Sacramento/Sacramentos • Salvación • Santidad • Secularidad • Sentido de la fe («Sensus fidei/fidelium»)
La palabra «sacramento» proviene del latín sacramentum, cuya raíz sacr- expresa una relación con lo divino. Se designaba como sacrum (sagrado) lo que pertenecía a los dioses. Sacramentum se usaba ya antes del cristianismo para nombrar dos cosas: un tipo de juramento y la fianza que depositaban las partes en un pleito civil. Junto a estos significados, entre tos cristianos ya desde los primeros escritores de lengua latina, el vocablo aparece usado con otros sentidos de tipo religioso. Se usaba así, desde el siglo II, para traducir la palabra griega mysterion (de ella proviene misterio) en las versiones latinas de la Biblia. Tertuliano (siglos II-III) lo emplea también para designar el bautismo y la eucaristía, y después de él se generalizó este significado. San Cipriano (siglo III) usa la palabra «sacramento» en el sentido de signo figurativo, aplicándolo a cosas del Antiguo Testamento que eran figura de las del Nuevo. Igualmente este término asume el sentido de verdad de fe, inalcanzable a la razón, con que se habla cargado mysterion a partir de Clemente de Alejandría y Orígenes.
Según san Agustín, los signos que se refieren a cosas divinas se llaman sacramentos. En este sentido, aplica el vocablo a numerosas realidades de la religión cristiana, entre ellas, no sólo al bautismo y a la eucaristía, sino también a la confirmación, al orden y al matrimonio. Mantiene, además, otros significados de sacramento que provenían del término griego mysterion.
En los primeros siglos de la Edad Media perdura la variedad de sentidos de la palabra «sacramento», pero progresivamente el bautismo, la confirmación y la eucaristía ganan el primer puesto entre los distintos significados. En el siglo XII los teólogos llegaron a formular una definición precisa de «sacramento», con la que pudieron distinguir los siete sacramentos que desde entonces se reconocen como tales. Prácticamente el vocablo quedó reservado a ellos en el lenguaje teológico y catequístico, aunque se mantuvo para designar los sacramentos de la Antigua Ley, que prefiguraban los sacramentos cristianos. De todas formas, en los textos litúrgicos, que en buena parte provenían de antes del siglo XII, persistió la anterior variedad de significados.
En el siglo XX, con algún antecedente en el XIX, la teología ha vuelto a un uso más variado del término «sacramento». Se dice así que Cristo es el sacramento primordial e igualmente que la Iglesia es sacramento en un sentido general.
Los numerosos significados del vocablo «sacramento» ponen la cuestión de si es posible encontrar una unidad entre ellos, al menos en el lenguaje cristiano, o si, por el contrario, ha acabado siendo una palabra equivoca. En los primeros siglos de la Iglesia san Agustín aportó preciosas reflexiones al respecto, pero poco antes de él hay que señalar a san Juan Crisóstomo, que, en una de sus homilías, ofrece una noción general de «misterio», que interesa aquí, pues sus significados se transfirieron al sacramento latino. Dice así: «Se llama misterio, porque creemos una cosa distinta de lo que vemos; pues tal es la naturaleza de nuestros misterios» (In Ep. l ad Cor. hom., 7, 1). El misterio es una realidad visible con un contenido invisible que sólo la fe llega a percibir.
San Agustín, que llama sacramento al signo que se refiere a cosas divinas, ofrece una definición general de «signo»: «El signo es una cosa que, además de la imagen [de sí) que pone en los sentidos, hace que de si venga al pensamiento otra cosa distinta» (De doctrina christiana, II, 1, 1). El modo de significar de los sacramentos, en cuanto signos sagrados, es por semejanza; si ésta falta, no hay sacramento. Al incluir el sacramento en la categoría del signo, san Agustín pone de relieve su valor de instrumento de conocimiento; de todas formas, cuando es preciso, no deja de subrayar su eficacia salvadora, como hace a propósito del bautismo y la eucaristía.
San Isidoro de Sevilla (siglo VII) ofrece una definición de «sacramento» con referencia al bautismo, a la confirmación y a la eucaristía: «Se llaman "sacramentos" porque, bajo la envoltura de cosas materiales, la virtud divina lleva a cabo en secreto el poder salvador de estos sacramentos. De ahí que su nombre derive de virtudes secretas o de cosas sagradas» (Etimologías, VI, 19, 40). Deja de lado la noción de «signo», para centrar la atención en la acción divina secreta, a la vez que presenta los sacramentos como elementos (agua, aceite, pan, vino) santificados por el Espíritu Santo: no los ve como acciones, sino como cosas.
En el siglo XI los teólogos volvieron a fijar su atención en los textos agustinianos y recuperaron así la definición del vocablo como signo sagrado. Se trataba, sin embargo, de una definición muy general, aplicable a muchas realidades de la vida de la Iglesia; así que Hugo de San Víctor (siglo XII) se propuso encontrar una definición específica, que distinguiera bien lo que son propiamente los sacramentos. Llegó a ésta: «Sacramento es un elemento corporal o material presentado exteriormente de manera sensible, que representa por semejanza, significa por institución, y contiene por santificación una cierta gracia invisible y espiritual» (De sacramentis christianae fidei, 1, 9, 2). La definición incluía el sacramento en el género del signo sensible, como signo de una gracia espiritual, con la particularidad de significarla debido a una institución (se entiende de Cristo) y por cierta semejanza con ella. Este componente genérico de la definición quedaba especificado por la eficacia santificadora atribuida al sacramento. Sin embargo, la definición presentaba aún algunas deficiencias, sobre todo la de mantener la tendencia cosificadora, al considerar el sacramento como un elemento corporal, por lo que no daba cabida a la penitencia, al orden y al matrimonio. Unos diez años después, Pedro Lombardo formuló esta otra definición, que se hizo clásica por la gran difusión de su obra: «Se dice propiamente sacramento aquello que es signo de la gracia de Dios y forma de la gracia invisible, de tal manera que es a la vez su Imagen y causa» (Sententiae, IV, 1, 4). El componente genérico de la definición es el ser signo de la gracia de Dios que significa como imagen, y el específico, el ser causa de esa gracia. Con esta definición el autor identificó los siete sacramentos cristianos, distinguiéndolos de otras realidades, que no se podían decir sacramentos en sentido propio.
El magisterio de la Iglesia ha reconocido el valor de la noción generalizada entre los teólogos después de Pedro Lombardo y se ha servido de ella para exponer la doctrina sobre los sacramentos y defenderla, aunque con otras expresiones equivalentes. En los dos catecismos dirigidos a la Iglesia universal ha ofrecido definiciones, que coinciden con esa noción: el sacramento «es una cosa sensible que por institución de Dios tiene la virtud de significar y producir la santidad y justicia» (CR II, 1, 11); «Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina» (CCE 1131).
Una vez que se encontró una definición específica de los siete sacramentos, los teólogos siguieron estudiando la noción de sacramento sólo con referencia a esos siete. Como consecuencia se aisló su estudio, sin integrarlos adecuadamente en el conjunto del misterio cristiano. A partir del siglo XIX se comenzó a corregir esa separación, a la vez que se atendía a un concepto más amplio de sacramento, útil para una mejor comprensión de otras verdades de la fe.
Matthias Josef Scheeben (siglo XIX) puso de relieve que en el fondo de los sacramentos en sentido estricto late una idea que penetra todo el cristianismo, la de misterio sacramental. Se puede hablar de él cuando se da un misterio verdaderamente sobrenatural, en sí mismo no perceptible por los sentidos y la razón, que se manifiesta externamente por medio de una realidad visible con la que mantiene una unión real, no puramente ideal. El misterio sacramental sigue siendo misterio, aun manifestándose visiblemente, y alcanza su mayor significado cuando, además, obra y se comunica a nosotros aprovechando lo visible como vehículo e instrumento. En este sentido pleno, Cristo, el Hombre-Dios, es un misterio sacramental. También lo son los sacramentos de la Iglesia, e igualmente la Iglesia misma.
Estas reflexiones de Scheeben tardaron en encontrar quien las continuara. En el segundo tercio del siglo XX algunos autores comienzan a atribuir la sacramentalidad a Cristo y a la Iglesia. Respecto a Cristo, se trata de reflexiones breves, de pocas páginas, que sirven para encuadrar debidamente la Iglesia y los sacramentos. En los documentos del Concilio no se habla de Cristo como sacramento. Posteriormente (1984), la Comisión Teológica Internacional explica que, si se puede hablar de la Iglesia como sacramento, se debe a que Cristo es el sacramento «primordial», del que depende la Iglesia; se le puede designar como «sacramento de Dios". Más recientemente, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Su humanidad aparece así como el "sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conducía al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora» (CCE 515). Esta afirmación se completa con esta otra: «La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia» (CCE 774).
Entre los autores que comenzaron a aplicar el vocablo «sacramento» a Cristo y a la Iglesia, Otto Semmelroth desarrolló sobre todo lo que se refería a la Iglesia; pero lo decisivo para que se impusiera este punto a la atención de los teólogos fue que el Concilio Vaticano II lo recogiese. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Se dice «como», porque no es sacramento del mismo modo que lo son sus siete sacramentos, pero al mismo tiempo queda claro que es «signo e instrumento» de otra realidad salvadora e invisible: la unión con Dios y la unidad de todo el género humano. La Iglesia es instrumento y signo de ambas uniones: instrumento, porque se alcanzan por su actividad, y signo, porque se hacen visibles en y por la Iglesia.
La sacramentalidad de la Iglesia no hay que entenderla como separada de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, como si se tratase de realidades a las que remitiera como un trasunto de ellas, pero no fuesen constitutivas de la misma Iglesia. Al contrario es en la Iglesia donde se realiza la unidad con Dios en Cristo, que crea la auténtica unidad del género humano. La Iglesia no es sólo lo que externamente aparece, el conjunto visible de hombres que se dicen seguidores de Cristo, ni sólo la realidad invisible del Cuerpo místico de Cristo. Al contrario, el Concilio enseña: «La sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida por los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)» (LG 8). Entre los actos del servicio al Espíritu, los más característicos de la Iglesia como sacramento y los más eficaces para la citada unidad son los siete sacramentos.
3. La noción de sacramento referida a los sacramentos de la IglesiaEl concepto de sacramento al que llegaron los teólogos a mitad del siglo XII permitió reanudar con nuevo empuje la reflexión teológica sobre los sacramentos, en la que más que ningún otro se distinguió santo Tomás de Aquino (siglo XIII). En esa reflexión, se fija primero en lo más genérico de la definición de «sacramento», el ser signo de una cosa sagrada, y precisa que la cosa sagrada no hay que entenderla como santa en si misma, sino para los hombres, y más en concreto, como lo que hace santos a los hombres. El sacramento es un acontecimiento de santificación, que va más allá de la sola imagen o representación religiosa. La cosa sagrada de la que los sacramentos son signo es la gracia que santifica a los hombres y que santo Tomás ve como el efecto en nosotros del amor especial de Dios que nos introduce en su intimidad, es decir, la gracia que se injerta en el alma y la transforma íntimamente, de un modo tan radical que podemos hablar, como hace la Escritura, de nueva creación, regeneración, nueva vida, nueva relación de comunión con Dios.
Según santo Tomás, lo que prima en los sacramentos de la Iglesia respecto a la gracia santificante es que la causan, aunque sólo como instrumentos de Dios, pues Él es el único que la puede comunicar. Son instrumentos de santificación que, al mismo tiempo, nos la dan a conocer; de otro modo la ignoraríamos. Dios, por así decir, no ha elegido estos instrumentos al azar, sino adaptándose a la condición humana. Eleva al hombre y lo enriquece con el don de la gracia, manifestándole al mismo tiempo esa santificación interior por medio de cosas sensibles que la figuran. Si los sacramentos significan la gracia, es porque Dios actúa en ellos. Sin esa eficacia los gestos y palabras quedarían vacíos de significado.
En el siglo XVI, Lutero rechazó resueltamente que los sacramentos fueran signos eficaces de la gracia. Según él, la eficacia está en la fe, no en la acción sacramental; el sacramento ciertamente es signo, pero de la promesa divina de la justificación de los pecados por la fe. Considera la eficacia de los sacramentos de la misma naturaleza que la eficacia de la predicación, con la diferencia de que ésta es más común, pues se dirige a todos y cada uno la acoge a su modo, mientras que el sacramento es como la palabra de la promesa dirigida individualmente al que lo recibe.
La respuesta autorizada a Lutero y, en general, a los reformadores protestantes vino del Concilio de Trento. Por lo que atañe a la noción de sacramento, en un canon dogmático (6.0 sobre los sacramentos en general), el Concilio afirma primero su eficacia para dar la gracia: «Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no contienen la gracia que significan, o que no la dan a los que no ponen óbice [...] sea anatema». Luego, condena más directamente el concepto de sacramento como sólo signo, tanto en sentido luterano -«... como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida por la fe»-, como con una acepción aún más vacía de contenido -«... y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se distinguen entre los hombres los fieles de los infieles»-. En este último sentido se adivina el concepto de sacramento del reformador de Zurich, Zwinglio, que despojaba los sacramentos de todo valor salvador, negando incluso su utilidad para la fe: los sacramentos sólo servirían para que uno profese ante la Iglesia que es discípulo y soldado de Cristo.
El examen de la noción de sacramento pone la cuestión de su eficacia, y a ella se dedica un apartado específico del estudio de los sacramentos de la Iglesia. En cambio, sobre el sacramento en cuanto signo aún hay que decir aquí algo más. El signo es tal porque está en relación con lo significado -sea esto una cosa o un hecho- y hay un sujeto que conoce esa relación. Ésta puede ser de varias clases: de efecto a causa (el humo es signo del fuego; la limosna es signo de un espíritu misericordioso); de representación figurativa (la estatua es signo del personaje representado); puramente convencional (las señales de tráfico). SI no se conoce la relación entre el signo y lo significado, el signo permanece indescifrable y pierde su valor informativo, portador de conocimiento respecto al sujeto que lo percibe. Los sacramentos no son signos naturales de la gracia, pues por su naturaleza las palabras y gestos humanos y los elementos materiales que se usan en los sacramentos no hacen referencia a la gracia divina, no son ni su causa ni su efecto, ni tampoco su imagen o representación natural. Sólo la institución divina establece su referencia a la gracia, pues ningún ser sensible conduce de suyo al conocimiento de la gracia. Pero los sacramentos no son signos puramente convencionales: su significación es por semejanza, no del todo extraña a su sentido natural. Así, por ejemplo, el gesto de la ablución en el bautismo no es puramente convencional, sino que sirve para dar a conocer por cierta semejanza que el alma es purificada del pecado, que así como nuestra cabeza se mete bajo el agua y vuelve a salir de ella, de modo parecido somos hechos partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo, con Él somos sepultados y resucitados. Pero si no se hubiera dado la institución divina, ese gesto de ablución seria ajeno al misterio pascual de Cristo y no significaría nuestra participación en él.
En la teología de los sacramentos del siglo XX se ha llegado al convencimiento de la necesidad de atender no sólo al valor informativo del signo, sino también al valor simbólico del lenguaje sacramental. Signo y símbolo son dos valores distintos del lenguaje. En cuanto comunica información, el lenguaje es significativo: mediante la corporeidad del gesto, palabra, sonido, color, etc. conduce al interlocutor al conocimiento de lo que se le quiere comunicar. El lenguaje tiene además un valor simbólico, por cuanto implica un ámbito del que forman parte los interlocutores, que lo reconocen como propio. El lenguaje implica un ámbito social común, de naturaleza también cultural, que constituye parte de la herencia en la que cada uno de los miembros del grupo se reconoce a sí mismo. En algunas formas del lenguaje el valor simbólico supera en gran medida al valor significativo. Esto es frecuente en el lenguaje de gestos y actitudes. Piénsese, por ejemplo, en el valor simbólico de vestir un traje oscuro para asistir a un funeral. En otras culturas, en cambio, el traje oscuro puede carecer de ese valor simbólico. Por eso hay fórmulas con un significado muy reducido en sí mismas, pero con un rico contenido simbólico. Y al revés, a veces el lenguaje casi se reduce a transmitir información, con muy escasa carga simbólica, por ejemplo, las instrucciones de uso de una máquina.
Los sacramentos se componen de un lenguaje de gran densidad significativa y simbólica. Por medio de ellos los cristianos, a la vez que alcanzan el conocimiento de la acción divina santificadora en Cristo y de sus efectos salvadores, también se reconocen a si mismos como miembros de la comunidad eclesial. Lo que a un extraño puede parecer carente prácticamente de valor, para los fieles es un momento lleno de fuerza de comunión, de alegría por la común participación en el misterio de Cristo y por formar el Pueblo de Dios, preparado por el Pueblo de la antigua alianza. Por eso el lenguaje sacramental no proviene exclusivamente del Nuevo Testamento, sino que está enraizado en los signos del Antiguo Testamento, que ayudan a comprenderlo.
La Iglesia cree que los sacramentos de la Nueva Ley fueron todos instituidos por Jesucristo. Así lo definió el Concilio de Trento (canon 1.o sobre los sacramentos en general). Los reformadores protestantes creían en la institución por Cristo, pero sólo aceptaban que hubiese instituido el bautismo y la eucaristía. Por eso en dicho canon se reafirmó que lo fueron todos y se dio la lista: bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio.
La crítica histórica, que en el siglo XIX se desarrolló primero en el campo del protestantismo liberal y, después, pasó al campo católico dentro del movimiento modernista, se convirtió en negadora de cualquier atribución a Cristo del origen de los sacramentos de la Iglesia. Las teorías presentaban una notable variedad, pero todas coincidían en atribuir a las comunidades apostólicas o pos apostólicas el origen de los sacramentos; Jesús no habría tenido un propósito determinado de instituidos. Por eso, entre las tesis modernistas que condenó san Pío X (Decreto Lamentabili) figura ésta: «Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los apóstoles y sus sucesores, por persuadirlos y moverlos las circunstancias y acontecimientos, interpretaron cierta idea e intención de Cristo».
Jesucristo es el autor de los sacramentos, ante todo, en cuanto que es Dios, con un poder común a las tres divinas Personas. Sólo Dios puede ser la causa principal de los sacramentos, pues el don de mayor valor que por éstos se nos comunica es la gracia divina, que nos hace participes de su vida íntima. Por lo mismo sólo Él puede establecer el modo de dar la gracia y de qué medios se servirá para hacerlo.
El dogma católico sobre el origen de los sacramentos no comprende sólo la afirmación de su institución divina, sino más específicamente que Jesucristo es su autor, es decir, con actos en los que interviene su Humanidad santísima. Esto es así, en primer lugar, porque la eficacia de los sacramentos deriva de su pasión, muerte y resurrección y, además, porque Él mismo los estableció. Lo que quiere decir que en el origen de cada sacramento hay una especifica voluntad instituyente de Cristo antes de su ascensión al cielo. ¿Cómo se manifiesta? De diversos modos y no necesariamente en una única ocasión para cada sacramento. Respecto a algunos consta claramente en la Sagrada Escritura. En relación con la eucaristía esa voluntad se muestra tanto en la promesa que Jesús manifestó en la sinagoga de Cafarnaún (cf. Jn 6, 51-58), como en la última cena. Con respecto al bautismo, además del anuncio que el Señor hace a Nicodemo (cf. Jn 3, 3-8), su voluntad es patente en el mandato de bautizar al final de los evangelios de Mateo y Marcos. Como también se manifiesta, respecto a la penitencia, cuando al atardecer del día de su resurrección dio a los discípulos el poder de perdonar y de retener los pecados, y así lo ha entendido la Iglesia (cf. Concilio de Trento, canon 3.0 sobre el sacramento de la penitencia). Por lo que se refiere a los otros cuatro sacramentos, para conocer adecuadamente la voluntad de Cristo hemos de recurrir no sólo a la Sagrada Escritura, sino también a la Tradición de la Iglesia. De todas formas, no faltan indicaciones bíblicas sobre esa voluntad: directas, sobre la confirmación, con la promesa de la venida del Espíritu Santo, que se cumplió en Pentecostés, y sobre el orden, con la elección y formación de los Doce, los poderes que les otorga respecto a los sacramentos y la misión que les da de anunciar el Evangelio y guiar la comunidad de los discípulos; e indirectas, por la manera en que se habla del matrimonio de los cristianos y de la unción de los enfermos, respectivamente, en Ef 5, 22-32 y St 5, 14-15.
Hace algunas décadas Karl Rahner propuso un nuevo modo de comprender la institución de los sacramentos por Cristo: no sería necesaria una específica voluntad instituyente de Jesucristo, sino que bastaría el simple hecho de que fundara la Iglesia con su carácter de protosacramento. Luego, la Iglesia experimentaría que determinadas acciones suyas, por su naturaleza misma, son realizaciones fundamentales y absolutas de su propio ser y que son, por consiguiente, lo que llamamos sacramentos. En realidad con esta teoría sólo se explica cómo la Iglesia ha tomado plena conciencia de cuáles y qué son los sacramentos. Si la explicación se limitase a esto, seria justa. Pero queda en el aire la pregunta: ¿por qué la Iglesia efectúa, desde los primeros tiempos de su existencia, estas acciones litúrgicas, estas realizaciones tan fundamentales para ella? ¿Cuál es su origen?: ¿un querer explícito de Jesucristo?, ¿la iniciativa espontánea y poco intencionada de una comunidad?, ¿la iniciativa de un eclesiástico? La respuesta afirmativa a una de las dos últimas alternativas sería incompatible con el dogma tridentino, a no ser que se afirmara de palabra, pero vacío de contenido. De hecho coincidiría en la práctica con la citada tesis condenada por el decreto Lamentabili.
El hecho de que los sacramentos provengan de un querer de Cristo, pone la cuestión de hasta qué punto determinó el Señor los elementos que los componen. Los más importantes de ellos son los efectos salvíficos: la gracia santificante, con las virtudes teologales, y el carácter sacramental. Cristo mismo ha determinado todos estos frutos de los sacramentos y ninguna autoridad en la Iglesia puede hacer que, a partir de cierto momento, sean otros. La cuestión se extiende también a los elementos externos del signo sacramental, incluidos el ministro que lo realiza y el sujeto que lo recibe. ¿Los ha determinado completamente Jesucristo, o ha dejado a la Iglesia un margen de intervención? Al respecto el Concilio de Trento enunció este principio: «Perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir o mudaren la administración de los sacramentos, salva la sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de los mismos sacramentos" (Doctrina sobre la comunión bajo ambas especies y la comunión de los párvulos, cap. 2). Hay un límite preciso: la Iglesia debe respetar la sustancia de los sacramentos. Los teólogos disputaban sobre cómo entenderla. Pío XII lo aclaró: «Ningún poder compete a la Iglesia sobre "la sustancia de los sacramentos", es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la divina revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental» (Constitución apostólica Sacramentum Ordinis, 30.X1.1947). Al considerar cada uno de los sacramentos hay que atender bien a este principio.
El Concilio de Trento, cuando definió la institución de todos los sacramentos por Cristo, enumeró los siete, pero no era la primera vez que el magisterio solemne conciliar daba esa lista: ya lo hablan hecho los concilios II de Lyon (1274) y de Florencia (1439). La Iglesia necesita todos los sacramentos y en ningún momento de su historia puede prescindir de alguno de ellos, como si se hubiera hecho superfluo. Y los necesita para la salvación, es decir, para el fin principal para el que existe la Iglesia, como enseñó el mismo Concilio de Trento (canon 4.0 sobre los sacramentos en general). Naturalmente no todos son necesarios del mismo modo.
El conjunto de los sacramentos aparece ordenado, con la eucaristía como vértice al que los demás se orientan. La razón es clara: en el misterio eucarístico se concentra la presencia sustancial y operativa de Jesucristo en la Iglesia. En su celebración la obra de la redención realizada por Cristo en el Calvario supera las barreras de espacio y tiempo, alcanzando a cada generación cristiana en todo lugar, y los fieles se alimentan del Cuerpo de Cristo recibiéndolo en la sagrada comunión. Toda la eficacia salvadora de los demás sacramentos deriva del misterio contenido en éste, que lleva a perfección la unión con Cristo que ellos han realizado.
El conjunto de los sacramentos no sólo aparece centrado en la eucaristía, sino además con un orden entre ellos. Según santo Tomás, ese orden corresponde al modo como se perfecciona la vida espiritual del cristiano, que presenta cierto paralelismo con lo que sucede en la vida natural. Efectivamente, en la vida espiritual hay nacimiento (bautismo), crecimiento (confirmación), y nutrición (eucaristía), como también curación de la enfermedad del pecado (penitencia) y consiguiente eliminación de los restos del pecado, preparándose así para la gloria eterna (unción de los enfermos). El paralelismo se extiende a la dimensión social del hombre, pues en la comunidad de la Iglesia existe el sacramento del orden, que permite ejercer públicamente el sacerdocio, y el del matrimonio, que permite realizar espiritualmente lo necesario para la procreación y educación de los hijos.
Desde una perspectiva eclesiológica el conjunto de los sacramentos presenta una espléndida armonía, puesta de relieve por el Concilio (LG 11). La Iglesia se construye, primeramente, con la incorporación de nuevos miembros a ella, en dos fases sucesivas (bautismo y confirmación): una incorporación que los convierte en miembros activos, instrumentos de Cristo en la obra de la glorificación de Dios y de la salvación del género humano. Luego, la iglesia se realiza, vive y crece principalmente en la eucaristía, ya que cada vez que el sacrificio de la cruz se celebra en el altar se efectúa la obra de nuestra redención y se manifiesta y realiza la unidad de la Iglesia. El pecado, que también prende en los miembros de la Iglesia y es germen de disgregación, por cuanto, además de ser ofensa a Dios, hiere a la Iglesia, es vencido mediante el sacramento de la penitencia, que repara esa ofensa y cura tal herida. La Iglesia se enfrenta también con la enfermedad, que conduce a la muerte y es una de las consecuencias del pecado original. Con el sacramento de la unción de los enfermos ayuda a los fieles a convertir la enfermedad en medio de unión con Dios, de participación en la cruz de Cristo y de edificación de la Iglesia. Por el sacramento del orden se instituyen los que apacientan la Iglesia en nombre de Cristo con la palabra y la gracia de Dios, y de este modo se perpetúa en la Iglesia la misión pastoral que Cristo confió a los apóstoles. Por el sacramento del matrimonio los esposos cristianos participan y son signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia. De este sacramento procede la familia cristiana, que es como una Iglesia doméstica. Así, pues, los sacramentos construyen la Iglesia, que vive de ellos y en ellos se muestra como sacramento universal de salvación.
Para una cabal comprensión de los sacramentos es preciso verlos como momentos de la historia de la salvación, pues son memorial, actualización y profecía. El ser memorial no se reduce a puro recuerdo de la Pascua de Cristo, sino que ésta se hace actual a través del sacramento por la acción del Espíritu Santo. Por esto mismo también significan los acontecimientos de salvación anteriores a Cristo que se orientaban a Él. Y la santificación actual que se realiza mediante los sacramentos se encamina, siendo ya un anticipo, a su pleno cumplimiento en la gloria eterna; de ahí que los sacramentos sean también signos proféticos de la gloria venidera. Pertenecen al tiempo presente de la Iglesia y anuncian la consumación final, donde no habrá sacramentos, pues la visión cara a cara sustituirá el régimen de los signos y de la fe: «Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara» (1Co 13, 12).
La inserción actual en el misterio de Cristo por los sacramentos Implica que los fieles no son sólo santificados, sino que también participan en el movimiento de alabanza y agradecimiento a Dios que lleva a cabo Cristo sumo Sacerdote. La celebración de un sacramento, por el hecho mismo de realizarla, glorifica al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, porque se reconoce que Dios es la fuente de todo bien y se le agradece la obra de salvación efectuada según su eterno designio salvador; ejecutado con las misiones del Hijo y del Espíritu Santo.
Además de lo señalado más arriba sobre la noción de signo, hay que añadir ahora que, según el Concilio de Florencia, todo sacramento se realiza con cosas sensibles y palabras. Las cosas sensibles son tanto los elementos materiales (agua, aceite, pan, vino) como las acciones sensibles, sean las relativas al uso de tales elementos (ablución, unción, etc.), sean acciones de otro tipo, como la imposición de las manos, la confesión de los pecados, etc. Las palabras que forman parte del signo sacramental son las que pronuncia el ministro al realizar el sacramento. Todo esto quiere decir que hay como una ley estructural del signo de los sacramentos de la Iglesia, que no se daba en los sacramentos de la Antigua Ley, muchos de los cuales se efectuaban sin tener que decir determinadas palabras. Lo que sucede actualmente corresponde a la perfección propia de la economía de la salvación después de Cristo. La significación en la Nueva Ley es mucho más precisa, porque no se trata, como en la Antigua Ley, de anunciar la futura santificación por obra de Cristo, sino de significar la efectiva santificación actual en virtud de la redención realizada ya por Él. Pues bien, con las palabras del signo sacramental la significación resulta determinada: en cambio, con sólo gestos y acciones la significación seria aún genérica e imprecisa.
Ya en la primera mitad del siglo XII los teólogos se habían percatado de esta constitución bimembre del signo sacramental. Entonces se empezó a generalizar la terminología de «materia», para designar las cosas sensibles, y «forma», en el sentido de fórmula, para referirse a las palabras. Casi un siglo después, cuando la filosofía aristotélica se había introducido en las universidades, los teólogos empezaron a comparar la composición del signo sacramental con la de las sustancias materiales en materia y forma. Santo Tomás se sirve de esa comparación para poner de relieve la unidad del signo sacramental y la relación en él entre la cosas sensibles y las palabras. En el sacramento las cosas son materiales, y las palabras, formales, entendiendo por «formal» lo que completa y perfecciona, pues con las palabras el sacramento es signo y causa de la gracia de modo completo. Así como la materia y la forma componen una única sustancia material y, si cambian, la sustancia no es la misma, sino otra; de modo semejante, las cosas sensibles y las palabras sacramentales forman un solo signo y una sola causa de los efectos del sacramento, y no pueden cambiarse, pues entonces ya no habría sacramento.
La celebración de los sacramentos no se limita ordinariamente a realizar los elementos esenciales imprescindibles que acabamos de ver. Esto podrá suceder en casos de urgente peligro de muerte, pero lo ordinario será que la celebración litúrgica comprenda más elementos, establecidos por la Iglesia con vistas al fin de los sacramentos, pues «están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios» (SC 59a).
«Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras» (CCE 1153). En la obra de santificación de los sacramentos se entrecruzan la acción divina y la respuesta humana, que radicalmente es una respuesta de fe y de conversión de corazón. Por eso en la celebración se da un espacio importante a la proclamación de la Palabra de Dios por medio de las lecturas bíblicas, a las que frecuentemente sigue la homilía, que favorece la respuesta de fe y dispone a recibir con fruto los sacramentos y a vivir después de acuerdo con la nueva vida en Cristo. La respuesta de fe de la Iglesia comporta, además, la alabanza de la Trinidad Beatísima, que se expresa en la acción de gracias, himnos, salmos, cantos, aclamaciones. Otra dimensión de la liturgia sacramental es el «hacer memoria» de las maravillas de Dios, de sus bendiciones a lo largo de la historia de la salvación, sobre todo en el misterio pascual, que se pone en acto y se hace presente por el sacramento; especialmente en la proclamación de la Palabra y en muchas de las oraciones de la liturgia. A ella se suma la epiclesis (invocación), que es la súplica de la Iglesia dirigida a Dios Padre para que otorgue sus bendiciones: primera de todas, la donación del Espíritu Santificador; pero también pide los dones de gracia de los sacramentos y ruega por las necesidades de los fieles, de toda la Iglesia y del mundo entero.
Fijarse en la celebración de los sacramentos, con toda la riqueza de contenido de la liturgia sacramental, es vía eficaz para mejor adentrarse en su comprensión; como se nota en las catequesis de los Padres centradas en los misterios, o sea, en los ritos sacramentales, y por eso llamadas mistagógicas.
Por medio de los sacramentos se comunica la gracia santificante y esto los define; pero, aun así, no hemos de considerar este aspecto en primer lugar, porque por medio de ellos se obtiene algo aún más precioso, el don del mismo Santificador, el Espíritu Santo. Éste es su primer contenido salvífico.
a) La donación del Espíritu Santo«Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo» (CCE 739). Lo decía san Pedro a propósito del bautismo el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 38). Y con otras palabras la carta a Tito: Dios «nos salvó [...] según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3, 5-6). También la imposición de las manos de los apóstoles que forma parte de la iniciación cristiana lleva a la donación del Espíritu Santo (cf. Hch 8, 15-17; Hch 19, 6). Sobre todo es la tradición, atestiguada especialmente por la liturgia, la que permite formular en términos generales la doctrina de la donación del Espíritu Santo por los sacramentos.
Jesús resucitado es donador del Espíritu Santo y así se muestra como Señor y Mesías. Al hacernos participes de su misterio pascual nos da el regalo de su Espíritu. ¿Pero cómo hay que entender la donación del Espíritu Santo? ¿Cómo es posible que Dios sea recibido como don y, por tanto, poseído? Santo Tomás explica la donación de las Personas divinas a los fieles del mismo modo que explica su inhabitación en ellos, de la que habla la Sagrada Escritura (cf. Jn 14, 23; 1Co 3, 16). La Trinidad, que está presente en todas las criaturas con su presencia de inmensidad, pone su morada en el alma de los fieles con un modo especial de presencia por el que los une a sí misma en cuanto se hace conocer y amar por ellos, no como objeto lejano, sino en lo más íntimo de ellos. Mora de un modo familiar, y ellos poseen a las Personas divinas por cuanto pueden gozar de Ellas en una conversación entrañable y deliciosa.
Otra pregunta surge aún sobre la donación del Espíritu Santo, pues los sacramentos son variados, y algunos, como la eucaristía y la penitencia, se reciben repetidamente. ¿Cómo se da el Espíritu Santo que ya mora en el alma? San Fulgencio de Ruspe (siglo VI) se preguntaba esto mismo. Su respuesta era que el Espíritu Santo viene a nosotros mediante la entrega de un don suyo, es decir, concediendo o aumentando la gracia y la caridad. Por ese aumento crece nuestra posesión del Espíritu y a la vez nos hacemos más suyos.
b) La gracia sacramentalTodos los sacramentos nos hacen gratos a Dios, amados de Él, nos insertan en el misterio de Cristo, haciéndonos participar de su vida. Por eso se dice que nos santifican, con una santidad que es gracia porque es gratuita -sin mérito nuestro- y porque nos hace gratos a Dios. Es lo que se llama gracia santificante. Y a ella, que perfecciona lo más profundo e intimo de nuestro ser, se unen las virtudes teologales, que perfeccionan la inteligencia y la voluntad, para creer en Dios, esperar en Él y amarlo.
El que los sacramentos sean siete, no intercambiables, pues cada uno tiene una finalidad propia, lleva a concluir que hay algo específico en la gracia que cada uno comunica, por lo que se habla de gracia sacramental propia de cada sacramento. De ahí la cuestión teológica sobre qué añade la gracia sacramental a la gracia santificante común a todos los sacramentos. El primer teólogo que dio una respuesta, Alejandro de Hales (siglo XIII), intuyó que lo especifico de la gracia sacramental es una particular semejanza a Jesucristo en su misterio pascual, en un aspecto u otro, según de qué sacramento se trate.
Otros teólogos se fijaron en la necesidad de remediar, mediante los sacramentos, lo destrozos causados en el hombre por los pecados, tanto el original como los personales. La gracia sacramental corrige aspectos concretos de esos daños, según la finalidad de cada sacramento. Esta visión de la gracia sacramental se completa con la anterior, pues a medida que la configuración con Cristo se hace más intensa se reintegra progresivamente la armonía interior del cristiano, perdida por el primer pecado: es una obra de saneamiento interior, que alcanzará su remate sólo en la resurrección final de los cuerpos, cuando no sólo se recuperará completamente la integridad primera en la que fueron creados Adán y Eva, sino que será absorbida en la mayor perfección y gloria del cuerpo glorioso.
Hay que añadir también otro aspecto de la gracia sacramental, puesto de relieve por el cardenal Cayetano (siglo XVI) y otros teólogos después de él: cada sacramento garantiza, junto con la gracia santificante, el auxilio divino de luces e impulsos interiores (las llamadas gracias actuales), que mueven al hombre y lo sostienen en su obrar como hijo de Dios, radicado en la gracia santificante; un auxilio ordenado a la obtención del fin del sacramento.
c) El carácter sacramentalTres sacramentos no se repiten nunca a la misma persona: el bautismo, la confirmación y el orden. El sujeto que recibe uno de ellos queda de tal manera señalado que, aunque peque y pierda la gracia santificante, permanece en una condición radicalmente distinta de la que tenía antes de recibir el sacramento. Estrictamente hablando, los cristianos lo son para siempre, como también los sacerdotes y obispos. Este efecto interior, señal espiritual que dejan esos tres sacramentos en quien los recibe, es lo que se llama carácter sacramental. Se trata de un dogma de fe definido por el Concilio de Trento.
Es en la tradición de la Iglesia donde esta verdad ha adquirido un contorno preciso. De todas formas, la reflexión sobre el rasgo definitivo de la condición cristiana ha encontrado un apoyo en las referencias bíblicas de que los fieles han recibido una marca divina, y sobre ella insisten los Padres de la Iglesia. Fue sobre todo san Agustín el que, en polémica con la herejía donatista, distinguió con mayor precisión el efecto de gracia del bautismo, que puede no darse o perderse por indisposición del sujeto, de otro efecto permanente por el que este sacramento no se repite cuando el sujeto se convierte y viene a la Iglesia. Consideraba sobre todo la falta de comunión con la Iglesia de los que se bautizaban en sectas heréticas o cismáticas, especialmente entre los donatistas. Él mismo extiende esta doctrina a la confirmación y al orden.
Santo Tomás tiene una doctrina muy completa sobre el carácter, que se ha hecho clásica entre los teólogos. El carácter sacramental es signo de una especial pertenencia del cristiano a Cristo y a la Iglesia, sea como miembro activo, sea como miembro dedicado al ministerio apostólico. Esto es así, porque el carácter es una imagen de Cristo en el alma, concretamente, de Cristo sumo y eterno Sacerdote; y no sólo lo es el carácter del orden, sino también lo son los del bautismo y de la confirmación, pues todos los cristianos forman «un sacerdocio santo [...] comunidad sacerdotal regia» (1P 2, 5.9). Son modos distintos de participar del mismo sacerdocio de Jesucristo, como enseña el Concilio Vaticano II: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). El carácter es pues un principio operativo para servir como instrumento a Cristo en el ejercicio de su sacerdocio eterno; implica, por tanto, además de pertenencia a Cristo, una misión que realizar.
Varios Padres de la Iglesia, al referirse a la marca divina que reciben los bautizados, la presentan como un sello del Espíritu Santo. Esto ayuda a entender el enlace estrecho entre gracia y carácter. El sello del Espíritu Santo, que hace partícipe al cristiano del sacerdocio de Cristo, lo dispone a recibir al mismo Espíritu como morador en él mediante la gracia y la caridad y como el que obra en él la peculiar conformación a Cristo de la gracia sacramental. Si la voluntad pecaminosa del hombre impide la inhabitación del Espíritu Santo, se trata siempre de una situación anómala, aunque por desgracia frecuente, y el carácter mismo constituye una llamada continua a quitar mediante la conversión ese impedimento.
¿De qué manera comunican los sacramentos su efecto salvífico? El Concilio de Trento ha dado una primera respuesta de fe: por medio de los sacramentos se confiere la gracia ex opere operato (canon 8.0 sobre los sacramentos en general). La definió contra el error de los reformadores protestantes de que bastaba la sola fe en la promesa divina para conseguir la gracia. La expresión ex opere operato, acuñada por los teólogos medievales, tenía un sentido bien determinado. El opus operatum (obra realizada) es el signo sacramental correctamente realizado en conformidad con la intención de la Iglesia, con la materia y la forma debidas. Que los sacramentos confieran la gracia ex opere operato significa que la dan por virtud recibida de Dios: la gracia no proviene de las disposiciones de fe y devoción del ministro y del sujeto, aunque las buenas disposiciones del sujeto sean necesarias para acogerla, pero la fuente de la gracia no está en él; la fuente de la grada es Cristo, y los sacramentos son como los canales que la conducen a nosotros.
Esta doctrina no quita importancia a la fe, como si se tratara de un automatismo con acciones mecánicamente realizadas. Al contrario, es tradicional en la Iglesia llamar a los sacramentos «sacramentos de la fe». En primer lugar lo son de la fe de la Iglesia. Los gestos y palabras que componen el signo sacramental son actividad creyente y expresan lo que la Iglesia cree. La simple materialidad de unos gestos y palabras determinados no hace que haya un sacramento: son gestos y palabras de la Iglesia que cree y que por eso mismo enlaza el signo con lo significado, con el misterio pascual, fuente de la que mana toda la fuerza santificadora del sacramento.
También son sacramentos de la fe del sujeto que participa en ellos. Santo Tomás explica que el contacto entre la pasión de Cristo y el sujeto se realiza por medio de la fe y del sacramento. Por medio del sacramento, porque los actos salvíficos de Jesús (el misterio pascual) se prologan por el sacramento y tocan, por así decir, a la persona. A ese movimiento de Cristo hacia el fiel cristiano corresponde otro movimiento de éste hacia Cristo: toca a Cristo con el conocimiento y el amor, con la fe y la caridad. Este movimiento del alma hacia Jesucristo es efecto de la gracia que Él nos infunde mediante el sacramento.
Para captar la eficacia de los sacramentos, además de considerar la acción sacramental en sí misma como acción de la Iglesia y actividad de fe, es preciso ir más a fondo y considerar la actividad del Espíritu Santo en ellos, pues «desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia» (CCE 1152). Es una acción común con el Padre y el Hijo, pues «se realiza por los Tres, sin que sea triple» (san Gregorio Niseno), pero se atribuye al Espíritu Santo porque los efectos sacramentales son dones gratuitos de la Trinidad que nos ama, y es propio del Espíritu Santo ser el Don divino procedente del Padre y del Hijo como su recíproco Amor. Los sacramentos son una prolongación de las acciones salvadoras de la humanidad de Cristo, que, al ser asumida en la Persona del Hijo, recibió también la plenitud del Amor divino procedente del Padre y del Hijo, esto es, el Espíritu Santo. Son, pues, acciones que tienen la fuerza del Espíritu. Los sacramentos, que participan de la virtud santificadora de las acciones de Jesucristo, justo por eso son eficaces por el poder del Espíritu.
Así pues, la causa adecuada de los efectos sacramentales es la Trinidad Santísima, pero queda aún por responder a la pregunta si los sacramentos, en cuanto acciones humanas, son sólo ocasiones de que Dios actúe o tienen algún influjo causal respecto a tales efectos. La gran mayoría de los teólogos desde el siglo XIII hasta el XX han visto ese influjo causal como continuación de la causalidad salvadora de la humanidad de Cristo. Santo Tomás explica esta causalidad, de una parte, como moral, pues Cristo ha pedido al Padre todas las gracias que da a los hombres, las ha merecido, ha ofrecido un sacrificio perfecto y ha satisfecho sobreabundantemente por todos los pecados del género humano. Pero santo Tomás va más allá y ve en las acciones salvadoras de la humanidad de Cristo un verdadero influjo eficiente, pues el Verbo divino se sirve de la operación de la naturaleza humana como de la operación de su instrumento. Pues bien, los sacramentos participan de este influjo eficiente y prolongan hasta nosotros la virtualidad operativa de las acciones de la humanidad de Jesucristo. La acción sacramental (gestos, palabras), que percibe el sujeto que recibe el sacramento, en sí misma tiene cierta eficacia humana, la propia de los signos, pero es completamente inadecuada para infundir la gracia e imprimir el carácter sacramental, pues sólo Dios puede penetrar en lo más íntimo de nuestro ser y transformarnos a la nueva vida de hijos suyos, configurados con Cristo. Pero Dios, al servirse de la acción sacramental, le comunica esa fuerza operativa por la que el sacramento influye eficientemente en los efectos sacramentales. No todos los teólogos coinciden con santo Tomás en estas explicaciones. Hay toda una línea teológica que sólo ve una causalidad moral tanto de la humanidad de Cristo como de los sacramentos (mérito y oración), y no habla de un influjo eficiente instrumental.
En el siglo XX varios teólogos han buscado otras explicaciones en la línea de la causalidad simbólica. Cabe destacar sobre todo a tres autores. Según Odo Casel, el misterio de Cristo (encarnación, pasión, resurrección y ascensión), que se realizó en Él según una verdad plena, histórica y sustancial, se realiza en nosotros en formas simbólicas (los sacramentos), que no son simplemente imágenes exteriores, sino que, al contrario, están animadas con la nueva vida que Cristo nos ha obtenido, porque en ellas se hace presente la misma acción salvadora de Cristo. No hay un influjo operativo de las acciones sacramentales, sino que la obra salvadora se nos hace así presente de tal manera que podemos entrar en ella y hacerla algo nuestro. Casel ha contribuido a una toma de conciencia de la presencia de las acciones salvadoras de Cristo en el hoy de la celebración del sacramento, pero deja sin explicar de qué manera se nos comunica la gracia, si no hay un influjo operativo de las acciones sacramentales.
Según Edward Schillebeeckx, los sacramentos deben considerarse menos como un lazo entre el sacrificio históricamente pasado de la cruz y nuestro mundo actual, que como un lazo entre el Cristo que está ahora vivo en el cielo y nuestro mundo en el hoy de la celebración. El modo de eficacia de los sacramentos es doble: como impetración infalible de Cristo y de la Iglesia, y como causalidad simbólica instrumental. No es que se atribuya al signo una eficacia real, sino que el don de la gracia se hace visible en el acto humano del ministro de la Iglesia. De este modo se llega a un encuentro con Cristo glorioso, que ofrece al hombre su acto de amor, con un ofrecimiento que penetra hasta lo más profundo de su libertad, como invitación que alcanza infaliblemente su objetivo, pues Dios lo eleva interiormente a un nivel ontológico superior. El encuentro es así obra de la gracia e implica la respuesta personal del hombre, que es en sí misma gracia. La principal objeción a esta teoría es que establece una ruptura entre las acciones históricas de Jesucristo y los sacramentos.
Karl Rahner explica la causalidad de los sacramentos partiendo de que son signos y les asigna la causalidad del «símbolo esencial», que describe como «esa manifestación y tangibilidad histórica, espacial y temporal, en la que un ser, al ponerse de manifiesto, se anuncia, y al anunciarse se pone presente, originando esta manifestación que es realmente distinta de él» (Iglesia y sacramentos, Barcelona 1964, 40). Aplicándolo a la causalidad de los sacramentos, esto quiere decir que el signo sacramental es causa de la gracia en cuanto que la gracia se da al manifestarse. Para entender y valorar esta explicación es preciso saber qué es la gracia en quien la recibe. Rahner la presenta como la oferta eficaz (escatológicamente victoriosa) de la salvación realizada por Dios en Cristo, la cual aparece y se expresa en la Iglesia. Se diría que permanece externa al sujeto, no siendo más que la palabra ofrecida, hecha gracia en cuanto perceptible, experimentada: realizar el signo sacramental implicaría que se acoge la gracia, esto es, la llamada salvadora de Dios al hombre. Si esto es así, permanecemos encerrados en el ámbito del lenguaje simbólico, como si la realidad no fuera otra cosa que lenguaje. Louis-Marie Chauvet afirma expresamente la reducción de la realidad a lenguaje, al explicar la operatividad de los sacramentos, y apela a Rahner, aunque su teoría no es propiamente rahneriana. Presenta los sacramentos como «expresiones simbólicas operantes». El operador sacramental actúa sólo simbólicamente: lo que sucede no pertenece al orden físico, o moral, o metafísico, sino al orden simbólico; y este orden es el más real. Llegados a este punto, nos encontramos con una explicación teológica incompatible con las enseñanzas del Magisterio. Mejor atenerse a una explicación, como la de santo Tomás, que mantenga la afirmación del Catecismo de la Iglesia Católica: «... siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él» (n. 1128).
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A. Miralles
Solemos entender por salvación el rescate de una situación adversa que afecta a los aspectos fundamentales de la existencia humana. La experiencia constante de la humanidad enseña que la condición humana se halla sujeta al mal y al dolor, que hacen problemática la vida temporal y amenazan la futura, a la vez que impiden la plenitud que el hombre y la mujer desean. Esta experiencia universal ha sido el punto de partida de concepciones y enseñanzas religiosas que tratan de interpretar la existencia humana como una totalidad, cuyo sentido debe buscarse en una vida terrena que desemboca en el más allá definitivo. Salvación y destino humano son cuestiones hondamente relacionadas.
Salvación es una palabra que se puede usar con diferentes sentidos. Incluyen salud física, consecución de una gran meta espiritual, liberación nacional, justicia social, etc. Los israelitas entendían que Dios habla sido su salvación cuando los rescató de la servidumbre de los egipcios y destruyó a sus enemigos.
Según la tradición cristiana, la salvación trasciende todos los objetivos mencionados, aunque los incluye de alguna manera. Consiste esencialmente en la comunión con Dios, lograda mediante la aceptación y recepción de los dones divinos.
La cultura moderna hace propuestas divergentes acerca de la salvación. El pensamiento secularizado suele partir de la incapacidad básica del hombre para explicar su vida y su historia de modo optimista. La dimensión salvífica aparece entonces en el marco y en el horizonte de la liberación respecto de lo negativo y de las fuerzas centrifugas que comprometen la existencia humana. La visión laicista del hombre y del mundo plantean la salvación al margen de concepciones religiosas, como un proceso en el que la personalidad humana ha de conseguir con sus propias energías el equilibrio de sus potencias anímicas y físicas, y la serenidad ante un destino desconocido.
Algunos piensan que el hombre no necesita salvación. Él habría provocado sus problemas y él mismo estarla en condiciones de solucionarlos. Esta es la mentalidad moderna que confía absolutamente en la ciencia, la técnica, la política, la economía, etc., como vías para resolver todas las dificultades del individuo y de la sociedad.
El pensamiento cristiano afirma al ser humano. Pero tiene muy en cuenta las implicaciones contenidas en la dramaticidad de la existencia, y la insidia permanente de la angustia y de la nada.
La salvación no se alza, sin embargo, sobre las ruinas de la persona, y la trascendencia de Dios, lejos de hacer competencia a la criatura, es la condición de posibilidad de ésta y de su plenitud. Porque el hombre y la mujer han sido hechos para amar y ser amados, y para establecer en Dios una relación de solidaridad con el resto de los seres humanos y con el entero universo.
Salvación viene etimológicamente de la raíz latina salvus (sano, bueno, intacto) y da origen a los verbos salveo (estar bueno, sano, tener salud) y salvo (salvar, liberar). De aquí derivan, además, otros dos sustantivos: salus (salud) y salvatio (salvación).
Si algún término caracteriza al cristianismo, y a Jesucristo, como realidades distintivas y centrales, son las palabras «Salvación y Salvador». Y sin embargo, paradójicamente son términos difíciles de traducir y de hacer comprensibles al hombre y mujer de nuestro tiempo. Se ha hablado incluso de un cierto malestar contemporáneo ante dichos términos (cf. H. Küng, G. Morel, J. Pohier, etc.). Y frente al cristianismo se contraponen ofertas salvíficas inmanentistas (como New Age) y otras de matiz y sensibilidad religiosa muy diferente del cristianismo (ejem. religiones orientales).
Es clásica la triple división de H. Rousseau (Les religions, Paris 1971, 69) en cuanto al resumen de contenidos de las ofertas salvíficas que han ofrecido las religiones a lo largo de la historia: «salvación del cosmos» (antiguas religiones mesopotámicas y de Asia Menor), «liberación del tiempo cíclico» (religiones asiáticas) y «participación en la vida divina» (religiones monoteístas). En cualquier caso, en las religiones, la búsqueda de salvación se sitúa en un horizonte atrayente y de plenitud frente a la insatisfacción, en diverso grado, del estado presente.
Dejando otras acepciones seculares como definición de lo que significa salvación nos puede servir la expresada por I. Iammarrone: «Por salvación puede entenderse el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas ramificaciones de su existencia» (cf. «Salvación», en Diccionario Teológico Enciclopédico (1993) 878).
Otros autores contemporáneos prefieren traducir el término por «liberación» (cf. L. Boff, Gracia y liberación del hombre, Madrid 1978). Y, la mayoría, prefiere hablar de plenitud: plenitud de identificación (A. Henschel, J.H. Walgrave), plenitud de comunión (Ch. Moeller), plenitud de libertad (G. Gutiérrez), o plenitud de sentido (P. Ricoeur).
En resumen, el término salvación, en la más pura tradición bíblica, parece hundir sus raíces antropológicas en las dos acepciones más arriba señaladas: liberación de la enfermedad -y por lo mismo, salvación equivale a recobrar la salud- y anulación de la opresión y esclavitud, traduciéndose por la realidad de libertad. Estas dos connotaciones remiten a dos caras de una misma realidad: la de una situación negativa y de desgracia, y una positiva en cuanto adquisición de un bien decisivo (cf. B. Sesboüé, Jesucristo el único mediador, Salamanca 1990, 24-26).
Y, desde ámbitos creyentes, salvación se traduce también en un reto: verificar que la comunidad cristiana es «sacramento de salvación» con el testimonio coherente de una vida de fe, esperanza y caridad, y con las obras del Reino.
Los términos más adecuados para expresar la realidad de salvación parecen ser vasa y «jsk» (yesu'a), que indican la acción de Dios que «libera de los enemigos», «crea espacios de libertad», «ayuda y cura». Les corresponderían en la versión griega de los Setenta sozo o sotería, y sodsein, y que aparecen en el Nuevo Testamento más de cien veces. Más allá de la terminología, la experiencia que tiene el Pueblo de Israel de la salvación se puede resumir en la experiencia fundamental y básica de la liberación de la esclavitud de Egipto. Yahwéh es un Dios salvador, que libera a las personas: a Noé del diluvio (Gn 7, 23; Sb 10, 4), a Moisés de Egipto (Ex), a David dándole la victoria sobre sus enemigos (2S 8, 6-14; 2S 23, 10-12). Y, por supuesto, libera al Pueblo elegido (Dt 5, 15). A partir de aquí, según se repite en el Deuteronomio, la fidelidad a la alianza es el presupuesto y el condicionante para una vida plenamente realizada, tanto a nivel personal como colectivo. Precisamente los profetas achacan a la infidelidad la causa de la pérdida de felicidad. El arrepentimiento, la conversión, y la penitencia vuelven a aportar la salvación de Dios. El matiz principal en el Antiguo Testamento es la Iniciativa y protagonismo de Dios.
En resumen, en el Antiguo Testamento se invoca a Yahwéh como salvador en todos los aspectos críticos de la existencia (guerra, cautiverio, enfermedad, angustia, muerte, etc). Incluso Yahwéh, como se refleja en los Salmos, viene en ayuda de los justos de forma personal cuando son amenazados por los enemigos o por las tribulaciones de la vida (Sal 107, 13; Sal 109, 31, etc.).
Después del exilio la idea de salvación se une a la espera mesiánica El Mesías será el promotor de la fase definitiva de la historia, donde se abolirán todos los males (Is 11, 10; Jr 31, 31-34; Ez 37, 21-28). Los profetas harán hincapié en esta salvación mesiánica en la que «estará a salvo Judá y vivirá seguro Israel» (Jr 23, 6; Ez 34, 22; Jl 3, 5).
Con el género apocalíptico, la salvación plena se remite a la metahistoria, y la felicidad se entiende como una plenitud total (Is 43, 5-7; Jr 31, 7; Jr 46, 27). Gracias al Pueblo de Israel, todos los pueblos obtendrán la salvación (Is 45, 22; 49, 6). Jerusalén y su templo se convierten en signo de la promesa. La salvación, en esta perspectiva, se ha purificado y ampliado en aras de una visión más universal y espiritual. Filón de Alejandría, influido por el helenismo-gnosticismo, espiritualiza aún más la concepción de salvación subrayando el aspecto de unión del espíritu humano con el divino por medio del éxtasis y de la iluminación.
En el Nuevo Testamento la salvación se centraliza y se contempla realizada en una persona: Jesucristo, el Salvador (Lc 1-2). En cuanto a las palabras que expresan salvación, encontramos 42 veces el término «liberar» (lyo); la acepción de proteger y conservar se expresa 14 veces (rhyomai); la palabra sozo aparece 106 veces, y solería 45.
En Hch 4, 12, san Pedro reclama para el cristianismo una pretensión de salvación única, absoluta y universal. El Kerigma más original, anunciado a los paganos y a los judíos, habla de la única salvación en Cristo (Hch 13, 26-38; Hch 16, 17; Hch 16, 31). La salvación consiste principalmente en el perdón y en la liberación de los pecados (Hch 10, 43; Hch 26, 18).
En los evangelios sinópticos se presenta a Jesucristo como el Salvador único y definitivo. Fuera de Él no hay salvación (Mt 10, 32; Lc 12, 8). Sólo Él es la respuesta para entrar en el Reino (Lc 13, 23). En el Bautismo, el Padre le declara Mesías sufriente recordando los cantos del Siervo de Yahwéh (Mc 1, 11). Los sinópticos también subrayarán que dicha salvación se hizo patente a lo largo de todo el ministerio público de Jesús, principalmente entre los más pobres y necesitados (Lc 7, 11-17; Mt 8, 1-7). La llegada del Mesías se ha notado en el mensaje y acciones de salvación que comporta el misterio de Jesucristo. Pero dicha salvación, en su plenitud, se realizará en la vida futura y no excluye la cruz. En este sentido el evangelio de Lucas, a partir de Lc 9, 51, presenta a Cristo mirando hacia Jerusalén, donde tendrán lugar los grandes acontecimientos de salvación: pasión, muerte y resurrección.
San Juan más que en términos de salvación prefiere hablar de «vida eterna», aunque se afirma que Jesús ha venido al mundo no para condenarlo sino para salvarlo (Jn 3, 17; Jn 12, 47). Jesús es el único mediador y salvador (Jn 5, 34; Jn 10, 9). Se llama expresamente a Jesús Salvador del mundo (soter tou kosmou) (Jn 4, 42). Juan también presenta a Jesús como el Buen pastor que dará la vida por las ovejas (Jn 10, 11) y que atraerá a todos hacia sí cuando sea exaltado en la cruz (Jn 12, 32).
Antes de pasar al contenido de los escritos paulinos, resumimos la doctrina de los evangelios subrayando que el contenido de la salvación se traduce en: liberación de la ley mosaica y plenificación de la misma (Mt 5, 17); incluso, liberación de toda ley (Mc 7, 18-23); liberación del pecado (Jn 1, 29; Mt 1, 21; Lc 7, 48); liberación de la muerte por la resurrección (Mc 12, 18-27; Mt 27, 52; Jn 11, 25); liberación de la posesión diabólica y de las enfermedades (Mc 1, 23-27; Lc 10, 18; Lc 13, 11-16; Mt 17, 15-18); y salvación personal pero a la vez con connotaciones sociopolíticas (Jn 6, 15; Jn 18, 36). Esta salvación es universal, para todos (Mc 11, 17; Mc 14, 9; Mt 28, 19). Las exigencias que entraña la salvación se pueden resumir en las siguientes: la conversión de vida (Mc 1, 15; Mt 4, 17); la aceptación de la fe y adhesión a Jesucristo (Jn 3, 18); el amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 37-40; Lc 6, 36); y un estilo nuevo de vida (en «justicia») que supera a la antigua alianza (Mt 5, 20-26). La salvación es lo único absolutamente necesario (Lc 11, 42) ante lo cual todo lo demás tiene un valor secundario y relativo: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida eterna?» (Mc 8, 36); «Hay que buscar primero el Reino de Dios y su justicia porque lo demás se dará por añadidura» (Mt 6, 33).
En san Pablo se pone de manifiesto que la salvación se ha realizado por Dios en Jesucristo, en forma de misericordia, de redención y de liberación de los pecados y, al mismo tiempo, en la posibilidad real de una existencia como hombres y mujeres nuevos en el Espíritu (Rm 3-5; Ga 5, 22-25). Cuando san Pablo utiliza los términos sozo y soteria remite directamente a Dios como protagonista, quien salva a través del evangelio (Ef 1, 13) y de la fe en el crucificado (1Co 1, 18; Ef 5, 2; Ef 2, 8). En Ef 1, 13 se describe el proceso salvífico: escucha del kerigma, aceptación por la fe, y recepción del Espíritu Santo. No obstante la salvación «se ha iniciado ya» pero llegará a su cumplimiento y plenitud al final de los tiempos (1Co 3, 15; 2Co 5, 10; Rm 13, 11). En la salvación final participarán tanto los paganos como los judíos (Rm 11, 25-26).
En las Cartas pastorales se afianzará la idea de salvación como designio universal de Dios para todos los pecadores (1Tm 1, 15; 1Tm 2, 4). Esta salvación no se obtiene por nuestras obras sino por la misericordia entrañable de Dios, y se opera por el bautismo y la vida en el Espíritu (Tt 3, 5). No faltan alusiones a la salvación completa y definitiva en el futuro (2Tm 4, 18). Esta misma idea se subraya en la primera carta de san Pedro, donde se habla de la glorificación final y total de los creyentes (1P 1, 5-10).
La Carta a los Hebreos resalta a Cristo como mediador de salvación (Hb 2, 10; Hb 5, 9; Hb 7, 25). Con su sacrificio de expiación ha conseguido para todos la gracia de Dios y, como vive para siempre, sigue siendo el salvador de todos (Hb 7, 25). Cuando regrese de nuevo, esta salvación será completa (Hb 5, 9; Hb 9, 28). Incluso Dios ha colocado a los ángeles como instrumentos de salvación (Hb 1, 14).
Finalmente, en este repaso por la Escritura, digamos que en el Apocalipsis se repite una y otra vez que la potencia, la gloria y la salvación pertenecen sólo a Dios (Ap 7, 10; Ap 12, 10; Ap 19, 1).
Hemos hecho referencia a cómo el primer anuncio de los Apóstoles proclama la salvación: Cristo es Señor y Salvador, quien conduce a la vida y a la resurrección.
Dejando las Escrituras podemos afirmar que, durante los siglos II y III se profundiza en Jesucristo como mediador y recapitulador. Gran mérito en este sentido le corresponde a san Ireneo. Subrayará de Jesucristo, contra el gnosticismo antiguo, que Cristo es «uno y el mismo», «verdadero hombre y verdadero Hijo de Dios, y es el «nuevo Adán y el recapitulador de todo» (cf. Adversus Haereses).
Gracias a Justino, Hipólito, Tertuliano, Orígenes y otros Santos Padres, se relaciona la cristología con la doctrina sobre la Trinidad, subrayándose la dimensión económica o salvífica. Los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) afianzan tanto la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, y las relaciones entre las personas trinitarias, en dimensión salvífica
En los siglos IV-V la cristología y la soteriología caminarán de la mano, destacándose dos grandes temas: la mediación de Cristo y la divinización del hombre. En el trasfondo late un mismo pensamiento repetido por la patrística más antigua: «El Verbo de Dios se hizo hombre para hacer de nosotros lo que Él es» (San Ireneo, Clemente Alejandrino, Orígenes, etc.).
El propio san Agustín, en el siglo V, volverá a repetir: «Hecho participe de nuestra mortal flaqueza, Cristo nos hizo participes de su divinidad» (De Trinitate XIV, 2, 4).
En este periodo, por derecho propio y en el tema que nos ocupa, destaca Atanasio de Alejandría. Su soteriología es al mismo tiempo «divinizadora y redentora» Como resumen, A. Auer ha sintetizado en tres dimensiones el desarrollo dogmático de la cristología: 1. Relación entre misterio trinitario de Dios y el misterio de Cristo; 2. Cooperación de las dos naturalezas de Cristo; 3. El ser personal del redentor.
Al finalizar el siglo V nos encontramos con dos cristologías en tensión: Antioquía y Alejandría, que harán necesarios dos nuevos concilios en Constantinopla (553 y 681).
Centrándonos en la soteriología del primer milenio, y a modo de resumen, se puede afirmar que se da prioridad a la «mediación descendente» (la que va de Dios al hombre), si bien se equilibra una doble dimensión: liberación del pecado y participación filial en la vida de Dios. Este segundo tema de la divinización va unido a otras dos realidades: la iluminación (Jesús es la luz que brilla en las tinieblas y la vida eterna es que conozcan al Dios verdadero y a Jesucristo su enviado (Jn 1, 9; Jn 17, 3), y la redención del pecado mediante el sacrificio de Cristo. Un texto de Clemente de Roma resume el tema de la iluminación: «Nuestra Inteligencia insensata y entenebrecida antes, reflorece a su luz admirable; por él quiso el Dueño soberano que gustásemos del conocimiento inmortal» (Epist. ad Corintios 36, 2). Y, sobre el tema del sacrificio expiatorio, viene en nuestra ayuda un texto de san Agustín como resumen de la soteriología de dicho primer milenio: «Éramos enemigos de Dios; una vez perdonados, cesan las enemistades; se reconcilian con el justo a los que justifica. Pero ya antes amaba a éstos sus enemigos pues "no perdonó a su propio Hijo, sino que, aun cuando éramos sus enemigos, lo entregó por todos nosotros"» (De Trinitate XIII, 16, 21).
En resumen, en este primer milenio cabe apreciar una cierta homogeneidad en la concepción soteriológica, donde salvación significa iluminación o conocimiento perfecto, vida o inmortalidad, divinización y liberación del domino del mal y del pecado. Sin olvidar un aspecto de la cristología desarrollado a partir del siglo III, más en concreto en ámbitos del catecumenado: Cristo nos ha liberado también de «los derechos» que el diablo había adquirido sobre nosotros y de la deuda que hablamos contraído con el Padre. En el trasfondo se sitúa toda la doctrina sobre el pecado original, y nos abre a la soteriología del segundo milenio.
A lo largo del segundo milenio, la soteriología se divide en dos caminos cada vez más separados: en Occidente preocupará prioritariamente el cómo y el por qué de la salvación, dando lugar a una soteriología que pondrá el acento en la «mediación ascendente» y que se considera, en la línea de san Agustín, como restablecimiento de un orden primitivo perdido; mientras Oriente sigue desarrollando las dimensiones que hemos señalado en el primer milenio, preferentemente entendiendo la obra de Cristo como paideia y divinización de la naturaleza humana y, en consecuencia, dando un realce a la encamación y resurrección como momentos únicos y privilegiados de contacto entre Dios y la humanidad, e inicio de un proceso de elevación de esa misma humanidad.
Volviendo a Occidente, y más en concreto a san Anselmo, se asientan las bases de un concepto de salvación en términos de una justicia que tiene pagar el hombre a Dios para satisfacer sus pecados. Su argumento posee cuatro tiempos: 1. Es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena. 2. El hombre pecador se encuentra en la imposibilidad radical de satisfacer. 3. La satisfacción es necesaria para que se cumpla el designio de Dios sobre el hombre. 4. Sólo un Dios-hombre puede cumplir la satisfacción que salve al hombre.
Se ha criticado esta teoría de la satisfacción acusándola de «antropomórfica» y de interpretar el pecado del hombre según la categoría del honor divino ofendido y robado: Dios seria un Señor que ejerce un dominio y una posesión sobre todas las cosas. Parece reproducir la relación feudal y el derecho de su época. La idea de satisfacción roza peligrosamente la de castigo y deja en un segundo plano la grandeza de la resurrección.
Santo Tomás, por un lado, buscará un equilibrio entre satisfacción y amor de Dios: «La ofensa solo se borra por el amor» (CG III, 157). El amor hace nacer la compensación. La redención no se impone a Dios como necesidad sino que es designio amoroso de Dios. Desde otra perspectiva, el Aquinate da cabida a la resurrección como acontecimiento salvífico utilizando la categoría de «causalidad eficiente». Según esto, los acontecimientos de la vida de Cristo no tienen un simple carácter ejemplar, y no sólo nos merecen la salvación, sino que son su causa eficiente en diferentes etapas hasta la resurrección final.
El Concilio de Trento (Decreto sobre la justificación, c.7) asocia el amor descendente del Hijo por nosotros (que éramos todavía enemigos) con la ofrenda ascendente que este Hijo hace de sí mismo en su pasión: por una parte «merece nuestra justificación» y, por otra, «satisface por nosotros a Dios». Esta satisfacción no intenta aplacar la justicia de un Dios irritado sino que es más bien la obra del amor de Dios que reconcilia al hombre que se había hecho «su enemigo» por el pecado.
A partir del siglo XVI se va degradando la doctrina de la satisfacción para dar paso cada vez más a la idea de justicia conmutativa e incluso vindicativa. La satisfacción se comprendió como compensación lo más ajustadamente posible del pecado cometido, mediante un castigo expiatorio. Aparece la idea de venganza divina. Y, paradójicamente, una «distorsión histórica» de las categorías de redención: se olvida que la muerte de Jesús es obra de los hombres pecadores, y ahora se atribuye a Dios Padre esta misma violencia, haciendo de los verdugos de Jesús el brazo secular de la justicia divina (cf. B. Sesboúé, Jesucristo el único mediador, I, Salamanca 1990, 70-80). Se habla del odio del Padre contra el pecado, personificado en su Hijo, y de la muerte del Hijo por parte del Padre, destacando más claves jurídicas y morales.
La Reforma protestante encontró como punto de partida la búsqueda personal por parte de Lutero de un Dios clemente y misericordioso. Todo el proceso de fe, en consecuencia, adquiere un fuerte matiz soteriológico. La justificación por la gracia y la colaboración humana aparecen como antítesis. La fe es la aceptación consciente del perdón de los pecados y la salvación consiste en la experiencia interna del pro me de la redención de Cristo. La soteriología se «personaliza» y pierde su carácter «mundano» y se abre el camino de los dos reinos: el de los creyentes y el de la sociedad profana.
En los tiempos más modernos, la reflexión sobre la salvación, particularmente en Occidente, se va cuestionando y diluyendo, por un lado, en aras de un estudio del misterio de Jesucristo donde se priman la jesuología (el Jesús de la historia) y la cristología (el Cristo de la fe), perdiendo protagonismo la soterología. Por otro lado, desde una visión laicista y horizontalista de la historia, el término se pierde y cambia de sentido, particularmente en las filosofías de cuño hegeliano, existencialista, marxista y estructuralista. Ante estos desafíos, tanto la teología protestante como la católica, en el siglo XX, asumieron el reto de confrontar el contenido del Credo con las nuevas ofertas «salvíficas», sobre todo con el redescubrimiento de las categorías de utopía, futuro y esperanza.
Pero la teología de los últimos siglos va perfilando con claridad algunos datos importantes: la salvación es iniciativa de Dios; es universal para todos los hombres y para todo el hombre; y para participar en plenitud de dicha salvación, son necesarios los elementos de una triada secular: fe, bautismo y pertenencia a la Iglesia. Al mismo tiempo, el Magisterio va matizando lo que se quiere expresar con el teologumenon «Extra ecclesiam nulla salus». Pío XII llegó a afirmar claramente la posibilidad de salvación para aquellos que estaban apartados de la Iglesia por ignorancia invencible (D. 2865). Y el Santo Oficio, en 1949, condenó la teoría de Feeney que consideraba excluidos de la salvación a los que se encuentran fuera de la Iglesia católica (D. 3866-3873).
En este sentido, el Concilio Vaticano II, aunque no es propiamente un Concilio cristológico, vuelve a recobrar la perspectiva de san Pablo, san Ireneo y Tertuliano, para quienes Cristo está en el centro de la intención creadora de Dios Uni-Trino, y en Él se revela la verdadera vocación del hombre y el verdadero designio de Dios (GS 22). La encarnación supone una solidaridad personal y, a la vez, social con cada hombre y con la humanidad (GS 22 y 32). La encarnación está ordenada a la comunión plena del hombre con Dios. Ésta es la vocación humana. A lo largo de toda su historia terrena Cristo enseñó y vivió la comunión perfecta con Dios y con los hombres Y dio testimonio de su vida haciendo de ésta un acto de reconciliación (GS 32). Cristo es el Alfa y Omega que recapitula en sí todas las cosas (GS 45). Redención y divinización vuelven a estar unidas. A la luz del misterio de Cristo, la propia Iglesia se entiende como sacramento de salvación para el mundo (LG 1; 9;48;59; SC 5; 26; AG 1;5; GS 42;45). Su ministerio salvífico lo ejerce mediante la predicación y los sacramentos (LG 11).
En el tema de la salvación, para quienes se encuentran fuera de la Iglesia se afirma que pueden conseguirla quienes, sin culpa por su parte, desconocen el evangelio de Cristo y su Iglesia pero buscan sinceramente a Dios, y con ayuda de su gracia, se esfuerzan en cumplir la voluntad de Dios, conocida por el dictamen de su conciencia (LG 16). Porque en el corazón de cada hombre trabaja la gracia de Cristo (GS 22).
En la teología más reciente, en conexión con la espiritualidad y la liturgia, se vuelven a reelaborar los clásicos temas de pecado y muerte superados por la vida nueva-resurrección, el sentido de los misterios pascuales y del día del Señor, y la conexión entre Salvación y Trinidad (cf. E. Ancilli y P. Chiocchetta, «Salvación», en Diccionario de Espiritualidad III (1984) 338-344; G.M. Salvati, «Salvación», en Diccionario Teológico del Dios Cristiano (1992) 1274-1292). Y así mismo se ha vuelto a recobrar con fuerza el tema de la predestinación en Cristo, del que hablaremos a continuación.
Dejamos sin desarrollar otros dos campos que serán tratados en este diccionario: por un lado, Cristo Salvador y la salvación en las otras religiones y, por otro, la relación entre salvación cristiana y liberación humana.
Muy unido al tema de la salvación se sitúa el de la predestinación. Los manuales clásicos separaban dos cuestiones la predestinación de Cristo y la de los hombres. Esta división se ha superado hoy desde el redescubrimiento de una teología que vuelve a mirar a la Historia de Salvación como eje nuclear.
Para entenderlo, resumimos en diversas coordenadas el mensaje paulino:
1. El mundo es cristocéntrico: ha sido creado por, en y para Cristo. Cristo es el Señor y artífice de la creación como lo es de la salvación (Rm 1, 3-4; 1Co 8, 5-6; Col 1, 15-20). Jesucristo preexistía a la obra creadora, su presencia fue decisiva en la creación y, en Él, hemos sido predestinados, elegidos y llamados (Ef 1, 4-10). La creación se consuma en la obra de redención y salvación (Ef 2, 15; Ef 4, 24; Col 3, 10).
2. En Cristo, la creación entera ha entrado en su última fase. El «éschaton final» ha irrumpido en el mundo en una especie de nueva creación (2Co 5, 17; Ga 6, 15). Los cristianos deben vivir una vida nueva, en la libertad de los hijos de Dios, para favorecer la recapitulación de todo en Cristo (Ga 5, 1-13). Porque con él, el Adán escatológico (1Co 15, 44), ha llegado la nueva creación y es posible la nueva criatura (Ef 4, 24; Col 3, 9).
3. El estado de la creación, tal y como se presenta en la actualidad, necesita redención (Rm 8, 18-25); la cruz supone la reconciliación y el inicio de esa nueva creación (2Co 5, 17; Ga 6, 15); Jesucristo es el primogénito de la nueva creación, el nuevo Adán (1Co 15, 21; Rm 5, 14); los cristianos, incorporados a Cristo por el Bautismo, son ya criaturas nuevas de dicha nueva creación que se consumará al final de los tiempos (Rm 8, 17; Ga 4, 7).
4. En cualquier caso, para Pablo, en Jesús, se ha realizado el proyecto creador original: Él es verdadera y perfecta imagen de Dios (2Co 4, 4; Col 1, 15; Flp 2, 6). Y no se trata de un destino individual. Cristo es el Adán, la humanidad entera (1Co 15, 20-28; 45-49). En Pablo, Adán tiene un doble trasfondo: el ser pecador, y el ser imagen y semejanza de Dios. En Cristo, último Adán, recuperamos el ser imagen de Dios, una imagen celeste (1Co 15), porque hemos entrado en la nueva creación (2Co 5, 17).
5. En Pablo toda la nueva creación, como ocurrió en la primera de Gn, es obra gratuita de Dios (2Co 5, 17). Comenzando por la resurrección del primogénito (Col 1, 18). Por eso, la transformación de cada ser humano en imagen de Cristo, es obra de Dios (2Co 3, 18; Rm 8, 29). Todo viene de Dios; nada es nuestro (2Co 3, 5).
6. Cristo es el hombre nuevo, el nuevo Adán (Rm 5, 12-21). Cristo es ahora principio universal de justicia y vida. En 1Co 15, 45-49, se afirma que el primer hombre era un ser animado; el último Adán es espíritu de vida. El primero salió del polvo de la tierra; el segundo, del cielo. El primero fue modelo de los hombres terrenos; el segundo, de los celestes. Y así como llevamos la imagen del terreno, en Cristo llevamos la del celeste. Él, derribando la enemistad entre paganos y judíos, ha hecho una humanidad nueva (Ef 2, 14-16). Todo esto está en proceso de evolución, como una parturienta. Poseemos en primicia el Espíritu gimiendo en lo íntimo la espera plena (Rm 8, 19-24).
Según Romanos, el hombre viejo, dominado por el pecado y abocado a la muerte eterna, ha sido crucificado mediante la participación sacramental en la muerte de Cristo («El hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para que se destruyese el individuo pecador y así no seamos más esclavos del pecado») (Rm 6, 6). Por eso el hombre, al incorporarse a Cristo, por la fe y el bautismo, entra en un proceso de despojo y de revestimiento (del hombre viejo al hombre nuevo) como corresponde a quien es imagen divina (Col 3, 9-10). El cristiano, como hombre nuevo, debe cambiar de mentalidad, y revestido de ese hombre nuevo creado a imagen de Dios, debe vivir con rectitud y santidad propias de la verdad (Ef 4, 22-24).
7. Gracias al bautismo entramos en la vida nueva, en la nueva creación (Rm 6, 4), porque al participar de la muerte y resurrección de Cristo, Dios nos ha reconciliado con Él (Rm 6, 4) y nos incorpora a Cristo (1Co 6, 15; Rm 12, 4) y nos transforma en templos del Espíritu Santo (1Co 6, 19; 2Co 1, 20; 2Co 6, 16; Ef 2, 20).
El bautizado muere sacramentalmente. Es una muerte radical. Es muerte al pecado y al mal; de forma mística y sacramental. Deja de pertenecer a este mundo viejo, que en 1Jn 2, 16-17 es calificado como «concupiscencia de la carne, de los ojos y jactancia de riqueza». En el Bautismo, acontece un nuevo «Génesis» (como en la Tradición Yahvista): Dios toma nuestra carne, la baña en agua limpia, e insufla el Espíritu de Vida.
8. Lo importante es «ser en Cristo». Seguir a Cristo (imitarlo) no implica sólo algo ético, es decir, el comportamiento coherente en la nueva creación (1Co 10, 31; Rm 15, 1-7; 2Co 8, 9). Una vez que el hombre es un ser nuevo, se trata de configurarnos con Cristo, de vivir en conformidad con ese ser nuevo. No es un mimetismo o reproducción material de la vida de Jesús, sino imitación de «las actitudes profundas», de «las grandes vivencias» de Cristo (Bienaventuranzas). Esta imitación tiene al menos tres realidades: amor, ternura, y misericordia. Esto sólo es posible gracias al Espíritu Santo.
Dos grandes himnos cristológicos subrayan lo que venimos diciendo sobre la predestinación de Cristo en su dimensión salvífica: Col 1, 15-20, y Ef 1, 3-14. Los analizamos sucintamente:
a) Para Col 1, 15-20, el mundo es cristológico: ha sido creado por y para Cristo. Contra la «vana filosofía» (Col 2, 8), se propone a Cristo como el mediador de la creación porque lo es, así mismo, de la salvación.
Este pasaje nos habla de un himno litúrgico que contiene dos estrofas:
La primera estrofa (versículos 15-17) afirma que Cristo es Imagen del Dios Invisible (cf. también 2Co 4, 4), tal y como se afirma en Gn 1, 26 y Sb 7, 26. Pero Cristo es imagen igual en todo al Padre, en el ser y en el obrar (Jn 5, 19.26), porque en Él reside la plenitud de la divinidad (Col 1, 19). Cristo es también el primogénito de la creación, es decir, el engendrado desde la eternidad tiene la supremacía y poder sobre todo lo creado. Si la imagen denotaba «el ser» divino, ahora la primogenitura denota «la dignidad y el dominio».
Que todo ha sido creado «en Él» (causa ejemplar) significa que todo tiene en Él su centro supremo de unidad, su cohesión y su armonía. «Por Él», afirma que todo tiene en Él su causa eficiente, como lo tiene en el Padre (Jn 5, 21.26). Cristo es el principio fontal. «Para Él», que, en otros pasajes se aplica al Padre (por ejemplo, en 1Co 8, 6; 15, 28), se refiere ahora al Verbo Encarnado, con miras al cual, como término y finalidad, fueron creadas todas las cosas (Ap 1, 17).
La segunda estrofa (versículos 18-20) no sólo pone de manifiesto la supremacía de Cristo en orden a la creación, sino también en el orden de la redención: es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Cristo comunica la vida a los miembros del cuerpo y los une en un conjunto vital y armónico. Es el primogénito de entre los muertos y en su resurrección está incluida ya la nuestra. En Él se reconciliará y consumará toda la creación, lo celeste y lo terrestre.
Esta función mediadora, atribuida al Hijo, estaba preparada por la literatura sapiencia) (Pr 8, 22-31). El Nuevo Testamento ha identificado la sabiduría, poéticamente personificada, con la persona real de Cristo. Cristo es la «sabiduría de Dios» (1Co 1, 24-30). Si Cristo es el único mediador de la Salvación (1Tm 2, 5) lo es también de la creación (el «ser» y el «ser salvado» no proceden de dos principios diversos, sino de uno mismo). Al hablar de Cristo como «imagen» (ikonos) de Dios, y por ello «primogénito» (prototokós o «engendrado antes») de toda la creación, Cristo ostenta una primacía cósmica, no como primera criatura (arrianismo) sino como primado de todas las criaturas, tal y como el verso 18 le asignará; el «primado de entre los muertos». Cristo es el primero, no en serie homogénea, sino con titulo de supremacía: en la creación; Cristo presidía tal creación además de como «existente personal» como «previsión» de su encarnación que se remonta a toda la eternidad.
Lógicamente este primado de excelencia supone también un primado cronológico (v. 17). Si nos preguntamos por qué se insiste en el himno en la unidad entre creación y salvación, la respuesta tal vez se encuentre en una preocupación antignóstica, pues la gnosis primitiva separaba Dios y mundo, creación y redención.
b) En Ef 1, 3-14: Se refuerza el origen y destino cristológico de la creación. Toda la creación tiene una sola vocación: la cristológica. Es una doxología o alabanza trinitaria muy similar a la encontrada en 1P 1, 3 ss.
En un primer momento (vv. 3-6) se subraya que Dios Padre, desde toda la eternidad, nos ha elegido para ser su pueblo, santos e inmaculados. A esta elección sigue la predestinación en Cristo. Y esta predestinación es para la glorificación.
En un segundo momento (versículos 7-12) se manifiesta cómo Cristo ha llevado a cabo nuestra redención. Una redención que significa el amor extremo de Dios a la humanidad. Además de perdonar nuestros pecados nos ha comunicado toda sabiduría e inteligencia. Por la primera, conocemos los misterios de Dios (todo fue creado para Él (Col 1, 20) y todo será recapitulado en Él). Por la segunda ordenamos nuestra vida conforme a la vida que Dios quiere de nosotros.
En un tercer momento (vv. 13-14) se afirma que el Espíritu Santo constituye en nosotros el sello y garantía de lo que un día participaremos como herencia celestial. La vida terrena es ya continuidad de la celeste.
En otras palabras, en este pasaje paulino descubrimos cómo todo fue hecho por Cristo, y todo será para Cristo. La plenitud en Cristo se realizará eclesiológicamente: será el universo entero el beneficiario, pero es la Iglesia la que ha recibido esta plenitud en primera instancia para difundirla luego a todo lo creado. La dimensión eclesial de la capitalidad de Cristo ya era conocida por Col 1, 18, pero ahora se confirma con mayor énfasis. Cristo aparece como la mediación universal y exclusiva de toda la actividad divina ad extra, tanto en su comienzo como en su ejecución histórica y en su término.
Con Cristo la creación entera ha entrado en su última fase: el «eschaton final»; el mundo comienza a ser nueva creación. Puesto que los cristianos reconocen al Cristo como Señor y dueño del mundo, deben vivir libres del sometimiento a los elementos de la naturaleza que en otro tiempo les esclavizaron. La vocación cristiana es una vocación a la libertad (Ga 5, 1-13).
Esta visión paulina sobre la predestinación en clave soteriológica no ha cotudo igual suerte a lo largo de la historia. Entre los Santos Padres de los primeros siglos, esta visión «aparecía como algo natural». Sin embargo, en la teología medieval ya se hizo clásica la contraposición entre comiscas y escotistas. Para los primeros la encarnación mira a la redención y se justifica por ella; para los segundos la encarnación es un valor más grande que la misma liberación del pecado y ya estaba «predestinada» en el plan divino trinitario desde la eternidad. En el debate contemporáneo, Merchs y Von Baltasar se situarán más en una línea tomista, mientras que Teilhard de Chardin y Rahner se posicionarán en línea escotista (aun insistiendo en el momento redentor de la cruz).
Digamos, finalmente, que estamos llamados a recuperar un sano cristocentrismo, siendo conscientes de los problemas que están en juego tal como nos recuerda L. Serenthá: 1. En lo teológico plantear correctamente la transcendencia-alteridad de Dios en relación con la libertad, y la relación natural-sobrenatural; 2. En la cristología, resituar las relaciones entre unión hipostática y estructuras antropológicas, y entre resurrección y proyectos humanos de futuro; 3. En la eclesiología, definir la misión de la Iglesia en el mundo; 4. En lo antropológico, señalar el papel de la libertad humana en la historia; 5. En la moral, poner de relieve la originalidad de la ática cristiana y su continuidad con la ática natural.
En cualquier caso, predestinación en Cristo y salvación se interrelacionan y se condicionan mutuamente.
El cristianismo es una religión de salvación. Aparece en el mundo como pregunta y respuesta de Dios a la humanidad pecadora y angustiada. La primera característica del misterio cristiano es la de ser salvador. El Dios vivo del Antiguo Testamento es un Dios que salva, y Jesucristo lleva antes que ningún otro el titulo divino de Salvador de los hombres. La sagrada Eucaristía es la «hostia salvadora que abre las puertas del cielo».
La salvación cristiana no es una teoría sobre la vida humana, sino una acción de Dios que se inclina, como Jesús en el evangelio, sobre el pecador que sufre por el alejamiento del Padre y las penas y dolores de la vida. «La doctrina de la redención se refiere en primer lugar a lo que Dios ha realizado por nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, es decir, la remoción de los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y el ofrecimiento que nos hace de participar en su Vida. En otras palabras, la redención se refiere a Dios -como autor de ella- antes que a nosotros, y sólo porque es así, puede verdaderamente significar liberación para el hombre, y ser la Buena Noticia de la Salvación para todo tiempo y para todos los tiempos» (Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas sobre Dios Redentor (1994), Documentos 1969-1996, Madrid 1998, 499-500).
La salvación no se halla en el cristianismo desvinculada de la creación. La creación del mundo y del hombre por Dios es el primer acto de la historia salutis, y no una simple antesala que no encierra todavía sentido salvador. Creación y redención son así como dos centros focales de la concepción cristiana.
La creación entera, también la creación material, será salvada, es decir, participará solidariamente en el destino humano de glorificación final.
La salvación de la que habla el cristianismo es una acción divina trinitaria, causada por las tres personas, aunque la iniciativa de salvar al hombre suele decirse del Padre. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2, 4). El Padre nos salva a través del Hijo único, que es Mediador universal y exclusivo de la salvación. El Verbo Encarnado es el Salvador del mundo. «Por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, y se hizo hombre». Somos redimidos en el Espíritu Santo, Gracia increada que salva y vivifica al hombre.
La acción salvadora de Dios Trino debe ser acogida por la persona. Presupone una elección divina y es una llamada a la vida eterna. Las palabras de Jesús de Nazaret contienen un llamamiento divino. Llaman a una misión, y en último término a la salvación escatológica. Porque la salvación consiste en ver a Dios y estar con Él. Exige por tanto santidad interior, dado que sólo los santos pueden ver al Santo.
El acto divino salvador se manifiesta en esta vida como un proceso que se desarrolla en el tiempo. El hombre y la mujer salvados deben hacer o construir su salvación, apoyados en la decisión y en la gracia salvadoras de Dios. No es un proceso pedagógico o cognoscitivo. No es iluminación ni autodescubrimiento. Es purificación y santificación que transforman y hacen aptos para la vida eterna.
La salvación ocurre ya en esta vida, pero debe consumarse en el futuro escatológico. El hombre no es redimido o salvado en sus pecados, sino salvado de ellos para devenir hombre nuevo. La liberación del pecado, que es primaria en la concepción cristiana de la redención, no incluye necesariamente la liberación del dolor y de las penalidades terrenas, Pero la gracia que libra del pecado contiene una energía expansiva que tiende a eliminar los males temporales, como se manifiesta claramente en las acciones de Jesús y en la vida de la Iglesia. Lo que ocurrirá plenamente en el más allá definitivo comienza a insinuarse y a incoarse en el mundo presente.
La concepción cristiana de la salvación tiene su eje y su centro en la mediación única de Jesús, que nos libera del pecado mediante su vida, muerte, resurrección, y ascensión al cielo. Lo que Jesús hace en todos los momentos de su vida terrena, especialmente en los momentos finales, no es solamente un ejemplo abnegado de coherencia con las enseñanzas que ha predicado a lo largo de su ministerio. Con sus trabajos humanos y sus padecimientos, Jesús expía vicariamente los pecados, desprecios e indiferencias con que los hombres hemos ofendido y ofendemos al Padre, de modo que los méritos copiosos e inagotables de Jesús nos dan ocasión para que nosotros también podamos merecer ante Dios. Los cristianos hablan de la sangre redentora de Jesucristo, que «quita el pecado del mundo». Hay que decir además que todos los episodios de la vida de Jesús son redentores, así como su resurrección de entre los muertos y su ascensión al cielo. Los cristianos afirman que no hay salvación sin Jesucristo.
Inseparable de Jesucristo, la Iglesia ejerce su ministerio universal a favor de los hombres como «columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15) y sacramento universal de salvación. No es sólo signo salvífico, sino que ayuda esencialmente a que la salvación concreta de hombres y mujeres pueda llevarse a cabo.
La idea cristiana de salvación del hombre deja ver su riqueza y su sencillez. Deja ver también su carácter mistérico y sobrenatural, que sólo la fe puede captar. En un marco de amor de Dios hacia la humanidad y hacia cada uno de sus miembros, se habla de una culpa que ofende y olvida ese amor, se habla de una expiación de Jesús que borra, de un hombre libre que se une a ella, de una santificación Interior, y de un destino glorioso en la visión y compañía de Dios.
Esta salvación acontece desde fuera y desde dentro del ser humano, porque sobreviene gratuitamente como elección y don misericordioso de Dios, a la vez que requiere libre acogida y conversión de la mente y corazón por parte del hombre. Éste es su primer destinatario, pero la salvación del individuo se realiza en él como miembro de una comunidad. Se armonizan y exigen mutuamente un futuro personal inalienable y un destino común para la entera humanidad. La salvación comienza en esta vida terrena, y sin embargo pertenece en su plenitud al más allá. Dada la unidad del hombre, afecta necesariamente al cuerpo y al alma, solidarios absolutos de un único destino glorioso. La salvación restaura, a la vez que eleva, lo cual permite hablar de una «felix culpa» y de una redención sobreabundante.
Esta enseñanza no es una simple doctrina discursiva. Es una proclamación. Es un mensaje operativo de carácter universal, dotado de una intrínseca fuerza expansiva, para beneficio de todos los hombres y mujeres que han habitado y habitarán la tierra. Porque Dios no hace acepción de personas.
BibliografíaAA, VV, «Salvación», en Nuevo Diccionario de Teología II, 1982, 1572-1614. A. GONZÁLEZ MONTES. «Salvación», en DTF, 1301-1313. G. PÉREZ, «Salvación», en Diccionario de Jesús de Nazaret, dir. por F. FERNÁNDEZ RAMOS, Burgos 2001, 1182-1190 O. SEMMELROTH, «Salvación», en Conceptos fundamentales de Teología II, Madrid 1979, 616626. L. SERENTHÁ, «Predestinación», en Diccionario Teológico Interdisciplinar III, Salamanca 1982. 876-895. B. SESBOÜÉ, Jesucristo el único mediador. , Ensayo sobre la redención y la salvación, 2 vols.. Salamanca 1990 y 1993.
R. Berzosa
Como sucede con todos los grandes temas de la doctrina revelada, el significado teológico de la noción de santidad pide ser analizado desde diversos puntos de vista. Para delimitar sus elementos integrantes se debe partir de la revelación bíblica, y acudir también a la percepción que del misterio de la santidad tiene la Iglesia y, más en concreto, a su enseñanza sobre esta materia en los desarrollos magisteriales contemporáneos. Esto significa prestar atención a la doctrina del Concilio Vaticano II (sobre todo, como veremos, la del capítulo V de Lumen gentium, decisivo en este punto), así como también a su recepción y desarrollo en el magisterio posconciliar. Hay que tener además ante los ojos, como fuente fecunda de pensamiento, la experiencia y la enseñanza de los santos acerca de la santificación del cristiano. Y todo ello, sin olvidar las reflexiones contemporáneas sobre las relaciones entre teología y santidad, o quizás, más ampliamente, entre teología y vida espiritual.
En las páginas siguientes se consideran exclusivamente los aspectos más generales de la santidad cristiana; otros aspectos más específicos de la cuestión (como, por ejemplo, santidad del sacerdote o del fiel laico, medios ascéticos de santificación, etc.) encuentran su lugar en las respectivas voces de este diccionario.
Ateniéndonos a la enseñanza del Antiguo Testamento, el término «santo» expresa una característica enteramente divina: sólo Dios puede ser llamado Santo. La santidad, entendida como sinónimo de absoluta trascendencia y distinción respecto de todo lo creado, es una cualidad exclusiva de Yahwéh. La majestad divina está lejos de cualquier comparación: su grandeza supera todos los superlativos. En la visión de Isaías los serafines proclaman la santidad divina con una perpetua alabanza, que ha quedado recogida también en la liturgia católica: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. Toda la tierra está llena de su gloria» (Is 6, 3). Todo es santo en Dios: su ser; su nombre, su voluntad, sus acciones, su palabra. La santidad es, en definitiva, su esencia más intima. Desde esa perspectiva, situado el pensamiento en el plano ontológico, la noción bíblica de santidad y el concepto de Dios, en cierto modo, se identifican.
Pero al mismo tiempo, la inmensa grandeza de la condición divina, su santidad sublime («Yo soy Dios, no un hombre», Os 11, 9), ha sido manifestada entre los hombres, desvelada como cercanía y benevolencia, como amor e Intimidad: «[Yo soy] el Santo en medio de ti» (ibid.). Yahwéh, el Dios trascendente y eterno, absolutamente distinto y todopoderoso, es también para sus elegidos, gracias a la Alianza que ha querido establecer con ellos, «el Santo de Israel» (cf. Is 1, 4; Is 5, 19.24), «Dios de Israel» (Is 24, 15). De ese modo, el Señor y Creador de todas las cosas, el Santo por esencia, ha querido mostrarse como el Dios que desea estar ligado a su pueblo con un Pacto, cuyos imperativos legales, por proceder de Él, son prescripciones de santidad. «Sed santos, porque yo, el Señor, Dios vuestro, soy santo» (Lv 19, 2). Las leyes cultuales, los preceptos, las reglas de comportamiento pertenecen a la esfera de lo santo, de lo divino: el camino de su cumplimiento legal es también camino de purificación, de perfección, de santificación moral.
En continuidad con las luces veterotestamentarias, pero ya bajo la plenitud de la nueva y definitiva Alianza en la sangre de Cristo, resuenan con gran fuerza las palabras que el Señor dirige a quienes escuchan su Discurso de la Montaña: «Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Así habla a sus discípulos de todos los tiempos Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que ya desde la narración de su nacimiento es presentado como «el Santo» (Lc 1, 35), y como «el Santo de Dios» es tenido por sus discípulos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Esa expresión, aplicada a Jesucristo, significa que sólo él es santo como Dios es santo. Pero significa también que él es portador de la santidad: puede comunicarla a los hombres, pues ha sido «constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación» (cf. Rm 1, 4). La obra redentora de Cristo, que él lleva a cabo en cada instante de su existencia y, especialmente, en los momentos supremos de su muerte y de su resurrección, debe ser vista como la fuente de la que brota la santidad: «Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17, 19).
Del seno profundo del Nuevo Testamento, que es como decir de la experiencia de fe de los primeros discípulos de Cristo, forjada bajo el aliento del Espíritu Santo, brota desde el primer momento una inequívoca llamada a la santidad. Lo expresa muy bien la triple fórmula de Rm 1, 6-7: «elegidos de Jesucristo», «amados de Dios», «llamados a ser santos». Así son denominados tos que siguen a Cristo en la Iglesia. A ellos se dirigirá el apóstol Pedro con esta exhortación: «Así como es santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, conforme a lo que dice la Escritura: Sed santos, porque yo soy santo» (1P 1, 15-16). La santidad de Dios, propiedad divina por excelencia, cifra de toda la grandeza del ser y del amor que Dios es, se ha volcado por medio de Jesucristo sobre los cristianos. Mediante la recepción del Don del Espíritu Santo en el bautismo han sido hechos hijos de Dios y participes de la naturaleza divina, han sido, pues, santificados. Esa cualidad ontológica sobrenatural comporta una exigencia moral, es decir, una llamada a corresponder con sus propias acciones a los dones recibidos y a crecer en la asimilación de la vida santa que se les ha entregado.
No sólo de cada cristiano sino también de la unidad de todos ellos, que es la Iglesia, se debe afirmar que el amor de Cristo la ha purificado y santificado: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante si mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27) Así, pues, la Iglesia es indefectiblemente santa, pues Cristo, como enseña el Concilio Vaticano II: «la ha unido a sí mismo como su propio cuerpo y la ha enriquecido con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios (LG 39). Por ser santa la Iglesia, se debe afirmar que en su seno todos están llamados a santificarse: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; Ef 1, 4). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificada (cf. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se entrega a cada bautizado. Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG 40)» (NMI 30).
El capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II ha sido dedicado a la «Vocación universal a la santidad en la Iglesia». Es un texto doctrinal de singular importancia, que merece ser leído y meditado por los discípulos de Cristo con mucha atención. Como doctrina magisterial, ese capitulo constituye un caso único pues antes de él la Iglesia no había dedicado tanto espacio, y dentro de un documento tan solemne como es una Constitución dogmática conciliar, a la cuestión de la santidad. La historia de su redacción y la ubicación del capítulo dentro de la Constitución manifiestan que el texto rebosa de intencionalidad teológica y pastoral. «Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sirio más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como «misterio», es decir, como pueblo «... congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (cf. LG 4), llevaba a descubrir también su «santidad», entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el "tres veces Santo" (cf. Is 6, 3)» (NMI 30).
Uno de los teólogos que contribuyeron con su trabajo a la redacción de Lumen gentium, el belga Gérard Philips, ha escrito, por su parte, que los Padres conciliares quisieron expresamente incluir en dicha Constitución una amplia exposición sobre la llamada de todos los fieles cristianos a la santidad, situada además antes de la que se ocuparla, dentro de la misma Constitución, de los religiosos. Se trataba de evitar «la tentación de presentar el estado religioso como una suerte de aristocracia de la santidad y al seglar como un cristiano de segunda clase». Se quiso, pues, poner de manifiesto que la descripción del misterio de la Iglesia quedaría necesariamente incompleta si faltase la referencia a la finalidad que emana desde la hondura de la entera comunidad cristiana: el impulso de todos hacia la santidad y hacia Dios, fuente de toda santidad (cf. G. Philips, La Iglesia y su misterio en el C. Vaticano II, 2, Barcelona 1969, 87-89).
En su pasaje central, que vale la pena reproducir por entero no obstante su extensión, dicho texto conciliar dice así: «Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. «Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc 12, 30), y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn 13, 34; Jn 15, 12).
Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5, 3), y que «como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3, 12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (cf. Ga 5, 22; Rm 6, 22). Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. St 3, 2), tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y hemos de orar todos los días: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12).
Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos santos» (LG 40).
El texto ofrece diversos puntos de atención:
a) Cristo es presentado como maestro, modelo, autor y perfeccionador de la santidad de vida de sus discípulos. La expresión «santidad de vida», aplicada a Cristo como maestro y modelo de ella, hace pensar inmediatamente en la existencia humana santa del Verbo encarnado. Al mismo tiempo, permite comprender que el Concilio quiere hablar de la santidad cristiana principalmente como un proceso de santificación del cristiano durante toda su existencia, siguiendo el modelo de Cristo hombre. La santificación del cristiano es vista, por tanto, como un proceso esencialmente cristocéntrico.
b) El Espíritu Santo es el santificador en cuanto que imprime en el interior del cristiano la caridad, y lo configura a imagen de Cristo como hijo de Dios. La santificación del cristiano no es sólo, por tanto, un proceso cristocéntrico en cuanto realizado según el modelo de Cristo, sino más bien un proceso de «cristificación», es decir, de progresiva conformación e identificación espiritual con Cristo hombre y con su existencia humana santa.
c) La santificación cristiana pide ser inseparablemente leída desde la óptica del don sobrenatural recibido (santidad ontológica), que asimila al bautizado al Hijo de Dios hecho hombre, y desde la óptica de la obligación, inmanente al don, de conservar y perfeccionar a lo largo de la propia existencia la gracia recibida (santidad moral).
d) La condición de cristiano implica de por si, por el hecho de haber recibido el bautismo, la vocación (don y deber) de santificarse. Hay pues plena consonancia entre las nociones de vocación cristiana y de vocación a la santidad, y ésta puede ser entendida como la llamada y la obligación de alcanzar progresivamente la plenitud de aquélla. La «plenitud de la vida cristiana» y la «perfección de la caridad» son sinónimos de la meta propia y del camino de santificación de los fieles cristianos, cualesquiera que sean su estado y condición de vida.
e) Si los dones bautismales, al configurar al cristiano con Cristo, hacen de él «otro Cristo» (alter Christus), la santificación a la que están llamados puede ser entendida como el empeño de cada uno en vivir como lo que ya es por la gracia, es decir, como un hijo del Padre en Cristo, que se deja guiar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8, 14). En ese sentido, la teología de la santidad, entendida como la reflexión teológica sobre la vocación del cristiano a santificarse en su propio estado y condición de vida, permite ser estudiada y desarrollada como teología de la existencia del cristiano como otro Cristo (alter Christus).
En las raíces de la antropología cristiana, ya desde las páginas del Nuevo Testamento, está latiendo una comprensión del hombre (varón y mujer) como la criatura hecha a imagen de Dios y llamada a ser hijo del Padre en Cristo por el Espíritu Santo. Toda la existencia cristiana está orientada, como enseña san Pablo, a reproducir dinámicamente la imagen del Hijo hecho Hombre, y a participar definitivamente en su gloria, es decir, en el modo de existencia de quien es, para los hijos adoptivos de Dios, un hermano primogénito (Rm 8, 29). Reproduciendo en nosotros mediante la gracia del Espíritu Santo la imagen de Cristo, que es Imagen perfecta de Dios, llegamos también nosotros a ser imagen divina, transformados en esa misma imagen (2Co 3, 18). La existencia cristiana debe, pues, ser entendida como un estar llamado a existir en Cristo por el Espíritu Santo para llegar verdaderamente a ser hijo del Padre, mediante la voluntaria cooperación, en las actitudes, en las disposiciones y en las acciones personales.
La noción de vocación cristiana está, pues, dotada de un denso contenido teológico, espiritual y pastoral. La Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, se expresa en términos de vocación al enunciar los fundamentos de la concepción antropológica cristiana. Y así, por ejemplo, proclama «la grandeza suma de la vocación del hombre», descubriendo en él «la presencia de una semilla divina» (GS 3); como también afirma en uno de sus pasos más característicos que «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vocación a la comunión con Dios», pues «desde su nacimiento es invitado al diálogo con Dios» (GS 19). Invitado, además, en calidad de hijo y, por eso mismo, llamado a participar de la felicidad divina (cf. GS 21). En realidad, dirá la Constitución en un pasaje de gran densidad teológica, «solamente en el misterio del Verbo encarnado halla el misterio del hombre verdadera luz. Adán, el primer hombre, era en realidad figura del futuro, es decir, de Cristo Señor. Cristo, que es el nuevo Adán, al revelar el misterio del Padre y de su amor, desvela también plenamente el hombre al hombre mismo y le da a conocer su altísima vocación» (GS 22). Este es, en definitiva, el fondo de la cuestión: el hombre está creacionalmente orientado hacia Cristo: esa es su vocación suprema (GS 10), en cuanto sujeto de una irrevocable llamada divina a ser en Cristo, por el Espíritu Santo, hijo del Padre. Sujeto también, en consecuencia, de una irrevocable llamada a la santidad de vida. En el interior de la noción de vocación cristiana como vocación a la santidad se entrelazan, pues, dos aspectos centrales: ser discípulo de Cristo y ser, en cuanto hijo en el Hijo, «otro Cristo».
Late en el seno del cristianismo desde sus inicios una comprensión o modelo ideal del ser hombre en cuanto capaz de llegar a ser plenamente discípulo de Cristo, seguidor suyo, configurado bautismalmente con él e identificado personalmente con cuanto él significa y representa. Esa afirmación encierra, como en síntesis, el contenido de la noción de «vocación cristiana» o «vocación de cristiano» como la llamada a ser discípulo de Cristo y a realizar la propia vida bajo su luz, esto es, en conformidad con su modelo de existencia santa y santificadora.
Es innegable que Jesús, en su aparecer ante los hombres para llevar a cabo la obra que su Padre le encomienda, quiso dar a su vida pública un significado preciso, pues se presenta como Maestro y reúne desde el primer momento un grupo de discípulos. Es ésta una gran luz que se encontrará reflejada tanto en los contenidos de su enseñanza -ligada por completo al misterio de su persona-, como en el fenómeno de discipulado que voluntariamente suscita en torno a sí. La condición de discípulo traerá consigo formar parte del ambiente más próximo a Jesús, mantener con él un vinculo personal, ser oyente y destinatario privilegiado de su enseñanza, ser testigo singular de esas acciones de Cristo que dan razón del Reino en cuanto reveladoras del Padre (cf. Jn 10, 37-38; Jn 14, 10-12). El punto decisivo para ser admitido entre los que le siguen no será la decisión personal de entrar a formar parte del grupo sino, en contraste con lo que sucedía entre los rabbí de Israel, la llamada personal del Maestro a pertenecer a dicho grupo («llamó a los que quiso», Mc 3, 13). Del mismo modo que eligió a los Doce «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14), así también cabe decir respecto de los demás discípulos -como se intuye, por ejemplo, a la luz de la misión de los setenta y dos (Lc 10, 1 ss.)- que Cristo los llama para que estén junto a él y para que participen activamente en la proclamación del Evangelio del Reino.
Los que siguen a Cristo ante todo han creído en él, y han aceptado vincularse voluntariamente a su persona, a su mensaje y a su misión. Están junto al Maestro, viven en comunión con él y son conscientes de que constituyen el grupo específico de discípulos de Jesús (cf. Mc 9, 38), comparable aunque contrapuesto a otros grupos análogos (cf. Mt 15, 2; Lc 5, 33). Las suyas fueron las primeras existencias terrenas signadas, personal y colectivamente, por la impronta del seguimiento de Jesús, cuya primera nota propia es la de vincularse a él personalmente por la fe y la obediencia de fe.
Fueron también llamados -segunda nota peculiar de los discípulos- para ser enviados a proclamar la venida del Reino de Dios. El anuncio del Señorío de Dios, o en otras palabras, del Reino de los cielos o Reino del Padre está en el centro de la enseñanza de Jesús, que lo está haciendo presente por medio de sus palabras y obras. Ese Reino, que ha llegado con Cristo, como semilla, promesa y don de salvación, está íntimamente relacionado con el misterio de su persona y con todo cuanto dice o hace. Los hombres no pueden alcanzarlo por sí mismos sino que han de ser transformados y conducidos hacia él. Es misión de los discípulos de Cristo, que han creído en él y le han seguido, la de ser para todos luz y sal. La santidad de vida de los discípulos, imitadores de la vida santa del Maestro, constituye un elemento decisivo del anuncio de la llegada del Reino de Dios. Todo el pueblo cristiano, llamado a la santidad, ha sido convocado para ser sal y luz, para dar con su vida testimonio de fe y de amor.
La vocación cristiana contiene rasgos intelectuales y morales característicos, inducidos y fomentados directamente por el Maestro, como se advierte ya en las páginas del evangelio. Son, por ejemplo, entre otros, un vivo sentido de conversión personal, de purificación, de santificación, de fraternidad, de testimonio evangelizador, etc. Tales rasgos comenzaron a ser, a partir de la experiencia individual y colectiva de aquellos hombres y mujeres de la primera hora, manifestación y cauce de difusión de un fenómeno religioso y cultural nuevo, contraseñado por diversas notas que hacen del cristiano «otro Cristo».
La fórmula «otro Cristo» (alter Christus), aunque no se halla literalmente en el Nuevo Testamento, posee, en cuanto al sentido, un firme fundamento bíblico. Son numerosos los pasajes en los que el obrar del cristiano, e indirectamente él mismo como sujeto, son contemplados bajo la perspectiva de la conformación sobrenatural con las obras de Cristo y, en consecuencia, con él. Esa línea doctrinal se encuentra desarrollada, principalmente, en el corpus paulinum. En Rm 8, 29, por ejemplo, se habla de configuración con la imagen del Hijo; en Flp 3, 10, con la muerte de Cristo; en Flp 3, 21 con su cuerpo glorioso; etc. El significado comúnmente aceptado es el de una transformación espiritual del cristiano en Cristo, con sentido escatológico: así como en el bautismo ha sido conformado a su muerte, así lo será con la imagen del Resucitado en su gloria. Cada bautizado, ungido y capacitado por el Espíritu Santo para llegar a una identificación plena con el Hijo de Dios hecho hombre, puede ser llamado en consecuencia «otro Cristo».
Las menciones a esta doctrina son abundantes ya desde la época patrística, especialmente en torno a la liturgia bautismal. El cristiano, imagen de Cristo por el bautismo, ha recibido una participación en la Unción de la humanidad del Verbo encarnado y puede ser llamado «cristo». Los comentarios al Símbolo de la fe, las catequesis bautismales, los sermones in traditione Symboli, etc., aluden con frecuencia al cristiano como «ungido» («cristo»), participe por el Espíritu Santo de la unción de Jesús, que es el Ungido (el Cristo) por excelencia.
Esta multisecular reflexión sobre la íntima unidad entre Cristo y los cristianos, realizada según el concepto de unción, permite dar un desarrollo teológico a la verdad revelada de que el cristiano está en Cristo y Cristo en el cristiano. Pero lo hace además resaltando no sólo la unidad de consagración -como diríamos hoy- sino también la unidad de misión. El cristiano es un nuevo «cristo» porque participa del don y la misión del único Cristo. En ese sentido, no hay inconveniente en decir que el cristiano es participadamente Cristo, lo cual no dista teológicamente de la fórmula: el cristiano es alter Christus, o incluso ipse Christus. San Agustín, por ejemplo, contemplando a Cristo y la incorporación del hombre a su misterio, dirá: «Alegrémonos y demos gracias a Dios: no sólo somos cristianos, sino que somos el mismo Cristo. ¿Entendéis, hermanos? ¿Os dais cuenta de la gracia que Dios ha derramado sobre nosotros? Asombraos, alegraos: ¡somos el mismo Cristo! Si Cristo es la cabeza y nosotros los miembros, el Hombre total es él y nosotros» (san Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan, 21, 8).
A partir de la época medieval, sin embargo, la reflexión teológica acerca de las relaciones Cristo-cristiano abandona el esquema del christós, y toma como inspiración de fondo el esquema del charákter. De una teología de la unción se pasa a una teología del carácter, y de la consideración del cristiano como ungido, se pasa a la de participante por el carácter en la función sacerdotal de Cristo. Así, pues, de una concepción más trinitaria y pneumatológica del ser del cristiano -como ungido en el Ungido-, se cambia a un esquema racional distinto y quizás intelectualmente más preciso, que acabará imponiéndose. Esto influirá accidentalmente en el uso del apelativo «cristo» referido al cristiano, que será infrecuente a partir de este momento tanto en la teología como en el magisterio. Referida, en cambio, al sacerdote, la expresión alter Christus ha sido utilizada por el magisterio del siglo XX con cierta frecuencia, para exhortar a los sacerdotes a imitar a Cristo sacerdote, a quien representan, y a buscar la santificación personal.
En la tradición espiritual católica, en fin, caracterizada por un esencial cristocentrismo, existen importantes testimonios sobre la identificación del cristiano con Cristo, pero es menos habitual encontrar la denominación «otro Cristo» en su literalidad (no así, en cambio, en cuanto al sentido, pues son frecuentes las expresiones análogas). En la doctrina espiritual de san Josemaria Escrivá, sin embargo, que pone un especial énfasis en la presentación de la vocación bautismal como vocación a la santidad y al apostolado, es frecuente esa explícita denominación. El alter Christus es, en ese contexto, el cristiano que se esfuerza en seguir personalmente a Cristo, dándose como él al cumplimiento de la voluntad del Padre -que es la misión redentora-, que trata de santificarse y de ayudar a la santificación de los demás en el ejercicio de su trabajo y de sus deberes ordinarios, en el lugar que cada uno ocupa en la sociedad.
En la caridad de Cristo, es decir, en su amor al Padre y a los hombres se compendia, en cierto modo, el misterio de su ser y de su misión. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. [...] Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31). Este mandato de amar -que Cristo establece uniendo dos pasajes del Antiguo Testamento (como son los de Dt 6, 4-5 y Lv 19, 18)-, y que suele denominarse «el doble precepto de la caridad», manifiesta la principal enseñanza de la vida de Jesús, y desvela al mismo tiempo, al decir de los exégetas, la característica más propia de su doctrina moral. Vista desde esa perspectiva, la santificación del cristiano, que significa progresiva identificación con el Hijo de Dios hecho hombre y creciente participación en el misterio de su obra redentora, encuentra su propia vía de desarrollo en la unidad de la caridad del cristiano con la caridad de Cristo, es decir, en la integración de nuestra vida y nuestras obras en el dinamismo de su amor filial al Padre manifestado en su amor sin medida a los hombres.
Entendida la caridad cristiana como participación en el amor de Cristo e integración en el dinamismo de su donación a los demás, se muestra como un amor de raíz y sustancia trinitarias: un amor filial a Dios promovido por el Espíritu Santo, que se ensancha fraternalmente como amor al prójimo. El amor de Jesús al Padre en el Espíritu, y el reciproco amor del Padre a Jesús, constituyen el marco teológico y el núcleo vital de la caridad cristiana en toda su extensión. La secuencia lógica para expresarla sería ésta: «como el Padre me amó, así os he amado Yo» (Jn 15, 9), y «como Yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). La conclusión suena así: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. [...] En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13, 34-35). Unos a otros: no sólo a los hermanos en la fe, sino a todos los hombres; buenos y malos, amigos o enemigos, justos e injustos (cf. Mt 5, 45).
«El verdadero discípulo de Cristo -enseñará el Concilio Vaticano II- se caracteriza por b caridad tanto hacia Dios como hacia el prójimo» (LG 42). La caridad, amor mutuo entre los cristianos y amor cristiano a todos los hombres, es signo de identidad de los que siguen a Cristo y ley fundamental de la comunidad de los discípulos. El dinamismo espiritual y vital de la existencia cristiana, que necesariamente desemboca en el mandamiento nuevo de la caridad, puede ser definido por tanto como el dinamismo de la caridad.
En el vocabulario cristiano para expresar ese amor sobrenatural a Dios y a los demás, participado del amor de Cristo, se encuentra el término «ágape», usual en el griego clásico para expresar los afectos, y el término latino «caritas», que utilizará san Jerónimo en la Vulgata. La teología ha pensado tradicionalmente la caridad como virtud teologal y como «forma» o alma de las demás virtudes, y por lo mismo, como sustancia y perfección de la vida cristiana. Sus campos principales de desarrollo han sido, sobre todo, la teología moral y la espiritualidad, interesadas ambas, cada una desde su propio punto de vista, en la reflexión sobre el obrar humano virtuoso y meritorio. Quizás por eso, en el lenguaje corriente, la acepción más común del término caridad como actitud propia y característica de los discípulos de Cristo es la del servicio al necesitado.
Pero la teología de la caridad, contemplada bien como la virtud central de la vida espiritual, o como fuente de la identidad cristiana, o bien, como aquí hacemos, como la sustancia del camino de santificación del cristiano, es más amplia y ha sido objeto de un desarrollo bibliográfico extenso. En tiempos recientes, junto a la ya clásica obra de Gérard Gilleman sobre «el primado de la caridad en la teología moral», y el trabajo de René Coste sobre «el amor que cambia el mundo», se han abierto diversas vías de profundización que contemplan la caridad, e indirectamente la santificación, desde diversas perspectivas teológicas (ver las referencias bibliográficas finales). En el ámbito de la enseñanza magisterial, es importante destacar las enseñanzas de Juan Pablo II sobre la santidad y la caridad, inscritas en su doctrina sobre el misterio de la Iglesia y el ser cristiano, siempre iluminada por la luz del amor de Dios revelado en Cristo (además de las encíclicas que componen el tríptico trinitario: Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem, se pueden confrontar entre otros documentos, las exhortaciones apostólicas Christifideles laici, caps. I y III; Pastores dabo vobis, cap. III; y Vita consecrata, cap. I-IV, así como la Carta apostólica Novo millennio ineunte, caps. III y IV).
La existencia terrena del Hijo de Dios se caracteriza primordialmente por su amor eficaz al Padre y a los hombres, hasta la plena donación. Y por eso: «Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» (LG 41). La caridad operativa constituye, por tanto, como se decía más arriba, la señal más alta de su identidad personal, y así lo ha transmitido unánimemente la gran tradición del pensamiento cristiano.
Su mejor testimonio es quizás la experiencia espiritual de los santos, para quienes vivir unidos a Cristo, identificados con él, significa participar voluntariamente, merced a la gracia, en el dinamismo de su amor al Padre y -a causa del Padre- a todos los hombres. Los santos se saben incorporados al dinamismo de la caridad de Cristo, constantemente manifestada a través de sus obras y revelada de manera definitiva en el sacrificio de la Cruz. «Con Cristo estoy crucificado -confiesa san Pablo-: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mi» (Ga 2, 19-20).
A la luz de la caridad de Cristo y de su dinamismo propio -que nos reconduce a su voluntad humana de cumplir perfectamente la misión recibida-, la santificación del cristiano comporta la voluntad de identificarse con el querer de Dios, es decir, la voluntad de participar eficazmente dentro de la Iglesia en la misión de Cristo, y de mostrar con obras el amor y la misericordia del Padre. Ser cristiano, en cuanto persona llamada a la santidad, presupone, pues, comprometerse personalmente por amor con el desarrollo de la misión salvífica de la Iglesia. «Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. [...] La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de Pablo cuando decía: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1Co 9, 22)» (NMI 40).
«En el cristianismo, el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión ha sido creado el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la "plenitud del tiempo" de la Encarnación, y su meta en la vuelta gloriosa del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en si mismo es eterno» (Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 10). Escondidas en el misterio del Verbo encarnado hay, pues, profundas dimensiones del tiempo del hombre y también, en consecuencia, de nuestra cotidianidad. Si la temporalidad y la cotidianidad humanas han sido plenamente asumidas y santificadas por Cristo, el pensamiento cristiano está legitimado para afirmar que las dimensiones de la temporalidad son también dimensiones de la santidad a la que estamos llamados.
Ninguna realidad creada, tampoco el tiempo, es susceptible de un conocimiento exhaustivo si no es considerada también a la luz del misterio de salvación, del que forma parte a causa del hombre. Para dar razón profunda de su naturaleza, de su presencia y de su significado en el conjunto de la creación, no es suficiente el simple recurso a la concatenación de causas o a las correlaciones entre los diversos elementos, como tampoco lo es la referencia al puro devenir o al azar. Es necesario, por el contrario, subrayar, sobre el fundamento de la verdad revelada, que todo cuanto existe dice, por razón del hombre, íntima relación al amor de Dios revelado en Cristo. En consecuencia, también el significado del tiempo y de la temporalidad debe ser meditado a la luz del designio salvífico, y ponerlo en relación con la santificación de los hombres como hijos de Dios en Cristo.
La dimensión temporal tiene una gran importancia en la historia de la salvación. La identidad de Israel como pueblo reunido, por querer de Dios, en tomo a la elección y a la alianza, dice necesaria referencia al tiempo pasado -tiempo de grandes acontecimientos salvíficos-, pero también al tiempo futuro, en el que se harán realidad las promesas mesiánicas. También, de manera análoga, la revelación neotestamentaria está marcada por la temporalidad. En ella se anuncia que, a través de la Encarnación del Hijo de Dios, ha llegado la hora del cumplimiento de las promesas y el tiempo mismo ha alcanzado su forma plena: ha llegado en verdad la «plenitud de los tiempos» (cf. Ga 4, 4; Ef 1, 10). El presente, en el que ya se participa de la salvación en Cristo, no es simplemente tiempo histórico sino verdadero tiempo de santificación (cf. Ef 5, 16; Col 4, 5), tiempo en tensión hacia su definitiva perfección escatológica, que será alcanzada en el encuentro definitivo del hombre con su Creador.
¿Qué hay en el tiempo del hombre para que pueda llegar a su plenitud cuando es asumido por Dios en Cristo? ¿Qué significa el tiempo del hombre visto desde la perspectiva de la eternidad de Dios, es decir, desde la plenitud del conocimiento y el amor intratrinitario? Considerado desde dicha perspectiva -radicalmente cristiana-, el tiempo humano adquiere ante nuestro entendimiento una dimensión totalmente nueva. Así como el conocimiento y el amor humanos pueden ser asumidos y plenificados en Cristo por el conocimiento y el amor divinos, así también el tiempo del hombre puede ser asumido y plenificado en Cristo por la eternidad de Dios. Esto significa que se ha de meditar la relación entre tiempo y eternidad a la luz de la relación entre amor del hombre y Amor de Dios, y que se ha de meditar la relación entre tiempo y amor del hombre a la luz de la relación entre eternidad y Amor de Dios. El tiempo del hombre se manifiesta, entonces, no sólo como vía de la criatura que se encamina hacia su propio destino, sino también como ámbito de un ofrecimiento amoroso de Dios a la criatura amada, ámbito además de la espera divina a la aceptación de su amor por parte de la criatura, es decir, de su correspondencia como criatura amante. El tiempo del hombre no es, pues, el simple transcurrir de los días y de las horas, sino el lugar de la donación del amor de Dios al hombre y de la espera de correspondencia. Desde este punto de vista se debe decir que Dios, en su amor a los hombres, ha querido vivir el tiempo del hombre, y que en Cristo lo ha asumido enteramente como suyo, y lo ha llevado a plenitud. Desde este punto de vista se puede intuir también cómo el tiempo perdido por el hombre (en amar a Dios, en corresponder a su amor) puede ser «recuperado», como han expresado algunos santos, poniendo en el tiempo presente amor.
Existe, pues, un sentido revelado del tiempo humano que lo pone en relación con el amor de Dios, que espera la correspondencia del amor del hombre. A través de su significado cristiano se puede también entender que el tiempo del hombre es una realidad santificable. La temporalidad humana, bajo el esplendor del Hijo de Dios hecho hombre, manifiesta una nueva y particular grandeza, adecuada a la eternidad que ha entrado en ella. Éste es el horizonte que contempla la teología, en el que trata de internarse siempre más. Un autor espiritual que ha enseñado a convertir las dimensiones de la cotidianidad en dimensiones de santidad, san Josemaría Escrivá, ha escrito: «Equivocaríamos el camino si nos desentendiéramos de los afanes temporales: ahí os espera también el Señor; estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria, ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres hemos de acercarnos a Dios» (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 63).
En algunos ámbitos de la cultura dominante suele contemplarse la vida cotidiana de manera poco positiva: como aquello que, al representar principalmente repetición y monotonía, parece carecer de significados transcendentes. No es ésa sin embargo, conforme venimos diciendo, la concepción cristiana de la vida ordinaria, pues Jesucristo, Hijo del Eterno Padre, ha manifestado al mundo con su existencia humana, santa y santificadora, la plenitud que puede alcanzar el vivir de cada día cuando es visto como un continuo descubrimiento de valores sobrenaturales, como ámbito de encuentro filial con Dios, como cooperación, en fin, en la obra de la creación y de la redención.
El Concilio Vaticano II ha formulado en un texto muy elocuente ese significado de plenitud que Cristo ha dado con su Encarnación a nuestra existencia: «En Él la naturaleza humana ha sido asumida, sin ser por esto aniquilada, y por eso mismo ha sido elevada en nosotros a una dignidad sublime. Con la encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre. Ha trabajado con manos de hombre, ha pensado con mente de hombre, ha obrado con voluntad de hombre, ha amado con corazón de hombre. Naciendo de María Virgen, se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros salvo en el pecado» (GS 22). Cristo ha vivido como propia la vida cotidiana de un hombre de su tiempo, y ha iluminado para siempre la cotidianidad humana. Colmándola con su realidad personal de Hijo, la ha llenado de un nuevo y definitivo significado: la condición humana ha recibido la impronta determinante de la filiación divina. En Cristo no sólo el tiempo humano ha pasado a ser «una dimensión de Dios», sino que también, más profundamente, todo el hombre, todo lo humano, ha entrado en el ámbito de la filiación divina.
En el significado filial de la vida cotidiana de Cristo, escondida durante treinta años en la normalidad de Nazaret, debe el cristiano tratar de descubrir el significado de su propia existencia y de su vocación a santificarla. Estas son sus líneas de fondo: la gloria del Padre, el cumplimiento de su voluntad, la venida del Reino, la salvación de los hombres a través de la propia donación. Y siempre bajo la impronta de la Cruz, que aunque no aparezca materialmente hasta el momento del Calvario, estaba ya presente e intencionalmente en acto durante todos los momentos precedentes de su existencia terrena. La cruz, horizonte permanente de la vida y la misión del Salvador, es también señal que marca el camino de la santificación del cristiano: «Y les decía a todos: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9, 23). En la contemplación del misterio del Crucificado, donde brillan en plenitud todos los significados de su existencia terrena (filiación, misión, glorificación, caridad), se hace también manifiesto ante nuestros ojos el significado de ese tomar nosotros la cruz en la vida de cada día.
Sólo bajo la luz que se desprende de la vida de Cristo, enteramente orientada a la suprema donación del Calvario e iluminada a diario por el misterio de la Cruz, muestra la existencia cristiana la plenitud de su sentido y todo su valor. La gloria y la belleza que resplandecen en el amor crucificado del Hijo de Dios quedan en verdad reflejados, por la gracia, en la perfección, armonía y claridad del amor sacrificado y heroico del cristiano, puesto cada día en juego, pendiente siempre de Dios.
BibliografíaE. ANCILLI (a cura di), Santitá cristiana, dono di Dio e impegno dell'uomo, Roma 1980. A. ARANDA, «El bullir de la sangre de Cristo», en Estudio sobre el cristocentrismo de san Josemaria Escrivá, Madrid 20012. SAN JOSEMARIA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Madrid 2004; ID., Amigos de Dios, Madrid 200430. J.L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984. G. PHILIPS, L'Église el son mystére au Ile Concite du Vatican: Histoire, texte et commentaire de la Constitution «Lumen Gentium», Paris 1968 (ed. esp. Barcelona 1968). O. PROCKSCH, «Agios», en Grande Lessico del Nuovo Testamento, I, Brescia 1965, 234-306. L. RAVETII, La santitá nella «Lumen gentium», Roma 1980. C. SPICQ, Agapé dans le Nouveau Testament, 3 vols., Paris 1959-1966 (ed esp. Madrid 1977). G. THILS, Existence et sainteté en Jésus-Christ, Paris 1982.
A. Aranda
El vocablo «siglo» y más concretamente su antecedente latino saeculum, que en su uso originario tenía una significación exclusivamente temporal, pasó, por influjo de los escritos neotestamentarios, a indicar a la vez un periodo de tiempo y el conjunto de realidades que acontecen y se desarrollan durante ese periodo: los términos «siglo» y «mundo» se aproximaban hasta ser, en gran parte, equivalentes (véase al respecto la voz «Mundo»). Posteriormente, y en contexto ya históricamente cristiano, pasó a aplicarse a la sociedad civil como distinta de la Iglesia y a las realidades o instituciones propias de esa sociedad; de ahí la aparición de expresiones como «ocupaciones seculares», «estilos seculares», etc. El substantivo abstracto «secularidad», de origen reciente, presupone los usos recién mencionados y viene a significar -como otros muchos substantivos con la terminación «dad»- la cualidad propia de la realidad a la que se refieren; en nuestro caso, la cualidad, o la suma de cualidades, que caracteriza y define a lo secular.
Las breves consideraciones etimológicas que acabamos de realizar tienen un interés que va más allá de lo erudito, ya que condicionan el valor que, en nuestro lenguaje y en nuestro modo de pensar, tiene el vocablo «secularidad» y la realidad a la que ese vocablo se refiere. Resultará, por eso, oportuno que analicemos con algo más de detalle la historia recién resumida.
En esa historia influyó decisivamente la aparición del monaquismo que, al implicar un modo de vida caracterizado por el apartamiento del mundo o siglo, provocó o al menos impulsó la consolidación de un lenguaje en el que se distinguía entre lo monástico y lo secular. De otra, con el crecer de la Iglesia y el completarse de su organización se fueron estableciendo -ya desde fines del siglo I- usos y disposiciones sobre la vida de los sacerdotes (celibato, vestido sacerdotal, apartamiento de algunas profesiones o tareas en sí honestas pero no oportunas en quien ejerce el servicio a la unidad de la comunidad cristiana, etc.), hasta llegar a constituir un cuerpo de normas.
Al plantearse situaciones en las que un monje o un sacerdote eran, por una razón u otra, relevados de los compromisos y normas que implicaba la condición monástica o la sacerdotal, y autorizados, en consecuencia, a vivir en conformidad con los usos propios del normal de los cristianos, o sea de los «seculares», la doctrina y la legislación canónicas acudieron a modos de hablar relacionados con esa realidad. Se difundieron así, hasta quedar consagradas en el lenguaje jurídico-canónico, expresiones como «reducción (de un clérigo) al estado laical o secular», «secularización» y otras similares.
En el siglo XVII, y en relación con el conjunto de cambios que implicó el tránsito desde las estructuras medievales a las modernas, el término «secularización» conoció una ampliación de su campo semántico, que tiene, por lo demás, una datación concreta: 1648. En esa fecha, y al redactar el tratado de Westfalia, se acudió al vocablo «secularización» para designar la transferencia a príncipes y autoridades civiles, seculares, de territorios o funciones hasta ese momento atribuidas a autoridades eclesiásticas. A partir de ese momento, el término «secularización» fue empleado cada vez más frecuentemente para designar el o los procesos en virtud de los cuales lo civil y secular afirma su fisonomía y consistencia propia como distinta e independiente de lo eclesiástico.
En ese contexto el racionalismo ilustrado dio un paso adelante presentando ese proceso como una fase más, particularmente resolutiva, de un proceso más amplio en virtud del cual la humanidad, dando por superados los estadios o etapas religiosas, afirma la plena y absoluta mundanidad de la realidad y de la historia. Al dar ese paso, los pensadores ilustrados iban mucho más allá de lo que autoriza la historia, proyectando sobre ella sus personales planteamientos ideológicos. Una interpretación más ajustada a la realidad concreta -y también más conforme a la fe cristiana- es la que sitúa la raíz de esos hechos en la progresiva maduración de la civilización medieval, que, al dar vida a sociedades cada vez más complejas y traer consigo una difusión cada vez mayor de la cultura, también en los ámbitos laicales, provocó una lógica afirmación de la autonomía de lo laical y una paralela reducción de la esfera ocupada por lo eclesiástico.
La contraposición entre esos dos planteamientos se extiende hasta nuestros días. No es éste el momento de proceder ni a un análisis del desarrollo de esa historia, ni a una discusión sobre las cuestiones especulativas implicadas en la ideología secularista, ni a una crítica de sus presupuestos, por lo demás ya ampliamente realizada por numerosos autores. Conviene en cambio señalar que ambas posiciones dan origen a la aparición o difusión de dos vocablos. La primera al substantivo «secularismo», entendiendo por tal el planteamiento que propugna una separación radical entre lo secular y lo religioso. La segunda, al vocablo «secularidad» como término que permite expresar de forma a la vez emblemática y breve ese valor no sólo humano sino cristiano de las realidades seculares.
Llegados a este punto podemos definir la secularidad como «aquella actitud de espíritu y, en su raíz, aquella forma de entender el mundo y la historia que afirma a la vez tanto la consistencia y el valor de las actividades y realidades seculares, como la apertura del mundo a la trascendencia, evitando todo bloqueo de la conciencia en una visión cerrada del mundo» (J.L. Illanes, Historia y sentido, 194).
Dicho con otras palabras, el vocablo «secularidad» aspira a marcar distancias frente a dos posiciones, encontradas e incluso antitéticas entre sí, pero ambas rechazables:
a) De una parte, la añoranza de etapas pasadas, como si la historia debiera volver al tipo de relaciones entre sociedad e Iglesia que caracterizó a la cristiandad medieval; asi como, a nivel especulativo o teorético, el integrismo y el fundamentalismo; es decir, los planteamientos según los cuales la fe religiosa aspira a imponerse de modo rígido, y en ocasiones incluso violento, excluyendo todo diálogo con los saberes humanos y con las mudables circunstancias históricas.
b) De otra, el secularismo en el sentido antes mencionado y, en términos más amplios, los planteamientos que reducen la fe y la religión a cuestión de sentimientos o de creencias meramente subjetivas y niegan en consecuencia toda relevancia de lo religioso respecto de la verdad de las cosas y, por tanto, respecto del debate público y del diálogo cultural.
Positivamente, la secularidad -el término «secularidad» y la realidad a la que remite- está relacionada con uno de los dogmas cristianos fundamentales: el de la creación. La comprensión del universo como realidad surgida del acto creador de Dios implica, en efecto, tres notas complementarias:
1º) La verdad y consistencia de lo creado. Cuanto nos rodea no es el fruto de un espejismo o de un engaño, sino un conjunto de seres reales, a los que Dios ha dotado de ser y, en su caso, de vida, caracterizados todos y cada uno de ellos por unas propiedades, unas leyes y una naturaleza que los definen, y que Dios mismo invita a respetar.
2º) La centralidad del hombre en el conjunto de la creación material. Los seres materiales no han sido creados por y para sí mismos, sino como realidades que se ofrecen al hombre en orden al efectivo desarrollo de su ser y a la efectiva consecución de su destino. El hombre posee, en coherencia con el designio creador de Dios, un dominio sobre la creación, que le permite físicamente y le legitima éticamente para servirse de los seres materiales ordenándolos a sus propios fines. Si bien -unimos así este principio con el antes enunciado- ese dominio no debe ser despótico, sino respetuoso con la naturaleza concreta de los diversos seres.
3º) La ordenación a Dios de la totalidad de lo existente. El conjunto de los seres, que viene de Dios, a Dios se ordena: el mundo no es un universo cerrado sobre sí mismo, sino el fruto de una acción por la que Dios, llamando al ser a la totalidad de lo creado, lo ordena a un fin, concretamente, a la realización de la plena comunión con Él de los seres espirituales. Referir las cosas a Dios no es ordenarlas a una realidad extrínseca a ellas y, en consecuencia, violentarlas, sino referirlas a la fuente y razón de su existencia y, en consecuencia, contribuir a su realización en plenitud.
Las consideraciones esbozadas se completan si tenemos presente otro de los núcleos básicos de la fe cristiana: el dogma sobre la redención, que presupone la experiencia del mal y de la ruptura, poniéndolas en relación con la realidad del pecado y manifestando a la vez -éste es precisamente el punto decisivo- que el pecado ha sido vencido por el acto redentor de Cristo. Y, en consecuencia, que al hombre -redimido por Cristo- le es posible superar la tentación del egoísmo y las ansias de autoafirmación y de dominio, y en consecuencia, usar de las realidades terrenas de modo ético y racional, es decir, en conformidad con su propio ser y en servicio de quienes le rodean y del conjunto de la humanidad.
La secularidad está, en suma, íntimamente relacionada con la comprensión de la autonomía de las realidades temporales, tal y como la expone la Constitución Gaudium et spes en un pasaje que cabe citar a modo de síntesis, ya que aspira precisamente, de modo análogo a lo que hemos hecho en los párrafos que preceden, a poner de manifiesto la intima unidad que existe entre la afirmación de Dios y el reconocimiento de la densidad y valor de lo creado:
-«Si por autonomía de lo temporal quiere decirse que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras». Ese modo de hablar implica, en efecto, no sólo un olvido de la centralidad de Dios, sino también un desconocimiento de la dignidad de la creación en cuanto tal, ya que «la criatura sin el Creador desaparece» y «el olvido de Dios» provoca que la verdad de las criaturas quede «oscurecida».
-En cambio «si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar adecuadamente, la exigencia de autonomía es absolutamente legítima». Más aún, dotada de validez universal, puesto que «responde a la voluntad del Creador»: «por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden y de unas propias leyes, que el hombre debe respetar» (GS 36).
La voz «secularidad» se introdujo para indicar, como ya hemos ampliamente señalado, el valor humano y cristiano de las realidades temporales. En momento posterior, y cuando esa primera y básica significación se habla ya consolidado, se acudió también a él en un contexto diverso, aunque íntimamente relacionado: la reflexión sobre la misión del cristiano y especialmente sobre la vocación y la experiencia laicales, es decir, la de los cristianos corrientes llamados a realizar su vocación cristiana en medio del mundo, más aún, en y a través de las ocupaciones seculares.
El recurso al vocablo «secularidad» en el sentido que acabamos de indicar se hizo frecuencia en la teología de mediados del siglo XX, recibiendo un respaldo magisterial en el Concilio Vaticano II, concretamente en la Constitución Lumen gentium, en cuyo número 31 se afirma que la «índole secular* es propia y peculiar de los laicos, En la medida en que el ideal cristiano implica una valoración positiva de las realidades temporales e impulsa a relacionarse con ellas en conformidad con esa valoración, es obvio, sin embargo, que la secularidad se puede predicar de todo cristiano y de la Iglesia en su conjunto. Así lo hizo, en efecto, Pablo VI en un discurso pronunciado en 1972, donde habló de «dimensión secular de la Iglesia», poniendo en circulación una fórmula que tuvo pronta difusión.
La afirmación de Pablo VI recién mencionada, citada por entero, suena así: la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular, inherente a la intima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado» (Discurso a miembros de Institutos Seculares, 2.II.1972: AAS 64, 1972, 208). Así como en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, se unen la naturaleza divina y la humana; así la Iglesia, que tiene una finalidad trascendente, no se desentiende de lo humano, sino que dirige su mirada hacia el hombre visto en la totalidad de sus aspiraciones y necesidades y, por tanto, hacia el mundo con el deseo de que, también en los órdenes seculares o temporales, reverberen la luz, la verdad y la vida que proclama el Evangelio.
La atribución a la Iglesia de una «dimensión secular» no tiene, pues, un alcance puramente sociológico, sino clara y decididamente teológico. La Iglesia no sólo vive en el seno de un mundo y de una historia en la que se suceden pueblos y civilizaciones, sino que es consciente de haber sido enviada a esos pueblos y a esos hombres para anunciarles -con la palabra y con las obras, con el testimonio y con la acción- la vida de la que ella misma vive. La afirmación de una dimensión secular de la Iglesia subraya que todo cristiano, sea cual sea su peculiar estado y vocación, debe sentirse abierto al mundo, al que debe mirar con el amor con que Dios lo mira. Ningún cristiano puede desentenderse del mundo, de sus problemas y de sus avatares, ya que el mundo, la salvación del mundo, la comunicación al mundo de la luz y la verdad de Cristo, con todo cuando eso implica y reclama, conforma la misión de la Iglesia y, por tanto, la de todos y cada uno de sus miembros.
Es obvio a la vez que la participación de cada cristiano en esa misión común será diversa según la vocación que cada persona reciba y las tareas que esté llamada a desempeñar. Así lo indicaba ya Pablo VI en el discurso antes citado, en el que, inmediatamente después de haberse referido a esa dimensión secular, y de atribuirla al conjunto de la Iglesia, advierte que «se realiza de formas diversas en todos sus miembros». Después de una amplia reflexión teológica que, partiendo del Concilio Vaticano II, llegó hasta el Sínodo de los Obispos de 1987, la Exhortación apostólica Christifideles laici, promulgada por Juan Pablo II en 1988, vuelve sobre el tema formulando el mismo pensamiento, aunque con un lenguaje más técnico, acudiendo a los vocablos «modalidad» y «modalizar»: la dimensión secular se «modaliza», es decir, adquiere «modalidades específicas de actuación y de función» según la condición y vocación de los diversos miembros de la Iglesia (ChL 15).
Detallar todas y cada una de esas modalidades es tarea ímproba, dada la variedad de posibilidades y situaciones. Limitémonos pues a indicar que, en términos generales, cabe distinguir dos grandes conjuntos o series de vocaciones, a las que -con terminología ya consagrada- podemos designar como vocaciones seculares y vocaciones religiosas.
Por vocaciones seculares se entienden aquéllas que, reafirmando la condición nativamente secular del ser humano -todo hombre y toda mujer nacen en el seno de una sociedad-, orientan a quienes las reciben a una vivencia expresa y formal de lo secular, más aún, a su santificación. Tal es el caso de los sacerdotes diocesanos o seculares, cuya dedicación al ministerio reclama la renuncia a toda actividad que pueda dificultar las tareas sacerdotales, pero no implica, de por sí, un apartamiento de la sociedad civil y de las condiciones de vida que a esa sociedad le son propias. Asi como, y muy especialmente, el de los laicos o seglares en los que la dimensión secular tiene carácter de «índole», es decir, de dimensión de algún modo definitoria, ya que a ellos les «pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales», contribuyendo «desde dentro del mundo, y a modo de fermento, a su santificación» (LG 31 y ChL 15).
Las vocaciones religiosas implican, en cambio, un apartamiento del mundo y de la sociedad secular y de su modo ordinario de vida, aunque, ciertamente, en grados muy diversos, dada la amplia gama de realización que esa vocación conoce: desde el monaquismo hasta las modernas congregaciones religiosas y otras instituciones posteriores, pasando por las órdenes mendicantes o las de clérigos regulares. El apartamiento del mundo no constituye, por lo demás, una realidad que se sustente sobre si misma, sino que está unido a razones o motivaciones profundas: la búsqueda de Dios en la soledad y el silencio, la predicación, la realización de obras de beneficencia o enseñanza... Está, sin embargo, siempre presente, en uno u otro grado, en la vocación religiosa; más aún, su publicidad canónica, y en una u otra medida sociológica, con la visibilidad que de ahí deriva, es lo que hace posible que la vida religiosa proporcione -como subraya el Vaticano II- «un preclaro e Inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas» (LG 31; ver también Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 26 y 33).
Forzando un poco los términos, ya que las dimensiones constitutivas de la condición cristiana están presentes en todas las vocaciones y posiciones eclesiales, puede decirse que la vocación secular subraya la inmanencia de la gracia, la capacidad que la gracia posee para sanar desde dentro no sólo el corazón humano, sino también las tareas -incluidas las terrenas y temporales- que el hombre está llamado a realizar; la vocación religiosa manifiesta en cambio la trascendencia, más allá de toda realización terrena, de la meta o fin al que el ser humano está llamado. Ambas vocaciones se nos presentan, pues, como distintas, pero no contrapuestas sino complementarias, contribuyendo, cada una desde su propia perspectiva, a manifestar y realizar la misión de salvar al mundo que la Iglesia, unida a Cristo y vivificada por el Espíritu, está llamada a realizar.
BibliografíaJ.L. ILLANES, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973, cap. 1; Historia y sentido. Estudios de teología de la historia, Pamplona 1997, cap. 8; Laicado y sacerdocio, Pamplona 2001, caps. 6 y 8. S. PIÉ-NINOT, «Aportaciones del Sínodo de 1987 a le teología del laicado», Revista Española de Teología 48 (1988) 321-370. E. REINHARDT, «La legitima autonomía de las realidades terrenas» Romana 15 (1992) 323-335. G. THILS, «La actividad humana en el mundo», en Y.M. CONGAR y M. PEUCHARAUD, La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid 1970, 2, 352-363.
J.L. Illanes
El siglo XX ha sido escenario de la recuperación del sensus fidei como categoría teológica fundamental. Esta revalorización se ha producido desde una doble perspectiva. Por un lado en el campo de la evolución del dogma, para justificar la promulgación de los últimos dogmas marianos, como apoyo al ejercicio del magisterio del Papa; pero ello significaría reducirlo a momentos puntuales o provocar el rechazo protestante como cobertura ideológica de las decisiones de los pastores. Por otro lado se ha planteado como equivalente de la opinión pública, de las tendencias sociológicas o de los contrapesos democráticos; pero ello significa introducir criterios hermenéuticos ajenos al método teológico, que podrían llegar a utilizarlo como alternativa al Magisterio, con lo cual se le situaría en una línea opuesta a su sentido genuino.
La teología actual no ha llegado a encontrar una interpretación satisfactoria, aunque se puede detectar sin embargo la sedimentación de su función epistemológica. Para captar su relevancia teológica debe ser situado en su lugar exacto. Éste queda determinado desde una triple coordenada: el dinamismo de la revelación y de su transmisión histórica; la estructura de la fe en sus dimensiones e implicaciones antropológicas; el seno vital de la comunión eclesial en la pluralidad y equilibrio de carismas y ministerios.
Dada la fluidez de la terminología, que se refleja en el uso de los teólogos, conviene precisar desde un principio el sentido de tres expresiones que se exigen y se complementan recíprocamente. Así, el sensus fidei designa una capacidad personal de cada bautizado para penetrar de modo connatural, y con la ayuda del Espíritu, en las conexiones Internas y en la profundidad del misterio cristiano. El sensus fidelium designa la función eclesial del testimonio propio del conjunto de los creyentes, que no sería posible sin la capacidad previa de cada uno. Y cuando se da un acuerdo moral del conjunto de los creyentes en el seno de la Iglesia se puede hablar de consensus fidelium.
Para fijar de modo preciso el concepto hay que partir del significado de sensus en su estrecha vinculación con la fides a la que se refiere.
En sentido profano sensus designa una facultad o capacidad para captar de modo concreto la realidad. Se trata de un saber de carácter espontáneo, directo, existencial, que supone la unidad de dimensiones del sujeto y un contacto efectivo con la realidad. Implica una visión unitaria del proceso de conocimiento en cuanto diálogo con la realidad. Ello implica evitar dualismos epistemológicos: concebir el sujeto como meramente pasivo o receptivo que no tuviera en cuenta el dinamismo global de la persona (con sus experiencias previas, sus afectos y emociones, su trasfondo simbólico e imaginario, sus expectativas...); una separación tajante entre el momento sensible (que sería superficial y externo) y el intelectivo (que accedería a lo esencial y universal); privilegiar lo teorético a partir de lo cual se iniciaría un proceso deductivo de aplicación a lo concreto.
Se trata más bien de un conocimiento (o, mejor aún, de una sabiduría experiencial) que acontece en la lógica vital de la existencia y que se produce, en expresión de santo Tomás, no por conceptos o por razonamiento, sino por inclinación o por simpatía, por congenialidad y connaturalidad. Se encuentra en la línea de la phronesis de Aristóteles o del illative sense de Newman. Ello supone reconocer la diferencia y la tensión creativa entre un nivel preconceptual o antepredicativo (que busca modos diversos de objetivación o de expresión, los cuales quedan siempre por debajo del contenido de la experiencia fundamental) y la formulación conceptual y sistemática. Seria no obstante insuficiente reducirlo a instinto, intuición o sentimiento, más aún situarlo en el reino de lo irracional o emocional.
El sensus de la fe brota del dinamismo interno de ésta en cuanto busca comprensión e interpretación desde la situación concreta del creyente: no identificar nuevas verdades ni fijar sistemáticamente la doctrina, sino una penetración personal en la realidad del misterio cristiano en cuanto capaz de hacerse vida en la experiencia concreta. El sensus fidei se alimenta por tanto de la autenticidad de la fe y de la capacidad del sujeto a quien el Espíritu hace capaz de descubrir y de «dejarse afectar por» el mismo Dios que se revela y que salva. En este horizonte gracias al sensus fidei la fe se convierte en acontecimiento.
El Nuevo Testamento ofrece elementos suficientes en esta dirección. San Pablo habla de una iluminación, una sabiduría espiritual o una capacidad de penetración en la realidad salvífica (cf. 1Co 2, 16; Flp 1, 9; Ef 1, 17-19). De modo especial la teología joánea de la fe destaca la acción del Espíritu que acompaña al creyente en una profundización progresiva de la verdad del misterio revelado (Jn 14, 17; Jn 16, 12-15; 1Jn 2, 20-21.27). La tradición patrística hablaba con naturalidad de los «ojos del corazón» (siguiendo a san Pablo: Ef 1, 18), «ojos del espíritu», «ojos de la fe» que competían a todos los creyentes, y cuyo testimonio unánime era considerado como criterio de la autenticidad y de la verdad de una afirmación de fe.
Tras un oscurecimiento o una reducción de sus presupuestos, se fueron creando las condiciones para que el sensus fidei mostrara toda su relevancia: la renovación eclesiológica (gracias, especialmente a Mohler, Newman, Scheeben), la revitalización de la pneumatología, la profundización en la dinámica de la tradición, el redescubrimiento del protagonismo de los laicos... Todo ello hizo posible su reconocimiento explicito por parte del Vaticano II (especialmente LG 12 y DV 8-10), que ofrece no sólo las coordenadas fundamentales ya mencionadas sino también su función en la epistemología teológica.
1. La revelación debe ser considerada desde el dinamismo de una comunicación personal, que arranca de la interpelación de Dios para encontrar al ser humano en su historia concreta. Este encuentro se ha de prolongar en un proceso de transmisión hasta el fin del tiempo, expresándose de modos diversos según circunstancias y tiempos. La revelación ha de ser por tanto mediada por los protagonistas humanos. En esta tarea el Espíritu hace que la totalidad de los fieles no se equivoque y que avance en la profundización del misterio salvífico revelado. De este modo la revelación se orienta a su realización existencial y a su recepción permanente de modo vivo.
Este proceso implica un momento primario de aceptación y de fidelidad a la Palabra de Dios. Pero ningún creyente debe ser considerado a este respecto como receptor pasivo, sino que su subjetividad se integra en el dinamismo propio de la revelación y de la tradición. Esta responsabilidad de cada bautizado no deriva de la jerarquía. El proceso de apropiación básico y comprensivo de la revelación se produce por parte de todos, aun antes de cualquier distinción en la Iglesia, sin que ningún grupo o ministerio pueda levantar ninguna pretensión absoluta o exclusiva sobre la Revelación. La Palabra de Dios, que es viva y capaz de regenerar al ser humano (1P 1, 23; St 1, 18), llega a ser algo tan íntimo y espontáneo, que se hace narración desde la biografía de los creyentes, en virtud de la cual la memoria del pasado desvela toda la fuerza de posibilidades que brota de la revelación. El sentido de la fe se muestra de este modo como un órgano humano para que la revelación se haga vida y experiencia salvífica.
2. La revelación alcanza su objetivo cuando se produce el encuentro entre la gracia de Dios y la respuesta humana. La fe es siempre evento personal, fruto de un encuentro entre personas. Por ello la fe hace posible que la revelación tenga relevancia histórica y penetre las diversas dimensiones de la existencia humana. Esa fe hace brotar desde sí misma el sensus que facilita su despliegue en diversidad de concreciones existenciales.
La mediación de la revelación que acontece en la fe no se agota en la tarea de comunicar proposiciones verdaderas sino en expresiones que, desde la fidelidad a la interpelación divina, correspondan a la situación histórica, a la expectativa existencial y a los imperativos vitales. La confesión de fe, el testimonio creyente, la celebración litúrgica, el sentimiento de piedad, la expresión artística, las manifestaciones públicas del culto, la relación personal con Dios y con los otros... son ámbitos en los que el sensus fidei; da figura, carne y savia a la revelación.
El sensus fidei no puede identificarse o confundirse con el lumen fidei, que se sitúa a un nivel previo, transcendental. Lo complementa y le da concreción, pero supone la fe ya constituida que busca y aspira a mostrar su repercusión antropológica. Ha de moverse siempre en un horizonte teologal, es decir, no puede desbordar el marco del lumen fidei, pero ha de hacer patente que la fe es capaz de construirla personalidad cristiana del ser humano en su biografía concreta. En este dinamismo la acción del Espíritu se manifiesta no sólo en algunos (teólogos y obispos) sino también en profetas, místicos, santos, reformadores, madres de familia, trabajadores, laicos y personas cultas e incultas... La unción del Espíritu puede hacer que todos y cada uno de ellos alcancen una inteligencia de la fe siempre nueva y renovada. La fe, de este modo, siendo siempre la misma por su origen y contenido, se realiza en modulaciones diversas que se enriquecen recíprocamente.
La fe por tanto no debe ser entendida de modo exclusivo o unilateral como proposiciones que deben ser afirmadas, o como un depósito estático carente de toda historicidad. Es relación personal y por tanto vida en movimiento, que desborda los conceptos adquiridos y establecidos y las formas ya configuradas. Por eso aspira permanentemente a una penetración cada vez mayor y a una expresión cada vez más rica y variada. El sentido de la fe se sostiene sobre una estructura bipolar propia de la comunicación típica de la revelación: el contenido de la fe (fides quae) de la comunidad de creyentes sostiene la fe del individuo (fides qua), que a su vez hace posible la ulterior existencia de una fe que no puede ser más que comunitaria y eclesial (fides quae).
3. De este modo se impone la tercera de las coordenadas mencionadas: la Iglesia. A la misión de la Iglesia corresponde mediar la revelación con frescura siempre nueva a cada una de las generaciones humanas. Porque la revelación misma -en cuanto se hace acontecimiento histórico como tradición- hace surgir la Iglesia -en cuanto comunión de creyentes- para que siga resonando y actualizándose la comunicación personal del Dios que se revela y salva.
Por ello al Pueblo de Dios en su conjunto corresponde realizar el acto fundamental de vivir la fe, y por ello expresarla en palabras, elaborada doctrinalmente, simbolizada celebrativamente, vivirla como posibilidad de realización humana, formulada de modo vinculante, desplegada en la cotidianeidad de la existencia, en definitiva ofrecerla con la autoridad que proviene del mismo acontecimiento fundador. El Espíritu, co-fundador de la Iglesia, garantiza la fidelidad y la creatividad, la unidad y la diversidad.
Desde este punto de vista no sería adecuado distinguir de modo simplista entre infalibilidad activa y pasiva (o, de otro modo, in docendo e in credendo). Es la comunidad eclesial en cuanto tal la que goza de la infalibilidad de la que el divino Redentor quiso dotar a su Iglesia (LG 25). Por ello se espera de todos los fieles «el testimonio de aquella tradición apostólica que es el apoyo en el que se sostiene la definición de cualquier doctrina» (Newman).
La dimensión carismática y la realidad comunional de la Iglesia exige la participación de todos, pero a la vez una responsabilidad diferenciada. Dado que hay carismas diversos y que la comunión está estructurada, se debe hablar de fidelium et pastorum conspiratio. El sensus fidelium, que incluye también a los pastores, puede reivindicar cierta prioridad por ser más completo en su testimonio de la verdad, ya que afecta a la totalidad de la vida creyente y de sus dimensiones. En este sentido el magisterio de los pastores autorizados necesita del estímulo, de la experiencia y del testimonio global del sensus fidelium (tanto en sentido diacrónico como sincrónico). Pero a la vez el sensus fidelium necesita del ministerio de verdad y de garantía apostólica del magisterio El sensus fidelium y el magisterio son dos funciones de la inteligencia de la revelación que va realizando la Iglesia en su tradición viva. La jerarquía y los laicos reconocen su fe apostólica y católica en las prácticas concretas de piedad, en las definiciones dogmáticas, en los análisis de los teólogos, en las decisiones prudenciales de los pastores, en las escuelas de espiritualidad, en las costumbres devocionales, en los usos litúrgicos...
En definitiva el ámbito y objeto del sensus fidei es el evento revelador y salvífico de la autocomunicación de Dios en la historia. Y resulta necesario en virtud del dinamismo que vincula la revelación y la fe, la fe del individuo y la fe de la comunidad eclesial, la fides qua y la fides quae, la memoria de la tradición y la concreción de las tradiciones.
BibliografíaJ.J. BURCKHARD, «Sensus fidei: Theological Reflection since Vatican II: I. 1965-1984; II. 19851989», The Heythrop Journal 34 (1993) 41.59; 123-136. L.M. FERNÁNDEZ DE TROCONIZ, «Sensus fidei»: lógica connatural de la existencia cristiana. Un estudio del recurso al «sensus fidei» en la teología católica de 1950 a 1970, Vitoria 1976. J.H. NEWMAN, Consulta a los fieles en materia doctrinal: documento Newman-Perrone de 1847 sobre la evolución del dogma y documento Newman-Flanagan de 1868, Salamanca 2001. J. SANCHO BIELSA, Infalibilidad del Pueblo de Dios. «Sensus fidei» e infalibilidad orgánica de la Iglesia en la constitución «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II, Pamplona 1979. D. VITALI, Sensus fidelium. Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede, Brescia 1993.
E. Bueno