Magisterio de la Iglesia • Mal • María • Matrimonio • Ministerio • Ministerio petrino • Misión/Misiones • Misterio • Misterio pascual • Mística • Moralidad • Movimiento litúrgico • Muerte • Mundo
Siempre ha existido en la Iglesia una función de enseñanza vinculada a la autoridad pastoral, función de enseñanza a menudo llamada officium docendi. El término «magisterio» (magisterium) se refiere inicialmente a la autoridad del que es jefe (magister). Lógicamente, se ha aplicado a la tarea de enseñar hasta que, a partir de la función oficial de enseñanza, la palabra ha pasado a designar al órgano, el cuerpo de los pastores que tienen autoridad para ejercer esta función: el magisterio. Esta acepción, la más corriente hoy, no parece haber aparecido antes del siglo XIX.
En el sentido actual del término, la palabra «magisterio» designa, pues, el cuerpo jerárquico (el Papa y los obispos) que, en la Iglesia, tiene la misión de enseñar a los fieles con autoridad. La función magisterial es tan antigua como la Iglesia; pero su ejercicio ha conocido una larga historia y notables evoluciones.
Dos términos aparecen a menudo en el Nuevo Testamento, «proclamar/anunciar» (kerussô) y «enseñar» (didasko, didaskalia, didaché), ambos empleados con respecto a Jesús (Mc 1, 14.21) y a sus discípulos enviados por él en misión (Mc 6, 12; Mt 28, 20), y por san Pablo (1Co 1, 23; 1Co 4, 17): la proclamación conduce a la enseñanza. El vocabulario que designa a los ministros en el Nuevo Testamento repite a menudo a la misión de enseñanza, como lo prueba la trilogía de 1Co 12, 28 (apóstoles, profetas y doctores), completada por Ef 4, 11 (evangelistas y pastores). Los profetas, evangelistas y doctores remiten directamente a una función de enseñanza; los apóstoles y pastores más indirectamente. Esta función de enseñanza es la primera, y parece ejercida de manera colegial.
Los últimos libros del Nuevo Testamento dan prueba de una nueva preocupación, la de mantener la autenticidad de la fe frente a las desviaciones, contra los «falsos doctores» (2P 2, 1) y los que «enseñan otra doctrina» (1Tm 1, 3; 6, 3), frente a los «falsos profetas» (1Jn 4, 1). Hay «sectas» o «facciones» (haireseis: 2P 2, 1). Los ministros de Iglesia deben pues ejercer una función que tiene un doble objetivo: mantener la comunidad en la unidad de la fe y la caridad, y para eso guardarlo en la «sana doctrina» (1Tm 1, 10; 2Tm 4, 3), en la «fe sana» (Tt 1, 13). Esta vigilancia se ejerce para la guarda del «depósito» (parathéke: 1Tm 6, 20) transmitido desde el acontecimiento fundador. Es la tarea de vigilancia de la función episcopal (episcopé: Hch 20, 28), a la que responde el ministerio del obispo (epíscopos) (1Tm 3, 1-7). Se ve aquí que la tarea está incluida en las del pastor, que desempeña el primer ministerio en la Iglesia: la vigilancia, «estar en guardia», para la custodia del depósito, transmitida por la predicación apostólica desde el acontecimiento fundador. Véase la amonestación de Pablo a Timoteo (2Tm 4, 1-5).
Hay, pues, una doble función en lo que se llamará el magisterio: por una parte, el anuncio pastoral de la Palabra en nombre del Cristo y, por otra, el reglamento de este anuncio, la verificación de su autenticidad respecto at acontecimiento fundador y de la predicación original -de su ortodoxia-. La primera tarea es prioritaria y constante; la segunda está generalmente implícita, pero se impone en los tiempos de crisis.
Para los responsables de las Iglesias y los teólogos, se trata (a partir de los orígenes) de anunciar la fe y de defenderla en relación con los judíos y los paganos, y también de los adversarios del interior, es decir, de los cristianos que utilizan la Escritura según sus propios criterios de interpretación.
De los autores del final del primer siglo (Clemente de Roma, Didaché) brota una doble convicción: la Iglesia vive de la fe y de la doctrina de los apóstoles, en la que encontramos las palabras de Cristo; hay en la Iglesia hombres encargados, por sucesión de los apóstoles, de la función oficial de enseñanza. Esta convicción esencial se expresará con más precisión a partir de los siglos II y III por autores como Ireneo, Tertuliano u Orígenes.
Lo primero es, pues, la «fe» (pístis), la «Palabra», la enseñanza (Didaché), la «verdad», la «tradición» (en el doble sentido: activo -acto de transmisión-, y pasivo -objeto o depósito transmitido-. Los dos últimos a menudo van asociados al término de «regla»; Ireneo mencionará la «regla de verdad» (regula veritatis) o «el orden de la tradición» (ordo traditionis). Esta norma de verdad se concreta principalmente en la fórmula de fe, el credo, sin identificarse con ella. Implica otros elementos, como la enseñanza de los apóstoles y la sucesión de los obispos después de aquéllos, así como la conservación de las Escrituras.
La regulación episcopal es inseparable de este primer dato: hay en la Iglesia hombres encargados de la función oficial de la enseñanza, los obispos. Reciben su autoridad del hecho de pertenecer a una sucesión legítima que se remonta a aquellos a quienes los apóstoles confiaron las Iglesias; su sucesión es una garantía de autenticidad de la tradición recibida y enseñada. Esta convicción estaba presente en Clemente; y la desarrollaron Hegesipo y después Ireneo y Tertuliano. Ya, para Ignacio, el episcopado velaba por la unidad y la autenticidad de la fe. Para Ireneo, frente a los gnósticos que ignoran toda norma de fe, se trata de encontrar con toda seguridad la verdad del Evangelio, contra los que pretenden hacer una selección en el «canon».
El obispo es pues el signo y garante de la apostolicidad de su Iglesia, el que la mantiene en la tradición de los apóstoles. La cátedra episcopal (cathedra) es garantía de la norma de la verdad y del orden de la tradición. «Cathedra es el término que respondería a lo que llamamos "Magisterio"» (Y. Congar, «Bref historique», 101). Cipriano es el gran teólogo de la cathedra. Los obispos son, hasta cierto punto, los vicarios de los apóstoles que se sientan en sus propias cátedras: el episcopado es una realidad solidaria, colegial, en la comunión con la «cátedra de Pedro. La responsabilidad de la transmisión de la fe, de su enseñanza, de su regulación es competencia de los obispos. Pero los obispos siempre son considerados en la unidad que forman con su pueblo para constituir una Iglesia, que es el pueblo en torno a su obispo.
A partir de este fundamento, se accede a los elementos que seguirán siendo esenciales hasta el final del primer milenio de la historia de la Iglesia.
La misión de la enseñanza es sobre todo episcopal. Pero la experiencia puso de manifiesto que ningún obispo solo podía ejercer su doble misión de enseñanza y de regulación de la fe. De ahí la reunión de concilios (o sínodos) locales, a partir del final del siglo II, para mantener la comunión entre las Iglesias, cada vez que se planteaba un problema doctrinal o disciplinar. Estos concilios podrán ser ecuménicos a partir de Nicea (325).
En el corazón de estas relaciones de comunión entre las Iglesias, la sede de Roma desempeña su papel (véanle los testimonios de Clemente, Ignacio e Ireneo) como la clave de la comunión en la confesión de la verdadera fe.
El obispo expresa la fe de su Iglesia. Lo que el obispo enseña a su pueblo es la tradición apostólica que vive en su Iglesia, de la que da prueba cuando participa en un sínodo: él es el portavoz de la fe de su iglesia. Cuando vuelve de nuevo a su comunidad, le transmite la fe de la iglesia reunida.
La autoridad vinculada a la función episcopal es, pues, en primer lugar la guardiana del depósito que mantiene a la comunidad en la fe apostólica: su ejercicio es un acto de obediencia. La norma de fe ya no es «un principio formal de autoridad, sino lo que la Iglesia cree porque lo ha recibido de los apóstoles, y custodia gracias a la sucesión de los presbíteros» (ibid). No se va a justificar una afirmación de fe por la autoridad de quien la propone; se destaca que la autoridad la propone porque pertenece a la fe de siempre.
A partir del siglo IV, los concilios ecuménicos constituyen la figura privilegiada que toma el magisterio para regular la enseñanza de la fe frente a las herejías. Los obispos de Roma intervienen también. Las relaciones del concilio con el Papa ya son objeto de una interpretación divergente en Oriente y en Occidente. La concepción de la regulación de la fe, sin embargo, es la misma tanto si la ejerce el Papa como si lo hace el concilio.
La reunión del concilio tiene por objeto pronunciarse sobre una cuestión discutida; de ahí la elaboración de una fórmula o discurso interpretativo puesto al servicio de la confesión: «exposición de la fe» o «fe». El concilio entrega pues una enseñanza, al elaborar nuevas fórmulas; actualiza el contenido inicial de la fe en función de la crisis del momento, lo traduce al resolver el debate sobre el sentido que debe darse, en tal contexto cultural, a tal afirmación de la Escritura. El término «definición» expresa la decisión del concilio; constituye un acto de autoridad que vincula a los creyentes, pero con el fin de mantenerlos en la obediencia a la fe apostólica. Por último, el anatema que sanciona los cánones califica lo que se juzga incompatible con la fe de la Iglesia. Pero el sentido otorgado al anatema variará, en la historia, en función de la intención de los concilios.
Son sobre todo las Iglesias de Oriente las que han estado representadas en los concilios ecuménicos. De ahí la importancia (para la ecumenicidad) del criterio de la recepción por la Iglesia universal, como expresión de la comunión de todas las Iglesias, y testimonio de su fe común. Esta recepción ha podido tardar décadas, y raramente ha sido absolutamente universal (controversias). De ahí la importancia de la recepción por Roma y las Iglesias en comunión con Roma, como criterio esencial de ecumenicidad.
La autoridad de Roma (Clemente, Ignacio, Ireneo) es, en primer lugar, la autoridad de la Iglesia de Roma, guardiana de la tradición al mismo tiempo que de las tumbas de los apóstoles y mártires Pedro y Pablo, Iglesia en la que la tradición goza así de una garantía incomparable de apostolicidad y autenticidad. Esta Iglesia constituye, pues, un centro y una referencia para la comunión, aunque la traducción de este prestigio a términos jurídicos de autoridad se irá produciendo poco a poco. Con el tiempo, esta autoridad será, cada vez más, la del obispo de esta Iglesia, reconocido (en Roma en primer lugar, luego progresivamente en el resto de Occidente) como el «vicario» de Pedro, en quien Pedro, considerado como siempre vivo, se expresa y se pronuncia. «La concepción que se hace de la autoridad romana es esencialmente religiosa [...] en Mt 16, 18-19, no se refería tanto a la institución de un poder como a la comunicación de una gracia, la de la fe y en consecuencia de la salvación». Cuando se evocaba la figura de Pedro se pensaba en esta verdad del acercamiento religioso y salvífico. Este inmenso crédito del apóstol se inscribe en beneficio del obispo de Roma. Se lo traducirá un día en términos de poder: en Roma, este proceso ya ha comenzado; aún no está triunfando en el resto de la Iglesia «(Y. Congar, L’eccléslologie du haut Moyen-Âge, Paris 1968, 163). La autoridad del obispo de Roma, Inseparable de la apostolicidad de su Iglesia, se traducirá entonces, progresivamente, a términos jurídicos. Así pues, ya no se limitará a referirse a la tradición auténtica de la Iglesia de Roma; su obispo intervendrá en las controversias para la defensa de la fe recibida de los apóstoles, como un árbitro al que se ha encargado de una cuestión, y de la que después él mismo se hace cargo
El nacimiento de las escuelas de teología, más tarde universidades, se acompaña de la aparición de una nueva manera de hacer teología, la escolástica De ahí la gran autoridad conferida a los «doctores»; la manera «escolástica» de expresarse señala la enseñanza y el reglamento de la fe; la teología entra cada vez más en el dogma.
El término magisterium se impone, pero su sentido sigue siendo amplio: es «la situación, la función o la actividad de alguien que está en posición de magister, es decir, de autoridad en un ámbito determinado», que puede ser la enseñanza (Y. Congar, «Bref historique», 103). Para santo Tomás hay dos magisteria: el magisterio pastoral del prelado que tiene jurisdicción (magisterium cathedrae pastoralis) y el magisterio del doctor en función de su ciencia (magisterium cathedrae magistralis) (Quodlibet III, 9, ad 3). Se puede enseñar el Evangelio «por oficio de prelatura», o «por oficio de magisterio», como los maestros en teología (In IV Sent. D. 19, q.2, a.2, qa 2, ad 4).
El magisterio pastoral es, pues, una dimensión de la autoridad de la Iglesia. Cuando, a partir del siglo XII, se impone la distinción entre poder de orden y poder de jurisdicción, claramente la función magisterial de los obispos se sitúa del lado del poder de jurisdicción.
La referencia a los «textos magisteriales» sigue siendo muy reducida en la gran escolástica. Santo Tomás busca la atestación de un artículo de fe en los símbolos y en la tradición de las auctoritates, es decir, de los Padres, de los concilios antiguos y de los Papas: éstos son los testigos de la tradición, y no se trata de buscar en la tradición certificados que provengan del magisterio.
La convicción fundamental de la Iglesia, tal como se expreso a partir de la Antigüedad, sigue siendo el horizonte del pensamiento medieval (como más tarde del Concilio de Trento). Por las promesas de Cristo está garantizado que la Iglesia no fallará en su misión que es conducir a la salvación a las almas que están a su cargo En el amplio campo de la fe y de las costumbres, los papas y los concilios pueden pronunciarse con autoridad sin por ello querer hacerlo sistemáticamente de manera irreformable. En cuanto a la infalibilidad del Papa, no la enseñan ni los teólogos ni los canonistas; se admite comúnmente la posibilidad de un papa herético. La Iglesia de Roma es la que tiene garantía de no errar en la fe: la afirmación se refiere aquí a la sede (sedes), no al que la ocupa (sedens). Pero los teólogos del siglo XIII comienzan a concluir que el Papa, que tiene autoridad sobre el concilio que representa a la Iglesia, puede decidir de manera definitiva sobre las cuestiones de doctrina (así santo Tomás, S.Th., II-II, q.1, a.10). Al final de la Edad Media, en el momento de la crisis conciliarista, se afirmará expresamente la infalibilidad propiamente dicha del magisterio del Pontífice romano.
Como consecuencia de la Reforma, la Iglesia recurre en mayor grado a su autoridad para mantener su cohesión y su unidad. La Ilustración promueve la autonomía, o incluso la independencia de la razón con relación a la fe, y en consecuencia, un «magisterio» de la razón, al que la Iglesia opone el magisterio de la fe. Luego, la Revolución francesa y el siglo XIX, con su pretensión de «libertad», van a conducir a la Iglesia a condenar el «liberalismo».
En tal contexto, experimentado por la Iglesia como agresivo, el principio de autoridad, netamente doctrinal, se encuentra revalorizado, comenzando por el órgano que detenta la autoridad. En el siglo XIX es cuando se impone la acepción actual del término «magisterio», en el sentido de cuerpo de los pastores que ejercen con autoridad la función de la enseñanza. Se encuentra en Gregorio XVI a partir de 1835 (D. 2739); Pío IX la reanuda, por ejemplo en 1863 (Carta Tuas libenter, D. 2875, 2879).
El término «magisterio» surge al mismo tiempo que se desarrolla un nuevo género literario doctrinal: las encíclicas, género inaugurado en el siglo XVIII con Benedicto XIV, que vuelve a aparecer en 1832 con Mirari vos, y que va a convertirse en la expresión privilegiada del magisterio pontificio. Los Papas, que con Gregorio XVI y Pío IX utilizan las encíclicas para condenar (así Quanta cura, 1864, acompañando el Syllabus, D. 2890-2896 y 2901-2980), a partir de León XIII, con sus grandes encíclicas doctrinales, las van a utilizar para enseñar. Se trata aquí de un género literario cuya interpretación no es evidente. Una encíclica podría contener una definición dogmática, mientras que numerosas encíclicas permiten también a los Papas compartir consideraciones que no son propiamente de orden magisterial.
El magisterio viene pues a desempeñar un papel activo en las definiciones dogmáticas y en la formulación constante de la doctrina católica, a partir de mediados del siglo XIX. Se asiste así a un cambio en el equilibrio Escritura-Tradición-Magisterio: en sus orígenes, el Magisterio era la instancia que discernía auténticamente la tradición de la fe, obedeciendo a la fe apostólica; en adelante, se convierte en la que la determina con autoridad. La autoridad doctrinal de la Iglesia, en principio considerada principalmente como guardiana del depósito revelado, poco a poco se atribuye las funciones de intérprete de este mismo depósito: se pasa así de la attestatio o testificatio fidei a la determinatio fidei. Así se le atribuía al mismo tiempo que una responsabilidad mayor, una mayor libertad: por otra parte, este movimiento fue el que condujo a valorizar la autoridad guardiana e intérprete, hasta el punto de que se hable de «magisterio». La constitución del Vaticano I Dei Filius podrá así decir de la Iglesia que es «guardiana y maestra (custos y magistra) de la Palabra revelada» (D. 3012).
El acento pasa, pues, de la tradición transmitida al órgano encargado transmitir. La evolución histórica, en la época moderna, lleva a distinguir entre lo que entonces se llamó «tradición pasiva», es decir, el contenido de la tradición (el quod) y la «tradición activa», el órgano encargado de proteger, transmitir y proponer esa tradición (el quo: el «magisterio). Entre los siglos XVI y XIX se fue valorando cada vez más este último, hasta el punto de que parece reducirse la tradición al magisterio. La preocupación por defender la verdad condujo a hacer hincapié en la autoridad que la proponía. El papel de la autoridad se vio elevado al de regla próxima e inmediata de la creencia. La autoridad de la verdad enunciada tendió a provenir más de la legitimidad de la autoridad enunciadora que del contenido del enunciado y de su vínculo con la tradición. Más que el mensaje transmitido (traditum), es el órgano transmisor (tradens) (lo que se llamó, a partir del comienzo del siglo XVIII, la Iglesia docente) el que se convirtió en norma de autoridad y verdad. Y. Congar menciona «el paso de una primacía del contenido de verdad, que toda la Iglesia tenía la gracia y la misión de guardar, a la primacía de una autoridad» («La "réception" comme realité ecdésiologique», en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 56 [1972), 392). Los teólogos posteriores a Trento llevaron a cabo el paso de una concepción de la tradición como contenido y como depósito recibido de los apóstoles, a la de la tradición considerada desde el punto de vista del órgano transmisor, que residía sobre todo en el magisterio de la Iglesia. La lucha contra el jansenismo, que pretendía oponer Escritura y tradición antigua a esta «tradición viva» tuvo algo que ver en ello.
Con los apologetas de la Contrarreforma, el magisterio se convirtió en el elemento decisivo y, en el sentido técnico de la palabra, formal de la tradición. «El magisterio ya no se refiere, como un servicio, a una tradición objetiva que le viene dada, sino que él mismo es su fuente» (W. Kasper, «Liberté scientifique de la théologie et référence obligée au magistère», en La théologie et l'Église, Paris 1990, 68). El magisterio y la teología ya no son los que se refieren, cada uno según su estilo propio, a una tradición que se impone tanto al uno como a la otra. El magisterio se convierte en la mediación única y obligada para la teología. Este estado de cosas fue legitimado por el principio enunciado en la Humani generis: el magisterio «debe ser para todo teólogo, en materia de fe y de costumbres, la norma próxima y universal de verdad» (D. 3884). Si el magisterio es la norma próxima de la fe, la tradición ya no es más que la norma remota, la norma distante: se admitía tal vocabulario desde el giro operado en los siglos XIX y XX.
Desde hacía tiempo se distinguía entre la fe como conocimiento (fides quae) y la fe como modo de adhesión (fides qua); pero se recordaba también que estas dos dimensiones de una misma realidad no debían separarse. Se viene a considerar la fe, no en primer lugar como principio de conversión y de salvación, sino como conocimiento, y en consecuencia, como conocimiento recto, es decir, como ortodoxia. Se hace hincapié en el testimonio de la Iglesia, que ya no es sólo la depositaria cualificada de la revelación, sino que se convierte en el motivo de la aprobación de la fe. Como consecuencia de tal evolución se puso en primer plano, en la adhesión de los fieles, el valor de obediencia: la obediencia es la que va a tenerse en cuenta, más que la realidad, más antigua, más rica en significados teológicos y eclesiales, de «recepción».
Si se compara la situación que prevaleció entre el Vaticano I y el Vaticano II (situación obviamente preparada en los siglos anteriores) con la de la Iglesia del primer milenio, se constata que, inicialmente, lo que prevalecía era el testimonio de la fe y la tradición de la Iglesia que se imponía de forma particular a los concilios que tenían conciencia de no hacer más que testimoniarla. A continuación es el propio concilio (en el Vaticano I) o el Papa (es decir, una persona, y ya no una asamblea) el que va a formular, con sus «definiciones», la fe de la Iglesia.
La concepción del magisterio que se desarrolla en el siglo XIX se revela así solidaria de la evolución de las ideas que llevan a la exaltación de la autoridad, a la infalibilidad pontificia que aparece como expresión de la soberanía. Sin embargo, no se debe interpretar el dogma del Vaticano I (capítulo IV de la Constitución Pastor Aeternus, D. 3065-3075) a la única luz de los discursos teológicos dominantes en el siglo XIX (cf. H.J. Pottmeyer, Le rôle de la papauté au troisiéme millenaire, Paris 2001). En una definición de gran precisión, el concilio rechaza todo procedimiento que haga depender el ejercicio de la infalibilidad de una instancia exterior al papado (sentido de la fórmula ex sese, non ex consensu Ecclesiae); no niega, sino que, por el contrario, implica que la fe así declarada no puede ser sino la de la Iglesia. El dogma de 1870 puede y debe ser comprendido en la línea de la tradición de la Iglesia.
Esta evolución debe ser resituada en un contexto que la explique. Entre el siglo XVI y el principio del XX, con la Reforma, la Ilustración y las sociedades resultantes de las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, la Iglesia se encontró enfrentada a una serie de retos, en particular, al de salvaguardar tanto su unidad, en torno a la Sede de Pedro, como la pureza de su fe, la fe de Pedro y de los apóstoles. La antigua concepción de la función magisterial, concebida como simple guardiana de lo revelado, sin duda ya no permitía responder a los retos de la sociedad moderna. Era necesaria una concepción más activa del papel de la Iglesia. No deja de ser cierto, sin embargo, que algunos desarrollos eran portadores de derivas. La prueba es que el Concilio Vaticano II quiso expresamente reequilibrar una serie de realidades: son decisivos a este respecto Lumen gentium 12 (carácter fundamental de la infalibilidad del conjunto del pueblo de Dios) y Dei Verbum 10 (la autoridad del magisterio de la Iglesia, que se ejerce en nombre de Jesucristo, está al servicio de la Palabra de Dios).
No puede pues pensarse el magisterio teológicamente si se elige entre la autoridad y la comunidad, o entre la apostolicidad del ministerio y la apostolicidad de la doctrina. Igualmente, los datos escritos de la tradición deben considerarse al mismo tiempo que el «magisterio vivo». La consideración del conjunto de estos criterios, a veces desgraciadamente separados en la modernidad, debe garantizar las bases de una sana reflexión teológica, precisamente aquélla de la que el Vaticano II ha querido indicar las líneas esenciales.
BibliografíaY. CONGAR, «Pour une histoire sémantique du terme "magisterium"», Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 60 (1976) 85-98; «arel historique des formes du "magistére" et de ses relations avec les docteurs», ibid., 99-112 (recogido en: Y. CONGAR, Église et papauté, Paris 1994, 283-298, 299-315). GROUPE DES DOMBES, Un seul Maitre». L'autorité doctrinale dans I'Église, Paris 2005. W. KASPER, «libertad evangélica y ligazón dogmática en la teología católica», en Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 55-93. T. LÓPEZ, «"Fides et mores" en Trento», Scripta Theologica 5 (1973) 175-221; «"Fides et mores" en la literatura medieval», Scripta Theologica 8 (1976) 57-109. B. SESBOÜÉ y Chr. THEOBALD (dirs.) La palabra de la salvación IV, Salamanca 1997.
J.F. Chiron
En la Iglesia viven, como aspectos hondamente relacionados de su ser, un culto, una doctrina y un gobierno. Son las tres dimensiones que, inseparables unas de otras, forman la Iglesia de Jesucristo tal como se manifiesta y despliega de modo visible en el mundo. Estos tres aspectos son esenciales en la vida de la Iglesia, y cada uno de ellos implica a los demás. Podría decirse que se relacionan entre si como el alma y el cuerpo lo hacen en el ser humano.
Bajo el culto se incluye el elemento orante de la Iglesia, que refleja la relación Espiritual y religiosa con Dios, hecha de adoración, impetración, petición de perdón y acción de gracias. En la liturgia celebramos el misterio cristiano, que confesamos en el Credo y vivimos en los mandamientos de la ley divina.
La oración y el culto litúrgicos son inseparables de la doctrina cristiana, que se resume en los credos de la Iglesia, se enseña con autoridad por el Papa y los obispos en comunión con él, y se desarrolla en el tiempo con ayuda del oficio que desempeñan los teólogos.
Vinculado al culto y a la doctrina se encuentra el gobierno pastoral de los fieles cristianos, que forman un cuerpo visible en el mundo, y necesitan orientaciones y normas de conducta que les ayuden a vivir el Evangelio en la sociedad donde habitan.
El aspecto de la Iglesia denominado doctrinal, distinto al cultual y al de gobierno Espiritual de los fieles, incluye tanto el magisterio como la actividad teológica.
La Iglesia ejerce su tarea docente o magisterial por voluntad de Jesús, que según la Sagrada Escritura y la teología cristiana es profeta, rey y sacerdote. «Cristo ejerció su oficio profético al enseñar y predecir el futuro, como hizo en el sermón de la montaña, en sus parábolas, y en su profecía sobre la destrucción de Jerusalén. Realizó su obra de sacerdote al morir en la Cruz, como un sacrificio, y cuando consagró el pan y el cáliz para que fueran un banquete Espiritual relacionado con ese sacrificio, y cuando ahora intercede por nosotros a la diestra del Padre. Se manifestó finalmente como rey al resucitar de entre los muertos, al ascender al cielo, enviar su Espíritu de gracia, convertir las naciones y formar su Iglesia para acogerlas y gobernarlas» (J.H. Newman, The Three Offices of Christ, Sermons on Subjects of the day, London 1879, 53).
En estos tres oficios, Jesucristo representa para nosotros a toda la Trinidad, porque en su carácter propio es sacerdote, en cuanto a su Reino lo tiene del Padre, y en cuanto a su oficio profético y magisterial lo ejercita por el Espíritu.
El magisterio doctrinal es precisamente el ejercicio de la función docente que la Iglesia tiene encomendada. Puede definirse como la actividad de enseñanza y custodia que los titulares de la autoridad de la Iglesia realizan en ella sobre el depósito de la fe y su desarrollo a lo largo del tiempo.
La enseñanza y protección de la fe recibida es en la Sagrada Escritura una actividad esencial de la Iglesia de Jesucristo. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 18-20). La misión que Jesús confía a sus apóstoles y discípulos incluye claramente la función de enseñar. La verdad cristiana, su asimilación y su difusión, es el principio orientador de la actividad magisterial, como lo es también de la teología, que actúa en comunión con el magisterio.
El magisterio de la Iglesia se juzga necesario para conocer el contenido de la verdadera fe, e interpretarla adecuadamente. Las comunidades cristianas nacidas de la crisis religiosa del siglo XVI (luteranos, calvinistas, zwinglianos, anglicanos, etc.) afirman, en cambio, el principio del libre examen de la Sagrada Escritura, según el cual todo cristiano que lea atenta y honradamente la Biblia será capaz de conocer, con la ayuda del Espíritu Santo, las doctrinas necesarias para la salvación, sin la orientación de ningún magisterio.
Los anglicanos adoptan una postura más atenuada, y sostienen que la doctrina cristiana puede conocerse de modo completo a partir de los Padres de la Iglesia y de los concilios generales de los primeros siglos. Piensan que basta con aplicar la regla que considera de fe católica lo que ha sido mantenido y enseñado en todos los lugares de la Iglesia universal, siempre y por todos («quod ubique, quod semper, quod ab omnibus»).
El diálogo ecuménico desarrollado en los últimos años a partir del Concilio Vaticano II ha acercado las posturas de católicos y protestantes en esta cuestión. Tanto anglicanos como luteranos tienden a concebir el magisterio eclesial como un oficio regulador en las discusiones que tienen como finalidad aclarar la doctrina cristiana. Pero este oficio se encuentra para ellos casi al mismo nivel que el trabajo de los teólogos.
Este principio ha sido, sin embargo, matizado, y en parte corregido, en declaraciones recientes que aceptan una autoridad de enseñanza en la Iglesia (Grupo Luterano/Católico USA [1978], cf. Enchiridion Oecumenicum, Salamanca 1993, 2009), aunque no le atribuyen el alcance que posee en la doctrina y en la teología católicas.
Cualquier hombre o mujer cristiano puede enseñar su fe si tiene un conocimiento ordenado y suficientemente preciso de sus contenidos. Es lo que hacen de modo habitual los catequistas, los cristianos de cierta cultura que informan a otros con algún detalle acerca de la doctrina y costumbres cristianas, y los profesores de ciencias sagradas. Todos ejercen cierto magisterio, que deriva de su condición de bautizados y de la responsabilidad que les atañe en consolidar la fe cristiana dentro de la Iglesia, y difundirla fuera de ella.
Aquí hablamos del magisterio de autoridad, que es parte esencial del ministerio de quienes gobiernan la Iglesia. Un fiel cristiano enseña la doctrina llevado de la responsabilidad que nace de su vocación bautismal. Los miembros de la jerarquía eclesial han de enseñarla públicamente como tarea incluida en la misión pastoral para la que han sido ordenados.
El magisterio de la Iglesia puede ser ordinario y extraordinario.
a) El magisterio extraordinario o solemne (cf. Vaticano I, D. 3011) es el ejercido por un concilio ecuménico, o por el Papa cuando define ex cathedra una doctrina de fe. Definir una doctrina supone formular solemnemente un juicio que vincula a toda la Iglesia, y que debe ser aceptado por los fieles como parte de la revelación.
Ejemplos bien conocidos de magisterio extraordinario son las definiciones de la Inmaculada Concepción de María por Pío IX en 1854, de la infalibilidad del Romano Pontífice por el Concilio Vaticano I en 1870, y la definición de la Asunción de Nuestra Señora por Pío XII en 1950.
Los fieles aceptan estos actos solemnes como infalibles por la convicción de fe de que estas afirmaciones no pueden ser erróneas, dada la asistencia que el Espíritu Santo concede al Papa y al concilio. Estas definiciones se dicen por tanto «irreformables en si mismas» (D. 3074). Es decir, su valor religioso no depende de que sean o no sean aceptadas por la mayoría de los fieles (cf. LG 24).
Las definiciones papales se basan en la fe de la Iglesia. El Papa no posee una fuente independiente de revelación, y puede definir como dogma de fe solamente lo que se contiene en el depósito revelado.
El carisma, tanto papal como conciliar (el Papa es siempre cabeza del concilio ecuménico), para definir la doctrina cristiana no es la capacidad de conocer nuevos aspectos de la revelación que permanecerían ocultos al resto del pueblo cristiano. Es la capacidad de formular sin equivocarse lo que la Iglesia cree y sabe implícitamente.
El Papa y el concilio tienen siempre en cuenta las creencias de los fieles a lo largo y a lo ancho de la Iglesia. Pero no necesitan el consenso o la aceptación previa de los cristianos antes de proceder a una definición dogmática.
b) El magisterio ordinario es el ejercido habitualmente por el Papa y por los obispos que se hallan en comunión con él. Siempre que un obispo se pronuncia sobre la fe y las costumbres cristianas, se presume que se encuentra en comunión con el Romano Pontífice, y que expone la doctrina de toda la Iglesia, aplicada a las circunstancias de su diócesis.
La distinción entre magisterio extraordinario y ordinario no coincide con la distinción entre magisterio infalible y no infalible, dado que, en determinados casos, la enseñanza ordinaria unánime de todo el colegio episcopal puede gozar también de infalibilidad.
La actividad magisterial más frecuente del Papa y de los obispos es la ordinaria.
Cada obispo diocesano es el pastor de todos sus fieles, y le corresponde respecto a ellos la responsabilidad y autoridad en la enseñanza de la doctrina cristiana. Ejerce sus funciones docentes oralmente o mediante escritos pastorales, y con la promoción de iniciativas catequéticas y educativas adecuadas.
La Carta apostólica Apostolos suos, sobre la naturaleza teológica y jurídica de las conferencias de obispos (21.V.1998) habla extensamente de la función doctrinal de éstas.
Indica que «los obispos reunidos en la conferencia episcopal ejercen juntos su labor doctrinal conscientes de los limites de sus pronunciamientos, que no tienen las características de un magisterio universal, aun siendo oficial y auténtico y estando en comunión con la Sede apostólica».
Cuando los obispos reunidos en la conferencia episcopal ejercen su función doctrinal, lo hacen en las reuniones plenarias. Organismos más reducidos como, por ejemplo, el consejo permanente o alguna de las comisiones, no gozan de autoridad para realizar actos de magisterio auténtico, ni en nombre propio ni en nombre de la conferencia.
La Conferencia Episcopal Española, que fue constituida por un rescripto de la Sagrada Congregación Consistorial en octubre de 1966, difunde a partir de 1974 importantes documentos sobre fe y moral. Se cuentan entre ellos los del aborto (1974), la estabilidad del matrimonio (1977), la eutanasia (1986), la sexualidad y su valoración moral (1987), el teólogo y su función en la Iglesia (1989), la actualidad de la Encíclica Humanae vitae (1992), algunos aspectos de la catequesis sobre la revelación cristiana y su transmisión (1992), etc. (cf. Conferencia Episcopal Española, Fe y Moral: Documentos publicados de 1974-1993, Madrid 1993).
c) El Sínodo de los Obispos fue instituido por Pablo VI en 1965. No es propiamente un órgano directo del magisterio, pero su función se orienta en esa dirección. Es definido como «una asamblea de Obispos escogidos de entre las diversas regiones del mundo, que se reúnen en determinadas ocasiones para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos, ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo» (CIC, c. 342).
El Sínodo es siempre convocado y presidido por el Papa, trata de las cuestiones que éste le ha propuesto previamente, y no dirime asuntos ni emite decretos, o documentos conclusivos. La Santa Sede publica un documento papal que reúne y ordena las principales orientaciones sinodales sobre los temas estudiados. Algunas exhortaciones apostólicas de gran alcance eclesial son fruto de estos sínodos, como, por ejemplo, la Evangelii nuntiandi, publicada por Pablo VI en 1975. Más recientemente se han publicado Ecclesia in Africa (1995) y Ecclesia in Asia (1999).
d) Aunque tanto el Papa como los obispos individuales no hablan infaliblemente en el ejercido de su función docente ordinaria, existen, sin embargo, condiciones bajo las que el magisterio ordinario del colegio episcopal puede gozar del carisma de la infalibilidad.
La Constitución Lumen gentium habla de tres condiciones: 1º) que los obispos mantengan el vínculo de unidad entre sí y con el Romano Pontífice; 2º) que hablen autorizadamente sobre una verdad de fe o de moral; 3º) que convengan todos en un solo criterio como el único que deba mantenerse de modo definitivo (cf. LG 25).
Un ejemplo es la doctrina de la Asunción de la Virgen durante el siglo anterior a su definición solemne como dogma en 1950. Hay también artículos del Credo de los Apóstoles que nunca han sido objeto de definición solemne, pero que son enseñados por el magisterio ordinario como doctrina de fe católica. Tal sería, por ejemplo, la creencia en la comunión de los santos.
Se puede situar en esta categoría de declaraciones la Profesión de Fe de Pablo VI, llamada también Credo del Pueblo de Dios. Esta profesión fue publicada por el Papa en junio de 1968, y en ella se declara auténticamente el sentir de todo el episcopado y de todos los fieles, «para dar un testimonio firmísimo de la verdad divina» (n. 7) (cf. C. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios, Madrid 1968, 40-45).
El Magisterio tiene como tareas guardar fielmente y declarar de modo infalible las doctrinas de la fe. Su misión no es acuñar nuevas doctrinas, sino ser el portavoz autorizado de la doctrina de Cristo.
El Concilio Vaticano I enseña: «No fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por la revelación de éste manifestaran una nueva enseñanza, sino para que, con su divina asistencia, santamente custodiaran y fielmente definieran la revelación transmitida por los apóstoles o depósito de la fe» (D. 1836).
El Espíritu Santo no añade nada nuevo a la predicación y doctrina de Jesús, sino que es enviado para ayudar a su comprensión y asimilación por los cristianos. Así también el magisterio no es una actividad innovadora ni independiente de la doctrina evangélica. No está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar lo transmitido. El magisterio escucha también devotamente la Palabra divina y extrae de ella todo lo que propone para ser creído y vivido.
El magisterio tiene, en primer lugar, la función de proteger y custodiar el depósito de la fe, para que a lo largo de la historia de la Iglesia no se altere ni se corrompa. Es ante todo una función de testimonio, actividad normal que se ejerce de modo continuo e incluso silencioso, en las circunstancias contingentes de la vida de la Iglesia (cf. Y. Congar, La fe y la teología, Barcelona 1970, 70-82).
La segunda función de definir doctrinas contenidas en el depósito revelado resulta necesaria en determinadas ocasiones, especialmente a causa de las cuestiones, incertidumbres y errores que aparecen en el transcurso del tiempo.
Los asuntos que ocupan a la actividad magisterial se extienden únicamente a las cuestiones de fe y moral. Éstas son el objeto directo y primario del magisterio cuando se contienen formalmente en el depósito revelado. Enseña la Constitución Lumen gentium que la infalibilidad de la Iglesia «se extiende a todo cuanto abarca el depósito mismo de la revelación divina» (LG 25).
El objeto secundario del magisterio son las verdades no reveladas directamente o por sí mismas, pero que se relacionan de tal manera con las reveladas que le seria Imposible al magisterio exponer éstas sin pronunciarse también sobre las primeras. Estas verdades conexas pueden no pertenecer a la revelación pero son necesarias para protegerla. Se incluyen en ellas, por ejemplo, juicios sobre opiniones filosóficas y sobre hechos históricos que pueden repercutir en la interpretación de un dogma.
Únicamente lo que está comprendido en el objeto primario puede ser definido como dogma de fe. Las cuestiones que caen dentro del objeto secundario pueden ser definidas como verdades, pero no para ser creídas con fe divina.
Se espera de todos los cristianos una aceptación obediente y respetuosa de las enseñanzas magisteriales. Hemos dicho ya que las definiciones solemnes deben ser recibidas como parte de la fe revelada.
Las enseñanzas papales y episcopales que constituyen el magisterio ordinario no poseen la misma fuerza vinculante, pero todas deben recibirse con una actitud de respeto y docilidad interior.
La Constitución Lumen gentium dice: «Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de verdad divina y católica. Los fieles tienen obligación de adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su obispo en materias de fe y costumbres, cuando las expone en nombre de Cristo» (LG 25).
Esta adhesión de la voluntad y del entendimiento se debe especialmente al magisterio del Romano Pontífice, aunque no hable ex cathedra. El Papa ejerce su actividad ordinaria de enseñar mediante encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas, discursos y otros documentos e intervenciones dirigidos a toda la Iglesia. Lo hace también mediante la aprobación formal de documentos doctrinales que son publicados por la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Para valorar la importancia de un documento magisterial y el grado de vinculación que exige, han de tenerse en cuenta su naturaleza, la insistencia con que se proponga una misma doctrina, y las fórmulas y expresiones que use para enseñarla y recomendarla (cf. LG 25).
Junto a las declaraciones del magisterio extraordinario o solemne, originadas en los concilios ecuménicos y en las definiciones ex cathedra hechas por el Papa, la gran mayoría de los documentos magisteriales proceden del magisterio ordinario, realizado por el Papa y por los obispos en comunión con él.
Estos documentos son muy variados y encierran valor doctrinal diferente, aunque siempre orientador para la fe y las costumbres. Podemos mencionar los siguientes tipos de documentos:
a) Constituciones apostólicas. La más importante en los últimos decenios ha sido la Munificentissimus Deus, en la que Pío XII definió el dogma de la asunción de María (1.XI.1950). Dado que el Papa expresa claramente la voluntad de definir una verdad cristiana como parte del depósito revelado, este documento se puede considerar magisterio solemne.
Otra constitución apostólica de importancia es la que trata del valor de la penitencia individual (Paenitemini), publicada por Pablo VI en febrero de 1966. Esta clase de documentos contienen aspectos disciplinares y normativos, y equivalen a leyes de la Iglesia, cuyas disposiciones se motivan doctrinalmente.
En este apartado puede mencionarse también el Credo del Pueblo de Dios, publicado por Pablo VI en junio de 1968.
b) Encíclicas. Son los documentos de magisterio ordinario de primer rango. El término «encíclica» significa algo parecido a carta circular, y se usaba ya dentro de la Iglesia en el siglo IV. En el siglo VII comienza a emplearse referido a cartas papales. Su uso actual procede de finales del siglo XVIII. Las encíclicas comienzan a publicarse por los Papas de modo habitual a partir de Gregorio XVI (1831-1846). Son documentos de contenido doctrinal importante, si bien hay otros textos magisteriales que, sin llevar el nombre de encíclica, pueden contener doctrina de mucha trascendencia. Las encíclicas suelen ir dirigidas a todo el pueblo cristiano y no excluyen a los hombres y mujeres de buena voluntad, capaces de entender el mensaje de la Iglesia.
Han publicado encíclicas los papas Gregorio XVI (16), Pío IX (33), León XIII (48), Pío X (10), Benedicto XV (12), Pío XI (30), Pío XII (23), Juan XXIII (9), Pablo VI (7), y Juan Pablo II (14). Entre las encíclicas más importantes deben mencionarse Aeternis Patris (León XIII, 1879, restauración del tomismo en los estudios eclesiásticos), Libertas praestantissimum (León XIII, 1888, la libertad y el liberalismo), Rerum novarum (León XIII, 1891, la cuestión social y la situación de los trabajadores), Casti connubii (Pío XI, 1930, el matrimonio cristiano), Mystici Corporis (Pío XII, 1943, el Cuerpo místico de Cristo), Divino Afflante Spiritu (Pío XII, 1943, los estudios bíblicos), Mater et Magistra (Juan XXIII, 1961, desarrollo de la cuestión social), Ecclesiam suam (Pablo VI, 1964, el diálogo de salvación), Mysterium fidei (Pablo VI, 1965, doctrina y culto de la eucaristía), Humanae vitae (Pablo VI, 1968, regulación de la natalidad), Redemptor hominis (Juan Pablo II, 1979, al principio de su ministerio pontifical), Dives in misericordia (Juan Pablo II, 1980, la misericordia divina, segunda encíclica trinitaria), Laborem exercens (Juan Pablo II, 1981, el trabajo humano), Dominum et vivificantem (Juan Pablo II, 1986, el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, tercera encíclica trinitaria), Redemptoris Mater (Juan Pablo II, 1987, la Virgen Maria en la vida de la Iglesia peregrina), Redemptoris missio (Juan Pablo II, 1990, permanente validez del mandato misionero), Fides et ratio (Juan Pablo II, 1998, relaciones entre fe y razón).
c) Exhortaciones apostólicas. Son cartas papales a la Iglesia, de contenido exhortativo y doctrinal, y generalmente de finalidad práctica. Están destinadas, tanto como las encíclicas, a tener valor universal, pero el Papa no quiere rodearlas de la solemnidad de aquéllas. Una de las primeras exhortaciones apostólicas fue la publicada por Pío XII en noviembre de 1949, donde pedía oraciones para la paz en Palestina.
Pablo VI no escribió nuevas encíclicas después de la Humanae vitae (1968), pero publicó tres exhortaciones apostólicas de singular importancia: Marialis cultus (1974, sobre la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen), Gaudete in Domino (1975, sobre la alegría cristiana), y Evangelii nuntiandi (1975, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo).
Juan Pablo II ha publicado principalmente bajo este título los documentos Catechesi tradendae (1979, sobre la catequesis), Familiaris consortio (1981, matrimonio y familia cristiana), Reconciliatio et paenitentia, 1982 (la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy).
d) Cartas apostólicas. Destaca entre ellas la Maximum illud, de Benedicto XV. Publicada en 1919, es el primer documento papal moderno sobre las misiones. Deben mencionarse asimismo la Octogesima adveniens (Pablo VI, 1971, con motivo del 80º aniversario de la Rerum novarum) y Salvifici doloris (Juan Pablo II, 1984, sobre el sentido cristiano del sufrimiento).
e) Declaraciones papales. La más importante de los últimos tiempos con este título es la publicada por Juan Pablo II en octubre de 1976, acerca de la no admisión de mujeres al sacerdocio.
f) Discursos papales. Junto a los radiomensajes, eran muy frecuentes en el tiempo de Pío XII, que publicó textos señalados sobre la moral de la situación (1952), los límites morales de los métodos médicos (1952), personalidad y conciencia (1953) y el respeto a la intimidad de la persona (1958).
Numerosos discursos del Papa van dirigidos en ocasiones oficiales y de cierta solemnidad al Colegio Cardenalicio, cuerpo diplomático, congresos eucarísticos, simposios científicos, asambleas de tipo diverso, etc.
g) Otros documentos papales incluyen mensajes, homilías y sobre todo catequesis. Juan Pablo II ha adoptado la costumbre de desarrollar, en las audiencias que tiene los miércoles, temas doctrinales que son expuestos a lo largo de varias semanas y dan lugar a textos de cierta amplitud.
En estrecha conexión con el magisterio papal se encuentran las cartas e instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, así como las de otras congregaciones y consejos Pontificios. El primer organismo, denominado antes Santo Oficio, ha publicado en los últimos años importantes documentos sobre temas de dogmática y moral. Se cuentan entre ellos los de cuestiones de escatología (1979), ministro de la eucaristía (1983), aspectos de la teología de la liberación (1983, 1984), práctica del aborto (1974), cuestiones de ética sexual (1975), eutanasia (1980), respeto a la vida humana naciente (1987), meditación cristiana (1989), unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (2000).
Resulta patente que tanto por el volumen de documentos como por el alcance doctrinal y Espiritual de los asuntos tratados, el magisterio ordinario de la Iglesia encierra una riqueza inigualable de contenidos de verdad y de criterios y pautas de conducta, que sirven a los cristianos y a toda la humanidad.
La importante tarea que la teología desempeña en la vida de la Iglesia exige que los teólogos deban mantener una estrecha relación con el magisterio.
«La teología ha tenido siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda participar de manera fecunda en la misión profética de Cristo» (RH 19). La dedicación a la docencia e investigación teológicas supone participar de algún modo en el oficio profético del Señor y exige, por tanto, una actuación obediente a la Verdad que Él proclamó y proclama sin cesar a través de la Iglesia.
La eclesialidad de la teología y su conexión con la fe explican la vinculación de aquélla con la Iglesia y con su magisterio. Éste no es una instancia ajena a la teología, sino intrínseca a ella. Si el teólogo es ante todo un creyente, su labor habrá de permanecer vinculada a la fe eclesial.
El magisterio y la teología poseen una raíz y una finalidad comunes. Ambos se originan a partir de la revelación, recibida y conservada en la Iglesia por influjo del Espíritu Santo. Y ambos sirven al mismo fin, que es penetrar más profundamente, exponer, enseñar y defender el depósito de la fe revelada.
Teología y magisterio desempeñan, sin embargo, funciones y usan medios que son diferentes. La teología trata de investigar del modo más completo posible las verdades cristianas, dar a conocer a toda la comunidad eclesial los frutos de sus trabajos, y colaborar en la tarea de difundir y defender la doctrina que el magisterio enseña sobre la base de su autoridad.
El magisterio de la Iglesia es una instancia de carácter carismático, en la que brilla la testificación autorizada de las verdades de la Revelación y del modo de formularlas. En la teología domina, en cambio, la reflexión y análisis que deben conducir a la intelección y construcción científica de los datos. La labor teológica no es una simple ejercitación académica, y el teólogo se debe insertar hondamente en la comunidad creyente de la que procede, para aportar una luz reflexiva al testimonio de la Iglesia.
La teología necesita del magisterio para orientar su trabajo y protegerlo de posibles desviaciones. El magisterio necesita de la teología para que las enseñanzas magisteriales adquieran forma orgánica y sistemática, y puedan ser respuesta a los interrogantes legítimos que formulan los fieles cristianos y todos los hombres que entran en contacto con la Iglesia.
Ambas funciones se complementan. Al Papa y a los obispos en unión con él compete la tarea de anunciar la fe y determinar la autenticidad de sus formas de expresión. En virtud de su ministerio episcopal, corroboran la misión de los teólogos y ejercen «una función reguladora» (Discurso de Juan Pablo II en Friburgo, 13.V1, 1984: Insegnamenti VII, 1, 1714).
El magisterio ha reconocido la libertad de investigación teológica y la legítima autonomía de los teólogos en el marco de la Iglesia (cf. GS 62; LG 37; CIC, c. 218).
BibliografíaU. BETTI, «L'ossequio al magisterio pontificio "non ex cathedra"., Antonianum 62 (1987) 423-461. J. COLLANTES, La de de la Iglesia católica, Madrid, 1983. W. KERN y F.J. NIEMANN, El Magisterio, El conocimiento teológico, Barcelona 1986, 192-237. G. SALA, «insegnamenti "fallibili" e assistenza dello Spirito Santo», en Rassegna di Teologia, 34 (1993), 516-543.
J. Morales
El mal es un hecho patente que adquiere multitud de formas. Se trata no solamente de un problema, sino de un misterio.
¿Cómo es posible que existan el mal y lo negativo en un mundo creado por Dios, y cuyas leyes y designios han sido establecidos por la sabiduría y la bondad divinas?
La cuestión del mal presenta hondos interrogantes de orden teórico y de orden práctico. Muchos se preguntan si la existencia del mal, que provoca tantos estragos morales y físicos en el género humano, es compatible con la existencia de Dios.
No son menos importantes los interrogantes de orden práctico. Porque el mal no existe en abstracto. Se halla siempre unido a sucesos que experimentamos aquí y ahora, o que otros han experimentado antes. El hombre y la mujer se preguntan cómo puede sobrellevarse mejor, y qué medios existen para aliviado.
«Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la contestación» (CCE 309).
Las soluciones dualistas defienden la existencia de un principio sustantivo ontológicamente malo, que sería la causa y la raíz de todas las desgracias y sufrimientos esparcidos por el universo. El mal es en esta concepción un eficaz competidor de Dios que actúa en un plano de igualdad con Él. Se habla así del bien y del mal como dos principios reales y antagónicos.
Los sistemas dualistas poseen un origen muy antiguo. Se remontan por lo menos a la religión predicada en Persia, varios siglos antes de Cristo, por un personaje legendario llamado Zoroastro o Zaratustra. Al hablar de dos principios de la realidad, Zoroastro se refería a la existencia de dos hipóstasis -una del bien, y otra del mal-, dotadas ambas de verdadera consistencia ontológica. Concepciones semejantes para explicar lo negativo, se encuentran también en las religiones de Egipto, Grecia y Mesopotamia.
El dualismo radical se desarrolla durante la era cristiana en las ideas de Marción y de los maniqueos, que hablan de dos principios del ser perfectamente definidos y excluyentes.
Existe un dualismo mitigado, defendido por el gnóstico Valentín y más tarde por los cátaros del siglo XIII, que admite la existencia de un creador inferior o demiurgo, arconte o ángel, surgido del caos o creado por Dios, y responsable de los niveles inferiores del psiquismo humano, de la corporeidad y de la estructura y disposición visible del mundo.
La filosofía religiosa del budismo, surgida en áreas culturales y geográficas muy diferentes a las anteriores, enseña que el origen del mal se encuentra en el deseo de la propia existencia. El mal se sigue directamente de la individuación. El contemplativo budista trata de suprimir el propio ser como algo separado, hasta que pueda disolverse en la nada (nirvana).
La Biblia se ocupa en sus mismos comienzos de la cuestión del mal, y habla profusamente del dolor humano. El autor sagrado desea determinar el origen del mal y de lo negativo en el universo, y el sentido del dolor en la existencia de la humanidad.
El relato de la caída de Adán y Eva (Gn 3) quiere mostrar con lenguaje simbólico que el mal y el dolor no han venido de Dios, sino de la libertad humana. No son una imperfección o un límite de la creación, sino consecuencia de una opción libre del hombre.
La polaridad entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el pecado y la amistad con Dios, entre la salud y la enfermedad, no responde a una simetría cósmica ni a una necesidad fatal, ni a la acción creadora de Dios, sino que tiene que ver con la historia y con el ámbito de la libertad humana.
La Sagrada Escritura se pregunta con frecuencia acerca del sufrimiento del hombre justo, y el autor sagrado parece sorprenderse de la prosperidad de algunos impíos. En el salmo 73 leemos: «Por poco se me extravían mis pies, y nada faltó para que mis pasos resbalasen, al sentir celo de los insensatos, y ver la paz de los malos».
Estas ideas se desarrollan dramáticamente en el libro de Job, que es el lugar bíblico donde se trata con mayor extensión el tema del dolor y del sufrimiento inocentes. Job es un hombre justo que padece por permisión divina todas las formas posibles de dolor: dolor físico, sufrimiento mental, angustia por la caducidad de la vida, temor ante la muerte, desprecio e incomprensión de familiares y amigos, y oscurecimiento de las relaciones con Dios. Job busca el sentido del dolor, pero no consigue encontrarlo.
Al contestar a Job, el Señor hace ver a su siervo doliente las maravillas del universo, en el que se manifiestan armónicamente el poder y la sabiduría divinos.
Job aprende que el sentido del sufrimiento es el misterio mismo de Dios, y que el mal/dolor no es sino el misterio del hombre pecador con Dios. El mal/dolor no se puede propiamente «comprender» en sí, y no serviría de mucho comprenderlo. Lo que importa es encontrar en el misterio de Dios que quiere salvar al hombre la razón para vivir también en el sufrimiento, sin dimitir de la vocación de hombre.
El libro de Job no nos ofrece una definición del mal o del dolor, e incluso parece que se le niega al que pregunta el derecho mismo de formular una demanda semejante. La acusación implícita contra Dios por permitir el mal es devuelta y se transforma en una acusación explícita contra el hombre. Este llamativo vuelco de la situación hace desaparecer, por así decirlo, el problema de la justificación de Dios, y en su lugar aparece la cuestión de la justificación del hombre pecador.
Job ha obtenido al final la experiencia no buscada de un encuentro personal con Dios, de incalculables consecuencias para comprender su propia situación. «Sólo te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5). Ante la alternativa de que todo sea absurdo o todo alcance un sentido en el misterio de Dios, Job cree comprender que el mundo se halla tan cargado de mal, que debe existir necesariamente un Dios bueno.
Gran interés encierran para la cuestión del mal y del dolor los cantos del siervo de Yahwéh, recogidos en Isaías Is 42, 1-9; Is 49, 1-6; Is 50, 4-11; y Is 52, 13-53, 12. La figura del siervo doliente representa a un misterioso personaje que satisface vicariamente, con su sufrimiento, por los pecados de toda una colectividad. El siervo representa al pueblo de Israel, y es al mismo tiempo figura de Cristo.
«Por sus sufrimientos mi siervo justificará a muchos y cargará sobre sí las iniquidades de ellos». «Él llevaba los pecados de muchos e intercedía por los malhechores». No será a través de la violencia o del triunfo humano, sino a través del sufrimiento expiatorio como el siervo llevará a cabo su mediación salvífica a favor de Israel y de toda la humanidad. Los padecimientos de este hombre de dolores no serán inútiles, sino que, por el contrario, se convertirán en fuente de salvación para los demás, para todos los pecadores y para la muchedumbre de los paganos.
La idea de un sufrimiento vicario o sustitutivo reaparece de nuevo en la época de los Macabeos (siglo II a.C.). La teología del martirio elaborada durante estos años habla de las tribulaciones, sobrellevadas en fidelidad a Dios, como sacrificios de expiación (cf. Dn 3, 40), y súplicas para que cese la ira divina provocada por el pecado.
El Antiguo Testamento no concibe el dolor en términos puramente ascéticos, es decir, como sufrimiento buscado a fin de lograr la perfección moral y demostrar la devoción a Dios. Pero no existe un sufrimiento sin sentido. Todo dolor creyente es aceptado por Dios, integrado dentro de sus designios salvadores, y valorado misteriosamente a favor del hombre.
El hecho de que todos los grandes personajes bíblicos (Abrahán, José, Moisés, Noemí, Elías, Amós, Jeremías, Ester, David, etc.) hayan conocido sufrimientos, desilusiones y fracasos ilumina de modo muy realista el lugar y el significado del dolor en los planes de Dios.
El pensamiento filosófico se ha preguntado con frecuencia acerca de la naturaleza del mal. Esta búsqueda logra con el neoplatonismo respuestas precisas. Paralelamente a la actividad de Plotino, el apologista Orígenes es con toda probabilidad el primer teólogo cristiano que investiga la ardua cuestión del carácter del mal y de lo negativo en la creación.
Orígenes apunta ya hacia lo que será la solución teórica que adopta muy pronto la teología cristiana, al afirmar que el mal absoluto o el mal como hipóstasis no existe, y que el mal, siempre relativo, es carencia parcial de bien: «Certum namque est malum bonum carere» (De Principias 2, 9, 2.).
San Gregorio de Nisa avanza considerablemente en la formulación de esta doctrina. Su pensamiento depende en alguna medida de las ideas de Plotino, que defiende vigorosamente el llamado principio de exclusión, según el cual nada existe aparte o fuera de las tres hipóstasis perfectas (Uno-Inteligencia-Alma). El mal no es en modo alguno una hipóstasis separada, como afirmaban los gnósticos.
El Niseno insiste en que el mal es pura ausencia de bien, y dado que el ser es idéntico al bien, el mal ha de concebirse como puro no-ser. La maldad que se opone a la virtud, y la ceguera que se opone a la vista no son algo propio de la naturaleza, sino la privación de cualidades anteriormente poseídas. Esta no-existencia del mal es, sin embargo, una no-existencia en un existente. El mal es así para san Gregorio un no-ser que existe de algún modo. Si no posee hipóstasis o sustancia, tiene, no obstante, una sombra de existencia, en la medida en que la ausencia y la privación son una realidad.
San Agustín desarrolla su doctrina a partir de la idea de la mutabilidad y carácter corruptible del ser creado, y a la convicción de que el agente primario de esta corrupción es la voluntad libre (cf. J. Jolivet, Le probléme du mal d'aprés Saint Áugustin, Paris 1936, 40 ss.). La cuestión del mal se halla profundamente vinculada para el Obispo de Hipona con el gran tema metafísico de la libertad humana, que es considerado siempre en el marco de la libertad divina y sus decisiones salvadoras.
La experiencia temprana y cotidiana del mal en sus múltiples formas, vivida en el curso de una juventud azarosa, es la materia prima de la reflexión especulativa agustiniana en torno a esta gran cuestión de la existencia. La reacción de Agustín contra el dualismo de los maniqueos, y la propia epistemología neoplatónica que había adoptado son el fundamento de su doctrina del mal como privación. El marco general de sus afirmaciones está constituido por una teología de la creación en la que todos los seres ontológicamente son buenos, por reflejar la bondad divina.
Apoyado en las ideas del neoplatónico Proclo (siglo V) y en la tradición cristiana anterior, Dionisio Areopagita resume la doctrina del mal, en las siguientes tesis: a) dado que todos los seres provienen del bien y participan en él, el mal absoluto no existe ni puede producir otros seres; b) el mal relativo es carencia parcial -no total- de ser; c) el mal no se halla en los seres materiales ni en los ángeles; d) se halla en los demonios como ausencia de bien; e) no se halla en la naturaleza ni en la materia en cuanto tal.
Santo Tomás de Aquino acepta y desarrolla las nociones patrísticas, y las expone dentro de su sistema de ideas.
El mal no es para él lo contrario de un bien, sino su privación. Dice santo Tomás: «... el bien y el mal no se oponen como la privación y la posesión [...] El mal, en tanto que mal, no es una realidad en las cosas (aliquid in rebus), sino la privación de un bien particular: es inherente a un bien determinado y concreto» (De Malo 1, 1, ad 2.)
Cuando algunos oponen el bien y el mal moral como contrarios quieren decir que el mal moral es un bien parcial bajo el cual se encuentra disimulado un mal, que es como un bien aparente que desvía del bien verdadero. El mal nunca se desea como mal, sino como bien. «El fin del intemperante no es perder el bien de la razón, sino una delectación desordenada del sentido. Así pues, no es en cuanto mal, sino en razón del bien que se procura, como el mal representa en moral una diferencia constitutiva» (S.Th., I, q.48, 1 ad 2).
Las consideraciones de orden metafísico aclaran algunos aspectos del problema del mal, pero no lo agotan ni explican de modo satisfactorio todas las cuestiones que el mal y el dolor suscitan a la mente humana. El mal existe ciertamente sólo dentro del bien. Es negación, privación, mutilación. Existe únicamente a través del mismo bien que deforma.
Pero la estructura del mal es antinómica Porque este defecto es un vacío que devora seres, y desata una enorme energía destructiva.
Es evidente, por tanto, que el mal no es una simple cuestión filosófica ni ética, y que en el simple plano de una moralidad natural no es posible superar la convicción, o al menos la sospecha, de una correlación de fuerzas entre el mal y el bien. El problema del mal sólo adquiere su verdadero carácter y adecuadas proporciones en el plano religioso, donde descubrimos su naturaleza de oposición a Dios, que es su raíz y su sentido más hondo.
Si hemos de entender el mal como algo originado en una elección desgraciada, hay que añadir que no fue, propiamente hablando, una elección entre el bien y el mal, porque el mal no existía aún como una posibilidad teórica. Fue por parte del hombre libre una elección entre él mismo y Dios, entre la autoafirmación y la obediencia. De ahí deriva que, en sentido estricto, el mal sea cuestión de agentes personales y libres, y que existe sólo en sus creaciones y en sus actos. El mal cósmico y físico se origina a partir de esa actividad, aunque también deriva en parte de la contingencia de los seres creados.
«La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal» (CCE 272). En la filosofía antigua encontramos ya formulada la siguiente objeción: ¿No debería un Dios bueno y omnipotente haber creado un mundo exento de mal? Si no podía, le falta poder. Si no lo ha querido, le falta bondad. Se ve así una contradicción en la coexistencia del mal y de un Dios todopoderoso y bueno, y se concluye que debería eliminarse uno de los términos: o existe el mal, o existe Dios.
Esta argumentación ha sido reiterada modernamente por el filósofo empirista inglés David Hume, y aparece también formulada artísticamente por el personaje dostoieskiano Iván Karamazov. El intelectual Iván, uno de los tres hermanos Karamazov, expone ardientemente la opinión de que el sufrimiento de un ser inocente contradice de modo radical la idea de un Dios que sea simultáneamente bueno y poderoso,
No solamente los hombres que dejan a la incredulidad entrar en alguna medida dentro de sus almas, sino también los creyentes sinceros, se preguntan «cuál es la razón por la que Dios concede tan amplísimo permiso para que los peores hombres torturen a sus semejantes». Desde antiguo se han ensayado diversas respuestas que han buscado y buscan esquemas racionales que puedan esclarecer la cuestión del sentido del mal y del dolor en los términos más abarcantes. Casi todas las explicaciones suelen partir de una actitud fundamental, que radica en la necesidad de sumisión personal al orden social y cósmico, como objetivo que trasciende al individuo.
La visión cristiana del dolor y su significado se plantea con más amplitud y hondura. «¿Por qué no creó Dios un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal?» En su poder infinito, Dios podría siempre haber creado algo mejor (cf. S.Th., I, 25, 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo en estado de vía hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico también el mal físico, mientras que la creación no haya alcanzado su perfección (CG III, 71). Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede obtener un bien de las consecuencias de un mal» (CCE 310, 312).
La tradición de la Iglesia Insiste en la Idea de que el mal, derivado de la libertad humana y de la imperfección y contingencia del mundo material, es permitido por Dios con fines providentes. Los males no causan bienes, ni se pueden cancelar especulativamente mediante esquemas interpretativos de orden puramente intelectual, pero son ocasión de bienes. Dios no pretende el mal, pero éste no escapa a la providencia divina que lo conoce y lo rige. Observa así san Agustín que Dios ha preferido sacar bienes de los males a no permitir la existencia de males en absoluto. El Señor ordena el mal a un bien mayor, aunque no siempre podamos señalar cuál sea ese bien.
Esta teología del mal no hace desaparecer la injusticia y el dolor, pero se toma muy en serio el sufrimiento humano. Otra cosa resultaría ultrajante para el que sufre. Pero desde esta perspectiva lo negativo deja de tener la última palabra, al ser integrado en un orden providente, significativo y universal.
La descalificación de Dios y del orden creado, formulada por algunos a causa de la existencia del dolor, contiene algo de arrogante y orgulloso, porque generaliza en exceso y porque no tiene en cuenta que no todos los hombres -creyentes o no creyentes- se escandalizan ante el sufrimiento, o abandonan por este motivo la fe en un Dios poderoso y bueno.
Si no hubiera Dios o si Dios fuera el causante de un mundo cruel y sin sentido, el dolor sería mucho más doloroso de lo que ya es. Sería una palabra última y absurda en la existencia humana, y el hombre podría considerarse realmente desgraciado y víctima de un destino trágico e impersonal. Si hay Dios, el sufrimiento es, en último término, redimible. Los «holocaustos» del siglo XX, y otros anteriores que conocemos con menos detalle, han sido terriblemente trágicos, pero sin Dios lo serían todavía más.
Jesús se enfrenta directamente en el Evangelio con el mal y con el dolor humano, que conoce por experiencia propia y ajena. La predicación y la conducta de Jesús nos proporcionan las claves necesarias para interpretar el sufrimiento y para integrarlo en nuestra existencia. «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS 22).
Los evangelios nos muestran con gran frecuencia a Jesús de Nazaret en íntimo contacto con el sufrimiento de los hombres. Cualquier dolor físico, psíquico o moral es acreedor a su compasión. «Le traían a todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos, y paralíticos, y los sanó» (Mt 4, 24).
Jesús es el primero en practicar el gran mandamiento divino de la misericordia. «Me apena esta muchedumbre, porque hace tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer» (Mt 15, 32).
Jesús ejerce a favor del hombre doliente y pecador los poderes del Reino que llega en su persona. Las acciones del Señor son un signo de la victoria divina sobre el mal, y del encadenamiento de Satanás, que no es un dios del mal sino una criatura, por uno que es más fuerte que él.
Permanece, sin embargo, el misterio del dolor, que no desaparece sin más de la vida de los hombres justos ni es asociado únicamente con el pecado. «Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento, y le preguntaron sus discípulos: "Rabbi, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Respondió Jesús: "Ni él pecó, ni sus padres: ocurre todo para que se manifiesten en él las obras de Dios"» (Jn 9, 1-3).
Sin haber cometido pecado alguno, Jesús se abraza decididamente al dolor, por amor al Padre, y un exceso de compasión y solidaridad con los hombres. El Señor no pronunció discursos sobre el sufrimiento, pero sufre personalmente hasta la muerte de cruz a pesar de ser inocente.
La pasión de Jesús no es sino el último acto y la culminación terrena de una vida largamente experimentada en el dolor. El Señor supo mucho del sufrimiento en el curso de su existencia en la tierra. Aceptó el cansancio físico y se abrazó a la desilusión, conoció el desamparo, el abandono de sus discípulos y la traición. Experimentó sobre todo la cercanía del pecado, y el abandono misterioso del Padre en la cruz El sufrimiento corporal fue sólo una pequeña parte de su dolor, si tenemos en cuenta su agonía moral y las penas indescriptibles de su espíritu.
Jesús de Nazaret es verdaderamente el varón de dolores prefigurado en el siervo del que habla el profeta Isaías. No fue el pecado lo que principalmente exigió el sufrimiento de Cristo, sino el amor exuberante, libre y solidario de Dios, que ha querido acompañar al hombre que sufre.
El Evangelio contiene abundantes testimonios de las dificultades humanas para aceptar el dolor e introducirse gradualmente en su misterio. Son numerosas las ocasiones que nos muestran la incomprensión e incluso el escándalo de los discípulos. Los dos que iban a Emaús y se encuentran con Jesús hubieron de oír de sus labios una afectuosa y clarificadora reprensión: «¿No era necesario que el Cristo padeciera y entrara de ese modo en su gloria?» (Lc 24, 26).
BibliografíaA. BONORA, «Mal/Dolor», en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990. J. DANIELOU, L'origine du Mal chez Gregoire de Nysse, Diakonia Pisteos, Granada 1969, 33 ss. J. GALOT, «Le Mystére de la Souffrance», Esprit et Vie 101 (1991), 257265. Ch. JOURNET, El Mal, Madrid 1965. C.S. LEWIS, El problema del dolor, Madrid 1997.
J. Morales
El capítulo VIII de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II comienza -no sin una clara intencionalidad teológica- con el conocido texto cristológico paulino: «... cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, hecho de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4, 4-5). Toma, por tanto, como punto de partida de su exposición mariológica la esencial referencia de Cristo a la Madre y de la Madre a Cristo, enmarcada en el amplio panorama de la historia de la salvación. Por ello es verdaderamente significativo que el Concilio haya colocado todo ese capítulo bajo este expresivo título: «Sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia». Es evidente que con este título se quiere presentar una visión abarcante del misterio de Santa María, señalando que la Doncella de Nazaret, cuyo nombre es María, con su fiat (cf. Lc 1, 26) no sólo hizo posible el nacimiento de Cristo, sino que cooperó en forma excepcional a la salvación del mundo, y ocupa un lugar especial en la vida de la Iglesia.
Con esto se pretende hacer una síntesis de las dos perspectivas desde las que se ha contemplado a María a lo largo de la historia. Por una parte está la dimensión personal o individual que se centra en la contemplación de los privilegios únicos de su persona y de su misión singular en la obra salvadora de su Hijo; por otra, está la perspectiva universal o prototípica, donde se resalta la cercanía y la ejemplaridad de sus virtudes eximias con la vida de los cristianos.
Esta importancia del papel de la Virgen en la economía de la salvación fue captada desde el primer momento por la Iglesia naciente, reunida en torno a Ella en el cenáculo de Jerusalén (cf. Hch 1, 14), y fue atestiguada vigorosamente en los textos que con respecto a Ella encontramos en el Nuevo Testamento. Los primeros símbolos de la fe incluyen la mención de María como Madre de Jesús por obra del Espíritu Santo. Esta mención de Santa María en los símbolos no tiene una significación meramente anecdótica o circunstancial, sino que posee una fuerte carga intencional y reviste una importancia teológica de primer orden: se cita explícitamente a Santa María por su especial intervención en el misterio de la encarnación y, en relación con este misterio, por su papel único en la obra de la redención.
Como expresión y fundamento del modo en que Dios quería salvar a la humanidad, la venida del Redentor a este mundo tuvo lugar por el mismo camino que tiene lugar la venida de todo hombre: siendo engendrado por una mujer, de la que recibe no sólo la carne y la sangre, sino también la pertenencia al género humano y a un pueblo determinado. Gracias a Ella y junto a san José, El es el descendiente de David, el heredero del trono, el portador de las promesas mesiánicas, Aquel sobre el que descansa el Espíritu de Yahwéh (Lc 1, 32-36; Is 11, 1-3). La participación activa de la «mujer» en el misterio de la encarnación es algo positivamente querido por Dios hasta tal punto que no se puede captar el misterio de Cristo, si no se acepta también que la manera en que entró a formar parte del género humano fue encarnándose «por obra del Espíritu Santo» de Santa María Virgen.
Esta vinculación de María con todo el misterio de Cristo -el misterio de su ser y de su misión- es lo que condujo a la Iglesia a explicitar cada vez más la persuasión de que la Virgen tiene un papel singular y ocupa un lugar especial tanto en la obra redentora de su Hijo, como en la misma vida de la Iglesia que peregrina en la tierra. Este papel, de pleno servicio maternal al Redentor, caracteriza y distingue a María con respecto a las demás personas y es lo que constituye su vocación, es decir, la elección que, antes de todos los siglos, hizo Dios de Ella para ser la Madre de Jesús.
Se debe considerar al Antiguo Testamento como una prolongada y gradual preparación a la venida de Cristo. Todos los escritos veterotestamentarios se orientan y dirigen al Mesías, de tal manera que Él está presente en cada una de las páginas de la Biblia. Esta continua presencia de Cristo en toda la revelación se ha expresado mediante el aforismo Ubique de Ipso: está presente siempre y en toda la historia del pueblo elegido.
Ahora nos preguntamos si podemos afirmar lo mismo de María. Deseamos, por tanto, conocer si está preanunciada en el Antiguo Testamento, o si, por el contrario, su presencia se detecta sólo en los evangelios y demás escritos neotestamentarios.
Esta pregunta ha obtenido respuestas dispares entre los exegetas católicos. Para unos, María está ausente del Antiguo Testamento, o las alusiones a Ella son tan implícitas e indirectas que es imposible encontrar allí el menor esbozo de doctrina mariana. Por el contrario, otros afirman que la Virgen se encuentra, al menos, de forma indirecta en toda la Biblia, porque, si en toda ella se habla de Él, por la indisoluble unión entre el Hijo y la Madre, también se habla de Ella: Ubique de ipsa; es decir, si la Biblia es el libro de Cristo, debe ser a la vez el libro de María. Entre ambas soluciones se extiende una amplia gama de posiciones, que mantienen la existencia de pasajes del Antiguo Testamento donde se anuncia o se contempla a la Virgen Santísima.
Como la solución al problema no es unívoca, conviene que indiquemos previamente las premisas en las que se debe encuadrar la respuesta. Debe afirmarse, en primer lugar, que no era necesario, con una necesidad absoluta por parte de Dios, que María estuviera anunciada en el Antiguo Testamento; pero decidir sobre la oportunidad de una revelación anticipada de la Virgen es imposible sobre la base de suposiciones humanas. Por ello, es preciso acudir a los textos inspirados e investigar sobre la existencia de esa revelación.
El Concilio Vaticano II proporciona unas pautas clarificadoras para resolver esa cuestión. Dice así: «... los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la salvación, en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una revelación ulterior y plena, evidencian poco a poco, de una forma cada vez más clara, la figura de la mujer Madre del Redentor. Bajo esta luz aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (cf. Gn 3, 15). Asimismo, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cf. Is 7, 14, comp. con Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación» (LG 55). Se puede, por tanto, afirmar que estas tres perícopas se refieren a María en un sentido verdaderamente bíblico, y no sólo como acomodaciones marianas. Será ya cada texto en particular donde habrá de analizarse si María está presente según el sentido propio o pleno.
1º) Génesis 3, 15 (Gn 3, 15). «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza, mientras tú le herirás en el talón». Este versículo de la tradición yahvista fue considerado en la exégesis judía como un texto claramente mesiánico y así quedó reflejado en la versión de los LXX.
La mujer proclamada en este texto genesíaco, cabeza de «su linaje», es Eva en sentido literal inmediato, y en un sentido literal profundo y pleno es María, la Nueva Eva, cuya enemistad con la semiente se realiza «de dos maneras. Ella, aliada perfecta de Dios y enemiga del diablo, fue librada completamente del dominio de Satanás en su concepción inmaculada, cuando fue modelada en la gracia del Espíritu Santo y preservada de toda mancha de pecado. Además, María, asociada a la obra salvífica de su Hijo, estuvo plenamente comprometida en la lucha contra el espíritu del mal» (Juan Pablo II, Audiencia, 24.1.1996, n. 4). Se podría decir que estos dos títulos -Inmaculada Concepción y Cooperadora del Redentor- revelan la antítesis radical entre la mujer y la serpiente.
2º) Isaias 7, 14 (Is 7, 14). Este oráculo profético en su literalidad dice: «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Ahora bien, la persona que nacerá -el Emmanuel- es el Mesías (cf. Is 8, 8; Is 9, 5-6; Is 11, 1-4). Por tanto, ese texto es mesiánico y en cierto sentido mariológico, pues se cita explícitamente a su madre -la doncella.
Aunque el término hebreo 'almah significa literalmente «doncella», sin embargo, in oblicuo también connota «virginidad» (cf. Gn 24, 43; Ex 2, 8; Ct 1, 3, etc.), sentido que queda corroborado y puesto en primer plano en los LXX al traducirlo por parthenos, virgen. Este hecho podría parecer simplemente una particularidad de la traducción, no obstante, en él debemos reconocer una misteriosa orientación dada por el Espíritu Santo a las palabras de Isaías, para preparar la comprensión del nacimiento virginal del Mesías (cf. Mt 1, 23).
3º) Miqueas 5, 1-4 (Mi 5, 1-4). Esta perícopa redactada treinta años después de la profecía de Isaías dice: «Pero tú, Belén-Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir el Dominador de Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad desde los días de antaño. Por eso Yahwéh los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces él se alzará y pastoreará con el poder de Yahwéh, con la majestad del nombre de Dios. Se asentará bien, porque entonces se hará él grande hasta los confines de fa tierra. Y él será la paz». La interpretación rabínica identificaba al Dominador con el Mesías (cf. Mt 2, 5), por tanto, «la que ha de dar a luz» es aquella mujer de la que nacerá, el Salvador en Belén-Efratá, es decir, María. Con esta profecía se complementa el vaticinio de Isaías, afirmándose que la 'almah dará a luz al Emmanuel en Belén-Efratá.
1º) María en el kerigma cristiano. En la primera predicación cristiana, centrada en la figura de Jesús, no aparece directamente la figura de su Madre. De hecho, en la catequesis cristológica de san Pablo sólo aparece una vez, de forma indirecta e implícita, la persona de María. Escribe en la epístola de los Gálatas (Ga 4, 4-5): al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos». Este texto, que es fundamentalmente cristológico, contiene consecuencias mariológicas muy interesantes, que conviene explicitar. En él se afirma la preexistencia y, por tanto, la divinidad del «Hijo nacido de mujer». De aquí que la «mujer» de la que nace el Hijo de Dios, sea la Madre de Dios.
Además muchos mariólogos sostienen que de la estructura quiástica de esta perícopa se puede deducir también la virginidad y la maternidad espiritual de María. Otros estudiosos no son tan optimistas y, sin embargo, afirman, a pesar de todo, que la no explicitación de la virginidad y de la maternidad espiritual de María en estos versículos, no las excluye; antes bien, este texto, por el género adoptado, está abierto a afirmaciones complementarias que otros escritos neotestamentarios pueden ofrecer de la «mujer».
El Evangelio de Marcos tiene dos textos en los que se hace mención implícita o explícita de María (Mc 3, 31-35; Mc 6, 1-6). Han sido considerados, por parte de algunos teólogos, como antimarianos, pero una lectura atenta descubre que la contestación dada por Cristo en el primero de los textos responde a un estilo sapiencial. Jesús alaba a su Madre porque es la «primera entre aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (RM 20).
2º) María en el Evangelio de san Mateo. El hagiógrafo introduce a María en el plan salvífico de Dios especialmente en los misterios de la infancia de Jesús (Mt 1-2). Estos dos capítulos, escritos con una determinada intención teológica, transmiten, con un lenguaje sencillo y popular, hechos acaecidos realmente, aunque no según el sentido histórico moderno.
San Mateo centra el relato del evangelio de la infancia en la figura de san José, perteneciente a la casa de David. El trasfondo teológico de esta narración está condicionado por el público a quien se dirige este evangelio: los judíos. Desea mostrarles que Jesús es el Mesías prometido y esperado. De aquí que lo primero que se proponga demostrar es la pertenencia davídica del Hijo de María. A la vez, la concepción virginal -la generación por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 20)-, indica que Jesús es el Mesías de origen misterioso, que trasciende la mera condición humana: es el Emmanuel en el sentido fuerte del término. Además, al señalar a Belén como lugar de su nacimiento, la huida y retorno de Egipto y su posterior estancia en Nazaret, está indicando que en Jesús se cumplen las profecías del Antiguo Testamento referentes al Mesías (cf. Mi 5, 1; Jr 31, 15; Os 11, 1).
Comienza con la genealogía de Jesús con la que se legitima y autentifica que es el Mesías anunciado «hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1, 1). Su estructura gramatical, siempre constante: -«A engendró a B; B engendró a C»-, es la típica de las genealogías del Antiguo Testamento; sin embargo, en el versículo 16 se rompe el ritmo expositivo y en vez de decirse: «José engendró, de María, a Jesús», el hagiógrafo escribe: «Jacob engendró a José, el esposo de María de la que nació Jesús, llamado Cristo». Esta alteración buscada conscientemente por el evangelista, indica que san Mateo deseaba constatar que Jesús no era hijo natural de José, sino exclusivamente de María. El resto de los versículos del primer capítulo (Mt 1, 18-25) sirven para esclarecer la conexión entre José y Jesús. Es decir, pretende probar que, aunque José es desplazado de su papel de padre biológico, Dios mismo incorpora a Jesús en la genealogía de José, y éste acepta tal incorporación.
El capítulo 2 relata el nacimiento de Jesús en Belén y la adoración de los Magos. Centrándonos ahora específicamente en el aspecto mariano de la escena de la adoración de los Magos, se advierten dos elementos muy significativos: a) Toda la escena de los Magos está centrada en el homenaje que se desea rendir al «Rey de los judíos» (Mt 1, 2): Rey perteneciente a la dinastía davídica y que fue profetizado como Rey-Mesías en el Antiguo Testamento. b) Como es bien sabido, todo este evangelio de la infancia centra su relato en la figura de san José. En cambio, en la adoración de los Magos, el Santo Patriarca brilla por su ausencia y el focus de toda esta escena se centra en la presencia del «niño con María, su madre» (Mt 1, 11).
Para muchos autores la inclusión de esta frase tiene en el relato una evidente intención teológica: san Mateo asocia a la Virgen en la función regia de su Hijo, como Madre del Rey. María se presenta, por tanto, como la gebiráh escatológica, cuyo precedente en el reino davídico veterotestamentario se remonta a la figura de Betsabé, madre del rey Salomón.
3º) María en los escritos de san Lucas. El relato de la infancia de Jesús comprende los dos primeros capítulos del Evangelio de san Lucas. El mismo hagiógrafo hace profesión explícita de que ha decidido, después de una seria y competente investigación, escribir de una forma ordenada los hechos acaecidos, para dejar patente la solidez de la fe (Lc 1, 3). Por tanto, está fuera de duda la veracidad de su narración, aunque no se haya escrito con una finalidad primariamente histórico-biográfica, sino con una evidente intención teológica.
El capítulo 1 comprende dos escenas. La primera nos presenta los dípticos de la anunciación. Con un procedimiento denominado «paralelismo» muestra las semejanzas y las disparidades entre las dos anunciaciones. Con ello se pretende remarcar la superioridad de Jesús sobre su Precursor y de María sobre Zacarías e Isabel. San Lucas muestra que el anuncio a María señala el comienzo de los tiempos escatológicos.
Por otra parte, la anunciación de Gabriel a María en Nazaret desvela que toda la iniciativa procede de la liberalidad divina: Dios plenifica de gracia a María (Lc 1, 28); la concepción del Mesías, que es el Hijo del Altísimo (Lc 1, 32-33) -o sea, el Hijo de Dios en sentido fuerte-, será por obra del Espíritu Santo, por tanto, virginal (Lc 1, 35). María, a su vez, acoge el sorprendente anuncio del ángel con una fe llena de humildad (Lc 1, 38).
La segunda escena es la visitación de María a su pariente Isabel (Lc 1, 39-56). Este relato contiene sugerentes perspectivas mariológicas. María se presenta como el arca de la nueva alianza (Lc 1, 39-44). Su saludo provoca la efusión del Espíritu Santo en Isabel y en su hijo nonato (Lc 1, 41.44). Isabel alaba a María con tres aclamaciones: a) Bendita entre las mujeres» (Lc 1, 42), un superlativo laudatorio de claro sabor veterotestamentario; b) «La Madre de mi Señor» (Lc 1, 43), que es la primera proclamación explícita de su maternidad divina; c) «Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45), es decir, María por aceptar con fe el mensaje angélico, adquiere la maternidad divina, no sólo en su dimensión biológica, sino que Ella, por creer, se incorpora a la familia escatológica de Jesús.
A continuación viene el Magnificat, cántico que María eleva a Dios, y cuya estructura es de «alabanza motivada». Este himno mariano puede dividirse en cuatro partes: a) la alabanza a Dios por sus acciones (Lc 1, 46-47); mediante un «paralelismo», María muestra los sentimientos que le dominan en ese momento; b) en favor de María (Lc 1, 48-49), primero porque Dios ha puesto los ojos en Ella. En segundo lugar porque las generaciones le alabarán, al contemplar las maravillas que Dios le otorgó; c) en favor de los pobres (Lc 1, 51-53). Por medio de «paralelismos antitéticos» describe la acción de Dios en los anawim; d) en favor de Israel (Lc 1, 54-55), ampliándose el horizonte comunitario a todo el pueblo elegido.
El capitulo 2 comprende tres escenas sucesivas. La primera es el nacimiento de Jesús y la adoración de los pastores (Lc 2, 1-19). Comienza con la descripción del tiempo y circunstancias (Lc 2, 1-5), al que sigue la narración del nacimiento del Mesías en Belén (Lc 2, 6-7). San Lucas al referir este suceso no lo puede hacer con más sobriedad; la misma sencillez del relato es una manifestación sensible de la kenosis divina. Con la adoración de los pastores (Lc 2, 8-20) empieza a cumplirse la característica de los nuevos tiempos anunciada por María en el Magnificat: los pastores -pobres y humildes- son los primeros destinatarios del anuncio divino. Finaliza esta perícopa declarando que «María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19). De esta forma, al profundizar en el significado de esos acontecimientos y al acomodar su vida a ellos, María es el paradigma de todo discípulo de Cristo.
La segunda escena se centra en la presentación del Niño y la purificación de la Madre (Lc 2, 22-39). Toda ella se presenta en un marco legal que tiene como trasfondo dos costumbres mencionadas en el Pentateuco. La primera es la consagración de todo primogénito de sexo masculino a Yahwéh (Ex 13, 2-12). Esta costumbre se modificó al dedicarse la tribu de Levi al culto y servicio del Señor. A partir de entonces el primogénito varón de las otras tribus de Israel podía ser rescatado mediante el pago de cinco siclos al sacerdote (Nm 18, 15-16). La segunda costumbre es la purificación de la madre después del alumbramiento del hijo (Lv 12, 1-8). La reiteración legal que muestra el texto lucano junto a la indefinición consciente por parte del hagiógrafo sobre el sujeto de la purificación (Lc 2, 22) hace pensar que san Lucas sólo desea narrar una acción ritual veterotestamentaria, dejando velado el tema de la impureza de la mujer, porque sabe que el parto ha sido virginal (Lc 1, 35 b; Lc 2, 7).
Es en el Templo, mediante el anciano Simeón, donde María recibe un segundo anuncio profético que proyecta una nueva luz en el anuncio de Nazaret, al concretar la forma histórica en la que el Hijo cumplirá su misión redentora. El oráculo de Simeón involucra a la Madre en el destino doloroso de su Hijo (Lc 2, 35).
La tercera escena también se realiza en el Templo doce años después. El relato de Jesús entre los doctores, de patente carácter sapiencial y con un sabor de preanuncio pascual, posee una clara finalidad cristológica. En él se presenta a Jesús como Maestro de la Ley. La respuesta del Hijo a su Madre causó cierto embarazo, pues «ellos no entendieron lo que les decía» (Lc 2, 50), porque Jesús, consciente de su misión de Hijo, reivindica total autonomía frente a los vínculos de la sangre. El hagiógrafo concluye afirmando que su Madre «conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 51). De esta manera da una imagen de la vida de María al mostrar el recorrido de su peregrinación en el claroscuro de la fe.
En los Hechos de los Apóstoles sólo hay una cita mariana: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de sus hermanos» (Hch 1, 14). El evangelista desea dejar patente que, en los albores de la Iglesia naciente, María está presente ejercitando su misión materna. De esta manera el misterio de la encarnación se prolonga en el misterio de la Iglesia. María está allí desplegando su maternidad en su actitud orante y creyente: es la primera y perfecta seguidora de su Hijo.
4º) María en los escritos de san Juan. De forma progresiva va tomando consistencia que, en su redacción original, el versículo 13 del Prólogo del Evangelio tenía una lectura singular: «... el cual no ha nacido de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino que fue engendrado de Dios» (Jn 1, 13). Supuesta, pues, correcta la lectura singular, este versículo tiene claras connotaciones cristológicas y mariológicas. San Juan en ese texto está proponiendo, no sólo la concepción virginal de Cristo -«ni de la voluntad de la carne, ni del querer de hombre, sino que fue engendrado de Dios»-, sino el parto virginal, porque la negación -«no de las sangres»- significa que cuando aconteció el parto, no hubo derramamiento de sangre en la madre.
En las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y al pie de la cruz (Jn 19, 25-27) es llamativo que san Juan nunca llame a María por su nombre, sino que siempre la denomine «la madre de Jesús», porque desea trascender del plano personal y familiar al aspecto funcional de colaboración en la obra redentora. Lo mismo sucede con Jesús, que nunca se dirige a María llamándola madre -'imma en arameo-, sino «mujer», pues desea postergar a segundo término la relación biológico-materno-filial en favor de un papel más universal y representativo.
La presencia de la Madre en el relato de Caná adquiere un papel primario: Ella toma la iniciativa y después colabora con Cristo en la confección del milagro, ofreciendo una muestra acabada de su intercesión. Su solicitud materna se abre a los hombres y su comportamiento patentiza de forma implícita su maternidad espiritual. Con sus palabras «haced lo que él os diga» está animando a los servidores a obedecer con prontitud y a que asuman en el corazón las indicaciones que reciban de Jesús. Resumidamente, María invita a los servidores a que crean operativamente en su Hijo.
El evangelista presenta con una clara intencionalidad soteriológica a «la madre de Jesús»(Jn 19, 25) a los pies de la cruz. Esta intencionalidad queda corroborada cuando su Hijo la llama «mujer», dentro del contexto de la «hora de Jesús» (Jn 17, 1). Parece que Cristo quiere mostrar la singular misión que Ella tiene en toda la economía de la salvación, pues si Eva fue la «mujer» del Génesis asociada a Adán, María es considerada por Jesús como la «mujer» asociada al Nuevo Adán, para ser la madre de todos los hombres en la nueva vida lograda en la cruz.
La presentación que el vidente de Patmos hace de la escena de la «mujer» -«Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1)- posee un alto relieve teológico-simbólico y una doble significación. La «mujer» es una figura polivalente que sustenta las partes de dos personajes: de la Madre del Mesías y de la Iglesia. En efecto, por una parte, la «mujer» se identifica con la Iglesia del Antiguo y Nuevo Testamento: la descripción de sus atributos evoca al pueblo de Israel, que camina hacia los tiempos mesiánicos y a la Iglesia que está encinta y sufre dolores en el parto de sus hijos. Por otra, el carácter individual del «hijo varón» (Jn 12, 1) y su identificación con el Mesías, conlleva a afirmar que la «mujer», madre de ese «hijo varón», es María que, como «excelsa Hija de Sión», representa al antiguo Israel y como modelo de fe es la más perfecta realización de la Iglesia.
1º) Maternidad divina. La primera predicación cristiana se centró en la afirmación de Cristo muerto y resucitado (cf. Hch 2, 22-24). Pero desde el principio de la propagación del Evangelio, debido a una visión espiritualista de la persona de Cristo, se negó su verdadera humanidad. Así ha sucedido con las doctrinas docetas y gnósticas, que, al sostener la radical maldad de la materia, rechazaban la encarnación. Los Padres apostólicos y apologistas, para defender la realidad humana de Jesús, explican su origen davídico y su nacimiento de María: Jesús procede de María como un hijo de su madre y a través de Ella se cumplen en Él las profecías.
En esos tiempos lo que se debatía era la humanidad de Cristo, no su divinidad. Por ello, estos Padres sostienen enérgicamente que María es Madre de Jesús, porque el Verbo se ha encarnado en sus entrañas.
Según el historiador Sócrates, Orígenes es el primero que utilizó para María el título de Theotókos. Aunque no se encuentra esta expresión con certeza en los escritos que ahora conocemos, sí la llama «Madre del Señor», porque ha llevado en su seno al Hijo de Dios (Homiliae VII, VIII, IX: PG 13, 1817, 1821, 1822). Hay constancia, por la oración Sub tuum praesidium, de que desde finales del siglo III se utilizaba la expresión Theotókos. A partir del siglo IV este título se convierte en la denominación usual de María (cf. Alejandro de Alejandría, san Atanasio, Eusebio de Cesarea, san Basilio, san Cirilo de Jerusalén, san Gregorio Nacianceno, etc.).
2º) El paralelismo Eva-Maria. A partir de san Justino la reflexión mariana aparece remitida a Gn 3, 15 y ligada al paralelismo antitético de Eva-María. Sin embargo, esa reflexión no está supeditada a la interpretación mariana que se dé a este pasaje, sino que se encuentra en dependencia de la afirmación paulina contenida en Romanos 5, concerniente al paralelismo Adán-Cristo. Es decir, el paralelismo Eva-María implica la afirmación de una coherente economía divina de la salvación basada en la capitalidad de Adán y Cristo y en la centralidad de cada uno en la obra que realiza. Se trata de un paralelismo que servirá de hilo conductor a la más rica y constante teología mariana de los Padres.
Los estudiosos suelen designar principio de recirculación a esta reflexión teológica de que entre la caída y su reparación existe un paralelismo antitético -se trata de que la humanidad en el Nuevo Adán desande el camino erróneamente andado por el primer Adán-. Este «principio de recirculación» encuentra su primera formulación en san Justino y es clave en el pensamiento de san Ireneo y algo después en Tertuliano. A la luz de este principio se hace patente cómo la mariología, desde sus comienzos, ha tenido una orientación cristocéntrica y ha estado estrechamente relacionada con la consideración del papel de María en la historia de la salvación.
El paralelismo Eva-María se seguirá repitiendo en una maravillosa coincidencia teológica a lo largo de los siglos IV y V. Las líneas fundamentales de este paralelismo son las ya esbozadas por san Justino. La posterior exégesis y la predicación (san Epifanio, san Efrén, san Ambrosio, san Agustín, etc.) irán profundizando cada vez más en su significado soteriológico y en la analogía que guarda también con la relación Maria-Iglesia.
En cualquier caso, es evidente que con el paralelismo Eva-María la consideración teológica se adentra cada vez con mayor riqueza por caminos de afirmación clara de la colaboración activa de Santa María en la obra de la salvación en plano excelso y único. Este paralelismo tiene como eje fundamental la relación pecado de Eva-anunciación de María y como centro la relación Adán-Cristo.
3º) La total santidad de María. La descripción de los comienzos de la doctrina mariana quedaría incompleta si no se mencionase un tercer elemento básico en su elaboración: la firme convicción de la excepcionalidad de la persona de María y que se sintetiza en la afirmación de su total santidad, de la panhagía, de lo que se conoce con el calificativo de «privilegios» marianos. Se trata de unos «privilegios» que encuentran su razón en la relación maternal de Santa María con Cristo y con el misterio de la salvación, pero que están realmente en Ella dotándola de las gracias convenientes para desempeñar su misión única y universal.
Desde san Ignacio de Antioquía se va reafirmando la consideración de los «privilegios» marianos, como algo perteneciente a la fe y cuya proclamación no se entiende como algo accidental, sino como algo necesario para mantener la integridad de la fe. De hecho son defendidos por los Padres, aunque, a veces, su defensa resulte incómoda por el contexto en que se están moviendo. Así sucede con la virginidad de Santa María. Efectivamente, los gnósticos se apoyarán en esta virginidad para afirmar precisamente que el cuerpo de Cristo no fue real, sino un cuerpo fantasmal. A pesar de ello, los Padres apostólicos y los apologistas defienden la perfecta y real maternidad junto con la virginidad como un dato revelado: la maternidad de María es virginal.
La afirmación de la virginidad de Santa María, tanto ante partum como in partu, se torna universal. Así, en el siglo IV, frente a las negaciones de Joviniano, Bonoso y Helvidio, san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín defienden la virginidad en el parto y denominan a María como «la siempre Virgen», la aeiparthenos.
Junto a esta afirmación de la virginidad de Santa María, que se va haciendo cada vez más frecuente y universal, va destacándose con el paso del tiempo la afirmación de la total santidad de la Virgen. Siempre fue rechazada la existencia de pecado en la Virgen, pero tras un primer titubeo en el que se aceptó que pudieron existir en Ella algunas imperfecciones (Ireneo, Orígenes, Basilio, Juan Crisóstomo), se fue afirmando -tomando como fundamento bíblico la anunciación- la total santidad de María y recibió el título de la «toda santa» o panhagía.
b) Después del Concilio de ÉfesoEn la segunda carta de san Cirilo a Nestorio, leída y aprobada en este Concilio, se afirma lo siguiente: «Primeramente [...] decimos que el Verbo unido desde el seno materno, se sometió a un nacimiento carnal, haciendo suyo el nacimiento de su carne Por ello los santos Padres no dudaron en llamar a la santa Virgen, Madre de Dios, no porque la naturaleza del Verbo y su divinidad hayan sido generados en la santa Virgen; sino que ha tomado de ella aquel sagrado cuerpo perfecto, con alma inteligente, unido al cual según hipóstasis, el Verbo se dice engendrado según la carne» (D. 251). Con esta declaración dogmática la reflexión teológica sobre María recibió un fuerte impulso. Comienza una nueva época en la historia de las prerrogativas marianas y algunas de ellas, como la maternidad divina y la virginidad perpetua, quedan ancladas en el acervo común de la fe cristiana. En este apartado sólo desarrollaremos aquellos elementos de la doctrina mañana que emergen con caracteres nuevos en los escritos de los Padres.
1º) La asunción. Tras afirmarse dogmáticamente y celebrarse a María como Madre de Dios, se comienza también a desarrollar más extensamente la doctrina sobre su resurrección anticipada y su asunción a los cielos; doctrina incoada en el siglo IV no san Epifanio y san Efrén y ampliamente tratada en los apócrifos asuncionistas del siglo V. Algunos eruditos sostienen que Timoteo de Jerusalén (siglo IV-y?) en una homilía para la fiesta de la Presentación del Señor afirma la asunción de María. Severiano de Gábala en su Sermo VI (PG 56, 498) apunta la posibilidad de que María esté en cuerpo glorioso en el cielo, al sostener que la Virgen percibe actualmente «sensorialmente» el cuerpo de su Hijo y por la inteligencia lo capta como Dios.
En el siglo VI la creencia de la asunción se desarrolla fuertemente en Oriente por la celebración litúrgica del Tránsito o Dormición de María, el día 15 de agosto. San Gregorio de Tours es el primer Padre de la Iglesia de Occidente que habla explícitamente de la asunción de María (PL 71, 708). Teoteknos de Livias, en una homilía con motivo de la fiesta de la Dormición, pone como fundamentos de esta verdad el hecho de la encarnación, la dignidad de la maternidad divina y la perpetua virginidad de María.
A partir del siglo VII son muy abundantes los testimonios de los Padres (Pseudo-Atanasio, Modesto de Jerusalén, Germán de Constantinopla, Andrés de Creta, Juan Damasceno, Cosme el Melode, etc.) que con motivo de la fiesta del Tránsito de María tratan de esta verdad y profundizan en sus fundamentos teológicos.
2º) La inmaculada concepción. En los primeros siglos de la patrística no hay datos explícitos sobre esta verdad, aunque sí existen vestigios latentes en el paralelismo antitético Eva-María, y en la doctrina de la «toda santa» o panhagía. Ya en el siglo IV hay textos de san Efrén, de san Epifanio y de san Ambrosio en los que se exime a María de toda mancha. San Gregorio Nacianceno habla de la prepurificación de María, porque iba a ser la Madre de Dios (PG 36, 325).
La primera afirmación explícita en torno a la inmaculada concepción parece que se encuentra en Teoteknos de Livias cuyo panegírico se sitúa a finales del siglo VI. Progresivamente los Padres, con motivo de la fiesta de la Natividad de María, presentan un claro testimonio de la concepción inmaculada. Tal es el caso de san Germán de Constantinopla, san Andrés de Creta, san Sofronio, san Juan Damasceno, etc.
Juntamente con estos testimonios patrísticos, debemos hacer notar que la fiesta litúrgica de la Concepción se celebraba en muchas iglesias de Oriente en el siglo VII. Al principio se conmemoraba en esta fiesta especialmente la concepción activa de Ana, anciana y estéril, que por una gracia especial divina engendró a María. Poco después cambia el sentido y de la concepción activa se traslada a la concepción pasiva de María. Los oradores subrayan, en la fiesta de la Concepción, la especial intervención de la Trinidad para preparar en María una digna morada al Hijo de Dios.
3º) La maternidad espiritual. La prerrogativa de la maternidad espiritual ha estado presente en los Padres prenicenos, de una forma implícita, especialmente cuando explican la misión de María en la obra de la salvación y cuando desarrollan la doctrina de la Nueva Eva, Madre de los vivientes.
La presencia materna de María en la vida de los creyentes estuvo siempre viva, pero no se expresaba en palabras, ante el encanto de la Theotókos y la grandeza de su misión. Según algunos, fue Orígenes (PG 14, 32) quien por primera vez dio a María el título de Madre referido a otro distinto de Jesús. Hay datos explícitos de que en el siglo IV se aplica a María el título de «madre de los hombres» y «madre de los vivientes». Tal es el caso de san Epifanio (PG 42, 728), san Nilo (PG 77, 178), san Ambrosio (PL 16, 1198), san Gregorio de Nisa (PG 44, 1054), san Jerónimo (PL 22, 408) y san Agustín (PL 40, 398), entre otros.
Conforme pasa el tiempo se van haciendo más frecuentes las expresiones en las que se presenta a María como verdadera madre de todos los seguidores de su Hijo. La reflexión se realiza en especial en los centros de espiritualidad. Es en la vida religiosa donde el afecto filial mariano prende con intensidad y en las oraciones de los fieles se recurre continuamente hacia María como «verdadera madre», «madre de todos», «madre y modelo», etc.
4º) La mediación de María. Junto a la plena santidad de María los Padres van explicando la función de la Virgen en la obra de su Hijo, en orden a la redención del género humano. Esta función la muestran, como hemos visto, en el paralelismo Eva-María y también de una manera directa describiendo la misión social de la Madre de Dios.
A partir del siglo V se va explicitando esa función mediadora y se afirma que María es «el único puente entre Dios y los hombres», y también que Ella «ofrece la oblación por todo el género humano». Es san Pedro Crisólogo quien aporta, en este siglo, las formulaciones más claras sobre la necesidad de la mediación mariana: «Sin María la muerte no puede ser destruida, ni puede conquistarse la vida» (PL 52, 380).
Quizá sea san Germán de Constantinopla quien en el siglo VII ha desarrollado más ampliamente la doctrina de la mediación, fundamentándola en la maternidad divina y en su cooperación en la obra de Cristo (PG 98, 349). También diversos Padres de esta época se fijan en este privilegio mariano (Andrés de Creta, Juan Damasceno, etc.), aunque su desarrollo pleno se realice en la Alta Edad Media a partir de Juan el Geómetra (siglo X).
5º) El culto mariano en la patrística. En los tres primeros siglos sólo pueden recogerse testimonios indirectos del culto mariano, porque la veneración a María está incluida fundamentalmente dentro del culto a su Hijo. Entre esos testimonios se encuentran algunos restos arqueológicos en las catacumbas, que demuestran la veneración que los primeros cristianos tuvieron por María.
En la liturgia eucarística hay datos fidedignos mostrando que la mención venerativa de María en la plegaria eucarística se remonta al año 225 (la Traditio Apostolica de Pseudo-Hipólito), y que en las fiestas del Señor -Encarnación, Natividad, Epifanía, etc.- se honraba también a su Madre.
A partir del Edicto de Milán (313), con la libertad religiosa, la liturgia cristiana se desarrolla enormemente. Además, cambia la forma de compromiso con la fe. Si hasta entonces el martirio había sido la forma de confesar la fe cristiana, la nueva situación de paz origina un modo nuevo de profesar la vida cristiana: una vida ascética radical, donde la virginidad se presenta como la expresión más adecuada de ese compromiso. El pueblo cristiano vuelve sus ojos a María como paradigma de ese testimonio. Es san Ambrosio quien propone a la Virgen como modelo y arquetipo de vida para las vírgenes cristianas.
Entre los años 370-380 se instituyó en Antioquía la primera festividad mariana, denominada indistintamente «Memoria de la Madre de Dios», o «Fiesta de la Santísima Virgen», o «Fiesta de la gloriosa Madre».
Está documentado que después del Concilio de Éfeso se celebraba en Jerusalén una fiesta mariana llamada Kathisma o reposo de la Madre de Dios. Con el tiempo esta celebración se desdobló en diversas fiestas marianas, donde se conmemoran los diferentes eventos de la vida de María.
A mediados del siglo V, se celebraba en Jerusalén la Natividad de María, el día 8 de septiembre, tomando pie del relato del apócrifo De ortu Virginis, que ponía la concepción de Ana a primeros de mayo y afirmaba que María nació después de cuatro meses de gestación. Esta fiesta pasó a Roma en el siglo VII y el papa Sergio I le otorgó especial solemnidad.
A principios del siglo VI, probablemente en Jerusalén, se conmemoraba la fiesta de la Asunción, consecuencia del influjo del apócrifo De transitu Virginis, y se fijó su fecha el 15 de agosto.
En el siglo VII sabemos que se celebraba el día 9 de diciembre en muchos monasterios palestinenses la fiesta de la Inmaculada Concepción. Esta fiesta pasó a Occidente en el siglo IX. Igualmente en este siglo las fiestas de la Encarnación -25 de marzo- y de la Presentación -2 de febrero- que ya se celebraban en los siglos III y IV como fiestas del Señor, pasaron a tener una dimensión eminentemente mariana y se denominaron de la Anunciación y de la Purificación o Hypapante.
BibliografíaJ.L. BASTERO DE ELEIZAIDE, María Madre del Redentor, Pamplona 2004. S. DE FIORES, María Madre de Jesús, Salamanca 2003. m. PONCE, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, Barcelona 20012. C. Pozo, María, nueva Eva, Madrid 2005.
J.L. Bastero
El español Francisco de Suárez, entre 1584-1585, compuso unas amplias Quaestiones sobre la Virgen que introdujo después en su obra Mysteria vitae Christi, por lo cual puede ser considerado como el primer mariólogo con carácter científico. Este teólogo rompe con la costumbre medieval de hacer un discurso breve sobre la Señora que no está a tono con su grandísima dignidad (F. Suárez, Commentariorum ac disputationum in tertiam partem divi Thomae tomus secundus. Mysteria vitae Christi, Venetiis 1605, Praefatio). Sin embargo, a pesar de su intento, al tener que tratar el tema mariológico mientras comentaba la estructura completa del tratado del Verbo Encarnado dentro de la Summa de santo Tomás, no le permitía ofrecer una visión orgánica sobre los misterios de la Virgen. La palabra «Mariologia» fue acuñada por el P. Nigido, quien se tiene por innovador y propone un tratado estructurado acerca de Nuestra Señora distinto y separado de las demás cuestiones teológicas (Summae sacrae mariologiae pars prima, Palermo 1602), pero sólo en el siglo XX surgirá la conveniencia de establecer un principio regulador y configurador de toda la doctrina mariológica (P. Bittremieux, «De principio supremo mariologiae», Études Lovanienses 12 [1935) 607-609). A principios de ese siglo hasta los años cincuenta hay una efervescencia en la producción de tratados mariológicos, como los de J.-B. Terrien, A.M. Lépicier, G. Alastruey, B.E. Melkelbach, D. Bertetto, J.A. de Aldama, M. Schmaus..., seguida de una clara decadencia.
El Concilio Vaticano II significó un hito importante para la mariología, pues «es la primera vez que un concilio ecuménico propone una síntesis de la doctrina católica acerca del lugar que María ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia» (Pablo VI, Discurso conciliar, 21.X1.1964). Superadas las primeras controversias, se insertó la doctrina sobre Nuestra Señora en el capítulo VIII de Lumen gentium, que expone con claridad y profundidad su puesto en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Después del Concilio se vivieron años difíciles para la teología, con una repercusión clara en la mariología -se habló del «decenio sin Maria»-, lo cual es perfectamente explicable, porque «la existencia de la Virgen-Madre es signo de todos los misterios cristianos: del misterio trinitario, por ser Hija elegida del Padre, madre santa del Hijo, esposa amorosa del Espíritu; del misterio de la Encarnación, por su maternidad divina; del misterio pascual-pentecostal, por haber estado como "socia del Salvador" bajo la cruz y compañera de los apóstoles en el cenáculo; del misterio de la Iglesia, por ser su madre y su modelo; del misterio del fin, por estar ya asunta en la gloria trinitaria» (M.G. Masciarelli, «II futuro, categoria determinante del presente ecclesiale, realizzato en Maria glorificata», en C. Carvello y S. de Fiores, Maria, icona viva della Chiesa futura, Roma 1998, 31). La riqueza de la doctrina mariana del Concilio Vaticano II propició una notable y necesaria profundización de la mariología, que se concretó en una verdadera floración de estudios marianos y de mariologías de nuevo corte, de autores como R. Laurentin, C. Pozo, J. Galot, S. de Flores, A. Ziegenaus, J.L. Bastero de Eleizalde, D. Bertetto, F. Courth, B. Forte, J.C.R. García Paredes, C.I. González, M. Ponce, A.M. Calero, etc. Ciertamente era necesaria una renovación y una recuperación, ya que con frecuencia los estudios teológicos sobre María estaban, por una parte, ligados a una concepción de los privilegios marianos sin un apoyo escriturístico y patrístico suficiente y, por otra, mezclados con una visión piadosa como contrapunto a una teología en exceso racional, y que era como la comida devota asequible para el pueblo sencillo. La mariología actual ha procurado fundamentarse en las fuentes bíblicas, patrísticas y litúrgicas; ha situado a la Virgen en el contexto de la historia de la salvación y en el interior del misterio de la Iglesia y a la luz del misterio trinitario; ha subrayado el aspecto de inculturación y ha tenido en cuenta la cuestión del ecumenismo.
La relación estrecha de Nuestra Señora con el Dios Uno y Trino da sentido a todo el misterio de María: a su maternidad divina, a su virginidad perpetua, a su concepción inmaculada, a su asunción en cuerpo y alma en los cielos, y a la estructura de su propia personalidad de creyente. La Virgen Madre, porque Dios así lo quiso, hizo posible que el Verbo se encarnase, lo cual significó el desvelamiento del misterio trinitario y la iluminación del misterio de nuestra Señora. De hecho, textos mariológicos fundamentales del Nuevo Testamento tienen una estructura trinitaria, como el de la carta a los Gálatas (4, 4-6). Por otra parte, la fe eclesial confiesa que nuestra Señora es Hija predilecta del Padre, elegida desde toda la eternidad (LG 53) y, por eso, con relación al Padre, María tiene ante todo un vínculo filial, que Ella vivió en obediencia plena a su palabra y aceptando incondicionalmente su voluntad (Lc 1, 38). También proclama a nuestra Señora como Madre del Hijo encarnado y Cooperadora con Él en el misterio de la redención. Por último, María -la tierra virgen- es fecundada por la fuerza del Espíritu (Mt 1, 18; Lc 1, 35), se deja invadir plenamente por Él hasta ser transparencia de su amor y a este mismo Espíritu ora y espera, unida a los apóstoles, para que también fecunde y vivifique a la Iglesia (Hch 1, 14). La relación de María con la Iglesia, que surge de la relación anterior, está expresada claramente por Juan Pablo II: «María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo, y pertenece, además, al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento» (RM 27).
También la mariología subraya hoy el aspecto de la Virgen como mujer que vive su concreta y personal historia dentro de su pueblo. En el contexto del feminismo actual, la figura de la Madre de Dios a veces encuentra dificultades de comprensión, pero Pablo VI aclaró, en su Encíclica Marialis cultus, que su valor de signo no estriba en «el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, sino porque en sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; es decir, porque fue la primera y más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente» (MC 35).
La mariología actual es también sensible al ecumenismo, consciente de que «el diálogo ecuménico sobre la Virgen María es, en definitiva, un lugar ciertamente apropiado de verificación de nuestros desacuerdos doctrinales, como es ciertamente un lugar no menos apropiado para lanzar una mirada autocrítica sobre nuestros respectivos comportamientos eclesiales en relación con la madre del Señor» (Grupo de Dombes, María en el designio de Dios y la comunión de los santos, Salamanca 2001, 65). Los pasos dados en ambos campos auguran un horizonte esperanzador, porque una genuina devoción compartida a la Madre del Señor será motor que propicie la unidad en su Hijo Jesucristo.
A nuestra Señora hay que considerarla dentro un proceso vital de elección y donación de gracias por parte de Dios y de continua respuesta amorosa de Ella, y dentro de este proceso hemos de insertar los hechos dogmáticos puntuales, para no limitar su vida entera a los grandes temas mariológicos: maternidad verdadera, divina y virginal, concepción inmaculada, asunta a los cielos y cooperación a la redención. Para comprender en su verdadera dimensión estos dogmas marianos se requiere situarlos en el interior del misterio de Cristo, es decir, en el proyecto salvador del Padre, que quiere reconciliar y recapitular todo en Cristo y por Cristo, mediante la acción del Espíritu Santo. Por eso, el Padre eligió a María para cooperar en su proyecto salvador, cuando decidió salvar al hombre mediante la encarnación del Verbo. Entre todos los hombres María es la especialmente elegida, porque fue escogida para ser la Madre del Verbo Encarnado -el Redentor- y llamada, por ello, a una santidad que supera la de todos los ángeles y santos. Escribe a este propósito Juan Pablo II: «En el misterio de Cristo María está presente ya "antes de la creación del mundo" como aquélla que el Padre "ha elegido" como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este "Amado" eternamente, en este Hijo consustancial al Padre, en el que se concreta toda "la gloria de la gracia"» (RM 8).
a) La maternidad verdadera y divina de MaríaEl dogma de la maternidad divina -tema central de toda la mariología- ha de entenderse en sentido propio, en cuanto madre de un Hijo que, desde el primer momento de su concepción, es ya Dios. Los santos Padres enseñan el misterio de la maternidad de María, fundándose en la doctrina bíblica y aclarando las dificultades planteadas al hilo del desarrollo histórico es maternidad verdadera, es decir, que el Verbo asume la carne verdaderamente de María; virginal, o sea, que Cristo no tuvo padre humano sino que fue engendrado por obra del Espíritu Santo, y divina, es decir, que es verdaderamente Madre del Verbo Encarnado (la Theotókos). En este epígrafe nos fijamos en la verdadera y divina maternidad de María.
Dos cuestiones preocupaban a los Padres de la Iglesia, quienes, ante los docetas y gnósticos, defendieron que Jesús era en verdad hombre -en cuanto engendrado y nacido verdaderamente de una mujer- y Dios. Los gnósticos rechazaban la encarnación del Hijo de Dios o porque Jesús no era verdaderamente Dios, o porque Jesús no era verdaderamente el fruto del seno de María. Estas herejías ponían en duda la verdadera humanidad de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, los más antiguos credos, de acuerdo con la doctrina de la Escritura, confiesan que quien es el Hijo de Dios, ha nacido de María. Así el símbolo niceno del año 325 al proclamar del Hijo de Dios «que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre» y el del Concilio I de Constantinopla del año 381 añade un dato tradicional en la Iglesia: «... se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María la Virgen». Pero fue el Concilio de Éfeso (año 431) en el que se definió la maternidad divina de María frente a Nestorio, que sólo quería llamarla «Madre de Cristo». El texto del Concilio enseña que «no nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo»; sino que, por el contrario, el Verbo, «unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la misma carne»; el término de la generación es el Verbo, «que ha tomado de ella aquel sagrado cuerpo, perfecto con un alma inteligente»; por ello los santos Padres no dudaron en llamar a María, Madre de Dios (D. 250-251).
Pablo VI trasladó la fiesta de la Maternidad divina de María al día 1 de enero, porque «está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa (...], por la cual merecimos recibir al Autor de la vida» (MC 5).
En la maternidad divina se manifiesta la Trinidad de Personas y se desvela el misterio de la vida trinitaria como amor eterno, que se comunica a la historia de todos los hombres: el Padre envía al Hijo; el Hijo se encarna, y el Espíritu cubre con su sombra a María. Por su maternidad María establece una relación personal única con Dios, que la coloca por encima de todas las criaturas, sin dejar de ser criatura. El Concilio recuerda que, debido a esta «gracia tan extraordinaria», María «aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra» (LG 53). Además implica también una relación de la persona humana de la Virgen con la Persona del Verbo Encarnado, la cual iniciada por medio de la concepción, gestación y parto, comporta también la relación materno-filial, personal y permanente, en la que se incluyen todos los cuidados propios de una madre.
b) La siempre Virgen MaríaMaría fue verdaderamente Madre del Dios encarnado y esta maternidad fue totalmente excepcional, porque fue virginal y tal es la relación querida por Dios entre ambos aspectos: que María es Virgen, porque Madre, y es Madre, porque Virgen. Con el titulo de Virgen la Iglesia se refiere a la perpetua virginidad de María, distinguiendo su virginidad antes, en y después del parto. Esta virginidad incluye la integridad física como elemento necesario aunque derivado; la ausencia de relaciones sexuales, fruto de una decisión de María, consciente y libre, y la motivación religiosa, es decir, la entrega generosa con corazón indiviso, como raíz que explica esta decisión. Estos cuatro elementos forman parte de la común fe de la Iglesia en la siempre Virgen María.
1º) Concepción virginal. Los dos evangelios de la infancia (Lucas y Mateo) coinciden en lo esencial: que Jesús fue verdaderamente engendrado; que no fue san José el que lo engendra; que María es su único origen humano y, por último, que la concepción es obra del Espíritu Santo. Juan Pablo II enseña que «la Iglesia ha considerado constantemente la virginidad de María una verdad de fe, acogiendo y profundizando el testimonio de los evangelios de san Lucas, san Mateo y, probablemente, también san Juan» (Audiencia general, 10.VII.1996). Desde el principio, los Padres, de origen y países diversos, frente a algunos judeocristianos ebionitas, paganos, y gnósticos y docetas reaccionaron con abundancia de testimonios, uniendo en una misma confesión de fe la verdadera maternidad divina y la concepción virginal de Jesús y así aparece en los diferentes credos. San Agustín afirma que «no creemos que haya nacido de la Virgen María porque no hubiera sido posible existir y aparecer entre los hombres de un modo diverso, sino porque está escrito en la Escritura; y si no creemos a ella, no somos ni cristianos, ni podemos ser salvados. Por ello creemos que Cristo ha nacido de la Virgen Madre: porque así está escrito en el evangelio» (Contra Fausto, 26, 7). Esta verdad es confesada en los símbolos de fe de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica proclama la fe en la concepción virginal como dato tradicional: «Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. D. 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido "absque semine ex Spiritu Sancto" (Concilio de Letrán, año 649; D. 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra» (CCE 496). De acuerdo con estas últimas palabras hemos de tener en cuenta que el hecho de la concepción virginal atañe primariamente al misterio de Cristo: si Jesús no tiene padre biológico es porque su único padre es el Padre celestial, la primera Persona de la Trinidad. Por otra parte, al decir que María concibió por obra del Espíritu Santo, entendemos que ha suplido, de modo evidentemente espiritual y trascendente, el papel del hombre en las otras generaciones humanas. Esta verdad de fe deja constancia de que no es María quien hace de Cristo su Hijo, sino que es el Verbo quien la escoge como su Madre. Por eso, Ella aparece como la que recibe, aunque activamente, la iniciativa de Dios de encarnarse en su seno. La respuesta a las dificultades planteadas -también en el campo católico- sobre esta verdad, han sido objeto de numerosos estudios (cf. G.L. Muller, Nato dalla Vergine Maria. lnterpretazione teologica, Brescia 1994).
2º) Parto virginal y permanencia de María en la virginidad. La Iglesia en la expresión siempre virgen incluye el parto y la fe de que María permaneció virgen durante toda su vida, dedicada exclusivamente a su Hijo y a los hermanos de su Hijo, los cristianos. Cuando el Evangelio habla de los hermanos de Jesús -pero nunca hijos de Maria- hay que traducir los parientes de Jesús, porque la acepción del término «hermano» es mucho más amplia que en nuestras lenguas modernas, de modo que, además de significar hijos de un mismo padre, incluye las acepciones de primo, sobrino o cuñado, para las que no tenían un término específico, a menos que hicieran un circunloquio. Así lo entiende y lo entendió la Iglesia. Testigo cualificado es san Jerónimo, que respondió a las dificultades bíblicas planteadas (Sobre la perpetua virginidad de la Bienaventurada Virgen María contra Elvidio) desde su categoría de exégeta y que hoy vuelven a repetirse.
c) María, la primera elegida en Cristo.Tanto el dogma de la inmaculada concepción como el de la asunción de María a los cielos significan para María la participación suprema en el misterio de Cristo, y por eso los unimos en un mismo epígrafe. La participación especialísima de María en los frutos de la victoria de Cristo sobre el pecado (inmaculada concepción) y sobre la muerte (asunción a los cielos en cuerpo y alma) tiene su razón de ser en que fue elegida para ser la Madre del Salvador y, por tanto, en su asociación absolutamente única al Redentor así como en su respuesta en santidad a lo largo de toda su vida. Sólo Ella realiza en plenitud las palabras paulinas: «Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La Iglesia ha definido los dos momentos fundamentales de su plena identificación con Cristo. A ellos se refiere el Vaticano II, cuando dice que «en Ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención y la contempla gozosamente, como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansia y espera ser» (SC 103). Entre esos dos puntos cumbres se desarrolla toda una vida de conformación de nuestra Señora a la voluntad de Dios, vivida en fe, en un diálogo con el Señor, es decir, en una respuesta fidelísima al don amoroso del Padre. Los teólogos subrayan que María en toda su vida no cometió pecado alguno, viéndose libre de la mala inclinación nacida de la concupiscencia, y esta verdad comporta también el aspecto positivo: la entrega decidida para vivir en todo la voluntad de Dios. La santidad eximia de María, iniciada en la concepción inmaculada, significaba el pórtico conveniente y aun necesario, para que Ella pudiera dar una respuesta incondicionada a la palabra del ángel, que le transmitía el proyecto salvador de Dios.
La definición de ambos dogmas tuvo lugar al término de una larga historia, en la cual la piedad popular, la celebración litúrgica y la reflexión teológica se entrelazaron estrechamente. En determinados momentos precedió la reflexión teológica, pero la mayoría de las veces ha acompañado -a veces críticamente- o ha seguido detrás de los caminos propios de la piedad y de la devoción populares.
1º) Inmaculada Concepción. El 8 de diciembre de 1854 Pío IX, en su Bula Ineffabilis Deus, definía «que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo, Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios». Como punto de apoyo de la doctrina de la Sagrada Escritura el Papa recordaba la lucha que había de sostener la Mujer y su descendencia contra el demonio (Gn 3, 15) y las palabras llena de gracia del saludo angélico.
Poco a poco esta verdad mariana se fue abriendo camino a partir del paralelismo antitético Eva-María, presentado por primera vez por san Justino y formulado con sorprendente profundidad por san Ireneo: «Y porque en María se recapitula Eva, puede la virgen María desatar con su obediencia la desobediencia de la virgen Eva. Por consiguiente, la virgen María es hallada obediente cuando dice: He aquí la esclava [...]; Eva sin embargo, desobediente, pues no obedeció cuando aún era virgen» (Contra las herejías III, 22, 4). Muy gráfica es la comparación que establece san Cirilo de Alejandría: «¿Quién oyó nunca que el arquitecto, cuando edifica una casa para él mismo, cede primero a su enemigo la ocupación y habitación de ella?» (Homilía IV contra Nestorio). La fuerza del argumento estriba en que es en realidad la santidad de Dios la que reclama la santidad absoluta de María, porque con mayor realidad que en el templo o el arca se hará presente en Ella al encarnarse. Los Padres griegos darán a María el titulo de Panhagía, la toda santa. Pero fue el beato franciscano Duns Scoto quien supo responder a la gran dificultad que se planteaba de coordinar esta doctrina con la clara enseñanza paulina de la universalidad de la redención de Cristo, pues si María habla sido concebida sin pecado original, Cristo no habría sido su redentor. Este problema aparentemente insoluble hizo que santos de la talla de Agustín de Nipona -a pesar de ser acusado por el pelagiano Julián de Eclana-, Bernardo de Claraval o el propio Tomás de Aquino no aceptaran este privilegio mariano. Sin embargo el beato franciscano sostuvo que Cristo no sólo fue el Redentor de María, sino que ejerció esta función de una manera más extraordinaria, porque la liberó de caer en el pecado original, es decir, la preservó de incurrir en el pecado. Por ello el privilegio de la concepción inmaculada no implica una oposición a la redención universal de Cristo, sino que manifiesta que María ha sido redimida de un modo más sublime, al ser preservada de caer en el pecado original (cf. Opus Oxoniense III, d. 3, q.1). Algunas teorías actuales sobre el pecado original ponen en peligro esta verdad dogmática.
En favor o en contra de la tesis escotista no militaron sólo teólogos aislados, sino familias enteras religiosas -distinguiéndose, sobre todo, los franciscanos (inmaculistas) y los dominicos (maculistas)-, lo cual influyó para que, de hecho, la controversia no siguiera las leyes del entendimiento sino las razones del corazón, ofuscando a veces claramente las razones del diálogo. Las disputas llegaron al pueblo llano y en la España del XVII, a partir de Sevilla, esta verdad mañana cobró una gran fuerza y el pueblo cristiano y las instituciones hicieron causa común, llegando incluso a hacerse el voto de derramar la sangre en su defensa.
La definición de Pío IX fue precedida de una consulta a todos los obispos de la Iglesia, a la que respondieron de forma positiva. La bula definitoria insiste en la liberación del pecado: María, desde el primer instante de su concepción, fue preservada del pecado original, y esta gracia singular le fue concedida por los méritos de Jesucristo. Ésta es exactamente la doctrina revelada por Dios. Este dogma puede y debe ser leído en sentido positivo y entonces proclama que María desde el primer instante recibió la plenitud de gracia, título que el ángel le dio al saludarla. Si la vocación de todo cristiano es la santidad, llegar a ser hijo en el Hijo, liberado de la esclavitud del pecado y sus consecuencias para vivir la libertad de la filiación, María fue la primera y única que vivió en si misma esta experiencia, porque, como criatura absolutamente llena de la gracia del Espíritu Santo desde su concepción inmaculada, participó plenamente de la vida divina trinitaria hasta ser la Hija predilecta del Padre.
2º) La Asunción de María a los cielos. Pío XII en la Constitución apostólica Munificentissimus Deus definió solemnemente, el 1 de noviembre de 1950, «ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta a la gloria celestial en cuerpo y alma». El Concilio Vaticano II presenta la Asunción de María a los cielos como el último capítulo de su vida santificada (LG 59), y como imagen y comienzo de la Iglesia de los resucitados (LG 68). Por eso la Virgen brilla como un signo de segura esperanza para el pueblo de Dios, que camina hacia el encuentro definitivo con el Señor. Los Padres desde el siglo II establecieron una especial unión de María con Cristo en la lucha contra el diablo, lucha que, según el Protoevangelio (Gn 3, 15), había de culminar con la victoria total y definitiva sobre el demonio, es decir -según san Pablo-, con una victoria absoluta sobre el pecado y la muerte. María, que participa de la victoria de Cristo sobre el pecado en su inmaculada concepción, se asimila también a Cristo en su victoria sobre la muerte mediante su plena glorificación corporal. Desde el principio se multiplican los relatos populares, que narran esa glorificación de María en el cuerpo con una devota imaginación (cf. G. Aranda Pérez, Dormición de la Virgen. Relatos de la tradición copta, Madrid 1995). Muy pronto se introdujo en Jerusalén la fiesta de la Dormición de nuestra Señora el día 15 de agosto y, de allí, se extendió a otros muchos lugares.
En las homilías predicadas en esta fiesta encontramos su significado y así san Germán de Constantinopla (t 733), en un bello sermón, dice: «Tú, como fue escrito, apareces en belleza, y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto es preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida» (Homilía en la Dormición de la Madre de Dios). Para los padres la asunción de María a los cielos en cuerpo y alma es fruto del amor de Jesucristo a su Madre, de la que tomó su propio cuerpo, y de la unión de María con Cristo en la obra salvadora, lo cual implica también la unión en la victoria sobre el pecado y la muerte. También aducen el hecho de la virginidad de María para concluir la conveniencia de la asunción, ya que si su carne no fue corrompida ni con la concepción ni con el parto, no debe estar sometida a la corrupción del sepulcro. En estas homilías se une con frecuencia a la asunción de Maria el título de Reina, cuyo fundamento teológico expone con claridad Pío XII en su Encíclica Ad coeli Reginam. La teología medieval tiene un buen defensor de la asunción de María en un escritor del siglo IX, el Pseudo-Agustín -cuya autoridad reconoce santo Tomás, quien acude a la omnipotencia de Cristo, a la virginidad de María; reta a que alguno se atreva a probar lo contrario, y concluye: temo afirmar que aquel cuerpo santísimo, del que Cristo toma su carne [...], debía tener la misma suerte que todos» (De Assumptione Beatae Mariae Virginis [PL 40, 1141-1148]). Hacia 1400 Baldo de Ubaldi tiene como «próxima a la herejía» la doctrina que negare la asunción, dada la solemnidad con que se celebra su fiesta. Y a partir de entonces se impone -salvo excepciones- la creencia en esta doctrina hasta su definición, que no se lleva a cabo sin una previa consulta del papa Pío XII.
La glorificación de nuestra Señora es un signo de esperanza para la Iglesia. María Asunta, «brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68), es signo de confianza para toda la Iglesia que peregrina hacia la casa del Padre en medio de dificultades y deserciones, luchando contra el pecado y la muerte y avivando en los fieles el deseo de los bienes del Reino, cuya posesión plena obtendrán por la resurrección. La antropología cristiana brilla en María en su característica de confianza y de esperanza en el destino del hombre y en sus posibilidades, precisamente como fe en el amor infinito del Dios Creador y Redentor, cerrando la puerta a determinados pesimismos surgidos en algunos ambientes teológicos.
3º) María asociada a la obra redentoraLa Iglesia no ha definido la cooperación de María ala obra redentora de su Hijo, sin embargo, la encontramos desde el principio en los textos de la Escritura, en el Credo y en los escritos de los Padres. Para expresar esta participación los teólogos utilizan diversos títulos, entre los que destacan los de Mediadora, Corredentora y Maternidad espiritual. El papa Juan Pablo II acude especialmente al de Mediadora en su Encíclica Redemptoris Mater, subrayando el matiz maternal, con lo cual une los dos títulos de Mediadora y de Maternidad espiritual.
Especialmente significativa es la temprana doctrina de los Padres acerca de la relación entre Eva y María, que san Ireneo explica: «Eva se convirtió para los hombres en causa de muerte porque a través de ella la muerte entró en el mundo. Marta, en cambio, fue causa de vida porque a través de ella la vida llegó a nosotros» (Adversus haereses III, 78, 17). A Ella le llaman los Padres «Madre de misericordia» y «Madre de salvación». Ya en la Edad Media, un autor presenta de este modo la cooperación de María a la redención: «El dolor de la Madre conmueve a Jesús, y entonces hay una sola voluntad de Cristo y de su Madre, y los dos ofrecen un solo holocausto: Ella en la sangre de su corazón, Él en la sangre de su carne». Así María «obtiene con Cristo el efecto común por la salvación del mundo» (Arnaldo de Chartres, Alabanzas a la Bienaventurada Virgen María).
El Concilio Vaticano II enseña que la cooperación de María a la salvación de los hombres no es un hecho casual sino previsto y predestinado por Dios desde toda la eternidad junto al mismo hecho de la encarnación del Verbo (LG 61). Esta asociación no se limita a momentos puntuales, sino que se extiende a todos los pasos de la vida del Señor, «desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (LG 57), momento que destaca especialmente: «Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, se condolió intensamente con su Hijo y se asoció a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, consintió a la inmolación de su Hijo como víctima engendrada por Ella misma» (LG 58). Deja claro el Concilio que «la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia», ya que «brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de la misma saca toda su eficacia; favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (LG 60). María sigue ejerciendo esta mediación desde el cielo para todos sus hijos. Pablo VI, ratificando esta mediación materna, dio a María el titulo de «Madre de la Iglesia», es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles laicos, como de los pastores.
4º) El culto y la piedad marianaSegún Pablo VI «la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano» (MC 56). El culto ciertamente se dirige siempre, en última instancia, a la Santísima Trinidad y celebra en todo el año litúrgico el misterio salvador realizado por Cristo, pero al ocupar la Señora un puesto eminente en esta acción salvadora, también ha de tenerlo en los actos cultuales. Por otra parte, Juan Pablo II habla de «la necesidad de una inserción de la «dimensión mariana» en la única espiritualidad cristiana, porque ella enraíza en la voluntad de Cristo» (Alocución a la Facultad teológica del Marianum de Roma, 10.X11.1988).
Los evangelios recogen la piedad de los primeros cristianos a nuestra Señora, expresada en el título significativo «Madre de Jesús» y en la frase del Magnificat «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones», que resultaría incongruente, si ya no la estuviera ensalzando aquella primera generación. También apoyan esta tesis las expresiones de su prima Isabel al llamarla «Madre de mi Señor», y «la creyente». Ya dentro del periodo patrístico, pronto aparece la himnografía dedicada a María, que culmina en el himno oriental Akathistos, y aquella preciosa oración Bajo tu amparo, nacida en Egipto en los últimos decenios del siglo III, cuando la comunidad cristiana padece aún la persecución en razón de su fe. Especial mención merecen algunas antífonas marianas y la Salve Regina, atribuida a Pedro de Mezonzo, obispo de Santiago de Compostela, del siglo XI. El Ave María es recogida en la liturgia oriental a finales del siglo VII, pero hasta el siglo IX no se reza como oración privada en el ambiente monástico y popular. Más tarde se comenzará a rezar el Rosario, fijado hacia el siglo XV y al que Juan Pablo II añadió los misterios luminosos (Rosarium Virginis Mariae). Surgen muy tempranamente las fiestas en honor de la Señora en Jerusalén y Constantinopla y se propagarán a otros centros orientales y occidentales. Esta piedad mariana florece en la Edad Media en catedrales, monasterios y santuarios dedicados a la Virgen por toda la geografía cristiana y surge el fenómeno de las peregrinaciones a dichos santuarios, como el de Rocamadour. La espiritualidad mariana se manifiesta con un tinte especial en la consagración a María, que encontramos en la expresión de san Ildefonso de Toledo, Siervo de la esclava de mi Señor y que culminará en la fórmula de Juan Pablo II, Totus tuus, ya utilizada por san Luis María Grignon de Monfort como consagración a Jesucristo por medio de María (Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María).
«Si queremos ser cristianos -dice Pablo VI-, debemos ser marianos, es decir, debemos reconocer el vínculo esencial, vital, providencial que une a la Virgen con Jesús y que nos abre el camino que a Él conduce» (Homilía en el Santuario de Ntra. Sra. de Bonaria, en 24.IV. 1970). Juan Pablo II constata que la aserción de Pablo VI ha llegado a ser una auténtica vivencia: «La dimensión mariana de la Iglesia constituye así un elemento innegable en la experiencia del pueblo cristiano» (Audiencia general, 15.XI.1995). El Concilio Vaticano II y la Exhortación apostólica Marialis cultus de Pablo VI dan como razón del culto y devoción marianos la dignidad de la maternidad divina y su cooperación al misterio redentor e insisten en que han de ser profundos y consecuentes con las exigencias cristianas. Esta piedad mariana debe ser tal que evite «tanto la exageración de contenidos y de formas que llegue a falsear la doctrina como la estrechez mental que oscurece la figura y la misión de María» (MC 38). Ciertamente la piedad mariana está tentada de quedarse en lo externo y de aquí las advertencias de los papas y del Concilio. Para que podamos hablar de una verdadera piedad mariana debemos tener en cuenta: su carácter filial, ya que el cristiano nace a la vida de gracia también como hijo de María; la docilidad a la acción del Espíritu Santo, porque al estar Ella asociada estrechamente a la acción del Espíritu, su imitación irradiará en los cristianos los rasgos de la acción del Espíritu, y la eclesialidad, pues si tenemos en cuenta la relación de María con la Iglesia, los cristianos, al imitar a la Virgen, reflejarán el rostro vivo de la Iglesia.
BibliografíaJ.L. BASTERO DE ELEIZALDE, María, Madre del Redentor, Pamplona 20042. A.M. CALERO, María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990. S. DE FIORES, María en la teología contemporánea, Salamanca 1991. M. PONCE, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, Barcelona 20012. C. Pozo, María, nueva Eva, Madrid 2005.
M. Ponce
El término «matrimonio» describe una realidad conocida por todos los pueblos y culturas, que, con formas y manifestaciones diversas en las diferentes épocas, está configurada siempre por unos rasgos comunes y permanentes. Se puede definir como «la alianza, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (CCE 1601). Esa alianza ha sido elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados.
Como realidad histórico-cultural, el matrimonio ha sido confiado a la libertad de los que se casan: de su decisión depende que, entre un hombre y una mujer determinados, surja o no el matrimonio, y que éste se viva de una u otra manera. Pero, a la vez, el matrimonio es, en cuanto tal, una institución configurada por unos elementos que trascienden la voluntad de los contrayentes; y, como al matrimonio está vinculada la humanización del hombre -el fundamento de la sociedad-, se trata de una institución social. Se debe decir, por eso, que pertenece a la verdad común y permanente del matrimonio, según viene expresada por los diversos pueblos y culturas, la determinación (la Institución) y la indeterminación (institución histórico-cultural).
Entre matrimonio, persona y sexualidad existe implicación intrínseca. El concepto de matrimonio está ligado necesariamente al valor y significado que se atribuya a la sexualidad, y ésta depende a su vez de una concepción antropológica previa.
La sexualidad es, en si, una realidad compleja, afecta a la persona en su núcleo más intimo. «Caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su huella consiguiente en todas sus manifestaciones» (PH 1). Sólo es posible penetrar en la verdad y significado de la sexualidad, si se admite la unidad substancial de la persona y, a la vez, que la sexualidad es el modo de ser de la persona humana (cf. FC 11). Como la persona humana es la totalidad unificada cuerpo-espíritu -ésa es la realidad llamada hombre-, y, por otro lado, esa totalidad no tiene otra posibilidad de existir que como hombre o mujer, la sexualidad es constitutiva del ser humano. Por eso todas las dimensiones espirituales del hombre están impregnadas por esta dimensión; y ésta, a su vez, por la espiritualidad. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad. La persona humana es una persona sexuada. La conclusión inmediata de estas dos tesis constituye, por tanto, el fundamento antropológico (y teológico) de la ética de la sexualidad.
a) Amor y sexualidad. La sexualidad está orientada a expresar y realizar la vocación del ser humano al amor. Incluso desde la consideración de la biología es imposible reducir el lenguaje de la sexualidad al significado procreador. La sexualidad humana -a diferencia de la animal- no es automática ni se despierta únicamente en los periodos de fecundidad, tiene una dimensión relacional.
Como imagen de Dios, el hombre ha sido creado para amar. «Dios es amor» (1Jn 4, 8) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. «Creándola a su imagen [...] Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano» (FC 11). El hombre creado a imagen de Dios es todo hombre -todo miembro de la raza humana: el hombre y la mujer- y todo el hombre -el ser humano en su totalidad: cuerpo y espíritu-. El hombre es imagen de Dios también como persona humana sexuada. En consecuencia, «el hombre es llamado al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona» (SH 3, 10). «En cuanto modalidad de relacionarse y abrirse a los otros, la sexualidad tiene como fin intrínseco el amor» (ibid., 11). La sexualidad humana, por tanto, es parte integrante de la concreta capacidad de expresar el amor, inscrita por Dios en la humanidad masculina y femenina.
La diferenciación sexual es indicadora de la recíproca complementariedad y está orientada a la comunicación interpersonal, es decir, a sentir, expresar y vivir el amor humano. Y como la relación propia de la sexualidad va de persona a persona, respetar la dimensión unitiva en el contexto de un amor verdadero -mediante la entrega sincera de sí mismo- es una exigencia interior de la donación sexual.
b) Sexualidad y apertura a la vida. La diferenciación del ser humano en hombre y mujer está orientada también a la procreación. La bendición de la fecundidad (cf. Gn 1, 28) corresponde a la unión del hombre y la mujer, a la que conduce la recíproca complementariedad a través de la sexualidad.
El ser humano, creado a imagen de Dios en cuanto hombre y mujer, expresa esa imagen de Dios a través de la comunión de personas (que se realiza fundamentalmente por medio de la «unidad de la carne»). Por eso, la apertura a la fecundidad es uno de los elementos que «revelan» la verdad de la Imagen divina en la relación hombre-mujer a través de la actividad sexual.
La imagen de Dios que llevan impresa en su ser las criaturas humanas es una imagen o «forma» que alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer en todas sus dimensiones. Pero como la creación es obra de toda la Trinidad, esa imagen es la imagen de Dios Uno y Trino y, en consecuencia, en la vida Trinitaria, de la que es imagen el ser humano, éste encuentra el arquetipo de su amor y también de la generación. Dios, el amor de Dios -es lo que ahora interesa recalcar- es doblemente fecundo: intratrinitariamente en la misma persona del Espíritu Santo; y extratrinitariamente en la creación. De la misma manera el amor humano participa de ese profundo dinamismo e implica esencialmente la fecundidad. La fecundidad -ésa es la consecuencia- es intrínseca a la verdad de la sexualidad como lenguaje del amor humano en cuanto participación del amor de la Trinidad.
El término «institución» hace referencia, en las relaciones interhumanas, a algo establecido según el orden de la justicia. La expresión «institución matrimonial» viene a designar ese conjunto de elementos permanentes que, por designio divino y con anterioridad a la voluntad de los contrayentes, determinan el originarse y posterior desarrollo de esa forma de relación entre el hombre y la mujer que se llama matrimonio. Señala también el conjunto de disposiciones que, como explicitación y aplicación de aquellos elementos permanentes y primeros, puede y debe dar la sociedad (y la Iglesia) sobre la unión matrimonial.
El matrimonio responde, por su misma naturaleza, a una estructura ligada íntimamente con la condición misma del ser humano, con el valor y sentido más profundo del amor y de la vida. Se basa en las estructuras dadas y permanentes de la humanidad del hombre y de la mujer, que trascienden la voluntad de los individuos y las configuraciones culturales. «Por eso mismo hay en él algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino ingénito; no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza» (León XIII, Encíclica Arcanum divinae Sapientiae, 1880 Arcanum 11). Así lo percibe la conciencia humana; ése es el testimonio de los pueblos a lo largo de las diferentes épocas; y ésa es la enseñanza clara de la revelación y el magisterio de la Iglesia.
La Escritura habla del matrimonio, como de una realidad estable y permanente, querida por Dios en «los orígenes» para ser cauce de esa unión entre el hombre y la mujer a la que está ordenada la diferenciación sexual en que fueron creados. Dios mismo, autor del matrimonio -según proclaman constantemente la tradición y el magisterio de la Iglesia-, ha configurado esa unión con unas «leyes» que el hombre no puede alterar. Y a esta misma conclusión llega también la conciencia humana. En el originarse y existir de la sociedad conyugal están implicados unos bienes que por su misma naturaleza reclaman la presencia de la institución (cf. Supp., q.41, a.1). Los que se casan -y también la misma sociedad- se encuentran sometidos a un «derecho divino natural» que, con anterioridad a cualquier norma o formalidad establecida por la sociedad, decide sobre la unión del hombre y la mujer con una fuerza y autoridad permanentes. Los «elementos éticos y jurídicos» -que son necesarios, dado el carácter social del matrimonio- y la «libertad» de los contrayentes -que también es necesaria, ya que el matrimonio es una forma de relación interpersonal-, han de inscribirse en el proyecto originario de Dios sobre el matrimonio. Y, en consecuencia, ser respetuosos siempre con ese plan divino. A ello se refieren los autores cuando dicen que el matrimonio es una institución creacional o natural y también que sobre el matrimonio hay un «derecho divino», un derecho natural que es transubjetivo, transhistórico y transjuridico.
La «institución» no es algo extrínseco a la verdad de la sexualidad y la libertad humanas. El Concilio Vaticano II une admirablemente los aspectos personales e institucionales cuando dice: «... así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente nace, ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina» (GS 48). «Este vínculo sagrado, en atención tanto al bien de los esposos y de la prole como de la sociedad no depende de la decisión humana» (ibid). Por encima de esa decisión hay una institución «exigida», entre otros motivos, por la norma fundamental personalista según la cual la persona jamás puede ser tratada como medio. En concreto así lo pide: a) el bien de los esposos; b) el bien de los hijos; y c) el bien de la sociedad.
A lo largo de los siglos, sin embargo, se han difundido concepciones erróneas sobre el matrimonio. Como si fuera un asunto exclusivamente privado o, a lo sumo, sometido únicamente al arbitrio de la autoridad civil. Se deben, en el fondo, a una concepción secularista de la sociedad, desvinculada de su referencia a Dios. Ésa es la razón de que «la dignidad de esta institución no brille en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre» (GS 47). En la actualidad, las críticas, más que contra la necesidad de la institución, se dirigen contra las formas de plasmarse, que -se argumenta- no tienen en cuenta suficientemente la dimensión personalista (la intimidad y libertad de las persona), o responden a ideologías represivas (como defensa de los valores de la clase burguesa), siendo, en definitiva, el fruto de culturas ya superadas.
La sacramentalidad del matrimonio, que sólo puede ser comprendida a la luz de la historia de la salvación, se manifiesta, en el fondo, como una comunión de amor de Dios a los hombres, cuyo elemento central es la alianza, primero entre Yahwéh e Israel (Antiguo Testamento) y después entre Cristo y la Iglesia (Nuevo Testamento). Esta alianza viene expresada, en la Sagrada Escritura, con un lenguaje y una terminología tomados frecuentemente del matrimonio y de la vida matrimonial.
Entre el matrimonio y la alianza de amor de Dios y los hombres se da una analogía interior -una relación e implicación mutuas-, cuya revelación tiene lugar progresivamente hasta llegar a su plenitud de manera definitiva con Jesucristo (cf. GS 48). Y como en toda analogía hay siempre una coincidencia, la doctrina de la alianza forma parte de la revelación de la naturaleza del matrimonio. Es decir, al revelar la naturaleza y características del amor de Dios por los hombres, esa revelación sirve también para dar a conocer la naturaleza y características del matrimonio, ya que éste es, en sí mismo, manifestación del amor de Dios por la humanidad.
Los libros proféticos y el Cantar de los Cantares son los escritos más significativos del Antiguo Testamento en el recurso a las metáforas esponsalicias para describir la alianza de amor entre Yahwéh e Israel. Dios se sirve del amor matrimonial -la acción profética de Oseas, la imagen del adulterio en Jeremías, la alegoría de Ezequiel, los cantos de Isaías, etc.- para dar a conocer el amor de Dios a los hombres. Y, a la vez, ese lenguaje e imágenes descubren el significado profundo del matrimonio y entrega conyugal, sus rasgos más determinantes. «Esta analogía -escribe Juan Pablo II en relación con el "gran misterio" de que habla la carta a los Efesios- tiene sus precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba contenido en el Antiguo Testamento, de modo particular en los profetas Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías» (MD 23).
Los profetas acuden a este simbolismo del matrimonio, presente ya en los primeros capítulos del Génesis, para hablar del contenido de la alianza. La unión matrimonial, con su rica experiencia psicológica, personalista e interpersonal, sirve para «comprenden el amor de Dios expresado en la alianza. La primera intención de los profetas no es tratar del matrimonio, pero lo consideran como una realidad cuyo valor objetivo es capaz de expresar la alianza entre Dios y su pueblo. Y esta historia de salvación es la que ilumina, en definitiva, la realidad matrimonial. Para los profetas ése es el «misterio» del matrimonio. El matrimonio, en consecuencia, aparece conectado con la nueva alianza, de la que viene a ser un símbolo. Por eso participa de las características que distinguirán a la nueva alianza.
El Cantar de los Cantares es el libro que más interesa, dentro de la literatura sapiencial, para penetrar en el misterio del matrimonio. Constituye el culmen del desarrollo de la literatura profética sobre el tema de la relación esponsal entre Dios y su pueblo. Su significado más alto consiste en que se trata del cántico de las nuevas bodas de Yahwéh e Israel. Sirviéndose del lenguaje propio de las relaciones conyugales se describen las delicadezas y ternuras del amor de Dios que permanece fiel, entero y sin desmayo a pesar de las infidelidades de Israel. «La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, puro reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las aguas no pueden anegar" (Ct 8, 6-7)» (CCE 1611). Lleva a descubrir en la sexualidad humana -feminidad y masculinidad- la riqueza de la persona cuya verdadera valoración se da en la afirmación -fundamental- del hombre y de la mujer como personas, mediante la donación sincera de si mismos. Sobre este mismo simbolismo -en una y otra dirección- incidirá después la revelación, particularmente san Pablo, en el Nuevo Testamento.
Con la venida de Cristo, la alianza de amor entre Dios y los hombres se consolida hasta la unión física con el hombre. Dios mismo se hace carne en su Hijo y se une en cierta manera a toda la humanidad salvada por Él (cf. GS 22), preparando así las «bodas del Cordero» (Ap 19, 7-9). Por eso, la encarnación del Verbo señala, por un lado, que forma parte del ethos del matrimonio dirigirse desde su raíz más honda a la verdad de «el principio»; y, por otro, que ese ethos se ha de vivir desde la perspectiva de la realidad definitiva del Reino de los Cielos, instaurada ya con la venida de Cristo. La nueva y eterna alianza proporciona la luz adecuada para penetrar en el misterio del matrimonio.
En Cristo se revela la verdad del matrimonio en su totalidad: la del matrimonio o alianza entre Dios y su pueblo (la humanidad), cuya plena realización es el misterio de amor entre Cristo y la Iglesia; y también, la del matrimonio o alianza conyugal entre el hombre y la mujer, como signo y realización de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio es reconducido a la perfección de «el principio» (cf. Mt 19, 8) y es dado a conocer como una de las vocaciones cristianas, como un carisma o don del Espíritu para la edificación de la Iglesia (cf. 1Co 7). Es un modo nuevo de presentar la verdad del matrimonio. Para este propósito los evangelios y las cartas de san Pablo (1Co 7 y Ef 5) son los libros que interesan de manera particular.
La transformación que la obra redentora de Cristo significa para la humanidad del hombre y la mujer alcanza también a la unión matrimonial. Por eso el ámbito existencial del matrimonio ha de ser el misterio de la Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, al que los cristianos se han incorporado por el bautismo. El matrimonio ha de vivirse «en el Señor».
El matrimonio es un sacramento con una singularidad propia, ya que, como institución, existe desde el inicio de la creación. En este sentido los santos Padres y la tradición se refieren con frecuencia al matrimonio de «los orígenes» designándolo como sacramento primordial o de la creación.
La doctrina de la sacramentalidad del matrimonio pertenece a la fe de la Iglesia. Sobre la base de la Escritura y la Tradición, el Concilio de Trento define solemnemente que «si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema» (Ses. XXIV, cn. 1). El Concilio dice expresamente que esta doctrina, que se insinúa en la Escritura (en Ef 5, 25-32), se apoya sobre todo en la «tradición de la Iglesia Universal».
Como sacramento, el matrimonio es una acción de Cristo. Un signo que significa y causa la gracia: no sólo la anuncia sino que la produce, de manera tal que los que se casan son santificados real y verdaderamente. Es una actualización real y verdadera, no sólo figurativa, de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Es un signo eficaz de la presencia de Cristo que comunica la gracia (CCE 1617).
A partir del Concilio Vaticano H, el magisterio de la Iglesia, al tratar del sacramento del matrimonio, insiste sobre todo en uno de los aspectos «desatendidos en el curso de los siglos» como es el de su «dimensión eclesial» y «de encuentro personal con Cristo» (cf. Juan Pablo II, Âlocución 8.IX.1982, 5). Más que sobre la causalidad del rito que produce la gracia (Trento), el acento se pone en otro de los aspectos relacionados con el uso bíblico y patrístico de «mysterion»: el de ser signo e instrumento de comunión y encuentro con Cristo y con la Iglesia. Por el sacramento, los esposos cristianos quedan insertados de una manera tan real y verdadera en el misterio y alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, que el Señor se sirve de ellos, «en cuanto esposos», como de instrumentos vivos para llevar a cabo su designio de salvación.
El marco de la historia de la salvación contribuye a resaltar la riqueza de la alianza matrimonial, que implica, entre otras cosas, no sólo el encuentro con Cristo de cada uno de los esposos, sino de «los dos» en cuanto esposos con Él. Su recíproca relación, asumida en la alianza de Cristo con la Iglesia, se transforma ontológicamente de tal manera que, como tales esposos, vienen a constituir una comunión-comunidad entre sí y con Cristo. En modo alguno pueden ser considerados como sujetos extrínsecos de la alianza realizada. Se alude siempre a una transformación real -no sólo jurídica y moral, sino ontológica-, aunque misteriosa, de los esposos, por la que pasan a constituir una comunión de amor entre si y con Cristo, que, cuando no ponen obstáculos, les comunica la gracia.
La celebración del matrimonio -supuestos los debidos requisitos y formalidades- da lugar, entre el hombre y la mujer que se casan, a una unión con una naturaleza y unas características que los convierte en una «unidad de dos», en «una sola carne» (Gn 2, 24). Hasta el punto de que el Señor, refiriéndose a esa «unidad en la carne», concluye con lógica coherencia: «... de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 8).
Esta singular comunión es el vinculo matrimonial (matrimonio in facto esse), por su misma naturaleza perpetuo y exclusivo. Es el efecto primero e inmediato de todo matrimonio válidamente celebrado. Constituye la esencia del matrimonio y, como se acaba de decir, está establecido por Dios (CCE 1640). Y si los que se casan son cristianos, su alianza queda de tal manera integrada en la alianza de amor entre Dios y los hombres, que su matrimonio -el vinculo conyugal- es «símbolo real» de ese amor. «Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia» (FC 13).
Gracias al bautismo recibido, los esposos cristianos participan ya realmente del misterio de amor que une a Cristo con la Iglesia. Ésa es una característica propia de todo sacramento. Pero esa participación reviste una especificidad propia en el sacramento del matrimonio: tiene lugar a través del vínculo matrimonial o «unidad de dos», constituida por el consentimiento matrimonial (matrimonio in fieri). La corporalidad en su modalidad masculina y femenina es el modo propio y específico que tienen los esposos para relacionarse -en cuanto tales- entre si y con el misterio de amor de Cristo y de la Iglesia.
Entre la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y la alianza matrimonial del sacramento del matrimonio se da una relación real, esencial e intrínseca. No se trata sólo de un símbolo, ni de una simple analogía. Se habla de una verdadera comunión y participación, que, sobre la base de la inserción definitiva e indestructible propia del bautismo, une a los esposos en cuanto esposos con el Cuerpo Místico de Cristo. A la realidad de esta profunda transformación del vínculo matrimonial -en el matrimonio sacramento- se alude a veces en la teología diciendo que el matrimonio imprime un «cuasi-carácter»; otras veces, el magisterio de la Iglesia dice que los esposos cristianos están «como consagrados» (cf. GS 48; LG 35; HV 25) o que poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida» (LG 11): con una vocación y un modo propio de participar en la misión de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad.
A la consideración del matrimonio y sus propiedades cabe acercarse a partir tan sólo desde la luz de la razón. El matrimonio es una realidad profundamente humana. Pero a la vez es necesario tener muy presente que sólo desde la perspectiva de la revelación -y por tanto, desde la razón iluminada por la fe- es posible acceder adecuadamente a su más intima verdad, ya que la sacramentalidad decide, en última instancia, sobre la realidad del matrimonio. La «necesidad» de esta consideración sacramental- y, en consecuencia, del recurso a la revelación- es particularmente constatable en relación con la unidad e indisolubilidad. Posiblemente porque, debido a la «dureza del corazón» del hombre (cf. Mt 19, 8), éste encuentra una dificultad especial para penetrar con las solas luces de la razón en el sentido y trascendencia de esas dos propiedades del matrimonio. (Lo que no debe entenderse como si la unidad y la indisolubilidad no fueran propiedades de todo verdadero matrimonio y lo fueran tan sólo del sacramental. Es el matrimonio humano-natural -no otro- el que es elevado a sacramento).
La unidad es la propiedad del matrimonio, en virtud de la cual éste sólo puede tener lugar entre un hombre y una mujer. Hace que carezca de validez el intentar contrae un matrimonio que no sea entre un solo hombre y una sola mujer; y también que los ya casados -mientras permanezca el matrimonio anterior- no puedan casarse otra vez. Es una propiedad esencial del matrimonio. El amor conyugal, la condición personal de los esposos y radical igualdad y dignidad, y el bien de los hijos exigen que la comunión conyugal sea exclusiva. La unidad «hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer» y «es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana» (FC 19).
Por la elevación a sacramento, el matrimonio es transformado en «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús» (ibid). Pero, como hace notar la revelación (cf. Ef 5, 25-33; Os 2, 21; Jr 3, 6-13; Is 45; etc.), uno de los rasgos esenciales y configuradores del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal que se ha unido con ella sola. Por eso, así como Cristo (que es uno) ama con fidelidad absoluta a su Iglesia (que es una), así tan sólo entre un solo hombre y una sola mujer pueden establecerse la unión y el amor conyugal. La unidad indivisible es un rasgo esencial del matrimonio exigido por la realidad representada. El sacramento del matrimonio, a la vez que une a los esposos tan íntimamente entre sí que hace de los dos «una unidad», les une también tan estrechamente con Cristo que su unión es participación -y por eso debe ser signo- de la unidad Cristo-Iglesia.
Para conocer la enseñanza de la Escritura sobre la unidad del matrimonio son especialmente relevantes los relatos de los orígenes sobre la creación del hombre -especialmente Gn 2, 18-24- y los textos de los profetas sobre el simbolismo de la alianza matrimonial. Y del Nuevo Testamento, los textos más interesantes se encuentran en los evangelios (Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12) y las cartas paulinas (1Co 7, 2-10; Rm 7, 1-3; Ef 5, 21-33).
Sobre la base de la Escritura -si bien poniendo el acento en uno u otro aspecto, según lo reclamaban las diferentes épocas-, ésa ha sido siempre la doctrina de los Padres, del magisterio, y también de la teología. Los santos Padres son unánimes al afirmar que la unidad es una propiedad del matrimonio, por lo menos tal como ha sido restaurado por Cristo. Apoyan esta afirmación fundamentalmente en la Sagrada Escritura. De todos modos, posiblemente porque en aquella época la poligamia estaba prohibida hasta por la ley civil, son escasos los testimonios de los Padres sobre la unidad del matrimonio. Y como argumentos más usados son los de que la unidad: a) está exigida por el designio de Dios desde el principio (Tertuliano; san Jerónimo); b) ha sido ratificada por el Señor (Clemente de Alejandría; c) así lo exige el matrimonio como símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia (san Agustín). La intervención más significativa del magisterio de la Iglesia -constante en proclamar la doctrina de la unidad del matrimonio-, tiene lugar en el Concilio de Trento, que, de manera solemne, define que la doctrina de la unidad del matrimonio pertenece a la fe de la Iglesia: «Si alguno dijere que es licito a los cristianos tener a la vez varias mujeres y que no está prohibido por ninguna ley divina (cf. Mt 19, 9), sea anatema» (Ses. XXIV, n. 2: D. 1802). El Concilio Vaticano II aborda el tema diciendo que la unidad del matrimonio es reclamada por la naturaleza del amor conyugal, la dignidad personal de los esposos y el bien de los hijos (cf. GS 48).
La unidad y la indisolubilidad son propiedades diferentes. Una cosa es que la entrega recíproca sea exclusiva, y otra, que dure para toda la vida. Pero se reclaman e implican mutuamente, ya que, en el fondo, no son más que dos aspectos de la misma realidad. Lo que es indisoluble no es otra cosa que la «unidad de los dos» (cf. Gn 2, 24; Mt 19, 6), es decir, la comunión conyugal en su unidad indivisible. La indisolubilidad hace referencia a la permanencia del matrimonio, que, una vez que se ha contraído, no se puede disolver. (Desde dos perspectivas es posible considerar esta propiedad: desde los propios cónyuges [indisolubilidad intrínseca] y también desde instancias externas a ellos [indisolubilidad extrínseca]. Remitiendo al derecho canónico esta segunda, nos limitamos a tratar de la primera).
Cuando se afirma que por el matrimonio el hombre y la mujer que se casan forman una «unidad de dos» (Gn 2, 24; Mt 19, 5), se habla de una unidad tan profunda que abarca la totalidad de las personas de los esposos, en cuanto sexualmente distintos y complementarios; y, por ello, connota necesariamente la perpetuidad. Es una unidad que, por su propia naturaleza, exige la indisolubilidad. La indisolubilidad no puede entenderse como una condición yuxtapuesta al matrimonio; es el requisito indispensable de la verdad de la comunidad matrimonial a la vez que su manifestación más genuina. La indisolubilidad es una dimensión esencial de la comunión conyugal: una vez que ésta se ha constituido, ya no se puede disolver. No está en la voluntad de los cónyuges poder romper el vínculo conyugal que han contraído.
Esta indisolubilidad -como acontece respecto de la unidad- es «confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión [de los esposos] en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio» (CCE 1644). Por este motivo, no se puede hablar de «dos clases» de indisolubilidad en el matrimonio cristiano (la que le correspondería como realidad humano-natural y la que le pertenecería en cuanto sacramento). La sacramentalidad no se introduce en el matrimonio de los cristianos como una dimensión paralela a la realidad humana-creatural.
En la fidelidad absolutamente incondicional e irrevocable de Cristo a su Iglesia, de la que el matrimonio cristiano es una participación real y específica, están el motivo y la significación más profundas de la indisolubilidad: «... representar y testimoniar la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia» (CCE 1647). De la misma manera que, en Cristo, no se pueden separar su humanidad y divinidad (ni la Iglesia, de Cristo), así tampoco se pueden romper, en los esposos, la unidad que se ha constituido por el sacramento. La indisolubilidad es una dimensión del matrimonio, profunda y misteriosa, que manifiesta el misterio del amor de Dios.
En la Sagrada Escritura son claras las referencias a la indisolubilidad del matrimonio, tanto en el Antiguo Testamento (Génesis, libros proféticos, etc.) como en el Nuevo (evangelios: Mt 5, 32; Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12; Lc 16, 18; cartas paulinas: 1Co 7, 10-11 y Rm 7, 2-3.). Pero a la vez no ofrece duda alguna el hecho de que, en la Biblia, se da una normativa jurídica que permite y regula el divorcio (Dt 24, 1-4); y, además, hay unas palabras del Señor que parecen dejar abierta esa posibilidad, por lo menos en algunos casos (Mt 5, 32; Mt 19, 9). De todos modos, según ha defendido siempre la Iglesia, esos textos no se pueden interpreta como excepciones a la indisolubilidad. La doctrina de la indisolubilidad forma parte del plan divino sobre el matrimonio y está contenida en la revelación. Ésa es la enseñanza de la Iglesia que, sin embargo, cuando la proclama en el Concilio de Trento, a fin de no herir la sensibilidad de la Iglesia oriental, se limita a decir que la «Iglesia no yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y de los apóstoles [Mc 10; 1Co 7], no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer un nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro» (Ses. XXIV, n. 7: D. 1807).
No hay autenticidad en el amor conyugal cuando, en esa relación, los esposos no están comprometidos a la vez y del todo con la totalidad existencial de su ser «espíritu encarnado», es decir, con la totalidad de su masculinidad y feminidad en cuanto dimensiones de su ser sexualmente distintas y complementarias. Al amor de los esposos, en cuanto esposos, le es esencial la totalidad, cuya primera condición es la unidad o exclusividad («uno con una») y la indisolubilidad («para siempre»).
Por el matrimonio, el hombre y la mujer que se casan pasan a formar una «unidad de dos», en lo conyugal, de tal naturaleza que el esposo (en cuanto esposo) es todo de la mujer, y viceversa. Y como lo conyugal (es decir, la masculinidad y la feminidad en cuanto dimensiones sexualmente diferentes y complementarias del ser humano) no es separable de la humanidad del hombre y de la mujer y permanece durante toda la vida (mientras continúe la «totalidad unificada» cuerpo-espíritu de la persona humana), se desprende que la indisolubilidad forma parte necesariamente de la exclusividad de la donación de los esposos. La indisolubilidad es la plenitud de la unidad en el tiempo. Tan sólo hay verdad en el pacto y donación conyugal, cuando hay voluntad de duración y promesa de fidelidad: cuando los esposos se entregan y se reciben incondicionalmente, que, en este caso, es lo mismo que «para siempre».
En la actualidad, «puede parecer difícil, incluso imposible, atarse toda la vida a un ser humano» (CCE 1648). Hasta el punto de llegar a afirmarse que la verdadera personalidad y madurez consisten en no vivir «encadenado» por el pasado y, menos aún, por el futuro. Sin embargo, la fidelidad -que es el mayor ejercicio de la libertad- es una exigencia del verdadero amor que, por su propia naturaleza, tiende a ser algo definitivo, no algo pasajero. Si al amor le falta el compromiso de la fidelidad, no es amor.
La decisión de ser fieles no se introduce en la donación matrimonial de los esposos como algo posterior, como si fuera la consecuencia de su amor La fidelidad, por el contrario, precede a su amor y le ofrece su objetivo. No hay amor sin fidelidad. Y no hay fidelidad en el matrimonio sin indisolubilidad: la indisolubilidad es la forma objetiva de la fidelidad. En el matrimonio, amor, fidelidad, unidad e indisolubilidad son aspectos integrantes y complementarios de la misma realidad: el vínculo matrimonial. Antes que ley o precepto, antes que exigencia social, la unidad indisoluble es exigencia interna de la donación matrimonial.
El matrimonio es uno e indisoluble de manera exigitiva y tendencial. Por su misma naturaleza y desde su misma raíz, la comunión conyugal está llamada a ser una y para siempre. Ésa es la razón de que si luego, en la existencia concreta, de hecho no es así, el matrimonio no deja de ser verdadero. No se pueden identificar el ser y el deber ser con el hecho del amor o comportamiento concreto.
Por otra parte, el bien de los hijos -su dignidad personal- sólo se protege adecuadamente dentro de la unidad del matrimonio indisoluble. Aunque la transmisión de la vida humana puede tener lugar fuera del matrimonio, su educación se vería grandemente dificultada en un contexto distinto de la unidad matrimonial. La condición personal de los hijos reclama el matrimonio uno e indisoluble como contexto idóneo para el desarrollo de su personalidad.
Preguntarse por la finalidad del matrimonio es preguntarse por el para qué de la institución matrimonial. La palabra «fin» puede entenderse como equivalente a «resultado» (= término, meta) o como sinónimo de «tendencia» (= ordenación a...). Aquí se toma en el segundo sentido, es decir, como la causa final del matrimonio, que, por tanto, determina su naturaleza.
La revelación y la tradición de la Iglesia son explícitas y constantes en afirmar que el matrimonio está ordenado por su propia índole al bien de los esposos y a la transmisión y educación de la vida. Sobre esa base la teología ha elaborado su exposición, de la que son puntos fundamentales: 1. el matrimonio y el amor conyugal y, consiguientemente, su acto específico -el acto conyugal- están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos; 2. el matrimonio y el amor conyugal y, consiguientemente, su acto específico -el acto conyugal- están ordenados por su propia naturaleza al bien y ayuda mutua de los esposos. En el fondo, una y otra cosa -el bien de los esposos y la procreación-educación de los hijos- son el mismo matrimonio, en tanto ordenado a ese doble fin o finalidad.
No siempre se ha explicado de igual manera el contenido o ámbito de esos fines; ni tampoco el modo en que, por pertenecer a la misma realidad -el matrimonio-, se deben relacionar uno y otro. La elaboración teológica de la doctrina de los fines del matrimonio tiene lugar principalmente con santo Tomás, al tratar de definir la naturaleza del matrimonio. Sin embargo, ya san Agustín se refiere a esta cuestión, aunque en un marco y con un propósito bien distintos: defender el valor moral del matrimonio. La explicación de santo Tomás empieza a ser común, gracias a sus comentaristas, a partir del siglo XVI; y desde entonces se hace tradicional. Sólo a finales de los años treinta del siglo XX, se aventura una nueva explicación de la finalidad del matrimonio, esta vez desde la perspectiva fenomenológica y existencial.
Con todo, la terminología «fin primario»- «fin secundario» no pasa a los documentos del magisterio de la Iglesia hasta el siglo XX. La primera vez que se utiliza es en el Código de Derecho Canónico de 1917 (c. 1013). Desde entonces esa terminología es constante hasta el Concilio Vaticano II, que, guiado por una intención marcadamente pastoral, se propone abordar las cuestiones abandonando el lenguaje técnico. El Concilio habla con profusión del amor conyugal, del bien de los esposos y de la procreación y educación de los hijos. El amor conyugal, el bien de los esposos y la apertura a la fecundidad no sólo no se contraponen, sino que se implican recíprocamente como expresión y cauce de garantía y autenticidad en la relación matrimonial. Fluyen inseparadamente de la naturaleza misma de la institución matrimonial (cf. GS 50).
El Concilio no emplea nunca la terminología fin primario-fin secundario; tampoco alude a la jerarquía de los fines. No ha querido entrar en esas cuestiones y afirma tan sólo que existen varios fines vinculados al matrimonio y al amor conyugal (cf. GS 48; 50). El Concilio supera la teoría de tos fines y habla indistintamente de bienes y fines. Ese silencio y lenguaje, sin embargo, no pueden interpretarse como un rechazo de la doctrina de los fines y su jerarquización. Así lo declara expresamente el mismo Concilio; lo recuerda la Congregación para la Doctrina de la Fe (1979); y ésa es la enseñanza de Juan Pablo II: «Según el lenguaje tradicional, el amor, como "fuerza" superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica Humanae vitae, al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales. [...] Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la Espiritualidad conyugal y familiar» (Alocución 10.X.1984, 3).
Lo que hace el Concilio es situar su reflexión en un marco que permite integrar los valores personales e institucionales: el del amor conyugal y el de la persona (una perspectiva que será desarrollada más ampliamente en la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI y en el magisterio de Juan Pablo II). La consideración de esta unidad ocupa también un lugar fundamental en Humanae vitae, si bien desde la perspectiva del sentido y valor del acto conyugal. La Encíclica se sirve de las expresiones «orientación» y «significados», cuya unidad subraya con fuerza: la procreación y la unión son dos aspectos esenciales e inseparables del acto conyugal. Ésta es también la línea seguida por el Catecismo de la Iglesia Católica, que usa indistintamente los términos «bienes» y «fines», y afirma que son unas significaciones y valores que en modo alguno se pueden disociar (cf. CCE 2363).
El matrimonio está orientado a unos determinados fines y entre ellos se da una relación reciproca. Cosa diferente es la reflexión teológica sobre la existencia de esos fines y el modo de relacionarse: algo cambiante y susceptible de tratamientos diversos. Se trata, sin embargo, de un tema de importancia decisiva para la ética y Espiritualidad matrimonial: determina, en buena parte, el deber ser de las relaciones entre los esposos a fin de que respondan al designio de Dios sobre su matrimonio como comunidad de vida y amor. ¿Se puede «sacrificar» alguno de ellos para alcanzar o salvar otro o todos los demás? Sobre este punto, éstos son los principios doctrinales firmes para la recta solución.
a) Entre las diferentes dimensiones de la finalidad inscrita en el matrimonio no puede haber contradicción objetiva alguna. Aunque cada uno de los fines o bienes tiene su consistencia propia (no se justifica sólo por estar al servicio de los demás), están, sin embargo, tan íntimamente relacionados que no se pueden dar separadamente. Son, en el fondo, dimensiones de la misma finalidad. Los conflictos que pudieran darse son sólo aparentes y subjetivos, motivados –quizá- por un deficiente conocimiento del designio de Dios o por la dificultad en ordenar las conductas de acuerdo con el plan de Dios. Si, como consecuencia del pecado de los orígenes, forma parte de la existencia del hombre encontrar dificultad para descubrir y vivir el designio de Dios, la conducta adecuada debe consistir en esforzarse por superarla. Actuar de otro modo constituiría una violación de la ley de Dios.
b) Los esposos han de ser conscientes de que los fines del matrimonio, en cuanto expresión del proyecto divino, señalan el modelo ético que deben seguir. Pero, por eso mismo, son a la vez garantía de la donación, por parte de Dios, de tos auxilios necesarios para integrarlos en sus vidas. Uno de los efectos del sacramento del matrimonio es la gracia sacramental específica para vivir la vida matrimonial según el plan de Dios. Desde esta perspectiva, las posibles dificultades han de constituir motivos de esperanza para proseguir en el esfuerzo en que están comprometidos.
c) La integración de los diversos fines del matrimonio en la vida y relación recíproca de los esposos sólo es posible a través de la virtud de la castidad. Por esta virtud, los esposos son capaces de integrar en la unidad interior de su humanidad como hombre o mujer los valores y significados propios de su matrimonio y amor conyugal. Son capaces de convertirse en don recíproco de una manera total e ilimitada. Éste es, precisamente, el cometido de la castidad. Una virtud que, siendo necesaria para todos los hombres, reviste, en los casados, la peculiaridad de integrar los diversos fines del matrimonio en la unidad de cada uno de ellos (los casados) como personas dentro de la unidad de su matrimonio.
El recto orden de la sexualidad y del amor conyugal exige que los esposos no pongan obstáculos a la dimensión procreadora del acto conyugal. Y ese mismo orden recto pide que se garantice siempre la dimensión unitiva. El matrimonio es una comunidad que abraza al hombre entero: no sólo en su cuerpo sino en su alma y en su corazón. En la consideración del matrimonio es necesario, por tanto, unir a la vez aspectos biológicos y espirituales dentro de esa unidad sustancial que es la persona humana.
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A. Sarmiento
La palabra «ministerio», actividad propia del ministro, es versión castellana del latín ministerium, término con el que la Vulgata traduce el hebreo mesaret del Antiguo Testamento y varios términos griegos del Nuevo Testamento, como diáconos, leiturgos, hiperetes, dulos, en contextos que implican el ejercicio de una actividad religiosa de servicio a Dios y/o a los hombres. Así la actividad de Moisés como mediador entre Dios y su pueblo es denominada diaconia = ministratio (cf. 2Co 3, 7), así como su ayudante Josué es denominado su mesaret = su ministro (Ex 24, 13); en el Nuevo Testamento la palabra «ministerio» y sus derivadas aparecen en muchas ocasiones con significación de servicio a Dios, a Cristo o a los hermanos.
En el decurso de la historia de la salvación la Sagrada Escritura nos habla de diversos actos de servicio sagrado o ministerio que, en el Antiguo Testamento, realizan los patriarcas, profetas, sacerdotes, jueces, reyes y algunos de sus colaboradores. A ese servicio, de carácter estable, está dedicada, por voluntad de Dios, la persona que lo realiza, supuesta su legítima designación y, en algunos casos, su consagración. Así el rey, consagrado mediante la unción (cf. 1Sam 9), quedaba penetrado del Espíritu de Yahwéh para poder realizar un multiforme servicio a todo el pueblo. Por ejemplo, Saúl, David y Salomón, cuyas funciones de servicio cultual y de gobierno corresponderán también a sus sucesores, quienes son aprobados o censurados según que ajusten o no su conducta a la voluntad de Yahwéh, en nombre del cual deben reinar (cf. 1 y 2S; 1 y 2R;1 y 2Cro; Esd y Ne). Sirven, pues, a Dios, sirviendo al pueblo.
En el Nuevo Testamento Jesucristo es el ministro por antonomasia, obediente al Padre y Salvador de los hombres. «Hijo del Altísimo» y «heredero de David su padre» (Lc 1, 32), «salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1, 21), «entregándose a sí mismo en rescate por todos», como «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2, 5-6; cf. Hb 9, 15), por quien Dios quiso «reconciliar consigo el universo, pacificando por él, por la sangre de su cruz», todos los seres (Col 1, 20). En cumplimiento de la voluntad del Padre (cf. Jn 8, 28-29), como mandatario suyo, llevó a cabo su misión cultual-salvífica (cf. Jn 17, 4): Él es el definitivo profeta, «testigo veraz» (Ap 1, 5), sacerdote (Hb 7, 24), rey (Jn 18, 37) y juez (Mt 25, 31-46), que, después de su ascensión, sigue ejerciendo para siempre su mediación de Pontífice (leiturgos = minister) en el santuario celeste (cf. Hb 8, 1-2).
Para que, cuando Él no estuviera físicamente visible, pudiera llevarse a cabo la universal voluntad salvífica de Dios (cf. 1Tm 2, 4), con su plenitud de autoridad (cf. Mt 28, 18) quiso hacer partícipes de su ministerio a quienes ejerzan algún cargo estable al servicio de la misión de su Iglesia, es decir, de la misma misión de Cristo, que la Iglesia lleva a cabo, en el tiempo de la historia, gracias al Espíritu Santo, quien la vivifica para ello permanentemente (cf. LG 4).
El ministerio del Nuevo Testamento tiene, pues, su origen y su prototipo en Jesucristo. Los «ministros de Cristo, dispensadores de los misterios de Dios» (1Co 4, 1), obran a modo de instrumentos suyos (cf. S.Th., III, q.64, a.5); instrumentos libres, que han de actuar fielmente, impulsados e iluminados por el Espíritu Santo y respaldados por Cristo mismo, que es la causa principal de su actividad ministerial; de suerte que es Cristo, mediante sus ministros, quien evangeliza, santifica y gobierna. La actividad ministerial presupone dones sobrenaturales gratuitos, entre ellos los carismas, de cuya autenticidad juzgan los que presiden la Iglesia (cf. LG 12). De ahí que, cuando los actos son válidos, la fecundidad de todo ministerio dependa de la unión del ministro con Cristo (cf. Jn 15, 5), a quien el ministro debe imitar en cualquier estado de vida, en cualquier profesión, en cualquier cargo. Modelo y ayuda singular para esa imitación es la Virgen María (cf. AA 4), «la esclava del Señor» (Lc 1138), especialmente en cuanto a la disponibilidad; de suerte que cada cual ponga el don que ha recibido al servicio de los demás (cf. 1P 4, 10), con las adaptaciones que reclaman el tiempo y el ambiente concretos.
Hay que subrayar que no existe oposición entre ministerio y carismas. Éstos son gracias especiales que el Espíritu da a cada uno como él quiere (cf. 1Co 12, 4-12; LG 12) y que capacitan y disponen para desempeñar cargos y oficios útiles para la Iglesia, en orden a la edificación armónica de la misma (cf. Ef 4, 16); provienen, pues, del mismo Espíritu y tienen la misma finalidad. Todo cristiano que haya recibido algún carisma tiene el derecho y el deber de ejercitarlo en beneficio de todos, en comunión con los hermanos y especialmente con sus pastores (cf. AA 3).
Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo» (LG 18). Hay, pues, diversas formas de servicio eclesial, algunas de las cuales (episcopado, presbiterado y diaconado) presuponen la recepción del sacramento del orden; una (ministerio petrino), la legítima elección canónica (cf. CIC, c. 332); otras, la institución mediante un sacramental (cf. Pablo VI, Motu proprio Ministeria quaedam, 15.VIII.1972), y otras incumben a todo cristiano que, por el hecho de sedo, está llamado al apostolado (cf. LG 5; AG 36; EN passim).
El Concilio Vaticano II agrupa estos servicios en torno a tres funciones básicas: evangelización, culto divino y gobierno eclesial. Cada una reclama y de algún modo implica a las otras dos. No se contraponen entre si, ni caben disputas acerca de la principalidad de alguna de ellas: son tres virtualidades de la única misión de la Iglesia, a cuyo cumplimiento se ordenan, aunque, por razones pedagógicas obvias, tenga prioridad cronológica la evangelización, que ha de empezar por suscitar la fe, sin la cual no es posible agradar a Dios (cf. Hb 11, 6); ahora bien, «la fe depende del mensaje que se oye, y ese mensaje llega a través de la palabra de Cristo» (Rm 10, 17). La predicación de esa palabra es, según Rm 15, 16, una liturgia, esto es, ministerio.
Por otra parte, como quiera que «todo el bien espiritual de la Iglesia se contiene en la Eucaristía», con ella guardan coherencia y a ella se ordenan todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado (cf. PO 5). Desde esta perspectiva el ejercicio de la triple función culmina en el servicio cultual. Y, como es obvio, en el cuerpo de la Iglesia cada miembro ha de realizar la actividad que le corresponde, para no caer en la anarquía funcional (cf. 1Co 12, 12-30; Rm 12, 4-8; Ef 5, 30); lo cual reclama el ejercicio de la función de gobierno por parte de las autoridades eclesiales: en toda la Iglesia, la del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y, en comunión con él, la del Colegio de los Obispos, sucesor del Colegio de los Apóstoles; en cada iglesia particular, la de cada obispo, con quien colaboran el clero diocesano, los religiosos y miembros de institutos de vida consagrada, según su carisma propio, y los laicos (cf. CD 1-4, 11, 27-30, 33-35).
La finalidad última de todo ministerio es la misma de Cristo ministro: la glorificación de Dios mediante la salvación de los hombres. A este fin tienden no sólo la actividad específica de las autoridades eclesiales y la de los que cooperan con ellas directamente en la evangelización y santificación de los hombres, sino también la de los laicos que, cada uno según sus cualidades y formación, en cuanto fieles y en cuanto ciudadanos, trabajan para aclarar, difundir y aplicar los principios cristianos a los problemas sociales y políticos, con la finalidad inmediata de renovar y perfeccionar el orden temporal (cf. AA 5-7). Esto implica la promoción de los bienes de la vida y de la familia, de la cultura, economía, artes, profesiones, instituciones políticas nacionales e internacionales, a la luz de la verdad del Evangelio, de la justicia y del mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22, 37-40; AA 8), con vistas a suprimir las causas de los males, no solamente los efectos de los mismos.
La única misión y la misma finalidad última de todos los ministerios exigen una jerarquización orgánica de éstos y establecen su interdependencia. En el vértice de la pirámide está el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, vicario de Cristo en la tierra, que ejerce la suprema potestad sobre todos los miembros de la Iglesia; y, en primer lugar, sobre el Colegio de los Obispos, que sucede al Colegio de los Apóstoles y que ejerce la suprema autoridad en la Iglesia de modo solemne en los concilios ecuménicos o cuando el Papa llama a todos los obispos a una acción colegial, o la aprueba o la acepta libremente. Siempre en comunión con el Papa, cada obispo, con la plenitud del sacerdocio recibida sacramentalmente en su ordenación, ya esté al frente de una iglesia particular, de una prelatura personal o de una tarea específica que le haya sido confiada por el Papa, ejerce su potestad pastoral a ejemplo del Buen Pastor y contribuye a la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. LG 24-27; CD; CIC, cc. 294-297).
Juntamente con los obispos comparte, el honor del sacerdocio, en grado subordinado al ministerio episcopal, los presbíteros, próvidos cooperadores de los obispos en el servicio al Pueblo de Dios. Forman en cada diócesis un solo presbiterio, cuya cabeza es el obispo, de quien son colaboradores y consejeros necesarios; y, unidos en intima fraternidad sacramental, son heraldos del Evangelio y pastores de la Iglesia en la actividad parroquial o en otros cargos, como testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, unidos a su obispo con sincera caridad y obediencia (cf. LG 28; PO 2-9, 12 y passim).
También los diáconos son constituidos mediante el sacramento del orden pero el obispo les impone las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio» (cf. LG 29). Sus funciones ministeriales de peculiar servicio al obispo y a los presbíteros en beneficio de todo el Pueblo de Dios se especifican en el «motu proprio» de Pablo VI, Sacrum diaconatus ordinem (18-6-1967), n. 14, y en los ritos de ordenación: fortalecidos con el don del Espíritu Santo, ayudan al obispo y a su presbiterio en el anuncio de la palabra, en el servicio al altar y en el ministerio de la caridad, mostrándose servidores de todos; proclaman el Evangelio, preparan el sacrificio y reparten la comunión eucarística, predican a fieles e infieles, pueden administrar el bautismo, bendecir el matrimonio, ser portadores del Viático y presidir los ritos exequiales, ejercitan la caridad en nombre del obispo o del párroco; tareas reguladas en CIC, c. 757, 767, 835, 861, 910, 943, 1108. El Concilio Vaticano II restauró el diaconado permanente, que, cumplidos los requisitos establecidos en cc. 1026-1030 y 1032, puede ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y a jóvenes idóneos para los que se mantiene la ley del celibato; medida especialmente conveniente en tierras de misión (cf. AG 16) y donde, por razones pastorales, lo considere útil la Conferencia Episcopal correspondiente.
Además de los ministerios ordenados, la Iglesia instituyó, desde antiguo, en Oriente y en Occidente, otros ministerios para ayudar en la celebración del culto divino y prestar otros servicios auxiliares. En la Iglesia latina había ostiarios, exorcistas, lectores, acólitos y subdiáconos, que solían denominarse órdenes menores, menos el subdiaconado que, disciplinarmente, era considerado orden mayor; se requerían como grados clericales, previo el rito de la tonsura, para recibir el diaconado. Vanas de las funciones que tuvieron en la Antigüedad eran practicadas por laicos y la de exorcista había quedado reservada a algún presbítero calificado, con licencia peculiar y expresa del ordinario del lugar (CIC, c. 1172). Dado que, en las acciones litúrgicas, cada ministro, al desempeñar su oficio, ha de hacer «todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28), se imponía una renovación en la materia. Pablo VI la llevó a cabo en Ministeria quaedam: suprimió la tonsura y el subdiaconado y redujo las «órdenes menores» a los ministerios de lector y de acólito, que dejan de ser grados clericales, aunque se requieran para la ordenación del diácono. Los candidatos a estos ministerios han de ser «varones laicos que tengan la edad y condiciones determinadas por decreto de la Conferencia Episcopal» (CIC, c. 230). El servicio del lector consiste en proclamar, en la asamblea litúrgica, la Palabra de Dios, excepto el Evangelio, formular las peticiones de la oración universal, cuando no hay diácono ni cantor, dirigir el canto y la participación de los fieles, preparar a los fieles para que lean la Sagrada Escritura y participen en las acciones litúrgicas. El acólito cuida del servicio al altar y ayuda al diácono y al presbítero, especialmente en la celebración de la misa, puede ser ministro extraordinario de la sagrada comunión, en circunstancias extraordinarias se le puede encomendar que exponga y reserve el Santísimo, pero no puede dar la bendición al pueblo.
Las funciones litúrgicas encomendadas a estos ministerios pueden ser realizadas por laicos temporalmente encargados para ello; pueden recibir ese encargo las mujeres (cf. CIC, c. 230). En todo caso deben adquirir la formación necesaria para cumplir dignamente su función. En cuanto a la evangelización, todos y cada uno de los fieles, por ser miembros del cuerpo místico, están, como dijimos, llamados al apostolado y, por tanto, en comunión con sus pastores, han de ejercer su polifacético ministerio, ya en forma asociada, ya individualmente.
Por tanto, toda la Iglesia ha de ejercer el ministerio para glorificación de Dios y salvación de los hombres de modo análogo a como ejerce su ministerio Jesucristo, el Verbo encarnado, Redentor de los hombres (cf. LG 8). Es un ministerio instrumental, respaldado por el mismo Jesucristo y posibilitado por la asistencia vivificante del Espíritu Santo. Es, pues, para la Iglesia, no una carga sino un motivo de gloria. Como quiera que cada miembro de la Iglesia presta libremente su aportación personal, ésta es meritoria, de suerte que el ejercicio del ministerio es fuente inmediata de su santificación.
BibliografíaY. CONGAR, Quelques expressions traditionnelles du service chrétien, en Unam Sanctam 39, Paris 1962, 101-132. J. DELORME, «Sacerdote du Christ et ministeres», Revue Sciences Religeuses 62 (1974) 199-219. A. FERNÁNDEZ, Munera Christi et munera Ecclesiae. Historia de una teoría, Pamplona 1982. N. LÓPEZ MARTÍNEZ, «La temática del orden sagrado en el posconcilio», en Teología en el tiempo. Veinticinco años de quehacer teológico, Burgos 1994, 419-435. J.R. VILLAR, Iglesia, ministerio episcopal y ministerio petrino (Cuestiones fundamentales), Madrid 2004.
N. López-Martínez
La tradición neotestamentaria testimonia claramente que Pedro recibió del Jesús terreno una tarea especial, un lugar preeminente en el grupo de los discípulos, confirmada luego por el Resucitado
Tanto los sinópticos como Juan coinciden en presentar a Pedro como uno de los primeros discípulos llamados por Jesús (Mc 1, 16-18; Jn 1, 40-42), ocupando el primer lugar en las listas de los Doce (Mc 3, 14-19) y un papel principal en el grupo de los discípulos, como portavoz del mismo. Este papel de portavoz se expresa singularmente en su confesión mesiánica, que transmiten todos los evangelios (Mc 8, 29; Jn 6, 68-69). Esta posición primera de Pedro recibirá confirmación por haber sido el primero de los Once en ser testigo del Resucitado (1Co 15, 5).
Desde el inicio del camino pospascual Pedro aparece como representante principal y guía de los discípulos, reunidos en tomo a él: dirige la elección de Matías (Hch 1, 15-26), inicia la predicación primera (Hch 2, 14-36), aparece como portavoz ante el pueblo y el sanedrín (Hch 2, 38; Hch 3, 6.12; Hch 4, 8.19; Hch 5, 29), comienza la misión a los gentiles (Hch 9, 3-11, 18).
Esta misión particular que Pedro recibe de Jesús es presentada explícitamente en los evangelios de Mateo, Lucas y Juan. Mateo Mt 16, 16-19 es seguramente una pericona original y no interpolada. En ella, la revelación, manifestada en la confesión de fe, la bienaventuranza y las palabras de Jesús hacen de Pedro garante del único Evangelio sobre el que se construye la única Iglesia. Recibe una autoridad que es presentada abarcando decisiones doctrinales y disciplinarias.
Lc 22, 31-32 presenta a Jesús rezando por Pedro, para que su fe no desfallezca y así la confusión no venza la fe de los discípulos; Pedro recibe la misión de confirmar a sus hermanos gracias a esta fe, que es pura gracia pedida y conseguida por Jesús.
Jn 21, 15-17 narra una aparición del Resucitado en la que Simón Pedro desempeña un papel especial: Jesús, el enviado por el Padre y pastor único, le confía el cuidado pastoral de su rebaño. Con esta imagen, tradicional para el pueblo de Israel, se afirma la autoridad de Pedro, dada por el Señor. La misión es precedida por una triple adhesión de Pedro a Jesús, que constituye una verdadera profesión de fe. El rebaño sigue perteneciendo a Cristo, que confía a Pedro una misión pastoral referida a toda la Iglesia.
En estos tres textos fundativos, el ministerio de Pedro presupone la gracia y la misericordia del Señor, que hace posible el reconocimiento y la adhesión amorosa de Pedro a Jesús.
Los escritos neotestamentarios, de diferentes ámbitos geográficos y teológicos, atestiguan una clara valoración de la misión de Pedro tras su muerte. Si se considera en particular Jn 21 junto con la primera y segunda cartas de Pedro, no quedan dudas de que la autoridad de Pedro era indiscutida a finales del siglo I y comienzos del II. El testimonio de las fuentes no ofrece base para entender la misión encomendada a Pedro como vinculada sólo a su persona y desaparecida con él (O. Cullmann).
La presentación insistente de la preeminencia de Pedro y de la misión que recibe de Jesucristo, de su función como garante de la fe auténtica en Cristo y como guía de la Iglesia naciente, ha de ser comprendida en el horizonte de la sucesión apostólica, propia de los autores neotestamentarios, los cuales siguen apelando a su ministerio y autoridad incluso mucho después de su muerte.
Cuestión diferente es determinar más precisamente este «primado» petrino. Para la Iglesia apostólica, Pedro era, de manera particular, testigo auténtico y autorizado de la fe en Cristo y, por ello, pastor del rebaño de los discípulos del Señor; su preeminencia radicaba en la confesión de la fe, no en honores tributados por hombres. Por la vinculación especial de su testimonio apostólico con Roma, se manifiesta desde el inicio la conciencia de que en esta Iglesia se guarda su tradición, la regla de fe de Pedro.
La carta de Clemente testimonia ya la responsabilidad especial que asume Roma ante una Iglesia apostólica tan prestigiosa como Corinto; Ignacio de Antioquía menciona su «presidencia en la caridad» y muestra además una extraordinaria reverencia ante la Iglesia de Roma; con gran autoconciencia, Víctor, obispo de Roma, pretendía pronunciar excomuniones en la discusión sobre la fecha de Pascua; en Asia Menor se encuentra la inscripción de Abercio, etc. Son particularmente significativas además las listas episcopales de Hegesipo y de Ireneo, que buscan subrayar el principio de apostolicidad y, para ello, presentan el ejemplo de Roma como criterio de la verdadera tradición; según Ireneo, toda Iglesia debe necesariamente convenir con esta Iglesia a causa de su origen más excelente (Adv. Haer. 111, 3, 2).
Así pues, aun considerando lo diferenciado de la situación eclesial en el siglo II y los relativamente pocos textos conservados sobre estas cuestiones precisas, es clara la conciencia de que en Roma, por la sucesión de Pedro, se encuentra de manera particular el testimonio de la verdadera fe, por lo que goza de cierta preeminencia, manifestada ya también como pretensión de autoridad, en la comunión de las Iglesias apostólicas.
Por supuesto, no se encuentra aquí todavía la configuración jurídica del primado que será el fruto de la evolución histórica. Se observa, en cambio, que la Iglesia afirma desde el inicio este ministerio de unidad en el horizonte de la fidelidad a la tradición apostólica, de la vida en la única comunión eclesial: la comunión con el obispo de Roma es decisiva para la pertenencia a la Iglesia apostólica.
La conciencia de la Iglesia sobre el ministerio petrino se irá conformando luego al hilo de las circunstancias históricas; no por necesidades de organización societaria, sino más bien en el esfuerzo de afirmar la fidelidad a lo apostólico, de lo que el ministerio, presente en la Iglesia de Roma, aparece como garante. La comprensión y la reflexión sobre el primado crecerán junto con la experiencia, que llevará a volver los ojos, una y otra vez, al Pedro bíblico, a releer las palabras de Jesús, a percibir y subrayar de modo nuevo su significado.
La forma de ejercicio del ministerio del sucesor de Pedro se irá configurando históricamente, también en medio de discusiones y de una recepción más o menos clara en otras partes de la Iglesia. Pero, más allá de las formas jurídicas de su ejercicio y más allá también de la debilidad y del pecado humano (UUS 34), la realidad de la sucesión de Pedro está presente en la Iglesia desde sus inicios, ejerciendo una misión en conformidad con los rasgos esenciales de la tarea encomendada a Pedro según el testimonio neotestamentario.
Por consiguiente, con la ayuda de la distinción entre esencia del ministerio y forma de su ejercicio (UUS 95), podemos afirmar que el origen y la misión del ministerio petrino es iuris divini, proviene de la revelación de Dios en Jesucristo; mientras que los modos concretos de instrumentar esta misión, sus varias configuraciones jurídicas, implican siempre también un opus humanum.
La afirmación católica de la institución por Jesucristo del ministerio petrino y de su perpetuidad, enseñada solemnemente por los concilios Vaticano I y II (LG 18), tiene, pues, un buen fundamento exegético e histórico.
Ahora bien, aun cuando se admitiese la existencia de cierta primacía del obispo de Roma desde los primeros siglos y el enraizamiento evangélico de cierto ministerio petrino como servicio universal a la unidad -lo que no puede darse por descontado en el diálogo, por ejemplo, con las posiciones luteranas-, sigue planteándose la pregunta sobre la continuidad esencial entre esta realidad inicial y lo afirmado en los dogmas papales proclamados por Pastor aeternus y asumidos por Lumen gentium. Es necesario comprender su identidad profunda con la misión encomendada a Pedro, para que esta enseñanza conciliar no parezca la canonización de formas particulares de ejercicio del papado, propias del segundo milenio, o incluso la sacralización de un poder humano, sino una profundización decisiva en su naturaleza y en su servicio eclesial. Podrá responderse así también a la crítica ortodoxa a una comprensión del ministerio petrino en los términos de «poder de jurisdicción» definidos por el Vaticano I.
La existencia del primado papal en la Iglesia fue afirmada en el II Concilio de Lyon (D. 861), en la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII (D. 875), en el Concilio de Florencia (D. 1300-1308) y en el Concilio Laterano V (D. 1445). El Vaticano I dedicó a este tema una constitución conciliar propia (Pastor aeternus: D. 3050-3075), con definiciones dogmáticas sobre su naturaleza misma.
El Concilio Vaticano II ha completado la doctrina del primado con la del episcopado, situándola además en un horizonte eclesiológico renovado (Lumen gentium).
El ministerio apostólico es presentado por el Vaticano II al servicio del Evangelio, para que se conserve «siempre vivo e íntegro en la Iglesia» (DV 7). El significado del ministerio petrino es resumido por Lumen gentium diciendo que Jesucristo «instituyó en él para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (LG 18).
El Concilio precisa así la modalidad apostólica del cumplimiento de esta misión: el Papa es «principio de unidad» de modo «visible» y «secundario»; porque él no instituye la fe, los sacramentos o la unidad de la Iglesia, sino que está al servicio de la obra de Jesucristo y de su Espíritu. Por tanto, la comunión con el sucesor de Pedro es realmente criterio de la permanencia en la Iglesia de Cristo, pero no porque él la constituya, sino porque es signo visible y objetivo de su presencia en la historia.
Este hecho fundamental, que posibilita su particular ministerio en la Iglesia, no puede ser fruto de un poder humano; no es originado por la perfección de su fe personal o de su vida cristiana. Pues el Papa, como todo fiel, no se sitúa por encima de la Palabra de Dios y de la Iglesia, sino en la obediencia al Evangelio, participando gratuitamente en la comunión abierta por Cristo y dando testimonio suyo con la gracia del Espíritu.
Sólo el Espíritu puede garantizar al sucesor de Pedro el mantenimiento de su testimonio en la verdad y, por tanto, el significado objetivo de su ministerio en la Iglesia universal. Este don particular del Espíritu no es ninguna nueva forma de sacramento (K. Rahner); se manifiesta en aquella peculiar asistencia del Espíritu -el carisma de la infalibilidad- gracias a la cual el sucesor de Pedro, en el ejercicio de su ministerio como pastor supremo, no se separará de la Iglesia universal. Gracias a este don, que asegura la permanencia del Papa en la verdad de la tradición apostólica, el ministerio petrino puede ser para todo fiel signo visible de la presencia de la Communio plena.
Puede comprenderse así la peculiar «jurisdicción» del obispo de Roma: la unidad con él es condición de la permanencia en la Iglesia; para no separarse de la Comunión plena, todos los fieles, entre los que se incluyen los ministros ordenados, están llamados a vivir sus dones propios, su vocación y su misión, permaneciendo en unidad con el sucesor de Pedro. Del mismo modo, la unidad con el obispo de Roma es también realidad internamente constitutiva de las Iglesias particulares y no simplemente subsidiaria o externa (CN 12-13.17; UUS 97), al ser ellas presencia en lo particular de la única Comunión universal fundada por Jesucristo (LG 23).
En el caso del ministerio episcopal, la permanencia en unidad con el Papa no significa necesariamente la delegación de un poder, sino, en primer lugar, la garantía de que el ministro permanece en la unidad de la Iglesia, de cuya presencia en la historia es principio visible el obispo de Roma. Así, el ministerio petrino no se substituye ni entra en competencia con el episcopal; al contrario, lo refuerza en su verdad (LG 27b), como «signo e instrumento» de la obra de Cristo en la historia; pues el obispo puede ser cabeza de su Iglesia particular porque es signo de la Iglesia universal, lo que es posible justamente gracias a la comunión con el sucesor de Pedro.
El Colegio episcopal, por su parte, no recibe tampoco su poder por una delegación papal; pero, sin embargo, la unidad con el sucesor de Pedro es igualmente elemento constitutivo de su existencia como Colegio, de modo que, sin su Cabeza, carecería de su autoridad suprema en la Iglesia (LG 22).
Así comprendido, en el centro del ministerio petrino no se encuentra ninguna forma de poder humano, sino una particular gracia del Espíritu, que salvaguarda la verdad de su permanencia en la fe apostólica y posibilita el cumplimiento de su misión en la unidad de la Iglesia.
La «jurisdicción» del sucesor de Pedro no aparece entonces como una pura autoridad extrínseca, añadida a una Iglesia de naturaleza sacramental, como mera relación de poder entre superior y súbdito; sino, según su naturaleza, como principio visible de la unidad en la fe y en la comunión plena de la Iglesia. El «primado de jurisdicción» no se explica, por tanto, como una cuestión de «soberanía», de constitución monárquica o absolutista de la Iglesia, sino en referencia a la presencia en la historia de la verdadera Comunión que proviene de Cristo.
Por consiguiente, afirmar la preeminencia también jurisdiccional del sucesor de Pedro no significa situarlo por encima de la Iglesia, sino en ella. De hecho, es doctrina común que, por su ministerio, el Papa no está por encima de la Palabra de Dios (DV 10 b), que se manifiesta en la regla de fe, en la enseñanza de los concilios ecuménicos, incluso en el status generalis Ecclesiae. Por el contrario, en su ministerio da testimonio auténtico y sirve a la Palabra y los sacramentos, que provienen de Dios y son conservados y transmitidos por la Iglesia.
El ministerio petrino se fundamenta, pues, en el principio contrario al absolutista: veritas, non auctoritas facit legem; en este caso, la verdad de la permanencia del sucesor de Pedro en la Comunión con Jesucristo. A partir de este rasgo fundamental, puede describirse la particular relación del Papa con la Iglesia: Pedro no se separará de la Iglesia, ni ésta de Cristo. Unido al sucesor de Pedro, prestándole «el obsequio religioso de su inteligencia y voluntad» (LG 25), el cristiano permanece en la Unidad de la Iglesia de Cristo.
El reconocimiento de la autoridad del sucesor de Pedro no excluye posibles divergencias o debates; pero excluye que cualquier otra propuesta o poder humano pueda ser punto de partida suficiente para instituir otro criterio objetivo de permanencia en la unidad de la Iglesia.
La historia misma muestra que el significado del ministerio papal no depende de que disponga de la teología más elaborada o de la «política» más eficaz, y ni siquiera de que haga un uso frecuente de su «magisterio infalible»; radica, más bien, en que la presencia del sucesor de Pedro es criterio objetivo y visible de la «Comunión plena», de modo que los fieles pueden tener la certeza de que, unidos con él, permanecen en la verdadera fe, en la verdadera Unidad fundada por Cristo y vivificada por su Espíritu.
BibliografíaAA.VV., «II primato del sucessore di Pietro», Atti del Simposio teologico, Roma 1996, Cittá del Vaticano 1998. A. CARRASCO ROUCO, Le primat de I'évêque de Rome, Fribourg 1990. K. SCHATZ, El primado del Papa, Santander 1996.
A. Carrasco
La reflexión teológica sobre la misión se encuentra dificultada por dos factores que, precisamente por ello, la hacen particularmente necesaria al tratarse de una noción fundamental. Por una parte, se habla de misión en diversos contextos y niveles del misterio cristiano y de la vida eclesial: la doctrina trinitaria, la cristología, la eclesiología e incluso la antropología cristiana deben incluirla como categoría clave. Debe encontrarse por consiguiente una lógica que dé coherencia a los diversos usos y aplicaciones del término.
Por otra, en la vida concreta de las prácticas eclesiales la referencia a la misión (y, más concretamente, el calificativo «misionero») ha adquirido una actualidad inusitada en la terminología pastoral y evangelizadora. De este modo un calificativo que se consolidó en el ámbito de la evangelización de los no cristianos se fue aplicando a otros campos de la actividad eclesial (parroquia misionera, catequesis misionera, pastoral misionera...) de un modo que acababa difuminando las diferencias y las peculiaridades. No sólo se hacía difícil distinguir entre pastoral, misión y evangelización, sino que además resultaba impreciso todo intento de identificar el elemento específico misionero.
Para ofrecer criterios claros que permitan superar este confusionismo y captar la lógica de fondo que haga posible un uso diversificado del término, seguiremos tres pasos: presentar el origen y la dinámica histórica que introdujo en la conciencia eclesial la importancia y la centralidad de la acción misionera (lo que provocó que otros empleos más radicales y de mayor rango teológico pasaran a la penumbra o al lenguaje técnico de especialistas); mostrar el proceso que condujo a la búsqueda de una mayor hondura y radicalidad teológica; explicar la lógica de la misión como estructura constitutiva del misterio cristiano, si bien abierta desde su núcleo a modulaciones diversas.
La irrupción de la terminología misionera y su presencia constante en la vida de la Iglesia tuvo lugar en el siglo XVII. Se originó en el cuarto voto de los miembros de la Compañía fundada por san Ignacio de Loyola, en virtud del cual se comprometían a aceptar y asumir cualquier «misión» que les encargara el Papa. En un primer momento esta misión podía referirse a una tarea realizada en lugares lejanos, pero asimismo a la acción pastoral en zonas rurales descristianizadas o en ámbitos dominados por los diversos tipos de reformadores de la época En este sentido surgieron diversas congregaciones que se atribuyeron designaciones que incluían una referencia a la misión.
Este desarrollo coincidió con la ampliación del horizonte geográfico merced a las grandes iniciativas de navegación realizadas especialmente por españoles y portugueses. Los nuevos territorios y sus pobladores desplegaron ante los ojos de la Iglesia europea la urgencia del anuncio del Evangelio, de la conversión y del bautismo de aquellas personas que se encontraban totalmente al margen de la revelación cristiana. La amplitud de la empresa colonial moderna seguiría urgiendo una respuesta esforzada y generosa. A ella se consagraron numerosos hijos de la Iglesia, especialmente miembros de congregaciones religiosas.
Paulatinamente misión y misionero se fue aplicando de modo universal y prácticamente exclusivo a este tipo de actividad. Previamente este dinamismo de expansión cristiana y de fundación de nuevas iglesias había recibido designaciones diversas: «iluminación de los gentiles», «procurar la salvación a todas las gentes», «conversión de los gentiles» «propagación de la fe»). A partir de este momento, sin embargo, se va a hablar de modo generalizado de «misiones extranjeras», «actividad misionera», «misión ad gentes». El misionero en sentido propio era el presbítero o religioso que asumía como vocación ad vitam este ministerio eclesial. Incluso «misión» acabaría aplicándose al espacio geográfico e institucional en el que los misioneros desarrollaban o centralizaban su actividad. El fervor que esta inmensa empresa suscitó en el pueblo cristiano hizo que esta evolución semántica se convirtiera en un dato evidente y omnipresente. La conciencia de misión que brota del misterio cristiano se focalizó en un hecho de la experiencia real, cuyos protagonistas suscitaban admiración y cuyos logros eran celebrados como un triunfo de todos.
Los resultados de la acción misionera planteó interrogantes nuevos, y especialmente colocó en el escenario eclesial una realidad grandiosa, pero a la vez novedosa, que requería un estudio sistemático y directo desde distintos puntos de vista: teológico, pastoral, jurídico, histórico, espiritual... Surgió de este modo la misionología (o, en otras lenguas, misiología) como campo o área propia y específica dentro de la teología. A finales del siglo XIX y principios del XX alcanzó rango universitario y se desarrolló con fuerza y convicción dando origen a diversas escuelas y tendencias. Las circunstancias históricas de la vida de la Iglesia provocaron que un uso concreto absorbiera prácticamente esa dimensión constitutiva del misterio cristiano que es la misión. El proceso, sin embargo, podía generar unos desequilibrios que requerían un reajuste más armónico y más radicalmente teológico.
La actividad misionera propia de la historia moderna de la Iglesia se vio confrontada progresivamente ante un dilema suscitado precisamente por su éxito desde el punto de vista histórico por una parte se fue comprobando la estrechez de los marcos conceptuales, que debían ser replanteados para incorporar nuevos aspectos y perspectivas; por otra, debía conservarse el carácter específico de una actividad eclesial que no podía quedar diluida en la genericidad del quehacer eclesial. Debía recuperarse, por una parte, la amplitud y la radicalidad de la misión, pero evitando, por otra, poner en peligro el carácter necesario de lo que se había venido realizando de un modo concreto y eficaz. Dicho de otro modo: la prioridad y la centralidad de la misión no podían cuestionar o relativizar la validez y la urgencia de la misión ad gentes. El último medio siglo ha contemplado un esfuerzo notable para articular ambos niveles y dimensiones.
Hacía falta, ante todo, que las misiones se reintegraran en la misión de la Iglesia, pues en caso contrario podrían ser consideradas nada más que como una acción añadida a la vida de la Iglesia, la cual -a nivel de hipótesis teórica- podría continuar aun cuando no llevara a cabo la actividad misionera. Conviene señalar las razones que escondían consecuencias tan lastimosas e imprevistas. La falta de raigambre teológica podía provocar que, aun en su grandeza heroica, las misiones se desplazaran hacia los márgenes de la atención teológica.
Ello se debe ante todo a la estrechez de los presupuestos teológicos que venían alimentando la actividad misionera. Baste mencionar los aspectos más significativos: primaba una consideración de carácter geográfico, por lo que se aplicaba a acciones realizadas en regiones lejanas y exóticas; se pretendía transplantar en gran medida la figura eclesial propia del mundo occidental, europeo y latinizado, con lo que las «misiones» no se insertaban en su entorno cultural; sus protagonistas eran fundamentalmente presbíteros y religiosos (los laicos no pasaban de ser «misioneros auxiliares», y el conjunto de los cristianos colaboraba «desde lejos» con sus oraciones y sus limosnas); la espiritualidad y el ejercicio concreto se alimentaban de una valoración predominantemente negativa de las religiones no cristianas y del destino salvífico de sus miembros; la concepción subyacente de salvación descuidaba la dimensión mundana cósmica, pues se centraba en el alma de los individuos tras la muerte; buscaba su fundamento de modo unilateral en el mandare de Jesucristo, sin entroncarlo con la referencia trinitaria y neumatológica; se velo como un proceso unidireccional, según el cual las iglesias de vieja cristiandad eran la que asumían el papel activo de ayudar a las comunidades cristianas necesitadas, que por ello quedan en situación pasiva y receptora, sin un reconocimiento neto de su rango eclesial y eclesiológico.
La exigencia de las circunstancias, el propio desarrollo teológico, las preguntas planteadas por las nuevas situaciones, la realidad de sus resultados, constituyen un cúmulo de factores que fueron exigiendo paulatinamente un cambio de paradigma. Recordemos los aspectos más relevantes: las misiones se fueron afirmando como iglesias locales, que exigían su reconocimiento y su protagonismo; la comunión intereclesial reclamaba una relación bidireccional y una responsabilidad compartida entre todas las iglesias; la evangelización universal se muestra como tarea de todos los cristianos en virtud de su bautismo y no sólo de un sector de especialistas; la sacramentalidad de la salvación no podrá realizarse sin la inculturación de la fe y de la Iglesia; la acción del Espíritu debe ser tenida en cuenta no sólo en el origen de la Iglesia, sino también en el cumplimiento de su misión por parte de todos los creyentes; la nueva valoración de las religiones y de las posibilidades de salvación de sus adherentes plantea la función del diálogo y el respeto a las conciencias; la superación del periodo y de la mentalidad colonial permite una nueva visión de la catolicidad de la Iglesia; una comprensión más rica de la soteriología incorpora componentes como el desarrollo, la promoción de la justicia, la búsqueda de la liberación; el avance del ecumenismo empuja a nuevas formas de colaboración con otras confesiones cristianas; la descristianización del mundo europeo lleva a aplicar también a las actividades de las iglesias occidentales modelos y categorías reservadas hasta el presente a contextos de otros continentes...
El nuevo paradigma aspira a ser holístico, es decir, a vivir de una consideración global de una realidad tan compleja como la que se estaba delineando. Esta concepción holística pretendía ser más radical desde el punto de vista teológico y más integradora desde el punto de vista práctico. Esta dinámica, sin embargo, planteaba un agudo problema: si todo es misión ¿no se puede concluir que nada es misión, es decir, que se desdibuje el carácter específico, tan rico y necesario, de la misión ad gentes?
La superación de los estrechamientos y de las aporías señalados se logra penetrando en la lógica del dinamismo íntimo del misterio cristiano, entendido como el despliegue histórico del proyecto salvífico del Dios Trinidad. Esta perspectiva está en condiciones de conservar el sentido profundo de lo que la Iglesia había venido realizando bajo figuras diversas, como exigencia de su vocación más intima, más allá de la variación de la terminología o de la diversidad de modulaciones. Éstas deberán ser recuperadas y redescubiertas como variaciones de la misma melodía.
Misión, en su nivel más radical, señala la comunicación entre la vida interpersonal de Dios y la historia de los seres humanos, entre la teología y la economía, entre las procesiones eternas y su apertura a lo temporal y finito. Las misiones del Hijo y del Espíritu reflejan y despliegan en el tiempo el amor fontal del Padre, como exponen desde su apertura Lumen gentium y Ad gentes. Estas misiones protagonizadas por el Hijo y el Espíritu pretenden una amplitud universal y una intensidad plena: la comunión con Dios por parte de todos los hombres, la fraternidad de la familia humana, la integridad de la existencia personal, el esplendor de la creación.
Esta misión sólo alcanzará su meta, en medio de las fracturas del pecado y de la fragilidad de las libertades finitas, merced a la acción de mediadores humanos. Éstos, cuando reciben una vocación especial, quedan constituidos para una misión que debe vivir del horizonte señalado. El caso prototípico es el mismo Jesús, en quien se unifican identidad personal y misión histórica. Ungido por el Espíritu, en el anuncio del Reino Jesús muestra una apertura universal que supera la oposición y el rechazo. La Pascua y Pentecostés llevan a consumación la misión del Hijo y del Espíritu, sellan la nueva alianza y ratifican la universalidad del designio salvífico de Dios
En el dinamismo de la misión consumada en la Pascua, la Iglesia es llamada como sacramento universal de salvación porque sigue abierta en la historia la misión universal que debe ser llevada a su meta, hasta que la historia y la humanidad entera retornen a la felicidad del hogar del Padre. Del acontecimiento pascual forma parte la constitución de los apóstoles, cuyo ministerio y testimonio se han de desplegar hasta los confines de la tierra. El horizonte pentecostal alienta el caminar histórico de una Iglesia llamada para ir continuamente pasando a los otros a fin de nacer de entre los otros. La apostolicidad y la catolicidad insertan desde su origen en la Iglesia de Jesucristo un aliento que la constituirá como comunión de iglesias. Cada iglesia local adquiere su relevancia y su protagonismo teológico en cuanto surge del dinamismo universal de las misiones del Hijo y del Espíritu. La Iglesia es en consecuencia misionera por su propia naturaleza. Y lo mismo ha de decirse de cada uno de los bautizados, a un nivel incluso previo al carisma o ministerio desde el que ejerzan su responsabilidad en la misión universal.
Este carácter misionero de la Iglesia no se ejerce, sin embargo, de modo genérico o indiferenciado. Las circunstancias históricas irán modulando en cada caso (en cada contexto cultural y en cada periodo histórico) esa universalidad, al señalar las barreras que deben ser saltadas y las orillas que deben ser atravesadas. Ad gentes, Evangelii nuntiandi y Redemptoris missio muestran una estructura común: aunque la misión es única, se configura de modo vivo y creativo en función de la situación de los destinatarios y de las condiciones desde las que la Iglesia puede hacerse presente. Por eso es necesario distinguir una acción eclesial distinta de la pastoral y de la nueva evangelización: la misión ad gentes. Ésta conserva un valor paradigmático y una fuerza profética: señala al conjunto de la Iglesia las fronteras que deben ser rebasadas para mantener la fidelidad a la vocación que la ha llamado a la existencia (ser parábola de la Pascua en cuanto sirve de modo prioritario a la misión del Hijo y del Espíritu).
BibliografíaD.J. BOSCH, Transforming Mission. Paradigm Shifts in Theology of Mission, New York 1992. E. BUENO DE IA FUENTE, La Iglesia en la encrucijada de la misión, Estella 1998. E. BUENO y R. CALVO (eds.) Diccionario de Misionología y Animación Misionera, Burgos 2003. G. COLLET, Das Missionsverständnis der Kirche in der gegenwärtigen Diskussion, Mainz 1984.
E. Bueno
Dios ofrece su salvación a todos los pueblos. Por eso, la Iglesia tiene una misión universal: «Enviada por Dios a las gentes para ser "el sacramento universal de salvación" (LG 48), por exigencias íntimas de su catolicidad, y obedeciendo al mandato de su Fundador (cf. Mc. 16, 16), [la Iglesia] se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG 1). Este compromiso obliga a la Iglesia de hoy no menos que en épocas pasadas. Lo recordaba Juan Pablo II: «La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (RMi 1).
Todos los pueblos tienen, por ello, el derecho a conocer que Dios se ha revelado en Cristo, y los cristianos tienen el deber de mostrarlo. Jesucristo es, en verdad, la luz de los pueblos que debe iluminar a todos los hombres (cf. LG 1).
La especialidad teológica que estudia esta misión de la Iglesia es la misionología.
La carta magna de la misionología moderna fue promulgada por Benedicto XV en 1919. En ese documento, titulado Maximum illud, el Papa trazaba un somero panorama de las grandes etapas históricas de las misiones católicas; seguidamente instaba a los obispos y prefectos apostólicos a no decaer en el espíritu misionero, buscando nuevos colaboradores y cuidando la formación del clero nativo; urgía también a los misioneros a evitar cualquier asomo de nacionalismo (pues la actividad misionera no era ni debía confundirse con una nueva forma de colonialismo) y a prepararse bien (con un adecuado estudio de las lenguas nativas y con la debida atención a su propia vida Espiritual); y, finalmente, animaba a los fieles a colaborar con las misiones, canalizando sus limosnas hacia las Obras Misionales Pontificias. Ideas parecidas hallamos en los documentos misionológicos de Pío XI, Pío XII y Juan XXIII.
El Decreto Ad gentes del Concilio Vaticano II abrió una nueva etapa de la misionología, de mayor hondura teológica, al entroncar la misión de la Iglesia con el misterio de la Santísima Trinidad: «La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2). La misión de la Iglesia está inscrita, como enseña el Concilio, en el marco de las dos misiones visibles: la encarnación y Pentecostés. De esta forma, al señalar las bases dogmáticas de la misión, se dilataba la comprensión de la misión de la Iglesia, abriéndola a los países de antigua tradición cristiana, también precisados de una nueva evangelización, y no sólo a los países que no habían tenido noticia de la Buena Nueva.
Una década más tarde, aprovechando el material de la tercera Asamblea General del Sínodo de los Obispos, celebrada en 1974 y consagrada a la evangelización, Pablo VI publicó una importante exhortación apostólica titulada Evangelii nuntiandi. El Santo Padre respondía a un interrogante teológico muy discutido en aquellas fechas, suscitado sobre todo por la teología de la liberación: las relaciones entre Jesús, el Reino de Dios y la Iglesia.
Cristo vino a anunciar el Reino de Dios, es decir, la salvación: «Desde entonces -después del bautismo en el Jordán- comenzó Jesús a predicar y a decir: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de Dios"» (Mt 4, 17). Más inmediatamente fueron evangelizados los discípulos, en particular los apóstoles, y toda la muchedumbre de Israel, aunque sin excluir a los gentiles. Finalmente, en las enseñanzas pospascuales, Jesús instó a los apóstoles a ir por todo el mundo.
La Iglesia, que ha nacido de la misión de Cristo, es depositaria de la Buena Nueva que debe ser anunciada. Hay, por consiguiente, una doble misión de la Iglesia: ad intra y ad extra. La Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma, y la Iglesia envía evangelizadores. «Existe un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización. Mientras dure este tiempo de la Iglesia, es ella la que tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que no se cumple sin ella ni mucho menos contra ella» (EN 16).
La última de las grandes encíclicas misioneras ha sido Redemptoris missio, de 1990. Esta carta pontificia es una llamada a la evangelización universal ad gentes. Al mismo tiempo, para que la Iglesia tome conciencia de la urgencia de ese deber, ella necesita una generosa renovación evangélica. La Encíclica insiste en un tema dogmático fundamental sugerido por el diálogo interreligioso: que Jesucristo es el único Salvador. Recuerda, además, cuáles son las relaciones entre el Reino, Cristo y la Iglesia, en continuidad con Evangelii nuntiandi. La salvación -advierte- no es «antropocéntrica», es decir, no está centrada en las necesidades terrenas del hombre. «Ciertamente exige la promoción de los bienes humanos y de los valores que bien pueden llamarse "evangélicos", porque están íntimamente unidos a la Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia siente también dentro de si, no debe separarse ni contraponerse a los otros cometidos fundamentales, como son el anuncio de Cristo y de su Evangelio, la fundación y el desarrollo de comunidades que actúan entre los hombres la imagen viva del Reino» (RMi 19).
Hasta aquí hemos hablado indistintamente de evangelización, cristianización y misión, y nos hemos referido a una disciplina teológica con el nombre genérico de misionología. Conviene distinguir, sin embargo, entre los términos apuntados, que pueden sonar como sinónimos en el plano ideal y abstracto, pero que no lo son desde el punto de vista histórico.
a) Espoleados por la conciencia del decreto universal de salvación, los cristianos han llevado el evangelio del Reino de Dios hasta los últimos confines de la tierra (cf. Hch 1, 8). Sin embargo, a la misión universal de la Iglesia sólo se llegó tras muchos tanteos y un cierto tiempo después del misterio pascual. Ésta es, al menos, la perspectiva que nos abre Hch 8-11. San Mateo distingue bien en su evangelio entre la misión de Jesús dedicada a Israel, y -tras el rechazo del evangelio por los judíos y el castigo profético de la ruina de Jerusalén- la época de la Iglesia en misión abierta a los gentiles. Con todo no hay hiato entre la misión de Jesús y la de la Iglesia, puesto que Cristo ya habla anunciado, según reporta la tradición de san Marcos, la incorporación de los paganos a la soberanía de Dios prometida por los profetas. Se suele hablar, referidas a los tiempos apostólicos, de varias misiones (R. Trevijano): la misión de los helenistas y la de Bernabé, la misión paulina, la misión petrina, la misión en Asia, el cristianismo joánico, la misión de «los de Santiago» y los cristianos de «Tomás». Se conoce, ya durante la segunda mitad del siglo II y a lo largo del III, la expansión del cristianismo en la península itálica, hispánica, las Galias y el norte de África. Hasta aquí lo que Vittorio Peri ha denominado evangelización o misión espontánea.
b) Se ha estudiado la doble conversión de los pueblos germánicos, entre los siglos IV y XI: la conversión del paganismo a la confesión religiosa arriana y de ésta a la Iglesia católica, con excepción de los francos, que no pasaron por la etapa intermedia. También se conoce la cristianización de las etnias eslavas del Danubio balcánico. Estos fenómenos dieron lugar a la cristianización institucional o cultural, dirigida tanto a las iglesias entre los bárbaros, es decir, a los asentamientos bárbaros establecidos en determinadas partes de las antiguas provincias del Imperio, como a los territorios todavía externos al sistema. Fue llevado a cabo por «episcopi pro fide» (Balcanes) y por «peregrini pro Christo» (oeste y centro europeos). Recordemos aquí nombres como: Agustín de Canterbury, Clemente/Willibrod, Bonifacio/Wynfrid, Cirilo y Metodio.
c) La tercera fase abarca sobre todo el periodo comprendido entre los siglos XV al XIX. Se trataba de un nuevo concepto de la actividad misionera, dirigida a los continentes extraeuropeos, que se afirmó con la expansión colonial. Este proceso dio lugar, más tarde, a nuevas órdenes misioneras y a la Congregación de Propaganda Fide (desde 1622). La Iglesia ortodoxa rusa, la Iglesia anglicana y las confesiones luteranas también comenzaron su expansión en el siglo XIX.
Las encíclicas papales de Benedicto XV, Pío XI, Pío XII y Juan XXIII, antes referidas, se inscriben en el marco de la tercera fase o de la actividad misionera a los territorios extraeuropeos. Los documentos posteriores al Vaticano II han vuelto a subrayar la importancia de la segunda fase, es decir, la nueva evangelización de los territorios ya cristianizados desde antiguo, precisados ahora de una atención especial.
a) Las misiones católicas en América Latina comenzaron de forma espontánea casi al punto del descubrimiento del Nuevo Continente. Hasta la primera gran organización eclesiástica de los territorios hispánicos, que tuvo lugar en 1546 (creación de tres provincias eclesiásticas: Santo Domingo, México y Lima), la evangelización corrió a cargo de las órdenes mendicantes allí establecidas (franciscanos, dominicos, jerónimos, mercedarios y agustinos eremitas), por métodos que, a priori, no deberían haber sido demasiado eficaces y que, sin embargo, lo fueron. Jürgen Prien ha distinguido entre «métodos mudos», «métodos mímicos» y «métodos lingüísticos» (por medio de traductores indígenas). A mediados de la década de los cuarenta, al menos en Nueva España, los mendicantes poseían ya suficientes conocimientos de las lenguas indígenas para una predicación oral fluida.
La división del territorio en diócesis y su agrupación en provincias eclesiásticas (1546) permitió la convocación de los primeros concilios provinciales: I Concilio Limense (155152), 1Concho Mexicano (1555), II Concilio Mexicano (1565), II Concilio Limense (15671568), III Concilio Limense (1582-83), III Concilio Mexicano (1585), IV Concilio Limense (1591) y V Concilio Limense (1601). Hubo también cuatro sínodos importantes: I Sínodo Quitense (1570), Manilano (1582), II Quitense (1594) y III Quitense (1596). En los decretos conciliares hay numerosas indicaciones de carácter misional (métodos evangelizadores, disposiciones sobre la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana, sugerencias inculturadoras, etc.). Se corresponde a este primer ciclo evangelizador americano la fundación de las dos primeras universidades: La Real y Pontificia Universidad de México (1551) y la Universidad Nacional de San Marcos de Lima (1551), que mucho influyeron en la consolidación de las misiones latinoamericanas, al contribuir con eficacia a la preparación del clero, tanto regular como secular. Conviene destacar la Bula Sublimis Deus, de Pablo III, de 2 de junio de 1537, que zanjaba la polémica sobre la idoneidad de los indígenas americanos para recibir instrucción religiosa y para ser admitidos en la Iglesia católica.
A principios del siglo XVII comenzaron las «reducciones» que durante un siglo y medio (1610-1768) se expandieron por el territorio delimitado por los ríos Paraguay, Uruguay y Paraná. Unos 30 poblados de racionalización casi cartesiana hacían realidad una utopia de humanismo que ha pasado a la historia como ejemplo de reacción cristiana frente a los abusos del colonialismo. En torno a 50.000 guaraníes se beneficiaron, bajo la pedagógica dirección de los misioneros jesuitas, del acceso a la cultura y de las garantías de libertad que significaban un aprendizaje de espíritu social llevado a cabo en cogestión por los misioneros -no más de seis en cada reducción- y los propios indígenas. Por el Tratado de los Límites (1750) varias reducciones pasaron al dominio portugués y concluyeron dolorosamente. Todas las demás reducciones desaparecieron también cuando la Compañía de Jesús fue suprimida en los territorios de la Monarquía española en 1768.
El segundo gran ciclo misional americano se inició a finales del siglo XVII (después de 1680) y afectó sobre todo al norte de la Nueva España, con una importante penetración en los territorios mexicanos que ahora se hallan al norte de río Grande (Nuevo México y la California del norte).
En el Brasil colonial las cosas se desarrollaron con cierto retraso con relación a la América hispana. Las primeras indicaciones acerca de la misión, tomado el término en sentido moderno, se hallan en las Constituçoes Primeiras do Arcebispado da Bahia, que fueron aprobadas en un sínodo de 1707. Supusieron las entradas misionales en el altiplano de Minas Gerais y el Sertáo. Fueron contemporáneas de la expansión misional hacia el norte del virreinato de la Nueva España.
El último ciclo evangelizador americano debe situarse en la segunda mitad del siglo XIX, impulsado en parte por congregaciones entonces de reciente fundación (como los salesianos) o congregaciones más antiguas, readmitidas después de expulsiones temporales. Acompañó la expansión de las nuevas repúblicas latinoamericanas, que pretendían ocupar espacios todavía libres: Chile hacia el sur, con misiones de los capuchinos; Argentina hacia el noroeste y sur, es decir, la Patagonia, con misiones de los salesianos; Brasil hacia el oeste; Venezuela hacia el sudeste, y Colombia hacia el noreste, penetrando en los llanos y en la cuenca amazónica, con una importante contribución de los franciscanos capuchinos y de los salesianos; Perú y Ecuador hacia el este. Lo mismo podría decirse de Canadá y Estados Unidos, que habían iniciado su gran aventura hacia el oeste durante el segundo cuarto del siglo XIX.
b) La expansión misional en Asia tuvo cierto esplendor en el siglo XVII. En la India, donde quedaban restos de una evangelización de los primeros tiempos, comenzó la misión moderna el jesuita Francisco Javier (1542-1552), uno de los primeros compañeros de san Ignacio. De su actividad surgieron importantes núcleos cristianos en Goa, la costa de Pesquería (el sureste de la India, entre el cabo Comorin y la isla de Mannar), Malaca, las Molucas y Japón. Medio siglo más tarde otro jesuita destacó en las misiones de la India: el P. Roberto Nobili, que evangelizó aquellos territorios entre 1606 y 1645. Las actuaciones de Nobili desataron la larga y enojosa controversia de los ritos malabares, que comenzó en 1610 y se prolongó por doce años. Se trataba de una discusión sobre los métodos misionales que debían aplicarse en un vasto territorio situado al suroeste de la India, en la costa malabar, desde la ciudad de Calicut hasta el cabo Comorin (la punta más meridional), y que se extendía por el oriente hasta la ciudad de Madrás. Estas controversias nada tuvieron que ver, por tanto, con los ritos orientales del Malabar, pertenecientes a la Iglesia oriental, tanto católica como ortodoxa. En definitiva, se trataba de dilucidar hasta qué punto podían los misioneros jesuitas adaptarse a las costumbres de las castas indias, para tratar de ganarlas para Cristo.
La decisión pontificia a la larga controversia llegó con la Bula Romanae Sedis Antistes, de Gregorio XV, 31 de enero de 1623, en la que se consagraba la regla áurea misional: aceptar todo lo que fuese susceptible de asimilación, y que no fuese causa de escándalo, y no imponer nada que no perteneciera directamente a la fe.
En 1549 Francisco Javier había llegado al Japón acompañado por un joven japonés converso. Hizo otro viaje en 1551, que sería el último. Las conversiones se sucedieron con gran celeridad. Sin embargo, pronto comenzaron las dificultades. De 1582 data el primer decreto de expulsión de los misioneros, que no se llevó a cabo. Entre tanto, llegaron al Japón los franciscanos, empleando otros métodos misionales. En 1597 estalló la segunda persecución, esta vez muy cruenta, que duró unos treinta años y habría de liquidar toda presencia institucional de la Iglesia en las islas. Los que perseveraron, habrían de vivir su fe, durante siglos, en la clandestinidad.
El jesuita Mateo Ricci había establecido unas misiones en China (1582-1610) y protagonizó la controversia sobre los ritos chinos. El asunto se envenenó por rivalidades entre las distintas órdenes religiosas que misionaban en aquellas tierras, por cuestiones de jurisdicción de los vicarios apostólicos y por el conflicto entre las potencias coloniales. Se discutía sobre tres puntos: el nombre o vocablo que podía ser aplicado a Dios, los honores tributados a Confucio y los honores tributados a los antepasados. La definitiva resolución pontificia no llegó hasta los tiempos de Benedicto XIV (Bula Ex qua die, de 11 de febrero de 1742), que confirmaba la prohibición de los ritos chinos, ya decretada por Clemente XI, el 20 de noviembre de 1704.
c) El siglo de las misiones. Una conjunción de varios elementos determinó en la segunda mitad del siglo XVIII una decadencia misionera de graves consecuencias. En la esfera política, la decadencia portuguesa que se venía arrastrando desde finales del XVI, las diversas crisis españolas bajo los dos últimos Austrias, el Tratado de Utrecht (1713), que hace que los príncipes cristianos pierdan para el predominio de los mares en beneficio de las potencias marítimas protestantes -Holanda, Inglaterra y Dinamarca-. Ya desde el Tratado de Paris de 1763 Inglaterra venía señoreando los océanos tanto en sus rutas hacia las Américas como en las que llevaban a la India. Las disputas teológicas no eran poca cosa: la crisis jansenista se demostraba interminable e iba atizando el fuego revolucionario y la ascensión de la burguesía en el nivel social y político. El criticismo y el espíritu de la «culture rayonnante» difundían un rebajamiento de la autoridad y una sobrevaloración de la pura razón y de los métodos experimentales. Un evidente relativismo disminuía la capacidad de entrega y de romanticismo que está siempre en la entraña de la vocación misionera. Por fin, cuando en 1773 Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús la Iglesia se vio privada de golpe de 3.000 misioneros que tuvieron que abandonar sus puestos y que dejaron el campo libre a otros obreros de otras órdenes muy inferiores en número y -también en muchos casos- en formación.
Con la elección para el solio pontificio de Gregorio XVI (1831-1846), apaciguado el mapa europeo después de las guerras napoleónicas, se renovaron los ideales misioneros, que habían permanecido un tanto dormidos durante la segunda mitad del siglo XVIII. Así, la fundación de las iglesias locales africanas se encuentra habitualmente unida a la historia de cada uno de los institutos misioneros evangelizadores, de su Espiritualidad y de su característica metodología misionera. A su vez éstos se encuentran vinculados a determinadas áreas geográficas, culturales y políticas de la vieja Europa, lo cual va a influir notablemente en el tipo de presencia misionera y en la fisionomía de tales iglesias locales generadas por ellos. Es como si les hubiesen también transmitido «un temperamento» eclesial propio, todavía constatable en nuestros días. Además, la fundación de las jóvenes iglesias locales africanas se encuentra marcada por auténticas pruebas de fuego: obstáculos ambientales, muertes de misioneros, ambigüedad en las relaciones con las potencias coloniales, hostilidad musulmana y de los mercaderes de esclavos, dificultad y competición con los protestantes. Algunos fundadores como Daniel Comboni, el cardenal Massaia, el padre Francois Libermann, la madre Javouhey y el cardenal Charles Lavigerie con su finalidad perfectamente misionera, de evangelizar y «regenerar» los pueblos de color africanos e implantar la iglesia local, hacen emerger la diferencia entre la filantropía humanitaria del tiempo y la actividad misionera católica fuertemente cimentada en la caritas Cordis Christi. Con los límites propios de la cultura de la época, estos fundadores misioneros han demostrado una gran confianza en el africano concreto cuando el racismo y el colonialismo formaban parte de la mentalidad dominante en Europa y en América. Por otro lado, el ius commissionis o el encargo exclusivo de un territorio determinado para ser evangelizado a un instituto concreto ha favorecido, por una parte, el desarrollo misionero de tal territorio, pero, por otra, también lo ha limitado privándolo de la riqueza eclesial y espiritual que otros institutos hubiesen podido aportar. Con todo esto, tomó nuevo impulso la expansión misional en África (tanto mediterránea como subsahariana) y en el extremo oriental asiático.
Se retomó la misión católica en las antiguas tierras cristianas de Egipto, Etiopía y Eritrea. Se reestructuró la misión entre los musulmanes del África mediterránea. Los misioneros entraron en el África central. Esta expansión experimentó un nuevo empuje como consecuencia de la Conferencia de Berlin (1884-85), «para regular las condiciones más favorables al desarrollo del comercio y de la civilización en ciertas regiones de África». Ello condujo en 1885 a un reparto de África (Acta de Berlín), según las ambiciones colonialistas de las potencias europeas. Leopoldo II de Bélgica se convirtió en soberano de un «estado independiente del Congo». En 1900 había quedado concluida la repartición de África: el Reino Unido, Francia y Alemania se llevaron «la parte del león». Italia, España y Portugal ocuparon algunos territorios menores. La Conferencia favoreció también el movimiento antiesclavista; pero a la vez impulsó trabajos forzados para las labores de utilidad pública o para el transporte de mercancías a hombros humanos. Las órdenes misioneras, por su parte, trabajaron con una eficacia extraordinaria. Las congregaciones religiosas femeninas contribuyeron durante el siglo XIX, como nunca lo habían hecho en la historia, a extender el mensaje evangélico y a transmitir los beneficios de la cultura. Puede afirmarse que, pese a los abusos del reparto de África, el siglo XIX puede ser llamado «el siglo de las misiones». Durante él se fundaron muchísimas órdenes misione ras masculinas y femeninas. Sólo en Lyon se fundaron más de quince órdenes misioneras, y el fervor religioso y evangelizador de la ciudad justificó que fuese considerada -junto con Roma- como el «centro mundial de las misiones católicas».
En Asia, Gregorio XVI confió las nuevas misiones indias a los jesuitas. Tomando pie de la decadencia colonial portuguesa, la Santa Sede implantó en la India una nueva estructura eclesiástica, basada en los vicariatos apostólicos. Este cambio dio lugar a frecuentes conflictos con Portugal, que exigía el acatamiento del antiguo Patronato portugués.
En China se habla desencadenado una violenta persecución contra tos cristianos a principios del siglo XIX, que había producido muchos mártires. A partir de 1860, después de una dura guerra, Francia pudo introducirse en China y salvaguardar los intereses misionales católicos. Las dificultades resurgieron a partir de 1912, con la abolición del Imperio chino y el establecimiento del régimen republicano. Posteriormente vendría la ocupación japonesa, el comienzo del proceso revolucionario capitaneado por Mao-Tse-Tung y la segunda guerra mundial.
En Corea, los inicios del XIX resultaron bastante difíciles. La misión se reanudó tímidamente hacia 1835. Poco a poco aumentaba el número de católicos. En 1910, con la ocupación japonesa, Corea pasó una etapa complicada, aunque no cesó de crecer el número de católicos. Después de la segunda guerra mundial, la vida católica en Corea no ha dejado de desarrollarse.
BibliografíaM. BALZARINI y A. ZANOTTI, Le missioni nel pensiero degli ultimi Pontifici, Milano 1960. J. COMBY, Dos mil años de evangelización. Historia de la expansión cristiana, Estella 1994. L. DIAZ-TRECHUELO «La historia de la Iglesia en Asia», en 3.1. SARANYANA y E. DE LA LAMA (eds.), Qué es la Historia de la Iglesia, Pamplona 1996, 183-207..J. ÉTÉVENE AUX, Histoire des missions chrétiennes, Saint-Maurice 2004. E. DE LA LAMA y otros (eds.), Dos mil años de evangelización. Los grandes ciclos evangelizadores. Pamplona 2001. 3. LÓPEZ-GAY, «La reflexión conciliar: del Ad gentes a la Evangelii nuntiandi», en La misionología hoy, Madrid 1987, 171-193. P. PALLATH, Important Roman Documents Concerning the Catholic Church in India, Karala 2004. A. SANTOS RUIZ, Las misiones católicas, Valencia 1978 (= vol. 29 de la traducción española de A. FLICHE y V. MARTIN [dirs.], Historia de la Iglesia). J.I. SARANYANA (dir.) y C.J. ALEJOS GRAU (coord.), Teología en América Latina, vols. I y II/1, Madrid-Frankfurt 1999 y 2005.
J.I. Saranyana.
«Misterio» (mysterion): término técnico de la teología con el que únicamente se designa en sentido estricto la incomprensible realidad que se denomina Dios; en sentido amplio designa la realidad que no es Dios considerada desde la perspectiva de su «ser creada de la nada» (creatio ex nihilo) y por lo mismo, desde la perspectiva de su relación existencial con el Dios incomprensible; formulado de manera general, desde la perspectiva de su permanente relación con Dios, quizás todavía atemática. Se puede hablar así con razón, complexivamente, del misterio de la vida, de la creación, del hombre, incluso del misterio del mal, del ente y del ser, de la realidad del mundo.
De acuerdo con el doble discurso sobre Dios, según el cual hay que distinguir entre conocimiento natural y sobrenatural de Dios, se debe también diferenciar doblemente el significado de la palabra «misterio» en su sentido estricto:
Para el conocimiento natural de Dios, Éste permanece como algo incomprensible y, por tanto, como un «secreto natural», pues, gracias a la razón humana, es reconocido precisamente como aquella realidad «mayor que la cual nada se puede pensar» («quiddam maius quam cogitari possity: Proslogion 15). La «incomprensibilidad» de Dios no se puede confundir con «incognoscibilidad». Aquélla se refiere al misterio de Dios, ésta at conocimiento del mismo como misterio. El conocimiento natural de Dios permite, por una parte, captar el «misterio natural»: que Dios «habita en una luz inaccesible». Ningún hombre terreno lo ha visto ni puede verlo (cf. 1Tm 6, 16); pero, por otra parte, el conocimiento natural de Dios permite hablar de la «incompresibilidad» de Dios, y por tanto, del «misterio» de Dios; y precisamente en relación con la creación. El Concilio Vaticano I, recurriendo a Rm 1, 20, explica adecuadamente: «Dios, origen y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza con la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (DF II, D. 3004). «Misterios naturales» son pues verdades acerca de Dios que caen en nuestro campo de visión, gracias a la «razón natural», orientada a «las cosas creadas». Pero puesto que Dios es «real y esencialmente diferente del mundo» (DF I, D. 3001), su misterio se explica mediante la comparación con todo lo que «existe fuera de Dios y es pensado» (ibid); mediante aquello, pues, que es distinto de Dios; en una palabra, mediante la creación. Dado que es distinta de Dios, pero no está sin embargo separada de Él, las verdades sobre Dios que se expresan en los «misterios naturales», se pueden entender sólo análogamente: como referencias a lo que es distinto de ellas. Así, entre el misterio del que hay que hablar y el modo en que se habla de él se da una relación de Insuficiencia necesitada de superación; «pues entre el Creador y la criatura no se puede afirmar alguna semejanza más grande, sin que se afirme una desigualdad todavía mayor entre ellos» («quia inter creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda»: IV Lateranense 1215, D. 806).
Hay que distinguir entre el «misterio natural», que articula la incomprensibilidad de Dios y con el que se relaciona el conocimiento natural de Dios en relación con la realidad del mundo, y el «misterio revelado»: el Dios incomprensible que se revela a sí mismo. Así se indica la realidad incomprensible que «todos llaman Dios (Tomás de Aquino), si bien ahora desde la perspectiva de la revelación que Dios hace de sí mismo; una revelación hecha mediante la «Palabra de Dios» que, en su verdad, es, sin embargo, accesible sólo al creyente, entendido como el que está lleno del Espíritu Santo (cf. Jn 15, 15). Con «misterios de la revelación» (¡en plural!), llamados también «misterios de la fe», se indican aquellas realidades que están relacionadas mediata o inmediatamente con este Dios que se revela a si mismo y, en su conjunto, constituyen el mensaje cristiano.
Estos «misterios» no tienen nada que ver con verdades lógicas. Significan más bien «misterios de la revelación» o «misterios de la fe», pues no pertenecen al orden del conocimiento racional (ratio), sino al de la fe. Hay que justificarlos ante la razón (fides quaerens intellectum), pero no son de ninguna manera «producto de la razón». Existe un doble orden de conocimientos, diferentes no sólo por su principio, sino también por su objeto: por su principio, porque en uno conocemos con la razón natural, mientras que en el otro lo hacemos con la fe divina. En cuanto al objeto, en cambio, se diferencian porque, más allá de aquello a lo que podemos llegar con la razón natural, se nos propone creer en los misterios escondidos en Dios, misterios que, si no fuesen revelados por Él, no podrían ser conocidos (DF IV, D. 3015).
A los misterios «escondidos en Dios» pero «revelados por Él» pertenecen sobre todo los tres grandes dogmas: a) el «misterio de la Trinidad» (mysterium trinitatis), b) el «misterio de la encarnación» (mysterium incarnationis), c) el «misterio de la fe» (mysterium fidei). El misterio divino trinitario-de encarnación-pneumatológico de Dios es misterio en el sentido estricto de la palabra (mysterium stricte dictum). Explica de qué se trata en el Evangelio: del amor trinitario de Dios en el que somos asumidos y en el que logramos la plenitud: por Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre.
Con relación a estos tres misterios fundamentales sólo podemos dar aquí algunas indicaciones, de ninguna manera completas.
En relación con el «misterio de la Trinidad» la Iglesia católica enseña: «Todo lo que el Padre es o tiene, no lo tiene recibido de otro, sino por si, y Él es principio sin principio. Todo lo que el Hijo es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio. Todo lo que el Espíritu Santo es o tiene, lo tiene a la vez recibido del Padre y del Hijo. Pero el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un único (unum) principio, lo mismo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un único (unum) principio» (Concilio de Florencia, Decreto a los Jacobitas, D. 1331).
Poco antes dice el citado texto: «Estas tres Personas son un único (unum) Dios, pues los Tres tienen una única (una) substancia y una única (una) esencia, una única (una) naturaleza, una única (una) divinidad, una única (una) inmensidad, un única (una) eternidad, y todo es uno donde no hay relación de oposición» (ibid. D. 1330).
Que Dios es persona puede ser indicado plenamente como «misterio natural»: pues lo que la razón natural conoce en relación con la persona humana, hay que referirlo también análogamente («via afirmativa») a Dios. El concepto de persona, obtenido a partir de la experiencia humana, aplicado análogamente a Dios, posee una historia compleja y complicada, que aquí no se puede desarrollar. Pero si el hombre, como el ser más alto del mundo visible, es persona, con mayor razón se podrá afirmarlo de su Creador, es decir, de aquella altísima realidad que «todos denominan Dios»: es, como mínimo, persona: un ser presente a sí mismo, que sabe de sí y dispone de sí.
En el sentido de «misterio revelado», Dios, más allá de lo dicho, aparece como tri-personal, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, como se expresa en el lenguaje bíblico. El misterio de la Trinidad, una vez revelado, se puede articular de manera que se eviten las dificultades lógicas. En cualquier caso, en relación con las tres divinas Personas hay que pensar en las relaciones de una realidad consigo misma, en el ser-relacionado de una realidad que se puede designar como «autopresencia». Se trata ahí de relaciones «subsistentes», en el sentido de que son idénticas tanto con los sujetos de las mismas, la realidad divina, como también con su término: la misma realidad divina. La primera persona es aquella relación de una y única realidad de Dios que es llamada «Padre». Puede ser pensada como un primer relacionarse de Dios consigo mismo, que no presupone ninguna otra autopresencia y que, en este sentido, «es sin principio». Mientras que el Hijo, la segunda Persona divina, es una segunda autopresencia divina que tiene como presupuesto la primera, llamada Padre, y de ella es deudora (es generado por ella). La tercera Persona es el Espíritu Santo. Es aquella autopresencia divina que es procurada («espirada») por las dos primeras. Puesto que la tercera Persona en la divinidad es el amor entre Padre e Hijo, no procede en parte del Padre y en parte del Hijo, sino que Padre e Hijo son a la vez un único principio del Espíritu Santo.
La determinación de la relación entre las Personas divinas se puede comparar con la comprensión de la secuencia personal «yo», «tú», «nosotros». «Yo» es inteligible por sí mismo, sin un «tú» y un «nosotros». «Tú» implica, en cambio, un «yo», mientras que con «nosotros», se indica no sólo la pluralidad de «yo», sino la comunidad de «yo» y de «tú». Esta serie lógica no es una secuencia cronológica. Más bien, «yo», «tú» y «nosotros» coexisten.
Los creyentes en Cristo profesan este «misterio» del Dios uno y único. Si no obstante se habla de una triada con relación a Dios, es decir, del misterio de la Trinidad inmanente (mysterium Trinitatis immanentis), entonces se hace como llena de sentido e irrenunciable (necesaria) del misterio que se designa con un término teológico técnico «Trinidad económica» y articula el misterio de la revelación divina; y precisamente como aquello que es: el misterio del amor de Dios a la creación, de un amor que encuentra su fundamento, medida y fin, no en el mundo, sino en si mismo. Dios mismo es el amor (1Jn 4, 8.16), y es el amor siempre actual, porque es el amor eterno. Es el amor no sólo por su autocomunicación a nosotros. Como tampoco Dios es trino por su revelación donada a nosotros. El misterio de la revelación consiste, más bien, en donamos la participación en su amor trinitario y en su vida eterna. Quien piensa, como por ejemplo Hans Küng (Christ sein, München-Zürich 1974, 346, 464 ss.), poder prescindir de la tradicional doctrina trinitaria, esté atento para evitar exponer en sentido monofisita el "intercambio entre Dios y su pueblo" (ibid, 287) destruyendo así «el misterio». Quien pasa por alto el problema no capta tampoco la solución del mismo. Sólo el «misterio de la Trinidad» permite, de una parte, mantener firmemente la absoluta trascendencia y unicidad de Dios, y de otra, poder hablar de autocomunicación de Dios a su criatura, cosa que no se opone a la divinidad de Dios, sino que fundamenta la unión del hombre con Dios.
¿Cómo tiene lugar este «dan» en el que se muestra el misterio de la revelación? El misterio de la revelación tiene lugar gracias a la palabra de Dios y a la fuerza del Espíritu Santo. Los hombres tienen «acceso al Padre por Jesucristo, la Palabra hecha carne, en el Espíritu Santo» (DV 2): «Cum Christo in Spiritu Sancto ad Patrem». Este proceso de venir para llevar al hombre a casa tiene lugar en la historia como historia de alianza. La historia de la alianza es la íntima razón de la historia. El ingreso real del Logos creador en la historia tiene como fin llevar la humanidad a Dios Padre, concretamente mediante la alianza histórico-salvífica del nuevo pueblo de Dios. La alianza veterotestamentaria con el pueblo de Israel fue preparación para la plenitud en la alianza neotestamentaria que, en la encarnación, en la misión del Hijo «en la carne», se hace historia.
Dios es conocido como aquél que se muestra, que se revela al hombre como Persona y como tal habla: por la palabra y las obras, los sufrimientos, muerte y resurrección de Jesús (misterio de la encarnación, misterios de la vida de Jesús; misterio de la Pascua) es Dios que se revela como Dios Padre que ama. Pero por la palabra y obras de Jesús el hombre se muestra también como un ser que encuentra en la amorosa aceptación de las palabras de Dios, dicho brevemente, en la fe, su plenitud y su salvación en Dios. El amor es el modo como tiene lugar históricamente dicha fe, el modo como Dios se hace Palabra en Cristo entre los hombres, como en cierto modo se encarna.
Así se nos pone delante el misterio de la encarnación. El núcleo de este misterio no consiste en algunas dificultades lógicas, sino en el así llamado misterio de la «unión hipostática». Su pura posibilidad y su realidad -según la naturaleza del misterio que hemos expuesto- se conocen sólo por fe. Según el Concilio de Calcedonia (451), la unión hipostática habla del misterio de la unidad de la naturaleza humana y de la naturaleza divina de Jesucristo en la persona del Logos eterno (D. 300-301). Se subraya así que, en la unidad y unión con el Logos, la naturaleza humana no queda disminuida ni absorbida, sino que, en cierto modo, sella una unidad de relación, un pacto de amor, en el que la libertad humana queda reivindicada y promovida. La teología de la encarnación deja claro que la libertad, responsabilidad y autonomía de la naturaleza humana no entran en concurrencia con el Logos divino, sino que Éste las hace posibles y las lleva a sí. En alianza y en unión con el Logos creador, que en Jesucristo se ha hecho hombre «igual a nosotros en todo, menos en el pecado», se logran la libertad y el amor verdadero.
Por la unión hipostática que acredita a Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre, sin confusión ni separación, se define positivamente la «unión» y con ello también el «misterio» de la encarnación. Con la expresión «sin confusión» y «sin separación» se afirma positivamente que el ser Dios de Jesús se distingue de su ser hombre, estando, sin embargo, unidos, gracias precisamente a su ser Persona divina: gracias a la relación (relatio) de una autopresencia divina que llamamos Hijo. En este misterio no se trata, por tanto, sólo de una «apertura a la naturaleza divina en cuanto nota común a la naturaleza humana», ni de una «gradual» diferencia de Jesús con respecto a otros hombres (cf. P. Schmidt-Leukel, Grundkurs Fundamentaltheologie, München 1999, 213; ver mi recensión a esta obra en ThG1 91, 2001, 628-630). Se trata aquí, mas bien, del misterio de la presencia de Dios en Jesús; y el carácter misterioso de la misma es absolutamente de «otro tipo que el de la presencia de Dios en la vida de los hombres» (cf. P. Schmidt-Leukel, Grundkurs, que contradice esta afirmación): el misterio de la encarnación está en lo que el Concilio de Calcedonia articula con su discurso de la unión hipostática el hombre Jesús de Nazaret, desde el principio y de una vez para siempre, ha sido asumido como hombre en la segunda persona divina (en el Logos, el Hijo) del Dios Trino (cf. también el Concilio de Vienne, 1312, D. 900). Pero el hombre que cree en la palabra de Dios encarnada, recibida con fe, se sabe elevado al amor que reina entre el Padre y el Hijo, el mismo Espíritu Santo, un amor del que no le pueden separar ni la vida ni la muerte ni potencia alguna del mundo (cf. Rm 8, 31-39). En la fe en Jesús como el Cristo, el hombre participa en la relación de Jesús con Dios; dicho con palabras del Nuevo Testamento: participa en el misterio del Reino de Dios.
El Reino de Dios se manifiesta y adquiere validez en la fe. El mensaje cristiano quiere ser creído y además sólo creyendo puede ser reconocida su verdad. Quien prescinde de esto, falsea el Evangelio. El «misterio de la fe», en sentido estricto, es el Espíritu Santo, pues sólo «lleno del Espíritu Santo» se puede reconocer la verdad de la Palabra de Dios y se puede confesar y anunciar a Jesús como el Cristo (1Co 12, 3). Con otras palabras: creer en sentido cristiano no es, en definitiva, una obra humana, sino, esencialmente, don gratuito de Dios. Además, el Espíritu Santo es el amor existente entre el Padre y el Hijo y con el que el Padre nos envía a su Hijo. Precisamente ahí reside la singular importancia de María en el misterio de Cristo (RM 1): en su ser bendita (Lc 1, 29), en el ser llena del Espíritu Santo, que hace posible su maternidad. En María se muestra el misterio de la fe: la presencia oculta del Espíritu Santo es y sigue siendo presupuesto para la redención del mundo (cf. D. 375 ss.). Pero el Espíritu Santo -como Espíritu del Hijo- es también el amor que refluye del Hijo al Padre. El Espíritu del Hijo, enviado por el Padre «a nuestros corazones», es quien clama: «Abbá, Padre» (Ga 4, 4-6).
Pero como «Espíritu del Hijo», el Espíritu Santo es no sólo el Amor de Dios, del Padre, sin principio, sino también el amor «correspondiente» del Hijo. En este amor del Hijo al Padre concuerdan todos los fieles, llenos del Espíritu Santo, y dicen -«por, con y en Cristo», como al final de la plegaria eucarística antes del Padrenuestro- «Abbá, Padre amado». El Espíritu nos une a Dios y entre nosotros. Si el Espíritu Santo está en nosotros, nuestra oración llega a Dios Padre, pues Él escucha la voz de su Hijo en nuestra oración.
Todos los demás misterios se pueden reconducir a este misterio central de la fe, el misterio del Dios trinitario-encarnado-pneumatológico: el «misterio de la Iglesia», el del bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos, así como también el misterio del cumplimiento, de la visión beatífica (visio beatifica). El misterio de Dios no sólo ilumina el misterio de la realidad del mundo, sino que más bien, a partir de él, el hombre mismo concibe su propio misterio.
BibliografíaW. KASPER, «Revelación y misterio», en Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 187-203. K. RAHNER, «Sobre el concepto de misterio en la teología católica», en Escritos de Teología, Madrid 1962, 53-101; «Unidad, amor, misterio», en Escritos de Teología VII (1968), 710-718; Mysterium salutis, Madrid 1969.
M. Gerwing
La expresión «misterio pascual» ha adquirido carta de ciudadanía en la teología contemporánea; y esto ha sido posible gracias al resurgir de la teología bíblica, patrística y litúrgica.
Pero ¿qué entendemos por misterio pascual?, ¿cuál es el contenido teológico de esta expresión?, ¿cuál es su alcance?. Vamos a estudiar el contenido de esta expresión a partir de la Escritura, los Padres, la liturgia y finalmente del Concilio Vaticano II.
Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento existe la expresión «misterio pascual». Solamente en el Nuevo se habla de misterio (1Co 15, 51; Rm 11, 25; Rm 16, 25; Ef 3, 3.9; Ef 5, 32), o de misterio de Dios (1Co 2, 1; Col 2, 2; Ap 10, 7), de misterio grande (Ef 5, 32), de misterio de la voluntad del Padre (Ef 1, 9), o de misterio de Cristo (Col 4, 3; Ef 3, 4).
Pero si la expresión «misterio pascual» no es bíblica, no cabe duda alguna que la Pascua es algo fundamental en el pueblo de Israel, no sólo fundamental, sino fundante; y la Pascua no solamente como celebración anual, sino que el contenido de la Pascua es el misterio que impregna toda la espiritualidad del israelita.
1. La pascua en el Antiguo Testamento. El Señor hizo la pascua (pasó) por en medio de su pueblo en Egipto día 14 del mes de Nisán (Ex 12, 14) para librarlo de la esclavitud de Egipto y hacerlo su pueblo de predilección. El ángel del Señor pasó por Egipto, y saltó las casas de los israelitas que previamente hablan untado el dintel de sus puertas con la sangre del cordero, no matando a sus primogénitos.
El Antiguo Testamento narra este acontecimiento único del éxodo que funda el pueblo de Israel como pueblo de Dios para siempre. El calendario litúrgico (Ex 23, 14-15; Lv 23, 4-8) prescribe la celebración anual de la Pascua el 14 del mes de Nisán, como memorial de este acontecimiento. La celebración pascual constaba de dos partes: a) la inmolación del cordero en el templo, el sacrificio pascual, como celebración litúrgica y comunitaria; y b) la cena pascual con los corderos preparados de antemano, no en el templo sino en las casas, cena que también era memorial del acontecimiento del éxodo.
2. La Pascua en el Nuevo Testamento, sobre todo en la tradición joánica, Cristo es presentado como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29.36), es además el Siervo sufriente de Yahwéh (Is 53, 7-8) que expía los pecados de una multitud. La muerte de Cristo coincide con la inmolación del cordero pascual en el templo (Jn 19, 36) y en Él se cumple la prescripción referente al cordero pascual de que no le romperán ningún hueso (Jn 19, 33). La primera carta de Pedro habla de la sangre de Cristo en un contexto pascual (1P 1, 19).
Los sinópticos demuestran en los gestos y palabras de Jesús el cumplimiento del rito pascual con el sacrificio de su propia vida. Él es la liberación total y definitiva de la humanidad de la opresión del pecado y de la muerte que pesaban sobre ella. Pablo presenta a los Corintios el tema de la renovación pascual; Juan contempla la muerte de Jesús como el «paso» hacia el Padre; Pedro habla de la liberación obtenida por la sangre de Cristo. En todos estos textos se percibe el tema pascual; si a éstos se les añaden los textos que hablan de la redención, tema afín al del sacrificio pascual, no es de extrañar que a partir de estos textos la Iglesia, en su reflexión teológica, empezara a hablar de misterio pascual.
Éste no es el momento ni el lugar para hacer un estudio ni siquiera aproximativo sobre el contenido y expresión de «misterio pascual» en los Padres. Simplemente queremos apuntar que esta expresión, aun no siendo bíblica, adquiere con los Padres carta de ciudadanía en la reflexión teológica de la Iglesia. Y solamente nos referiremos a dos Padres: Melitón de Sardes, por ser el primero que usa la expresión; y León Magno, porque seguramente de su mano la expresión ha pasado a muchas fórmulas litúrgicas que han enriquecido su contenido teológico.
La primera vez que encontramos acuñada la expresión «misterio pascual» es en la homilía o tratado pascual de Melitón de Sardes (siglo II). Después de haber comparado la Pascua vieja y la nueva en Cristo, cordero pascual inmolado, afirma: éste es el misterio pascual (to tou pascha mysterion) (O. Perler [ed.], Méliton de Sardes. Sur la Pâque et fragments, SCh 123, 64-65).
Pero seguramente uno de los Padres que más ha empleado en sus sermones esta expresión es León el Grande, y es importante porque su influjo en los sacramentarios romanos es notable.
León usa dos expresiones: paschale sacramentum y paschale festum. La primera se puede traducir muy bien por «misterio pascual», ya que sacramentum es la traducción latina de mysterion, la segunda expresión se refiere a las celebraciones de la Pascua.
En el sermón 47 León presenta el paschale sacramentum como la principal festividad hacia la cual convergen todas las otras que nos ayudan a celebrarla y a recibirla dignamente (cf. Tractatus 47, 1: CCL 138A, 274).
En el sermón 50 nos presenta el paschale sacramentum como remisión de nuestros pecados (ibid, 50, 3: CCL 138-A, 294). El sacramento pascual no es solamente la primera y principal de las festividades, ni solamente es la remisión de nuestros pecados, sino que es el medio para «conformarnos» a Cristo quien tomó nuestra «deformidad» y nos redimió por su pasión y su cruz; precisamente nuestra «conformación» a Cristo es posible porque ha mediado la redención (cf. ibid, 53, 3: CCL 138-A, 315); en este mismo sentido se expresa el sermón 55: quien con la caridad y la pureza se eleva de las cosas terrestres a las celestiales, con este deseo honra el misterio pascual (cf. ibid, 55, 5: CCL 138-A, 327).
Para León el paschale sacramentum no es contemplado de manera restrictiva, sino que comprende también la pasión (cf. ibid., 65, 2: CCL 138-A, 396). Abundando en esta comprensión amplia del misterio pascual, León en un sermón del sábado santo, dice que por medio de la cruz el fiel participará en el paschale sacramentum que penetrará su vida y convertirá en vida aquello que celebra (cf. ibid., 71, 1: CCL 138-A, 434).
En un sermón de Pascua, León nos ofrece de nuevo una visión complexiva del misterio pascual, es decir, pasión, muerte y resurrección (cf. ibid., 72, 1: CCL 138-A, 441).
En un sermón de Cuaresma, León presenta el ejercicio cuaresmal como preparación a la celebración del paschale festum (cf. ibid., 41, 2: CCL 138-A, 235). En un sermón de pasión pondera el sublime misterio que encierra el paschale festum (cf. ibid., 58, 1: CCL 138-A, 339); en otro sermón de pasión pide a los fieles un esfuerzo de alma y cuerpo para no minusvalorar la celebración del paschale festum (cf. ibid., 70, 4: CCL 138-A, 429).
A lo largo de sus sermones, sobre todo los de pasión, además de estas dos expresiones concretas, tiene otras muchas más referidas de manera indirecta al misterio pascual de la muerte, crucifixión y resurrección del Señor. Nosotros nos hemos ceñido a la expresión concreta y literal de paschale sacramentum o paschale festum.
La expresión «misterio pascual» que los Padres han forjado, usado y explicado en su dimensión teológica la encontramos reflejada en los textos litúrgicos romanos, ya desde sus orígenes.
1. El sacramentario VeronenseEl sacramentario Veronense no solamente usa la expresión «misterio pascual», sino que desarrolla también su contenido. En el formulario de una misa situado en el manuscrito entre la ascensión y Pentecostés se nos presenta la perfección o culminación del misterio pascual en el misterio de Pentecostés: «Omnnipotente y sempiterno Dios, que has perfeccionado con la plenitud del misterio hodierno, el misterio de la solemnidad pascual» (Ve 210). (Las traducciones de los textos de los sacramentarios son nuestras). El misterio de la Pascua, se completa y perfecciona con el misterio de Pentecostés.
En este mismo sentido se expresa otra oración que precede a la fiesta de Pentecostés; el misterio pascual incluye también el misterio de Pentecostés: «Omnipotente y sempiterno Dios, que quisiste que el sacramento pascual se realizara en el misterio de los cincuenta días» (Ve 191). El misterio pascual no llega a su perfección, a su pleno cumplimiento sin el misterio de Pentecostés, y ambos misterios se celebran a lo largo de los cincuenta días.
Esta oración pasa al sacramentario Gelasiano, a los gelasianos del siglo VIII y a los gregorianos.
Es cierto que en estos textos no se indica expresamente el contenido de Pascua y de Pentecostés, pero en este lenguaje litúrgico se sobreentiende la muerte y resurrección de Cristo y la efusión de su Espíritu. Lo que interesa destacar de estas oraciones es que nos hacen comprender el misterio pascual en toda su plenitud, es decir; que sin el Espíritu Santo el misterio pascual no es pleno y perfecto.
En una oración de un formulario de misa del mes de julio, la expresión paschale sacramentum se refiere a la eucaristía, ya que en ella recibimos el sacramento pascual (Ve 570).
En el mismo sentido se expresa otra oración de un formulario del mes de septiembre. Nos alegra la celebración del misterio, porque a través de ella se nos aumenta nuestro provecho espiritual (Ve 987).
En estos dos textos se subraya la dimensión vivencial del misterio pascual en los fieles que participan de la eucaristía, que es la celebración del misterio pascual.
El mismo Veronense nos habla no solamente de misterio pascual, sino también de ayuno pascual. Se trata de una misa del mes de septiembre, correspondiente al ayuno de este mes, y lo califica de pascual, aunque no se trate de un ayuno preparatorio para la fiesta de Pascua. Este texto nos ofrece una comprensión pascual del ayuno en general, en el sentido de que éste nos hace partícipes del misterio pascual de Cristo, porque mediante el ayuno realizamos en nosotros la muerte al pecado, elemento importante de nuestra vivencia del misterio pascual.
2. El sacramentario GelasianoEn un formulario de Cuaresma se nos presentan los ayunos como preparación para recibir el misterio pascual: «... para que con dignas mentes reciban el misterio pascual» (Ge 235).
En una oración del Jueves Santo se pide que los fieles empiecen debidamente la celebración de los misterios pascuales: «… con plenitud y perfección entren en todos los misterios de las fiestas pascuales» (Ge 349). Toda la celebración del triduo se considera misterio pascual cuyo contenido es obvio: la muerte y resurrección de Cristo. De nuevo el misterio pascual se presenta como objeto de la vida de los fieles y de la Iglesia, y se hace vida en la Iglesia y en los fieles por medio de la celebración.
En las misas de la octava de Pascua y del tiempo pascual, se pide al Señor que, celebrando el misterio pascual, recibamos sus dones (cf. Ge 468-469), y que lo hagamos de manera digna (cf. Ge 471).
El misterio pascual es motivo de alegría porque en él se realiza la obra de nuestra redención (cf. Ge 486); la celebración del mismo misterio nos ayuda a hacerlo vida en nosotros (cf. Ge 514). El prefacio del quinto domingo después de la octava de Pascua, pone su acento en el esfuerzo que debe hacer el cristiano para vivir siempre el misterio pascual a través de las buenas obras (cf. Ge 564).
Todos estos textos hacen referencia evidentemente a la eucaristía en la que se actualiza el misterio pascual, que tiende a hacerse vida en la participación del sacramento.
3. El sacramentado de GelloneEste libro litúrgico contiene un prefacio el quinto domingo de Cuaresma que considera este periodo como preparación para la celebración del misterio pascual; cuanto más se acercan los días de la celebración de las fiestas pascuales, tanto más los fieles tienen que prepararse a celebrar dignamente los misterios pascuales (Gell 487).
4. El Suplemento de AnianoEn cuatro fórmulas de la sección de prefacios del Suplemento de Aniano encontramos la expresión «misterio pascual»; dos de ellos proceden del Sacramentario Gelasiano, los otros dos son de la familia de los gregorianos.
El prefacio del jueves de la semana de Pascua nos presenta el misterio pascual como una lección que nos enseña a abandonar nuestra vida de pecado y a vivir una nueva vida, para así superar la amargura de la muerte y conseguir la integridad de la vida eterna (Sup An 1593).
El prefacio del sábado, víspera del Domingo de Ramos, se convierte en una petición al Señor para que las penitencias cuaresmales nos hagan aptos para celebrar el misterio pascual (Sup An 1581).
La expresión «misterio pascual» vuelve a adquirir carta de ciudadanía en el pensamiento teológico actual, a partir sobre todo del movimiento litúrgico consagrado en la Encíclica Mediator Dei, y entra a formar parte del bagaje teológico del Vaticano II, sobre todo en la Constitución Sacrosanctum concilium, aunque no se limite a ella el uso y contenido de esta expresión. Vamos pues a examinar el significado de estos términos en los textos conciliares.
1 Contenido del «misterio pascual»Algunos textos conciliares nos explican el contenido de la expresión «misterio pascual», que incluye los misterios de la pasión, resurrección de entre los muertos y ascensión. Así pues, cuando se habla de misterio pascual, se hace referencia inmediata a estos tres misterios de la vida del Señor: «Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de glorificación perfecta de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión» (SC 5).
Pero el misterio pascual no es una manera de decir abreviadamente o sintéticamente estos tres misterios, porque el contenido de la expresión «misterio pascual» entraña la redención humana y la perfecta glorificación de Dios, que evidentemente se realiza por la pasión, muerte, resurrección y ascensión del Hijo de Dios. El contenido pues de la expresión se amplía con el tema de la redención de los hombres y la glorificación de Dios.
En el capítulo tercero sobre los sacramentos, el texto conciliar afirma que la fuerza santificadora de los sacramentos y sacramentales dimana del misterio pascual de Cristo: «Y así, la liturgia de los sacramentos y sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los acontecimientos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de quien reciben su poder todos los sacramentos y sacramentales» (SC 61).
De nuevo contemplamos el contenido y alcance del misterio pascual, concretamente en la celebración sacramental que nos otorga la gracia divina gracias a la fuerza que mana del misterio pascual. Esta presentación del misterio pascual, precisa lo que de manera más general se ha dicho en el número 5 de la Constitución conciliar.
En el capítulo quinto sobre el año litúrgico hay abundantes referencias al misterio pascual. El capítulo empieza hablando del domingo y, aunque no se use la expresión «misterio pascal», se hace referencia a su contenido porque en el domingo se hace memoria de la resurrección, de la misma manera que en la Pascua anual se hace memoria de su pasión y resurrección: «Cada semana, en el día que llamó "del Señor", conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua» (SC 102).
En relación con el día del Señor, el Concilio recuerda de manera explícita que, por tradición apostólica, la Iglesia cada domingo conmemora el misterio pascual con la celebración de la eucaristía, por ello los fieles cristianos han de reunirse cada domingo: «la Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón "día del Señor" o domingo. Así pues, en este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús» (SC 106).
Si cada domingo se celebra la resurrección del Señor, se debe organizar el año litúrgico de manera que se celebren debidamente los misterios de nuestra redención, especialmente el misterio pascual: «Revísese el año litúrgico de modo que, conservadas o restablecidas las costumbres y enseñanzas tradicionales de los tiempos sagrados, de acuerdo con las circunstancias de nuestro tiempo, se mantenga su carácter primitivo para alimentar debidamente la piedad de los fieles en la celebración de los misterios de la tradición cristiana, sobre todo del misterio pascual» (SC 107).
En las memorias de los mártires y de los santos la Iglesia contempla realizado en ellos el misterio pascual de Cristo, y a la vez éstos se convierten en modelos para otros cristianos: «En la conmemoración de la muerte de los Santos proclama la Iglesia el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios de Dios» (SC 104).
Dentro del ámbito del año litúrgico hay que mencionar la expresión «ayuno pascual», a propósito del ayuno que se guarda el Viernes Santo y también el Sábado Santo (cf. SC 110); el ayuno de estos días adquiere una dimensión pascual tan fuerte que no se duda en calificarlo de esta manera, siguiendo, por otra parte, los textos de los antiguos sacramentarios.
Y junto a la expresión «ayuno pascual» hay que mencionar también la de «gozo pascual». Esta última la encontramos en el Decreto Presbyterorum ordinis y se refiere al testimonio de vida del presbítero que en ella debe manifestar el gozo pascual.
2 Misterio pascual y eucaristíaAl describir la misión de Cristo y de los apóstoles, el texto conciliar indica cómo ésta se realiza por medio del sacrificio y de los sacramentos. A la celebración de la eucaristía se la llama celebración del misterio pascual: «Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual (...] celebrando la eucaristía, en la que "se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte"» (SC 6).
En el Decreto Christus Dominus, se presenta la eucaristía como mediación para el conocimiento y vivencia del misterio pascual; y esto es una exigencia del munus santificandi de los obispos: «Deben esforzarse, pues, sin cesar para que los fieles conozcan y vivan más profundamente el misterio pascual por la Eucaristía, de manera que formen un solo Cuerpo compactísimo en la unidad del amor de Cristo» (CD 15).
3 Misterio pascual y bautismoEn el número 6 de la Sacrosanctum concilium antes citado en relación a la eucaristía, también se nos presenta el bautismo como medio de insertarse en el misterio pascual de Cristo: «Así, mediante el bautismo, los hombres se insertan en el misterio pascual de Cristo; mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con El» (SC 6). El texto concilar, siguiendo Rm 6, 4 especifica en qué consiste el misterio pascual en el que son insertados los fieles.
En el Decreto Ad gentes se presenta el catecumenado no solamente como un tiempo dedicado a la exposición doctrinal del misterio cristiano, sino unido a la iniciación cristiana por medio de la cual participamos en el misterio de la salvación, que consiste en la inserción en la muerte, sepultura y resurrección de Cristo y la recepción de su Espíritu, tal como ya estaba expuesto en Sacrosanctum concilium 6: «Los que han recibido de Dios la fe en Cristo por la Iglesia, deben de ser admitidos con ceremonias litúrgicas al catecumenado; éste no es una mera exposición de dogmas y preceptos [...] Después, liberados, mediante los sacramentos de iniciación cristiana, del poder de las tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de hijos de adopción y celebran el memorial de la muerte y resurrección del Señor con todo el Pueblo de Dios» (AG 14).
En el mismo sentido se expresa la Constitución Lumen gentium presentando el bautismo como consociación con la muerte y resurrección de Cristo, y en esto consiste precisamente el misterio pascual: «En efecto, por medio del bautismo nos identificamos con Cristo: "todos fuimos bautizados en un mismo Espíritu para ser un solo cuerpo" (1Co 12, 13). Este rito sagrado significa y realiza la participación en la muerte y resurrección de Cristo: "en efecto, fuimos sepultados con Él por medio del bautismo para morir; pero si estuvimos unidos en Él en la semejanza de su muerte, también lo estaremos en la de su resurrección"» (Rm 6, 4-5) (LG 7).
Ni en el Decreto Ad gentes ni en la Constitución Lumen gentium aparece la expresión «misterio pascual», pero se describe el contenido.
4. Misterio pascual y vidaEn el Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius se subraya el aspecto vivencial del misterio pascual en el sentido de que los seminaristas tienen que vivirlo de tal manera, que luego puedan iniciar en él a los fieles que les serán encomendados: «Deben vivir su misterio pascual de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo que se les confiará» (OT 8).
5. Misterio pascual, respuesta al misterio de la muerteEl misterio pascual es la respuesta al terrible enigma de la muerte. El hombre a pesar de luchar contra el mal, los dolores, la enfermedad, irremediablemente acaba en la muerte. El misterio pascual, al asociarnos a la muerte de Cristo, nos asocia también a su resurrección; esta esperanza en la resurrección vale no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad que por la gracia de Dios se asocian al misterio pascual: «Ciertamente urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar contra el mal con muchas tribulaciones y también de padecer la muerte; pero asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, fortalecido por la esperanza, llegará a la resurrección. Esto vale no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. [...] En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (GS 22).
Después de nuestro recorrido por la Escritura, los escritos de algunos Padres, los textos litúrgicos y varios documentos del Concilio Vaticano II, podemos sintetizar y sistematizar el alcance teológico de la expresión «misterio pascual».
No cabe duda de que con estos términos nos referimos concretamente a los misterios de muerte y resurrección de Cristo. El misterio de la muerte se amplía con los misterios de pasión y sepultura; y el de la resurrección comprende también el misterio de la ascensión.
Y con razón la expresión «misterio pascual» se refiere a estos dos misterios concretos, debido a su fundamentación bíblica. Para un israelita la Pascua fue la muerte del cordero que trajo consigo la liberación del yugo de Egipto, y este acontecimiento se celebraba anualmente. Cristo llevó a término lo significado por la Pascua antigua, ya que Él es el verdadero cordero que inmolado libra a todos de la muerte y de la esclavitud del pecado.
Pero la muerte y resurrección de Cristo no es el final de un camino, sino el punto culminante de una historia: la historia de la salvación; por tanto, el misterio pascual no puede contemplarse de manera reductiva, sino a la luz de la historia de la salvación, que en el misterio pascual alcanza su plena realización, y a su vez en él se contiene toda.
Toda la historia de la salvación, desde el alfa hasta la omega, confluye en este acto de Cristo que muere y resucita y salva de una vez para siempre a todos los hombres; a los anteriores a este acontecimiento, y a todos los que vendrán después de él. La presencia en sombra o en realidad del misterio pascual de Cristo es la que alumbra toda la historia de los hombres, desde Adán hasta el último elegido que quedará en el momento de su segunda venida.
BibliografíaR. CANTALAMESSA, La Pasqua della nostra salvezza, Casale Monferrato 1971. . CASEL, La fête de Pâques dans l'Église des Pères, Lex Orandi 37, Paris 1963. I. OÑATIBIA, «Nuevas aproximaciones al misterio pascual», Phase 25 (1985) 87-100. P. SORCI, «Misterio pascual», en D. SARTORE, A-M. TRIACCA y J-M. CANALS, Nuevo Diccionario de Liturgia, Roma 19842, 1342-1365.
G. Ramis
La palabra «mística» tiene la misma raíz que misterio, y se ha utilizado desde muy antiguo, en la tradición espiritual y teológica, precisamente para designar los misterios de Dios, pero en cuanto «vividos* o «experimentados* por el alma cristiana, en la que la misma Santísima Trinidad inhabita. De acuerdo con su etimología, la palabra «mística* designa, por tanto, una realidad vital llena de riqueza, grandeza y profundidad, pero al mismo tiempo oscura, secreta y escondida; algo profundamente íntimo y sobrenatural, que participa de las maravillas de Dios, pero que resulta inabarcable, incomprensible e inefable.
La expresión «mística», por tanto, se refiere en su sentido más propio a los aspectos y elementos de la vida espiritual cristiana que hacen más directa referencia a la participación en la vida divina, la divinización, la transformación en Cristo; a los rasgos y experiencias más íntimos, más profundos, más elevados de la relación de amor entre el cristiano y Dios, que constituye la esencia de la vida espiritual.
Las vivencias y experiencias místicas de un cristiano pueden ser muy diversas y variadas, como es propio de la enorme riqueza de la acción divina en el alma, y de la diversidad de caracteres, personalidades, circunstancias, etc., del sujeto humano y de su forma de responder a la gracia divina. Sin embargo, se pueden entresacar, de acuerdo con la enseñanza tradicional de los mejores maestros de espiritualidad de todos los tiempos, algunos rasgos más comunes y universales a todas esas experiencias, y tratar así, si no de definir, por lo menos describir lo más característico de la mística cristiana.
El magisterio de la Iglesia ha hecho algunas aclaraciones importantes que recogen lo que ya venía siendo enseñanza común de la teología espiritual, después de numerosos estudios y algunas fructíferas controversias sobre la materia.
En su número 2014, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma. «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo mediante los sacramentos -"los santos misterios"- y, en Él, con el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos».
Existe, pues, una distinción clara entre la «vida mística», a la que tiende, por su misma naturaleza, el itinerario espiritual del alma cristiana llamada a la santidad, y que Dios puede, por tanto, conceder a cualquier cristiano bien dispuesto, y determinados dones o gracias particulares concedidos sólo a algunas personas, como signo de la mística común, o como don propio de su peculiar vocación en la Iglesia.
El documento Orationis formas de la Congregación para la Doctrina de la Fe precisa un poco más esas distinciones: «A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una seria ascesis. En cuanto a los carismas, san Pablo dice que existen sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1Co 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios -"místicos"- (cf. Rm 12, 3-21), por otra, que la distinción entre "dones del Espíritu Santo" y "carismas" no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano "vivo" posee una tarea peculiar -y en este sentido un "carisma"- "para la edificación del Cuerpo de Cristo" (cf. Ef 4, 15-16), en comunión con la Jerarquía, a la cual "compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno" (LG 12)» (OF 25).
En consecuencia, se pueden distinguir tres tipos de dones místicos: la mística «ordinaria», alcanzable por todos, como fruto de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, y que entra en el orden de la santificación personal; la mística «especial» o «peculiar», fruto de carismas concretos concedidos por Dios a determinados cristianos, de acuerdo con su vocación particular en la Iglesia, y que se conceden precisamente en servicio de la misma Iglesia y de las almas, no en beneficio propio, aunque se apoyen en la santidad personal; y la mística «extraordinaria», con dones que suelen romper las leyes de la naturaleza, y que Dios concede a personas muy concretas como signo claro y llamativo de la grandeza de la santidad cristiana a la que todos estamos llamados, o de alguno de sus aspectos más importantes.
Así, por ejemplo, todo cristiano tiene que experimentar en su camino de santidad una intensa unión con el misterio de la cruz de Cristo, mediante la cual Dios purifica el alma (aspecto central de la mística ordinaria); pero esa identificación con la cruz se puede dar por caminos muy diversos: en algunos casos, Dios suscita vocaciones marcadas particularmente por el dolor y la enfermedad, concediendo gracias especiales para responder a esa llamada y realizar un intenso «apostolado del sufrimiento» con los que les rodean y sosteniendo a toda la Iglesia; además, a unas pocas personas el Señor ha otorgado el don extraordinario de los «estigmas», que, reproduciendo físicamente las mismas llagas de Jesucristo, simbolizan de forma visible y rotunda que el verdadero sentido del dolor está sólo en la cruz de Cristo, en sufrir con Él, por Él y en Él.
Teniendo en cuenta estas precisiones, nos centraremos en el concepto más general y común de mística, al que toda vida cristiana debe estar abierta, como invitaba con fuerza Juan Pablo II en su programa pastoral para el tercer milenio, al hablar de la santidad y de la oración, en la Novo millennio ineunte: «La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente [...] muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: "El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14, 21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones (la "noche oscura"), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como "unión esponsal". ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús? »Si, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas de oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el "arrebato del corazón". Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios» (NMI 33).
Ante todo, la mística es don de Dios: toda experiencia o vivencia mística procede de una expresa intervención divina en el alma, tiene un arranque fundamentalmente pasivo, de origen no controlado por el propio sujeto y, por ello, inesperado, sorprendente, o incluso desconcertante. Sin embargo, Dios se sirve, para esa donación, de la preparación y disposiciones del alma, de su mayor o menor correspondencia, y mantiene siempre el misterioso equilibrio entre gracia y libertad.
Por ello, la actitud fundamental por parte del sujeto ante los dones místicos, y lo que suele determinar la intensidad y hondura de su vida mística, es su humildad y docilidad, su capacidad de receptividad, de abandono en las manos divinas. Todo lo cual se alcanza a través de la lucha ascética, la vida de oración y purificación del alma, la recepción de los sacramentos y la práctica de las virtudes, etc. Es decir, el alma no provoca la mística ni ninguna de sus formas o aspectos, pero si se dispone para ella.
Esto nos lleva también a no confundir la auténtica mística cristiana con el «quietismo», pues el abandono que implica es fuertemente activo, y el alma colabora libre y responsablemente con la acción divina: colabora disponiéndose, recibiendo y haciendo fructificar esos dones divinos, pero no realizando en sentido estricto la experiencia mística por propia iniciativa: la iniciativa y el poder son divinos.
Pero no cualquier don de Dios en el itinerario espiritual de un alma se puede llamar místico en sentido propio. La mística propiamente dicha está constituida por experiencias peculiares, particulares, en la relación entre Dios y un alma que va avanzando en su santidad personal. Decimos peculiares o particulares porque, aunque no sean extraordinarias, y se den como fruto lógico del proceso de santificación personal, suponen un cambio apreciable: un «salto» o «vuelo*, que incluye cierta discontinuidad con lo anterior, un algo novedoso, no buscado ni esperado, recibido por sorpresa, etc.
Todo lo que sigue pretende desglosar, en particular, dónde está esa «novedad», que permite distinguir lo místico de lo que no lo es; pero, al mismo tiempo, ahí radica precisamente la dificultad del estudio y comprensión de lo que es la mística, con la consiguiente diversidad de planteamientos y opiniones teológicas al respecto.
Cualquier experiencia mística es una experiencia movida fundamentalmente por el amor y que provoca un aumento considerable del mismo amor; más aún, propio de la mística es una «novedad» en el amor: cierto «flechazo», un enamoramiento, un cambio en la relación amorosa con Dios; un cambio que incluye un nuevo, más profundo y más radical compromiso de amor -de ahí, el frecuente lenguaje esponsal entre los escritores místicos-, con la consiguiente donación y entrega incondicional al Amado... Compromiso mutuo: Dios es el que conquista y enamora primero, y el alma la que responde... Compromiso que tiende a ser cada vez más definitivo, estable y completo: un amor cada vez más intenso, íntimo, abarcante... Una auténtica «locura de amor»...
Inseparablemente unida a la novedad del amor, está la novedad «contemplativa»: toda relación mística con Dios incluye un conocimiento especialmente intimo y penetrante de la Verdad divina, dentro de la fe; no como fruto de un mayor o mejor razonamiento, sino como sabiduría de carácter intuitivo y simple, provocada por ese contacto intimo, amoroso, personal con Dios mismo: la contemplación es «mirada» de fe, mirada de amor, conocimiento por «connaturalidad».
Los conceptos de mística y contemplación no son exactamente intercambiables, pero sí están íntimamente relacionados, hasta poderse considerar inseparables (como hacen santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, sir ir más lejos) la contemplación es la componente más característica de la mística, y toda experiencia mística tiene rasgos contemplativos. Teniendo siempre presente que el concepto de contemplación incluye esa novedad del amor, no sólo el aspecto cognoscitivo; y que es el amor la fuente del conocimiento místico o contemplativo, y no a la inversa.
Toda experiencia mística incluye, por tanto, una comunión personal de amor contemplativo entre el alma y Dios, fruto de una particular comunicación divina, que tiende a afectar a toda la persona, con una especial intensidad, intimidad e inmediatez. Todo ello admite, desde luego, una infinitud de grados y matices, pero quizá sea la idea de «inmediatez» de la relación con el misterio de Dios la que más caracteriza la «novedad» de la mística
Entre otras cosas, esa «inmediatez» se refleja en que la comunicación mística divina es radical y manifiestamente trinitaria: una contemplación de los misterios divinos en cuanto tales y un vivir en ellos: de la Trinidad en la Unidad y de la Unidad en la Trinidad, de cada Persona divina en cuanto tal y en comunión con las otras; a través de una participación característica en el misterio de Jesucristo, en cuanto Dios y en cuanto Hombre, y en la unidad de su Persona.
Dicho de otra forma, es una relación personal con el mismo misterio de Dios y de Jesucristo: por eso se llama «mística», porque participa precisamente de lo más característico de los misterios divinos en cuanto tales. Es decir, es profunda, rica e inagotable como Dios mismo; y a la vez, misteriosa, oculta, secreta y escondida. De ahí brotan las abundantes paradojas propias de la mística, como el «no entender entendiendo»: se entiende mucho más sobre Dios, pero precisamente por eso -no estamos en el cielo, todavía- se capta mucho mejor la trascendencia de Dios sobre todo pensamiento y conceptualización; se está mucho más cerca de Él, al mismo tiempo que se descubre lo lejos que se está en realidad...
De lo anterior brota la inefabilidad característica de la mística: la gran dificultad que encuentra el sujeto -y mucho más el que es ajeno a la experiencia-, para conceptualizar y explicar con palabras esa realidad. De ahí el recurso habitual, en los escritores místicos, a las imágenes y alegorías, al lenguaje simbólico y poético, a las paradojas, etc.; de ahí también la notable diversidad de posibles explicaciones teológicas, con algunas intensas polémicas incluidas; y de ahí también la posibilidad de calificar, equivocadamente, algunas experiencias místicas como locura, esquizofrenia, etc.; o de confundirlas con otras experiencias religiosas, espirituales o psíquicas, que poseen quizá manifestaciones y rasgos similares, pero que son esencialmente diversas en el fondo.
Conviene, en este momento, introducir otra aclaración fundamental, para mantener en su lugar el concepto de mística ordinaria y no limitado a los maestros o escritores místicos. En efecto, todo místico tiene cierta conciencia de algún tipo de «novedad», aunque sea simplemente en forma de sorprendente sentimiento amoroso, desconcertante intuición contemplativa, desconocida paz y alegría en el alma, etc.; pero la mayoría de los cristianos que empiezan a vivir esas experiencias místicas, e incluso muchos que ya han crecido notablemente en ellas, no son conscientes ni sospechan siquiera que «eso» sea la mística de la que han oído hablar (si es que han oído o leído algo al respecto), ni están pensando en una peculiar intervención divina en ellos, ni, mucho menos, son capaces de darle forma, contenido o expresión a lo que están viviendo.
Distinto y peculiar es el caso de algunos santos que han recibido de Dios, además del don de la mística en si misma, una vocación de maestros en estas cuestiones y, por tanto, el carisma (don místico «peculiar», no general) de captar mucho más claramente esa novedad en cuanto tal novedad, y de poder describirla, transmitirla y explicarla, con más o menos acierto y profundidad. Pero esto no significa que esos maestros de la mística sean necesariamente más místicos ni, por tanto, más santos que los que no se dan cuenta de todo eso ni lo explican. Es decir, no hay que confundir la mística en sí misma -propia de cualquier santo en cuanto tal- con la enseñanza mística, la literatura mística, la teología mística, etc. Hay mucho verdadero místico que no sabe que lo es, ni lo sabrá nunca en esta vida, y que además es bueno que no lo sepa...
Aunque está ya implícito en lo dicho, conviene subrayar expresamente que toda experiencia mística se realiza en el ámbito de la fe, la gracia y los sacramentos: en el seno de la Iglesia. Es decir, toda verdadera experiencia mística es una experiencia genuinamente cristiana y eclesial, que, lejos de salirse del ámbito propio de la condición cristiana, no hace sino reforzar manifiestamente sus elementos más característicos. Dicho de otra forma: la novedad no está en algo que se sale de lo normal, sino en una forma nueva de sentirlo y vivirlo, que lleva a una mayor captación de lo esencial y a un enraizamiento mayor en lo más genuinamente cristiano.
Por eso, toda experiencia mística Incluye también un intenso, decidido y confiado deseo, anhelo, búsqueda de una todavía mayor Intimidad con Dios; más aún, de la intimidad definitiva y total del cielo; es decir, una esperanza cada vez mayor, que puede llegar a tomar forma de «ansia», «arrebato» ... Una esperanza que incluye, a la vez, un gran abandono y una búsqueda activa, afanosa, exigente, incluso descarada, de Dios.
Sin embargo, insistimos, la contemplación pertenece al orden de la fe: no es la visión beatífica; la mística no es equivalente a la posesión y el gozo propios del cielo; pertenece a la condición de viador, aunque, como propia de la santidad y del desarrollo de la gracia, acerca mucho más al cielo. El místico, al paladear las grandezas del amor divino, suele ser más consciente de las maravillas que incluirá la vida eterna y, al mismo tiempo, de la diferencia radical con esta vida: lo desea, por tanto, con particular ardor, hasta llegar a las expresiones paradógicas del famoso «muero porque no muero»..., pero al mismo tiempo ama esta vida como nadie, pues es el camino para ese Amor definitivo y maravilloso.
Como algo propio del verdadero amor, ese afán y búsqueda es, sobre todo, de Dios en sí mismo, no del gozo o placer que el alma misma experimenta. Es decir, cuanto más intensa y elevada es la experiencia mística, más desinteresada es: más humilde, más abandonada... Lo cual no excluye, al contrario, que el alma se sienta cada vez más feliz, más llena, más colmada del gozo divino.
Esa unión intima con Dios se realiza en el «centro», «ápice» o «esencia» del alma: expresiones frecuentes en los maestros místicos, que quieren mostrar así, por una parte, la gran intimidad y recogimiento de la experiencia mística, más allá incluso de las potencias superiores (entendimiento y voluntad); y por otra, la totalidad de la experiencia: cómo afecta a toda la persona, en un movimiento que va de dentro hacia fuera (desde el centro, repercute en el resto de la persona), y no de fuera adentro, como suele ocurrir en el esfuerzo ascético ordinario por recogerse y buscar la intimidad con Dios.
Expresado esquemáticamente, en el esfuerzo personal, movido por la gracia pero con iniciativa humana, el proceso seria: sentidos / acción ? conocimiento ? voluntad; en el don místico, con correspondencia humana pero iniciativa divina: centro del alma ? voluntad ? conocimiento (por amor) ? sentidos / acción.
La contemplación y la mística incluyen también una intensa purificación del alma y de todas sus potencias, mediante una particular participación en la cruz de Cristo: participación de carácter claramente pasivo (no buscada ni querida, inesperada, etc.); muy dolorosa -más en lo moral y espiritual que en lo físico-, pero compatible, al mismo tiempo, con una paz profunda y un gozo interno en el centro del alma. Con frecuencia esa purificación se manifiesta en una impresión de abandono por parte del mismo Dios, de oscurecimiento casi total, ante el que los santos reaccionan con un expreso acto de confianza ciega, del que brota un afianzamiento de la unión mística. Se puede equiparar a la experiencia de Jesús mismo en la agonía del huerto y en la cruz. Aquí entraría toda la doctrina clásica de la «noche oscura del alma», a la que hace referencia el texto de Juan Pablo II citado más arriba.
Conforme crece la vida mística, el alma se ve cada vez más alejada del pecado, pero nunca se considera impecable o confirmada en gracia; más aún: aumenta considerablemente su sensibilidad ante la maldad de las ofensas a Dios, propias y ajenas, afina más en su contrición y, en particular, se siente cada vez más indigna de esa nueva intimidad divina, comprendiendo así mejor que es un don gratuito de Dios, totalmente inmerecido.
Como ya se ha ido señalando, es importante destacar que la mística tiene un carácter gradual: si el alma es dócil a la acción divina, estas experiencias son cada vez más prolongadas y continuas, más intensas en el amor, más penetrantes en el conocimiento; la unión con Dios se hace más estrecha, más abarcante de todo el ser y la actividad humana, más sencilla, profunda y armónica a la vez.
Precisamente debido a esa gradualidad, puede haber muchas almas que han iniciado ya un verdadero camino de contemplación, pero que, por ser todavía poco intenso y profundo, apenas se aprecia en sus manifestaciones. También hay almas que recorren ese camino a gran velocidad, y otras que lo hacen muy lentamente, o con pérdidas, retrocesos y recomienzos...
Como refleja el texto de la Orationis formas citado más arriba, la explicación teológica más común del origen y crecimiento de la vida mística se apoya en la actividad de los dones del Espíritu Santo. En efecto, por una parte, son dones concedidos a todos desde el bautismo, y que crecen con la gracia, como hábitos infusos. Por otra parte, a diferencia de las virtudes, su naturaleza propia es ser actualizados por Dios mismo y no por el alma, pero siempre en la medida en que el alma es dócil a esa acción divina. El «salto» o novedad de que hablamos seria debido, entonces, a la clara diferencia de naturaleza y actuación que existe entre virtudes y dones; y la gradualidad de la mística dependerla del progresivo predominio de la acción de los dones sobre las virtudes, perfeccionadas a su vez por ese predominio de los dones.
Algunos teólogos tienden a pensar, sin embargo, en algún tipo de gracias nuevas y propias de la experiencia mística. Con esa postura hay más dificultades para explicar la universalidad de la mística y la continuidad en el proceso interior; aunque puede quedar más clara la novedad y la peculiaridad de la mística.
De acuerdo con todo lo anterior, se puede hablar de una diferencia clara y una continuidad, a la vez, entre los conceptos clásicos de ascética y mística. En efecto, hay una unidad básica en todo el proceso espiritual, que siempre se apoya en la gracia, las virtudes y los dones, en la acción divina y la correspondencia del alma; pero, a la vez, en ese proceso, se observa un predominio inicial de lo ascético, en la medida en que el alma debe tomar la iniciativa, y no está preparada todavía para una acción predominantemente divina (salvo que Dios la forzara, cosa que no hace); frente a un predominio claramente místico en las alturas de la santidad. Predominio místico que -y esto es muy importante- incluye todavía una ascética mayor: el santo es mucho más místico, y también mucho más ascético; pero con una diferencia proporcionalmente mayor aún entre lo místico y lo ascético. Utilizando una pobre pero ilustrativa imagen matemática, se puede decir que, en el santo, la ascética crece linealmente y la mística exponencialmente.
En particular, y como último rasgo característico y decisivo que subrayamos en esta síntesis, la verdadera mística supone una unidad y un equilibrio cada vez mayor entre acción y contemplación: entre Marta y María, según la clásica imagen evangélica tan usada por los maestros espirituales de todos los tiempos. Equilibrio entendido en dos sentidos fundamentales y complementarios: contemplación/apostolado, por una parte, contemplación/trabajo, vida ordinaria, etc., por otra. Esa unidad no significa yuxtaposición ni mero equilibrio: hay un predominio claro de la contemplación como meta, como fuente y como forma de toda la vida cristiana, de manera que de ella brota la verdadera acción, sin dejar de ser contemplación, hasta el punto de que pueden no llegar a distinguirse: para el místico, todo es oración, todo es apostolado, todo es trabajo...
En efecto, cuanto más mística es el alma, más naturalmente vive esa unión y armonía entre Marta y María, sin necesidad de «esfuerzos ascéticos* por hacerlas compatibles. Esto es así, porque dicha unidad brota de la unidad de la caridad (amor a Dios y al prójimo), de la armonía entre las virtudes sobrenaturales, entre virtudes y dones, y entre virtudes humanas y sobrenaturales: unidad y armonía que está en esas mismas realidades tal como han salido de las manos de Dios, y que el alma, por tanto, no tiene que «construir» sino que «descubrir», «extraer» y poner en práctica convenientemente.
En definitiva, volviendo a las aclaraciones del principio, la llamada a la santidad incluye una llamada a la mística y la contemplación con las características aquí resumidas, pero sus manifestaciones pueden ser diversísimas, precisamente por la impresionante riqueza de la realidad que designamos como mística: una participación en la infinita riqueza del mismo Dios Uno y Trino.
BibliografíaAA.VV., Diccionario de mística, Madrid 2002. E. ANCILLI (ed.), La Mistica. Fenomenología e riflessione teologica, Roma 1984; Diccionario de espiritualidad, Barcelona 1983.
J. Sesé
El término «moralidad» procede del vocablo latino mos (costumbre), y viene a traducir la palabra griega ????; (también costumbre o hábito). La moralidad es, pues, lo referente a lo ético, al ethos; es decir, a las costumbres o hábitos que la persona humana adquiere al obrar.
Esa realidad moral puede estudiarse de manera teológica o filosófica, como se verá. En esta voz se aborda el hecho moral desde la perspectiva filosófica, teniendo a la vez en cuenta la dimensión e implicaciones teológicas más relevantes. Será al hablar del pensamiento de santo Tomás cuando se ofrezca un modelo de desarrollo de teología moral. Por otro lado, no será difícil advertir qué influjo le cabe ejercer a cada doctrina filosófica sobre la visión teológica. La referencia específica en teología moral más relevante sigue siendo hoy, sin duda, la Encíclica Veritatis splendor (1993). Este documento, además de ser profunda y claramente teológico, presenta la ventaja de referirse a los fundamentos filosóficos (acertados o erróneos) de diversos discursos de la teología moral contemporánea.
La moralidad es un modo de comportarse adquirido libremente al ir actuando. Y adquirido de tal modo que llega a hacerse natural o espontáneo en su sujeto. Por eso los clásicos hablaban de la moralidad como de una segunda naturaleza. La moralidad, entonces, sólo puede radicar o encarnarse en un agente libre. Dicho con otras palabras, esa segunda naturaleza presupone una naturaleza primordial, a saber, un ser racional y libre. De hecho, la filosofía moral clásica entendía la moralidad adecuada o buena como la conformidad de esa segunda naturaleza con la primera, entendiendo este concepto de naturaleza de un modo más amplio que el corriente hoy, como se verá.
La moralidad pertenece al ámbito de la libertad. Frente al «género de la naturaleza, «el género de las costumbres (genus moris) empieza justamente donde comienza el dominio de la voluntad» (Tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias, II d. 24 cu. 3 art. 2 co.). Pero no todo lo libre posee de suyo y en concreto un significado específicamente moral: las operaciones libres que tienen como fin productos de la técnica humana no pertenecen a la moralidad (Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, I, lec. I). El hacerse músico o la fabricación de un artefacto (la poiesis) buscan la perfección en un fin exterior y perfeccionan a su agente de modo sólo accidental. En cambio, es propio de las acciones que llamamos morales el que perfeccionen a su agente de modo esencial y que se busquen por si mismas; el que ellas mismas sean su fin, que sean actividades inmanentes (praxis). Además, la moralidad presenta un carácter absoluto, último o incondicionado. Las razones morales para hacer algo poseen más fuerza que cualesquiera razones de otro tipo. Aristóteles entendió que esa fuerza mayor se debe a que las acciones morales se refieren al fin último del hombre. Kant la atribuye inmediatamente a la imperiosidad absoluta que exhibe el deber moral. En todo caso, ese perfeccionamiento esencial del hombre y esa fuerza absoluta del reclamo moral son dos notas definitorias de las cualidades morales (cualidades como «bueno» y «malo», «meritorio» y «culpable», «permitido» o «debido» o «prohibido»).
Dentro del ámbito de lo libre, y con las características de esencialidad e incondicionalidad mencionadas, ¿a qué se llama moral?; ¿qué clases de objetos aparecen cualificados moralmente? Veremos que esos objetos son, en diverso grado y sentido: las acciones, los sentimientos, los hábitos y las personas mismas; y aun desde una perspectiva más global y profunda, la felicidad. Detengámonos en cada uno considerando cómo se califican moralmente.
En primer lugar, es claro que las acciones son sujetos de predicados morales, son buenas o malas, debidas o prohibidas moralmente. Es en ellas donde la libertad humana se experimenta de modo más directo; y es respecto de ellas donde se presentan los dilemas morales más inmediatamente prácticos. Aunque pronto se verá que las acciones -y las normas que las ordenan- no son los únicos objetos de la moralidad, puesto que no es el exclusivo ámbito donde se vive la libertad. Pero cierto análisis de las acciones arrojará ya luces útiles para determinar el objeto de la moralidad. En la acción humana pueden distinguirse las siguientes fases: deliberación, volición (y eventual realización) y resultados o efectos. La atención a cada fase iluminará, además, cuestiones y principios propios de la moralidad.
a) La deliberación y la conciencia moral.La deliberación pondera los fines posibles que se dibujan ante la voluntad, e identifica los medios (si son necesarios) para realizar esos fines. Ese conocimiento, que no es sólo técnico, sino también estimativo, es parte importante de la conciencia moral. El grado de esta conciencia, o advertencia, influirá en la calificación moral de la acción. El agente debe preocuparse de conocer bien la situación que tiene ante sí y la índole -fáctica y moral- de aquello que va a realizar. Cuando ese conocimiento es acertado, se habla de conciencia verdadera; si es falso, de conciencia errónea. Y dentro de ésta, el error se tiene por culpable si la persona sospecha de esa falsedad pero no procura salir de ella; no es culpable, en cambio, si falta toda duda, o si habiendo puesto los medios no sale de su error.
b) La volición, las fuentes de la moralidad y el carácter moral de los mediosLa volición o querer consiste en el acto de autodeterminación por el que el sujeto se decide, en virtud de ciertos motivos, por la realización de estados de cosas posibles, convirtiéndolas en su fin. Éste es el núcleo y alma de la acción, que se traduce -cuando puede- en la realización. Por ello, las distinciones y complejidades en esta fase poseerán una importante relevancia moral: en particular, para la determinación de las llamadas fuentes de la moralidad, y para el problema de la moralidad de los medios.
1º) Lo correcto y lo bueno; las fuentes de la moralidad. La acción humana puede considerarse como lo que objetivamente se hace (cumplir una promesa, por ejemplo), o también como incluyendo en ella el motivo por el que se hace lo que se hace (cumplir la promesa en atención a la promesa misma y a la persona implicada, o por un egoísta interés utilitario). Motivo donde se contiene, claro está, su grado de conciencia y firmeza en el querer. La filosofía moral suele hablar de corrección o incorrección moral para la acción según el primer modo de consideración, y de bondad o maldad moral para el segundo. Aunque en la medida en que la acción en sí misma se supone como conocida y querida, por motivos fácilmente presumibles, hay quienes prefieren hablar siempre sencillamente de bondad y maldad morales. En cualquier caso, es patente que la integridad moral de la acción exige tanto la bondad como la corrección: es decir, tanto realizar lo adecuado o debido como llevarlo a cabo por un buen motivo. La sola corrección moral de lo querido no garantiza la bondad moral del acto de quererlo; y sola la bondad moral del querer tampoco asegura que se acierte con lo correcto, aunque sin duda lo buscará, si es auténticamente bueno. En este sentido, la filosofía moral de tradición tomista llama «objeto» (moral) a la acción misma, cuya corrección moral se determina por su finalidad intrínseca (finis operis), y «fin» al motivo o intención del agente (finis operantis). De manera que, según la misma terminología, se dice que las fuentes de la moralidad de la acción son su objeto, su fin y las circunstancias de la situación. Para que una acción sea moralmente buena -según este modo de expresarse-, ha de poseer, a la vez, un objeto correcto (considerado en su conjunto de circunstancias) y un fin bueno; basta que falte una de estas condiciones para que la acción resulte moralmente inaceptable.
2º) La moralidad de los medios. Una nueva complejidad aparece cuando la realidad del fin que el agente se propone requiere la ejecución previa de otros fines, como medios o fines subordinados. En estos casos la valoración moral del querer, y de la acción, habrá de tener en cuenta tanto el acto de querer el fin como el de querer los medios. Sostener que todo fin justifica cualesquiera medios, porque la única moralidad en juego es en realidad la del querer el fin, equivale a negar el evidente hecho de que la elección del medio es también una verdadera elección libre. Por el contrario, la convicción del sentido común moral de que ciertas acciones no deben realizarse, ni aun en vista del mejor fin, es lo que ha llevado a hablar de acciones malas en sí mismas (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1107a), o malas «por su objeto», o intrínsecamente malas, o también de «absolutos morales».
c) Los resultados y el principio del doble efectoLos resultados o efectos de la acción pueden considerarse como pertenecientes a la acción en cuanto que son vividos como su consecuencia y prolongación, e intervienen en la calificación moral de la acción sólo en la medida en que sean queridos, o al menos previstos, por el agente. Cuando esos efectos son queridos el criterio es sencillo, a tenor de lo visto antes para lo querido en general. Pero para el caso de efectos no queridos pero si previstos, la filosofía moral habla del principio del doble efecto. Trata éste de aclarar la responsabilidad y legitimidad de la realización de una acción de la cual se deriva un efecto malo (o incorrecto) previsto pero no pretendido o querido (como es lógico, su quererlo, aun como medio, ya haría mala la acción). Según ese principio moral, es licito causar secundariamente un efecto tal si se dan tres condiciones: que lo que realmente se quiera y directamente se realice sea un efecto bueno (o correcto), que haya proporcionalidad razonable entre el bien que se busca y el mal que se prevé, y que esa acción con dicho efecto secundario perjudicial carezca de una alternativa mejor. Nótese que aislar la segunda condición, tomándola por exclusiva, es lo típico del consecuencialismo, que se limita a un mero cálculo de efectos buenos y malos, pero que nada sabe de la moralidad interior de la acción.
Antes se advirtió que la esfera de las acciones no es la única en la que se habla de moralidad. Ello se echa de ver al comprobar que muchas veces también calificamos moralmente ciertos sentimientos o vivencias afectivas (como la gratitud, o la envidia). Si ello es así es porque vemos en ellos alguna suerte de corrección o incorrección, y porque además suponemos -y sólo en esa medida- algún modo o grado de libertad en su vivirlos. Es verdad que, en un primer momento, los sentimientos y los deseos nos invaden, somos pasivos ante ellos, y en esa fase o estadio no somos directamente libres ni responsables de ellos. Así dados, los sentimientos y pasiones carecen de bondad o maldad moral, aunque pueden encerrar e incoar ya corrección o incorrección moral (por eso se habla de tentaciones o deseos buenos y malos). Sólo cuando, tras aparecer en el sujeto tales vivencias, este toma postura ante ellas, consintiéndolas o no, esos sentimientos forman ya parte de nuestra vida libre y moral. En tanto que aceptados o rechazados tales sentimientos y deseos poseen sin duda cualidad moral, de la que pasamos ya a ser responsables. Más aún, como quiera que la repetida aceptación de sentimientos de una misma clase favorece el surgimiento de fenómenos afectivos de esa misma índole, puede decirse que de modo indirecto somos efectivamente responsables también de parte de los sentimientos -mayor cuanto más dilatada es la vida y la experiencia- que espontáneamente vemos nacer en nuestro interior. A este poder y libertad indirecta se le llama precisamente libertad moral, a diferencia de la libertad psicológica o de arbitrio. Gracias a ella la persona puede ir configurando su segunda naturaleza, su naturaleza moral.
b) Hábitos, carácter moral y persona. Las actitudes fundamentalesMediante esa configuración de la naturaleza moral se abre un nuevo y más profundo campo de moralidad: el de los hábitos y el carácter morales. Los hábitos son predisposiciones estables a obrar, y a sentir, de una determinada manera. Cuando ésta es la moralmente adecuada y buena llámanse virtudes; en el caso contrario se habla de vicios. El conjunto de los hábitos morales de una persona dibuja su carácter y catadura moral. No dudamos entonces en hablar de un carácter moralmente bueno o malo, donde las motivaciones son definitivas; o incluso, en ese sentido moral, de buenas o malas personas. Además, a quien posee un carácter moralmente bueno se le reconoce una autoridad o dignidad moral, sobre la dignidad ontológica que radica inalterablemente en su ser racional y libre, capaz de moralidad.
Al final de este breve recorrido, donde se han reconocido como ámbitos o campos de moralidad las acciones, los sentimientos y los hábitos y caracteres morales es oportuno precisar un punto de lo expuesto. No se trata sino de subrayar justo que todos esos campos son ámbitos propios de moralidad plena. Es cierto que las tomas de postura o actitud en los estratos más profundos de la personalidad (definidos moralmente por los hábitos y el carácter) poseen un valor moral de gran peso, tanto por si mismas como por la influencia que reciben en el curso de la vida. Relevancia que les ha valido el nombre de elecciones u opciones fundamentales. Pero esa mayor importancia moral no es exclusividad. Es decir, negar la plena moralidad de los actos singulares, merced a esa legítima importancia mencionada, es sencillamente un grueso error psicológico. Pues ya se mostró la necesaria y mutua conexión entre los actos y los hábitos y caracteres: los unos crean y manifiestan los otros, y éstos tienden a encarnarse en los primeros.
Por último, debe señalarse otro objeto siempre presente en la consideración moral, también de modo indirecto por su índole genérica pero igualmente profundo: la felicidad. La idea de la felicidad se perfila -en lo que cabe- tanto desde las acciones concretas como desde los caracteres morales generales. De una parte, todo querer singular dirigido a un bien determinado sólo es posible porque la voluntad quiere ya, por naturaleza, lo genéricamente bueno. Hecho que vivimos, entre otros momentos, cuando quedamos insatisfechos tras haber conseguido precisamente lo que en concreto pretendíamos; o también cuando, por el contrario, experimentamos el logro de lo querido como cumplimiento y plenitud de un anhelo más hondo. Al objeto ideal de ese querer fundamental y difuso todos llaman felicidad. De otra, los distintos caracteres morales que definen diversos modos de vida no nos son en absoluto indiferentes. Preferimos unos a otros. Buscamos vivir el que realmente satisfaga y cumpla nuestras aspiraciones más profundas, el que nos haga definitiva y absolutamente más felices; pues no cualquiera nos parece que lo logra. Por eso santo Tomás de Aquino (S.Th., I-II, q 1 a. 7) distingue entre la razón de fin último -la satisfacción del deseo de felicidad- y aquello en que se busca esa satisfacción -los diferentes bienes y modos de vida-. Que acertemos en lo que queremos en las acciones y, a través de ellas, en el carácter que como modo de vida cumpla nuestro querer natural es de la mayor importancia moral. Interesa aclarar en este punto que no se trata de realizar acciones o vivir de cierta manera para (como medio) ser feliz, pues esa instrumentalización pone en peligro el carácter moral de tales acciones. Más bien ha de buscarse, en esas acciones y modo de vivir y de ser, el contenido concreto que ha de poseer esa genérica felicidad, de suerte que ya ellas son parte de la vida feliz.
Sin embargo, el infortunio de la felicidad -y la dificultad de la vida y filosofía morales- es precisamente esa su esencial indeterminación. Así, para la ética griega es la felicidad, como ideal de plenitud digna (pero donde se da incluso divergencia, como veremos), motor y norte de la tarea moral; para Kant, en cambio, la felicidad es más bien un estorbo para esa misma tarea, pues es la fuente que tiende a contaminar de egoísmo la motivación puramente moral.
De cualquier manera, se comprende bien, entonces, que todas las doctrinas de la moralidad hayan tratado de responder a esta doble pregunta: ¿cuál es el criterio para discernir la vida buena y feliz?; y ¿cómo distinguir las acciones buenas que configuran esa vida, preferible y debida?; o también sencilla aunque reductivamente, ¿qué acciones son las mejores y debidas?
La moralidad, o lo ético, es algo de lo que tenemos experiencia directa. Hay acciones concretas y modos de comportamiento generales que nos parecen moralmente buenos o malos, correctos o incorrectos, debidos, permitidos o prohibidos. La experiencia de ese parecer es auténticamente consciente, y se expresa en juicios acerca de la moralidad de esas acciones y modos de vida; es decir, proporciona un verdadero conocimiento. Este conocimiento constituye el saber moral espontáneo o sentido común moral, al que a veces también se llama conciencia moral, en el sentido más amplio de esta expresión.
Pero este primer saber consciente de la moralidad, ya reflexivo en un primer grado, no es el único conocimiento posible. Cabe una segunda reflexión sobre él; un estudio de esos juicios morales, de su objeto, de su verdad, de sus modalidades. Es más, este nuevo saber, ya analítico, se presentará en ocasiones como una necesidad. Esto sucederá, al menos, en dos tipos de situaciones o por dos razones. Primero, ante motivos que llevan al sujeto a cuestionar sus propias convicciones morales. Motivos que pueden ser de raíz teórica, como, por ejemplo, al escuchar juicios diferentes a los que se tienen por verdaderos; o de origen más bien práctico, como cuando los propios deseos o las expectativas ajenas invitan a actuar de un modo no acorde con las personales convicciones morales. Tales circunstancias instan a examinar las ideas morales poseídas, máxime cuando sale al paso la evidencia de que ese saber moral inicial no es infalible; sabemos también muy pronto de equívocos en materia moral, como muestra el frecuente fenómeno de la rectificación, sea en la propia o en otra persona. En segundo lugar, el transcurso de la vida humana provoca que la persona se encuentre con situaciones -también tanto teóricas como prácticas- nuevas, en y para las que buscará juicio y orientación moral. Para esas inéditas coyunturas, muchas veces bastará la intuición espontánea, acaso más detenida para con los nuevos elementos. Pero otras veces se necesitará una reflexión mayor que busque comparar el nuevo panorama con casos anteriores parecidos, lo que ya exige elevarse a algún criterio de comparación. Por otra parte, esa experiencia hará ver la conveniencia de poseer ciertos criterios morales, de los cuales echemos mano para juzgar moralmente, ya con más rapidez y seguridad, ulteriores casos complejos.
Las razones anteriores mueven, entonces, a la reflexión y al análisis, al estudio, a la búsqueda de fundamento y al descubrimiento de leyes; en definitiva, a la ciencia de la moralidad. Pero ciencia, no se olvide, que tiene por objeto la moralidad, la cual aparece en aquel saber espontáneo. Dicho de otro modo, el estudio de la moralidad ha de partir de la común experiencia de la misma. La ciencia de la moral no puede partir de cero; es más, las convicciones morales más evidentes son siempre el alimento y piedra de toque de toda teoría ética. La misión de la ciencia moral es, ciertamente, fundar mejor el sentido común moral, purificarlo y rectificarlo a veces, pero nunca sustituirlo de raíz (como tampoco pueden sustituirse los principios más evidentes de que se nutre la lógica o la metafísica). Filósofos morales tan dispares como importantes (Aristóteles, 1. Kant o W.D. Ross) están de acuerdo explícitamente en este punto. De hecho, cuando una doctrina moral sobrepasa esta función, tratando de imponer una convicción moral frontalmente opuesta al parecer más inmediato de la conciencia moral común (como el racismo, el sacrificio de inocentes o la restricción de libertades fundamentales), es el rechazo de dicha teoría -por parecernos, con toda seguridad, intrínsecamente falsa- lo que se alza como evidente.
El estudio de la moralidad puede llevarse a cabo, atendiendo al tipo y fuente de sus juicios, de dos maneras: con juicios cuya verdad luce sólo ante el entendimiento humano, a la luz de la razón; o, además de los anteriores, con el conocimiento que es propio de la razón iluminada por la fe. Al segundo tipo de ciencia se le llama teología moral; al primero, filosofía moral o ética filosófica. La relación entre las dos disciplinas no es de oposición, ni tampoco estrictamente de complementariedad, pues cada una tiene su propio método y ámbito. Se trata de que ambos modos de saber están, por esencia, mutuamente abiertos: la teología moral por ser un saber razonable, y la ética filosófica por su apertura general a lo todo lo verdadero.
Por otro lado, tradicionalmente (tanto en teología como en filosofía) se han distinguido dos campos genéricos de la moralidad y su estudio: una parte general o fundamental, que trata de los principios más universales; y otra especial o social, referida específicamente al ámbito de las relaciones de justicia entre personas y sociedades. Sin embargo, conviene advertir que en los manuales actuales se van ensayando otras divisiones, acaso ante el riesgo de separar en exceso esas dos esferas.
Como definición de teología moral, puede ofrecerse la siguiente de S. Pinckaers: «La teología moral es la parte de la teología que estudia los actos humanos para ordenarlos a la visión amorosa de Dios, como bienaventuranza verdadera y plena, y al fin último del hombre, por medio de la gracia, de las virtudes y de los dones, y esto a la luz de la Revelación y de la razón» (Las fuentes de la moral cristiana, 32; donde a continuación se desarrolla el contenido de dicho enunciado). Definición que pone bien a las claras la elevación sobrenatural que posee esta ciencia, tanto en su objeto (los actos ordenados al fin sobrenatural y en los medios igualmente sobrenaturales para alcanzar ese fin) como en su método. Aquí se trata sobre todo, como se dijo, de la filosofía moral, pero con oportunas referencias a la teología moral.
No vamos a abordar aquí el método de la teología moral, que es el propio de la teología en general. De modo que centramos ahora la atención en el método de la filosofía moral o ética filosófica Ya se ha dicho que se trata de un método basado en la evidencia natural; del método propio de la filosofía. Pero si la ética puede concebirse como una ciencia propia (dentro ciertamente del saber filosófico) es porque su objeto, y las experiencias de que parte, posee unas características también peculiares. Este carácter específico es el que ha salido a la luz al analizar el concepto de la moralidad. Pero también ha emergido en ese análisis que los datos morales no son independientes de ciertos datos de otras ramas de la filosofía (en particular, la antropología, la psicología y, más fundamentalmente, la metafísica). La cuestión metodológica no se plantea, pues, en los términos de si la ética debe tener en cuenta o no ciertos conocimientos metafísicos y antropológicos; es evidente que si. El problema, o más bien la disyuntiva, reside en si se edifica una ética indirectamente, sobre otro saber más fundamental previamente constituido (la metafísica, como se ha pensado a menudo); o si se abordan los datos y problemas de la ética de modo directo, sin esperar la mediación de otros saberes que preparen de por sí la solución moral. Desde luego, ambos procedimientos están justificados, pues reflejan dos aspectos verdaderos de la moralidad: su relación con la realidad en general y con la del hombre en particular, y la especificidad de su índole.
La elección de uno u otro método -y la solidez de la ciencia ética que así se construya- dependerá de que el investigador tenga la certeza de poseer dicha disciplina previa plenamente asegurada, y también de hasta qué punto piense que los datos morales son originarios o primeros. Es fácil encontrar ejemplos de teorías éticas concebidas sobre, o desde, una concepción general de la realidad y del hombre (especialmente en la época griega y medieval; aunque también en autores modernos, como Spinoza). Los ensayos guiados por el segundo proceder pueden verse más bien en la filosofía reciente, donde, conservándose la claridad de los datos morales, reina la falta de una concepción metafísica pacifica y comúnmente aceptada, o donde se piensa que ciertas verdades éticas tienen su asiento precisamente en el origen de todo pensar filosófico. Así puede verse en el intuicionismo y en la fenomenología, cuando estas corrientes no se cierran (de suyo no tienen por qué) a aportaciones y desarrollos metafísicos.
De manera que para la ética serán útiles y válidos el método metafísico y el del análisis de la experiencia, dependiendo de la perspectiva que se adopte y sin excluir cierta combinación entre ellos (como por ejemplo es característico en la Ética a Nicómaco). En ese análisis de la experiencia se complementan dos tareas: el estudio semántico de los conceptos y juicios morales del lenguaje ordinario, y la intuición fenomenológica que descubre en las vivencias examinadas leyes de esencia universales. En el examen de las doctrinas de la moralidad que sigue saldrán a la luz los resultados de la aplicación de estos métodos.
A la hora de mostrar las formas de filosofía moral que se han propuesto, hay que decir, en primer lugar, que casi todas las doctrinas filosóficas han contemplado también el campo de la moralidad. Aquí, ante la evidente imposibilidad de reseñar todas, se describen breve pero críticamente las que tal vez han ejercido un influjo mayor en la historia del pensamiento, sea por su interés teórico, sea por circunstancias adjetivas a la calidad de la teoría misma. Se ha ensayado la siguiente clasificación agrupando esas filosofías en función de cierta semejanza metodológica y de perspectiva. Especialmente para esta exposición histórico-critica nos ha sido de gran utilidad el manual de ética de L. Rodríguez Dupla. En cuanto a las doctrinas teológicas de la moralidad, puede verse un buen panorama histórico en la mencionada obra de S. Pinckaers.
En los inicios de la reflexión moral, el problema de la búsqueda de la felicidad equivalía al de la determinación por la vida buena. Ambos conceptos (felicidad y vida buena) gozaban de enorme amplitud, y el punto focal de la indagación ética era unitario y claro. El trabajo filosófico consistiría en perfilar y aunar coherentemente esos conceptos. Sócrates inició ese camino al señalar la pregunta por la vida buena como la cuestión fundamental, pues la vida buena moral es más importante y mejor -más digna- que la vida natural física. Ahora bien, como la vida moralmente buena es incompatible con la injusticia, y sólo las acciones justas configurarán ese modo preferible de vida, resulta inevitable indagar el criterio para discernir las acciones justas de las injustas, las moralmente correctas de las incorrectas. Y la capacidad de dicho discernimiento, y de obrar conforme a él, es lo que llama virtud. Por eso, el objetivo de la ética es enseñamos a ser virtuosos.
Como se ve, este planteamiento es subsidiario de la idea de que el ser humano quiere naturalmente la felicidad. El hombre quiere ser feliz sin haberlo elegido; lo que él elige es el modo de serio. Y que ese querer genérico existe lo prueba todo querer concreto, y de modo particular se hace patente cuando este último reconoce haber errado, habiendo querido lo que en el fondo no quería. La filosofía moral de Sócrates y de Platón se esfuerza por instruir al hombre -haciéndolo sabio, y con ello virtuoso- acerca de su verdadero bien, del verdadero querer del ser humano; es decir, de la verdadera felicidad, pues en ella no se trata únicamente de que los deseos en general sean satisfechos, sino de que -también y sobre todo- esos deseos y su satisfacción sean acertados. Pues la experiencia muestra que no todo modo de vida acierta con el que queremos y debemos vivir.
A este modo de pensar, que domina la ética griega y la que sobre ella se apoya -como es el caso de gran parte de la filosofía moral desarrollada en el Medioevo-, se le denomina eudemonismo. Presupone éste, pues, una idea de naturaleza humana tendencial y dinámica, en el marco, además, del conjunto de la Naturaleza, donde todos los seres tienden hacia su fin propio. Convergen aquí tanto el método intuitivo-fenomenológico como el método metafísico. Según el primero se analiza el querer mismo; según el segundo se ve al ser humano como un caso -sin olvidar su índole propia- de todos los seres finalizados. Describiremos brevemente las doctrinas más relevantes del modo de entender la felicidad.
b) El hedonismoEl hedonismo es aquella filosofía moral que sostiene que la felicidad consiste en placer. Unas veces simplemente afirmando que lo único que de hecho mueve a la voluntad es siempre y sólo el placer. Lo cual contradice flagrantemente la experiencia, y deja así ver que esta teoría sostiene esa tesis tal vez porque confunde lo que se quiere, y por qué se quiere, con el sentimiento que acaso acompaña a la correspondiente consecución. Otras veces el hedonismo toma un cariz normativo -y no sólo descriptivo- al prescribir que lo único que el hombre debe buscar, para ser feliz, es placer. Y en esa idea se descubre el supuesto de que se concibe el placer como lo único bueno en si (lo demás, como la virtud, el honor o el conocimiento, serán a lo sumo buenos como medio para ser feliz placenteramente). Además, si el placer es el único criterio de bondad intrínseca, todo placer -incluso el sádico o el malévolo- tendrá que declararse como bueno. Justo este punto, que a todas luces resalta como problemático, es el que el hedonismo (tras Aristipo y hasta J.S. Mill) se ha esforzado en solucionar. Pero mientras no se renuncie a la tesis fundamental hedonista -la unicidad del placer como lo bueno en sí-, nunca aparecerá otro criterio intrínseco de bondad que permita distinguir y jerarquizar unos placeres como mejores que otros. A lo que se añade la dificultad práctica de calcular uniformemente placeres que el sentido común percibe como por completo heterogéneos.
Mención especial merece, desde luego, el hedonismo de Epicuro, frecuentemente malinterpretado ya desde antiguo. Este filósofo, de enorme prestigio en la Grecia de su tiempo, afirmaba que el placer es el fin de la naturaleza humana, y que es la sociedad la que fomenta ciertos deseos y temores que nos hacen sufrir. La tarea de la filosofía no consiste sino en desterrar esos obstáculos para nuestra felicidad. El principal de esos obstáculos es la falsa idea de que existe un placer infinito. Frente a ello se ha de comprender que el fin natural humano no es tanto buscar placeres (como hace el vulgo), cuanto evitar el dolor (como procura el sabio). La ausencia de dolor hará que el hombre viva según su placer natural, que de suyo es moderado. Los verdaderos enemigos son los deseos vanos y los deseos acaso naturales, pero innecesarios (por ejemplo, la pasión amorosa). Estos últimos deseos pueden verse fácilmente agrandados por ciertas creencias -convirtiéndose entonces en vanos-. Como ejemplo paradigmático puede mencionarse el temor a la muerte, provocado por la creencia en la inmortalidad y contra el que Epicuro propone vivir sólo en el presente. Una enmienda importante que cabria presentar al modo de vida epicúreo es, primero, la imposibilidad de vivir en un puro presente. Y, en segundo lugar, su incoherencia, pues ¿cómo se puede exigir calcular los efectos placenteros y dolorosos de deseos y temores, y al mismo tiempo ordenársenos que sólo pensemos en el presente? Por lo demás, es dudoso que sea preferible para el hombre una vida que renuncie a todo temor, riesgo y aventura.
c) El estoicismoNo es exagerado decir que el estoicismo es una filosofía moral cuyo influjo ha configurado buena parte del ethos europeo. Lo característico de esta doctrina es afirmar la virtud como lo único bueno; como la exclusiva condición de la vida buena y feliz. Lo que se recomienda entonces es no buscar, ni desear, los bienes exteriores, tan expuestos a los vaivenes de la fortuna. No es esta doctrina -como a veces se ha dicho- fruto del ambiente predominantemente pesimista de su momento histórico. Por el contrario, hunde sus raíces en toda una cosmovisión y una antropología. Según la primera, el universo es un organismo cuya alma es la razón divina. Todo está previsto por ella; todo cuanto acontece tiene un sentido en su plan universal. La tarea del hombre consiste en buscar ese orden y plegarse a él. De manera que, aceptando e identificándose con el destino, la persona se hace inmortal en el orden racional eterno. La antropología que se sigue de esta cosmovisión concibe que, así como el alma del mundo es del todo racional, la del hombre también lo es. Los deseos y pasiones son racionales: son juicios estimativos. Los conflictos entre lo que llamamos racional y lo pasional provienen de que algunos juicios estimativos son falsos. Son estas pasiones, las falsas, las que hay que erradicar, y la manera de hacerlo es racional. No se trata en el estoicismo de carecer de sentimientos (como a veces se dice), sino de darles una forma y medida racional. Por eso sólo el sabio es bueno, sólo él vive en armonía feliz con la naturaleza y aceptará sereno el curso de la historia. Además, no despreciará el estoico los bienes extramorales, toda vez que forman parte del orden natural universal. Lo decisivo no es procurados o no, sino la actitud con que se buscan, aceptando su posesión o su carencia. El sabio estoico intentará vivir rodeado de los bienes de la naturaleza, pero con interior indiferencia ante el resultado de su empeño. En el fondo, su vida es un juego, un papel en una obra de teatro, donde lo importante para él es la interpretación propia, no el guión general.
Pero aquí no puede callarse el sentido moral común: ¿puede ser toda la vida realmente un juego? La seriedad de lo moral, que se encarna también en el acaecer efectivo de los sucesos (acciones moralmente correctas o incorrectas), parece incompatible con ello. Y por lo que respecta a la vida feliz, justo es reconocer el acertado énfasis en su interioridad, radicada en la virtud. Pero al final resulta, por consistir en la identificación con la razón universal, una felicidad impersonal. Impersonal para el propio sujeto y despersonalizadora de los demás, que son un mero papel en el gran teatro del mundo, y cuyas vidas merecen aceptación, pero no lágrimas, ni entusiasmo, ni airarse alguno. ¿Puede el sentido común aceptar todo esto como realmente humano?
d) El aristotelismoTal vez el mérito mayor, y el secreto del éxito, de la doctrina de Aristóteles fue justamente tratar de salvar las evidencias más generales del sentido común; reflexionar realmente sobre ellas, por más que -como se ha dicho- tuviera a la vista también una cosmovisión metafísica determinada. Ello hace de su filosofía moral una doctrina equilibrada y flexiblemente compatible con el saber moral espontáneo, lo que le ha ganado un reconocimiento y vigencia sin parangón. La ética aristotélica, sin ser perfecta ni absoluta -ello no cabe en filosofía-, goza de una autoridad y respeto sólo negados por quien la desconozca.
Como Platón, Aristóteles compara entre sí los diversos géneros de vida al preguntarse en cuál de ellos estribará la vida feliz. Esos géneros son: la vida placentera, que persigue los placeres sensuales; la vida política, que busca los justos honores y el ejercicio de las virtudes en el foro público; y la vida teórica, que se centra en la contemplación de la verdad a través de la filosofía y de la ciencia. Por tres razones concluye que la última, la vida teórica, es la que constituye la deseada felicidad: porque ejercita la facultad más noble y propia del hombre (cumple así éste su fin propio, pues es la razón lo que distingue específicamente al ser humano), porque se busca por sí misma y no para otra cosa (es querida como fin último), y porque puede llevarse a cabo con independencia de medios externos (se basta a sí misma). Esas tres condiciones son, realmente, las notas de lo que se entiende por felicidad. Es entonces la vida teórica, racional y contemplativa -divina-, la mejor; y conlleva además cierto género de placeres puros.
Pero enseguida advierte el sentido común que el ser humano no es puramente racional, no es sólo su parte adivina». No puede prescindir el hombre, por su naturaleza, de necesidades materiales y sociales. Un mínimo grado de satisfacción de esas necesidades, sin ser lo mejor, aparece sin duda como cierta condición de la felicidad humana. Además, es patente que no todos tienen cualidades para dedicarse a la vida teórica. Semejantes evidencias muestran, a ojos de Aristóteles, que para hacer posible una vida plena y feliz es necesaria también la vida y las virtudes políticas. Sin dejar de ser la vida contemplativa la mejor en términos absolutos, la política es de hecho la mejor dadas las determinaciones no racionales de la naturaleza humana. La vida contemplativa es superior pero apta para pocos; la vida política es la mejor posible para la mayoría. Aristóteles ve más complementariedad que oposición en esta dualidad, pues -además de reflejar las complementarias dimensiones de la naturaleza humana- ambos modos de vida se buscan por sí mismos, tienen cierto grado de autosuficiencia y en los dos se ejercita la razón, se obra racionalmente.
Pues bien, esa global actividad gobernada por la razón es la actividad virtuosa. «El bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta» (Ética a Nicómaco, 1098a 16). Y puesto que el bien humano no es simple, porque no lo es la naturaleza ni el alma humanas, habrá en efecto varias virtudes. Unas virtudes, las dianoéticas o intelectuales, para la actividad propiamente racional; y otras, las morales o éticas, para la actividad apetitiva que sin embargo puede ser guiada por la razón. Obsérvese bien, pues, que la vida moral aristotélica, la vida virtuosa, no es puramente intelectual -como lo era para Sócrates y Platón, por lo que el problema de la incontinencia era prácticamente irresoluble-, sino guiada por la razón. No se trata de extirpar las pasiones, sino de moderarlas, de dirigir la actividad apetitiva (tanto afectiva como volitiva) conforme a la razón. Las cuestiones fundamentales serán: cómo llevar a cabo esa tarea, y en qué se cifra ese modo racional, qué criterio habrá de adoptarse.
Respecto a lo primero, Aristóteles explica que la virtud es una cualidad del alma de la clase de los hábitos. Es decir, una disposición a obrar (que acaba configurándose como un modo de ser y de obrar, como una segunda naturaleza) adquirida por el ejercicio de esa misma cualidad, esto es, merced a la repetición de actos virtuosos. Consciente del círculo que esta idea entraña, el Estagirita aclara que esos actos por los que se adquiere la virtud no son propiamente virtuosos -no pueden serlo-, sino externamente parecidos a los virtuosos (en los que se haga lo mismo pero sin la naturalidad y el motivo moral perfecto propios de la virtud). Para su realización se requiere la ayuda del educador y de la sociedad, y sólo tras un tiempo va madurando en el aprendiz la lucidez, la facilidad y la motivación morales que convertirán esos actos en auténticamente virtuosos. Y en cuanto al criterio de racionalidad que ha de presidir la vida moral, es bien conocido el criterio que Aristóteles propone: el término medio, o justo medio. Este criterio no es ni universal ni aritmético, pues no se aplica en todos los casos ni de la misma manera. Para empezar; carece de sentido cuando las acciones o sentimientos son en si mismos buenos o malos; es decir, es aplicable sólo cuando los extremos son viciosos. En segundo lugar, el justo medio («relativo a nosotros») ha de calcularlo la razón teniendo en cuenta las circunstancias de cada persona y cada situación. La capacidad de determinar y de poner por obra ese justo medio es la prudencia, virtud intelectual y moral a la vez.
Se llega así al corazón y criterio práctico último de la ética aristotélica: el juicio del prudente. «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente» (ibid, 1106b 35-1107a 2). El prudente no es el astuto que busca su interés (como lo será para Kant), porque ve bien que no hay vida buena sin acciones nobles y altruistas. Ni tampoco se limita a arbitrar medios, sino que delibera y valora los diversos fines posibles, buscando el contenido de una vida feliz armoniosa. Este criterio referido a lo particular choca quizá cuando se busca la objetividad en la imparcialidad de lo impersonal, en la universidad de lo abstracto, pero en él se cifra el realismo de la filosofía moral. La moralidad radica en acciones concretas, y se expresa en juicios particulares. Caben, por supuesto, principios morales generales -como antes se ha visto-, pero no bastan ellos para juzgar la concreta vida moral de cada persona. Y por lo mismo, junto a los principios morales será necesaria la experiencia para enseñar a juzgar moralmente.
e) El tomismoEl influjo de la filosofía moral de Aristóteles se vio potenciado por santo Tomás de Aquino, hasta hoy (en el neotomismo). Este filósofo y teólogo escribió un sustancioso Comentario a los libros de la Ética a Nicómaco y desarrolló diversos aspectos de la ética aristotélica en otras obras. Pero donde se encuentra sistematizada su doctrina moral es sobre todo en la Summa Theologiae (en su parte 1-11). Como es lógico, santo Tomás tiene a la vista una concepción creacionista del mundo, y una perspectiva trascendente y sobrenatural del fin del hombre, y también de los medios que Dios le ofrece para llegar al fin al que está llamado.
Consecuente con esa visión, y con el método de síntesis filosófico y teológico tan propio de las Sumas medievales, santo Tomas comienza su exposición señalando el fin último del hombre (qq.1-5, siempre de la 1-II). Fin último, natural y sobrenatural a la vez, que consiste en la visión de la esencia divina. Allí se da la comunión personal del hombre con Dios, y en Él con los demás hombres. A continuación, se consideran los medios que conducen a ese fin, los actos humanos buenos (qq.6-21). Donde el criterio de moralidad de los actos internos se expone de una doble forma: por su objeto, fin y circunstancias; y, de otro lado, por su conformidad con el orden moral, procedente de la ley divina y descubierta por la razón humana. En la medida en que las pasiones contribuyen al dinamismo humano e influyen en los actos, su estudio (qq.22-48) será necesario para la vida moral humana. El Aquinate ve que los actos poseen dos clases de principios: los intrínsecos y los extrínsecos. Los primeros son las potencias y los hábitos. Y como de las potencias ya se trata en otro lugar, y además carecen de significado moral, desarrolla aquí el tratado de los hábitos (qq.4954): de los buenos o virtudes (qq. 55-67) -a los que añade los dones del Espíritu Santo (qq.68-70)-, y de los malos o vicios (qq. 71-89). Los principios extrínsecos son la ley y la gracia; los dos son, en el fondo, modos de acción de Dios: con uno nos instruye y con otro nos ayuda. La ley es estudiada (qq.90-97) en el marco del plan creador de Dios para con toda la creación, la ley eterna, cuya participación en el hombre es la ley natural. Ésta define el orden moral que debe seguirse, que por proceder del plan creador es intrínseco al hombre, y por ser participado por una criatura racional y libre se constituye como ley cognoscible y libremente cumplida o rechazada. Seguidamente habla santo Tomás de la ley antigua y nueva, la veterotestamentaria y la neotestamentaria (qq.98-108). Por último, se analiza el segundo principio externo de los actos que conducen al fin último, la gracia (qq.109-114). Ayuda sobrenatural que es necesaria, puesto que el fin último es sobrenatural.
Considerada en conjunto, la perspectiva teológica o sobrenatural supone, como se advirtió, una elevación de todo el dinamismo moral. El hombre recibe una plenitud teleológica y una motivación amorosa insospechadas; así como unos medios sobrenaturales proporcionados, mediante la participación de la vida divina. Esta participación es la gracia, el vivir la misma vida de Cristo, que aunque -por mor de la instrucción- se plasme en principios y normas, no se reduce a ellos. Por lo que respecta al organismo de las virtudes, y al ethos cristiano, la caridad (amor a Dios y a los demás por Dios) aparece como la condición y forma de todas las virtudes. Lo cual viene a colorear todo el cuadro de las virtudes, de manera que algunas ellas (como la humildad, el servicio, la pobreza, la castidad o la obediencia) adquieren un relieve desconocido antes del cristianismo.
Del método empirista puede decirse que siempre tuvo defensores, pero fue especialmente con el empirismo británico moderno cuando adquirió una importancia con la que aún hoy cuenta. Este método se basa en la aceptación de la experiencia sensible y particular como punto de partida y criterio único. De esta manera, los únicos juicios que cabe emitir son particulares. Los conceptos universales son sólo meros nombres (nominalismo) sin significado esencial, y los juicios universales carecen de contenido veritativo. Ya sólo por esto una concepción así rechazará por principio la idea de normas y deberes morales universales, entendiendo que sólo hay deberes individuales, irrepetibles e inimitables (tal como, por su parte, concluye la ética o moral de situación). Más aún, el dato moral o normativo, por no ser captable de modo sensible, ni deducible directamente de la realidad sensible, acabará por ser eliminado en su índole propia. Con todo, la evidencia impone el hecho de que nos parezca que esos datos morales existen, de que tengamos la impresión de convicciones de ese género. De modo que el empirismo ha dedicado sus esfuerzos a explicar de diversas maneras esas impresiones, tratando en cierto sentido de salvar la ética, a costa de declarar esos datos meramente subjetivos o ilusorios.
La historia de esas explicaciones subjetivistas comienza, en su época moderna, sin duda la más pujante, con Thomas Hobbes. Este pensador declara resueltamente que a las cualidades morales no corresponde ninguna realidad. El ser humano tiende de modo necesario a la autoconservación y al placer, pero nunca le mueve un interés altruista. Es decir, el hombre es, para Hobbes, natural e intrínsecamente egoísta; no es capaz de moverse por una razón desinteresada o propiamente moral. (Nótese que esa misma idea la asumirla más tarde el marxismo). Mas, como es así que sólo con la ayuda de ciertas normas esos fines propios pueden conseguirse por todos y cada uno de los miembros de una sociedad, tendemos a la observancia de esas normas también por naturaleza. Y por ello llamamos morales a estas normas. La moral consiste en asegurar que cada uno alcance sus fines particulares, lo cual sólo se garantiza cediendo a un Estado el poder completo sobre los ciudadanos.
David Hume también sostiene que las cualidades morales pertenecen al ámbito subjetivo, son en realidad los sentimientos de aprobación y desaprobación que experimenta quien contempla una acción determinada. Una diferencia importante respecto a Hobbes es el reconocimiento de sentimientos benevolentes o de simpatía. En cambio, este filósofo es más radical y coherente con respecto a las normas morales. En realidad no hay tales normas, pues de la experiencia sensible (única para el empirismo) sólo puede extraerse un discurso descriptivo, nunca normativo. Dicho más brevemente: el puro hecho no funda el derecho; del ser -en su facticidad empírica- no puede transitarse al deber ser. La impresión de la normatividad y la universalidad morales no procede sino del acostumbramiento a que todos experimentamos los mismos sentimientos ante determinadas acciones.
b)Desarrollos del empirismo moralSiguiendo la misma línea, y también en el ámbito británico, tomó fuerza en el periodo de entreguerras el emotivismo (lo que no significa que todos los pensadores ingleses que se ocuparon del sentimiento tomaran el mismo camino). Esta doctrina viene a afirmar que el lenguaje moral no es auténtica actividad racional, sino únicamente expresión de emociones. Semejante concepción está influida por el positivismo lógico (difundido por el Circulo de Viena), para el que la entera filosofía es sólo teoría de la ciencia positiva, negando sentido a todo juicio no verificable empíricamente. Los juicios morales no son realmente verdaderos ni falsos, ni menos normativos; expresan sólo sentimientos. Hoy esta doctrina, aliada con la filosofía analítica, se dedica a un exclusivo estudio lingüístico del discurso moral: es la metaética, en su sentido más estrecho.
Otro proceder adoptado contemporáneamente por los herederos del empirismo consiste en el que da vida a la ciencia de las costumbres. Tratase en ésta de explicar la fuerza vinculante, que aparece ilusoriamente como moral, de ciertas costumbres (respecto a las cuales lo único lícito, por descontado, es la descripción, no la valoración). O lo que es lo mismo, se afana por buscar las causas -que serán necesariamente empíricas de las conductas que suelen llamarse morales. Esas causas podrán ser psíquicas (S. Freud, B.F. Skinner), sociales (E. Durkheim, L Lévy-Bruhl), económicas (K. Marx), dependientes del ecosistema (M. Harris), genéticas (E.W. Wilson), o cualquier combinado entre ellas. En todo caso, se reducirá la ética a una parte de otra ciencia previa más fundamental, una ciencia siempre empírica.
Al reflexionar mínimamente sobre estos ensayos teóricos no puede dejar de verse que son fuertemente contraintuitivos, y por eso mismo, contradictorios. Es decir, no sólo es que algunos de sus resultados acaben chocando frontalmente con el sentido común moral, sino que esas teorías no recogen fielmente la experiencia vivida, siendo ella su (nidal criterio. Para hacerse cargo de esto basta comprobar que lo que realmente queremos expresar en los juicios morales no es nuestra actitud, ni sólo exhortar a la realización de cierta conducta, ni tampoco unos datos de cualquier ciencia empírica. Lo que queremos decir es que ciertas acciones poseen intrínsecamente ciertas cualidades morales. Con otras palabras, lo que nos parece no es que pensemos de cierto modo, sino que determinadas acciones o comportamientos son de cierta manera, de determinada cualidad específicamente moral. En esta evidencia se basan todas las discusiones morales, e incluso el hecho mismo de que se discuta sobre asuntos éticos. Ahora bien, si es así que el empirismo se jacta de basarse en la experiencia, semejante ceguera o restricción ante ese modo de experimentar lo moral ha de tenerse por gravemente reductiva o por contradictoria. Y ello por no mencionar la inconsistencia esencial del criterio general empirista: a saber, la única aceptación de la experiencia sensible, ignorando la experiencia que poseemos de ideas universales (como mostró ejemplarmente E. Husserl, iluminando la índole de las intuiciones ideales o eidéticas). Ideas universales, por cierto, que el empirismo usa, irremediablemente y sin cesar, para elaborar su discurso teórico. En fin, su mismo criterio empirista, que habría de justificar toda verdad, no se justifica él mismo empíricamente.
c) El relativismo moralEl subjetivismo se ve hoy a sí mismo reforzado por el presuntamente evidente relativismo moral (como defiende J.L. Mackie). El relativismo sostiene que los juicios morales, habida cuenta de su palmaria diversidad según la cultura de que se trate, sólo son verdaderos o falsos en función del contexto cultural en que se enuncien. Son algo así como las reglas de un deporte, que son válidas sólo para cada juego. Parece, además, que el ideal de la convivencia pacifica y tolerante exige ese modo culturalmente relativista de ver las cosas. Lo que no descarta tal vez un mínimo de reglas formales y genéricas que todos habrían de respetar, como veremos al hablar de las éticas procedimentales.
Ahora bien, una mirada más atenta a la experiencia desmiente la verdad de ese razonamiento. En primer lugar, los hechos históricos no avalan el paso de la diversidad de juicios morales en distintas culturas a una postura relativista ante ellos. Al contrario, justo esa diversidad movió a los griegos a buscar un criterio objetivo que permitiera el discernimiento moral y la correcta comparación de las costumbres. Por otra parte, ha de atenderse con mayor finura a los aducidos juicios morales en el seno de una cultura. Pues son diferentes los principios morales generales de las aplicaciones de esos principios, o normas subordinadas. La diversidad que efectivamente llama la atención es la que se observa en estas últimas. Pero en seguida se advierte que esas normas subordinadas son la conclusión de un silogismo práctico, cuya primera premisa es un principio moral general, y la segunda, en cambio, un juicio descriptivo de las circunstancias Tácticas (o de cosmovisión cultural) en cada caso. De manera que un rápido recorrido empírico permite cargar la diversidad no tanto en los principios propiamente morales, sino en las diferentes concepciones descriptivas de los hechos. Y es entonces cuando se ve que, más bien, las coincidencias propiamente morales son más abundantes y fundamentales que las discrepancias. La diversidad específicamente moral es menos abrumadora de lo que el relativismo proclama.
Pero aún hay dos malentendidos por los que el relativismo moral se ve mortalmente infectado. Primero, que el relativista niega validez universal y objetiva a cualquier juicio moral que alguna vez, o en alguna parte, no haya sido aceptado. Lo cual supone que tener validez equivale a ser aprobado. Lo peregrino de semejante identificación se echa de ver si se piensa lo mismo para cualquier otra ciencia, donde las verdades se descubren, se conocen o se ignoran, pero no dejan de valer para quien no las afirme. En realidad, es el prejuicio subjetivista el que aquí emerge. El criterio decisivo es la aprobación de una conducta (algo extrínseco a ella), porque las cualidades morales no se consideran -por hipótesis- objetivas. Mas ya vimos que la evidente experiencia que vivimos (y que vive cada miembro de cada cultura) es el juicio moral de las acciones por sí mismas, por su naturaleza intrínseca. En segundo lugar, el relativismo arguye con frecuencia que, si las cualidades morales fueran objetivas, no habría la señalada divergencia. Y la tesis que aquí se halla a la base es que ser objetivo equivale a ser inmediatamente accesible al conocimiento por todo sujeto. Pero de nuevo se alza lo absurdo de esta equiparación al pensarla mínimamente para cualquier otra ciencia, por lo que tampoco tiene razón de ser sostenerla para la ciencia moral. De ser verdad aquello, todos seriamos sabios instantáneamente y sin ningún esfuerzo. No; claramente el conocimiento de algo se alcanza muchas veces tras esfuerzos no pequeños, y gracias a cualidades que no todos poseen en igual medida. Hecho que no nos hace dudar de la objetividad de lo que se llega a conocer -tal vez sólo por algunos-, sino que se carga del lado de las condiciones del sujeto que conoce. Ello es lo que da sentido al progreso del conocimiento, también moral; y lo que revela la convicción de que a menudo -si no siempre, por incómoda que resulte esta tesis de raíz aristotélica- la diversidad de opiniones morales depende de la distinta madurez de conocimiento moral de las personas.
Pueden señalarse dos rasgos comunes a las doctrinas que ahora se examinan. Primero (a diferencia de las doctrinas de la felicidad), el iniciar su desarrollo con la pregunta por las acciones que deben hacerse, por no ser tan claro para sus autores el contenido de la felicidad o plenitud a que tendería la naturaleza humana. Segundo (por oposición al empirismo), el convencimiento de que existe una auténtica ética, capaz de dictar leyes morales objetivas.
a) El utilitarismo o consecuencialismoEl utilitarismo es una filosofía moral de este género, que ha hecho bastante fortuna especialmente en el mundo filosófico anglosajón, y durante las últimas décadas -con el nombre más común de consecuencialismo- en algunos sectores de la teología moral, también en el continente europeo. El utilitarismo se caracteriza por su simplicidad teórica, lo cual es una de las razones de su éxito y algo de lo que él mismo presume. Jeremy Bentham fue el primero en enunciarlo netamente: esa doctrina propone que el único criterio moral de las acciones es la producción de la mayor felicidad. Una acción será buena si el fin que el agente se propone con ella es una felicidad mayor que la que resultaría de cualquier acción alternativa. Semejante doctrina es de entrada vaga, y se opone además a la convicción del sentido moral común según la cual un fin no justifica cualquier medio. Sea por una u otra razón, el utilitarismo se ha esforzado desde sus inicios hasta hoy en rectificar diversamente su teoría, aunque sin renunciar nunca a su único criterio fundamental. Y dada la vaguedad y la inverosimilitud señaladas, no extraña que abunden las variantes del utilitarismo: desde doctrinas muy dignas de atención teórica (como la de J.S. Mill, H. Sidgwick o G.E. Moore) hasta verdaderamente peregrinas (como la de P. Singer).
A la vista de todo ello, resulta inevitable preguntarse por la causa de la amplia aceptación -supuestamente incluso teórica- de que goza el utilitarismo. Y tal vez ese hecho se explique atendiendo a ciertas notas que esa teoría exhibe como ventajas suyas, y sólo suyas. El utilitarismo, en efecto, se tiene por la actitud más responsable, ya que atiende a las consecuencias de las acciones; la más racional, pues propone calcular objetivamente efectos cuantificables; la más simple, porque sólo entra en juego un criterio de moralidad; y la más solidaria y benevolente, al perseguir la felicidad de la mayoría de las personas. Sin embargo, la mirada atenta no tarda en descubrir que esas ventajas no son reales en la teoría propuesta. El utilitarismo no es la única doctrina que atiende a las consecuencias: todas lo hacen, pues actuar es siempre causar efectos. La cuestión no es sin mas ésa, sino qué consecuencias es moralmente legítimo o ilegitimo producir, y si entre ellas se cuentan las que definen intrínsecamente la acción. La racionalidad queda muy cuestionada por una teoría que está dispuesta a todo (incluso a pasar por encima de la dignidad personal de unos pocos individuos) en favor del bienestar de la mayoría. Por lo mismo, uno se pregunta qué tipo de solidaridad y benevolencia es la que propugna buscar la felicidad de «muchos», cuando la de cada uno no importa. Y en cuanto a la simplicidad, basta intentar calcular los efectos de cualquier acción: en quiénes va a repercutir al mayor plazo pensable, si en esas personas esos efectos serán positivos en función de sus particulares preferencias, si esas personas son mayoría o no, si sus intereses no cambiarán, si cualquier otra acción alternativa no arrojará un saldo mejor, etc. Por otra parte, que lo bueno es útil es algo que se ha sabido desde siempre; pero cosa muy distinta es afirmar que lo bueno lo es por ser útil.
Con todo, la objeción mayor y definitiva contra el utilitarismo sigue siendo su incompatibilidad con el sentido común moral, al que pretende no corregir, sino suplantar en contenidos esenciales. De aceptar ese chantaje, se entrega a la teoría toda legitimidad, renunciándose al final a toda racionalidad. Lo paradójico es que el propio principio utilitarista, esa especie de benevolencia universal (cuya exclusividad reclama además abusivamente), pretende fundamentarse justo -en el fondo no puede hacer otra cosa- en el sentido común, al que luego se le despoja autoridad para otros contenidos.
b) El deontologismo de KantEl deontologismo es la concepción que ha hecho frente al utilitarismo, sencillamente afirmando que el principio de utilidad no es el único criterio de corrección de las acciones Hay otros principios del deber, los cuales tienen en cuenta la naturaleza intrínseca de la acción, y que a veces priman sobre la utilidad. Los dos grandes representantes de esta posición son W. David Ross e Immanuel Kant. Por motivos de espacio se expone aquí sólo la doctrina de Kant.
Pocos filósofos morales se han empeñado tanto como el de Königsberg en justificar la conciencia que el sentido común tiene del deber moral. En efecto, Kant concibe su ética como el intento de fundamentar racionalmente el hecho del deber moral incondicionado, así como la posibilidad de una voluntad moralmente buena, único bien incondicionado. Ahora bien, ni para una cosa ni para la otra puede acudirse a ningún elemento de la experiencia. En ella, piensa Kant admitiendo ese supuesto empirista, no cabe encontrar más que contingencia, y por tanto probabilidad, nunca necesidad. Además, si la moralidad de la voluntad depende de algo externo a ella, del contenido de sus fines, se verá condicionada por ese contenido. Pero precisamente lo que caracteriza la idea del deber moral es la necesidad e incondicionalidad de su reclamo.
Asimismo, Kant asume la tesis psicológica hedonista de que la única relación de un contenido empírico (una materia de un fin) con la voluntad es una relación de placer. Relación que sólo puede conocerse de modo empírico, tras consultar nuestros gustos e imaginar el efecto que el logro de ese fin nos deparará; es decir, a posteriori. Ni por razones epistemológicas -pues un juicio a posteriori nunca será necesario-, ni por razones morales -pues que algo plazca no es evidentemente un motivo moral, esta vez contra el hedonismo-, puede admitirse el contenido de los fines como fundamento del hecho de la moralidad. En definitiva, la moralidad no radica en la materia de lo que quiera la voluntad, sino en cómo lo quiera, en la forma como lo quiera; concretamente, en que el querer tenga una forma incondicionada, necesaria. Por esto se suele llamar «formal» a la ética kantiana. Esa forma incondicionada, sólo puede radicar en la racionalidad pura, y únicamente la garantiza la motivación del deber por él mismo. La moralidad, para ser tal, ha de verse libre de toda afección sensible o empírica. La voluntad obrará moralmente bien cuando lo haga autónomamente según la razón, no de modo heterónomo o condicionado por algo externo. Es más, la voluntad es razón práctica, de suerte que el sujeto será más libre cuanto más racional y moralmente obre, cuanto más quiera sus fines con entera independencia (a priori) de todo interés empírico, de toda relación sensible.
Toda esta doctrina la condensa Kant en su conocido principio último de discernimiento moral: el imperativo categórico. Éste no viene a expresar sino que obrar moralmente es querer algo de modo incondicionado o categórico. Tesis que adquiere, según los supuestos kantianos mencionados, su carácter formal. Al parecer de su autor ese principio puede formularse de maneras diversas. Mencionemos sólo las dos más conocidas. La primera y principal: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal» (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, IV 421, 6-8). Y la segunda, extraída del hecho de que si hay un único fin, el hombre, que por su materia no es condicionante sino condición del obrar moral: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio» (ibid., 429, 10-12).
A la hora de valorar la ética kantiana, hay que reconocerle indiscutibles méritos. La seriedad moral que inspira, la pureza con que resalta las ideas de deber moral, de libertad y de dignidad humanas, y la atención a la interioridad de lo moral y a la responsabilidad de cada persona en su propia moralidad, explican el atractivo de esta doctrina. Atractivo que se ha traducido en un influjo muy poderoso -donde resuena la actitud estoica- en casi toda la posterior filosofía moral europea que se ha resistido al relativismo, al hedonismo y al utilitarismo. Pero, en su contra, ha de advertirse con igual resolución que ese gigante tiene los pies de barro. Kant se halla preso de las tesis empiristas que asume, tanto en el ámbito teórico (gnoseológico y ontológico) como en el práctico, a pesar de su lucidez en muchos otros puntos. Se cierra así el camino a la búsqueda de un fundamento moral en la realidad más allá de la razón. Por lo demás, hay datos morales espontáneos que la moral kantiana no puede explicar (las obligaciones positivas, la gradación de lo obligatorio, lo meritorio y supererogatorio, etc.).
c) La ética del valor de SchelerEse camino cerrado por Kant es el que Max Scheler tratará de abrir con su ética del valor. Este filósofo, inscrito en la filosofía fenomenológica, admite con Kant que la contingencia de lo empírico y el mero placer no pueden fundar la moralidad de que da testimonio la experiencia. Pero, a diferencia del prusiano, amplia extraordinariamente el concepto y contenido de la experiencia. Merced a lo cual pone ante los ojos cualidades de los objetos que motivan la voluntad de otro modo que a través del placer. A ese género de cualidades las llama cualidades de valor. Éstas (por ejemplo la belleza de un cuadro o la nobleza de una acción) se diferencian netamente de las cualidades fácticas de los objetos (las que los describen físicamente), pero como es lógico no son independientes de éstas en su existir. La independencia de que gozan es su valer ideal (la belleza de un cuadro es estimada aun destruido éste), y su conocimiento con independencia -a priori; un apriorismo material, distinto del kantiano- del efecto de esos objetos valiosos en el sujeto.
Los valores son las cualidades que hacen que las cosas sean y nos aparezcan como bienes. Existen encarnados en los bienes o cosas valiosas Razón por la cual, por cierto, carece de base invocar únicamente una orientación a valores que prescinda de los bienes concretos (como propende a hacer la ética de la opción fundamental, o quienes distinguen -con resonancias kantianas que se dejan sentir en la moral autónoma- entre moral trascendental y moral categorial). Pero ese innegable realismo no excluye que pueda elaborarse una teoría de los valores; del mismo modo que se hace de los colores, por ejemplo. Y es entonces cuando se ve que los valores poseen cierta altura en relación con otros: se dan jerarquizados (en orden ascendente: lo agradable, lo vital, lo espiritual y lo santo). Justo esa mayor o menor altura revela una fuerza normativa -o deber- mayor o menor. El criterio de moralidad consiste, entonces, en obrar de acuerdo con esa jerarquía objetiva. Y la tarea moral de la persona exige, primero, conocer adecuadamente (con un conocimiento afectivo, no racional) esa jerarquía axiológica y, en segundo lugar, plegarse a ella. La persona deberá conformar su estructura afectiva intima (el ordo amoris, de raíz agustiniana) a la reclamada por la constelación objetiva valiosa. Estructura que termina por dibujarse en una forma de prototipo o modelo personal, con el que cada uno debe identificarse amorosamente mediante el seguimiento (idea que despertó la moral del seguimiento).
Resulta fácil imaginar el interés y fascinación que suscitó esta doctrina, especialmente en contraste con la kantiana. El descubrimiento del continente de los valores y la revitalizada elevación del lado afectivo de la persona han teñido, ciertamente, buena parte de los desarrollos más novedosos de la ética y la teología moral del siglo XX. No obstante, debido quizá al exceso de celo propio de los pioneros, la ética de Scheler adolece de un defecto fundamental y de algunas oscuridades (de lo que sin embargo otros fenomenólogos de valor, por ejemplo D. von Hildebrand, fueron conscientes). Ese defecto basilar radica en el criterio moral mismo, pues es claro que no todo valor engendra un deber, que hay deberes que no proceden directamente de valores, y que a veces es debida una acción que fomente un valor inferior aun a costa de uno superior; como cuando debemos dar prioridad al reposo. La jerarquía axiológica es un principio de moralidad, pero no el único (según vimos reconocer a Aristóteles). Entre las oscuridades no se encuentra tanto su método intuicionista -como a veces se critica-, cuanto la índole afectiva del conocimiento de lo valioso; y también la problemática apertura del método fenomenológico a las verdades metafísicas. Los variados desarrollos de esta doctrina (y a la vez los hasta ahora pocos estudios sobre ella) hacen difícil emitir un juicio uniforme sobre estos puntos.
Por último, en las últimas décadas se ha desarrollado un pensamiento moral que concibe el objeto de su reflexión de un modo notablemente más reducido que las doctrinas anteriores. En realidad, se trata de un proceso que viene de largo. Ya se observó que con el empirismo desaparece del mapa intelectual el concepto teleológico y universal de naturaleza, con lo que la pregunta por la vida feliz, por una supuesta felicidad de contenido objetivo, universal y normativo, deja de tener sentido. Con la Modernidad, el individualismo termina rebelándose contra toda autoridad y tradición. La idea aristotélica del educador virtuoso y del aprendiz obediente es vista como infantil y sospechosa desde la razón propia, autónoma, que busca entonces la objetividad en la universalidad impersonal. Además, al reclamar la libertad para sí en la elección del propio ideal de vida, se acaba pensando que sólo hay deberes para con los demás, y no para con uno mismo. Deberes que se reducen -al no haber ya referencia moral material alguna- a no interferir la libertad de acción ajena. Y por si fuera poco, la experiencia histórica (desde las guerras de religión hasta los totalitarismos) parece aconsejar dramáticamente no defender con demasiado ahínco ideales sustantivos de cualquier género, y dedicar, en cambio, todos los esfuerzos a consensuar entre todos ciertas normas o procedimientos que nos permitan, ni más ni menos, convivir en paz. Se comprende bien, por tanto, que en ocasiones este tipo de ética se haya denominado a sí misma ética mínima; o también ética civil, tildando demagógicamente todo ideal personal de vida buena y debida como una propuesta religiosa injustificable racionalmente.
No es cosa de negar el mérito de tales esfuerzos, y la benevolencia que a veces los anima. Pero tampoco puede silenciarse la mutilación que se lleva a cabo de la evidente experiencia moral. La única cualidad moral que se reconoce es el deber de no dañar ni coaccionar físicamente a otras personas. Cuestiones como el uso de la libertad para con uno mismo, o la dignidad de la persona más allá de su integridad física y su mera capacidad de elegir (y ella sólo en la medida en que convenga a la mayoría), o las acciones propiamente benevolentes, dejan de tener sentido. Abandonando estos asuntos al ámbito privado se pretende ceder su validez al relativismo. Pero las críticas generales a esta última posición valen aunque sólo sea para algunos hechos morales (los presuntamente privados), pues no se basaban esas objeciones en el contenido de esos hechos, o en que sean pocos o muchos, sino en la evidencia con que se muestran. Por otra parte, no es difícil suponer que bajo el ropaje argumentativo procedimental puede enmascararse sin prueba, dogmáticamente, cualquier ideología -eso sí, aparentemente neutra-. Pero examinemos ya brevemente los principales rasgos y fundamentos teóricos de la posición descrita.
b) La ética del discurso: Apel y Habermas En el continente europeo, ese modo de pensar ha tomado forma predominantemente en y por la ética del discurso (representada por Karl Otto Apel y Jürgen Habermas). Esta doctrina -que se ve a si misma como neokantiana- pretende fundamentar la posibilidad de un principio moral incondicionado, capaz de justificar moralmente fines, y no simplemente (como propugnaba el cientificismo de M. Weber) justificar racionalmente medios instrumentales. Para ello, se busca un hecho aceptado por todos, universal, y con pretensiones de validez. Ese hecho es la existencia de los actos de habla. A continuación, la aplicación del método trascendental kantiano saca a la luz las condiciones de posibilidad, o pretensiones de validez, de esos actos: inteligibilidad, sinceridad, verdad y corrección. Estas condiciones realmente muestran, según esta doctrina, que todos somos racionales y que buscamos un consenso racional. Pues bien, un diálogo en esas condiciones será el discurso ideal universal, desde el que puede alcanzarse cualquier consenso y discernir la corrección de cualquier juicio concreto. Para llegar a lo moralmente verdadero basta, entonces, participar en ese discurso ideal, asegurando su universalidad. De suerte que el principio moral propuesto por esta teoría declara que sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico. Añádase que en ocasiones se abona esta doctrina -como hace Habermas- con análisis psicológicos e histórico- sociales de corte marxista (característicos de la Escuela de Frankfurt).
El empeño de esta doctrina por establecer un diálogo universal es indudablemente laudable, pues supone la dignidad que cada persona posee; aunque no es esto ni un mérito ni un propósito exclusivo suyo. Pero se alzan en ella dos dificultades internas. La primera es que el logro de las condiciones ideales de ese discurso (sólo tras el cual aparecería la verdad) resulta de hecho irrealizable, pues se convierte en un proceso infinito. En segundo lugar, ni siquiera ese objetivo ideal es afortunado ni útil, porque encierra un supuesto teórico circular, que hace vana la teoría. Sostiene ésta que el discurso crea la objetividad de la verdad, cuando en realidad la presupone al buscarla. Además de todo ello, recuérdese el acallamiento, por parte de esta teoría, de importantes y abundantes datos morales evidentes.
c) La teoría de la justicia de RawlsLa doctrina de este género que ha encontrado mayor eco en el mundo anglosajón es la teoría de la justicia de John Rawls. Esta doctrina pretende contrarrestar el utilitarismo tan difundido, el cual no parece sostenerse ya más en una sociedad tan plural. Lo que propone entonces es una teoría de la justicia política, a fin de que el Estado garantice universalmente los medios para poder elegir cada uno el propio estilo de vida. El principio moral consistirá en la aplicación de ciertas condiciones que aseguren que un sujeto -por supuesto autointeresado- obre lo más racionalmente posible, maximizando sus beneficios y minimizando perjuicios. Este modo de proceder corrige el utilitarismo, pues nadie elegirá algo malo para unos pocos (ni siquiera en favor de la mayoría) ante la posibilidad de que alguna vez se encuentre en minoría. Dichas condiciones, que definirían una situación ideal que Rawls llama «posición original», se combinan con la teoría de la decisión racional (con prolijos desarrollos matemáticos de probabilidad) para llegar a la acción correcta. Y el propio Rawls es lúcidamente consciente de que esas condiciones presuponen la idea de justicia, y de bien, que tiene el sentido común moral.
Como antes, es bien cierto que la llamada de atención que esta doctrina lanza no carece de utilidad. Pero no puede aceptarse como auténtica filosofía moral. Y ello porque -además, igualmente, de obviar sustanciales datos y cuestiones morales- la fundamentación que ofrece la teoría de Rawls es, a última hora, sociológica (e incluso el concreto modelo de sociedad liberal avanzada, cuya preferibilidad no cuestiona). Falta, como en todo sociologismo, una justificación propiamente moral.
d) El comunitarismo: Taylor y MacIntyrePor último, merece la pena consignar una corriente de pensamiento que, en cierto sentido, pretende erguirse como contraste global frente a las anteriores desde la misma perspectiva sociológica. Se trata del comunitarismo y tiene en Charles Taylor y Alasdair Maclntyre sus principales representantes; y cuyo enemigo es el liberalismo individualista moderno. Taylor desenmascara los supuestos antropológicos de los pensadores liberales -que ellos, sin embargo, en su pretensión de neutralidad, niegan tener-. La imagen del hombre y de la sociedad es para esos pensadores una idea atomista y no comprometida con contenidos morales sustantivos. Nada más lejos de la realidad, según Taylor. Por el contrario, la identidad del hombre (también moderno) se perfila justamente por sus concepciones «fuertes» morales; y en concreto por su idea de lo bueno, que funda la de lo justo. Convicciones, además, que recibe en y de la comunidad en la que vive. Aboga este pensador, entonces, por buscar el compromiso entre el modelo ético universalista, propio de la Modernidad, y la experiencia histórica concreta de las comunidades particulares.
Maclntyre, por su parte, no es tan optimista respecto a la viabilidad de esa suerte de compromiso. Según él, la ética moderna se sirve de conceptos y principios que nacieron en la ética clásica (aristotélica, en concreto), pero que hoy, desarraigados de la concepción que los nutría, no se prestan sino a confusión. Hecho que conduce a abrazar el emotivismo. En su opinión, la gran pérdida ha sido el concepto aristotélico de virtud. Y ¿cómo recuperarlo tras las múltiples críticas y podas sufridas desde varios flancos? Lejano queda al hombre moderno, según él, la argumentación basada en la causalidad final. En cambio, le parece posible hablar de la virtud a partir, combinadamente, de la idea de lo práctico, de la estructura narrativa de la vida humana y de la tradición.
BibliografíaJ. DE FINANCE, Ética generale, Roma 1997. A. MILLAN-PUELLES, «Ética filosófica», en IDEM, Léxico filosófico, Madrid 2002. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona 2000. L. RODRIGUEZ DUPLÁ, Ética, Madrid 2001. A. RODRIGUEZ LUÑO, Ética general, Pamplona 2001. M. ROHNHEIMER, La perspectiva de la moral, Madrid 2000. R. SPAEMANN, Ética: cuestiones fundamentales, Pamplona 20057.
S. Sánchez-Migallón
La expresión «movimiento litúrgico» aparece por vez primera en el Vesperale de A. Schott editado en 1894. El movimiento litúrgico es un fenómeno histórico-cultual de nuestro tiempo, un hecho moderno, una corriente que une a vastos ambientes en la búsqueda de una honda renovación. Renovación de la propia vida espiritual surtiéndose de la fuerza inherente a la liturgia y renovación también de la liturgia misma partiendo de una comprensión más profunda de su espíritu y de las leyes intimas que la rigen. El texto de Sacrosanctum concilium 43 -«... el celo por promover y reformar la sagrada Liturgia se considera, con razón, como un signo de las disposiciones providenciales de Dios en nuestro tiempo, como el paso del Espíritu Santo por su Iglesia»- recoge simplemente las palabras que Pío XII dirigió en 1956 a los participantes en el primer Congreso Internacional de Liturgia Pastoral: «El Movimiento Litúrgico [...] ha aparecido como un signo de las disposiciones providenciales de Dios respecto al tiempo presente, como el paso del Espíritu Santo por la Iglesia».
Entre los autores cuya reflexión ha contribuido a una inteligencia teologal de la liturgia, podemos reseñar tres: dom Lambert Beauduin, dom Odo Casel y dom Salvatore Marsili. Cada uno de ellos aporta unas líneas directrices que se pueden contemplar según estos modelos de enfoque: línea teológico-pastoral: Beauduin; línea teológico-sacramental: Casel; línea teológico-celebrativa: Marsili.
Dom Beauduin escribió su libro para hacer de la liturgia el medio más común y auténtico de la espiritualidad cristiana. Con el Congreso de Malinas empezó, en septiembre de 1909, el movimiento litúrgico clásico. El iniciador y animador de dicho movimiento fue L. Beauduin que hizo dar a la liturgia un salto hacia adelante en el plano teológico. La pastoral litúrgica fue fundamental entre los años 1909 y 1921, para la que son interesantes algunos puntos. El 23 de septiembre de 1909 se celebró el Congreso nacional de las obras católicas de Malinas: en tal circunstancia, Beauduin presentó una relación titulada: «La vraie priére de l'Église» (La verdadera oración de la Iglesia), publicada en Les Questions Liturgiques et Paroissiales 40 (1959) 218-221, en forma sintética.
Esta conferencia se proponía llamar la atención sobre la necesidad de la oración litúrgica proponiendo medios prácticos: la necesidad de la renovación de la liturgia; esta liturgia es la oración de la Iglesia, alimento principal de la vida de los fieles y representa el gran medio a través del cual la Iglesia ejerce su ministerio doctrinal; la piedad de la Iglesia debe inspirarse en la liturgia de la Iglesia. En la segunda parte de dicha relación, formuló algunos medios prácticos para proceder a la renovación litúrgica: misal traducido para los fieles, celebración de vísperas y de completas; revalorización de la misa mayor parroquial, y de las antiguas tradiciones litúrgicas en las familias, así como hacer comprender y amar a los fieles laicos los sagrados misterios que se celebran en el altar.
En el segundo capítulo de La piedad de la Iglesia, la participación se considera como un elemento de capital importancia en la vida cristiana. De ese modo dom Beauduin abría las puertas a un movimiento litúrgico que prometía dar sus frutos. En línea con ese programa, entre las actividades litúrgicas, el autor destaca cuatro: piedad, estudio, artes y difusión de la liturgia. Hallamos enumerados, entre los demás aspectos, la revalorización de los grandes momentos del año litúrgico y la utilización de lo que la liturgia proporciona como medios fundamentales de la piedad cotidiana. Entre los medios que derivan del estudio, Beauduin enumeró la promoción de los estudios científicos, la divulgación por medio de las revistas y las publicaciones de las ciencias litúrgicas, la promoción de la oración litúrgica y la formación litúrgica. En las artes y en la difusión, se indican los medios que manifiestan la riqueza de la liturgia. Ciertamente se trata de un programa de reforma y de renovación litúrgica que en ese momento constituía una gran novedad. En este sentido, la primera conclusión lleva a re conocer que la eucaristía como sacrificio y sacramento es la escuela universal y oficial de la verdadera vida ascética.
Por otro lado, Beauduin establece tres relaciones de la liturgia con la oración. La primera es que los actos litúrgicos son superiores a la oración, especialmente si por oración se entiende únicamente la llamada oración mental. En segundo lugar, los actos litúrgicos constituyen, en sí mismos, una oración, y, en tercer lugar, la liturgia favorece la oración mental porque, por medio de la oración litúrgica, la Iglesia enseña a orar en lo secreto del corazón.
Beauduin titula el tercer capítulo «Liturgia y predicación», y en él defiende la homilía en la Eucaristía según la antigua tradición de la Iglesia. El último capítulo trata de las relaciones entre la liturgia y la ciencia teológica y al mismo tiempo establece los puntos de contacto entre la liturgia y el dogma. La liturgia ofrece al dogma dos grandes «ventajas»: lo atestigua y lo difunde de tal manera que se puede hablar del valor dogmático de la liturgia. Es, por tanto, todo un programa de renovación que abarca los grandes espacios en los que incide la vida litúrgica y que entra en la misma realidad de la vida de la Iglesia.
Deteniéndonos entre los años 1909 y 1914, se podría decir que, en los escritos de ese periodo, el tema que más aparece es el de la pastoral litúrgica. Eso se deduce precisamente de La piedad de la Iglesia. Con dom Beauduin se llega a la visión teológica de la liturgia. Dicha visión anticipará las que serán las líneas adoptadas por el Vaticano II. La liturgia aparece como la teología de la Iglesia y el movimiento litúrgico como una doctrina de piedad teológica presente en la experiencia dinámica de los misterios cristianos, que cada uno de nosotros vive cotidianamente, en comunión con la misma Iglesia. La liturgia, por tanto, tiene que consistir en la verdadera piedad de la Iglesia yen el culto auténtico. Finalmente, la línea teológica de la liturgia presentada por Beauduin influirá en la teología de la liturgia del Concilio Vaticano II.
En la abadía benedictina de Maria-Laach encontramos el primer intento real de dar a la liturgia un estatuto teológico propio. Entre los que colaboraron en ese esfuerzo de investigación y de síntesis, hallamos a Odo Casel, hombre de celda y de estudio, que quiso beber en las fuentes de la tradición la auténtica doctrina cristiana, a fin de interpretarla fielmente. Todos sus escritos están vinculados, más o menos directamente, al tema central de la doctrina del misterio. Su original lección teológica, la Mysterienlehre o doctrina de los misterios, se basa en la analogía cultual existente entre el cristianismo de los orígenes y los cultos mistéricos grecorromanos. Acogida con entusiasmo por la escuela lacense, dicha teoría desencadenó, al aparecer, una verdadera controversia en los ambientes católicos y comprometió a Casel en una continua y dolorosa obra de clarificación, que se prolongó hasta su muerte.
El cristianismo, en su esencia más íntima, no es simplemente una doctrina, una enseñanza, una filosofía, una visión del mundo (Weltanschauung); tampoco es un código de preceptos morales. En todos esos aspectos está realmente presente, pero en su núcleo central el cristianismo es, sobre todo, misterio en el sentido paulino del vocablo, es decir, una revelación de Dios a la humanidad a través de las acciones humano-divinas, llenas de vida y de fuerza. Por tanto, se puede decir que el cristianismo es: acción de Dios en la historia, más específicamente es la realización de un plan eterno en una acción que procede de la eternidad de Dios; una acción que se realiza en el tiempo y en el espacio; una acción que tiene su término nuevamente en Dios, de quien ha tenido origen. El cristianismo es sobre todo la obra de la redención que se adapta a los hombres. Casel dirá que es la religión de la mística de Cristo, de la unión con Cristo glorificado. El primer elemento constitutivo y decisivo no es la doctrina, sino la persona de Cristo en cuanto redentor que actúa en la historia de la humanidad. Es en el culto donde se hace accesible la obra redentora de Cristo:
&ndash: a través del culto el hombre se pone en contacto con la muerte y la resurrección del Señor, haciéndolo, al mismo tiempo, partícipe de su misterio, con el que experimentar la redención de Cristo;
&ndash: mediante el culto se despliega el plan salvífico de Cristo que halla su origen en la eternidad, expresando también la dimensión escatológica del hombre.
En todas las obras de Casel, como se ha podido advertir, está presente la cuestión: ¿qué es el misterio? Para la Iglesia antigua, sobre todo es: una realidad divina, una acción salvífica de Dios que se manifiesta en el tiempo y en el espacio; la epifanía de las acciones salvíficas de Dios; es el plan de redención, oculto en Dios desde toda la eternidad y revelado y realizado por Cristo para su Iglesia. En el desarrollo histórico de dicho plan, Casel distingue tres etapas fundamentales, desde el momento en que triple, y sin embargo Único, es el sentido del misterio divino:
Misterio es ante todo Dios en su realidad, a quien el hombre no puede acercarse sin morir. Se trata del hombre en su condición limitada que reconoce ante Dios su miseria. En Pablo vemos que el misterio es la revelación de Dios en Cristo, es decir, «de aquél que habita en una luz inaccesible y a quien nadie ha visto ni puede ver». Desde que Cristo ya no está visiblemente entre nosotros, «su parte visible -como dice san León Magno- pasó a los misterios»: en otras palabras, lo que del Señor era visible pasó a los sacramentos. Así pues, hallamos en los misterios del culto su persona, su obra salvífica, su eficacia de gracia. Por tanto, no hay que dejar de subrayar que el misterio es, ciertamente, inexpresable y no puede agotarse con las palabras, aunque no faltará la acción del Espíritu del Señor que revelará y manifestará la verdad a quien está bien dispuesto, mientras que el incrédulo no sospechará lo más mínimo la profundidad del concepto. Casel sostiene que la idea del misterio cultual como presencia de una acción divino-salvífica, al alcance de los hombres, bajo el velo de una acción ritual, se halla ya en las religiones de los misterios de la época helenística. El misterio del culto cristiano no sería más que la respuesta divina a las mayores aspiraciones del alma religiosa de la Antigüedad. Al respecto, Casel añade: «La grandeza del cristianismo sería precisamente el haber recogido todas las aspiraciones y las manifestaciones de la religión, incluso de la primitiva, transfiriéndolas a un nivel espiritual superior».
El cristianismo, desde sus comienzos y en su misma esencia, como religión fundamentada sobre Cristo, ha sido un culto mistérico, cuyo centro está representado por el memorial de la redención. En él el concepto de misterio halló su realización plena e ideal, que en la antigüedad pagana conoció una realización imperfecta. Sobre esto, Casel sostiene que aunque han existido misterios anteriores al cristianismo, éste lo sería por antonomasia, desde el momento en que inserta en la historia del hombre la acción salvífica de Cristo. Entonces, en la liturgia hallamos los tres elementos característicos del misterio: una realidad sagrada, que se hace presente, en la acción cultual. Por tanto, el contenido del misterio cristiano no es sólo la gracia o el efecto de la redención, sino el mismo hecho de la redención, el mismo acto de la pasión del Señor.
En tal sentido, el misterio no es una aplicación particular de las gracias que derivan de la actividad redentora de Cristo en el pasado, sino que produce, en forma sacramental, la misma realidad de la obra redentora, de la que deriva la eficacia de su acción sobre las almas. La obra de la redención comprende también todas las acciones salvíficas de la vida de Cristo: su segunda venida forma parte también de esa glorificación que va desde la encarnación, para continuar a lo largo de toda la vida, culminar con la pasión y la muerte y terminar en la glorificación del Señor. En otras palabras, todo el opus redemptionis se hace presencia bajo los símbolos del culto cristiano. El transitus de la muerte a la gloria es el núcleo que resume toda la historia de nuestra redención.
Pero existe una segunda cuestión: ¿cómo se puede comprender que un hecho perteneciente al pasado histórico se haga presente, de nuevo, en una acción ritual que se realiza en otro momento de la historia? Los ataques de que fue objeto O. Casel le obligaron a una justificación especulativa o racional de su doctrina. En cuanto a eso, la presencia mistérica o Mysteriengegenwart presenta dos problemas que hay que considerar: ¿cómo se realiza esa presencia, de qué modo?, ¿de qué tipo de presencia se trata?
A la primera pregunta, Casel respondió afirmando que la presencia de la obra redentora se realiza en el sacramento de manera objetiva, es decir, se hace presente en el sacramento, antes de que obre en nosotros y para nosotros. La realidad objetiva es anterior a su aplicación en el sujeto del sacramento y es independiente de la misma. De modo que es necesario que la muerte y la resurrección de Cristo se hagan presentes en el sacramento de manera efectiva para que el cristiano, en el bautismo, pueda morir y resucitar verdaderamente con Cristo. Luego, Casel resolvió el segundo problema afirmando que se trata de una presencia sacramental, de un modus essendi sacramentalis. Esta idea sacramental es la clave de toda la doctrina del misterio.
Los misterios del culto actúan ante todo por medio de la celebración, del mismo modo que las imágenes auténticas del arte sacro cristiano nos ayudan a admirar la presencia del misterio que tiene que ser celebrado.
Toda la liturgia proclama el carácter mistérico del culto cristiano, como afirma el mismo Casel. Por consiguiente, la Iglesia ha utilizado muy a menudo y con mucha generosidad esa terminología, porque consideraba su culto como un auténtico mysterium. En su estudio de las oraciones romanas, llamó la atención sobre el hecho de que muchas de ellas presentaban el binomio actio-effectus y que el effectus no significaba simplemente el efecto del sacramento, sino la realidad contenida en el mismo bajo el velo de los ritos, es decir, lo que la acción externa simboliza y logra que sea realidad invisible, presente y operante. El argumento más decisivo Casel cree encontrarlo en la anámnesis de la liturgia romana, adecuada a la narración de la institución y a la ofrenda del sacrificio, que constituía el núcleo central de la plegaria eucarística.
La anámnesis manifestaba, así, la universalidad y la antigüedad de la fe de la Iglesia universal en la misa, como memorial de la muerte redentora de Cristo (unde et memores del Canon romano). El elemento más antiguo de la anámnesis es la conmemoración de la pasión, entendida ésta como muerte redentora que incluye, en sí misma, también la resurrección (1Co 15, 14 ss.). De este modo se comprende también qué hizo la anámnesis en relación con la resurrección desde los tiempos más antiguos. Más tarde, se añadió la ascensión y, a fines del siglo IV, se introdujeron en algunas liturgias todas las fases principales de la redención, a partir de la encarnación hasta llegar a la segunda venida, aunque dichas fases aparezcan siempre vinculadas a la muerte redentora y subordinadas a la misma. De ese contexto Casel dedujo que en la misa se hizo y se hace presente toda la obra de la redención. La coincidencia de todas las liturgias en torno a la anámnesis no sólo confirma, sino que manifiesta también la antigüedad de la fe de la Iglesia.
Por cuanto se ha podido ver, ciertamente la doctrina del misterio ofrece de manera nueva el problema del contenido del misterio cristiano, que es básico en teología sacramentaria. Casel, y con él todos los teólogos de su escuela, piensa que, frente a la teología postridentina, siempre en el misterio del culto está la obra de la redención en su realidad física, la misma acción redentora de Cristo, que se hace presente no sólo en un efecto, sino en la totalidad de su obra.
Casel, además, pensó que si los sacramentos contenían realmente la eficacia de la pasión, dicha eficacia resultaría ser de orden físico, como lo creyeron los tomistas y los Padres de la Iglesia. La razón de esa eficacia, que es la misma pasión, debe estar realmente contenida también en el sacramento. Afirmando la presencia objetiva de los actos salvíficos en el culto, insiste en este concepto: «El misterio del culto es en primer lugar la representación objetiva y necesaria de la acción salvífica de Cristo, y por tanto está en el centro de la existencia cristiana, de modo que también la fe halla en él una expresión simbólica reconocible por todos, y la vida religiosa saca del mismo su fuerza y sus deberes En el misterio del culto el misterio de Cristo se hace visible y eficaz; por tanto es una especie de prolongación y ulterior desarrollo de la oikonomía de Cristo, que sin el misterio del culto no podría comunicarse a todas las generaciones de la comunidad de salvación que se extiende en el espacio y en el tiempo» (O. Casel, Fede, gnosi, mistero, Padova 2001, 12).
Por tal motivo, según Casel, los misterios de la vida de Cristo son hechos históricos que suceden en un tiempo y un lugar determinados. Sin embargo, la doctrina del misterio no afirma que la acción histórica se hace presente en cuanto tal, porque la repetición de un mismo episodio histórico es metafísicamente imposible, aunque para Casel la realidad que propiamente se hace presente en el misterio del culto no es la persona del Señor, desde el momento en que esta última es sólo un requisito, mientras que el elemento dominante y decisivo en el culto es la misma presencia de las acciones salvíficas de Cristo. Por tanto, el modo de la presencia histórica es precisamente el Cristo histórico, es decir, el sujeto del misterio cultual.
Siendo el contenido del misterio cultual la misma muerte y resurrección histórica de Cristo, el sujeto que las realiza no puede ser otro que el Cristo histórico y la Iglesia será cooperadora de Cristo en la acción cultual. Ciertamente, se trataba originariamente de una cooperación pasiva, en el sentido de que la Iglesia recibía la fuerza vital de la presencia de la obra redentora en los misterios del culto, por tanto, se dará una cooperación activa que derivará de su incorporación a Cristo por medio del bautismo. La misma Iglesia deberá determinar los ritos externos para la celebración del culto, de ese modo ella se asocia a Cristo y su actividad consistirá en vivir y obrar con el mismo Cristo; se trata de una colaboración con el Hijo de Dios que llegará a ser de tal manera que el sacrificio de Cristo se transformará en sacrificio de toda la Iglesia. Cuando se trató de perfilar la naturaleza de la misma presencia mistérica, Casel añadió que se trataba de una presencia sacramental. En realidad, la obra redentora se hace presente en el sacramento y en el misterio, interpretando estas expresiones no en el sentido local, sino como equivalencias que expresan el modo, según los adverbios «sacramentalmente y mistéricamente».
En efecto, el acto salvador, históricamente acaecido, retorna al presente como un acontecimiento de salvación, mientras que la presencia mistérica es un modus essendi sacramentalis. Pero no es una presencia meramente intencional, no reconducible ni reducible a un recuerdo mental y oral, sino que se trata de una presencia real y objetiva. Ahora bien, el acontecimiento de la crucifixión presente en el memorial de la misa adopta una presencia sacramental, excluyendo así cualquier renovación natural y, por tanto, una nueva muerte, apelando nuevamente al principio según el cual la obra de la redención se hace presente en el misterio del culto non mentaliter et discursive tantum, sed realiter et simpliciter. Contra dicho principio, la presencia mistérica significaría una nueva realización del acto salvífico. La misma muerte histórica de Cristo adquiere, por tanto, una nueva ratio existendi, una nueva presencia, que no tiene carácter temporal. Cuando los Padres de la Iglesia afirman que Jesús muere de nuevo sobre el altar, mientras se celebra el sacrificio eucarístico, utilizan un lenguaje paradójico que es proyectado siempre hacia un contexto de representación del misterio celebrado. Como conclusión podemos decir que, según Casel, el misterio del culto es la representación y renovación ritual del misterio de Cristo, de modo que se hace posible, para nosotros, entrar a formar parte de su mismo misterio. Dicho misterio de culto es, por tanto, un medio con el que el cristiano vive en el misterio de Cristo, en el ámbito de una reactualización objetiva.
La tesis de la doctrina del misterio no limitó la presencia de la obra redentora al sacrificio de la misa, sino que la extendió a todos los sacramentos e incluso a todos los actos del culto cristiano; pero ello sorprendió a muchos y fue mal interpretado por otros. Al respecto no olvidemos que la idea analógica -el concepto analógico- constituye la clave de lectura de la doctrina del misterio, en este punto determinado.
En ese horizonte particular, D. Casel concibió la presencia mistérica como un concepto analógico que se realiza, de manera diferente, en los diversos actos litúrgicos: la eucaristía está en el orden sacramental, en ella se realiza la presencia del misterio en su profundidad e intensidad. De estas palabras se intuye que todos los demás sacramentos participan, en grado menos perfecto, en lo que el sacrificio eucarístico realiza en toda su perfección. En ellos se realiza, también, la misma obra redentora, pero en cada uno de modo diferente, según su propia naturaleza, su propio fin y su propio significado; de otro modo, habría sólo un único sacramento. Con este pasaje, parece que Casel admite también cierta gradualidad entre los demás sacramentos, en el sentido de que para él en el bautismo y la confirmación la presencia de la obra redentora se realiza en el máximo grado. Si la eucaristía contiene real y sustancialmente el cuerpo y la sangre de Cristo, no debe resultar extraño ni debe sorprender que los demás sacramentos contengan también, a su manera, la presencia de Cristo. En tal sentido, Case! habla de una «presencia» objetiva en si misma en la eucaristía; en los demás sacramentos la presencia del misterio se basa en la virtus participata a Christo, que es, también, una realidad objetiva.
En el conjunto de la reforma y de la renovación litúrgica se nota el influjo de un trasfondo abiertamente caseliano que expresa el pensamiento de este autor. La doctrina de los misterios quiere clarificar, de manera más precisa, la verdadera esencia del sacramento. En dicho ámbito hay que volver a la doctrina sacramentaria de los Padres de la Iglesia, para redescubrir el fundamento cristológico de los sacramentos. Se da, por tanto, un retorno a la tradición, en la que se halla el verdadero sentido del culto cristiano y de su misterio.
Fue teólogo de la liturgia en el sentido de que toda su larga investigación tuvo siempre como método su discurso litúrgico en la teología del misterio de Cristo. Ya en el articulo «Theologia», publicado en Rivista Litúrgica de 1935, Marsili propuso mostrar cómo primariamente la teología tiene que colocarse en el ámbito de la liturgia: quizá en ese subrayado hay que ver una primera aparición de la temática de la teología primera, en contraposición a la teología segunda o teología en el sentido usual, que se verá más explícitamente en los escritos posteriores.
Los conceptos que sobresalen de la teología litúrgica de Marsili se distribuyen en tres grandes puntos: Cristo-Iglesia-Liturgia. Pretende hacer notar que de la liturgia nace la Iglesia como comunidad de salvación en la que se realiza concretamente el misterio de Cristo a través de la celebración cultual del mismo misterio. De ese su pensamiento teológico-litúrgico salen, en síntesis, varios puntos interesantes:
&ndash: uno solo es el culto verdadero y perfecto, ofrecido en sacrificio una vez por todas mediante la obra de reconciliación, el que Cristo celebró durante su vida terrestre desde la encarnación hasta la muerte en la cruz;
&ndash: en esta liturgia sacrificial Cristo se asocia a la Iglesia;
&ndash: cada fiel tributa culto al Padre en la medida en la que participa en el misterio de Cristo celebrado/realizado en la liturgia;
&ndash: por eso la liturgia es un momento en la historia de la salvación y precisamente el último, por medio del cual se extiende la salvación realizada por Cristo al ámbito de la comunidad humana en todo lugar y en todo tiempo;
&ndash: esta extensión de la salvación es presencia del misterio de Cristo realizado a través de la memoria objetiva y concreta del mismo. En efecto la liturgia es presencia real del misterio de Cristo porque, ante todo, es su memorial;
&ndash: pero la participación en el misterio de Cristo se realiza sólo en la Iglesia, en cuanto sólo en ella Cristo hace presente su misterio pascual;
&ndash: dando un paso más en relación con la enseñanza de Beauduin, quien decía que la Iglesia deriva su espiritualidad de la liturgia, Marsili declara que la liturgia es la espiritualidad propia de la Iglesia. Por tanto, es la liturgia la que hace santa a la sociedad, es decir, la Iglesia, desde el momento en el que las acciones litúrgicas se llaman «las fuentes de la santidad»;
&ndash: de esos principios Marsili deduce que la liturgia se sitúa, junto con Cristo, como el alfa y la omega, el principio y el fin de toda la vida de la Iglesia.
Estamos de hecho ante una elevación de la liturgia al rango de componente esencial de la obra de salvación, y precisamente en la línea cristológica. Eso significa que un conocimiento verdadero de la liturgia no se puede tener deteniéndose en la mera investigación científica en el plano histórico de los orígenes, de las fuentes, de la evolución o de la involución de las fórmulas o de los ritos, sino que -al contrario- es necesario enmarcarla y profundizada en su dimensión «teológico-económica», es decir, en la teología del misterio de Cristo.
La liturgia tendrá que revelarse como el momento realizador de la historia de la salvación, creando así «el tiempo de la Iglesia», es decir, la extensión de la salvación en el ámbito de la comunidad humana, como la encarnación fue en un determinado momento realizadora de la misma historia de salvación.
Ésta es la teología litúrgica de dom Marsili, quien con sus obras contribuyó a hacer pasar la liturgia de un rubricismo imperante, como era en los tiempos de sus primeras intervenciones, a una comprensión teológica. Fue el único en Italia que presentó la liturgia en su dimensión teológica y uno de los primeros que introdujo, después del Concilio Vaticano II, el discurso sobre la relación liturgia-teología.
Sobre este punto, en una primera intervención suya, redefine la teología como teología del misterio de Cristo y de la historia de la salvación, donde la liturgia es aquella realidad en la que la revelación divina se hace acontecimiento de salvación en acto y se coloca como momento de síntesis de toda la historia de la salvación. No se trata de traerla liturgia ni como el plato fuerte ni como los postres a la mesa de la teología, sino que hay que tener presente que el único misterio de Cristo y la única historia de la salvación que la Escritura nos revela, como promesa y como acontecimiento que la dogmática ilustra y expone, y la moral ordena a la ejecución práctica, están operantes -a nivel de actualización y realización sacramental- en la liturgia.
En un segundo momento Marsili clarifica el concepto de teología litúrgica diciendo que la liturgia asume, casi inevitablemente, funciones de teología, puesto que vuelve a pensar la fe, vista en el plano de la realización ritual.
Por tanto, en el ámbito de una formulación de fe repensada y expresada en función cultual, en la teología, la liturgia, vista así, no tendrá sólo la función de un locus theologicus, sino también una característica teológica esencial: la de ser una formulación de fe repensada y expresada en función cultual. Superada así la concepción de liturgia como un conjunto de ritos y ceremonias o como un locus theologicus, insiste con fuerza en que la liturgia se considere como el fundamento -junto a la Escritura- de una verdadera y propia teología.
Para Marsili, la liturgia cristiana, en cuanto celebración del misterio de Cristo, en su fundamento, no es más que continua realización sacramental de aquel primer acontecimiento por el que la Palabra de Dios se hizo carne. En efecto, en la liturgia el acontecimiento salvífico único de Cristo se hace presente en sus símbolos y se comunica así a todo aquél que quiera, como Cristo, realizar la Palabra. La realización de la salvación para cada individuo tiene lugar en la liturgia, es decir, por vía ritual y sacramental: en efecto, no se puede considerar una nueva realización, sino que es sólo presencia y comunicación de lo que Cristo quiso realizar. Por consiguiente, por esa naturaleza sacramental suya y por su origen, la liturgia cristiana es fundamentalmente una «teología»: «La liturgia, por tanto, se convierte en el momento-síntesis de la historia de la salvación, porque engloba el anuncio y el acontecimiento, es decir, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Pero, al mismo tiempo, es el momento último de la misma historia ya que, siendo la continuación de la realidad que es Cristo, su función es perfeccionar gradualmente en cada hombre y en la humanidad la imagen plena de Cristo» (S. Marsili, La liturgia, 92).
La liturgia cristiana es esencial y existencialmente teología, porque es siempre Palabra de Dios, actualizada, celebrada y constituida en la realidad que adquiere en el rito simbólico. La celebración litúrgica se revela así como un momento teológico por excelencia, en cuanto es revelación concretamente recibida y vivida, partiendo de la idea de que la teología consiste en el conocimiento de la Palabra de Dios y que ésta se presenta en los dos momentos de anuncio y de realización/actualización del misterio de Cristo. En tal sentido, Marsili considera que la teología, propiamente dicha, se tiene que explicar cómo conocimiento de esos dos momentos asumidos históricamente por la Palabra.
Por tanto, se tendrá una teología también en dos momentos, representados respectivamente por la Escritura como «teología bíblica» y por la liturgia como «teología litúrgica». Si la teología bíblica descubre (encuentra) en el sacramento-Cristo la sacramentalidad como ley fundamental de la revelación; la teología litúrgica será la que, en la celebración, descubrirá la continua actualización de la misma revelación en esa situación de sacramentalidad derivada que es constituida, precisamente, por los sacramentos de la Iglesia, que son la comunicación/participación en el sacramento-Cristo.
De todo lo dicho se podría resumir el problema de la existencia o no de una teología litúrgica según estos aspectos:
a) Sobre la relación liturgia-teología hoy es evidente que la liturgia exige una comprensión a nivel teológico, porque es esencialmente portadora de todo el dato de fe comunicado por la revelación.
b) La liturgia está llamada a realizar una aportación a la teología, no sólo como locus theologicus, sino también en cuanto puede dar testimonio de diversas épocas históricas y en referencia a las distintas áreas geográficas. La liturgia es, entonces, un testimonio de la revelación y, por ese testimonio de la revelación en la liturgia (realización de la fe), la teología tiene que dejarse iluminar en su reflexión sobre la misma revelación.
c) Es lícito llamar «teología litúrgica» a la reflexión que de la praxis celebrativa saca y con la praxis celebrativa ilustra el contenido teológico de la liturgia.
d) Más allá de la praxis celebrativa, hay una teología que con razón se llama teología litúrgica porque al hacer teología enfoca su propio discurso según las categorías litúrgicas.
De todo lo dicho al hablar de las categorías litúrgicas, se puede elaborar una síntesis, según los puntos siguientes:
a) La sacramentalidad de la revelación. La revelación se explica siempre a través de una dimensión sacramental, porque es recibida, estudiada y comprendida en los mismos sacramentos. La Palabra eterna de Dios se hace sacramento, es decir, Palabra visible (revelación) cuando se manifiesta en el símbolo de un acontecimiento (sacramento). Ese procedimiento llega a su punto máximo en la encarnación (humanidad de Cristo = sacramento de Dios). De ese modo se convierte en un procedimiento perenne en la liturgia que no es sólo la primera depositaria de la fe, sino que es el vehículo a través del cual se comprende la misma fe.
b) En el sacramento-Cristo está la totalidad de la revelación. Siendo la liturgia revelación del sacramento-Cristo, en ella se halla toda la revelación, no como suma de verdades abstractas, sino como realidades que son actualmente reveladas y comunicadas. Por tanto, en la liturgia el hombre entra en contacto con el dato de fe en primer lugar por comunicación, es decir, por conocimiento experimental, y de ahí, en la comprensión del misterio de Cristo, puede remontar a un más profundo conocimiento de todas las demás realidades divinas, incluso la mística, de las que Cristo es el sacramento.
c) La economía salutis. La liturgia es la continuación en términos simbólico-rituales de la divina economía: por tanto, se trata de la historia de la salvación en acto. Es la revelación de Dios y de sus realidades como acción salvífica, y es la revelación de Dios en orden a la salvación humana. La economía, que es la razón fundamental tanto de la revelación histórica como de su realización en la liturgia, supone, como término, al hombre como objeto del amor de Dios y, por tanto, en la teología litúrgica el conocimiento de la economía divina no es nunca un fin en si mismo, sino que incluye siempre al hombre, destinatario de la economía.
d) Presencia del misterio de Cristo. La economía halla su punto de máxima concentración y de total cumplimiento en el misterio de Cristo, visto en su momento de revelación histórica; y en su realización litúrgica.
En efecto, la liturgia es celebración y memorial del misterio de Cristo; en cuanto tal es siempre presencia de lo que se celebra. Por consiguiente, si la liturgia realiza la presencia de todo el misterio de Dios, que se halla concentrado en Cristo, hacer teología a la luz de la liturgia quiere decir acercarse a la totalidad del misterio de Cristo y verlo no en la abstracción de formulaciones conceptuales, sino en la concreción de un acontecimiento presente y operante (véanse los sacramentos).
e) Palabra de Dios en realización. Esta categoría resume todas las demás y es la categoría litúrgica por excelencia, que permite a la teología ser siempre un discurso sobre Dios, inspirado por Dios. Al mismo tiempo es también una confessio fidei siempre nueva.
En efecto, parece que S. Marsili distingue claramente entre liturgia, como realidad vivida y celebrada, y teología litúrgica, es decir, la ciencia teológica que la estudia, mientras predica de ambas la misma cualidad de ser teología primera. La teología litúrgica, reconstituida en teología primera, no sólo admite, sino que también postula una teología segunda, que tendrá la misión de investigar, ante todo, cómo en el plano histórico-cultural el misterio de Cristo se va realizando en el mundo y, en segundo lugar, traducir en lenguaje cultural adecuado a los tiempos lo que la liturgia expresa en su lenguaje simbólico. La teología litúrgica se da cuando el discurso sobre Dios se basa en la que él llama «sacramentalidad» de la revelación. En tal sentido, la revelación es comunicación/participación de Dios, en cuanto realidad salvífica para el hombre y, como tal, no puede realizarse si no es por la vía de la sacramentalidad, es decir, a través de un símbolo que revele a Dios y su realidad salvífica, comunicándolos. Por tanto, la liturgia realiza el misterio de Cristo en dimensión sacramental.
La teología litúrgica es la teología primera, que no excluye ninguna otra teología que sea una reflexión sobre Dios, pero no puede ser sustituida por la misma. De ese modo, la teología litúrgica es necesariamente, ante todo, teología de la economía divina, es decir, de la presencia y de la acción de Dios en el mundo, en el que quiere realizarse como salvación eterna en una dimensión antropológica.
La liturgia es el centro y la fuente de la teología, y ésta no es más que la exposición de lo que se experimenta en el culto. De esos breves puntos pergeñados se puede deducir que S. Marsili fue discípulo -no lo olvidemos- de O. Casel, que tuvo una imagen sobre la relación metodológica entre liturgia y teología, distinta de la de C. Vagaggini. El mismo Marsili afirma que, con Casel, empezó la teología de la liturgia y un nuevo modo de hacer teología, de forma que, siguiendo la doctrina caseliana, partió de la liturgia in actu (no de la liturgia locus theologicus) y en su pensamiento teológico, ofreciendo una comprensión global del misterio de Jesucristo a partir del culto cristiano. Como afirma el mismo Marsili, «... en la celebración litúrgica, que es la acción más importante de la Iglesia, el gesto ritual se funde con la comprensión más profunda y es ahí donde la teología vuelve a ser lo que era en sus orígenes, una teología, o sea, un concepto y un hablar efectivo de Dios».
Tanto en Casel como en Marsili encontramos un rechazo del sistema escolástico de teología y un intento de poner las bases de un nuevo estilo de hacer teología. En este sentido se intuye la dura crítica que hizo a Vagaggini, poniendo como desarrollo de su teología de la liturgia dos momentos, cuyo centro es precisamente el misterio pascual de Jesucristo, revelado en la Sagrada Escritura y realizado en la Palabra (Cristo y la Iglesia).
De ello resulta que la liturgia realiza el misterio de Cristo en su dimensión sacramental. Por consiguiente, la teología tiene dos campos naturales: la teología de la Escritura y la teología de la liturgia (como acto principal de Cristo en la Iglesia), de la que deriva una teología gnóstico-sapiencial, caracterizada por ser una síntesis vital. Por tanto, la revelación, en cuanto historia de la salvación, es la clave de bóveda de la teología de la liturgia, es la ley de la sacramentalidad y es el presupuesto principal para la realización de la revelación y para la celebración de su contenido en el misterio del culto.
La teología litúrgica es, en definitiva, discurso sobre Dios a la luz de la sacramentalidad, que es el modo de ser de la revelación tanto en su primer existir histórico, como en su realización cotidiana en la liturgia. Presupuesto fundamental es la dimensión sacramental de la revelación, es decir, una dimensión que emerge en todo momento de la historia salutis y que no se puede abandonar precisamente cuando deseamos llegar teológicamente a la comprensión profunda de ese acontecimiento o de esa realidad. En tal sentido Marsili se mantiene firme en la sacramentalidad de la revelación afirmando que en el sacramento-Cristo está la totalidad de la revelación. Es mérito de este teólogo haber visto la revelación en su naturaleza de fenómeno sacramental, en el que convergen el acontecimiento de salvación y el rito litúrgico que lo representa. Marsili tuvo el mérito de ver en la liturgia la vida de la Iglesia, más aún, la verdadera teología.
BibliografíaL. BEAUDUIN, La piedad de la Iglesia, Barcelona 1996. O. CASEL, El misterio del culto cristiano, Barcelona 2001. S. MARSILI, La liturgia, momento storico della salveza, Torino 1974. I. OÑATIBIA, La presencia de la obra redentora en el misterio del culto. Un estudio sobre la doctrina del misterio de Odo Casel, Vitoria 1954. O. ROUSSEAU, Histoire du mouvement liturgique. Esquisse historique dépuis le debut du XIX jusqu'au pontificat de Pie X, Paris 1945.
J.J. Flores
«El máximo enigma de la vida humana es la muerte» (GS 38a). El hecho de la muerte constituye para el hombre una certeza inamovible; está seguro de que un día ha de morir. Desde las expresiones más arcaicas de pensamiento hasta los pensadores contemporáneos, una convicción marca la condición humana: la vida del hombre se encamina hacia la muerte. El poema de Gilgamés, escrito en Mesopotamia hacia el siglo XXII a.C., recoge ya la dolorosa experiencia de la muerte: «La vida que buscas no la puedes encontrar. Cuando los dioses crearon a la humanidad, la muerte fijaron para los hombres ¡y la Vida la guardaron en sus manos!» (Gilgamés, tabl. 10, col. 3). Tan enraizada está la condición mortal en el ser humano que la literatura griega antigua llama «mortales» a los hombres para distinguirlos de los dioses. La certeza de la muerte está grabada en la conciencia humana: el hombre no sólo sabe que puede morir, sino que sabe además que debe morir; no sólo es mortalis, sino también moriturus. La certeza de la muerte es inexorable aun cuando se ignora su hora (mors certa, hora incerta).
La primera experiencia que tenemos de la muerte es ajena: experimentamos la muerte de los otros. De ahí que la muerte se experimente, ante todo, como soledad: que una persona muera, significa en primera instancia que nos quedamos solos de ella. Ahora bien, la certeza de la muerte no puede nacer de un hecho extrínseco. Es en la propia vida donde se experimenta la muerte, pues se va abriendo paso desde la experiencia de la enfermedad, la soledad o el fracaso. La muerte pone al hombre ante la desnudez de su propia realidad.
La muerte, considerada naturalmente, es un hecho desgarrador. «En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado» (CCE 997). Siendo «el hombre uno en cuerpo y alma» (GS 41), la muerte genera en la persona una repugnancia natural. La muerte nos recuerda que es imposible la felicidad en esta vida, pero que la pretensión de la vida misma es mayor que la muerte. La necesidad de ser feliz revela que en nuestra vida hay cosas que queremos y deseamos para siempre, porque son las que nos ayudan a ser nosotros mismos. Frente a esas cosas, las verdaderamente personales, la muerte ya no es una objeción, sino la puerta a la realización de la pretensión última.
El hecho de vivir sabiendo que se ha de morir, unido a la necesidad de ser feliz, diferencia al ser humano de las demás criaturas y ha llevado a los pueblos, desde la más remota antigüedad, a manifestar de forma unánime la creencia en el más allá. No se equivoca el corazón humano cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo.
«Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre» (GS 38c).
La verdad sobre el desenlace último de la vida humana, de la historia y de la creación ha conocido una historia de desvelamiento progresivo hasta hallar en Cristo su palabra definitiva. En la revelación veterotestamentaria las afirmaciones sobre la resurrección ola inmortalidad aparecen sólo tardíamente. En los estadios más antiguos del pueblo de Israel se piensa sobre todo en una bienaventuranza terrenal. El sentido de la muerte se descubre considerando el valor de la vida y la idea de retribución.
La vida es el bien supremo por el que el hombre está dispuesto a dar cuanto posee. El ideal más querido del israelita es la preservación y prolongación de la vida (cf. Dt 16, 20; Dt 30, 19-21; Am 5, 4. 6; Ez 18, 23, etc.). Fundamento del amor por la vida no es tanto una concepción materialista de la existencia, cuanto la convicción de que ella es don de Dios. En Dios, Viviente por antonomasia (cf. Dt 5, 26; Sal 42, 3; Jr 10, 10), está la fuente de la vida (cf. Sal 36, 10; Jr 2, 13; Jr 17, 13). El punto de máxima vitalidad se alcanza cuando la relación hombre-Dios es vivida como comunión: «...tu gracia vale más que la vida» (Sal 63, 4). Una vida al margen de la alianza, no es vida auténtica (cf. Sb 1, 16). Transgredir el precepto divino es experimentar la propia condición mortal, porque «no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes» (Sb 1, 13), sino que «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 2, 24).
Al carácter luminoso de la vida se oponen los rasgos sombríos de la muerte. La muerte es el compendio de todas las desdichas. Algunos textos la presentan como el remate normal de la existencia (cf. Gn 15, 15; Gn 25, 8; Gn 35, 29), pero incluso en esos casos el acento recae sobre la vida, en cuanto termina. El salmo 88, pronunciado en la enfermedad, expresa el dramatismo con que es pensada la muerte: es el abismo, implica el olvido de Dios, estar fuera de sus manos; supone la pérdida de las relaciones y de la comunión; Dios no actúa en favor de los muertos; en la tumba ya no se alaba a Dios. La muerte coloca fuera de la comunión con Dios, en silencio y soledad. Tal es la experiencia de Ezequías ante la enfermedad que lleva a la muerte (cf. Is 38, 9-20): el abismo no da gracias a Dios, ni le alaba, sólo los vivos alaban al Señor y esperan en su fidelidad. Morir significa perder la vida, pero no perder la existencia. Los muertos poseen una existencia debilitada. El término refaim («muertos») tiene la misma raíz que rafah («ser débil»). A esa condición corresponde el sheol, como lugar de los muertos. El sheol es destino sin retorno, reino de las tinieblas y del polvo (cf. Jb 3, 19); es el destino común de todos los hombres, buenos y malos, ricos y pobres, esclavos y libres (cf. Qo 9, 3; Qo 3, 20); no es un lugar de retribución. Ahora bien, si el destino postrero es idéntico para todos, ¿cómo retribuye Dios el bien y el mal?
La retribución se entiende en el marco de las nociones de vida y de muerte; es, por tanto, pensada en términos de premios y castigos temporales. El lugar de la justicia de Yahwéh es la tierra y su tiempo la historia. La primera respuesta al tema de la retribución se mueve dentro del binomio bondad-prosperidad, maldad-desdicha: Dios sanciona el bien y el mal con premios o castigos temporales y colectivos. La doctrina tradicional entra en crisis en los libros de Job y Eclesiastés. Los primeros pasos en la solución del problema de la retribución vendrán de la mano de los llamados salmos místicos (16, 49 y 73): Dios rescatará la vida del justo y el sheol será la residencia de los pecadores; el salmista opone al bienestar de los impíos la felicidad que viene de la comunión con Dios. Brota así una actitud nueva: la esperanza que no claudica ni siquiera ante la muerte.
La liturgia presenta el misterio pascual de Cristo como un gran duelo: «... lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta» (Secuencia de Pascua). Hasta Cristo y sin Él reinaba la muerte; con Cristo, por su Resurrección, la muerte cambia de sentido.
El origen y el sentido de la muerte son contemplados en el Nuevo Testamento a la luz de Cristo, nuevo Adán Por la culpa de un solo hombre, Adán, entró el pecado en el mundo y con el pecado la muerte (cf. Rm 5, 12.17; 1Co 15, 21). Desde entonces todos los hombres «mueren en Adán» (1Co 15, 22), tanto que la muerte reina en el mundo (cf. Rm 5, 14). El imperio de la muerte se manifiesta en el pecado, que es su aguijón (cf. 1Co 15, 56; Os 13, 14), pues la muerte es su fruto, su término y su salario (cf. Rm 6, 16.21.23). La esperanza de las Escrituras, atisbada en algunos testimonios del Antiguo Testamento, se cumple en Cristo. Para librarnos del dominio de la muerte, el Hijo de Dios asume nuestra condición mortal. Asumiendo la muerte, la redime.
La muerte de Cristo no fue un accidente, ni el mero desenlace trágico de una vida. Cristo no sólo sabe que va a morir -conocimiento que comparte con todos los hombres-, sino que sabe que va a morir de muerte violenta; no le quitan la vida, sino que Él la entrega libremente (cf. Jn 10, 18). Experimentando Cristo la muerte en la carne después de padecer, experimenta también lo que significa para todo hombre el desgarro de su dimensión corporal al morir. La experiencia de la enfermedad, del sufrimiento corporal y del dolor reciben en la pasión de Cristo su luz definitiva: de la pasión y del sufrimiento, Cristo ha hecho el acto de ofrenda al Padre por la salvación del mundo
Jesús anunció su muerte a los discípulos (cf. Mc 8, 31; Mc 9, 31; Mc 10, 34 y paral.; Jn 12, 33; Jn 18, 32); la deseó con angustia como bautismo (cf. Lc 12, 50); tembló ante ella (cf. Jn 12, 27; Jn 13, 21); suplicó al Padre que le podía librar de ella (Lc 22, 42; Jn 12, 27; Hb 5, 7); la aceptó como cáliz amargo (cf. Mc 10, 38), para cumplir las Escrituras (cf. Mt 26, 54); y le dio un sentido de glorificación (cf. Jn 12, 23). Para cumplir la voluntad del Padre (cf. Mc 14, 36), «fue obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8). Así, el inocente que no conoció pecado, fue «hecho pecado por nosotros» (2Co 5, 21; cf. Ga 3, 13), de modo que el castigo merecido por el pecado humano cayó sobre Él. Por eso, su muerte fue una «muerte al pecado» (Rm 6, 10), «por todos los hombres» (2Co 5, 14), dándonos así la prueba suprema de amor (Jn 15, 13; Rm 5, 7; 1Jn 4, 10). Muriendo por nuestros pecados, nos reconcilió con Dios (cf. Rm 5, 10), de modo que podemos ya recibir la herencia prometida (cf. Hb 9, 15).
La muerte de Cristo tiene valor salvífico, único y universal, por la resurrección. Muriendo, Cristo ha dado muerte a la muerte. Porque sufrió la muerte, Dios lo coronó de gloria (cf. Hb 2, 9), y «le resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible que ésta lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2, 24). Resucitado, la muerte ya no tiene dominio sobre Él (cf. Rm 6, 9). La muerte no es la última palabra de la vida de Cristo: ésa es el camino hacia la glorificación. La resurrección de Cristo ha hecho de la muerte humana una realidad penúltima. Venciendo la muerte, Cristo confiere a la muerte humana una perspectiva salvífica. La muerte debe ser entendida desde el misterio pascual de Cristo.
«La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS 38c). El aspecto positivo que la muerte tiene en el cristianismo sólo es perceptible a partir de lo que el Nuevo Testamento llama «morir en el Señor»: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Ap 14, 13). Esta muerte en el Señor es deseable por cuanto lleva a la bienaventuranza y se realiza siendo hechos participes del misterio pascual de Cristo. Los sacramentos de iniciación anticipan en el cristiano esta realidad: el bautismo nos otorga morir místicamente al pecado y nacer con Cristo a la vida eterna; la confirmación nos consagra mediante la unción del Espíritu para participar un día en la resurrección del Señor (cf. Rm 6, 3-14); la eucaristía, medicina de inmortalidad y prenda de la gloria futura, nos concede ya, por la comunión con Cristo, la vida eterna y dispone nuestra carne para la resurrección futura (cf. Jn 6, 53-54).
La muerte en el Señor tiene que ser previamente preparada por una vida de fidelidad a Dios. La necesidad de preparación para que nuestra muerte sea una muerte en el Señor es tanto más apremiante cuanto que no existe posibilidad de merecer o desmerecer en un estado posmortal. La muerte es el punto final del estado durante el cual el hombre puede hacer opciones en las que se abra o cierre a Dios.
El hecho de que la muerte sea considerada sólo la penúltima palabra de la vida humana encuentra su concreción en la práctica cristiana de respetar el cuerpo sin vida de los difuntos. En la Iglesia primitiva, por el influjo de la fe en la resurrección de los muertos, se formó la costumbre cristiana de sepultar los cadáveres de los fieles. En esta práctica influyó el hecho de que Jesús fuera sepultado. Por otro lado, se percibía históricamente la cremación en conexión con una mentalidad neoplatónica, que por la destrucción del cuerpo entendía que se liberaba el alma. En ese contexto anticristiano, se prohibió la cremación a los fieles difuntos cristianos. Esa prohibición ya no está en vigor a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la fe cristiana en la resurrección (cf. CIC, c. 1176, § 3). La Iglesia confiesa, en efecto, su esperanza en la resurrección de los muertos y en sus oraciones fúnebres, cuando acompaña el cuerpo sin vida a su sepultura, recuerda que es allí depositado a la espera de la resurrección.
Por otro lado, la contemplación de la realidad humana de la muerte a la luz de la muerte de Cristo permite reivindicar una muerte digna para todo hombre. Muerte digna significa que la muerte, como la vida, se viven en gratuidad: sólo Dios es dueño de la vida; de igual forma que el hombre no elige vivir, sino que se encuentra viviendo, así también la muerte se encuentra, no se procura. Muerte digna, significa también muerte vivida en el ámbito de los lazos personales que la vieron nacer. Muerte digna significa, en fin, evitar convertir la muerte en mero acto biológico -exclusivo de ámbitos clínicos-, y considerarla, por el contrario, como un acto humano, que afecta como ninguno a la condición y dignidad personal del hombre. En este sentido, la Iglesia entiende, por una parte, que «corresponde al médico dar una definición clara y precisa de la "muerte" y del "momento de la muerte" de un paciente que expira en estado de inconsciencia» (Pío XII, Discurso, 24.XI.1957); y, por otra, que la «muerte es un acontecimiento que ninguna técnica científica o método empírico puede identificar directamente», pues «en el horizonte de la antropología cristiana, el momento de la muerte de toda persona consiste en la definitiva pérdida de su unidad constitutiva de cuerpo y espíritu» (Juan Pablo II, Discurso, 3.II.2005). De ahí que a la investigación clínica que se concentra en la individuación de los adecuados «signos de muerte», reconocidos a través de su manifestación corporal en el individuo, haya que unir las consideraciones antropológicas nacidas de la escucha atenta de la revelación.
BibliografíaO. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Sobre la muerte, Salamanca 2002. R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984, 405-430. X. LÉON-DUFOUR, «Muerte», en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 19725, 560-568. K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1961. K.H. RICHARDS y N.R. GULLEY, «Death», en D.N. FREEDMAN (ed ), The Anchor Bible Dictionary, II, New York 1992, 108-111.
J. Rico-Payés
La palabra «mundo» es, sin duda, una de las más usadas tanto en el lenguaje ordinario como en la literatura teológica y espiritual, lo que trae consigo que sea susceptible de variadas e incluso encontradas significaciones. Conviene, por eso, como paso previo a la ulterior consideración teológica, dedicar algunos párrafos a mencionar al menos las más importantes.
En ocasiones, se habla de mundo dando a la palabra una amplitud total, con un sentido que -aunque suponga una tautología- podemos calificar de cósmico: por mundo se entiende el universo, el conjunto de lo existente, considerándolo como un todo unificado. Con un lenguaje más preciso -y específicamente cristiano-, habría que hablar de la totalidad de lo creado, unificada precisamente por el acto creador de Dios que, poniendo al universo en la existencia, lo constituye en su ser y lo llama a un destino eterno.
En otras ocasiones acudimos a ese mismo vocablo con un significado más restringido, para aludir a la sociedad humana y, en ella, al conjunto de las instituciones, valores objetivados, realizaciones culturales, actitudes colectivas, etc. que constituyen el entorno inmediato y ya humanizado del vivir. La palabra «mundo» es aquí empleada con un sentido histórico-cultural.
Un tercer sentido es el que podemos calificar como soteriológico. Es el predominante en las Sagradas Escrituras, donde el término es usado con frecuencia para indicar la realidad -el hombre y el universo que le rodea- como objeto de la acción salvadora de Dios: el mundo amado por Dios Padre y por el que Cristo dio su vida. O también, puesto que la llamada de Dios puede ser rechazada por el hombre, las criaturas en cuanto que se cierran al amor divino: el mundo del pecado, en el que reina el diablo.
Relacionado con este sentido soteriológico, aunque distinto de él, está el sentido ascético, frecuente en la literatura espiritual, especialmente desde el periodo medieval: el mundo como ocasión de pecado, como la suma de las posibilidades de tentación que, por razón de su ambivalencia y en especial por el influjo ejercido sobre ella por la pecaminosidad humana, encierra la realidad presente.
Mencionemos finalmente un quinto sentido: el eclesiológico, es decir, el empleo de ese vocablo para designar al conjunto de realidades que están fuera de los márgenes visibles de la Iglesia o que, de algún modo, se encuentran en situación de exterioridad con respecto a ella; en otras palabras, la sociedad temporal o civil, con el conjunto de instituciones y realidades -estructuras, saberes, profesiones, etc.- que la componen.
Los significados que hemos mencionado son, como es fácil advertir, diversos, pero relacionados entre sí lo que explica que se pase con frecuencia del uno al otro o que, al acudir a uno de ellos, se tengan en cuenta los demás. Así ocurre -baste con citar este ejemplo- en el pasaje que la Constitución Gaudium et spes dedica a precisar qué entiende por ese mundo de cuyas alegrías y esperanzas, angustias y tristezas aspira a hablar: «Tiene ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que la humanidad vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo que, crucificado y resucitado, ha roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (GS 2).
En la lengua hebrea no existe una palabra equivalente a la castellana «mundo», es decir, un vocablo que sirva para designar el universo con todos los seres que lo integran. Para indicar esa realidad los hebreos usaban expresiones como «cielos y tierra» (Gn 1, 1; 2, 1; Ex 31, 17; Jr 51, 15; 1M 2, 37; en ocasiones, añadiendo una referencia al mar: Ex 20, 11; dt 9, 17) o «el todo» (Sal 8, 7; Is 44, 24; Si 36, 1). Los autores de la versión de los Setenta conservarán las expresiones recién mencionadas, traduciéndolas literalmente; no se sirvieron, pues, del sustantivo griego kosmos, que, desde el siglo VI a. C., se usaba en la literatura helénica para designar el universo. Este substantivo aparece, en cambio, en los libros del Antiguo Testamento escritos originalmente en griego (Sb 7, 17; 2M 7, 9). Los autores del Nuevo Testamento mantuvieron ambas formas de hablar, empleando indistintamente sea el término «cosmos», sea la expresión «cielos y tierra» (cf. p. ej., Mt 24, 35; 10, 1, 3, 10; Hch 17, 24; Ap 14, 7).
Más allá de la mera terminología, conviene señalar que el modo de hablar griego y el hebreo connotan una importante diferencia en el modo de pensar. El substantivo kosmos deriva del verbo kosmeo, que significa poner en orden, adornar..., lo que pone de manifiesto que el griego, al referirse al universo, lo considera como una realidad ordenada, dotada de sentido y de belleza. El griego relaciona así kosmos y logos, mundo y razón: el universo es un todo que posee coherencia, que se rige por unas leyes que, confiriéndole orden y armonía, permiten entenderlo y dominarlo o, al menos, situarse en él con conciencia de su orden y adoptando, en consecuencia, la posición que resulta adecuada al proceder del todo. El mundo es, en suma, una realidad que no sólo preexiste al hombre, sino que lo trasciende, de modo que el hombre está llamado a reconocerse y situarse en su interior, asumiendo sus leyes y acomodándose a su dinámica.
Los autores de los libros del Nuevo Testamento, y ya antes los escritos veterotestamentarios, también cuando acuden al término «cosmos», adoptan una posición muy diversa: el mundo es considerado desde la perspectiva de la acción divina. No ignoran, ciertamente, que en el universo hay orden y belleza, pero esa constatación les conduce a alabar a Dios de quien ese orden y esa belleza proceden (cf. Sal 18, 2; Qo 16, 14-17, 8; Sb 13-15; Rm 1, 18 ss.). La referencia a la acción divina trae consigo una consecuencia importante: subrayar la relación entre mundo y tiempo, entre mundo e historia. No es por eso extraño que los últimos escritos veterotestamentarios, así como los neotestamentarios, acudieran también, para designar al universo, a un vocablo griego relacionado con la temporalidad: el término aion, que indica un periodo amplio de tiempo, y por extensión, la realidad que durante ese periodo permanece; al pasar, posteriormente, del griego al latín el vocablo aion fue traducido por saeculum, dando así origen a un parentesco semántico entre las palabras «mundo» y «siglo» que estaba destinado a estar presente en toda la literatura cristiana posterior.
Pero, dando ya por terminadas las consideraciones terminológicas, glosemos brevemente, si bien con algún detalle, la relación entre mundo e historia, característica, como apuntábamos hace un momento, del mensaje cristiano.
a) El punto de partida del mensaje bíblico está constituido, como acabamos de decir, por la afirmación de Dios como autor y señor de todas las cosas: el mundo viene de Dios y se encamina hacia Él (Gn 1 y 2; 2M 7, 28; Hch 17, 24; 1Co 8, 6). Más concretamente, el mundo ha tenido un principio, un inicio (Lc 11, 50; Rm 1, 20) y se dirige hacia un fin (Mt 13, 40). Tiene, pues, una historia, que transcurre bajo el cuidado y la providencia de Dios. Dios, en efecto, como Señor del mundo (2M 7, 9). Todo cuanto existe es gobernado por Dios con amor y sabiduría (Pr 8, 22-31; Sb 8, 1), de modo que refleja su gloria y su magnanimidad (Sal 18, 1-7). El universo entero es criatura de Dios, y tiene sentido en función de un designio divino que lo ordena hacia una meta o destino final.
b) Ese destino final del mundo está vinculado al destino del hombre. Dios ha distinguido al hombre por encima de sus otras obras, dándole el dominio sobre la tierra y el mar y cuanto habita en ellos (Gn 1, 28-30). El hombre, por su corporalidad, hunde sus raíces en la creación material (Gn 2, 7; Gn 3, 19), pero no está de tal manera sometido a los procesos cósmicos que resulte plenamente dominado por ellos; al contrario, es el cosmos el que está vinculado al hombre y a su destino. Y así el texto bíblico, al describir los inicios de la historia de la humanidad, subraya que la intimidad del hombre con Dios estaba acompañada de la sujeción de la naturaleza al hombre y de una plena armonía cósmica (Gn 1, 29-30; Gn 2, 4-17); afirmando a continuación que fue el pecado lo que, al desvincular al hombre de Dios, rompió esa armonía e hizo que la naturaleza se presentara como enemiga (Gn 3, 16-19). Paralelamente, al referirse a la consumación final, descrita en ocasiones como un cataclismo que destruirá la actual fisonomía del universo, pone a la vez de manifiesto que esa consumación -unida también al destino humano (cf. Rm 8, 19-22)-, no desemboca en la desaparición del cosmos material, sino en «unos nuevos cielos y una nueva tierra» en los que habitará la justicia (Is 65, 17 y Is 66, 22; 2P 3, 13; Ap 21, 1 ss.). El universo material no es el mero escenario de una historia humana ajena a él, sino una realidad que, estando incorporada a la historia de la salvación, recibe su influjo.
c) Todo ello presupone que Dios se ha fijado en el hombre, mirándole con benevolencia a pesar de su pequeñez (Sal 8, 4; Jb 7, 17). El hombre, que se sabe amado por Dios, puede mirar a cuanto le rodea con confianza, reconociendo en todo ello un signo a la vez de la omnipotencia y de la bondad divinas. Ciertamente la naturaleza está sujeta a leyes y ciclos, y en ocasiones se presenta hostil y amenazadora, pero esa fuerza impersonal no constituye la explicación última, sino que es necesario remontarse hasta Dios que gobierna el acontecer y que se sirve incluso de las calamidades para bien del hombre, ya que a través de ellas le castiga por sus pecados o le impulsa a profundizar en el sentido último de las promesas divinas y a reconocer dónde están los verdaderos bienes (Dt 28, 1-68; Jr 30, 1-33, 26; Ez 20, 1-44; Sb 10, 1-11, 14). Por eso, aunque algunos acontecimientos sean ambivalentes y ambiguos, y el hombre no esté en condiciones de captar su sentido, debe mantener su fe en Dios, sabiendo que ese Dios al que reconoce como Padre es el Omnipotente, el que ha hecho cielo y tierra, capaz, por tanto, de ordenar todas las cosas hacia el bien de aquellos a quienes ama (Dt 4, 32; Rm 8, 28).
d) Pero si el hombre puede mirar a cuanto le rodea con actitud de amor y de confianza -de acción de gracias a Dios de quien todo bien proviene- no debe olvidar que el bien al que Dios le destina trasciende de modo pleno las condiciones de la existencia presente, y por tanto, las actuales relaciones sea con el cosmos material, sea con el resto de los seres humanos. En Cristo se nos ha dado a conocer que la humanidad está llamada a la comunión con Dios mismo. El hombre, confiando en la benevolencia divina, puede situarse sereno ante el universo que le rodea y enfrentarse audazmente con las tareas que implica -más aún, debe hacerlo, cumpliendo el mandato divino de dominar la tierra (Gn 1, 28)-, pero debe mantener en todo momento una viva conciencia de la trascendencia de los bienes mesiánicos, reconociéndose situado bajo el juicio de Dios, que, con su palabra soberana, revelará en el momento de la consumación final el verdadero valor de los hombres, de las cosas y de las acciones, es decir, de la historia en su conjunto.
Las consideraciones que preceden ofrecen el marco general de la comprensión cristiana del mundo. No expresan, sin embargo, con toda la radicalidad necesaria ni la centralidad de Cristo ni la dramaticidad del pecado y de su incidencia en la historia. Para dar ese paso será oportuno volver a la Escritura, para analizar otros aspectos de su mensaje, centrando la atención en dos de los autores más importantes del Nuevo Testamento, san Juan y san Pablo, y, como antecedente, algunos rasgos de la literatura apocalíptica judía.
La palabra griega «apocalipsis» significa revelación o manifestación, y concretamente manifestación de Dios, desvelamiento del plan divino sobre el mundo y sobre la historia. Más específicamente, la literatura apocalíptica, tal y como se desarrolla a partir del libro del profeta Daniel, subraya que la historia, iniciada hace siglos, cuando Dios creó el mundo, está destinada a conocer una nueva y especialísima intervención divina, por la que Dios, manifestando todo su poder, destruirá el mal y llevará el mundo a su culminación o cumplimiento.
Ese mensaje es expresado con frecuencia contraponiendo «este mundo», es decir, el mundo presente marcado por el pecado, que no es el definitivo puesto que está destinado a desaparecer, y «el mundo futuro», o sea, el mundo tal y como será a partir del momento en que tenga lugar esa nueva y definitiva intervención divina. La historia es presentada, en suma, como una epopeya dividida en dos fases que se suceden de manera neta, cesando la actual -«este mundo»- cuando Dios, haciéndose presente con todo su poder, decrete su fin e introduzca la paz y la plenitud definitivas, es decir, un mundo u orden nuevo, que desde la perspectiva del que escribe hoy y ahora podía ser designado -y así lo fue de hecho- como «mundo futuro».
En los escritos de san Juan y de san Pablo encontramos ecos de esa terminología, aunque revisada a partir del acontecimiento neotestamentario fundamental: la encarnación de Cristo y, más concretamente, su pascua; el paso, a través de la muerte y la resurrección, de Cristo mismo y de la humanidad en cuanto que unida a Él, desde la situación presente a la definitiva. La intervención decisiva de Dios tiene, pues, lugar en Cristo y, en consecuencia, no al fin de la historia, sino en mitad del acontecer. Estamos ya, en Cristo y con Cristo, en los tiempos últimos (cf. Hb 1, 2).
Cristo, cuya venida implica el inicio de los tiempos últimos y en quien el mal y el pecado han sido definitivamente vencidos, ejerce su poder salvífico en la entrega y en el anonadamiento, venciendo al mal y al pecado precisamente en la cruz. Mediante el envío de Espíritu comunica su vida -y con ella su victoria- al cristiano, pero como en germen o semilla. De ahí que no sólo la historia continúe, sino que en ella sigan actuando, aunque vencidos, el mal y el pecado. En otras palabras, el «mundo futuro» y definitivo está presente real y verdaderamente, con fuerza divinizadora, no sólo en Cristo, sino en el cristiano y, en consecuencia, en la historia humana, pero sin que se manifiesten todas sus virtualidades (2Co 1, 22; 2Co 5, 5; Col 3, 3-4; 1Jn 3, 1-3). Y «este mundo», es decir, el mundo del pecado, aunque herido de muerte y, por así decir, en trance de pasar, no se ha hundido todavía por entero en el abismo de lo caduco y de lo pasado.
«Mundo presente» y «mundo futuro» se presentan así en los escritos joánicos y paulinos no como dos etapas que se suceden cronológicamente, sino como dos realidades que coexisten y que se combaten en el corazón del hombre y, a partir de ese corazón, en el acontecer concreto de la historia. De ahí la oscilación que se advierte en el uso del vocablo «mundo» en el lenguaje neotestamentario. De una parte, en cuanto venido de Dios y creado por Él, el mundo es bueno (cf. Gn 1, 31), dotado de una bondad que nada ni nadie puede destruir. Pero, de otra, en ese mundo se ha hecho presente el pecado. Por Adán, primer hombre, entró el pecado en el mundo, y con él la muerte, que se extiende a toda la humanidad (Rm 5, 12-14). Este mundo, es decir, el mundo posterior a Adán, es un mundo de pecado y tinieblas (Ef 5, 2; Jn 1, 5), reo ante Dios (Rm 3, 19), incapaz de dar una paz verdadera (Jn 14, 27). Es un mundo sometido al dolor, al enfrentamiento y a la discordia; más aún, marcado por afanes y actitudes que, incapaces de conocer y gustar las cosas de Dios (1Co 2, 12), se oponen a Dios y engañan al hombre conduciéndolo a la tristeza y a la muerte (2Co 7, 10).
Pero la historia, y las fuerzas que la informan, no termina ahí. La liberación del pecado ha tenido lugar, ya que «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16-17). El pecado está presente en el mundo, pero Dios no busca la aniquilación de su criatura, sino su salvación, librándola de la esclavitud del pecado. Jesús, sobre el que el diablo, príncipe de «este mundo», no tenía poder alguno, ya que en Él no habla pecado (Jn 8, 23; Jn 14, 30; 2Co 5, 21; 1P 2, 22), asumió la condición humana a fin de traer luz y vida a los hombres (Jn 6, 33; Jn 8, 12; Jn 9, 15). Jesús ha dado su carne para «vida del mundo» (Jn 6, 51), y Dios Padre, aceptando la muerte de Cristo, ha reconciliado al mundo consigo (Rm 5, 10; Col 1, 20). En su substrato más hondo y verdadero -aunque, en ocasiones e incluso con frecuencia, oculto- el mundo no sólo conserva un germen de bondad y de bien, sino que está surcado por el despliegue de la victoria de Cristo, hasta que llegue el día en que, sometidas a Cristo todas las cosas, Él las entregue a su Padre y Dios sea todo en todas las cosas (Jn 12, 32; 1Co 15, 25-28; Ap 21, 5).
Las consideraciones que acabamos de exponer conducen a una conclusión que puede expresarse hablando de ambivalencia del mundo y de la historia. Mejor, en términos más concretos y precisos, hablando de una ambivalencia ontológica, puesto que bien y mal coexisten a lo largo del acontecer, de la que deriva, a nivel antropológico, una situación que reclama discernimiento y que, en ese sentido, implica tensión. La situación, en suma, que evocan dos de las frases pronunciadas por Cristo en el pasaje del Evangelio de san Juan que suele ser designado como la oración sacerdotal de Jesús: «Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo [...]. No son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17, 11.14-15).
Esa tensión la advierte el cristiano, en primer lugar, en si mismo, a nivel personal, ya que la vida divina que le ha sido comunicada está oculta con Cristo en Dios y aún no se manifiesta en plenitud de gloria (Col 3, 3). Unido a Cristo por la fe y la caridad, ya no pertenece a esa etapa superada de la historia de la salvación representada por «este mundo», es decir, por el mundo del pecado, sino que, como fruto del don de la gracia, es una nueva criatura (Ga 6, 15). Y, sin embargo, está, y debe permanecer, en ese mundo en el que hay pecado. Debe, pues, reconocerse libre del pecado por la gracia de Cristo y a la vez amenazado por él (1Jn 1, 5-10). El «cuerpo de pecado» ha sido destruido (Rm 6, 6; cf. 1Jn 3, 6.9), pero las reliquias del pecado permanecen y con ellas la pugna entre el espíritu y la carne, entre el atractivo que proviene del bien y la fascinación que puede producir el mal, entre la llamada de Dios y la tentación que nace de la concupiscencia y del egoísmo (Ga 5, 16-24; Rm 7, 14-25). En esa lucha, el cristiano puede vencer, ya que ha recibido el Espíritu (2Co 12, 7-10) y ha alcanzado, en Cristo, la victoria sobre el mundo del pecado. Pero esa victoria ha de realizarse día a día en el empeño y en la prueba; dicho positivamente, en la fidelidad y en la perseverancia (Rm 5, 4-5; Hb 10, 32-39; 1P 1, 7).
Una tensión análoga se da igualmente en referencia a la historia considerada en su conjunto, en la que el bien y el mal se entrecruzan, en la que ninguna adquisición o realización puede ser considerada como definitiva, más aún, en la que esas adquisiciones o realizaciones pueden convertirse, según el uso que de ellas haga la libertad -de la que depende la configuración del acontecer-, en fuente de bien y de progreso o, por el contrario, de mal y de crisis. El mundo -y por mundo entendemos aquí la sociedad humana con todo lo que comporta- es, en suma, un lugar en el que el pecado, vencido pero aún no desaparecido, deja su huella. De ahí una visión de los hechos pasados que a lo largo de la historia del pensamiento cristiano ha dado origen a diversas formulaciones; sirva de ejemplo la expuesta por san Agustín en su De civitate Dei. Es decir, la contraposición entre dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad del pecado, la primera regida por el amor, la segunda por el egoísmo. Una y otra sociedad son -san Agustín lo recalca con nitidez- metaempíricas, pero ambas tienen incidencia en la historia temporal, es decir, en los imperios, en las culturas y en las civilizaciones, ya que su fisonomía concreta depende del espíritu al que los hombres se abran y en el que se inspiren.
En los párrafos que preceden hemos procedido a una exposición histórico-salvífica, siguiendo muy de cerca los textos bíblicos. Manteniendo ese trasfondo, podemos dar paso a una consideración sintética, y más decididamente antropológica, a fin de describir los rasgos determinantes de la actitud del cristiano en relación con ese mundo en el que vive, más aún, al que pertenece. Esos rasgos son, a nuestro juicio, tres: la conciencia de la bondad de la creación, la tensión entre inicio y consumación, la tensión entre pecado y gracia.
El mundo, el mundo que nos rodea y del que formamos parte, no existe por sí mismo, ni es producto del acaso o de un drama cósmico inicial, sino fruto del amor todopoderoso y benevolente de Dios. Desde esta perspectiva, el mundo -la totalidad de lo existente- se presenta como radicalmente bueno, dotado de una bondad ontológica que podrá, en ocasiones, ser obscurecida o dañada, pero no destruida. De ahí que el cristianismo se haya opuesto desde sus orígenes sea a los planteamientos de signo panteísta, sea a las tendencias de carácter gnóstico o maniqueo que conciben la materia -con todo lo que la acompaña: corporalidad, sexualidad, etc.- como realidad esencialmente negativa, fruto de una caída ontológica o de la acción de un poder maligno.
Y a la vez, e inseparablemente, como realidad no cerrada sobre si misma, sino incluida en el diálogo entre el hombre y Dios. El mundo -y entendemos por mundo el universo en el que nacemos con todo cuanto lo integra- no es sólo el ámbito en el que ese diálogo tiene lugar, sino contenido temático de la relación entre el hombre y Dios, materia de una vida destinada a ser vivida con conciencia de los dones que Dios, movido por su amor, otorga y en actitud de respuesta a ese amor. La llamada divina no se dirige a un hombre colocado en el vatio, fuera del mundo, sino al hombre en situación, tal y como existe en concreto: parte del universo, miembro de la familia humana, ciudadano de una sociedad determinada, confrontado con tareas, afanes, esperanzas y obligaciones. La fe cristiana invita, ciertamente, a superar toda mirada al mundo de signo egocéntrico o inmanentista, pero no a olvidarse de él, sino a situarlo en el contexto de la relación con Dios. Por eso, no hay, propiamente hablando, contraposición entre mundo y no-mundo, sino, más bien, entre dos mundanidades o modos de situarse ante el mundo: la mundanidad del egoísmo, del hombre que se postula a sí mismo como fuente y explicación de la realidad; y la mundanidad del amor, del hombre que, reconociéndose fundado en Dios, juzga desde Él al mundo y a todo lo que contiene y plantea.
En ese mundo, creado por Dios y amado por Él, se da una tensión -y, por cierto, con carácter constitutivo- entre inicio y culminación, entre creación, entendida como acontecimiento originario y originante, y escatología o consumación. Afirmar que Dios ha creado el mundo implica no sólo admitir que el mundo tiene un principio, sino también que tiene una razón de ser y un destino: aquel al que Dios, desde el momento mismo de crearlo, lo convoca. El mundo, que no existe desde siempre, sino que comenzó a existir con el inicio mismo de los tiempos, se encamina no hacia una aniquilación final, sino hacia una meta en la que la realidad será llevada a la plenitud a la que Dios la destina.
Las ideas de consumación y de meta implican que la situación definitiva está aún por venir. La imagen que el cristiano está llamado a hacerse del mundo no es la de un todo estático, sino la de una sucesión de fases, economías o etapas a través de las cuales se realiza el designio salvífico de Dios. La etapa presente, el mundo actual, se contrapone pues a la situación futura como lo imperfecto a lo perfecto, como la preparación a la plenitud, como la promesa o las primicias a la realidad completa. Todo lo que pertenece a este mundo presente, es decir, la totalidad de lo creado, aparece así marcado, contemporánea e inseparablemente, por el signo de la bondad -es fruto de la acción creadora de Dios- y, a la vez, por el de su ordenación a una perfección definitiva y todavía por venir. Más concretamente, a una perfección que, presuponiendo la historia y los hombres que la han vivido, llevará a la humanidad a más allá de ella misma, es decir, a participar del vivir divino.
La actitud que de ahí fluye es la de una valoración de la realidad creada, que excluye a la vez toda absolutización del universo que nos rodea y todo intento de instalarse en la situación actual o intrahistórica como si fuera lo último y lo definitivo. Y ello no en virtud de un despego aristocrático, de una indiferencia individualista o de una incapacidad para gustar de la vida, sino -lo que es muy distinto- a partir de la conciencia de la ordenación a una comunión con Dio, -y, en Dios, con toda la familia humana- que se anticipa en el tiempo, pero que llegará a su culmen en la eternidad. De ahí el entremezclarse en la actitud cristiana del aprecio por el mundo y cuanto contiene, con la apertura a lo trascendente y a lo divino; del empeño por afrontar ilusionadamente las tareas que el mundo y la vida deparan, con la disponibilidad para aceptar el querer de Dios, aunque ese querer pueda implicar en ocasiones la renuncia a sueños y proyectos que se hablan acariciado.
El mundo, creado por Dios y ordenado por Dios a una meta definitiva, no llega a esa consumación al margen del hombre, sino con el hombre. Más concretamente, contando con su libertad. Y lo propio de los seres libres es -como escribe santo Tomás (cf., entre otros pasajes, S.Th., I, q.59, a.3 y 12, q.12, a.5)- es no ser llevados, sino dirigirse ellos a sí mismos hacia la meta. Dios, que ha querido esa realidad, ya que no desea contar con siervos, sino con amigos (cf. Jn 15, 13), la mantiene, incluso aunque la libertad se rebele y, cayendo en el pecado, se enfrente a los designios divinos.
A la tensión entre inicio y consumación se yuxtapone así la dialéctica entre apartamiento de Dios y vuelta hacia Él superando el pecado en virtud del ofrecimiento que Dios mismo hace, en Cristo y por el Espíritu, de la gracia y de la reconciliación. A partir del pecado de Adán, y de los pecados que jalonan la historia de la humanidad, el mundo no es ya sólo realidad abierta al dominio del hombre y ordenada al desarrollo de la familia humana, sino también obstáculo, ya que, el pecado, haciéndose presente en el mundo, deja en él su huella. El mundo -y más específicamente la sociedad humana- se presenta así ante el hombre a la vez no sólo como apoyo, como fuente de crecimiento y de cultura, sino también como impedimento para la realización efectiva del bien e incluso como incitación al mal.
El mundo, marcado por los comportamientos y modos de pensar que derivan del pecado, puede, en efecto, incitar al mal, por lo que el cristiano debe mantener una actitud de discernimiento, pero sin desembocar ni en un desprecio del mundo ni en un temor ante el mundo, ya que Cristo ha vencido al pecado y ha hecho posible la redención del mundo (cf. ]n 16, 33). La historia sigue siendo el proceso gracias al cual, partiendo de ese inicio que implica el acontecimiento de la creación, el universo es conducido por Dios hacia la plenitud escatológica El pecado introduce en esa historia dificultad y drama, pero -a despecho de algunas afirmaciones extremadas de Luterano destruye la bondad profunda de la realidad creada, tampoco por lo que al mundo se refiere. La acción de la gracia no queda confinada en el corazón del hombre, sino que, desde ahí, puede y debe redundar sobre el mundo en el que el hombre vive, informando las realidades terrenas con la luz, la justicia y la caridad que vienen de Cristo.
Las ansias de bien, la ilusión por la propia tarea, el empeño por hacer del mundo un lugar cada vez más plenamente humano, todo ello sigue teniendo sentido. Dicho con palabras que permiten ir al fondo del problema: el mundo es no sólo ámbito, sino tarea. El universo que nos rodea y la sociedad en la que vivimos no constituyen sólo el ámbito del vivir humano, conjunto de estructuras, vicisitudes y actitudes entre las que transcurre la existencia, sino también -e incluso ante todo- la tarea, realidad llamada a ser asumida por el hombre, para hacer presente en ella la verdad y el bien. En suma, para hacer de ella un mundo digno del hombre y de la grandeza de su vocación.
Podemos por eso concluir citando dos textos que constituyen como un resumen de la visión de la historia y de la consiguiente comprensión de la posición del cristiano en el mundo que venimos perfilando.
El primero está tomado de una de las constituciones del Concilio Vaticano II: «La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana [...]. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz"» (GS 39; la frase final es una cita del prefacio de la fiesta de Cristo Rey.).
El segundo proviene de una de las homilías de san Josemaría Escrivá: «Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito [...], para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cf. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cf. Col 1, 20)» (Es Cristo que pasa, 183).
BibliografíaH. BALZ, «Kosmos», en H. BALZ y G. SCHNEIDER, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Salamanca 1996, cols. 2380-2390. P. GRELOT, «Monde», en Dictionnaire de Spiritualité, X, cols. 16201633. G. HAEFFNER, M. REDING y J. MEURERS, «Mundo», en Sacramentum mundi, IV, cols. 826-850. J.L. ILLANES, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973; Historia y sentido, Madrid 1997. J. DE SAINT MARIE, «Mundo», en E. ANCILLI (dir.), Diccionario de espiritualidad, Barcelona 1983, 666675,
J.L. Illanes