La curación del pecado tiene lugar mediante el sacramento de la penitencia; el restablecimiento del vigor primero es propio de la unción de enfermos (S.Th., III, q.65 a.1). Tratamos, pues, de un sacramento que presupone la enfermedad y la consiguiente pérdida del vigor del sujeto que lo recibe, es decir, es un sacramento destinado a la revigorización cristiana de los enfermos.
La enfermedad -del latín «in-firmitas», falta de firmeza- supone una alteración de las funciones vitales que, cuando es grave, puede poner en peligro la vida. De ordinario, a la enfermedad va unido el dolor, así como un preocupante desvalimiento, que provoca una situación especial de angustia. En consecuencia, la persona se siente decaída, más o menos derrumbada. Anhela ayuda y, al mismo tiempo, sufre por tener que depender de los demás y causarles molestias. La realidad de la muerte, que desde que se tiene uso de razón constituye una certeza pero suele verse como lejana, empieza a temerse como posiblemente próxima. Es natural que este riesgo suscite miedo. Dolor, desvalimiento y miedo se aglutinan con frecuencia, en mayor o menor medida, con el correlativo deseo de alivio, fortalecimiento y seguridad, en una situación propicia a la tristeza y a la sensación de soledad.
La enfermedad afecta a la persona toda; no es una cuestión meramente somática. Tanto a la hora de valorarla como cuando hay que sufrirla juega un papel importante la persuasión que tenga la persona acerca del sentido de la vida. «Las enfermedades y los dolores han sido siempre considerados como una de las mayores dificultades que angustian la conciencia de los hombres. Sin embargo, los que tienen la fe cristiana, aunque las sienten y experimentan, se ven ayudados por la luz de la fe, gracias a la cual perciben la grandeza del misterio del sufrimiento y soportan los mismos dolores con mayor fortaleza... Los cristianos no solamente conocen, por las propias palabras de Cristo, el significado y el valor de la enfermedad de cara a su salvación y la del mundo, sino que se saben amados por el mismo Cristo que en su vida tantas veces visitó y curó a los enfermos» (RU, Prenotandos, 1).
En el plan de Dios, la enfermedad puede tener un valor pedagógico: suscita en el cristiano la idea de que la salud, como la vida, proviene de Dios: él es quien perdona las culpas y cura las dolencias (cf. Sal 103, 3). La enfermedad puede llegar a ser también un despertador de la fe. En ocasiones, puede tener carácter de prueba. Es conocido el caso de Job, entre cuyas desgracias Dios permite la enfermedad (cf. Jb 2). En los casos de curaciones realizadas por Jesús, la enfermedad sirve «para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn 9, 3). Cuando falla todo lo humano, la enfermedad invita al cristiano a poner su confianza en Dios y a centrar la fe en las realidades escatológicas.
Pero la enfermedad implica, sobre todo, unión con Cristo crucificado y esa vinculación a la cruz convierte la enfermedad en un instrumento de redención, en cuanto que el enfermo completa en su carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). El cristiano nunca muere solo. Si vivimos, vivimos para Dios; si morimos, morimos para Dios; en la vida y en la muerte, somos de Dios; es decir, somos pertenencia de Dios. El cristiano que sufre y muere unido a Cristo, resucitará con él.
Para no dejarse vencer por el mal, el enfermo, que ve anormalmente aumentada su debilidad y predispuesto a bajar la guardia, cuenta con una especial gracia de Dios para que, afectado por la congoja, no desfallezca su ánimo, y no atenúe su fe. Esa gracia se la infunde Cristo mediante el sacramento de la unción. Con él, puede triunfar sobre las manifestaciones que obstaculizan su santidad precisamente cuando le es más necesaria.
En el próximo Oriente y en toda la cuenca mediterránea, el aceite de oliva fue utilizado desde antiguo con fines medicinales. La virtud terapéutica del aceite era ya ponderada por Plinio (cf. Historia natural, 23, 39, 40). Entre los hebreos se utilizaba para curar heridas (cf. Is 1, 6), mezclado a veces con bálsamo (cf. Jr 8, 22; 46, 11) o con vino (cf. Lc 10, 34). Podía ingerirse, pero con más frecuencia se aplicaba externamente. La facilidad con que el aceite impregna, suaviza y penetra contribuyó a ser en Israel signo de comunicación del Espíritu, entendido en el Antiguo Testamento como fuerza benéfica de Dios. Por la unción eran consagrados reyes y sacerdotes, quienes, en virtud de esa fuerza divina, quedaban capacitados para desempeñar su misión y como penetrados definitivamente de ella. Con fines análogos de consagración se ungían incluso cosas materiales (cf. Gn 28, 18). Jesús, en quien se daba y manifestaba la plenitud del poder de Dios, es presentado como el Ungido por antonomasia. Cuando los Doce llevan a cabo un ensayo de actividad apostólica, practican también la unción de enfermos: «Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 13). La unción de enfermos es, pues, una actividad propia de los Apóstoles, quienes la realizan por encargo de Cristo con un fin salvífico: manifestar los inicios de la victoria sobre Satanás.
Los documentos de los dos primeros siglos, que han llegado hasta nosotros, guardan silencio acerca de la unción de enfermos. El primer texto occidental es del año 416: la carta de Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, texto que, más tarde, sería incorporado a las colecciones de Decretales y en el que se afirma que la unción es un sacramento (D. 216). Pero faltaba mucho tiempo aún para que esa noción alcanzara los perfiles técnicos que actualmente posee. Es indudable que el intento de apartar a los cristianos de prácticas paganas mágicas fue un factor que contribuyó sin duda a la revalorización y reglamentación de la unción.
El filón documental más fecundo para conocer la vivencia eclesial de la unción de enfermos durante muchos siglos se encuentra en las fórmulas rituales de la bendición del aceite Las más antiguas eran polivalentes: se bendecía el aceite para hacer un- dones diversas a los catecúmenos en el momento de ser bautizados, a los que recibían la confirmación, el altar...; en tales fórmulas suele hacerse una mención especial de los enfermos que habrán de ser ungidos con aquel aceite para que, por su medio, alcancen la salud, entendida preferentemente como salud física. En todos esos textos de bendición se pide que venga sobre el aceite la virtud del Espíritu, a fin de que la unción sea vehículo transmisor de la multiforme virtud divina.
Las primeras síntesis teológicas sobre el sacramento de la unción están profundamente condicionadas por la vinculación de este sacramento a la celebración de la última penitencia, de la cual viene a ser como su complemento. Así como en el bautismo el cristiano recibió la primera unción, así ahora recibe la última; aquél era el sacramento «de los que entran», éste es el «de los que salen», de los moribundos. Pedro Lombardo sostiene en las Sentencias (distinc. 23) que la unción se da al final de la vida, fit in extremis; de ahí el antiguo nombre de «extrema unción», que denota también el orden de administración de los sacramentos a los moribundos: penitencia-eucaristía-unción. Este orden de administración de los tres sacramentos, en el que la eucaristía no aparece como culminación, persistirá hasta casi el Concilio Vaticano II.
La gran escolástica mantendrá básicamente la doctrina de este teólogo. Para Tomás de Aquino, «este sacramento es el último remedio que la Iglesia puede conferir, el cual dispone, como quien dice, de modo inmediato para la gloria. Por eso debe darse solamente a los enfermos que están en peligro de muerte» (Supp., q.32, a.2). En cuanto al efecto de este sacramento, distingue uno primario y otro secundario; el primario es la gracia que fortalece al enfermo contra la debilidad espiritual, que es fruto del pecado (ibid., q.30, a.1), una gracia medicinal que conforta espiritualmente; el secundario puede ser múltiple: la remisión de los pecados en las mismas condiciones y circunstancias que otros sacramentos de vivos (ibid.), la remisión de las reliquias del pecado, de modo que dispone para entrar inmediatamente en la gloria, cuando se da a los moribundos (cf. ibid., q.29, a.1 ad 2); lo hace de modo parecido al bautismo, aunque no tan plenamente (ibid., ad 3); también la curación corporal, cuando conviene a la salud espiritual (q.30, a.2). Para Tomás, este sacramento no está destinado sólo a los agonizantes, como pensó restringidamente Duns Scoto, sino a los gravemente enfermos cuya muerte se teme.
El Concilio de Trento es fiel reflejo de la fe de la Iglesia, que presenta la unción, de forma equilibrada y según las categorías teológicas de su tiempo, como sacramento de enfermos, pero sin una perfecta definición con respecto al efecto propio del mismo: en el capítulo segundo hay de una serie de efectos, que son consecuencia de una gracia polivalente y en el canon segundo sólo habla de remitir pecados y aliviar a los enfermos. Puesto que la remisión de los pecados es efecto propio de la penitencia y, por tanto, sólo puede ser efecto secundario de la unción, parece quedar como efecto propio estricto el alivio del enfermo. Pero ¿cómo ha de entenderse este alivio? ¿Exclusivamente espiritual? Probablemente sí, ya que el efecto de recuperación de la salud corporal está supeditado a que convenga al alma; de otra parte, sólo se da «a veces» y, por consiguiente, no es efecto que fluya siempre necesariamente del sacramento.
Paulatinamente, una concepción de este sacramento como pasaporte para la vida eterna hizo que se llegara al contrasentido de que un sacramento, signo del encuentro vital y gozoso con Cristo, vino a ser, en la estimación popular, signo temible de la muerte inminente. Era preciso acabar con el halo macabro de este sacramento.
Como reacción frente a la concepción escolástica de la «extrema unción», cuyo efecto primordial sería estrictamente espiritual, algunos autores propenden al extremo contrario: el efecto de la unción sería primordialmente corporal. Estos autores -algunos tan cualificados como el P. Roguet y B. Botte- censuran, con razón, a quienes se alejan desmesuradamente del contenido explicito del texto de St 5, 14-15. Reprueban su falta de concordancia con la tradición patrística y litúrgica y su empeño en destacar en tan gran medida la proyección escatológica de este sacramento, del que apenas llega a apreciarse su Incidencia en esta vida. Critican el hecho de dejar a la sombra la cooperación del sujeto que lo recibe, agonizante por hipótesis, sin la cual la remisión de los pecados y de las reliquias del pecado pudiera tener cierto aire mágico. Desaprueban la visión tétrica del sacramento que, como se comprueba pastoralmente, ha suscitado este modo de concebido. Por el contrario, estos autores insisten en que los textos eucológicos indican que, en los primeros nueve siglos, se esperaba del sacramento la salud corporal, sin que aparezca la condición de su conveniencia para la salud del alma. Pero, tanto en la bendición del aceite como en el rito de la unción, siempre se menciona también el efecto espiritual, al que expresamente alude el texto de Santiago, el cual, cuando habla de curación, no se refiere exclusivamente a recuperación de la salud corporal.
La tendencia revisionista aludida pesó fuertemente sobre el Concilio Vaticano II en los pocos textos que dedicó a la unción de enfermos (cf. SC 73-75; LG 11). Sin entrar en cuestiones teológicas propiamente dichas, el Concilio inclinó la balanza en favor de quienes, apoyándose en las fuentes antiguas y desligados de una teología escolástica poco satisfactoria en este punto, trataban de hacer luz sobre la naturaleza de este sacramento, instituido para los enfermos, y deseaban una liturgia y una pastoral acordes con la verdadera índole de tal unción. No se trataba de un mero cambio de nombre. La literatura posconciliar ha ido superando la concepción de la unción como sacramento de agonizantes y ahonda en el estudio de la ayuda que aporta al enfermo.
Como resultado de los trabajos del Consilium, Pablo VI promulgó el 30 de noviembre de 1972 la constitución Sacram unctionem, en la cual, tras reafirmar la sacramentalidad de esta unción y apelar a los principales testimonios de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio, toma algunas importantes decisiones «con el fin de que lo susceptible de ser cambiado se adapte mejor a las condiciones de los tiempos actuales». Los cambios que Introduce son fundamentalmente los siguientes:
1.0) decreta una nueva fórmula-forma sacramental, «de manera que, haciendo referencia a las palabras de Santiago, se expresen más claramente los efectos sacramentales». Esta forma es: «Por esta santa Unción y, por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad» (MS 65 [1973] 5-9).
2.0) En cuanto a la materia remota del sacramento, dado que el aceite de oliva, que se requería para la validez del sacramento, era difícil de conseguir en algunas regiones, establece que «en adelante pueda ser utilizado también, según las circunstancias, otro tipo de aceite, con tal de que sea obtenido de plantas» (ibid.).
3.0) «En cuanto al número de unciones y a los miembros que deben ser ungidos», simplifica el rito de suerte que, «en caso de necesidad, es suficiente hacer una sola unción en la frente o, por razón de las particulares condiciones del enfermo, en otra parte más apropiada del cuerpo, pronunciando íntegramente la fórmula» (ibid.).
4.0) Finalmente aclara que «este sacramento puede ser repetido, si el enfermo, que ha recibido la unción, se ha restablecido y después ha recaído de nuevo en la enfermedad, o también si durante la misma enfermedad el peligro se hace más serio».
Institución. Partimos del texto de la institución, St 5, 14-15, a la que seguirá una breve exégesis: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados». El enfermo del que trata el apóstol es un cristiano que físicamente no está en condiciones de ir a la asamblea y, por lo mismo, son los presbíteros quienes le visitan y ayudan. Es, pues, un enfermo de cierta gravedad pero no necesariamente un moribundo o un agonizante del que no pueda esperarse la curación. Los presbíteros son las autoridades de la iglesia particular. La visita de los presbíteros tiene por objeto orar sobre el enfermo y ungirle con aceite. Oración y unción pueden ser actos sucesivos o simultáneos; orar «sobre» pudiera sugerir la oración con imposición de manos pero puede tratarse de una oración hecha mientras ungen y que daría sentido a la unción. La «oración de la fe» es un genitivo epexegético; es la fe hecha oración, la plegaria ritual, la liturgia. No se atribuye la curación al aceite mismo, sino a esta unción realizada en conexión con la oración en el nombre del Señor. La eficacia de la plegaria ritual domina sobre el hecho material de la unción con aceite. El concepto de salvación se entiende en su contexto bíblico y, por tanto, hace relación a la remisión de los pecados, mediante la cual la persona queda liberada del poder del mal. No puede, en consecuencia, limitarse a significar la recuperación de la salud física, ni puede tratarse exclusivamente de la curación espiritual. El término utilizado por Santiago, amartía, es genérico y puede significar pecados mortales (cf. St 1, 15; St 5, 20) o veniales (cf. St 3, 2).
Materia y forma. Por lo que se refiere a la estructura de este sacramento, la totalidad del rito, denominado por Santiago «oración de la fe», comprende la unción y la consiguiente oración que da sentido concreto a esa unción. La unción es la materia próxima y la forma es la fórmula establecida por la Iglesia para ser pronunciada por el ministro mientras unge al enfermo. La unción se realizó en la Iglesia latina, hasta el año 1974, exclusivamente con aceite puro de oliva; los orientales suelen mezclar con él algunas sustancias, como el bálsamo; aunque el aceite al que se refiere Santiago es aceite de oliva -el que conocían en el ambiente en que él escribe-, la significación puede ser idéntica mediante otro aceite vegetal. Pablo VI estableció, a petición de numerosos obispos, que en adelante pueda ser utilizado también, según las circunstancias, otro tipo de aceite (RU 20). Es un caso del ejercicio de la suprema potestad de la Iglesia para introducir innovaciones, por razones de orden pastoral, en lo relativo a la materia y forma de los sacramentos, dejando a salvo la esencia de los mismos. Según la disciplina actualmente vigente, además del obispo «pueden bendecir el óleo que se emplea en la unción de los enfermos: 1.° quienes por derecho se equiparan al obispo diocesano; 2° en caso de necesidad, cualquier presbítero, pero dentro de la celebración del sacramento (RU 21). La bendición del óleo de los enfermos se hace normalmente en la misa crismal que celebra el obispo, en el día de Jueves Santo (RU 21). La unción -aplicación de ese aceite bendecido al enfermo- se confiere ungiendo al enfermo en la frente y en las manos; conviene distribuir la fórmula de modo que la primera parte se diga mientras se unge la frente y la segunda parte mientras se ungen las manos. Pero, «en caso de necesidad, basta con hacer una sola unción en la frente o, según sea la situación concreta del enfermo, en otra parte conveniente del cuerpo, pronunciando siempre la fórmula integra» (RU 23; CIC, c. 1000). El ministro ha de hacer las unciones con la mano, a no ser que una razón grave aconseje el uso de un instrumento (CIC, c. 1000, § 2).
Sujeto y ministro. El ministro de la unción, es decir, quien puede administrarla válidamente, es exclusivamente el obispo o el presbítero. Los diáconos, incluso visitadores de enfermos, quedan excluidos de este ministerio en todos los rituales. El sujeto de este sacramento es el fiel que, habiendo llegado al uso de razón, comienza a estar en peligro por enfermedad o vejez. (CIC, c. 1004, § 1; cf. RU 8). Se trata de la administración válida, que presupone, por tanto, el bautismo y el uso de razón suficiente para comprender el significado de este sacramento (cf. RU 12). Por tanto, no es necesario que se trate de un moribundo; basta que empiece a estar en peligro grave por enfermedad o vejez. Caso de que se dude si ha muerto o no, se le deberá administrar bajo condición, en la forma breve prevista en RU 229-230. No puede administrarse a quien ya haya muerto (cf. RU 15), puesto que es un cadáver; no un enfermo. Tampoco podría administrarse a los condenados a muerte o a los soldados que van a entrar en batalla, aun cuando corran peligro inminente de muerte, porque no están enfermos.
Efectos. La falta de claridad en cuanto a los efectos ha contribuido a algunas desorientaciones que han incidido en la pastoral y en la deficiente catequesis sobre este sacramento, por ejemplo, en el retraso de su administración, hasta el punto de que en la práctica se entendiera, con frecuencia, como un sacramento de moribundos o agonizantes.
«Este sacramento otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo, con lo cual el hombre entero es ayudado en su salud, confortado con la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de tal modo que pueda no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e, incluso, conseguir la salud si conviene para su salvación espiritual; asimismo, le concede, si es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana» (RU 6). Hay que hablar de un efecto específico -la gracia del Espíritu Santo para el enfermo-, del que se siguen o pueden seguirse muchos y variados beneficios. Se trata, pues, de una gracia polivalente, que responde a las varias necesidades que tiene el enfermo, estas necesidades pueden ser accidentalmente distintas en cada caso.
La clave está en la concepción unitaria de la persona enferma, que necesita ser salvada. El sacramento es un acontecimiento salvífico para esa persona. El campo del influjo salvífico del sacramento no puede parcelarse y limitarse al cuerpo o al alma. La clave está en la inteligencia de la «salvación» como acción salutífera de Cristo médico en este sacramento; salvación integral, que afecta a la persona toda del enfermo y no sólo al aspecto espiritual o corporal de la misma. «El hombre entero es ayudado en su salud» (RU 6). Por consiguiente, el efecto propio de este sacramento es la «salud» del enfermo. De esta peculiar gracia curativa dimanan la serie de efectos principales y secundarios de que hablaba santo Tomás y enumeraba el Concilio de Trento.
Los constitutivos fundamentales de la reforma prescrita por el Vaticano II quedaron incorporados en el nuevo ritual de la unción y de la pastoral de los enfermos (Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae) del año 1974. Este ritual consta de unos prenotanda sobre la enfermedad humana y su significación en el misterio de la salvación, los sacramentos que hay que administrar a los enfermos (penitencia, unción y Eucaristía como viático, por este orden), los oficios y ministerios para con los enfermos, adaptaciones que competen a las Conferencias de los obispos y acomodaciones que competen al ministro.
La riqueza de matices disciplinares que encierran estos prenotanda hace que aflore una concepción doctrinal clara y fecunda desde el punto de vista pastoral.
En cuanto al ritual propiamente dicho, las rúbricas muestran todos los aspectos principales de este sacramento en el contexto pastoral de su celebración. Se articula según los siguientes capítulos: 1) Visita y comunión de los enfermos; 2) Unción del enfermo (diversos ritos y rica variedad de formularios); 3) El Viático; 4) Orden que se ha de seguir para administrar los sacramentos al enfermo que se halla en inmediato peligro de muerte; 5) La confirmación en peligro de muerte; 6) La recomendación del alma de los moribundos a Dios; 7) Formularios de misas por los enfermos, por los moribundos y para el Viático; 8) Oración para bendecir el agua; 9) Leccionario para el ritual de enfermos; por último y en apéndice, algunos complementos útiles. Se trata, en su conjunto, de uno de los textos más logrados en la reforma litúrgica, un magnifico instrumento para conseguir un mejor conocimiento de la unción de los enfermos.
Junto al ritual, contamos con las aportaciones del Código de 1983 (cánones 998-1007) y del Ceremonial de los Obispos (nn. 611-666). En su Carta apostólica Salvifici doloris de 1984, Juan Pablo II ha escrito páginas luminosas sobre el dolor humano, así como en discursos con motivo de sus encuentros con los enfermos en diversos viajes apostólicos, en algunos de los cuales ha presidido la concelebración para administrar el sacramento a buen número de ancianos.
BibliografíaJ. FEINER, «Enfermedad y sacramento de la unción», en J. FEINER; M. LOHRER (eds.), Mysterium salutis V, Madrid 1984, 467-526. G. FLÓREZ, Penitencia y Unción de enfermos, Madrid 1993. M. NICOLAU, La unción de los enfermos, Madrid 1975.
F.M. Arocena