Diccionario de Teología


GloriaGracia


Gloria
I. LA REVEACIÓN BÍBLICA
   1. Antiguo Testamento
   2. Nuevo Testamento
II. GLORIA EN LA EPOCA PATRISTICA Y EN LA HISTORIA POSTERIOR.
III. ASPECTO SISTEMÁTICO.
Gracia
I. NUEVO TESTAMENTO.
II. LA HISTORIA.
III. LA FILIACIÓN DIVINA
IV. EL PERDÓN DE LOS PECADOS.
V. GRACIA Y LIBERTAD. LA PLENITUD DEL HOMBRE.

 «    Gloria    » 

I. LA REVEACIÓN BÍBLICA

Gloria es una categoría central de la revelación bíblica. Hace referencia principalmente a la perfección intrínseca que posee Dios, pero que no guarda para sí, y que libremente manifiesta y comunica a las criaturas. En cierto modo, esta idea apunta a la estructura fundamental de la relación de Dios con la creación.

1. Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, kabod se refiere, en primer lugar, al peso o valor objetivo que posee Dios en cuanto perfecto; en segundo lugar, a esa misma perfección o riqueza divina en cuanto manifestada en el mundo. Estrictamente hablando, Dios no puede ceder su gloria a nadie: «No cederé a otro mi gloria» (Is 48, 11). De hecho, Yahwéh prohíbe al pueblo elegido tributar cualquier reconocimiento o adoración a dioses ajenos o a ídolos (cf. Ex 20, 3-5). Kabod aparece así como un término propio de la divinidad (kabod Yahwéh), si bien es verdad que los amigos íntimos del Señor pueden reflejar de algún modo la gloria divina (recuérdese la descripción de Moisés después de estar con el Señor en el Sinaí: Ex 34, 29-35).

Yahwéh en su gloria se sitúa tan por encima de las criaturas que éstas, por grande que fuera su deseo de intimidad divina, deben contentarse con una visión muy incompleta del misterio de Dios (recuérdese la petición de Moisés de contemplar la gloria del Señor, y la manera parcial en que es respondida: cf. Ex 33, 18-23). Encontramos aquí una línea paradójica y constante, en el Antiguo Testamento: por una parte, una sed de visión (cf. Sal 24, 6; Sal 42, 2-3) y, por otra, la convicción de la absoluta trascendencia de Dios. Yahwéh aparece en el Antiguo Testamento como un Dios que se oculta a la vez que se manifiesta.

El kabod divino se conoce o se reconoce sólo por destellos: en primer lugar, por las intervenciones de Dios a favor de los hombres en la historia. El pueblo elegido ve cómo, en su propia trayectoria, han ocurrido acciones divinas salvadoras o protectoras. Tales mirabilia Dei de la sagrada historia constituyen narraciones elocuentes de cómo el poder benéfico de Yahwéh ha ido tejiendo, sobre el cañamazo del tiempo, el tapiz de una historia salutis. De diversas maneras, Dios acompaña a su pueblo en su caminar: las tradiciones antiguas hablan de una columna de fuego/nube que viaja con los israelitas en la huida de Egipto (cf. Ex 14, 17-18.19-20.24); de una nube con fuego que se posa sobre el monte Sinaí a la hora de establecer la alianza (cf. Ex 19, 16-19); y también de una semejante presencia misteriosa ligada a la Tienda del Testimonio (cf. Nm 9, 15-23), al arca (cf. 1S 4, 21-22), o al templo (cf. 1R 8, 10-13). Dios está siempre al lado de los suyos, si bien es cierto que tal cercanía está condicionada a la fidelidad de los hombres. Cuando éstos olvidan los compromisos de la alianza, la presencia del Señor se aleja de ellos (recuérdese la visión de Ezequiel, donde la «gloria de Dios» sale del templo justo antes del asedio de Jerusalén: Ez 9, 3; Ez 10, 4.18-19.22-23; como contraste, recuérdense las promesas divinas de formar un pueblo de corazón renovado y perfectamente fiel, cuya ciudad estará habitada por la gloria del Señor: cf. Is 60).

En segundo lugar, la perfección divina es perceptible de forma constante en la naturaleza: «la gloria de Yahwéh llena toda la tierra» (Nm 14, 21). (Esta línea «cósmica» se desarrolla especialmente en los ámbitos judíos en estrecho contacto con el helenismo, como se pone de manifiesto, p. ej., en el libro de la Sabiduría: cf. Sb 7, 22-8, 1). Ante el reflejo del Creador en el mundo, sólo cabe una actitud por parte del hombre: un asombro orante: «¡0h Yahwéh, Señor nuestro, qué glorioso tu nombre por toda la tierra!» (cf. Sal 8; Sal 19, 2-7).

En la medida en que un hombre de fe capta la grandeza divina -a través de la historia de Israel y a través del cosmos- toma conciencia de su deber de «dar kabod/gloria» a Dios (cf. Jr 13, 16; Sal 29, 1-2; 96, 7-8; 115, 1). Obviamente, se trata, no de tributar algo que Dios no poseyera, sino de reconocer simplemente la grandeza que tiene Dios desde siempre. He aquí la esencia misma del acto de religión.

2. Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento, gloria sigue siendo una categoría principal: el término griego, doxa, aparece un total de 445 veces. Reviste matices singulares: la fe neo-testamentaria mantiene que ya ha brillado la gloria de Dios en la encarnación, ministerio y Pascua de Jesucristo, a la vez que espera una revelación más cabal al final de los tiempos. El mensaje cristiano puede resumirse como «el Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios» (2Co 4, 4); y la existencia cristiana asimismo puede definirse como el resplandecer de la gloria del resucitado en el discípulo del Señor (ya en la vida posbautismal -cf. 2Co 3, 18- y más plenamente en la resurrección -cf. Rm 8, 18-21; Hb 2, 10-). Nos encontramos aquí con dos instancias sucesivas: en primer término, Cristo como imagen perfecta de Dios (cf. Col 1, 15; Hb 1, 3), manifestada y entregada a los hombres (cf. Jn 1, 14.18; 1Jn 4, 12); después los cristianos, transformados por el Espíritu a imagen del Señor (cf. Rm 8). Jesucristo, en cuanto Verbo (cf. Jn 1), posee la gloria de modo primordial: juntamente con el Padre, desde la eternidad (cf. Jn 17). Manifiesta esa gloria divina ante los hombres en la historia («hemos visto su gloria»: Jn 1, 14.18), de acuerdo con la doble ley de manifestación/ocultamiento que vimos en el Antiguo Testamento: asume la «forma de esclavo» (Flp 2, 7) y los sufrimientos de una víctima obediente (cf. Hch 8, 32-35), a la vez que muestra un poder divino en sus acciones y vivencias (en los milagros; la transfiguración; la resurrección).

En esta trayectoria, digamos kenótica-gloriosa, brilla otra ley fundamental: «... era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria» (Lc 24, 26). Es decir: la gloria pascual de Cristo está vinculada a su obediencia filial a la voluntad paterna: al dar todo al Padre, recibe todo del Padre. De este modo se entrecruzan, en la misma Persona, el efluvio de plenitud divina que se derrama hacia la creación, y la corriente retornante de adoración perfecta por parte de las criaturas libres. El Hijo hecho hombre manifiesta y comunica la gloria divina a los hombres, transformándolos pneumatológicamente en hijos gloriosos (cf. Rm 8, 14-17.29; 2Co 3, 17-18) y asociándolos a su acto de perfecta glorificación del Padre (cf. Jn 7, 18; Jn 12, 28; Jn 13, 31-32; 1Co 10, 31; Ef 1, 6.12.14). En la resurrección final labrará en los hombres un cabal reflejo de la gloria filial (Flp 3, 21), y la principal actitud de los justos glorificados será doxológica (recuérdense las escenas de liturgia celeste narradas por el Ap: Ap 7, 9-12; Ap 19, 1-8; Ap 22, 3).

Es digno de notar que en el concepto de kabod/doxa, tal como se encuentra en la Biblia, no prima el significado de «opinión», tan prevalente en el mundo cultural helénico. Kabod/doxa en la Biblia se refiere, antes que nada, a la realidad objetiva que se encuentra en Dios y que se transfunde generosamente a las criaturas, y que sólo en un momento ulterior provoca en los hombres una reacción laudatoria («tributar gloria»).

II. GLORIA EN LA EPOCA PATRISTICA Y EN LA HISTORIA POSTERIOR.

Puede afirmarse que los Padres no emprendieron in recto el proyecto de elaborar una «teología de la gloria», pero sí hablaron de otras maneras del misterio al que se refiere. Lo hicieron, principalmente, al desarrollar la teología sobre la Segunda Persona y la teología de la «energía» divina.

Por una parte, frente a las herejías subordinacionistas, en los tres primeros siglos se llevó a cabo la gran tarea de elaboración de una teología del Verbo (Orígenes, Ireneo, etc.), en la cual la Segunda Persona es entendida como imagen perfecta del Padre. (Esta línea culminará en la aserción de Nicea sobre el Hijo como consustancial con el Padre: «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero»: D. 125). En cuanto imagen perfecta de su Padre, Cristo -como un espejo sin mancha que refleja la luz, o sol que ilumina la tierra- transmite a los hombres el conocimiento de Dios (cf. Orígenes, Homiliae in Genesim, 1, 7). Es más: al hacer a los hombres partícipes de su conocimiento íntimo del Padre, les hace partícipes de la naturaleza y gloria divinas. «Si alguien [...] contempla la gloria del Señor [...] ése mismo adquiere gloria, al hacerse partícipe de la divina gloria» (Orígenes, Contra Celsum, V, 60).

La idea de un conocimiento intimo divinizante será formulada magistralmente siglos después por Máximo el Confesor: «[El hombre) se hace dios por la deificación y se regocija de ser llevado fuera de aquello que él es y de aquello que él conoce naturalmente, al triunfar en él la gracia del Espíritu [...] Así, no hay más que una sola y misma energía en todas las cosas, común a Dios y los que son dignos de Dios» (Ambiguorum liber: PG 91, 1076; cf. también Cirilo de Alejandría, Commentarii in loannem, X, 12). De esta manera, la teología sobre la Segunda Persona -divina y divinizadora- describe la estructura misma de la relación establecida por Dios con la humanidad.

Por otra parte, especialmente en Oriente, se desarrolla una corriente que subraya la distinción entre la esencia divina en si misma -inaccesible- y su manifestación ad extra, como energeia («energía») perceptible y participable por las criaturas. «El hombre posee la energía divina [...] Esta energía es la de Dios solamente, porque solamente Él se compenetra con aquellos que le son dignos, según conviene a su bondad» (Máximo el Confesor, Ambiguorum liber: PG 91, 1076). Cabe hablar de sensibilidades distintas entre teólogos occidentales y orientales: estos últimos se muestran cautos a la hora de hablar de la condescendencia (synkatabasis) divina para con los hombres, más inclinados a defender la trascendencia divina; en definitiva, partidarios de mantener la dimensión apofática en teología. Occidentales y orientales coinciden, sin embargo, en la real posibilidad de la theosis, misteriosa participación de la criatura humana en la excelsa naturaleza divina.

En los siglos posteriores las consideraciones sobre la gloria continúan en un segundo plano, formando con frecuencia parte de la teología de la creación. Los teólogos medievales, echando mano de la idea platónica del Sumo Bien y de la enumeración aristotélica de causas, hablan de la participación de las criaturas en el Bien subsistente, y de Dios como causa no sólo eficiente o ejemplar, sino también como final de todo lo creado. Se afirma, en síntesis, que el fin que persigue Dios al crear -como cualquier fin que mueve a la voluntad- es un bien; pero no un bien del que carece Dios, sino el Sumo Bien que Él es y que desea libremente comunicar. Como explica san Buenaventura, Dios ha creado todas las cosas «no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla» («non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam»): Commentaria in Libros Sententiarum, II, d. 1, a.2, q.1, conclusio). Y santo Tomás afirma que las criaturas glorifican a Dios justamente cuando reflejan ellas mismas la perfección divina («per quamdam imitahonem divina bonitas repraesentatur ad gloriam Dei»: S.Th. I, q.65, a.2). De este modo, la infinita bondad (bonitas) divina subyace al propósito creador. Un eco de estas ideas se encontrará más adelante, en el Catecismo Romano: «La única causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina, infinitamente bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa» (pars I, cap. 2).

A partir del siglo XVII, la noción de gloria se vincula más fuertemente todavía a la pregunta por el fin último de la creación. Lessius sostiene que este fin no puede ser otro que la gloria externa o extrínseca de Dios, que se realiza de modo objetivo gracias al brillar de las divinas perfecciones en los seres creados, y de modo subjetivo gracias a la alabanza tributada por las criaturas libres (cf. De perfectionis moribus que divinis, XIV: De ultimo fine). La propuesta desata una dilatada discusión teológica (Suárez, p. ej., replica que el fin pretendido por el Creador no puede consistir en un bien que necesita adquirir fuera de sí mismo: cf. De gratia, VIII, 8, 1, 10). Con el tiempo algunos pensadores -influidos por el humanismo renacentista- llegan a sostener que el fin último de la creación no debe cifrarse en la glorificación de Dios sino en la consumación del hombre, ya que, de otro modo, la criatura humana sería humillada y Dios se mostraría egoísta. Esta línea argumental será desarrollada de forma más sistemática en el siglo XIX por G. Hermes: inspirándose en la ética kantiana -que erige el respeto por la dignidad humana y el altruismo en principios supremos de la razón práctica (incluida la divina)- postula que el Creador pretende, como fin principal de acción, no su propia gloria, sino la felicidad de sus criaturas.

Resulta evidente, en esta discusión, que los partidarios de una y otra postura acentúan unilateralmente un aspecto de un denso misterio. La solución parece estar más bien en unir, no enfrentar, diversos aspectos, que en el fondo son complementarios. En esta línea va la afirmación del Concilio Vaticano I: «En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada tanto la criatura espiritual como la corporal» (D. 3002).

Se hace común en la teología católica, a partir del Concilio Vaticano I, compaginar la «gloria de Dios» y la «felicidad de las criaturas»; es decir, una visión unitaria del fin de la creación. Más de un siglo después, el Catecismo de la Iglesia Católica resumirá la doctrina: «La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Consiste en hacer de nosotros "hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1, 5-6): "Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios" (S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7). El fin último de la creación es que Dios, "Creador de todos los seres, se haga por fin 'todo en todas las cosas' (1Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (AG 2)» (CCE 294).

III. ASPECTO SISTEMÁTICO.

Gloria es un concepto central de la religión judeocristiana. Debido a concretas vicisitudes históricas, su sentido ha sufrido cierta restricción e incluso empobrecimiento. Se hace necesario ahora recuperar toda la riqueza de su contenido. Para ello es preciso volver a su significado primario en la Biblia. Kabod/doxa se refiere al mismo ser de Dios, en cuanto cabal y en cuanto que libremente se revela y se comunica a las criaturas. Gloria, en este sentido fundante, es una categoría que expresa a la vez la inconmensurable trascendencia divina y su propósito de acercarse a sus criaturas. Tal propósito es sumamente eficaz: Dios no sólo manifiesta su propia perfección, sino que de algún modo la comunica, haciendo partícipes de ella a las criaturas. Por eso puede afirmarse que la cima de la economía divina se encuentra en la manifestación de los dones del Padre en el Hijo encarnado, y la ulterior comunicación pneumatológica de esos dones a los hombres en la historia. Se establece, gracias a esta comunicación de dádivas, un vínculo profundísimo entre Dios y las criaturas.

En un segundo momento, la conciencia de la largueza divina suscita asombro, gratitud y alabanza en las criaturas racionales. Entonces «dar gloria a Dios», glorificarle, aparece como el necesario correlato de la manifestación y comunicación divinas. Hablando en términos trinitarios, el saberse receptor -en Cristo, por el Espíritu- de los dones del Padre mueve al hombre a proclamar a su vez: «... por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos» (conclusión de la Plegaria Eucarística). El ser-receptor conlleva el ser-doxológico. Así se completa el «círculo doxológico»: la doxa eterna en el interior divino es derramada sobre, depositada en, y reflejada por, las criaturas; y en el reconocimiento y la alabanza de éstas, es devuelta de algún modo a su Poseedor.

Desde esta perspectiva -de comunión interpersonal- la manifestación y comunicación de la infinita bondad de Dios aparece como el reverso de una medalla, cuyo anverso es la felicidad creatural. El fin de las criaturas, en particular del hombre, podríamos afirmar, no es otro que reflejar la gloria divina, plenificar la imago Dei que él es desde su constitución; sólo de esta manera -icónica, referencial- alcanza su auténtica plenitud.

Una teología de la gloria, tal como la hemos expuesto aquí esquemáticamente, implica una visión relacional o teológica del hombre, que parece acorde con los datos revelados. En cambio, las antropologías que exageran la autonomía humana -como si la existencia de Dios y la plenitud del hombre fueran incompatibles- propugnan una dialéctica falsa. A se, la criatura solamente remite a la nada, de donde ha salido. Y solamente puede encontrar su plenitud «extáticamente», al instalar su ser sobre el suelo firme del Ser de Dios. Sólo entonces, cuando participa de una plenitud (o gloria) que no es suya, sino del Señor, logra su propio acabamiento. Como dice bellamente san Ireneo: «... la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios» (Adversus haereses, IV, 20, 7).

Bibliografía

P. ADNÉS, «Gloire de Dieu», en M. VILLER y otros (dirs.), Dictionnaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique, VI, Paris 1967, 421-487. Z. ALSZEGHY y M. FLICK, «Gloria Dei», Gregorianum 36 (1955) 361-390. L. ARMENDÁRIZ, «Fuerza y debilidad de la doctrina del Vaticano I sobre el fin de la creación», Estudios Eclesiásticos 45 (1970) 359-399. G. KITTEL y G. VON RAD, «Doxa», en G. KITTEL y G. FRIEDRICH (dirs.), Grande Lessico del Nuovo Testamento, II, Brescia 1966. J. MORALES, El misterio de la creación, Pamplona 20002.

J. Alviar

 «    Gracia    » 

El término expresa una de las verdades fundamentales de la fe cristiana, es a saber, que la salvación que Dios nos da en Jesucristo es gratuita y deriva en último término de su bondad misericordiosa y no de nuestros merecimientos. El término «gracia», designa en general, todavía en nuestro uso actual, la benevolencia, el favor que se da gratuitamente, lo contrario a lo que es debido. De esta base hay que partir para entender en su verdadero valor la teología de la gracia que se ha desarrollado a lo largo de la historia. No podemos reducir el estudio de esa compleja realidad en la historia y en nuestros días al estudio del significado del término. Pero si en el desarrollo teológico este término ha adquirido una importancia tan grande que ha llegado a dar nombre a uno de los tratados dogmáticos fundamentales, no será inútil tener presente su sentido original, y en concreto deberá ser siempre un punto obligado de referencia el uso que el Nuevo Testamento hace de él.

I. NUEVO TESTAMENTO.

No todos los escritos y autores del Nuevo Testamento nos hablan de la ?????. Falta en Mateo y en Marcos, y sólo en tres ocasiones se usa en el Evangelio de Juan. Lucas, Hechos y sobre todo los escritos paulinos nos presentan el uso más frecuente del vocablo. El sentido del favor y la benevolencia divinos es el primero que nos aparece en Lucas. «Has hallado gracia delante de Dios» le dice el ángel a María (Lc 1, 30; cf. Hch 7, 46). De este favor de Dios está llena María (cf. Lc 1, 28), también Jesús goza de él (cf. Lc 24, 52). La predicación apostólica da testimonio del «evangelio de la gracia de Dios», de su amor y favor hacia los hombres (cf. Hch 20, 24; Hch 14, 3); la predicación es también «palabra de gracia» (Hch 20, 32). Se está «en la gracia» si se permanece en la fe del evangelio (cf. Hch 13, 43), la conversión a la fe cristiana es también gracia (cf. Hch 11, 23). Pero mucho más importante es la contribución paulina. Para Pablo la gracia es lo que se da gratuitamente, lo contrario de lo que se da porque se debe, por ello la justificación es por gracia (cf. Rm 3, 24; Rm 4, 4; Tt 3, 5-7). En concreto es por gracia y no por las obras la elección divina (cf. Rm 11, 5-6). Pero este don gratuito tiene evidentemente unos contenidos precisos: significa la justificación y el perdón de los pecados, significa la benevolencia divina que nos viene por Cristo que se contrapone al pecado que a todos nos alcanza por la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 15.17). La gracia es el ámbito en que se encuentra el que se ha incorporado a Cristo. Así el cristiano está «en la gracia» (Rm 5, 2), que es un equivalente del estar «en Cristo» (cf. 1Co 1, 2; 2Co 1, 19-20; Ga 2, 17...), es decir en la situación en que se hace efectiva la salvación que Jesús nos trae. Esto se manifiesta en concreto en que estar en la gracia significa que no estamos ya bajo la ley, y también libres del dominio del pecado (cf. Rm 6, 14; Ga 5, 4). De esta manera es posible la libertad del amor frente a las prescripciones que esclavizan (cf. Ga 3, 23-29; Ga 4, 21-30; Ga 5, 1-4.13-14, etc.). Es el ámbito de la vida según el Espíritu (cf. Ga 5, 16-25). La gracia es también el poder que Dios comunica al hombre; la gracia de Dios «basta» (2Co 12, 19). Como es también «gracia» para Pablo el don del apostolado (cf. Rm 1, 5; Rm 12, 3; Rm 15, 15), por gracia ha sido llamado (cf. Ga 1, 15). En los comienzos y en las despedidas de las cartas paulinas aparece también la gracia (Rm 1, 7; Rm 16, 20; 1Co 1, 3; 1Co 16, 13; 2Co 1, 2; 2Co 13, 13; Ga 1, 3; Ga 6, 18, etc.). Si en los saludos iniciales se expresa el deseo que el favor de Dios acompañe a los destinatarios, en las despedidas «la gracia de Jesucristo» puede significar simplemente la identificación de la gracia, del favor de Dios con Jesucristo mismo. La identificación de la gracia con la persona de Cristo se encuentra también en Tt 2, 11: «Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios para todos los hombres...» (cf. 2Tm 2, 1). La gracia es uno de los temas centrales del himno de Ef 1, 3-10, en particular los versículos 6-7: «... para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia». El contenido de nuestro término se aclara a partir de las otras expresiones que lo acompañan: la bendición, la elección, la predestinación, la redención, la filiación. Todas tienen lugar en Cristo. La bondad de Dios, la gracia con la que nos ha agraciado en Cristo, se manifiesta en todos estos contenidos concretos. Más brevemente se resumen algunos temas del himno un poco después: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe, y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios» (Ef 2, 4-8). También en la carta a los Hebreos se nos habla de la gracia. Acercándonos a Jesús, que intercede por nosotros ante el Padre, nos acercamos «al trono de la gracia, a fin de recibir misericordia y hallar gracia» (Hb 4, 16). No solamente Cristo es fuente de la gracia, sino que se habla también del «Espíritu de la gracia» (Hb 10, 29). La gracia es la salvación que nos trae Cristo; a ella nos llama el «Dios de toda gracia» (1P 5, 10; cf. 1P 1, 10-11; 1P 4, 10; 1P 5, 12). Tres versículos del prólogo del cuarto evangelio mencionan también la gracia (cf. Jn 1, 14.16.17). La gracia es la bondad de la Palabra divina, identificada personalmente con la verdad, cuyos frutos reciben en abundancia los que creen en Jesucristo. La plenitud de la vida divina, que también se identifica con Jesús (cf. Jn 14, 6), se nos comunica en abundancia.

La realidad de lo que llamamos hoy la «gracia» en el Nuevo Testamento va mucho más allá de cuanto nos puede decir un sumario análisis del término. Hemos insinuado ya algunos elementos que llenan de contenidos precisos el don que Dios nos concede gratuitamente y que no es otro que su misma vida. El don más grande y más gratuito que Dios nos hace es su Hijo Jesucristo, la manifestación de la gracia de Dios, y su Espíritu Santo, el Espíritu de la gracia. Este don nos transforma interiormente. Deberemos volver sobre estas verdades esenciales cuando tratemos de los contenidos concretos del don de Dios en el hombre.

II. LA HISTORIA.

No podemos fijarnos sólo en el uso del término ????? al hacer alguna alusión a la historia antigua de la teología de la gracia. La gracia es en los Padres apostólicos y apologistas la presencia misma de Jesús y su enseñanza. La relación de la gracia con la encarnación se pone especialmente de relieve en los Padres que deben oponerse al gnosticismo. Con la venida de Jesús en la carne, dice Ireneo, ha venido la mayor abundancia de la gracia paterna (Adversus haereses IV 36, 4). El mismo Ireneo ha comenzado la famosa teología del intercambio, que después de él encontrará amplia acogida en toda la patrística: «El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre, unido al Verbo de Dios y recibiendo la adopción, se hiciera hijo de Dios» (ibid., III 19, 1). La teología de la divinización es otro de los grandes temas patrísticos. El texto bíblico en que se funda es con frecuencia Sal 82, 6; in 10, 36: «Yo he dicho, dioses sois y todos hijos del Altísimo». Divinización y filiación están así unidas en la raíz, no se explican sin la obra salvadora de Cristo y el don del Espíritu. Clemente Alejandrino, el primero que ha usado la palabra divinización nos dice: «Él [Jesús] nos ha hecho la gracia de la herencia paterna, grande, divina, que no se pierde, divinizando al hombre por una enseñanza celeste» (Protréptico XII 120, 3-4; cf. ibid, X 110, 3). Y unos siglos más tarde Gregorio Nacianceno unirá también la divinización y la unión con Cristo: «Debo ser sepultado con Cristo, resucitar con Cristo, ser coheredero de Cristo, llegar a ser hijo de Dios y también Dios» (Discurso 7, 23). En el momento de la controversia con los arrianos, y después con los macedonianos, uno de los argumentos para afirmar la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo ha sido precisamente que en el caso contrario nuestra salvación quedaría seriamente comprometida, no seríamos divinizados si Jesús no es Dios verdadero y si no lo es el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones. Nos dice Basilio de Cesarea: «... [el Espíritu Santo] iluminando a aquellos que se han purificado de toda mancha los hace Espirituales por medio de la comunión con él [...] Las almas que llevan el Espíritu se hacen plenamente Espirituales y transmiten a los demás la gracia. De ahí la semejanza con Dios [...], el cumplimiento de los deseos: convertirse en Dios» (De Spiritu Sancto 9, 23). La divinización del hombre se entiende sólo a partir de la encarnación del Hijo y el don del Espíritu. Es posible sólo en virtud de la acción del Dios Uno y Trino.

El desarrollo histórico de la doctrina acerca de la gracia en Occidente ha sido marcado en gran medida por la figura de san Agustín, que ha desarrollado su pensamiento en oposición a Pelagio. Éste quiere subrayar la bondad de la creación, el bien de la libertad que Dios ha dado al hombre, el ejemplo de Cristo. En estas condiciones, el bien o el mal que cada uno hace es fruto de su voluntad. La ayuda divina hace que el bien se pueda hacer con más facilidad, pero el hombre sería capaz de hacerlo por sí solo. Insiste menos en el misterio de la presencia de Dios en el hombre y en la capacidad de obrar el bien que sólo Dios mismo nos puede dar (cf. Jn 15, 1-8). No entra en la perspectiva de la presencia de Cristo y del Espíritu en el hombre. San Agustín continuará la tradición anterior que ve en la gracia el conjunto de los bienes salvíficos que Dios nos ofrece, siempre en relación íntima con la venida de Cristo al mundo: «Qué mayor gracia nos podía otorgar Dios, que la de hacer hijo del hombre al Hijo unigénito para hacer de esta manera al hombre hijo de Dios» (Sermo 185). Y todo ello no ocurre en virtud de una relación individual del hombre con Cristo, sino en cuanto el hombre se inserta en el Cristo total, en comunión con la cabeza y con los miembros (cf. In Johannis Evangelium 28, 1, entre otros muchos lugares). En este ámbito más general se ha de colocar su reflexión sobre la necesidad de la gracia para obrar el bien, la cuestión de la gracia y la libertad, etc. en su respuesta a Pelagio. Por el bautismo el hombre es hecho miembro de Cristo y de su Iglesia. Sólo Cristo da al hombre la posibilidad de hacer el bien al librarlo de la esclavitud del pecado (cf. De perfectione iustitiae hominis H, 1). Cristo y su gracia son necesarios para la salvación del hombre, sin la ayuda de la gracia el bien es imposible. La gracia da al hombre la posibilidad de hacer el bien que por sí solo no puede realizar (cf. De natura et gratia 53, 62). El nombre de gracia viene precisamente de la gratuidad con que Dios otorga esta ayuda (cf. De gratia Christi, I 23, 24). San Agustín se pregunta si con la ayuda de la gracia no se elimina el libre albedrío del hombre. Más bien ocurre lo contrario. Propio de la libertad cristiana es ser liberación del mal y del pecado, la libertad más perfecta consiste en no poder pecar (cf. De civitate Dei XXII 30, 2). La gracia posibilita la libertad humana, porque Dios actúa en nosotros no por un impulso físico sino por la atracción del amor que pide una respuesta: «No creas que eres atraído a pesar de tu voluntad; el alma es atraída por el amor» (In Johannis Evangelium 26, 4). Esta atracción hace que el bien sea amado y que, por tanto, seguirlo sea gozoso (cf. De gratia Christi I 13, 14). La gracia, por tanto, no anula la libertad, sino que más bien la hace posible. Nuestra misma libertad es don divino, es en este sentido gracia. No se hizo esperar el influjo de la teología de Agustín en las decisiones magisteriales sobre la gracia. El Concilio XVI de Cartago del año 418 se reunió para combatir las enseñanzas pelagianas. Son importantes sobre todo para la doctrina de la gracia los cánones 3-5 (cf. D. 225-227). La gracia perdona los pecados, pero ayuda también para no volver a caer en ellos, no da sólo el conocimiento del bien sino el amor y la fuerza para realizarlo La gracia es necesaria, no permite sólo hacer con más facilidad lo que se podría realizar sin ella. El papa Zósimo repite parecidas ideas en su epístola enviada a las Iglesias orientales (cf. D. 231).

En el siglo V surgió en el sur de Francia el problema del llamado «semipelagianismo» (el nombre es muy tardío, y sus representantes no tienen relación directa con el pelagianismo). Pensaban que el primado que Agustín daba a la gracia no dejaba espacio a la libertad del hombre. Por ello afirman que tiene que estar en la mano del hombre el comienzo de la fe, el primer movimiento del hombre hacia Dios; una vez dado este paso será la gracia la que lleve al hombre hasta la salvación. Resulta claro que estas posiciones son difícilmente aceptables. Presuponen que el hombre puede dar el primer paso hacia Dios sin que preceda el movimiento de Dios hacia el hombre. Da la impresión de que por evitar una dependencia del hombre de Dios que se juzgaba excesiva se acababa por hacer a Dios dependiente del hombre. La reacción de la Iglesia ante estas doctrinas tuvo lugar en el Indiculus del papa Celestino y en el segundo Concilio de Orange. El Indiculus (cf. D. 238-249) es una compilación realizada en torno al año 440 en Roma. Se pone de relieve que todo lo que en el hombre hay de bueno procede de Dios y no del hombre mismo. Sólo es grato a Dios lo que él nos ha dado. La práctica de la oración nos muestra que todo debemos esperarlo de Dios. De él viene la iniciativa de toda obra buena desde el comienzo mismo de la fe, su gracia es previa a cualquier mérito. El don de Dios no elimina el libre albedrío sino que lo libera. El segundo Concilio de Orange, del año 529, recoge ampliamente el pensamiento de Agustín (cf. D. 370-397). La gracia no menoscaba la libertad, no hay predestinación al mal. Sólo en virtud de la gracia se puede invocar la gracia misma, la gracia es necesaria en todo momento, también para el comienzo de la fe. Ningún bien proveniente de la naturaleza puede obtener la salvación. La gracia repara el libre albedrío y justifica al hombre. En general estos textos, dados los problemas del momento, ponen el acento en la gracia como ayuda para obrar el bien, aunque no descuidan otros aspectos más amplios que hemos visto en el Nuevo Testamento y en la tradición anterior. Así la gracia se identifica con el favor y la misericordia divina, se insiste en la gratuidad de la salvación, no puede haber justificación si no es en virtud de la muerte de Cristo. Un aspecto puede considerarse adquirido en la teología de la gracia al final del periodo patrístico: el hombre no puede hacer el bien en vista de su salvación si no es porque Dios actúa en él, porque le inspira y mueve desde dentro. Se trata de un don que Dios nos hace en virtud de la redención operada por Cristo y por la presencia en nosotros de su Espíritu santificador. La acentuación de este aspecto, sin duda esencial, ha podido oscurecer la consideración de la gracia como el don gratuito de la salvación del hombre acaecida en Cristo. Ha orientado la reflexión hacia los problemas del modo cómo compaginar gracia y libertad del hombre, que sobre todo en la época postridentina atormentaron la teología occidental, sin que hubiera siempre clara conciencia de que la libertad es también un don divino y que, por consiguiente, libertad y gracia van juntas más que oponerse.

Otros aspectos van a ponerse de relieve en la Edad Media. La preocupación en este momento será la de ver lo que significa en el hombre la presencia de la gracia y la transformación que en él causa. Nos detenemos brevemente en santo Tomás. El hombre es, en su esencia, un animal racional. El amor de Dios lo transforma en lo más profundo hasta hacerlo partícipe de la naturaleza divina (cf. 2P 1, 4). Nos debemos preguntar cuál es el alcance de esta transformación. No se puede tratar de un cambio en la forma sustancial, porque entonces el hombre dejaría de ser tal, no sería él mismo. Se debe tratar entonces de una transformación o de un perfeccionamiento accidental, lo cual no quiere decir algo de escasa importancia: «La gracia, siendo superior a la naturaleza humana, no puede ser una sustancia o una forma sustancial; es una forma accidental del alma [...] Por el hecho que el alma participa de modo imperfecto de la bondad divina, la gracia [...) tiene en el alma un ser inferior a la subsistencia del alma en si misma. Pero es más noble que la naturaleza del alma, siendo participación y expresión de la divina bondad» (S.Th., I-II, 110, 2). El alma recibe así cierto ser sobrenatural, de manera que el hombre, transformado por la gracia, puede tener y ejercitar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. La gracia da al hombre un ser divino por participación y así el hombre puede obrar de modo sobrenatural, conociendo y amando a Dios como él se ama a sí mismo. Por ello el hombre puede llevar a cabo el bien moral proporcionado a su llamada a la comunión con Dios (cf. S. Th., I-II 109, 2). El hombre sigue siendo él mismo, puesto que la gracia que lo perfecciona es una forma accidental, y en consecuencia él mismo es el sujeto de los actos orientados a su último fin. Precisamente por ello santo Tomás se opone a la doctrina de Pedro Lombardo, según la cual nuestro amor de Dios se identifica con el Espíritu Santo (De Caritate 1, 1). Si así fuera nuestros actos no serían nuestros. Pero la gracia que Dios da al hombre significa una transformación radical de este último: «Se dice que la gracia es creada en cuanto los hombres son creados según ella, es decir, son constituidos en un nuevo ser, de la nada, es decir, no por los méritos» (S.Th., q.110, a.2).

Aunque cambie el lenguaje y no se hable por ejemplo, de la gracia creada ni de otros términos de la escolástica, estos problemas están todavía presentes en el Concilio de Trento. Es fundamental para nosotros el Decreto sobre la justificación (cf. D. 1520-1583), del que nos ocuparemos más adelante. Se quiere insistir en el cambio real que acaece en la persona del justificado, y que no puede reducirse a una mera no imputación del pecado: la única causa formal de la justificación es la justicia de Dios, no aquella justicia en virtud de la cual es justo, sino aquella por la que nos hace justos, es decir, aquella por la que somos renovados en el espíritu de nuestra mente, de manera que no sólo somos considerados justos, sino que lo somos verdaderamente (cf. D. 1529).

Nuestro breve panorama histórico debe completarse con algunas alusiones a los problemas del llamado agustinismo postridentino, unido a los nombres de Bayo y Jansenio. El primero piensa que el hombre ha quedado corrompido completamente después del pecado, y así todas las obras del pecador, marcadas por la concupiscencia, son pecado. No puede haber ningún bien fuera de la Iglesia. No es importante para él la transformación interna del hombre, la gracia santificante, sino sólo las obras que realiza. Para obrar el bien necesita el auxilio de la gracia, pero esta acción es para él extrínseca, si alguien pudiera cumplir los mandamientos sin la acción del Espíritu quedaría igualmente justificado. La gracia es una acción divina que no transforma profundamente al hombre. Para Bayo la gracia es siempre eficaz, no desempeña ningún papel, al parecer, la libertad del hombre. Ni el ser de quien obra el bien ni su respuesta libre al impulso divino parecen tener para Bayo un papel relevante. Las doctrinas de Bayo fueron condenadas por el papa san Pío V en la Bula Ex omnibus affiictionibus (cf. D. 1901-1980). A mediados del siglo XVII vuelven a plantearse problemas de algún modo semejantes con la publicación en 1640 del Augustinus, obra póstuma del que fuera obispo de Yprés, Cornelius Jansen (Jansenio). El autor quiere sobre todo defender la primacía de la gracia frente a la libertad humana. Con la actuación del impulso divino el hombre no tiene libertad de elección, obra movido por una necesidad interior, aunque lo hace de modo espontáneo, de manera que no puede decirse que no sea libre, ya que sólo la necesidad externa sería incompatible con la libertad. A la cuestión de la relación entre la gracia y la libertad se añade en el pensamiento de Jansenio el problema de la voluntad de salvación universal de Dios. La gracia no se da fuera de la Iglesia, porque no se logra entender cómo puede ser gratuito el don que se otorga a todos. Así se llega a la afirmación de que Cristo no ha muerto por todos los hombres. Algunas proposiciones sacadas de las obras de Jansenio fueron condenadas por Inocencio X en 1653 (cf. D. 2001-2007). Se reprueban las afirmaciones sobre la libertad y la imposibilidad de resistir a la gracia, y sobre todo la negación del valor universal de la redención de Cristo. El problema jansenista no acabó con esta condena. Alejandro VII tuvo que declarar en 1656 que las proposiciones de Jansenio previamente condenadas lo fueron en el sentido en que el autor las enunció (cf. D. 2010-2112). Una nueva condena del Santo Oficio en 1690 (cf. D. 2301-2332) vuelve sobre los problemas de la libertad, de la voluntad salvífica universal de Dios y de la posibilidad de hacer el bien fuera de la Iglesia. El jansenismo no fue sólo una escuela teológica, sino un movimiento espiritual de tendencia rigorista, cuyas derivaciones se prolongaron por todo el siglo XVIII. En él hallamos todavía la condena de los errores de R Quesnel por Clemente XI en 1713 (cf. D. 2400-2502) y de las proposiciones del Sínodo de Pistoia del 1786 (cf. D. 2600-2700; sobre la gracia y temas afines, cf. 2616-2624). Esta abundancia de intervenciones magisteriales muestran cuán vivos fueron en esos siglos los debates en torno a los problemas de la gracia.

III. LA FILIACIÓN DIVINA

Concluido este rápido recorrido histórico tratamos de ofrecer una breve sistematización de las principales cuestiones, tal como éstas son vistas en la actualidad. Nos ocuparemos en primer lugar de la presencia de Dios en el justo y de la nueva relación de éste con Dios, para pasar después al tema de la justificación por la fe, cuestión de gran importancia ecuménica. Las cuestiones de la nueva creación y de la transformación interior del hombre y de su obrar en vistas a la salvación cerrarán nuestra exposición.

El don de la gracia no es primariamente un don de alguna cosa, por excelsa que podamos pensarla. En la encarnación del Hijo y el don del Espíritu Santo se nos ha dado Dios mismo. Y es Dios mismo el que continúa haciéndose presente constantemente en nosotros. La teología actual, de modo unánime, subraya la importancia decisiva de esta presencia de Dios en nosotros, de la que depende la transformación interior de nuestro ser. El Nuevo Testamento y la tradición de la Iglesia han expresado de diversos modos lo que significa esta presencia de Dios en nosotros y la novedad que origina. Aun con todos los riesgos que siempre entraña una síntesis pienso que todos los diversos aspectos de nuestro ser en Cristo pueden armonizarse en torno a un concepto central: la filiación divina. ¿Qué razones pueden aducirse para justificar esta elección? Ante todo pone de relieve nuestra relación con Dios. Ya por nuestra condición de criaturas nuestra relación básica de dependencia de Dios determina lo que somos. Es igualmente nuestra relación con Dios lo decisivo en nuestro ser de justificados y salvados en esperanza. Evidentemente hay otros términos relativos que en el Nuevo Testamento describen nuestro ser en la relación con Dios. Pero ésta no se establece solamente con el Dios Uno, sino también con el Dios Trino, y no podemos pensar que esta dimensión sea secundaria. Dios actúa hacia fuera como un solo principio, pero este principio es en si mismo diferenciado. Cada una de las personas actúa según su propiedad personal: en el Espíritu y por medio de Jesús tenemos acceso al Padre (cf. Ef 2, 18). La noción de filiación nos hace ver cómo nuestra relación con Dios tiene en cuenta la dimensión más íntima y profunda del ser divino, la comunión y el amor entre las personas en la unidad de la esencia. Todo ello desemboca por último en una consideración cristológica: Cristo es el mediador único y universal. No podemos pensar en nuestra salvación sino con nuestra configuración con él (cf. Rm 8, 29; 2Co 3, 18), fruto del seguimiento (cf. Mc 8, 34, etc.). Ahora bien, lo más profundo del ser de Jesús es su relación al Padre en el Espíritu Santo, su ser de Hijo. Entre los diferentes títulos que el Nuevo Testamento aplica a Jesús, el de Hijo (de Dios) se reveló desde muy pronto como el que mejor expresaba su ser, precisamente porque explicitaba mejor su relación con el Padre. Jesús, el Hijo de Dios encarnado, vive en referencia total a Dios Padre en el Espíritu. En su obediencia a Dios durante todo el tiempo de su vida mortal se nos revela esta realidad profunda de su ser. Es legítimo aplicar un razonamiento semejante al hombre: de muchas maneras expresa el Nuevo Testamento el ser del hombre en Cristo; aquella que mejor exprese la relación con Jesús nos descubrirá mejor su única vocación divina (cf. GS 22). La filiación divina, que en el Nuevo Testamento se afirma, aunque no de modo unívoco, de Jesús y de los hombres, nos indicará que el amor de Dios para con nosotros es el más grande que pueda pensarse: Dios nos ama con el amor con que ama a su Hijo unigénito.

Jesús, según los cuatro evangelios, de manera especial según el Evangelio de Juan, se dirige siempre a Dios llamándole «Padre» y se refiere a él usando también esta denominación. Jesús tiene conciencia de una relación especial y única con Dios (cf. Mt 11, 25-27; Lc 10, 21.22; Mc 14, 36). Los escritos de Juan subrayan que es el Unigénito (cf. Jn 1, 14.18; Jn 3, 16.18; 1Jn 4, 9). A la vez Jesús se llama a sí mismo y es designado, de nuevo sobre todo en el Evangelio de Juan, como el Hijo. Pero ya en los sinópticos encontramos este título en labios de Jesús (Mt 11, 27; Lc 10, 22; Mc 12, 32 paral.), y en otras ocasiones (Mc 1, 1; Mc 1, 11 paral.; etc.). Jesús no sólo ha invocado a Dios como su Padre, sino que ha enseñado a los discípulos a hacer lo mismo (cf. Mt 6, 9; Lc 11, 2), a la vez que, dirigiéndose a ellos, se ha referido a Dios como «vuestro Padre» (cf. Mc 11, 25; Mt 5, 48; Lc 6, 36; Mt 6, 32=Lc 12, 30; Mt 23, 9; Lc 12, 32). El punto inmediato de referencia para entender esta filiación divina de los discípulos es la concreta existencia filial de Jesús en su vida entre los hombres. Como la filiación divina de Jesús se refleja en toda su existencia, también los discípulos se han de comportar como hijos de Dios, en la ilimitada confianza en el Padre (cf. Mt 6, 32; 7, 10), y de manera especial en el amor sin fronteras que abraza incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 45-48). Entre la filiación divina de Jesús y la de los discípulos existe una relación íntima. Sólo porque Jesús es el Hijo puede introducir a los suyos en esta relación con Dios Padre. Su filiación es el paradigma de la nuestra. Pero una y otra no se colocan nunca al mismo nivel. Los escritos paulinos ponen también en clara relación la filiación divina de Jesús y la nuestra. Dios es nuestro padre en cuanto lo es de Jesús (cf. 1Ts 1, 1.3; 1Ts 3, 11-13; 2Ts 1, 1; 2Ts 2, 16; Col 1, 2-3; Ga 1, 3-4). Esta relación se explicita todavía más en algunos pasajes, en concreto en Ga 4, 4-7 y Rm 8, 14-17, textos muy semejantes. En el primero de ellos la obtención por parte de los hombres de la filiación adoptiva es la razón del envío del Hijo al mundo. Sólo porque Jesús comparte nuestra condición podemos compartir la suya. El Espíritu del Hijo enviado por el Padre, es el que hace posible esta vida como hijos. Se explicita así el vínculo entre la filiación de Jesús y la nuestra: el Espíritu que ha descendido sobre Jesús (cf. Mc 1, 11 paral.; Jn 1, 32.34) y que nos envía de parte del Padre después de su resurrección. Podemos vivir como hijos porque el Padre envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama «Abbá, Padre». El texto de Romanos señala que son hijos de Dios los que son guiados por su Espíritu. Hemos recibido un Espíritu de filiación, es decir, el Espíritu Santo infunde en nosotros las actitudes filiales de Cristo. La vida de hijos se puede vivir, por consiguiente, sólo en virtud del Espíritu, en cuanto es el Espíritu del Hijo que nos comunica la actitud de filiación. La participación en la condición filial de Jesús nos abre el paso a la participación en su herencia. Nuestra filiación divina está llamada todavía a perfeccionarse en la consumación escatológica (cf. Rm 8, 23-25). También en Ef 1, 5 aparece el tema de la filiación a la que nos ha predestinado Dios por medio de Jesucristo. A la filiación se une también la idea de la herencia en Cristo de la que el Espíritu Santo es prenda (cf. Ef 1, 11.13-14). También los escritos de Juan conocen el tema de la filiación: los que creen en Jesús han sido engendrados por Dios (cf. Jn 1, 12-13; 1Jn 2, 29; 1Jn 3, 9; 1Jn 4, 7; 1Jn 5, 1.14); hallamos también la idea del renacimiento por obra del Espíritu (cf. Jn 3, 3-6). La filiación divina, ya real, alcanzará su plenitud en la vida eterna (cf. 1Jn 3, 2). A la luz de la filiación divina con Cristo por la obra del Espíritu adquieren un sentido más pleno las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre nuestro seguimiento de Jesús (cf. Mt 8, 19-22; Mc 8, 34-38, etc.), sobre la necesidad de conformarnos con él en la muerte y en la resurrección (cf. Rm 6, 8; 8, 17; 2Tm 2, 12 etc.). El giro «en Cristo (Jesús)» es, como es sabido, muy característico de Pablo. Es propia de los escritos joánicos la expresión «permanecer (estar) en Cristo (en Dios)» (cf. Jn 15, 4-7.9; Jn 17, 21; 1Jn 2, 24.27, etc.). Sólo por Jesús tenemos acceso al Padre (cf. Jn 14, 6). Quien se une con Jesús se encuentra inmerso en el misterio de la vida de Dios Uno y Trino. La comunión con Jesús, fundada en la que él tiene con el Padre, crea la comunión entre los hombres (cf. Jn 17, 21.23).

Y si nuestra unión con Jesús es de capital importancia en el Nuevo Testamento, no lo es menos la presencia en nosotros de su Espíritu, del que somos templos (cf. 1Co 3, 16; 1Co 6, 19; 1Ts 4, 8), que es el principio de nuestro obrar (cf. Ga 5, 16-25). En nosotros está el Espíritu Santo, pero también el Padre y el Hijo moran en el que ama a Jesús (cf. Jn 14, 17-23). La presencia del Espíritu Santo parece equivaler a la de Cristo (cf. Rm 8, 9-10). La mayoría de las afirmaciones sobre la presencia divina en el justo se refieren al Espíritu Santo, el don de Dios por excelencia. Nos ha sido dado por el Padre y por el Hijo, pero no encontramos ningún pasaje en el que se afirme lo contrario. En el Espíritu y por medio de Jesús tenemos acceso al Padre (cf. Ef 2, 18), pero este orden no se puede intercambiar.

Si en los misterios de salvación de la encarnación y de la muerte y resurrección de Cristo aparecen diferenciadas las actuaciones de las tres divinas Personas en su unidad indisoluble, lo mismo debemos pensar que ocurre en el misterio de nuestra filiación divina por la que participamos de la vida de la Trinidad. Sólo Dios Padre es en rigor el sujeto activo de nuestra adopción filial, el que, por la obra de su Hijo y del Espíritu Santo nos hace hijos suyos. En Jesús el Dios del Antiguo Testamento se revela como Padre, y así el mismo Jesús se da a conocer como el Hijo. En esta adopción filial, por su puro amor y benevolencia, el Padre se nos da como Padre, admitiéndonos en la comunión que con él tiene Jesús y amándonos con el amor con que le ama a él. El Padre, que ha exaltado a su derecha a Jesús crucificado, contempla en cierto modo a los hombres como muertos y resucitados en Cristo (cf. 2Co 2, 14-15), y nos hacer partícipes de su vida. El que es fuente y principio de toda la divinidad y es también el principio de la economía salvadora envía al mundo a su Hijo y al Espíritu Santo para conducir a sí mismo a toda la humanidad.

En la obediencia al Padre y el cumplimiento de sus designios el Hijo se encarna y por nosotros muere y resucita. Asumiendo nuestra condición humana hace partícipes a los que en él creen de su relación filial con Dios Padre. Aunque él es el Unigénito, en virtud de su encarnación nos ha hecho sus hermanos (cf. Mt 12, 48-50 paral.; Mt 25, 40; Mt 28, 10; Rm 8, 29; Hb 2, 11.12.17; Jn 20, 17). El que en virtud de su filiación eterna es el Hijo unigénito, que en rigor no puede compartir con nadie su condición, en virtud de su misterio pascual y por el don de su Espíritu nos ha hecho compartir su filiación: se ha hecho así el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).

El Espíritu Santo, don del Padre y de Jesús es el amor y el vínculo de comunión entre el Padre y el Hijo. Nos une también a los hombres con Cristo y entre nosotros. Sólo en virtud de su presencia podemos vivir como hijos de Dios en Jesucristo el Hijo. En su donación a nosotros se hace presente Dios mismo, y sin perder su trascendencia y sin anular nuestro ser de criaturas se hace un principio interior a nosotros mismos. Todos los intentos de explicación de este hecho se encuentran con el misterio que la mente humana no puede abarcar.

Nuestra filiación divina y nuestra fraternidad con Cristo no pueden vivirse de un modo aislado o individual. Dios quiere ser el Padre de todos, se comporta como padre respecto a todos, y Jesús, que nos ha enseñado a decir «Padre nuestro», quiere ser también hermano de todos. Sólo la paternidad divina puede fundar la fraternidad entre los hombres. Estamos llamados a ser uno, y lo somos ya en cierto modo, porque en Jesús, primogénito entre muchos hermanos, tenemos abierto el camino para acercamos al Padre común. Si la fraternidad entre todos se funda en la paternidad divina, sólo en la fraternidad puede vivirse la filiación. Entramos en relación con Jesús en virtud de su Espíritu. Ahora bien, el Espíritu Santo no es sólo un don a cada creyente, sino también, y aun primariamente, un don a la Iglesia. Nuestra unión con Cristo y la unión entre nosotros, don de su Espíritu, son dos caras inseparables de la misma moneda. El don del Espíritu y la filiación divina no son propiedad exclusiva, sino regalo a compartir, quedando siempre a salvo la identidad personal de cada uno que, en la donación de si, no desaparece, sino que se encuentra más profundamente. En el símil paulino del cuerpo (cf. 1Co 12, 7-30; Rm 12, 3-8; Ef 4, 9-13) es donde mejor se expresa la síntesis de estos aspectos personales y eclesiales del don del Espíritu; unos y otros se exigen mutuamente. La unidad del cuerpo en la diversidad de los dones o carismas nos muestra que cada uno participamos a nuestro modo de la filiación divina de Jesús, insertos en su cuerpo, y que nuestra respuesta personal a la llamada divina no es nunca indiferente para el bien de nuestros hermanos. La comunión de los santos, en el doble sentido de la expresión, comunión en los bienes santos y también comunión personal de los miembros del cuerpo, es un aspecto irrenunciable de la doctrina de la gracia.

IV. EL PERDÓN DE LOS PECADOS.

LA JUSTIFICACIÓN

La vida en la comunión con Dios en nuestra condición de hijos en Cristo y por la acción del Espíritu es posible sólo si Dios nos perdona los pecados, si nos hace pasar de pecadores a justos. El perdón de los pecados es un elemento esencial de la presencia en Jesús del reino de Dios, y este perdón está en relación con la fe y el amor (cf. Mc 2, 5 paral.; Lc 7, 48). Pablo ha desarrollado una doctrina elaborada de la justicia salvadora de Dios manifestada en Cristo y de la justificación por la fe sin las obras de la ley: «Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen -pues no hay diferencia alguna, todos pecaron y están privados de la gloria de Dios-, y son justificados por el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe [...] en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús [...] Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley [...] Porque no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rm 3, 21-30). Este texto capital, y otros de parecida importancia (cf. Rm 4, 1-4; Rm 5, 1; Rm 10, 3-4; Ga 3, 16-21; Ga 3, 1-9), nos señalan claramente el pensamiento de Pablo: no hay salvación para los hombres más que en Cristo; las obras de la ley no sirven para conseguir la justificación, nadie puede gloriarse en ellas. Tanto para los judíos como para los gentiles no hay más que un camino de salvación, creer en Cristo, adherirnos personalmente a él; así entra en nuestras vidas la salvación que él ha obrado para todos. No podemos pensar en caminos alternativos, en concreto no lo son las obras de la ley, que, por otra parte, en sí misma es santa. No podemos apoyarnos en nosotros mismos ni en nuestras propias obras. De lo contrario, quitamos el valor a la muerte redentora de Cristo (cf. Ga 2, 21). Sólo la fe en Cristo nos justifica. Naturalmente Pablo es bien consciente de que el justificado debe obrar el bien, de que sus buenas obras fluyen normalmente de la fe en Cristo, de que está obligado al cumplimiento de la ley moral. La fe actúa por la caridad, quien ama ha cumplido la ley (cf. Ga 5, 6; Rm 13, 8-10, y otros muchos pasajes). También la carta de Santiago amonesta contra una falsa concepción de la fe que no lleva al compromiso cristiano. En las obras se muestra la fe. La fe sin obras es una fe muerta (cf. St 2, 14-25).

La doctrina de la justificación por la fe, pacíficamente poseída por la Iglesia durante siglos, que no había sido nunca objeto de especial discusión, fue puesta en el centro del interés teológico por Lutero. Esta verdad es, según él, el articulus stantis et cadentis Ecclesiae, el artículo de fe en el que la Iglesia se mantiene en pie o cae. En el deseo de afirmar que la salvación viene de Dios solo, algunos aspectos de la doctrina tradicional católica crearán dificultad a Lutero: la cooperación humana en la aceptación de la salvación y, por tanto, la libertad de la misma, y la realidad del cambio que se produce en el hombre con el hecho de la justificación. Él acentúa por su parte que nos salva sólo Cristo, con la sola fe y sólo por gracia. La justicia que de este modo se nos otorga no sería propiamente nuestra, sino que Dios nos considera justos en virtud de los méritos de Cristo, se trataría de una justicia «ajena». Parece excluirse toda intervención del hombre y, a la vez, una efectiva transformación de su ser por obra de la gracia. Así la doctrina luterana se puede resumir en la fórmula «a la vez justo y pecador», justo porque se nos aplica la justicia de Cristo, pecador porque nuestro ser profundo sigue marcado por el pecado. Pero más que precisar las doctrinas de Lutero nos interesan los contenidos del Decreto acerca de la justificación del Concilio de Trento, en la sexta sesión (cf. D. 1520-1583), que sigue siendo un punto de referencia esencial para la teología católica en esta materia. El Decreto recoge la doctrina del pecado original, reafirmada en la sesión V, para señalar que el hombre ha perdido la amistad con Dios y no puede salir del estado en que se encuentra, bajo el poder del diablo y de la muerte, por sus propias fuerzas. Su albedrío está inclinado al mal, pero no extinguido (cf. D. 1521). Cristo ha sido enviado por el Padre para redimir a los hombres, justificarlos y hacerlos hijos por adopción. Cristo ha muerto por todos, pero sólo reciben los beneficios de su muerte aquellos a quienes les son comunicados los méritos de su pasión. Con estos presupuestos se entra en el tema específico (cf. D. 1523-1524). La justificación es el paso del estado en que el hombre nace como hijo de Adán al estado de gracia y de filiación adoptiva. Este paso se da por el bautismo o el deseo del mismo (cf. D. 1524). Son muy importantes las afirmaciones del Concilio acerca de la necesidad de la gracia para el comienzo del proceso que lleva al hombre a la amistad con Dios; ningún mérito por nuestra parte puede dar lugar a que Dios se acerque a nosotros. Ahora bien, es esta misma gracia de Dios la que excita y ayuda para que los hombres libremente cooperen con ella y a ella asientan (cf. D. 1525; 1554). La justificación supone en los adultos un proceso que culmina con la recepción del bautismo (cf. D. 1526), que el propio Concilio definirá «sacramento de la fe» (D. 1529). La justificación misma que sigue a la preparación no consiste sólo en el perdón de los pecados, sino en la santificación y renovación interior del hombre; por ella se hace de injusto justo, de enemigo amigo, heredero de la vida eterna (cf. D. 1528; 1561). Las causas de la justificación se enumeran a continuación: la final, la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna; la eficiente es Dios misericordioso, que nos sella con su Espíritu; la causa meritoria es la satisfacción de Jesucristo mediante su pasión y muerte; la única causa formal es la justicia de Dios, no aquella por la que él es justo, sino aquella por la que nos justifica (cf. Rm 3, 26) (cf. D. 1529; 1560). La caridad de Dios se infunde en los corazones de los que son justificados mediante el Espíritu Santo, y en ellos está inherente. Al justificado, juntamente con la remisión de los pecados se le infunden la fe, la esperanza y la caridad. Se precisa que si a la fe no se le juntan la esperanza y la caridad no une perfectamente con Cristo (cf. Ga 5, 6) (cf. D. 1530-1531). Por ello la justificación por la fe significa que la fe es el principio de la salvación, y la justificación gratuita nos recuerda que nada de lo que precede a la justificación, ni las obras ni la misma fe, la merecen (cf. D. 1532). El Decreto tridentino junta a su valor formal una alta calidad teológica. Insiste fuertemente en el primado de la gracia divina, y si habla también de la respuesta humana y de la transformación interior del hombre no es para reducir o limitar el valor de la gracia, sino al revés, para verla también activa en nuestra cooperación. Es siempre decisiva la primacía de la acción divina. La justificación del pecador tiene su fundamento en la reconciliación del mundo consigo que el Padre ha llevado a cabo en Cristo (cf. 2Co 5, 18-21; Rm 3, 25-26; 4, 25). La iniciativa divina en la salvación de cada uno de los hombres se basa, por tanto, en la radical iniciativa divina en la salvación que nos trae Jesús. Pero la acción de Dios se da realmente en nosotros, no al margen de nuestro ser, y provoca nuestra cooperación libre, ya que Dios quiere hacernos en verdad interlocutores suyos.

Se ha pensado durante siglos que las posiciones de católicos y luteranos a propósito de la justificación eran irreconciliables. El diálogo ecuménico de los últimos decenios ha producido una aproximación no despreciable de los puntos de vista. Un progreso notable en el camino del consenso se consiguió con la firma en Augsburgo, el 31 de octubre de 1999, de la «Declaración conjunta de la Iglesia católica y de la Federación Luterana Mundial sobre la doctrina de la justificación» a la que acompaña una «Declaración oficial común» con un «Anexo» que precisan el valor del acuerdo alcanzado (textos en español en Diálogo ecuménico 34 [1999] 675-707). Se reconoce al alto grado de consenso logrado en «verdades fundamentales», de manera que se puede decir que los anatemas y las condenas mutuas que se produjeron en el siglo XVI ya no alcanzan en este momento a la otra parte. Puntos centrales del acuerdo son: que la justificación es una verdad fundamental de la fe cristiana; que la iniciativa de la justificación viene de Dios; que el hombre la recibe por la fe y no puede conseguida por los propios méritos. En algunos puntos no hay todavía coincidencia total: la transformación interior; el sentido de la fórmula «a la vez justo y pecador»; la concupiscencia; la cooperación del hombre. El «Anexo» a que nos hemos referido ofrece alguna mayor luz: la «justificación es el perdón de los pecados y una acción que nos hace justos a través de la cual Dios da al hombre la vida nueva en Cristo [...] En verdad somos interiormente renovados por la acción del Espíritu Santo y somos siempre dependientes de su obra en nosotros».

V. GRACIA Y LIBERTAD. LA PLENITUD DEL HOMBRE.

La salvación de Dios no significa la anulación del hombre sino su realización plena. La vida en la filiación divina y en la comunión con los hermanos es don y es regalo gratuito, sólo en el reconocimiento del favor de Dios mediante la fe en Jesucristo se accede a ella. Pero la teología católica ha tenido siempre cuidado en afirmar que Dios no nos salva sin nuestra voluntad y sin la aceptación libre de su don, y que el hombre justificado, realmente transformado en su interior, es capaz, siempre con el auxilio divino, de obrar el bien y de dirigir su vida hacia la vida eterna. Estas verdades encuentran su expresión en la doctrina, no siempre libre de malentendidos, del «mérito». La justificación, el paso de la situación de enemistad con Dios a la de la amistad, no significa el punto de llegada de la vida cristiana. Nuestra amistad con Dios y nuestra inserción en Cristo deben crecer e intensificarse con el libre asentimiento a la obra de Dios en nosotros. Del hombre justificado han de brotar, como los frutos del buen árbol, las obras buenas. En el Nuevo Testamento se repite el principio de que Dios juzgará a cada uno según sus obras (cf. Mt 16, 27; Rm 2, 6; Rm 14, 10-12; 1Co 3, 8). A la vez está claro que la recompensa que el Señor nos dará va más allá de lo que merecemos y excede todo lo que con medidas humanas se pueda pensar (cf. Rm 8, 18; Mt 20, 1-16). El bien que hacemos y por el que el Señor nos recompensa es siempre don suyo. Recogiendo los planteamientos sobre la cuestión de la gran escolástica, el Concilio de Trento ha dedicado un capítulo a esta doctrina en el Decreto de la justificación (cap. 16, cf. D. 1545-1549). Después de recordar los textos del Nuevo Testamento que hablan de la recompensa que Dios nos promete (cf. 1Co 15, 48; Hb 6, 10...), el Concilio afirma la necesidad de la unión con Cristo para toda obra meritoria y grata a Dios (cf. Ef 4, 15; Jn 15, 5). De la unión con Cristo brota la esperanza de la vida eterna y las buenas obras que realizamos bajo la acción de la gracia. No establecemos nuestra justicia independientemente de la de Dios. Aunque la justicia sea «inherente» a nosotros, es solamente nuestra en cuanto se nos infunde la justicia de Dios por los méritos de Cristo. Hasta las más pequeñas obras tienen valor ante Dios (cf. Mt 10, 42). Pero nos podemos gloriar sólo en el Señor, cuya bondad para nosotros es tan grande que quiere que sus dones sean méritos nuestros (cf. D. 1549; D. 248). La bondad y el favor de Dios, su gracia manifestada en Cristo, dan al hombre su plenitud. Lejos de oponerse a la libertad humana, la presencia de Dios la posibilita y la sostiene. Nos libera de la esclavitud del pecado y, por consiguiente, nos permite hacer el bien. Ésta es la obra de Dios en nosotros, pero esto no quiere decir que no seamos nosotros los que obramos. La gracia y la libertad crecen al mismo tiempo, aunque no sea posible precisar cómo se relacionan la una y la otra. La acción de Dios en nosotros participa del carácter misterioso de Dios mismo.

La teología de la gracia nos abre a la esperanza de la plenitud escatológica. La justificación es ya una realidad en nosotros, pero en algunos pasajes se habla de ella como de un acontecimiento futuro (cf. Rm 3, 30; Ga 5, 5). Poseemos las primicias del Espíritu, pero anhelamos todavía el rescate de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 26). El Espíritu es prenda de nuestra herencia (cf. Ef 1, 13-14; 2Co 1, 22; 2Co 2, 5). Nuestra filiación divina recibirá todavía una mayor plenitud en la consumación escatológica: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3, 2). La plenitud de la filiación divina se identifica aquí con la plenitud de la semejanza y se relaciona también con la visión beatífica. La vocación inicial del hombre a ser imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27) se realizará en plenitud cuando nuestra filiación divina se manifieste en el momento de la manifestación de Cristo. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, reza un antiguo principio de la escolástica. Dado que el hombre tiene sólo una vocación, y ésta es la divina (GS 22), sólo con la gracia de Dios aparecida en Cristo puede el hombre llegar a la plenitud para la que ha sido creado. A todos los hombres alcanza el designio de Dios de recapitular todo en Cristo (cf. Ef 1, 10). Por ello es tarea de todos los cristianos lo que Pablo consideraba la misión recibida del Señor Jesús: «... dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20, 24). La gracia de Dios es buena noticia para todos los hombres.

Bibliografía

F.G. BRAMBILLA, Antropologia teologica. Chi e l'uomo perché te ne curi?, Brescia 2005. G. COLZANI, Antropologia teologica. L'uomo paradosso e mistero, Bologna 1977. A. GALINDO RODRIGO, Compendio de la gracia. La gracia expresión de Dios en el hombre. Hacia otra visión de la antropología cristiana, Valencia 1991. M. GELABERT BALLESTER, Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, Madrid 1985. L.F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, Madrid 20042. J.L. LORDA, La gracia de Dios, Madrid 2004. G. MANCA, La grazia. Dialogo di comunione, Cinisello Balsamo 1977. K.H. MENKE, Das Kriterium des Christseins. Grundriss der Gnadenlehre, Regensburg 2003. F. OCARIZ , Naturaleza, Gracia y Gloria, Pamplona 20012. IL. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991. J.A. SAYÉS, La gracia de Cristo, Madrid 1993. A. SCOLA, G. MARENGO y J. PRADES, La persona umana. Antropologia teologica. Milano 2000.

L.F. Ladaria