Verdad • Vida consagrada • Vida espiritual • Virtud • Vocación
En la Biblia, la noción de verdad no hace referencia primariamente a una pregunta por la realidad tal cual es o por el ser verdadero: no es de carácter lógico, sino relacional, existencial. Esto quiere decir que, si bien no está del todo ausente la idea griega de verdad, lo específico de la Biblia es la concepción religiosa, que gira en torno a las relaciones del hombre con Dios o a la vida del hombre a la luz de Dios.
En el Antiguo Testamento el contenido de la palabra «verdad» se puede expresar con formas muy variadas, ya que el pensamiento hebreo es poco conceptual. De todas formas, normalmente se recurre a los derivados de la raíz verbal 'mn, que significa tener duración, durar, ser sólido, firme, seguro, ser leal, digno de confianza, fiel, o estar seguro, confiar, tener fe, creer. De esta raíz derivan las palabras 'emeth, normalmente traducida por «verdad» (aletheia, en los LXX), y 'emunah, fe (normalmente traducida por pistis en los setenta, y a veces por aletheia o por dikaiosine).
La palabra 'emunah designa originariamente lo firme, lo que se mantiene, pero normalmente hace referencia a la situación permanente del hombre o de Dios respecto a otras personas. En el terreno de la relación interhumana significa fidelidad, confianza, lealtad. Con la 'emunah del Señor, el Antiguo Testamento designa su lealtad a la alianza, actitud ésta que en los Salmos se yuxtapone con su bondad y su justicia; los Setenta la traducen en este caso por aletheia.
La palabra 'emeth, que aparece sobre todo en los libros históricos, en los profetas de la primera época Isaías y Jeremías, y en los salmos, designa originariamente el elemento de lo firme y estable. Las personas en las que se puede confiar son calificadas de 'emeth, y esta actitud vale también para las relaciones con Dios, al que hay que volverse con fidelidad y rectitud. Por tanto, verdad significa la fidelidad a los demás, el mantenimiento de la palabra dada, que da cohesión, estabilidad y firmeza a la vida tribal y a las relaciones con Dios. En consecuencia, 'emeth es la cualidad de lo que es estable, permanente, durable, probado, firme, duradero, de aquello en lo que podemos apoyamos. Podríamos así traducirla por firmeza, permanencia, duración, fidelidad, lealtad, confianza, constancia, verdad.
En el Antiguo Testamento la verdad no es un concepto ontológico sino de relación: la verdad es un estar firme o seguro en cosas, objetos, personas o en el mismo Dios. La verdad no es algo que es, sino que acontece. Por eso, verdad, realidad histórica y conducta personal están inseparablemente unidas. Esta verdad afecta también al futuro, y no sólo al presente: se puede decir que una afirmación es verdadera cuando queda corroborada por la realidad o por un testimonio; esto es, cuando son conformes el enunciado bíblico y su realización. La verdad, así, no está relacionada con el conocimiento, sino con el obrar y, en el caso de Dios, con la alianza y las promesas. La verdad de Dios está ligada a su actitud salvadora y justificante en la historia a favor de su pueblo, y se manifiesta en los acontecimientos históricos: «El Señor, tu Dios, es Dios, el Dios fiel que conserva su alianza y su amor por mil generaciones a los que le aman» (Dt 7, 9). Esta verdad, por tanto, no es algo que se puede conocer o desvelar, sino que es algo que se ha experimentado en la historia.
Como la 'emeth designa no una propiedad de Dios o de los hombres en si, sino su conducta, no es un concepto unívoco, sino que con frecuencia adquiere matices variados. A menudo aparece en la expresión hesed w'emeth, bondad y fidelidad, para indicar la actitud fundamental de Dios en la alianza: es una alianza de gracia, a la que Dios no ha faltado nunca En otras ocasiones la verdad se integra en el campo semántico de la justicia o de la santidad. La 'emeth también caracteriza la Palabra de Dios y su Ley: la verdad es lo que hay de esencial en esa palabra, y que permanece para siempre. La palabra y la Ley del Señor son para el hombre la verdad y la fuente del verdadero conocimiento: «Ahora, pues, Señor Dios, tú eres Dios y tus palabras son verdad; tú has prometido estos bienes a tu siervo» (2S 7, 28).
Cuando esta verdad se aplica a los hombres se usa la expresión «hombres de verdad», que normalmente hace referencia a su fidelidad a la alianza y a la ley divina: «Pero elígete de entre el pueblo hombres probados, temerosos de Dios, hombres fieles y honrados, y colócalos al frente, como jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez» (Ex 18, 21). Por tanto, describe el comportamiento del hombre justo. También se usa la expresión «hacer la bondad o la verdad» para expresar el obrar con benevolencia y lealtad entre los hombres.
La noción de verdad juega también un papel importante en el ámbito jurídico, en donde designa la realidad efectiva de un hecho o de una situación. Esta realidad, cuando no queda especificada, hace referencia a algo que debe ser reconocido como tal por todos y en cualquier circunstancia. Este sentido se encuentra también, en el ámbito religioso, en las denuncias proféticas. En estos casos la palabra 'emeth designa la validez de una norma de derecho: «Estas son las cosas que debéis poner en práctica: Hablad la verdad cada uno con su prójimo; dictad sentencias justas y pacíficas en vuestras puertas» (Za 8, 16).
La literatura sapiencial y apocalíptica, más cercana en el tiempo al Nuevo Testamento, comienza a adoptar un sentido de verdad parcialmente nuevo, más racional y objetivo; se trata ahora de la doctrina de sabiduría o de la verdad revelada, la verdad religiosa: «Compra la verdad y no la vendas: sabiduría, instrucción, discernimiento» (Pr 23, 23). Poco a poco el sentido se desplaza desde un comportamiento moral hacia la ley misma que Dios enseña a observar. En el Salmo 119 la palabra de verdad del Señor ya no hace referencia a la promesa de realizaciones futuras, sino al conjunto de instrucciones y mandamientos divinos recogidos en la Torah: «El compendio de tus palabras es la fidelidad; eterna es cada decisión de tu justicia» (Sal 119, 160). En Dn 8, 12 se hace sinónima de religión judía con sus determinaciones legales particulares: «Se le dio un ejército contra el sacrificio cotidiano a causa de la transgresión, arrojó por tierra la verdad y actuó obteniendo éxito».
En esta época, a veces la noción se hace afín a sabiduría e incluso a misterio, entendido éste como designio providencial de Dios sobre los hombres: «Pero te comunicaré lo que está escrito en el libro de la verdad. No hay nadie que me ayude contra aquellos sino Miguel, vuestro príncipe» (Dn 10, 21).
La concepción de verdad en el judaísmo rabínico, sobre todo en sus estadios más antiguos, es sustancialmente conforme con la veterotestamentaria. La verdad indica una particular actitud del hombre y es, al mismo tiempo, un atributo de la divinidad. Esta verdad es el fundamento de todo procedimiento jurídico, una especie de principio religioso por el que hacer justicia entra en la esfera de lo sagrado. El juicio de Dios también se basa en este principio. Es más, la misma esencia de Dios es 'emeth, ya que Él vive y es eternamente soberano. Por eso, la Torah, en cuanto exteriorización de la palabra y de la esencia divina, coincide con la verdad, que es la voluntad divina expresada en la Ley.
En Qumrán «la inteligencia de la verdad de Dios» es el conocimiento del misterio, pero que se obtiene mediante la interpretación verdadera de la ley. La verdad acaba designando en Qumrán el conjunto de las concepciones religiosas de los hijos de la alianza.
Por lo que respecta al mundo griego, etimológicamente, la palabra aletheia significa lo que no está escondido, a-letheia, y es lo contrapuesto a lo falso o aparente. El uso griego de esta expresión lo podemos encontrar tanto en la praxis jurídica, como referido a la realidad histórica o filosófica. Siempre según la concepción griega, por encima de las verdades parciales está la esencia misma de la verdad, la verdad absoluta, que ilumina al hombre en su existencia.
En campo filosófico, la aletheia hace referencia al verdadero ser, a la auténtica y efectiva realidad, en contraste con el mundo sensible, que es sólo una apariencia de la realidad. El helenismo identificará verdad con la sustancial autenticidad del ser divino. El hombre, al participar de ella, puede alcanzar la salvación y realizar así el propio destino. Sin embargo, poco a poco se abandonará la idea de que la verdad puede ser conocida por la razón. De aquí surgirá con fuerza la idea gnóstica, dualista, de que la verdad sólo puede ser conocida por un rapto o por una revelación divina.
En los setenta, la noción de verdad conserva puntos de contacto con la concepción griega y con la concepción hebrea, pero refleja una clara evolución que apunta ya a la neotestamentaria: al traducir hesed w’emeth por eleos kai aletheia, misericordia y verdad, y 'emeth y 'emunah por aletheia y pistis, se debilita la conexión entre verdad e historia, y se rompe la conexión lingüística entre verdad y confianza Con estas traducciones se quita el acento de la bondadosa fidelidad de Dios a la alianza, y se pone en el don de la verdad divina, que se recibe por la fe. La verdad empieza a objetivizarse y la fe a subjetivizarse. Es cierto, sin embargo, que en los setenta no aparece el concepto metafísico de verdad, sino que casi siempre aletheia está ligada a la noción de 'emeth. Desde este punto de vista, lo más característico de la concepción de verdad en los setenta será el uso de la expresión «hacer la verdad».
El Nuevo Testamento adopta las diferentes concepciones de verdad, la veterotestamentaria y la griega, para expresar la suya propia. Esto ocurre gradualmente en los escritos paulinos y en los escritos joánicos, donde la verdad es un concepto teológico. En los Evangelios sinópticos, sin embargo, aletheia tiene normalmente el sentido original griego: una afirmación de acuerdo con la realidad. Sin embargo, aunque en la predicación de Jesús, tal y como aparece en los sinópticos, la verdad en cuanto tal no juega un papel relevante, cabe destacar el uso que hace de la expresión «amén», palabra de la misma raíz que 'emeth, con la que Jesús reclama la autoridad de la verdad divina: sus palabras son seguras, dignas de confianza, obligatorias.
Como es frecuente en su pensamiento, san Pablo recurre a realidades y conceptos tanto griegos como hebreos. Esto ocurre también con la noción de verdad, de la que acaba formando una concepción propia. Unas veces habla de la verdad en sentido griego, como veracidad y rectitud o como lo contrapuesto a la mentira. Otras, usa el término aletheia con el sentido veterotestamentario: veracidad, fidelidad o segura permanencia de la verdad: «Digo, en efecto, que Cristo se hizo servidor de los que están circuncidados para mostrar la fidelidad de Dios, para ratificar las promesas hechas a los padres» (Rm 15, 8); sinceridad o lealtad: «Porque si en algo me había gloriado de vosotros ante él, no he quedado avergonzado, sino que así como en todo os había dicho la verdad, así (...)» (2Co 7, 14).
Sin embargo, la concepción de verdad propia de Pablo surge de ponerla en relación con el acontecimiento Cristo. Para Pablo, el evangelio, de Cristo y sobre Cristo, es palabra de verdad, evangelio de verdad; el contenido del evangelio es verdad: «(...) no procediendo con astucia ni falsificando la palabra de Dios, sino recomendándonos a nosotros mismos ante toda conciencia humana por la manifestación de la verdad delante de Dios» (2Co 4, 2). Esta verdad es norma válida, fijada por Dios al hombre: «No es esto, en cambio, lo que vosotros aprendisteis de Cristo -si es que en efecto le habéis escuchado y habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús-» (Ef 4, 20-21); «Porque nada podemos contra la verdad, sino a favor de la verdad» (2Co 13, 8), en contraposición a «Porque si viniera alguno anunciando (...) un Evangelio distinto del que habéis abrazado» (2Co 11, 4). Pablo sustituye así la verdad de la ley de la que hablaban los judíos por la verdad del evangelio.
Esta palabra de verdad, la palabra de Dios predicada por Pablo, es objeto de una revelación, exactamente como el misterio: «Al que tiene el poder de confirmaron según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio oculto por los siglos eternos, pero ahora manifestado a través de las Escrituras proféticas conforme al designio del Dios eterno, dado a conocer a todas las gentes para la obediencia de la fe» (Rm 16, 25-26). Esta palabra de verdad sólo se puede conocer escuchando la palabra y convirtiéndose. Aquí juega un papel muy importante la fe, gracias a la cual aceptamos la verdad del evangelio. Esta fe exige, al mismo tiempo, el amor de la verdad.
En su contexto propio, en las cartas pastorales el concepto de verdad está relacionado con las falsas doctrinas de los adversarios, adoptando así una orientación helenista. La verdad se entiende más como la recta doctrina del cristianismo o fe verdadera, y no como toda la revelación y anuncio de la verdad en Cristo: «(...) que mantenga con firmeza la palabra fiel que se ajusta a la enseñanza recibida» (Tt 1, 9). En la segunda carta de Pedro, la verdad se identifica con las verdades cristianas, esto es, con el cristianismo: «Por eso procuraré siempre recordaron estas cosas, por más que las sepáis y estéis firmes en la verdad que ya poseéis» (2P 1, 12). Por su parte, en la Carta a los Hebreos encontramos un paralelismo con el sentido platónico-helenista, debido a su uso para explicar el mensaje escatológico del cristianismo primitivo, por ejemplo al contraponer el tabernáculo terreno de Moisés al tabernáculo verdadero: «(...) ministro del Santuario y del Tabernáculo verdadero que erigió el Señor, y no un hombre» (Hb 8, 2).
San Juan, en el Evangelio y en las Cartas, desarrolla el tema apocalíptico y sapiencial de la verdad revelada, recogido en otras partes del Nuevo Testamento, pero insistiendo más en el carácter revelado de la verdad, en su nexo con Cristo y en la fuerza interior que suscita en el creyente. En el Apocalipsis la noción de verdad tiene, sin embargo, un trasfondo veterotestamentario: «Al ángel de la iglesia de Laodicea escríbele: "Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz"» (Ap 3, 14).
La verdad, para san Juan, es la palabra de Padre. Esta palabra la ha escuchado Cristo y ha venido a proclamárnosla y a dar testimonio de ella, de modo que la verdad es también la palabra de Cristo que habla del Padre y que nos lleva a creer en éste: «Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: -Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). Jesucristo es el que revela esta verdad, y esta revelación es total, definitiva, no como la revelación del Sinaí a Moisés. Para ello, Cristo se ha encarnado -es la palabra hecha carne- (cf. Jn 1, 14-18), y nos ha revelado al Padre, su realidad divina -el amor y la verdad se han hecho realidad en Jesucristo-, al revelarse a sí mismo como Hijo unigénito, que ha estado desde siempre junto al Padre. Por eso Cristo mismo es la verdad: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (...); nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14, 6), mientras que el demonio es el padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). El testimonio de Jesucristo, único modo de acceder a la verdad del Padre, no se ha dado sólo con palabras, sino también con obras y con la entrega de su vida. De este modo, Cristo ha revelado la verdad divina en su concreción histórica. Además, al revelarnos al Padre, nos comunica la vida divina, convirtiéndose así en camino, verdad y vida.
Por su parte, el Espíritu Santo tiene la misión de iluminarnos esa verdad presente en Jesucristo, y que nos ha sido ya revelada: él da testimonio de Jesús y suscita la fe en él. Y esto lo hace recordándonos lo que Jesús ha dicho y ha hecho, y haciéndonos comprender su verdadero sentido: «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os lo enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 26).
Por último, para san Juan la verdad juega un papel central en la santificación del cristiano. Después de adherirnos a una nueva vida mediante la fe -transformados en hijos de Dios por la verdad que se ha acogido- el cristiano debe nacer del Espíritu y estar bajo el influjo de la verdad que permanece en él (cf. 2Jn 1, 4). Por este camino se llegará a conocer realmente la verdad: ella nos purificará y nos liberará del pecado, ella nos permitirá vencer al maligno (cf. 1Jn 2, 14). La verdad será, así, el principio interior de la vida moral, del culto, del amor a los hermanos, etc. Además, participando de ella, el cristiano se convertirá en apóstol que coopera con la verdad en la expansión del mensaje evangélico (cf. 3Jn 1, 12).
BibliografíaH.-G. LINK, «Verdad», en L. COENEN; E. BEYREUTHER y H. BIETENHARD (dirs.), Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, IV, Salamanca 1994, 332343. I. DE LA POTTERIE, «Verdad», en P. ROSSANO; G. RAVASI y A, GIRLANDA (dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 19902, 1915-1920. C. SPICQ, «Aletheia», en Theological Lexicon of the New Testament, I, Hendrickson, Peabody 1994, 66-86.
J.L. Caballero
El hombre es aquél que busca la verdad (FR 3, 28), el fin de su vida intelectual. La verdad, escribe Agustín, es una realidad fundamental, más alta que el hombre; es su maestra (De magistro 12, 38).
Mientras que en la Sagrada Biblia «verdad» significa también una actitud moral de confiabilidad, honestidad y fidelidad en el trato con otros, en la tradición occidental una afirmación (o negación), o una doctrina dice la «verdad», si lo que expresa está conforme a lo que es, a la situación o a un acontecimiento tal como es. Se trata de la adecuación del entendimiento o de lo que afirmamos (o negamos) con la realidad (La definición es de Rabbí Isaac). «Quien juzga que lo separado está separado y lo compuesto está compuesto, dice la verdad» (Aristóteles, Metaphysica 1051 b 3).
Verdadero se utiliza también para describir una cosa que tiene las propiedades de una cierta clase de seres y que es auténtica (p. ej. este anillo es oro verdadero; Cristo es la vid verdadera) y por eso puede dar al intelecto humano una percepción y un juicio justo de sí (santo Tomás de Aquino, De veritate 1, 2 ad 1). Efectivamente nuestro entendimiento recibe sus conocimientos de las cosas (ibid., 1, 4). De conformidad con este sentido de la palabra, Platón habla de una dudad verdadera y de guardias verdaderos (República 372 c; 464 c). Según él, el ser mismo es siempre verdadero siendo lo más cognoscible (Rep. 585 c). Para Aristóteles la realidad es el fundamento de la verdad (Met. 983 a 30), pero la verdad, en el sentido formal de la palabra, es una propiedad del juicio y se encuentra en el entendimiento (Met. 1027 b 25). Conforme con esto la escolástica distingue entre la verdad lógica (el acuerdo de lo que pensamos o decimos con la realidad), y -en un sentido analógico de la palabra- la verdad ontológica (el contenido cognoscible de las cosas). La verdad de las cosas (veritas rerum) no es algo añadido a ellas sino su esencia misma (De veritate 1, 4: «... ventas in ipsa re... nihil est aliud quam entitas intellectui adaequata vel intellectum sibi adaequans»). Todo lo que existe tiene su verdad en cuanto puede ser conocido por el entendimiento al cual está ordenado y que enriquece comunicándole su contenido inteligible (S.Th., I, 16, 3). No somos nosotros quienes determinamos el sentido de las cosas: ellas ya tienen un contenido determinado. Este dato viene presupuesto por las ciencias: el mundo con sus tesoros es cognoscible. Las cosas reciben su ser y su esencia de Dios y así nuestro intelecto hallará su felicidad en el encuentro con la verdad resplandeciente de Dios, fuente de toda verdad (San Agustín, De libero arbitrio, 2, 13, 35). Dios es la verdad misma, porque su ciencia es perfectamente adecuada con su ser; su ser divino es la fuente de luz e inteligibilidad de la que emanan las esencias de las cosas (S.Th., I, 16, 5). Por eso la palabra verdad es empleada para significar todo lo que viene a nosotros de parte de Dios. En este sentido la revelación, el mensaje de Cristo, que nos revela a Dios, es la verdad.
La verdad es la cúspide de lo real, porque significa lo real en cuanto es conocido o la posesión consciente de las riquezas inteligibles del universo. Así la verdad es el fin último del hombre y, por consiguiente, del universo (CG, I, c. 1). Las definiciones clásicas de la verdad de san Agustín, Avicena y san Anselmo expresan, dice Tomás, sea la verdad ontológica, sea la verdad lógica (santo Tomás, De veritate, 1, 1).
La verdad tiene un gran resplandor y por eso se llama «luz». Además unifica, en el sentido de que una verdad no puede oponerse a otra. Y la verdad es inalterable en cuanto basada en la esencia de las cosas.
La vuelta hacia el sujeto humano en la edad moderna llevó consigo el abandono de la verdad ontológica. Según Spinoza es un error afirmar que «verdad» es una propiedad del ser (Cogitata metaphysica, I, c.6). Los empiristas consideran que hablar de las propiedades transcendentales de los seres (unidad, verdad, bondad) es superfluo o una tautología inútil, mientras que según los idealistas se trata de categorías subjetivas de nuestro entendimiento (A. Ayer, Language, Truth and Logic, London 1962, 88).
En cuanto a la verdad lógica, la definición clásica de la adecuación con lo real sigue siendo válida y es admitida, pero ha sido modificada por algunas corrientes filosóficas. En la concepción semántica de A. Tarski se dice que una afirmación es verdadera si expresa la situación en un momento preciso, pero una definición de la verdad no sería posible en el lenguaje natural. Otros hablan de verdad si los elementos de un sistema o de un conjunto son coherentes. Los hay que dicen que la verdad se encama en el consenso de un grupo de personas. A causa del pluralismo tan característico de las sociedades modernas, se nota un desvanecimiento o una neutralización de la verdad: ya no hay más que opiniones y nos quedamos inciertos o silenciosos ante las opiniones divergentes de los otros. Cada uno parece tener su verdad, y una verdad universalmente válida y reconocida por todos está fuera de nuestro alcance. Para Hegel la verdad no ha sido fijada para siempre, sino que es algo que se desarrolla. Hay una relación dialéctica entre ella y el espíritu humano. Es real cuando el hombre la piensa, pero al pensarla cambia el hombre y se cambia también lo real. Este movimiento dialéctico perpetuo es la verdad (cf. L. Flam, «Le devenir de la vérité. De Hegel á Heidegger», en La vérité, Bruxelles/Louvain 1964, 286-292). Según el historicismo, la comprensión de la verdad de la naturaleza, de acontecimientos históricos y de textos escritos está sometida a la marcha de la historia: lo que parecía verdadero hace un siglo, puede ser inverosímil, falso o absurdo hoy día y no hay garantía de que podemos captar la realidad de los seres. Para conocer la verdad, el mundo creado por Dios ya no nos ofrece un camino seguro. Vale más reflexionar sobre sí mismo y descubrir la certeza del propio pensamiento. Siguiendo la línea de la teoría de la coherencia, una visión pragmática afirma que algo es verdadero si es útil; la verdad es el «cash value», el dinero contante, de una teoría.
Para muchos la adecuación del pensamiento con la realidad se basa en el propio yo y en sus sentimientos y preferencias. Lo que no me conviene o no me gusta, no es verdadero. Auténtico es lo que siento yo en este momento. Pero, si la libertad de cada uno es la que determina la verdad, ya no hay verdad normativa y estamos en el relativismo. Sin embargo, un subjetivismo extremo es destructor y el consenso es imprescindible para que la vida social sea posible. Para la fenomenología hay verdades, pero no hay verdad. Según la hermenéutica de Gadamer la realidad se muestra en una serie de perspectivas. Este autor Cree que, para conocer la realidad sobre lo que es el hombre, hay que abandonar el método de las ciencias o de la filosofía escolástica.
Desde luego las ciencias no aceptan este subjetivismo. En los estudios científicos se supone la posibilidad de hacer afirmaciones definitivas sobre la naturaleza y el cosmos. Como dice san Agustín, es verdadero, lo que es (Soliloquia, II). La operación del entendimiento por la que conocemos y expresamos la verdad es el juicio -la proposición afirmativa o negativa. Sabemos que un juicio es verdadero por la evidencia de lo que decimos, una evidencia que puede resultar de los términos de la afirmación, si su unión en el juicio es intrínsecamente evidente o de la observación directa y la experiencia personal. Puede también consistir en una conclusión de lo que ya hemos establecido o basarse en el testimonio seguro e irrebatible de otras personas (en su fenomenología Heidegger entiende «verdad» (a-létheia) como el estar abierto). En los últimos casos se trata de una evidencia mediata, que se puede rehusar por la voluntad por ser contraria a lo que uno desea o a unas ideas preconcebidas. La evidencia constriñe el intelecto, que por su naturaleza está ordenado a la verdad, que es su bien («... ab ipsa veritate coacti...» santo Tomás de Aquino, In I Physica I, lec. 10).
Así se dice que las ciencias tratan de comunicarnos la verdad sobre la naturaleza, en cuanto dan una descripción correcta de lo real. La historia tiene su verdad en cuanto refiere objetivamente lo acontecido en el pasado e indica las razones de lo sucedido. La filosofía, escribe Tomás de Aquino, considera la verdad universal de los seres.
Se puede también hablar de la verdad de una religión en cuanto sus creencias conciernen al Creador del mundo y a nuestra dependencia de Dios, que gobierna a los hombres, siempre que esas creencias eviten la superstición, la magia, el monismo o el politeísmo.
Existe también una verdad teológica, es decir el mensaje evangélico, transmitido y propuesto por la Iglesia y formulado en los dogmas de la fe. La Iglesia católica afirma poseer una doctrina absolutamente verdadera y proclamar la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre. Pero esta verdad no concierne a la estructura física del mundo y a los secretos de la astronomía o biología, sino a lo que el hombre necesita saber sobre su vocación y el camino que debe seguir para alcanzar su bienaventuranza eterna. La verdad de la doctrina de la fe respeta la pretensión a la verdad de las ciencias y del entendimiento en sus campos respectivos. No es posible que haya una contradicción entre la verdad establecida correctamente por el entendimiento natural y la doctrina de la fe, ya que el orden de la creación y la doctrina de la fe tienen al mismo Dios como su autor. Si surge un conflicto aparente es que no se ha propuesto bien la doctrina cristiana o que los científicos proponen conclusiones erróneas (cf. CG I, c. 7). Por ejemplo, una interpretación equivocada del sentido de un texto bíblico sobre el movimiento aparente del sol ha conducido a la condenación de Galilei. El creyente acepta el mensaje cristiano como verdadero por su credibilidad interna, es decir por su belleza, sublimidad y correspondencia con las aspiraciones más profundas del corazón humano, y por los signos que lo ilustran a lo largo de la historia -los milagros, el testimonio de los mártires, las obras de la caridad cristiana, la existencia continuada y el crecimiento de la Iglesia a pesar de ataques, persecuciones y un ambiente a veces muy hostil. Pero más importante para la certidumbre de haber encontrado en la fe cristiana la verdad es el don de la luz de la fe que hace asentir a los creyentes a la doctrina de la fe. Sin embargo, demostrar la verdad de los misterios de la fe no es posible para los cristianos durante su vida sobre la tierra porque trascienden el entendimiento humano, pero se pueden desvirtuar los argumentos contrarios de los enemigos de la Iglesia.
Al lado de la verdad de las ciencias, de la filosofía y la teología -la ventas doctrine- se encuentra la verdad del intelecto práctico, es decir el conocimiento de las inclinaciones naturales, de nuestras tareas, nuestros deberes y la organización de nuestra vida moral, personal y social (S.Th., I, 79, 11 ad 2). Los fines naturales son la base de la verdad de le vida moral. El hombre no sólo tiene la obligación de buscar la verdad, sino también de aplicarla y comunicarla a otros. La verdad en la vida social -llamada también veritas iustitiae- supone la verdad en el hombre -la veritas vitae-. Pero el hombre moderno subordina fácilmente las inclinaciones naturales a los deseos de su libertad individual que, aunque se encuentran en un nivel más superficial de su ser, parecen ocupar su vida consciente. Mientras que es fácil ponernos de acuerdo respecto a lo que se observa y a teorías científicas, se manifiesta una gran diversidad de opiniones en cuestiones morales y políticas. En la búsqueda de la verdad se debe determinar qué objetos son bienes verdaderos y cuáles no son confrontables con ellos (S.Th., I-II, 72, 4: sostiene que lo contenido en el orden de la razón es lo que Dios quiere). Por otro lado, si uno determina por sí mismo la moralidad de un acto, sin tener cuenta de las finalidades naturales, abandona la verdad moral (cf. VS).
En relación con la verdad de la vida moral se puede hablar también de la verdad en la organización de la vida política -la veritas iustitiae-. La Declaración de los derechos humanos, aunque lejos de ser perfecta, contiene una cierta verdad. La verdad integral en el campo socio-político es el reconocimiento del valor transcendental de la persona humana. En este sentido se puede decir que un régimen democrático es más verdadero, más conforme a la naturaleza humana, que un régimen oligárquico; aunque tiene sus insuficiencias, como por ejemplo, el peso igualitario que se da al voto de cada uno y la tolerancia de mucho de lo que es vicioso.
La verdad del arte consiste en la capacidad de la obra creada por el artista -cuadros, esculturas, literatura, teatro, música, bailes o fotografías-, de sugerir y evocar una experiencia auténtica de lo real o por lo menos hacer sentir cómo el artista ha percibido las cosas y hace visible lo Invisible. Hay una adecuación de la obra de arte con la vida interior del artista, que, por su parte, deberla ser una repercusión de la realidad, si por lo menos él evita entregarse a la pura subjetividad (cf. n.s., II, 2002: The Contemporary Debate on the Truth, «Doctor communis»).
Una dificultad especial, característica de la época contemporánea, resulta del hecho de que los cristianos viven en un mundo impregnado de concepciones que se presentan como verdaderas -sobre Cristo, la Iglesia, el hombre, el cosmos, etc.- pero que son opuestas a la fe. Opiniones personales de autores, periodistas o agentes de la televisión vienen propuestas como la verdad, mientras que muchas veces son resultado de prejuicios contra el cristianismo o de conocimientos superficiales. Es una tarea de los cristianos bien formados mostrar la relatividad o falsedad de estas críticas.
Bibliografía
R. GUARDINI, Verdad y Orden, Madrid 1960. TOMÁS DE AQUINO, La verdad. Selección de textos, ed. por J. Garcia López, Pamplona 19962. H.U. Von BALTHASAR, Theologica II. Verdad de Dios, Madrid 1997.
L.J. Elders
«La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Seno r, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo» (Juan Pablo II, Exhortación apostólica Vita consecrata, n. 1).
«Recé por vosotros, para que aquel gran Espíritu de fuego que yo he recibido, lo recibáis también vosotros. Si queréis recibirlo, y que él habite en vosotros, presentad primero las fatigas del cuerpo y la humildad del corazón, elevando noche y día vuestros pensamientos al cielo. Buscad con rectitud de corazón este Espíritu de fuego y se os dará» (San Antonio Abad, Cartas: PG 40, 1020).
Nos encontramos en una nueva época, que exige una confrontación inteligente entre las antiguas y las nuevas formas de vida consagrada en orden a enriquecemos recíprocamente dentro del ámbito tradicional de los estados de vida cristiana. Es preciso hacer un discernimiento, siendo sensibles al paso del Espíritu y dóciles a sus inspiraciones, que nos permita conocer nuestra situación verdadera y la actual voluntad de Dios. No es, pues, tiempo de lamentaciones, tampoco de críticas o desaliento; es tiempo de discernimiento espiritual.
En el cuadragésimo aniversario del decreto conciliar sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, algunos hablan de la primavera de los movimientos eclesiales y del otoño de la vida religiosa. Los movimientos eclesiales ofrecen hoy en la Iglesia, en medio de sus limitaciones, la frescura evangélica y el impulso creativo de la nueva evangelización; pero al mismo tiempo reconocen el patrimonio secular del testimonio de la vida religiosa. Es cierto que el secularismo ha provocado en las últimas décadas, especialmente entre los religiosos, una crisis de purificación, empobreciendo la vida espiritual, la disciplina y la doctrina, y dificultando la espiritualidad de comunión. Abrámonos, pues, al desafío de la acción del Espíritu que suscita continuamente nuevas formas de presencia pública de la fe en este mundo.
El modelo actual de la vida consagrada no está en el pasado, tampoco en el futuro; está en la mente del Padre, en el corazón del Hijo y en la vida del Espíritu, tal como ha quedado plasmado en el evangelio, en los santos fundadores y en el magisterio de la Iglesia. El impulso sobrenatural no se describe, se vive y se advierte por los frutos. El vino nuevo requiere odres nuevos. Hay que gestionar el presente con lucidez y audacia haciendo una relectura de la identidad de la vida consagrada, para radicarse en lo esencial, sin perderse en las ramas, de modo que el aggiornamento no sea abandono de sus fuentes y el discernimiento de los signos de los tiempos pérdida del sentido sobrenatural.
La vida consagrada, que paradigmáticamente pasa por las mismas vicisitudes de la Iglesia, ha sido convocada a ponerse de nuevo en camino desde Jesucristo, nuestra esperanza, en el nuevo milenio. El porvenir de la vida consagrada es el porvenir de la Iglesia.
El origen de la vida consagrada está en la memoria viva de las palabras y de los ejemplos de Jesucristo, que en las primeras comunidades cristianas gestaron a las vírgenes y a los ascetas. El Evangelio es la forma y primera regla de la vida consagrada. Es lógico, pues, que los movimientos espirituales, que han originado las diversas formas de vida consagrada, sigan recurriendo siempre a la forma de vida de Jesucristo y a la vida apostólica reflejada en los Hechos de los Apóstoles en torno a la palabra, al sacramento, a la plegaria, a la comunión. En concreto, la historia de la vida consagrada es la historia de los hombres y mujeres santos que recibieron de Dios el don de ser forma de vida para otros seguidores, que les han reconocido como padres y modelos.
Con la emergencia de la Iglesia imperial nace y se desarrolla el movimiento monástico (siglos IV-XII), eremítico y cenobítico, pensando que el modelo de la Iglesia primitiva sólo se podía realizar en el desierto o en el monasterio. En Oriente están san Antonio el Egipcio y san Pacomio, codificado por san Basilio Magno, y en Occidente san Benito, cuya Regla en el alto medioevo se impuso en los monasterios europeos, centros de cultura y santidad. En el siglo XIII con san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán surge un movimiento popular y clerical, que pobló de frailes santos los conventos de las ciudades medievales. Con las terceras órdenes influyeron en el laicado con una fuerte espiritualidad. En el siglo XVI, tiempo de las reformas, clérigos regulares, como san Ignacio de Loyola, defendieron la Iglesia y abrieron nuevos caminos a su expansión apostólica. En el siglo XX los Institutos seculares, cuyos miembros viven en el mundo, han llevado la vida consagrada en medio de los hombres.
Si nos fijamos en los orígenes de los diversos movimientos de vida consagrada encontramos siempre vivencias personales, caracterizadas por un sobreabundante amor de Dios, que gestaron formas alternativas de vida cristiana, que algunos calificaron de vida profética, aludiendo a los antiguos profetas bíblicos, cuya misión fundamental fue la de ser portavoces de la palabra de Dios, y otros de vida angélica o escatológica, pues viviendo en la historia anhelaban la vida eterna. En este contexto, la vida consagrada fue siempre empeño y escuela de perfección cristiana, siguiendo a Jesucristo apoyados en la palabra de Dios, los sacramentos, las vigilias, los ayunos, las plegarias, la compunción, el silencio. De hecho, las diversas formas de vida consagrada nacieron en momentos de crisis eclesiales y sus fundadores se caracterizaron por un amor martirial a la Iglesia y por un discernimiento adecuado de los signos de los tiempos. Por eso, los santos religiosos han sido siempre centinelas en la casa de Dios, capaces de señalar la voluntad de Dios y de iniciar nuevas presencias significativas de la Iglesia en el mundo.
El «si quieres ser perfecto» evangélico (Mt 19, 21), realizado en la experiencia de san Antonio Abad (San Atanasio: PG 26, 841), fundamenta la teología elaborada por santo Tomás de Aquino sobre el estado religioso, que se llama estado de perfección, no porque los religiosos sean perfectos, sino porque tienden a la perfección. «Por lo cual si uno dedica toda su vida al servicio de Dios, toda su vida pertenece a la religión; y así por la vida religiosa que llevan, se llaman religiosos». (S.Th. II-II, 186, 1 ad 2m). «El estado religioso se puede considerar de tres maneras: primera, en cuanto es ejercicio para alcanzar la perfección de la caridad; segunda, en cuanto aquieta el alma humana de las inquietudes exteriores (...); tercera, en cuanto es un holocausto por el que se ofrece a Dios totalmente con todo lo suyo. Y por esto el estado religioso se integra de estos tres votos». (II-II, 186, 7c). En fin, el religioso está muerto al mundo y vive para Dios (II-II, 88, 11 ad 1m).
Actualmente nos encontramos ante una crisis evidente, no de la vida consagrada, ni tampoco de las formas fundamentales de vida consagrada, sino de algunos consagrados. El Concilio Vaticano II promulgó un Decreto sobre la adecuada renovación de la Vida religiosa, Perfectae caritatis, el 28 de octubre de 1965, después de lo expuesto sobre los religiosos en el capítulo VI de la Constitución Lumen gentium, finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado y promulgado en su edición latina por Juan Pablo II el 15 de agosto de 1997, en el artículo noveno de la Santa Iglesia Católica, párrafo IV, habla de la vida consagrada, religiosa y secular, que se constituye con la profesión estable de los consejos evangélicos, la cual pertenece de modo indudable a su vida y santidad. La Exhortación apostólica Vita consecrata (1994) recogió y actualizó la doctrina conciliar, que por otra parte no se caracterizó por la capacidad de impulsar la verdadera renovación de la vida religiosa; finalmente, la Instrucción Repartir de Cristo (19.V.2002) ha puesto en camino a los consagrados en el nuevo milenio.
La crisis posconciliar afectó especialmente a los religiosos, como se advierte en los siguientes síntomas:
Primero, algunas nuevas Constituciones, sin normas suficientes para impulsar el combate espiritual, sin el cual no hay santificación, y sin la capacidad de trasmitir el carisma, sin el cual no hay continuidad, muestran cierto optimismo ingenuo, olvidando las consecuencias del pecado original. Aunque la ley principal es la del Espíritu Santo escrita en los corazones, también se necesita la pedagogía de las leyes concretas.
Segundo, el estéril activismo, reflejado a veces en trabajos más propios de seglares que de religiosos, y el gobierno, centrado más en organizar obras que en acompañar espiritualmente a las personas, olvidan que la cuestión no es lo que hacemos, sino lo que somos. Pensar que han de mejorar las comunidades, sin clarificar antes la consagración personal, es una quimera de consecuencias perversas.
Tercero, el escepticismo, el aburrimiento y el aburguesamiento son frutos de ideologías secularizadas que han disgregado el corazón de algunos religiosos, al prescindir de los signos y del patrimonio del propio instituto. Algunos conventos ya no son centros de irradiación espiritual, ya no son escuelas de pensamiento teológico, ya no son casas de evangelización. Algunos religiosos, espiritualmente mediocres, están interiormente divididos y viven una comunión fragmentada. La indiferencia ante lo que pasa, aunque falsamente se hable de tolerancia, es una irresponsabilidad mortal.
Ante esta problemática, presentamos la identidad antropológica y creyente de la vida consagrada en la Iglesia, donde reina el Espíritu, y en el mundo, signo de Dios, en el ámbito de la esperanza teologal, pues fuera de ella no hay verdadera vida cristiana, es decir, las propiedades de esta forma de vida cristiana, en orden a superar la desvalorización doctrinal y afectiva de la vida consagrada en muchos cristianos, fijándonos especialmente en los institutos de vida religiosa. La belleza de Cristo crucificado salvará el mundo.
La identidad de la vida consagrada, que se desarrolla en los ámbitos de la consagración, comunión y misión, consiste en la profesión de los consejos evangélicos en un estado de vida estable con el fin de honrar el misterio de la Encarnación de Cristo. Mediante la profesión, verdadero acto de culto, confessio Santae Trinitatis, Dios consagra al llamado para que acoja por un nuevo y peculiar título la acción del Espíritu Santo en él, es decir, la nueva vinculación a Cristo, por la cual su vida es vida cristiforme, a fin de significar y vivir la alianza sacerdotal y victimal del Verbo de Dios con la humanidad, significando que somos peregrinos hacia la vida eterna.
El fundamento de esta vida transfigurada en Cristo en orden a conseguir la perfección de la caridad, es el don de la vocación; Dios (lama por amor a seguir más de cerca a su Hijo bajo el impulso del Espíritu Santo; y el fruto de esta llamada, ratificada en la profesión, hecha por amor a Dios, es la continuación de la misión de Cristo en este mundo, no en los niveles bautismal y jerárquico, sino en el nivel de la identificación espiritual con el misterio que se anuncia y se celebra. La ciencia de la cruz, la página más bella del evangelio, expresión de la obediencia del Hijo, de la fuerza del Espíritu y de la gloria del Padre, es la fuente de la vida religiosa y la zarza que siempre arde y nunca se consume.
El alma y el corazón del propositum de la vida consagrada es, por tanto, la obediencia para honrar el alma de Cristo, la castidad para honrar el cuerpo de Cristo y la pobreza para honrar la desnudez de Cristo crucificado, quien siendo rico se hizo pobre por nosotros. El pecado original, un presupuesto para entender la vida consagrada, explica el estilo propio de la vida religiosa, que implica propiamente la vida en común. Cuando hoy se amplía el campo de la vida religiosa, hablando de vida consagrada, siguiendo al Decreto Perfectae caritatis, n. 1, me refiero a la fuente de toda consagración, el Verbo Encarnado (Christós, messia, sanctus), que es el paradigma de toda vida cristiana.
Es verdad, que los consejos evangélicos fueron dados por Cristo a todos sus seguidores, es verdad que la consagración básica es la bautismal, es verdad que el carisma del celibato y las dimensiones profética y escatológica se hallan en los diversos estados de la vida cristiana, pero es el don de Dios (Mt 19, 11. 26; Jn 4, 34), por el que se concede la capacidad de vivir los consejos según la forma más similar a la vida de Cristo, lo propio de la vida consagrada, así llamada no por exclusividad sino por antonomasia. Pues no se trata de un cumplimiento sólo afectivo, sino también efectivo, renunciando a la autonomía en la vida, a la creación de una familia carnal y asumiendo la pobreza real, en orden a experimentar que Jesucristo es el Señor, el Amor y el Tesoro encontrado en el campo.
Por consiguiente, la vida consagrada, signo esplendoroso de la vida y muerte de Cristo, es testimonio visible de Jesucristo en la Iglesia y en el mundo, señalando a los hombres el camino, la verdad y la vida. En este ámbito, los consagrados están vinculados especialmente a la Iglesia y a su misterio visible e invisible, como consecuencia de su vinculación a Cristo; ciertamente la vida consagrada no se distingue de los demás estados de vida cristiana por el fin, ni tampoco por los medios comunes, sino por la forma de vivir los consejos evangélicos, que expresan el espíritu y la letra de las bienaventuranzas. De este modo, la vida religiosa, al realizar la santa koinonía bajo obediencia (comunión, comunidad, comunicación), dulce experiencia de los hermanos unidos (Sal 132, 1), y al participar de los misterios de la pasión y muerte de Cristo, es gloria de Dios y gracia de santificación. La espiritualidad de comunión, desarrollada en la lectio, en la celebratio y en la praedicatio, concede la entereza del corazón y la firmeza del espíritu, compartiendo los dones de Dios, que unen; no las ideologías humanas, que dividen.
Cuando el Concilio de Trento dijo que la vida religiosa es superior al matrimonio (Sesión XXIV, c. 10), no estaba significando que los religiosos eran mejores que los seglares, sino que el estado religioso es una forma de vida cristiana más similar a la vida de Cristo, en la línea escatológica, según san Pablo (1Co 7, 38). Lo mismo enseña el decreto Perfectae caritatis, 5, y la Exhortación apostólica Vita consecrata, 18, cuando habla de una excelencia objetiva del estado religioso, invitando al religioso a vivir en humildad (San Ignacio de Antioquía, Ad Policarpum 5, 2), que es la buena tierra donde se crece en caridad.
Las Mutuae relationes (1978), camino de encuentro entre obispos y religiosos, respetan los diversos carismas de la jerarquía y de la vida consagrada en la Iglesia. Hay que salvar la libertad de no pertenecer a la jerarquía, permaneciendo siempre al servicio de la Iglesia, a ejemplo de santo Domingo de Guzmán, y sintiendo con la Iglesia, según el ejemplo de san Ignacio de Loyola. Los religiosos, en medio de la Iglesia, comparten sus dones con los clérigos (diócesis) y con los seglares (movimientos eclesiales), que también han recibido de Dios una misión propia en la Iglesia.
La vida consagrada, que está en el mundo sin ser del mundo, exige, en primer lugar, conocer el mundo en el que nos encontramos; un mundo secularizado y una cultura fragmentada (movilidad humana, pluralismo globalizado). Dios ha sido marginado y se produce la deslegitimación de la conciencia religiosa, originándose problemas fundamentales en defensa de la vida y de la dignidad de la persona. Las plataformas de la solidaridad y del diálogo no son suficientes para los cristianos. El diálogo es una necesidad para no aislarse y para no dejarse instrumentalizar, pero dialogar en una sociedad pluralista y relativista no significa negar la verdad, como tampoco la tolerancia significa indiferencia; cada realidad tiene sus límites. El problema más radical está en un cierto embarazo que tienen algunos católicos para adquirir un lenguaje ungido por el Espíritu y estar presentes en medio de los hombres, por falta de una vivencia intima y pública de la fe, que es donde se gestan la creatividad y la Inteligencia cristianas.
Para entrar en relación con el hombre vulnerable de hoy necesitamos dejarnos ungir por la compasión de Cristo, buen samaritano, que se compadeció ante el hombre asaltado por los ladrones (Lc 10, 31), ante la viuda de Naín (Lc 7, 13) y ante el hijo pródigo (Lc 15, 20). El lenguaje de la compasión, lenguaje del evangelio, nace del estupor que produce la acción del Espíritu al revelar el amor de un Dios crucificado y lleva a la evangelización también mediante la defensa de la vida, de la persona humana, del tejido social, del bien común. «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
Para superar la insignificancia social y eclesial de la vida consagrada hay que reconvertirla en laboratorio o escuela de santidad. Es preciso darse cuenta de lo que ha pasado para poner los remedios. Cristo estaba en el brocal del pozo de Jacob esperando a la Samaritana (Jn 4, 6). Si también nosotros nos encontramos con el Señor seremos capaces de hacer lo mismo que hizo el buen samaritano cuando encontró al pobre en la cuneta.
El problema de la vida religiosa es la falta de fe y la carencia de espiritualidad; por eso ha sido infiel a Cristo, a la Iglesia, a la vocación, al hombre. Se necesita recuperar mediante una lectura espiritual del Evangelio la frescura permanente del carisma de los fundadores, identificando el don de la propia vocación. La vida religiosa necesita salvaguardar su identidad mediante una espiritualidad sensible y dócil al Espíritu Santo, que ayuda a seguir a Jesús, esperando su retorno, en este mundo que pasa (1Co 7, 31), donde lo visible es efímero y lo invisible eterno (2Co 4, 18). Es la dialéctica entre la historia y la escatología, el deseo profundo de la vida eterna.
No se trata sólo de ser generosos, sino de ser verdaderos, de tal modo que, viviendo en la verdad, produzcamos frutos de vida eterna, abandonando el pecado para seguir a Jesús con un corazón ensanchado y un rostro Iluminado hasta en la infamia. No se trata de inventar nada, sino de discernir lo que el Espíritu hace en respuesta a los desafíos de nuestro tiempo. No se trata de restaurar el pasado; se trata de recibir la vida, y la vida sólo viene de Dios condescendiente en la Cruz. Lo propio del amor es abajarse. «Donde vayas, iré; donde vivas, viviré» (Rt 1, 16). Cuando Él venga nos lo explicará todo (Jn 4, 25). «Sin mi no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
Las comunidades de vida religiosa serán abiertas, acogedoras, sencillas, pacíficas, audaces en la libertad del Espíritu, dialogantes y evangelizadoras. Para ello se necesitan estructuras ágiles, personas cercanas, con el valor de mostrarse tal cual son, hablando un lenguaje que la gente entienda. Ante el pluralismo creciente, que es un proceso irreversible, es necesaria la formación permanente, es decir, la disposición activa e inteligente de la persona para aprender. La pastoral vocacional realista y sin miedos anuncia a Cristo con eficacia. Dios invita a ensanchar con esperanza el espacio de nuestra tienda (cf. Is 54, 2), haciendo significativa en la Iglesia y en el mundo la vida religiosa.
«Y a los que tomen sobre si este yugo suave, se promete como alivio el gozo de Dios y el descanso eterno del alma. Dígnese conducirnos a ella el mismo que la ha prometido, Jesucristo nuestro Señor, que es sobre todas las cosas Dios bendito por toda la eternidad, amén». (S.Th. II-II, 189, 10 ad 3m). La vida consagrada, vieja y joven como la Iglesia, se inserta en la realidad de la historia de la salvación desde «una nueva imaginación de la caridad» (NMI 50). Nuevas presencias y nuevos apostolados en la Iglesia para el mundo. La vida consagrada, impulsada por el Espíritu, renace fascinada por la persona de Jesucristo. «La vida consagrada custodia un patrimonio de vida y belleza capaz de restaurar toda sed, vendar toda Haga, ser bálsamo para toda herida, colmando así todo deseo de alegría y de amor, de libertad y de paz». (Juan Pablo II, al Congreso Mundial de Religiosos y Religiosas, 27.XI.2004).
Bibliografía
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P. Fernández
Los términos «vida consagrada» o «vida religiosa», aplicados a los fieles cristianos, son en sí mismos términos ambivalentes: cualquier fiel por el hecho de haber recibido el bautismo, es un consagrado. Si dos bautizados contraen matrimonio, por este sacramento veluti consecrantur con palabras del Concilio Vaticano II. Y en el caso de que un fiel reciba el sacramento del orden, recibe con él una nueva consagración sacramental. Se trata en todos estos casos, como se ve, de la vida consagrada de origen sacramental.
Desde otro punto de vista, también el término «religioso» puede apuntar hacia cualquier persona que viva la virtud de la religión, que se sienta unido, religado, con Dios.
Todo esto significa que cuando usamos esos términos, generalmente partimos de una noción restringida de vida consagrada reservada a aquellos fieles que han hecho profesión pública de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia en una religión, según la terminología clásica, o en un instituto de vida consagrada, con terminología actual.
Conviene tener en cuenta, además, que hasta mediados del siglo XX, vida consagrada y vida religiosa eran términos sinónimos, de total equivalencia, aunque fuera el más usual el segundo. En la actualidad, esa equivalencia ya no es absoluta, pues si bien toda vida religiosa entraña la categoría de consagrada, no toda vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es vida religiosa. Es el caso de los institutos seculares que constituyen una forma nueva de vida consagrada no religiosa, como dejó sentado el Decreto conciliar Perfectae caritatis, 11, y ratifica el Código de 1983 al elaborar un concepto genérico y amplio de vida consagrada que abarca dos formas distintas: la religiosa y la secular.
A este propósito, parece oportuno hacer un breve apunte sobre las múltiples formas históricas en que se ha expresado canónicamente el fenómeno eclesial de la vida consagrada, a la manera de un árbol que «se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios» (LG 43).
Tal vez la primera manifestación o forma histórica de vida consagrada fue la vida eremítica, la del ermitaño que se retira al desierto, a la soledad, se separa del mundo y de lo secular para consagrarse enteramente a Dios en el silencio de la oración. En torno a santos ermitaños como san Antonio Abad (251-356) se unieron otros, e irá germinando así la vida monacal organizada, que tanto esplendor adquirió durante la Edad Media. Basta recordar la primera regla monástica redactada por san Pacomio en el siglo IV y la regla de san Benito que marcará el devenir histórico de la vida monástica dominando prácticamente toda la de Occidente durante la Edad Media, hasta el punto que llegó un tiempo en que decir monje equivalía a decir benedictino en todas sus variantes: cluniacenses, cistercienses, trapenses, etc.
Paralelo al florecimiento monacal, de vida contemplativa, se va gestando otra forma de vida religiosa representada por los canónigos regulares, que logra su mayor esplendor en el siglo XII. Por motivos no sólo intraeclesiales sino también de orden socio-político y cultural, a los monasterios y colegiatas se agregan los conventos; junto a los monjes y canónigos regulares aparecen los frailes. Nacen así en el siglo XIII las órdenes mendicantes, cuya vida conventual se hace compatible con una intensa actividad apostólica y docente, como es el caso de los franciscanos, carmelitas, dominicos...
Finalmente, en el siglo XVI hace su aparición una nueva forma de vida consagrada o religiosa constituida por los clérigos regulares, como los teatinos, los jesuitas, los escolapios, etc.
Con el nacimiento de los clérigos regulares se cierra un ciclo de muchos siglos de historia en el que la vida religiosa, aun siendo variadísimas las formas de expresarse y muy diversos los regímenes jurídicos (régimen monacal, régimen centralizado), se encuadra toda ella bajo una denominación única: orden religiosa. El elemento común y constitutivo es la emisión de votos solemnes de castidad, pobreza y obediencia. La solemnidad de los votos era la única forma de vinculación religiosa entonces admitida, así como la clausura estricta en el caso de las religiosas. Basta recordar, por ejemplo, que la Constitución Circa pastoralis del papa Pío V (29.V.1566) extiende a todas las religiosas la urgencia de la clausura estricta.
La esencialidad de los votos solemnes así como la exigencia de estricta clausura irá amortiguándose poco a poco en un proceso largo que concluirá cuando el papa León XIII promulgue el 8.XII.1900 la Constitución apostólica Conditae a Christo dando así nacimiento formalmente a las Congregaciones religiosas, una nueva forma de vida religiosa en donde se profesarán los consejos evangélicos mediante votos simples. El CIC de 1917, junto a las órdenes religiosas de votos solemnes, encuadra a las congregaciones religiosas como verdaderas religiones y a sus miembros como verdaderos religiosos. La solemnidad o no de los votos tendrá especiales efectos canónicos, pero en todo caso la esencia de la vinculación religiosa se ha trasladado del voto solemne al voto público.
El 2.11.1947, el papa Pío XII, al promulgar la Constitución Provida Mater Ecclesia, daba nacimiento oficial a los institutos seculares, que, según establecería después el Concilio Vaticano II (PC 11) aun no siendo religiosos, comportan no obstante una verdadera y completa profesión de los consejos evangélicos in saeculo. Consagración y secularidad serán dos elementos coesenciales de esta nueva forma de vida consagrada, lo cual constituirá un factor determinante a la hora de elaborar el cuadro sistemático de la vida consagrada en el Código de 1983.
Este cuadro sistemático, como es sabido, viene determinado por un concepto genérico de vida consagrada y por las dos especies que lo integran: la consagración religiosa y la consagración secular. Téngase en cuenta, a este respecto, que en la legislación universal -el Código- desaparece la terminología antigua de orden, congregación, religión, etc. Y es suplantada por el término instituto: instituto de vida consagrada, instituto religioso e instituto secular. A continuación, analizamos los rasgos que caracterizan estas distintas realidades canónicas.
A la hora de realizar un adecuado discernimiento acerca de si una nueva forma de vida responde a lo que se entiende por forma de vida consagrada, la Exhortación apostólica Vita consecrata 62 establece el siguiente criterio: «El principio fundamental para que se pueda hablar de vida consagrada es que los rasgos específicos de las nuevas comunidades y formas de vida estén fundados en los elementos esenciales, teológicos y canónicos, que son característicos de la vida consagrada» (VC 62), de acuerdo con lo establecido en el canon 573 al que remite el documento pontificio.
En efecto, entre los elementos definitorios de la vida consagrada que se contienen en ese precepto legal unos tienen sabor teológico, mientras que otros son estrictamente canónicos; algo que es importante reseñar porque ni sólo los elementos teológicos, ni solo los canónicos nos darían una descripción cabal de la vida consagrada. El canon 573 hace por eso una descripción teológico- canónica de la vida consagrada, la única adecuada para definir esa realidad. Entre los elementos canónicos el precepto canónico señala sumariamente los siguientes:
a. La vida consagrada se configura como una forma estable de vivir que lleva consigo una específica situación jurídica dentro del Pueblo de Dios, llamada tradicionalmente estado canónico. Esta referencia al estado no abarca sólo a los religiosos, sino también a quienes profesan en un instituto secular. No existe, por tanto, únicamente un estado religioso, sino más genéricamente un estado de los consagrados.
b. La especificidad de esta forma estable de vida radica en una consagración personal nueva, producida por la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y la asunción de estas obligaciones por medio de votos u otros vínculos sagrados asimilados a los votos (LG 44), como juramentos o promesas. Todo ello lleva consigo un nuevo y peculiar título por cuya virtud el fiel se compromete a seguir más de cerca a Cristo, a vivir entregado totalmente a la gloria de Dios, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo. Se trata, como se ve, de fines y misiones comunes a todo fiel, por eso no radica ahí lo específico de la vida consagrada, sino en el peculiar título por el que son asumidos, atendida la especial vocación recibida de Dios.
c. El otro rasgo peculiar, y verdaderamente distintivo de la vida consagrada, tanto religiosa como secular, es la función escatológica que está llamada a desempeñar en el conjunto de las misiones eclesiales. Los así consagrados, resume el canon 573 § 1, se convierten en un signo preclaro en la Iglesia, y tienen como misión preanunciar la gloria celestial.
No pasamos por alto que este último rasgo definidor de la vida consagrada es acaso el que más incertidumbres crea a la ciencia teológica, desde el momento en que es aplicable por igual a la vida religiosa y a la vida consagrada secular. La separatio a mundo, o apartamiento de los asuntos temporales, fue considerada desde siempre como elemento esencial de la consagración, y expresión máxima de la dimensión escatológica que lleva consigo el estado religioso. Pero los consagrados seculares no cumplen esa función separándose del mundo, sino in saeculo ac veluti ex saeculo, a través de la gestión de los asuntos temporales. La doctrina se ha preguntado, a este respecto, si son compatibles los conceptos de secularidad y consagración. Para un sector doctrinal, el hacerlos compatibles fue la gran novedad de la Constitución Provida Mater Ecclesia, al dar nacimiento a los institutos seculares. Para otro sector doctrinal, por el contrario, la noción de vida consagrada tal y como es propuesta en el canon 573 lleva una especie de ambigüedad congénita, que oscurece la dimensión eclesiológica del estado religioso.
d. La vida consagrada por los consejos evangélicos es la que ordinariamente se vive en un instituto canónicamente erigido por la autoridad competente de la Iglesia. Tales institutos pertenecen desde un punto de vista canónico al género de las asociaciones, aunque dada su peculiaridad carismática, la exigencia de vocación divina y la estabilidad de vida que llevan consigo, el legislador ha preferido situar su régimen canónico en lugar aparte de las restantes asociaciones de fieles (vid. cánones 298, 607 § 2).
Según el esquema codicial, todos los elementos que definen la vida consagrada en general, contenidos en el canon 573, son aplicables a la vida consagrada religiosa o, si se prefiere, a los institutos religiosos. El canon 607 pretende mostrar los rasgos específicos de la vida religiosa, tanto los de índole teológica como los de naturaleza canónica, que la distinguen de otro tipo de consagraciones, en especial de la consagración secular. «La vida religiosa -dice el § 1- como consagración total de la persona manifiesta el desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia, signo de la vida futura. De este modo el religioso consuma la plena donación de si mismo como sacrificio ofrecido a Dios, por el que toda su existencia se hace culto continuo a Dios en la caridad».
En esta descripción teológica se resaltan las ideas de totalidad, exclusividad y publicidad en el testimonio, en la entrega y en el servicio a Dios, bajo los símbolos del desposorio o relación nupcial y del culto o sacrificio. Pero, con ser fundamental este modo de acceder a la comprensión de la vida religiosa, no es del todo suficiente para diferenciarla de otras vidas no religiosas enteramente entregadas a Dios. Por ejemplo, hacer de su existencia «un culto continuo a Dios en la caridad», no parece que sea exclusivo de un religioso, sino propio de toda vida cristiana auténtica. Lo que convierte esa actitud vital en algo peculiar del religioso, o en constitutivo de la vida religiosa, es su vivencia desde una consagración pública, dentro de un instituto religioso, mediante votos perpetuos o tendencialmente perpetuos, en comunidad con otros hermanos bajo la autoridad de un superior, y haciendo de esa entrega total a Dios un signo escatológico que comporta un apartamiento del mundo y de los asuntos seculares, más o menos intenso o expresivo de acuerdo con la índole y carisma fundacional de cada instituto. De ahí que a la descripción teológica del § 1 hay que añadir las tres notas distintivas de la consagración religiosa tal y como vienen señaladas en los §§ 2 y 3 del c. 607: profesión mediante votos públicos, vida fraterna en común y apartamiento del mundo. Esta separación del mundo por parte del religioso implica apartamiento de los asuntos temporales, incluso de aquellos que son buenos y santificables, con el fin de que libre de los cuidados terrenos, como enseñó el Concilio Vaticano II, dé un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la Redención de Cristo, y preanuncie la resurrección futura y la gloria del Reino celestial (cf. LG 44). No se olvide que el testimonio escatológico es la misión eclesial inscrita en la consagración religiosa; misión propia en donde radica su razón de ser eclesiológica.
El canon 710, que sirve de pórtico al régimen específico de los institutos seculares, y consecuentemente de la consagración secular, describe los dos elementos esenciales que definen y caracterizan este tipo de vida consagrada. Un instituto secular es en primer lugar, un instituto de vida consagrada. En su configuración, por tanto, vienen comprendidos todos aquellos elementos, tanto teológicos como canónicos, que definen la vida consagrada, la identifican y la distinguen de cualquier otra vida consagrada producida por la recepción del bautismo o del sacramento del orden. A la luz del canon 573, constituye una forma estable de vivir, cuya especificidad canónica radica en una nueva consagración mediante la cual los fieles, así consagrados por la profesión de los consejos evangélicos, están llamados a ser un signo preclaro en la Iglesia, y a dar un valioso testimonio de la gloria celestial. En una alocución (20.IX.1972) el papa Pablo VI afirmaba: «La vuestra, resumiendo, es una forma de consagración nueva y original sugerida por el Espíritu Santo para ser vivida en medio de la realidad temporal y para introducir la fuerza de los consejos evangélicos -esto es de los valores divinos y eternos- dentro de los valores humanos y temporales».
Como se desprende de estas palabras de Pablo VI, así como del canon 710, junto a la consagración el otro elemento coesencial es la secularidad. El Concilio (PC 11) matizó deliberadamente que los institutos seculares no son, no se identifican con los institutos religiosos. Por eso les invita seguidamente a que «mantengan su carácter propio y peculiar, es decir, secular, a fin de que puedan cumplir eficazmente y por todas partes el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el que nacieron».
Teniendo a la vista estos dos elementos coesenciales (consagración y secularidad) conviene advertir dos cosas. En primer lugar que esa consagración secular no se identifica con la consagración religiosa, pero, por otro lado, tampoco la índole secular -la secularidad consagrada- se identifica absolutamente con la índole secular propia de quienes sólo han recibido la consagración bautismal o, en su caso, la consagración sacerdotal. No es exacto afirmar, por ello, que la secularidad consagrada representarla la encarnación más perfecta de la secularidad o que ese tipo de consagración haría al laico más laico en la Iglesia. Son clarividentes, al respecto, estas palabras de Pablo VI dirigidas a los miembros de los institutos seculares: «siendo secular, vuestra posición en cierto modo difiere de la del simple laico, en cuanto que estáis empeñados en los mismos valores del mundo, pero como consagrados. Es decir, no tanto para afirmar la intrínseca validez de las cosas humanas en sí mismas, sino para orientarlas explícitamente según las bienaventuranzas evangélicas...». Ciertamente, añade a continuación «no sois religiosos, pero en cierto modo vuestra elección conviene con la de los religiosos, porque la consagración que habéis hecho, os pone en el mundo como testigos de la supremacía de los valores espirituales y escatológicos» (Alocución Ancora una volta, MS 64, 1972, 615-620).
Junto a los institutos de vida consagrada -de índole asociativa-, la ley canónica vigente reconoce jurídicamente la existencia de dos formas de vida consagrada de carácter individual -la vida eremítica y el orden de las vírgenes-, al tiempo que el canon 605 deja abierta la puerta a que en el futuro aparezcan nuevas formas de vida consagrada, a las que la autoridad competente habrá de dar una respuesta institucional.
La vida eremítica que reconoce formalmente el canon 603, es aquélla «en la cual los fieles con un apartamiento más estricto del mundo, el silencio de la soledad, la oración asidua y la penitencia, dedican su vida a la alabanza a Dios y salvación del mundo». Este reconocimiento no implica necesariamente que tal forma de vida entre en la categoría de la vida consagrada. Para ello es preciso que el ermitaño cumpla los requisitos establecidos en el § 2 del mismo precepto legal, es decir, que profese públicamente los tres consejos evangélicos. Sólo entonces la vida eremítica se configura propiamente como vida consagrada, aunque no encuadrable en la categoría de IVC. Esa vida eremítica es de índole diocesana, en el sentido de que es ante el obispo diocesano ante quien el ermitaño profesa públicamente los tres consejos evangélicos y bajo cuya autoridad permanece.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 920-921), «oculta a los ojos de los hombres, la vida del eremita es predicación silenciosa de Aquél a quien ha entregado su vida, porque Él es todo para él. En este caso se trata de un llamamiento particular a encontrar en el desierto, en el combate espiritual, la gloria del Crucificado».
Encuadradas dentro del epígrafe general sobre la vida consagrada, el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 622-624) presta también una atención especial al orden de las vírgenes, y al canon 604, cuyo contenido reproduce casi literalmente: «Desde los tiempos apostólicos, señala el Catecismo, vírgenes cristianas llamadas por el Señor para consagrarse a Él enteramente (cf. 1Co 7, 34-36) con una libertad mayor de corazón, de cuerpo y espíritu, han tomado la decisión, aprobada por la Iglesia, de vivir en estado de virginidad a causa del reino de los cielos (Mt 19, 12)». Las vírgenes son consagradas por el obispo diocesano según el rito litúrgico aprobado, es decir, por el Ordo consecrationis virginum. A tenor del canon 604 § 2, estas vírgenes consagradas podrían asociarse «para cumplir su propósito con mayor fidelidad y para realizar mediante la ayuda mutua el servicio a la Iglesia congruente con su propio estado». Esto no significa, a nuestro juicio, que esas posibles asociaciones se constituyan a efectos canónicos como un instituto de vida consagrada en sentido estricto, a no ser que la Sede Apostólica, a tenor del canon 605, las elevara a ese rango.
A diferencia del Código de las Iglesias Orientales, el Código de la Iglesia latina no hace un reconocimiento expreso del Orden de las viudas. No obstante, por vía de la legislación particular, comienza a ser reconocido ese nuevo Ordo en algunas diócesis, por ejemplo, de Italia.
A modo de conclusión, conviene tener en cuenta que en el canon 605 la Iglesia reconoce que las actuales normas configuradoras de la vida consagrada están abiertas siempre a la acción del Espíritu Santo, que en el futuro puede inspirar otras formas que no encuentran acomodo en el sistema vigente por faltarles alguno de los elementos que ahora se consideran esenciales. Se trata de una cuestión de especial trascendencia para el futuro de la vida consagrada como puso de relieve el Sínodo de Obispos de 1994, y ratificó después el Papa en Vita consecrata (12 y 62). El canon 605, al tiempo que reserva a la Sede Apostólica la aprobación de esas nuevas formas de vida consagrada, encomienda tareas importantes al obispo diocesano para la etapa de experimentación y de discernimiento de los carismas nuevos. En la mencionada Exhortación apostólica (VC 62) también Juan Pablo II sienta algunos criterios importantes para un adecuado discernimiento de esas formas nuevas de vida consagrada. Entre ellos, el siguiente: «no pueden ser comprendidas en la categoría específica de vida consagrada aquellas formas de compromiso, por otro lado loables, que algunos cónyuges cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la perfección de la caridad su amor como consagrado ya en el sacramento del matrimonio, confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia».
Bibliografía
AA.VV., « O statuto giuridico delle persone consacrate per la professione dei consigli evangelici», Monitor Ecclesiasticus, 1985. D.J. ANDRÉS, El Derecho de los religiosos (comentario al código), Madrid 1984. J. FERNÁNDEZ CASTAÑO, La vida religiosa. Exposición teológico-jurídica, Salamanca-Madrid 1998. T. RINCÓN-PÉREZ, La vida consagrada en la Iglesia Latina. Estatuto teológico-canónico, Pamplona 2001.
T. Rincón-Pérez
Un primer sentido de «vida espiritual» es el que se refiere a la vida de los seres espirituales, del mismo modo que la vida vegetal es la vida de las plantas, o la vida animal la de los animales. Pero no todos los seres espirituales son iguales. Cuando se trata de la espiritualidad del ser humano es preciso matizar, para diferenciarla de la espiritualidad de Dios o de los ángeles.
Es cierto que la vida espiritual es la vida más allá de lo sensible y material; profundizando más, podríamos afirmar que la vida espiritual es principalmente la vida de relación personal, con otros seres personales y sobre todo con Dios. Pero si la vida espiritual es la vida de los seres espirituales, la vida espiritual humana es toda la vida del ser humano, toda la vida humana y no sólo su trato con otras personas o con Dios.
Por tanto, es necesario preguntarnos por el sujeto concreto de esa vida: ¿qué caracteriza la vida de ese ser espiritual que es la persona humana? Por ser espíritu debemos subrayar que en el ser humano todo va más allá de lo sensible y material. Acciones como la nutrición, el crecimiento, etc., cuando las realiza el hombre participan de su dimensión espiritual, nunca son simplemente acciones materiales o sensibles. Toda la vida del hombre es espiritual, también las actividades marcadas claramente por su corporalidad como el comer, vestirse o descansar. Lógicamente algunas acciones tienen un mayor grado de espiritualidad, pero todas participan de esa dimensión superior. Por ser espíritu encarnado que necesita de lo corporal, no puede conocer ni amar independientemente de lo material.
Ahondando un poco más en esta realidad, no podemos olvidar que la humanidad tiene su historia. Una historia que puede describirse en su dimensión más profunda como «historia de la salvación». Ella nos habla de la vida y la relación existente entre Adán, padre de los hombres, y Cristo, nuevo y definitivo Adán. Esta relación implica que el modelo de hombre es Jesucristo; y por tanto que el discípulo de Cristo -el cristiano- es el ser humano más auténtico, que todo ser humano está llamado a ser cristiano (por medio del don de la gracia), que la vida cristiana es una especial plenitud de la vida humana.
Podemos afirmar en una primera aproximación que dos notas caracterizan la vida espiritual. De un lado, la conjunción de vida espiritual, vida interior y vida creyente, aunque esto no sea algo exclusivo de la vida cristiana. De otro, y aquí reside lo radicalmente nuevo, ser fruto de la iniciativa divina y por tanto don gratuito que eleva el ser humano al nivel sobrenatural.
La vida espiritual se relaciona con la vida interior y con la vida propia de un hombre y de una mujer creyente, aunque no significan lo mismo. Se advierte en la historia y en la persona individual cómo espontáneamente la vida interior lleva a la vida espiritual de relación con los demás, y cómo, también de manera espontánea, la búsqueda del otro lleva a la búsqueda del Otro, de ese ser trascendente y divino que es Dios. La vida interior, la vida espiritual y la vida religiosa se integran de manera armónica. «Desde este punto de vista, el cristianismo aparece como una forma de vida espiritual en la que la relación más personal y más íntima se produce con un Dios -que es también lo más personal en su realidad trascendente-, una relación que está plenamente reconocida y formalmente cultivada. El cristiano, frente a otras formas espirituales como el budismo o hinduismo, tiende a la expansión completa de una vida plenamente humana, al mismo tiempo que plenamente personal, en el descubrimiento de un Dios que no sólo es también una persona, sino el ser personal por excelencia» (L. Bouyer, Introducción a la vida espiritual, 22).
La vida espiritual cristiana implica esta armonía entre interioridad, espiritualidad y religiosidad, pero no radica ahí su principal novedad. En el fondo no basta simplemente con decir que la vida espiritual cristiana está dominada por la idea de que Dios es persona. Hay que decir algo más: esa vida nace del hecho de que Dios se nos ha revelado como tal, nace de la iniciativa divina. Dios se nos ha dado a conocer en Cristo como alguien, por sus palabras y por sus acciones. Toda la vida espiritual de los cristianos se origina y se funda en el hecho de que Dios nos ha hablado a través de su Palabra viviente, que se ha hecho carne entre nosotros. En otros términos, la vida espiritual en el cristianismo no parte de cierta concepción sobre Dios, ni siquiera de la idea de un Dios personal, sino de la fe propiamente cristiana. Es decir, de la vida del Dios trino anunciada y comunicada en Cristo, transmitida por el Espíritu Santo a través de la Iglesia a cada hombre. El asentimiento que damos a la palabra de Dios, la fe, es un asentimiento fundado en nuestra libertad de querer creer, pero sobre todo en el don de Dios que nos da a conocer esta palabra, que se nos entrega en Cristo Jesús.
La iniciativa de Dios no es sólo un mensaje, sino una persona -Jesucristo- en la que se nos comunica el mismo Dios trino. La vida espiritual se presenta así como la vida en Cristo. «No soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí». Esta vida por Cristo, con Cristo y en Cristo propia del mensaje cristiano es la vida según el Espíritu divino que Dios ha derramado en nuestros corazones; la vida de hijos de Dios que se relacionan con su Padre Dios a lo largo de su vida terrena, a la espera de la plenitud eterna. Así pues, la vida cristiana, que engloba todo lo humano, tiene como modelo a Cristo y en Cristo es vida de relación real con la Trinidad.
Como vemos, muchos aspectos configuran la vida cristiana. Por eso, junto a la perspectiva antropológica (la vida cristiana es la vida espiritual del ser humano elevado por la gracia), núcleo central de nuestro estudio porque lo que nos interesa es la vida espiritual del hombre cristiano, debemos tener en cuenta la perspectiva trinitaria y cristológica. Ambas están íntimamente ligadas porque Cristo, Hombre perfecto, es el Verbo de Dios encarnado. Si desde la perspectiva trinitaria se subraya la vida cristiana como vida de hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, la vida cristiana es la vida espiritual guiada bajo la acción del Espíritu. Desde el principio cristológico se muestra la Humanidad Santísima de Jesucristo como camino hacia el Padre que debe seguir el hijo de Dios. Lo esencial es el fundamento antropológico sobrenatural de la vida cristiana, pero éste sólo se entiende desde el aspecto cristológico y trinitario. La vida espiritual cristiana es la vida del cristiano, en Cristo y con la Trinidad.
Dos verdades teológicas nos sirven de clave para estructurar la reflexión. La definición del ser humano: el hombre es imagen de Dios, la imagen personal de Dios en el mundo actual, y la consideración de que el cristiano es hijo de Dios. El ser humano es imagen unipersonal del Dios tripersonal. El conocimiento y amor humanos llegan a ser realmente conocer y amar como Dios porque Dios mismo inhabita en el alma y actúa en el mundo a través del hombre: el Espíritu Santo derrama la caridad en el mundo a través del corazón humano. El hombre conoce y ama a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque participa de su vida íntima como verdadero hijo de Dios.
La Iglesia a lo largo de la historia se ha detenido con cierto estupor a profundizar en el contenido de algunos pasajes de la Sagrada Escritura que golpean con fuerza a la inteligencia cristiana. La afirmación de que «el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios» representa uno de esos pasajes tremendamente evocadores. Tanto el texto bíblico como la reflexión de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia recogen esa enseñanza como algo central en el mensaje revelado: el hombre es imagen y semejanza de Dios. Si la vida espiritual es la vida del hombre, esta noción teológica (imago Dei) nos introduce en su comprensión, porque el ser humano es imagen de Dios.
«Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27). La teología al hablar de la persona humana con frecuencia presenta esta expresión bíblica como la definición cristiana del ser humano: la realidad del hombre como ser creado a imagen de Dios. El ser humano ocupa un lugar único en la creación: sólo él está llamado a participar en la vida de Dios por el conocimiento y el amor. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad. De todas las criaturas visibles sólo él es «capaz de conocer y amar a su Creador» (GS 12), porque es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS 24). Vemos así cómo el fundamento de la supremacía y de la dignidad que corresponden al hombre, une la consideración de ser a imagen de Dios con la referencia a su espiritualidad: el hombre es a imagen de Dios porque -como Dios- es espíritu, ser dotado de inteligencia y de voluntad, capaz de conocimiento y amor y, en consecuencia, apto para trascender la materialidad y, con ella, el espacio y el tiempo. Hay, en consecuencia, una proximidad a Dios, que le abre a la relación directa con Dios mismo. Porque es espíritu puede conocer a Dios, saber de Dios, relacionarse con Dios.
La consideración del ser humano como imagen de Dios nos da pie para entender la vida espiritual como vida de conocimiento y amor personales, pero con las características del conocer y amar propios del ser humano. Por otro lado, nos ayuda a comprender la gradación de ese conocimiento y amor según los distintos grados de la imagen de Dios en el hombre: por naturaleza, por gracia y por bienaventuranza o semejanza. Aquí nos interesa especialmente el estudio del hombre-imagen de Dios por la gracia, pero también resaltar cómo la gracia asume y eleva la naturaleza: el conocer y amar propios del ser humano por la gracia tienen la potencia de Dios, quedan divinizados.
a) EspiritualidadSanto Tomás de Aquino reúne la tradición clásica griega y el pensamiento de los primeros siglos cristianos. Para el Aquinate la persona humana es la sustancia individual de naturaleza racional, formada por la unión del alma espiritual y la materia corporal. El ser racional Implica las siguientes caracteristicas: subsistir por si (per se subsistere) en el sentido de subsistencia por encima o además de la materia; obrar por sí (per se agere) en el sentido de moverse por si y no ser movido por otro como por ejemplo el animal, que se mueve por el instinto; tener dominio de sus actos (dominium sui actus: S.Th. I, q.29, a.1, c); ser causa propia en el obrar (causa sui in agendo), causa en cuanto principio de sus operaciones.
El obrar sigue al ser. El ser espiritual (la particular subsistencia per se, es decir, subsistir además/aparte de lo material) despliega su vida a través del obrar espiritual (obrar per se), que viene caracterizado por: a) la inmanencia -el ser humano tiene todo un mundo interior, además y por encima de todas sus funciones vegetativas o sensitivas-; b) la apertura al infinito. Gracias a la inteligencia y a la voluntad la persona se encuentra siempre abierta a más, tiene una puerta al infinito: conocer la verdad y amar el bien de manera ilimitada, porque siempre puedo conocer más y mejor y querer más y mejor; c) la capacidad de actuar con vistas a un fin determinado; d) la vuelta sobre sí mismo de modo completo. La persona vuelve sobre sí misma, especialmente mediante el conocimiento y del amor de si, de tal manera que se va enriqueciendo con su propio obrar.
La vida espiritual está marcada por la presencia de la inteligencia y de la voluntad, que permiten conocer la verdad y amar el bien. Esta capacidad que se actualiza en el conocer y amar efectivos permite actuar con vistas a conseguir un fin. De un lado, permite determinar fines propios; de otro, permite descubrir el fin último para el que hemos sido creados (porque no hemos nacido sin más, sino que hemos sido llamados a la existencia para realizar una misión concreta con nuestra vida). El ser humano ha sido creado por amor y ha sido destinado al amor. La felicidad para los seres espirituales es la posesión de la verdad, sobre todo, la Verdad suprema, Dios.
b) RelacionalidadQue el ser humano es imagen de Dios significa que es persona, no es solamente algo sino alguien. Es decir, un sujeto único e irrepetible capaz de conocerse (por la inteligencia de sí mismo), de poseerse (por el dominio de sí radicado en la propia voluntad) y de darse libremente a los demás.
Hoy día la vida espiritual se comprende fundamentalmente como vida personal, y ésta como vida de relación con los otros. Con ello se une a las notas espirituales individuales (la inteligencia y la voluntad, el conocimiento y el amor), la relacionalidad, es decir la necesidad de buscar un tú, alguien con igual dignidad -de persona- con quien compartir conocimiento y amor.
La relación personal está caracterizada siempre por el salir de uno mismo, para dirigirse al otro y darse a él, en distintos grados según la relación de que se trate. La persona «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí misma a los demás» (GS 24). Ahí aparece con nitidez la libertad, porque uno sólo puede darse si quiere, voluntariamente.
Pero la relación que se puede establecer con los demás seres -Dios y el mundo- depende de la propia individualidad, es decir, de la verdad propia y del dominio de sí mismo. La relación consigo mismo es la relación personal primigenia, porque la vida espiritual (inteligente, voluntaria y libre) reclama vivir desde la propia identidad. De hecho la felicidad depende de la coherencia o autenticidad con lo que uno es. Sólo se puede construir la vida humana si el hombre se conoce a sí mismo, si conoce y vive la propia identidad. Este conocimiento va creciendo progresivamente conforme avanza la vida, pero siempre se fundamenta sobre lo que soy. Y lo que soy, si llegamos al nivel más profundo de la realidad, es la vocación recibida de Dios en cuanto llamada a existir y existir en Cristo (o como cristiano) en tal época y lugar de la historia. Mi identidad más profunda es ser hijo de Dios. El resto de realidades personales están englobadas por esa filiación divina: el plano interpersonal (sobre todo la familia nuclear, también los amigos); el plano profesional; social; etc.
Esta vuelta sobre sí mismo se realiza desde la inteligencia. El conocimiento de la propia verdad es progresivo y creciente, porque siempre tengo presencia de mi mismo, de mi propia identidad, y conforme pasa la vida voy conociéndome mejor -mis cualidades y mis defectos, mis posibilidades futuras y mis realizaciones efectivas, etc.-. Y desde la voluntad puesto que continuamente -de manera consciente o inconsciente- no sólo me conozco sino que me juzgo, y decido si me acepto o no me acepto. La aceptación de lo que soy, de mi verdad, lleva al amor de sí -ante la percepción del bien al que estoy llamado- y al don de sí como realización libre de mi ser ante Dios y los demás hombres. Esa aceptación no es solamente complacencia con lo que encuentro en mí; la aceptación puede ser también del tipo «esto es asir pero no debería ser así; por eso voy a hacer esto y lo otro por cambiarlo». Lo que deja sin salida es la no aceptación, porque impide la congruencia con la realidad de la vida y por tanto la posibilidad de cambiar lo que no es auténtico en mí, a través de la acción de la voluntad y la ayuda de medios externos como la dirección espiritual.
Este conocer, aceptar y querer la verdad de la propia vida nos lleva a la relación con los demás seres; una relación de conocimiento y amor mutuo que se perfecciona en la entrega del propio ser a Dios y a los demás, porque la verdad de mi vida se resume en el amar a Dios y al prójimo. En estas relaciones mutuas se da cierta circularidad. El conocimiento de si, de nuestra espiritualidad y capacidad de amar, nos ayuda a profundizar en el conocimiento de Dios, ya que somos a imagen de Dios, es decir, no sólo dependientes de Él sino referentes a Él; y por tanto desde nosotros nos elevamos al conocimiento de Dios, de lo que queremos decir cuando afirmamos que Dios es Amor. Sólo desde ahí, desde el Dios Amor -la Trinidad y Cristo-, conocemos del todo al resto de las personas, en cuanto son -como nosotros- imagen de Dios. Y también al mundo impersonal, entregado al hombre para su propia felicidad y para la finalización del propio universo material -que es transformado e integrado en el mundo espiritual humano-. Pero también sucede al revés: conocer a Dios y/o conocer a los demás lleva a conocernos mejor a nosotros mismos, la grandeza y la limitación del ser humano.
c) CorporalidadEl núcleo de la imagen de Dios radica en la espiritualidad, pero no se agota en ella. La espiritualidad, que constituye el centro del ser humano, afecta a la totalidad de sus dimensiones incluidas la corporalidad y la relación con el conjunto de la realidad creada, es decir, con el cosmos material. La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El conocimiento y el amor humanos no son puramente espirituales, sino que necesitan del cuerpo. Para conocer necesito de los sentidos: ver, oír, tocar… Para amar necesito también de lo sensible, de lo material. Una sonrisa, el llanto, la mirada, un ramo de rosas... manifiestan la profundidad del amor espiritual. Puedo disimular y que detrás de esos gestos no haya esa riqueza espiritual, pero no puede existir ese amor espiritual si faltan las manifestaciones materiales. Dios quiere al hombre en su totalidad, a su vez todo el hombre debe querer a Dios; toda su realidad, no sólo su inteligencia y su voluntad, sino sus afectos, sus deseos, sus obras, etc. De ahí la profunda relación entre vida espiritual y vida moral; y el papel tan importante de la virtud moral en la relación personal de mutuo conocimiento y amor.
d) HistoricidadLa corporalidad hace que la persona humana tenga tiempo e historia. La corporalidad Implica la necesidad que tiene el ser humano de perfeccionarse paso a paso, integrando y armonizando los distintos aspectos de su vida progresivamente. La persona debe crecer: en el conocimiento de la propia verdad (cada día conozco mejor quién soy: mi identidad última de hijo de Dios, mis capacidades reales -virtudes y defectos-, etc.); en el dominio propio ante las distintas situaciones interiores o exteriores; en la integración de todas las actividades (familiar, social, laboral...) en su objetivo o fin personal último -el cumplimiento de la propia vocación a la santidad-.
Esta progresividad hace del hombre un ser con historia, tanto personal como colectiva. Historia colectiva porque nuestro ser y nuestras acciones interactúan con el mundo exterior, afectando y siendo afectados por las personas y las cosas. Todos los seres humanos están unidos entre si en cierta medida. La etapa actual de la historia de la humanidad afecta a la vida espiritual y por tanto a la reflexión teológica que estamos realizando. Por ello debemos tener presente en todo momento la situación en que nos encontramos: la creación de Adán y Eva, el pecado original y el pecado personal, la redención realizada por Cristo y continuada por la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, en espera de la muerte individual y del final de los tiempos.
e) SobrenaturalidadPor otro lado, debemos tener en cuenta la distinción real que existe entre la consideración del hombre como espíritu encamado (espiritualidad individual, relacional y corporal -por tanto histórica-) y el hombre como ser llamado a un fin sobrenatural (por eso el Verbo encarnado explica el misterio del hombre).
La persona en ese juego continuo de verdad, amor y libertad, entra en comunión con otras personas y con Dios. Pero estas relaciones están determinadas por la llamada a la alianza con Dios, a la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo mediante una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar. La gracia diviniza el conocimiento y amor humanos (cf. CCE 357).
La vida espiritual cristiana presupone la redención completa del ser humano por la elevación al plano sobrenatural. La gracia no destruye la naturaleza sino que la asume y eleva, por eso la vida cristiana es realmente la vida humana llevada a un grado de especial plenitud. Todos los resortes de la persona, principalmente su conocer y su amar, son elevados a lo divino. El cristiano conoce y ama como Dios principalmente mediante la fe y la caridad, verdadero conocimiento y amor sobrenaturales. De esta manera es introducido a una vida de comunión íntima con la Trinidad: la vida espiritual es vida trinitaria.
El hombre es imagen personal del Dios tripersonal. Dios desciende al ser humano hasta el punto de que el hombre ha sido introducido en la vida íntima de Dios y Dios se ha introducido en la vida íntima del hombre. La vida espiritual del cristiano es la vida en su totalidad del ser humano delante de Dios y de Dios delante del ser humano. Por eso, se trata de percibir cada vez con mayor profundidad que el interlocutor más cercano que cada uno tiene en su vida es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3, 16). Percepción que debe ir calando en todos los aspectos de mi vida, configurando unas actitudes propias: confianza, optimismo, humildad, etc. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1Co 6, 19).
Así el núcleo de la fe es también el núcleo de la vida espiritual. «El conocimiento de la Trinidad en la Unidad es el fruto y el fin de toda nuestra vida» (santo Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 2, q.1, expositio textus). La contemplación de la Trinidad «nos es prometida como fin de todas nuestras acciones y plenitud eterna de nuestro gozo. La alegría perfecta, de la cual no hay nada más alto, es gozar de Dios Trinidad que nos ha hecho a su imagen» (san Agustín, De Trinitate, 1, 8, 17-18).
Dialogamos con Dios porque Dios, en Cristo, se ha comunicado al hombre. «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 1-4). No le transmite sólo un mensaje de verdad, sino una vida, su Vida, por tanto su Amor, su libertad. El hombre está «diseñado» para tratar con Dios, de ahí que conformarse con otra cosa es empequeñecer la propia vida.
La vida espiritual es vida con Dios, vida trinitaria en Cristo y según el Espíritu (con mayúscula). Como afirman los grandes maestros espirituales, la vida espiritual lleva a «distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» (san Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306). En esto consiste la vida espiritual: percibir cada vez con mayor hondura la cercanía de Dios en mi vida y ser coherente con el proyecto que tiene conmigo, con el proyecto que yo soy («nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor», Ef 1, 4). Darme cuenta de que mi vida es como antes, pero ahora con un interlocutor divino, una vida con Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo.
3. Vida trinitaria y filiación divinaLa presencia de Dios en el alma lleva consigo una transformación radical del ser humano. La inhabitación de la Trinidad en el cristiano, por la acción del Espíritu Santo que nos incorpora a Cristo, nos transforma en hijos de Dios Padre. El cristiano participa de la vida divina como hijo de Dios. Ese es nuestro papel en el gran teatro del mundo. La existencia cristiana no es otra cosa que le vida de los hijos de Dios.
De esta manera podemos afirmar que «la filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo» y «nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 65). El plan de Dios Padre, a través de la Encarnación de Cristo, es vencer el pecado constituyéndonos hijos de Dios, para que viviendo conforme a esa novedad podamos restaurar todo lo creado. Ésta es la vocación cristiana: Dios nos llama a vivir con Él y a reconciliar todas las cosas consigo mismas y con su Creador y Padre.
La filiación divina explica todo el misterio del hombre. No es una consideración piadosa, ni una disposición o conjunto de disposiciones morales y operativas, es una realidad ontológica, el hecho de ser hijo. Esa es nuestra manera o modo de ser, nuestro ser delante de Dios, la condición ontológica del cristiano: hijo adoptivo en el Hijo unigénito del Padre. Para saber quién soy yo, hemos de levantar la vista al cielo y escuchar aquello de que el hombre es imagen y semejanza de Dios: en el designio divino el hombre tiene un origen y un destino final sobrenaturales, la gloria, la vida eterna de plena comunión con Dios. El hombre es hijo de Dios en la historia real, lo que implica la aceptación de la gracia que nos transforma interiormente o el rechazo al plan divino por el pecado. Esta familiaridad divina no es una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una transformación real: el hombre está endiosado. Los cristianos somos «partícipes de la naturaleza divina» (2P 1, 4), de la vida trinitaria; «no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos» (1Jn 3, 1).
Esta transformación del ser nos hace participar de la única Filiación natural del Dios Hijo, por eso se afirma que somos hijos en el Hijo. El hombre ya no es sólo criatura y como tal un ser hacia Dios, sino hijo y por tanto un ser hacia Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo, un ser que vive, conoce, ama y trata con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La vida espiritual es vida. Como cualquier vida, requiere un crecimiento, una maduración, un progreso. Por su propia esencia está abierta al crecimiento: ya lo tiene todo, porque la plenitud de la vida está desde el inicio, pero a la vez debe realizarse. En cuanto vida espiritual está abierta al crecimiento espiritual, es decir, por la libertad se abre a conocer y amar cada vez con más profundidad y madurez.
San Pablo describe este crecimiento en términos particularmente notables. Habla no sólo del hecho de un desarrollo, sino de la necesidad de aplicarse a él deliberadamente: «olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3, 13-14). Este desarrollo del cristiano se inserta en un crecimiento de toda la Iglesia, cuyo término califica también san Pablo: «Hasta que nos encontremos todos en la unidad de una misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta, según la cual Cristo se ha de formar místicamente en nosotros» (Ef 4, 13).
También se explica el crecimiento de la vida cristiana sobre la base de la filiación divina. «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 1-2). La filiación divina ahora y en el futuro, lo que seremos: semejantes a Dios, porque le veremos tal y como es.
Según el Nuevo Testamento, la vida cristiana tiende a realizar en el tiempo un crecimiento del fiel en Cristo que no se completará hasta el momento de su muerte, con una participación total en la gloria de Cristo resucitado. Para C.A. Bernard, los fundamentos escriturísticos de la noción de progreso espiritual vienen expresados por una doble tendencia. De una parte, en que tendemos a la vida eterna porque recibimos la gracia de las virtudes y los dones como principio permanente y fuente de dinamismo infinito. De otra, dado que en nuestra vida natural se desarrolla una tendencia a una plena autoconciencia y a una integración siempre más completa de nuestra personalidad, necesariamente la vida espiritual sigue una evolución temporal, la cual es progreso hacia la plenitud (cf. Teología espiritual, Madrid 1994, capítulo El progreso espiritual).
Los Padres de la Iglesia subrayan que el crecimiento de la vida espiritual es continuo. San Gregorio de Nisa en particular, insistirá en que la vida cristiana es ese progreso incesante y perpetuo en busca de Dios para conocerle y amarle siempre más (en este sentido su noción de epektasis). San Agustín no vacila en decir que quien no progresa en ella retrocede y hasta corre el riesgo de caer en pecado.
Nos encontramos ante un crecimiento especial. No se trata de un progreso simplemente lineal, porque está siempre la realidad del pecado y de la gracia, por tanto la verdad del don de Dios y de la libre acogida del don o su rechazo por parte del ser humano. Junto a ello, la vida espiritual una vez comenzada no termina. No acaba con la muerte, sino que es inmortal. Por eso la vida humana -la biografía de cada persona- se sitúa entre el inicio y la consumación, que será una consumación especial porque el fin del hombre es exclusivamente sobrenatural.
En este sentido, podemos decir que a la tensión entre inicio y consumación de la vida se yuxtapone la tensión de la libertad entre el pecado y la gracia. La vida espiritual es un proceso desde el pecado -en que se nace- a la gracia -a la plena conciencia, aceptación y realización del don divino-. Este crecimiento personal implica la intervención de Dios en la historia por la que el hombre es imago Dei e hijo de Dios. La naturaleza humana es asumida y elevada al orden de la gracia. Esta intervención personal de Dios en la nueva creación de cada hombre es la vocación, por la que el hombre recibe un don de Dios -su autocomunicación- y una tarea o misión -ser hijo de Dios y vivir como tal-.
El progreso de la vida espiritual es una realidad del día a día. Dentro de estos dinamismos, que en la realidad son uno solo, aunque en la reflexión psicológica, filosófica o teológica puedan diferenciarse, desde siempre los estudiosos han intentado tipificar de alguna manera ese crecimiento o dinamismo. Así van apareciendo en la historia de la espiritualidad distintas clasificaciones en referencia a la existencia de varias etapas, vías o grados en la vida espiritual.
A partir de finales del siglo IV, se definen los principales estadios de ese progreso. Después de algunos tanteos, se encontrará en Evagrio Póntico una primera distinción clara en tres etapas que se transmitiría después a la mayoría de los autores. Por lo general, no las aceptarán con la misma forma de Evagrio, sino con la de Pseudo-Dionisio. Recurriendo a un vocabulario familiar al neoplatonismo, se hablará de tres vías sucesivas de purificación, Iluminación y unión a Dios: vías purgativa, iluminativa y unitiva.
El esquema de los tres grados fue elaborado por los teólogos medievales, influidos por san Agustín, quien concibe el progreso espiritual como el crecimiento de la caridad, que puede ser incipiente, adelantada, grande y perfecta (De natura et gratia, 70, 84). Santo Tomás lo sigue, estableciendo una analogía entre los tres grados de la caridad -principiante, progrediente y perfecta- y el desarrollo biológico del hombre (cf. S.Th. II-II, q.24, a.9). San Buenaventura pondrá en relación el esquema de las tres vías con el de los tres grados.
Más cercano a nosotros, san Juan de la Cruz combinará de manera particularmente afortunada el esquema de las tres fases de la vida espiritual con la sucesión de las noches, activas y pasivas, de los sentidos y del alma en un ritmo continuo de sombras y claridades.
Hoy día se tienen en cuenta los datos que aportan esas clasificaciones: el progreso de la caridad; la necesidad de buscar y adelantar en purificación, iluminación y unión; y también la presencia de las noches del espíritu. Pero los esquemas se emplean genéricamente, mezclando las tres vías con los tres grados: los principiantes de la caridad deben purificarse en primer lugar del pecado y sus secuelas, los progredientes caminar por la vía iluminativa profundizando en las verdades de la vida cristiana y los perfectos adentrarse en la unión con Dios. A lo largo de la vida espiritual existe la primacía de un aspecto o de otro, pero sin esquemas inamovibles. No hay cima tan elevada de la vida espiritual que no pueda uno caerse de ella; y, a la inversa, Dios puede en ciertos casos más o menos excepcionales levantar un alma, sin aparente transición, desde el pecado a una santidad muy elevada.
Junto a ello, hablan de momentos especiales del dinamismo como el inicio consciente de la vida espiritual o la conversión como planteamiento maduro de la propia vida cristiana, a los que podemos añadir la consideración de la vida espiritual como ascética y como mística, realidades complementarias pero cuya preponderancia se sucede con el crecimiento espiritual.
Ascética y mística, como aspectos complementarios de la vida espiritual, hacen referencia a las diversas realidades propias del dinamismo de la vida espiritual y explican en su conjunto dicho dinamismo. Por eso podemos afirmar: toda la vida cristiana es vida ascética, toda la vida cristiana es vida mística.
La vida espiritual es vida y, por tanto, expresión de la actividad del sujeto. Pero vida que tiene su origen en el don de Dios. La vida espiritual cristiana integra y armoniza el don de Dios y la actividad humana, como empeño personal y apertura a la iniciativa divina. Para hacer referencia a esos dos aspectos, y a todo el contexto que connotan, se usan ya desde antiguo los dos términos citados, ascética y mística, cuyo sentido y alcance conviene ahora precisar.
a) Vida espiritual y ascéticaEl sustantivo ascesis es de origen griego y proviene de un verbo que significa disponer, adaptar a un fin, ejercitarse con vistas a un objetivo. Fue empleado, en el griego precristiano, en contextos tanto profanos como religiosos, particularmente en la tradición platónica, que acude frecuentemente a él para indicar el esfuerzo del alma para abrirse a la sabiduría y acceder a ella. San Pablo lo usa una sola vez, pero con un significado muy amplio y sin referencia expresa a la vida cristiana (Hch 24, 16), si bien acude con alguna frecuencia, en un contexto específicamente cristiano, a la idea de ejercicio, entrenamiento o empeño (por ejemplo, 1Co 9, 24-27; Flp 3, 13-14; 2Tm 4, 7-8). Los Padres griegos lo usaron para referirse a los mártires, así como -no raramente con resonancias que recuerdan anteriores usos de origen platónico o neoplatónico- a quienes luchan esforzadamente por vivir el ideal cristiano. El término no pasó a la lengua latina cristiana antigua, pero hizo aparición en la época moderna, como consecuencia de la renovación lingüística y lexicográfica que tuvo lugar a partir del Renacimiento. Mantuvo, al ser introducido en ese latín culto -y, a partir de ahí, en las diversas lenguas europeas-, el mismo significado que tenía en griego: esfuerzo, empeño, ejercicio, dedicación mantenida.
La perspectiva ascética de la vida espiritual hace referencia a la lucha, esfuerzo o ejercicio necesarios en el proceso de crecimiento de la vida espiritual; y engloba todo lo relativo a la cooperación personal a la gracia a través de las propias acciones. No es algo propio sólo de los que inician su camino hacia Dios, o de un primer periodo más o menos largo de ese proceso, sino algo inherente a la vida espiritual en cuanto tal y, por tanto, a todos los momentos y todos los aspectos de su desarrollo. De hecho los más santos son los que más luchan.
La presencia del esfuerzo en la vida espiritual es un dato de hecho. Pertenece al ser humano y no es algo exclusivamente cristiano. Sin embargo, como sólo Cristo revela el misterio completo del hombre, la respuesta total a la realidad de la lucha en la vida de los hombres depende de su fundamento antropológico y cristológico. Por tanto, ¿a qué se debe esta presencia de la lucha en la vida humana?, ¿dónde radica el fundamento de la ascesis como parte constitutiva de la vida espiritual? En su descripción vamos a distinguir cuatro pasos.
La vida humana implica un crecimiento y progreso que sólo se consigue con el empeño de la persona en los diferentes ámbitos de actuación. El desarrollo físico, intelectual, social, etc. requiere ejercitar la propia libertad, aunando fuerzas frente al cansancio o la desgana.
Por otro lado, el cristiano ha sido elevado por la gracia. Por el bautismo el hombre renace espiritualmente, participando de modo real en la naturaleza divina. Por consiguiente, tiene que conformar sus costumbres a esa nueva condición de modo constante. Para ello necesita un compromiso ascético continuo y serio, por el cual la lucha se convierte en su estado normal hasta la muerte. A través de la lucha se realizará como persona humana y como hijo de Dios. Las cosas de la tierra son buenas y por su bondad nos atraen. Pero también son perecederas, mientras que el cristiano es eterno. Debemos buscar las cosas de arriba, las cosas sobrenaturales, las cosas de Dios porque pertenecemos realmente a este mundo nuevo de hijos de Dios.
El tercer paso es fijarnos en el misterio del pecado. Con el pecado entran en el hombre y en el mundo el dolor y la muerte. Por el pecado, tanto en su dimensión personal (como acto de una persona), como en su dimensión universal (como efecto de dicho acto que fuera del pecador afecta y distorsiona las relaciones personales y las cosas creadas), el desarrollo y perfeccionamiento de la vida humana pasa de empeño a esfuerzo fatigoso («trabajarás con el sudor de tu frente»).
Por último, debemos mirar la Cruz de Jesucristo porque sólo en Cristo podemos comprender el misterio del hombre, el misterio del pecado y el misterio de Dios. La ascética y la cruz no son exactamente lo mismo: el esfuerzo o la lucha no es igual que el dolor o el sufrimiento. Sin embargo, vemos que están muy relacionados. De hecho la Cruz de Cristo es el culmen que explica en toda su complejidad y profundidad tanto la lucha como el sufrimiento presentes en la vida espiritual como dimensión constitutiva. De la Cruz de Cristo se desprende que la respuesta al esfuerzo y al sufrimiento es el amor, la libre entrega de si mismo a Dios y a los demás.
A partir de este fundamento, constatamos que la ascética cristiana presenta un doble aspecto. Un sentido «negativo», es decir, como lucha contra: sobre todo, contra el pecado. Parte importante de la lucha ascética es la renuncia y la mortificación, como medio para dirigir las pasiones que alejan del verdadero bien, educar y fortalecer la voluntad, expiar por los pecados propios y ajenos.
Y un sentido «positivo», más profundo, del que lo anterior es sólo una de sus consecuencias o manifestaciones principales, que enlaza con el mismo núcleo de la vida espiritual: el esfuerzo personal por avanzar, por progresar, por poner todos los medios a nuestro alcance para cooperar con Dios en todo lo que nos pide, corresponder al don que se nos da, cumplir su voluntad (y cumplirla por amor, porque le queremos y queremos quererle cada vez más), manifestar con obras nuestro amor a través del ejercicio de las virtudes, etc.
Por eso, un contenido principal de la lucha ascética es el empeño por crecer en cada una de las virtudes (caridad, humildad, fortaleza, laboriosidad, pureza, pobreza, sinceridad, etc.), así como el uso de todos los medios tradicionales de la vida ascética (el plan de vida con los momentos concretos de oración vocal y mental, la participación en los sacramentos, particularmente de la eucaristía y la penitencia, la dirección espiritual, etc.).
b) Mística y vida espiritualLa palabra mística presenta cierta complejidad. Pocos conceptos parecen tan delicados de manejar. Además, de las obras que se ocupan de esta problemática emergen representaciones tan divergentes que no se sabe si hablan de lo mismo. En la práctica es usada a menudo con una carga emotiva o sentimental, por ejemplo para describir la pasión con que una persona sabe transmitir o defender el propio ideal (la fe, pero también otros como los del artista, el músico, el político...). Otras veces se usa para designar todo lo que resulta incomprensible, enigmático o irracional. También como soñador o iluso. De ahí que sea interesante ira la etimología.
El vocablo es de origen griego y tiene la misma raíz que el sustantivo misterio. Sin embargo, afirma L. Bouyer (cf. «Mystique. Essaie sur l'histoire d'un mot», en La Vie spirituelle. Supplément, 3 (1949) 3-23) que el uso de la palabra mística se inserta en una tradición puramente cristiana y eclesiástica. En los griegos la palabra mystikós tiene únicamente el sentido de escondido, oculto y nunca asume un significado propiamente religioso. Sobre todo nunca designa una experiencia espiritual, sino que se limita a describir los ritos (estos son, los misteriosos u ocultos). Misterio (mysterion) y sobre todo el plural, los misterios (ta mysteria) designaba en la antigüedad griega las ceremonias religiosas secretas, a las que ninguno era admitido sin un período de iniciación. El adjetivo mystikós dice relación a estos misterios secretos.
Más tarde, y poco a poco, en el ambiente cristiano alejandrino (especialmente con Orígenes) aparece el uso cristiano fundamental de mística para designar la exégesis bíblica centrada en Cristo y su misterio. Otros usos designarán la enseñanza de las verdades de la fe en oposición a las realidades visibles; y de aquí se pasa a un tercer sentido en el que místico deviene sinónimo de espiritual en oposición a camal. Mística se utiliza en los Padres en un contexto bíblico para mostrar la realidad divina que Cristo nos ha comunicado, que el evangelio nos revela y que confiere el sentido pleno de la Escritura.
En un segundo momento, el término se usa en una posición litúrgica, especialmente eucarística. La mística pasa de hecho de significar la interpretación cristiana de la Sagrada Escritura a indicar el contenido de los sacramentos, designando la realidad espiritual de éstos y el hecho de que esa realidad permanece velada. Estos autores conservan ambos sentidos, y es que para los Padres los sacramentos, sobre todo la eucaristía, son místicos en cuanto desarrollan esa realidad del misterio que el evangelio anuncia y desvela mediante la fe en toda la Biblia: la comunicación de la Trinidad al ser humano en Cristo por la acción del Espíritu a través de la Iglesia.
Será en el siglo IV cuando aparece la expresión teología mística para subrayar el carácter vital que posee el conocimiento de Dios que es fruto de la fe cristiana. La expresión fue retomada por el Pseudo Dionisio para indicar el conocimiento hondo e intimo de Dios al que llega el cristiano como fruto del desarrollo de la fe y de la vida de oración. El influjo de la obra dionisiaca hizo que la expresión alcanzara amplia difusión tanto en el Oriente como en el Occidente cristianos, manteniendo durante siglos la misma significación y el mismo alcance
Este conocimiento hondo e íntimo de Dios indica un experimentar la cercanía de Dios, pero ¿en qué consiste esta experiencia mística? Moioli (cf. voz «Mística cristiana» en Nuevo Diccionario de Espiritualidad) como aproximación a una definición general habla «de una experiencia religiosa particular de unidad-comunión-presencia, en donde lo que se "sabe" es precisamente la realidad, el dato de esa unidad-comunión-presencia, y no una reflexión, una conceptualización, una racionalización del dato religioso vivido». Si lo aplicamos a lo específicamente cristiano, alcanzamos el saber, percibir o captar la unidad-comunión-presencia de la Trinidad en el cristiano hijo de Dios, que se realiza gracias a la comprensión vital de la verdad revelada y a la comunión con los sacramentos.
En definitiva, el vocablo mística remite a la vida espiritual cristiana en cuanto vida divinizada. Vida que presupone el don que Dios hace de sí mismo y que se despliega en unas relaciones intimas, profundas y filiales entre Dios y aquél a quien Dios se entrega. Este don de Dios que configura la vida espiritual del cristiano es la comunión con el misterio a través de la revelación de las Escrituras, de la participación litúrgica en los misterios-sacramentos de Cristo, del conocimiento amoroso personal de la Trinidad.
Dios llama a todos a la comunión con Él. «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos -"los santos misterios"- y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad» (CCE 2014). La vida espiritual es la vida del cristiano en Dios y la vida de la Trinidad en el cristiano. Es un don de Dios, pero requiere la correspondencia libre del ser humano. En este juego de complementariedad entre mística y ascética, el cristiano se va uniendo-identificando con Cristo por la acción del Espíritu Santo, de manera que toda su vida sea expresión del mismo amor con obras de Jesucristo a Dios Padre y a todos los hombres. Así pues, ¿cómo podemos cifrar la actuación de este proceso de comunión?
El dinamismo de la vida espiritual es el proceso de la vida por realizar la unidad propia del ser (acto de ser) en todos los aspectos de lo que es (su esencia). a) Un proceso por alcanzar la unidad de vida, en la que integre todas sus potencialidades (todo lo que es: las facultades espirituales -inteligencia y voluntad- y el resto de facultades, también las corporales; las virtudes o hábitos y las operaciones), en torno al núcleo del ser (la persona como hijo de Dios y la naturaleza elevada por la gracia). b) Además teniendo en cuenta que el ser humano es toda su vida. Por tanto, esa unión engloba toda su historia: todos los actos u operaciones del sujeto a lo largo de su existencia. Y en referencia a todos los ámbitos de sus relaciones. Con Dios, con los hombres -familia, amistad, conocidos, etc.- y con el universo material a través del trabajo o la vida de todos los días.
Esa integración es posible porque Dios tiene un proyecto para cada persona (la vocación personal ala santidad) y porque es el Señor de la Historia (la historia que me acontece es el contexto para cumplir mi vocación personal). Por eso la unidad de vida de la persona es la realización de la voluntad de Dios para cada uno, la conformación libre a la voluntad de Dios, el amor ala verdad propia y a la verdad de Dios. Somos hijos en el Hijo, y el Hijo es el amor que da todo lo que es -la propia vida- al Padre. Esta unidad de amor a la propia verdad y a la Verdad de Dios no es una conquista definitiva, sino que se vive día a día: es una realidad de camino y de crecimiento.
Bibliografía
Dictionnaire de spiritualité: ascétique et mystique, Paris 1937-1995: voces Ascése, ascetisme; Image et ressemblance; Mystique; Voies; Spiritualité. Diccionario de Espiritualidad, por E. ANCILLI, Barcelona 1987: voces Ascesis, Vida interior. A. ARANDA, La lógica de la unidad de vida: identidad cristiana en una sociedad pluralista, Pamplona 2000. Ch.A. BERNARD, Teología espiritual: hacia la plenitud de la vida en el espíritu, Madrid 1994. L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964. J.L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984. IDEM, Existencia cristiana y mundo: jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona 2003. J. WEISMAYER, Vida cristiana en plenitud, Madrid 1990.
P. Marti
Con el término «virtud» se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona que, al perfeccionar su inteligencia y su voluntad, la disponen a conocer mejor la verdad, y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud humana y sobrenatural.
Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las llamadas humanas o naturales: unas perfeccionan especialmente a la inteligencia en el conocimiento de la verdad (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales).
Las virtudes que Dios concede gratuitamente al hombre para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios, son las virtudes sobrenaturales o infusas. Sólo a éstas puede aplicarse enteramente la definición agustiniana de virtud: «una buena cualidad del alma, por la que el hombre vive rectamente, que nadie usa mal, y que Dios obra en nosotros sin nosotros» (San Agustín, De libero arbitrio, 2, c. 19). Entre ellas ocupan un lugar central las teologales -fe, esperanza y caridad-, que adaptan las facultades de la persona a la participación de la naturaleza divina, y así la capacitan para unirse a Dios en su vida íntima.
Con la gracia, se reciben también los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las iluminaciones e impulsos del Espíritu Santo.
El concepto de virtud como excelencia y perfección del hombre (areté) es, desde Sócrates, el eje del pensamiento ético de los filósofos clásicos griegos y romanos. La vida moral se identifica con la vida de las virtudes: por ellas, el hombre se hace bueno, y se hace buena su obra (cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6).
En la Sagrada Escritura, la justicia -entendida como el conjunto de virtudes que debe vivir el discípulo unido a Cristo-, equivale a la santidad, imprescindible para alcanzar el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 20). En la moral cristiana, las virtudes ya conocidas en el mundo pagano, y otras menos conocidas -como la penitencia, la humildad o el amor a la cruz-, forman, bajo la dirección de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, un organismo especifico, y adquieren un valor propio y una nueva finalidad: la identificación con Cristo, la edificación del Reino y la «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1, 6).
Los Padres de la Iglesia manifiestan un gran interés en predicar las virtudes para instruir a los fieles o para defender la fe, sin que falte en sus escritos la especulación teológica. A partir, sobre todo, de Orígenes y san Ambrosio, acogen la tradición griega y romana, y la integran en la novedad cristiana. En el pensamiento de san Agustín, la virtud ocupa un lugar de primer orden: «es el arte de llegar a la felicidad eterna» (De libero arbitrio, 2, c. 18). La caridad es el centro de toda la moral cristiana, engendra las virtudes cardinales y las orienta hacia Dios, y por eso pueden ser consideradas como afectos diversos de un mismo amor (cf. De moribus Ecclesiae, 1, c. 15).
Las virtudes mantienen su carácter medular en la ciencia moral de la Gran Escolástica. El primer tratamiento sistemático aparece en la Summa Aurea de Guillermo de Auxerre, que conduce a la gran síntesis de la Summa Theologiae de santo Tomás, fundada especialmente en la Sagrada Escritura, a la vez que asume toda la riqueza filosófica del mundo pagano y de los Padres de la Iglesia. En el enfoque moral de santo Tomás, caracterizado por la búsqueda de la felicidad y por la centralidad de la acción moral, las virtudes -definidas como hábitos operativos- adquieren una importancia capital: forman, con los dones del Espíritu Santo, la estructura de toda la vida moral, presidida por la caridad; son fuerzas interiores que potencian el conocimiento y la libertad; y, con la ley moral -entendida como principio intrínseco de la acción (lex indita)-, hacen posible la perfección humana y sobrenatural de la persona.
A partir del nominalismo bajo-medieval, la virtud pierde el lugar que le corresponde en la ciencia moral. La razón última hay que buscarla en el nuevo concepto de libertad -impuesto por Ockham- como indiferencia de la voluntad, que se enfrenta a la ley divina, considerada a su vez como un elemento totalmente extrínseco a la naturaleza humana. Las virtudes se convierten en sospechosas para la libertad, pues la inducen a obrar en una determinada dirección. Su papel queda reducido -en muchos casos- a un mecanismo que refrena las pasiones para que la voluntad cumpla la obligación que le impone la ley.
La teología posterior abandona el positivo enfoque de las virtudes y se centra, sobre todo, en determinar la ley moral, aplicarla a los casos de conciencia, delimitar los pecados y señalar los medios para evitarlos. La tendencia general de los manuales de moral a partir de las Instituciones morales de Juan de Azor (principios del siglo XVII), es reducir la teología moral al estudio de los preceptos comunes a todos los cristianos, ordenados en torno al Decálogo. En esta línea, las virtudes son tratadas casi exclusivamente desde el punto de vista de las obligaciones que comportan.
Debido en gran parte al nominalismo, el pensamiento moderno pierde la noción clásica de virtud como perfección intrínseca de la inteligencia y la voluntad, y la transforma en simple disposición para cumplir con más facilidad los preceptos de la ley. En el sistema moral kantiano, por ejemplo, la función de la virtud consiste en reforzar a la voluntad para que resista a los enemigos de la razón pura (las pasiones), y cumpla el deber.
La renovación tomista de finales del siglo XIX y comienzos del XX introduce alguna novedad interesante en los manuales de moral: sustituye los mandamientos por las virtudes, como criterio de estructura, y añade un tratado sobre las virtudes en la moral fundamental. Pero el cambio afecta más a la forma que al fondo.
La renovación bíblica, los estudios de teología patrística y algunas corrientes de filosofía moral influyen positivamente en la recuperación de las virtudes. No obstante, quienes ejercen el mayor impulso son los autores que, entre los años 30 y 50 del siglo pasado, tratan de renovar la teología moral buscando en las virtudes teologales los principios específicamente cristianos sobre los cuales fundamentar y estructurar esta disciplina. Entre ellos, merecen una mención especial E. Mersch (Morale et Corps Mystique, 1937) y G. Gilleman (Le primar de la chanté en théologie morale, 1952).
Las líneas maestras trazadas por el Concilio Vaticano II, que señala como objeto de la teología moral «mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT 16), apuntan a un enfoque en el que las virtudes y los dones vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde en la vida cristiana. Pero en los años posteriores al Concilio, la polémica sobre la especificidad de la moral cristiana, centrada a veces excesivamente en el aspecto normativo, no favoreció el desarrollo de esta orientación, a pesar de los esfuerzos en sentido contrario de autores como S. Pinckaers y Ph. Delhaye.
Al mismo tiempo, en el campo de la ética filosófica se produce un interesante renacimiento de la ética de la virtud a partir, sobre todo, de los estudios de G.E.M. Anscombe y A. MacIntyre.
La propuesta de estos autores tiene un profundo eco en el mundo teológico, en el que un grupo cada vez más numeroso de moralistas propugna un cambio hacia la perspectiva del sujeto moral -la adoptada por Aristóteles y por santo Tomás, y señalada por la Encíclica Veritatis splendor (cf. VS 78)-, que se fija en la relación intrínseca entre la persona y la acción. Para esta línea moral, la virtud -entendida como hábito electivo- es un elemento clave; la libertad recupera su verdadera finalidad, que es la realización de la verdad sobre el bien, para alcanzar la plenitud de vida y no el mero cumplimiento de la ley, ni mucho menos su creación; la vida afectiva se pone -gracias a la virtud- al servicio de la razón, integrándose así en el dinamismo moral de la persona y capacitándola para el conocimiento del bien por connaturalidad; y el deber -aislado de su comprensión kantiana- encuentra en el ámbito de la virtud su verdadera rehabilitación.
Una de las conclusiones que se pueden extraer de este recorrido histórico es que el concepto de virtud sólo puede valorarse adecuadamente en el contexto de una ética orientada a la búsqueda de una vida feliz, encaminada a la santificación, a la unión con Dios en Cristo, y no sólo ni principalmente a la fundamentación y cumplimiento de obligaciones morales.
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de conocer la verdad para vivir de acuerdo con ella y comunicarla a los demás. Esta aspiración sólo se sacia con la Verdad absoluta, pues consiste, en el fondo, en el «deseo y nostalgia de Dios» (FR 24).
La actividad intelectual de la persona que busca la verdad engendra y, al mismo tiempo, se perfecciona por las virtudes intelectuales.
La razón dispone de dos funciones la especulativa o teórica y la práctica. La razón especulativa tiene por fin conocer la verdad; y la razón práctica, dirigir la acción según la verdad conocida. La primera aprehende lo real como verdadero; la segunda, como bueno. La primacía de la razón especulativa es condición de garantía de que el bien ante el que la persona se encuentra es verdadero y no aparente.
Las virtudes que perfeccionan a la razón especulativa son el hábito de los primeros principios especulativos o intellectus, la sabiduría y la ciencia. Gracias al intellectus, la razón percibe de modo inmediato las verdades evidentes por sí mismas. La sabiduría es la virtud de la persona que conoce a Dios como causa primera y fin último de todas las cosas, y lo busca como tal. El que posee la ciencia, en cambio, sólo conoce y sabe explicar por sus causas algún sector de la realidad.
Las virtudes de la razón práctica son la sindéresis o hábito de los primeros principios prácticos, la prudencia y el arte.
La sindéresis es el hábito por el que se conocen los primeros principios de la ley moral natural; se trata de un conocimiento práctico, es decir, que gula la acción; es como una voz interior que asiente o, por el contrario, protesta de todo aquello que repugna a las verdades fundamentales de la ley natural, y de esta manera orienta a la persona acerca de la moralidad de su conducta.
Pero el conocimiento práctico que proporciona la sindéresis -por ser general- no es apto para dirigir las acciones, siempre particulares Por eso es necesaria la virtud de la prudencia, «que dispone a la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo [...] Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar» (CCE 1806).
El arte o técnica consiste en aplicar rectamente la verdad conocida a la producción o fabricación de cosas.
La ciencia y la técnica no son virtudes perfectas. Proporcionan, respectivamente, el conocimiento sobre el hombre y el mundo, y la facultad de hacer bien una cosa, pero no garantizan su buen uso. En el campo científico y técnico, el bien consiste en conocer bien un aspecto de la realidad o en hacer bien una obra. La bondad del técnico en cuanto tal no depende de sus virtudes morales sino de la calidad de la obra que realiza. Pero estas consideraciones abstractas no pueden llevar a concluir que el conocimiento científico o la habilidad técnica son irrelevantes para la vida moral de la persona. Una perspectiva existencial muestra con más claridad la dimensión moral y religiosa de la formación intelectual: para que un científico o un técnico cristianos puedan ser buenos cristianos, es necesario que su trabajo esté orientado al bien de la persona y a la gloria de Dios, y para lograrlo es condición imprescindible que se esfuercen por conocer bien su ciencia y aplicar su técnica con la mayor perfección.
Debido a la crisis de la verdad en el pensamiento moderno, se ha difundido la falsa convicción de que, al no ser posible la rectitud en el pensamiento (ortodoxia), hay que conformarse con la rectitud en la acción (ortopraxis), que, al fin y al cabo, es lo único importante. La necesidad de superar este aparente conflicto exige mostrar la íntima relación de las virtudes morales con las intelectuales, especialmente con la sabiduría.
La virtud de la sabiduría, fundamento humano de la sabiduría sobrenatural que proporcionan la fe y los dones del Espíritu Santo, no es sólo una virtud especulativa, no consiste únicamente en poseer el conocimiento sobre Dios y las causas últimas de la realidad, sino en tomarlo como criterio de pensamiento y regla de actuación. Así entendida, la sabiduría se convierte en la virtud práctica que funda el deber de dar culto a Dios y de ordenar la vida entera a su gloria, fin último de la vida humana (religión). Aporta a las ciencias y técnicas el horizonte sapiencial, necesario para que se mantengan siempre al servicio de la persona humana. El saber sobre Dios conduce también al conocimiento propio, y éste a la humildad, condición de toda virtud, incluso de la misma sabiduría. Por último, la concepción del mundo que proporciona la sabiduría influye notablemente en el juicio de la prudencia sobre la acción moral concreta que se debe realizar.
Por todo ello, el descuido de la formación de esta virtud -piénsese en el olvido y desprecio de la metafísica- tiene como consecuencia la desorientación general sobre lo más importante para la realización de la persona: el verdadero sentido de su propia existencia.
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de ser amado, no sólo por otras personas, sino sobre todo por Él, para que lo busque, lo reciba y le responda de la única manera que se puede responder al amor: amándole libremente y amando ordenadamente a sí mismo y a los demás hombres. Las virtudes morales se asientan sobre esta necesidad de amor, y perfeccionan a la persona para responder al amor recibido.
La división clásica de las virtudes morales, establece cuatro virtudes cardinales (del latín cardo: quicio) -prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, en torno a las cuales giran otras muchas virtudes particulares. La prudencia -virtud intelectual, por perfeccionar a la inteligencia- es, por su objeto, una virtud moral, madre y guía de todas las demás. La justicia «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido» (CCE 1807). La fortaleza «reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral» (CCE 1808). La templanza «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados» (CCE 1809).
Esta clasificación, que tiene una larga tradición y serios fundamentos, no debe aplicarse de manera rígida. De hecho, parece olvidar el puesto de primer orden que merece la humildad, base y condición de todas las virtudes.
a) Las virtudes morales son hábitos operativos buenosDebido a la persistente influencia de algunas antropologías modernas, se impone aclarar que el término «hábito», aplicado a la virtud, no significa costumbre o automatismo, sino perfección o cualidad que da al hombre la fuerza (virtus) para obrar moralmente bien y alcanzar su fin como persona. No se trata de una simple cuestión terminológica; del concepto de hábito operativo depende la adecuada valoración de la virtud en la teología y en la vida moral de la persona.
Por costumbre o automatismo se entiende un comportamiento maquinal, rutinario, adquirido por la repetición de un mismo acto, que implica disminución de la reflexión y de la voluntariedad. Cuando se identifica la virtud -hábito operativo- con la costumbre, se concluye fácilmente que el comportamiento virtuoso apenas tiene valor moral, porque es mecánico, no exige reflexión y resta libertad. Sin embargo, nada más lejos de la virtud que la disminución de la libertad. El hábito virtuoso, que nace como fruto del obrar libre, proporciona un mayor dominio de la acción, es decir, un conocimiento más claro del bien, una voluntariedad más intensa y, por tanto, una libertad más perfecta.
La libertad es reforzada también por las pasiones, cuando están ordenadas por la fortaleza y la templanza. Gracias a estas virtudes, la afectividad ejerce una influencia positiva sobre la razón para que cumpla bien su función judicativa; y sobre la voluntad, para que quiera el bien con todas sus fuerzas.
b) Las tres dimensiones de la virtudPara obrar bien se requiere: 1. recta intención: que la voluntad quiera un fin bueno, conforme a la recta razón; 2. recta elección: que la razón determine bien la acción que se va a poner como medio para alcanzar aquel fin bueno, y la voluntad elija esa acción; y 3. recta ejecución de la acción elegida.
Pero la razón y la voluntad no están determinadas por naturaleza a un modo de obrar recto: la voluntad puede querer un bien que no esté de acuerdo con la recta razón, ordenado a Dios; la razón puede equivocarse al determinar la acción adecuada para alcanzar un fin bueno; y, por último, los bienes apetecidos por la afectividad sensible no siempre son convenientes para el fin de la persona. Pues bien, gracias a la virtud, la persona puede superar estas dificultades.
c) La virtud es el hábito de la recta intenciónLas virtudes morales perfeccionan a la voluntad para que tienda a los fines que le propone la razón. Pero no sólo la voluntad, también la afectividad sensible tiene que ser integrada en el orden de la razón de tal modo que, en lugar de ser una rémora para la voluntad, potencie su querer. «Pertenece a la perfección moral del hombre que se mueva al bien, no sólo según su voluntad, sino también según sus apetitos sensibles» (S.Th., I-II, q.24, a.3). No se trata, por tanto, de anularlos o reprimirlos, sino de racionalizarlos y educarlos, para que contribuyan con sus energías a conseguir el fin que la razón señala.
Gracias a las virtudes, el hombre adquiere el deseo firme de actuar siempre conforme a los fines virtuosos, y los encuentra cada vez más atractivos, no sólo como bienes en si mismos, sino como bienes para él, logrando así una mayor connaturalidad con el bien.
1º) La virtud es el hábito de la recta elección.
Para actuar bien no basta desear un fin bueno; es necesario, además, que sean buenos los medios elegidos para alcanzar el fin, y ésta es precisamente la función esencial de la virtud: ser hábito de la buena elección. Una de las definiciones aristotélicas de virtud subraya este aspecto: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente» (cf. Ética a Nicómaco, II, 6).
La razón delibera sobre los medios adecuados que hay que poner para conseguir el fin bueno, y, como fruto de esta deliberación, juzga cuál es la acción que se debe realizar aquí y ahora, y de qué modo, e impera su puesta en práctica.
Para llegar a este juicio sobre la acción concreta que se debe realizar, la persona debe contar con el conocimiento de las normas (ciencia moral). Pero esto no es suficiente: se puede conocer muy bien la ciencia moral y, a pesar de todo, juzgar mal sobre lo que se debe hacer en un caso concreto. Es preciso que la persona juzgue una acción no sólo como buena en general, sino también como buena para ella, aquí y ahora, y para eso necesita tener connaturalidad afectiva con el bien (cf. VS 64).
Pues bien, sólo las virtudes morales proporcionan esta connaturalidad, gracias a la cual la razón se hace prudente, es decir, capaz de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe realizar en cada momento (cf. S.Th., I-II, q.58, a.5). La influencia de la voluntad y de los afectos sensibles sobre la razón es decisiva para que ésta juzgue acertadamente sobre los medios. Si la voluntad y los afectos están bien dispuestos por las virtudes morales, estimulan a la razón a conocer mejor la verdad sobre el bien; y si están desordenados por los vicios, la oscurecen e incluso pueden llegar a cegarla.
Para juzgar acertadamente sobre el bien concreto, para ser prudente, el hombre necesita, por tanto, las virtudes morales en la voluntad y en los apetitos sensibles. Pero, a la vez, para adquirir las virtudes morales, necesita la prudencia en la razón. En esta interacción, la razón juega el papel principal: a ella corresponde señalar a las facultades apetitivas la verdad sobre los fines buenos y los medios excelentes para conseguirlos. Es la razón la que conoce la verdad sobre el bien.
De este modo, la razón «racionaliza» a la voluntad y a los apetitos sensibles, formando las virtudes morales. Se puede concluir, por tanto, que las virtudes morales son el mismo orden de la razón implantado en las facultades apetitivas. Si se olvida o niega esta dimensión esencial, las virtudes quedan reducidas necesariamente a costumbres o automatismos, y pierden su puesto clave en la ciencia y en la vida moral.
Por último, la persona virtuosa no elige sin más una acción buena entre varias posibles, sino la acción óptima. El «término medio» en el que consisten las virtudes no es la acción mediocre, sino la que, por ser excelente, constituye la cumbre entre dos valles igualmente viciosos, uno por exceso y otro por defecto. Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones perfectas y alcanzar su plenitud humana, y la disponen a recibir, con la gracia, la plenitud sobrenatural, la santidad.
2º) La virtud es el hábito de la recta ejecución.
Una vez elegida la acción buena, hay que ejecutada, hacerla vida. La verdad práctica conocida por la razón, que señala el bien concreto a realizar, debe convertirse en acción. Y para ello es indispensable mantener el deseo de obrar bien y con recta intención a lo largo del tiempo que requiera la acción; superar las dificultades internas o externas que se presenten, y llevarla a cabo del modo indicado por la prudencia.
Pues bien, gracias a las virtudes, el hombre ejecuta bien la acción buena que ha elegido: no como quien tiene que llevar una carga pesada, reprimiendo sus afectos para no volverse atrás, sino con facilidad y alegría, como quien hace algo que de veras le interesa, porque todas sus energías -intelectuales y afectivas- cooperan a la realización del bien.
d) La necesidad de las virtudes moralesCuando el hombre vea a Dios como es, sus deseos de felicidad serán plenamente colmados, y no querrá nada que le aparte de Él. Pero mientras está en camino, tiene la posibilidad de amar otros bienes en lugar de Dios, amándose desordenadamente a sí mismo y a los demás. Sin embargo, la persona que posee las virtudes o lucha por adquirirlas siente aversión por todo lo que le aparta de Dios, y atracción por todo lo que le acerca a Él.
La persona sensata es consciente de que tiene una gran capacidad para el bien y para el mal; es capaz de lo más sublime y de lo más ruin; puede perfeccionarse o corromperse. Y nada le garantiza que, en las diversas circunstancias de la vida, vaya a superar los obstáculos que se presenten para la realización del bien. Lo único que le puede asegurar una respuesta adecuada son las virtudes humanas y sobrenaturales.
Además, las circunstancias en las que se encuentra a lo largo de su vida son muy diversas, y a veces requieren respuestas imprevisibles y difíciles. Las normas generales no siempre son suficientes para saber qué se debe elegir en cada situación particular. Sólo las virtudes proporcionan la capacidad habitual de juzgar correctamente cuál es la elección buena en cada circunstancia concreta.
La necesidad de las virtudes resulta obvia para quien se sabe llamado a crecer en bondad moral para identificarse con Cristo a fin de cumplir la misión que su Maestro le ha encomendado. Si no se entiende la vida como respuesta a la llamada de Dios, pierde sentido la lucha por alcanzar las virtudes. Gracias a ellas, en cambio, la persona imprime una dirección determinada a su vida moral, una orientación que se mantiene de modo estable y firme hacia el objetivo de la amistad con Dios.
e) La educación en las virtudesSi la formación moral se reduce a la transmisión teórica de las normas morales y se descuida la formación práctica en las virtudes, se produce necesariamente una tensión entre la afectividad y la razón: las normas se ven como un obstáculo para la expansión de las tendencias; la razón, como hostil al corazón; el orden moral, como límite y represión de la afectividad. Esta oposición, característica de las éticas de inspiración kantiana, es contraria a la naturaleza humana, y por eso no conduce a la perfección y armonía interior, sino a la ruptura moral y psíquica de la persona.
1º) Adquisición de las virtudes.
Las virtudes morales se adquieren por la repetición de actos buenos. Pero para que tal repetición no lleve al automatismo, sino a la libertad, es preciso atender siempre a las dos dimensiones del acto humano. La dimensión interior (acto Interior) se encuentra en la razón y en la voluntad: es el ejercicio de la inteligencia, que conoce, delibera y juzga; y de la voluntad, que ama el bien que la inteligencia le señala. La dimensión exterior (acto exterior) es la ejecución por parte de las demás facultades, movidas por la voluntad, de la acción conocida y querida.
Pues bien, la repetición de actos con los que se alcanza la virtud se refiere, en primer lugar, a los actos interiores. Se trata de elegir siempre las mejores acciones, las más acertadas, para alcanzar un fin bueno, en unas circunstancias determinadas. Y esto no puede hacerse de modo automático; exige ejercitarse en la reflexión y en el buen juicio.
En consecuencia, los actos exteriores que se deben realizar no son siempre los mismos, ni se ejecutan siempre del mismo modo, pues la prudencia puede mandar, según las cambiantes circunstancias, actos externos muy diferentes, incluso contrarios. La fortaleza, por ejemplo, supone un acto interior de conocimiento y amor al bien que a veces se realiza resistiendo, otras atacando, y otras huyendo.
Un acto externo bien realizado no significa, sin más, la existencia de verdadera virtud. No es justo el que sólo ejecuta un acto externo de justicia de modo correcto, sino el que lo hace, antes de nada, porque quiere el bien del otro. Sin embargo, el valor esencial del acto interior no debe restar importancia al acto exterior. No vive el agradecimiento el que se siente agradecido, sino el que, además, lo manifiesta de modo adecuado.
2º) Crecimiento en las virtudes.
Las virtudes perfeccionan a la inteligencia y a la voluntad para realizar obras buenas. Pero una vez que estas facultades alcanzan un grado de perfección, quedan capacitadas para realizar actos todavía mejores, más perfectos que los anteriores. La vida moral es, por tanto, un constante progreso en el conocimiento de la verdad y en el amor al bien, un continuo crecimiento en humanidad, que tiene como consecuencia la felicidad propia y la de los demás.
Cuando la persona advierte que esta realidad está en sus manos, descubre una verdadera motivación para vivir bien, y adquiere una visión optimista de la vida moral. En cambio, cuando la enseñanza moral prescinde de la noción de virtud, la persona tiende a instalarse en la mediocridad y a conformarse con el cumplimiento de las exigencias mínimas, como atestigua la historia de la ética moderna.
Como las virtudes no son independientes unas de otras, sino que están íntimamente relacionadas, formando un organismo regulado por la prudencia, crecen todas al mismo tiempo. Por eso, el esfuerzo por adquirir una virtud determinada hace progresar todas las demás; y negarse a luchar en una impide el desarrollo del conjunto. A esta realidad responde una práctica ascética de gran raigambre en la vida cristiana: el examen particular, que consiste en luchar de modo especial por desterrar un vicio o adquirir una virtud, examinando frecuentemente los avances y retrocesos.
Las virtudes pueden disminuir y perderse por la falta de ejercicio y por la realización de acciones contrarias. De ahí la importancia de la actitud vigilante, que implica el examen de las propias acciones, y de renovar una y otra vez la lucha a pesar de los errores.
Dios llama al ser humano a un fin sobrenatural: a participar como hijo en la vida de conocimiento y amor interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero el hombre no es capaz de alcanzar este fin con sus propias fuerzas; es necesario que Dios, mediante la gracia, eleve su naturaleza al orden sobrenatural, haciéndole participar de la vida divina.
Con la gracia, Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad las virtudes sobrenaturales, que otorgan al hombre la posibilidad de obrar como hijo de Dios, en conformidad con el fin sobrenatural. Son dones gratuitos, es decir, nacen y crecen por el don de la gracia y por los medios que Dios ha dispuesto para su aumento: oración y recepción fructuosa de los sacramentos. Además, por las obras buenas realizadas en gracia, el hombre puede merecer el aumento de la gracia y de las virtudes.
No disminuyen directamente por los propios actos, pero pueden disminuir indirectamente por los pecados veniales, porque enfrían el fervor de la caridad, impiden progresar en la virtud y predisponen al pecado mortal. Las virtudes sobrenaturales desaparecen con la gracia, por el pecado mortal, excepto la fe y la esperanza, que permanecen en estado informe e imperfecto, a no ser que se peque directamente contra ellas.
Las virtudes sobrenaturales suelen dividirse en teologales y morales. La existencia de las virtudes morales sobrenaturales es doctrina común entre Padres y teólogos. Como el cristiano camina hacia su fin sobrenatural a través de todas sus acciones, parece necesario que las virtudes humanas sean elevadas al plano sobrenatural, para que pueda realizar con sentido divino todas las tareas de su vida.
Por las virtudes teologales, el hombre se une a Dios en su vida íntima. Son disposiciones permanentes del cristiano que le permiten vivir como hijo de Dios, como otro Cristo, en todas las circunstancias.
Por la fe «creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma» (CCE 1418). Por la esperanza «aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CCE 1817). Gracias a la virtud de la cari dad «amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (CCE 1822).
Las virtudes teologales son necesarias para saber que nuestro destino es la contemplación amorosa de Dios, cara a cara; para poder vivir como hijos de Dios y merecer la vida eterna: por la fe, el hombre puede saber, asintiendo a lo que Dios le ha revelado, que la vida con la Santísima Trinidad es el fin al que está llamado; la esperanza refuerza su voluntad para que confíe plenamente en que, con la ayuda divina, puede alcanzar su destino; y la caridad le confiere el amor efectivo por su fin sobrenatural.
Gracias a las virtudes teologales -que «son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano» (CCE 1813)-, la persona crece en intimidad con las Personas divinas y se va identificando cada vez más con el modo de pensar y amar de Cristo. Perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo, proporcionan la sabiduría o visión sobrenatural, por la que el hombre, en cierto modo, ve las cosas como las ve Dios, pues participa de la mente de Cristo (cf. 1Co 2, 16).
Si las virtudes humanas potencian la libertad, con las virtudes teologales y los dones, la persona adquiere la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). El dominio sobre sí misma no es sólo el que alcanza por sus propias fuerzas, sino también el que tiene por participar del señorío de Dios, pues el Espíritu Santo es el principio vital de todo su obrar.
La persona que vive las virtudes teologales crea en torno a sí el ambiente de entrega y servicio propio de los hijos de Dios, que se manifiesta especialmente en los frutos del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22-23).
Todas las virtudes disponen al hombre para alcanzar su bien. Pero como el bien del hombre en esta vida es la amistad con Dios y, en la vida eterna, la visión amorosa de Dios, sólo la caridad merece el nombre de virtud perfecta.
La caridad es madre, forma y principio ordenador de todas las virtudes, porque engendra sus actos y los ordena al fin último. «El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Ésta es el "vínculo de la perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana» (CCE 1827). Por eso, todos los mandamientos se resumen en la caridad: Amor a Dios sobre todas las cosas y amor al prójimo como a uno mismo.
La caridad es la virtud que proporciona al hombre la unidad de toda su vida. Hace que todos sus pensamientos, palabras y obras tengan un único fin y un mismo motivo. El trabajo y el descanso, la vida familiar, social y política, todas las actividades del hombre deben ser frutos de una misma raíz: la caridad.
Las virtudes sobrenaturales y las humanas están íntimamente unidas y se exigen mutuamente para la perfección de la persona. De modo análogo a como en Cristo -perfecto Dios y hombre perfecto- se unen sin confusión la naturaleza humana y la divina, en el cristiano deben unirse las virtudes humanas y las sobrenaturales. Para ser buen hijo de Dios, el cristiano debe ser muy humano. Y para ser humano, hombre perfecto, necesita la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
Las virtudes humanas disponen para conocer y amar a Dios y a los demás. Las sobrenaturales potencian ese conocimiento y ese amor más allá de las fuerzas naturales de la inteligencia y la voluntad. Asumen las virtudes humanas, las purifican, las elevan al plano sobrenatural, las animan con una nueva vida, y así todo el obrar del hombre, al mismo tiempo que se hace plenamente humano, se hace también «cristiano».
En el estado real del hombre -redimido, pero con una naturaleza herida por el pecado original y los pecados personales-, las virtudes humanas no pueden ser perfectas sin las sobrenaturales. Por eso se puede afirmar que sólo el cristiano es hombre en el sentido pleno del término. Pero las virtudes sobrenaturales, sin las humanas, carecen de auténtica perfección, pues la gracia supone la naturaleza. En este sentido, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales. «Muchos son los cristianos -afirma san Josemaría- que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales -a pesar de todo el armatoste externo de piedad-, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas» (San Josemaría Escrivá, Surco, 652).
La íntima relación entre virtudes sobrenaturales y humanas ilumina el valor de las realidades terrenas como camino para la identificación del hombre con Cristo. El cristiano no sólo cree, espera y ama a Dios cuando realiza actos explícitos de estas virtudes, cuando hace oración y recibe los sacramentos. Puede vivir una vida teologal, de unión con Dios, en todo momento, a través de todas las actividades humanas nobles. Al mismo tiempo que construye la ciudad terrena, construye la Ciudad de Dios.
Cristo no sólo es nuestro Salvador, sino también el modelo humano-divino del hombre; es el maestro de la vida moral, de todas las virtudes y de su culminación en el amor, que manifiesta con su pasión y muerte en la Cruz; es la Persona a la que el hombre tiene que seguir y con la que debe identificarse para vivir la vida de hijo de Dios, para la gloria del Padre, en el Espíritu Santo.
Por tanto, sólo en la contemplación amorosa de la vida de Cristo se descubre en plenitud el sentido de las diversas virtudes, y el valor moral de las acciones: sólo Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22).
Pero la imitación y seguimiento de Cristo no consisten en «una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros» (VS 21).
En el campo de las virtudes sobrenaturales, la iniciativa y el crecimiento dependen, sobre todo, de Dios, que cuenta, sin embargo, con la colaboración del hombre. Es Cristo quien hace al hombre hijo de Dios por el bautismo y quien, especialmente en la Eucaristía, lo asimila e identifica consigo mismo, para que sea ipse Christus, el mismo Cristo.
En esta progresiva identificación con el modelo, que es Cristo, el Espíritu Santo -« el Espíritu de Jesús» (Hch 16, 7)- asume el papel de modelador y maestro interior. El fin que pretende con sus mociones e inspiraciones -a las que el hombre puede ser dócil gracias también a sus dones y carismas- es ir formando en el cristiano la imagen de Cristo. Por eso puede decir san Ambrosio que el fin de todas las virtudes es Cristo: «Finis omnium virtutum, Christus» (Enarrationes in Psalmos CXVIII, 48).
Bibliografía
A. MACINTYRE, Tras la virtud, Madrid 1987. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1980. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Madrid 2000: especialmente, 199-266. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. II rapporto tra libertá e virtú, Milano 1988.
T. Trigo
El concepto de vocación tiene una fuerte carga teológica, ya que expresa el encuentro entre iniciativa divina y respuesta humana, entre eternidad y tiempo. De hecho, constituye la clave de lectura de la espiritualidad cristiana, pues la vida en Cristo -toda existencia cristiana- tiene carácter vocacional. Las lenguas modernas derivadas del latín han mantenido el sentido religioso original del término vocatio, aunque se hayan perdido significados implícitos que ahora son menos evidentes. El término latino vocare -que traduce el griego kalein- significa «llamar», «convocar» a alguien; también tiene el sentido de «invitar»; y, por último, de «dar nombre», que es tanto como otorgar un estatus o puesto en el mundo (los padres al dar un nombre a su hijo culminan el acto pro-creador, distinguiendo a la nueva criatura de todas las demás, en remota imitación de Dios, que llamando a Adán y Eva por su nombre los llama a la existencia, e invitando a Adán a dar nombre a los animales le hace participar en el proceso creador). Incluso el moderno significado corriente de vocación como «inclinación a cualquier estado, profesión o carrera», en el que prevalecen las tendencias naturales del sujeto, reclama una comprensión que deriva de la original «llamada» a la existencia en la que Dios constituye a cada persona con unas peculiares propiedades, aptitudes y tendencias.
Los pasajes de la Sagrada Escritura en los que Dios llama -tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, si bien con matices distintos- muestran que la vocación es colectiva y personal: los llamados constituyen primeramente un pueblo, desde el cual Dios llama singularmente a cada uno para realizar un servicio personal en favor del fin de la comunidad. La historia de Israel se inicia con una escena en la que Dios se dirige a un hombre haciéndole conocer su voluntad: «El Señor dijo a Abrán: Vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré; de ti haré un gran pueblo, te bendeciré, y engrandeceré tu nombre que servirá de bendición» (Gn 12, 1-2). La descendencia de Abraham es constituida en pueblo aparte, reservado para Dios como un hijo predilecto: «Cuando Israel era niño, Yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1). La liberación de la esclavitud de Egipto es una llamada de elección que crea un vínculo entre Dios y su pueblo, determinando la conducta de ambos: Dios defiende a Israel como a su propiedad, y el pueblo, confiando en las promesas divinas, obedece a la Ley de la alianza. La llamada, la elección de la que es objeto Israel se ordena a una misión: proclamar a todos los pueblos el único y verdadero Dios que se revela al mundo.
Con la encarnación del Verbo y la actividad mesiánica de Jesús el pueblo de Dios rompe fronteras geográficas y raciales: el Reino de Dios es constituido por todos aquellos que acogen la Palabra. Dios invita a todos los hombres a encontrar su salvación en Cristo: hay una llamada universal a la salvación y a la santidad, y quienes la acogen forman «la Iglesia de Dios [...], los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1Co 1, 2). A través de la vocación colectiva de Israel y de la Iglesia, Dios da a conocer a la humanidad sus designios de salvación, interpelando además personalmente a cada hombre para que ponga los talentos recibidos al servicio de ese fin.
En el Antiguo Testamento son frecuentes las escenas en las que Dios se dirige a una persona y la llama al servicio de la Alianza: elige y designa a Moisés para que libere a su pueblo (Ex 3, 4: «¡Moisés, Moisés! Y respondió él: Heme aquí»); y escoge a los profetas para que recuerden a Israel la necesidad tanto de confiar en el cumplimiento de las promesas divinas como de obedecer a la Ley (Jr 1, 5-7: «Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí, antes que salieras de las entrañas, te consagré, te constituí profeta de las naciones. [...] allá donde te envíe irás, y todo cuanto te ordene, lo dirás»). Las diversas narraciones de vocación (cf., también, 1S 3, 10-14; Is 6, 1-9; y Ez 1, 1-3; Ez 2, 1-3) contienen algunos aspectos comunes, que podemos considerar como trazos esenciales de la llamada: 1º) La iniciativa es siempre de Dios, que elige un hombre al cual se dirige para darle a conocer su voluntad; 2º) esa voluntad consiste en el cumplimiento de una determinada misión, en la consigna de un encargo relacionado con el destino de su pueblo; 3º) esa iniciativa divina requiere una respuesta por parte del hombre: su libertad es interpelada a manifestar la propia disponibilidad para ser instrumento y servidor de Dios.
También los Evangelios nos presentan escenas de vocación: Jesús llama a sus discípulos con la misma libertad y fuerza con la que Yahwéh había llamado a patriarcas, profetas y reyes (Mt 4, 18-20: «Mientras caminaba junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y a Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: Seguidme y os haré pescadores de hombres. Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron» cf., también, Mc 1, 17-18; Lc 5, 10-11; Jn 1, 35-51). La vocación neotestamentaria se caracteriza por ser una elección divina en Cristo y a través de Cristo: Él es el Elegido por antonomasia, y todos los cristianos hemos sido elegidos en El «antes de la creación del mundo para que fuéramos santos» (Ef 1, 4). El frecuente uso realizado por san Pablo del término «los llamados» para referirse a los cristianos (Rm 1, 6; 8, 28; 1Co 1, 2; 1Co 1, 9; 1Co 1, 24), muestra que los destinatarios de sus cartas tenían conciencia de haber recibido una llamada, de ser objeto de vocación y sujetos con vocación. Los mismos textos paulinos dan razón del objeto de la llamada y de las consecuencias para el llamado: Dios llama a los cristianos a «ser conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29), a «la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Co 1, 9), y, por tanto, a vivir «de una manera digna de Dios, que os llama a su Reino y a su gloria» (1 Is 2, 12). Es decir, la vocación cristiana introduce a la persona en el ámbito de santidad de Quien realiza la llamada, y le sitúa en una condición de vida que le capacita para una conducta santa. Los llamados son constituidos santos en la conversión bautismal y establecidos en el camino que tiene su cumplimiento en la gloria futura: «Hermanos [...], una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3, 13-14). La dimensión escatológica de la llamada es también manifestada por el Apóstol a los de Éfeso cuando eleva su plegaria a Dios «para que sepáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos» (Ef 1, 18).
Un par de textos paulinos resultan especialmente importantes para la teología de la vocación. El primero de ellos enseña que la llamada de Dios constituye un puente, un gozne entre eternidad y tiempo: «Sabemos que todas las cosas cooperan para bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio. Porque a los que de antemano eligió también predestinó para que lleguen a ser conformes con la Imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó también los llamó, y a los que llamó también los justificó, y a los que justificó también los glorificó» (Rm 8, 28-29). Es decir, el plan de Dios revelado en la llamada en Cristo comprende cinco actos: la elección y predestinación, cuyo ámbito es el de la intención eterna de Dios; y la vocación, justificación y glorificación, de ejecución temporal. La vocación, por tanto, se sitúa en medio de un trayecto que inicia y termina en Dios. Queda, por último, mencionar la necesidad de integrar en la vocación el propio estatus en el mundo: «Por lo demás, que cada uno permanezca en la condición que le asignó el Señor, en la que tenía cuando le llamó Dios» (1Co 7, 17). La cuestión es de vital importancia para discernir la tarea que cada uno debe desempeñar dentro del plan divino de salvación de las almas y de reconducción de las realidades terrenas hacia Dios.
En los tres primeros siglos de cristianismo la conversión y la acogida de la fe comportaban la posibilidad del martirio y, por tanto, una firme decisión de aspirar a la santidad y de alcanzar un alto nivel de práctica de las virtudes: cada cristiano era un mártir en potencia, y estar dispuesto a esta posibilidad implicaba ya una santidad que se manifestaba en la vida cotidiana. Tanto el catecúmeno como el bautizado intentaban vivir el radicalismo cristiano como respuesta a la llamada operada en el bautismo: se sentían llamados, elegidos, o -como ahora decimos- con vocación. En los escritos de los Padres Apostólicos se recoge, también, el uso paulino de «llamados» (cf., por ejemplo, los inicios de la Carta de san Clemente de Roma a los Corintios y del escrito conocido como Secunda Clementis; y Pastor de Hermas, Mand IV, III, 4, Comp VIII, I, 1, Comp IX, XIV, S), apreciándose en la Epístola del Pseudo-Bernabé la acepción de poseedor de un estatus o condición divinizada que tiene su origen en la llamada: «Por ello, Dios habita verdaderamente en nuestra morada, en nosotros. ¿Cómo? [Por] la palabra de su fe, la vocación [klesis] de su promesa, [...] Él mismo es quien profetiza en nosotros» (Epístola del Pseudo-Bernabé, XVI, 8-9, en Fuentes Patrísticas 3, Madrid, 1992, 221). Con la paz de Constantino la Iglesia pasa de ser perseguida a gozar de libertad y de un estatuto oficial que, entre otras cosas, constituía a los clérigos en un ordo socialmente privilegiado. El fin de las persecuciones comportó, sin embargo, un debilitamiento de la vida cristiana -el aumento de conversiones no garantizaba la calidad-, y la ausencia del modelo de santidad ofrecido por los mártires fue suplido por el testimonio de quienes libraban en el desierto sus batallas contra el demonio. El monaquismo sería la respuesta a una Iglesia que pierde vitalidad, y los monjes comienzan a ser considerados como los verdaderos cristianos, los que, escapando a la corrupción de las ciudades, se esfuerzan con sus renuncias por emular en los cenobios la primitiva comunidad. Paulatinamente, el concepto de vocación entendido como llamada de Dios dirigida personalmente a todos los bautizados, se desliza hacia un sentido subjetivo de llamada interior a seguir a Cristo según una forma de vida considerada perfecta. La fuerte tendencia medieval a estructurar jerárquicamente una sociedad en donde las obligaciones y derechos marcan el puesto de cada uno favorecieron la creciente distancia entre clero, monacato y laicado: mientras para los clérigos la vocación se identificaría con una mera llamada exterior a realizar las funciones de culto, el sentido subjetivo de la llamada interior al seguimiento de Cristo seria el propio de la «vocación monástica»; y los laicos, en cuanto simples miembros del pueblo, no serian objeto de particular elección.
Santo Tomás de Aquino no realizará un estudio sistemático de la vocación: su pensamiento al respecto se encuentra esparcido a lo largo de su obra y requiere una visión de conjunto, capaz de descubrir el equilibrio entre dependencia de la tradición y originalidad. Por una parte, recoge la doctrina de los Padres sobre la vocación como llamada de Dios dirigida personalmente a todos los bautizados, y, por tanto, todos los cristianos deberían perseguir la plenitud de la caridad -esencia de la perfección cristiana (S.Th. II-II, q.184, a.3)- en virtud del primer precepto del Decálogo. Y, por otra, el análisis de los estados de vida realizado por el Aquinate conduce a la doctrina de los estados de perfección -status perfectionis acquisitae et communicandae de los obispos, y el status perfectionis acquirendae de los religiosos-, en donde el sentido del término «vocación» resulta restringido a moción interior de Dios en el alma. En los inicios de la época moderna, el humanismo cristiano y la Reforma protestante coincidieron en la tendencia a la interioridad y al subjetivismo, y en la valoración de todos los estados -también las profesiones laicales- como vías particulares de respuesta a la vocación cristiana de todos los bautizados. Sin embargo, esa posible apertura a la universalidad de la vocación murió en el intento: el error luterano de la práctica identificación entre sacerdocio ministerial y sacerdocio universal de todos los cristianos produjo la lógica reacción de Trento y de la teología católica -principalmente, de los discípulos de san Ignacio de Loyola, y del cardenal Berulle- a favor de la grandeza de la vocación sacerdotal. A partir del siglo XVII el uso del término «vocación», entendido como llamada interior procedente de Dios, y hasta entonces prácticamente reservado a la vocación religiosa, se extiende y aplica cada vez más frecuentemente al sacerdocio. La teología de la vocación en los siglos XVIII y XIX será escrita en los seminarios con la preocupación de conjugar la autenticidad de la atracción interior con la idoneidad y rectitud de intención del candidato al sacerdocio. En definitiva, en el lenguaje eclesial -y corriente- se hizo tradicional y clásico el significado de «vocación» como término reservado a sacerdotes y religiosos, todavía hoy presente como primera acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: «Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión».
El último concilio ha supuesto un golpe de timón en el alcance y comprensión del concepto que estamos analizando. Antes del evento conciliar las intervenciones magisteriales reflejaban la tendencia a la interpretación restringida: las vocaciones eran las «particulares», y más en concreto la sacerdotal, de la que preocupaba la correcta armonización de la libertad e idoneidad del candidato con la llamada del obispo (cf. la encíclica Ad catholici sacerdotii fastigium, de Pío XI en 1935, y la constitución Sedes Sapientiae, de Pío XII en 1956). La solicitud por la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa sigue presente, lógicamente, en los documentos del Vaticano II -cf. los decretos Optatam totius, sobre la formación sacerdotal; Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, y Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa-, pero estas vocaciones «particulares» son ahora vistas desde dentro de la común y fundamental vocación cristiana como especificaciones, expresiones y modos de realización de la llamada a la unión con Cristo en la Iglesia. Es decir, como consecuencia de la profundización eclesiológica realizada por la asamblea conciliar se ha querido dar prioridad a la vocación bautismal sobre los modos en los que ésta se realiza: las distintas vocaciones «particulares» tienen sentido en la medida en que participan solidaria y complementariamente en la vocación-misión de la Iglesia. La vocación universal a la santidad -ampliamente tratada en el capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium- implica que todos los cristianos tienen un vocación propia, todos tienen en la Iglesia un papel que desempeñar como miembros de un cuerpo en el que actúan para el bien de todo él. Desde esta perspectiva, la noción de vocación se amplía y enriquece: ante la iniciativa divina que incluye a cada cristiano en el plan salvífico de Dios -origen de la vocación a la santidad, previa a cualquier diferenciación o especificación en su realización- el bautizado toma conciencia de su regeneración y acoge libremente por la fe una propuesta divina personalizada que se desarrollará y realizará en el tiempo, a través de su fiel correspondencia a las gracias recibidas. Un claro ejemplo de esa amplitud de miras lo ofrece el texto que culmina la exposición de la santidad en los diversos estados: «Todos los cristianos, por tanto, en sus condiciones de vida, trabajo y circunstancias, serán cada vez más santos a través de todo ello si todo lo reciben con fe de manos del Padre del cielo y colaboran con la voluntad de Dios, manifestando a todos, precisamente en el cuidado de lo temporal, el amor con el que el Padre amó el mundo» (LG 41). Iniciativa divina y respuesta humana, eternidad y tiempo, vocación colectiva y vocación personal, vocación común-bautismal y vocación particular-específica, vocación divina y vocación humana, gracia sobrenatural y dones naturales: todo queda integrado y armonizado en el concepto de vocación transmitido por el Concilio Vaticano II.
Podemos afirmar que el término en cuestión ha abandonado su función clásica de designar un determinado estado de vida eclesial, volviendo al significado propio de las comunidades posapostólicas: la condición común de toda vida cristiana en la que se especificarán, posteriormente, las distintas formas y figuras de esta fundamental vocación. En algunos casos, la vocación particular-específica -determinación de la común-bautismal- consistirá en la respuesta a una interpelación divina que llama a una misión peculiar, a un camino que precede a la decisión personal y suele comportar una dimensión institucional y una espiritualidad especifica: son las vocaciones «peculiares», en las que se asume un modo de ser que afecta a toda la existencia e implica compromisos específicos (por ejemplo, la vocación sacerdotal, y otras respuestas a carismas institucionales reconocidos por la Iglesia). Estas vocaciones peculiares siguen siendo determinación de la vocación común-bautismal, por lo que no están más llamadas a la comunión con Dios que las demás vocaciones particulares-específicas. Es verdad que recibir una vocación peculiar supone una especial gracia de Dios, pero en estos casos la correspondencia humana se sitúa siempre en el marco de la llamada universal a la santidad, del continuo crecimiento de la caridad exigido a todos. En definitiva, la fundamental vocación a la santidad es declinada por cada persona según la situación particular en la que Dios le coloca. Esta restauración-revolución del concepto «vocación» ha sido fruto de una maduración teológica que todavía está abierta a futuros desarrollos. El Concilio nos ha legado un concepto rico en sus diversas dimensiones:
-a) teológica o teocéntrica: «A todos los elegidos, el Padre, desde la eternidad, los conoció y los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo para que éste sea primogénito de muchos hermanos (Rm 8, 29)» (LG 2); «fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu» (LG 4);
-b) eclesiológica: «La Iglesia santa, por voluntad de Dios, está organizada y dirigida con una diversidad admirable. [...] Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo todos están llamados a la santidad [...]. Así dentro de la diversidad, todos dan testimonio de la maravillosa unidad en el Cuerpo de Cristo. En efecto, la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu (1Co 12, 11)» (LG 32);
-c) espiritual: «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria» (LG 41);
-d) antropológica: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega al Creador» (GS 19).
La doctrina conciliar sobre la vocación, por tanto, dilata y amplia el campo de los sujetos -todos los cristianos-, y esto no implica necesariamente un debilitamiento de su significado o una interpretación soft del término. La vocación universal a la santidad de los bautizados no empequeñece el valor y contenido de las llamadas «vocaciones particulares», sino que las fundamenta y otorga sentido y finalidad. Problema distinto -reto pastoral y apostólico- será la efectiva conciencia en cada cristiano de haber recibido una llamada personal, cuya respuesta exigirá siempre un radical seguimiento de Cristo en las condiciones y circunstancias determinadas en -y por- el dialogo vocacional. Esa respuesta personal -que exige la clara conciencia de haber sido interpelado- es siempre «vocación particular», independientemente de su concreta forma de realización. Es decir, la llamada «vocación sagrada» -históricamente atribuida al sacerdocio y a la vida religiosa- no agota ni monopoliza el concepto de «vocación particular». Junto a la dimensión subjetiva de la universalidad de la llamada -el hecho de que se dirija a todos- también se debe afirmar «la dimensión objetiva de la universalidad de la vocación a la santidad, es decir, que todas las situaciones y las circunstancias de la vida ordinaria pueden y deben ser lugar y medio de comunión con Dios» (F. Ocáriz, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, en M. Belda et al. (ed.), Santidad y mundo, Pamplona 1996, 42). Difícilmente hubiera podido el Concilio ampliar el campo de los sujetos sin reconocer previamente la multiplicidad de los caminos y modos de alcanzar la santidad, confirmando, de este modo, que la vocación universal a la santidad -asumida e interiorizada por cada uno y según sus propias circunstancias- se convierte en «vocación particular». En este sentido, cabe afirmar que la vocación humana -conjunto de capacidades naturales, formación y cultura recibida, e inclinaciones personales- constituyen parte integrante de la vocación a la santidad. Tanto los esposos médicos que se trasladan a un país de misiones para ofrecer sus servicios profesionales y colaborar con la evangelización, como el agente de bolsa que vive el celibato apostólico dentro, por ejemplo, de un movimiento carismático, tienen una «vocación particular». También estas decisiones nacidas en el diálogo con Dios suelen contar con una mediación eclesial, aunque ciertamente no sea tan visible como la llamada del obispo o la profesión pública de votos. En este sentido, la consagración canónica no agota las posibilidades del cristiano de ofrecer su existencia en sacrificio espiritual, dando vida y concreción al sacerdocio común recibido en el bautismo. La gran mayoría de los fieles viven una vida corriente -familiar, laboral, social- enfrentándose con problemas cuya solución exige un amor sacrificado -ofrecimiento sacerdotal de la propia existencia, identificación con Cristo en la cruz-, que sólo es posible en quienes son conscientes de la grandeza de su vocación cristiana. La urgencia de la nueva evangelización y la variedad de dones con que el Espíritu Santo está enriqueciendo hoy a la Iglesia -manifestando así más claramente su misterio de comunión- aconsejan amplitud de miras y superación de todo intento de esquema reductor de la realidad vocacional.
Los datos bíblicos y la doctrina conciliar deberían ser suficientes para elaborar una renovada teología de la vocación. Sin embargo, el campo se presenta actualmente como un edificio en construcción, con la inevitable impresión de desorden que siempre conlleva. Efectivamente, la falta de homogeneidad en el uso del término «vocación» -que, dependiendo del contexto, asumirá como significado principal alguna de sus dimensiones (teológica, antropológica, fundamental- común, particular-específica, etc.)-, la inconsistencia del cuadro teológico al que se intenta aludir cuando se escribe o habla de vocación, y el mismo hecho sociológico de la disminución de las vocaciones sagradas, evidencian la necesidad de una tarea que otorgue claridad, fuerza y convicción a nuestro concepto. No extraña que desde diversas instancias se reclame la intervención de la teología dogmática, especialmente de la cristología, eclesiología y antropología teológica, para dar consistencia a un edificio que no sólo es para uso de la teología pastoral y espiritual: es obvio que el significado de la vocación mucho dependerá de la noción que se tenga de Dios, del hombre y del mundo. Por todo ello, nuestro cometido aquí se reducirá a mostrar al lector algunas maquetas y planos del proyecto, que puedan contribuir a dar una idea general y responder a las preguntas más impelentes del diente interesado en el edificio.
La misma identidad de la existencia cristiana como vocación a Cristo -seguimiento de Cristo, identificación con Él- y como vocación de Cristo -manifestada por Él y vivida en Él- fundamenta el cristocentrismo de toda vocación: no se trata de una dimensión más entre las señaladas anteriormente, sino de la princeps, la que otorga cohesión a todas ellas, evitando la dispersión de los distintos aspectos de la vocación que dan lugar a figuras o tipos vocacionales distintos, según la perspectiva o prioridad concedida a cada uno de ellos. En síntesis, esas diversas perspectivas son las siguientes:
-1º) Personal-existencial. Se funda en el principio de considerar la vida como vocación: «En los designios de Dios cada hombre está llamado a un determinado desarrollo, porque toda vida es una vocación. Desde su nacimiento, a todos se ha dado, como en germen, un conjunto de aptitudes y cualidades para que las hagan fructificar: su floración, durante la educación recibida en el propio ambiente y por el personal esfuerzo propio, permitirá a cada uno orientarse hacia su destino, que le ha sido señalado por el Creador» (PP 15). Este planteamiento proclama la intrínseca unidad entre vocación natural a la vida, vocación sobrenatural a la gracia en Cristo, y las diversas vocaciones particulares o específicas en la Iglesia: son círculos concéntricos de una misma realidad. Responder afirmativamente a la vida y a su progreso ya es una apertura al descubrimiento del proyecto divino sobre cada uno. Desde esta perspectiva, «vocación» es ser cada vez más conscientes de que la propia identidad, la que hemos recibido con el don de la vida, está escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3, 3).
-2º) Trinitario-eclesial. Toda vocación comporta un dinamismo trinitario, pues dice relación con el proyecto del Padre, con la misión del Hijo y con la acción del Espíritu Santo. La misma vocación y misión de la Iglesia hunde sus raíces en el misterio trinitario: «Así toda la Iglesia aparece como el pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). De ahí que cada vocación tome origen y significado en la Iglesia, implique apertura a la comunión y exclusión del individualismo o aislamiento, y participe activamente en la misión universal de la Iglesia. En otras palabras, cada miembro del Cuerpo místico de Cristo está constituido en estado de vocación y misión: las distintas «vocaciones particulares» son, por tanto, formas peculiares de actuación de la vocación-misión de la comunidad cristiana. Esta dimensión eclesial favorece la idea de servicio como clave de lectura vocacional. Cada miembro del Cuerpo de Cristo es titular de unos dones que el Espíritu concede para el bien de todos, y ejerce su propia función en favor de la comunidad y de la misión eclesial: «Hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión» (AA 2). Estos «ministerios» o funciones hay que entenderlos de modo amplio -sin identificarlos con oficios eclesiásticos- para evitar el riesgo de clericalización como consecuencia de una inflación en el uso del término que, fundamentalmente, quiere expresar la idea de servicio.
-3º) Histórico-salvífico. Es quizá el aspecto más descuidado por la precedente teología de la vocación, y el que despierta hoy mayor interés. Se refiere a la llamada a responder como cristianos a las necesidades del mundo: «a nadie le es licito permanecer indiferente ante la suerte de sus hermanos que todavía yacen en la miseria, son presa de la ignorancia o víctimas de la inseguridad. Que el corazón de todo cristiano, imitando al Corazón de Cristo, ante tantas miserias se mueva a compasión y exclame con el Señor: Siento compasión por esta muchedumbre» (PP 74). La vocación, bajo este aspecto, se muestra sensible y acoge la petición de la humanidad que invoca salvación espiritual y material, ofreciendo a todos como respuesta la salvación integral en Cristo, y comprometiéndose en la construcción del mundo que anticipa y prepara la Ciudad de Dios. Cada vocación se pone al servicio de la humanidad para actuar el misterio de salvación manifestado en Cristo, modela la cruz en su propia vida componiendo la coordenada vertical con la horizontal, amor a Dios y amor al prójimo, contemplación y acción.
Estos planos o aspectos de la vocación, que pueden configurar diversos tipos o modos de contemplarla, tienen su centro y punto de unión en Cristo: la vocación es seguimiento radical de Cristo, vida nueva en su Espíritu, servicio a la Iglesia a imitación del Siervo fiel de Yahwéh, reconocimiento de su señoría cósmica, y protagonismo en la historia de la salvación llevada a cabo por Cristo. «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a si mismo [...] debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decido así, entrar en Él con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (RH 10).
Estos elementos, siendo comunes a toda vocación cristiana, tienen una particular resonancia en las denominadas «vocaciones peculiares»:
-a) Elección divina. Dios elige y predestina para «ser conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29), para ser hijos en el Hijo. Por pertenecer al ámbito del conocimiento divino, la elección constituye un misterio insondable: «La vocación es el misterio de la elección divina. "No me habéis elegido vosotros a mi, sino que yo os he elegido a vosotros [...] (Jn 15, 16)"» (Juan Pablo II, Don y misterio, Madrid 1996, 17). Un correcto planteamiento de la misteriosa relación entre predestinación y libertad exige huir de las concepciones opuestas de vida como destino ciego y de vida como casualidad. Descartada esta última por la fe, hay que poner atención en no caer en la primera concepción: Dios no juega con el hombre una partida de ajedrez conociendo de antemano los movimientos que éste realizará, ni impondrá así su voluntad siempre vencedora. Dios es un Padre que, por amor al hombre y al don de naturaleza más grande concedido -la libertad-, ha enviado a su Unigénito para revelar su plan de salvación y glorificación. Por su parte, el hombre no se sitúa ante un Dios lejano y ajeno a su existir, sino ante un Padre amoroso que, queriendo lo mejor para él, tiene previsto un designio personal e intransferible. Ese plan divino no ha de buscarlo el hombre en una mente eterna e inaccesible, sino en la historia de la propia existencia vivida en confiado diálogo con Él. Dios concede a la libertad un espacio grande: la predestinación no la elimina ni sustituye, la crea y le da sentido. Pero para afirmar el protagonismo de la libertad -es decir, la aceptación del hombre de la modalidad histórica en la que se concreta y realiza su filiación-, no hace falta negar la existencia de un designio divino eterno. Esta elección es, por tanto, eterna -desde siempre y para siempre: «porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29)-; gratuita, en el sentido de que precede cualquier mérito humano; y comporta una misión particular, una tarea en la historia de la salvación, cuyo contenido se determinará de acuerdo con las dotes recibidas y con la personal condición y estado de vida.
-b) Manifestación de la elección o llamada. En sentido estricto, la vocación es la manifestación en el tiempo y en la historia de esa elección divina. En el caso de los patriarcas, profetas y apóstoles, Dios llama directamente, pero lo habitual es que se sirva de mediaciones humanas, y utilice sucesos corrientes y factores como la familia y la educación cristiana. Casi nunca llama Dios con hechos extraordinarios, milagrosos, contundentes. Aunque el conocimiento -siempre genérico y en sus rasgos esenciales- de un plan de Dios pueda tener lugar en un determinado momento, la vocación no es, sin embargo, sinónimo de instante, de suceso inmediato, sino que adquiere los rasgos de una historia: implica tiempo y duración. La llamada es dinámica y progresiva ya que Dios no manifiesta de golpe todos los detalles de una vocación, sino que los va mostrando poco a poco con el paso de los años: cada situación y acontecimiento va escribiendo la vida del hombre y manifestando su vocación. «En verdad, no somos llamados una sola vez, sino muchas; a lo largo de toda nuestra vida Cristo nos está llamando (...); todos nos encontramos en permanente estado de llamada» (J.H. Newman, Parochial and Plain Sermons, VIII, Sermon 2, San Francisco 1987, 1569).
-c) Escucha y discernimiento de la vocación. Para que la llamada divina resuene en lo profundo del alma se requiere tener conciencia de estar siendo interpelado, y saber discernir su contenido con una certeza moral que difícilmente será absoluta y total, pues la evidencia racional deja poco espacio a la libertad del amor. La disponibilidad a la llamada interior del Espíritu es inseparable del diálogo habitual con Dios y de la sensibilidad a las necesidades de la Iglesia y del mundo. Las aptitudes o idoneidad para seguir un determinado camino, la rectitud de intención, las orientaciones y consejos en la dirección espiritual, y -en los casos que así se requiera- la aceptación por parte de la autoridad eclesiástica, son signos internos y externos que pueden corroborar la autenticidad de la vocación. «La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. [...] Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 45).
-d) La respuesta humana. Dios no deja de conceder las gracias necesarias -luz en la inteligencia y mociones en la voluntad- para que el hombre pueda discernir la llamada, decidir su respuesta, y llevar a cabo la misión encomendada. La respuesta a la iniciativa divina no deberla ser nunca fruto de la superficialidad y menos aún de un capricho cambiante. Esa respuesta tiene carácter de totalidad puesto que la vocación es omnicomprensiva, abraza la vida entera en todas sus facetas y duración: «la fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad» (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 46). Esto no significa que todas y cada una de las acciones del cristiano estén predeterminadas unívocamente por la llamada, como si la libertad consistiera en la mera aceptación de una voluntad divina que fuera siempre cognoscible, sino que cada una de las decisiones y acciones deben ser tomadas y vividas en la lógica de la vocación, unificando así la entera existencia cristiana. Otro aspecto de la respuesta -consecuencia del dinamismo y progresión de la llamada- es su carácter permanente: siendo la respuesta a la vocación un acto de amor a Dios, perseverar es permanecer en esa respuesta de amor, es fidelidad dinámica, ejercicio constante de la libertad para madurar la propia vocación y realizar el proyecto divino, que sólo conoceremos plenamente al entrar en la eternidad. La respuesta a la vocación constituye, por tanto, un compromiso personal que incluye la entrega a Dios del propio futuro.
Bibliografía
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V. Bosch