Razón • Reino de Dios • Religión • Revelación
Con el término Ťrazónť, tomado en su acepción más amplia y general, se designa una de las facultades superiores comunes a la especie humana, que constituye un signo distintivo que la diferencia del resto de los órdenes o ámbitos Ťinferioresť: mineral, vegetal, animal. La definición del hombre como Ťanimal racionalť, que se remonta a la tradición aristotélica, pone de manifiesto la especificidad característica del ser humano, que lo eleva sobre todo modo de aprehensión de la realidad limitado a lo perceptible por medio de los sentidos externos. Por Ťrazónť se entiende la capacidad de pensar y reflexionar de que está provisto todo ser humano, lo cual implica que todo hombre es, en cierto modo, filósofo por naturaleza, dado que la filosofía nace en el momento en que el hombre, cubiertas sus necesidades básicas, comienza a interrogarse por el significado y sentido de lo que le rodea, por el porqué de las cosas, adoptando cierta pero necesaria distancia respecto de ellas. Frente al carácter particular y concreto de lo sensible, la racionalidad expresa la capacidad humana para ascender, a partir de ahí, a un orden universal que es comunicable y en el que potencialmente participan todos los individuos de la especie humana.
Este sentido amplio de razón está en la base del sentido estricto o riguroso, que es el desarrollo posterior de un cuerpo argumentativo que conforma un sistema de pensamiento, a partir de un método lógico y coherente. El sentido estricto de razón, que puede denominarse razón científica, supone unos principios y una tradición propios de cada ámbito del saber -cada una de las diversas ciencias-, y exige una familiaridad con ellos, con un grado de especialización que en ocasiones puede conducir a cierta erudición y tecnicismo, con el riesgo de perder la visión de conjunto.
A lo largo de la historia del pensamiento, el concepto de Ťrazónť ha constituido un elemento invariable de diversos binomios -razón y libertad, razón y sentimiento, razón y naturaleza, razón y fe, etc.-, en los que con frecuencia se ha buscado ante todo la contraposición de la razón y de otras instancias o aspectos constitutivos del ser humano. En este modo de proceder se advierte un concepto excesivamente rígido de la palabra Ťrazónť, con unos contornos netos y muy marcados, que la presentan como algo compacto e impermeable. Tal caracterización, que no supera el nivel de lo esquemático, resulta demasiado simple y estática y no permite comprender adecuadamente una realidad que, por el contrario, es mucho más dúctil y flexible y, por eso mismo, difícil de delimitar.
Una primera dificultad que presenta todo intento de describir el significado de Ťrazónť es su condición de concepto primero y fundamental cuyo esclarecimiento no puede realizarse mediante conceptos previos. A esta dificultad se ańade el empleo de diversos términos para referirse a ese concepto fundamental y el hecho de que esos términos adoptan, según los casos, una amplitud y significado variable, que no siempre es coincidente. Una muestra de ello es la distinción entre razón y entendimiento, que recorre la entera historia del pensamiento, sin que pueda hablarse de un acuerdo o consenso general entre los diversos autores.
En el presente artículo se empleará el término Ťrazónť en un sentido general, que abarca las dos acepciones principales a las que se acaba de aludir. No se trata de una decisión arbitraria o precipitada, sino fundada en el significado que se deduce del uso de esos términos, que expresan ante todo un carácter complementario y participan de una identidad de fondo. Su proximidad y parentesco cobra especial relieve tanto en la confrontación y comparación con otros conceptos, como en el establecimiento de agrupaciones y asociaciones de conceptos. Así por ejemplo, Aristóteles reprocha a algunos de sus predecesores no haber distinguido el pensamiento de las restantes facultades del alma, especialmente la sensación (cf. Sobre el alma, III, 3, 427 a 19-29). Él mismo, por su parte, diferencia tres niveles o planos entre las capacidades de los seres vivos, que son alimentarse, sentir y pensar (cf. ibid., II, 3, 414 a 29-b 19). La tradición de inspiración platónica que Influirá en el filosofar agustiniano establece tres facultades superiores del alma humana: memoria, voluntad y entendimiento. La especulación medieval Inmediatamente posterior distingue dentro de la facultad intelectiva cuatro grados o niveles que Severino Boecio jerarquiza, de inferior a superior, del siguiente modo: sentido, imaginación, razón, inteligencia. Cada uno de ellos incluye los inferiores y los expresa según su específico modo de conocer (cf. La consolación de la filosofía, V, 4, 27 ss.). Como se aprecia a primera vista, esa gradación designa un progresivo alejamiento y superación de lo sensible, que se compendia en dos grandes niveles: el sensible (que incluye el sentido y la imaginación) y el inteligible (que comprende la razón y entendimiento). El lugar que ocupa la razón en este esquema es clave, en cuanto que sirve de enlace entre la esfera de lo sensible y la de lo inteligible. Dentro de esta última categoría, la diferencia entre razón y entendimiento consiste principalmente en que el entendimiento tiene que ver con lo divino y las últimas causas, mientras que la razón se dirige al conocimiento de las realidades naturales y juzga acerca de sus diferencias y propiedades. En último término, el entendimiento, para buena parte de la tradición medieval, tiene un carácter intuitivo, mientras que la razón es fundamentalmente discursiva y explicativa Como afirmará santo Tomás de Aquino (cf Cuestiones disputadas sobre la verdad, c 15, a. 1), razón y entendimiento se hallan en una relación semejante a la que se da entre el movimiento y el reposo, el principio y el término, la generación y el ser. De manen que no se trata de facultades o potencias distintas, sino de actos diferentes de una misma facultad.
Este breve recorrido por una parte de la historia del pensamiento occidental permite situar a la razón, en estrecha relación con el entendimiento, en el ámbito del pensar o conocer. Ciertamente, se trata en todos estos casos de conceptos primeros y fundamentales, que presentan el problema, ya aludido, de no poder ser aclarados por otros conceptos anteriores; no obstante, la referencia mutua y la relación circular que se da entre ellos hacen posible obtener una idea cabal de su significado Resulta claro, por otro lado, que la apelación a la razón y a lo racional, en la acepción más amplia del término, supone la existencia de un principio de inteligibilidad en las cosas, por el que éstas son accesibles al hombre, más concretamente a su capacidad de conocer que le es característica. Mediante ella, el ser racional es capaz de orientarse en el mundo, de encontrar un sentido y un contexto en el que situarse, así como un principio o fundamento de acuerdo con el cual puede ordenar la realidad que le rodea, formular preguntas y aventurarse a responderlas. En suma, la razón es una guía que orienta, un principio que ordena y, sobre todo, una capacidad de aprehender, comprender, asir o hacerse con la realidad, y estar en condiciones de explicarla, de dar cuenta de ella.
Ahora bien, no está asegurado de antemano que el esfuerzo de comprensión y explicación tenga éxito: puede también resultar fallido. En el primer caso, el resultado es la verdad, que el pensamiento clásico entiende como la adecuación o acuerdo del esfuerzo del entendimiento por captar el significado de aquello a lo que se dirige con la realidad que pretende comprender y explicar. En otras palabras, la verdad constituye la meta o fin de la actividad de la razón: dar razón de algo es exponer la verdad que se ha conocido. Sin el concepto de verdad, la razón iría a la deriva, sin posibilidad alguna de alcanzar el fin, lo cual es contradictorio con la idea misma de razón como actividad comprensiva y explicativa dotada de un carácter Intencional, es decir, que tiende hacia un fin o término, apunta constitutivamente a una dirección. Si el término mismo se suprime, se diluye la relación en la que consiste el ejercicio de la razón, que queda vacía de contenido y obligada a girar en torno a si misma, a solas con sus argumentaciones y raciocinios, pero al margen y a espaldas de la realidad, sin orientarse ni dirigirse a ella.
Como seńaló Aristóteles (cf. Metafísica, IV, 5, 1009 b 12 ss.), si el pensamiento se identificara con la mera actividad de los sentidos, serían verdaderas todas las percepciones sensibles. Esto quiere decir que conocer no es percibir, ser sensiblemente movido o impresionado por el objeto. Consiste en una actividad de otro orden, en la que el sujeto que la lleva a cabo no se comporta de modo meramente pasivo, sino que revela un dominio y superioridad, característico del ser dotado de razón, que le permite sobreponerse a esa realidad percibida y conocida. Una manifestación de esa superioridad es bien darse cuenta de haber logrado su objetivo, de haber alcanzado el fin, o bien advertir que ha fallado en su intento, que no ha sido plenamente logrado. Lo cual significa que el sujeto cognoscente no es sin más prisionero, por así decirlo, de una realidad que le atenaza en su dimensión sensible y le limita necesariamente a ella. Al contrario, es capaz de captar una nueva dimensión que resulta opaca a los sentidos y que sobrepasa la percepción sensorial, pero que es transparente a la penetración de la razón: la dimensión inteligible. Ésta no sólo aclara, a la manera de un fogonazo de luz o una intuición instantánea, el contenido y alcance de lo conocido mostrándolo de un modo patente, sino que, mediante el carácter discursivo al que se aludió más atrás, hace posible explicarlo, es decir, desplegarlo y desarrollarlo en sus diversos aspectos y elementos. Este desplegar o explicar no es sino un Ťdar razónť: argumentar y presentar esa realidad aprehendida situándola en el contexto de un discurso.
El proceso de la actividad de la razón, siempre en la acepción amplia del término, refleja así un doble momento: uno intuitivo, pero imperfecto y, por tanto, insuficiente, y otro, complementario del anterior, de carácter discursivo, que es también una manifestación de imperfección, en cuanto que se corresponde a la limitada capacidad humana, y que, según una expresión usual en la Edad Media, guarda cierta semejanza con la actividad rumiante de algunos animales. En este parsimonioso rumiar se ponen de manifiesto las limitaciones de la razón, incapaz de abarcar plenamente y de modo instantáneo la realidad que pretende conocer y obligada, por su constitución misma, a progresar poco a poco y paso a paso, mediante un proceso lento y no exento de obstáculos y dificultades.
El Ťdarse cuentať como indicativo de la superioridad de la razón, al que se ha aludido, expresa asimismo un carácter reflexivo, que no debe dejarse de lado si se desea obtener una adecuada comprensión de la actividad racional humana y de su singularidad. Conocer no es una actividad instintiva junto a otras, circunscrita a un determinado ámbito del operar humano más o menos autónomo e independiente. Se trata, por el contrario, de un aspecto nuclear que no excluye la presencia de esa dimensión instintiva, pero que, a diferencia de ella, ejerce una clara supremacía, en cuanto que ordena y dirige el actuar humano, que se muestra capaz de reprimir los instintos y de imponerse a ellos, así como de guiar y organizar su acción según principios. Éste es un primer aspecto del carácter reflexivo de la razón, que subraya su índole mediata y su capacidad para gobernar las demás dimensiones del hombre, poniéndolas a su servicio con vistas a un fin. Hay, sin embargo, otro significado de esa condición reflexiva que no pone el acento en su carácter mediato, sino en la autorreferencia, es decir, en el hecho de que quien conoce es consciente de que conoce y eso otorga a su actuar un horizonte al que son totalmente ajenas las especies inferiores. Un ejemplo, de profundo alcance antropológico, que ayuda a entender esta dimensión reflexiva, o autorreflexiva, lo constituye el hecho de que el hombre es el único ser que sabe que va a morir. Por eso, la muerte no es para él simplemente un acontecimiento natural que constituye el término o punto final del proceso vital, ante el que reacciona defendiéndose mediante su instinto de conservación, sino que configura un contexto u horizonte de sentido y proporciona un punto de vista desde el cual debe enfocar su propia existencia como hombre. La dimensión autorreflexiva y autoconsciente le proporciona, por tanto, la posibilidad de prever, de adelantarse con el pensamiento a posibles escenarios o acontecimientos que le pueden suceder, en definitiva, de no estar sujeto exclusivamente a la inmediatez e irreflexividad de la percepción sensorial y a adoptar una amplitud de visión que abarca su entera existencia.
El concepto de sentido está indisociablemente unido al de razón, y pone de relieve algunos aspectos específicos de ella. En primer lugar, apunta a su amplitud o universalidad, así como a su generalidad y elasticidad, entendida como inespecialización o, mejor aún, como la capacidad para afrontar las cuestiones complejas que rebasan el marco concreto y específico de un determinado ámbito del saber y de la experiencia humana y que tienen que ver con el origen y el fin, el más allá y la propia tarea o cometido que nos está reservada. Se trata de cuestiones verdaderamente centrales, dotadas de un profundo contenido vital y existencial, antropológico: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos; cuestión esta última que en la Critica de la razón pura formuló Immanuel Kant en estos términos: Ť... żqué me cabe esperar?ť (A 805, 8 833). Se aprecia de este modo un nuevo aspecto de esa elevación característica de la actividad racional, que no se atiene solamente al aquí y ahora propios del orden sensitivo, sino que trasluce una gran flexibilidad y plasticidad, además de una posibilidad de anticipación, que son signo claro de su mayor perfección.
Esa superioridad que la razón proporciona al hombre, y de la que éste es consciente, ha dado lugar a una doble actitud, representada en dos modelos claramente diferenciados que, en último término, muestran una diversa comprensión del origen de la razón, así como de su alcance y sus límites.
1. El pensamiento de impronta cristiana, que se desarrolla a lo largo de la época medieval y que asimila y adapta la filosofía griega, es consciente de que la racionalidad, signo distintivo de la superioridad del hombre sobre el resto de la realidad creada, encuentra su última explicación y fundamento en la trascendencia divina de la que procede y a la que remite. El hecho mismo de poder remontarse hasta la realidad divina superando el dato sensible inicial, de lo que ya da testimonio la tradición filosófica más antigua, es una prueba de ello. La razón, según este enfoque, no se erige como algo autónomo, cerrado y autosuficiente, sino que se abre a lo que la supera y excede, y se muestra así permeable a lo sobrenatural. Se puede decir que, en una postura semejante, el concepto de razón es al mismo tiempo consciente de su grandeza, pero también de sus límites y, en todo caso, no resulta hipertrofiado ni reclama para sí un carácter absoluto. La razón no es solamente un Ťconocen basado en el despliegue de su propia capacidad y en la puesta en movimiento de los resortes que posee, sino también un Ťreconocerť, entendido como la aceptación y escucha de un testimonio ajeno que no se habla captado o no se estaba en condiciones de hacerlo. Esta interpretación Ťheterónomať de la razón no la rebaja ni menosprecia, sino que, por el contrario, la capacita para acceder, con sus inevitables limitaciones constitutivas, a realidades que, aun sin comprenderlas de modo exhaustivo y pleno, reconoce que son verdad y le proporcionan un nuevo y superior horizonte de comprensión, más adecuado y completo.
2. La trayectoria emprendida por los representantes más destacados de la época moderna supone un significativo giro en el concepto de razón. Su actitud hacia ella es también positiva y optimista, pero se desarrolla por otros derroteros y conduce a una autoafirmación del hombre, quien entiende el poderío de la razón como un rasgo inconfundible de su autonomía, que acaba desembocando en una verdadera independencia desligada de toda referencia a algo superior: es la idea del hombre como medida de todas las cosas y, en primer lugar, de sí mismo. En esta sobrevaloración de la razón influyen de modo decisivo los progresos de la ciencia moderna y sus resultados, que se hacen visibles en las nuevas posibilidades que brinda la técnica. La razón se entiende cada vez más y de modo casi exclusivo como razón científica, en la medida en que considera la ciencia -especialmente las matemáticas y la física- como modelo de saber riguroso, que produce resultados controlables y comprobables. Frente a la razón científica, cualquier otro tipo de razón queda relegado al nivel de lo opinable, que sólo puede ser objeto de fe o creencia, entendidas como actitudes o principios de actuación inferiores, Ťno científicosť. Se desarrolla así un proceso caracterizado por exigir al conocimiento Ťcientíficoť un rigor y exactitud cada vez mayores El progresivo endurecimiento de esas condiciones, motivado por el avance mismo de la ciencia, que va desechando hipótesis, así como de la técnica y de sus instrumentos de medición, tiene como consecuencia una significativa mengua del ámbito de aplicación de la razón científica: cada vez se cierra más el contorno de lo que puede ser objeto de un conocimiento Ťcientíficoť y riguroso. En contrapartida a este movimiento de repliegue, se amplía proporcionalmente el espacio concedido al conocimiento que es susceptible de simple opinión, fe o creencia. Junto a esto, se advierte una segunda consecuencia consistente en que cada una de las ciencias acota un campo determinado de la realidad, sobre el que tiene competencia exclusiva y al que aplica su propio método. La reducción de la razón a razón científica la despoja de su originario alcance y pretensión universales, restringiéndola a razones particulares independientes entre sí y, lo que es más grave, desconectadas de la vida.
La paradoja ante la que nos encontramos puede formularse del siguiente modo: la confianza optimista en la razón lleva a una hipertrofia de ésta -o más bien de un modo determinado de entenderla, a saber, como razón científica-, que deja fuera aquellas verdades que exceden el ámbito de la experiencia sensible. La Critica de la razón pura de Kant proporciona el golpe de gracia a la posibilidad de la razón de superar los límites de la experiencia sensible, posibilidad que el pensador alemán declara ilegítima. Los severos requisitos que un concepto riguroso y científico de razón reclama, excluyen de su campo de acción un amplísimo conjunto de realidades y problemas, en su mayor parte relacionados con la dimensión vital y existencial del ser humano, que son los que a fin de cuentas resultan decisivos. La razón, condicionada por el concepto de razón científica elevada a la categoría de paradigma, queda así al margen de lo que conforma el marco de preocupaciones existenciales del hombre, su horizonte vital. En el fondo, esta progresiva limitación del alcance de la razón humana, que ya se aprecia con claridad en el pensamiento de David Flume, conduce inevitablemente al escepticismo -si no es más bien una consecuencia suya-, reflejo claro de una desconfianza creciente en la capacidad de la razón para conocer la verdad. De este modo, se acaba prescindiendo de la verdad como meta y tarea constitutiva de la filosofía, que queda confinada en los estrechos márgenes del lenguaje y enredada en la madeja sin fin de la serie de sucesivas interpretaciones.
El proceso que ha llevado a esta situación parte, por una parte, de una angostura en la comprensión de la razón que la separa y aísla de las demás dimensiones constitutivas de la naturaleza humana y, por otra, de una excesiva asimilación al modelo de conocer de las ciencias positivas, que pasa por alto la diversidad de aplicaciones de la razón, es decir, su enorme plasticidad y capacidad de adaptación. En el primer caso, se olvida que la razón constituye ante todo una dimensión humana junto a otras, y que una personalidad madura exige un desarrollo armónico e integrado de todas ellas, que evite el predominio excesivo y hegemónico de una sola: ya sea la propia razón, la afectividad, la voluntad o la dimensión instintiva. En el segundo caso, no se tiene en cuenta que la capacidad de la razón para trascender los ámbitos particulares a los que en cada caso se aplica es posible merced a la unidad y consistencia que provienen de su arraigo en la constitución misma del ser personal y que le proporcionan una disposición para abrirse al todo de la realidad, de la que el hombre también forma parte. Tal unidad no es rígida ni monolítica -como en cambio si lo suele ser la que procede de un ámbito metodológico particular-, sino que, por el contrario, se beneficia de la simbiosis o capacidad de integración de las diferentes facultades e instancias, que es una cualidad característica del constitutivo personal del ser humano.
La pregunta del hombre por el sentido y significado de lo que le rodea, lo que le supera y por sí mismo -es decir, el sujeto, el mundo y Dios o, formulado de otra manera, el hombre, la naturaleza y el Absoluto-, contiene los tres grandes temas que conforman el ámbito de intereses del pensamiento moderno y, en general, del quehacer filosófico de todos los tiempos. Si esto es así, si la filosofía realmente tiene que ver con las cuestiones vitales y existenciales que preocupan al hombre, y éstas han de ser iluminadas por la razón como instrumento idóneo para ello, parece claro que no puede tratarse de una razón que renuncie a plantearse esos interrogantes con el pretexto de que no son susceptibles de un conocimiento Ťcientíficoť. En un caso semejante, la ciencia aparece enfrentada a la vida, o al menos ajena a ella, desencarnada y deshumanizada, y reducida a un conglomerado de aspectos particulares.
Un concepto amplio de razón, adecuado a las necesidades y a la estructura de la persona, debe reflejar y ser capaz de expresar todas las dimensiones de ésta, sin encerrarse en una sola categoría que excluya las demás. En otras palabras, debe abarcar tanto el ámbito teórico como el práctico. Con estos dos adjetivos se suele designar los dos principales tipos de razón, aunque es preferible hablar de aspectos o dimensiones de la misma, precisamente para no considerarlos dos modos autónomos e independientes, como si de dos Ťrazonesť diferentes se tratara. Éste es un riesgo que llevaría a establecer una inevitable hegemonía de uno de los aspectos de la razón, con la consiguiente desestima del otro. La razón, como se ha indicado, fundamenta su unidad y consistencia en su radicación en la persona y debe, por tanto, reflejar sus diversas dimensiones.
Así pues, la razón teórica se relaciona de modo prioritario con la dimensión especulativa de la verdad, en un sentido que podemos denominar objetivo, en la medida en que apunta sobre todo a adquirir el conocimiento de las cosas que tiene ante sí y a reflexionar y profundizar en él, es decir, trata de reflejar -como en un espejo (speculum)- la realidad. La razón práctica, por su parte, apunta asimismo a la búsqueda y posesión de la verdad, pero con vistas a la acción o praxis, orientada hacia ella y, por tanto, bajo el aspecto de bien. Posee, pues, una clara impronta ética. La dimensión práctica de la razón no puede prescindir de la teórica, pues en ella se funda, aunque puede ocurrir que una excesiva orientación a la práctica adolezca de una escasa o precipitada consideración de la dimensión especulativa o teórica de la razón, con la consecuencia de que la decisión acerca de la acción a realizar resulte insuficientemente fundada. También puede suceder que la consideración meramente especulativa de la realidad se imponga de tal modo que se impida o retrase, o sencillamente se evite, la aplicación práctica de la misma, aunque ésta sea el fin u objetivo inicialmente perseguido. En todo caso, la mutua vinculación entre razón teórica y razón práctica permite entenderlas como dos momentos de una misma facultad que no son disociables y que se articulan armónicamente.
La diversidad y amplitud de la razón, que explica las diversas dimensiones y modos que adopta -de los que aquí sólo se han mencionado algunos de los más relevantes-, se apoya en última instancia en la complejidad y diversidad de la realidad misma a la que la razón se enfrenta y trata de comprender. Tal realidad se presenta la mayoría de las veces como un confuso aglomerado de conocimientos en los que se entremezclan los obtenidos por el propio esfuerzo de la razón con los que forman parte del patrimonio común de una determinada cultura, o incluso de la humanidad en su conjunto. En definitiva, la actividad racional, aunque es propia de cada individuo singular, no puede entenderse sin una referencia a la dimensión social, que es constitutiva del hombre y que tiene como una de sus características principales la confianza, que da lugar a la creencia como fuente de conocimiento del que se alimenta la razón. La simple experiencia confirma que Ťen la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personalť (FR 31).
En algunos casos, esa creencia se apoya en la confianza que surge de la relación interpersonal y, en otros muchos, implica una confianza en personas desconocidas, anónimas, con quienes ni siquiera existe una relación personal directa, que han conformado la cultura y la tradición, y las han conservado y transmitido, haciendo posible que lleguen hasta nosotros. En todo caso, se trata de una confianza que descansa en última instancia en la persona y que pone de manifiesto que la razón no puede entenderse de modo exclusivamente individualista, sino que por esencia se encuentra abierta a la dimensión social de la persona, lo cual significa confiar y creer en los conocimientos que otros nos han transmitido. Una actitud semejante no es irracional, sino razonable. No impide, por una parte, que la razón conozca y profundice personalmente en ese conocimiento, pero, por otra, renuncia a introducir un principio de sospecha que la situaría ante la ingente tarea, verdaderamente prometeica e inalcanzable, de verificar por sí misma la validez de todo conocimiento recibido, como si el origen de éste residiera, en último término, en el propio sujeto. Frente a la duda metódica cartesiana, podría hablarse aquí de un principio de confianza como camino adecuado para avanzar en el conocimiento de la verdad. De este modo, la búsqueda de la verdad Ťse logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad mismať (FR 33).
Desde una perspectiva semejante, la razón no desemboca en racionalismo, ni se refugia en un calculado escepticismo, que, en el fondo, no es sino un intento de justificación del fracaso anunciado que se deriva de la inicial desconfianza en la razón. Antes bien, se muestra como una instancia constitutivamente abierta, actitud que se corresponde con la apertura que es signo distintivo del ser humano. Tal apertura, para ser auténtica, no debe excluir de antemano la trascendencia ni rechazar por principio el testimonio de la revelación. Razón y fe no son polos contradictorios que se anulan entre sí, sino modos diferentes de conocimiento que mutuamente se completan, en una especie de movimiento circular: la fe no es irracional, sino que busca ser aceptada y comprendida por la razón, por eso se formula en categorías racionales y consiste en un asentimiento a unos determinados contenidos, Ťes de algún modo "ejercicio del pensamiento"ť (FR 43); la razón, por su parte, no aparece como un principio absoluto y desvinculado que tiene en sí su origen, sino que se apoya en la confianza o creencia, en definitiva, en el testimonio ajeno, resaltando así su irrenunciable dimensión antropológica.
Hay, pues, una permeabilidad entre fe y razón: ambos son modos de conocer, cada uno de ellos en su ámbito y con sus características propias, que constituyen además un incentivo o aliciente mutuo, como admirablemente expresó san Agustín: ŤTodo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando [...] Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nulať (De praedestinatione sanctorum, 2, S: PL 44, 963). Sólo desde esta perspectiva de complementariedad y apertura es posible superar las aportas a las que conduce un concepto de razón cerrado en sí mismo, que se autolimita a determinados ámbitos de la realidad y renuncia a abordar una explicación de ésta en toda su amplitud y complejidad o, lo que es lo mismo, en toda su riqueza.
La existencia de la teología es una manifestación incontestable de la elevada valoración de que goza la razón en la tradición cristiana. Es significativo advertir que el término griego Ťteologíať, con el que se denomina el saber humano acerca de Dios, surge en un ámbito precristiano. Sin razón, como es obvio, no puede haber teología. Se puede incluso sostener, sin temor a exagerar, que la elaboración y desarrollo de la teología cristiana es una de las obras maestras de la razón, donde ésta alcanza su culmen, en la medida en que se ve confrontada a su reto más exigente: tratar de dar cuenta de la realidad de Dios y del misterio revelado. Esto explica la presencia de la voz Ťrazónť en un diccionario de teología. Además, esa presencia hace justicia a una actitud fundamental de todo ser humano: su constante interrogarse por la verdad, como método adecuado para tratar de comprender -es decir, hacerse con- el mundo que le rodea, así como el propio sujeto que se encuentra en él, su origen y su destino, a saber, las preguntas que afectan a las cuestiones esenciales y decisivas para el hombre.
En lo que se refiere al sentido estricto o riguroso de razón, la teología ha de dialogar con la razón filosófica. Con ella comparte, por una parte, una común aspiración a un saber universal que se dirige a captar la esencia o fundamento de las cosas. Esta característica común establece un estrecho parentesco entre teología y filosofía, al mismo tiempo que las diferencia de las ciencias particulares. Por otra, ambas constituyen saberes Ťcientíficosť, que tratan de dar explicaciones coherentes y rigurosas. Es legítimo, por tanto, hablar de una Ťrazón teológicať como instrumento o herramienta con la que el teólogo elabora su ciencia, de modo similar a como el filósofo hace uso de la Ťrazón filosóficať en su propio quehacer. No se trata, sin embargo, de dos Ťrazonesť o facultades diferentes, sino de dos usos que tienen en cuenta la situación de quien reflexiona o razona a la luz y con la ayuda de la fe revelada, y de quien lo hace sin otra iluminación o ayuda suplementaria que su propia capacidad natural de conocer. En este último estado -en palabras de lean Daniélou- Ťla razón puede conocer a Dios, y allí reside su inmensa grandeza; pero sólo puede conocerlo desde afuera, y allí reside su infinita pequeńez. Está obligada a afirmarlo para ser fiel a si misma; y por medio de esa misma afirmación, reconoce sus propios límitesť (Dios y nosotros, 79-80).
La cuestión decisiva es aquí la gracia y su influjo o eficacia en el creyente, bien entendido que el problema no se debe plantear de manera demasiado simplista, como si sólo se tratara de un plus que se adquiere y agrega por vía de conocimiento objetivo, es decir, de un conjunto de nuevas verdades u objetos de conocimiento sólo asequibles a quien tiene fe. Más bien, se trata de una apertura a un nuevo y más amplio horizonte de comprensión, de orden sobrenatural, con la consecuencia de que el conocimiento de esas nuevas verdades objetivas permite entender de modo más profundo y completo el todo de la realidad, al contemplarlo desde una perspectiva más elevada y al mismo tiempo misteriosa. De este modo, la razón se hace presente en el misterio, que ya no aparece como una barrera infranqueable que ineludiblemente lleva a la razón a desistir. El misterio no anula la razón, pues precisamente mediante ella comprendemos que estamos ante una realidad que rebasa nuestra capacidad, poniendo así de manifiesto la insuficiencia y limitación de la razón humana. La razón que, a la luz de la fe, actúa en el interior mismo de la teología es invitada a penetrar en el misterio, del que es hecha participe y al que se abre con la legítima aspiración de tratar de comprenderlo mejor, con la asistencia e impulso de la gracia.
BibliografíaG. COTTIER, Les chemins de la raison: questions d'épistemologle théologique et philosophique, Saint Maur 1997. J. CRUZ CRUZ, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, Pamplona 19982. J. DANIELOU, Dios y nosotros II: El Dios de los filósofos, 75-110, Madrid 2003. A. LLANO, Sueńo y vigilia de la razón, Pamplona 2001. J. PACHO, Los nombres de la razón: ensayo sobre los conceptos de razón y naturaleza en la tradición occidental, Bilbao I997.
V. Sanz-Santacruz
En el Antiguo Testamento se habla sobre todo de ŤYahwéh reyť, en lugar de ŤYahwéh reinať. La expresión Ťreino de Yahwéhť (malkut Yahweh) aparece en los escritos tardíos. En todos los casos se trata de la soberanía absoluta de Dios, de su acción poderosa, de su dominio soberano, recalcando que es el Rey universal. En ese Reino de Dios, distinto de los reinos de la tierra, se destaca como clave de lectura un triple aspecto que podemos designar como creacionista, histórico-salvífico y escatológico. El reino de Yahwéh indica en primer lugar la acción divina creadora del mundo, y salvadora en la historia y en los tiempos últimos.
En el Pentateuco destacan dos pasajes que refieren la realeza del Seńor a la historia de la salvación: Ex 15, 18 canta tras el paso del mar Rojo: ŤĄYahwéh reinará por siempre jamás!ť. El pueblo reconoce el poderío del Seńor que ha derrotado a los ejércitos enemigos, sepultándolos en las aguas del mar Rojo. En Nm 23, 21-22 Balaam vuelve a recordar la liberación del poder egipcio y el reconocimiento de la realeza de Dios: ŤYahwéh su Dios está con él, y en él se oye proclamar a un rey. Dios le hace salir de Egiptoť. El siguiente oráculo de Balaam, después de cantar la belleza de las tiendas de Israel, exclama: ŤSale un héroe de su descendencia, domina sobre pueblos numerosos. Se alza su rey sobre Agag, se alza su reinadoť. Es cierto que hay cierta referencia a Saúl o David, es decir, al Reino de Israel; pero, en definitiva, estamos ante una teocracia, donde el rey es designado por el Seńor, en ocasiones de forma inesperada. Así se deduce de los orígenes y desarrollo inicial de la monarquía en Israel, tal como se refiere en los libros de Samuel y de los Reyes (cf. Jc 8, 22-23; Jc 9, 1-54; 1S 8-12; 1S 16, 12; etc.).
En los Profetas los oráculos miran al futuro. En Mi 4, 6 se promete que Dios reunirá a su pueblo disperso y del ŤRestoť hará un pueblo fuerte. ŤEntonces reinará Yahwéh sobre ellos en el monte Sión desde ahora y por siempreť. En el Libro de la consolación (Is 40-55) tenemos un sugerente texto: ŤĄQué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"!ť (Is 52, 7).
En los salmos reales está presente el tema del Reino de Dios pues reconocen y proclaman la realeza de Yahwéh (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). Se ensalza la potencia divina manifestada en la creación (cf. Sal 93, 1-4; Sal 96, 4-6) y en la historia de Israel (cf. Sal 47, 2.5); al mismo tiempo se anuncia la futura realeza sobre todas las naciones (Sal 98, 1-3.6), así como el triunfo final (cf. Sal 96, 7-10) y el juicio universal (cf. Sal 98, 4-9). Especial mención merece el Salmo 2 donde se presentan a todos los reyes de la tierra en contra del Ungido de Yahwéh, que se ríe de ellos y entroniza sobre Sión a su elegido que, con cetro de hierro, quebrantará a su enemigos (Sal 2, 2.6.9).
La literatura apocalíptica del Antiguo Testamento describe la manifestación definitiva de la realeza divina en términos de catástrofe cósmica. Así se habla de los diversos fenómenos en la luna que enrojecerá y en el sol que palidecerá (cf. Is 24, 19-23). También se refiere la restauración final con el triunfo de Yahwéh. Entonces habrá un banquete de vinos excelentes en el monte Sión, el Seńor eliminará para siempre a la muerte y limpiará las lágrimas (cf. Is 25, 6-9). En Daniel es decisivo el pasaje del Hijo del hombre que recibirá un reino eterno que se extenderá por toda la tierra (cf. Dn 7, 14). Es cierto que las descripciones apocalípticas se entienden de ordinario de las terribles conmociones cósmicas, pero no se puede olvidar la otra cara.
El Nuevo Testamento trata profusamente del Reino, en especial los evangelios sinópticos, cuyo contenido fundamental lo forma la predicación de Jesús. De hecho el vocablo griego basiléia aparece ciento sesenta y dos veces en todo el Nuevo Testamento, de las cuales ciento dieciséis corresponden a los sinópticos. La noción del Reino de Dios pasa al Nuevo Testamento, pero con matizaciones nuevas y características propias, que no rompen con el pasado sino que lo ennoblecen y culminan. Jesús enseńó que no vino a derogar la Ley sino a cumplirla, podríamos decir a cumplimentarla y perfeccionarla.
El Evangelio de san Mateo tiene un interés particular para el Reino de Dios, que él llama Reino de los Cielos, evitando así pronunciar, por respeto a sus destinatarios los Judíos, el nombre de Dios tal como manda la Torah. Está comprobado que este evangelista trata de mostrar que con Jesús el Nazareno se cumplen las promesas de una nueva alianza, llega a su culminación el vaticinio hecho al rey David acerca de un Rey mesiánico y universal. Con razón se llama a la obra de san Mateo el Evangelio del Reino. En torno a este tema se desarrollan los capítulos centrales de la vida pública de Jesús, con especial atención a sus sermones sobre el Reino. El primero es el sermón de la montańa (Mt 5-7), llamado Carta magna del Reino pues desarrolla diversos aspectos programáticos del Reino. El enunciado de las bienaventuranzas nos da la clave para entender y aceptar el Reino. El segundo sermón corresponde al primer envío misionero para predicar el Reino, destacando el total abandono en las manos de Dios y el desinterés generoso del servicio apostólico. El tercer sermón está en el enunciado de las parábolas de Reino, donde se habla del nacimiento del Reino, tras la buena siembra de la Palabra de Dios, y de la culminación del Reino cuando, como los pescadores en sus redes, separen a los buenos de los impíos. Se destaca el valor supremo del Reino con la parábola del tesoro escondido, así como la parábola de la mostaza para enseńar la humildad de los comienzos del Reino y su expansión final. El cuarto sermón, aunque con perfiles menos precisos, habla del gobierno de la Iglesia y las llaves del Reino, entregadas al Colegio apostólico, presidido por Pedro. Finalmente tenemos los discursos escatológicos, donde abundan los tintes apocalípticos con sus sombras y, conviene no olvidarlo, con sus luces iluminando el triunfo final del Bien sobre el Mal. Se subraya la proximidad del día del Seńor, la llegada inminente del Reino.
El Reino de Dios es en efecto el asunto central de la predicación y de la actividad de Jesús de Nazaret. Jesús no sólo anuncia la llegada del Reino, sino que lo trae en su persona, sus obras y sus palabras Los dos centros de la predicación de Jesús son precisamente la referencia a su propia persona y la llegada del Reino. Son dos aspectos inseparables del acontecimiento Jesús de Nazaret. Ambos se encuentran veladamente anunciados en el libro profético-apocalíptico de Daniel. Allí se habla de un reino eterno, y de un rey al que todos los reyes del mundo servirán y obedecerán (Dn 7, 27). ŤSu Reino no tendrá fin (Lc 2, 33)ť, dice el arcángel Gabriel a la Virgen María en la anunciación.
El Reino de Dios es en el Nuevo Testamento un mensaje de Jesús y un mensaje sobre Jesús. Es temporal, porque se materializa en una comunidad que lo acepta, lo vive y lo realiza en el mundo de los hombres; es escatológico, porque debe plenificarse en el futuro; y es cristológico, porque tiene que ver esencialmente con Jesús de Nazaret y sus discípulos.
La venida del misterioso Reino de Dios se sitúa en el marco de un amplio drama escatológico que se extiende desde los profetas hasta el final de los tiempos. Alcanzará su plenitud solamente en el futuro. Se halla, sin embargo, misteriosamente presente en las acciones y palabras de Jesús de Nazaret, Hijo doliente de Dios, y poderoso predicador y obrador de milagros. Jesús vence la oposición diabólica, pero es temporalmente derrotado por la oposición humana.
El Reino está presente y es una realidad en todos los que entienden y siguen a Jesús, es decir, en todos los que aman a Dios y al prójimo, se hacen como nińos, y resisten la tentación.
La presencia del Reino en medio de los hombres inaugura la división o separación entre quienes aceptan o rechazan a Dios en Jesús. Es en la tierra una separación provisional (Reino del Hijo), que sólo al final se hará sólida, estable e irreversible (Reino del Padre). ŤEntonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padreť (Mt 13, 43).
El anuncio del Reino que llega en su persona es la más importante de las actividades proféticas de Jesús. ŤDespués de que Juan [el Bautista] fuera arrojado en prisión, Jesús vino a Galilea, predicando el evangelio de Dios, y diciendo: el tiempo se ha cumplido [engiken] y el Reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en el evangelioť (Mc 1, 14-15). Estas palabras del inicio de Marcos contienen mucho de programático. El perfecto engiken es un tiempo pasado con implicaciones presentes. Se alude, sin embargo, al futuro, dado que el Reino no se halla todavía presente en todo su poder. No hay ambigüedad temporal, sino realidad del misterio cristiano, en el que se unen estrechamente pasado, presente y futuro escatológico. Esta tensión en torno al tiempo corresponde a la presencia del Reino como algo misteriosamente escondido, incomprensible a Ťlos de fuerať, pero revelado a Ťlos de dentroť. ŤA vosotros se os ha dado conocer el misterio del Reinoť (Mc 4, 11). Debe afirmarse, sin embargo, que la frontera o separación entre Ťlos de fuerať y Ťlos de dentroť permanece fluida e incierta hasta el fin de los tiempos.
El Reino que trae Jesús de Nazaret es un reino de bienes insospechados hasta ese momento por el mundo. ŤRecorría Jesús toda Galilea, enseńando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el puebloť (Mt 4, 23).
Se trata de un anuncio que se presenta como una predicación virtualmente universal. Jesús ha de predicar también en Ťotras ciudadesť (cf. Lc 4, 43), lo cual parece referirse a lo que ha sido ya dicho y hecho en Nazaret y Cafarnaún. Significa la llegada general y abarcante del Profeta-Mesías lleno del Espíritu, que predica la Buena Nueva a tos pobres, la libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos, la salvación a los oprimidos y la redención a los gentiles.
Conviene advertir que todas las interpretaciones existentes del Reino, desde los mismos evangelistas hasta nuestros días, nunca conseguirán reflejar plenamente el alcance y las Implicaciones de la predicación y la mente de Jesús acerca de ese misterio. Se ha hablado del reino político, el reino ya totalmente realizado en la acción cristiana, el reino apocalíptico, el reino atemporal y puramente interno, etc. Son todas ellas interpretaciones y visiones deficientes. Se pueden, sin embargo, establecer puntos válidos para entender de modo suficiente el sentido del Reino predicado y actuado por Jesús, aunque no podamos agotarlo.
Que el Reino llega con Jesús y con el despliegue de su irresistible poder divino, lo indica el desalojo efectivo de Satanás, que hasta ese momento se hallaba en posesión de la tierra, de las mentes y de las voluntades de los hombres.
Por eso los milagros de los evangelios sinópticos, que son de distinta naturaleza a los milagros narrados en el Evangelio de san Juan, consisten principalmente en expulsiones de demonios. La actividad poderosa de Jesús exorcista, indica que ha entrado en el mundo alguien que es más poderoso que Satanás. ŤLos demonios se nos someten en tu nombreť (Lc 10, 17), exclaman asombrados los discípulos de Jesús, que han recibido del Maestro su mismo poder. ŤSi arrojo demonios por el Espíritu de Dios -dice Jesús- es que el Reino de Dios ha llegado a vosotrosť (Mt 12, 28).
El Reino de Dios se halla, por tanto, presente en el mundo desde que Jesús comienza su actividad pública. No es un reino temporal: ŤMi reino no es de este mundoť (Jn 18, 36). Pero existe ya en la tierra como realidad espiritual incoada, que es también semilla y primicia de la plenitud futura. Esto viene indicado, entre otras cosas, por las parábolas del Reino. ŤEl Reino de Dios es semejante a la levadurať (Mt 13, 33). Estas parábolas sugieren una realidad presente que se proyecta hacia el futuro. Presente y futuro hacen falta para que pueda hablarse del Reino. Sin presente terreno el Reino no puede comenzar. Sin futuro escatológico y plenificador, no podría hablarse del Reino como realidad misteriosa que solamente Dios es capaz de consumar.
Ciertas parábolas de crecimiento implican además que el Reino crece y avanza en el mundo y en los corazones de los hombres a partir de pequeńos y en apariencia insignificantes comienzos. El Reino crece en el mundo porque crece primero en las mentes y corazones dóciles a la predicación de Jesús. No son dos crecimientos distintos o paralelos, sino el mismo crecimiento misterioso, que es fruto de la gracia y de la libertad humana. Es crecimiento interior y silencioso, pero cambia el clima espiritual y exterior del mundo y de la sociedad de los hombres.
El Reino se origina por la predicación y la acción de Jesús, pero toma forma en el mundo a través de las obras y sentimientos de los hombres buenos. Los ecos de las palabras nuevas de Jesús resuenan siempre en la tierra y en las obras de los cristianos, y el Reino contiene por ello una dimensión externa. Pero su presencia y crecimiento interior en la conciencia de los creyentes, permiten y exigen atribuirle también una dimensión de interioridad. ŤEl Reino de Dios no llega con signos visibles, ni dirán helo ahí o allí; porque el Reino está dentro de vosotros* (Lc 17, 20). Dice Jesús: Ť... lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón salen las intenciones malas, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, falsos testimonios e injurias. Eso es lo que hace impuro al hombreť (Mt 15, 18-20). De modo paralelo y creativo el Reino nace también en el corazón de los hombres y se difunde y toma cuerpo visible en la tierra a través de la presencia y la acción de los hombres y mujeres pacíficos, veraces, justos, compasivos. Ellos actúan y realizan en sus vidas los valores del Reino, que se hallan dotados de una fuerza expansiva propia y que no son los valores mundanos, en los que impera la injusticia, la violencia, la mentira, el orgullo, el afán de poder y de dinero, la impureza y la crueldad.
El mundo ajeno a Dios puede apreciar ocasional y superficialmente los valores del Reino, pero padece de una tendencia irremediable a reducirlos, deformados y adaptados a sus intereses puramente terrenos. Hay en último término una tensión -a veces oposición- irreductible entre mundo y Reino de Dios. Aunque el Maligno esté ya vencido y juzgado (cf. Jn 16, 11), sigue siendo el príncipe de este mundo hasta la Parusía.
Los valores y la dinámica espiritual del Reino se expresan de modo paradójico y sorprendente en las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12). ŤBienaventurados sois los pobres porque vuestro es el Reino de Diosť (Mt 5, 4; Mt 6, 20). Las bienaventuranzas son una forma de instrucción sapiencial que suele reforzar las normas y valores sociales aceptados. Pero Mateo enuncia en realidad unas anti-bienaventuranzas, que subvierten los criterios y convenciones sobre la pobreza y las riquezas, y otros aspectos de la existencia humana.
El mensaje del Reino contiene exigencias éticas. Es un anuncio divino dirigido a justos y pecadores. Es mensaje para justos, que lo son por su humildad y su confianza inquebrantable en Dios y que no se creen mejores que los demás. Es también un mensaje para quienes se reconocen pecadores y no quieren seguir siéndolo. ŤEl publicano se mantenía a distancia y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "Oh Dios, ten compasión de mi, que soy pecador"ť (Lc 18, 13).
Los publicanos y meretrices aceptaron las palabras de Juan el Bautista y estuvieron en condiciones de reconocer el Reino que se les anunciaba. ŤConvertíos, porque el Reino de los Cielos está cercať (Mt 4, 17). El Reino viene acompańado por seńales que los hombres y mujeres de recta intención y con deseo sincero de cambiar sus vidas pueden reconocer. Nicodemo dice a Jesús: ŤRabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las obras que tú haces si Dios no está con élť (Jn 3, 2). Jesús advierte disposiciones parecidas en un escriba, al que dice: Ť... no estás lejos del Reino de Diosť (Mc 12, 34).
Buscar y lograr el Reino exige aceptar riesgos en este mundo, como hace el hombre que encuentra un tesoro escondido o el mercader que busca perlas finas. Ambos venden cuanto tienen para comprar lo que más les merece la pena (cf. Mt 13, 44-45). Por eso los condicionamientos temporales crean obstáculos en el camino hacia el Reino. ŤDifícil es -proclama Jesús- que los que tienen riquezas entren en el Reino de Diosť (Mc 10, 23). Es necesario, por lo tanto, practicar la renuncia interior y exterior, y hacerse violencia a sí mismo para ser heredero del Reino (cf. Mt 11, 12). No se tienen derechos preestablecidos o adquiridos sobre el Reino. Éste es un don inmerecido de Dios, reservado para los hombres que son buenos a los ojos divinos. ŤOs digo que se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutosť (Mt 21, 43). Ocurre entonces que Ťlos últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimosť (Mc 10, 31).
En la oración del Padrenuestro, el cristiano ruega a Dios: ŤVenga tu Reinoť (Mt 6, 10; Lc 11, 2). No se trata de una petición puramente escatológica que contemple sólo un tiempo futuro. Tal deseo es sin duda parte de la oración. Pero el creyente pide también a Dios que el Reino se abra paso y avance en los corazones de los hombres, cuya libertad mal usada podría obstaculizar y retrasar su progreso en el mundo. La libertad humana actúa con la gracia y bajo la gracia. Sólo la gracia divina puede entonces hacer que el Reino se plenifique en el más allá, y sólo la gracia puede hacerlo florecer en la tierra a través de los amigos de Dios.
En san Pablo hay tres textos fundamentales sobre el Reino. En Ef 5, 5 se afirma que ningún fornicario o avaro tendrá parte en el Reino de Cristo y de Dios. Aparte de la referencia a las condiciones para entrar en el Reino, se viene a identificar Reino de Cristo y Reino de Dios. En definitiva, no se puede separar el Reino de Cristo del Reino de Dios, aunque sólo al final de los tiempos, cuando Cristo haya aniquilado todo principado, potestad y poder, el Reino que Cristo habla recibido lo ofrecerá al Padre Ťpara que Dios sea todo en todas las cosas* (1Co 15, 28). El tercer texto es Col 1, 13, donde leemos que el Padre Ťnos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo amadoť. Estamos, por tanto, en una situación real y ya presente. Se trata de un ámbito en el que actúan las fuerzas salvadoras de Cristo resucitado. Cristo resucitado realiza en plenitud la esperanza mesiánica. Su Reino tiene unas dimensiones universales y cósmicas. Su grandeza se inicia en la resurrección y se culmina en su Parusía.
En los escritos joánicos tenemos en primer lugar Jn 1, 49 donde Natanael reconoce a Jesús como el Rey de Israel. Como vemos no se habla del Reino, aunque de modo implícito se alude a él por referencia al Rey. Es verdad que habla de Israel, pero para los judíos el Reino de Israel equivalía al Reino mesiánico y universal al que, como dice el salmista (Sal 2, 9), todos los reyes de la tierra serán sometidos. El otro pasaje es Jn 3, 3-5 donde se dice que nadie puede ver el Reino de Dios si no ha nacido de lo alto. Ante la sorpresa y desconcierto de Nicodemo, Jesús aclara que nadie puede entrar en el Reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu. No se trata por tanto de un nacimiento fisiológico, sino de una regeneración espiritual que nos hace hijos de Dios mediante el bautismo. En Jn 18, 33-37 tenemos un texto decisivo. Después del diálogo con los judíos, Pilato interroga a Jesús: ŤżEres tú el Rey de los judíos?ť (Jn 18, 33). El Seńor responde a su vez haciendo otra pregunta, clara y breve: ŤżDices esto por ti o te lo han dicho otros de mi?ť (Jn 18, 34). De esa forma Jesús busca el sentido de la Interrogación de Pilato. Si habla por si mismo, la pregunta tiene un sentido claramente político, y entonces la respuesta seria negativa. Pero si no habla por si, sino por otros, entonces la cuestión podría ser entendida religiosa o políticamente. Por eso Jesús distingue, ya que él es Rey, pero no político sino religioso.
En cuanto al Apocalipsis, el término basiléia se usa nueve veces, mientras que el vocablo basileus aparece en veintiún pasajes. Esto nos indica que se habla más del Rey que del Reino. No obstante, hay veinte referencias a la Iglesia que, como dice la Constitución Lumen gentium, Ť... constituye en la tierra el germen y el principio de este Reinoť (LG 5). La Iglesia existe en función del Reino, trabaja por el Reino, al mismo tiempo que se beneficia de los bienes que el Reino trae consigo.
No podemos olvidar que el Apocalipsis contiene referencias a la culminación del Reino, un aspecto de ordinario olvidado. Es importante recordar la centralidad del Cordero, la víctima propiciatoria, pero es al mismo tiempo el Rey mesiánico, el Rey de Israel (Ap 1, 2-9.36.49). En el Apocalipsis se habla del banquete de las bodas del Cordero, del banquete escatológico anunciado por los profetas, realizado por Cristo en la última cena y rememorado, por voluntad y mandato del Seńor, cada vez que se celebra la eucaristía. La liturgia de la Iglesia es en realidad un trasunto de la liturgia celestial, un adelanto y primicia de la perenne fiesta de la vida eterna. En este sentido, el Catecismo habla en dos ocasiones del festín del Reino y lo relaciona con la eucaristía, en cuanto que es una anticipación del Reino y una primicia de sus bienes (cf. CCE 2770, 2837).
Por tanto, la eucaristía, donde se hace palpitante la sangre del Cordero (Ap 1, 5; Ap 5, 9; Ap 7, 14; Ap 12, 11; etc.), está estrechamente vinculada al Reino. En ella están presentes los que ha sido llamados de Oriente y Occidente, del Mediodía y del Septentrión, para sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos (Mt 8, 11). Se cumple la promesa de que en Abrahán serían bendecidas todas las razas de la tierra (Gn 12, 3). Esta promesa se anticipa de modo parcial en el presente de la Iglesia, y se realizará plenamente al fin de la historia, cuando tras la séptima trompeta se oiga el clamor de que ha llegado el reinado de nuestro Seńor y de su Cristo y reinará por los siglos de los siglos (Ap 11, 15).
Al final del Apocalipsis se advierte que el tiempo de la culminación está cerca (Ap 22, 10.12). Se despierta así el anhelo por la vuelta triunfante del Seńor, al tiempo que se fortalece en la prueba que, en definitiva, terminará pronto. No obstante, el retomo siempre se hace demasiado largo para quien ansía estar con el amado. Por eso el Espíritu y la Esposa dicen Ťvenť, y se recomienda que quien lo oiga exclame también ŤĄven!ť, la celebración eucarística recoge el mensaje del Apocalipsis y responde tras la consagración y la elevación: ŤAnunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven Seńor Jesúsť. Desde lo más profundo del misterio de la fe, resuena la contestación de Jesús: ŤSi, vengo prontoť (Ap 22, 20).
BibliografíaJ. BONSIRVEN, Le Regne de Dieu, Paris 1957. A. GARCÍA-MORENO, Pueblo, Iglesia y Reino de Dios, Madrid 2003. R. SCHNACKENBURG, Reino y Reinado de Dios, Madrid 1967. U. VANNI, Lectura del Apocalipsis. Hermenéutica, exégesis, teología, Estella 2004.
A. Garcia-Moreno
El hecho religioso se concreta en las diversas religiones históricas de la humanidad. Brota de una experiencia humana, original y primaria, de relación con una realidad suprema, a la que denominaremos misterio, que confiere sentido a la propia vida, a la vida social y a la vida histórica. No es una construcción elaborada a partir de un a priori racional, sino que nace en la experiencia viva del hombre desde que éste se reconoce como tal. Es un hecho que se manifiesta emergiendo en la vida de los hombres y las comunidades desde tiempo inmemorial y se hace notar como una positividad inerradicable en el suelo de la existencia. Se condensa en testimonios visibles y tangibles: comunidades, tradiciones religiosas, expresiones mitológicas, sacroliterarias y doctrinales, realizaciones éticas, aventuras sociales y políticas, arte en sus diversas dimensiones, pensamiento filosófico y teológico, etc. No es emanación, subproducto o epifenómeno de la cultura, ni derivación de la ética, ni construcción de la filosofía, ni tampoco una proyección de la emoción artística, sino que ha mostrado identidad propia y persistente en el decurso de milenios, resistiendo, incluso, a agresiones, ofensivas e intentos de eliminación de considerable magnitud, potencia y seriedad, al tiempo que ha sido la matriz en la que se han gestado todas las grandes civilizaciones de la humanidad. El núcleo de su identidad radica en que el hecho religioso comienza consigo mismo (R. Otto, Lo santo, Madrid 2001, 178). En él se da la experiencia de relación del sujeto humano con un objeto-término percibido como extra-subjetivo y calificado como la Ťrealidad supremať -Ťlo numinosoť, Ťlo místicoť, Ťel misterioť- que ostenta la calidad de la trascendencia. Esta relación, vertebral en el hecho religioso, ha manifestado históricamente capacidad para estructurar la existencia en sus variadas dimensiones, organizando la vida de los individuos y de las comunidades humanas. Cuando falta, ocupan su lugar elementos pararreligiosos, criptorreligiones, u otros Ťsustitutosť, aunque se revistan con el ropaje de la secularidad o la laicidad. El análisis fenomenológico del hecho religioso se atiene a un Ťordenť (G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, 684-687) que es el de sus propias dimensiones o facetas. 1. El polo teológico: lo sagrado como ámbito y el Ťmisterioť como esencia causal. 2. El polo antropológico: el sujeto religioso, su actitud religiosa y los actos religiosos concretos en que se expresa. 3. El polo relacional: las formas o configuraciones histórico-empíricas de la religión.
La primera definición que puede darse de lo Ťsagradoť es la de que se opone a lo profano. Dos de las más evidentes manifestaciones de esta duplicidad se dan en la vivencia del espacio y del tiempo. El espacio aparece en el hecho religioso como presentando roturas, pues hay dimensiones del mismo cualitativamente diferentes de otras. Hay un espacio fuerte, significativo lugar sagrado-, y hay otros espacios no consagrados, sin estructura, amorfos. Para la experiencia profana, el espacio es homogéneo, neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente sus diversas partes. La misma experiencia se da en la vivencia del tiempo: éste no es un mero continuum amorfo, sin hitos que garanticen la firmeza y la orientación. En el tiempo existen actos -ritos- que introducen firmeza en el tiempo y permiten la comunicación entre ambas dimensiones, la sagrada y la profana, facilitando el tránsito de una a otra. Lo Ťsagradoť, término central en la religión, es aquel orden o ámbito de la realidad en el que se inscriben los hechos religiosos particulares (3. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 87) y se constituye en el horizonte complexivo en el cual madura la experiencia religiosa. Fenomenológicamente lo sagrado está delimitado por signos que advierten un tránsito desde lo ordinario hacia una esfera que es y hace ser de otra manera. El signo de Ťruptura de nivelť (M. Eliade, Tratado de la historia de las religiones, 64-67) más poderoso está constituido por la experiencia de lo Ťnuminosoť como núcleo de lo sagrado y que se muestra como Ťmysterium tremendum et fascinansť. El misterio es indescifrable e inefable en sí. El hombre religioso se refiere a él mediante una compleja simbólica que brota en la propia experiencia del encuentro. Con el atributo Ťtremendo* se evoca una experiencia de estremecimiento ante lo que ostenta una majestad plena de ser y de energía incontrolable por el hombre (cf. Is 6, 1-7). ŤFascinanteť evoca el sentimiento de estupor ante su absoluta heterogeneidad y de admiración ante la demasía y sobreabundancia de ser y de valor que ostenta y que lo constituyen en un Ťobjetoť atrayente. También los ritos de iniciación que se dan en las diversas religiones, como signos de un tránsito que implica un proceso de muerte y renacimiento, así como los acontecimientos de mutación religiosa, la conversión y la iluminación, hacen referencia a una ruptura entre dos ámbitos de realidad: en el ámbito de lo sagrado se es y se vive de un modo heterogéneo con respecto al ámbito de lo ordinario (profano). El hombre religioso siente también, con diversas intensidades, la presencia del tabú y de la sacralidad en realidades prohibidas y separadas que no deben profanarse: la majestad de que se reviste lo sagrado presente en ellas aborrece el ser contaminada con lo que es impuro e indigno de su santidad.
Lo numinoso que está instalado en el núcleo de lo sagrado ha recibido diversos nombres por parte de los analistas del hecho religioso: maná, tabú, fetiche, potencia, que se revelan insuficientes; Dios dejarla fuera las formas religiosas no claramente teístas; lo divino, lo sagrado, lo santo, lo numinoso, lo místico y el misterio, son las formas preferidas por los investigadores para designar esta realidad (J.L. Sánchez Nogales, Filosofía y fenomenología de la religión, 319-385). Está bien aceptado en el ámbito latino el término Misterio, cuyo concepto es el de una realidad totalmente otra en relación con todo lo mundano, absolutamente superior al hombre en su ser, su valor y su dignidad, que le concierne incondicionalmente y exige de él una respuesta activa y personal (J. Martín Velasco, Introducción, cit., 130).
El atributo que el hombre religioso percibe con más fuerza de ese misterio que focaliza su experiencia y su actitud religiosa es la Ťtrascendenciať. Siete facetas lo delimitan: a) en el orden gnoseológico significa que no es resoluble en el puro Ťser percibidoť, sino que desborda radicalmente la capacidad cognoscitiva del hombre (Ťens realissimumť); b) en el plano ontológico indica una realidad totalmente otra en el orden del ser, no homologable con realidad mundana alguna (Ťtotaliter aliudť); c) en el orden axiológico refiere una realidad eminentemente buena en el ámbito moral (Ťsummum bonumť); d) en el campo operativo apunta a un ser sumamente eficaz en el orden de la salvación (Ťsalvator optimeť); e) no se agota en su carácter de Ťocultoť, ya que es una realidad activa y se muestra en las religiones en Ťacontecimientos de revelaciónť, y tampoco basta declararlo Ťdesconocidoť, como la parte aún oscura o inexplorada de la realidad ordinaria, sino que es diferente de lo conocido y también de lo desconocido; f) no está a disposición del hombre, no es objeto de su voluntad; g) se muestra como Ťsuperiorť, pero en sentido absoluto, es decir, Ťsupremoť.
La simbólica de las religiones evoca la trascendencia del misterio con referentes que apuntan a lo inasible, bien tomados de la naturaleza (cielo, rayo, trueno, terremoto, etc.), o bien la desaparición o extinción de lo humano inconsistente ante su realidad sólida y prepotente, como es el caso de las religiones orientales, o bien mediante su representación con un carácter de Ťunicidadť personal radicalmente heterogénea con respecto a todo lo mundano, como hacen los monoteísmos proféticos. La trascendencia inaccesible del misterio requiere el nacimiento de Ťmediaciones objetivasť que hagan de puente entre su inobjetividad y la necesidad que induce la corporalidad humana de cierta Ťexterioridad objetivať para entablar una relación.
A estas mediaciones objetivas se les da el nombre de Ťhierofaníasť. Existen en todas las religiones como conjunto de realidades mundanas que hacen posible la presencia del misterio para el hombre y permiten a éste remitirse al misterio que está más allá de la realidad empírica que sirve de soporte a la hierofanía. Según dicha naturaleza empírica se clasifican en naturales (un río sagrado, una montańa, etc.), históricas (el éxodo del pueblo judío, los diversos hitos de una historia sagrada) y personales (profetas, sacerdotes, fundadores, etc.). El misterio no se Ťcosificať en la hierofanía, pues permanece en su trascendencia absolutamente reservado a sí mismo, mientras que la realidad empírica de aquélla se transignifica para permitir a la intención religiosa remitirse al misterio. No obstante, en la historia de las religiones aparecen ambigüedades y desviaciones que pueden llegar a confundir el misterio con su hierofanía; ésta se convierte entonces en un ídolo que vuelve opaca la relación religiosa y hace desaparecer de la vida religiosa el carácter viviente del misterio trascendente.
Esta segunda estructura básica del hecho religioso engloba la dimensión específicamente humana de la misma. Podría decirse que el polo antropológico comprende todo aquello que el hombre individuo y comunidad Ťponeť -hace o dice- en la religión como respuesta a la irrupción del polo teológico, lo divino o el Ťmisterioť en su vida y su mundo. El hombre religioso es consciente de la absoluta prioridad del Ťmisterioť en la religión, y por ello comprende su propia actitud como respuesta a una solicitud previa: ŤNihil prius Misterioť. En esta segunda gran estructura o dimensión de la religión se ubican tres elementos básicos: la experiencia-actitud religiosa, las expresiones de esa actitud y los actos religiosos concretos. Abordaré cada uno de ellos en este orden (].L. Sánchez Nogales, Filosofía, cit., 387-468).
a) La experiencia religiosa conlleva una dimensión racional como pensamiento coherente y articulado capaz de organizar el mundo, de convertirlo en un Ťcosmosť. Pe ro en la religión, el absoluto es percibido como numinosum o sacrum, formalmente diverso del verum, y conduce a una vivencia personalizada de la relación con él, la comunión salvífica. La respuesta religiosa implica la libertad, una decisión personal y activa de la globalidad de la persona que incluye una exigencia ética y una trasformación moral ante el summum bonum. La dimensión psicoafectiva y sentimental también tiene su papel en la experiencia religiosa subrayando su carácter intra e intersubjetivo, pero no se deja reducir al puro goce emocional del pulchrum. Incluye la copresencia de racionalidad, libertad y sentimiento-emoción en su constitución. Pero no puede reducirse ni a cada una de estas dimensiones por separado ni a la mera adición de las mismas. Se trata de una única experiencia complexiva y global del misterio y de lo sagrado.
La actitud religiosa, copresente en la experiencia, es una disposición fundamental creada en el sujeto por la irrupción del misterio, que se expresa en experiencia, conducta y actos religiosos concretos y cuyo término es el propio misterio como realidad absolutamente suprema. Éste se revela con un carácter de indisponibilidad que exige una actitud de Ťtrascendimientoť, un éxodo de si que haga posible el Ťencuentroť con el misterio sin que éste sea Ťobjetivadoť. Sus dimensiones constitutivas son: 1ş) impresión de realidad, o momento en el que el misterio trascendente hace notar su presencia irrumpiendo en la existencia del sujeto; 2ş) conciencia de la incapacidad de objetivar y abarcar lo que se revela como ontológicamente supremo; 3ş) reconocimiento y acogida de su presencia. Esa irrupción y su acogida ostentan para el hombre religioso una posibilidad salvífica. Las diversas Ťrepresentacionesť de la salvación tienen como paradigma estructural el Ťéxodoť de un mal radical (la contingencia, el dolor, el pecado) y el Ťpasoť a un estado de plenitud inconmensurable con la condición mundana (cielo, paraíso, beatitud).
b) Las expresiones de la actitud religiosa se sustentan en estructuras simbólicas. La imposibilidad de mantener una relación inmediata con el misterio, al confrontarse con la corporalidad humana y su necesidad de exterioridad objetiva para la relación, provoca el surgimiento de una antinomia que sólo se puede resolver en el brotar de una estructura simbólica mediante una doble Ťproyecciónť que hace posible que confluyan la presencia inobjetivable del misterio y la relación transobjetiva del hombre con él. El símbolo ostenta un carácter de realidad abierta, rota, que da acceso a una presencia que está, en sí misma, más allá de su realidad empírico-objetiva. Su función es presencializar-evocar el misterio ante el hombre y remitir a éste hacia él.
Las expresiones llamadas Ťracionalesť arraigan en la racionalidad humana y se agrupan bajo dos nombres nucleares: mito y doctrina religiosa. El mito no tiene como finalidad Ťexplicarť sino Ťexpresan la experiencia fundamental del hombre de sentirse últimamente radicado y fundado en lo eminentemente real, saturado de ser y pleno de potencia que es lo sagrado y el misterio. El hombre religioso percibe que su comprensión de lo sagrado es susceptible de profundización. Es el origen de la doctrina religiosa y el dogma como expresiones más abstractas y elaboradas que el mito. Ťconfesiones de feť, Ťdoxologías litúrgicasť, Ťsímbolos de la feť, Ťdogmasť o Ťverdades de la feť, expresan una experiencia religiosa mucho más racionalmente elaborada y afinada. El proceso de maduración de las expresiones racionales de la fe cristaliza en lo que se puede llamar genéricamente Ťescritura sagradať, la cual se convierte en paradigma y modelo de la fe y en norma definitiva del resto de las posibles expresiones de la actitud religiosa.
ŤExpresiones de acciónť son el culto, el rito y la ética. La raíz en donde prenden estas expresiones es la dimensión corporal del ser humano, que lo instala en el espacio y el tiempo, en el mundo y en la historia, compartidos por la entera comunidad humana, y en este caso, como mínimo, de modo diferenciado por cada una de las comunidades religiosas de la humanidad. El culto podría definirse como la concreción en el espacio y en el tiempo de la relación con el misterio, lo que implica de lleno la corporalidad humana. El hombre reacciona ante lo sagrado con todo su ser. Históricamente, además, hay un lazo de unión entre culto y religión.
En el culto religioso ambos factores, el espacio y el tiempo, se entretejen. El hombre religioso vive su relación religiosa inserto en un ubi, un Ťaquíť. El lugar-Ťaquíť en donde se agudiza y densifica su relación con el misterio deviene un Ťlugar sagradoť que proporciona un Ťordenť a partir del cual orientarse en lo que, de otro modo, absolutamente falto de orientación, sería un caos, un desorden constituido e imposible de organizar. Asimismo, la dimensión corporal humana impone tener que vivir la relación religiosa en un (quando, un Ťahorať. El tiempo Ťahorať en el que se intensifica la relación del hombre con el misterio-divinidad deviene un Ťtiempo sagradoť que proporciona una Ťfirmezať a lo que, de otro modo, sería un fluir impermanente del tiempo. El origen último del templo (lugar sagrado) y de la fiesta (tiempo sagrado), se encuentra en esta instalación corporal del hombre religioso en el espacio y en el tiempo. El orden y la firmeza que el hombre religioso encuentra en el culto son un reflejo de la identidad del misterio omnipresente y eterno. Es este reflejo el que le posibilita organizar su vida en el espacio-tiempo. Al abordar el culto religioso, hay que aludir al Ťritoť, por un doble motivo: porque está muy imbricado con el mito, y porque ambos forman parte del culto como conjunto de la vida ritual de una religión.
Los analistas de la religión destacan el hecho de que mito y rito tienden a ir asociados, comparten una base psicológica común y constituyen las dos más potentes expresiones de la religión. No son dos realidades artificialmente relacionadas sino una sola realidad observada desde dos puntos de vista. Otros autores hablan del rito como grandes conglomerados de mitos-símbolos. Todo contenido mítico encuentra su expresión ritual en el culto. El rito es, pues, una Ťacción simbólicať que en el culto viene complementada y explicitada por la palabra simbólica contenida en el mito. En la exposición de los actos religiosos habrá ocasión de profundizar en uno de los ritos más importantes que forman parte del patrimonio de las tradiciones religiosas y que constituye uno de los actos religiosos constantes: el sacrificio. Junto a la acción cultual se perfila otra expresión constante de la religión en el nivel de la acción: la ética. Ésta es fundamentalmente un servicio del hombre a la divinidad, aunque el objeto directo de dicho servicio sea la propia persona, las otras personas, la sociedad o la naturaleza. Desde la historia de las religiones se puede afirmar -en contra de la moderna separación entre ética y religión- que la relación del hombre con el misterio está siempre ligada a un sentido de obligación moral. No son pocos los analistas que sostienen que una ética sin alma religiosa en su hondura no arraiga con fuerza en el espíritu humano. Y que incluso las éticas llamadas Ťlaicasť si echan raíces en el alma humana lo hacen porque encuentran en ella un Ťsuelo indemneť en el que alienta lo sacro. Cada tradición religiosa ostenta un Ťestilo éticoť o Ťmodo moralť especifico. Es lo que se conoce como el ethos de una religión. La atención y obediencia a la divinidad y el respeto al semejante pueden ser considerados como un patrimonio ético común a las diversas tradiciones religiosas de la humanidad.
Las Ťexpresiones del sentimiento-emociónť son el clima religioso y arte religioso. La raíz de estas expresiones es la dimensión humana de la psicoafectividad, constituyendo, estas expresiones, el Ťecoť del impacto del encuentro con el misterio en dicha dimensión de la personalidad. Se llama lima religioso a la atmósfera específica que envuelve a las demás manifestaciones religiosas. Dos son los elementos esenciales que componen ese clima, en analogía con los principales componentes del aire atmosférico: en primer lugar se destaca la centralidad del misterio, pues la atención del ánimo religioso está Ťrecogidať y dirigida su presencia en sus manifestaciones mediacionales, y a salvo de la dispersión en que ésta se prodiga en los tiempos Ťprofanosť; y una tonalidad emocional intensa, embargante, que propicia el entusiasmo religioso como eco de la presencia cercana de un Ťespírituť superior que induce en el ánimo la inclinación al timor (respeto religioso), la devotio (absoluta confianza) y la pietas (amor).
El arte religioso podría perfilarse como la objetivación plástico-estética de la experiencia religiosa. Como expresión corporal brota en todas las religiones. Arte y religión se corresponden, se enfrentan a veces y se entremezclan, de suerte que resulta difícil disociarlos en sus orígenes e imaginar que en algún momento hayan podido existir aislados. Hacer la historia del arte conduce inevitablemente a hablar de los mitos, los ritos y la religión. Si no existiera el arte religioso y el arte en dialéctica con la religión, el patrimonio artístico y cultural de la humanidad se verla mermado cualitativa y cuantitativamente en un porcentaje substancial, hasta el punto de ubicar el resto de expresiones artísticas en una posición poco significativa.
Las Ťexpresiones institucionalesť hunden sus raíces en la socialidad humana, la tendencia del hombre por su natural constitución a vivir en comunidad y a objetivar esta convivencia en magnitudes sociales dotadas de sus propias normas que establecen relaciones -de diverso signo- con otras organizaciones sociales basadas en otros tipos de motivación: familia, etnia, Estado, etc. La experiencia religiosa es primeramente comunitaria, pero tiende a agudizarse en algunos sujetos que se constituyen en modelos que posibilitan un proceso de personalización en el que cada individuo está siempre en conexión con el grupo religioso. Las personas vienen a la fe religiosa por mediación de la comunidad y en su seno dicha fe se va personalizando.
La dimensión comunitaria de la religión es inerradicable porque el hombre es un ser intrínsecamente social. En un nivel específico el Ťyoť se constituye en la comunidad. En el orden operativo los fines se alcanzan en la colaboración interhumana. Y en el aspecto axiológico toda realización humana está socialmente condicionada. La correlación hecho religioso-sociedad es un dato constante bajo formas diferentes. La religión nunca se ha resuelto en un asunto meramente privado, sino que se densifica en estructuras comunitarias que interactúan con otras dimensiones de la sociedad. La disposición religiosa se despierta en el interior de la comunidad. Asimismo, no es ocasional que la pietas hacia la divinidad lleve consigo el sentimiento de fraternidad y comunión con los semejantes. La unidad fundamental en la experiencia del misterio, realizada en la comunidad, proporciona asimismo los criterios de cohesión y de coherencia, de adhesión y de pertenencia, poniendo de relieve la identidad religiosa común y situando la experiencia fundante a salvo de subjetivismos que la adulterarían y disolverían. El culto comunitario instituye a la comunidad en Ťuna voz y un corazónť, en donde quedan superadas las posibles diferencias en otras expresiones. De hecho, las escisiones religiosas se solidifican cuando cristalizan en formas cultuales incompatibles entre sí.
c) Los actos religiosos concretan la actitud religiosa en el espacio (aquí) o en el tiempo (ahora). Cualquier acción relacionada con la vida humana puede constituirse en la base de un acto religioso. Pero hay dos que son reconocidos en el análisis de las religiones como Ťconstantesť de la vida religiosa: la oración y el sacrificio. De la oración ya decía santo Tomás que es Ťla principal entre los actos de la religiónť y que Ťsobresale por encima de los demás actos de la religiónť (S. Th., II-II 83, 3), afirmación que han corroborado las grandes personalidades de las diversas tradiciones religiosas y confirmado las actuales ciencias de la religión. Entendemos por oración el acto de situarse en presencia del misterio divino y entablar algún tipo de relación con él: mental, oral, gestual, de silencio, en soledad, en comunidad, privada o públicamente, etc. La oración auténtica no pretende ni Ťobligarť al misterio ni desentrańarlo racionalmente. La actitud del sujeto religioso orante es comunicarse vivamente con él en transparencia, suplicándole (petición), dándole gracias (alabanza) o contemplándolo con Ťtemor y piedadť (meditativa-contemplativa). La oración establece una relación asimétrica que parte del sentimiento de Ťcreaturalidadť, del reconocimiento de la absoluta indisponibilidad del misterio y de su soberanía incondicionada sobre la totalidad de la realidad.
El sacrificio, a su vez, entabla la relación religiosa densificando la mediación objetiva en una Ťvíctimať que hace de Ťpuenteť entre ambos polos de la relación creando un Ťvinculoť (G. Widengren, Fenomenología de la religión, 257). La víctima representa al oferente del sacrificio. Tres son las dimensiones intencionales de todo sacrificio: la voluntad de autodonación a la divinidad, la conciencia de la distancia que separa de ella y la aspiración a la cercanía y unión con ella. Una tipología clásica del sacrificio se basa en la identificación de la intentio dominante: sacrificio de ofrecimiento de dones, de expiación o de comunión. El sacrificio anuncia la sumisión al misterio con la ofrenda incondicionada e irrevocable de la víctima, cuya inmolación expresa la perfecta donación que excluye cualquier posibilidad de retorno de aquélla al servicio del hombre. El progreso ético que acompańa el desarrollo de la historia de las religiones, ha ido exigiendo el destierro de formas sacrificiales que hieren la sensibilidad ética de una religiosidad en camino de purificación y perfeccionamiento, aunque la racionalidad instrumental se rebelará siempre ante la idea de que en la historia de las relaciones del hombre con la divinidad, el instante de la muerte pueda ser transformado en acontecimiento salvífico yen el momento en que aquél puede realizar su propia opción irrevocable e incondicionada por el misterio divino (V. Boublik, Teología delle religioni, 204-206).
A la hora de hacer una tipología de las formas religiosas hay que tener en cuenta el criterio para establecer los taxones. Una tipología fenomenológica aceptada es la que usa como criterio la Ťconfiguraciónť del misterio, limitándose a las Ťfamiliasť religiosas más sobresalientes. Así se pueden describir seis formas o tipos J.L.( Sánchez Nogales, Filosofía, cit., 469-580).
a) Las llamadas religiones tradicionales. Perviven hoy en pueblos de Asia, América, África y Oceanía y su núcleo está constituido por la creencia en un Dios supremo creador, en los espíritus y en las almas de los antepasados; sus expresiones rituales cristalizan en prácticas y costumbres en la familia, el clan y la tribu, en estrecha vinculación con la naturaleza, todo lo cual es transmitido a través de tradiciones orales. Estas religiones permanecen ligadas a un particular ambiente étnico, geográfico y sociocultural, muy influido por el sentido de lo espiritual sobrenatural. El núcleo numinoso de estas religiones ha sido caracterizado diversamente en los análisis: Dios altísimo, Dios vivo, Ser supremo, Dios, Ser celeste, Dios celeste, gran Dios. En las religiones mismas recibe nombres muy diversos, sean comunes -gran Jefe, gran Amo, Padre, etc.-, o propios. Aunque, a veces, el sentido de su transcendencia evita el nombre mismo, designándose con un giro, ŤEl allí arribať, por ejemplo.
Más allá de la relación con los antepasados y con los espíritus, o incluso con divinidades intermedias, este núcleo divino tiene dos atributos peculiares: es Ťpsicológicamente supremoť, como cumbre de las instancias invocables y Ťlógicamente últimoť, como centro de explicación de lo existente y origen de las pautas de comportamiento de individuo y comunidad. Se presenta como trascendente -a veces, Ťociosoť-, impenetrable, inefable e irrepresentable; creador, demiurgo, providente, espiritual, increado, eterno e interviniendo en la vida humana; seńor de la existencia, gobernador del universo, gran progenitor, omnipotente, omnisciente, omnipresente; bueno, misericordioso, justo y santo, pero también juez de las acciones humanas, responsable del orden moral, padre en sentido político, incluso, a veces, madre. Cuando adquiere un rasgo personal, la actitud religiosa puede adquirir una fisonomía muy inclinada al monoteísmo. Estas religiones no son en sí idolátricas. Los pueblos tradicionales no confunden el núcleo divino con sus símbolos ni con sus intermediarios. Cuando se produce esa confusión, la religión tradicional se desliza patológicamente hacia la cosmobiología.
b) El politeísmo es una forma de teísmo que se encuentra en las grandes civilizadones antiguas, con presencia de escritura, economía desarrollada y diferenciación socioeconómica de clases y oficios. Los politeísmos antiguos más estudiados son el egipcio, el griego y el romano. El politeísmo desapareció casi totalmente frente al monoteísmo cristiano e islámico, aunque quedan restos en Japón, Asia y África Su núcleo es la creencia en un mundo divino constituido por muchos dioses, cada uno de los cuales está dotado de voluntad propia y autonomía, pero no absoluta, y de personalidad distinta, pero finita. Tal creencia está acompańada de un culto organizado preferentemente Ťurbanoť (G. Magnani, Religione e religioni, Roma 2001, 119).
Las teologías politeístas tienden a reunir a las figuras divinas bien en un panteón bien en familias, de modo que resulta una ordenación jerárquica constituida como plebs deorum en una civitas caelestis en la que suele encontrarse una figura central como deus pater. La malla de unión del politeísmo debe ser buscada en dirección a su raíz, en lo bajo, en un Ťfondo divinoť del que emergen las figuras divinas concretas. Este Ťfondo divinoť es la esencia, la naturaleza divina que se completa y concreta solamente en sus personalizaciones. Y es esta naturaleza la que fundamenta la trascendencia del mundo divino y no tanto las personalizaciones, aquélla es lo infinito y lo eterno mientras que éstas son finitas y se multiplican en el tiempo mítico.
c) Se tiene por dualismo toda concepción que implique la escisión de la realidad suprema en dos principios, dando lugar a la drástica oposición de ambos que, coeternos o no, fundan la existencia de lo que subsiste o se manifiesta en el universo. Son uno principio del bien y el otro del mal. En estas formas religiosas se distinguen dos tipos. En el dualismo moderado o imperfecto (llamado también asimétrico o monarquiano) una divinidad creadora base se ve limitada en su poder por un segundo creador rival que gobierna una zona o sector de la realidad; este segundo principio no es co-originario ni co-eterno con el primero, sino que se encuentra junto al primero en la creación, sobre la cual tiene cierto poder. A veces se trata de un Ťestafadorť, o un ayudante imperito, pero no necesariamente malvado. El dualismo radical o perfecto reviste, a su vez, dos subtipos. El radical absoluto supone la eternidad de ambos principios, el bueno y el malo. El malo es creador de una realidad propia y distinta de seres que personifican el mal y están en lucha con la creación del principio bueno; afirma la victoria del principio bueno con destrucción de la creación mala, pero el principio del mal no puede ser destruido, con lo que el mal queda ontologizado. El radical mitigado afirma que ambos principios son co-originarios, pero que el mal no es eterno. Excluye la coeternidad y reconoce dos creaciones, pero finalmente triunfará el bien y el mal será aniquilado con todas sus criaturas. Son dualismos cúlticos cuando el principio del mal recibe culto religioso. Común a las tres formas es el ubicar en la esfera de la realidad última dos principios para explicar junto a la existencia de un dios bueno la del desorden y el mal, por lo que estas formas dualistas revisten un marcado carácter ético.
d) En el monismo panteísta lo divino aparece como un Ťtodo únicoť que incluye el mundo fenoménico, incluso cuando éste se entiende como apariencia ilusoria. La salvación se articula como uno o varios caminos que tienen como meta la identificación con el uno-todo. El resultado es una única realidad omniabarcante en torno a la cual brota una religiosidad de carácter Ťmísticoť en la cual la meta es el abandono o desprendimiento de la propia singularidad. El paradigma clásico de un monismo panteísta estructurado se encuentra en la fase upanisádica del Sanatána Dharma, más conocido en Occidente como hinduismo. El primitivo politeísmo védico dio paso a una progresiva disolución de los perfiles singulares de los dioses en una única realidad omniabarcante de la cual los dioses no serian sino epifanías fenoménicas inconsistentes.
La totalidad de lo divino es reducida a un principio único omniconstituyente, el brahman, poder superior que unifica toda la realidad. El átman, potencia central del hombre y centro vital del mundo natural viene a ser identificado con el brahman. La confluencia de ambos principios en un todo-uno-universal da lugar a las conocidas fórmulas monistas de las Upanishads: ŤEste átman es el brahmanť, o ŤEso eres túť, o ŤYo soy el brahmanť. En ellas se recoge la conciencia de la identidad del yo con el absoluto. El monismo panteísta es muy pobre en contenido personalístico, lo que puede explicarse porque el camino de llegada al monismo ha sido preferentemente filosófico-especulativo más que genuinamente experiencial. Esto podría explicar el hecho de que el monismo religioso hinduista coexista con expresiones teístas y personalistas de la religiosidad en las que se da una piedad devocional (bhakti) de neto sabor monoteísta en las diferentes sectas del hinduismo popular, en las que se da una mayor riqueza personal en la concepción y el trato con la divinidad.
e) La religiosidad del silencio y el vacío está representada por el budismo, la forma más ambigua a la hora de ser integrada en una comprensión religiosa, pues ignora la Ťrepresentaciónť de lo divino. No ignora el misterio como ámbito de sacralidad y término de la actitud religiosa, sino que evita una Ťrepresentaciónť concreta del mismo en la conciencia. En el budismo más originado (Sravakayâna, de los oyentes), existe un summum bonum, un absoluto: el nirvana, como misterio totalmente Ťotroť y opuesto al mundo fenoménico del sâmsâra (ciclo de las reencarnaciones). Este misterio no es nada de lo que Ťesť, pues todo lo que Ťesť es caduco y efímero. Nominalmente significa Ťextinción del fuego de la concupiscenciať que ata al mundo fenoménico.
El budismo es una religión de liberación del mundo del sufrimiento y en sus textos alienta un espíritu de aspiración a la realidad última (nirvana) en la que queda erradicado el dolor. Existen textos búdicos en los que el nirvana es descrito con las características de un incondicionado salvífico (Udana VIII, 1-3). Buda calla sobre Dios como absoluto, pues piensa que cualquier palabra sobre lo incondicionado es ociosa, incluso engańosa, porque mienta lo incondicionado después de incluirlo en el mundo y orden de las condiciones. De ahí que conciba el Ťsilencioť como la única Ťpalabrať capaz de expresar lo trascendente. A pesar de ello, no transcurriría mucho tiempo hasta que el budismo adquiriese formas devocionales, incluso teístas, en las que el propio Buda seria divinizado, en las distintas modalidades de la forma Mahâyâna de budismo, lo que no habría podido ocurrir de no poder hundir sus raíces en la misma tradición búdica.
f) En el monoteísmo profético el objeto término de la actitud religiosa es Dios -figura personal única- que suscita una actitud religiosa de aceptación, reconocimiento y abandono a ese Dios único. La unicidad implica la afirmación suma de la potencia y la trascendencia de la divinidad. En el monoteísmo se condensa la representación de lo divino en un Ťnombre propioť, que no explica la naturaleza de Dios, pero en el cual Dios se hace presente, invocable, polo relacional personal. El rasgo claramente personal y el atributo de la omniperfección del misterio son identificadores de un monoteísmo auténtico. Subraya el carácter exclusivo de la soberanía de Dios que no admite divinidades asociadas, ni atisbo de quebranto en la unicidad de la divinidad. Los profetas son portadores de una palabra recibida como originada en la divinidad, que expresa su voluntad en relación con el hombre y su mundo (Ťrevelaciónť). Aparece en la historia con una fuerte pretensión de universalidad y absolutez, aunque admite matices y gradación en su comprensión y realización empírica.
De todos modos, las comunidades monoteístas han tendido a autoconstituirse como sistemas globales y omnicomprensivos. Una Ťtendenciať hierocrática histórica es característica clara de los monoteísmos proféticos (aunque no en exclusiva, p. ej. el budismo tibetano). La originalidad del monoteísmo reside en la calidad singular de la representación de lo divino, en la que se conjunta la afirmación de la trascendencia absoluta del Ťmisterioť y la viva relación personal con él. Los monoteísmos son un hecho notable en la historia de las religiones, pero también un quehacer en una triple dimensión. Su primer quehacer consiste en mantener el carácter absoluto de la relación con lo divino, realidad última frente a la cual todo lo demás es penúltimo. En segundo lugar, el reconocimiento de la universalidad de lo divino y el consiguiente acatamiento en la propia vida del absoluto seńorío de Dios, aceptando el carácter de ŤDios de todosť de aquél que se confiesa como el Dios Ťpropioť. Y en tercer lugar, la exclusión de sometimiento a cualquier otro poder que pretenda erigirse en igualdad de seńorío con el de Dios. Si pudiera esbozarse desde la fenomenología lo que podría constituir la Ťmisiónť del monoteísmo auténtico, ésta sería el llegar a hacer posible, a través de los símbolos de la Ťpropiať representación de lo divino, la conciencia de la presencia del ŤDios únicoť que invita a todos a su reconocimiento.
BibliografíaA. ALESSI, Filosofía della religione, Roma 1991. V. BOUBLIK, Teologia delle religioni, Roma 1973. M. ELIADE, Tratado de historia de las religiones, Madrid 20003. G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, México-Buenos Aires 1964. J. MARTIN VELASCO, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid 19976. J.L. SÁNCHEZ NOGALES, Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca 2003. G. WIDENGREN, Fenomenología de la religión, Madrid 1976.
J.L. Sánchez-Nogales
La dimensión religiosa es parte constitutiva del ser humano. ŤEl hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sino porque, creado por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creadorť (GS 19).
El hombre y la mujer suelen expresar su ser religioso mediante creencias y comportamientos determinados que hacen referencia al más allá. Estas formas de conducta religiosa se originan y se desarrollan en el ser natural de la criatura. Pero no son ajenas a la gracia divina, pueden ser preparación de la religión revelada y contener sugerencias de verdad cristiana.
La religión es una de las más antiguas, naturales y convincentes actividades del ser humano.
Se trata de un término cuyo sentido es difícil de precisar, lo cual ha movido a algunos a considerarlo inútil y desorientador, y a proponer su eventual sustitución por conceptos como tradición, fe y otros más o menos equivalentes.
En la teología católica, tal como cristaliza especialmente a partir del siglo XV, la palabra Ťreligiónť adquiere un significado objetivo, al modo de una noción especulativa que se describe formalmente.
En tiempos precristianos, así como en el cristianismo patrístico y medieval, Ťreligiónť encerraba un sentido subjetivo, que la hacía prácticamente sinónimo de piedad. Religión es la actitud correcta que el hombre debe adoptar y desarrollar en su trato con Dios. Cuando san Agustín habla de Ťvera religioť no se refiere al sistema religioso que se conforma con la verdad divina revelada, sino a las disposiciones virtuosas y a los medios adecuados de establecer y llevar adelante las relaciones con Dios. Religio no expresaba una forma universal de comportamiento humano en relación con lo sagrado, sino una actitud interior, o todo lo más una forma de creencia y de convicciones éticas circunscritas a un grupo humano particular.
Los intentos de explicar la religión o determinar cómo comenzó, realizados durante los siglos XVIII, XIX y XX, han resultado en gran medida estériles, cuando no desorientadores. Se cuentan principalmente entre ellos las teorías desarrolladas por los antropólogos ingleses Edward B. Tylor y James G. Frazer, el austríaco Sigmund Freud, y el sociólogo francés Emite Durkheim.
El desprestigio de las teorías universalistas de la religión, y el desmoronamiento conceptual y práctico de los ambiciosos esquemas de explicación general, se extienden también en la actualidad a las posturas que hablan de una esencia de la religión, o la entienden como un género, del que las diversas religiones serían como especies particulares.
Dado que la categoría religión no puede extraer todo su contenido de sí misma, y sin ayuda de un contexto que la justifica, explica y determina, es necesario proceder de modo mucho más empírico, pero sin olvidar que la comprensión se logrará sólo en el marco de unos presupuestos básicos. La religión no es algo simple, ni desempeńa solamente una función, ni se agota en una construcción intelectual.
Los intentos de subsumir las religiones particulares bajo una noción general de religión no son el camino adecuado para avanzar en este terreno.
La religión sólo existe en religiones concretas y específicas, que son ejemplos o manifestaciones de un fenómeno general de religión. El problema de la religión, que no tiene una esencia, debe abordarse desde las particularidades concretas de las diferentes religiones. Naturalmente hacen falta criterios que permitan identificar un hecho humano como religión, pero esta identificación deberá realizarse ad casum, según datos empíricos y consideraciones básicas, que nunca operan a partir de una idea abstracta de religión.
Dicho de otro modo, no existe una idea platónica denominada religión, a la que deba conformarse el uso del término. Según este planteamiento, una vez decidido que el budismo, el confucianismo o el cristianismo son una religión, sabríamos ya todo lo esencial acerca de ellos.
Hace falta, sin embargo, una metodología que permita al menos describir aproximadamente la religión y presentarla como un hecho humano inteligible, que se diferencia de otros.
Es la presencia de algo que no se experimenta como las demás cosas, y que no es menos real que ellas. La religión es en este sentido un elemento característico -un proprium- de la vida humana.
Esto significa que la religión no es derivativa, sino auténticamente originaria y emergente en el espíritu humano, pero no significa que tenga únicamente sus raíces y su dinámica en ese espíritu finito encerrado en sus puros límites. El espíritu humano no es por sí mismo y en si mismo la raíz formal de la religión. En la religión se habla de Dios no como un objeto entre otros, sino de Dios corno razón de ser y fundamento de la religión. Es la realidad de Dios -Ser realísimo- la que determina y da sentido a la religión, y no al revés. Dios no es un derivado o un producto (mental o ideal) de la religión.
La religión comprende prácticas rituales externas tanto como internas convicciones. Contiene aspectos intelectuales (interpretaciones del mundo, credos, confesiones de fe), existenciales o vivenciales (experiencia espiritual, oración), sociales (cultos colectivos de carácter público) y éticos (sistemas de valores, disciplina moral). El conjunto implica una relación viva con Dios según los términos de una ley o principio supremo (Palabra divina, Dharma, Corán...).
La religión se basa, por lo tanto, en la relación instintiva de la totalidad de la existencia humana con lo que el hombre piensa que le trasciende. En la actitud religiosa se percibe la existencia de un nivel sobrenatural de realidad, que intersecciona en determinados lugares y momentos con la realidad natural. Ambos órdenes de realidad se hallan comunicados, y de ahí toma sentido lo santo, como algo distinto, paralelo y alternativo a lo profano.
Hemos de examinar ahora -pasando de la religión a las religiones- la pluralidad del hecho religioso y las numerosas manifestaciones que ha adoptado y adopta en la humanidad. Las religiones practicadas por los hombres y mujeres del planeta a lo largo de su historia pueden considerarse incontables. De hecho nadie ha intentado catalogar las múltiples divinidades a quienes se han dirigido los hombres en actitud de súplica y adoración. La antropología, la arqueología y la historia de las culturas nos suministran constantemente nuevos hallazgos acerca de nuestros antepasados prehistóricos. Son datos que hablan siempre de la religiosidad humana, a la vez que nos introducen en un mundo cuya variedad resulta difícil valorar y clasificar.
El panorama que hoy nos ofrecen las grandes religiones vivas y universales no es estático ni ha existido siempre.
Solemos describir una religión en términos de sus ideales más altos, y asumimos fácilmente que estos ideales son esencialmente inmutables. Pero en realidad las religiones vivas nunca permanecen estáticas por mucho tiempo. Están siempre en movimiento.
La religión es sin duda el aspecto más importante de una cultura determinada. Es precisamente la religión la que suele dar coherencia y unidad a una cultura y a una organización social.
Toda religión se nos presenta a su vez mediada por una cultura, tanto en ritos y formas externas como en modos de pensar, categorizar y expresar lo creído. En este sentido no existe una religión Ťpurať, es decir, una religión que pueda Ťsalirseť del medio cultural o prescindir de él.
Hay una tensión entre una religión y el sistema cultural en el que nace y se desarrolla. Es frecuente que la cultura produzca gradualmente un efecto debilitador en la religión. Es el fenómeno que solemos llamar Ťsecularizaciónť, y que supone una erosión lenta y continua sobre las instituciones, concepciones y valores religiosos. Todas las religiones han tenido y tienen su propio encuentro con el secularismo. Éste produce siempre una disminución de prestigio para la religión de que se trate, sin que la religión entre por ello en una situación crítica.
La amenaza y los procesos disolventes que el secularismo desencadena ponen a prueba los recursos y la capacidad de supervivencia de una religión. Ante el secularismo, las religiones y la sociedad penetrada por ellas suelen adoptar tres posturas, hablando en términos muy generales. 1. Pueden rendirse a los valores y críticas secularizantes, lo cual entrańa la desaparición, o por lo menos la pérdida de vigencia social de la religión. Este fenómeno ha tenido y tiene lugar sobre todo en el mundo occidental y afecta hoy especialmente a un buen número de denominaciones y tradiciones protestantes. Afecta también a amplias zonas del judaísmo. 2. La religión amenazada por el avance de lo secular puede, sin embargo, adoptar una postura de rebelión, en cuyo caso puede producirse un proceso fundamentalista que tiende a invadir todas las esferas de la sociedad; o puede producirse -si la religión es más débil- la desaparición práctica de ésta, después de un periodo más o menos largo de irrelevancia social. 3. Puede tener lugar, finalmente, un fenómeno de adaptación, que, si se realiza adecuadamente, no debe implicar pérdida de sustancia doctrinal o de identidad histórica en la religión. La secularización no produce en este caso una crisis de la religión sino una situación que permite a ésta mantener todos sus valores en unas circunstancias históricas cambiantes.
BibliografíaJ. DANIÉLOU, El futuro de la religión, Madrid 1969. R. GUARDINI, Religión y revelación, Madrid 1960. G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, México, 1964. J. MORALES, El hecho religioso y su valoración, en Dios en la Palabra y en la Historia, XIII Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1993, 83-100.
J. Morales
La palabra Ťreligiónť significa un conjunto de creencias, de representaciones y ritos profesados por grupos de personas, y que conciernen a lo que está más allá de la vida cotidiana o es considerado el centro o fundamento de todo. Los elementos de una religión exhiben cierta cohesión, aunque a veces hay contradicciones entre ellos. El concepto de Ťreligiónť es una construcción de la razón, con un fundamento en la religiosidad del hombre. Lo que es real es el Individuo humano que tiene ciertas creencias, cierta conducta en común con otras personas y cumple ciertos actos religiosos. Pero en la Antigüedad y la Edad Media la palabra Ťreligiónť significaba la relación del hombre con Dios. Lumen gentium utiliza este término en el primer sentido; Nostra aetate, en su significación moderna. En esta dirección una religión es algo hecho por el hombre y puede comprender elementos buenos y defectos (idolatría, superstición, inmoralidad). Sin embargo, personas que viven en el ambiente de una religión menos recta pueden conservar una rectitud en sus pensamientos y actos morales que se destaca de su religión politeísta o monista y de eventuales comportamientos inmorales de sus correligionarios.
La actitud de los cristianos de los primeros siglos respecto a las religiones en su ambiente ha sido negativa, determinada como estaba por su experiencia inmediata, pero más tarde tos teólogos han adoptado una actitud más positiva, dándose cuenta de que millones de personas sin aparente culpa personal siguen siendo miembros de las religiones no cristianas. Mientras que en otros tiempos el hecho de que tantos hombres vivieran fuera de la Iglesia fue un incentivo para intensificar el apostolado misionero, hoy día muchos razonan que no se puede imaginar que Dios deje a millones sin medios concretos para su salvación. Según ellos las religiones deben ser canales por cuyo medio puede ser transmitida la gracia.
En la evaluación de las religiones no cristianas (en cuanto a sus creencias, ritos y doctrina moral), una primera cuestión formulada por la teología católica concierne a su verdad. Con respecto a esta cuestión se puede distinguir la religión natural y las religiones más desarrolladas. La primera resulta de la experiencia sencilla del cosmos y de la naturaleza. En las angustias y expectativas de la vida los hombres tienden los brazos hacia las fuerzas misteriosas de las que depende su existencia para pedir ayuda o dar gracias. Estas expresiones de religiosidad natural poseen cierta autenticidad (Hch 17, 27-28) y traducen los deseos más profundos del hombre (S.Th., I-II 103, 1 ad 1). Para varios pueblos la religión natural ha sido así un camino hacia la fe cristiana. Pero avanzando hacia formas de vida religiosa más complicadas, los hombres corren el riesgo de perderse en el politeísmo, monismo o fenomenismo, alejándose de la recta noción de Dios. Muchas veces estas religiones se cierran sobre sí mismas, de manera que apenas pueden servir de preparación al Evangelio. Las religiones no son iguales en cuanto a sus valores de verdad y moralidad. Ad gentes 9 habla de disposiciones a la vida sobrenatural en algunas de ellas.
Si se comparan las creencias y costumbres de las religiones con la doctrina cristiana se notan ciertos elementos de valor pero también errores considerables. La Iglesia no rechaza lo que hay de verdadero en estas religiones (NA 2; LG 16), pero comprueba que frecuentemente los hombres se desviaron de la verdad, cambiaron la verdad divina por la mentira y han servido a las criaturas en vez de servir a Dios (LG 17). En ciertos ambientes desaparece la diferencia entre Dios y el hombre y se llega al monismo o al politeísmo.
Tanto en las llamadas religiones naturales como en el hinduismo, el budismo y el islam se pueden encontrar verdades sencillas sobre Dios, el hombre y el mundo, acompańadas, sin embargo, de insuficiencias, deformaciones y errores. En cuanto a las personas individuales, hay actos y actitudes religiosas que pueden atraerles la gracia divina.
Esto pone de relieve el problema de saber si se pueden considerar las religiones caminos hacia la salvación. Es una cuestión que surge en la mente de teólogos al considerar las masas de adeptos de religiones que permanecerán fieles a sus creencias. En vista de la voluntad salvífica universal de Dios se supone que la práctica de estas religiones sea camino hacia la salvación. Conviene afirmar en todo caso que una persona puede salvarse en cualquier religión, pero no se salva por esa religión, dado que sólo salva la gracia (cristiana) de Jesucristo.
Algunos autores insisten en la voluntad salvífica universal de Dios, por un lado, y en el hecho que una gran parte de la humanidad ha sido y sigue siendo como cautiva de su propia religión, por el otro, para argumentar que las religiones cristianas deben tener un sentido y ser caminos válidos hacia la salvación. Es cierto que la gracia de Dios es ofrecida a todos y obra en los corazones de los hombres (GS 22; LG 16). Pero el Concilio Vaticano II no dice que la práctica de las religiones no cristianas conduce a la gracia. Karl Rahner escribe que el Vaticano II no atribuye valor salvífico a las religiones no cristianas (Schrilten zur Theologie XIII, 314-350). La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi 53 admite que haya valores en estas religiones, pero que una relación auténtica con Dios es hallada solamente en Cristo.
b) żSon las religiones no cristianas portadoras de una revelación?Para atribuir un valor salvífico a las religiones, algunos autores opinan que transmiten una revelación divina. Dios entraría en la vida de los hombres mediante experiencias religiosas auténticas, que llegarían a ser auténtica revelación de Dios, no obstante el carácter monista o panteístico de muchos cultos. Pero como dice Dei Verbum, la revelación no es una experiencia cósmica, sino la auto-manifestación de Dios y de su designio de permitir al hombre participar de la vida divina, por medio de acciones, palabras y acontecimientos históricos, como la muerte y la resurrección de Jesús. En el destinatario de la revelación, ésta es siempre la percepción de la significación de estas acciones, palabras y acontecimientos.
Refiriéndose a los libros sacros del hinduismo, los Veda, dicen algunos que contienen verdades eternas. Ciertos textos desarrollan intuiciones profundas y expresan verdades naturales en la línea del platonismo y hermetismo. Sin embargo, su tendencia general va hacia el monismo y una metafísica en la que el mundo material se disuelve. Algunos textos ponen en el hombre el centro de la realidad o identifican la propia alma con el Yo absoluto. Por bellos que sean ciertos pasajes, expresan sólo verdades accesibles a la razón natural como lo hacen algunos textos de Platón, Plotino, Cleanthes o Epicteto.
c) La necesidad de la fe para ser salvadoLa necesidad de la fe para ser salvado es confirmada por los textos del Nuevo Testamento: ŤEs preciso que sea levantado el Hijo del Hombre para que todo el que creyere en Él tenga la vida eternať (Jn 3, 14-15); ŤEn ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre no ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvadosť (Hch 4, 12). Cristo es el único Redentor (RMi, 5) y Mediador entre Dios y los hombres. La necesidad de la fe es confirmada por la tradición y el magisterio. Pero, si la fe es necesaria para la salvación, żcómo pueden ser salvadas personas que nunca han oído hablar de Cristo? Se han dado varias propuestas: unos reducen la fe a un mínimo, por ejemplo bastaría una fe implícita en Dios que recompensa y salva. Otros hablan de una ilustración interior del espíritu por Dios o un ángel (Tomás de Aquino). Efectivamente hay personas que llegaron a la fe de esta manera.
Según Karl Rahner la autotrascendencia (Selbstüberschreitung), dada con cualquier auténtico acto de religiosidad, bastaría para que el individuo fuera redimido. Pero su opinión es una mera teoría filosófica y va en la dirección de anular la distinción entre el orden natural y sobrenatural. No nos queda otra solución que confesar nuestra ignorancia y decir con el Vaticano II que Dios puede conducir a los no cristianos a la fe sobrenatural por caminos que solo Él conoce.
Como principios fundamentales para una adecuada teología de las religiones, que está aún en sus comienzos, pueden establecerse los siguientes:
1ş) Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras a lo largo de la historia de la humanidad. Pero la desvelación cierta de su misterio íntimo y de su voluntad salvífica ha tenido lugar sólo en la historia de la salvación, coronada en la revelación de Jesucristo y dada a conocer en las Escrituras a través de la Iglesia
2ş) Por esa revelación sabemos que el Dios Trino quiere la salvación de todos los hombres. Esta salvación se realiza únicamente por y mediante Jesús, y requiere el ministerio eclesial.
3ş) La salvación no exige la pertenencia formal y visible a la Iglesia, y tal vez tampoco la confesión explícita de la Trinidad y de la Persona divino-humana de Jesús. Porque el Espíritu de Dios obra también fuera de los límites visibles de la Iglesia.
4°) Una cuestión muy importante que se deriva de los principios 2ş y 3ş es determinar cómo se incluyen en Jesucristo los hombres y las mujeres salvados, que no son miembros plenos del organismo eclesial visible. Existen muchas opiniones teológicas (fe implícita, bautismo de deseo, ignorancia invencible, plenitud escatológicas condición cristiana anónima general para todos, etc.), pero no todas parecen acertadas y ninguna goza de preponderancia.
5°) La elaboración de una teología de las religiones exige un planteamiento trinitario, es decir, la operación del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo no deben separarse. Por ejemplo, las propuestas llamadas teocéntricas, que tienen en cuenta única mente la voluntad salvífica universal de Dios y colocan en segundo plano la obra y significado único de Jesús, no son admisibles. Tampoco lo son las teorías que asimilan la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia a su posible modo de actuación en las religiones.
6°) En la actualidad no es posible determinar con un mínimo de seguridad teológica la medida en que las religiones puedan contener, corporativamente, elementos de revelación en su origen, y de inspiración en sus escrituras sagradas. Tampoco sabemos con certeza si pueden ser consideradas, en algún sentido, organismos de salvación. La respuesta de la teología católica solvente a estas cuestiones es por lo general negativa.
7ş) Las religiones no son todas iguales, y no da lo mismo seguir una u otra en orden a la plenitud espiritual y a la salvación. Existe una correlación entre la grandeza y el realismo absoluto del misterio trinitario y sus efectos transformantes en quienes lo aceptan y tratan de reflejarlo en sus vidas. No todos los monoteísmos son iguales. Es por lo menos dudoso que cristianos y musulmanes adoren al mismo Dios. Muy probablemente no es así.
8ş) Hay consideraciones más bien empíricas, que seńalan la excelencia de la religión cristiana en casi todos los órdenes de la vida humana. Deben mencionarse especialmente la capacidad del cristianismo para resistir los procesos históricos y culturales de la racionalización, la secularización, la tolerancia, la desmitificación, etc. y de asimilar, sin renunciar a sus principios, los elementos válidos que esos fenómenos puedan contener.
BibliografíaCOMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, El cristianismo y las religiones, en Documentos 1969-1996, Madrid 1998, 557-604. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración ŤDominus lesusť sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, Roma 2000. F. CONESA, ŤSobre la religión verdaderať, Scripta Theologlca 30 (1998), 39-85. J. MORALES, Teología de las religiones, Madrid, 2001. J.RATZINGER, Declaraciones conciliares acerca de las misiones, fuera del Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Barcelona 1972, 417-466.
L.J. Elders.
De un modo general, podemos afirmar que, en la concepción cristiana, la revelación es autorrevelación de Dios, en el sentido de autocomunicación y automanifestación personal de Dios al hombre. El significado de esa expresión implica la voluntad amorosa de Dios de entregar, dándolo a conocer, el misterio de su vida a los hombres. El concepto de revelación designa y unifica una realidad múltiple, si se atiende a las formas bajo las cuales ha tenido lugar esa comunicación de Dios a los hombres.
a) En el Antiguo Testamento no existe propiamente un término para designarla revelación divina. Como sucede con otras realidades básicas -como Ťpecadoť, Ťjusticiať u otras- lo que aparece en la Escritura es un entramado de aspectos concretos, de sucesos, de palabras, la totalidad de los cuales constituye la revelación. Este hecho queda reflejado en el vocabulario. Aunque existe la expresión Ťrevelarť o Ťdescubrirť (galah), no resulta apropiada para designar la autocomunicación de Dios, porque este Ťrevelarť está afectado de resonancias apocalípticas. La revelación de Dios se describe, más bien, como una presencia y una palabra de Dios a través de las teofanías (Ex 24, 16 ss.: el Sinaí; Ex 40, 34), de la manifestación de Dios en forma humana (a Abrahán: Gn 18), de los acontecimientos históricos, sobre todo los relacionados con la salida de Egipto (Sal 77, 15-21), etc. Pero de modo especial, la revelación de Dios en el Antiguo Testamento tiene lugar a través de su palabra, hasta el punto de que la revelación a través de la palabra dirigida a otro, la revelación que es fundamentalmente oída constituye una característica de la manifestación de Dios al pueblo elegido.
Llamamos Ťpalabra de Diosť a lo que en el Antiguo Testamento se designa como dabar Yahwéh. Se debe ańadir inmediatamente que existen notables diferencias entre el dabar bíblico y nuestra palabra. El dabar no era sólo un signo lingüístico de la realidad mediante el conocimiento, sino una realidad cargada de fuerza, expresiva y, al mismo tiempo e Inseparablemente, llena de energía. Por su etimología, dabar apunta a dos aspectos: a la idea de proyección hacia adelante de lo que está detrás, en el corazón (Gn 12, 17; Dt 15, 2), y al mismo tiempo a la idea de Ťdecirť (Sal 45, 2; Gn 11, 1; 1S 16, 18). Dabar es lo que sale de la boca o de los labios, pero tiene su origen en el corazón. Reviste, por tanto, un valor noético y un valor dinámico mutuamente implicados. En consecuencia, el contenido de la palabra no es sólo la expresión de una idea, sino cierta comunicación personal por la que el sujeto se introduce de alguna manera en su palabra, se entrega con ella y de esa forma le da una fuerza y una eficacia que se convierten en fidelidad.
Con la atribución de dabar a Yahwéh, nos encontramos que la expresión completa -dabar Yahwéh- (que aparece 242 veces en el Antiguo Testamento) tiene un significado en la misma línea del descrito. Por una parte, es el modo de comunicar Dios algo (sentido noético), y por otra, constituye el primer momento del designio salvador de Dios que comienza a realizarse cuando Dios se da a conocer (sentido dinámico). La acción de la palabra de Dios se representa de diversos modos. Uno de los más importantes, que aparece especialmente en el profetismo, es su fuerza no sólo eficaz, sino también creadora
Junto a dabar, en el Antiguo Testamento aparece también el término 'amar para significar la palabra (unido a Yahwéh aparece 90 veces). La evolución del significado de 'amar discurre desde el original de Ťser claroť hasta Ťdecirť. La palabra dicha -en la que este término pone el acento- es entonces la manifestación visible del interior de la cosa (Sal 19, 3 ss.; Jb 22, 28).
Se puede resumir la naturaleza de la revelación en el Antiguo Testamento de acuerdo con las siguientes características:
1ş) La revelación del Antiguo Testamento es, sobre todo, la revelación de la promesa. Por eso, cuando ese momento llegue, se tratará no sólo de la culminación, sino también de la plenitud de la revelación veterotestamentaria. Lo que en el Antiguo Testamento se anuncia, promete y prepara es la manifestación y salvación definitiva de Dios a los hombres. Las realidades más significativas de Israel (la alianza, la Pascua, los reyes, el Templo, el Libertador, etc.) son figuras de una novedad definitiva que encerrará el contenido de todas ellas. De esta manera, se declara también el carácter progresivo de la revelación.
2ş) Aunque la revelación a Israel sea revelación de la promesa, es verdadera revelación de Dios. En la Biblia no se encuentra el concepto de persona pero, en cambio, conoce un equivalente: el concepto Ťnombreť. Que Dios tiene un nombre significa que el Dios del Antiguo Testamento (y también del Nuevo) no puede ser considerado como una realidad cósmica e impersonal. Concretamente, Dios se da a conocer como Seńor (El Sadday), único Dios, ser vivo que escucha, Creador de cielo y tierra, Santo de Israel, Seńor de la Historia y Salvador. Particularmente, Dios se da a conocer como Dios glorioso. La categoría gloria de Dios tiene ya en el Antiguo Testamento, y la seguirá teniendo en el Nuevo, una importancia fundamental. La revelación es gloria de Dios: se dirige como tal a que el hombre conozca con claridad la santidad, bondad, omnipotencia, sabiduría y misericordia divinas.
3ş) La revelación es histórica. Dios interviene en la historia a través de los hechos, convirtiéndose así en actor de la misma historia. Él crea la historia, actúa en ella y se sirve de los hechos de los hombres para su plan de revelación. El dominio de Dios sobre la historia se manifiesta también en que, sean cuales sean las decisiones que toman los hombres y los hechos que realizan, sirven perfectamente para la economía reveladora de Dios. Es en la historia donde se dan las realizaciones parciales, o cierto cumplimiento de las promesas, que son así confirmadas. Pero al mismo tiempo, introduce un nuevo elemento de tensión hacia el futuro. Cumplimiento y al mismo tiempo expectación son los elementos de la experiencia reveladora y salvadora de Israel.
4ş) La revelación de Dios en el Antiguo Testamento llega al Pueblo a través de mediadores. Estos hombres elegidos por Dios reciben la palabra de Yahwéh con la misión de hacerla llegar al Pueblo. La mediación en el Antiguo Testamento está también afectada por la promesa, porque siendo auténtica y estableciendo una efectiva relación de los hombres con Dios, es todavía imperfecta. Se espera una mediación que realice más plenamente la unión entre Dios y los hombres.
5ş) El Antiguo Testamento conoce una revelación de Dios que se da a conocer a todo hombre a través de la creación y del sentido moral. Ahora bien, este conocimiento de Dios por la creación no es independiente ni previo al conocimiento de Dios como salvador. Israel llegó al Dios de la creación a través del Dios de la historia. La experiencia fundamental del éxodo y de la alianza llevan a pensar en el origen del mundo como una especie de éxodo prehistórico, como una primera manifestación del poder de Dios y como prenda de sus futuras victorias. De este modo, la creación aparece ya como una intervención de Dios salvador. En ese contexto se entiende la conciencia de que los cielos proclaman la gloria de Dios, sus obras le bendicen (Sal 19); el hombre sabio conoce a Dios, mientras que el necio lo niega (Sb 13).
b) En el Nuevo Testamento hay un mayor esclarecimiento del significado de la revelación de Dios gracias a la variedad de términos implicados para expresarla. Se puede afirmar, sin embargo, que tampoco en el Nuevo Testamento aparece un término englobante de la revelación de Dios. De todos modos, el desvelamiento de Dios -que habita en una Ťluz inaccesible, de suerte que ningún hombre le ha visto ni puede verleť (1Tm 6, 16) sigue teniendo lugar por la palabra.
1ş) En los sinópticos (cf. R. Latourelle, Teología de la revelación, 46-47; 63; 80) lo que Cristo hace es predicar el evangelio, o evangelizar, enseńar, revelar. De entre ellos prevalecen claramente predicar (keryssein) y enseńar (didaskein). En san Mateo y san Lucas aparecen a veces agrupados. ŤRecorría toda la Galilea, enseńando en las sinagogas, predicando el evangelio del reinoť (Mt 4, 23; Mt 11, 1; Lc 20, 1; cf. Hch 4, 2; Hch 5, 42 Jn 1, 1). La diferencia de matiz entre Ťpredicarť y Ťenseńarť reside en que el primero se refiere a la proclamación, todavía general, de la noticia del Reino de Dios realizada por Jesucristo, mientras que Ťenseńarť significa instruir más detalladamente en los misterios de la fe y en los preceptos de la vida moral.
2ş) San Pablo, que habla de un Ťespíritu de revelaciónť (Ef 1, 17; 1Co 2, 10; 2Co 4, 3-6, etc.), utiliza como esquema fundamental para exponer el núcleo de la revelación los términos Ťmisterioť y Ťevangelioť. El misterio revelado de Dios constituye la buena nueva de la salvación. Distingue entre la acción de Dios y la de los apóstoles. Dios revela, hace manifiesto, da a conocer, pone de manifiesto. El vocabulario se vuelve mucho más rico cuando se trata de lo que hacen los apóstoles hablan, predican, enseńan anuncian la buena nueva, dan testimonio. De este modo los apóstoles comunican la palabra (logos), la predicación (kérygma), el testimonio (martyria), el misterio (mysterion), el evangelio (evangelion). En Rm 16, 25-26 ofrece el apóstol una especie de síntesis de ambos conceptos: ŤAl que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Cristo, según la revelación del misterio, tenido en secreto en los tiempos eternos, pero manifestado ahora mediante los escritos proféticos, conforme a la disposición de Dios eterno, que se dio a conocer a todas las gentes para que se rindan a la fe, la gloria por los siglos de los siglosť (cf. también Col 1, 25-26).
3ş) En san Juan no aparecen los verbos Ťrevelarť, Ťpredicarť ni Ťevangelizarť. Los términos preferidos ahora son los que ponen en relación la revelación con el testimonio. Así, Ťtestimonioť (martyria) aparece trece veces, y muchas más la forma verbal Ťmartyreinť (33 veces). Pero sobre todo san Juan introduce el Ťlogos tou Theouť. Aunque el término logos sólo aparece en tres pasajes del corpus joáneo (Jn 1, 1; 1Jn 1, 1-2; Ap 19, 13), su introducción en los libros sagrados es de una gran importancia. Su origen está -independientemente de conexiones con el pensamiento griego- en el dabar bíblico. De este modo, Cristo es el Logos encarnado, que da testimonio del Padre y da a conocer la verdad.
La reflexión patrística de los tres primeros siglos sobre la revelación participa de las mismas características que presentan en este punto los libros canónicos: carácter no sistemático ni -hasta bastante tarde- reflejo. La revelación no era una cuestión a exponer o sobre la que reflexionar, sino una novedad de vida traída por Cristo. Jesucristo ocupa el centro de lo que todos los Padres, y de modo particular algunos como san Ireneo o san Ignacio de Antioquía, afirman sobre la revelación. Se asiste en ellos a una comprensión global y no explicitada sistemáticamente del misterio revelador y salvador de Dios en Cristo. La idea de revelación se halla presente por todos los escritos patrísticos, penetrándolo todo, y al mismo tiempo, la naturaleza de la revelación no es objeto de un tratamiento separado o sistemático.
Además de los acentos propios de cada uno de los Padres sobre la revelación, hay una serie de ideas bastante comunes entre ellos. Algunas son formuladas originalmente por uno u otro autor, y después se van extendiendo. Podemos resumir los elementos más habituales de la revelación según los Padres en los siguientes principios:
a) La afirmación de que Dios ha salido de su misterio y se ha manifestado a los hombres Esta manifestación ha tenido lugar primero al pueblo judío, a través de la Ley y los profetas, y posteriormente a toda la humanidad por medio de Cristo. La revelación no es la primera noticia de Dios, ya que aparece también afirmado el conocimiento de Dios fuera de la revelación, aunque se trate de un conocimiento débil e imperfecto. La valoración positiva del conocimiento racional aparece especialmente afirmada en Clemente de Alejandría que llega a hablar como de un Ťtercer testamentoť -junto al Antiguo y al Nuevo- que es el de la filosofía griega en la que veía un don del Logos, fuente de toda verdad. Esta manifestación de Dios a los filósofos vendría a ser una alianza especial de Dios con los griegos para llevarlos a Cristo.
b) Hablar de revelación de Dios significa para los Padres, por encima de cualquier otra cosa, que el Padre se ha manifestado, ha dado a conocer su misterio por Cristo. Cristo es la revelación y el revelador de Dios, quien hace visible al Dios invisible, la palabra que brota del silencio (san Ignacio de Antioquía). Esta revelación de Cristo tiene lugar a través de su humanidad, y a través de su palabra (idea de Cristo maestro). Ante la interpretación docetista que negaba el carácter real de la revelación a través de la carne, la reacción de los Padres es muy fuerte, insistiendo de modo muy realista en la verdad de la encarnación (Ireneo, Ignacio de Antioquía, etc.). Por su parte, a través de su palabra Cristo es maestro de los profetas, y en cuanto Logos, maestro que instruye a la humanidad (Clemente de Alejandría). Para los alejandrinos que ven en la revelación propiamente una iluminación, Cristo es el que trae la luz a nuestras mentes inmersas en las tinieblas. El testimonio de san Ignacio de Antioquía es especialmente vibrante: Cristo es Ťla voluntad del Padreť (Ad Eph. 3, 2), siendo aquí voluntad un sustitutivo de logos y sophia. Él es Ťimagen del Padreť (Ad Magn. V, 2), Ťel conocimiento de Diosť (Ad Eph. 17, 2), Ťla boca verdadera por la que el Padre habló en verdadť (Ad Rom. 8, 2), Ťlos archivos son Jesucristo: los archivos sagrados son su cruz, su muerte, su resurrección y la fe que viene de Élť (Ad Phil. 8, 3).
c) El plan de la revelación, cuya culminación es Cristo, responde a una acción pedagógica de Dios (Ireneo, Clemente, etc.). Dios educa a la humanidad desde el principio y la prepara progresivamente para recibir a Cristo. Frente a las interpretaciones gnósticas que establecían una ruptura entre las dos Alianzas y presentaban a Cristo como revelador de un Dios distinto del Dios de la Ley y los profetas, los Padres (Ireneo en particular) afirman la unidad de Dios y de la economía reveladora, junto a la acción del único Verbo de Dios en ambos Testamentos.
d) La revelación de Dios tiene carácter histórico, tiene lugar en un tiempo y espacio determinados. Se inserta en la historia a través de mediadores. En el Antiguo Testamento los mediadores son, sobre todo, los profetas. En el Nuevo los mediadores -a distintos niveles- son Cristo y los apóstoles ya que Ťlos Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Seńor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los apóstoles de parte de Cristo: una y otra cosa sucedieron ordenadamente por voluntad de Diosť (san Clemente Romano). La Iglesia a su vez, es mediadora en la recepción de la revelación porque ella la ha recibido de los apóstoles y mediante ellos de Cristo y de Dios (Tertuliano).
e) A través de la idea de mediación apunta en los Padres el elemento formal que permitirá identificar la auténtica revelación de Dios y distinguirla de las novitates de los herejes. Para ello es necesario concebir la revelación como un todo y, por tanto, con ciertos límites. Se trata ya aquí de la revelación que se transmite, de la parádosis. El criterio que aparece pronto como indicador de la interpretación auténtica es el de la apostolicidad: la parádosis apostólica que al ser pronto utilizada en la praxis litúrgica de la Iglesia va asumiendo una caracterización pública y oficial como Ťregula fideiť.
f) Los Padres ven en la temporalis dispensatio de la revelación una condescendencia (synkatábasis) de Dios. Dios se ha adaptado al hombre, a su historicidad, dando a conocer y pidiéndole lo que en cada momento era proporcionado a su desarrollo cognoscitivo, social y moral.
Para los medievales, la revelación equivale a la Sagrada Escritura. Se ha hablado por eso de un Ťbiblicismo fundamentalť en la Edad Media (Y. Cangar). Los comentadores y maestros no han accedido todavía plenamente y de un modo reflejo al principio de Ťtradiciónť e identifican la revelación fundamentalmente con la Biblia. Ello se debe a que en este tiempo se está todavía en un proceso de reflexión sobre la naturaleza de la revelación, la inspiración y la tradición. En tanto no se distingan con claridad cada una de ellas, las afirmaciones de los autores pueden dar lugar a algún equívoco. Así aparece, por ejemplo, en santo Tomás, que habla de la revelación en varios sentidos, comprendiendo al mismo tiempo la revelación y la inspiración. Admitió, sin embargo, en su análisis las dos posibilidades: luz con especies (revelación) y luz sin especies (inspiración).
Pero junto a la revelación, entendida como contenido, la teología medieval desarrolló un concepto formal de revelación. Según esto, la revelación de Dios se caracteriza porque supera la capacidad de la razón humana. Es en este punto donde reside la aportación más original de los doctores de la Edad Media sobre la naturaleza de la revelación, ya que a partir de ellos se marcan orientaciones y corrientes que perdurar a' en la historia.
La Reforma luterana no propuso inicialmente un nuevo concepto de revelación, pero sus postulados teológicos acabaron afectando hondamente a la noción de revelación, lo cual dio lugar a la intervención, también en este punto, del Concilio de Trento.
Dos aspectos particulares de la interpretación protestante tienen especialmente que ver con la revelación: a) la reducción, primeramente de hecho y luego explícita, del papel de la razón en el conocimiento de Dios. Aun reconociendo, como hace Calvino, que Dios se manifiesta a los hombres a través de la creación, no tarda en imponerse la idea de que el único conocimiento de Dios que interesa es el que nos viene por la revelación de Jesucristo. De este modo, además, se mantiene el carácter puramente fiducial de la fe que no cuenta con justificación racional alguna. b) Se trata precisamente el de la fe fiducial. La única fe que justifica es la Ťfe-confianzať, aquella mediante la cual el hombre se confía plenamente a Dios. Creer, entonces, no es saber algo de Dios sino entregarse a Él, a un Dios que es externo al hombre, un Dios juez que por gracia mira al hombre con benevolencia y perdón.
La instalación de la fe fuera del ámbito universalizador de la razón, y su carácter de confianza personal e inmediata en la gracia, aparecen reforzados por el principio de la sola Scriptura. Según éste, la Sagrada Escritura es soberana y no puede estar sometida a ninguna instancia humana para su interpretación. La Escritura es la única regla de fe, y su Interpretación la realiza el individuo con la asistencia que recibe del Espíritu Santo, mediante la cual conoce lo que está revelado y lo que hay que creer. Este testimonio interior individual del Espíritu Santo es inseparable de la palabra de Dios en la Escritura. Con estos presupuestos, la fe no cuenta ya con la mediación de la Iglesia. La consecuencia será que, más allá del énfasis en la trascendencia de la revelación que esta postura parece representar, queda de algún modo abierto el camino hacia el subjetivismo y el racionalismo.
El magisterio de la Iglesia se ha ocupado de la revelación sobre todo en el siglo XIX y en el XX. La enseńanza magisterial sobre esta cuestión se contiene en los documentos de los concilios ecuménicos Vaticano I y Vaticano II, en los que la revelación es abordada de manera explícita. Es necesario, sin embargo, referirse previamente al Concilio de Trento, en el que -a pesar de que la revelación como tal apenas aparece- se expone, en diálogo y respuesta con los protestantes, una enseńanza capital para la comprensión católica de la automanifestación de Dios a los hombres que llamamos revelación.
a) Concilio de TrentoEl Concilio de Trento abordó en su enseńanza, sobre todo, lo referente a la doctrina de la Sagrada Escritura y la Tradición para atajar el peligro de una atención demasiado exclusiva a la Sagrada Escritura. Pero no dejó de ocuparse de la naturaleza de la fe.
En resumen, en Trento se establece que la revelación -llamada aquí Evangelio- es la doctrina anunciada por los profetas, promulgada por Cristo, transmitida por los apóstoles y conservada en la Iglesia. Esa doctrina se contiene en los libros de la Sagrada Escritura y en las tradiciones que arrancan de Jesucristo. La fe con la que el hombre responde a la revelación es un asentimiento a la verdad de lo que Dios ha manifestado.
b) Concilio Vaticano IEl Concilio Vaticano 1 es el punto final de una serie de intervenciones magisteriales de los Papas en el siglo XIX. Este siglo se vio atravesado en el campo teológico por las discusiones en tomo a la relación entre fe y razón. El Vaticano I expone su enseńanza sobre la revelación en el capítulo 2 de la Constitución dogmática Dei Filius (aunque también son relevantes para esta enseńanza los caps. 1, 3 y 4). Concibe la revelación fundamentalmente como manifestación, de modo predominantemente intelectual: la revelación da a conocer la verdad sobrenatural de Dios que supera absolutamente el alcance y las posibilidades de la razón humana. Esta afirmación, sin embargo, debe ser situada en un marco amplio. En primer lugar, no hay que olvidar que -como consta en la discusión previa- el Concilio no pretendía exponer una doctrina completa sobre la revelación divina, sino solamente aquellos puntos que habían sido oscurecidos o negados, y en este sentido era una respuesta al racionalismo y semirracionalismo de la época. En segundo lugar, el Concilio pone en relación inequívocamente la revelación y la salvación: la revelación nace de la bondad de Dios y es absolutamente necesaria para que participe el hombre de aquellos bienes divinos a los que está ordenado por su elevación al orden sobrenatural. El fin de la revelación no es, por consiguiente, alcanzar un mero conocimiento oculto, sino que está ordenada a las realidades salvíficas.
c) Concilio Vaticano IILa más amplia enseńanza del magisterio de la Iglesia sobre la revelación ha tenido lugar en el Concilio Vaticano 11, que ha tratado de ella en varios documentos, pero sobre todo en la Constitución dogmática De divina Revelatione, Conocida generalmente como Dei Verbum. Esta Constitución, promulgada oficialmente el 18 de noviembre de 1965, recoge ya en su enunciado la expresión Ťrevelación divinať, que ha pasado de ese modo a designar un tema habitual de enseńanza en la Iglesia y una cuestión central de la teología.
Dei Verbum no realiza una formulación genérica de la naturaleza de la revelación sino que sigue un método descriptivo, sobre todo en los números 3 y 4. Pero incluso en el número 2, que sirve de descripción general de la revelación, y por tanto de Introducción a lo que viene a continuación, la revelación es presentada en un proceso que arranca de la voluntad de Dios: Ť... placuit Deo in sua bonitate et sapientiať. Esta fórmula introduce un cambio respecto a la de Vaticano I (Ť... placuisse eius sapientiae et bonitatiť) que pone de manifiesto el carácter marcadamente personal con el que Dei Verbum quiere presentar la revelación.
La revelación no es mera comunicación de un mensaje, sino un encuentro en el que Dios habla como un amigo e invita a entrar en su intimidad. Por eso, aunque Dei Verbum no use el término, la presentación que hace de la revelación es la de una autocomunicación de Dios al hombre. A partir de aquí se da un recentramiento teologal de la revelación divina: no se trata ya de una realidad que se define por su relación negativa con otra -revelación sobrenatural distinta y superior a la revelación natural-, sino del mismo misterio de Dios que se presenta y fundamenta desde sí mismo, y cuya acción entre los hombres no tiene otra razón de ser que su libertad.
El misterio de Dios es su vida íntima, trinitaria, manifestada por Cristo, y a la cual los hombres tienen acceso por el mismo Cristo en el Espíritu. Por eso la autocomunicación de Dios no implica solamente la apertura y manifestación de algunos atributos de Dios como la voluntad o sabiduría, sino también del designio salvador de Dios. La revelación de Dios es presentada desde el principio en una concepción integral, en relación esencial, por tanto, con la salvación. El hombre está llamado a la intimidad misma de Dios donde se verá transformado no sólo en su inteligencia, sino en su ser total, haciéndose hijo de Dios. Así resulta que a la concepción integral de la revelación corresponde una concepción también integral de la fe.
La revelación, avisa Dei Verbum, responde a un plan, a una economía, que se administra siguiendo unos trazos fundamentales que son las palabras y hechos (verba, gesta), intrínsecamente conexos entre sí. Esta aportación de Dei Verbum 2 es verdaderamente esencial y su eco se mantiene vivo en otros pasajes (especialmente DV 4). Los hechos y las palabras evocan la Ťbondad y la sabiduríať de Dios que se manifiestan en la revelación inseparablemente unidas. Muestran que la revelación tiene lugar en la historia, como historia de salvación, y al mismo tiempo es una comunicación de verdad. Los hechos Ťmanifiestan y confirman la doctrinať porque son como palabras en acto, y las palabras Ťproclaman los hechosť y descubren el misterio revelado que en ellas se contiene.
La inseparabilidad entre gesta y verba, opera y doctrina, res y verba, verba y mysterium permite reconocer una característica sacramental a la revelación. A través de las palabras y de los hechos, es el misterio de Dios el que se entrega. Esta autocomunicación tiene su plenitud en Cristo Ťmediador y plenitud de toda revelaciónť. La relación entre las palabras y los hechos -que no pueden dejar de ser de algún modo heterogéneos- llega a su identificación perfecta en Jesucristo, la Palabra que se hizo carne. El carácter cristológico y pneumatológico de la revelación es uno de los elementos esenciales de la enseńanza del Vaticano II sobre la automanifestación de Dios.
Partamos de una afirmación fundamental: Cristo es el revelador de Dios, mediador perfecto de la revelación puesto que como Verbo de Dios que se ha encarnado es Dios eterno y hombre perfecto; realiza las obras de Dios; habla de lo que ha visto; conoce a Dios y sabe lo que hay en el hombre.
La mediación de Cristo (que explícitamente como ŤCristo mediadorť aparece tres veces en la carta a los Hebreos Hb 8, 6 y Hb 9, 15; Hb 12, 24, una vez en Gálatas Ga 3, 20 y otra en 1Tm 2, 5) es ya revelación del misterio íntimo de Dios, del Dios Trino. Esta mediación está en relación con las mediaciones y los mediadores del Antiguo Testamento; pero, simultáneamente, la revelación veterotestamentaria no cuenta con la manifestación del Dios Trino ya que su afirmación fundamental es que Yahwéh es único y uno.
La confesión de la fe: ŤEl Verbo se hizo carneť significa que el Verbo eterno, la Verdad e Imagen (Col 1, 15) de Dios ha entrado en la historia, se ha hecho palabra histórica, cercana a los hombres En Cristo, la revelación de Dios que tiene lugar Ťpor la palabra y hechos intrínsecamente unidosť (DV 2) ha llegado a su plasmación más clara y perfecta en cuanto Palabra hecha carne. En Jesucristo culmina la economía o estructura de encarnación que atraviesa todo el Antiguo Testamento, en el que la palabra, la historia y la presencia son ya una forma de encarnación de la revelación divina.
Mediante la encarnación se amplía la comprensión del Logos de Dios que va más allá de la mera representación cognoscitiva. La Palabra, siendo portadora de un mensaje, es más que mensaje: es un hecho, cargado por tanto de significación. En cuanto hecho, el Verbo encarnado, Cristo, es revelador no sólo a través de palabras, sino también a través de su propia realidad. No solamente la enseńanza de Jesús, sino su misma encarnación es reveladora. La persona, presencia, manifestación, acciones, signos de Cristo, así como todos los acontecimientos concretos de su vida: su nacimiento, su bautismo, su transfiguración, su pasión, muerte y su resurrección, se convierten así en reveladores, en Ťepifaníasť que desvelan uno u otro aspecto del misterio de la salvación. Jesucristo es verdaderamente verbum abbreviatum, compendio y plenitud de la revelación.
En la encarnación del Hijo-Logos culmina la autocomunicación de Dios a los hombres. Al enviar a su Hijo para que asuma forma humana, Dios se da y se revela como Padre a los hombres. Por eso, la función reveladora del Verbo encarnado y su función vivificante -liberación, redención, divinización- son dos aspectos inseparables de la autocomunicación de Dios a los hombres. La encarnación es la suprema comunicación de Dios a la criatura intelectual, afirma santo Tomás (Compendio de Teología, c. 214, n.429). Por eso, la encarnación es la base de la revelación y la razón para creer en ella. En consecuencia, la función reveladora está necesariamente incluida en la misma constitución de Cristo, y se comprende a la luz de algunos datos fundamentales. Estos datos, según Juan Alfaro, son los siguientes:
&ndash: realismo del ser humano de Cristo;
&ndash: carácter personal de Cristo como Hijo de Dios, imagen de su ser divino, palabra eterna del Padre;
&ndash: la encarnación como asunción de nuestra naturaleza por el Hijo de Dios;
&ndash: experiencia religiosa propia del hombre Jesús como Hijo de Dios: en ella vive el misterio de su filiación divina (es decir, su inefable relación al Padre);
&ndash: el testimonio de Cristo como palabra humana de la palabra personal divina, a saber, como autorrevelación personal de Dios a los hombres.
La encarnación es, pues, la realidad clave, el punto crucial donde lo divino y lo humano se articulan de acuerdo con una estructura sacramental que regula no sólo la comunicación de la gracia, sino la misma revelación de Cristo, la cual es resultado de la tensión creadora que resulta de la inseparabilidad entre la humanidad y la Persona del Verbo. Esa tensión consiste en que lo visible y perceptible de Jesús remite necesariamente al misterio de su unión con el Padre.
La naturaleza humana de Cristo es signo e instrumento de la manifestación que Dios hace de Si mismo (cf. LG 8), lo cual implica concebir la encarnación en su pleno realismo. La humanidad de Cristo no es simple apariencia sino expresión real del Verbo de Dios, auténtica manifestación de Dios: ver a Cristo es ver al Padre (DV 4, que remite a Jn 14, 9); sus palabras son las palabras de Dios. Lejos, por tanto, de todo docetismo, pero también de todo subordinacionismo, se puede afirmar que en el encuentro con Jesús el hombre se encuentra con el Padre. La revelación de Dios que Él es personalmente, no es, sin embargo, una pura iluminación: es revelación para la fe.
Cristo revela el hombre al propio hombre. En Jesucristo, Verbo encarnado, Dios se ha hecho máximamente cercano y comprensible para el hombre a quien revela no sólo el misterio de Dios, sino el misterio del propio hombre. La revelación encierra una llamada al hombre para que reconozca en ella la presencia de Dios a través de su Palabra encarnada. De este modo la revelación en Cristo se presenta no sólo como la Ťrespuesta esperadať, sino también como la iluminación de lo que en el hombre quedaría sin ella ignorado. Esa iluminación y revelación del hombre alcanza su grado definitivo en Cristo; en Él, el mismo hombre es llevado a su máxima plenitud ya que es Cristo quien muestra al hombre su altísima vocación (GS 22). Este hombre que Cristo revela al mismo hombre es el destinatario de la revelación, el que permite que se pueda hablar de Ťcarácter antropológico, e incluso antropocéntrico, de la revelación ofrecida a los hombres en Cristoť (Juan Pablo II). Se trata del hombre cuya comprensión sólo es posible sobre la base de la referencia no sólo conceptual, sino también íntegramente existencial, a Dios. Como dice Juan Pablo II: Ť... el hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amorť.
Cristo se muestra como el camino no solo hacia Dios, sino también hacia el hombre. Correlativamente, el hombre es también camino hacia Cristo, en cuanto que partir de él se define el trazado fundamental de las vías humanas -la economía de la encarnación- por las que llega la revelación histórica de Dios y particularmente la revelación de Dios Trino a través de Cristo. De este modo se da, como en tantos otros campos de los saberes humanos, un conocimiento de naturaleza circular: lo humano es iluminado por Cristo, y es al mismo tiempo camino que conduce a Cristo.
La revelación en la cruz se constituye junto con la resurrección como el momento cumbre de la revelación divina. Dios ya se ha manifestado abundantemente antes de la cruz. Pero la muerte de Jesús en la cruz es la síntesis y el núcleo de su mensaje. La cruz representa la forma más alta pensable del vaciamiento, de la kénosis de Dios, que llega hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 5-11). Precisamente en ese anonadamiento se manifiesta el poder de Dios, que es tan grande que puede hacerse pequeńo, bajo e insignificante, llegar incluso a la muerte, y vencerla. Dios es más poderoso que el poder de la muerte. De ese modo se puede entender que Dios muestra su poder en la humillación y en la impotencia.
Pero en la cruz no se manifiesta simplemente el poder de Dios que vence a la muerte, sino sobre todo el poder del amor a los hombres. En la cruz, Dios revela que asume el destino del hombre hasta las últimas consecuencias. El sentido de la cruz y de la muerte de Cristo se desvela como la revelación radical e irrevocable de que Dios es amor, amor más fuerte que el pecado y que la muerte, amor que ante el mal se convierte en misericordia. La cruz es el extremo al que puede llegar Dios en su amor difusivo. Es Ťel id quo maius cogitari nequit, la autodefinición insuperable de Dios. Dios no sufre por deficiencia, sino que siendo la omnipotencia del amor, puede realizar, por decirlo así, la impotencia del amor; puede entrar en el sufrimiento y en la muerte sin sucumbir a ellosť (W. Kasper). De este modo, Dios asume la condición humana, el destino del hombre hasta las últimas consecuencias. La cruz revela a Dios al poner de relieve hasta qué punto el Hijo de Dios ha aceptado, al hacerse hombre entre los hombres, la existencia humana sometida a la muerte, y hasta dónde llega su solidaridad con la humanidad, y en último término, hasta qué punto Dios ama al hombre.
La cruz revela, junto con el amor del Padre a los hombres, la actuación plena de la filiación divina de Jesús que, al entregarse voluntariamente a la muerte, responde con su devoción filial al Padre, a la autodonación del Padre a su Hijo hecho hombre. La respuesta del Padre a la entrega de Cristo es la resurrección en la que recibe la glorificación que le constituye como ŤSeńorť. Precisamente en cuanto ŤSeńorť, Cristo envía el Espíritu Santo a los hombres, a quienes, por el mismo Espíritu, da una participación en su propia gloria y definitivamente, en la vida misma de Dios. Así, la resurrección da plenitud de sentido revelador a la encarnación y a la muerte, con las que forma una unidad de misterio. El envió del Espíritu Santo -que no se puede separar del acontecimiento de la cruz, muerte y resurrección de Jesús (cf. Rm 1, 3)- expresa y realiza -obras, palabras- la plenitud escatológica de la vida, de la muerte y de la resurrección de Cristo. El Espíritu Santo es el perpetuo dador de sentido, de la verdad del misterio de Cristo para su Iglesia.
A partir del envió del Espíritu Santo, la economía cristiana es definitiva: se ha completado la revelación y salvación, las cuales, desde ahora, se anuncian y realizan en la historia con la actualidad que le da el mismo Espíritu Santo que preside el Ťhoyť de la gracia y de la comprensión. En cuanto revelación de Dios plena y definitiva, no transitoria ni imperfecta, la economía cristiana encierra toda la verdad y la santidad que harán llegar a los hombres y al cosmos a la Parusía. Por eso, no se debe esperar ninguna revelación pública que complete o perfeccione a la recibida de Cristo en el Espíritu Santo. Como dice bellamente san Juan de la Cruz: Dios al darnos a su Hijo, su Palabra -Ťque no tiene otraťŤha quedado como mudo, y no tiene más que hablarť (Subida al monte Carmelo II, 22, 3.4).
La acción del Espíritu Santo como actualización del don de la palabra y de la obra de Cristo se relaciona directamente con la Iglesia. La profundización del misterio cristiano, la inspiración de la Escritura, su comprensión viva en la tradición, la autoridad de la enseńanza apostólica, la santidad de los discípulos, son resultado de la acción del Espíritu enviado por Cristo. Es en el Espíritu Santo como se articula el tiempo de la revelación y el tiempo de la Iglesia. El mismo Espíritu que actuaba en Jesús es el que anima a la Iglesia que, de este modo, se sabe siempre en fidelidad a su Maestro.
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C. Izquierdo
Si bien la Escritura da cuenta de formas de revelación o percepción de Dios como la intuición mántica en los sueńos, ordalías, suertes, etc.; las mediaciones fundamentales de la revelación son el mundo como creación y los hechos históricos y la palabra.
La creación, la realidad en cuanto obra de Dios, en su constitución natural y en su desarrollo merced a la conservación divina, lleva en sí un modo de presencia o comunicación de Dios. Como obra suya, el mundo tiene algo del Creador, las criaturas portan una huella de su Origen. En la Biblia, la revelación dada en la historia da testimonio de esa comunicación divina en el mundo, en su revelación sobrenatural Dios revela su anterior comunicación creadora. Israel ha concebido su fe creacionista y ha descubierto la huella de Dios en las criaturas desde la experiencia salvadora de Dios en su historia, y la creación será vista como el primer acto histórico-salvífico que afecta a toda la humanidad. La palabra y la acción divinas se concitan en el crear, el mundo es obra dictada, la creación es un hacer al decir, de lo que se sigue la verbalidad de lo real: en su facticidad el mundo es revelador Por eso, en su confesión del Creador, ambos Testamentos afirman que todos los hombres pueden y deben llegar al reconocimiento de Dios a partir de la creaturalidad del mundo y el hombre, lo cual convierte esta manifestación natural de Dios en el marco general de la especial revelación sobrenatural, y de hecho ésta advino a hombres que a partir del horizonte mundano vivían ya una experiencia religiosa. Por esta razón, el estudio de los modos de la revelación puede y quizá deba comenzar por la comunicación creacional según el testimonio de la misma Escritura.
La enseńanza se halla en Sal 8, 19 y 104; Jb 38-41; Si 39, 12 ss.; Si 42, 15-43, 33 y sobre todo en Sb 13, 1-9 cuyo autor asevera con firmeza el conocimiento de Dios a través de las criaturas del mundo Ťpor analogíať (v. 5), convirtiendo esta convicción en expediente para condenar al paganismo que, Pudiendo haber conocido así al Creador, no lo hizo, fascinado por la bellezas del mundo. No obstante, el autor habla invocado antes la Sabiduría que acompańa a Dios para que le diese a conocer lo que le es grato (Sb 9, 9-11), Sabiduría que es gracia (Sb 8, 21). En el Nuevo Testamento, san Pablo formula una durísima condena contra los gentiles porque habiendo conocido a Dios mediante la razón a través de las criaturas, no le han dado el culto correspondiente, pues el Dios invisible se hace manifiesto mediante lo creado: su eterno poder creador y su trascendencia sobre el mundo en tanto que creador suyo (Rm 1, 20). Además, y esto es una novedad del apóstol, se ha podido conocer a Dios a través de la propia conciencia moral, porque en el interior de todo hombre hay una revelación de la voluntad de Dios, por razón de la cual los paganos, que no conocen la Ley, cumplan las prescripciones de ésta (Rm 2, 15), llegando Pablo a apuntar una correspondencia entre la ley escrita en los corazones y la Ley mosaica. Como ser espiritual, el hombre lleva esta específica forma de presencia de Dios. El discurso del mismo Pablo en Atenas (Hch 17) contiene también la afirmación de una presencia de Dios en los seres del mundo, creación suya, presencia que, sobre todo en cuanto se refiere al hombre, los griegos habrían reconocido (Hch 17, 28).
Estos testimonios de la Escritura invitan al pensamiento cristiano a una lectura del mundo y del hombre que ilustre los modos de la comunicación natural de Dios y su alcance. Respecto del mundo, una larga tradición teorética ha incidido en su finitud o contingencia, su dependencia natural, su creaturalidad, que testifican la existencia y acción creadora de una divinidad. En otra dirección, opuesta y complementaria, más apuntada quizá por la Escritura, el orden, la consistencia, la misteriosa racionalidad y belleza del mundo, que éste no puede darse a sí mismo, deponen a favor de una razón creadora, libre, amorosa, de quien ha de provenir. Existen, además, vías de reflexión que conciernen específicamente al ser humano. La afirmación radical de la antropología cristiana, el hombre a imagen y semejanza del Dios que lo crea (Gn 1, 26-27), animado desde el aliento/principio vital del Creador (Gn 2, 7 b) constituye la comunicación creacional de Dios en el hombre, y el análisis de los modos de ésta equivale a la tematización de la imago. Los elementos del hombre que constituyen su similitud con el Creador son la revelación natural de Dios en él. En el pensamiento contemporáneo, autores judíos y cristianos han dilucidado esta presencia creacional de Dios en la dialéctica de la voluntad (M. Blondel) o en el dinamismo cognoscitivo de la razón (K. Rahner), en el fenómeno del diálogo o la intersubjetividad (M. Buber, E. Lévinas). Pero siguiendo la indicación precisa de Pablo, tiene especial relevancia la conciencia moral, como seńalan diversas tradiciones religiosas y filosóficas. En efecto, sin dejar de ser personalísima palabra o ley personal, sin ignorar el carácter histórico-cultural de algunos de sus contenidos, en la conciencia se hace manifiesta una fuerza imperativa soberana con la que se impone un criterio de conducta y un juicio sobre lo obrado de tal objetividad y rigor que el hombre puede percibir en estas dimensiones de su conciencia la presencia de una realidad nueva, soberana, trascendente, que se manifiesta en su propia constitución moral.
La percepción humana de esta revelación tiene lugar por la razón (nous) (Rm), mediante un pensamiento reflexivo, analógico (Sb) que debe ir acompańado del compromiso moral con la verdad de las cosas y de sí mismo. Es precisa una mirada espiritual, una exploración reverencial sobre la realidad en busca de su fundamento. La Escritura afirma la posibilidad real de recta experiencia de Dios a partir de esta revelación, por lo cual si de hecho no se da, se incurre en el pecado que Sb y Rm denuncian con firmeza (como bien puntualizaba H. Fries, Wir und die Andern, Stuttgart 1966, 257; cf. FR 19); por otro lado, Pablo sólo menciona los rasgos de omnipotencia y deidad de quien debe ser deducido como Creador a partir del mundo, lo cual es un saber limitado sobre Dios que apenas penetra en su intimidad personal y que propiciará que en el desarrollo de una experiencia religiosa a partir de este conocimiento fácilmente -aunque no sin culpa del hombre- se desvaríe. En esta línea el Vaticano I afirmará que es perfectamente posible llegar con la razón, a partir de los seres del mundo, a un conocimiento cierto de Dios; pero admite también que en la Ťactual situaciónť, ante el decaimiento espiritual del hombre tras el pecado de origen, en su sabiduría y bondad Dios ha abierto la especial revelación histórica para garantizar el conocimiento de su plan de salvación, lo que indica que no es tan fácil la recta realización de la posibilidad de conocimiento natural de Dios (según H.U. von Balthasar: el Vaticano I hace afirmación del conocimiento natural de Dios Ťaderezándola con algunas cláusulas circunspectasť; Ťcon el "pueda" (posse) de la primera afirmación no se afirma, por tanto, más que una posibilidad realť, Spiritus Creator, Madrid 2004, 33). Si Dei Verbum 3 evita llamar revelación a esta comunicación divina hablando de un Ťtestimonio perenneť mediante las criaturas, no es inconveniente tomar ese testimonio como verdadera autocomunicación divina, gratuita y amorosa, en cuanto la gracia radical es la Creación, acto fundacional de la alianza.
Presuponiendo la naturaleza y la criatura humana, la voluntad salvífica de Dios da lugar a una nueva revelación mediante la palabra y la historia de un pueblo particular que culmina en la concreción de la historia personal de un individuo de ese pueblo que plenifica la revelación dada hasta él. No obstante este particularismo, esta revelación es universalista al ofrecer un designio de salvación para todos los hombres (la bendición de Abrahán se remite a todos los pueblos: Gn 12, 3). Si esta nueva revelación se da mediante la palabra y la historia, su factor más determinante es la voluntad de autocomunicación de Dios de la que proviene y que realiza, ofreciendo al hombre su intimidad salvadora mediante la palabra, medio por excelencia de comunicación de los seres espirituales, y la historia, el ámbito del acontecer libre y el lugar de una posible salvación del hombre como ser histórico-social. Por estos medios Dios quiere provocar un diálogo con el ser humano, que es interlocutor homólogo, creado por la misma Palabra, constituido desde su origen como oyente, porque de la Palabra y para la Palabra surgió. En cuanto trasciende la presencia creacional de Dios, esta revelación no es conocida, en el sentido del conocimiento que versa sobre lo dado en el horizonte mundano; es creída en cuanto que por gracia del mismo Dios comunicado es reconocida como tal, no sin la razón.
a) La revelación por la palabraEn la revelación de Israel, son el habla y la escucha, las categorías radicales (sobre todo el profetismo estableció el primado de la palabra como medio de autocomunicación de Dios, siendo su campo concreto la historia: G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento II, Salamanca 1980, 117-118. En la palabra culmina la depuración de las categorías reveladoras de un Dios reconocido cada vez más como trascendente). La comunicación verbal de Dios se desarrolla a través de mediadores como Abrahán (Gn 12, 1 ss.), Moisés (Ex 3, 1-15), y especialmente los profetas, que han escuchado la Palabra y la deben transmitir a todo el pueblo, que deberá reconocerla a través de ellos, siendo la escucha un deber religioso fundamental. La Palabra de Dios presenta dos grandes aspectos: noético, comunicación del conocimiento de Dios, y práxico, creación de una historia salvífica; palabra de verdad que hace conocer los decretos de Dios y al tiempo, llamando e interpelando, realiza sus designios (el hebreo no distingue entre la palabra y quien la dice, el poder de la palabra es el de quien habla, por lo que sería inconcebible una palabra divina que no realice: Dt 18, 18-22; cf. B. Forte, Teologia della Storia, Torino 1991, 123). En su dimensión cognoscitiva, la Palabra revela a Abrahán la voluntad de salvación de Dios prometiendo un futuro de prosperidad en el marco de una alianza como sistema de relaciones. Sobre esta comunicación primera, la Palabra manifestativa de Dios se desarrollará como ley y como profecía. En la forma legal, desde los orígenes de Israel reglamenta la vida del pueblo (Ex 20, 1-7). En los profetas la experiencia de la Palabra gana una intensidad extraordinaria, es una presencia trastornadora, algo objetivo (Jr 20, 7; Ez 3, 15), distinto del profeta del que dispone sin posibilidad de rehuir su acción (Am 3, 3-8). Cuando el profeta la anuncie dará razón de este acontecimiento excepcional, mostrando que su predicación es el oráculo de Yahwéh, transmitiendo su voluntad o descubriendo el sentido de los acontecimientos del pueblo. La enseńanza sapiencia) (Sb 10, 19) prolongará la instrucción sobre el querer de Dios reflexionando sobre lo revelado en la Ley y la profecía.
Pero siendo de Dios, la Palabra tiene fuerza creadora sobre la historia del pueblo o sobre el mundo. La Palabra desarrolla su anuncio, el designio de Dios (Jos 21, 45). El dabar bíblico es palabra performativa, capaz de cambiar salvadoramente la realidad. Como revelación divina no puede no abrirse a una realización histórica de la gracia, se orienta a la acción, porque lo que Dios anuncia se ha de cumplir y la historia no será sino el cumplimiento real de las promesas que anuncia la Palabra. En una ulterior reflexión sobre la experiencia del poder creador de la Palabra divina en la historia, Israel llegará a la convicción de que el mundo es obra de la Palabra (Gn 1; Sal 33, 6-9).
b) Revelación en el acontecer históricoAsí, la Palabra remite al hacer histórico, forma distinta y complementaria de la autocomunicación divina. La revelación sobrenatural presenta un formato histórico porque en la historia ha de vivir el hombre su encuentro con Dios y en ella se ha de sustanciar su proyecto salvífico. La revelación se da en el acontecer histórico, más aún, es una revelación como historia, en la cual se realiza la salvación de Dios, modificando el acaecer ordinario, alumbrando un novum en alguna medida empíricamente observable. Con una verdadera dimensión histórica, esta comunicación de Dios tiene su desarrollo temporal, sus épocas, su avance. Para el Antiguo Testamento, los hechos en que Dios se manifiesta forman un plan, tejen una verdadera historia de la revelación. Así empieza con Abrahán, cuya vida cambia profundamente la llamada de Dios, que suscita una historia nueva bajo una promesa de prosperidad y alcanza una trascendencia extraordinaria en los acontecimientos del Éxodo: la salida de Egipto, la travesía del desierto y el asentamiento en Canáan, son actos de una liberación histórica promovida por Dios. Sobre la base de esta iniciativa que funda el pueblo de Israel, éste deberá vivir en obediencia a Yahwéh (de Ex 19 a Nm 10), viviendo una andadura histórica distinta a los demás pueblos (Lv 18, 3). En los preámbulos del éxodo tiene lugar la revelación del nombre de Dios (Ex 3, 14) que expresa el ser divino con un sentido dinámico: Ťestaréť, ŤSoy el que estaráť (M. Buber traducía ŤYo estoy como el que estaré siempreť) haciendo referencia a los próximos acontecimientos del éxodo, de modo que el nombre Yahwéh, cómo es Dios, alude a su futura actuación que demostrará su fidelidad, la liberación histórica que lo verificará.
La historia posterior de Israel será el claroscuro de experiencias de salvación por la acción de Dios y la obediencia del pueblo y de negatividad histórica -el cisma, el fracaso de la monarquía, la calda de Israel, la calda de Judá y el exilio- por el alejamiento de Yahwéh e infidelidad a la alianza. La experiencia histórica de la salvación de Dios llevará un día a reconstruir en una clave histórico-salvífica los orígenes de la humanidad y la prehistoria del propio Israel en Gn 1-11, etiología, Ťprofecía del pasadoť (H. Renckens). En tiempos de catástrofe por la infidelidad del pueblo, los profetas anunciarán una acción de Dios que saneará la historia de Israel, como el nuevo éxodo anunciado por el Segundo Isaías (Is 52, 11 ss.), el cual, sin embargo, abre la perspectiva de una plenitud de la historia universal por obra de Yahwéh, único Dios verdadero. Nace la espera de una intervención salvadora de Dios como consumación de la historia.
c) Referencia reciproca de hechos y palabrasComo se ha observado, la revelación sobrenatural se desarrolla en una profunda interdependencia de los hechos y la palabra. Por una parte, la palabra, teniendo la fuerza de Dios, desencadena unos hechos que son obra suya y, además, dicha por quien tiene la facultad de interpretar los hechos como comunicación divina -especialmente los profetas que han intensificado el sentido histórico de la fe hebrea-, la palabra manifiesta su sentido y los hace verdaderamente reveladores. Por otra, los hechos vienen a confirmar la palabra anunciada realizándola en el espesor de la historia humana. Si los hechos salvíficos de Dios son anunciados como tales y como objeto de fe por quienes pueden interpretarlos como historia salutis, justamente la verbalidad de los hechos llevará a que sean enunciados en profesiones de fe, que siempre tendrán un claro contenido factual, como el credo histórico de Dt 26, 5-9. Ésta es la trabazón interna de los modos de la revelación: Ť... obras y palabras intrínsecamente ligadasť (DV 1).
d) Revelación plena en los hechos y palabras de JesucristoLa plenitud de la revelación de Israel, el cumplimiento definitivo de la promesa de Dios en la persona y ministerio de Jesucristo, debe afectar a los modos del revelar, por lo demás, estructuralmente unidos al contenido teológico. En efecto, la palabra como autocomunicación de Dios alcanza la forma más perfecta al decir ahora la Palabra eterna encarnada; los hechos de salvación llegan a plenitud en el Reinado de Dios que adviene en la historia a través de los actos del Hijo que encarnan el amor absoluto del Padre. Además, la referencia mutua entre palabras y hechos toca una intensidad máxima cuando Jesucristo es la Palabra encarnada, esto es, Palabra que acontece o acaecer histórico de la Palabra eterna. Por eso, por detrás de palabras y obras, su revelación más propia es él mismo, el misterio teándrico de su persona: él, la Palabra por excelencia (Ap 19, 3), el Reino en persona (autobasileia, Orígenes), su vida, el insuperable gesto histórico-salvífico. Si en Israel palabras y hechos tejían la llamada divina al hombre a un diálogo de intimidad, este propósito se hace más visible en el Hijo encarnado, que consuma el carácter y el designio amoroso de la anterior revelación y en atención al destinatario humano desarrolla la comunicación más perfecta en todas las estructuras de lo humano. Y si la revelación, por la palabra y por los hechos, se daba a través de mediadores, como Dios y hombre, Jesucristo es el mediador perfecto (Hb), el mediador y lo mediado.
Ungido por el Espíritu de Dios (Mt 3, 16), Jesús es enviado para anunciar la Palabra (Lc 4, 1 ss.). Reconocido como maestro (Jn 13, 13), doctor (Mt 22, 15) o profeta (Mc 8, 28 par.), enseńa, discute, denuncia, usando diversos géneros de comunicación verbal. Su hablar humano, evangelio, revela definitivamente el plan salvífico de Dios, su misericordia, su perdón, su amor incondicionado, su paternidad misteriosa, su definitiva soberanea salvífica en el Reino que viene. Y con ello, el nuevo modo de vida en la lógica del Reino: prácticas ascéticas (Mc 7, 14 ss.), la oración (Lc 11, 1-4), el matrimonio (Mt 19, 1 ss.), el mandamiento del amor (Jn 15, 12), el seguimiento (Lc 14, 25 ss.), etc. Mateo subrayará cómo la enseńanza de Jesús planifica la revelación legal del Antiguo Testamento (Mt 5-7); el pasivo Ťse dijo a los antiguosť es una circunlocución para referirse a Dios y ańadiendo Ťpero yo os digoť, Jesús avanza la pretensión de pronunciar la palabra definitiva que lleva a cumplimiento la voluntad de Dios expresada en la Ley (C. Greco, La rivelazione, Cinisello Balsamo 2000, 104). Juan enfatiza que ha venido para dar testimonio de la verdad, de modo que Jesús actúa desde la autoconciencia firme de ser el revelador escatológico, sus palabras Ťson espíritu y vidať (Jn 6, 63). En efecto, además de su fuerza manifestativa, cargada de autoridad (Mc 1, 27), su palabra despliega un poder creador realizando la salvación concreta de Dios en la acogida, el perdón y la conversión del pecador, la curación física y el exorcismo. Así, es un deber fundamental escuchar, guardar la palabra de Jesús (Jn 5, 24) y confesar su persona (Mt 10, 32 ss.), de lo que un día surgirá el evangelio como testimonio de su palabra y su acción salvadora (1Co 7, 10).
Al mismo tiempo, su obrar mesiánico opera la salvación que anuncia su palabra, y esa actuación tiene a su vez un carácter verbal, revela la llegada del Reino (Mt 12, 27-28), quién es él, su condición de enviado del Padre (Jn 5, 36). Acompańada o ilustrada por la palabra, se desarrolla la praxis mesiánica de Jesús de trato con los pecadores, curación de enfermos, comportamiento libre y liberador ante las instituciones religiosas de Israel (sábado, Templo, Ley). Así realiza en la historia la soberanía salvífica de Dios, su misericordia en el tiempo final, porque la historia ha alcanzado su centro (Mc 1, 15; Ga 4, 4). El supremo acto humano de la revelación de Jesús es su muerte en cruz que consuma todo su mesianismo de servicio. La cruz es la revelación escandalosa, en una muerte miserable, del misterioso amor divino que se rebaja a la impotencia última para darlo todo por la criatura humana. La salvación anunciada y actuada por Jesús en el espesor de la historia culmina en el acto del derramamiento de la sangre, más allá del cual ya no se puede amar (Jn 15, 13). La resurrección confirmará que el crucificado era el Hijo, que la entrega de su vida como gesta suprema del amor divino es fuente de vida. En rigor, más allá de la facticidad histórica pero incidiendo y transformando profundamente la historia, la resurrección ilumina y consuma la palabra y los hechos reveladores de Jesucristo, su misma figura y toda la revelación divina anterior, manifestando definitivamente el ser de Dios, su poder y su designio de amor y de vida para los hombres.
En la Pascua, las promesas de Dios alcanzan un cumplimiento insuperable y se revela el destino final del hombre, llamado a participar del triunfo del Resucitado y a la contemplación gozosa de Dios, cuando la revelación en palabras y obras, correspondiente a la fase histórico-mundana del hombre -y su respuesta en la fe-, dé paso al ver cara a cara, a la contemplación directa de Dios (1Co 13, 12-13).
BibliografíaJ.A. ALCAIN, ŤEl acontecimiento, categoría clave de la revelaciónť, Estudios Eclesiásticos 285 (1998) 199-220. B. FORTE, ŤParola di Dio e rivelazioneť, Revista Catalana de Teología 25 (2000) 349-359. J. SCHMITZ, La revelación, Barcelona 1990. H. VERWEYEN, Gottes letztes Wort, Regensburg 2000.
G. Tejerina
Con el término Ťcredibilidad de la revelaciónť, solía expresarse el carácter veritativo que la palabra de Dios posee y, como consecuencia, su capacidad de suscitar la respuesta de fe. ŤCreíbleť, por consiguiente, se utiliza para indicar un contenido digno de ser acogido en la propia vida en cuanto portador de un sentido pleno y definitivo. Sentido que, por otra parte, no sabríamos encontrar en otro lugar más que en la esfera de lo humano y que, por ello, comporta siempre en sí un carácter de precariedad y de contradicción. En este contexto, Ťcredibilidadť tiene un significado mucho más profundo que el término afín de Ťplausibilidadť, con el que se hace referencia de manera peculiar al carácter meramente racional de un contenido que viene certificado por su propia fuerza lógica; con el término Ťcredibilidadť, en cambio, se afirma que el contenido no sólo es verídico, sino que a su vez es necesario para la existencia porque tiene en sí un sentido pleno, fruto de la intervención de Dios en la historia.
Es necesario desarrollar el tema de la credibilidad de la revelación, por lo menos en dos de sus aspectos: el primero hace referencia a la credibilidad que la revelación posee en sí misma y que no proviene de un juicio externo expresado por el hombre; el segundo, en cambio, gira en torno a la actividad propia de la inteligencia en su búsqueda de los elementos necesarios que le permiten mantener a la misma razón en su acto de acoger la verdad de la revelación. Si se desea, puede pensarse la credibilidad de manera análoga a como acontece el proceso global del saber teológico. Éste se compone, como es sabido, de un doble elemento: el auditus fidei -mediante el cual el creyente queda a la escucha de la revelación de Dios- y el intellectus fidei -que se construye mediante el procedimiento peculiar de la razón-. Como se ve, los dos momentos son complementarios entre sí; el primero, proviene de las razones de la fe que se autopresentan en el contenido mismo de la revelación, mientras que el segundo es consecuencia de la actividad intelectiva de la razón que, siguiendo su curso, alcanza la certeza de la verdad capaz de realizar un gesto de plena libertad.
Por cuanto concierne a la primera dimensión, es necesario justificar aquello que, con una expresión de Hans Urs von Balthasar, se definía como Ťevidencia objetiva de la revelaciónť. Dios en el momento en que se revela introduce en el mundo y en la historia un lenguaje, con el cual se manifiesta a sí mismo y a la verdad que da a conocer respetuosamente su misterio. En el momento preciso en que Dios inserta este lenguaje, es por su misma naturaleza verdadero y coherente, sin remitirse a ninguna otra forma para expresar y decir la verdad que contiene. No podría ser de otra manera. Decir, por el contrario, que con la revelación Dios debiera recurrir a otro lenguaje distinto del suyo para afirmar la verdad de su propio misterio, esto equivaldría a contradecir y limitar su misma revelación como evento divino. El hecho de que Dios se inserte en la historia y adquiera un lenguaje humano permite afirmar que el lenguaje utilizado por Dios no sólo es desde siempre preparado en su designio de salvación para ser instrumento de revelación; sino que por esto mismo se transforma en normativo de todo otro lenguaje personal que quiera expresar la misma revelación. En otras palabras, la revelación de Dios se cumple en Jesús de Nazaret. Él es el alfabeto, el lenguaje y la gramática de Dios; a través de él llega definitivamente revelado a los hombres el misterio escondido desde siempre. En efecto, Jesús utiliza el lenguaje de su tiempo; sus palabras y sus gestos son mediaciones del contexto social y cultural en el que Él vive. Sin embargo, por el hecho mismo de que Jesús adquiera y utilice aquel lenguaje, éste se transforma en el vehículo mediante el cual Dios se revela. Al hombre no le es posible encontrar los contenidos de la revelación de Dios si no es en aquel lenguaje personal de Jesús, sobre todo cuando manifiesta intencionalmente la voluntad de revelar el misterio trinitario de la naturaleza divina. Este contenido de la revelación, por lo tanto, es por si mismo creíble; no recibe su estructura de verdad de la convicción personal del hombre, que subjetivamente se adhiere a ello, sino sólo y exclusivamente porque es dicho y hecho por Dios en su encarnarse en la historia. Esta misma enseńanza se distingue en los dos concilios que han tratado esta cuestión. En la Dei Filius el Vaticano I afirma: ŤCuando Dios revela estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad [...] creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engańarse ni engańarnosť. Del mismo modo, Dei Verbum enseńa: ŤJesucristo, el Verbo hecho carne, "hombre enviado, a los hombres", "habla palabras de Dios" y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, seńales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eternať (DV 4).
En este contexto, es necesario considerar el punto culminante de la revelación; que consiste en el manifestarse en plenitud de la naturaleza misma de Dios. Jesús de Nazaret, Dios en medio de los hombres, revela el rostro de Dios y hace accesible su misterio trinitario como amor infinito que se da radicalmente. El amor es el verdadero objeto de la revelación y su fin último mediante el cual es posible encontrar juntos el contenido de la revelación y su credibilidad. Es necesario, por tanto, considerar en primera instancia la naturaleza de este amor y su validez reveladora. El amor revelado no proviene necesariamente de la experiencia humana, siempre muy limitada y sujeta por su misma naturaleza al límite y a la contradicción propia del hombre; parte, por el contrario, del evento mismo de la revelación que es, en sí mismo, amor. La revelación de Dios se puede comprender efectivamente a la luz del amor misericordioso donde el Padre se da a la humanidad sin ninguna razón que no sea aquella de amar totalmente sabiendo que no hay posibilidad alguna de que el hombre pueda corresponder del mismo modo a su amor divino. Es, por tanto, un amor en la plenitud de la gratuidad que da todo sin recibir nada a cambio. Toda la historia de la revelación de Dios es comprensible a la luz de un amor que se expresa y revela progresivamente hasta el pleno y total don de sí. Esto tiene su punto de partida en la creación, que manifiesta el fruto inicial del amor como un ponerse Dios en camino, fuera de sí. Según la expresión antigua, bonum est diffusivum sui, el amor no puede quedarse encerrado en sí mismo, sino que tiene necesidad de abrirse y de manifestarse al exterior. Mediante la creación, cada persona puede reconocer el amor con el cual Dios se da a conocer (Rm 1, 20) y permite una primera aproximación al conocimiento de su existencia. Esta pedagogía de la revelación se manifiesta sucesivamente, en las vicisitudes que llevan a Israel a constituirse como pueblo. Esta historia, de hecho, es una narración para leerse a la luz del amor que prefiere y elige, que defiende y libera, que promete y cumple. No obstante a las repetidas infidelidades del pueblo, Dios corresponde siempre a través del perdón y de la protección, expresiones de la praxis de su obrar. Los profetas, en muchas ocasiones, hablaron del amor de Dios a Israel mediante la misma experiencia del amor conyugal.
El núcleo de la concepción cristiana del amor, en todo caso, se encuentra en el misterio pascual. A partir del cual es posible releer enteramente la historia del amor divino. El acontecimiento de la encarnación, evidenciando el empeńo mismo de Dios en primera persona, garantiza la expresividad plena de su amor. Aquí no se está en presencia del mito ni de mediación alguna; Dios se revela a sí mismo directamente, asumiendo sobre sí la historia con todo lo que esto comporta para la existencia: el tiempo, el espacio, el inicio y el término. La cruz es el punto culminante de la revelación del amor. El misterio del sufrimiento presente en el Gólgota, en efecto, deja traslucir al mismo tiempo la libertad de Dios en su donación de amor, y el don pleno y total que Él hace de si: ŤEl Padre me ama porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevoť (Jn 10, 17). En la muerte del Hijo, Dios permite que se conozca el misterio íntimo de la misma vida trinitaria; que, en efecto, se hace visible lo que significa para el Padre dar Ťtodo de sí mismoť. El ofrecimiento que Él realiza del Unigénito significa dar todo cuanto Él posee; en la misma medida, el Hijo expolia su propia existencia que pasa a ser una pura aceptación de la voluntad del Padre. En el inocente clavado en la cruz, el amor que sabe dar todo, se hace realmente visible como pura gratuidad. El hecho de que en su muerte Jesús Ťentrega su espírituť (Lc 23, 46), como dice gráficamente el evangelista, muestra la dimensión trinitaria del amor como una total entrega. El Padre ha dado todo, el Hijo ha dado todo, sin embargo, aun juntos todavía no lo han dado todo. Esto es el misterio pleno del amor que se muestra en la procesión del Espíritu como Tercera Persona y como el mismo Amor. Entre los tantos atributos que en la Escritura se vienen aplicando a Dios, por primera y única vez, la carta de Juan dirá que: ŤDios es amorť (1Jn 4, 8). El valor de esta expresión, para la fe, es supremo; se trata, en efecto, del culmen de la revelación. Se afirma que ello es el origen y el fin de la vida trinitaria de Dios y forma mediante la cual Él se dirige a la humanidad. Sin el Amor el cristianismo carecería de subsistencia para convertirse en una simple gnosis.
Resta mostrar teológicamente que este amor es creíble, porque responde a la pregunta del sentido que el hombre desde siempre plantea. Como se lee en Fides et ratio: ŤLas hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la dudať (FR 27). La pregunta por el sentido no puede remitirse al infinito de entre las diversas hipótesis que son presentadas en la historia: el hombre desea encontrar una certeza que le garantice el vivir su propia existencia a la luz de un sentido definitivo y distinto de la duda y de la incertidumbre. En el situarse delante del amor de Dios, el hombre debe poder acogerlo como la expresión realmente última y definitiva que va más allá de la propia experiencia contradictoria del amor. Aquello es posible en la misma medida en que se comprende que se es amado únicamente por el simple hecho de existir. Viene revestido, por tanto, de una gratuidad de amor que lo acoge allí donde se encuentra y en la condición en que vive. El amor, en efecto, no puede jamás ser percibido de manera general o abstracta, sino sólo como una relación personal que permite salir al encuentro del Otro como un verdadero y genuino espacio de gratuidad. Con razón Juan afirma que: ŤEn esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecadosť (1Jn 4, 10). Es el descubrimiento de ser amados, por tanto, lo que nos abre al amor y nos hace descubrir que se es capaz de amar. Cuanto más nos introducimos en el espacio del amor de Dios, más capaces nos volvemos no sólo de sentimos amados, sino de amar con el mismo amor. Se cumple, por consiguiente, el paso de un amor natural, sujeto al límite, a un amor que se abre a un espacio infinito y que permanece para siempre. En una palabra, este amor viene a entenderse como salvación, que permite ir más allá del espacio y del tiempo, limites inexorables de la vida personal, para acceder a la participación de la vida misma de Dios en la contemplación definitiva de su misterio de amor.
En este contexto, se abre el tema de los signos de la credibilidad que permite a la razón -no sólo del creyente, sino de toda persona- entrar en la esencia del análisis y verificar plenamente la relación con el sentido que posee y el significado frente al que nos sitúa. Un texto significativo puede estar en la base de estas consideraciones; se trata de la conclusión del evangelio de san Marcos. Con su ascensión al Padre, Cristo envía a sus discípulos al mundo, el evangelista afirma: ŤEllos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Seńor con ellos y confirmando la Palabra con las seńales que la acompańabanť (Mc 16, 20). Es propio en esta unión de palabras y gestos entrelazados, el acreditar y confirmar el anuncio de los discípulos, que se puede construir una reflexión acerca de los signos de credibilidad. Ya el Vaticano II en la Dei Verbum había subrayado la importancia de la unión entre las palabras y los signos en el acontecimiento de la revelación y había mostrado la fuerza especulativa y teológica de esta síntesis (DV 4). El texto evangélico no hace otra cosa que dar confirmación al reclamo entre la palabra y los signos que la constituyen como un evento unitario que permite acoger con eficacia la totalidad de la revelación. Antes de adentramos en el análisis de estos signos, conviene recordar que el verdadero y único signo de credibilidad de la revelación, ofrecido por Dios al mundo, es Jesucristo que, con la Iglesia, continúa estando presente en la historia de la humanidad. Este signo unitario tiene una fuerza significativa única y tal que permite a todos los otros signos encontrar su plena expresividad propia en relación con él. Los signos de la revelación tienen una validez distinta, y merecen por esto ser analizados en relación a sus objetos; así pues, tienen una importancia peculiar los signos realizados por Cristo, y otra aquéllos de la Iglesia, y en ella los de cada uno de los creyentes en singular. En un caso, como en el otro, siempre pesa la fuerza de la razón, que ve en los signos un desafío a creer, un instrumento para dar razones de la propia fe y un soporte que brinda garantía a la libertad con la que se abandona en la fe en el misterio del amor de Cristo.
La Dei Verbum hace casi una síntesis de los signos de credibilidad cuando afirma: ŤJesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado, a los hombres", "habla palabras de Dios" y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, seńales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divinoť (DV 4). Como se ve, el Vaticano II coloca el acontecimiento de Cristo como signo culminante de la revelación, pero no explicita los signos que de él derivan. Aparece claramente en primer plano, tampoco citada explícitamente, la Iglesia en su santidad en cuanto obra del Espíritu de verdad que actúa en su nombre para ser, ella misma, signo e instrumento de la unidad de todo el género humano (LG 1). La teología fundamental, de cualquier modo, siempre ha visto en el milagro y en la profecía los signos peculiares que, analizados con la fuerza de la razón, acreditan la elección de fe personal como consciente y libre.
En primer lugar se encuentra el milagro. Se lo puede definir como la intervención libre de Dios en el interior de la creación y en el hombre para manifestar la victoria sobre el mal y la llamada a la participación en su Reino. Se distingue del prodigio, que tiende a resaltar el carácter fascinante, y se especifica como una llamada a la fe. En cualquier caso, el milagro es visto como un acto mediante el cual Dios se da a conocer. Este tipo de hechos no es posible para el hombre, que se queda maravillado y lleno de estupor ante estos signos de grandeza. El Nuevo Testamento prefiere seńalar los milagros con los términos genéricos de semeion y ergon; quiere con ellos especificar que son una obra cumplida por el Hijo para revelar su potencia (dynamis). El Nuevo Testamento presenta diversos signos que pueden clasificarse como: exorcismos, curaciones, dones inesperados (como por ejemplo la multiplicación de los panes y la pesca milagrosa), resurrecciones. Teológicamente, los milagros tienen la finalidad de hacer reconocer la acción de Dios, mostrando su amor y su misericordia; son, por tanto, signos que empujan a ver la acción ininterrumpida del Padre por el bien de sus hijos. En este sentido, el milagro anticipa en el presente cuál será la situación del futuro escatológico: en él no habrá más enfermedades, ni sufrimientos, ni muerte, únicamente vida. Los milagros, por tanto, atestiguan la presencia del Reino de Dios en medio de nosotros y sus frutos más evidentes. Los milagros de Jesús pueden ser sometidos a una exhaustiva crítica literaria, histórica y teológica, mediante la cual se puede alcanzar el estrato más antiguo del relato y su historicidad. Se muestra, en efecto, que son relatos fieles y no unas narraciones mitológicas fruto de la comunidad primitiva. Por lo que se refiere a los milagros que acontecen después de la resurrección de Jesús, se debe tener en cuenta que van insertados en el mismo horizonte de significación que los milagros de Cristo; son, entonces, signos para la fe y no prodigios para la curiosidad o frutos de la magia. Este aspecto es oportuno para desestimar las precomprensiones de aquellos que queriendo salvaguardar lo científico, niegan el milagro. Una verdadera ciencia, en efecto, sabe verificar el propio límite y la inexplicabilidad de los fenómenos que no entran en sus competencias.
La profecía es un ulterior signo de credibilidad. Se identifica como una peculiar forma de revelación que consigue tener unidas palabra y signo, haciendo posible acoger la dialéctica que se da entre manifestación-ocultamiento del contenido revelado. Ciertamente Jesús ha expresado profecías, pero el título de profeta aplicado a Él seria reductivo; Él es más que un profeta porque es el Hijo de Dios. La Iglesia primitiva ha conocido también los profetas. Ellos eran hombres y mujeres (Hch 13, 1; Hch 21, 3.11) que desarrollaron en la comunidad un papel fundamental: movidos por la acción del Espíritu anunciaban incesantemente la Palabra del Seńor durante la acción litúrgica. Muchas son las referencias que remiten a la presencia de los profetas y de su función en la comunidad cristiana (1Co 12, 28-30; Ef 4, 11). Son considerados, por tanto, como los fundamentos de la Iglesia porque mueven a la comunidad a vivir coherentemente la fe, ofreciendo concretas enseńanzas sobre la Palabra del Maestro. Antes que hablar del futuro, la profecía habla al presente, por esto, todo bautizado es profeta. Con su testimonio, el profeta exige no asumir en la propia vida absoluto alguno, fuera del único necesario. A la luz de la profecía neotestamentaria, finalmente, se deben interpretar las eventuales y ulteriores profecías que están acompańadas de visiones. Este género de profecías reclama un discernimiento particular con un criterio que la Iglesia no ha tenido reparos en elaborar para defender al pueblo de los falsos profetas y, sobre todo, para garantizar la única verdadera profecía: la Palabra de Dios confiada a ella.
De particular eficacia en la evidencia do la credibilidad es el signo del testimonio Indica la capacidad de entrar en una relación interpersonal sobre la base de la narración de un hecho; es la expresión privilegiada del lenguaje personal, porque crea actos concretos que la sola palabra hablada no sería capaz de expresar. Gracias al hecho testimoniado se establece una relación peculiar entre quien ofrece el testimonio y aquél que lo recibe. Esta relación interpersonal concierne a la esfera más alta y profunda de la correlación porque en ella se logra la credibilidad de si mismo. Según como sea la verdad que viene expresada y el grado de participación en ella, se pone en juego la credibilidad de la propia persona. Esto explica por qué el testimonio no puede ser relegado a una simple narración de hechos: se vuelve, antes bien, empeńo, compromiso, lenguaje performativo que obliga al mismo testimonio a llegar hasta el extremo, dar la propia vida para atestiguar la verdad de aquello que se atestigua. En este caso, el testimonio alcanza, también semánticamente, el sentido más coherente porque se transforma en Ťmartirioť. El mártir es el testimonio fiel y por esto deviene en signo del amor más grande: él, ofreciendo la propia vida, atestigua y confirma la verdad del evangelio y nos muestra su credibilidad. El acto del perdón con el cual se vuelve al perseguidor es signo supremo del amor cristiano y expresión culminante de la libertad de si, también frente a su propia muerte. La Iglesia antes de ser una comunidad en la cual están presentes los mártires, es ella misma mártir; sólo en estas condiciones puede acoger en si a los mártires y ofrecerlos como signo de su santidad. Son ellos, en efecto, los que le dan la garantía de perseverar en la fe y de transmitir sin interrupciones en el curso de los siglos el evangelio y la fe. El martirio, finalmente, es el verdadero criterio de genuinidad de la fe; por esto, ningún creyente que haya tenido en seria consideración el ser cristiano, puede pensar que el martirio no le incumbe.
La tarea del creyente, en todo tiempo, está signada por el imperativo del apóstol Pedro: ŤAdorad al Seńor, Cristo, en vuestros corazones, prontos siempre a responder a quien os demande razones de la esperanza que está en vosotrosť (1P 3, 15). Es cierto que desde su surgir, el cristianismo ha tomado al pie de la letra este precepto. Los primeros cristianos han sido auténticos misioneros de la fe y han convencido de su anuncio con el testimonio de la vida. La presencia de los mártires constituye la expresión culminante de esta obra de evangelización que provocaba la conversión inmediatamente por su fuerza de credibilidad interna. De hecho, estas expresiones nos muestran que en ellas hay signos que se nos brindan para acreditar la credibilidad de la revelación, para todos los que de alguna manera son sus destinatarios. En el curso de los siglos, esta palabra del apóstol ha sido asumida por la teología fundamental como la auténtica carta magna, que refuerza el sentido de responsabilidad que todo cristiano posee no sólo en el comunicar su fe a todos, sino también en el saber provocar a cuantos son indiferentes y lejanos de ella. Creer, en suma, no puede ser identificado como una cuestión de adhesión privada; es también y sobre todo, la capacidad de hacer participes a otros de la propia experiencia de vida, siendo ellos creyentes o indiferentes al fenómeno religioso. Quedarse encerrados en el propio credo y dejar a los otros en su pequeńo mundo, o en su religión, no es la forma más coherente del vivir cristiano, que por su esencia coloca la misión en el primer puesto. Ser capaces de Ťdar razonesť, por tanto, conlleva la necesidad de conocer la propia fe, pero también el saber dar explicaciones y justificaciones, comunicando que en ella se encuentra el sentido definitivo de la vida que se buscaba.
Como se ve, no es importante sólo exponer los contenidos de la fe; es determinante también saber responder a las preguntas de por qué se es cristiano y por qué se ha elegido serio. Esto pone en juego la fuerza del propio convencimiento de la elección hecha y, al mismo tiempo, la convicción de ser depositario de una verdad que proviene de Dios. Sin una verdad universal, en efecto, la persona quedaría confundida aquí y allá entre las diversas hipótesis y caería fácilmente en el relativismo, sin llegar a asentar la propia existencia sobre un sólido fundamento. Esto lo recuerda con una dosis de preocupación el apóstol Pablo cuando, escribiendo a los cristianos de Éfeso, los exhorta a crecer en la unidad de la fe, los invita a alcanzar a Cristo Ťpara que no seamos ya nińos, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engańosamente al errorť (Ef 4, 14). En síntesis: es necesario que el crecimiento personal de la fe no sea aislado, sino que se configure sobre el mismo crecimiento de la fe que conduce a una existencia madura y consciente de la elección llevada a cabo. En otras palabras, la vida de una persona no puede referirse sólo a las teorías humanas o a las hipótesis más variadas; llega el momento, en efecto, en que es necesario alcanzar una certeza que dé solidez al crecimiento y asegure la existencia personal.
Es el momento, en suma, de hallar el Ťfundamentoť sobre el que construir. La imagen del Ťfundamentoť tiene su validez objetiva e imprime a la reflexión teológica la instancia crística que no puede nunca ser marginada. Una teoría de la credibilidad de la revelación, por lo tanto, o es plenamente crística o desaparece en lo efímero de las ilusiones. El sentido de la vida encuentra respuesta y confirmación adecuadas en Jesucristo, que Dios, en el plano salvífico, ha puesto desde siempre como fundamento de su relación con la humanidad. Es importante saber, por lo tanto, sobre qué base se construye. Pablo indica explícitamente la necesidad del fundamento; es así en virtud de la predicación del apóstol y nadie puede pretender el cambiarlo (1Co 15, 11). La responsabilidad de cómo se construye la existencia, de cualquier modo, pertenece al creyente. Vuelve a aparecer una vez más el tema del estilo de vida del creyente como condición esencial para la credibilidad de su elección. Es verdad que el Evangelio permanece creíble por la fuerza que emana el amor de Cristo, pero la credibilidad de los creyentes está supeditada a su personal testimonio de vida. Construir una existencia significativa es posible si la vida se funda sobre Cristo y en una perenne relación de comunión con Él. En virtud de esta premisa Pablo puede concluir su enseńanza afirmando: ŤVosotros sois de Cristo y Cristo es de Diosť (1Co 3, 23).
La credibilidad de la revelación, como se ve en estas breves consideraciones, se refiere siempre a la doble vertiente de la verdad sobre la propia vida, para que pueda estar abierta a decisiones que nacen de una libertad auténtica. No tendría pleno sentido la indagación sobre la verdad de la revelación, si ésta no se enfocase sobre la elección libre de la fe. Y por eso, en virtud de la certeza de esta libertad, se abre el escenario de la indagación sobre la verdad alcanzada en la plenitud de la instancia de la fe y la razón. La verdad dada por la revelación y por las modalidades con que Dios decide introducirla en el mundo, se sitúa también delante de la razón, con aquella evidencia que no la humilla, sino que la induce a ir siempre más allá, para encontrar las razones coherentes que una elección de fe libre y convencida requiere. Es ésta la forma más convincente de la credibilidad, porque mientras acoge en si la autoridad de la revelación, no renuncia a la autoridad de la razón. De este modo, el creyente tiene la certeza de dar plena cabida a la verdad revelada por Dios, sin renunciar a la propia libertad. Nos pueden valer, como conclusión, las palabras empeńativas de Benedicto XVI exactamente sobre este tema: ŤDe lo que tenemos necesidad en este momento de la historia, es de hombres que, a través de una fe ilustrada y vivida, muestren a un Dios creíble en este mundo. El testimonio negativo de los cristianos que hablaban de Dios y vivían en contra de él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada dirigida a Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto esté iluminado por la luz de Dios y a los que Dios abra el corazón, de modo que su intelecto pueda hablar al de los demás, y su corazón pueda abrir el corazón de los demás. Sólo a través de hombres tocados por Dios, Dios puede volver a estar junto a los hombresť.
BibliografíaR. FISICHELLA, La Rivelazione evento e credibilitá, Bologna 20028; ŤLa credibilitá della nvelazione cristianať, en G. LORIZIO (ed.), Teologia Fondamentale II: Fondamenti, Roma 2005, 397-462. H. FRIES, Teologia Fundamental, Barcelona 1987. C. IZQUIERDO, Teologia fundamental, Pamplona 20022. W. KERN, H. POTTMEYER y M. SECKLER Handbuch der Fundamentaltheologie IV: Traktat theologische Erkenntnislehre, Tübingen 20002. F. OCÁRIZ y A. BLANCO, Revelación, fe y credibilidad, Madrid 1998. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, Salamanca 2001.
R. Fisichella