Diccionario de Teología


Nuevo TestamentoNuevos movimientos religiosos


Nuevo Testamento
I. ORIGEN Y FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO
II. ORIGEN DE LOS DIVERSOS LIBROS
   1. Formación del Nuevo Testamento
   2. Los evangelios
   3. El problema sinóptico
III. EVANGELIO DE MARCOS
IV. EVANGELIO DE MATEO
V. LA OBRA DE LUCAS
   1. Evangelio
   2. Hechos de los Apóstoles
VI. LOS ESCRITOS DE JUAN
   1. Evangelio
   2. Las cartas de Juan
   3. El Apocalipsis
VII. LAS CARTAS DEL NUEVO TESTAMENTO
VIII. CARTAS PAULINAS
   1. Primera y segunda carta a los Tesalonicenses
   2. Primera y segunda carta a los Corintios
   3. Carta a los Filipenses
   4. Carta a Filemón
   5 Carta a los Gálatas
   6. Carta a los Romanos
   7 Carta a los Colosenses y carta a los Efesios
IX. CARTAS CATÓLICAS
   1. Carta de Santiago
   2. Primera carta de Pedro
   3. Carta de Judas
   4. Segunda carta de Pedro
Nuevos movimientos religiosos
I. EN TORNO AL HOMBRE
II. RASGOS DEFINITORIOS.
III. LOS NUEVOS MOVIMIENTOS RELIGIOSOS, UN FENÓMENO RELIGIOSO
IV. TIPOLOGÍA
V. LA ACTITUD CRISTIANA

 «    Nuevo Testamento    » 

La expresión «Nuevo Testamento» implica aquella alianza (diatheke = acuerdo, pacto) por la que Dios se dio a conocer y se mostró favorable a Israel, y por la que éste se comprometió a reconocerle como su Dios y a cumplir sus mandamientos. Los primeros cristianos entendieron que, mediante la muerte y resurrección de Jesús, Dios había hecho nueva esa alianza con los hombres, tal como la hablan profetizado las Escrituras de Israel (cf. Jr 31, 31-33), y se había extendido a los gentiles, a los que también se les incluía en el pueblo de Dios. Posteriormente, mediante la reflexión, y debido también a las tensiones con judíos que no aceptaron a Jesús, los cristianos comprendieron que la alianza mosaica habla quedado superada y la nueva alianza había tomado el lugar de la antigua (evidentemente, las Escrituras de Israel seguían siendo las Escrituras de los cristianos).

La palabra «Testamento» alude más directamente a los escritos en los que se conserva consignada la alianza, al modo como en los testamentos se conservan las últimas voluntades. San Pablo habla de «la lectura del Antiguo Testamento» (2Co 3, 14) para designar los libros de la Ley y de los Profetas, en los que queda reflejada la alianza que Dios estableció con su pueblo por mediación de Moisés, y las promesas que le hizo posteriormente. Será en el siglo II cuando algunos escritores cristianos (Ireneo, Tertuliano) utilizan la expresión «Nuevo Testamento» para referirse a un conjunto de escritos reconocidos como sagrados y canónicos. Hacia el siglo IV se fija su número en 27 libros de diverso género: cuatro evangelios y un libro de carácter histórico (Hechos de los Apóstoles), veintiún cartas (catorce atribuidas a Pablo y siete a otras figuras apostólicas) y un libro de género apocalíptico, atribuido a Juan.

Así pues, el Nuevo Testamento hace referencia a los libros en los que queda consignada la Nueva Alianza de Dios con los hombres realizada por mediación de Jesucristo, como cumplimiento de las promesas anteriores y en sustitución de la Antigua.

I. ORIGEN Y FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO

Jesús no nos dejó nada escrito, pero paulatinamente, gracias a la actividad de los apóstoles y sus colaboradores más inmediatos, pronto se fue escribiendo el recuerdo de su vida y enseñanza para conformar la fe, la vida litúrgica y moral de las comunidades cristianas.

La experiencia originaria. El núcleo de la fe cristiana partió de una experiencia de salvación. Con la resurrección de Jesús, sus discípulos creyeron que en él se cumplían las Escrituras, que prometían un Mesías salvador. Fueron conscientes de que la fe en Cristo muerto y resucitado les había procurado la remisión de sus pecados. Mientras tanto, se encontraban a la espera de su segunda venida y de la instauración escatológica del Reino. Este acto salvífico de Dios fue comprendido a la luz de lo que anunciaban las Escrituras del pueblo judío. Bajo la gula del Espíritu, entendieron la correlación existente entre los hechos que hablan vivido y la profecía del Antiguo Testamento. Los textos de la antigua ley revelaban el significado salvífico de ese acontecimiento y por eso mismo su relación con el presente. Como consecuencia, y desde una perspectiva que sólo la fe puede captar, la obra de Cristo, cuyo centro es el misterio pascual, fue vivida desde el principio como memorial, es decir, como un momento que reúne en una misma acción el acontecimiento histórico de salvación pasado, el presente que lo re-actualiza y el futuro al que se orienta su realización plena escatológica. De este memorial de la enseñanza y obras de Jesús nacen, a distintos niveles, la liturgia, el kérygma apostólico y la vida de la comunidad cristiana.

Las reuniones litúrgicas constituían el momento principal en que los primeros cristianos celebraban el memorial de la muerte y resurrección de Jesús. En la «fracción del pan» recordaban y celebraban con la fuerza del Espíritu lo que Jesús hizo y mandó hacer la noche de su pasión: «... haced esto en memoria mía». Se trataba de un recuerdo que se extendía hacia el pasado, a su ministerio terreno, y hacia delante, hacia su resurrección-exaltación junto al Padre y su segunda venida.

El anuncio misionero de la salvación en Jesús, el kérygma, también se centraba en el recuerdo de su muerte y resurrección, comprendida a la luz del Antiguo Testamento y del propio ministerio de Jesús en Galilea y Judea (Hch 10, 34-43). Contenía ya una cristología y fundamentaba su fuerza en el ofrecimiento de la salvación por medio de Cristo y en la respuesta de una fe que abría las puertas al bautismo, para participar en la comunidad de la nueva alianza.

Por su parte, la respuesta al kérygma exigía un cambio de vida y una confesión pública de la fe (cf. 1Co 8, 6; 1Tm 2, 5-6; 1Tm 6, 13-14; 2Tm 4, 1; etc.). Los que se incorporaban a la nueva fe por el bautismo debían «guardar todo lo que Jesús habla mandado» (Mt 28, 20) y conformar su vida a la del Maestro, siguiendo sus enseñanzas. A partir de ahí, en el contexto litúrgico de la cena y del bautismo, iban surgiendo las primeras síntesis cristológicas en forma de himno (Flp 2, 6-11; Col 1, 15-20; Ef 1, 3-14; 1Tm 3, 16; 1P 2, 21-25; Jn 1, 1-18; Ap 5, 9-10). Se trataba de confesiones de fe que reclamaban una respuesta y una decisión que hacían al creyente partícipe de la salvación obrada por Cristo con su victoria sobre el pecado y la muerte. «Porque, si confiesas con tu boca: "Jesús es Señor", y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rm 10, 9): entra así en la tradición cómo debe ser el comportamiento del cristiano, conforme a la fe, tal como se refleja en las secciones de carácter exhortativo que se encuentran sobre todo en las cartas, manifestando la relación que existe entre ética y cristología.

Esta comprensión anamnética de la salvación obrada en Cristo permite desarrollar una teología del Nuevo Testamento que respeta la unidad (todo es «memoria de Jesús») y la diversidad (derivada de variedad de autores, destinatarios y circunstancias) presentes en sus 27 libros (cf. G. Segalla, Panoramas del Nuevo Testamento, 390-393). Cada uno de ellos representa la participación en la misma experiencia vivida por las comunidades en la profesión de fe y en el testimonio histórico. Al ser la fe en Jesucristo una realidad que ha de vivirse, es también una realidad que debe ser comunicada y transmitida, y que, en consecuencia, se convierte en reflexión y en palabra escrita (cf. R. Fabril, «Nuevo Testamento, 1169).

II. ORIGEN DE LOS DIVERSOS LIBROS

El tipo de literatura neotestamentaria más antiguo que conservamos es el de las cartas. Son escritos que responden a problemas que van surgiendo en las primeras comunidades cristianas. Ya entre los años 50 y 60 d.C., sabemos que san Pablo escribe diversas cartas a algunas de esas comunidades, exponiéndoles el Evangelio que predicaba y las consecuencias para la vida que se derivaban de él. En años siguientes, otras figuras apostólicas escribieron cartas para la instrucción de las comunidades (Pedro, Santiago, Juan, Judas).

Muy pronto también debieron de ponerse por escrito los relatos de los acontecimientos más importantes de la vida de Jesús, especialmente de su muerte y resurrección -que constituían el núcleo del Evangelio que se predicaba (1Co 15, 3-5)-, y de la última cena, que se rememoraba en las celebraciones cristianas (1Co 11, 23; Hch 2, 42). Al mismo tiempo, se fueron reuniendo colecciones de palabras de Jesús que llevaban consigo los predicadores del Evangelio y se debieron de ir escribiendo otros relatos, sobre todo de milagros concretos, con fines catequéticos y doctrinales. Después, y con estos mismos fines, se escribieron los evangelios, a modo de semblanzas de Jesús. Por último, al hilo de circunstancias difíciles para algunas comunidades cristianas, se compuso un escrito que contempla el misterio de Cristo desde la perspectiva profética, como clave para interpretar la historia.

Estos escritos vieron la luz en la segunda mitad del siglo I e iban dirigidos a comunidades particulares Unos están avalados por la revelación de Jesucristo resucitado a sus autores (Ga 1, 12; Ap 1, 11); otros se presentan como testimonios que garantizan la tradición recibida desde el principio por quienes hablan sido testigos de la vida de Jesús (Jn 20, 30-31; Jn 21, 24), o por quienes, habiéndola escuchado a los apóstoles, la presentaban como Evangelio (Mc 1, 1), o por quien escribía habiendo cotejado todo minuciosamente desde el principio (Lc 1, 1-4). En todos los casos se trata de obras compuestas por apóstoles (Pedro, Pablo, Santiago, Mateo, Juan) o por «varones apostólicos» (Marcos, compañero de Pedro; Lucas, compañero de Pablo), bien porque hubieran sido físicamente escritas por ellos o bien porque alguien lo hizo en su nombre, espíritu y autoridad, siempre bajo la guía del Espíritu Santo.

Para los autores de estos escritos las palabras de Jesús tenían una autoridad superior a cualquier otra ley (1Co 7, 10; Mt 5, 21-22; etc.), y las «Escrituras» anteriores se entendían como un medio para mostrar la verdad del Evangelio predicado por los apóstoles (1Co 15, 3-5). La Persona de Jesucristo, sus palabras, y el Evangelio predicado, constituían la norma definitiva o «canon» para la primera generación cristiana, y en todo ello veían cumplidas las antiguas Escrituras. Los nuevos escritos, por tanto, habían de tener más autoridad que aquellas «Escrituras», porque en ellos se transmitía a Jesucristo. Para discernir su carácter normativo, además de su origen apostólico, se requería que fueran recibidos por las iglesias locales y que estuvieran en conformidad con la regla de fe, el conjunto de verdades que se debían creer.

1. Formación del Nuevo Testamento

Desde principios del siglo II se fueron formando las primeras colecciones de escritos apostólicos. Primero se reunieron las cartas de san Pablo, probablemente por algunos de sus discípulos. A mediados del siglo II, Policarpo y Marción daban ya testimonio de una colección de cartas paulinas, que a finales de ese siglo era de trece cartas en el Occidente y catorce (con Hebreos) en Oriente.

A mitad del siglo II sabemos que también existían «memorias de los apóstoles» (evangelios), que se leían en las celebraciones litúrgicas junto a los profetas (Justino, Apol. 1, 67), lo que muestra cómo evangelios y escritos sagrados del judaísmo estaban ya a un mismo nivel. De entre los vahos libros de carácter evangélico que circulaban entonces, Mateo, Marcos, Lucas y Juan son conocidos en la mayor parte de las iglesias y tenidos como auténtica tradición apostólica. San Ireneo de Lyon, buen conocedor de las iglesias de Oriente y Occidente, hacia el año 180 refiere cómo los evangelios canónicos eran cuatro y solamente cuatro. Sale así al paso de quienes se atenían a un solo escrito evangélico -como Marción, que admitía sólo el de Lucas- o habían refundido los cuatro en uno -como Taciano en Siria o Basilides en Alejandría-, o aceptaban otros escritos de carácter evangélico, que ya circulaban también por las iglesias, pero que contenían doctrinas discordantes con la tradición recibida de forma viva, o no gozaban de originalidad apostólica («evangelios apócrifos»). El sentir de la Iglesia hacia el año 200 queda recogido por Orígenes: «La Iglesia sólo tiene cuatro evangelios, los herejes muchos» (Homilia in Lucam 1, 1).

A partir de esa época, y a lo largo de los siglos III y IV, los cuatro evangelios, el libro de los Hechos de los Apóstoles, separado ya del Evangelio de san Lucas, y las colecciones de cartas de san Pablo y de los otros apóstoles, además del Apocalipsis, se van imponiendo por todas las iglesias como escritos sagrados y canónicos, unidos a los libros recibidos del judaísmo. Van quedando fuera de las colecciones otras obras que no ofrecían garantía apostólica o que contenían doctrinas erróneas. Algunos escritos, como Hebreos, Santiago, 2Pedro, 2 y 3 Juan, Judas o Apocalipsis, tardaron más tiempo en ser unánimemente aceptados, bien porque se dudaba de su autoría apostólica, bien porque los empleaban preferentemente los herejes, o bien porque dada su brevedad no eran muy citados.

A partir de los siglos IV y V existe unanimidad en la Iglesia universal sobre qué libros integran el Nuevo Testamento. Finalmente, frente a Lutero y a los reformadores que subestimaban algunos de ellos, la Iglesia definió en el Concilio de Trento (año 1546) la relación exacta de los libros que componen el canon neotestamentario.

En este largo proceso de discernimiento de los libros del Nuevo Testamento la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, que asistía, y asiste, a sus pastores, discernía cuál era la tradición apostólica originaria y, en consecuencia, su propia identidad. Solamente desde la tradición viva, que desde los tiempos apostólicos se transmitía en las comunidades cristianas, y de la que son testigos excepcionales los santos Padres, pudo discernir la Iglesia cuáles eran los libros del Nuevo Testamento (cf. DV 8).

2. Los evangelios

«Evangelio» (buena nueva) es un término que acuñó el cristianismo primitivo y que se difundió probablemente en el ambiente misionero helenista en que se movió Pablo. En la antigüedad griega, designaba la recompensa que se daba al portador de esa buena noticia o el sacrificio de acción de gracias que se ofrecía por ella. Los romanos llamaron «evangelio» al conjunto de beneficios que Augusto había traído a la humanidad. En la versión de los LXX (cf. Is 52, 7) se utilizaba para designar los tiempos mesiánicos en los que Dios salvaría a su pueblo. En el Nuevo Testamento el término es utilizado sobre todo por Pablo y, en menor medida, por Marcos, significando el anuncio de la salvación escatológica mediante la fe en Jesucristo, que vivió, murió y resucitó por nosotros. A mediados del siglo II, «evangelio» adquiere un sentido literario al designar a los libros que contenían las acciones y palabras salvíficas de Jesús, también llamados «memorias de los apóstoles».

Desde el punto de vista literario los evangelios pertenecen a un género singular. No son crónicas contemporáneas de la actividad de Jesús ni biografías helenistas (aunque tengan elementos comunes a ellas), sino un género literario propio, de carácter histórico-kerigmático, nacido de una persona y de una historia nuevas. Desde el punto de vista histórico-teológico, es el resultado de un largo proceso, que se sintetiza en tres momentos (cf. DV 19): a) La vida y enseñanza de Jesús en Palestina en las tres primeras décadas de nuestra era. b) La predicación apostólica, que corresponde genéricamente a los años 30-60, realizada desde la nueva perspectiva e intelección de los acontecimientos que les proporcionó la resurrección de Jesús y la comprensión más profunda de esos hechos que alcanzaron tras la efusión del Espíritu. c) La redacción de los evangelios, que se lleva a cabo entre los años 60 y 90, cuando, ante la desaparición de los apóstoles, los cristianos comenzaron a poner por escrito su predicación acerca de Jesús, hasta que alcanzó la forma de los evangelios canónicos. Para ello escogieron algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizaron otras, o las explicaron según la condición de las Iglesias, conservando la forma de proclamación.

Ninguno de los evangelios menciona el nombre de su autor, pero el hecho de que provengan de figuras apostólicas revela que Jesús es interpretado de una manera fiel a la primera y segunda generación de los testigos y predicadores, y pueden considerarse con razón el testimonio apostólico sobre Jesucristo.

Los cuatro evangelios en general, y los sinópticos de modo particular, siguen el esquema geográfico y cronológico con el que se exponía la vida de Jesús en la predicación apostólica (cf. Hch 10, 36-43). Tras presentar a Jesús, narran su bautismo por Juan, su actividad en Galilea anunciando el Reino de Dios, su subida a Jerusalén, y los sucesos en esta ciudad que culminan con su pasión, muerte y resurrección. Dentro de este esquema común, cada evangelista tiene sus propias peculiaridades: así Mateo se detiene más en los grandes discursos de Jesús en Galilea, Marcos hace de la confesión de Pedro el eje de su narración, y Lucas se centra en la predicación de Jesús desde Galilea a la Ciudad Santa, como un lento viaje o subida a Jerusalén. El Evangelio según san Juan, aunque presenta una estructura y un desarrollo diferentes, recoge también la predicación apostólica sobre Cristo, subrayando su condición de revelador del Padre mediante sus signos y su pasión, muerte y resurrección.

3. El problema sinóptico

En lo que se refiere a los contenidos y a la materialidad de las palabras, los tres evangelios sinópticos presentan una concordia discors, es decir, contienen mucho material común, pero también diversas versiones de los mismos episodios y palabras de Jesús. La explicación última de esta discordante convergencia hay que buscarla en la tradición oral que está en el origen de esos escritos, las fuentes comunes que utiliza cada evangelista, la interdependencia de los evangelios y la actividad de los redactores. Sin embargo, la dependencia de unos evangelios de otros o de documentos anteriores a los tres, que no se han conservado, es una cuestión que la investigación no ha logrado todavía resolver. Es lo que se denomina «cuestión sinóptica».

El problema sinóptico se plantea al comparar los tres sinópticos entre sí. Por una parte, se observa que existe un texto común a los tres (unos 330 versículos) y textos propios de cada evangelista; hay además un texto común a Mateo y Lucas de unos 230 versículos; otro común a Mateo y Marcos de unos 180; y otro común a Marcos y Lucas de unos 100 versículos. La hipótesis más difundida hoy en día parte de la prioridad de Marcos, como primer evangelio en escribirse. De él beben Mateo y Lucas, que no se habrían conocido entre sí y escribieron sus evangelios de manera independiente. Además de fuentes propias, Mateo y Lucas habrían tenido como fuentes comunes a Marcos y a un supuesto documento, denominado «fuente Q» (que algunos identifican con el Mateo arameo del que habla Papias), desconocido por Marcos, y que contenía enseñanzas de Jesús. Esta hipótesis, llamada de las dos fuentes, explica satisfactoriamente las semejanzas en las palabras, por inspirarse en las mismas fuentes, y las semejanzas en el orden, que se dan cuando siguen la narración de Marcos y casi nunca a la hora de componer las palabras de Jesús que provienen de Q. Sin embargo, a pesar de su amplia aceptación, presenta no menos dificultades que otras hipótesis. Entre éstas, una de las más tradicionales es la de Griesbach, que presupone en el origen de los sinópticos el evangelio de Mateo, del que se habría derivado Lucas con algunas partes propias; más tarde, Marcos habría abreviado Mateo. De este modo, para algunos autores Marcos se derivaría de Mateo-Lucas (Griesbach) o de Lucas, que a su vez, según otros, se derivaría de Mateo (Farrer), mientras que, para otros, Lucas dependería de Marcos (Butler). Una tercera hipótesis, llamada de los documentos múltiples o de las tres fuentes, explica el problema a partir de al menos cuatro documentos antiguos, que se van sintetizando e interrelacionando en una etapa intermedia de tres documentos hasta desembocar en los evangelios actuales (Benoit-Boismard). Dada la complejidad que presenta, cuenta con menos seguidores. Finalmente, una hipótesis más reciente (Rolland) entiende que los tres evangelios no se conocieron mutuamente y presupone que, con independencia de la fuente Q, se debe partir de un material original que se desglosó en dos documentos distintos. En estos dos se inspiraría Marcos; en cambio, Mateo sólo conocería uno de ellos (lo que explica el material común de Mateo-Marcos), y Lucas el otro (lo que explica el material común de Marcos-Lucas). El documento original arcaico en dos versiones explicaría el material común a Mateo-Marcos-Lucas. La fuente Q, la materia ignorada por Marcos, explicaría el material común a Mateo-Lucas. Se trata de una hipótesis que va ganando adeptos.

A pesar de estos y otros intentos de explicar el problema, lo cierto es que, en la actualidad, no existe un consenso sobre la cuestión sinóptica. En cualquier caso, conviene tener presente que, desde el punto de vista teológico, los evangelios corresponden al anuncio de la memoria de Jesús desde el acontecimiento pascual hasta su puesta por escrito. Surgen en el contexto vivo de la tradición. Hacen de puente entre la tradición histórica, que se remonta a los testigos de Jesús, y las comunidades cristianas, que deben hacer frente a situaciones particulares distintas.

III. EVANGELIO DE MARCOS

Es comúnmente aceptado hoy en día que Marcos fue el primer evangelio en ser escrito. Más aún, a él se le atribuye la creación del género «evangelio», tal como se desprende del título que da a su relato. Con este nuevo género, la historia de Jesús, su enseñanza y su actividad, adquieren valor de anuncio salvífico. La profesión de fe se inserta en la historia y en una narración.

Marcos escribe su obra, probablemente en Roma (aunque no se excluye Sida u otro lugar oriental), entre los años 60 y 75, para cristianos que están experimentando la persecución y el aparente fracaso. Les confirma que la fe en Jesús es la única que puede salvan Como «discípulo e intérprete de Pedro» (cf. San Ireneo, Adv. Haer. 3, 1, 1), Marcos proclama el mismo Evangelio, el anuncio de la buena nueva, que junto con Pedro predicó el otro pilar de la fe, Pablo. Si Pedro, a pesar de sus pecados e infidelidades, fue justificado por la fe en Jesús, también los destinatarios se salvarán si creen en Cristo, muerto y resucitado.

El inicio del libro -«Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1, 1)- es clave para su comprensión. Sobre una estructura geográfica (predicación en Galilea, subida a Jerusalén, controversias con las autoridades judías, muerte y resurrección), que parece un desarrollo del discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio (Hch 10, 34-43), se descubre una estructura teológica. Desde el comienzo del evangelio hasta la confesión de Pedro (Mc 8, 29) la gente se pregunta «¿Quién es Jesús?» (Mc 1, 27; Mc 4, 41), y la confesión de Pedro ofrece una primera respuesta: «Tú eres el Cristo». Desde ese momento hasta la pasión, la pregunta implícita será: «Quién es el Cristo?». Jesús va entonces revelando su misión como Mesías doliente que debe morir en la cruz para después resucitar. Sin embargo, la plena revelación se da a través del centurión al pie de la cruz: «Este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Así se desvela progresivamente el «misterio de Jesús», como Cristo e Hijo de Dios, temas centrales de la cristología de Marcos.

Jesús es el Cristo, tal como lo confirman sus obras mesiánicas (Marcos es, proporcionalmente, el evangelista que dedica más espacio a los milagros de Jesús). Pero Jesús pide silencio a los que son curados por él (Mc 1, 44; Mc 7, 36; Mc 8, 26; cf. Mc 5, 43). Su mesianismo no debe entenderse en un sentido temporal y político, sino a la luz de la cruz (Mc 8, 27-33). El secreto mesiánico, hasta que sea revelado a todos después de la resurrección (Mc 9, 9-10), sólo puede revelarse a los discípulos (Mc 4, 11; Mc 9, 9).

Jesús es el Hijo de Dios. Aunque, a diferencia de los otros sinópticos, Marcos no recoge los episodios de la infancia de Jesús para presentarle como Hijo de Dios, este enunciado enmarca todo el evangelio, desde el título hasta la confesión del centurión. Así lo confirma la voz del Padre en el bautismo y en la transfiguración (Mc 1, 11; Mc 9, 7) y lo prueban los milagros. Sin embargo, Jesús es también el Hijo del Hombre, condenado por los jueces humanos, que vence a las fuerzas del mal en el mundo y aparecerá al final para juzgar a los que le han sido fieles (Mc 8, 38).

Pero la confesión de fe cristológica exige una participación existencial en la persona de Jesús. El «discípulo», término especialmente querido por Marcos, debe creer en Jesús y seguirle, sabiendo que la nueva identidad cristiana se entiende desde la cruz. Los discípulos serán los continuadores de su misión en el mundo. Es ésta una consecuencia necesaria del Evangelio. El Evangelio es la buena nueva que predica Jesús (Mc 1, 14-15), con sus hechos y sus palabras. Jesús envía a sus discípulos a predicarlo (Mc 16, 15), advirtiéndoles que dar la vida por el Evangelio es una causa tan noble como darla por el mismo Cristo (Mc 10, 29). Pero la noción de Evangelio está unida a otra: su destino universal. Marcos advierte que sólo relata el comienzo (Mc 1, 1), porque el Evangelio debe ser predicado a «toda criatura» (Mc 16, 15). Si Jesús realizó la mayor parte de su actividad pública en Galilea, una región que, en tiempos de Cristo, era una auténtica encrucijada de culturas donde se mezclaban judíos y paganos, también en Galilea convoca a sus discípulos tras su resurrección (Mc 14, 28; Mc 16, 7), para enviarlos desde allí a todas partes.

IV. EVANGELIO DE MATEO

El primero de los evangelios canónicos y el que de más fama gozó en la primitiva Iglesia está escrito sobre la pauta de Marcos. La tradición, desde muy antiguo, lo atribuye a Mateo, uno de los Doce. Es posible que el texto griego actual se remonte a un escrito anterior en hebreo o arameo atribuido a Mateo (al que posiblemente alude Papías). La redacción que nos ha llegado, realizada por un judeocristiano de lengua griega, que conocía bien las Escrituras de Israel y las costumbres judías, se tiende a fechar en la década de los ochenta. Muchas características llevan a pensar que está dirigido a una comunidad en la que coinciden cristianos procedentes del judaísmo -para quienes las enseñanzas de la Ley siguen vigentes, aunque entendidas a la luz de la Nueva Ley de Cristo- y del paganismo. Se suele considerar Siria su lugar de origen. Su tema principal es el Reino de Dios (o Reino de los Cielos), que se revela en Jesús al instaurar la nueva «justicia» (Mt 3, 15; cf. Mt 5, 20), el plan por el que Israel debía cumplir la voluntad de Dios.

El evangelista sigue la misma estructura que encontramos en los otros dos sinópticos (vid. supra), y en especial en Marcos, con la confesión de Pedro en el centro, señalando un antes y un después. El evangelio se articula, sin embargo, en torno a cinco grandes discursos de Jesús, enmarcados por los episodios de la infancia y los de la muerte y resurrección. Los cinco discursos -el discurso de la montaña (Mt 5, 1-7, 27), el de la misión dirigido a los Doce Apóstoles (Mt 10, 1-42), el de las parábolas (Mt 13, 1-52), el discurso eclesiástico (Mt 18, 1-35) y el discurso escatológico (Mt 24, 1-25, 46)- podrían evocar los cinco libros de la Ley de Moisés. En todo caso, señalan el interés del evangelista para argumentar que Jesús es el Mesías prometido, que ha venido a llevar la Ley a su plenitud. De ahí que presente sus acciones y palabras a la luz de diversos textos del Antiguo Testamento. Es por eso el evangelio del cumplimiento.

Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), es decir, el nuevo Israel en quien se realizan las promesas de Dios dirigidas a sus elegidos. Jesús es también el Emmanuel, Dios con nosotros (Mt 1, 23), que está en medio de su Iglesia (Mt 18, 20), en la que permanecerá hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Es el Hijo del Hombre y el humilde Siervo del Señor profetizado por Isaías, que debe ser glorificado mediante el sufrimiento. Es también el Hijo de David, Mesías y Rey. Sin embargo, para Mateo, la instauración del nuevo Israel pasa por el rechazo por parte de los de su mismo pueblo, que no ha sabido responder al plan de Dios. Por eso anuncia que Dios se formará un nuevo pueblo «que rinda sus frutos» (Mt 21, 43). Ese nuevo pueblo es la Iglesia. Si el pueblo de Israel era la descendencia de Jacob (el primer Israel), la Iglesia no es sino la descendencia de Jesús, fundada desde su obra. Y así como Dios estaba con Israel en el desierto (cf. Ex 40, 34-38) y con los guías de su pueblo -Moisés, Josué, etc.-, así estará Jesús con la Iglesia «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Su fundación queda expresada en las palabras de Jesús que siguen a la confesión de Pedro (Mt 16, 16-18), el régimen de su vida se transparenta en las normas del discurso eclesiástico (Mt 18, 1-35) y, sobre todo, sin ser nombrada explícitamente, su realidad está detrás de otros muchos pasajes: las parábolas del Reino de los Cielos, la misión apostólica, etc. Es por este motivo el evangelio eclesiástico, porque es el que más se detiene en explicar la constitución de este nuevo Israel.

Consecuencia de esta nueva realidad es la necesidad de que los miembros del nuevo pueblo den frutos en obras, para que no les ocurra como al antiguo pueblo de Dios (Mt 25, 1-46); para eso, los cristianos deben guardar unas normas, las que Jesús ha enseñado (Mt 28, 20) y las que reveló Dios a su pueblo. Jesús es, pues, Maestro, que enseña una justicia superior a la de los escribas y fariseos (Mt 5, 20) sobre el modo de rezar, de ayunar, de enseñar, de ejercer el ministerio en la Iglesia, etc. Se trata de una exigencia que responde al mandato final del Evangelio: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» (Mt 28, 18-20). El mandato incluye hacer discípulos, para cumplir así el destino de Dios para Israel, ser instrumento de salvación para todo el mundo.

V. LA OBRA DE LUCAS

El tercer evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 1) constituyen en realidad una sola obra literaria y se atribuyen a Lucas, el médico antioqueno, seguidor del apóstol Pablo y compañero de sus viajes (cf. san Jerónimo, De viris illustribus 1). Escritos en un elegante estilo griego, comparable al de los historiadores helenistas, los dos libros van dirigidos a Teófilo (Lc 1, 3; Hch 1, 1), nombre que puede interpretarse como una persona concreta o como título genérico para designar a los cristianos. Lucas se sirvió de diversas fuentes, entre las que se ha incluir probablemente, para la elaboración de su primer libro, el evangelio de Marcos. Redactada quizá en Acaya, Beocia o Siria, la obra de Lucas se suele datar entre los años 80 y 90. Por el planteamiento que hace, da la impresión de que la transición del judaísmo al cristianismo es cosa del pasado y se ha efectuado pacificamente. Se dirige en especial a cristianos procedentes de la gentilidad, vinculados a las comunidades relacionadas con la misión de Pablo, para enseñar la historia de la salvación, desde la encarnación hasta la difusión del Evangelio entre los gentiles.

1. Evangelio

El evangelio de Lucas se caracteriza por la visión universal del mensaje salvífico. Frente a Mateo, que integra a Jesucristo en la historia de Israel (desciende de la genealogía de Abrahán), Lucas incorpora a Jesús a la historia de la humanidad (su genealogía se remonta hasta Adán). Además, la historia que narra sitúa a Jesús en el contexto del Imperio romano mediante el decreto del emperador Augusto (Lc 2, 1-2) y la referencia al año «quince del reinado del emperador Tiberio» (Lc 3, 1), mientras que al Bautista lo sitúa «en los días del rey Herodes» (Lc 1, 5), es decir, en contexto judaico. Jesús es el cumplimiento de la historia de la salvación, preparada por el Antiguo Testamento. Con él se ofrece la salvación a todos los hombres, bajo la guía del Espíritu Santo, en la nueva comunidad por él fundada, que es la Iglesia.

Como Mateo, Lucas también inicia su obra con los episodios de la infancia de Jesús. En el resto del Evangelio reproduce el marco general común a los sinópticos, pero se detiene más en la subida a Jerusalén, que ocupa diez capítulos (Lc 9, 51-19, 27). En la Ciudad Santa, símbolo y síntesis del Antiguo Testamento, se consuma la salvación y desde allí, como lo mostrará en los Hechos de los Apóstoles, se extiende a las regiones vecinas -Samaria y Judea-, y a Asia Menor, hasta llegar a Roma, centro del mundo conocido. Jesús, pues, está en el centro del tiempo y del espacio. Y lo está como Profeta (pasado), Salvador (presente) y Señor de la historia (futuro).

Jesús es el Profeta anunciado en el Antiguo Testamento. Es el profeta por excelencia, pues nadie como él puede hablar en nombre de Dios; y, como los profetas, es ungido por el Espíritu y conducido por Él (Lc 3, 22; Lc 4, 14.16-30; etc.). Es Salvador (Lc 1, 71.77; Lc 2, 11.30), porque es quien va a salvar al pueblo de sus pecados. Se trata de una salvación que se hace presente «hoy» (Lc 2, 11; Lc 19, 9; Lc 23, 43), como se muestra ya en las acciones de Jesús con los hombres, especialmente en los gestos de misericordia hacia los débiles y los pecadores (Lc 7, 50; Lc 8, 48.50; Lc 18, 42; Lc 19, 9-10); se trata también de una salvación universal, incoada en el Evangelio (Lc 2, 31-32; Lc 3, 6; Lc 4, 25-27) y desarrollada en Hechos. Jesús es, además, el Señor desde su nacimiento, se manifiesta como tal en la resurrección y se volverá a manifestar con poder y majestad en su segunda venida en el día del juicio.

La concepción lucana de la historia salvífica implica una continua actitud de vigilancia por parte del cristiano. La espera de la Parusía en el tiempo de la Iglesia lleva consigo responder con una vida cristiana coherente, es decir, con una respuesta generosa y cotidiana a la llamada de Jesús (Lc 5, 11.28; Lc 18, 22; Lc 9, 23). Implica también la imitación de las actitudes de Cristo. Debe orar como Jesús oró, especialmente en los momentos más importantes de su vida (Lc 3, 21; Lc 6, 12; Lc 9, 29; Lc 22, 32; Lc 23, 34; Lc 18, 1; cf. Lc 11, 1-13; Lc 23, 40). Debe ser misericordioso, como Dios Padre y Cristo mismo son misericordiosos y lo manifiestan las parábolas de la misericordia, que son propias de Lucas (Lc 7, 13; Lc 10, 37; Lc 6, 36; cf. Lc 15, 1-32). Debe vivir el desprendimiento de los bienes materiales y preocuparse por los necesitados (Lc 1, 53; Lc 4, 18; Lc 6, 20; Lc 12, 13-21; Lc 14, 12-14; Lc 16, 9.14-15.19-31). De esta manera será capaz de experimentar una libertad que le hará vivir con la alegría de quien se siente salvado (Lc 1, 14.28; Lc 6, 23; Lc 15, 7; Lc 24, 52; etc.). De entre las mujeres que siguen a Jesús, y que desempeñan en el evangelio de Lucas un papel importante, destaca de manera especial la Virgen María, que es quien encarna con perfección las actitudes que se esperan del discípulo de Cristo.

2. Hechos de los Apóstoles

Si en el tercer evangelio se narraba la actividad de Jesús subiendo a Jerusalén y cumpliendo su misión redentora en la Ciudad Santa, el segundo libro de Lucas (Hch 1, 1) narra cómo la historia de Jesús continúa en la historia de la Iglesia como historia de salvación, bajo la guía del Espíritu Santo prometido por él.

Desde mediados del siglo II, las ediciones de este libro llevan el nombre de Hechos de los Apóstoles. Aunque la obra relata la actividad de Pedro y Juan, la labor misionera de Pablo y de otros personajes como Esteban, Felipe, Bernabé y Santiago, el libro describe las primeras etapas del desarrollo del cristianismo en conexión con los trabajos misioneros de los dos apóstoles más destacados, Pedro y Pablo. El libro es fundamentalmente una crónica de cómo se hace realidad el mandato de Jesús (Lc 24, 47; Hch 1, 8), que envía a los apóstoles a ser sus testigos desde Jerusalén «por toda Judea y Samaria, hasta los confines de la tierra». Los «confines de la tierra» se alcanzan cuando Pablo llega a Roma, la capital del Imperio romano, y predica con libertad lo relativo al Reino de Dios y al Señor Jesucristo (Hch 28, 31).

Lucas narra sólo algunos episodios escogidos de los comienzos de la Iglesia al hilo de las etapas más relevantes de esta historia de salvación. Estructura su libro siguiendo la orientación geográfica contenida en el mandato apostólico de Jesús arriba indicado: la Iglesia en Jerusalén (Hch 1, 4-8, 3), la Iglesia en las regiones vecinas de Samaria y Judea (Hch 8, 4-12, 23), la Iglesia entre los pueblos de la gentilidad (Hch 13, 1-28, 31). El centro viene marcado por el «concilio» de Jerusalén (Hch 15, 6-29), en el que se determina que los cristianos provenientes de la gentilidad no deben someterse a la circuncisión ni a las prescripciones de la ley judía.

El libro enseña cómo Jesús, glorificado y exaltado por la resurrección, continúa presente en su Iglesia. A él se le confiesa como Señor, Salvador, Siervo sufriente, Justo, Santo, Cristo -Mesías-. Son títulos que manifiestan su ser divino y su misión redentora, como también lo muestra el hecho de que se atribuyen a Jesús rasgos que en las Escrituras son propios de Dios: Jesús es quien envía el Espíritu y perdona los pecados.

La presencia del Espíritu Santo, que desde Pentecostés guía la Iglesia, recorre todo el libro de los Hechos. Ha sido llamado por eso el Evangelio del Espíritu Santo. La primitiva comunidad está llena del Espíritu, como también lo estaba Jesús. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo, que da vida, fuerza y consuelo a los fieles y, con la llamada a los gentiles (Hch 10, 1-11, 18), dirige a los apóstoles a realizar el anuncio de la salvación a todos los hombres. Ante el endurecimiento de Israel y la acogida del Evangelio por los paganos, la Iglesia aparece como el instrumento de Dios para el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento: es el verdadero Israel, un pueblo nuevo y universal, cuya naturaleza es esencialmente misionera, abierta ahora a todo el mundo. Los grandes discursos, a través de los que Lucas expone en numerosas ocasiones su enseñanza teológica, muestran la naturaleza razonable del cristianismo y lo mucho que puede aportar a quienes se encuentran abiertos a la verdad.

La historia de Jesús continúa en la Iglesia. Los milagros que obraba Jesús los realizan los apóstoles, el perdón de los pecados se otorga a quienes creen en Jesús, el camino de Jesús continúa en el «Camino» (Hch 9, 2) cristiano, en una vida a imitación de la de Jesús. Se trata de una vida que se nutre de la oración, de la eucaristía y de la doctrina de los apóstoles, y se manifiesta en disposiciones y hechos admirables de desprendimiento, concordia y amor (Hch 2, 42-47; Hch 4, 23-37; etc.). Ésta será la pauta que las futuras generaciones de discípulos deberán seguir.

VI. LOS ESCRITOS DE JUAN

La tradición atribuye al hijo del Zebedeo un evangelio, tres cartas y el Apocalipsis. El vocabulario y ambiente vital común apuntan hacia unas comunidades con características propias, dependientes de la figura apostólica del «discípulo amado». La tradición las sitúa en el entorno de Éfeso, a finales del siglo I, cuando la separación entre la sinagoga (representada en el evangelio por los denominados «judíos») y la Iglesia se habla consumado y se entendía que el judaísmo habla sido sustituido por el cristianismo.

1. Evangelio

Si se compara con los sinópticos, el evangelio de Juan introduce al lector en una atmósfera distinta. Desde el principio la narración gira en tomo a la condición de Jesús como Verbo encarnado, Hijo de Dios, eterno y preexistente, que se hizo hombre para revelar al Padre y dar la vida eterna mediante su muerte y su resurrección a quienes creen en él. Clemente de Alejandría lo calificó de evangelio «espiritual», en relación a los otros tres, a los que denomina «corporales». Su lugar a continuación de éstos, concuerda con su carácter de ser una profundización en la memoria de Jesús, en la que historia y fe están estrechamente unidas.

Redactado tras un proceso de composición en el que intervinieron varias manos, el cuarto evangelio sigue una tradición redaccional independiente de los sinópticos. Desde muy pronto se identificó al «discípulo amado», autor del evangelio y garante de esa tradición (Jn 19, 26; Jn 20, 2; Jn 21, 7.20), con el apóstol Juan, el hijo del Zebedeo. Al poco tiempo de su edición, el relato evangélico adquirió una gran autoridad y difusión, influyendo notablemente en las doctrinas cristológicas y trinitarias de la Iglesia.

Se distingue de los sinópticos por la disposición, elección y presentación de los contenidos. El ministerio de Cristo se centra sobre todo en Judea y la atención se fija especialmente en la actividad de Jesús en Jerusalén, adonde sube al menos tres veces con ocasión de las fiestas (Jn 2, 13; Jn 7, 10; Jn 12, 12). Por otra parte, Juan refiere sólo unos pocos detalles de la actividad de Jesús en Galilea, pero resalta su paso por Samaria (Jn 4, 1-42). A diferencia de los sinópticos, no hay apenas alusiones al Reino de los Cielos ni a la enseñanza de Jesús en parábolas, sino que sobre todo presenta la autorrevelación de Jesús mediante largos discursos -que requieren una comprensión más honda que la que sugiere el texto a simple vista- y mediante «signos», una selección de siete milagros de Jesús, que le sirven de base al evangelista para la enseñanza que quiere destacar. La pasión se entiende como una glorificación.

Dentro del marco general que es común a la predicación apostólica y a los sinópticos, Juan sigue un plan propio, desarrollando algunas ideas fundamentales: la sucesión de las fiestas judías, que jalonan el relato y muestran la realización del Antiguo Testamento en el Nuevo; los temas de la Vida, del Pan de Vida, de la Luz, de la Verdad, del Amor, etc., en los que se expresa la acción salvadora de Cristo. A un nivel más general se pueden distinguir dos grandes partes, precedidas de un prólogo (Jn 1, 1-18). La primera parte, llamada habitualmente «libro de los signos», contiene la manifestación progresiva de Jesús como el Mesías mediante sus signos, encuentros y discursos, frente a la obcecación creciente de los judíos que le rechazan (Jn 1, 19-12, 50). El «libro de la Pasión» o «libro de la gloria» muestra la manifestación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios, en su pasión, muerte y resurrección, es decir, en la «hora» de Jesús y del poder de las tinieblas (Jn 13, 1-21, 25).

La finalidad del evangelista es fortalecer la fe de los creyentes de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre (cf. Jn 20, 31). Su teología parte de la encarnación. El Hijo de Dios, el Logos, la Palabra eterna del Padre hecha carne (Jn 1, 14), es quien puede revelar al Padre. Lo hace mediante los signos y los discursos de revelación, en los que subraya su relación única con el que le envía al mundo para salvar a los hombres. Jesús es el Mesías, el Rey de la salvación. Es el Profeta prometido en el Antiguo Testamento (Dt 18, 15.18) semejante a Moisés. Es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Es el Hijo del Hombre, que desciende a la berra para juzgar al mundo y regresa al Padre. Es además quien comunica su Espíritu tras su muerte y resurrección. De este modo continúa presente en la Iglesia y en los que creen en él y le aman (Jn 14, 21; Jn 15, 1-10; Jn 17, 25-26). Lo hace mediante los sacramentos del bautismo (Jn 3, 3-5) y del Pan de Vida (Jn 6, 51-58) y mediante el ministerio apostólico (Jn 20, 19-23; Jn 21, 15-19).

La respuesta a la revelación de Jesús es la fe. La fe que comunica al hombre la vida eterna está inseparablemente unida al amor, pues consiste precisamente en entrar en la relación de amor entre el Padre y el Hijo (Jn 15, 9). De ahí que deba manifestarse también en la comunión de caridad con los otros cristianos en la Iglesia bajo la guía de Pedro. La Virgen María es modelo de fe y, como Madre de la Iglesia, continúa ejerciendo su maternidad sobre todos los cristianos.

2. Las cartas de Juan

Las tres cartas atribuidas a Juan están emparentadas teológicamente con el evangelio y fueron escritas probablemente después de él, en torno al año 100. La primera revela las tensiones dentro de la comunidad por la aparición de quienes no entendían las consecuencias de lo que la Palabra había obrado en la carne. Escrita a modo de circular, sale al paso de los errores propagados por los que se habían separado de la comunidad y amenazaban su buena marcha. Se centra en el tema de la auténtica comunión con Dios, con Cristo y los hermanos. La comunión con Dios se alcanza caminando en la luz, en la sinceridad, guardando los mandamientos y permaneciendo en la verdad de Cristo y sobre Cristo (1, 52, 29). Se trata de una comunión con Dios que es filiación y que exige romper con el pecado y vivir con obras el mandamiento del amor fraterno (1Jn 3, 1-24); una comunión que conlleva la confesión de la verdad sobre Cristo, amar como Dios ama, y creer en la acción de Dios que nos ha dado a su Hijo (1Jn 4, 1-5, 12).

La segunda y tercera carta siguen el modelo de las cartas de la época y están dirigidas por el Presbítero a una iglesia local («la Señora Elegida y a sus hijos») y a Gayo, respectivamente. La segunda, cuyo contenido ya se encuentra en la primera carta de Juan, exhorta a la caridad fraterna y advierte de los peligros de los herejes. La tercera anima a Gayo a mantenerse fiel y seguir acogiendo a los predicadores itinerantes, ante la actitud contraria al Presbítero y a Gayo que muestra un tal Diotrefes. Constituyen un testimonio de la vida de las primeras comunidades cristianas.

3. El Apocalipsis

Cerrando la obra joánica y la colección de libros de la Sagrada Escritura, se encuentra el Apocalipsis, el único libro del Nuevo Testamento de carácter profético. Bajo la forma literaria común a los libros apocalípticos de la época, se caracteriza por abordarla cuestión de los últimos tiempos -cuando triunfará el bien y será derrotado el mal- y el recurso a simbolismos (del reino animal, de los astros, de expresiones numéricas, etc.) para describir la historia pasada y presente, proyectándolos a la vez a los tiempos finales. Como los otros apocalipsis («revelaciones»), es también un libro de consolación, surgido en un periodo de dificultades extraordinarias. Sin embargo, se distingue de los otros apocalipsis de la época por encontrarse más cerca de los profetas del Antiguo Testamento y, sobre todo, por la fe en la resurrección de Jesús. Su victoria sobre la muerte ha inaugurado ya el tiempo nuevo y definitivo del señorío de Dios. Es éste el objeto de la «revelación» y clave hermenéutica de la historia.

Dirigido a la Iglesia universal simbolizada por «las siete iglesias que están en Asia» (Ap 1, 4): Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea (cf. Ap 1, 11), la finalidad del escrito es poner en guardia a los cristianos contra los peligros que existían para la fe en un ambiente de sincretismo religioso. Al mismo tiempo, anima a cuantos sufrían el peso de la tribulación, debida en gran medida a la difusión del culto al emperador en tiempos de Domiciano (años 81-96) y a las dificultades generadas por parte de algunos judíos. En esas circunstancias el autor trata de consolar a los cristianos, para que mantengan viva la esperanza en el triunfo final de Cristo.

Resulta difícil establecer una clara estructura en la obra, que se divide a grandes rasgos en dos grandes partes, precedidas por un prólogo, en el que se presenta el autor y el libro (Ap 1, 1-3): la primera parte está formada por las cartas dirigidas a las siete iglesias de Asia (Ap 1, 4-3, 22); la segunda, por las visiones escatológicas (Ap 4, 1-22, 15). Cierra el libro un epilogo a modo de conclusión, que contiene un diálogo entre Jesús y la Iglesia, y unas advertencias al lector con la despedida (Ap 22, 16-21).

El Apocalipsis constituye una visión teológica de toda la historia, subrayando su aspecto trascendente y religioso. Presenta la situación de la Iglesia en época del autor y una amplia panorámica de los últimos tiempos, pero con la particularidad de que esos tiempos definitivos se han inaugurado ya con la venida de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que es también Señor de la historia. En consonancia con el pensamiento del cuarto evangelio, se presenta la época definitiva, así como la vida eterna, de alguna forma ya iniciadas ahora y en marcha hacia la plenitud total. De este modo se ofrece cierta perspectiva de los acontecimientos y la esperanza del triunfo final. Por una parte, describe la lucha cósmica entre el bien y el mal, pero, por otra, se da por sentado el triunfo definitivo de Cristo. Constituye así un estimulo perenne a la santidad de vida y a la fidelidad a Jesucristo en tiempos de dificultad.

VII. LAS CARTAS DEL NUEVO TESTAMENTO

Los primeros cristianos acudieron al género epistolar para mantener contacto con las comunidades y resolver los problemas que se iban presentando. La distinción entre «epístolas» (ejercicio literario artístico, normalmente destinado a su publicación, que presenta una lección moral a una audiencia amplia) y «cartas» (medio no literario de comunicación entre personas separadas por la distancia) no es estrictamente aplicable a las cartas del Nuevo Testamento. Se puede decir que la mayor parte de ellas participan de ambas categorías, por cuanto contienen una enseñanza doctrinal dirigida a una comunidad cristiana, sin perder en la mayor parte de los casos su carácter familiar. Si se conservaron y publicaron no fue por la intención de los autores, sino porque el contenido de esas cartas estaba avalado por la autoridad apostólica. Responden a una experiencia de fe, que se transmite en una forma literaria epistolar, entre comunidades unidas por los lazos de una misma fe y amor a Cristo.

J. Chapa

VIII. CARTAS PAULINAS

El corpus paulino comprende un total de 13 cartas y es con mucho el conjunto de escritos más amplio de los atribuidos por el Nuevo Testamento a un mismo autor. En las ediciones al uso aparecen tras el libro de los Hechos de los apóstoles y se ordenan según un criterio doble: la mayor o menor extensión y que sus destinatarios sean comunidades o personas individuales; de la combinación de estos dos criterios resulta el siguiente orden: Rm, 1 y 2Co, Ga, Ef, Flp, Col, 1 y 2Ts, 1 y 2Tm, Tt y Flm. Tradicionalmente se han distinguido entre las cartas más antiguas (Rm, 1 y 2Co, Ga, Flp y 1-2Ts), las de la cautividad (Flp, Ef, Col y Flm) y las pastorales (1-2Tm y Tt). La Carta a los Hebreos, que sigue inmediatamente a estas últimas y se incluyó durante mucho tiempo en este corpus, debe atribuirse a otra mano, de la que se puede postular, sin embargo, una gran cercanía a Pablo.

Hb no es, con todo, el único escrito supuestamente paulino que la critica histórico-literaria duda en atribuir al apóstol. De ahí que, modernamente, se prefiera distinguir entre escritos protopaulinos y deuteropaulinos, entendiendo por estos últimos aquellos de cuya autenticidad se duda; lo normal es comenzar su estudio por los más antiguos. De acuerdo con ello, las protopaulinas serian 1 Tes, 1 y 2Co, Flp, Ga, Rm y Flm, compuestas más o menos en este orden. Menos fácil es establecer el orden cronológico de las deuteropaulinas; por ello se suele aplicar el criterio de la afinidad temática, sin más, reuniendo Col y Ef, por un lado, las llamadas Pastorales por otro y, finalmente, 2Ts.

Más que la distribución, datación y localización de los escritos paulinos, éstos interesan sobre todo como testimonio de la vida y personalidad de Pablo, de su intensísima actividad misionera, de su teología y del gran influjo ejercido por el apóstol en las primeras décadas del cristianismo; precisamente por ello constituyen la fuente principal para reconstruir su vida y su pensamiento, pudiendo recurrirse en ciertos casos a algunos datos de los Hechos de los Apóstoles, siempre teniendo en cuenta el carácter singular de este escrito. Pero tampoco en el caso del corpus paulino se puede olvidar que los escritos que lo constituyen pertenecen a un género muy concreto, el epistolar; reconocer su estructura formal en la antigüedad y poder determinar en qué medida y por que razones sigue o no sigue Pablo dicha estructura en los distintos casos es en ocasiones sumamente importante; por otra parte, teniendo en cuenta su pertenencia al mencionado género, se evita el peligro de leer las cartas como si fueran una autobiografía, una crónica de la actividad del apóstol o una exposición sistemática de su doctrina.

Por ser cartas, los escritos de este corpus llevan el sello de las circunstancias, tanto del que los compuso como de sus destinatarios; además, para lograr el objetivo que determinó su composición, Pablo recurre, a veces de manera muy notable (Ga, Rm, 1 y 2Co...), a medios y a modos corrientes en la retórica de la época. Ello explica las diferencias entre unas cartas y otras, y no sólo por sus contenidos, sino también por la imagen que nos ofrecen de su autor como persona e incluso como escritor: cuidadoso, cercano, cariñoso, suave e incluso tierno, unas veces, y otras desaliñado, tajante, conciso, irónico, extremadamente duro... Además, por ser cartas son tan limitadas en sus contenidos, no cubriendo ni todos los capítulos de la biografía de Pablo ni todos los apartados de la teología.

Teniendo en cuenta todo esto, no resulta difícil descubrir en las cartas paulinas una especie de denominador común, un centro, reiterado una y otra vez en sus elementos fundamentales y repensado y reformulado, también una y otra vez, en relación con las circunstancias comunitarias a las que quisieron responder los sucesivos y diferentes escritos, tanto los compuestos por Pablo, que recurría normalmente a amanuenses, como los que podrían atribuirse a discípulos o depositarios de su herencia. Y no cabe duda de que dicho centro es Jesucristo: Jesucristo en el misterio de su actuación salvadora y en el misterio de su ser, razón última de posibilidad del valor salvífico de aquella actuación. Pablo está convencido de que en Cristo Dios ha ofrecido definitivamente la salvación al mundo, manifestando su justicia salvadora (Rm 3, 21), ha dado su si a las promesas (2Co 1, 20); cree que Jesús es el Hijo de Dios enviado al mundo en la plenitud del tiempo, nacido de mujer (Ga 4, 4) como descendiente de Abrahán (Ga 3, 16) y de David (Rm 1, 3 b) y que, por todo ello, es el Cristo, Mesías de Israel (Rm 9, 5). Como los otros predicadores del Evangelio y todos los que han acogido con fe la predicación (1Co 15, 1.11), Pablo cree que Cristo murió por nuestros pecados, que resucitó de entre los muertos y que es nuestro Salvador (1Co 15, 3; 1Ts 1, 9).

Ese centro del pensamiento de Pablo atraviesa como un hilo conductor todos los escritos del corpus paulinum, donde son replanteados y expresados de modos y con acentos diversos como respuesta a las circunstancias y problemas que hicieron necesaria su composición. Desde ese centro pensó Pablo y pensaron sus herederos todos los aspectos del ser y del vivir que ya habían sido pensados desde antiguo por la humanidad y, de un modo muy especial, por los israelitas, sus hermanos según la carne, el pueblo de la adopción filial, la gloria, la ley, el culto y las promesas (Rm 9, 4). Dios, el Dios de los padres, es para él el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (2Co 1, 1). La humanidad, toda ella pecadora (Rm 3, 9); todos y cada uno de los humanos, alejados de Dios por el pecado y privados de su gloria (Rm 3, 23), han sido reconciliados con Dios y justificados por el don de la gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús (Rm 3, 24); por ello, sólo a través de la fe en Cristo Jesús e independientemente de la Ley, sin las obras que ésta prescribe, se puede entrar en el ámbito de la justicia salvadora de Dios, ser justificados (Rm 3, 21-31; Ga 2, 16).

La adhesión a Cristo a través de la fe que justifica se expresa y se realiza en el bautismo, por el cual el creyente queda unido al misterio de la muerte y resurrección del Señor (Rm 6, 3 ss), recibe el don del Espíritu y, por esa unión y ese don, es incorporado a la comunidad de los demás bautizados, la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo (1Co 12, 12 ss). Toda la vida del bautizado queda así referida a Cristo y determinada por él, que, con la fuerza de su Espíritu, hace posible que la justa exigencia de la Ley se cumpla en el creyente (Rm 8, 4), que éste pueda someterse a la Ley de Dios (Rm 8, 7) y hacer frente al pecado, su antiguo dominador y al que ha muerto por el bautismo, pero que deja sentir aún su fuerza en este cuerpo mortal (Rm 6, 12-23).

El centro del pensamiento de Pablo y estos reflejos del mismo en los diferentes ámbitos de la realidad pensada se hacen presentes de distinta forma, como queda indicado, en los diversos escritos del corpus paulinum, que presentaremos brevemente a continuación.

1. Primera y segunda carta a los Tesalonicenses

Aunque escritas en momentos distintos, 1 y 2Ts comparten un marcado sello escatológico, manifiesto no sólo en los importantes pasajes dedicados a la escatología, sino también en la coloración escatológica de la cristología: Cristo, a quien se aplica gustosamente el título de Señor, aparece vinculado mas de una vez a la Parusía y al juicio (cf. 1Ts 1, 10 y 2Ts 1, 5.7).

En 1Ts, escrita desde Corinto en torno al año 50/51, Pablo recuerda la buena acogida que dispensaron los hoy cristianos a su predicación y a su persona, perseguida entonces por los judíos como los tesalonicenses cuando él les escribe; entre las exhortaciones, resalta la llamada al amor mutuo, a la necesaria apertura a la acción del Espíritu, y a la sobriedad y la vigilancia. Estas últimas se enmarcan en la temática escatológica ya señalada, cuya amplia consideración responde a la preocupación de los tesalonicenses por la suerte de algunos cristianos que habían muerto ya, es decir, antes de la Parusía; Pablo quiere reforzar la certeza en esa venida, que cree inminente y describe con motivos corrientes de la apocalíptica, así como los efectos de salvación que tendrá la venida del Señor para los vivos y para los ya difuntos.

El acento de 1Ts en la inminencia de la Parusía motivó, bien histórica o bien teológica y literariamente, la composición de 2 s, que responde a la expectativa angustiosa de la venida del Señor surgida entre los tesalonicenses unos años más tarde (¿finales del siglo I?): la venida no será inminente, entre otras razones, porque antes tendrán que producirse unos signos que, según el convencimiento de la apocalíptica judía legado al cristianismo, la anunciarán; entre ellos sobresale una situación de apostasía y una manifestación extraordinaria del mal, capitaneado por un ser personal inicuo; la angustia y la ociosidad provocadas por la supuesta pronta venida del Señor deben ser sustituidas por una actitud vigilante, concretada en la debida actividad laboral y en la obediencia a las orientaciones de Pablo.

2. Primera y segunda carta a los Corintios

El apóstol hizo frente, desde Éfeso y entre los años 54-57, a las muchas dificultades surgidas en Corinto tras su marcha: a una carta perdida y muy poco eficaz siguió la que conocemos como 1Co, en la que responde a consultas de los propios corintios (1Co 1, 7-15) y a otros problemas, bastante más graves y de los que se enteró por terceros (1, 10-6, 20). Esta doble fuente de información, pero, sobre todo, la complicada situación de la comunidad explican los muchos y complejos temas abordados en 1Co, aunque cabría reunirlos en tres apartados, muy relacionados cada uno de ellos con el centro del pensamiento de Pablo, el contenido central del kérigma proclamado por él y por los demás misioneros cristianos.

Invocando ese centro explícitamente, aborda la negación de la resurrección de los muertos por parte de algunos corintios: Cristo ha resucitado como primicia de los que han muerto: por ello, también nosotros resucitaremos (1Co 15). De los otros dos grupos de problemas, uno tenía que ver con la unidad de la comunidad, puesta seriamente en peligro: el partidismo (1Co 1, 10-4, 21), la carne inmolada a los ídolos y la participación en banquetes vinculados más o menos a cultos idolátricos (1Co 8, 1-11, 1), el abandono del uso del velo por parte de las mujeres para orar y profetizar en público (1Co 11, 2-16), la actitud insolidaria al celebrar la cena del Señor (1Co 11, 17-22) y, finalmente, la experiencia carismática (1Co 12, 1-14, 40). El tercer grupo afectaba más directamente al comportamiento: además del recurso a tribunales civiles para solucionar conflictos surgidos entre cristianos (1Co 6, 1-11), los más llamativos tocaban a la sexualidad, en cuyo campo algunos se creían libres de toda norma (1Co 5, 1-12; 1Co 6, 13-20), mientras que otros exaltaban tanto la continencia y la virginidad, alabadas sin duda por Pablo, que corrían el peligro de minusvalorar e Incluso menospreciar el matrimonio.

Tampoco 1Co logró calmar la situación, que más bien se complicó por una nueva carta, esta vez dura y escrita con lágrimas (d. 2Co 2, 4), y que seguramente se ha perdido (¿o es nuestra 2Co 10-13?), por una visita relámpago del propio Pablo y por el cambio en sus planes de viaje. El envío de Tito devolvió la calma a la comunidad, acallando las críticas de algunos contra el apóstol; enterado en Macedonia del cambio de actitud de los corintios, vuelve a escribirles una carta, que lleva el sello de la consolación y que comprendería al menos 2Co 1, 1-8, 24 (9, 15); el escrito ahonda en la reflexión sobre el ministerio de la Nueva Alianza, muy superior al de Moisés e impregnado plenamente por el mensaje de que son portadores y servidores los ministros, es decir, Cristo, sí de Dios a sus promesas y fortaleza de Dios manifestada en la debilidad.

El cambio de circunstancias favorece la invitación que hace Pablo a participar en la colecta organizada en sus comunidades en favor de la Iglesia de Jerusalén (2Co 8, 1-13); además de otras razones, Pablo funda la invitación cristológicamente en una magnífica traducción al caso de la fe en la encarnación del Hijo de Dios. El tema de la colecta, que parecía cerrado, reaparece en 2Co 9, 1; muchos consideran por ello que 2Co 9 pertenece a otro escrito de Pablo, opinión que extienden a 2Co 10-13, invocando en este caso el cambio de tono y de temática: motivados tal vez por la llegada de misioneros judaizantes y por la consiguiente reaparición de la oposición a Pablo, éste hace una encendida defensa de su ministerio apostólico y de su comportamiento frente a estos advenedizos Pseudo-apóstoles, a quienes dirige frases de extrema dureza. En cualquier caso, si 2Co 10-13 es el último capítulo en las relaciones Pablo-corintios, se debe reconocer que las cosas no acabaron bien entre ellos.

3. Carta a los Filipenses

Un tono polémico revela también Flp 3, 1 b-4, 20, compuestos seguramente en fecha no muy lejana a 2Co 10-13 y para afrontar una problemática muy parecida: la irrupción en la comunidad de misioneros judaizantes; frente a estos tales, Pablo invoca sus «glorias en la carne», es decir, su condición de judío de origen, formación y práctica intachables, aunque señala que todo ello ha perdido completamente su valor tras haber conocido a Cristo. Estos capítulos y lo que resta de Flp, los habría escrito Pablo mientras se hallaba prisionero en Éfeso. 1, 1-3, 1a están impregnados del afecto y la gratitud hacia sus cristianos y conservan un precioso y temprano testimonio de la existencia de funciones de dirección en las comunidades cristianas (Flp 1, 1), y, sobre todo, de la hondura a que había llegado ya entonces la reflexión cristiana sobre el misterio de Cristo: Flp 2, 6-11, un himno perteneciente con mucha probabilidad al patrimonio común de la primitiva comunidad y ligeramente retocado por Pablo.

4. Carta a Filemón

Aunque no se pueda descartar completamente la composición de Flm durante la primera prisión romana (años 61-63), hoy se prefiere situar también en Éfeso la elaboración de este precioso canto a la libertad cristiana, fundada en Cristo, cuya fe convierte en hermanos al amo y al esclavo.

5 Carta a los Gálatas

La presión de los misioneros judaizantes hecha sentir en Corinto y en Filipos arreció en las comunidades de Galacia, evangelizadas por Pablo cuando se detuvo en aquella apartada región por causa de una enfermedad; procedentes de la gentilidad, no era lógico pensar que aquellos cristianos cedieran a la propaganda judaizante, pero el peligro de que así fuera parecía muy serio. Fuera ya de la cárcel y para exconjurar dicho peligro, Pablo escribió una de sus cartas más polémicas y apasionadas, en la que recurre adecuadamente a los medios de la retórica antigua: su propia biografía (Ga 1, 13-2, 21) y la autoridad de la Escritura le sirven como principales argumentos para mostrar con energía el carácter exclusivo de la fe en Cristo para acceder a los bienes de la salvación y la exclusión de la ley y de sus obras (leyes de pureza ritual, circuncisión y la misma Ley) en orden a la justificación.

6. Carta a los Romanos

El tema de la justificación reaparece en una carta escrita desde Corinto, seguramente no mucho después de Ga, y dirigida a los cristianos de Roma, en vistas al paso por aquella ciudad en su proyectado viaje a Hispania (años 57-58). Pablo no había fundado aquellas comunidades, mayoritariamente judías en sus orígenes pero compuestas ahora principalmente por antiguos gentiles; además, es muy posible que se hubieran enterado de las muchas críticas de que era objeto el apóstol. Todo ello, unido a la percepción que hubiera podido tener el mismo de la importancia de aquellas comunidades para la difusión del Evangelio, motivó un escrito bien estructurado, con un discurso muy cuidado y lleno de matices, que replantea algunas cuestiones tratadas en Ga, situándolas en un marco más vasto: el de una humanidad sometida toda ella al poder del pecado y necesitada de salvación (Rm 1, 18-3, 20).

Frente a ello, Dios ha manifestado su justicia salvadora en la cruz de Cristo y al margen de la Ley, de modo que sólo por la fe en él pueden los humanos ser justificados (Rm 3, 21-4, 25); en su esfuerzo por mostrar que la Ley y sus obras quedan excluidas como medio u origen de la justificación, Pablo llega a hacer afirmaciones tan osadas acerca de la relación ley-pecado, que, avanzada la exposición, matiza los términos de dicha relación y asevera expresamente la bondad de la Ley en un discurso cargado de densidad y dramatismo (Rm 7, 7-25). Éste se inserta en la segunda sección de la parte doctrinal de Rm (Rm 5, 1-8, 39), centrada en el presente de los justificados: aquél funda la esperanza en la salvación futura, pero transcurre bajo el signo de la lucha contra el pecado, que, heredado de Adán y vencido en Cristo, sigue queriendo dominar sobre aquéllos que de hecho han muerto a él por el bautismo; en la reflexión paulina sobre esa lucha se inserta la que toca al Espíritu, por cuya acción puede el bautizado salir victorioso de aquélla y ofrecer incluso una respuesta positiva a la voluntad divina manifestada en la Ley. La parte doctrinal de Rm se cierra con un largo desarrollo sobre el misterio de Israel, el pueblo de las promesas que ha rechazado al Mesías, cuyo destino actual se convierte en advertencia para los gentiles convertidos, pero para el que la justicia divina, que es salvadora, abre una ventana a la esperanza en el resto de los que han creído en Cristo (9-11).

Las exhortaciones que ocupan la parte parenética de Rm (12-15) contemplan distintos aspectos de la existencia cristiana, de la que los bautizados deben hacer ofrenda agradable a Dios. Cabe notar, en fin, la problemática de los últimos compases de Rm (Rm 15, 14-16, 27), que ofrecen una variada tradición textual, incluyen una larga lista de referencias personales y se cierran con una solemnísima doxología.

7 Carta a los Colosenses y carta a los Efesios

Ya hemos hablado de las semejanzas entre Col y Ef, explicadas por muchos estudiosos por la dependencia de una de ellas respecto de la otra, inclinándose la mayoría por ver en Col el escrito más antiguo y en Ef una relectura. Sin olvidar las diferencias, tales semejanzas parecen justificar una aproximación conjunta a los dos escritos, cuya composición pudo haber sido motivada por una misma problemática, abordada primero por Pablo desde su prisión romana (años 63-64) y, dada la persistencia del problema, por algún discípulo suyo tras su muerte.

La problemática, a la que Col 2, 4 ss., se refiere expresamente, parece haberse planteado en la comunidad de Golosas, evangelizada por Epafras (Col 1, 7): algunos, cristianos o no, intentaban sembrar doctrinas que representaban una mezcla de judaísmo, ideas tomadas de la filosofía popular y otras de las religiones mistéricas. Tales doctrinas tenían fuertes implicaciones en la vida cristiana; por ello en Col se funden continuamente aspectos doctrinales y exhortaciones, si bien aquéllos prevalecen en Col 1, 9-2, 23 y éstos en Col 3, 1-4, 6. Pablo exhorta a sus cristianos a mantenerse fieles al Evangelio que él les habla predicado, cuyo contenido central, Cristo, es presentado, en oposición abierta a las referidas doctrinas y ya desde el himno de Col 1, 15-20, en su relación con la creación, sobre la que está situado, y con la Iglesia, que es su cuerpo y de la que él es la Cabeza. El misterio de Cristo, manifestado en el ahora definitivo, comprende, como parte integrante del plan salvífico de Dios, su anuncio a los gentiles y se prolonga por ello en la actividad misionera de Pablo.

En la llamada carta a los Efesios, que pudo haber sido dirigida a varias comunidades, un discípulo del apóstol amplia notablemente el esquema de Col y desarrolla su teología, especialmente en lo referente al misterio de la Iglesia; ésta aparece como cuerpo de Cristo y además como familia y edificación de Dios, imágenes, estas dos, mediante las cuales se subraya la necesidad de señalar adecuadamente los limites de la comunidad cristiana, así como sus referencias y bases irrenunciables.

8 Cartas Pastorales

1 y 2Tm y Tit, denominadas cartas Pastorales desde el siglo XVIII, forman una trilogía muy singular en el corpus paulinum; las tres están dirigidas, como Flm, a personas individuales, pero se distinguen tanto de este breve escrito como de los otros atribuidos a Pablo, no sólo por su vocabulario, estilo y acentos teológicos muy particulares, sino sobre todo por su interés en indicar la función especial de aquellos dos colaboradores de Pablo en la instrucción y dirección de las comunidades y en el rechazo de los errores, que en el caso de las Pastorales podrían ser una forma de gnosis cristiana con sello judío.

Con los otros escritos atribuidos a Pablo, las Pastorales comparten la centralidad concedida al mensaje de la muerte salvadora de Cristo, que, en línea con Col y Ef, interpretan como expresión de la voluntad salvífica universal de Dios. La Iglesia aparece en ellas como casa de Dios y sostén de la verdad, a cuyo frente han sido puestas personas individuales, que actúan como representantes de Dios, el único Señor de la casa; acentúan la importancia del apóstol, garante de la vinculación con los orígenes, y la necesidad de que Timoteo y Tito, establecidos por él en sus respectivas comunidades, conserven el depósito de la fe y lo transmitan a hombres dignos de confianza: con ello se ponen las bases para la idea de la sucesión en el ministerio apostólico, vinculada al rito de la imposición de manos.

La organización eclesial que revelan, a medio camino entre la dirección colegiada de presbíteros-obispos y la dirección única de carácter fundamentalmente episcopal, inclina a situar la composición de las Pastorales en la última década del siglo I y muy probablemente en Éfeso.

9. Carta a los Hebreos

Aunque el Códice Vaticano (B) no las incluye, son enumeradas entre los escritos canónicos, al menos desde san frenen. La llamada carta a los Hebreos, de cuyo lugar en el corpus paulino ya hemos hablado, es en realidad una preciosa homilía de corte sinagogal, escrita probablemente (¿antes del 70?) por un cristiano de origen judío formado en la diáspora helenista y de identidad desconocida (quién compuso la carta sólo lo sabe Dios dirá Orígenes). Más que sobre los destinatarios, la indicación tradicional «a los Hebreos», que no aparece en el texto, nos descubre la orientación general del escrito, que, en un discurso construido de acuerdo con una armoniosa simetría concéntrica, presenta a Cristo, Hijo de Dios (Hb 1, 5-2, 18) y Sumo Sacerdote de la nueva alianza (Hb 3, 1-5, 10), que posee un sacerdocio incomparable, pues pertenece al orden de Melquisedec, ha sido perfeccionado por el sacrificio de su propio cuerpo, que lo ha convertido en mediador de una nueva alianza singular, y ha obtenido definitivamente el perdón de los pecados (Hb 5, 11-10, 39).

Las distintas exhortaciones que van marcando el escrito y la gran exhortación que lo cierra (Hb 11, 1-13, 18) permiten determinar algo más los rasgos de los destinatarios, convertidos a la fe hace ya algún tiempo, vejados y perseguidos por causa de esa fe, en la que se mantienen firmes, a pesar de ciertas debilidades. Por su parte, los saludos finales acercan Hb al género epistolar, lo vinculan de algún modo a Pablo y relacionan a sus destinatarios con «los de Italia», una expresión difícil de interpretar en concreto, pero en la que algunos han querido ver un indicio para identificar a los destinatarios.

J. M. Díaz Rodelas

IX. CARTAS CATÓLICAS

Situadas después de las cartas paulinas, el canon del Nuevo Testamento incluye un conjunto de cartas de contenido y finalidad diversos, escritas en un periodo de tiempo que va desde la década de los sesenta hasta finales-comienzos del siglo II, y que son atribuidas a Pedro, Santiago, Juan y Judas, es decir, a grandes apóstoles o miembros de la familia de Jesús. Mediante las instrucciones y enseñanzas morales a raíz de los problemas doctrinales que van surgiendo, traslucen una llamada a vivir una vida que responda a la fe de los que han sido salvados en Cristo y dejan entrever la catequesis que se impartía en las primeras comunidades. (Las cartas de Juan también se incluyen entre las «cartas católicas», pero por claridad se han tratado aquí en los escritos joánicos).

1. Carta de Santiago

Escrita en un griego culto con claro trasfondo semita la carta de Santiago es un exponente claro de la unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento en el contexto de la nueva fe, especialmente en ámbito judeo-helenista. Sin una estructura clara, recoge numerosas exhortaciones bajo la forma epistolar. Refleja la espontaneidad y viveza de la transmisión del mensaje cristiano en las primeras comunidades, en las que el recuerdo-enseñanza de Jesús fundamenta las exhortaciones a la vida cristiana. Muchas de estas exhortaciones evocan las palabras de Jesús contenidas en los evangelios, de manera especial en el discurso de la montaña (St 1, 12: cf. Mt 5, 11-12; St 2, 5: cf. Mt 5, 3; St 2, 13: cf. Mt 5, 7; St 5, 12: cf. Mt 5, 37; etc.). La enseñanza que da unidad a todo el escrito es la coherencia entre la fe y las obras del creyente. Los engendrados «con la palabra de la verdad» (St 1, 18), es decir, los bautizados que han recibido el anuncio evangélico, pueden participar de la salvación de Cristo (St 1, 21). Su vida ha de reflejar la palabra de fe que no sólo se escucha sino que se profesa y que se revela en la práctica de la caridad con el prójimo, empezando por los más necesitados (St 1, 25; St 2, 8-13; St 5, 1-6), en la vida social y de la Iglesia.

2. Primera carta de Pedro

Se sitúa como un nexo entre la doctrina de Santiago y la de Pablo. Enseña lo que ha de ser la presencia cristiana en el mundo y muestra la misión y cohesión de la primitiva Iglesia en medio de una sociedad alejada de Dios. Escrita probablemente en Roma en un buen griego, a modo de una catequesis bautismal, sus destinatarios son fieles de comunidades cristianas que vivían en diversas regiones de Asia Menor y sufrían la presión de un ambiente hostil. La carta subraya las consecuencias del bautismo, fundamento del nuevo pueblo de Dios (1P 1, 22-2, 10; 1P 1, 3.23; 1P 2, 2; 1P 3, 21) y acude al recuerdo de los sufrimientos de Jesús como base de las exhortaciones. Por el bautismo, el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual. Jesucristo es el modelo, y es también el que da plenitud de sentido a las persecuciones que sufre el discípulo (1P 4, 12-19). Peregrinos en este mundo, los cristianos constituyen un pueblo sacerdotal (1P 2, 9). El testimonio de la fe ante los demás ciudadanos, con una vida ejemplar, atraerá hacia la fe a sus mismos perseguidores (1P 3, 15-16), ya que por todos ha muerto Cristo (1P 3, 18-22).

3. Carta de Judas

En un ambiente judeocristiano se origina esta breve carta, que, incluyendo argumentos tomados de la tradición bíblica y extrabíblica (Henoc, Asunción de Moisés), trata de contrarrestar las falsas doctrinas que propugnaban una salvación más fundada en el «conocimiento» que en la fe recibida por tradición. Se trata de un escrito cuya autoridad radica en provenir de un pariente de Jesús. La carta sale al paso de la separación entre fe y vida, que justifica una conducta libertina (Judas 1, 4 Judas 1, 8, Judas 1, 11, Judas 1, 13, Judas 1, 16, Judas 1, 23). Frente a los falsos doctores que sostenían que la libertad ante la Ley de Moisés libera al cristiano de la obligación moral, exhorta a la fidelidad en la fe y muestra las implicaciones éticas del Evangelio.

4. Segunda carta de Pedro

El mismo problema que se descubre en la carta de Judas, se aborda posteriormente, ahora en ambiente helenista, en un texto de difícil datación, que se escribe posiblemente bajo el nombre y la autoridad de Pedro. La carta refleja el esfuerzo de los primeros cristianos por vivir fielmente la fe recibida por tradición apostólica en un ambiente que constituía una continua amenaza para mantenerse fieles. Probablemente utiliza y desarrolla en su argumentación la carta de Judas, como se deduce de la gran semejanza de ideas e, incluso, de terminología (cf. Judas 1, 4-18 y 2P 2, 1-3, 3). Junto con la refutación de algunas teorías erróneas sobre la segunda venida de Cristo presentadas por algunos falsos maestros y las consiguientes exhortaciones morales, destaca la enseñanza sobre la inspiración de las Escrituras (2P 1, 19-21) y la valoración de los escritos de san Pablo (2P 3, 15-16). La carta rechaza la interpretación privada de los escritos sagrados y afirma la necesidad de entenderlos conforme al cuerpo de doctrina trasmitido por tradición y custodiado por los que están constituidos en autoridad. Con todo, la enseñanza de carácter escatológico acerca de la Parusía anima el conjunto del escrito. Ésta se producirá ciertamente, pues así lo manifestó el Señor y lo prueban las Escrituras.

Bibliografía

V. BALAGUER (ed.), Comprender los Evangelios, Pamplona 2005. R. FABRIS, «Nuevo Testamento», en G. BARBAGLIO Y S. DIANICH (eds.), Nuevo Diccionario de Teología, Madrid 1982, 1153-1171. FACULTAD DE TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA, Sagrada Biblia, 5: Nuevo Testamento, Pamplona 2004. J. FITZMYER, Teología de San Pablo. Síntesis y perspectivas. Madrid 1975. J. GNILKA, Pablo de Tarso: apóstol y testigo, Barcelona 1998. G. SEGALLA, Panoramas del Nuevo Testamento, Estella 1994.

J. Chapa

 «    Nuevos movimientos religiosos    » 

I. EN TORNO AL HOMBRE

La denominación tradicional «secta» se ha cargado de tantas connotaciones peyorativas que se ha convertido en palabra-tabú. Por eso se ha recurrido al uso de otros nombres: «nuevas religiones, nueva religiosidad, nuevos grupos religiosos, religiones marginales, movimientos religiosos libres, movimientos religiosos alternativos, religiones alternativas, grupos religiosos marginales, movimientos religiosos contemporáneos, religiones de suplencia, religiones juveniles (influjo del alemán: Jugendreligionen), culto», anglicismo semántico (cult), pues añade un significado nuevo (sectas de origen no cristiano, especialmente oriental) al tradicional de este término español. Vamos a utilizar aquí la expresión más generalizada: nuevos movimientos religiosos (NMR). Aun cuando somos conscientes del riesgo que corremos al emplear nombres basados en lo cronológico: «nuevo», que dejará de serio con el inevitable paso del tiempo, y a pesar de que a veces se llama sectas a las destructivas (también «coercitivas») y nuevos movimientos religiosos a las que no lo son. Este proteismo del nombre se refracta en la tendencia de estos movimientos a cambiar su nombre cuando las resonancias negativas prevalecen en el anterior, cambio táctico para dificultar su identificación y evitar reacciones contrarias a su proselitismo. Piénsese en los siete nombres de la Iglesia de la Unificación (Secta Moon) y sus diez organizaciones de nombre, sigla y competencia diferenciados, los catorce del Patriarca, etc.

II. RASGOS DEFINITORIOS.

Resulta dificultoso, por no decir imposible, ponerse de acuerdo en la definición de una realidad como tos nuevos movimientos religiosos, de apariencia tan cambiante como el mítico Proteo hasta en su mismo nombre. Pero no se puede hablar de algo si no se tiene de ello al menos una noción genérica Así pues, se puede afirmar que «NMR es un grupo autónomo, no cristiano, fanáticamente proselitista, exaltador del esfuerzo personal y expectante de un inminente cambio maravilloso ya colectivo -de la humanidad-, ya individual o del hombre en una especie de superhombre» (M. Guerra, Los nuevos movimientos religiosos, Pamplona 1996, ).

A la hora de elaborar y de valorar la definición conviene tener en cuenta las siguientes observaciones:

1) La condición «especifica, definitoria» de un rasgo no quiere decir que se da necesariamente en cada individuo de la misma especie (la de los NMR), por ejemplo: la racionalidad y el habla son rasgos definitorios del hombre, aunque hay locos y mudos. A su vez, la especificidad de un rasgo no implica que sea exclusivo de los nuevos movimientos religiosos, como la animalidad caracteriza a la especie humana, aunque sea común a los animales irracionales.

2) La definición debe tener en cuenta las creencias o doctrina (creeds), así como las normas éticas y los comportamientos (deeds) no esporádicos ni de uno o dos individuos, sino constantes en la actuación del grupo. Las organizaciones del Anticult Movement o «movimiento antisectas» (de naturaleza generalmente laicista, aparecidas en Estados Unidos y con filiales en los principales países) atienden casi en exclusividad a los comportamientos. Pero el hombre es racional y las creencias e ideas marcan la pauta de su conducta, aunque ésta repercuta también en aquéllas.

3) Respecto de los rasgos definitorios:

a) Si un grupo no es autónomo, será NMR si lo es la organización más amplia en la cual se integra, por ejemplo: Dianética, Droganón y Narconón insertos en la Iglesia de la Cienciología. Llamar nuevo movimiento religioso o secta a un grupo no autónomo es llamárselo a la institución de la cual forma parte.

b) Para ser cristiano-protestante se requiere creer en el monoteísmo trinitario, en la divinidad de Jesús de Nazaret y aceptar el bautismo como medio de incorporación a Jesucristo (acuerdo del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Nueva Delhi 1961). Para ser cristiano-anglicano / ortodoxo-católico se requiere más. Por esto, de los más de mil nuevos movimientos religiosos descritos en mi Diccionario enciclopédico de las sectas, ninguno es cristiano; los Adventistas del séptimo Día y la Iglesia Cristiana Palmariana se hallan en el límite mismo del ámbito de esta clasificación.

c) El proselitismo, que es una exigencia de la constitución psicosomática del hombre, de su dimensión social y de la naturaleza difusiva del bien y del mal, se refiere no a las creencias, sino al modo de transmitirlas. En sí mismo es neutro. Será aceptable si las «expone, propone»; no lo será si es «fanático», a saber, si trata de «imponerlas» por medios ilícitos (coercitivos, fraude, manipulación, control mental, mensajes subliminales).

d) Aunque con excepciones (Iglesia Cristiana Palmariana, Sokká Gakkái, etc.), como norma general en los NMR se alcanza la perfección mediante el esfuerzo personal, la meditación en cuanto concentración psicológica y la ayuda de los integrantes del grupo, no mediante la oración ni la ayuda divina, algo evidente en los incontables nuevos movimientos religiosos que creen en la reencarnación de las almas y en los numerosos respaldados en alguno de los métodos para el desarrollo del potencial humano.

e) El inminente cambio colectivo puede ser catastrófico: fin del mundo (jehovismo o Testigos de Jehová, Familia, Iglesia Universal de Dios, etc.), un cataclismo cósmico (final de cada ciclo cósmico en los nuevos movimientos religiosos de origen hindú o budista), una guerra nuclear mundial (moonismo) o, al revés, bucólico, una nueva utópica edad de oro de la mitología clásica: paso de la era Piscis o cristiana a la Acuario/ Aguador que nos va a inundar de paz y armonía gozosa de cada uno consigo mismo, con los demás y con el universo (los innumerables «nudos» o grupos de la «red» que es la New Age o Nueva Era) como por «arte de magia» y del fatalismo astrológico; también el traslado a un paraíso extraterrestre (movimientos ufónicos: Misión Rama, Movimiento Raeliano) o intraterrestre (fantasías y grupos del brasileño Trigueirinho-Neto), sobre todo bajo los Andes peruano-chilenos (Orden Negra, Sociedad Thule y demás movimientos de impronta nazi). El maravilloso cambio individual o transformación del hombre en una especie de superhombre suele ser el objetivo de los métodos relacionados con el potencial humano (Meditación Trascendental, Método Silva de Control Mental, Reiki, Tai-Chi, yoga, zen, etc., que son una psicotecnia compatible con el cristianismo y, además, generalmente una práctica incompaginable con la fe cristiana) y también de la gnosis.

III. LOS NUEVOS MOVIMIENTOS RELIGIOSOS, UN FENÓMENO RELIGIOSO

El sentido religioso es connatural al hombre, que, además de «tener», «es» religión o religación respecto de lo divino. De las raíces religiosas soterradas rebrota no un árbol, sino muchos tallos, los nuevos movimientos religiosos. Éstos tienen proyección psicológica, sociológica, estética y ética, pero no quedan reducidos a ninguna de estas parcelas, porque su especificidad es la religiosa. Desde el siglo XIX el racionalismo cientificista ha proclamado que el progreso científico-técnico iba a desterrar la supersticiones, la magia y hasta las religiones. No obstante, a pesar del esplendor actual de las ciencias positivas, de la técnica y de la psicotecnia, como las religiones tradicionales se han debilitado en Occidente, están proliferando los nuevos movimientos religiosos y se han abatido sobre él, en turbión, las distintas manifestaciones del irracionalismo religioso tanto en su vertiente cognoscitiva: incontables formas de credulidad (supersticiones, mancias o modos de adivinación) y de comunicación con el más allá (espiritismo, canalismo, ui-yá, paragrafias o escritura automática, etc., tan florecientes en la New Age) como en el plano volitivo-sentimental (indigencia de sentir algo individualmente o en grupo) y de expansión de la conciencia: la avalancha de los fenómenos físicos de la «mística o parapsicológicos» (voces interiores, viajes astrales, trances mediúmicos y extáticos), que están en el origen de no pocos nuevos movimientos religiosos. Más aún, «la cultura atea del Occidente moderno», ahíto de bienestar y de progreso, «vive gracias a la liberación del terror de los demonios que le trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos del retorno de las fuerzas ocultas al tiempo que rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos» (J. Ratzinger, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 153). Prueba de ello son los incontables grupos satánicos, luciféricos y brujeriles.

Como los nuevos movimientos religiosos son fenómenos religiosos, las causas de su existencia y sus remedios son asimismo básicamente religiosos. Si bien son no cristianos, con frecuencia anticristianos, no son antirreligiosos. Nadie profunda y vitalmente religioso en su confesión tradicional, la cristiana en Europa, entra en uno de estos movimientos. El cristiano de nuestros días, que no ha tenido un encuentro personal con Jesucristo, si tiene adormecido el sentido religioso, será pagano, ansioso del bienestar y vivirá como si Dios no existiera. El que conserve cierta inquietud religiosa, aunque insatisfecha, corre el riesgo de dejarse atrapar en la red de New Age, de engancharse en un nuevo movimiento religioso o en una religión no cristiana.

IV. TIPOLOGÍA

Los nuevos movimientos religiosos son poliédricos, o sea, de múltiples caras o posibles clasificaciones e irisaciones según la reflexión de la luz o el criterio que se adopte.

1. El criterio genético-histórico los considera como ramas desgajadas de una entidad religiosa más corpulenta, al menos en los inicios. Dada la naturaleza sincrética de casi todos ellos, se señala la ascendencia predominante. De ahí la existencia de movimientos de origen cristiano, en su gran mayoría protestante (jehovismo, mormonismo, moonismo, Vida Universal), hindú (Asociación para la Conciencia de Krisna, Brahma Kumaris, Centro de Luz Divina, Misión de la Luz Divina, rajnesismo, Sahaja Yoga, Sanatana Dharma), budista (caodismo, Mahikari, Reyukai, Sokká Gakkái), taoísta (Tai-Chi-Chuan, Rashimura), islámico (ahmadismo, babaismo, bahaismo, subudismo).

2. El criterio geográfico, o sea, según el lugar de su nacimiento, de origen afroamericano (candomblé, quimbanda, santería, vudú), americano (Argentina: Nueva Acrópolis; Brasil: Iglesia Universal del Reino de Dios y varios de los catalogados como afroamericanos, llamados también afrobrasileños; Colombia: Movimiento gnóstico cristiano universal con sus numerosas ramas; Cuba: santería; Estados Unidos: espiritismo, jehovismo, mormonismo, Iglesia de la Cienciología, Iglesia de Satanás, Nueva Era, Sociedad Teosófica Internacional; Jamaica: rastafarismo; Haiti: vudú; México: Luz del Mundo, Espiritualismo Trinitario Mariano; Perú: Asociación evangélica de la misión israelita del Nuevo Pacto Universal; Venezuela: Metafísica cristiana), asiático (India: las numerosas de origen hindú; Japón: Mahikari, Oomoto, Reiyu-kai, Sokká Gakkái, Tenrikyo); europeo (Alemania: los Iluminados, rosacrucismo; Bélgica: antoinismo; Gran Bretaña: Alba Dorada, Wicca o brujería moderna; España: Arco Iris, Edelweis, Orden Illuminati, Sanatana Dharma; Francia: aumismo, Energía Humana y Universal, gnosticismo moderno, Movimiento Raeliano, Patriarca; Italia: Damanhur, Niños de Satanás, Nonsiamosoli, Thélema).

3. El criterio jurídico mira los nuevos movimientos religiosos desde su relación con el derecho, también el penal, o sea, desde su legalidad, peligrosidad y punibilidad.

a) Destructivos. Los que matan a sus adeptos (Davidianos, Orden del Templo Solar; en la Guayana, año 1978, murieron -unos suicidados, otros asesinados- 914 miembros del Templo del Pueblo, que era un grupo ideológico, comunista, no religioso como suele decirse), o sacrifican a víctimas en sus prácticas rituales (en varias misas negras del satanismo), a veces a sus propios «perseguidores» conforme al criterio de sus directivos. De los 20.000 nuevos movimientos religiosos informatizados por Gordon Melton (University of California en Santa Bárbara) unos 200 han sido acusados de actividades «criminales». Es una injusticia y una calumnia extender al 99% restante lo correspondiente sólo al 1%.

b) Dañinos. Son los grupos que, si bien no matan a sus adeptos, trastornan más o menos gravemente su personalidad psíquica, por ejemplo, los practicantes del viaje astral (gnósticos, teósofos, algunos luciféricos) en su esfuerzo por separar el alma del cuerpo corren el riesgo de padecer de esquizofrenia.

c) Atentatorios contra la dignidad y los derechos de la persona o como se prefiera designar, por ejemplo, a los grupos (Familia, Monis) que rechazan la escolarización de los hijos e imparten su propia enseñanza en guetos totalmente aislados.

d) Sacrílegos. Los que ofenden gravemente las creencias de los demás, por ejemplo, mediante la profanación de la sagrada eucaristía (misas negras satánicas, misas rojas luciféricas, misas gnósticas de magia sexual, los actos erótico-sacrílegos en los grupos de brujas). ¿Estos ritos son solo pecados de sacrilegio o también delitos, o sea, legalmente punibles?

e) Ilegales. Son aquellos que infringen las leyes vigentes en cada país (fraude fiscal, ejercicio de una profesión sin la titulación requerida).

No compete a los jueces sentenciar sobre las creencias religiosas. En cambio, pueden y deben juzgar, castigar y hasta prohibir las acciones de los nuevos movimientos religiosos si violan la legalidad vigente. El Estado puede y debe intervenir siempre y sólo cuando haya indicios razonables de ilegalidad en las acciones, no en las creencias. Y esto sin legislación especial, o sea, se puede condenar a los miembros de estas organizaciones por las mismas causas por las que se les condenada si no pertenecieran a una de ellas.

4. El criterio religioso. Los expuestos hasta ahora son criterios externos. Se impone adoptar un criterio tipológico más general, básico e interno, a saber, específicamente religioso. Desde esta perspectiva los nuevos movimientos religiosos pueden clasificarse así.

a) Religiosos. Además de ser un fenómeno religioso, no pocos movimientos (bahaísmo, ahmadismo, mormonismo, espiritismo, jehovismo) merecen ser llamados «religión», algunos (Iglesia de la Cienciologia, los de impronta budista) sólo en el sentido amplio del término «religión».

b) Mágicos o pseudo-religiosos. Los que, marginando la trascendencia divina, tratan de manipular «obligando» a la «Energía» cósmica o a los poderes sobrehumanos para ponerlos al servicio de fines intramundanos (salud, éxito). Su único objetivo es el rito, capaz de alcanzar por si mismo objetivos no relacionados con la santificación personal ni con la salvación ultraterrena. Los nuevos movimientos religiosos mágicos proliferan en el terreno del espiritismo, masonería marginal o esotérica, brujeria, ocultismo, NE, satanismo y gnosticismo.

c) Ideológicos o religiosos en sentido metafórico y alternativo. La ideología es una visión del mundo, no evidente ni en todos sus puntos ni en su estructura, aceptada por decisión o creencia personal como respuesta a las cuestiones capitales de la existencia humana (sentido de la vida, normas reguladoras de la conducta), remedio de los males del mundo e incluso como alternativa sustitutiva de la religión tradicional. Aunque propiamente no es religión, puede ser un sucedáneo suyo para personas que han destronado a Dios del centro de sus vidas y del entorno sociocultural y político. Aquí encajan la masonería, sobre todo la irregular, Nueva Acrópolis, sociedades teosóficas, Nueva Era al menos varias de sus grupos.

V. LA ACTITUD CRISTIANA

Los nuevos movimientos religiosos son uno de «los signos de tiempos» actuales (Juan Pablo II). Luego el cristiano debe preguntarse: ¿qué nos está diciendo Dios por medio de ellos? Además de signo, son un reto o desafío (Documento vaticano) que incita a la acción pastoral. La actitud de los cristianos no debe ser quejumbrosa, ni pasiva, ni agresiva, ni sincrética, sino positiva, pues «incluso es conveniente que haya herejías para prueba de vuestra fidelidad» (1Co 11, 19), palabra traducida en otros pasajes bíblicos (Vulgata jeronimiana, siglo IV) por la latina «secta» («cortada, desgajada», que es su etimología), de donde pasó al castellano. San Agustín añade: con tal que los cristianos «estudien mejor y prediquen más las creencias» negadas «para poder defenderlas» (De civitate Dei 16, 2). Por ello, además de positiva, debe ser activa: más y mejor información, oración, penitencia, testimonio de vida, encuentros de estudio y reflexión, diálogo, evangelización.

Bibliografía

AA.VV. (J. GARCIA HERNANDO), Sectas y nuevos movimientos religiosos, Madrid 1993. CONSEJOS PONTIFICIOS PARA EL DIALOGO INTERRELIGIOSO Y PARA LA CULTURA, Un desafío pastoral. El fenómeno de las sectas o nuevos movimientos religiosos, Vaticano 1986; Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre Nueva Era, Cittá del Vaticano y Madrid 2003. M. GUERRA, E. AZCONA y J.L. LORDA, Sectas, ¿de qué hablamos? Historia de las religiones, sociología y evangelización, Pamplona 1999. M. GUERRA, Diccionario enciclopédico de las sectas, Madrid 20054 (especialmente las voces «Demonismo», «magisterio de la Iglesia», «secta» y los nombres de las sectas consignadas en el texto); Las sectas y su invasión del mundo hispano, Pamplona 2003; 100 preguntas-clave sobre la «New Age», Burgos 2004. M. INTROVIGNE, Il Cappello del Mago. I Nuovi Movimenti magici, dallo spiritismo al satanismo, Carnago 1990.

M. Guerra