Diccionario de Teología


OraciónOrden (sacramento)


Oración
I. PREMISA
II EL TÉRMINO «ORACIÓN»
III. NOCIÓN DE ORACIÓN
   1. La oración, diálogo con Dios
   2. Alianza con Dios
   3. Falseamientos de la oración
IV. LA ORACIÓN EN LA REVELACIÓN
   1. En el Antiguo Testamento
   2. En el Nuevo Testamento
   3. En la tradición patrística
V. LA PRÁCTICA DE LA ORACIÓN
   1. Disposiciones
   2. Cualidades
   3. Formas de la oración
   4. Expresiones de la oración
   5. Las facultades humanas en la oración
VI. VIDA DE ORACIÓN Y TIEMPOS DEDICADOS A LA ORACIÓN
   1. Vida de oración
   2. Tiempos de oración mental
Orden (sacramento)
I. CRISTO INSTITUYE ESTE SACRAMENTO
II. EL RITO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
III. LA GRACIA Y EL CARÁCTER, EFECTOS PROPIOS DE ESTE SACRAMENTO
IV. EL SER DEL SACERDOCIO MINISTERIAL
V. DIVERSIDAD DE MINISTERIOS EN LA UNIDAD SACRAMENTAL
VI. LAS FUNCIONES MINISTERIALES AL SERVICIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL

 «    Oración    » 

I. PREMISA

Este artículo se centra en la oración cristiana. De un modo u otro la oración se da en todas las religiones, pero sólo se puede hablar de oración con propiedad donde se reconoce la verdad de un solo Dios personal y trascendente que se ha manifestado al hombre, y la verdad sobre el hombre mismo, varón o mujer, como persona libre creada por Dios e invitada al diálogo con Él (cf. GS 19). Esta verdad resplandece plenamente en Cristo. Por eso la fe cristiana constituye el fundamento más perfecto de la oración.

II EL TÉRMINO «ORACIÓN»

Del latín oratio: lenguaje, discurso. Algunos ponen su etimología popular en osoris (boca). Tertuliano (siglo II) en su obra De oratione (PL 1, 1149-1194) emplea orare como equivalente al griego (homileó), que significa tratar a alguien, generalmente conversar, término que Clemente de Alejandría (siglo II) aplica a la petición a Dios (eukhe; en latín prex-precis), para distinguirla de las peticiones de los paganos: «La plegaria es una conversación (homilía) con Dios» (Stromata VII, 7: PG 9, 455). En algunas lenguas modernas el término principal y más frecuente para designar este trato con Dios ha quedado ligado a prex, esto es, a la idea de pedir (priére, en francés; prayer en inglés; preghiera en italiano); en castellano, en cambio, el término principal es «oración», que refleja de modo más completo que «petición» la naturaleza del acto.

III. NOCIÓN DE ORACIÓN

El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 1992, expone ampliamente la oración en la parte IV. Para definirla, cita las palabras de san Juan Damasceno (siglo VIII): «La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes» (De fide orthodoxa, 3, 24)» (CCE 2559). Esta definición se compone de dos más antiguas: la primera parte procede de Evagrio Póntico (cf. De oratione, 3, obra atribuida a san Nilo hasta época reciente), y la segunda de san Basilio (cf. Hom. in mart. Iulittae, 3). Evidentemente, la primera abarca a la segunda: la petición es una forma de elevar el alma a Dios.

1. La oración, diálogo con Dios

Esta «elevación del alma» es, en realidad, «una respuesta» (CCE 2561) del hombre a Dios que le ha hablado primero, de modo que la oración «se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, intimo y profundo entre el hombre y Dios» (OF, 3).

Dios ha hablado al hombre manifestándose en la creación: todas las cosas creadas han sido «dichas» por Él (cf. Gn 1, 3; Sal 33, 6.9), por medio del Verbo y en el Verbo (cf. Jn 1, 3; Col 1, 16), y son como palabras que esperan una respuesta de alabanza y de acción de gracias. Se ha manifestado también, de manera superior, en la revelación histórica, comenzada en el Antiguo Testamento y coronada en Jesucristo, el mismo Verbo de Dios encarnado para salvarnos, «Palabra definitiva del Padre» (CCE 73) que pide la respuesta de «la fe que obra por la caridad» (Ga 5, 6). La oración cristiana no se reduce, sin embargo, al asentimiento de fe a la revelación pública sino que se edifica a partir de ella, porque «con esta revelación, el Dios invisible en su inmenso amor habla a los hombres como a amigos y se entretiene con ellos, para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él» (DV 2): se dirige al corazón de cada creyente que está en comunión con Él por la fe viva, le da luces y mociones para que entienda su Palabra, descubra su Voluntad y la realice libremente en su vida. Recibir estas luces, atender a estas mociones, responder a ellas, pedir nueva claridad y nueva gracia para conocer y amar a Dios, estrechar la amistad con Él y servir personalmente a sus planes de salvación, esto es ya oración, diálogo personal con Dios.

El modelo trascendente de este diálogo es el del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, en el seno de la vida intima del «Dios que es amor» (1Jn 4, 8). En ese diálogo divino no hay confusión ni separación de las Personas. El Padre está ante el Hijo y el Hijo ante el Padre, pero también el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre (cf. Jn 14, 10-11; Jn 17, 21). La oración («hace oración») es un tomar parte en ese diálogo de la vida intratrinitaria que «compenetra al» cristiano con Dios. Análogamente a como un hijo, al crecer; estrecha los lazos con sus padres mediante el trato afectuoso con ellos, así también mediante la oración crece la intimidad con Dios del cristiano que ha sido hecho hijo suyo en el bautismo. La oración es un acto de conocimiento amoroso de Dios que constituye la expresión consciente y libre más propia de la vida en comunión con las Personas divinas. «Por medio de la oración el cristiano participa de la vida divina» (DVi 65). Se comprende que en un cristiano con uso de razón, la oración sea necesaria para la santidad.

2. Alianza con Dios

«La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre» (CCE 2564), alianza que se realiza por medio de Jesucristo hombre, mediador entre Dios y los hombres (cf. 1Tm 2, 5). La oración incluye el deseo sincero de poner por obra la Voluntad de Dios «en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (CCE 2564). Si se rechazara lo que Cristo enseña y quiere -su doctrina y sus mandamientos- no seria auténtica (cf. CCE 2562; Lc 6, 46). La oración cristiana no se reduce a la simple invocación, ni a la meditación especulativa. Tampoco basta oír lo que Dios dice, sino que es preciso obedecer (ob-audire), asumirlo en la propia vida. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11, 28). Sólo entonces se da un verdadero dialogo de hijos de Dios con su Padre. Un dialogo que santifica y perfecciona al cristiano, anticipando de algún modo el encuentro definitivo con Dios en la gloria. «Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara» (1Co 13, 12) y «seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 2).

3. Falseamientos de la oración

En algunas vertientes del pensamiento moderno que, de un modo u otro, niegan la posibilidad de un diálogo personal del hombre con Dios, se han avanzado explicaciones de diverso tipo que deforman el hecho de la oración. Mencionamos sólo algunos ejemplos. Para I. Kant la oración es hablar con uno mismo, no con Dios, y su sentido se reduce a mantener despierta la intención moral (cf. Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, c.4, p.2.ª, anotación general 2). Esta reducción será trágica en el ateísmo de L. Feuerbach para quien el hombre, en la oración, «contempla el propio sentimiento como el ser supremo, divino» (cf. Das Wesen des Christentums, c.13) y de este modo «se desdobla en dos seres; establece un diálogo consigo mismo, con el propio corazón» (ibid). K. Marx llegará más lejos, reprochándole haberse quedado en explicarla religión, en vez de eliminarla como «producto social» alienante (cf. Thesen über Feuerbach, 7 y 11). Para S. Freud, en otra línea, la oración es una ilusión originada para satisfacer deseos profundos de la humanidad (cf. Die Zukunft einer Illusion). Semejantes distorsiones de la oración -fruto de prejuicios cuya inconsistencia ha sido puesta de manifiesto (cf. C. Fabro, La preghiera nel pensiero moderno, Roma 1979, caps. 3 y 4)- han dejado en la cultura el lastre de un recelo. La oración es vista a veces como un repliegue en la propia intimidad o una huida de los problemas reales. «¡Reza, pobre infeliz, reza!», dicen en Madre Coraje de Bertolt Brecht (escena XI) a la joven Kattrin que, en circunstancias dramáticas, se encuentra ante la alternativa de salvar una entera ciudad haciendo lo que está en sus manos, o quedarse inactiva, «rezando», para que Dios la salve del peligro. Detrás de la alternativa late la acusación de que la oración no afronta los problemas. Una acusación que ignora la verdad de que el amor a Dios y el trato con Él «remite constantemente al amor del prójimo» (OF 13) con obras de servicio, incluso hasta dar la vida como Cristo. Una acusación, por tanto, que no afecta a la auténtica oración cristiana. Comprendida como un diálogo personal con Dios, la oración representa la mayor afirmación de la grandeza de la persona humana, porque la lleva a la maduración de las posibilidades más intimas de su libertad y a construir la historia de acuerdo con su dignidad (cf. NMI 33).

IV. LA ORACIÓN EN LA REVELACIÓN

Veamos ahora las fuentes de esta noción de oración en la Sagrada Escritura y en la tradición patrística.

1. En el Antiguo Testamento

La raíz hebrea que se traduce por orar es 'tr, íntimamente relacionada con «sacrificar» (Ex 8, 4.25 y Ex 9, 28; Os 3, 5 y Os 5, 6). Este verbo aparece raras veces en el Antiguo Testamento. Mucho más frecuentes son otros vocablos como «llamar» (qara') a Yahwéh (Dt 5, 9; 1R 8, 43; Jr 11, 14; etc.), «suplicar» (hit annen) (Os 12, 5; Jb 9, 5 y Jb 19, 16; Si 13, 3), «alaban, «bendecir» y «agradecer» (hillel, todah) (Sal 100, 1; Is 51, 3; Jr 30, 19), «aplacar» el rostro de Yahwéh (illah [panim], literalmente «rozar») (Ex 32, 11; 1S 13, 12; Dn 9, 13; etc.). Por lo que se refiere a los gestos, los más frecuentes son postrarse o inclinarse profundamente (cf. Gn 18, 2; Gn 19, 1), arrodillarse (cf. 2Cro 7, 3, 2Cro 29, 29; Sal 22, 30), extender las manos o levantarlas (cf. Is 1, 15; Sal 28, 2).

Comparada con la oración en otras culturas, la del pueblo del Antiguo Testamento es radicalmente nueva porque se apoya en la novedad de la revelación divina y de la alianza. No es un monólogo ante una divinidad sorda y muda, como en las religiones paganas, sino escucha y respuesta a la Palabra del Dios único, vivo y verdadero. El Antiguo Testamento muestra a los patriarcas en dialogo con Dios. Noé escucha su voz y responde obedeciendo a sus mandatos (cf. Gn 6, 22; 7, 5) y ofreciéndole un sacrificio agradable (cf. Gn 8, 20-21). Abrahán recibe las promesas de Dios, cumple sus designios y habla familiarmente con Él (cf. Gn 18, 23-33). A partir de Moisés se manifiesta una característica singular: quien ora lo hace con la conciencia de pertenecer al pueblo de la alianza. El presupuesto básico de su oración es la certeza de la fidelidad absoluta de Yahwéh a esa alianza (cf. Dt 7, 9) y la confianza inconmovible en Él, invocado como «roca» (Dt 32, 30; 2S 23, 3) y «refugio» (Sal 14, 6; Sal 46, 2). Jueces y reyes, sacerdotes y profetas, se dirigen a Dios para adorar y agradecer, para alcanzar perdón y pedir bienes eternos y temporales. Todo esto se compendia de algún modo en el libro de los Salmos, el «libro de oraciones» por excelencia, al ser Palabra que el mismo Dios pone en los labios y en el corazón del hombre de fe. Los Salmos enseñan a tratar a Dios, a conocerle y a conocerse a sí mismo como persona amada por Él y destinada a ser intérprete de su gloria reflejada en la creación (cf. Sal 8, 4-7.10); llevan a tomar conciencia de la propia dignidad (cf. Sal 2, 7-8) y enseñan, a la vez, a reconocer humildemente la condición de pecador (cf. Sal 51, 4-7].

La revelación del Antiguo Testamento recibe de Cristo su plenitud de sentido. Consecuentemente los Padres de la Iglesia meditan los libros veterotestamentarios, y en particular los Salmos, desde la perspectiva de Cristo, como se puede ver, por ejemplo, en los comentarios de san Hilarlo, san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín. La Iglesia usa copiosamente el Antiguo Testamento en la oración litúrgica, siempre desde esta perspectiva.

2. En el Nuevo Testamento

La encarnación del Hijo de Dios renueva por completo la oración. Con su luz se esclarece toda su esencia. Jesús es el Verbo, la Palabra de Dios que se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). El diálogo del Hijo con el Padre expresa su comunión de amor en el Espíritu Santo y los designios de salvación respecto a los hombres. Jesucristo no es sólo el perfecto modelo de la oración, sino también su fuente.

a) La oración de Jesús. Ciertamente, Jesús rezaba las oraciones de un israelita de su tiempo como, por ejemplo, «el himno» (Mt 26, 30) al terminar la celebración de la Pascua (el gran Hallel formado por los salmos 113-118); o la Shemá citada expresamente en Mc 12, 29 («Escucha Israel...»). Pero la oración de Jesús no se limita a esas fórmulas. Los evangelistas muestran al Señor rezando en diversas ocasiones: en el bautismo en el Jordán (cf. Lc 3, 21), al realizar los milagros en Cafarnaún (cf. Mc 1, 35; Lc 5, 16), antes de calmar la tempestad (cf. Mc 6, 46; Mt 14, 23), al anunciar a Pedro el primado (cf. Lc 9, 18) y antes de la pasión para que no desfallezca su fe (cf. Lc 22, 32), en la transfiguración (cf. Lc 9, 29), etc. Pasa noches enteras en oración (cf. Lc 3, 21; Lc 5, 16; Lc 6, 12; Lc 11, 1) y, en realidad, toda su vida está presidida por una íntima comunión con el Padre que se desborda en diálogo filial (cf. Mt 11, 25-26).

Respecto al contenido de su oración, los evangelios transmiten varias veces sus palabras: «Yo te alabo, Padre...» (Lc 10, 21); «Padre, te doy gracias...» (Jn 11, 41), etc. Común a todos los casos es la invocación de Dios como Padre, reiteradamente en la oración sacerdotal (cf. Jn 17, 1 ss.). Durante la oración en el huerto de los Olivos se muestran especialmente las características de la oración de Jesús. Se dirige al Padre para manifestar la determinación de identificar su voluntad humana con la Voluntad divina, hasta la aceptación del sacrificio de la cruz en reparación por el pecado y redención de los hombres; se advierte aquí plenamente la intima unión entre oración Y sacrificio, sugerida por el término hebreo del Antiguo Testamento, como ya vimos. También en el momento de entregar la vida en el Calvario, eleva su oración: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). «En esta sola palabra "Padre" radica todo el misterio de su vida y de su oración» (J. Jeremías, «Das Gebetsleben Jesu», en Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft 25 [1926] 140).

b) La oración cristiana, oración en Cristo. En la misma palabra «Padre» radica también la novedad de la oración cristiana, que es un tomar parte en el diálogo del Hijo hecho hombre con el Padre. En efecto, por su condición de hijo adoptivo de Dios en Cristo, «hijo en el Hijo» (GS 22), el cristiano puede dirigirse a Dios llamándole Padre y orar «en el nombre» de Jesús (Jn 14, 13-14; Jn 15, 16; Jn 16, 23.26), en unión vital con Él por medio de su Humanidad Santísima (cf. Jn 6, 56-57; Jn 15, 1-7; Jn 17, 21-26). Esta unión íntima es posible porque el Espíritu Santo, vínculo de amor subsistente del Padre y del Hijo, ha sido enviado al cristiano como «Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: Abbá!, Padre!» (Rm 8, 15). El Paráclito une al cristiano con Cristo haciéndole miembro suyo (cf. 1Co 12, 27). Derrama en el corazón del cristiano la caridad (cf. Rm 5, 5) que le impulsa a identificar la propia voluntad con la de Cristo. Entonces se realiza la promesa de Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). El cristiano es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad y puede dialogar con las personas divinas, no obstante su pequeñez (cf. Rm 8, 26).

c) La oración cristiana, oración en la iglesia. El Espíritu Santo une a los cristianos con Cristo formando un cuerpo que es la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. La oración personal del cristiano acontece «en la Iglesia»; ora siempre como miembro de la Iglesia y en comunión con los demás miembros. Esto se pone de manifiesto visiblemente cuando reza junto con otros (cf. Hch 1, 14.24; Hch 4, 24-31; etc.) -a esta oración el Señor le otorga especial eficacia (cf. Mt 18, 19-20)-, y sobre todo cuando participa en el culto público, la liturgia, «cumbre de la actividad de la Iglesia y fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10), de modo supremo en la celebración de la eucaristía. Es elocuente el testimonio de los primeros cristianos que «perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Pero «la participación en la sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual. El cristiano, llamado a orar en común, debe también entrar en su cuarto para orar al Padre en secreto (Mt 6, 6); más aún, debe orar sin tregua, según enseña el apóstol (1 Is 5, 17)» (SC 12). A su vez, la oración personal realizada individualmente encuentra su punto de referencia más seguro en la oración litúrgica, según la expresión de san Próspero de Aquitania (siglo V): «... legem credendi lex statuat supplicandi» (Indiculus de gratia Dei, 8: PL 51, 209). La oración cristiana es siempre personal y comunitaria (cf. OF 3): cuando se realiza en común ha de ser personal, sin anonimato, porque el diálogo es esencialmente interpersonal; y cuando es individual debe hacerse en unión con toda la Iglesia.

El cristiano, al ser hecho hijo de Dios e incorporarse a la Iglesia en el bautismo, recibe una participación en el sacerdocio de Cristo para cooperar en la misión apostólica. Su vida de hijo de Dios -su crecimiento en santidad- exige que realice la tarea que le corresponde según su vocación en la Iglesia. Si se comporta en consecuencia, su oración es ejercicio del sacerdocio bautismal y tiene una intrínseca dimensión apostólica. El cristiano contribuye entonces a la santificación de los demás con su oración, Intercediendo por ellos, con más eficacia en la medida en que está más íntimamente unido a Cristo (Jn 15, 5). Esto se aplica de manera excelente a la intercesión de la Santísima Virgen Maria, Mediadora de todas las gracias (cf. LG 62) y, de otro modo, a los santos. Por eso la oración del cristiano se dirige también a María, glorificando a Dios por lo que ha hecho en ella y solicitando su mediación materna; y se dirige también a los santos, para pedir su intercesión y aprender de su ejemplo (cf. Misal Romano, Prefacio de los Santos, 1).

San Agustín ha condensado la profundidad de la oración cristiana en un texto memorable que contiene los aspectos que hemos mencionado: «No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a Él como miembros suyos [...]. El mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ora por nosotros, ora en nosotros y a Él le oramos nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; y a Él oramos como Dios nuestro» (Enarrationes in Psalmos, 85, I: CCL 39, 1176).

3. En la tradición patrística

Los escritos de los primeros siglos hablan de la oración como actitud esencial de la vida cristiana y muestran sus características. La Didaché (8, 2-3) enseña a recitar el Padrenuestro tres veces al día. La primera formulación explícita de una oración personal se encuentra en san Clemente Romano (cf. 1 Clem 59, 3-61, 3): es una oración dirigida al Padre en alabanza y acción de gracias por el Hijo, presentando las intenciones de la Iglesia por mediación de Cristo. Las cartas de san Ignacio de Antioquía están repletas de alusiones a la oración, con invocaciones que muestran su constante diálogo con Dios (cf. A. Hamman, Prières des premiers chrétiens, Paris 1981). Clemente de Alejandría marca un hito en la reflexión sobre la oración. Señala que el progreso espiritual es progreso en la oración (cf. Stromata, VII, 49, 6) y afirma que se ha de traducir en obras, e incluso que las mismas obras buenas se han de considerar oración: «La oración agradable a Dios es una buena acción» (Pedagogo, 111, 69, 3). De Clemente alejandrino a san Agustín se va formando un impresionante cuerpo de doctrina sobre la oración. Debemos a Tertuliano el primer tratado De oratione, escrito en torno al año 200. Le siguen algunas décadas más tarde el homónimo de Orígenes y el De oratione dominica de san Cipriano. Otras obras dedicadas a la oración que destacan en este proceso son, en el siglo IV, el De oratione dominica de san Gregorio de Nisa, el De oratione, de Evagrio Póntico, y el De sermone Domini in monte, de san Agustín. Prolongando esta línea, ya en el siglo V, se encuentran las Collationes de Casiano; y en el siglo VI el conjunto de las enseñanzas de los Padres del desierto, como las contenidas en los Apophthegmata Patrum. Éstas son únicamente algunas de las obras más significativas. Por lo demás, no se encontrará ningún Padre de la Iglesia que no hable del tema, comentando las enseñanzas bíblicas. Este cuerpo de doctrina es el cimiento sobre el que se edifica la práctica de la oración en los siglos siguientes hasta hoy.

V. LA PRÁCTICA DE LA ORACIÓN

1. Disposiciones

Para la oración es esencial la amistad con Dios, ya que es un diálogo que expresa el amor y la comunión con la vida íntima de las Personas divinas. En el caso de quien no está en gracia de Dios, la oración sólo puede ser verdadera si incluye el deseo sincero de conversión del pecado. Pero también en la oración de quien está en gracia de Dios «se encuentra contenida una actitud de conversión» (OF 3), de escucha y obediencia a la Voluntad de Dios. De ahí que «la búsqueda de Dios mediante la oración debe estar precedida y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados» (OF 18). En particular, puesto que no se puede separar el amor y el trato filial con Dios de la fraternidad con los hombres, es disposición necesaria la decisión de vivir la caridad con el prójimo: «Cuando vayáis a orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados» (Mc 11, 25).

Puesto que el diálogo de la oración tiene lugar en la intimidad del corazón, exige el recogimiento interior: saberse en la presencia de la Santísima Trinidad que inhabita en el alma. Es compatible con la actividad externa que reclaman los propios deberes, cuyo cumplimiento es querido por Dios. Para lograr este recogimiento es preciso cultivar las virtudes humanas de la fortaleza y de la templanza que ordenan los sentimientos y pasiones.

2. Cualidades

El Señor enseña a evitar la palabrería: «Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados» (Mt 6, 7). No se ha de poner la confianza en la repetición de fórmulas, como si tuvieran por sí mismas el poder de alcanzar lo que se pide, pero es necesario ser «constantes en la oración» (Rm 12, 12), como exhorta san Pablo: «Perseverad en la oración» (Col 4, 2). Esa insistencia es querida por Dios: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11, 9). Al insistir se ejercitan la fe, la esperanza y el amor, y la oración se hace más perfecta. Junto con la insistencia son necesarias la humildad y el abandono filial en las manos de Dios.

3. Formas de la oración

a) «La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador» (CCE 2628): adoración «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24), que en el cristiano está llena de confianza filial y de amor.

b) La acción de gracias es la forma de oración que expresa el reconocimiento a Dios por los dones que nos concede (cf. Ef 5, 20; 1Ts 5, 18), singularmente por el don de la eucaristía. Expresa también nuestra propia donación a Él, en unión con Cristo, como respuesta a su entrega.

c) La oración de petición tiene dos modos: petición de perdón y de otros bienes espirituales o materiales; puede ser para uno mismo o para otros (intercesión). «La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición» (CCE 2631), porque al expresar el arrepentimiento por lo que separa de Dios se alcanza la amistad con Él que es el fundamento de toda otra súplica. La petición del cristiano está llena de seguridad: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23; cf. 1Jn 5, 14-15). A quien objeta que la oración de petición es inútil porque no tiene sentido pretender que Dios cambie sus planes, santo Tomás replica que «nosotros pedimos no para cambiar las disposiciones divinas, sino para obtener lo que Dios ha dispuesto conceder por la oración de los santos» (S.Th., II-II, q.83, a.2). «Dios nos concede muchas cosas sin que las pidamos, pero por nuestro bien quiere concedernos algunas pidiéndolas nosotros. Así aprendemos a tener confianza en Él y a reconocer que es causa de todos nuestros bienes» (ibid, ad 3). A las tres formas de oración mencionadas se pueden añadir los propósitos de mejora, que expresan la intención de buscar el crecimiento en identificación con Cristo, secundando la acción del Espíritu Santo, para la gloria de Dios Padre.

4. Expresiones de la oración

a) La oración mental es un diálogo con Dios en el interior de la persona. «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (santa Teresa de Jesús, Vida 8, 5). Este diálogo interior puede desarrollarse bien con palabras (no predeterminadas), o bien sin ellas. Lo primero se llama propiamente «oración mental»; lo segundo, «contemplación». Ambas pueden tener lugar tanto en los momentos dedicados exclusivamente a la oración como en cualquier circunstancia a lo largo del día. Los confines entre la oración mental y la contemplación no son netos. En toda verdadera oración mental hay un inicio de contemplación en la medida en que se advierte que los conceptos humanos y las palabras resultan insuficientes para expresar el conocimiento y el amor de Dios (cf. Ef 3, 19).

b) La oración vocal es la que se realiza con palabras predeterminadas, pronunciadas exterior o sólo interiormente. Junto con la oración mental, es «elemento indispensable de la vida cristiana» (CCE 2701). Por una parte, la oración vocal es también mental en cuanto que reclama la atención de la mente, aunque se distingue de ésta en que, por principio, fluye por el cauce de las palabras que se pronuncian; de todas formas, tampoco aquí la distinción es siempre nítida, porque, al recitar las palabras con devoción, es frecuente que broten del corazón palabras nuevas; en la tradición es muy recomendada la repetición asidua de jaculatorias. Un caso particular al que se refiere el número 435 del Catecismo es el de la oración llamada «hesicasta», practicada sobre todo en el Oriente cristiano, que consiste en la repetición, como respirándola, de la invocación: «Señor Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador» (cf. I. Hausherr, Hésychasme et priere, Roma 1966). Por otra parte, la oración vocal «asocia el cuerpo a la oración interior» (CCE 2703) y en este sentido tiene el valor de signo y símbolo de la oración mental: signo que la manifiesta y símbolo de la comunión entre los que rezan juntos. La atención que se requiere en la oración vocal puede ser, según santo Tomás, «atención al sentido de las palabras […] o atención al fin de la oración, que no es otro que Dios y aquello por lo que pedimos: ésta es la más necesaria [...]. Y a veces es tan intensa que la mente se olvida de todo lo demás porque está metida en Dios» (S.Th., II-II, q.83, a.13).

Oración vocal por excelencia es la que enseñó Jesús mismo: el Padrenuestro. San Mateo lo transmite de modo más completo que san Lucas (cf. Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4). De las siete peticiones que contiene, las tres primeras se refieren a la gloria de Dios y las otras cuatro a lo que necesita el hombre (cf. CCE 2759-2812). Todo está iluminado por las primeras palabras: «Padre», porque somos hijos suyos en Cristo, y «nuestro» porque rezamos en la Iglesia. Tertuliano lo llama «compendio de todo el Evangelio» (De oratione 1, 1: PL 1, 1255). Entre las demás oraciones vocales el Avemaría es sin duda la primera. Constituye la médula del Santo Rosario, oración tan «apreciada por los santos y fomentada por el Magisterio» (Juan Pablo II, Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, 16.X.2002, 1).

5. Las facultades humanas en la oración

La oración es un diálogo en el que intervienen todas las facultades de la persona elevadas por las virtudes cristianas y por los dones del Espíritu Santo. a) La inteligencia busca «comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide» (CCE 2705). Santo Tomás destaca especialmente este papel de la razón en la oración: «... oratio [...] est rationis actus» (S.Th., II-II, q.83, a.1). b) Pero la oración no es sólo actividad del intelecto, sino también de la voluntad que ama con amistad filial. San Buenaventura insiste más en este aspecto al describir la oración como «pius affectus mentis in Deum» (In III Sent., d.17, q.3, arg.2). La voluntad tiene también en la oración el papel fundamental de imperar sobre las demás facultades para concentrarlas en el diálogo con Dios (sujetando, por ejemplo, la imaginación o evitando otras distracciones). c) Asimismo los sentimientos y los afectos tienen una función importante, a la que se refiere por ejemplo santa Teresa de Jesús cuando escribe: «Si estáis alegre, miradle resucitado [...] Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto [...] o miradle atado a la columna, lleno de dolores [...] por lo mucho que os ama» (Camino de perfección [ms. de Valladolid], 26, 4-5). Se trata siempre de elevar los afectos a Dios, no de buscar la satisfacción en ellos, lo que sería como convertirlos en fin, con el peligro de abandonar la oración cuando no se tienen. d) La memoria desempeña el papel de hacer presente el tema de la oración: la revelación divina -principalmente lo que Jesús hizo y enseñó- y nuestra relación con Dios como hijos suyos en Cristo. e) La imaginación permite «completar» los datos de la memoria -por ejemplo, las escenas de la vida de Jesús- con detalles que ayudan a establecer el diálogo, interviniendo en los pasajes del Evangelio «como un personaje más» (san Josemaria Escrivá, Amigos de Dios, 253).

6. Maestros de la oración

El Espíritu Santo es siempre «el Maestro interior» (CCE 2672). A lo largo de la historia ha guiado a los santos por diversos caminos de oración y algunos de ellos han transmitido su experiencia mediante escritos o por otros modos. El cristiano cuenta así con una variedad de «maestros de oración» que le enseñan a tratar a Dios. Ya hemos citado a algunos de los principales en la época patrística. Entre tantos otros que han prolongado y enriquecido esa tradición en la historia pueden mencionarse san Bernardo, santo Tomás y san Buenaventura, el autor de la Imitación de Cristo, santa Catalina de Siena, santo Tomás Moro, san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl, san Alfonso María de Ligorio y san Juan Bosco, san Antonia Maria Claret, santa Teresa de Lisieux, san Josemaría Escrivá, la Beata Teresa de Calcuta... Son algunos de esa luminosa constelación de testigos que han servido y sirven al Paráclito para guiar a los cristianos por los caminos de la oración. Se pueden añadir los fundadores de instituciones recientes de la Iglesia, algunos fallecidos como don Luigi Glussani y otros que continúan su fecunda actividad.

VI. VIDA DE ORACIÓN Y TIEMPOS DEDICADOS A LA ORACIÓN

El fin último de la vida cristiana es la visión de Dios cara a cara en la gloria. Ésta es la participación suprema en el diálogo del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. En la vida presente, la oración es cierto anticipo o incoación de este acto. Al ser una incoación del fin último -que ha de estar presente en todas las acciones-, la oración «no se interrumpe necesariamente cuando nos dedicamos al trabajo y a atender al prójimo, cumpliendo la voluntad de Dios» (OF 28). Toda la vida de un cristiano puede ser una vida de oración y debe serlo según las palabras del Evangelio: «Es necesario orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1), y las de san Pablo: «Orad sin cesar» (1Ts 5, 17; Rm 12, 12). Pero a una vida de oración es posible llegar sólo si se dedican a ella unos tiempos en exclusiva. Como se ve, la oración puede considerarse de dos modos: como vida de oración o como tiempos dedicados a la oración. Desde antiguo se ha hablado de estos dos modos. Orígenes afirma que «toda la vida de un santo es como una gran oración, de la cual lo que nosotros llamamos oración no es más que una parte» (De oratione, 12). Lo primero -la vida de oración- es el fin de la existencia cristiana: convertir todos los quehaceres, realizados debidamente, en un diálogo continuo con Dios. Lo segundo -dedicar unos tiempos sólo a la oración- es un medio necesario para alcanzar ese fin.

1. Vida de oración

En relación con las palabras «Orad sin cesar» (1Ts 5, 17) san Máximo el Confesor recuerda que «la Sagrada Escritura no manda nada que sea imposible» (Liber asceticus, 25). Las palabras del apóstol no significan que se deban recitar constantemente oraciones, como entendieron los llamados mesalianos («orantes»), secta del siglo IV condenada en diversos sínodos, que abandonaban el trabajo y los demás deberes. Ya Orígenes habla escrito que «ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de orar incesantemente» (De oratione, 12). Si la oración ha de ser continua, debe ser posible transformar en oración las múltiples tareas que el cristiano ha de realizar para cumplir la voluntad de Dios. En particular, para un fiel laico, el trabajo profesional -como el de un médico, o el de una madre de familia en su hogar- «debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo» (san Josemaria Escrivá, Amigos de Dios, 64).

La oración, en efecto, no está constituida solamente por palabras, sino también por obras. Así como Jesucristo, Hijo de Dios, es el Verbo creador (Jn 1, 3), y las obras que Dios ha realizado por Él (Col 1, 16) son «palabras de Dios», así también, análogamente, cuando el cristiano participa en el poder creador de Dios con su trabajo y el cumplimiento de sus deberes por amor a Dios, las obras que así realiza son «palabras» de su diálogo con Dios: expresan la entrega de la propia vida a la gloria de Dios, manifiestan el deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios por amor suyo. Son por tanto oración, si están hechas imitando al obrar divino, que es un obrar por amor y con perfección. Esta perfección no consiste en algo externo o material (que «salga bien» lo que se hace), sino en la calidad moral de la actividad realizada. Requiere, pues, el ejercicio de las virtudes morales. Pero tampoco basta una perfección meramente humana para convertir las obras en oración; es necesaria una perfección sobrenatural que sólo es posible si las virtudes humanas están informadas por la caridad.

El diálogo presupone contacto, al menos espiritual, entre los que hablan. La oración como diálogo íntimo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma: la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (Esto no significa que quien no está en gracia no pueda en absoluto hacer oración; también la «fe muerta» -la fe de quien no tiene vida sobrenatural por encontrarse en estado de pecado- es cierto contacto espiritual con Dios, pero sólo puede fundar la oración si hay conversión hacia Él, como se dijo antes). Tan intima es esa presencia sobrenatural que, de por si, ningún acto interior del cristiano ha de quedar al margen. Hasta la reflexión más autorreferencial puede tener a Dios como interlocutor, porque Él no es un extraño ni un «invitado» en el alma: es más intimo a nosotros que nosotros mismos (cf. san Agustín, Confessiones, 3, 6).

2. Tiempos de oración mental

«No se puede orar "en todo tiempo" si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos» (CCE 2697). La duración y frecuencia de esos momentos dependerá de las circunstancias de cada uno, pero es bastante común recomendar que se dedique a la oración mental un tiempo fijo por la mañana y otro por la tarde, diariamente.

Sobre el modo de hacer oración en estos momentos la doctrina de los santos es extraordinariamente rica y variada. No hay un método universal. En términos generales es frecuente el consejo de comenzar por la lectura de algún texto de la Sagrada Escritura o de un libro que ayude a centrar la atención en Dios, siguiendo con la meditación de lo que se ha leído hasta llegar al diálogo de la oración propiamente dicho. Tenemos así la triada lectio-meditatio-oratio, propuesta en torno a 1145 por Guigo II el Cartujo (Scala Claustralium, 1, 3), a la que añade la contemplatio o contemplación, que es ya una oración sin palabras. En todo caso no hay que olvidar que tales pasos son simples instrumentos a los que -como los mismos santos advierten- no conviene atarse de modo fijo porque se podrían convertir en obstáculos.

Los temas de la oración mental pueden ser variadísimos. Todo puede ser tema del diálogo con Dios: «Alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias » (san Josemaria Escrivá, Camino, 91). «El tema de ml oración es el tema de ml vida» (IDEM, Es Cristo que pasa, 174), enseña -con su testimonio personal- este mismo santo, maestro de santificación en la vida ordinaria.

Ante la perspectiva de la evangelización en el tercer milenio, Juan Pablo II destacó la importancia de que los lugares donde se imparte formación lleguen a ser «auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato» del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios» (NMI 33).

Bibliografía

AA.VV. (dir. E. ANCILLI), La preghiera: Bibbia, Teologia, esperienze storiche, 2 vols., Roma 1988, AA.VV., «Prière», en Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 12/2(1986) 2196-2347; y «Oraison», en IDEM, 11(1982) 831-846. E. BOYLAN, Dificultades en la oración mental, Madrid 1951. J. ECHEVARRIA, Getsemani. En oración con Jesús, Barcelona 2005. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, «Vida de oración», en Amigos de Dios, nn. 238-255, Madrid 1977. A. HAMMAN, Compendio sulla preghiera cristiana, Cinisello Balsamo 1989. F.M. MOSCHNER, La oración cristiana, Madrid 1981. S. PINCKAERS, La prière chrétienne, Fribourg 1989. T. SPIDLIK, La preghiera secondo la tradizione dell'Oriente cristiano, Roma 2002.

J. López

 «    Orden (sacramento)    » 

El sacramento del Orden es el que habilita a un cristiano para desempeñar el ministerio sacerdotal. El latín cristiano asumió la palabra ordinatio, utilizada por los romanos para indicar el nombramiento de sus funcionarios civiles, y con ella designó el rito mediante el cual se capacita para el episcopado, presbiterado o diaconado. También el término ordo proviene del latín civil e indica los diferentes grados jerárquicos del clero. Tertuliano con las expresiones «orden sacerdotal» u «orden eclesiástico» se refiere a quienes habían sido ordenados para el ministerio.

La Iglesia, en fidelidad continua al mandato de su Señor, continuó enviando a quienes por su mediación fueron llamados por Jesucristo, haciéndoles participes de la consagración y misión del mismo Jesús (cf. Jn 10, 36). Mediante el rito de la imposición de las manos y la plegaria de ordenación, el ministro recibe la potestad para presidir a la comunidad eclesial, apacentada con la doctrina y santificarla con los sacramentos, actuando en la persona de Cristo Cabeza.

I. CRISTO INSTITUYE ESTE SACRAMENTO

Cristo instituye el sacerdocio ministerial al hacer participes a los Doce de su misma potestad (exousía), de aquí que este ministerio eclesial deriva del mismo Cristo y se transmite por sucesión a los que han de ejercerlo en todo el tiempo de la Iglesia. Las tesis de Lutero, que negaban el valor sacrificial de la Misa y que el ministerio sacerdotal fuera un sacramento, porque no se encontraba la institución del rito por Cristo en la Sagrada Escritura, obligó al Concilio de Trento a definir ambas verdades. Este Concilio, en el Decreto sobre el Sacrificio de la Misa, enseña que Cristo al instituir en la Eucaristía un sacrificio visible, instauró un sacerdocio también visible, que pudiera celebrar dicho sacrificio. Esta afirmación tridentina encuentra su fundamento en las palabras de Cristo a los apóstoles en la noche de la Cena: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; cf. D. 1752; D. 1764). El Concilio Vaticano II dedicó al sacerdocio ministerial tres documentos: el capítulo III de la Constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium), el decreto sobre los obispos (Christus Dominus), y el decreto sobre los presbíteros (Presbyterorum ordinis). Este Concilio no limita la fundación del sacramento del Orden al momento de la Cena, sino que la relaciona con toda la misión que Cristo confió a los Doce a partir de su elección, «para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Por esta razón, la Constitución Lumen gentium inicia la doctrina sobre el ministerio sacerdotal a partir de la llamada de los Doce por Jesucristo y de la correspondiente misión para predicar el Reino de Dios por el mundo, dotados de su misma potestad (LG 9). Esa elección-misión significa el primer momento institucional del sacerdocio ministerial, que se prolonga después a lo largo de su vida en las diferentes atribuciones y que culmina en el envío después de la resurrección, como el Padre le había enviado, con la potestad del Espíritu Santo para perdonar los pecados (Jn 20, 21-23). Es cierto que entre los momentos institucionales constituye un lugar privilegiado la Cena, como dice Juan Pablo II: «En la Última Cena hemos nacido como sacerdotes [...]. Al decir "Haced esto en memoria mía", puso el cuño eucarístico en su misión y, uniéndoles consigo en la comunión sacramental, los encargó de perpetuar aquel gesto santo» (Carta a los sacerdotes, 2004). Por tanto, la visión de Trento y la del Vaticano II mutuamente se implican, dado que el ministerio eucarístico forma una unidad con las demás funciones eclesiales del sacerdocio ministerial.

Para conocer la identidad del ministerio, hemos de tener en cuenta tanto la institución de los Doce por Cristo, con lo que se subraya el aspecto histórico de la sucesión apostólica en el ministerio, como la sacramentalidad del ministerio y su relación actual con el don conferido por el Espíritu Santo, que los capacita para realizar este ministerio sacerdotal en la Iglesia. Entroncar con Cristo, que instituye el sacramento en los Doce y recibirlo actualmente mediante la acción del mismo Espíritu son las dos condiciones necesarias para que podamos hablar de sacramento del Orden.

II. EL RITO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN

El Concilio de Trento define que el Orden es un sacramento en dos momentos: al proclamar los cánones de los sacramentos en general en la sesión séptima, y en la sesión vigésimo tercera, cuando enseña la doctrina específica en relación con dicho sacramento (D. 1764-1777). Para la Iglesia católica ésta es una enseñanza que pertenece a la fe. La Traditio apostolica de Hipólito es el testimonio más antiguo conservado sobre el rito de las ordenaciones, y propone como gesto central de la ordenación del obispo la imposición de manos, hecha en silencio por parte de todos los obispos presentes, junto con la oración consecratoria recitada por un solo obispo ordenante. También para la ordenación del presbítero los elementos esenciales de la celebración son la imposición de manos, a la que se asocia todo el presbiterio presente para expresar la comunión ministerial, y la oración consecratoria que recita el obispo que ordena. Dado que el diácono no es ordenado para el sacerdocio, sólo el obispo impone las manos.

Durante la Edad Media se introdujeron algunos ritos, como la imposición del evangeliario sobre la cabeza del que era ordenado obispo, y también adquirieron una gran importancia, a mediados del siglo IX, la unción de la cabeza y la entrega de las insignias episcopales: primero del anillo y luego del báculo pastoral. Desde el siglo XII, cuando la Iglesia aceptó el Pontifical de Durando, se añadieron la unción de las manos y la entrega de la mitra y de los guantes. En la ordenación de los presbíteros y los diáconos se introdujeron la unción de las manos del presbítero y la entrega de los instrumentos -el evangeliario para el diácono, el cáliz y la patena para el presbítero-. Esta entrega de instrumentos fue incluso considerada por el Concilio de Florencia en el Decreto para los armenios (año 1439) como el elemento principal del sacramento del Orden, es decir, como la materia del sacramento (D. 1326). Aunque durante siglos se utilizó también la entrega propia de los instrumentos, no hay ningún documento de la Iglesia en el que conste que se hubiera abrogado el gesto litúrgico de la imposición de las manos. Al contrario, todos los ritos, aun los que han introducido la entrega de instrumentos, lo conservaron. Pío XII, en la Constitución Sacramentum Ordinis, enseñó auténticamente que para el futuro en la ordenación del diácono, del presbítero y del obispo, la única materia necesaria para la validez del sacramento es la imposición de manos que hace el obispo que ordena (D. 3860).

1. La imposición de las manos. Esta imposición, que ya en el Antiguo Testamento se utilizaba como medio de donación del Espíritu (Nm 8, 10; Nm 27, 18.23; Dt 34, 9), se menciona en las cartas pastorales a propósito de la investidura de Timoteo, que le capacita para ejercer su función ministerial (1Tm 4, 14 y 2Tm 1, 6). Este gesto sacramental, mediante el cual recibió Timoteo el ministerio, es asumido por él para investir a los otros como presbíteros (1Tm 4, 14 y 2Tm 1, 6). La imposición de las manos como rito para instituir a los ministros es recogida por la Tradición Apostólica de Hipólito.

2. La plegaria de la ordenación. A la imposición de las manos se une, como la forma sacramental, la plegaria de ordenación, con la que se explicita el sentido del gesto litúrgico. El Ritual de Pablo VI cambió la anterior plegaria para la ordenación del obispo por la de la Tradición de Hipólito, y la nueva edición de Juan Pablo II enriqueció la plegaria de ordenación de los presbíteros con nuevas alusiones significativas del ministerio que se encomendaba. Las tres plegarias -episcopal, presbiteral y diaconal- se estructuran de igual forma: después de recordar lo realizado por Dios en la obra de la salvación en relación con la institución del ministerio, la parte central contiene una invocación al Espíritu Santo (epíclesis) sobre los candidatos, invocación que constituye la fórmula necesaria para la validez del sacramento. La tercera parte está constituida por una intercesión a favor de los ordenandos por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios. Las tres plegarias de ordenación subrayan que Cristo es el principio y el ejemplar del sacerdocio ordenado, destacan su fundamento eclesial, presentan al Espíritu Santo como fuente de santificación para los diversos ministerios en la Iglesia y, por último, proponen a los ministerios ordenados como signos sacramentales del ministerio de Cristo.

Después de la imposición de manos y de la oración que la acompaña -momento central y fundamental del rito-, se añaden unos gestos complementarios y simbólicos. Al ordenando para el ministerio episcopal el obispo consagrante le unge la cabeza con el sagrado crisma y le entrega el evangeliario, el anillo, la mitra y el báculo; al presbítero le unge las manos con el sagrado crisma, le impone la estola y la casulla, y le entrega la patena con el pan y el cáliz con el vino y el agua para la celebración eucarística; al diácono se le impone la estola y la dalmática, y se le entrega el libro de los evangelios.

III. LA GRACIA Y EL CARÁCTER, EFECTOS PROPIOS DE ESTE SACRAMENTO

Todos los sacramentos confieren la gracia propia «ex opere operato», es decir, en razón de la misma celebración del sacramento. «Este sacramento configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey» (CCE 1581). La oración de consagración concreta la gracia propia del obispo, del presbítero y del diácono.

Además -como el bautismo y la confirmación- el sacramento del Orden confiere el «carácter indeleble», según definió el Concilio de Trento (D. 1609.1767.1774), definición asumida por el Concilio Vaticano II, cuando enseña -uniendo gracia especifica y carácter- que «la gracia del Espíritu de tal modo se confiere y el sagrado carácter de tal manera se imprime, que los obispos, de manera evidente y visible, puedan hacer las veces del mismo Cristo Maestro, Pastor y Sacerdote, y puedan actuar en su persona» (LG 21). La misma doctrina repite el decreto sobre los presbíteros (PO 2). Estas palabras conciliares rechazan la tesis de que el sacerdocio ministerial se reduce a una simple funcionalidad sin verdadera transformación interior que los capacite para tal función. Esta participación en la misión de Cristo.

El carácter pone de relieve, por una parte, la fuerza con que se inscribe el sacerdocio ministerial en el corazón del ordena do como fruto de la acción sacramental del Espíritu y, por otra, su permanencia a pesar de todos los avatares, dado que se confiere de una vez para siempre y, por ello, no puede repetirse ni perderse. El hombre es libre para contestar positiva o negativamente a Dios que le llama para recibir el sacerdocio ministerial, pero una vez dada una respuesta afirmativa, pasa a ser propiedad de Dios mediante un pacto que no puede ser roto. Este compromiso no es sólo definitivo en el tiempo, sino también en la totalidad de la entrega, ya que Jesús invitó a sus apóstoles a abandonar todo para seguirle. El Espíritu Santo, por medio de la ordenación sacerdotal, compromete total y definitivamente a la persona en el servicio de la Iglesia, e inscribe tal compromiso en el ser íntimo del ministro ordenado (cf. J. Galot, Sacerdote en nombre de Cristo, Toledo 1990, 199-219).

IV. EL SER DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

La gracia que se recibe en el sacramento del Orden configura al ordenando con Cristo. ¿Qué significa esa configuración o capacitación? Se puede definir teniendo en cuenta las funciones que ejerce, pero el Vaticano II define primero en qué consiste esencialmente este ministerio y después habla de las funciones. Seguimos este camino. Este sacramento confiere a quien lo recibe una consagración y una misión según Cristo, del cual dice san Juan, «a quien el Padre consagró y envió al mundo» (Jn 10, 10). Y Cristo dice a los Doce: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Esos datos nos inducen a buscar el origen del sacerdocio ministerial en el mismo Padre celestial, es decir, en la Trinidad Beatísima, porque, como dice Juan Pablo II, «la identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad [...]. En efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo» (PDV 12). Por tanto, el sacerdocio ministerial representa (hace presente en la Iglesia) a Cristo Cabeza y Pastor. El sacerdote no sustituye a Cristo, dado que El es «sacerdote para siempre» (Hb 6, 20; Hb 7, 3. 24), el único Sacerdote de la nueva alianza. Por eso, los términos «representar» y «representación» no deben entenderse como si se tratara de una sustitución jurídica, sino como «hacer presente», es decir, como una presencia eficaz, de manera que el representante esté sólo al servicio de Aquel a quien representa. Para expresar este hecho de hacer presente a Cristo se utiliza la expresión: actuar «en la persona de Cristo» (in persona Christi), ya que por medio de las palabras y las acciones de su ministro, quien en realidad actúa es el mismo Cristo, mientras que el sacerdote le presta sus labios y sus manos. A esta identificación, no es extraño que, desde la era patrística, el aforismo «sacerdos, alter Christus» haya conocido una gran difusión (cf. San Josemaría Escrivá, Sacerdote para la eternidad, 68). Los teólogos -y el magisterio de la Iglesia- hablan de que el sacerdote actúa también «en nombre de la Iglesia» (in nomine Ecclesiae), pero no en el sentido de que se sitúe en lugar de ella o que reciba la delegación de la comunidad para el ejercicio de su ministerio, sino en cuanto que actúa como signo e instrumento del mismo Cristo, del que la Iglesia es presencia eficaz. Como dice Juan Pablo II, «... la "representación sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia» (PDV 16). El sacerdocio ministerial es el signo del amor de Cristo por su Iglesia, de su fidelidad de esposo, que se entregó por ella hasta la muerte en cruz; es el símbolo de la gratuidad de Dios en la salvación y de la primacía de la gracia divina, y recuerda a todos que es Cristo quien sigue reuniendo y manteniendo unido y vivo a su Cuerpo.

Es necesario clarificar que el poder recibido es ministerial, es decir, se trata de una autoridad para servir al estilo de Jesús, quien vino «no a ser servido sino a servir» (Mc 10, 45). La potestad sacerdotal no es manifestación de la propia fuerza del sacerdote, sino del Espíritu que actúa en el ejercicio de su ministerio, a través de su propia flaqueza. Precisamente porque no es suya ni para él, ha de ejercerla en actitud humilde, de servicio.

V. DIVERSIDAD DE MINISTERIOS EN LA UNIDAD SACRAMENTAL

El sacramento del Orden tiene como peculiaridad especial que tres ministerios sagrados -episcopado, presbiterado y diaconado- constituyen un único sacramento. Los apóstoles hicieron partícipes de la misión recibida de Cristo, de su ministerio, «en diversos grados a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, instituido por Dios, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo recibían el nombre de obispos, presbíteros y diáconos» (LG 28). La misma Constitución enseña que «por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del orden» (LG 21) y que tanto los obispos como los presbíteros participan del mismo ministerio sacerdotal de Cristo, mientras que los diáconos «reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio» (LG 29). El único sacerdocio de Cristo es participado en plenitud por los obispos como realización primera y ejemplar del sacerdocio jerárquico, mientras que el presbiterado es una participación subordinada, lo que les constituye en «cooperadores del orden episcopal para realizar adecuadamente la misión apostólica confiada por Cristo» (PO 2). Con relación al episcopado el Concilio Vaticano II deja claro que la consagración episcopal es un auténtico y verdadero sacramento -tema discutido durante siglos y que el Colegio episcopal, unido al Papa, es sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia. Pablo VI instituyó el diaconado permanente de acuerdo con el Vaticano II.

VI. LAS FUNCIONES MINISTERIALES AL SERVICIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL

El ministro, nuevamente consagrado por et Espíritu, está investido de la misión de evangelizar, santificar y gobernar el pueblo de Dios, en la comunión jerárquica con todo el Orden sacerdotal.

1. El ministerio de la palabra. La Iglesia es la comunidad de aquellos que continuamente son convocados, en primer lugar, por la Palabra de Dios y a la que reciben en fe. Por eso la Palabra de Dios siempre debe ser anunciada. Representando a Cristo, quienes ejercen el ministerio han de proclamar la salvación, ofrecida por Dios Padre en Jesucristo muerto y resucitado y actualizada por la acción del Espíritu Santo. El ministerio de la palabra adquirirá diversas formas y exigencias hasta la infalibilidad, cuando se trata del ministerio ex cathedra del Papa, del concilio o cuando los obispos, en comunión con el Papa, coinciden en afirmar que una verdad de fe o moral pertenece al depósito de la revelación.

2. El ministerio de guía de la comunidad. La imagen del pastor, que debe velar por el conjunto del rebaño, es utilizada desde el inicio de la Iglesia, siguiendo las enseñanzas de Cristo (Jn 10), para expresar la responsabilidad de dirección y presidencia. La Constitución Lumen gentium dice que los ministros la ejercen, «con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada, únicamente para construir su rebaño en la verdad y la santidad* (LG 27). Esta potestad del obispo, en su diócesis, es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio está regulado, en último término, por la suprema autoridad de la Iglesia, es decir, por el Papa. Juan Pablo II pone de relieve que el sacerdote ha de ejercer esta misión «reuniendo la familia de Dios, como una fraternidad animada en la unidad y conduciéndola al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (PDV 26).

3. El ministerio de los sacramentos y especialmente de la eucaristía. El Concilio Vaticano II, al desarrollar la función cultual del presbítero (LG 28), insiste sobre todo en la celebración eucarística, donde obrando in persona Christi, proclama su misterio y une la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza hasta la venida del Señor. La eucaristía aparece como el ministerio por excelencia, porque es la fuente y cima de toda la labor sacerdotal (PO 5). Y, por ello, sitúa la función eucarística en una amplia perspectiva eclesial y pastoral, dándole un relieve central en la vida del sacerdote y de la comunidad cristiana. Los demás sacramentos están ordenados a la eucaristía y de ella derivan su eficacia. Es más, todas las otras funciones del sacerdocio ministerial se orientan a ella y de ella derivan: «... la eucaristía es fuente y cima» de la evangelización y de toda la acción pastoral, porque «la celebración eucarística es el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero» (PO 5). El anuncio del Evangelio no constituye un fin cerrado en sí mismo, sino que tiende hacia la recepción del sacramento -y a su culmen la eucaristía-, donde la Palabra anunciada adquiere toda su plenitud. La razón de que toda la vida de los fieles y aun la creación entera se orienten a la eucaristía, estriba en que en la eucaristía se contiene Cristo en persona. Por ello el sacerdote no sólo tiene el poder de celebrar, sino que, dada su necesidad para todo el pueblo fiel, tiene el deber de ofrecer esta celebración a la comunidad eclesial. Junto a la celebración de la eucaristía, la Iglesia subraya el ministerio de la reconciliación. De Juan Pablo II son estas palabras: «La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia» (RP 31).

Bibliografía

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M. Ponce