia, como ya señaló la Encíclica Divino Afflante Spiritu, la enseñanza de Jesús, de los apóstoles, y la constante doctrina tradicional cristiana, que se expresa sobre todo en la liturgia, es una guía para ver a Jesucristo, hapax y ephapax, único y definitivo, anunciado y expresado en los textos inspirados.
BibliografíaA. AMATO, Jesús, el Señor, Madrid 1998. COMMISION BIBLIQUE PONTIFICALE, Bible et Christologie, Paris 1984. R. BROWN, Introducción a la Cristologia del Nuevo Testamento, Salamanca 2001.
V. Balaguer
La revelación salvífica de Dios alcanza su plenitud en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre: Él «es la Palabra única e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (CCE 65). En Jesús de Nazaret se ha revelado definitivamente Yahwéh que salva.
De la vida y predicación de Cristo han sido testigos privilegiados los apóstoles, que recibieron del Señor el mandato de «predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda la verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz» (DV 7).
La predicación apostólica «se ha de conservar por transmisión continua hasta el final de los tiempos» (DV 8), pues precisamente «para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el magisterio"» (DV 7). La Iglesia es, pues, el lugar de la fe en Cristo. Fruto y testimonio de esta fe es el mismo Nuevo Testamento, cuyos libros nacen, por inspiración del Espíritu Santo, en el seno de la Iglesia viviente y en Ella, con la asistencia del mismo Espíritu, llegan vivos a los hombres de cada época. De ahí que la Iglesia haya siempre leído e Interpretado la Escritura «con el mismo Espíritu con que fue escrita» (DV 12).
Para que una cristología pueda considerarse auténtica no basta, pues, que siga el modelo y el ejemplo establecidos en el testimonio apostólico. Es necesario que entienda ese testimonio en el sentido en que fue entendido por la Iglesia a lo largo de toda su historia. La Iglesia es el lugar donde se da el verdadero conocimiento de la persona y de la obra de Cristo (cf. Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas de cristología [1979], I. B, 2.2). La cristología no se limita a estudiar lo que los primeros cristianos creyeron, no es un discurso indirecto, no es una historia aséptica que no compromete en primera persona al teólogo. La cristología, y el teólogo como cualquier cristiano, aceptando el testimonio de los testigos preelegidos por Dios (cf. Hch 10, 41) y apoyándose en ese testimonio, afirma que Jesús es el Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación (Pontificia Comisión Bíblica, Bible et christologie, 1.1.3.3.).
En el contexto de la Iglesia de los primeros siglos, de la llamada teología patrística, se produjo un enorme desarrollo de la cristología, hasta el punto de que los primeros siete concilios ecuménicos se han ocupado de algún aspecto relacionado con la doctrina cristológica. Este desarrollo se debió a diversos motivos. En primer lugar, el deseo de conocer siempre mejor lo que la fe enseña sobre Cristo, es decir, el ejercicio de la razón teológica. Pero junto a este factor, hay que tener también presente la necesidad apologética de rebatir las objeciones que procedían de la filosofía pagana, de las corrientes estoicas y platónicas, o del monoteísmo propio de la religión judía. No menos importante fue la necesidad de salir al paso de las diversas herejías que iban surgiendo en el seno de la Iglesia antigua y que negaban la verdadera humanidad o la divinidad de Jesucristo. Para explicitar la fe apostólica en torno a cuestiones que afectaban a aspectos importantes de la fe en Cristo, se produjeron diversas intervenciones del Romano Pontífice, de los obispos y de numerosos concilios, entre los cuales sobresalen los siete primeros concilios ecuménicos.
Las herejías de los primeros dos siglos negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (CCE 464). Es el caso, por ejemplo, del docetismo, presente ya en el siglo I. Los docetas consideraban la materia como mala y, en consecuencia, estimaban indigno que Cristo fuera hombre como tos demás, sólo lo parecía. El dualismo profundo de esta corriente es radicalmente opuesto al cristianismo pues llevaba a no admitir en Cristo más que una mera apariencia humana, situándose, por tanto, en abierta oposición a la fe en la encarnación. En este rechazo de la materia y de la corporeidad, el docetismo coincide también con las corrientes gnósticas, que se caracterizan por un fuerte dualismo y por una mitificación de Cristo, al que presentan como un eón del pléroma divino y de quien niegan el carácter redentor, limitando su misión a un mero ejemplo y a una simple iluminación interior de la salvación que el gnóstico ya poseería dentro de sí. A estas tendencias disgregadoras de la fe se opusieron con firmeza san Ignacio de Antioquía, san Ireneo de Lyon y Tertuliano.
Hubo también corrientes doctrinales que negaron la divinidad de Jesucristo. Entre ellas destacan los ebionitas, cristianos del siglo I provenientes del judaísmo y de tendencias judaizantes, que consideraban a Cristo como un simple hombre, muy santo, pero mero hombre. No admitían su preexistencia y sólo aceptaban el Evangelio de Mateo. Relacionada con esta herejía se encuentra el adopcionismo de finales del siglo II, que sostenía que Dios es una sola persona y que, por tanto, no puede hablarse de un Hijo de Dios por naturaleza. Jesús seria un simple hombre que habría sido adoptado por Dios en el momento de su bautismo en el Jordán, o en quien inhabitaría el Verbo de Dios, concebido éste como la «fuerza» de Dios. Propugnaron estas ideas, entre otros, Teodoto de Bizancio, que fue condenado por el papa san Víctor I en el año 190, Pablo de Samosata, condenado por el Concilio de Antioquía en 268 y Fotino, condenado por el Concilio I de Constantinopla y por el Sínodo romano del año 382. Ya por esta época comienzan a perfilarse las dos grandes escuelas teológicas del Oriente, la antioquena y la alejandrina, que se remontaría a la escuela de Orígenes y que dieron lugar a lo que esquemáticamente y con las salvedades oportunas suele conocerse con el nombre de la cristología del Logos-ánthropos y la cristología del Logos-sarx.
A partir del siglo IV, los grandes temas de la cristología también fueron abordados por los concilios ecuménicos a causa de las diversas herejías que provocaron su convocación.
a) Las primeras controversiasEl primer Concilio ecuménico es el de Nicea (325), que trató la cuestión de la divinidad del Verbo. Arrio sostenía que el Hijo era una criatura, que había sido creado de la nada y que no coexistía con el Padre desde la eternidad. El Hijo, aunque fuera la más perfecta de las criaturas, se encontraba subordinado al Padre. Como es evidente, estas afirmaciones no sólo afectan a la doctrina trinitaria, sino también a la cristológica pues se niega, en consecuencia, que Cristo sea Dios. Además, Arrio profesaba otros errores que afectaban más específicamente a la naturaleza humana de Cristo, pues sostenía que el Verbo se habría unido directamente a la carne de Cristo haciendo las veces del alma humana. Como es obvio, estas tesis Inciden negativamente en la misión salvífica de Cristo, que aparece así como un ejemplo, un modelo que se puede Imitar, pero que no sería el Salvador universal que la fe cristiana enseña. Estas tesis de Arrio fueron condenadas en Nicea. En este Concilio se definió la consustancialidad del Padre y del Hijo y, por tanto, la divinidad de Cristo (cf. D. 125 y 130).
Después del Concilio I de Nicea tuvo lugar una importante controversia cristológica conocida con el nombre de apolinarismo. Apolinar de Laodicea († antes de 392) había sido un adversario de las teorías arrianas y tanto él como su padre habían sido perseguidos a causa de su defensa de la fe nicena y en su casa habían dado refugio a san Atanasio de Alejandría. Sin embargo, Apolinar, al intentar defender la unidad y la impecabilidad del Verbo encarnado, afirmó que Cristo carecía de alma intelectual y que era el Verbo quien asumía estas funciones. De este modo intentaba evitar sea la mutabilidad de la voluntad humana, sea la aparición de una persona humana en Cristo. Sin embargo, esta tesis implica la desaparición de una naturaleza humana verdadera e íntegra en Cristo. En la refutación de la doctrina apolinarista destacó sobre todo san Gregorio de Nisa. Fue condenada por el papa san Dámaso, en el año 375 en la Epístola Per Filium meum (D. 148) y en otra Epístola dirigida en 378 a los obispos orientales (D. 149). La doctrina apolinarista fue condenada en el año 381 por el segundo Concilio ecuménico, el I de Constantinopla, que se ocupó sobre todo del problema de los macedonianos, que habían negado la divinidad del Espíritu Santo (D. 151). Este Concilio hizo lo propio y completó el Credo del Concilio de Nicea. Desde el punto de vista cristológico conviene señalar, entre otras, la adición de la cláusula «del Espíritu Santo y de María Virgen» allí donde Nicea sólo decía que el Hijo de Dios se ha encarnado. También tiene carácter cristológico la afirmación de que «su reino no tendrá fin». Fue condenada de nuevo por el Sínodo Romano del año 382, en su canon 7 (Tomus Damasi, c. 7, D. 159). El influjo de esta polémica con los apolinaristas fue notable y en cierto modo seguirá presente en las futuras controversias cristológicas.
b) La crisis nestorianaLa primera controversia que se produjo en el siglo V fue la nestoriana, que tuvo como tema principal la unicidad de la persona de Cristo y en la que intervinieron las grandes tradiciones cristológicas, la antioquena, la alejandrina y la latina. La crisis surgió cuando a raíz de la predicación del sacerdote Anastasio, Nestorio, Patriarca de Constantinopla desde el año 428, interviene públicamente el 25 de diciembre de ese año sosteniendo a Anastasio y afirmando que María era madre Cristo pero no madre de Dios, anthropotókos pero no theotókos. Ante las protestas que se produjeron, Nestorio escribe al papa Celestino exponiéndole su doctrina y pidiendo su apoyo. Por otra parte, el Patriarca de Alejandría, san Cirilo, también había recibido informaciones sobre los sucesos de Constantinopla y escribe una primera carta a los monjes de Egipto que se hablan dirigido a él preguntándole si había que llamar a la Santa Virgen Madre de Dios o no, pues si Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen que lo ha engendrado no es Madre de Dios'? Comienza así una serie de cartas de san Cirilo dirigidas a Nestorio en las que el argumento central no será el mariológico sino el cristológico, es decir, la unidad de Cristo. Las cartas más importantes de esta correspondencia son la segunda carta de Cirilo a Nestorio, que fue leída, votada y aprobada por el Concilio de Éfeso en 431 y la tercera carta, que incluye los llamados 12 anatemas, que fue leída en el Concilio e incluida en las actas pero no votada. Mientras tanto el papa Celestino, informado también por san Cirilo de lo que estaba ocurriendo, habla reunido en Roma un sínodo en el que se condena a Nestorio. El emperador Teodosio II convocó en Éfeso un concilio para el 7 de junio del año 431. En esa fecha no hablan llegado aún los obispos orientales con el Patriarca de Antioquía, Juan, ni los legados del papa Celestino. Se esperó unos días y el 21 de ese mes Cirilo, con la protesta de 68 de los obispos presentes, convoca para el día siguiente la apertura del Concilio, que el mismo día 22 aprueba los escritos de Cirilo y condena los de Nestorio, a quien se depone. Juan de Antioquía y los obispos sirios llegaron el 26 de junio y, junto con Nestorio y otros obispos, se reúnen en un concilio opuesto y condenan y deponen a su vez a Cirilo. El 10 de julio llegaron los legados papales que, tras revisar las actas de la primera sesión, aprueban lo realizado por san Cirilo. El Concilio de Éfeso intenta convencer a Juan de Antioquía y al no conseguirlo termina excomulgándole junto con otros 30 obispos. Después de diversas vicisitudes, Nestorio fue depuesto y enviado al exilio por el emperador, que propició también el que la fractura que se había producido entre Cirilo y los orientales se recompusiera en el año 433 con la llamada «Fórmula de unión» (cf. D. 271-273).
El Concilio de Éfeso no ha elaborado ninguna profesión de fe como hicieron los dos concilios ecuménicos anteriores, es más, se remite directamente al Credo de Nicea. Ha hecho suya, sin embargo, la doctrina de Cirilo contenida en su segunda carta a Nestorio, aprobando la cristología unitaria de Cirilo: la unión según la hipóstasis del Logos con la carne, la integridad y perfección de las dos naturalezas de Cristo, la communicatio idiomatum y la confirmación de la designación de María como theotókos.
Sin embargo, la falta de precisión de algunos de los términos que san Cirilo había usado, por ejemplo el de fisis, y que por aquella época no estaban aún claramente definidos y aceptados por todos, continuaron pesando por un tiempo y provocaron muchas de las reacciones de los teólogos antioquenos frente a los 12 anatemas de san Cirilo, a quien veían como un apolinarista. No contribuía a facilitar las cosas el uso de la fórmula «una naturaleza encarnada del Dios Logos», que san Cirilo atribula a san Atanasio, pero que como se comprobó años más tarde era una hábil falsificación de origen apolinarista. A pesar de que el Concilio de Éfeso y la Fórmula de unión del año 433 habían afirmado con fuerza la unicidad de la persona de Cristo, esa claridad no fue suficiente para apaciguar los ánimos y para mantener la unidad de doctrina.
c) La controversia monofisitaEsta situación, ya de por si delicada, empeoró de nuevo pocos años después a causa de la doctrina que difundía por Constantinopla un anciano archimandrita, Eutiques, que sostenía que Cristo subsistía en una única naturaleza. Antes de la unión hay dos naturalezas, después de la unión sólo una. Cristo es ex duabus naturis, pero no subsiste in duabus naturis. Eutiques fue acusado por Eusebio, obispo de Dorilea, ante el Sínodo permanente del Patriarca de Constantinopla, Flaviano, que le condenó en el año 448. Allí Eutiques había sostenido erróneamente que Cristo no es consustancial con los hombres, que después de la unión sólo hay una naturaleza en Cristo. Flaviano se dirigió al Papa, san León Magno, informándole de lo acaecido.
San León escribió a Flaviano el Tomus ad Flavianum, una de las piezas maestras de la cristología latina (cf. D. 290-295). En este documento san León delinea claramente una cristología diofisita y recalca la existencia en Cristo de dos naturalezas y el hecho de que cada una actúa según lo que le es propio. Reafirma la doble consustancialidad de Cristo, con el Padre y con nosotros, que posibilita la mediación de Cristo. Estas naturalezas, unidas en el único sujeto, permanecen integras y perfectas después de la unión. Enseña así no sólo que en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas, sino también que estas naturalezas, unidas sin mezcla ni confusión, conservan sus propias facultades y operaciones. Pero añade que cada naturaleza realiza lo que le es propio siempre en comunión con la otra, pues ambas pertenecen a un mismo y único sujeto: el Verbo. Esta carta estaba pensada para ser leída en el Concilio que mientras tanto el emperador Teodosio habla convocado en Éfeso, a instancias de Eutiques, para el 8 de agosto del 449. Este Concilio, presidido por el Patriarca de Alejandría, Dióscoro, dio lugar a un cúmulo tal de desmanes y desafueros que ha pasado a la historia con el sobrenombre de «el Latrocinio de Éfeso».
Tras la muerte de Teodosio, y convocado por los nuevos emperadores, Pulqueria y Marciano, tuvo lugar un nuevo concilio, en Calcedonia, en octubre del 451. Ha sido el Concilio de la Antigüedad en el que más obispos participaron. El Concilio depuso a Dióscoro y redactó, tras no pocas resistencias, una definición cristológica de la fe que ha sido y es un punto de referencia fundamental de la fe de la Iglesia. La fórmula se centra en la confesión de «un solo Hijo, nuestro Señor Jesucristo», a la vez que se confiesa «a un solo Cristo en dos naturalezas», que se encuentran unidas «sin confusión, sin mutación, sin división, sin separación», de forma que constituyen una sola persona, una sola hipóstasis, pues Cristo no está dividido (cf. D. 300-302).
La recepción del Concilio de Calcedonia, sin embargo, no fue pacífica y no se consiguió la deseada unidad doctrinal, particularmente en Oriente donde, junto a la corriente calcedoniana, continuaron la nestoriana y la monofisita. Y todo ello en un ambiente en el que con las problemáticas doctrinales se mezclaban también los intereses políticos de grandes zonas del Imperio bizantino.
Uno de los episodios de esta lucha doctrinal entre monofisitas y diofisitas fue la llamada «cuestión de los tres capítulos», estrechamente relacionada con el Concilio II de Constantinopla del año 553. El monofisismo, más de tipo verbal que real, fue sostenido por Timoteo Aulero, Filoxeno de Mabbugo y Severo de Antioquía. Se les opusieron sobre todo Leoncio de Bizancio y Leoncio de Jerusalén. Los llamados tres capítulos hacían referencia en concreto a la condenación póstuma de tres de los más destacados teólogos de la escuela antioquena: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa. Los dos últimos hablan sido injustamente depuestos en el Latrocinio de Seso del año 449 y fueron rehabilitados por el Concilio de Calcedonia del año 451. La oposición a un edicto (544) del emperador Justiniano por parte del papa Vigilio, que sólo estaba dispuesto a condenar las doctrinas erróneas pero no las personas, provocó que se convocase el Concilio II de Constantinopla. Después de diversas vicisitudes, el Concilio en su última sesión (2 de junio de 553) condenó los tres capítulos. Sólo el 8 de diciembre de ese año el papa Vigilio se adhirió a esa condena.
La doctrina cristológica conciliar subraya sobre todo la unidad de Cristo y la comunicación de las propiedades de las dos naturalezas en la persona del Verbo. Se trata de una unidad que tiene lugar según la única hipóstasis del Verbo. La naturaleza humana de Cristo es ciertamente distinta de la divina y recibe su ser personal del Verbo, que es así el sujeto último de atribución de las acciones de Cristo (cf. D. 421-438). El Concilio aclaró también que la conocida fórmula que san Cirilo había usado, «una naturaleza del Dios Logos encarnada», debía entenderse en el sentido de que «realizada la unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina según la hipóstasis, el efecto ha sido un solo Cristo», condenando el intento de introducir con ella «una sola naturaleza o sustancia de la divinidad y de la carne de Cristo» (D. 429). Vale la pena señalar también que este Concilio no sólo subraya de nuevo lo fundado del título de Theotókos, sino también la perpetua virginidad de María (cf. D. 427 y 422).
d) La crisis monotelitaAunque el Concilio II de Constantinopla habla ahondado en la interpretación del Concilio de Calcedonia, integrando las posiciones alejandrina y antioquena, no por eso se consiguió la paz con los monofisitas. Durante el siglo sucesivo las diferencias teológicas se hicieron muy vivas en torno a un tema que implica las dos naturalezas de Cristo: las operaciones y las voluntades de Cristo.
En el año 629 el emperador Heraclio vence a los persas y reconquista para el Imperio bizantino los territorios de Siria, Palestina y Egipto. Estos territorios eran prevalentemente monofisitas, por lo que entre otras medidas se intentó una política de acercamiento teológico a los monofisitas. En este contexto, Ciro, Patriarca de Alejandría, propone en el año 633 un pacto de unión en torno a una fórmula que dice que «el único y mismo Cristo e Hijo obra lo que es divino y lo que es humano por una sola actividad teándrica» (Mansi, XI, 565). Se trata de una fórmula ambigua, que podía ser entendida en sentido calcedoniano o en sentido monofisita. Así lo hicieron notar san Sofronio, Patriarca de Jerusalén, y san Máximo el Confesor. Sergio, Patriarca de Constantinopla, aceptó la postura de Ciro. En 634 Sergio escribe al papa Honorio comunicándole que había tomado la decisión de que no se hablara de una o de dos energías en Cristo, para facilitar el camino de vuelta a los monofisitas. Da a entender que de la existencia de dos actividades en Cristo se seguiría necesariamente la existencia de dos voluntades contrarias, y para evitarlo prescinde de la voluntad humana de Cristo, hablando claramente de una sola voluntad. Del terreno de las operaciones se pasa así al de las voluntades.
La tensión entre Roma y Constantinopla fue incrementándose con el paso del tiempo, a causa de esta controversia, conocida con el nombre de monoenergeta y monotelita. En medio se encuentran la conocida «cuestión del papa Honorio» y la muerte en el año 655, en el destierro, del papa san Martín I, que había convocado en Roma el Concilio de Letrán del año 649 oponiéndose al uso de la expresión «operación teándrica» en el sentido de que en Cristo hubiera una sola operación, y afirmando la unicidad del sujeto que actúa y la duplicidad de voluntades y operaciones con que actúa (cf. D. 515). La clarificación definitiva tuvo lugar con el Concilio III de Constantinopla del año 681, que condenó la herejía monotelita. El Concilio subraya en su definición que está en continuidad con los cinco concilios ecuménicos anteriores y enseña que las dos naturalezas de Cristo están vivas y operantes, de forma que actúan íntimamente unidas pero sin confusión entre ellas. El actuar de Cristo manifiesta el perfecto acuerdo existente entre sus dos voluntades naturales, entre las que no hay oposición, pues su voluntad humana sigue y se somete libremente a su voluntad divina. Afirma también la existencia en Cristo de dos operaciones naturales. Las dos voluntades y las dos operaciones concurren a la salvación del género humano. No hay entre ellas oposición ni desacuerdo (cf. D. 556-559).
e) La controversia iconoclastaEl último de los grandes concilios cristológicos, el II de Nicea del año 787, se ocupó de la llamada controversia iconoclasta. A los pocos años del final de la disputa monotelita, comenzó otra de gran duración y violencia, la iconoclasta, que duró casi 150 años. La primera crisis grave tuvo lugar en el año 727, cuando el emperador León III el Isáurico mandó destruir el icono de Cristo que se encontraba encima de la puerta de bronce del palacio imperial. La cuestión en juego no era de tipo artístico sino cristológica. Ya desde los primeros siglos existían dentro de la Iglesia quienes, como Clemente de Alejandría, Orígenes y Eusebio de Cesarea, eran contrarios a las imágenes. Se basaban en la prohibición veterotestamentaria (Ex 20, 4) y en la espiritualidad e infinitud de Dios que es, por tanto, incircunscribible, aperigraphos. Sin embargo, la mayor parte de los teólogos, sobre todo a partir del siglo IV, como los Padres capadocios, son favorables al culto a las imágenes. El punto decisivo será la concepción que se tenga de Cristo como Imagen del Padre (cf. Col 1, 15; Hb 1, 3). La base trinitaria de la cuestión, más presente durante la controversia arriana, pone también de manifiesto su aspecto cristológico, pues si el Hijo es la imagen perfecta del Padre, el Hijo lo es también en cuanto hombre. Las imágenes de Cristo no representan la divinidad del Verbo sino su manifestación en la carne. Se opusieron a los iconoclastas san Germán de Constantinopla y san Juan Damasceno, que subrayan que rechazar las imágenes equivale a rechazar la encarnación del Verbo. El II Concilio de Nicea, convocado en 787 por la emperatriz regente Irene, tras declarar herético el Sínodo iconoclasta que el emperador Constantino V Coprónimo había convocado en el palacio imperial de Hierea el año 754, promulgó una definición en la que se enseña que el culto de veneración, no de latría, a las imágenes forma parte de la tradición de la Iglesia, confirma la real encarnación del Verbo y que el honor tributado a la imagen se dirige a quien la imagen representa. El Concilio condenó a todos los que rechazaran las imágenes (cf. D. 600-609).
La doctrina del Concilio II de Nicea, sostenida por los Papas, no encontró, sin embargo, una acogida favorable ni en Occidente, a causa de los malentendidos que se produjeron en la corte de Carlomagno, ni en Oriente, donde con el emperador León V el Armenio recomenzó otro periodo de persecuciones y destrucción de imágenes. La paz definitiva llegó sólo en 843 cuando un concilio, no ecuménico, convocado en Constantinopla por la emperatriz regente Teodosia, declaró de nuevo legítimo el culto a las imágenes y condenó a los iconoclastas. La Iglesia bizantina recuerda anual mente este acontecimiento el primer domingo de Cuaresma con la fiesta de la ortodoxia.
Las definiciones dogmáticas de los concilios ecuménicos constituyen un punto de referencia fundamental para el estudio y la investigación de la cristologia. Ciertamente estas definiciones no agotan el misterio que intentan exponer o defender, pues son siempre formulaciones humanas, y por tanto, con los límites propios de toda palabra humana. Es más, no agotan ni siquiera toda la comprensión de Cristo que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, había alcanzado hasta ese particular momento histórico. La misma evolución de los concilios, y de las herejías a las que intentan responder, muestra cómo cabe siempre una mayor profundización en el misterio de Cristo.
Estas mismas características no siempre son tenidas en cuenta y, en ocasiones, se ha presentado la doctrina de concilios como Nicea o Calcedonia como una helenización del dogma cristológico, como manifestación de una falta de sensibilidad por los aspectos soteriológicos. Y sin embargo, estas acusaciones habría más bien que dirigirlas a los diversos herejes de aquellos tiempos para los que la fe de la Iglesia resultaba incomprensible precisamente a la luz de los postulados filosóficos y culturales del helenismo de sus diversas épocas. Las investigaciones sobre este tema, sin embargo, han puesto de manifiesto que los padres conciliares no se han dejado seducir por la tentación de asimilar la verdad cristiana a las categorías filosóficas griegas. Ciertamente el pensamiento cristiano ha hecho uso de conceptos que provienen de la cultura griega, pero ha hecho igualmente uso de tantos otros que son fruto de la razón humana en general, no de la razón griega.
El aspecto soteriológico ha estado siempre presente en los concilios antiguos, ya desde Nicea. El que las definiciones conciliares antiguas no tengan un corte de tipo histórico-salvífico tal y como hoy lo entendemos, no significa que la historia de la salvación brille por su ausencia. No pocas veces, por el contrario, los herejes son acusados de alterar el misterio de la economía de la encarnación del Señor por nosotros. La diversidad de acentos que a veces se puede observar entre el kerigma evangélico y la cristología patrística no es una traición al anuncio bíblico, como a veces se ha dicho simplificando no poco el argumento. El Nuevo Testamento no es sólo un discurso sobre la historia y las funciones de Cristo, es también un discurso sobre el ser de Cristo. La cristología patrística en cierto modo no hace más que continuar esta línea. En esto reside precisamente la importancia de la discusión en torno al concepto de cristología funcional y cristología ontológica.
Antes de terminar, conviene señalar, desde una perspectiva ecuménica, que desde hace años existe un proceso de clarificación de estas antiguas controversias entre la Iglesia católica, la Iglesia asiria de Oriente y las antiguas Iglesias orientales que han conducido a diversas declaraciones de fe cristológica entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente, y entre la Iglesia católica y algunas de las antiguas Iglesias orientales.
BibliografíaLa bibliografía sobre estos temas es abundantísima. Pueden resultar útiles los diversos volúmenes de la colección Histoire des concites oecuméniques, publicados por la editorial L'Orante (Paris), muchos de los cuales han sido traducidos a diversos idiomas. Damos a continuación algunas referencias que pueden servir para una primera introducción al argumento. A. MATO, Jesús es el Señor, Madrid 1998. A. DUCAY REAL (ed.), II Concilio di Calcedonia 1550 anni dopo, Cittá del Vaticano 2003. A. GRILLMEIER, Jesus der Christus im Glauben der Kirche, 2 vols. en 5 t., Freiburg I. B. 1986-2002. (Existe una traducción castellana del primer volumen: Cristo en la tradición cristiana: desde el tiempo apostólico hasta el concilio de Calcedonia [451), Salamanca 1997). A. GRILLMEIER y H. BACHT (eds.), Das Konzil von Chalkedon, Geschichte and Gegenwart, 3 vols., Würzburg 19511954. J.A. McGUCKIN, St. Cyril of Alexandria: The Christological Controversy. Its History, Theology, and Texts, Leiden 1994. F. OCARIZ, L.F. MATEO-SECO y J.A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona 20043.
J.A. Riestra
En la fe cristiana, la pregunta por la identidad de Jesucristo está relacionada con la cuestión del sentido del mundo, y de su razón de ser, origen y finalidad. El mundo se presenta como un enigma que si por una parte, habla de un Creador bueno y providente («Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos», dice el salmista (Sal 19, 1)), por otra, no muestra con claridad el motivo último de su existencia. Periódicamente, los dramas generados en la historia replantean la cuestión del significado del mundo, a la cual va indisolublemente unida la pregunta por el sentido de la existencia humana. La revelación cristiana ilumina todo este amplio ámbito a través de la idea de un diseño de Dios relativo al mundo creado, y de la concentración en el nombre de Jesucristo de los principales significados y funciones que lo componen. Según la Sagrada Escritura, Jesús realiza la unidad profunda del plan de Dios, pues «todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16), y fue pensado para «que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Además, Él constituye también el centro de esta unidad de origen y de destino. Jesús conduce la historia humana a su meta, es el Salvador del hombre arrojado del paraíso a causa del pecado y el reconciliador de todas las cosas. La creación recibe de El inicio, consistencia y finalidad.
Esta función tan amplia y central se explica por la condición divina de Jesús. Las numerosas curaciones y milagros que realizó, y, sobre todo, su resurrección gloriosa e inmortal, junto con la potencia del Espíritu que Él envió en Pentecostés para vivificar a la primera comunidad cristiana, son prueba de su divinidad. Así lo consideran los evangelios cuando narran todos estos hechos, aunque hay entre ellos cierta diferencia, pues mientras la divinidad de Jesús está implícita en la cristología de los sinópticos, san Juan la revela expresamente. Este último Evangelio, a la par de los demás escritos del Nuevo Testamento, no hace otra cosa que desarrollar lo que ya es evidente en la vida y en la historia de Cristo, es decir, su carácter divino. Si Jesús se ha considerado el representante único de Dios en el mundo, si se ha atribuido (incluso de modo humilde y natural) prerrogativas divinas como perdonar los pecados, reformar la palabra de Dios precedente, o exigir un amor absoluto a su persona, si ha confirmado todo esto con obras y milagros, que muestran su dominio y su poder sobre los elementos cósmicos, los hombres y los demonios, entonces su condición no puede ser más que divina. De otro modo sólo queda la alternativa de impugnar el carácter histórico de los relatos evangélicos y declarar la fe cristiana un mito; pero entonces todo el fenómeno cristiano queda sin explicar y como suspendido en el vado. En cambio, la luz del Paráclito, que desvela el sentido profundo del misterio pascual de Cristo, al presentarlo como «Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad» (Rm 1, 4), hace también entender que esta dignidad filial le corresponde por su ser y, por tanto, desde siempre, con anterioridad a la historia humana. Jesús es el Verbo de Dios (Jn 1, 1), que existe eternamente en el seno del Padre; es el «resplandor de la gloria divina y la impronta de su sustancia» (Hb 1, 3); el «Dios bendito por los siglos» (Rm 1, 5). Junto a estas fórmulas que confiesan directamente la divinidad de Cristo, hay otras, de corte más dinámico, que señalan la gran misericordia de su venida en el mundo, del envío del Hijo por parte del Padre en favor de los hombres. La preexistencia de Cristo es, en estos textos, el punto de partida de su presencia en la historia: «... al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4); Él, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre» (Flp 2, 6-7). Hay una identidad y una relación entre el Dios que lo envía y Jesucristo, el que vino al mundo: «... la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» y «la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1, 1).
Naturalmente estas afirmaciones requerían la clarificación de diversos aspectos: en qué sentido se puede introducir una distinción «personal» en Dios, cuya esencia es simple; qué significa para Dios mismo entrar en la historia, y si esto es compatible con la inmutabilidad divina; se puede (y cómo) ser a la vez Dios eterno y hombre en el tiempo, o habrá que componer Dios y el hombre renunciando a algo en ambas naturalezas, o al menos en la humana; y de qué modo o hasta qué punto esta naturaleza humana con sus actos y su carne pasible puede ser realmente «de Dios». La Iglesia de los primeros siglos trabajó mucho sobre estas cuestiones, que serían después desarrolladas por la gran tradición teológica medieval, hasta encontrar una síntesis modélica en la obra de Tomás de Aquino. Se aclaró en primer lugar la cuestión arriana: el Verbo es «Dios de Dios, Luz de Luz», «de la misma sustancia del Padre», y no un ser intermedio; y esto es posible porque el Padre y el Hijo (junto con el Espíritu) son entre si relativos e inmanentes: un único Dios en tres Personas, cada una el único Dios; la venida de Dios y su contacto intimo con el mundo no significa, como en algunas tendencias de derivación platónica, imperfección en Dios ni limitación, sino al contrario exceso de su omnipotencia para llegar a lo impensable, a lo ilógico según los criterios del mundo, pues la encarnación supone un abajamiento de Dios que llega al colmo con la pasión y la cruz. La humanidad del Verbo es misteriosa, pero le pertenece realmente en virtud de una unión inefable, de una asunción y adaptación de lo humano a la persona divina que se lo apropia; y sus padecimientos, lejos de ser contradictorios o ajenos a su condición divina, son totalmente suyos, aunque se refieran a la divinidad sólo en razón de esa asunción; más aún, este sufrimiento constituye el acto fundamental y culminante de nuestra salvación precisamente porque es del Verbo divino.
Con todo, el aspecto primario de la doctrina de la encarnación consiste en la presencia personal del Hijo de Dios en la historia. Esta presencia está relacionada con el misterio trinitario de una doble manera. En primer lugar, la encarnación es obra de Dios Trino, acción inefable de las tres Personas divinas, que dan curso a la decisión eterna de salvar a los hombres. El carácter trinitario de este acto se puede representar con la secuencia: «envió», «apropiación», «formación». El Padre envía su Hijo al mundo, lo que significa que el Hijo se apropia de la sustancia humana que el Espíritu suscita en el seno virginal de María, con la cooperación y el consentimiento de ella. De este modo, el Hijo de Dios que subsistía eternamente antes de esta acción, comienza a existir en el tiempo también como hombre. Es más, la nueva presencia del Verbo en la historia es también cercanía a los hombres del Padre y del Espíritu Santo, pues en Cristo, y como a través de Él, también las otras Personas divinas se revelan a los hombres. Sobre todo san Juan ha insistido en estos aspectos: la venida de Jesús revela los rasgos íntimos e inaccesibles del Ser divino, pues Aquel que «nadie había visto jamás» (Jn 1, 18) se hace patente por el Unigénito encarnado. Jesús muestra en sus gestos, en sus afectos y palabras, su relación con el Padre y con los hombres, la benevolencia de Dios con las criaturas y el valor y sentido de la realidad terrena. La vida íntima de Dios, volcada hacia los hombres y hacia su entorno mundano, se despliega en las obras de Cristo, y estas obras, por su perfección humana y sobrenatural, invitan a la conversión, a un modo nuevo de vida, alejado del pecado, y fruto de la acción transformadora de la gracia (divinización). Y esta llamada a la renovación interior resuena con radicalidad en la predicación de Jesús, es el contenido de sus discursos y parábolas, de modo que la misión de Cristo entre los hombres es, por la gratuita misericordia de Dios, como una continuación terrena del misterio de su ser personal.
Este adjetivo, personal, tiene especial valor a la hora de hablar del misterio de la encarnación. El Concilio de Calcedonia utilizó el término como clave explicativa de la unión del Verbo con la humanidad que asume. La presencia del Verbo en la historia es personal, puesto que Jesús forma su humanidad como algo suyo propio (hipostático). No asume una criatura ya existente, sino que toma de una criatura -de su madre María- la semilla material y a partir de ella suscita -en unión con el Padre y con la potencia del Espíritu- esa humanidad como «dentro» de si, como siendo Él directamente su fuente entitativa, de modo que el ser y la perfección natural de esta humanidad provengan de Él, y ésta no subsista como algo separado y autónomo, sino como perteneciente al Verbo y formando parte de Él (ipsa assumptione creatur, decía san Agustín). Por eso, la «carne» asumida, la naturaleza humana, le es perfectamente connatural, de modo semejante a como la mano u otro miembro del cuerpo son propias y conformes a cada hombre (cf. CG, IV, 41); más aún, es realmente apta para revelar su persona divina, pues Él la sella con Sus características propias: la relación filial al Padre y, junto con el Padre, la plena posesión del Espíritu. Así, el Verbo entra en el mundo, se hace hombre verdaderamente, y en el mundo recibe un nombre humano: Jesús. Jesús es, por tanto, el Hijo Único de Dios que se ha hecho hombre por nuestra salvación. Es también el Portador del Espíritu Santo, donde Este tiene su templo y morada en la historia, y por eso recibe con propiedad el nombre de Cristo, el Ungido. Ciertamente, otros personajes del antiguo Israel fueron ungidos con aceite con motivo de su particular vocación o misión y para significar la presencia en ellos del Espíritu divino, pero la unción de Jesús es mucho más radical, pues deriva de su propia constitución como hombre, del misterio de la encarnación. Jesús viene al mundo ungido en totalidad por el Espíritu, de forma que todo en El evoca la presencia divina y refleja la pureza y la espiritualidad de la ciencia y del amor de Dios. Y esta radical presencia del Espíritu lo colma también de gracia y de dones sobrenaturales, que se despliegan después en sus acciones, repletas de justicia y bondad, y que inspiran sus palabras, imperiosas o dulces, pero siempre llenas de sabiduría y vida. Además, todos estos dones que posee en razón de la encarnación, están al servicio de la misión que ha recibido de comunicar a los hombres la vida de Dios. Las dos cosas están unidas, pues Jesús no venía sólo a revelar el amor de Dios por nosotros, sino también a restaurar una humanidad disgregada e interiormente herida por el pecado y, para eso, debía poder comunicar a los hombres la potencia salvadora de Dios y su gracia. Estaba «lleno de gracia y verdad» para ser la fuente de cuya plenitud pudiéramos recibir todos (Jn 1, 14.16). De todos modos, esto no significa que en la vida de Cristo todo estuviera ya dado desde el primer momento, ni que su misión fuera una consecuencia casi automática de su constitución como hombre. Es cierto que su santidad y sus dones son consecuencia de la encarnación, pero ni el hecho de que su gracia y santidad fuesen originarias, ni su función de Cabeza de la humanidad, preservaron a Jesús de experimentar el crecimiento espiritual y moral característico del madurar humano. San Lucas termina su relato de la infancia de Cristo afirmando que «crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2, 40); esto no se refiere a un aumento en la unión con Dios o en la posesión del Espíritu Santo por parte de Jesús, pues estos aspectos sí estaban garantizados definitiva y perfectamente por la unión hipostática, sino más bien como una creciente asimilación por su parte de los bienes sobrenaturales, ligada al proceso normal de maduración humana -que Jesús advirtió como cada hombre- y al desarrollo de aquellas virtudes que se adquieren con la experiencia y con las obras.
Fue precisamente esta presencia de los dones divinos la que le permitió realizar con perfección su misión salvadora. Esta misión debía cumplirse, principalmente, con sus actos espirituales e internos, con el amor obediente al plan del Padre, y para eso era necesario que las potencias espirituales y sensitivas de su alma humana tuvieran la disposición adecuada, que gozaran de la riqueza sobrenatural necesaria para revelar la vida trinitaria y realizar la redención del mundo. Desde esta perspectiva se plantea en primer lugar la pregunta sobre el conocimiento humano de Cristo, su modo de conocer y su ciencia, y, en particular, sobre el conocimiento que Jesús tuvo de su propia condición de Hijo de Dios y de Salvador del mundo. Era necesario que este conocimiento fuera propiamente humano, es decir, no delegable en la omnisciencia que Él posee por su condición de Verbo eterno; puesto que debla realizar la misión salvadora con sus actos humanos, éstos no podían dejar de responder a una intencionalidad humana y no sólo a su Sabiduría divina. Si el Señor no hubiese conocido la realidad mediante ideas, conceptos e imágenes, como cada hombre, su entendimiento humano no habría conocido realmente nada y, entonces, la lógica misma de la encarnación perdería su sentido (cf. S.Th., III, q.9, a.1 ad 1).
Pero ¿cómo se forma el conocimiento que Jesús tiene de la realidad? ¿De dónde proviene su saber? Evidentemente, Cristo supo muchas cosas del mismo modo que los demás hombres, y pudo aprender también, como los demás, todo aquello que en la condición humana se conoce mediante la experiencia sensible o intelectual (CCE 472). Es patente que el Señor se informaba de las cosas; preguntaba, por ejemplo, sobre las situaciones de las personas (la curación del epiléptico que tenía un demonio -Mc 9, 21-; de la hemorroisa -Lc 8, 45-, etc.), aunque, en otras ocasiones, estas situaciones las pudo conocer directamente de modo sobrenatural: Jesús previó, por ejemplo, la futura traición de Judas o las negaciones del apóstol Pedro. Por tanto, Cristo tuvo habitualmente acceso a la realidad concreta de la vida, humana y sobrenatural, a través de la experiencia normal de todo hombre -la ciencia adquirida- y por las particulares luces sobrenaturales de que gozó -la ciencia divinamente infusa en su alma.
Todo ello, sin embargo, no basta para explicar la profunda sabiduría de Cristo sobre su misterio personal, ni la honda e íntima relación que vivió con su Padre Dios, o el perfecto conocimiento que tuvo del plan de salvación. Los evangelios sinópticos presentan a Cristo como la Sabiduría encarnada de Dios, y el cuarto evangelio muestra que la comunión y el amor de Dios se revelan fielmente en la vida de Jesús. Si esto puede ocurrir es porque de algún modo, inefable, la inmanencia divina que el Verbo tiene en el seno de la Trinidad se comunica, de modo limitado, a su humanidad, de forma que su entendimiento humano se encuentra permanentemente inmerso en la luz de su Sabiduría eterna y divina. Esta forma de conocimiento, superior a las precedentes, es consecuencia directa de la unión hipostática, y es como el principal reflejo de ésta en el nivel cognoscitivo humano. Con ella, Jesús alcanza como hombre su propio misterio, es decir, percibe plenamente su identidad de Unigénito de Dios y de Mesías de Israel, enviado por el Padre en vista de una salvación universal; a través de ella, Cristo revela a los hombres el misterio de Dios y de la salvación.
Pero esta luz, inefable y permanente de que goza Cristo, participación de su Sabiduría eterna y fuente de su misión salvadora, ¿qué naturaleza tiene? ¿Cómo encuadrarla en relación con los dones permanentes que caracterizan la existencia del cristiano, y lo iluminan sobre el misterio de Dios? En las últimas décadas, algunos teólogos han considerado este superior conocimiento de Cristo en la línea de la experiencia de la fe y del abandono, de la perfección unitiva que Dios otorga en la tierra a los santos. Sin embargo, la imagen de Jesús que transmiten los evangelios no se adecúa bien a esta descripción, que se fundamenta sobre la noción de fe; tal vez por eso, desde el medioevo, la tradición teológica atribuía al alma de Cristo, en su caminar terreno, la ciencia de visión propia de los bienaventurados. La Escritura, en efecto, presenta a Jesús en permanente comunión con el Padre, no sólo afectiva, sino también cognitiva: el Padre y el Hijo se conocen mutua, recíproca y perfectamente (cf. Mt 11, 27), y por esto Jesús puede hablar y testimoniar lo que ve hacer al Padre (Jn 5, 19) y lo que el Padre continuamente le manifiesta (Jn 5, 19-20). Y este conocimiento no remite a una certeza o a una autoridad exterior de algún modo a Él, sino que proceden de Jesús mismo, y del Padre en cuanto inmanente a Él. Cristo no habla con las palabras propias del creyente sino del testigo, de quien posee por si mismo la evidencia de la realidad, por eso se le llama en el Apocalipsis el «Amén, el Testigo fiel y veraz, y Principio de la creación de Dios» (Ap 3, 14).
Junto con su inteligencia humana, también las demás facultades espirituales participaron plenamente de las gracias derivadas de la unión hipostática. Como fruto de su intima comunión con el Padre y de su disponibilidad a asumir por nosotros la condición de siervo, Jesús deseó en todo momento realizar el plan de salvación, obedeciendo a su Padre Dios. Sus decisiones humanas libres, llenas de caridad, miraban a traducir este plan en palabras y acciones, de modo que fuesen al mismo tiempo revelación de la misericordia de Dios con los hombres y gloria y alabanza para el Padre. Sus obras expresaban siempre el carácter filial de su personalidad, pues provenían del Padre y le manifestaban el amor. Precisamente la intrínseca radicación de sus obras en el sujeto personal divino, hace de Jesús, por una parte, un hombre extraordinariamente libre, y por otra, excluye en Él cualquier forma de pecado. Los evangelios muestran, a la vez, la plena obediencia de Cristo a la voluntad del Padre y su gran libertad respecto a todo lo demás: el Señor no se dejó condicionar por los hombres, por su posición más o menos influyente, por sus afectos o sus reacciones, tampoco cedió a aquellas costumbres que contrastaban con su mensaje, y rompió los convencionalismos sociales cuando fue necesario, sin temer criticas ni posibles represalias. Sus enemigos tuvieron que reconocer que hablaba con rectitud, sin tener en cuenta la condición de las personas, sino enseñando «con franqueza el camino de Dios» (Lc 20, 20-21). Jesús puso esta libertad al servicio de la salvación de los hombres, y no tuvo inconveniente en asumir fatigas y humillaciones, que Él mismo eligió con libertad, en ocasiones, como cuando lavó los pies de los discípulos en la víspera de su pasión. Todo ello fue, sin embargo, actuación del plan de Dios: su libertad humana se movió constantemente en este amplísimo ámbito, de modo que sus acciones expresaran fielmente la libertad salvadora de Dios, y no cupiera en su horizonte espiritual espacio alguno para el pecado. La carta a los Hebreos testimonia esto último, cuando dice que Él fue «en todo igual a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15).
Este último aspecto no deja de constituir un misterio. El Señor fue verdaderamente tentado por el diablo en diversos momentos de su vida. Estas tentaciones no pudieron tener origen en Jesús mismo, pues todo en Él fue perfecto y santo, y sus afectos y pasiones estuvieron siempre en perfecta armonía con su pureza de espíritu y su plenitud de gracia. Pudieron, sin embargo, insinuarse desde el exterior, ser sugeridas por el diablo o por los hombres, a fin de introducir en su alma un conflicto de bienes, una oposición entre el plan salvador y su propio bien como hombre, para que tuviera que elegir entre su propia vida y nuestra salvación. Jesús padeció esta prueba hasta el fondo, como muestra su sudor de sangre en el huerto de los Olivos, y renunció a su vida para salvar la nuestra y encarnar el amor justo y misericordioso del Padre. Si Jesús no podía pecar, ¿qué sentido tenían estas tentaciones? Una posible solución va en la línea de la oración de Cristo. Jesús tenía libertad para pedir al Padre lo que era conveniente para Él y para nosotros. Podía de hecho haberle pedido el envío de doce legiones de ángeles, como Él mismo reconoce en su diálogo con Pedro en el huerto de los Olivos (cf. Mt 26, 53). Las tentaciones, por tanto, podían impulsar a Jesús a pedir al Padre una salvación menos exigente y comprometedora. En su oración en el huerto, Jesús manifiesta su aprensión ante la pasión y la muerte, pero lo hace sin querer influir Él mismo en la decisión del Padre, sino dejando que la conveniencia del plan salvador siga en todo su beneplácito. Sabemos cuál fue la decisión del Padre y hasta dónde llegó su obediencia. Y en esta obediencia hemos sido justificados y santificados.
BibliografíaA. AMATO, Jesús, el Señor, Madrid 1998. J. AUER, «Jesucristo, Salvador del mundo. María en el plan salvífico de Dios», Curso de Teología Dogmática, IV, 2, Barcelona 1990. J. GALOT, ¡Cristo!, ¿Tú quién eres?, Madrid 1982. F. OCARIZ, L.F. MATEO-SECO y J.A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona 20043. J.A. SAYÉS, Señor y Cristo, Pamplona 1995. Ch. von SCHÖNBORN, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Madrid 1999.
A. Ducay
El nombre «Jesús» que el ángel Gabriel le dio en el momento de la anunciación, quiere decir en hebreo: «Dios salva», y expresa a la vez su identidad y su misión. En Jesús, Dios recapitula toda la historia de la salvación en favor de los hombres. Jesús es el Hijo eterno hecho hombre, que «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21).
El estudio de la persona de Jesucristo no estaría completo si la reflexión teológica se limitara a su constitución ontológica y a las acciones de conocer y querer. A ello hay que añadir todo lo implicado en el nombre Salvador (soter, en griego, de donde viene soteriología): es decir, de la obra que Jesús ha venido a realizar en este mundo, y que no es otra que la destinada a que «que todos los hombres se salven».
La soteriología y la cristología son inseparables. No existe la naturaleza o realidad de Cristo, por un lado, y la función de Cristo, por otro, sino que ambas son el anverso y reverso de una misma moneda. No hay realidad sin función, ni viceversa. De la cristología se va a la soteriología, y al revés. La cristología se sirve de la obra salvadora de Cristo para formular la identidad y naturaleza de su ser y de su existencia. Una vez expuesto teológicamente el ser de Jesús, se vuelve al estudio de su obra salvadora. La cristología va de la salvación a la identidad; la soteriología, en cambio, va de la identidad a la salvación: dos procedimientos solidarios y complementarios, que están en una situación de prioridad recíproca el uno ante el otro. De este modo entre cristología y soteriología hay una circularidad que las mantiene unidas y mutuamente animadas.
Debemos analizar los diversos aspectos de la obra salvífica de Cristo «por nosotros» a partir del testimonio del Nuevo Testamento, que es después desarrollado en la tradición eclesial, y encontrar un principio fundamental, que permita acercarse a toda temática de la salvación realizada por Cristo. Aunque son posibles otras opciones, se puede considerar que ese punto de partida se halla en la realidad teológica de la mediación y, particularmente, en el Mediador que es Cristo. Si de suyo el cumplimiento de la mediación salvífica de Cristo presupone la ontología del Cristo Mediador, para nosotros y para la reflexión de la fe, la experiencia de la salvación constituye el presupuesto y la motivación de las afirmaciones cristológicas.
Jesucristo es el único y universal Mediador (cf. 1Tm 2, 5); es la piedra angular (cf. Mt 21, 42; Hch 4, 11), y en ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, para que podamos ser salvos (Hch 4, 12). El no sólo es el mediador, sino que -como aparece de manera solemne en el himno de Colosenses- es también la mediación, pues la mediación tiene lugar en Él (Col 1, 17-20).
Esta identificación entre la Persona del mediador y de su mediación hace que ésta tenga una total inmediatez, es decir, la mediación en favor de los hombres tiene lugar precisamente por la incorporación de éstos al Mediador, por estar unidos vitalmente con Él.
La mediación de Cristo es universal y única. Universal, porque se extiende a todos los hombres y a todos los pueblos: Jesucristo es el nuevo Adán, que recapitula en si a todo el género humano (cf. Rm 5, 15-21; 1Co 15, 45-49); única porque todo otro mediador no hace otra cosa que ser instrumento de esta única mediación de Cristo, mostrando así la eficacia de esta universal mediación. Por ser universal y única, esta mediación es absolutamente necesaria: no hay salvación fuera de Cristo.
El texto de 1Tm 2, 5 sobre el único mediador conoció un gran éxito en la tradición teológica, ya que ofrecía una categoría sintética que permitía ordenar los múltiples aspectos de nuestra salvación.
Ireneo de Lyon, al parecer, es el primero que pone la afirmación de la mediación de Cristo al servicio de una teología de la salvación que se convierte en él en recapitulación de todas las cosas en Cristo. Así se lee en dos pasajes importantes de Adversus haereses en los que comenta 1Tm 2, 5: «Convenía que el Mediador entre Dios y los hombres (1Tm 2, 5) por su propia familiaridad condujese ambos a la familiaridad, amistad y concordia mutuas, para que Dios asumiese al hombre y el hombre se entregase a Dios. ¿Pues de qué manera podíamos ser partícipes de su filiación (Ga 4, 5) si no la recibiésemos por medio del Hijo por la comunión con él, si él, su Verbo, no hubiese entrado en comunión con nosotros haciéndose carne (Jn 1, 14)? Por eso pasó a través de todas la edades, para restituir a todos la comunión con Dios» (Adv. Haer. III, 18, 7). Y en el libro V escribe: «Y por eso en los últimos tiempos el Señor nos ha restituido ala amistad por su propia encarnación: haciéndose "mediador entre Dios y tos hombres" (1Tm 2, 5), propiciando por nosotros al Padre contra el cual hablamos pecado, y consolando nuestra desobediencia con su obediencia, puso en nuestras manos la conversión y la sumisión a nuestro Hacedor» (Adv. Haer. V, 17, 1).
San Ireneo afirma que para entrar en comunión con Dios, era necesario que el Verbo entrase en comunión con nosotros revistiéndose de la carne de nuestra humanidad. Sólo Dios puede conceder la filiación adoptiva, es decir, la participación en la vida de Dios que Ireneo llama «incorruptibilidad». En definitiva, sólo Dios puede salvar al hombre. El Verbo de Dios es mediador de la salvación al mismo tiempo que mediador de la creación, en la que está impreso en forma de cruz, y a la que ha venido como a su propio terreno: se hizo carne y «fue colgado del madero, a fin de recapitular en él todas las cosas».
Siguiendo a Ireneo, Tertuliano analiza la mediación de Cristo sobre el fundamento de sus dos naturalezas. Para él «la carne es el quicio de la salvación». Orígenes desarrolla igualmente, a partir del himno de los Colosenses, la doble mediación -creadora y salvadora- de Cristo.
Santo Tomás, por su parte, ofrece una síntesis sobre la mediación de Cristo en Summa Theologiae III, q.26. Allí afirma: «La misión propia del mediador es unir a aquellos entre los que ejerce la mediación, porque los extremos se juntan en el medio. Pero unir a los hombres con Dios de manera perfecta compete en verdad a Cristo, por medio del cual los hombres son reconciliados con Dios» (a.1). S. Tomás subraya que Cristo es mediador en cuanto hombre: «... en cuanto hombre, dista tanto de Dios por la naturaleza cuanto de los hombres por su dignidad en el campo de la gracia y de la gloria. También en cuanto hombre le compete unir a los hombres con Dios, transmitiéndoles sus preceptos y sus dones, y satisfaciendo y abogando por ellos ante Dios. Y por eso es llamado con toda verdad mediador en cuanto hombre» (a.2).
Se comprende entonces que Cristo no sea uno más entre Dios y el hombre: es totalmente lo uno y totalmente lo otro, sin ser nunca una pantalla entre ellos. Cristo realiza en sí mismo para nosotros la comunión inmediata de Dios y del hombre al vivir el intercambio incesante que le hace ir de Dios al hombre y del hombre a Dios, y vivir como hombre su filiación eterna, mientras que vive su ser creado humano como Hijo.
La única mediación de Cristo tiene la finalidad de llevar a cabo la alianza definitiva entre Dios y los hombres, es decir, asegurar al mismo tiempo su reconciliación y su comunión íntima. Se pone al servicio de un doble movimiento y de un doble paso: el movimiento y el paso de Dios al hombre y el movimiento y el paso del hombre a Dios. Por consiguiente, la mediación de Cristo no tiene nada de estática. Su movimiento es constante y será eterno. Efectivamente, si el único sacrificio del único mediador ha ocurrido necesariamente en un momento único de nuestra historia y en un lugar único de nuestra tierra, su realidad de hecho es transhistórica; pertenece a un «ahora» eterno.
Pero la misma Escritura nos descubre que la mediación de Cristo no se limita al momento de su pasión, de su muerte y de su resurrección. En realidad comienza como mediación del Verbo en la creación y se continúa en toda la vida de Cristo, alcanzando su momento culminante en la cruz y muerte «por nosotros». Ese «por nosotros» constituye la primera expresión formalmente soteriológica del acontecimiento de Jesús: la muerte ha sido destruida por la vida; el hecho ya no es opaco, sino portador de un sentido inagotable. Este sentido se concreta en el «por nosotros y por nuestra salvación», y responde a todo lo que fue la vida de Jesús. Lo mismo que vivió por nosotros, sus hermanos, murió también por nosotros.
Sentido salvífico de la muerte de Jesús. Aunque la mediación salvífica de Cristo se realiza en toda su existencia, tiene una importancia singular cuando se puede acceder al sentido que Jesús mismo daba a su vida, a sus acciones y en especial a su pasión y muerte. Para la fe cristiana, la obediencia al Padre y la autodonación de Jesús son el cauce por el que llega a los hombres la acción salvífica de Dios. Desde las primeras fórmulas de fe se confiesa que Jesús murió «por nuestros pecados» (1Co 15, 3; también Ga 1, 4; Rm 5, 2; Rm 8, 32; 1Ts 5, 10; 2Co 5, 15; 1P 2, 21; etc). La muerte por los pecados es resultado de su propia entrega: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mi» (Ga 2, 10). Se trata ahora de ver si Jesús comprendió y aceptó realmente su muerte como una entrega por la salvación de los hombres.
A partir de los evangelios se accede al sentido salvífico que Jesús dio a su muerte. Así lo muestra una serie de hechos, y en primer lugar el conjunto de la vida de Jesús. Desde el primer momento aparece claramente la cercanía y la solidaridad de Jesús con los pecadores. El bautismo recibido de Juan -suceso de cuya historicidad sustancial no cabe dudar- es la antesala de una llamada a los pecadores (Mc 2, 7). Jesús ha venido a «buscar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10), y ahí se encuentra toda la humanidad sin excepción, a cuyo servicio se pone él mismo. Tiene aquí su lugar el texto llamado «del rescate», de Mc 10, 43-45 (cf. Mt 20, 26-28): «El que quiera ser grande entre vosotros sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros sea el servidor de todos. El Hijo del hombre no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». Aparece en primer lugar la idea del servicio, recogida también por Lucas (Lc 22, 26-27) que corresponde plenamente a la vida de Jesús. En cuanto a la idea de rescate, se discute sobre el origen del texto. De todos modos, como dice Feuillet, aunque las ideas de servicio y de rescate son diversas, nada impide pensar que Jesús haya entendido su servicio en conexión con la idea de rescate que remite al «siervo» de Is 53 (cf. A. Feuillet, «Le logion sur le rançon», Revue des Sciences Philosophiques et Thêologiques 51 (1967) 386-393).
Otros pasajes claros son las palabras de Jesús sobre el esposo que les «será quitado (Mc 2, 19-20) y del pastor golpeado (Mc 14, 27). El cuarto evangelio especifica que el pastor da la vida por las ovejas (Jn 10, 11.15). De todo el conjunto, es legitimo mantener que Jesús se ha identificado con la misteriosa figura del «siervo» del que habla Is 52, 13-53, 12, el justo fiel al Señor hasta la muerte, «condenado injustamente- pero que por haberse «ofrecido a si mismo en expiación» se convierte en vía de salvación «para muchos».
En la última cena tiene lugar la confirmación de esta voluntad de autodonación de Jesús. En esos momentos Jesús vincula estrechamente su muerte inminente con la venida del Reino de Dios (Mc 14, 25). Entonces es cuando se aprecia especialmente que Jesús vio su muerte como un acontecimiento salvador, porque formaba parte de la llegada del Reino.
La mediación de Cristo continúa después de la resurrección; sigue siendo obra de su humanidad gloriosa, que está sentada a la derecha del Padre. Jesús «está siempre vivo para interceder» en favor nuestro (Hb 7, 25). Eternamente presente junto al Padre, esta mediación debe también estar siempre presente y activa entre nosotros en su Iglesia por el don de su Espíritu. Así es como la Iglesia se convierte en el «sacramento» de esta mediación.
El intercambio mediador que se realiza en Cristo implica, dos momentos: el descendente, que va de Dios al hombre, y el ascendente, que va del hombre a Dios (cf. B. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, Salamanca 1990, 120-124). Las grandes categorías de la redención y de la salvación en la Escritura y en la Tradición se sitúan espontáneamente en estos dos movimientos. En todo caso, la distinción entre mediación descendente y mediación ascendente ha de entenderse como una mera distinción: nunca como dos cosas separadas, sino como dos aspectos de una misma y única mediación.
Cristo ejercita esta mediación, en primer lugar en sentido descendente. Él mismo es, antes que nada, el don del Padre a los hombres, don que desciende del cielo. El sentido descendente de la mediación de Cristo es anterior a su sentido ascendente: la salvación es, antes que nada, iniciativa divina y esta Iniciativa de Dios es totalmente gratuita. Esta salvación de Dios, sin embargo, se especifica también por los diversos aspectos de la existencia humana en los que aparece patente la necesidad de salvación. Entre éstos se pueden enumerar la oscuridad en el conocer y la ignorancia; el pecado y la culpa; el sufrimiento y la inseguridad; la muerte; la derrota, el abatimiento, la desesperanza; la enfermedad; las diversas formas de esclavitud; etc.
Siguiendo a Sesboüé, consideramos los siguientes momentos: Cristo revelador, Cristo redentor y liberador, Cristo divinizador, y Cristo, justicia de Dios.
a) Cristo revelador. En el movimiento de mediación descendente se inscribe el ministerio revelador de Cristo: Él es el que da testimonio del Padre, el que ilumina a este mundo entregándole la verdad que libera (cf. Jn 8, 12-30), es decir, el que entrega un conocimiento que es vida y salvación. Cristo, Maestro de verdad, realiza la salvación por medio de la palabra, del conocimiento y de la iluminación. Cristo realiza la salvación y la da a conocer, y ese dar a conocer forma parte de la salvación. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17, 3); «Dios, nuestro salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4).
b) Cristo redentor. La categoría redención ha adquirido una importancia enorme, designando incluso el conjunto de la salvación. La redención (lytrôsis, apolytrôsis) es frecuente en el Nuevo Testamento (Lc 1, 28; Lc 1, 68; Lc 2, 38; Rm 3, 4; Rm 8, 23; 1Co 1, 30; Ef 1, 7; Hb 9, 11 ss.). Tiene una vinculación semántica con la idea de rescate (lytron). Mc 10, 45. El precio fue la sangre de Cristo. «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7; cf. otros textos más explícitos como Hb 9, 12 y 1P 1, 18-20).
La salvación se ha revelado bajo la forma de una lucha intensa y de una victoria realizadas por Cristo contra las potencias del pecado, de la muerte y del mal. En la hora de la muerte de Cristo el pecado fue condenado en la carne (Rm 8, 3). Este pensamiento paulino tiene un paralelismo en Juan: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo (o fuera)» (Jn 12, 31; cf. Jn 16, 11). La redención se realiza por el combate victorioso de Cristo contra el pecado. Detrás del pecado y de la fuerza del pecado está el adversario, el Príncipe de este mundo. Está también la muerte, signo y salario del pecado, vencida por la resurrección de Cristo: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios» (Rm 6, 9-10).
Si el término «redención» recuerda sobre todo el estado de esclavitud anterior y el carácter oneroso de emancipación, el de «liberación», más positivo, evoca un porvenir lleno de esperanza para el que se ha creado una situación totalmente nueva. Los evangelistas se muestran muy parcos en el uso del primero, aunque presentan a Jesús como la persona libre que libera de las situaciones en las que el pecado actúa como señor. Ante Dios su Padre, Jesús es libre con una libertad amorosa y filial, que se traduce en obediencia. Por eso camina libremente hacia su pasión, ya que asume su misión y lo que podríamos llamar su «destino» con una libertad soberana (Jn 9, 18). Es propio del hijo ser libre en la casa paterna (Mt 17, 26). Jesús libera por el anuncio del Evangelio, que es un evangelio de libertad; viene a dirigirse a los pobres y a tos cautivos, a los ciegos y a los oprimidos (Lc 4, 18-19), para devolverles una libertad que es ante todo perdón de sus pecados, pero que también se manifiesta en los signos de curación. «Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32)
c) Cristo divinizador. La salvación que realiza Jesús consiste también en la integración del hombre en la vida de Dios. La divinización es el otro aspecto de la redención y liberación, el lado «positivo» de la redención. El hombre no solamente es descargado de la culpa, del pecado, y del mal, sino que es transformado interiormente, hecho semejante a Cristo, hijo de Dios, «divinizado». La divinización que realiza Jesús tiene lugar como un nuevo nacimiento -del agua y del Espíritu (cf. 1P 1, 3)-, que es para nosotros el fruto de la resurrección del Señor. El nuevo nacimiento trae asimismo la filiación divina que nos hace hijos en el Hijo (cf. Rm 8, 14-29; Ga 3, 26; Ga 4, 6-7); y la vida nueva en cuanto vida en Cristo y participación en la vida trinitaria (cf. Rm 6, 23; Flp 1, 21; Col 3, 4; 1Co 15, 42-55)
d) Cristo, justicia de Dios. La acción salvadora de Cristo se expresa también -siguiendo a la Escritura- con el término «justicia». La justicia y la justificación expresan una categoría esencial de la Escritura para anunciar nuestra salvación. La cuestión tiene un trasfondo histórico configurado por la propuesta de Lutero sobre la justificación, y por la enseñanza del Concilio de Trento.
Los documentos más antiguos del Nuevo Testamento, en particular el corpus paulino, las proponen con un relieve impresionante. Cristo es justicia de Dios para los hombres: «... sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Co 1, 30). ¿Cómo se debe entender aquí justicia y justificación?
La teología católica distingue entre redención (acontecimiento realizado por Cristo, particularmente en su misterio pascual) y justificación (apropiación personal de la salvación por el creyente). A la justificación le sigue la santificación, que es su consecuencia, que transforma al hombre interiormente. Este vocabulario es extraño a la Reforma. Lutero define la redención universal como el acto de la justicia justificante de Dios, realizada primero en la cruz y luego en la decisión que hace del pecador un justo, que Dios pone a su lado. Todo este conjunto es lo que él llama justificación.
En todo caso, justicia no se debe entender aquí en sentido vindicativo, sino como acción salvífica. La justicia es ante todo un don de Dios manifestado en la persona de Jesús, que la proclama al mismo tiempo que el Reino de Dios. Por eso mismo, en su respuesta al don del Reino, puede llegar a superar toda justicia humana. Por otra parte, el vocabulario de la justicia se completa en los evangelios con el de la gracia. La justicia y la gracia van a la par: Jesús es en su persona la fuente de una y de la otra.
La mediación ascendente consiste en la donación de los hombres a Dios, en unidos a Él, en ofrendados a Él. El don que Dios hace a los hombres es su propia donación amorosa. Esta mediación ascendente incluye como punto nuclear el sacrificio que Cristo ofrece al Padre en la cruz; incluye también la ofrenda que, junto consigo, hace Cristo de toda su Iglesia: la adoración, el agradecimiento, la expiación de los pecados y la oración de todos los hombres y en nombre de los hombres. Unido a Cristo, inmerso en su sacrificio como la gota de agua en el vino -o, como dice N. Cabasilas, como gota de agua en un mar de perfume- el hombre ofrece a Dios un homenaje perfecto o, mejor dicho, el Mediador lo ofrece uniéndonos a Sí.
Los actos propios de la mediación ascendente son el sacrificio, la expiación y propiciación, la satisfacción y la reconciliación.
a) El sacrificio de Jesús. Aunque la mención más significativa de Jesús al sacrificio es negativa, se debe a la contraposición entre la exterioridad ritual de los sacrificios judíos y la ley interior del amor. Citando a Oseas y Samuel, respectivamente, afirman «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Mt 9, 13; cf. Mt 12, 7); y «Amar al prójimo como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33).
En las palabras de la institución eucarística se denota ciertamente el sentido sacrificial, aunque no aparezca ahí el término «sacrificio». El sacrificio de la nueva alianza alude al sacrificio de la antigua (cf. Mc 14, 22-24: «... mi sangre de la alianza»; Mt 26, 26-29; Lc 22, 19-20: «... la Nueva Alianza en mi sangre»).
El Catecismo de la Iglesia Católica ha expuesto el aspecto sacrificial de la salvación con expresiones densas: «La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del "Cordero que quita el pecado del mundo" y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por "la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados"» (CCE 613). «Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia» (CCE 614). «Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit ("Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación"), enseña el Concilio de Trento (De iustificatione, c. 1: D. 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como "causa de salvación eterna"» (CCE 616). «La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres". Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" Él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma por Dios sólo conocida [...] se asocien a este misterio pascual". Él llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" porque Él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas". Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor» (CCE 618).
b) Cristo, expiación y propiciación. En el Nuevo Testamento, la expiación aparece tan ligada al misterio pascual de Cristo que es imposible prescindir de ella. Pablo fue el primero en decir que Jesús es expiación o «propiciatorio» («propitiatorium»; «hylastérion»: Rm 3, 25). El término «propiciatorio» significa, bien la cubierta del arca que es asperjada con sangre (el cuerpo de Cristo está cubierto con su propia sangre); o bien que Cristo es en si mismo el instrumento de propiciación. Cristo realizó por su muerte sangrienta la expiación-propiciación por todos los pecados que se expresaba en la liturgia de las expiaciones. Cristo fue establecido, no ya como «propiciatorio», sino como «propiciación» o «expiación» (hylasmós), término que se traduce generalmente por «víctima de expiación (o de propiciación) por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero» (1Jn 2, 2).
Relacionada con la expiación está la categoría «satisfacción», que no pertenece a la Escritura sino que proviene de la tradición eclesial, pero que ha sido objeto de abundante discusión a partir de la Edad Media, y utilizado por el Concilio de Trento en su enseñanza sobre la justificación. «La [causa] meritoria [de la justificación es] -afirma Trento- su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos (Rm 5, 10), por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre». En Trento, la satisfacción está integrada en una doctrina amplia de la justificación, de la redención y de la divinización. El mérito de Cristo se inscribe en una correspondencia amorosa entre el Padre y el Hijo: al sacrificio existencial del Hijo responde el don de la resurrección y el establecimiento de la alianza plena entre Dios y los hombres. La satisfacción realizada por Jesucristo no puede ser entendida en el sentido luterano de sustitución penal, sino como consecuencia de la solidaridad con todos los hombres que se da en la encarnación del Verbo.
c) La redención como reconciliación de los hombres con Dios. La obra del Redentor comporta en su punto de partida (aspecto negativo) la liberación del pecado, del poder del demonio y de la muerte; en su término (aspecto positivo) es una realidad nueva, a la que con frecuencia se denomina en el Nuevo Testamento como reconciliación con Dios: «Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10). Se trata de reconciliación en la que la iniciativa ha correspondido a Dios: «Plugo [al Padre] que en Él [en Cristo] habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar consigo todas las cosas en Él, pacificando con la sangre de la cruz así las de la tierra como las del cielo» (Col 1, 19-20). Esta reconciliación implica el perdón de los pecados, que habían constituido a los hombres en enemistad con Dios: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones» (2Co 5, 19). El perdón es verdadera aniquilación del pecado hasta tal punto de que se trata de una transformación del hombre, que se convierte en «hombre nuevo» y «nueva criatura en Cristo»: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2Co 5, 18; cf. Ga 6, 15).
BibliografíaJ. GALOT, ¡Cristo!, ¿Tú quién eres?, Madrid 1982; Jesús libertador, Madrid 1982. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, Madrid 2001. F. OCÁRIZ, L.F. MATEO-SECO y J.A. RIESTRA, El misterio de Jesucristo, Pamplona 20043. B. SESBOUÉ, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación, Salamanca 1990.
C. Izquierdo
«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», afirma Jesús en la conversación que mantuvo con los discípulos después de la última cena. Y a continuación añade: «... nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mi, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 6-7). Es por Cristo y en Cristo el modo como Dios Trino se comunica al hombre. Y es en Cristo y con Cristo como el hombre, acogiendo el don del Espíritu Santo, crece en vida espiritual y llega a la plena comunión con Dios Padre.
El horizonte del caminar cristiano es la participación en el vivir trinitario y Cristo, el Verbo hecho carne, nos conduce hacia la participación en ese vivir. Somos hijos en el Hijo, y precisamente en el Hijo hecho hombre. Con otras palabras, la existencia cristiana que es, ante todo, teocéntrica, puesto que culmina en Dios Padre, fuente y origen de la Trinidad, es también, e inseparablemente, cristocéntrica, puesto que para llegar al Padre se pasa por Cristo, única vía que conduce a esa meta del existir humano que es la comunión con la Trinidad. Se puede, por eso, hablar de un cristocentrismo o, en términos más clásicos, de una centralidad de Cristo respecto de la vida espiritual (A. Aranda, «El cristocentrismo de la espiritualidad cristiana», en AA.VV., Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del prof. José Maria Casciaro, Pamplona 1994, 623-650).
Dicho en términos algo más amplios, aunque breves, y volviendo sobre el texto joánico recién citado:
Cristo es la Verdad, porque en Él, en su vida y en su persona, se revela el amor infinito con que Dios ama al hombre y, en consecuencia, la verdad de Dios y del hombre, la realidad inefable de que la participación en la vida divina es la meta a la que Dios convoca al ser humano.
Cristo es el Camino, porque, con su palabra y con su vida, nos muestra la vía que permite llegar a la meta: se accede a la participación en la vida trinitaria, uniéndose a Cristo, reproduciendo en la propia vida, bajo la guía del Espíritu Santo, la vida de Jesús hasta llegar a formar una sola cosa con Él.
Cristo es la Vida, porque resucitado y ascendido a los cielos, atrae hacia Sí, comunicando, mediante el envío del Espíritu Santo y la efusión de la gracia, la vida y la fuerza que permiten recorrer el camino y llegar a la comunión con la Trinidad, incoadamente durante el existir terreno, plenamente, si se ha sido fiel al don de la gracia, en la eternidad.
La breve síntesis que precede pone de manifiesto la profunda razón de ser del cristocentrismo al que nos referíamos hace un momento. Podemos pues pasar directamente, dando por presupuestas esas afirmaciones y todo su trasfondo dogmático, a considerar las actitudes espirituales que ese cristocentrismo implica. Para ello dirigiremos la atención a cinco puntos fundamentales: la fe en Cristo, la meditación de la vida de Cristo, el trato con Cristo, el seguimiento e imitación de Cristo y la identificación con Cristo.
La relación con Cristo se inicia con la fe. Más concretamente con una fe plena en El; es decir, fe no sólo en su palabra sino en su persona, en su realidad de Hijo de Dios hecho hombre y, por tanto, fe en el amor divino del que la encarnación es expresión y fruto. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado», declara Jesús en el contexto del pasaje que suele ser designado corno oración sacerdotal de Cristo (Jn 17, 3). Ésa es la vida en el sentido más radical y profundo, la vida que, Iniciándose en el tiempo, está destinada a durar por toda la eternidad. Tener fe en Cristo es reconocer, basándose en el testimonio del mismo Jesús, su condición de Hijo eterno de Dios Padre. Y, reconociendo esa realidad, elevarse desde la contemplación de su humanidad, hasta el hondón de su misterio, hasta la persona del Padre que le envía, y entrever, aunque sea en la fe y en la lejanía, la riqueza infinita del vivir trinitario.
Creer en Cristo connota -como todo acto de fe- un momento intelectual: la comprensión de un mensaje y la aceptación de su verdad. Pero en la medida en que ese mensaje hace referencia no a una mera información, sino a una comunicación de vida, implica -si el momento intelectual desemboca en un verdadero creer- mucho más: implica aceptar de la vida que se comunica y, en consecuencia, dejarse comprometer por esa vida, estar dispuestos a vivir no sólo de acuerdo con ella sino a partir de ella. Ser cristiano, ser creyente -ha escrito Karl Adam-, significa «estar aprisionados, estar dominados -en todas las dimensiones de la voluntad de vivir- por la voluntad de vivir de Cristo, ser transplantados a su afirmación infinita, nutridos de sus fuerzas personales originarias, y esto en todo el campo de la vida, en lo sensitivo como en lo espiritual, en lo orgánico como en lo inorgánico, en lo ético como en lo estético, en lo individual como en lo social. [...] En el fondo, la fe en Cristo no es otra cosa sino la actitud [... de quien] se sumerge en el yo de Cristo y en Él vive» (Cristo nuestro hermano, Barcelona 1979, 177-178).
Creer en Cristo es, en suma, confesar con todas las veras del espíritu, de modo existencialmente comprometido, la divinidad de Cristo. Más concretamente, la realidad del hacerse presente la divinidad en la humanidad concreta de Jesús, para desde ella redundar en todos los hombres. Y, en consecuencia, reconocer, con admiración y gratitud, la plenitud con que Dios ama al hombre, a todo hombre, ya que eso es lo que implica la encarnación. Con una fe así, con una fe que al menos incoativa y germinalmente sea así, se inicia toda auténtica relación con Cristo y, con ella, la vida espiritual cristiana.
Sin olvidar, claro está, que una fe así trae consigo, mejor dicho, implica necesariamente, amor. No se es fiel al dinamismo propio de la fe en Cristo sin responder con el propio amor al amor que en Cristo se desvela, y cuya realidad se reconoce y confiesa en la fe. Cristo resucitado pidió a sus discípulos, no sólo que creyeran en Él y continuaran la misión que Él mismo habla recibido del Padre (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-16), sino que le amaran y que amándole a Él, amaran al Padre que le envía. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?», fue la pregunta que Jesús dirigió por tres veces a Pedro, antes de confiarle la misión para la que le tenía destinado (cf. Jn 21, 15-17). Y poco antes, en el mismo Evangelio: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
La vida espiritual puede por eso ser descrita como una vida que se desarrolla en la medida en que, profundizando en la fe y dejándose guiar por el Espíritu Santo, se crece en el amor a Cristo, y en Cristo y por Cristo, a Dios Padre, correspondiendo al amor divino con el propio. De ahí que san Alfonso María de Ligorio, al comienzo de una de sus obras más conocidas, pudiera escribir: «Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 1). Ésa y no otra es, en efecto, la realidad que dota de consistencia a la vida espiritual cristiana: adentrarse en Cristo de modo que el amor que en Él se desvela llene el corazón y lleve a reconocerse amado y a amar.
«Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo". -Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?» (San Josemaria Escrivá, Camino, 382). Estas palabras de san Josemaría, que presuponen cuanto acabamos de decir, esbozan todo un programa de vida espiritual regido por esa misma convicción, ya que la fe en Cristo y el amor a Cristo están íntimamente unidos al progresar en el conocimiento de Cristo. Más concretamente, a la consideración reposada y orante, con espíritu de fe, de las palabras y de los hechos de la vida Jesús, para, rememorándolos y haciéndolos propios, penetrar cada vez con más hondura y con más participación personal en la infinitud del amor divino que en ellos y a través de ellos se desvela.
De hecho toda la historia de la espiritualidad cristiana, desde la patrística hasta nuestros días, lo testifica. Homilías litúrgicas, meditaciones sobre pasajes concretos de la vida de Jesús, obras escritas con la intención de ayudar a contemplar la vida de Cristo y sacar de ella alimento para la fe y estimulo para la acción, devociones y prácticas, y otras muchas manifestaciones de piedad, diversas entre sí, pero concordes en la substancia, documentan con creces esa realidad.
No es éste el momento de proceder a una descripción histórica más detallada. Baste con haber señalado la continuidad y la riqueza de la tradición espiritual a este respecto, y con subrayar una cuestión que, aun siendo obvia, no puede quedar en segundo plano. El hecho de que todos los autores y en todos los tiempos, aunque hayan evocado unos u otros aspectos de la vida de Jesús, han puesto siempre un acento muy particular en la meditación de lo que la liturgia designa como triduo pascual, es decir, el acontecimiento decisivo constituido por la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ahí culmina la vida de Jesús; ahí se desvela la infinitud del amor del Padre; de ahí dimana la efusión del Espíritu Santo, y ahí encuentra su meta y su sentido la historia humana. Es, por eso, natural que, sobre ese misterio inefable, la tradición espiritual haya vuelto una y otra vez. De ahí que pueda afirmarse que toda contemplación de la vida de Cristo, sea cual sea el momento de su vivir sobre el que verse concretamente la meditación, estará siempre informada, de un modo u otro, por la revelación del amor que tuvo lugar en la cruz y por la alegría que deriva de la resurrección.
El trato vivo con Cristo es de hecho uno de los ejes -e incluso, sencillamente el eje- de la vida espiritual, ya que es fruto o reflejo de dos realidades fundamentales. En primer lugar, y ante todo, la presencia real y activa de Cristo, que sale al encuentro del hombre, llamando al trato con Él. En segundo lugar, y presupuesto lo anterior, la acogida por parte del hombre, en la fe y en el amor, de esa presencia activa de Cristo y, en consecuencia, el efectivo encuentro y trato con Él.
La contemplación de la vida de Jesús tal y como la venimos considerando -es decir, meditación unida a la fe y al amor- desemboca de forma espontánea en la comunicación y en el trato sencillo y confiado con Él. Sea el desarrollo del año litúrgico en el que la vida de Cristo se actualiza, sean las narraciones evangélicas que nos permiten captar los rasgos concretos de su figura y asomarnos a los sentimientos de su corazón, conducen al diálogo con Él. Más aún, a confrontar con la vida del Señor la existencia concreta de quien reza y medita, con sus incidencias y sus avatares, con sus momentos de exaltación y de gozo y sus momentos de dolor o abatimiento, para compartir con Jesús alegrías o sinsabores y encontrar en Él ayuda y consejo; luz, fortaleza y apoyo.
Pero si la meditación de la vida de Cristo conduce al trato personal e íntimo con Él, ello es así, como hace un momento apuntábamos, como consecuencia de la conciencia clara que el cristiano tiene de la cercanía de Jesús. De que el trato con Él tenga siempre -aunque en ocasiones de modo implícito- como punto clave de referencia, la eucaristía en la que Cristo se hace presente con la totalidad de su ser. Y, por tanto, la Misa, en la que se actualiza el momento supremo de la entrega de Jesús, su muerte y su resurrección, con las que la obra de nuestra redención llegó a su culmen. La comunión, en la que Cristo se da como vida y alimento para aquél que lo recibe. El sagrario, donde Cristo permanece, ya concluida la celebración eucarística, ofreciendo al cristiano la posibilidad de encontrarle en cualquier momento del día.
Situado ante su propia fe y a cuanto las narraciones evangélicas le dan a conocer sobre Jesús, el cristiano -consciente de que Jesús vive y está presente en la Iglesia, en la eucaristía y, en virtud de la acción del Espíritu Santo, también en su propio corazón- sabe que está llamado no sólo a leer el Evangelio, ni tampoco sólo a meditarlo, sino a revivir lo que allí se narra. Es decir, a proceder como quien se introduce en una historia viva y se deja arrastrar por ella. Ya que esa y no otra es la realidad, puesto que Cristo vive y se hace presente con la totalidad de su ser en la eucaristía.
A Soren Kierkegaard, en las Migajas filosóficas (Philosophiske Smuler) se debe una expresión a la que puede ser útil acudir en este contexto: contemporaneidad con Cristo. Con ella el pensador danés, en polémica con el pensamiento de Hegel y la reducción del ser humano a mero individuo de una especie, deseaba afirmar al individuo concreto, que, yendo hacia lo hondo, profundizando en la existencia, entra en comunión con lo eterno, es decir, en términos concretos, con Dios. En la medida en que acoge en la fe la palabra que anuncia a Cristo, el hombre, todo ser humano singular, trasciende al tiempo hasta colocarse en el instante mismo en que Cristo, muriendo en la cruz, desveló la llamada a la comunión con Dios e hizo posible el nuevo nacimiento y, de esa forma, hacerse contemporáneo con Él.
Las afirmaciones kierkegaardianas sobre la contemporaneidad con Cristo expresan no sólo el valor radical del momento y del sujeto concreto que lo vive, sino también aspectos fundamentales de la oración cristiana. Pero es necesario señalar a la vez que no carecen de límites, relacionados, al menos en parte, con el trasfondo luterano de su pensamiento; más concretamente, con la deficiencia sacramentaria que afecta al luteranismo. La realidad es, en efecto, que contemporaneidad con Cristo no implica trasladarse con la fe y la oración al momento vivido por Cristo, como si entre ese momento y el sujeto que ora hubiera un vacío que sólo la fe supera; sino más bien reconocer la presencia, hoy y ahora, a nuestro lado de Cristo, del mismo Cristo que vivió, predicó y murió en Palestina. Cristo no sólo vive, sino que está presente, a través del envío del Espíritu, de la Iglesia y del sacramento, en el hoy de la historia. En ese sentido la oración, también la oración que consiste en revivir los momentos y escenas del Evangelio, no implica tanto un hacerse del cristiano contemporáneo con Cristo, cuanto un reconocer que Cristo, el Jesús que nació de María y murió y resucitó en Jerusalén, es contemporáneo nuestro y, vivo y junto a nosotros, nos invita al trato con Él (cf. VS 25).
Esa realidad explica que, en la oración, el cristiano pase sin solución de continuidad de la consideración de la vida de Jesús a la consideración de la propia vida. Más aún, que advierta que la oración reclama, precisamente, relacionar ambas vidas. «Meterse» en el Evangelio es revivir lo que el Evangelio narra, sintiendo y reaccionando como un personaje más; pero es también, e inseparablemente, «introducir» en et Evangelio la propia vida, hasta revivirla con Cristo y en Cristo, sintiéndolo cercano, más aún. compañero del propio caminar. Es una contemporaneidad así entendida la que dota de fisonomía al trato del cristiano con Cristo, con el consiguiente entremezclarse de fe y de amor, de entrega y de confianza, de abandono y de afectividad, hasta llegar verdaderamente a vivir en Cristo y por Cristo
Entre las expresiones usadas por las narraciones evangélicas para describir la vida de Jesús, y más concretamente la relación de los discípulos respecto a Él, ocupa un lugar destacado el término «seguimiento» (sequela, en latín; akolouthía, en griego). Los discípulos seguían a Cristo, recorrían, siguiendo sus pasos, el camino por El trazado. Ese seguimiento fue, durante el caminar terreno de Jesús, de carácter físico -los discípulos iban de hecho detrás del Maestro, con frecuencia a distancia de unos metros-, pero con profundas resonancias existenciales. Jesús no se limitó a pedir a sus discípulos que compartieran con Él la vida durante un cierto tiempo, como era usual en otros maestros de la época, sino que confiaran en Él por entero, es decir, que no sólo confiaran en sus palabras, sino que se adhirieran a su persona, hasta el extremo de compartir, desde el principio al final, el mismo destino.
Las narraciones evangélicas referentes a los discípulos tienen, por lo demás, un claro horizonte escatológico. Seguir a Cristo no es sólo acompañarle físicamente, sino estar unido a Él con lazos que deben llevar hasta el extremo de participar en su entrega, y de esa forma acceder a la comunión perfecta con Cristo, y en Cristo con Dios Padre, en los cielos. No es por eso extraño que, de una parte, seguimiento y fe tendieran a aproximarse (el verdadero discípulo es el que cree en Jesús: cf. Jn 20, 29), y que se acudiera al vocabulario sobre el seguimiento también en referencia a acontecimientos pospascuales. Desde esta perspectiva, el cristiano, todo cristiano, está, en efecto, llamado a seguir a Jesús.
La realidad a la que acabamos de hacer referencia tiene, como resulta obvio, hondas implicaciones. Cabe plantear no obstante una cuestión. Al no estar Jesús físicamente presente, ¿cómo y en qué se concreta el seguimiento? La respuesta a ese interrogante remite, ante todo -de acuerdo con lo que hemos dicho-, a la fe en Cristo. Pero también, a nivel del comportamiento, a las obras de la fe, a la ley moral releída e interpretada desde las palabras y la vida de Cristo y, en ese contexto, a la imitación del vivir y actuar de Jesús.
Los vocablos «imitación» o «imitar», así como otras expresiones análogas, no son frecuentes en los textos neotestamentarios, aunque tampoco son excepcionales: los encontramos de hecho en diversos pasajes, tanto en labios de Jesús (cf. Mt 11, 29; Lc 6, 37; Jn 13, 34), como en declaraciones apostólicas (1P 2, 20-21; Flp 2, 5; Ef 5, 1-2). Por lo demás, aunque el vocabulario sobre la imitación sea, en los escritos apostólicos, de uso relativamente limitado, la realidad a la que ese vocabulario apunta ocupa, sin embargo, un lugar central. El seguimiento físico no es ahora posible -Cristo ha subido a los cielos-, pero la fe, que incorpora real y verdaderamente a Cristo, reclama vivir como Cristo vivía, seguir sus huellas, tener sus mismos sentimientos, su misma disponibilidad a la voluntad del Padre, su mismo amor, su misma entrega.
No es por eso extraño que, partiendo de los escritos apostólicos, el ideal de la imitación de Cristo haya ocupado, desde los inicios del cristianismo, un lugar de primer plano. No parece necesario alegar títulos y citas, aunque sí conviene señalar que la imitación de Cristo como camino que conduce hacia el Padre, connotando el momento ético, lo trasciende situándolo en un contexto teologal y trinitario. La invitación a seguir a Cristo y a imitar a Cristo, no es meramente invitación a tener presente su vida con el deseo de tomar ejemplo de su modo de comportarse y de actuar, sino llamada a formar una sola cosa con Él, con su vida y con su misión. En otras palabras, invitación a afrontar la existencia no sólo recibiendo de la vida terrena de Cristo ejemplo e impulso, sino a hacerlo entrando en relación viva y vital con Él, es decir, abriéndose a la acción de su espíritu y recorriendo en comunión con Él, el propio y personal camino.
Sea el seguimiento, sea la imitación, aunque tengan -bien en si mismos, bien en la tradición cristiana- un amplio trasfondo, se sitúan en un plano moral o existencial (compartir un destino, hacer propio un determinado comportamiento o modo de vivir). Y el hecho es que los escritos apostólicos apuntan, respecto al cristiano y a Cristo, a algo más: a una incorporación a Cristo e incluso a una identificación, es decir, a una relación que no suprime la distinción y la diferencia pero implica una unión profunda, la participación en una misma vida, no sólo desde una perspectiva existencial, sino ontológica y teologal.
En el Evangelio de san Juan encontramos, en labios de Jesús, una de las formulaciones más expresivas a este respecto: la parábola de la vid y los sarmientos. «Permaneced en mi y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por si mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mi» (Jn 15, 4; ver toda la parábola: Jn 15, 1-7). Ese mismo Evangelio nos transmite la conversación con Nicodemo sobre la necesidad de nacer de nuevo (Jn 3, 1 ss.) asi como el largo discurso en el que Jesús, dirigiéndose a un amplio y variado auditorio, habla del «pan de vida», de «comer su cuerpo» y de «beber su sangre» (Jn 6, 26 ss.). En esos pasajes la referencia a la fe, a una fe radical y plena en las palabras de Jesús, es clara. Pero lo es también que en todos ellos se apunta a algo más: a una comunicación de vida, de la que los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, claramente connotados en el texto, son expresión y cauce.
Las narraciones evangélicas referentes a los acontecimientos posteriores a la resurrección documentan, por lo demás, el cambio interior que el encuentro con el resucitado produjo en los discípulos. De una u otra forma los capítulos finales de los evangelios, así como la totalidad del libro de los Hechos, testimonian la conciencia que poseen los apóstoles de encontrarse en una situación nueva, en la que el poder del resucitado se extiende sobre ellos y los transforma profundamente. Los escritos tanto joánicos como paulinos vuelven una y otra vez sobre esa realidad. Y así san Juan recuerda con insistencia en sus cartas que el cristiano está llamado a unirse a Cristo, a «permanecer» en Cristo (cf. 1Jn 2, 5-6 y 24-29; 1Jn 4, 7-16; 1Jn 5, 18). Y san Pablo reitera, de forma casi incesante, que el cristiano está llamado a «vivir en Cristo», a «ser en Cristo», a «vivir con Cristo» (cf. 1Ts 5, 10; Rm 8, 9-11; Ga 3, 28; 1Co 1, 30; 2Co 4, 5-14; Ef 3, 16-17; Col 2, 11-13 y Col 3, 1-4, etc.). Cristo está presente en el cristiano. Su poder salvífico actúa en él a modo de un principio dinámico que le lleva a vivir según Cristo y en Cristo, de modo que todo cristiano debe poder decir lo que el apóstol dice de sí mismo: «... vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). El cristiano, en el bautismo, se ha revestido de Cristo (Ga 3, 26-29); ha sido injertado en el cuerpo de Cristo, llamado a participar de su vida de modo que el cuerpo entero de la Iglesia, y cada uno de los miembros vivos que la integran, crezcan hasta llegar «a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 15-16).
Todo ello refuerza lo que ya hemos escrito sobre el amor a Cristo y sobre el trato con Cristo, ya que el amor implica unión y, en consecuencia, identificación. En el caso concreto del amor cristiano, presupone la acción del Espíritu Santo y, con ella, el don de la gracia, que elevando la potencialidad del ser humano, lo abre a la participación en el amar divino. «El amor de Dios -afirma el apóstol- ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5), de modo que «en Cristo Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la falta de circuncisión, sino la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6)
Identificarse con Cristo implica participar de su amor, saberse y sentirse en El hijo de Dios Padre, invitado a participar del vivir trinitario. Y a la vez e inseparablemente -amar al Padre es amar como el Padre ama y a quienes el Padre ama- llamado a participar de la misión de Cristo. «Como el Padre me envió, así yo os envío» (Jn 20, 21). El amor a Cristo y la identificación con Cristo trascienden al tiempo y a la historia, pero revierten sobre el tiempo y sobre la historia, ya que reclaman participación plena, identificación también en referencia a la misión.
La redención fue consumada por Cristo en su cruz y en su resurrección, pero el tiempo de la historia, el tiempo que media entre la ascensión y la Parusía, no es un tiempo vacío. Es un tiempo en el que el cristiano está llamado a continuar la misión de Cristo, lo que reclama estar unido a Cristo, recibir de Cristo la vida, formar una sola cosa con Cristo, y todo ello plasmarlo en la realidad del acontecer y del vivir. De modo que viviendo cristianamente entre el conjunto de los hombres de una manera coherente con la fe, todo cristiano sea, cada uno de acuerdo con su propia vocación, «Cristo presente entre los hombres» (San Josemaria Escrivá, Es Cristo que pasa, 112), y contribuya, con sus palabras y con sus obras, a que la reconciliación alcanzada por Cristo redunde en el conjunto de la humanidad.
Creer en Cristo, meditar en la vida de Cristo, tratar a Cristo, seguir e imitar a Cristo, identificarse con Cristo, no son, por lo demás, como la exposición que precede pone de relieve, realidades aisladas, sino pasos de un único itinerario que presupone y concreta esa centralidad de Cristo en la configuración y desarrollo de la vida espiritual de la que hablábamos al principio.
BibliografíaCh.A. BERNARD, Teología espiritual, Madrid 1994, 115-139. S. DE FIORES, «Jesucristo», y D. MONGILLO, «Seguimiento», en S. DE FIORES, T. GOFFI y A. GUERRA (dirs.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid 1983, 751-768 y 1254-1263. J.M. GARCÍA LOMAS y J.R. GARCÍA MURGA (dirs.), El seguimiento de Cristo, Madrid 1997. J. GUILLET, I. NOYE y P. ADNÉS, «Jésus», y E. COTHENET; E. LEDEUR; P. ADNES y A. SOLIGNAC, «Imitation du Christ», en Dictionnaire de Spiritualité, VIII, cols. 1066-1150 y VII, cols., 1536-1601. J.L. ILLANES, «Imitación de Jesucristo», en GER, XIII, 460-464 (recogido en Mundo y santidad, Madrid 1984, 121-140). F. RUIZ, «Jesucristo», y G. TURBESI, «Imitación (y seguimiento) de Cristo», en E. ANCILLI (dir.) Diccionario de Espiritualidad II, Barcelona 1983, 375383 y 295-298. G. THILS, Existence et sainteté en Jesus-Christ, Paris 1982, 28 ss.
J.L. Illanes