Alianza • Ángeles • Antiguo Testamento • Antropología • Apologética • Apóstoles • Arte cristiano
Dios eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyó gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne [...]. Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Co 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensará en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios» (LG 9).
Estas palabras del Concilio Vaticano II ponen la alianza como eje de la historia de la salvación: la antigua, como elemento fundante del pueblo de Dios, y figura de la nueva. Ésta, como plenitud de la redención por la sangre de Cristo y elemento constituyente del nuevo Pueblo de Dios. El desarrollo de este tema tiene tres partes: primero, la alianza, su origen, naturaleza, etc., después, la teología de la antigua alianza, y finalmente, la teología de la nueva alianza según los datos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
El término «alianza» por su etimología significa unión de dos o más, personas individuales, gobiernos o naciones para conseguir un objetivo común. Con frecuencia se identifica con «pacto», que tiene sentido bélico, con «negocio», que pertenece al lenguaje económico, o con «compromiso», que subraya la idea de obligación. En latín ocurre algo parecido, pues existen al menos tres términos sinónimos: pactum, que pertenece al lenguaje bélico; foedus, que mira al acuerdo entre dos, y testamentum, que se refiere ala última y definitiva decisión. En cambio, en griego hay un término preponderante, diatheke, que significa originariamente «ordenar cada cosa en su sitio» (dia-tithemi), y que pronto llegó a indicar decisión firme, testamento, y con más frecuencia, acuerdo, pacto, alianza. Poco frecuente es syntheke (convención, pacto) y siempre aplicado a los pactos humanos. En hebreo es berît el término técnico que etimológicamente significa «pre ver, decidir»; 'edút es más bien un término jurídico que significa «testigo» o «testimonio»: en la Biblia se aplica al «arca del testimonio» porque el arca, por contener las tablas de la ley, era elemento acusatorio de los delitos del pueblo.
En cuanto a la naturaleza y al origen histórico de la alianza ha habido una ardiente y fecunda polémica entre los exegetas, especialmente en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. Los estudios van en una doble dirección. Para la mayoría (M. Weinfell, H.D. Neef, W. Eichroth, etc.) la alianza se entiende como un pacto bilateral según el cual los compromisarios, sean individuos o sociedades, asumen unas obligaciones mutuas. En el caso de la alianza bíblica, tanto Dios como Israel se comprometen a poner en práctica las obligaciones que comporta. Según este concepto, la alianza subraya la bilateralidad, la relación mutua más que los compromisos mismos. Para otros (M. Noth, E. Kutsch, L. Perlitt, A. Schenker), alianza pertenece al campo jurídico, pues designa el conjunto de obligaciones, compromisos o mandatos que comporta. Si es uno mismo quien se las impone como obsequio a un superior, y en el caso de la Biblia, como reconocimiento de la soberanía de Dios, se identifica con la promesa o el juramento. Aducen como apoyo la alianza de las tribus en Siquén (Jos 24, 1-28). Si es el superior quien la impone, alianza equivale a precepto, y en el caso de la Biblia, a mandamiento, tanto al decálogo como al resto de mandamientos que entran en la alianza sinaítica. En este concepto la reciprocidad es secundaria, como es secundaria la relación afectiva, y todo se reduce a unas exigencias determinadas que hay que cumplir.
También sobre el origen histórico de la alianza se han planteado todas las hipótesis posibles:
1. J. Wellhausen (Prolegomena to the History of Israel, New York 1957, 417 ss.) señaló que era una idea específica de la religión israelita, más en concreto, de los profetas, que transformaron un tipo de religión cultual y nacional en una religiosidad basada en la libertad divina y en la responsabilidad humana. En ella los preceptos morales estaban por encima de los ritos cultuales. A este planteamiento se ha replicado que los profetas no fueron los iniciadores de la religiosidad israelita, más bien fueron los impulsores de ella y de otras muchas tradiciones impresas ya en el corazón de los israelitas.
2. Poco a poco se fue imponiendo la hipótesis de M. Noth (The History of Israel, London 1960, 91 ss.), que situó el origen de Israel como pueblo en la anfictionía de las tribus (cf. Jos 24): el pacto entablado entre ellas fue la base de la alianza que más tarde se aplicaría a la relación entre Dios y su pueblo. Durante bastantes años esta hipótesis era habitual en los círculos científicos, quizás porque la defendían con calor especialistas como M. Weber, A. Alt, etc.
3. G. Mendenhall (Law and Covenant in Israel and the Ancient Near East, Pittsburg 1955) marcó un punto de inflexión al salirse de la Biblia y buscar el origen de la alianza fuera de Israel. Mostró que los tratados de vasallaje del segundo milenio, especialmente de los hititas tenían muchos puntos de contacto con el formulario de la alianza bíblica: constan de una introducción histórica, ordinariamente señalando la victoria bélica que justifica las estipulaciones (cf. Ex 20, 2), la relación de obligaciones impuestas (cf. Ex 20, 3-17) y la invocación a la divinidad o ritos que reflejan la presencia de Dios en el acto.
4. L. Perlitt (Bundestheologie im Alten Testament, Neukirchen-Vluyn 1969) que, como hemos señalado, sigue la opinión de Kutsch, afirmando que la berît no conlleva reciprocidad, sino simple obligación impuesta por Dios, al plantearse el origen histórico responde categóricamente que es la escuela deuteronomista la que introdujo el término berît o, al menos, la que lo utilizó con la carga teológica que aparece en la Biblia. Como explicaremos más adelante, el concepto de alianza encaja perfectamente en la teología deuteronomista, como ha puesto de relieve P. Buis (La notion d'alliance dans l'Ancien Testament, Paris 1976), pero existía antes del año 622 a.C., fecha en que se supone que Josías encontró el Deuteronomio y comenzó la escuela deuteronomista.
Oseas es el primer profeta que utilizó berît como término técnico tanto de los pactos humanos, como de la alianza del Señor con su pueblo. Sus explicaciones muestran cuál es la naturaleza de la alianza bíblica, y cuál es su origen. Cinco veces lo usa, no siempre en el mismo sentido ni con la misma originalidad. En una ocasión (2, 20) habla de una alianza cósmica en favor del pueblo; en otras dos (10, 4 y 12, 2) menciona los pactos humanos, entre individuos y entre países; en las dos restantes (6, 7 y 8, 1) se refiere a la alianza establecida entre el Señor e Israel.
1. La alianza cósmica está expuesta con solemnidad: «Y estableceré en favor de ellos en aquel día una Alianza con los animales del campo [...]. Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad y conocerás al Señor» (Os 2, 20-23).
Es evidente que los animales del campo no son sujeto de una relación bilateral; por tanto, es Dios quien unilateralmente y, como dueño de las criaturas, garantiza un comportamiento favorable de los animales como señal de benevolencia con los favorecidos por el matrimonio que se prepara. Los beneficiarios (a favor de ellos), son los israelitas, bien porque a ellos se dirige directamente el oráculo, bien porque están representados en los hijos de Oseas que son quienes más provecho percibirán del matrimonio de su madre. Los desposorios son la vivencia fuerte del amor entre los esposos. Los intereses personales cuentan más que los materiales y el afecto más que la riqueza. En el texto que nos ocupa la dote esta integrada sólo por bienes espirituales: «justicia y derecho» son de orden legal, pero los dos siguientes («amor y misericordia») son más afectivos y el quinto («fidelidad») garantiza la continuidad, Todo el conjunto viene a ser una fórmula solemne de matrimonio. Por tanto, al menos en este oráculo, la alianza no es un simple asunto jurídico, cargado de unas obligaciones que vinculan al inferior, sino que lleva consigo una fuerte carga afectiva y refleja una relación interpersonal. Además, en Oseas los desposorios y el matrimonio, en su faceta más afectiva, constituyen el referente principal del mensaje de este profeta.
2. Los pactos humanos entre individuos y entre naciones están contemplados del modo siguiente: Entre individuos: «Hablar palabras, jurar en falso, establecer una alianza» (Os 10, 4). Todo el oráculo es una denuncia de los desórdenes internos del pueblo, y este versículo condena el pacto privado, junto con la promesa y el juramento, también privados. La fórmula técnica «establecer una alianza» (karat brit) aparece aquí para expresar los pactos entre individuos.
Entre naciones: «establecen una alianza con Asiria, llevan aceite a Egipto» (Os 12, 2). Sólo en este texto aparece la expresión «establecer una alianza» (karat berît) como denominativo de los pactos internacionales, probablemente porque todo el capítulo 12 denuncia los pactos con los pueblos paganos que equivalían a ceder en la idolatría.
3. La alianza entre Dios y el pueblo es mencionada en dos textos en los que Oseas denuncia la transgresión:
En el primero el profeta identifica ruptura y deslealtad: «Pero ellos, como Adam transgredieron la alianza; allí fueron desleales contra mí» (Os 6, 7). En este oráculo el profeta condena la idolatría y la perversión en el culto, tachando a sus autores de desleales. La deslealtad (cf. Os 5, 7) se cifra en acudir a la prostitución sagrada (idolatría) con la intención de alcanzar fecundidad en los campos, en los ganados y en la propia familia. Pero la idolatría supone romper con Dios, apartarse afectivamente de Él; es un cambio radical de actitud interior para con Dios.
En otro lugar Oseas identifica alianza y ley: «Un águila se cierne sobre la casa del Señor, porque han quebrantado mi Alianza, y contra mi ley se han rebelado» (Os 8, 1) La berît en este texto está determinada con el pronombre personal (mi alianza) y esta en paralelismo con mi Ley. La Ley es el conjunto de normas que «el pueblo no puede olvidar» y cuyo incumplimiento supone un grave delito contra Él. El profeta contempla el elemento jurídico de la alianza, y en el v. 2 hay elemento afectivo. En efecto, una protesta significativa del pueblo: «Te conocemos, Dios de Israel». El verbo conocer (yada') tiene una amplia gama de significados: saber, conocer, reconocer, tener relaciones íntimas, etc., pero en Oseas es un la relación íntima de Dios con su pueblo: Dios reconoce a Israel como pueblo suyo en la elección (cf. Os 5, 3; Os 13, 5), y el pueblo debe corresponder a la iniciativa divina reconociéndole como único Dios. El gran pecado de Israel, según término técnico que expresa Oseas, es «no conocer al Señor» (cf. Os 4, 1.3; Os 6, 3.6; Os 8, 2; Os 13, 4). Por otra parte, «rebelarse contra» es una construcción exclusiva de Oseas, seguramente porque quiere reflejar la actitud interior del que se rebela, más que un pecado concreto.
En suma, queda suficientemente claro que el término técnico berît existía ya en el siglo VIII para indicar todo tipo de pactos, entre individuos, entre naciones y, concretamente, entre Dios y el pueblo. En este último caso refleja la actitud interior del hombre que asume los compromisos, más que los compromisos mismos. Oseas transmite la tradición de la alianza, y si la escuela deuteronomista la desarrolla y profundiza, es porque la ha heredado, no porque la ha inventado.
Las mismas características de la alianza aparecen en los relatos de las alianzas antiguas con Noé, con Abrahán y, muy en concreto, con Moisés en el Sinaí.
La alianza con Noé (Gn 9, 8-17) es calificada como alianza eterna (berît 'olam), tiene como destinatarios Noé y sus descendientes, es decir, todos los hombres, y como signo el arco iris. Intencionadamente no comporta ninguna obligación, es un compromiso unilateral de Dios.
La alianza con Abrahán se hace en dos momentos claves: cuando todavía Abrán no tenía hijos, según Gn 15, el Señor establece una alianza con él y su descendencia, promete la tierra con solemnidad (Gn 15, 18), pero no impone ninguna obligación. Más adelante, cuando ya había nacido Ismael según Gn 17, el Señor establece una alianza eterna (berît 'olam) con Abrán y su descendencia, le cambia el nombre por Abrahán («padre de pueblos», según 17, 4), y le impone la obligación de la circuncisión. Como en Gn 15, esta alianza es una iniciativa divina y lleva consigo la doble promesa, de una descendencia numerosa y de la posesión de la tierra de Canaán. Aunque estos relatos fueron redactados en época tardía, reflejan con claridad los elementos esenciales de la alianza bíblica.
La alianza con Moisés y su pueblo está recogida en el relato de los acontecimientos del Sinaí (Ex 19-24). Se lleva a cabo entres momentos sucesivos: preparación (Ex 19, 1-20), imposición de obligaciones (decálogo y código de la alianza) (Ex 20; 22-23) y rito de conclusión, mediante la lectura del libro de la alianza (Ex 24, 7) y la aspersión de la sangre de la alianza (Ex 24, 8). Es probable que el modo de describir la alianza sinaítica esté inspirado no tanto en los pactos entre particulares, como, por ejemplo, los descritos en el libro del Génesis entre Jacob y Labán (Gn 31, 44) o entre Abrahán y sus vecinos (Gn 14, 13), cuanto en los pactos de vasallaje que sellaban la paz entre los pueblos. Se han conservado algunas fórmulas de estos pactos pertenecientes al segundo milenio antes de Cristo, que tienen muchas semejanzas con el formulario que se recoge en el Éxodo y en otros libros de la Biblia. Sin embargo, la alianza sinaítica, en relación con esos otros pactos, presenta una diferencia digna de señalar: la alianza del Sinaí abarca el Decálogo moral, el Código de la alianza y el Código ritual, es decir, regula la vida entera del pueblo, y su esencia es que, con tal alianza, Dios hace de Israel «un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19, 6). No sólo se sella una paz o un vasallaje, sino que se eleva al pueblo a la más alta dignidad.
El profeta Jeremías es el primero que menciona la alianza nueva en el «Libro de la Consolación» (Jr 31-34), que marca el punto álgido de la enseñanza teológica de Jeremías: «Mirad que vienen días oráculo del Señor en que estableceré una nueva alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor oráculo del Señor. Sino que ésta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días oráculo del Señor: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 31-34). En este texto cabe señalar tres características propias: la unilateralidad, la interioridad, y la inviolabilidad.
La antigua alianza ha desaparecido, y así lo reconoce el propio Jeremías en el oráculo tremendo recogido en Jr 11, 1-14. Señala la severidad del castigo de quien viole lo pactado en el Sinaí: «... maldito el hombre que no escuche las palabras de esta alianza que Yo pacté con vuestros padres cuando los saqué de la tierra de Egipto» (Jr 11, 3), denuncia que «ellos no me escucharon» (Jr 11, 8), y proclama el castigo inevitable: «Yo les voy a traer una desgracia de la que no podrán escapar» (Jr 11, 12.14). El «Libro de la Consolación» viene a ser la respuesta del Señor tras el desastre que supuso el destierro de Babilonia. Dios impuso a los israelitas tamaño castigo y sólo Él podía remediarlo: «Pactaré una nueva alianza» La fórmula «establecer una alianza» (karat berît)es común y conocida en otros textos bíblicos, pero aquí subraya la iniciativa divina, precisamente porque no llevará consigo obligaciones especiales, sino más bien beneficios extraordinarios. El propio profeta indicará más adelante que esta alianza es eterna (berît 'olam), empalmando con la de Noé y Abrahán, y ya no volverá a ser violada: «Pactare con ellos una alianza eterna, por la que no cesaré de seguir haciéndoles el bien, y pondré en sus corazones mi temor para que no se aparten de mí» (Jr 32, 40).
En segundo lugar, la alianza estará inscrita en el corazón de cada hombre, que en adelante no necesitará que nadie le enseñe la Ley, pues él conocerá a Dios de modo directo. La alianza antigua del Sinaí ponía la Ley como condición para alcanzar la promesa de la tierra, esta nueva alianza ha hecho de la Ley el don, el objeto de la promesa. En tercer lugar es inviolable, porque «todos me conocerán, desde el más pequeño al más grande» (Jr 32, 34). Ya no está supeditada a ninguna institución humana, pues consiste en una relación personal con cada uno, y comporta la inserción de la voluntad divina en cada persona. Si alguien quebranta la alianza, no será reo de castigo inmediato porque Dios está siempre dispuesto a perdonarle y a constituirle de nuevo en acreedor del don de la alianza. El perdón es elemento integrante de la alianza y tiene la gran novedad de que precede a la conversión: cuando el hombre se convierte de su mala vida es porque previamente ha sido perdonado por Dios.
En el Nuevo Testamento la nueva alianza se identifica con la Eucaristía: «Ésta es mi sangre de la nueva alianza» (Mt 26, 28; Mc 14, 28), «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc 22, 20; 1Co 11, 25). No es la alianza tema frecuente en la predicación de Jesús, ni en el mensaje de los apóstoles, pero es la explicación del misterio eucarístico. En efecto, la nueva alianza alcanza su plenitud en la institución de la Eucaristía, como se ve al compararla con la alianza del Sinaí y con la de Jeremías.
A la vista de la alianza sinaítica, la Eucaristía se lleva a cabo en la sangre de Cristo, teniendo en cuenta que «ni siquiera la primera alianza se llevó a cabo sin derramamiento de sangre (Hb 9, 18); la Eucaristía no sólo promete y obtiene la salvación, como hizo Moisés, ella es la salvación llevada a cabo por medio del sacrificio de Cristo en satisfacción vicaria. Lo dice bellamente el papa Juan Pablo II: «La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada. Su efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de nuestra redención» (EE, 3). Por otra parte, los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva alianza, basado no en la ley escrita en tablas ni en exigencias severas, sino en la ley del amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16). En este sentido la alianza además de un pacto es una decisión (diatheke) irrevocable que se lleva a cabo permanentemente en la renovación de la Eucaristía dentro de la Iglesia.
A la vista de la nueva alianza de Jeremías, la Eucaristía supone la plenitud de los tres elementos que hemos comentado: es una decisión unilateral porque sólo Dios ha determinado voluntariamente otorgar la salvación en Cristo, como lo manifiesta el himno de Efesios: «Dios desde toda la eternidad [...] nos predestinó a ser sus hijos por Jesucristo según el beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 5). La Eucaristía no es ajena al hombre, llega más a su interior que el propio alimento que toma. No es un punto de referencia o algo a lo que uno se acerca para obtener beneficios. La Eucaristía es el pan vivo, es la carne de Cristo, dada para la vida del mundo (cf. Jn 6, 51), es el alimento que produce la intimidad con Cristo tan profunda que escandalizó a los oyentes del discurso del pan de vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56). Por eso, la exigencia de comportamiento y de aceptación es profunda y no se limita a ritos externos: «Examínese cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz, porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo de Cristo, come y bebe su propia condenación» (1Co 11, 28 ss.). La Eucaristía es la alianza inviolable, puesto que se ha llevado a cabo mediante el sacrificio único y definitivo de Cristo. Los antiguos sacerdotes del Templo ofrecían muchas veces los mismos sacrificios que no llegaban a borrar los pecados; Jesús, en cambio, «ofreció un solo sacrificio por los pecados y se sentó para siempre a la derecha de Dios» (Hb 10, 12).
Finalmente, la Eucaristía, por ser la nueva alianza en la sangre de Cristo, abre en plenitud el horizonte escatológico, al dar a la Iglesia las arras de la gloria futura. Con razón la encíclica eucarística de Juan Pablo II señala que «desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza» (EE, 1).
BibliografíaS. AUSÍN, «La tradición de la Alianza en Oseas», en: G. ARANDA, C. BASEVI y J. CHAPA (dir.), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. D. José María Casciaro, Pamplona 1994, 127146. A. GARCIA-MORENO, «Alianza», en GER I, Madrid 1971, 688692.1 L'Hour, La morale de I'Alliance, Paris.1985. B. PINÇON, Du nouveau dans l'ancien: essai sur fa notion d'alliance nouvelle dans le Livre de Jérémie et dans quelques relectures au cours de l'Exil, Lyon 2000. M. RODRÍGUEZ Ruiz, «¿Sigue en vigor la alianza con el pueblo judío? Respuesta del Nuevo Testamento», Estudios Bíblicos 55(1997) 393-403.
S. Ausín
La afirmación de la existencia de los ángeles y de su acción misteriosa en el cosmos y en la historia de los hombres, pertenece de pleno derecho, para el magisterio de la Iglesia católica, al depósito revelado, aunque no sea una verdad central de la fe. La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición. (CCE 328; vid. 328-336).
No puede ser considerada en modo alguno como un simple testimonio fósil de una figura cultural ya caduca del cristianismo. Corresponde, por tanto, al teólogo reunir y exponer los datos tradicionales relativos a los ángeles que fundamentan la enseñanza normativa de la Iglesia, y elaborar luego una síntesis especulativa que los haga inteligibles, y señalar finalmente la relevancia actual de este aspecto periférico pero no despreciable de la fe cristiana.
En la Sagrada Escritura, la angelología comienza a desarrollarse en el tiempo del Exilio. La condición de los ángeles permanecía imprecisa en el periodo anterior: ¿eran personajes astrales que formaban el ejército celeste?, ¿o tal vez dioses de las naciones reconvertidos en miembros del consejo divino? La principal figura angélica es entonces la del Ángel del Señor, de quien es difícil determinar si se trata de un modo de hablar de Dios mismo, o si designa una criatura realmente distinta de Dios. Otras criaturas suprahumanas, como los serafines o los querubines, mantienen una relación vaga con el mundo angélico. Pero después del Exilio, sobre todo en la literatura apocalíptica, los ángeles se multiplican, se organizan y salen del anonimato. Realzan la gloria de Dios tres veces santo en la liturgia celeste, y desempeñan un papel creciente de intermediarios entre Dios y los hombres, de ahí la denominación de ángeles, es decir, de mensajeros. Los ángeles llevan así a cabo toda suerte de misiones al servicio del pueblo de Dios y más especialmente de los justos (protección, revelación, intercesión...).
La venida del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, pone fin a esta inflación angelológica: la mediación angélica es eclipsada por la mediación única del Hijo encarnado (cf. Epístola a los Hebreos). Pero los ángeles no desaparecen por ello. «Son espíritus encargados de un ministerio, enviados al servicio de quienes han de heredar la salvación» (Hb 1, 14), cuya misión se encuentra subordinada a la de Jesucristo. Los ángeles devienen sus ángeles. Actúan hasta el juicio final para el cumplimiento de los designios amorosos de la Santa Trinidad.
Esta enseñanza bíblica sobre los ángeles y su misión se confronta directamente, en los Padres de la Iglesia, con una cultura religiosa y filosófica pagana que tiene muy en cuenta los seres intermediarios entre los hombres y la divinidad. Contra las ideas gnósticas y emanatistas que hacen muy fluida la frontera entre lo divino y lo creado, los Padres insisten en la condición creada, y de ningún modo creadora, de los ángeles. Pero toman también de la filosofía antigua tardía numerosos elementos que les permiten progresar en la comprensión de la fe, especialmente en lo relativo a la naturaleza metafísica de esos seres. Así en san Agustín el mundo angélico asume el papel cardinal que algunos filósofos neoplatónicos atribuían al Intelecto. El ángel es como un espejo, que vive una vida puramente intelectual, en el que hace brillar su proyecto creador. Dios lo manifiesta al ángel incluso antes de realizarlo, y el ángel devuelve a Dios alabanza y amor. La naturaleza angélica aparece entonces como el arquetipo y el ideal de la condición de toda criatura. En línea neoplatónica similar, Dionisio Areopagita propone, especialmente en La Jerarquía Celeste, una visión grandiosa de la vida y de la estructura internas del mundo angélico, según órdenes y jerarquías, que gozará de influencia decisiva en la teología ulterior.
La reflexión sobre los ángeles adquiere con la escolástica un tono más técnico y aprovecha las especulaciones cosmológicas, noéticas y metafísicas de los filósofos antiguos sobre las Inteligencias o sustancias separadas, si bien su identificación con los ángeles de la fe cristiana no es aceptada por todos. Se llega, con santo Tomás de Aquino o Juan Duns Escoto, por ejemplo, a amplias síntesis angelológicas de fuerte estructuración filosófica, que aparecen como piezas esenciales de su visión teológica del mundo. La escolástica posterior perfeccionará aún más esta síntesis, hasta llegar a los tratados casi exhaustivos que Francisco Suárez o Juan de Santo Tomás han dedicado a los ángeles.
En la modernidad, sin embargo, la angelología tradicional se convierte en objeto de una doble crítica radical. En primer lugar, el desencantamiento del mundo, que sigue a la revolución científica moderna, hace de los ángeles seres inútiles e inciertos. Las actividades que tradicionalmente se les atribuyen la parte que les corresponde en la marcha del cosmos o su intervención en el psiquismo humano parecen explicarse de modo suficiente por el juego de causas naturales, físicas y psicológicas. Los ángeles son, por lo tanto, expulsados de la naturaleza y de la historia comunitaria y personal de los hombres. La antropología se cree incluso capaz de reconstruir los condicionamientos del todo humanos que habrían originado la creencia en ángeles y demonios.
Dependiente de esta crítica «externa» de la angelología, se desarrolla, en segundo lugar, una crítica «interna», es decir, una suerte de desencantamiento de la Revelación misma. Para teólogos como R. Bultmann, la angelología no pertenece a la sustancia de la fe cristiana. Sería en ella un revestimiento cultural accidental, hoy caduco, que la predicación cristiana debería abandonar para permanecer digna de crédito.
Sin embargo, las implicaciones actuales de una angelología cristiana distan mucho de ser ligeras. No faltan filósofos que subrayan el extremo interés antropológico de la angelología: la «hipótesis angélica» permite, por semejanzas y contrastes, comprender mejor lo específico de la condición humana. Pero más fundamentalmente, e el plano teológico, la afirmación de la existencia de los ángeles recuerda oportunamente, ante la mentalidad materialista dominante, el primado absoluto de los valores del espíritu en la vida humana, e incluso la dimensión «espiritual» del cosmos. Invita también a superar cierto reduccionismo antropológico que amenaza a la teología. El hecho de tener en cuenta al ángel manifiesta la urgencia de una mirada más amplia, propiamente metafísica, sobre el conjunto de la creación. Es además en el plano propiamente metafísico donde puede hacerse valer cierta necesidad a priori de la existencia de los ángeles. Una predicación equilibrada sobre los ángeles, bien integrada en el conjunto de la doctrina cristiana, puede contribuir de modo más coyuntural a evangelizar una religiosidad posmoderna, salvaje y extendida, que se apasiona con frecuencia por el mundo de los espíritus.
¿Qué es entonces un ángel?, ¿cuál es su naturaleza? La tradición cristiana no ha llegado de inmediato a la afirmación del puro carácter espiritual del ángel. Por largo tiempo, para tener en cuenta las angelofanías bíblicas y para salvaguardar la absoluta trascendencia de Dios, se creyó necesario atribuir al ángel una especie de cuerpo sutil y aéreo. Pero la tesis metafísica de santo Tomás, según la cual todo ángel está compuesto de una esencia que desempeña el papel de potencia, y de un acto de ser (esse), permite renunciar a la corporeidad del ángel, que resulta además incompatible con la condición de inteligencia pura, sin hacerle salir del orden de las criaturas.
Esta inmaterialidad del ángel tiene como consecuencia su incorruptibilidad natural: igual que no puede existir sino por creación, el ángel sólo puede desaparecer por aniquilación. Explica también que todo ángel sea único en su especie, de la que agota por sí solo el tipo inteligible: Gabriel se distingue así de Rafael no como este caballo se distingue de este otro, sino algo así como un caballo se distingue de un toro. La distinción en el ángel de la esencia y del ser tiene también como consecuencia que sea necesario distinguir en el ángel su esencia, sus potencias de acción (intelecto y voluntad) y sus acciones en sí mismas. El ángel está lejos de la simplicidad absoluta que caracteriza el Ser de Dios.
La vida del ángel es en el plano natural una vida de conocimiento y amor. Contemplando su propia esencia, el ángel se conoce a sí mismo y ve a Dios como causa de su ser no mediante un razonamiento, sino según el modo intuitivo que es propio de una naturaleza pura que capta inmediatamente las conclusiones en el principio. El conocimiento que el ángel posee de otras criaturas no es causado por éstas, sino que se opera gracias a las ideas (especies) innatas que Dios ha depositado en el ángel en el momento de su creación. Estas ideas son una participación en la ciencia que Dios tiene de las criaturas. Para los filósofos neoplatónicos, las sustancias superiores conocían las sustancias inferiores al conocerse a sí mismas como causa de éstas. El cristianismo ha usado este modelo para pensar la ciencia de Dios, pero no podía aplicarlo sin más a la ciencia del ángel, dado que el ángel cristiano, a diferencia de su primo neoplatónico, no ejerce ninguna causalidad ontológica profunda. Hacía falta encontrar, por lo tanto, para fundamentar la ciencia angélica de lo creado, una semejanza sin causalidad entre el ángel y el objeto que éste conoce. Esta semejanza viene asegurada por el patrimonio noético que suponen las ideas innatas concreadas, que son reflejo de las ideas divinas. Gracias a ellas, el ángel conoce a los otros ángeles, así como a las criaturas corpóreas en su singularidad. Los futuros contingentes y los movimientos de la subjetividad espiritual («los secretos del corazón») escapan, por el contrario, a la aprehensión directa de la ciencia angélica. Este conocimiento del ángel es fuente del amor que tiene naturalmente a Dios por encima de todas las cosas, de sí mismo y de las de más criaturas.
El ángel ha sido elevado al orden sobrenatural desde el mismo instante de su creación, según santo Tomás, o más tarde, según otros autores. Dios le ha llamado por la gracia a participar de la naturaleza divina en la alegría de la comunicación trinitaria. Conforme a su naturaleza intelectual, la respuesta del ángel no podía ser sino instantánea y definitiva. En un acto personal de fe y de abandono en el amor, e impulsado por la gracia divina, el ángel ha merecido la visión beatífica de la divina esencia.
Esta visión de una esencia divina absolutamente simple es necesariamente total, pero no agota por ello la inteligibilidad de Dios. Hay lugar, por tanto, para cierto progreso en el conocimiento que el ángel adquiere del designio providencial de Dios a cuya realización contribuye como causa segunda y ministro del gobierno divino. Los ángeles superiores reciben directamente esa revelación en el Verbo y la comunican acomodada, a modo de iluminación, a los ángeles de rango inferior. Es así en el orden de la comunicación del conocimiento sobrenatural como mejor se justifica la existencia de jerarquías angélicas.
La gracia que ha permitido a los ángeles merecer la vida eterna no provenía probablemente de Cristo, que no es el Salvador de los ángeles sino de los hombres (contra el cristocentrismo radical de Suárez). Sin embargo, como ha afirmado rigurosamente san Agustín en La ciudad de Dios, apoyado en la Sagrada Escritura, ángeles y hombres son llamados a formar una sola sociedad espiritual, una sola Iglesia, fundada sobre la participación de todos en la misma felicidad trinitaria. Algunos teólogos tomistas piensan que desde el momento de la Encarnación, la gloria de los ángeles pasa por la mediación de la humanidad de Cristo (Ch. Journet) Pero el influjo iluminador de Jesucristo sobre los ángeles y la causalidad meritoria que ejerce respecto a su gloria accidental (la alegría que experimentan por la salvación de los hombres), bastarían para hacer de Jesucristo la cabeza de los ángeles en el único cuerpo de su Iglesia. En cualquier caso, una vez en posesión de su felicidad, los ángeles se ponen por la caridad al servicio de los designios divinos de salvación sobre los hombres. La doctrina tradicional del ángel de la guarda que vela sobre cada persona, expresa la delicadeza de esta solicitud providencial. Los ángeles tienen como misión en particular contrarrestar los ataques de los demonios.
La demonología del Antiguo Testamento es claramente rudimentaria. Se encuentran en ella diversas categorías inconexas de seres nefastos, pero emerge gradualmente la figura típicamente bíblica de Satanás, el Adversario. Satanás reaparece en el Nuevo Testamento a la cabeza de un universo demoníaco bien estructurado y particularmente activo. El mundo en el que entra Jesús se halla saturado de presencia demoníaca. Los hombres se van allí entregados a la tiranía implacable del Príncipe de este mundo. No es extraño que la misión de Jesús, prolongada en la misión de los Apóstoles y de la Iglesia, tiene la forma de un inmenso exorcismo.
El diablo es, por tanto, un personaje clave en la primera teología de la Redención elaborada por los Padres de la Iglesia. Pero éstos también se preguntan sobre el problema más radical del origen y la naturaleza de los demonios. Desde la perspectiva monoteísta y creacionista, resulta imposible admitir la existencia de seres malos por naturaleza, lo cual haría a Dios responsable del mal. Así, contra todo dualismo, san Agustín aplica al diablo el principio de que no hay mal moral que sea anterior a la mala voluntad de la criatura. El diablo no ha sido creado malo, sino que, creado bueno por Dios, se ha hecho malo él mismo voluntariamente. La maldad de los demonios es, por tanto, el fruto de un misterioso pecado original, de una caída, de la que los Padres creen recoger el eco en algunos textos de la Escritura.
La elucidación de la naturaleza y de las modalidades de este pecado del ángel ha apasionado desde hace mucho tiempo a los teólogos. Suscita de hecho una reflexión de fondo sobre la libertad y el pecado, dado que el pecado del ángel es un pecado químicamente puro. La cuestión preliminar de saber si el ángel es naturalmente capaz de pecar ha agitado a los teólogos del siglo XX en el marco de la controversia acerca de lo sobrenatural. H. de Lubac y J. Maritain han defendido la tesis de que el ángel habría podido ya pecar en el plano de su destino natural. Otros lo han negado a partir del hecho de que Dios ha creado al ángel en un estado de perfección natural: sólo la llamada ala vida sobrenatural habría podido, de modo indirecto, desequilibrar al ángel y actualizar en él la pecabilidad inherente a toda criatura.
En cuanto a la naturaleza específica de ese pecado, si se deja de lado la hipótesis patrística de un pecado de lujuria, al que haría alusión Gn 6, la tradición teológica ha optado por hablar de un pecado de orgullo. La vocación sobrenatural ofrecida al ángel lo ha situado ante la exigencia de aceptar filialmente la gracia de una participación más íntima en la naturaleza divina, y de admitir también una relativización de su superioridad natural sobre el hombre. El orgullo, como voluntad de ser único dueño de su destino, ha hecho que algunos ángeles rechazaran esta invitación divina. De modo desordenado, es decir, sin considerar la norma primera de todo actuar, que es Dios, esos seres se han fijado como fin último el que pudieran alcanzar mediante sus solos recursos naturales. Han preferido ser, como ocurre con Dios, su propio fin natural, así es el pecado de orgullo, rechazo de la dependencia, dictado por el amor desordenado de la propia excelencia.
Por razón de la naturaleza misma de la voluntad angélica, que se dirige hacia su fin con un solo movimiento, ese rechazo no puede ser retractado y, por tanto, tampoco perdonado (contra la tesis de la apocatástasis atribuida a Orígenes). Los demonios han fijado libremente para siempre su oposición a Dios, y si bien conservan intacta su naturaleza angélica, sufren el terrible desgarramiento interior que es la pena eterna de la renuncia a Dios.
La obstinación de los demonios en el mal su odio a Dios y a los hombres explica su nefasta actividad. Aparte de lo que se afirma sobre las manifestaciones extraordinarias de la acción demoníaca (obsesiones, posesiones...), ésta se ejerce esencialmente mediante la tentación, que trata de inducir al hombre a obrar mal. Los demonios, igual que los ángeles, no tienen acceso desde luego al centro espiritual de la persona humana (intelecto y voluntad), pero pueden actuar sobre los condicionamientos de la existencia espiritual del hombre, así como sobre los condicionamientos individuales, fisiológicos y psíquicos, y los comunitarios. Los demonios sobresalen en hacer converger los pecados individuales de los hombres para construir las estructuras sociales y culturales de pecado (falsas religiones, ideologías ateas, sistemas económicos injustos, cultura de la muerte...), que multiplican los efectos nefastos de aquéllos.
Junto a las críticas generales contra la existencia de espíritus puros, la enseñanza cristiana sobre el diablo tropieza con objeciones de orden moral: la creencia en demonios, se dice, produce efectos perversos. Cultiva un temor irracional que paraliza la acción humana contra los efectos del mal. Oculta la responsabilidad propia de la libertad humana en el origen del mal. Pero la verdad es que la Iglesia católica trata solamente de recordar que el combate ético y espiritual que todo hombre debe librar sin descanso contra el mal se inscribe en un marco más amplio: «No combatimos contra adversarios de carne y sangre, sino contra los Principados, contra las Potencias y contra los Dominadores de este mundo de tinieblas» (Ef 6, 12). Cf. CCE 391-395.
Esta advertencia no hace sino más urgente el recurso a Jesucristo, a sus ángeles y a sus santos, porque sólo Él ha quebrantado definitivamente el poder del Príncipe de este mundo y asociado a su victoria a todos los que han depositado su fe en Él.
BibliografíaJ. DANIÉLOU, Les anges et leur mission d'apres les Peres de l'Église, Paris 1952. J. MICHL y Th. KLAUSER, «Engel», en Reallexikon für Antike and Christentum, V, Stuttgart 1965, 53321. M. SEEMANN y D. ZAHRINGER, «Los ángeles y los demonios en su relación históricosalvífica con el hombre», en Mysterium salutis, II/2, Madrid 1970, 10441123. G. TAVARD, Die Engel, Freiburg 1968.
S.T. Bonino
La economía de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento; por lo cual estos libros inspirados por Dios conservan un valor perenne» (DV 14).
Todos los libros de la Biblia, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo, son instrumentos de comunicación entre Dios y el creyente, pues proclaman la «vida nueva» que brota del manantial de Jesús crucificado y resucitado, y se propaga por la predicación del Evangelio y los sacramentos de la Iglesia. Las Sagradas Escrituras no son, por tanto, el fundamento del cristianismo, como si éste fuese una religión del libro. El cristianismo es «la religión de la «Palabra» de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (CCE 108). El Antiguo Testamento, que contiene la palabra de Dios que iba preparando la venida del Salvador, era un primer paso hacia la encarnación de la Palabra Eterna del Padre. El Nuevo, por su parte, testimonia la culminación de la revelación de Dios, que es Jesucristo, y recoge sus palabras y sus hechos. Jesucristo es, por tanto, el fin al que tiende toda la Biblia, el corazón que le da vida, y su contenido más profundo.
El Antiguo Testamento comprende 46 libros (45 si se cuentan Jeremías y Lamentaciones como uno solo), que en las ediciones católicas de la Biblia vienen distribuidos en tres grandes grupos: 1) Libros históricos: los cinco que integran el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio), más los libros de Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos de los Reyes, los dos de las Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester y los dos libros de los Macabeos. 2) Libros didácticos, poéticos o sapienciales: Job, Salmos, Proverbios, Qohélet (Eclesiastés), Cantar de los Cantares, Sabiduría y Ben Sirac (Eclesiástico). 3) Libros proféticos: Isaías, Jeremías (con Lamentaciones y Baruc), Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, y Malaquías.
Por ser palabra de Dios, el Antiguo Testamento tiene valor permanente; pero, al mismo tiempo, responde a la época en que cada libro fue escrito. Por eso, «aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros», estos libros dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios, pues «contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación»(DV 15).
La Iglesia lee el Antiguo Testamento en su significación inmediata como testimonios de la historia de la salvación. Y, puesto que esa historia se cumple en Cristo y desde Él se ilumina, la Iglesia entiende esos libros a la luz del acontecimiento pascual la muerte Y resurrección del Señor que aporta una radical novedad y da un sentido decisivo y definitivo a las antiguas Escrituras (cf. DV 4).
Para interpretar correctamente los libros de la antigua alianza conviene tener en cuenta dos principios fundamentales: en primer lugar que todo texto de la Biblia se ha de interpretar dentro y a la luz de la unidad total de la Escritura: «Para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta con no menor cuidado el contenido y la unidad de toda la Escritura» (DV 12). En ocasiones, la Biblia, y particularmente el Antiguo Testamento, puede parecer más un mosaico de libros que una obra continua. Sin embargo, todos los escritos de la Biblia han surgido en el seno de la misma comunidad creyente, y todos ellos se han transmitido formando una unidad. Cada libro, por tanto, ha de ser leído e interpretado como una parte del conjunto total que es la Biblia. De esta forma se percibe el progreso de la Revelación divina y los diversos modos en que se da a conocer al hombre. No hay inconveniente en que, cuando se lee el Antiguo Testamento, haya que interpretar sus textos con la ayuda de los conocimientos científicos actuales sobre el mundo antiguo y teniendo en cuenta los procedimientos literarios de aquella época, procedimientos que la investigación moderna ha ido descubriendo. Pero el mejor conocimiento de la historia y la literatura no oscurece la relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo (cf. DV 16); al contrario, la hace aún más evidente.
El segundo principio a tener en cuenta es que la interpretación de la Biblia debe hacerse en la Tradición de la Iglesia La tradición bíblica se continúa en la Tradición viva de la Iglesia. La Biblia no ha sido entregada por Dios a ninguna persona en particular, sino a la Iglesia (cf. DV 11). Sólo a través de ésta conocemos el canon de las Sagradas Escrituras, es decir, cuáles son los libros inspirados por Dios que integran la Biblia. «Guiada por el Espíritu Santo y a la luz de la Tradición viva que ha recibido, la Iglesia ha discernido los escritos que deben ser conservados como Sagrada Escritura. [...] El discernimiento del "canon" ha sido el punto de llegada de un largo proceso» (Pontificia Comisión Bíblica, Interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1993: EB 1448-1449). La Iglesia ha percibido cuáles son los libros inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y discerniendo el canon de las Escrituras, discernía su propia identidad, de modo que las Escrituras son, a partir de ese momento, un espejo en el cual la Iglesia puede redescubrir constantemente su identidad, y verificar, siglo tras siglo, el modo cómo responde sin cesar al evangelio (cf. DV 8).
Entre el Antiguo Testamento y el Nuevo hay una estrecha relación como lo demuestran dos hechos claros. Primero, que «la Biblia cristiana se compone en su mayor parte de las "Sagradas Escrituras" (Rm 1, 2) del pueblo judío, que los cristianos llaman Antiguo Testamento»; segundo, «que la Biblia cristiana comprende a su vez un conjunto de escritos que, al expresar la fe en Cristo Jesús, la ponen en relación estrecha con las Sagradas Escrituras del pueblo judío. Este segundo bloque, como se sabe, es llamado Nuevo Testamento, expresión correlativa a la de Antiguo Testamento» (Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, Cittá del Vaticano 2001, 1).
Tanto el judaísmo como el cristianismo coinciden en aceptar las «Sagradas Escrituras de Israel» como normativas de la fe. Pero desde diferentes puntos de vista hermenéuticos. Los judíos consideran la Ley en el centro, pues en ella «se encuentran las instituciones esenciales reveladas por Dios mismo para gobernar la vida religiosa, moral, Jurídica y política del pueblo La colección de los Profetas contiene palabras inspiradas también por Dios, transmitidas por los profetas reconocidos como auténticos, pero no son una ley que pueda servir de base a las instituciones. Bajo este aspecto, los Profetas ocupan un segundo lugar. Los "Escritos" no se componen ni de leyes ni de palabras proféticas: ocupan, por consiguiente, un tercer lugar» (ibid, 11).
Los cristianos, en cambio, dieron siempre más importancia a los textos proféticos, entendidos como anuncio del misterio de Cristo, y por eso los colocaron al final del canon, como abriendo la puerta al Nuevo Testamento. Por otra parte, el cristianismo primitivo tuvo un horizonte doctrinal amplio. De hecho se desarrolló en un momento que convivían diferentes corrientes religiosas en Palestina, los celotas, los fariseos, los esenios, los grupos apocalípticos, etc. Además, especialmente fuera de Palestina, convivió con el judaísmo helenístico que aceptaba un número más amplio de libros canónicos y se desarrollaba con una orientación más sapiencia]. Con todos estos grupos se relacionó, pero con ninguno se identificó, puesto que «lo que distingue el cristianismo de todas las corrientes judías es la convicción de las promesas proféticas escatológicas que no se deben considerar simplemente como objeto de esperanza para el futuro, pues su cumplimiento se inició ya con Jesús de Nazaret, el Mesías. De él hablan en último término las Escrituras del pueblo Judío, cualquiera que sea su extensión; a la luz de él deben ser leídas las Escrituras para poder ser plenamente comprendidas» (ibid).
Para facilitar la comprensión del Antiguo Testamento conviene estudiar la estructura, la historia de la composición y el contenido doctrinal de cada uno de los tres bloques de libros que lo componen.
La tradición cristiana, que ha asumido la clasificación griega, ha englobado en este primer grupo los libros que narran la historia de la salvación, es decir, la salvación que Dios manifestó y llevó a cabo en la historia, desde el comienzo de la creación hasta el final de la época griega, ya en los albores de nuestra era. Puesto que abarcan un periodo tan largo de tiempo y la orientación doctrinal es diferente, suele distinguirse entre el Pentateuco y los demás libros históricos.
Pentateuco es el nombre dado al conjunto de los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Viene a ser como una sola obra en cinco partes. El nombre, derivado del griego Pentá-teuchos, significa «cinco estuches»y se aplicó, desde principios de la era cristiana, al contenido de los estuches, es decir, a los rollos de los mencionados escritos. Los judíos y, frecuentemente también los cristianos, le dan el nombre de «La Ley», en hebreo Torah.
El contenido del Pentateuco viene reflejado de forma genérica en los títulos que sedan a los libros que lo integran. Génesis: orígenes del mundo, del hombre y del pueblo de Israel; Éxodo: salida de los israelitas de Egipto; Levítico: leyes levíticas relativas a la santidad y al culto; Números: censos y listas de las personas que salieron de Egipto y anduvieron por el desierto; Deuteronomio: segunda Ley dada por Moisés antes de entrar en la tierra prometida.
Sin embargo, contemplado más de cerca, el Pentateuco presenta un aspecto bastante complejo. En él encontramos, por un aparte, una secuencia narrativa que abarca desde la creación hasta la muerte de Moisés; y, por otra, unos conjuntos de leyes y normas que reflejan distintas situaciones del pueblo de Israel. En el Pentateuco se da, por tanto, un entramado de relatos y de leyes que hacen de él una obra única en su género. Los acontecimientos que se narran sirven para encuadrar las leyes; y éstas, a su vez, encuentran su motivación en aquellos hechos. En el conjunto del Pentateuco queda así claramente reflejado que la revelación de Dios se lleva a cabo mediante hechos y palabras intrínsecamente unidos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios sirven de apoyo a las palabras; y estas, por su parte, esclarecen el sentido de los hechos (cf. DV 2).
Los cinco libros no son cinco capítulos del desarrollo de la historia narrada, pues hay largas interrupciones en Éxodo y Números para introducir los bloques de leyes. Al hilo de la narración se puede descubrir la estructura siguiente del Pentateuco:
&ndash: Creación e historia de la humanidad desde Adán hasta Abrahán. Prehistoria (Gn 1-11).
&ndash: Historia de los Patriarcas: Abrahán, Isaac, Jacob y sus hijos (Gn 12-50).
&ndash: Período de esclavitud en Egipto, liberación y travesía del desierto hasta el Sinaí (Ex 1-18).
&ndash: Alianza del Sinaí. Gran bloque legislativo: el Decálogo, el Código de la Alianza y prescripciones rituales (Ex 19-40).
&ndash: Legislación sobre los sacrificios, los sacerdotes, la pureza ritual y la santidad (Lv 1-27).
&ndash: Preparativos para la partida del Sinaí y algunas leyes (Nm 1-10).
&ndash: Etapas por el desierto desde el Sinaí hasta Moab, con una larga estancia intermedia en Cadés, y nuevas leyes sobre sacrificios y sacerdotes (Nm 11-36).
&ndash: Tres amplios discursos de Moisés en Moab recordando las etapas del desierto y los mandamientos (Dt 1-30). La parte central (Dt 12-26) es legislativa, el código deuteronómico.
&ndash: Algunas disposiciones finales y muerte de Moisés en Moab (Dt 31-34).
Desde muy pronto los estudiosos de la Biblia percibieron que el Pentateuco recibió su forma actual después de la vuelta del destierro de Babilonia (siglos VIV a.C.). San Jerónimo explicaba que la narración de la muerte de Moisés (cf. Dt 34), y algunas expresiones, como «hasta el día de hoy» (Gn 35, 4), se debían a Esdras al hacer la copia de la Ley de Moisés (cf. De Perpetua Virginitate B. Mariae, 7). Pero ha sido en época más reciente, a partir del siglo XVII, cuando el estudio de las fuentes del Pentateuco se ha realizado de una manera sistemática, llegándose a la conclusión de que en la redacción final fueron recogidos diversos materiales de distintas épocas, algunos de ellos antiquísimos, que, reelaborados y reorganizados por los autores inspirados, llegaron a constituir el Pentateuco tal como lo recibió primero el pueblo judío y luego la Iglesia. Todas esas formas de tradición que debieron de existir previamente a la redacción final, aun presentando sus propias peculiaridades literarias y doctrinales, quedaron integradas por inspiración divina en el conjunto de la gran obra que llamamos Pentateuco, y llegaron a constituir «La Ley» de Moisés. Al hilo de las primeras palabras de cada uno de los cinco libros, que son como el título dado por los autores sagrados, descubrimos su trama unitaria. El Génesis viene a ser la respuesta, dada desde la fe en el Señor, a la pregunta de cuándo y cómo empezó la historia del pueblo de Israel. En él se recogen las tradiciones que hablaban de los ¡nidos de la historia: de la creación del mundo y del hombre (del primer pecado y primer castigo), del origen de los pueblos (del diluvio, primer gran castigo por el pecado de la humanidad), y, especialmente, del origen de Israel con Abrahán, que había llegado de Mesopotamia (cf. Jos 24, 2; Is 51, 2), y con Jacob, el arameo errante que bajó a Egipto (cf. Dt 26, 5). El libro del Génesis dejaba a los israelitas en Egipto.
Sin embargo, ahí no acababa la historia de los hijos de Israel, puesto que se iniciaba una nueva etapa con la salida de aquel país. La figura central del gran acontecimiento del éxodo es Moisés, junto con aquellos primeros que fueron rescatados con él de Egipto, y prometieron con toda solemnidad cumplir la voluntad del Señor al ser constituidos pueblo santo, pueblo elegido, en el que Dios mismo iba a poner su morada. Debía tener gran importancia señalar expresamente a los que con Moisés fueron el núcleo del pueblo renovado, y, por eso, la narración de esta etapa de la historia del pueblo elegido, recogida en el libro del Éxodo, comienza con las palabras: «Éstos son los nombres de los que bajaron a Egipto» (Ex 1, 1). Así, en este libro se integran las tradiciones en torno a la salida de Egipto, la alianza y la presencia del Señor en medio de su pueblo.
La historia del pueblo fue una sucesión de experiencias de pecado, de castigo y de perdón. Y no por culpa del Señor, puesto que les otorgó como don gozoso las normas suficientes para vivir siempre de cara a Él. La legislación cultual, proveniente de círculos sacerdotales, era abundante, y este tercer libro, es decir, el Levítico, es, sin duda, el más apropiado para exponer tal legislación en continuidad con lo narrado en el libro anterior. Dios mismo ordena a su pueblo, por medio de Moisés, cómo ha de servirle en todo momento. La recopilación se inicia, por tanto, con las palabras: «El Señor llamó a Moisés y le habló así desde la Tienda de Reunión» (Lv 1, 1), es decir, llamó al pueblo a su servicio y le dio normas para ello.
Después de la prolongada interrupción junto al Sinaí, el pueblo debía continuar su camino, puesto que Dios había prometido a los patriarcas la tierra de Canaán. El libro de los Números narra la reanudación de la marcha por el desierto, avanzando todos en perfecto orden, y se presentan las pruebas a las que el pueblo es sometido. Ante ellas muchos claudicaron. Esto explica los cuarenta años de peregrinación: que aquella generación pecadora quedara purificada, y la nueva se encontrara en condiciones de pasar el Jordán y tomar posesión de la tierra que Dios había prometido a Abrahán. Los materiales que integran este libro son una mezcla de antiguos relatos de conflictos con los pueblos circundantes de Israel. La intencionalidad profunda es mostrar la tensión entre el castigo y la salvación. Aquél alcanza incluso a Moisés y Aarón que no entraron en la tierra prometida; la salvación se refleja en el nombre del nuevo héroe, Josué, que significa precisamente «el Señor salva». La identidad del pueblo que ha recibido la Palabra de Dios se forja en el desierto, como queda reflejado en las palabras iniciales del libro de los Números: «En el desierto del Sinaí, el Señor habló a Moisés» (Nm 1, 1).
El Deuteronomio recoge los tres grandes discursos de Moisés pronunciados en las llanuras de Moab, antes de entrar en la tierra prometida. En ellos venía claramente interpretada la historia de Israel como historia de salvación: Israel ha sido elegido por Dios no por ser un pueblo numeroso ni extraordinario, sino por el gran amor con que Dios lo amó. La fórmula introductoria refleja el género discursivo del libro: «Éstas son las palabras que habló Moisés a todo Israel», (Dt 1, 1). El tercer discurso, el más amplio (Dt 4, 46-28, 68) contiene el denominado«código deuteronómico» (Dt 12-26), recopilación extensa de normas legales y morales que explican y desarrollan las normas de los códigos legales del libro del Éxodo. Éste podría haber sido el núcleo originario del libro.
La enseñanza del Pentateuco es fundamentalmente de carácter religioso: muestra cómo Dios actuó en la historia humana haciendo surgir al pueblo de Israel, y enseña la respuesta que el pueblo debía dar a Dios. Presenta, por tanto, el fundamento de la fe y de la religión de Israel en el que, sobre todo, se confesaban las intervenciones de Dios en los acontecimientos del pasado (cf. Dt 26, 5-10; Jos 24, 2-13), porque sin la acción de Dios tales acontecimientos no serían explicables. Al mismo tiempo, enseña que Dios manifiesta su voluntad a través de personas que hablan en su nombre. De ahí la importancia de las palabras puestas en boca de Moisés. De hecho, el material recogido en el Pentateuco adquiere un valor de enseñanza obligatoria vinculante y de norma para el pueblo de Israel, de modo que llega a constituir por igual «La Ley» del Señor.
El Pentateuco muestra que Dios actúa en la historia humana eligiendo a un pueblo para ser instrumento de salvación de cara a los demás pueblos. Esta elección, fundada en el amor gratuito, constituye la clave para comprender el desarrollo de la historia que presenta no sólo el Pentateuco, sino toda la Biblia. El Génesis, después de los capítulos introductorios que recogen los orígenes del mundo y de la humanidad, comienza propiamente con la elección de un hombre, Abrahán, y alcanza a todo el pueblo de Israel bajo la mediación de otro elegido, Moisés. La elección va acompañada de la promesa. El Pentateuco es también el libro de las promesas. A Abrahán y a los patriarcas Dios les promete la tierra de Canaán y una descendencia numerosa; al pueblo, rescatado de Egipto, le vuelve a prometer la tierra; y a todos los descendientes de Adán les promete la liberación y la victoria frente al mal (cf. Gn 3, 15).
Leído a la luz de la fe cristiana, el Pentateuco no sólo no pierde nada de su excelso sentido religioso, sino que éste se percibe con mayor profundidad, ya que se sitúa en el conjunto de la revelación divina testimoniada en la Biblia. La historia narrada en el Pentateuco aparece así como una etapa, la primera, de la historia de la salvación, que continuará y alcanzará su culminación en Jesucristo y en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.
En el Nuevo Testamento se pone de relieve que las promesas se han cumplido en Cristo. Él es el sí a las promesas (Ap 7, 12), puesto que inaugura la nueva situación de plenitud, y su advenimiento definitivo sigue siendo promesa irrevocable. Las alianzas que ratificaban la elección y las promesas culminan en la nueva y definitiva alianza sellada con la sangre de Cristo. Ésta es la «nueva alianza» porque existía la «antigua». Y, Junto a la nueva alianza, se revela la nueva Ley que, fundamentada también sobre la antigua (Mt 7, 12), se presenta ahora como Ley de Cristo, inscrita en el interior del hombre por el Espíritu Santo.
Los libros históricos relatan los avatares del pueblo elegido desde el comienzo de la conquista de Canaán hasta las luchas que en el siglo II a.C. los israelitas tuvieron que entablar para defender su identidad ante los peligros del helenismo. En sus páginas se pueden encontrar elementos de gran interés para la historia antigua, sobre todo del pueblo de Israel, que fue el primer beneficiario de la elección divina. Sin embargo, esos textos hablan fundamentalmente de la salvación preparada y realizada por Dios a lo largo de la historia de Israel, y de la que se beneficiarían todos los hombres. Dios, que intervenía delicadamente y se hacía presente en el acontecer de la historia humana, fue abriendo los caminos de la salvación que quedarían definitivamente despejados en el misterio pascual de Cristo Jesús. Sólo cuando se lee la Sagrada Escritura en su conjunto a la luz de la fe cristiana, se puede apreciar lo que aporta cada uno de sus libros en el progreso hacia la plenitud de la Revelación. En consecuencia, lo narrado en los libros históricos del Antiguo Testamento sólo se entiende en toda su profundidad cuando se contempla debidamente encuadrado dentro de la gran manifestación de Dios que culmina en Jesucristo.
En efecto, el pueblo de Israel guardó memoria de las gestas de sus antepasados. Con el correr del tiempo estos recuerdos sirvieron para actualizar la fe en su Dios, iluminar las situaciones nuevas y proporcionar una orientación precisa para mantenerse fieles a su alianza. Además, todas esas reflexiones se fueron poniendo por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, de modo que su enseñanza se mantuviera para siempre. Como consecuencia, el valor de la Biblia como fuente histórica es incalculable si se atiende al enorme cúmulo de noticias que ofrece al historiador: en primer lugar, los recuerdos que sus tradiciones conservan acerca de lo sucedido en épocas pretéritas; pero también y sobre todo lo que la misma redacción refleja sobre los distintos momentos en que se fueron poniendo por escrito sus textos.
Precisamente por no tratarse de libros de historia antigua sin más, los libros históricos del Antiguo Testamento no ofrecen una narración completa, detallada y plenamente coherente de todos los acontecimientos protagonizados por el pueblo de Israel, sino que presentan una selección realizada con criterios más religiosos que políticos o culturales. No será de extrañar, por ejemplo, el silencio de la Biblia sobre algunos sucesos importantes en la historia del Antiguo Oriente. Tampoco deben sorprender las repeticiones de algunos hechos o las diferencias en el modo de relatar los mismos acontecimientos, pues un mismo hecho puede ser contado para ofrecer distintas enseñanzas. Por otra parte, los autores humanos de estos libros escriben con la mentalidad de su época, que todavía no había recibido la plenitud de la Revelación divina. Pero con todo, los libros históricos del Antiguo Testamento, «aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros» (DV 15), dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios: «Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación» (DV 15).
En concreto, los libros históricos prolongan la narración del Pentateuco que había dejado a Israel a las puertas de la tierra prometida: en un primer momento, se narran las vicisitudes del pueblo de Dios desde la conquista de Canaán, la tierra prometida, hasta el momento en que la pierde, es decir, hasta que Jerusalén fue conquistada por Nabucodonosor, y el rey de Judá, junto con los principales personajes de su corte, fue llevado a la cautividad de Babilonia. El relato que abarca los acontecimientos de más de cinco siglos comienza con el libro de Josué (conquista de la tierra prometida), continúa con Jueces (gobierno inicial por medio de dirigentes elegidos directamente por Dios) y los dos libros de Samuel (institución de la monarquía por medio de Samuel, el azaroso reinado de Saúl y la fecunda implantación de la dinastía de David) y termina con los libros de los Reyes (historia de la monarquía en los reinos de Israel y de Judá). Esta extensa narración tiene mucho que ver con el libro del Deuteronomio en cuanto que se van juzgando los hechos narrados a la luz de la Ley del Señor contenida en el Código deuteronómico (Dt 12-26).
Por eso, al conjunto de esos libros se le suele denominar «historia deuteronomista» pues tiene como objetivo pedagógico mostrar que el destierro es el castigo por los delitos cometidos a lo largo de los siglos, y que Dios, fiel a su alianza, decretará la vuelta y mantendrá su promesa de salvación. El pequeño libro de Rut –la bisabuela de David está colocado antes de los libros de Samuel y tiene como función preparar la aparición de la figura de David que, de algún modo, es el personaje central de esa gran historia.
La historia de los orígenes y de Israel viene narrada de nuevo en la llamada «historia del Cronista» que comprende los dos libros de las Crónicas, y Esdras y Nehemías. La narración comienza en Adán y termina en la restauración del templo y de Jerusalén en la época persa. Es, pues, muy amplia, pero con una intencionalidad religiosa bien marcada: afirmar la identidad del pueblo de Dios y fundamentar el culto en el Templo y la observancia de la «Ley de Dios». Por una parte, se establece, mediante las genealogías, la continuidad entre Adán, los Patriarcas y el pueblo que habitó en la tierra prometida con las generaciones posteriores que regresaron del destierro. Por otra, el Templo y el esplendor de su culto reflejan la unidad e identidad del pueblo.
Por la misma razón religiosa el cronista resalta la figura de David como legislador y organizador del culto. Pasa por alto los episodios que podrían ensombrecer al gran rey, como la muerte de Urías o las tensiones por su sucesión, mientras que realza lo que glorifica a David como buen gobernante y, sobre todo, como rey piadoso que planifica la edificación del Templo y la organización del culto. Junto a David, la enseñanza sobre el Templo constituye la columna vertebral de la«historia del cronista». En la época pena, los que regresaron del destierro y los que habían quedado en Palestina iban a alcanzar, la unidad gracias a la reconstrucción del Templo destruido por los babilonios y a la actividad reformadora de Esdras, el sacerdote, y de Nehemías, el gobernador.
Pero la enseñanza fundamental de la «historia del cronista» se refiere a Dios, que nunca abandona a su pueblo. Las largas listas genealógicas sirven para indicar que el destierro de Babilonia no supuso la ruptura de los lazos que unen al pueblo con sus antepasados, con los Patriarcas, e incluso con el primer hombre, creado directamente por Dios. Sus descendientes, por tanto, han de mantenerse fieles a la alianza que hicieron sus padres y que constituye a Israel en una nación santa, segregada del común de las gentes, para dedicarse a Dios. Dios, que cuida de su pueblo, es también justo remunerador y paga a cada uno según sus obras. Cada época, cada reinado y cada persona inician su andadura bajo la protección divina sin cargar con el peso de los delitos de sus antepasados. Dios es juez justo con cada individuo.
El sentido espiritual de estos libros y la primacía de la Ley es el alma del judaísmo posterior. Ocurre, sin embargo, que, en ocasiones, el afán de mantener las disposiciones de pureza ritual o las tradiciones da lugar a interpretaciones excesivamente rígidas de la Ley. Los escritos del Nuevo Testamento reflejan tales excesos y los superan, por una parte, proclamando la salvación universal para todos los hombres, no sólo a los descendientes de Jacob, y por otra, enseñando la interioridad de la fe, no sólo los actos externos.
Los libros de los Macabeos recogen acontecimientos esporádicos del periodo de helenización de Palestina, en concreto, la actividad de los Macabeos, los hijos de Matatías en el siglo II a.C. En la narración se subraya la importancia de la Ley y, especialmente en 1M, se exaltan los valores que se derivan de la fe, a saber, el sacrificio heroico y el servicio desinteresado a Dios y a los hombres.
Por último, los libros de Ester, Tobías y Judit, como ya sucedía con Rut, transmiten hermosas narraciones ambientadas en el pasado y llenas de enseñanzas morales y religiosas ante las diversas circunstancias en que Israel se va encontrando.
El nombre de «libros sapienciales o poéticos» viene de la tradición transmitida en las versiones griega y latina; a veces se denominan también «didácticos» o «morales».Atendiendo a su forma literaria se suelen clasificar en libros poéticos (Salmos y Cantar de los Cantares) y libros sapienciales (Job, Proverbios, Eclesiastés [Qohélet], Eclesiástico [Sirácida] y Sabiduría). El orden que siguen los libros en la Biblia cristiana responde a su pretendida antigüedad, o a la época en que se sitúan sus protagonistas. Así, Job aparece el primero porque su protagonista es presentado como un antiguo patriarca; después viene el libro de los Salmos que la tradición atribuye a David, y luego los atribuidos a su hijo Salomón: Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares y Sabiduría. Cierra la colección el libro del Eclesiástico escrito por Jesús ben Sirac, un gran maestro judío de comienzos del siglo II a.C.
Los libros poéticos y sapienciales fueron compuestos después de la vuelta del destierro, entre los siglos V y I a.C., si bien algunos recogen materiales que existían ya en la época de la monarquía, como es el caso de algunos salmos y bastantes proverbios. Quizá por eso muchos salmos son atribuidos a David y tres de los libros sapienciales Proverbios, Eclesiastés y Sabiduría mencionan de una u otra forma a Salomón como su autor. Tal autoría, expresada en el texto del libro, responde más bien a un procedimiento literario, frecuente en aquella época entre los judíos y otros pueblos limítrofes, denominado pseudonimia o pseudoepigrafía. Consiste en utilizar el nombre de un personaje famoso del pasado como si fuese el que habla en el libro. No se trata de un engaño, sino de la convicción del autor real, anónimo, de que su enseñanza conecta con la de la persona a la que suplanta como si fuese en cierto modo su representante. Es por tanto el personaje célebre el que da autoridad ala obra. De este modo, la pseudonimia intenta mostrar que el escrito en cuestión se inserta en la tradición de Israel.
En estos libros es fácil percibir la conexión con la tradición antigua y la inclusión de ideas nuevas que reflejan el progreso de la Revelación. La estrecha relación con los libros de la Ley está directamente buscada en muchos casos. Así el libro de los Salmos, al quedar dividido en cinco partes o «libros», es presentado como la respuesta del hombre, hecha oración y meditación, ante la Ley de Moisés dada también en cinco libros. Por otra parte, muchos salmos alaban la Ley del Señor o recuerdan los acontecimientos narrados en el Pentateuco. El Cantar de los Cantares ensalza la fuerza del amor y la atracción entre los esposos que, según la Ley (cf. Gn 2, 22-24), Dios infundió en el ser humano cuando lo creó varón y mujer. Los libros sapienciales representan la interiorización en el hombre de la Ley divina, cuya bondad es descubierta mediante la razón y la experiencia humanas, y cuyo conocimiento y práctica hace sabio al hombre. De ahí que lo que la Ley prescribe en forma de mandamientos, en los libros sapienciales se proponga mediante sabios consejos mostrando las consecuencias de seguirlos o no. Al conocimiento de Dios y de su Ley se llega también escuchando la tradición de los sabios.
Por otra parte, estos libros tienen aportaciones de gran interés como es relacionar el conocimiento de fe y el de la razón. El progreso de la Revelación en el Antiguo Testamento, que se percibe a través de las narraciones de las acciones salvadoras de Dios (Pentateuco y libros históricos) y en los sucesivos mensajes y oráculos de los profetas, se observa también a través de los esfuerzos de la razón humana que, guiada por el mismo Dios, va profundizando en el misterio divino, y en el ser y la situación del hombre que busca a Dios y lo percibe en la creación y en la historia.
En un primer momento los sabios de Israel razonan a partir de la observación de la naturaleza y de las consecuencias personales y sociales que tienen las acciones humanas. De ahí que la sabiduría incluya tanto el conocimiento de las ciencias naturales como el juicio recto sobre la conducta humana. Incluso hacen suyas las enseñanzas sobre la forma de vivir para ser feliz y tener éxito que existían en otros pueblos, sobre todo Egipto y Mesopotamia, impregnándolas de su fe en el Dios de Israel, y acentuando como norma de sabiduría el «temor del Señor» (cf. Pr 22, 17-23, 11). Es el Señor quien garantiza que a los virtuosos les va bien, y a los malvados les va mal. «Lo que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas páginas de la Escritura, es el hecho de que en estos textos se contenga no solamente la fe de Israel, sino también la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del Antiguo Oriente reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas. No es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo presente como el que ama y busca la verdad» (FR 16).
La máxima de que los buenos triunfan y los malos fracasan va a ser sometida en un momento posterior a una reflexión más profunda a partir de la experiencia y de la misma razón que busca sin descanso la verdad. Lo vemos en el libro de Job, en el que se presenta en forma dramática el sufrimiento del hombre justo. Aunque en la redacción final del libro se quiere mostrar la validez de la enseñanza anterior –que Dios colma de bienes de este mundo al que le es fiel-, sin embargo, queda recogida con fuerza la insatisfacción de algunas de estas enseñanzas, tal como las exponen los amigos de Job; el dolor humano se enseña ahora es una prueba permitida por Dios en la que el hombre puede manifestar su fidelidad.
También en el libro del Eclesiastés son sometidas a juicio las propuestas de la sabiduría tradicional sobre el sentido de la vida. El autor se fija en la universalidad de la muerte, que alcanza por igual a justos e impíos, a sabios y a ignorantes, y hace que todo sea vanidad, es decir, esfuerzo inútil. Es una voz que se alza frente a formas de pensar apocalípticas que, ya hacia el siglo IV at., imaginaban de forma simplista una retribución material después de la muerte, y frente a las tendencias hedonistas y materialistas propagadas por corrientes de la sabiduría griega, que negaban el más allá y centraban la existencia en la búsqueda de una felicidad terrena. El libro del Eclesiastés presenta una sabiduría realista que, considerando el carácter efímero de toda vida humana, y asumiendo lo que en realidad se aprecia por la experiencia, orienta, a pesar de todo, a vivir en el «temor del Señor», es decir, en la reverencia y reconocimiento de Dios y de sus obras.
La fuerza de la filosofía griega, extendida a partir del siglo III a.C. por todo el Próximo Oriente, lleva también a los sabios judíos a reafirmar la sabiduría de Israel. En el libro del Eclesiástico, Jesús ben Sirac, hacia el año 190 a.C., propone de nuevo las enseñanzas de la sabiduría israelita tradicional. No parece olvidar, sin embargo, algunas de las agudas cuestiones antes planteadas, y encuentra en el conocimiento y práctica de la Ley de Moisés, y no sólo en el «temor del Señor», la verdadera sabiduría que trae la felicidad al hombre. El premio de los justos consiste sobre todo en el buen recuerdo que de ellos tendrán sus descendientes, y no tanto en los bienes materiales recibidos en esta vida.
El autor del libro de la Sabiduría, inmediatamente antes de la era cristiana, escribe su obra en Alejandría queriendo asumir los aspectos positivos de la sabiduría griega e integrarlos en la tradición sapiencial de Israel. Rechaza con toda su fuerza retórica y con argumentos racionales el culto a los ídolos o falsos dioses de los pueblos paganos, y ve en la inmortalidad del alma el premio divino al hombre busto.
Con los libros del Eclesiástico y de la Sabiduría, la doctrina del Antiguo Testamento se aproxima de modo admirable a la del Nuevo. Las ideas que aparecen en ellos sobre el ser del hombre y sus aspiraciones son asumidas por los hagiógrafos del Nuevo Testamento, si bien iluminados sobre todo por la luz de la Persona y de la obra de Jesucristo. Difícilmente se comprendería el paso del Antiguo al Nuevo Testamento sin tener en cuenta las enseñanzas de estos libros.
Los libros proféticos del canon bíblico son dieciséis: cuatro llamados mayores y doce menores. Esta distinción entre mayores y menores obedece únicamente a razones de extensión: mientras que cada uno de los mayores estaba escrito en un rollo de pergamino, todos los menores estaban recogidos en otro, el Rollo de los Doce Profetas. En el canon judío, al considerar los libros proféticos como enseñanza o comentario de la Ley (Pentateuco), se encuentran colocados inmediatamente después de ésta y antes del grupo de los «Escritos». El libro de Daniel, compuesto cuando ya se había cerrado la colección de los «Profetas», se incluye entre los «Escritos». En el canon cristiano, en cambio, se atiende más a la historia de la salvación, y los profetas se consideran predominantemente orientados a un futuro esperanzador que se cumple en Jesucristo. De ahí que ocupen el último lugar del canon y que se incluya también entre ellos el libro de Daniel, por sus horizontes escatológicos.
La palabra «profeta» viene del griego prophetés que significa «hablar en nombre de alguien», especialmente de una divinidad. Nada tiene que ver, por tanto, con el adivino ni con el agorero o vaticinador, que en griego se llamaba mantis. El término hebreo correspondiente es nabî y también pertenece al lenguaje religioso. Viene a significar «el designado por Dios para hablar en su nombre». En la Biblia, el profeta recibe otras denominaciones, tales como «hombre de Dios», «hombre del espíritu», «siervo del Señor», que designan más bien aspectos de su personalidad.
El profetismo como institución propia de Israel nace en los albores de la monarquía, al calor de los templos donde los israelitas acudían a solucionar sus problemas y a consultar qué quería el Señor de ellos. Samuel, que ejerció esta función en el templo de Siló, es considerado el profeta más antiguo. También en torno a los templos existían los «grupos de los profetas» o comunidades de personas que entraban en trance extático, mediante la música, la danza y ciertos movimientos violentos. Además de los profetas del templo, la historia bíblica es testigo de la variedad de personajes que ejercieron en algún momento la profecía. Así, Balaam pronunció unos oráculos (Nm 23, 7-10.18-14; Nm 24, 3-9.15-25), a pesar de no pertenecer al pueblo elegido. Otros, como Gad y el influyente Natán, vivieron en la corte y fueron profetas del rey David. Mención particular merecen los profetas llamados carismáticos, porque no estaban especialmente relacionados con la corte ni con el templo, pero llevaron a cabo actuaciones de gran importancia para la vida de Israel. Entre ellos destacan Elías (1R 17-19; 2R 1-2) y Eliseo (2R 1-13), que desempeñaron el ministerio profético en el siglo IX a.C. e influyeron poderosamente en la política de su época y en la purificación de la religión de Israel.
Los «profetas escritores» tienen en común con los mencionados antes el saberse portavoces de Dios, pero su característica propia es que sus visiones, sus oráculos, sus acciones y todo aquello que constituía su actividad profética han sido puestos por escrito. En sentido estricto, más que de profetas habría que hablar de literatura profética o de libros proféticos, entendiendo por éstos los escritos que, atribuidos a un profeta determinado, han sido transmitidos como tales en el canon bíblico.
Ahora bien, los libros proféticos, lo mismo que otros muchos libros de la Antigüedad, dentro y fuera de la Biblia, no fueron escritos de un tirón. Tuvieron un proceso de redacción casi siempre largo hasta llegara la forma definitiva. Cada libro profético, sin embargo, tiene mucho que ver con el profeta que lleva su nombre, en primer lugar, porque contiene la orientación de su doctrina y, además, porque se sabe que algunas secciones fueron escritas directamente por él mismo(cf. Is 30, 8) o por su amanuense, como sucedió en el caso de Baruc, que escribió al dictado de Jeremías (Jr 36). Nunca será fácil, ni probablemente necesario, llegar a saber cuáles fueron las palabras originales del profeta, sus ipsissima verba, pero es indudable que el libro, considerado en su conjunto, pertenece al profeta original o al círculo de sus discípulos.
Los comentaristas suelen señalar tres capas redaccionales en los libros proféticos, en consonancia con tres momentos concretos de la historia de su composición: una parte corresponde al profeta, otra ha sido elaborada por los discípulos y la presentación final es obra de un último redactor. Todo este proceso ha sido realizado, como en el resto de los libros bíblicos, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Del propio profeta suelen considerarse algunas secciones poéticas. A los discípulos se les asigna la labor fundamental, la de recopilar y seleccionarlos oráculos más relevantes, darles forma literaria, redactar las partes biográficas en tercera persona, poner por escrito las visiones y las acciones simbólicas, etc. Al redactor final se le considera responsable de la unidad del libro y de la actualización del mensaje. En algunos casos el redactor ha recopilado y reordenado oráculos que, sin ser del profeta originario, contenían un mensaje coherente con la parte más antigua; así podría haber ocurrido con el libro de Isaías que abarca oráculos de épocas diferentes, pero organizados de tal modo que llegaron a constituir una obra bien trabada y dotada de unidad literaria.
El profeta ordinariamente se dirigía a sus oyentes en voz alta, con intención de conmoverles y de orientar su conducta. Por tanto, el modo habitual de expresión profética es el oráculo, es decir, la declaración solemne en nombre de Dios que lleva implícita una condena o una promesa de salvación. Además de oráculos, los libros proféticos contienen canciones, himnos, cartas, instrucciones sapienciales, etc. Los oráculos están combinados con secciones narrativas, tales como relatos de vocación, de visiones, de sueños y otras muchas referencias biográficas o autobiográficas. Mención aparte merecen las acciones simbólicas, que son «oráculos con mímica». Nada tienen que ver con los gestos mágicos de los adivinos, realizados para obtener beneficios materiales. Así por ejemplo, cuando Elías derramó el agua sobre las víctimas del Carmelo (1R 18, 20 ss.) imploró la lluvia sólo para mostrar el poder del único y verdadero Dios; y Jeremías, con el yugo sobre el cuello (Jr 27, 1 ss.), no provocó la esclavitud de su pueblo en Babilonia, simplemente la anunció.
El mensaje profético abarca en su conjunto todo el depósito de la fe israelita, pero cada profeta subraya y desarrolla los aspectos doctrinales que eran más necesarios para sus contemporáneos. Es imprescindible leer cada libro, situarlo en su contexto histórico, valorar el ambiente sociorreligioso en que nace y otras muchas circunstancias para percibir mejor la doctrina de cada profeta. Puesto que no disponemos del espacio necesario para esta exposición, nos limitamos a presentar de modo esquemático los puntos doctrinales presentes en casi todos los profetas, indicando cómo hay un progreso entre los profetas preexílicos y los posexílicos.
a) El monoteísmo es el tema central de los libros proféticos. Se trata de afianzar el monoteísmo ético (monolatría), pero, sobre todo, del monoteísmo teológico, de confesar la fe en Dios, uno y único: no hay otro Dios que el Señor. El esquema monoteísta de los profetas puede estructurarse del modo siguiente: Dios es soberano absoluto de la historia. El Dios de Israel no se muestra en un lugar privilegiado, adonde hay que en caminarse para encontrarlo (no está en un panteón), ni es sólo «el dios de la naturaleza», cuya fecundidad y ciclos refleja su presencia. Por encima de todo, es señor y guía del acontecer humano. Él otorga la victoria o la derrota, la soberanía de un país o el destierro, y todo lo orienta a conseguir que los suyos «vuelvan a Él» (Am 4, 4-12).
Dios tiene con Israel una relación particular, como compañero de camino que comunica sus secretos a sus siervos los profetas (Am 3, 3-8), y como promotor de la alianza con su pueblo. Pero además, Dios es Santo. A pesar de su íntima relación con el pueblo, no es como ellos, ni puede ser tratado como uno más, ni es «manipulable» ni siquiera con sacrificios. Dios es trascendente, el Altísimo, como lo pondrá de manifiesto especialmente Isaías. La santidad del pueblo, en consecuencia, estriba en participar de la de Dios: en ser distinto de las demás naciones en su fe y en sus exigencias morales. Dios es «el Santo de Israel» (Is 5, 19-24), porque sin dejar de ser el Altísimo se ha hecho cercano a los suyos.
b) La esperanza mesiánica es la verdadera espina dorsal de los libros proféticos. Los de la época anterior al exilio de Babilonia, lo mismo que los Salmos (Sal 2; 89), enseñan que la salvación viene al pueblo a través de la dinastía davídica mediante un descendiente de David (mesianismo real). Los profetas de los tiempos de la deportación apenas hablan del mesianismo real: Ezequiel llega a quitar el título de rey al príncipe que regirá al Israel restaurado y le considera «un nuevo David» (Ez 34, 24). Y en los años inmediatos a la vuelta del destierro se proclama que Dios mismo sin intermediarios traerá la salvación (mesianismo sin Mesías). La salvación vendrá, ante todo, a través del pueblo, o de uno nacido en él, un siervo del Señor que asuma obedientemente el castigo de todos. En este contexto se comprende el alcance de la idea del resto: unos pocos, pertenecientes a Israel, que alcanzarán para sí y para sus compatriotas la liberación plena.
En los últimos profetas, los posexílicos, surge una espiritualización del mesianismo, que cuadra mejor con la doctrina escatológica que enseñan. Se entiende aquí por escatología el convencimiento de que Dios hade llevar a cabo su obra salvífica de forma definitiva y para siempre a través de Israel, pueblo elegido, que tiene una especial misión en el advenimiento de la salvación. Israel juzga a las naciones y así prefigura el Juicio definitivo de Dios (el día del Señor), que alcanzará al pueblo de Israel y a todas las demás naciones. La sublimación de la escatología llevada a cabo por los últimos libros proféticos conducirá a la idea trascendente del Mesías. Según Zacarías, Dios mismo vendrá a reinar sobre toda la tierra (Za 13, 9), y el libro de Daniel, con la figura del Hijo del Hombre, da testimonio de la esperanza en que Dios otorgará a un personaje humilde, que representa al pueblo elegido, un reino eterno y universal (Dn 7, 13-14.27)
c) Doctrina moral y social. Los profetas, en particular los anteriores al destierro, insistieron en las exigencias sociales de la fe. Y puesto que sus contemporáneos estaban abandonando los antiguos ideales, violando los derechos de los más débiles y amoldándose a las costumbres de los gentiles, ellos no dejaron de censurar que «se olvidaban de Dios» (Os 2, 15; Jr 2, 32) y se hacían «como los demás pueblos» (Os 9, 1). Con especial crudeza denuncian la opresión, y proclaman la predilección divina por «los Pobres del Señor» (So 3, 12-13). De acuerdo con el pensamiento de todo el Antiguo Testamento los profetas nunca consideraron la pobreza material como algo deseable ni menos aún como un ideal. El pobre no es justo Por su carencia de medios, pero es especialmente querido por Dios, ya que la pobreza con mucha frecuencia es resultado de la injusticia de los poderosos y adinerados. Esta pobreza, consecuencia de la injusticia, es la que los profetas quieren corregir. Con este fin gritan una y otra vez que justicia y santidad son exigencias ineludibles de la alianza.
Los preceptos morales que recuerdan los libros proféticos son los mismos que aparecen en la Ley, pero en ellos hay un enorme esfuerzo de interiorización. Los profetas exigen un corazón limpio por encima de actos externos y, a partir de Jeremías y Ezequiel, insisten en la responsabilidad personal: cada cual cargará con las consecuencias de sus propios pecados, sin culpar de ellos a los antepasados.
Finalmente, las exigencias culturales son también parte del mensaje profético. La insistencia en purificar y rectificar el culto refleja la preocupación de los profetas por la adoración y el respeto debidos a Dios.
Aparte de los Salmos, los proféticos son los libros del Antiguo Testamento que están más presentes en el Nuevo, bien a través de citas explícitas o de alusiones fácilmente detectables o, como ocurre en ocasiones, a través de referencias difíciles de precisar. El Nuevo Testamento refleja que la esperanza anunciada y la salvación prevista se han cumplido en Jesús, en su Persona, en su persona en sus acciones y en sus palabras, como abiertamente escribe san Mateo: «Todo esto sucedió para que se cumplieran las Escrituras de los Profetas» (Mt 26, 56). Los Evangelios y las Cartas de los Apóstoles acuden a los Profetas y subrayan el cumplimiento de sus oráculos por tres caminos: mostrando que se referían al momento presente, señalando que los acontecimientos han sucedido como estaba previsto por ellos, y confirmando la fe en Jesús con palabras proféticas.
Los santos Padres han continuado este modo de leer la Biblia y han acudido a los profetas para desarrollar la teología acerca de Cristo y de la Iglesia. Sirva como ejemplo san Ireneo de Lyon, que vivió a mediados del siglo II d.C. Él hace una sutil distinción entre promesa y profecía. La promesa se cierra en el contenido de las palabras, entendidas en su sentido obvio; la profecía traspasa el límite del significado de los términos y, por referirse a Cristo y a la Iglesia, alcanza su plenitud cuando se hace realidad. Con la llegada de Cristo se supera y se lleva a su plenitud lo anunciado: «Si preguntáis: ¿Qué de nuevo trajo el Señor viniendo?", sabed que trajo toda novedad haciéndose presente Él mismo tal como había sido anunciado. En efecto, esto mismo era anunciado: que vendría la novedad a renovar y vivificar al hombre. Así pues, la llegada de un rey es anunciada de antemano por estos siervos que son enviados con ostentación y para la preparación de los que iban a acoger a su Señor. Pero cuando llega el rey a aquellos súbditos, se llenan con el gozo anunciado de antemano y reciben la libertad que viene de Él y participan de su visión y oyen sus sermones y gozan de sus dones, y ya no se preguntan qué de nuevo trajo el Rey: se trajo a Sí mismo y donó a los hombres estos dones que habían sido anunciados antes, los cuales los ángeles deseaban contemplar» (Adversus Haereses 4, 34, 1).
BibliografíaJ.A. SOGGIN, Introduzione all'Antico Testamento, Brescia 1987. M.A. TABET, Introducción al Antiguo Testamento, I: Pentateuco y Libros históricos, . Madrid 2004. H. CAZELLES, Introducción critica al Antiguo Testamento, Barcelona 1981. FACULTAD DE TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA, Sagrada Biblia, I-IV (tienen interés las introducciones con que comienza cada volumen y las que preceden a cada libro).
La lectura cristiana del Antiguo Testamento es una explicitación de la correlación que hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En este sentido una lectura del Antiguo Testamento es necesariamente cristiana. Esto no es sólo un ejercicio de precisión terminológica, sino que sirve para poner de manifiesto algo que de modo evidente singulariza la lectura cristiana de las Escrituras Sagradas del pueblo de Israel: la Biblia hebrea y el Antiguo Testamento cristiano son entidades textuales distintas (M.V. Fabbri, «Teologia della Bibbia ebraica e dell'Antico Testamento», en M. Tábet [ed.], La Sacra Scrittura anima della teología, Cittá del Vaticano 1999, 186193). Ciertamente los puntos de contacto entre una y otro son muy importantes, y ofrecen amplia base para el diálogo entre judaísmo y cristianismo, pero sería poco preciso y contraproducente para el diálogo ignorar que las diferencias entre la Biblia hebrea y el Antiguo Testamento tienen repercusiones notorias en la interpretación.
El Antiguo Testamento y la Biblia hebrea divergen no sólo en contenido (el Antiguo Testamento tiene siete libros más), sino también en estructura.
El canon del Antiguo Testamento y el canon de la Biblia hebrea son la conclusión prácticamente simultánea de dos procesos paralelos con un origen común (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, Cittá del Vaticano 2001, 16-18). Al inicio de la era cristiana el pueblo de Israel contaba con dos colecciones de libros bastante bien delimitadas, la Ley (el Pentateuco) y los Profetas; y un grupo no del todo definido de otros escritos (cf. Prólogo del Sirácide; Flavio Josefo, Contra Apión, 1, 8). El canon del judaísmo cristaliza en una estructura conceptualmente concéntrica: la Ley en el centro; en torno a ella, los «Profetas» (que incluyen también los llamados «Profetas anteriores»: Josué, Jueces, 1-2Samuel y 1-2Reyes) y, como círculo exterior los «Escritos», que en su momento alcanzaron el punto de clausura (este grupo recoge también libro de Daniel) La novedad de Cristo, en el cambio, orienta el canon del Antiguo Testamento hacia una estructura lineal histórica, que va desde el pasado representado por los libros históricos, hasta la apertura al futuro de los libros proféticos, pasando por la atemporalidad de la sabiduría (libros sapienciales). Esta lógica se refleja también en la división tripartita del Nuevo Testamento: Evangelios, Hechos, Epístolas y Apocalipsis.
Se pueden señalar, entre otras, dos implicaciones de la diferencia estructural entre el canon judío y el canon cristiano.
a) Mientras que la posición del Pentateuco en el canon judío denota la centralidad de los preceptos que contiene, la estructura canónica cristiana subraya su dimensión narrativa a través de la continuidad entre los relatos del Pentateuco (historia de los orígenes, patriarcas y éxodo) y las vicisitudes históricas del pueblo de Israel desde Josué hasta los Macabeos.
b) La posición final de los libros proféticos y su separación de los «Profetas anteriores» enfatiza el aspecto de cumplimiento de los oráculos proféticos en el futuro, por encima del recuerdo del papel de los profetas en el devenir histórico de Israel. El sentido mesiánico de los oráculos proféticos será subrayado por la exégesis cristiana desde sus inicios. En la exégesis rabínica, en cambio, se dio un progresivo distanciamiento de las temáticas mesiánicas (la literatura rabínica más antigua testimonia la importancia de las tradiciones mesiánicas en un primer momento (cf. M. Pérez Fernández, Tradiciones mesiánicas en el Targum palestinense. Estudios exegéticos, Valencia Jerusalén 1981).
Pero más relevante aún que las diferencias entre el Antiguo Testamento y la Biblia hebrea es el hecho de que la unidad Antiguo-Nuevo Testamento pertenece a la esencia de lo que es también es la Biblia cristiana. Por eso también es pertinente hablar de diferencia entre la Biblia hebrea y las biblias de las comunidades eclesiales derivadas de la Reforma protestante que asimilan el canon del Antiguo Testamento al del judaísmo rabínico.
Más allá del significativo porcentaje de texto que aporta a la formación de la Biblia cristiana, el Nuevo Testamento desempeña un papel determinante en la configuración del conjunto de la Sagrada Escritura, en cuanto que incluye en su interior los parámetros que regulan las relaciones entre las dos partes del canon bíblico.
La clave hermenéutica esencial de la lectura cristiana del Antiguo Testamento es Cristo mismo («Los cristianos[...] leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado»[CCE 129]), porque «A través de todas las palabras de la Sagrada escritura, Dios dice sólo una palabra, su verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1, 13)» (ibid, n. 102). Este principio ha sido punto de referencia de la práctica exegética cristiana desde sus inicios: «...sea cual sea el juicio sobre la exégesis de Orígenes y de Ambrosio en sus detalles, su fundamento último no era ni la alegoría griega, ni Filón, ni tampoco los métodos rabínicos. Su auténtico fundamento, aparte de los detalles de su interpretación, era el mismo Nuevo Testamento» (J. Ratzinger, Presentación del documento de la Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, Cittá del Vaticano 2001).
El Nuevo Testamento testimonia que la aceptación del mensaje de Cristo por parte de los primeros discípulos no se basa en la lectura del Antiguo Testamento, sino en el encuentro con Jesús. Más aún, en determinados casos, éstos se ven obligados a abandonar o corregir algunas ideas derivadas de la comprensión que tenían de las Escrituras. Un ejemplo de esto es el relato de la vocación de Natanael en Jn 1, 45-51, en donde una objeción con sólido fundamento bíblico («¿De Nazaret puede salir algo bueno?»: Nazaret no es mencionada en el Antiguo Testamento), no es superada mediante un razonamiento exegético. Es el encuentro personal con Jesús («Ven y verás»), lo que lleva a la confesión de fe («Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel»).
De esta dinámica se puede deducir que los discípulos estaban dispuestos a dejar de lado las Escrituras para seguir a Jesús; pero Cristo no sólo no pide eso, sino que manifiesta de manera explícita la perenne validez de las Escrituras del pueblo elegido: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud» (Mt 5, 17).
La claridad del mensaje neotestamentario no fue óbice para que en los primeros siglos del cristianismo hubiera quien abogara por el abandono del Antiguo Testamento (el marcionismo y otras doctrinas dualísticas). El mismo Agustín de Hipona, sintiéndose defraudado por el Antiguo Testamento, acabó en el maniqueísmo (cf. Confesiones, III 5, 9), por lo que un paso obligado en su posterior conversión será la plena aceptación de la totalidad de la Escritura, ayudado por la exégesis de san Ambrosio (VI 4, 6).
No se trata sólo de que haya que conservar el Antiguo Testamento como recuerdo de acciones divinas en el pasado, sino que la comprensión de la Escritura como profecía y testimonio sobre Cristo es un concepto central en la predicación apostólica (cf. 1Co 15, 3-4). Una definición sintética completa del anuncio cristiano es «Jesús según las Escrituras», porque el evangelio no se limita a proclamar los eventos, sino que afirma que han sucedido «según las Escrituras» (cf. Mt 26, 24; Mc 1, 2; Mc 9, 13; Mc 14, 21; Jn 12, 14; Jn 15, 15). Se comprende por qué la Iglesia ha rechazado siempre con vigor la pretensión de desechar el Antiguo Testamento (cf. CCE 123).
La validez perenne del Antiguo Testamento no se traduce en simple continuidad. Cristo es una novedad fundamental en la inteligencia de las Escrituras. «Jesús de Nazaret tuvo la pretensión de ser el auténtico heredero del Antiguo Testamento (de la "Escritura") y de darle la interpretación válida, interpretación ciertamente no a la manera de los maestros de la Ley, sino por la autoridad de su mismo Autor» (J. Ratzinger, Presentación del documento de la Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana).
La fuerza de la autoridad que Jesús reclama para sí respecto a las Escrituras emerge en el contraste entre lo que «fue dicho [a los antiguos]» con el uso de la pasiva en lugar de la mención de Dios mismo, y lo que «yo os digo» Moisés en el Pentateuco no usa la primera persona, para transmitir los preceptos a los que se refiere Jesús (cf. Mt 5, 21 ss.). Este modo de acercarse a las Escrituras suponía un desafío a las concepciones vigentes en tiempos de Jesús. No se esperaba ninguna superación de la Ley, por lo que la fuerte esperanza mesiánica existente en aquel momento, no incluía la idea de un culmen en la relación entre Dios y su pueblo distinto de la entrega de la Ley en el Sinaí. Desde ese punto de vista, una síntesis del Pentateuco la expresaría Dt 34, 10: «No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien el Señor trataba cara a cara», mientras que el evento Cristo desvela las implicaciones de Dt 18, 15: «Pues el Señor, tu Dios, suscitará de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo [habla Moisés]; a él habéis de escuchar» (cf. M.V. Fabbri, «Teologia della Biblia ebraica e dell'Antico Testamento», 191-192).
En definitiva, la precedencia corresponde al encuentro con Jesús, pero esto no exime de retornar a las Escrituras para sacar de ellas esa comprensión más profunda que el mismo Cristo otorga a sus discípulos: «Y les dijo: "Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí". Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras» (Lc 24, 44-45).
La relación Antiguo-Nuevo Testamento se establece en las dos direcciones, como explica el famoso dicho agustiniano: el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo («Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet» [Agustín de Hipona, Quaestiones in Heptateuchum, 2, 73]).
El modo en que el Antiguo Testamento es tratado en el Nuevo no es ajeno a los principios hermenéuticos vigentes en los inicios de la era cristiana. Jesús acepta implícitamente la validez de la exégesis que se llevaba a cabo en su tiempo, cuando invita a sus oyentes a «escrutar» la Escritura: «Escrutáis las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5, 39). La invitación es recogida por los autores neotestamentarios, dando cabida en la redacción de sus escritos, entre otras cosas, a las reglas de la hermenéutica rabínica (sobre todo los argumentos a fortiori y el de analogía; cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 14). Al mismo tiempo, el Nuevo Testamento construye una aproximación específica al Antiguo por medio de las categorías de cumplimiento, superación y prefiguración (cf. P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento. Bosquejo de un tratado dogmático, Bilbao 1967, 29 ss.).
La Categoría de cumplimiento es central en el Nuevo Testamento. Con ella se indica la continuidad entre el horizonte de expectativas que origina el Antiguo Testamento y el evento de la Redención. El cumplimiento se concreta en tres ámbitos:
a) Cumplimiento del tiempo (Mc 1, 15) en relación con el anuncio de los profetas (la expresión «en aquel día» con sentido de futuro aparece cuarenta y cinco veces en Isaías).
b) Cumplimiento de las Escrituras, manifestado a veces explícitamente («para que se cumplan las Escrituras»; cf. Mt 26, 56.; Mc 14, 49; Lc 21, 22) y, sobre todo, a través del entramado de citas, alusiones y ecos veterotestamentarios a lo largo de todo el Nuevo Testamento.
c) Cumplimiento de la Ley (Mt 5, 17). En este ámbito es donde más claramente se evidencia la interrelación existente de las categorías de cumplimiento y de superación.
La categoría de superación denota que el cumplimiento del horizonte de expectativas, al que antes se aludía, se realiza en algunos casos por caminos inesperados la Encarnación en primer lugar. Esto incluye que algunas líneas de sentido nacidas de la interpretación del Antiguo Testamento son abandonadas. Ejemplos claros de esto son el concepto de un Mesías guerrero-político o las interpretaciones exclusivistas de la elección de Israel.
Pero superación no es exclusión. El Antiguo Testamento en lo que tiene de reflejo de la progresividad de la Revelación y de la pedagogía divina con la humanidad (cf. DV 15), espera una respuesta definitiva. Una vez que ésta llega con Cristo, no se anula lo anterior. El Antiguo Testamento es recibido como Palabra de Dios, y esto significa que hoy Dios sigue hablando por medio de esos escritos (cf. P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, 411). Así, Por ejemplo, la respuesta del libro de Job a la pregunta sobre el sufrimiento del justo (esto es, los designios de Dios son insondables), es superada por la manifestación del valor redentor del sufrimiento en Jesucristo, el Justo (cf. 1P 3, 18; 1Jn 2, 1). Pero la respuesta de Job, aunque parcial, sigue siendo válida, en cuanto que los designios de Dios han sido, son y serán hasta el final insondables.
Por lo que respecta a la Ley, su cumplimiento en la Ley de la gracia y en el doble precepto de la caridad, implica un tipo de superación de los preceptos, sobre todo rituales, que se traduce en una nueva comprensión de esos textos. No son ya normas para practicar, pero tampoco mero recuerdo de la relación de Dios con su pueblo, sino sobre todo prefiguración de la plenitud de la Revelación en Cristo.
San Pablo explica cómo los eventos narrados en el Antiguo Testamento son ejemplo, figura (typos) para «nosotros», lectores actuales (cf. 1Co 10, 6-11). No son sólo preparación para los primeros destinatarios del Evangelio procedentes del judaísmo, sino iluminación actual del misterio de la Redención. La lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento, en su orientación al cumplimiento del plan divino (cf. CCE, 128-130). Santo Tomás coloca la tipología en el centro del sentido espiritual de la Sagrada Escritura, definiendo éste como el mensaje que Dios transmite por medio de los eventos narrados en la Biblia (S.Th., I, q.1, a.10).
BibliografíaP. BEAUCHAMP, «Lecture christique de l'Ancien Testament», Biblica 81 (2001) 105115. M.V. FABBRI, «Teologia della Biblia ebraica e dell'Antico Testamento», en M. TABET (ed.), La Sacra Scrittura anima della teologia, Cittá del Vaticano 1999. P. GRELOT, Sentido cristiano del Antiguo Testamento. Bosquejo de un tratado dogmático, Bilbao 1967. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, Cittá del Vaticano 2001.
C. Jódar
El término «antropología» (del griego ánthropos, hombre, y lógos, discurso o tratado) no aparece para designar el estudio filosófico del hombre hasta el siglo XVI. Se suele citar como primer representante de este uso el libro de O. Cassmans titulado Psicología anthropologica sive animae humanae doctrina (1594/1596). En la Antigüedad, el término anthropólogos había sido usado por Aristóteles en el sentido de «chismoso». En Filón y otros escritores cristianos antiguos aparece anthropologein para mencionar un modo de referirse a Dios que le atribuye características o acciones humanas. Sólo cuando este término fue sustituido por el de «antropomorfismo» quedó libre para un nuevo uso, que se fue afianzando desde fines del siglo XVI hasta el siglo XX. Es entonces cuando se convierte en el más frecuente para designar las diversas aproximaciones científicas al ser humano. Hoy en día sirve para referirse a diversas disciplinas.
Por una parte, especialmente en el ámbito anglosajón, se ha usado para designar la ciencia que se propone describir e interpretar las diversas culturas humanas. También se suele llamar antropología cultural, para distinguirla de otros enfoques. Aunque con matices derivados de los usos propuestos por las diversas corrientes que la han ejercido, coincide en líneas generales con la etnología. El término se ha afianzado hoy en día para designar una ciencia social, que conserva una personalidad propia frente a la sociología. Incluso se ha acuñado el término de antropología social, para designar la extensión de los métodos de la antropología cultural al estudio de las sociedades modernas contemporáneas.
También se usa el término para referirse al estudio del hombre como organismo biológico y, en particular, al estudio de su origen evolutivo. Esta disciplina comparte algunos métodos con la zoología, pero no puede reducirse a ella, pues el organismo humano no puede ser entendido al margen de las manifestaciones culturales, que remiten a ese rasgo distintivo del animal humano que se suele denominar espíritu.
Por último, recibe el nombre de antropología el estudio sapiencia) del hombre, tanto filosófico como teológico, si bien la denominación de antropología filosófica ha presentado cierta ambigüedad, pues desde Max Scheler cabe entenderla, ya como una disciplina filosófica, ya como una postura particular heredera del movimiento que éste y otros pensadores promovieron a principios del siglo XX. Aunque las propuestas de Scheler hayan sido continuadas o contestadas de modos muy diversos, se puede decir que la aceptación de una disciplina denominada antropología filosófica y la discusión del método que le corresponde se encuentran aún ligadas a la concepción del hombre que se defiende en cada caso.
En cualquier caso, si algo resulta claro a quien considere la historia del estudio del hombre, es la imposibilidad de acometerlo con la pretensión de ignorar alguna de sus dimensiones. No cabe antropología cultural que ignore la biología, ni antropología biológica que se desentienda de la cultura. Además, en ambos casos, el investigador debe tener presente que debe dar cuenta de la visión del hombre que orienta su estudio, Y esto plantea ineludibles preguntas Filosóficas.
En las páginas siguientes entendemos por antropología el entero estudio científico del hombre desde una perspectiva sapiencial, puesto que ésta es la primera y además la única capaz de dar unidad a las demás. Nos atendremos sobre todo a la antropología filosófica, pero sin olvidar su apertura a la revelación y a una prosecución propiamente teológica. Comenzaremos por un recorrido histórico, para centrarnos después en los principales problemas y conceptos que aborda la antropología, teniendo en cuenta que la historia de las aportaciones al conocimiento del ser humano precede la aparición del nombre que actualmente la designa.
El interés del hombre por conocerse a sí mismo le es consustancial. La indeterminación natural de su conducta que se corresponde con su libertad le obliga a hacerse una idea acerca de sí mismo y de sus relaciones con la realidad que le circunda. Por eso se ha podido decir que «el hombre es el único animal que tiene que saber lo que es para serlo» (Choza). En este sentido, todos los pueblos que conocemos de modo suficiente, tanto antiguos como modernos, poseen unos conocimientos acerca de sí mismos que les permiten orientarse y elaborar sus proyectos vitales. En muchos casos, la perspectiva sapiencial que vertebra los conocimientos en torno al hombre es de índole mítica. Se trata de relatos sagrados inmemoriales que explican el origen y destino del hombre y su lugar en el mundo, y que suelen fundar ritos religiosos. A esto se suman aquellos conocimientos que se van alcanzando por experiencia, que también son conservados y transmitidos.
Los mitos son una modalidad sapiencial, pero están orientados a la acción. Su eficacia consiste en ahuyentar la perplejidad y configurar la conducta. Por eso se puede decir que aportan un saber eminentemente práctico. La aparición del pensamiento filosófico supone un cambio de perspectiva en el modo de enfocar el saber. La filosofía parte de una investigación desinteresada sobre el fundamento de la realidad. Frente al mito, se cae en la cuenta de que el fundamento de la realidad se da en presente, y que se puede proceder a explicitarlo. Así aparecen los dos grandes problemas que van a ocuparla especulación filosófica desde el primer momento: por una parte, el problema de lo permanente y lo pasajero, suscitado por la consideración de la inestabilidad de los seres reales, que impulsa la búsqueda de un fundamento estable; y, por otra, el de lo uno y lo múltiple, que responde a que la unidad que nuestra capacidad de abarcar la realidad en su conjunto presupone se corresponde con una diversidad de seres difícilmente unificable. Poco a poco se caerá en la cuenta de que la posibilidad de conocer lo real presupone una capacidad específica, que los griegos denominarán noús (intelecto), que se distingue de los sentidos, capaces tan solo de aportar conocimientos parciales, fragmentarios y pasajeros.
En la primera etapa de la filosofía, el hombre no ocupa un lugar especial dentro del estudio de la realidad porque aparece como uno de tantos seres perecederos del cosmos. El interés propiamente filosófico por lo humano se va despertando en la medida en que se cae en la cuenta de que su capacidad de conocer todo lo real presupone una relación con el noús, que, como realidad independiente del tiempo y omniabarcante, es de naturaleza divina. En consecuencia, en el hombre hay algo divino. Se puede afirmar que este descubrimiento, que se afianzará a partir de Sócrates, permite la primera fundamentación teórica de la dignidad del hombre. El hombre es más digno que los otros seres porque en él hay algo divino: la capacidad de conocer la verdad.
La especulación de los primeros filósofos alcanza un punto culminante y critico con Parménides, que formula con claridad la ecuación que identifica lo real con lo que es capaz de conocer el intelecto. Sin embargo, al reducir el entender a la pura presencia y eliminar la negación del ámbito de la verdad, convierte la realidad en un bloque indiferenciado. «Ente es» es, para él, la primera y la última palabra del intelecto. Todo lo que queda fuera no es real y no es susceptible de verdadero saber: se trata del territorio de la dóxa u opinión, Identificada con la apariencia sin fundamento, que tanta importancia tendrá en el movimiento sofistico posterior.
Para muchos filósofos posteriores, a pesar del rigor con que es formulada, la postura de Parménides resulta inaceptable. Una de las formas más importantes de rechazo es la que representa la sofistica. En los representantes de este movimiento la preocupación por el hombre va unida al rechazo de la actitud y los logros de los primeros cosmólogos, cuyo conocimiento no aprovecha para nada a quien lo ejerce. Para Gorgias, sin embargo, resulta claro que, si el ser es lo que dice Parménides, su conocimiento no tiene ningún interés para el hombre, cuya vida se desarrolla en el mundo de la dóxa. Al mismo tiempo, si sobre la dóxa no hay verdad, no cabe hablar de verdad referida a la praxis humana. Esta conclusión escéptica, de rechazo de la teoría, tiene una gran influencia en el movimiento sofistico. Por eso las preocupaciones de los sofistas se vierten hacia los saberes útiles, en particular, la retórica.
Algunas tesis de los sofistas gozarán de un gran influjo. En primer lugar, su critica a las normas tradicionales, basadas en la experiencia de las diferencias entre los diversos pueblos. Dicha comparación se usa como base para relativizar las normas establecidas en la propia comunidad y para justificar su trasgresión. A esto se une la consideración de que lo natural y lo convencional son antitéticos. En algunos sofistas lo convencional entorpece el desarrollo de la naturaleza. Entre esas convenciones ocupa un lugar especial la moral, que, por ejemplo, para el Calicles platónico (cf. Platón, Gorgias, 481 B ss.), no es otra cosa que un encantamiento que realizan los débiles a los fuertes para domesticarlos. Desenmascarar ese engaño permite liberar a la naturaleza, cuya ley consiste en que los fuertes dominen a los débiles y usen su poder para satisfacer sus deseos.
Otra importante tesis antropológica que se avanza en la sofística es la atribuida a Protágoras, según la cual «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son, en cuanto que no son» (DK 80 B 1), a la que habitualmente se ha dado una interpretación relativista, pero que señala también una verdad de gran importancia en el desarrollo de la ética y la política posteriores.
Las tesis sofísticas constituyen un precedente del estudio filosófico del hombre, pero están lastradas por su relativismo, que les impide aspirar a constituir una verdadera ciencia, y a su pragmatismo, que pone en sordina el nervio teórico de toda investigación filosófica. Por eso se puede afirmar que hasta Sócrates no aparecen la ética y la antropología filosóficas. Las razones de esta atribución se encuentran tanto en su actitud como en sus logros teóricos.
Sócrates comparte con los sofistas el interés por los asuntos humanos y el desinterés por los temas de los cosmólogos, que se concentran sobre todo en el estudio de la naturaleza y los astros. Pero se diferencia de los sofistas en que adopta respecto de lo humano y la acción práctica la misma actitud teórica de los cosmólogos: la búsqueda de la verdad y la racionalidad. Hasta entonces la teoría ha aparecido como un vector desconectado de los demás intereses vitales, algo a lo que sólo cabe dedicarse en la medida en que no apremian otras inquietudes existenciales. Sócrates, en cambio, indica que su primera inquietud existencial consiste en averiguar cuál es el bien, y emprende para resolverla una investigación semejante a la que conducían sus predecesores acerca de la naturaleza.
Sócrates pasa a la historia del pensamiento como iniciador de un método, que compara con la ciencia de las parteras la mayéutica y por su insistencia en plantear las dificultades, hasta el punto de resumir su saber en la conciencia de su ignorancia. Aunque la cuestión socrática, es decir, la determinación de cuál es la enseñanza propia del Sócrates histórico y qué es lo que pusieron en su boca sus discípulos, es difícil de resolver, no cabe duda de la importancia de su impacto en el pensamiento posterior. Además cabe señalar algunas ideas que comparten, de un modo u otro, las escuelas posteriores que se remiten a su magisterio (cf. G. Reale, Storia della filosofía antica I, Milano 1989, 287 ss.)
Por otro lado, Sócrates está interesado por la noción de bien. Pero encontrar el bien del hombre supone saber qué es el hombre. En su búsqueda de algo estable que permite dar unidad a las diversas dimensiones y actividades humanas, formula la noción de psychè, alma, que es el modo en que denomina al núcleo de la personalidad moral. Este descubrimiento le permite reformular la noción de virtud (areté), que hasta entonces había servido para designar diversas formas de excelencia. Para Sócrates, la verdadera virtud del hombre no es cualquier destreza o excelencia, sino aquella que le perfecciona en cuanto hombre, es decir, la excelencia o perfección de su alma. El alma es una realidad inteligible, cuya existencia se desprende de la consideración teórica del hombre. Ambas nociones suponen la convicción de que en el hombre existe algo estable, que subyace a sus diversas etapas, capacidades y manifestaciones.
Pero esta tesis resultaría meramente formal si Sócrates no hubiera avanzado también en orden a dotarla de contenido. Sócrates considera que la exigencia más radical del hombre y su deseo más profundo es el conocimiento de la verdad. «Una vida sin investigación no merece la pena ser vivida». El deseo de saber es el deseo más noble, por una doble razón: la búsqueda de la verdad nos eleva por encima de lo efímero, al tiempo que solo desde la verdad cabe gobernar la vida en todas sus variadas manifestaciones. Esto explica que Sócrates afirme la importancia que tuvo para él la doctrina de Anaxágoras según la cual el noús es quien lo gobierna todo, y la insatisfacción que le supuso que este filósofo no explicara de qué modo lo gobierna. Sócrates aplica esa doctrina del noús al gobierno de la vida humana. Solo con él cabe conocer el bien y, por eso, es el único principio capaz de gobernar.
La posteridad intelectual de Sócrates es numerosa y muy variada. En los denominados socráticos menores (megáricos, cínicos y cirenaicos) prima el interés por determinar el contenido del bien. Pero Platón continúa el pensamiento de su maestro intentando unir de nuevo el estudio del hombre, que ahora ya puede ser considerado una parte relevante y diferenciada de la filosofía, con la perspectiva metafísica de los cosmólogos precedentes.
En este intento, Platón introduce algunas aportaciones propias a la historia de la antropología. Por una parte, basándose en la naturaleza insensible e inmutable de las ideas, las considera separadas de las realidades sensibles y les atribuye supremacía ontológica. Se trata de una consecuencia del principio de que lo real es lo que conoce el intelecto. Lo sensible sólo puede ser entendido en sentido estricto desde las ideas y en la medida en que las refleja; de ahí se desprende su condición secundaria y derivada. Aplicado al hombre, este punto de vista se traduce en un claro dualismo. El cuerpo, como realidad sensible, es un añadido del alma, que es, a su vez, una realidad inteligible. Aquél no sólo no aporta nada a ésta, sino que constituye un estorbo para que lleve a cabo su verdadera y más profunda aspiración: contemplar la verdad y el Bien.
Aristóteles ahonda en la aportación socrática poniendo el acento en las actividades vitales. Éstas se distinguen de los otros movimientos en que, por ser posesivas del fin, son perfectas, y en que, en virtud de dicha perfección, no se limitan a producir un efecto externo, sino que transforman y benefician al viviente. De ahí la calificación de inmanentes con que las denominará el aristotelismo posterior. Surge de este modo la importante distinción entre actividades inmanentes y transitivas. Para Aristóteles, el acto vital supremo es la actividad del noús: la teoría o contemplación. Puesto que la felicidad es la actividad según la virtud perfecta, el saber forma parte esencial de aquélla. Además goza de un papel directivo respecto de la acción. Se puede decir que, con Aristóteles, la noción de alma entra definitivamente en conexión con la noción de vida, y la vida se convierte en una categoría central de la realidad, que cabe atribuir incluso a la realidad suprema. El Acto Puro o Entender es, a su vez, la forma de vida suprema y más divina.
Entender al hombre como viviente supone afirmar la unidad de su alma o principio vital con el cuerpo. Así Aristóteles propone que el alma se une al cuerpo como la forma a la materia, constituyendo una unidad sustancial. Alma y cuerpo son dos coprincipios del hombre. Aristóteles no alberga ninguna duda acerca de la independencia del intelecto respecto de la materia. No obstante, con su afirmación de que el intelecto viene de fuera deja abierto el problema de la separabilidad e independencia del alma o principio vital humano respecto del cuerpo, y con él el de la inmortalidad del individuo.
Aristóteles propone en sus obras dos definiciones del hombre. Por una parte, al afirmar que es un «animal racional» (o que tiene lógos) subraya la importancia de la inteligencia y la razón; y, al determinarlo como «animal social» o «político» (cf. Política I, 2, 1253 a 55), pone de manifiesto que el hombre no puede desarrollarse como tal ni alcanzar su plenitud fuera de una comunidad humana, que en su caso se identifica con una polis bien organizada. Ambas definiciones son síntoma de su ambigüedad a la hora de determinar el contenido esencial de la felicidad humana. Por una parte, aparece el ideal del hombre sabio, capaz de contemplar, en la medida de las capacidades humanas las realidades más altas. Se trata de un ideal autárquico: el sabio, en la medida en que lo es, no necesita de nadie para ser feliz. Su perfección es la ciencia y la sabiduría, que le capacitan para contemplar la realidad y le asemejan por su acto a las realidades divinas, Por otra parte, Aristóteles subraya que existe una felicidad política del hombre, cuyo cumplimiento máximo se da en la amistad. La amistad aristotélica es la del hombre magnánimo, y la magnanimidad comporta cierta autarquía, pero no puede darse en solitario, de modo que hace al hombre dependiente de los demás. En la filosofía helenista (cinismo, estoicismo, epicureísmo) el ideal autárquico, entendido como la capacidad del sabio para ser feliz independientemente de las circunstancias, será preponderante y a él se tiende a subordinar incluso el alto aprecio que nutren sus representantes hacia la amistad.
Las escuelas helenistas se centran en la búsqueda de la felicidad y a ella subordinan toda su reflexión teórica. Sin embargo, la última gran síntesis de la Antigüedad la representa el neoplatonismo, que, en la versión de Plotino, pone el énfasis de la imitación de lo divino en la contemplación, pero no entendida como mero conocimiento de ideas, sino como fusión con el Uno o primer principio. La novedad estriba en entender la virtud y el saber como unificación y simplificación del alma y el intelecto humano, de modo que la búsqueda de Dios se emprende por el camino del recogimiento y la interioridad.
Cabe resumir la propuesta antropológica y ética que propone el pensamiento griego diciendo que su ideal de excelencia humano consiste en la imitación de la divinidad. Aunque los diversos filósofos la entienden de modos distintos, todos concuerdan en proponer como ideal la sabiduría, basándose en su aprecio al intelecto.
Con el cristianismo, entra en contacto con el pensamiento griego la visión bíblica del hombre, que introduce nuevos temas y aporta nuevas perspectivas a la reflexión teórica acerca de lo humano. El cristianismo subraya a la vez la trascendencia de Dios y la dependencia radical del hombre respecto de Aquél. No se trata de que, como en la cultura griega, los dioses tengan la misma forma e imagen del hombre, lo que ya es una manifestación de aprecio hacia la naturaleza humana, sino de que el hombre está hecho a imagen del Dios invisible y trascendente. Por eso no es sólo alma (ser viviente), sino también espíritu. El Dios invisible del cristianismo está más emparentado con el Dios de los filósofos que con el de las religiones politeístas, como reconocen los primeros pensadores cristianos (Justino, Orígenes). Pero, a diferencia de lo que ocurre con el dios supremo de la filosofía griega, el Dios de Jesucristo no es sólo el objeto de la aspiración humana de conocer la realidad, sino que llama al hombre y entabla con él un diálogo. Es Dios quien salva la distancia que le separa del hombre, elevándolo a su nivel (gracia) y comunicándose con él de un modo progresivo y adecuado a su naturaleza (synkatábasis), que culmina en la Encarnación del Verbo.
Por otra parte, el cristianismo pone como elemento central de la historia común del hombre con Dios, el pecado y la redención. El pecado implica que la criatura es libre ante Dios para aceptar o rechazar sus propuestas. Y la iniciativa divina de reconciliación mediante la muerte de su Hijo revela la magnitud y la profundidad del amor de Dios.
La afirmación de que Dios, antes que saber, es amor (cf. 1Jn 4, 8) conduce a situarla excelencia humana en la caridad por encima del saber y a poner de relieve la voluntad y sus actos en el estudio del hombre. Pero, sobre todo, afirmar que la realidad radical y fontal es amor lleva a subrayar la importancia de la libertad sin la cual no puede existir amor y de la distinción de personas, que ya no puede ser considerada secundaria ni aparente. En la concepción cristiana, el hombre está llamado a imitara Dios, pero no sólo en virtud del saber, sino, ante todo, mediante la caridad. El ideal de sabio no desaparece con ello, sino que se modifica al vincularlo a un conocimiento de Dios basado en el amor y que a él conduce.
El cristianismo aporta también una perspectiva distinta a la hora de abordar la distinción de sexos. Según el relato del Génesis, la imagen de Dios como varón y mujer se encuentra vinculada a la unión fiel y a la fecundidad. Así, en el cristianismo, la distinción de sexos adquiere un valor simbólico trascendente, como elemento de la revelación de Dios al hombre. La alianza entre el varón y la mujer es signo de la unión de Cristo y su Iglesia. Por otra parte, ese valor simbólico, con ser importante, no empaña la idéntica dignidad de ambos. De hecho, la teología de la imagen, especialmente en la Edad Media y siguiendo de modo preferente a san Agustín (cf. De Trinitate), considerará central la semejanza con Dios según el espíritu y sus facultades (intelecto y voluntad).
Además, la insistencia en la resurrección de la carne supone un fuerte correctivo frente a los espiritualismos del pensamiento antiguo, y alienta a la reconciliación de la materia con el espíritu.
Una aportación decisiva del cristianismo es el descubrimiento de la noción de persona y su progresiva aplicación al ser humano. La noción de persona aparece, en un principio, para resolver el problema terminológico y conceptual que supone la afirmación de que Padre, Hijo y Espíritu Santo sean el mismo Dios, o la unidad sin confusión de Cristo como hombre y Dios. Pero su alumbramiento aporta una nueva luz al hombre para comprenderse a sí mismo. Dos son las características que lo permiten: la superioridad de la noción de persona sobre la de naturaleza y su connotación de referencia o relación. Así, considerar al hombre como persona consigue expresar teóricamente la irreductibilidad y trascendencia de cada hombre, término de la creación y la redención -de acuerdo con la convicción expresada por san Pablo: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20)-, así como su vocación a la comunión con Dios y con los hombres.
Los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos ofrecen interesantes aportaciones a la comprensión del hombre. La reflexión cristiana, desde los primeros escritores como Justino, Ireneo o Tertuliano, pasando por los grandes Padres de la Iglesia, hasta la escolástica, va elaborando progresivamente una síntesis doctrinal, que se verá impulsada a tomar decididamente el método filosófico tras el reencuentro con los filósofos de la Antigüedad, sobre todo en el siglo XIII. La definición de persona que ofrece Boecio en siglo VI como «sustancia individual de naturaleza racional» cobra especial relieve dentro de este desarrollo, que alcanza un punto culminante con Tomás de Aquino, gran exponente, sintetizador e innovador de la sabiduría cristiana de su tiempo.
Tomás de Aquino comparte con la antropología cristiana medieval una concepción que se centra en Dios, entendido como origen y planificador del orden creado, y estudia al hombre como un ser dentro de un cosmos jerarquizado. Se trata de un ser especial, cabeza del orden material, pero inferior por naturaleza al resto de los seres espirituales. Su lugar es el de mediador, pero no el de centro indiscutible del orden creado, salvo por la decisión divina de adoptar su naturaleza. Por lo demás, este autor introduce definitivamente importantes aportaciones aristotélicas en el pensamiento cristiano, y, en consecuencia, centra de modo particular su antropología en la condición intelectual del hombre, que resulta su clave explicativa (cf. J.I. Murillo, El conocimiento como clave antropológica en Tomás de Aquino, Pamplona 1998).
El pensamiento bajomedieval supone un cambio de perspectiva y una crítica a posturas como la tomista, a la que se considera demasiado dependiente del pensamiento antiguo en su valoración del intelecto como rasgo definitorio del espíritu humano. Para Duns Escoto, si la caridad es lo más importante, y el amor sólo puede ser libre, no puede estar condicionado por el intelecto. La voluntad es espontánea, y no espera al intelecto para desencadenarse: su acción se entiende como una autodeterminación desde una indeterminación previa. Paralelamente, el intelecto pierde su carácter de actividad inmanente, posesiva de la realidad, para pasar a concebirse como la mera capacidad de reflejar lo real. Frente a Tomás de Aquino, el intelecto aparece ahora más como un límite de la voluntad que como su condición de posibilidad. Esta postura desembocará en las dudas nominalistas acerca de la posibilidad de conocer a Dios, y orientará la inteligencia, que se declara incapaz de alcanzar a Dios de un modo adecuado, hacia un uso preponderantemente lógico y pragmático, que preparará el camino de la ciencia moderna. Por otra parte, la voluntad se presenta como opuesta a la naturaleza, que pasa a significar ahora lo necesariamente determinado. De este modo el conocimiento de la naturaleza deja de servir como orientación para la conciencia moral, y se prepara un modo nuevo de concebir la libertad y la ética, en el que la razón es sustituida por la voluntad (que, por el momento, es la divina) como fundamento de las normas morales.
El Renacimiento representa un movimiento cultural que subraya la excelencia y centralidad del hombre en el cosmos y la importancia de la experiencia frente a la tradición. La valoración de la experiencia influirá decisivamente en el nacimiento de la ciencia moderna. Pero el optimismo que reflejan estas actitudes se contrapesa con las dudas heredadas acerca de la capacidad del hombre para conocer a Dios y con el carácter arbitrario de la voluntad divina y humana, que arroja sus sombras sobre el cosmos y la condición humana.
Sin pretender reducirla a estos rasgos no cabe entender la Reforma protestante sin este trasfondo cultural. Por una parte, su insistencia en el libre examen y el rechazo de las mediaciones en las relaciones entre el hombre y Dios (que conduce a relativizar la comunidad eclesial y los sacramentos), y por otra, la insistencia en la condición pecadora y problemática del hombre y en la precariedad de su conocimiento. Aunque no es legítimo identificar el Humanismo con este movimiento religioso, es preciso señalar el importante influjo que tendrá esta versión suya en el pensamiento posterior.
La crisis del pensamiento bajomedieval, unida a las nuevas preocupaciones, encuentra una vía de salida en la obra de Descartes, que representa un punto de inflexión en el estudio del hombre. Frente a las nociones de alma y persona, Descartes considera que en el hombre lo radical es la conciencia. El mundo se puede dividir, en atención a ella, en res cogitans (sustancia pensante o conciencia) y res extensa (sustancia extensa). Las consecuencias de este dualismo se dejan notar ante todo en el hombre, que es simultáneamente extensión y conciencia. De este modo se sientan las bases del dualismo contemporáneo, en el que el hombre es considerado o bien como sujeto consciente, que es dueño de sí y se propone libremente fines, o bien como mero objeto de las ciencias experimentales, sometido a leyes externas e impersonales, sin que quepa encontrar un punto de vista que reconcilie ambas perspectivas.
Esta dificultad se plantea en Descartes a la hora de explicar cómo dos sustancias tan heterogéneas pueden dar lugar a una unidad en el hombre. No obstante, para él tanto el cuerpo como el alma comparten el carácter de sustancias, mientras que la filosofía posterior tenderá a oponer el sujeto a la sustancia. Esta postura ya la encontramos claramente en Kant, para quien la radical separación entre el pensar y lo objetivo tiene como precio eliminar la subjetividad y la libertad del campo de estudio de la ciencia.
Kant considera toda la filosofía como la respuesta a la pregunta «quién es el hombre». Pero emplea el término antropología para referirse al estudio exterior de éste. «Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada –afirma- (antropología), puede hacerse en sentido fisiológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológico del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace, o puede hacer, de sí mismo». (I. Kant, Antropología en sentido pragmático (1798), Madrid 2004, 17). Resulta interesante constatar que esta distinción entre dos tipos de antropología esboza uno de los problemas centrales de la antropología posterior. La naturaleza, por un lado, y la cultura y la historia, para las cuales se irá desarrollando una progresiva sensibilidad, se disputan la supremacía, dando lugar a una polémica que llega hasta nuestros días.
Los idealistas insistirán en la prioridad ontológica de la conciencia, a la que hay que reducir todo lo real como a su origen. En este sentido se puede hablar de la sustitución de la categoría de persona por la de sujeto. Esta transformación se encuentra unida a un cambio de perspectiva, que entiende el sujeto y la realidad en general desde la categoría de producción, abandonando la noción de inmanencia. Este cambio comienza a producirse al final de la Edad Media, pero se radicaliza definitivamente en la filosofía idealista. Esto se refleja, por ejemplo, en la concepción kantiana del conocimiento como acción productiva, o en la de la realidad como el producto de un proceso que parte desde una indeterminación originaria.
Para Fichte el primer principio de la filosofía es «el yo se pone a sí mismo como un yo», lo que revela el intento de establecerla subjetividad como fundamento último del ser. Para él ésta sería la única forma de escapar del determinismo y de aceptar la posibilidad de la libertad. Especialmente importante para la historia de la antropología es el caso de Schelling, que pretende encontrar la unidad entre el espíritu subjetivo y la naturaleza. Sus esfuerzos por llevar a cabo una filosofía de la naturaleza más allá de las ciencias empíricas tendrán como fruto el nacimiento de una antropología, cuyo objetivo consiste en entender al hombre a un tiempo como ser espiritual y natural. De este modo, en Schelling, la antropología adquiere un lugar central en el estudio de la realidad.
Hegel, por su parte, reserva el nombre de antropología al estudio del espíritu subjetivo en sí o inmediato. Pero, al margen de cuestiones terminológicas, su actitud antela antropología es la de acentuar la importancia del punto de vista histórico frente a cualquier estudio de la naturaleza humana. La conciencia sólo se puede estudiar adecuadamente considerando el proceso en el que se despliega. Además, en ese proceso hay que incluir también el espíritu objetivo, es decir, el conjunto de realizaciones culturales en que ésta se expresa.
Tras el apogeo del idealismo, aparecen voces críticas que pretenden ofrecer alternativas. Feuerbach, representante de la que se llamará la «izquierda hegeliana», propone la reducción de la teología a antropología. Para él, el Dios del cristianismo no es otra cosa que una proyección de la humanidad, que, al situarse fuera, se convierte en alienante respecto de la humanidad real (cf. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, 1841).
Así, con Feuerbach retorna con nuevos matices el problema del antropomorfismo a la teología occidental. Pero este autor también ocupa un lugar de interés en la antropología por otra razón. Una de las tesis recurrentes en sus escritos tardíos es que la esencia del hombre se encuentra contenida tan solo en la comunidad, y que ésta descansa en la realidad de la distinción entre yo y tú. De este modo se anticipa a un tema que, aunque en él se encuentra lastrado por su materialismo, será ampliamente desarrollado en el siglo XX por el movimiento personalista.
Kierkegaard forma parte también de este movimiento de reacción contra el idealismo hegeliano. Este autor subraya la existencia y la libertad como características del individuo y acusa a la filosofía idealista de haber perdido de vista al sujeto real, al identificarlo con un sujeto absoluto que no es nadie en concreto. Además sostiene que sólo ante Dios se puede afirmar al individuo absolutamente como tal Sus tesis serán recogidas también en el siguiente siglo por la filosofía existencial.
Marx es otro buen exponente de esa crítica al idealismo, que, sin embargo, tanto depende de éste. La afirmación de Feuerbach de que sólo es real la materia tendrá en él un eficaz continuador. Quizá una de las consecuencias más importantes del materialismo marxiano sea su esfuerzo por reducir el espíritu humano a procesos materiales e históricos.
El ocaso del idealismo va unido también al renacimiento del positivismo cientificista, que pretende explicar al hombre con el único auxilio de los métodos de las ciencias experimentales. La obra de Darwin, El origen de las especies (1859), y el debate que ocasiona en torno a la posibilidad de una explicación material del origen del hombre, supone un apoyo al materialismo, que pronto se va perfilando como una de las corrientes culturales dominantes de la segunda mitad del siglo. Otro de los representantes del materialismo es Nietzsche, si bien su nombre se encuentra ligado a la antropología por su intento de superar al hombre para llegar al superhombre.
Lo que se hace patente en esta situación cultural es la dificultad de defender la realidad del espíritu, que comienza a aparecer como un espejismo que cabe explicar y reducir a las leyes históricas o materiales. Por otra parte, cada vez se va haciendo más honda la alternativa entre explicar al hombre basándose en su naturaleza o desplazar el estudio de la humanidad hacia la perspectiva histórica. En frase de Dilthey «qué sea el hombre, solo se lo dice la Historia» (Gesammelte Schrifften 8, 224; cf. 4, 529). Esta alternativa permanecerá viva a lo largo del siglo XX, y se traducirá en la configuración de diversas ciencias que, en ocasiones, pretenden erigirse en la última palabra acerca de lo humano: las que dependen del acceso histórico y cultural (como la etnografía o antropología cultural) y la antropología biológica, en la que desempeña un papel decisivo la teoría de la evolución.
Dilthey es también un representante de otro movimiento filosófico que subraya que el a priori radical no es la conciencia, sino la vida, en el sentido de que todo lo que se le da, también el pensar, se le da a través de ella y tiene en ella su raíz. Variaciones de esta idea podemos encontrarlas en pensadores como Bergson, Ortega y Marías. Todos estos autores relativizan también la pretensión de identificar el saber con lo alcanzado mediante el método científico.
El problema del conocimiento está también presente en la rehabilitación de Kant de la Escuela de Marburgo, que ofrece una perspectiva kantiana distinta de la del idealismo. Para ellos, Kant no es un metafísico de la subjetividad, sino el filósofo que parte del Faktum de la ciencia, para estudiar sus condiciones de posibilidad. En la línea de esta corriente, Cassirer ofrece su Filosofía de las formas simbólicas (19231929), intentando extender la perspectiva kantiana al estudio de la cultura. Se trata de un interesante intento de unir de nuevo la perspectiva científica y la histórico-humanística.
Este mismo interés es el que anima explícitamente la propuesta de Scheler de elaborar una antropología filosófica. En el arranque del que pasa por ser su manifiesto programático El puesto del hombre en el cosmos (1928) señala que «tenemos una antropología científico-natural, otra filosófica y otra teológica indiferentes entre sí, pero no tenemos una idea unitaria del hombre» (33).
Sea como fuere, si algo revela el nacimiento de la antropología filosófica es que la conciencia que el hombre tiene de sí mismo se ha hecho problemática. No obstante, o quizá gracias a ello, la filosofía del siglo XX es fértil en métodos y perspectivas para abordar ese estudio.
Las corrientes más importantes de la primera mitad del siglo son la fenomenología, la filosofía existencial y un conjunto de autores y corrientes que se pueden denominar filosofías de la persona.
La fenomenología de Husserl denuncia la insuficiencia del psicologismo, ligado al paradigma de la antropología cientificista, según el cual el conocimiento se explica en virtud de la constitución psicológica del ser humano. La propuesta fenomenológica de Husserl nace con la pretensión de proporcionar a la filosofía un método científico. Una de las primeras batallas de este autor es la defensa de la objetividad de la ciencia frente al psicologismo. Pero las preocupaciones de Husserl se dirigen hacia las ciencias más que hacia la antropología. Scheler, en cambio, aunque no sea estrictamente un discípulo de Husserl y su concepción de la fenomenología sea en parte independiente, se adhiere al movimiento fenomenológico, fomentando en él el interés por las cuestiones éticas y antropológicas.
La filosofía de Scheler acaba, como dijimos, en el proyecto, truncado por su muerte, de fundar una Antropología filosófica. En este sentido, se encuentra a la cabeza de una corriente independiente del movimiento fenomenológico, pero que comparte algunas de sus inquietudes, especialmente la de coordinar la visión científica y la filosófica del hombre, reconciliando las ciencias humanas con las ciencias del espíritu. Según Scheler, «el puesto singular del hombre sólo se nos hará evidente si tomamos en consideración la estructura global del mundo biopsíquico» (36). Contemporánea con la obra citada de Scheler es la de Plessner Los niveles de lo orgánico y el hombre (1928), en la que presenta así su programa: «Sin filosofía de la naturaleza no hay filosofía del hombre» (Gesammelte Schriften, IV, 1981, 63). El programa de Scheler y Plessner será retomado también por Arnold Gehlen -El hombre (1940)-, que hace especial hincapié en la descripción del hombre como un ser de carencias según su constitución natural, que engendra como compensación la cultura como medio de retrasarla muerte. La cultura nace, en su opinión, en virtud del principio de descarga: «el hombre, por su propia industria, saca de sus cargas elementales oportunidades para prolongar su vida, por cuanto sus operaciones motrices, sensoriales e intelectuales (vinculadas por el lenguaje) se impulsan mutuamente hacia arriba, hasta que se hace posible una conducción inteligente de la acción» (El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Salamanca 1980, 71-72).
El representante más importante de la corriente existencial es Heidegger, si bien rechazó para su propuesta la denominación de existencialismo. También él es un fenomenólogo, en este caso discípulo de Husserl, pero que se separa de él en busca de un método para reformular la pregunta por el ser. Heidegger no pretendió nunca llevar a cabo una Antropología, es más, fue crítico con esta pretensión -cf. M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica (1929)-, sino que su interés en el estudio del existente humano responde a la necesidad de encontrar un método adecuado para formular la pregunta por el ser. Sin embargo, su insistencia en estudiar el existente (el Dasein), no como una esencia ideal, sino tal como se da en la existencia, sacando a la luz las categorías fundamentales de ésta (existenciarios), supuso una nueva fuente de inspiración para el estudio del hombre. También la importancia que concede al tiempo y a la muerte ayudaron a buscar una forma nueva de acercarse a la vida humana.
Pero la aportación más importante de Heidegger a la antropología es su crítica al sujeto idealista, con la que se puede decir que cierra un ciclo de la historia de la filosofía, al poner de manifiesto la imposibilidad de que la existencia pueda captarse adecuadamente con la autoconciencia La separación entre el sujeto y el objeto, que es clave en el conocimiento, hace que la conciencia siempre llegue tarde para captar la existencia de que procede. Por eso el único acceso a la existencia es sentimental (la Befindlichkeit), pues en el sentimiento no se da el enfrentamiento entre el sujeto y el objeto. La incapacidad de presencializar la propia existencia deriva de que, según Heidegger, el presente nunca puede desligarse del pasado y el futuro, y, por tanto, no cabe un presente absoluto y desligado del tiempo, como el que constituye para Hegel la consumación del despliegue del Absoluto.
El rechazo del objetivismo, que en Heidegger resulta patente, es también distintivo de otros pensadores. Así, por ejemplo, en Ebner, que pretende también encontrar nuevas vías para acceder a lo humano. Para él tampoco cabe que el hombre se entienda a sí mismo como objeto. La realidad humana no puede ser conocida al margen del compromiso mediante el cual funda ámbitos de convivencia con otras personas. «La existencia (del yo) no radica en su relación consigo mismo, sino y ésta es la circunstancia sobre la que cae todo el peso en su relación con el tú» (Pneumatologische Fragmente, Wien 1952, 26). En este sentido es preciso entender la siguiente afirmación del mismo autor: «La palabra es el medio en que se perciben las entidades espirituales, como lo es la luz respecto a las cosas físicas» (Fragmente, Aufsätze, Aphorismen. Zueiner Pneumatologie des Wortes, München 1963, 696). Esta propuesta se continúa en los desarrollos del pensamiento dialógico y el personalismo (F. Rosenzweig, M. Buber, E. Brunner, G. Marcel, 3. Lacroix, E. Mounier, M. Nédoncelle y R. Guardini).
Aparte de los intentos de encontrar nuevas vías, la crisis de las nociones de sujeto y conciencia como claves de comprensión de lo humano ha conducido en el siglo XX a una profunda crisis de la antropología. La propuesta de Heidegger ha concluido en la filosofía hermenéutica, que insiste en los límites y condicionamientos de nuestro acceso a la realidad. Las ideologías, como la marxista, que aseguraban tener una concepción clara de qué es el hombre y una solución de sus problemas han caído en descrédito. La filosofía posmoderna ha sometido a dura crítica todo intento global de comprensión de lo humano, hasta afirmar que el hombre es un invento del siglo XVIII. Al mismo tiempo que muchos de quienes practican las ciencias humanas pierden la confianza en el proyecto de entender qué es el hombre, no faltan científicos que pretenden reducir lo humano a los límites del objeto de la biología, desde la que pretenden explicar la conciencia y las demás manifestaciones del espíritu. Por otra parte, a los interesantes descubrimientos y propuestas de la filosofía existencial dialógica y personalista se les ha achacado una insuficiente respuesta a los retos metafísicos que desde ellas se plantean. En este sentido, lo más prometedor de la antropología actual se encuentra en los desarrollos más metafísicos de la noción de persona y en el intento de ofrecer una alternativa reala las deficiencias de la posición moderna, sin renunciar al diálogo con las ciencias experimentales. Cabe citar como representantes de esta corriente, pensadores de tradiciones distintas como Zubiri, Millán-Puelles, Spaemann o Polo.
El estudio de lo humano topa con la complejidad de sus manifestaciones y con la dificultad de encontrar un punto de vista adecuado para considerarlas. Esta segunda dificultad, que podemos denominar el problema del método, admite dos respuestas extremas paradigmáticas.
Para algunos, puesto que la verdad científica exige la objetividad, el método debe aspirar a una descripción exterior del hombre independiente del punto de vista interno o subjetivo, que lo aborde como al resto de los seres. Representantes de esta postura se pueden encontrar en los diversos reduccionismos científicos, y, de un modo muy particular, en el conductismo, que juzgaba que fenómenos como la conciencia o la experiencia subjetiva debían ser eliminados de la ciencia, para detenerse en lo exterior observable, es decir, en la conducta y en los factores mensurables que la condicionan. Actualmente el conductismo ha perdido en buena parte su vigencia, y ha retornado la convicción de que la subjetividad es un fenómeno sobre el que cabe legítimamente interrogarse, hasta hacer de la conciencia uno de los temas estelares de una buena parte de la filosofía (como la filosofía de lamente, muy presente en el ámbito anglosajón), pero sobrevive en muchos autores el intento de reducir las experiencias subjetivas a una explicación objetiva del tipo de las ciencias experimentales.
Por otra parte, otros consideran que ignorar la subjetividad es ignorar lo específicamente humano, y plantean un discurso fenomenológico, que busca la comprensión de los fenómenos vinculados con ella. Comparecen así temas tan relevantes como la necesidad de descubrir el sentido de las acciones para comprenderlas, el análisis de la existencia humana y sus implicaciones, etc., que ponen de manifiesto la importancia de la historicidad y la intersubjetividad a la hora de comprender lo humano.
Estos dos enfoques se pueden caracterizar en líneas generales siguiendo la distinción de Dilthey entre la explicación, como método de las ciencias naturales, y la comprensión, como método de las ciencias del espíritu. Aunque ambos planteamientos son enriquecedores, su coexistencia se revela problemática. En el fondo, lo que desencadena el conflicto es la pregunta ontológica: ¿cuál es la explicación última de la realidad de lo humano? El idealismo sostenía que las leyes del espíritu son las leyes últimas de lo real, pero, tras el fracaso de su propuesta, se ha revelado que la dedicación a la ciencia natural es más proclive a suscitar la pregunta ontológica que las ciencias humanas, a pesar de las dificultades que entraña su método para responderla. Pero si lo más real es la constitución física y biológica del hombre, cualquier estudio científico del espíritu exige reducirlo a algo distinto y poner de manifiesto lo engañoso de su perspectiva. Esta inseguridad metafísica de las ciencias del espíritu, que ha afectado en ocasiones a algunos sectores de la teología, es la responsable en gran medida del materialismo dominante en gran parte de la antropología contemporánea.
Junto a estos dos puntos de vista, quede suyo son conflictivos, es preciso admitir un enfoque intelectual de orden trascendental -en el sentido clásico del término-, pues sólo un interés por la verdad sin reducciones programáticas arbitrarias puede encontrar el lugar del espíritu en lo real, poner de manifiesto los límites de las ciencias particulares y aprovechar sus logros más allá de la finalidad pragmática, integrando lo en un planteamiento verdaderamente sapiencial.
Uno de los campos en que más ha progresado la antropología en el último siglo es en el conocimiento del hombre como ser orgánico. La teoría de la evolución propone una explicación del origen del cuerpo humano y de su continuidad y discontinuidad respecto del resto de los vivientes. Por su parte, el progreso en el conocimiento del sistema nervioso arroja luz sobre los procesos que acompañan el conocimiento y la conducta. En cualquier caso, la descripción biológica del hombre, si pretende reducir lo específicamente humano a los procesos biológicos, se cierra a sí misma para comprender la singularidad de su tema de estudio. Ahora bien, un estudio que no tenga en cuenta la dimensión biológica corre el peligro de mal entender o ignorar la corporalidad humana y las relaciones del hombre con el universo material. En este sentido, la teoría de la evolución permite arrojar luz acerca de la lógica del cuerpo, desarrollando intuiciones que ya fueron avanzadas por Aristóteles y que han sido desarrolladas, por ejemplo, por Leonardo Polo mediante lo que él denomina el método sistémico (cf. L. Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo, Madrid 1991; N. López Moratalla, «Origen monogenista y unidad del género humano: reconocimiento mutuo y aislamiento procreador», Scripta Theologica, 32 [2000] 205-241).
Según la investigación actual, la característica distintiva de los homínidos es el bipedismo, que parece vinculado al progresivo abandono de la vida arborícola. Éste exige una reorganización anatómica con diversas e importantes consecuencias. Por una parte, la liberación de los miembros anteriores respecto del desplazamiento, que permitirá el desarrollo de la mano. Por otra la nueva relación de la columna con el cráneo permitirá un aumento de este último y a su vez, la desaparición del hocico (al liberar la mano a las mandíbulas de parte de sus funciones), que permite la progresiva transformación de la jeta animal en rostro.
La ausencia de vestigios técnicos en los primeros homínidos ha llevado a plantearse en qué se basó su éxito antes del desarrollo del cerebro y de las funciones superiores. Esto ha llevado a sugerir la hipótesis de un cambio de conducta reproductiva, que sería el precedente de la estructura familiar. Efectivamente, una de las ventajas del bipedismo es la posibilidad de acarrear alimento para otros, liberando así a la hembra de la búsqueda de alimento para dedicarse al cuidado de las crías, acortando la distancia entre los partos. Esto exige la vinculación estable del macho a la hembra, que parece relacionada con la desaparición del periodo de celo y la receptividad permanente de la hembra, y con el desarrollo de una relación afectiva más rica y matizada.
La evolución de los homínidos tiende a privilegiar el crecimiento del cráneo, para permitir un mayor número de neuronas libres adaptativas y, de este modo, mayores posibilidades de aprender y reorganizar la conducta; lo que comporta la reducción de la importancia del instinto y la posibilidad creciente de aprovechar las manos, que culminará en la técnica.
Un condicionamiento anatómico importante es el aplastamiento de la cadera ocasionado por la nueva disposición bípeda, que reduce el canal del parto en las hembras de homínidos. Esto obliga a que la cadera de la hembra se ensanche, uno de los rasgos característicos del dimorfismo sexual humano. Pero el progresivo crecimiento del cráneo hace que esta solución sea insuficiente, y exige el nacimiento prematuro y con él una mayor y más prolongada dependencia de los padres, que será de gran importancia para la transmisión de la cultura.
Otro de los rasgos unidos al bipedismo es la reconfiguración del aparato respiratorio y digestivo, y de los músculos y huesos de lacara y el cuello (dientes, lengua, etc.), que permitirá el aumento de capacidad de articulación de sonidos y que, unido al desarrollo del cerebro, hará posible el lenguaje.
Tras esta somera exposición, resulta patente que la simple descripción del organismo humano exige tener en cuenta las manifestaciones humanas en su conjunto. De todos modos, es preciso reconocer que la teoría del a evolución, en su estado actual, es susceptible de progreso, en especial, en lo que se refiere al conocimiento de los mecanismos que influyen en los cambios, pues a pesar de los avances de la genética, todavía queda demasiado espacio al azar. Éste es el flanco débil que permite, por ejemplo, las críticas que le lanza la corriente denominada Intelligent Design, que sostiene que el azar y las leyes naturales no serían suficientes para explicarla aparición de las estructuras complejas sobre las que, comenzando por el nivel bioquímico, se apoya la vida.
En cualquier caso, conviene advertir que tanto el darwinismo ortodoxo como los defensores de una intervención inteligente en la aparición de las estructuras complejas de los vivientes, comparten con frecuencia una concepción mecanicista. Esta deficiencia teórica es más profunda, pues afecta al reconocimiento de la especificidad de la vida. Como ha señalado Spaemann, la separación entre exterioridad (materia) e interioridad (espíritu), propia del pensamiento moderno desde Descartes, se debe al olvido de la vida. Entender al hombre como un ser vivo es el primer paso para resolver esa dialéctica, puesto que la vida es, al mismo tiempo, exterioridad e interioridad. Por esta razón, considerar al hombre como viviente es muy importante a la hora de lograr una integración de los diversos puntos de vista que confluyen a la hora de estudiarlo.
Aceptar la realidad de la vida es aceptar que existen seres cuya unidad y finalidad (orden) es real e independiente de nuestra mente. Lo artificial es mera conjunción de piezas exteriores. La idea que da razón de esa unidad se encuentra en la mente del artífice, pero no en la naturaleza. Además, el fin que da razón del orden es extrínseco a la máquina y no la perfecciona internamente. La máquina produce un resultado en el que no está realmente interesada. En cambio, lo primero que salta a la vista de un ser vivo es que lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo inconveniente referidos a él tienen un sentido que es preciso reconocer y que se nos impone. Se trata de la noción clásica de naturaleza. Las actividades vitales no se encuentran en función de un producto externo, sino que sirven a la vida, y ésta no se identifica con una estructura estática, sino que es inseparable de la actividad. Es en este contexto en el que Aristóteles formula su noción de alma como principio vital. La recuperación de los logros aristotélicos puede aportar nuevas luces a los progresos de la biología contemporánea. La noción de vida es muy fecunda, pues sirve como puente entre los seres materiales y el espíritu, y contribuye a formular más adecuadamente la unidad del ser humano.
La teoría de la evolución plantea algunos problemas a la teología. Uno de ellos es el de su compatibilidad con el monogenismo, doctrina que parece implicada en la universalidad del pecado original. Por el momento, existen intentos de conciliación, pero el progreso posterior depende de que no se interrumpa la apertura recíproca de ambas disciplinas. Una pregunta más básica y vinculada a aquélla es en qué momento podemos decir que, dentro del género homo, nos encontramos con un ser espiritual como nosotros, y, por lo tanto, cuándo aparece lo que denominamos propiamente humano. Aunque se trata de un problema fundamentalmente empírico, debido en gran medida a la insuficiencia de los datos que tenemos acerca del comportamiento y la cultura de los primitivos homínidos, se pone en juego aquí la pregunta acerca de qué caracteriza lo humano y al ser personal, y si esa diferencia es esencial o meramente gradual respecto de los animales.
Podemos tomar como manifestaciones del espíritu las que Hegel enumera la ciencia (en su acepción más general), la religión y el arte, aunque sin necesidad de aceptar el orden y jerarquía que propone. En realidad, cuando aparece alguna de ellas de modo patente resulta difícil negar el carácter de humano a su propietario. Pero el problema surge más bien con la técnica, que es el indicio que distingue el género homo del resto de los homínidos, pues no es claro para todos que las técnicas primitivas exijan una inteligencia como la nuestra.
Las tres manifestaciones citadas tienen en común la aparición de lo que cabe denominar actitud contemplativa, es decir, del interés por lo real en cuanto tal o, dicho de otro modo, por la verdad. Por eso se ha admitido tradicionalmente que la prueba filosófica más clara de la espiritualidad del alma es la que se extrae de la capacidad intelectual humana, sin la cual serían imposibles estas manifestaciones (cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, S.Th., q.75, a.6, co). Polo observa que pensar es pararse a pensar, y que esa detención en lo conocido representa la ruptura del ciclo instintivo característico de la conducta animal, y explica la sorprendente capacidad del hombre de introducir en su conducta y en la naturaleza formas nuevas de orden. Por otra parte, el conocimiento intelectual da razón de la capacidad de tener propia del ser humano, sin la cual no cabe abordarlo como ser cultural. Por eso, la consideración de la inteligencia humana, entendida como capacidad de conocer lo real en cuanto real y como apertura irrestricta al ser, es el pórtico del tratamiento ontológico del espíritu humano. De hecho, la consideración reduccionista de la mente, que la interpreta como una mera fase de la conducta y se desentiende de su capacidad de poseer la realidad, niega la posibilidad misma de la actividad que pretende ejercer el científico y soslaya el problema esencial: ¿cómo puede una mera función adaptativa de naturaleza orgánica aspirar al conocimiento verdadero de sí misma y de la naturaleza?
Las manifestaciones del espíritu revelan la libertad, entendida de entrada como capacidad de ser autores y responsables de la propia conducta. La libertad es característica de la persona y muestra que ésta no se encuentra subordinada a la especie a que pertenece. El hombre no se comporta como se comporta porque es humano, sino porque así lo decide. Para la persona, la naturaleza no es algo que simplemente se es, sino también algo que se tiene (cf. Spaemann). Por eso, no se encuentra determinada por ella, sino sólo condicionada y puede convertirla en un cauce de manifestación. Esto lo consigue en primer lugar mediante la cultura.
Aunque el uso de instrumentos se encuentra en otros animales, e incluso esbozos de cultura si por ella se entiende la transmisión de descubrimientos que genera cambios estables en la conducta de un grupo, la cultura específicamente humana tiene unos rasgos que la distinguen suficientemente de dichos esbozos. Uno de los fundamentos de esa distinción es la inteligencia espiritual (noús).
La cultura es considerada tradicionalmente como una continuación de la naturaleza. Como hemos visto, la naturaleza humana demanda esa continuación, pues carece de instintos, que deben ser suplidos por el aprendizaje, y tiene un cuerpo cuya ventaja consiste en que es susceptible de ser completado, como se comprueba de modo eminente en la mano. Así, Polo, por ejemplo, señala que la estrategia evolutiva que han seguido los homínidos se distingue de la de los otros animales, pues mientras que éstos han adaptado su organismo al medio que debían ocupar, aquéllos, sin embargo, han modificado su organismo en orden a ser capaces mediante la inteligencia de adaptar a él el medio que ocupan, lo que presupone la indeterminación e inacabamiento del organismo.
Podemos referirnos con el nombre de cultura, o espíritu objetivo como lo denomina Hegel, al conjunto de medios que se integran en la acción humana. Esos medios se caracterizan por ser objetivamente captados como medios, su universalidad y su intersubjetividad. La primera característica se muestra en que los medios que el hombre inventa se integran en un plexo de referencias y que unos pueden ser usados para crear otros medios distintos. En este último sentido se ha dicho que la técnica humana es de segundo nivel. La universalidad, que deriva de la universalidad de nuestro conocimiento intelectual, consiste en que los medios técnicos son creados para resolver un tipo de problemas y no para un solo caso. Por eso el hombre conserva los instrumentos que realiza. La intersubjetividad de los medios designa su carácter social. El artefacto, o la solución de un problema, puede ser entendido por otros seres humanos porque es generado ya en un entorno lingüístico y, por lo tanto, comunicativo.
Este último rasgo remite al carácter intrínsecamente comunicativo de la cultura. Esto permite sostener que la clave de la cultura es el lenguaje La misma definición aristotélica del hombre como animal que tiene razón (lógos) ha sido traducida a veces por animal racional y otras como animal que habla, apuntando a las características singulares del lenguaje humano, que el mismo Aristóteles pone de manifiesto (cf. Política, I, 2, 1253 a 5ss). Del mismo modo que el lenguaje no se da en general, sino que se habla una lengua, la cultura humana es susceptible de múltiples modalidades. Por otra parte, como el lenguaje, la cultura es un medio de exteriorizar el espíritu y no se puede reducir a la intimidad aunque influya en ella. Además también se pueden aplicar a la cultura las tres dimensiones que se atribuyen al lenguaje: semántica, sintaxis y pragmática. La semántica cultural consiste en su carácter simbólico. La pragmática, en la aptitud que tiene para transformar la realidad: a través de su índole comunicativa, pero no sólo, pues la técnica -que es parte integrante de la cultura- también puede ser entendida como el lenguaje adecuado para interpelar a la naturaleza. La sintaxis, por último, se revela en la interconexión lógica y sistémica de sus diversos elementos.
La condición interpersonal de la cultura remite al carácter social de la condición humana. La definición del hombre como animal político pone de manifiesto que no puede alcanzar la perfección al margen de una comunidad. En el contexto de un planteamiento individualista de la naturaleza humana, ampliamente difundido en el inicio de la época moderna, la atención que se dirigió a principios del siglo XIX hacia los niños salvajes(cf. L. Malson), que eran incapaces de desarrollar incluso los aspectos más básicos del comportamiento humano, como la marcha bípeda, el control de la conducta, etc., es una de las muestras de la toma de conciencia acerca de la importancia de la relación interpersonal para el desarrollo del hombre. No obstante, en un principio, y quizá como consecuencia de los movimientos filosóficos del momento, que ponían el énfasis a la hora de señalar lo distintivo del hombre en la universalidad (Kant y los idealistas de modo particular), se tendió a interpretar en el principio más como una relación del hombre con la comunidad o con el género que con otras personas. Ese siglo es también el del nacimiento de la sociología como ciencia.
Algunos planteamientos sociológicos, como los de Marx, Comte o Durkheim insisten en la dependencia del individuo respecto de la sociedad. Pero el reconocimiento de nuestra dependencia respecto de la cultura y las instituciones sociales no debe ocultar que la relación más esencial para el desarrollo humano es la relación con otros seres personales, dentro de la cual la cultura y la sociedad representan un papel importante, pero medial. Por eso sería un error pensar la socialización ante todo como una relación entre la persona y la sociedad, pues la sociedad y la cultura sólo dejan de ser abstracciones en la medida en que son encarnadas y sostenidas por los seres personales. Esto no implica que cada individuo tenga un poder total sobre la cultura, pero subraya que no se encuentra subordinado a ella. En último extremo, la cultura pretende resolver el problema de un ser que no puede desarrollar su vida en solitario, y no sólo para subvenir sus necesidades materiales, sino también en atención a su vida propiamente personal, y que convive con otras personas que comparten con él la misma naturaleza.
La sociedad y su organización tienen que ver con la conexión de lo que cabe denominar tipos humanos. Los tipos aparecen ya en los clásicos para referirse al hecho de que la persona humana aparece en la sociedad mostrando un predominio de determinadas características sobre otras. Esas características pueden deberse a la naturaleza, como el sexo y otras particularidades que pueden tener relevancia social (aptitudes, raza, condiciones de salud, etc.) y al desarrollo de determinadas cualidades, en virtud de la educación y la propia iniciativa, natural y socialmente condicionada. Entre los tipos es especialmente relevante el de la diferencia sexual, en particular por ser cauce de la generación, junto a los que derivan de la división del trabajo.
Los tipos no se encuentran naturalmente coordinados. Corresponde a la organización política, entendida en el sentido clásico, la tarea de coordinarlos. El problema más básico en esa organización es el que deriva de la dificultad de reconocimiento pleno como persona de los diferentes tipos sociales. Así ocurre, por ejemplo, con la esclavitud o la discriminación sexual.
En cuanto a la dimensión cognitiva de la cultura, se ha insistido mucho en el papel determinante de cara a la valoración moral de las acciones. Para aquellos para quienes el individuo y su conducta son sólo un producto de la cultura, no cabe hablar de un distanciamiento crítico respecto de ella sin admitir la incorporación de otros influjos culturales. Pero si aceptamos que la cultura, como la lengua, no tiene sentido sin los individuos que la usan para sus fines y que la modifican constantemente con sus intervenciones, su papel debe matizarse. Por una parte, es claro que la cultura posibilita el pensamiento racional y ofrece un punto de vista respecto del mundo. La misma forma en que se estructura cada lengua orienta la atención en mayor medida a unos aspectos que a otros. Todavía es más claro este influjo en el repertorio de metáforas, símbolos, ritos, relatos, etc., que configuran el patrimonio de cada sociedad. Así, por ejemplo, respecto de la cosmovisión o la valoración moral se puede decir que la cultura influye poniendo de relieve algunos aspectos de la realidad y encubriendo otros. Pero, aun admitido su papel condicionante y posibilitante, los elementos culturales no suplen, sino que suponen, la actividad inteligente personal y la actuación libre y responsable.
Por otra parte, la continuación de la naturaleza no concluye con la cultura. La cultura proporciona, como hemos visto, la posibilidad de la comunicación con otros seres humanos y ofrece un repertorio de respuestas a los problemas cuyas soluciones no son innatas en virtud de la carencia de instintos. Pero incluso el proceso de apropiación de la cultura y del patrimonio cultural no es unidireccional, es decir, de la sociedad al individuo, sino que depende de la iniciativa del receptor, que crece al compás de la maduración biológica y de la asimilación de la cultura. Esta iniciativa es manifestación de un tipo de crecimiento personal de orden espiritual, que depende de las propias acciones en la medida en que son libres y que la filosofía clásica denomina hábito.
La doctrina de los hábitos es en gran medida un desarrollo de la convicción socrática de que «es mejor padecer la injusticia que cometerla». Dicho en otras palabras, las acciones libres son las que procuran el daño o provecho más íntimo a la persona. Por otro lado, como Aristóteles señala, las acciones correctas incrementan la capacidad de actuar bien. El saber y el querer se refuerzan y amplían cuando la conducta es guiada por la búsqueda de la verdad y el bien.
Es preciso distinguir esta concepción del hábito de la que lo considera -como hace, por ejemplo, el espiritualismo francés del siglo XIX- la dimensión mecánica del espíritu o un mero método para descargar la atención. Los hábitos de este tipo existen sin duda en el hombre y son beneficiosos, pero se encuentran mucho más ligados con aspectos orgánicos. El hábito espiritual, en cambio, es decir, las virtudes y los vicios, tienen que ver con la apertura o el cierre de la inteligencia y la voluntad a la verdad y al bien. Que las relaciones entre las personas tengan el poder de cambiar, incrementar y ordenar la cultura se debe a la novedad que introduce cada persona al expresar la ganancia que cobra en el ejercicio de sus acciones, es decir, la personalidad que se forja con los elementos que la naturaleza y la cultura le ofrecen.
Las consideraciones precedentes nos conducen a plantear directamente el problema ontológico de la condición personal del hombre. Por su parte, el magisterio reciente de la Iglesia católica ha insistido en la importancia de la revelación para entender definitivamente al hombre: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS22). Se trata de una convicción que ha sido desarrollada ampliamente en el magisterio de Juan Pablo II.
Como hemos visto en el breve recorrido histórico, el pensamiento cristiano ha añadido a la noción de alma, aportación clave de la antropología griega, la reflexión acerca de la condición personal del hombre. La antropología griega sostiene que lo divino en el hombre es su intelecto entendido como la capacidad de conocer y contemplar la verdad y de organizar de acuerdo con ella la propia vida. El pensamiento cristiano otorga, en cambio, una mayor importancia al amor, entendido como un acto libre de la voluntad, y a la relación no sólo cognoscitiva, sino también de amor personal con otros seres.
En realidad, la antropología cristiana resuelve el problema que plantea Aristóteles, entre la plenitud del hombre como animal racional y como animal político, al resolverlas dificultades que obligan a Aristóteles a declarar imposible una relación de amistad con la divinidad. El absoluto aristotélico es el Intelecto solitario, que se tiene a sí mismo como tema y al que rebajaría conocer lo inferior. Por otra parte, Aristóteles afirma que no cabe verdadera amistad entre quienes son de condición diferente. El cristianismo, en cambio, sostiene que Dios es Amor y que esto explica su condición de creador y elevador y redentor de la naturaleza humana La contemplación de la verdad divina es ahora la contemplación de un Dios personal con el que cabe entablar una relación de amistad en el sentido más pleno. Al mismo tiempo, la relación con otras personas humanas se puede ver a la luz de esa relación plenamente trascendente con Dios. La persona es imagen de Dios, por tanto, el amor que se dirige a ella es manifestación del Amor de Dios y se dirige en último término a Dios (cf. Jn 4, 20).La razón de esta continuidad se encuentra en que la verdadera identidad de cada persona humana es su condición filial, y, por tanto, al quererla por sí misma, la queremos al mismo tiempo en cuanto hija del Padre.
Pero no cabe olvidar que la filiación que constituye la raíz y la vocación del hombrees una filiación adoptiva, participación de la condición filial del Verbo. Esta participación por parte de muchos en la filiación del único Hijo arroja nueva luz sobre la condición comunitaria del hombre. Si los clásicos insistieron en la necesidad de participar en una comunidad política bien organizada como requisito del pleno despliegue de la humanidad, el cristianismo propone que la verdadera comunidad a que está llamado el hombre es la Iglesia, que, si bien es una realidad escatológica, está ya sacramental mente presente y se va realizando en la historia. Esa comunidad definitiva y completa, que puede colmar todos los anhelos del corazón humano por compartir su vida con otros, no anula la existencia y la importancia de las comunidades políticas temporales, pero impide proclamarlas definitivas y que la persona sea subordinada a ellas.
Estos desarrollos teológicos demandan a su vez una reflexión ontológica, que permita entender el lugar del ser personal en el seno de lo real. En esta línea se encuentra, por ejemplo, la propuesta de Zubiri, que subraya que la condición personal no es sólo una propiedad de un tipo de seres, sino que se distingue radicalmente del cosmos. En ambos el momento de realidad es «suidad», pero su tipo de realidad es distinto. Mientras que el cosmos es una esencia cerrada, la persona es esencia abierta. De acuerdo con ello, para Zubiri, en la persona el sí mismo se da siempre acompañado (cf. X. Zubiri, Sobre la esencia, Madrid 1962, 499 ss.).
Por su parte, cabe notar que Tomás de Aquino considera que el acto de ser o, dicho de otro modo, lo radical de la criatura, de acuerdo con su planteamiento sólo puede ser entendido en la medida en que entendemos a la criatura como criatura, es decir; en cuanto radicalmente dependiente de Dios (cf. Q. D. De Potentia, q.3, a.5, ad 1). Comprendido así, el acto de ser no es una propiedad equivalente en todos los seres y permite entender que no cabe alcanzar el carácter personal al margen de la dependencia de Dios.
La propuesta de una antropología trascendental de Leonardo Polo, aunque formulada originariamente en diálogo con Heidegger, entronca con esta concepción tomista. Trascendental no tiene aquí tampoco el sentido moderno, acuñado por Kant, sino el clásico. Polo pretende llevar a cabo una ampliación de los trascendentales descubiertos por la filosofía en la Edad Media, para añadirles los que corresponden al ser personal. Para Polo, la persona es el acto de ser del hombre, que se distingue realmente de su esencia, cuyo ápice es el yo.
El yo es la persona vuelta hacia sus operaciones. Por su parte, lo característico del ser del hombre se describe mejor con un adverbio que con un verbo: además. «¿Aristóteles distingue suficientemente al hombre de lo que no es el hombre? La ampliación de lo trascendental implica la diferencia entre existencia y coexistencia. Aristóteles entendió esa diferencia como diferencia específica: el hombre es el único animal racional y el único ser racional que es animal. Aquí evidentemente hay una diferencia. Pero ¿es suficiente la diferencia específica? Estimo que no, porque la persona no es definible, sino que es trascendental. Por ello, la persona debe ser una distinción en el orden de los trascendentales. O, dicho de otra manera, la ampliación de lo trascendental tiene que ser un discernimiento de trascendentales. La ampliación de lo trascendental distingue lo que es trascendental respecto de lo físico, de lo trascendental personal; descubre trascendentales que no son transfísicos o transdefinicionales -en el sentido general que la definición tiene en Aristóteles-, sino que son transoperativos. Y eso es lo que significa además: es el modo de acceder al esse humano» (L. Polo, Presente y futuro del hombre, Madrid 1993, 197).
Usado como método, el carácter de además permite alcanzar los trascendentales personales, a saber, la co-existencia, la libertad, el entender y el amar personales. Así, por ejemplo, afirmar que la persona exige el encuentro con otras personas no puede significar lo mismo cuando lo aplicamos a las otras personas humanas que cuando lo aplicamos al creador. Por eso, la persona no está abierta de entrada hacia fuera, sino hacia adentro, en busca de la réplica personal definitiva: una búsqueda trascendental que se continúa en la esencia. Así, pues, la esencia es, «la manifestación de la persona. En tanto que la esencia depende de los trascendentales personales, la palabra manifestar indica su depender de la co-existencia, y equivale a iluminar, que significa su depender del intelecto personal; a aportar, que señala la dependencia respecto del amar y del aceptar donal; y a disponer, palabra que expresa la extensión a la esencia de la libertad trascendental» (L. Polo, Antropología trascendental, II, Pamplona 2003, 11).
Estas propuestas comparten la convicción de que sólo desde una visión íntegra y radical de la persona, que no renuncie a la consideración ontológica, se puede aspirar a ordenar y juzgar las diversas aportaciones en orden a comprender lo humano. A esto se puede añadir que sólo desde esta actitud cabe abordar, a su vez, una antropología teológica a la altura de nuestro tiempo.
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J.I. Murillo
El término «apologética» se usa como sustantivo y adjetivo. Como sustantivo, hace referencia a una disciplina que se sitúa en el campo de la teología, cuyo objeto es la sistematización de las razones y motivos que se han ido utilizando a lo largo de la historia para defender el carácter humano y divino de la revelación y de la fe cristianas. Como adjetivo, designa el aspecto de una argumentación que tiene por finalidad la defensa de algo que es objeto de crítica. En este artículo nos interesaremos, sobre todo, por el primer sentido. Sin embargo, el carácter apologético de la vida de fe precede a la sistematización de una disciplina.
La apología es un elemento esencial a toda convicción firme, sea de la naturaleza quesea, y se funde en cualquier motivo. Tanto sise trata de convicciones morales o religiosas, como de juicios sobre la realidad actual o futura, la defensa de esas posiciones es connatural a su afirmación. Más aún, si la crítica es condición de un saber racional y científico, la respuesta a la crítica consistirá en aceptar aquello que ésta aporta y al mismo tiempo en defender con razones, con motivos puestos en razón lo que se considera sólido frente a esa crítica. La apología de la fe cristiana toma en consideración los argumentos concretos que se le oponen y se construye como defensa de acuerdo con ellos. Por este motivo, la apología es tan variada como los ataques que una postura de terminada suscita. Existe una apología filosófica, literaria, cultural, etc.; en muchos casos no se trata de nada añadido a la mera exposición de esas convicciones profundas: la misma realidad lleva consigo su apología. Cuando la crítica a la fe cristiana procede de posturas cuyo fundamento es precisa mente la crítica a la religión, a la fe cristiana o católica, los teólogos elaboraron un sistema de defensa que dio lugar a la apologética. Dado que los grandes temas objeto de crítica con diversa fuerza y a distintos niveles eran Dios, Jesucristo, la Iglesia, y el carácter racional y moral de la vida cristiana, la apologética se constituyó precisa mente como defensa de la verdad de esas realidades.
Así pues, la apologética se diferencia de la apología porque se construye sistemáticamente como un discurso de defensa de la fe. En relación con el cristianismo y la fe cristiana, la apologética se ha desarrollado a partir del siglo XVII en torno a la noción de credibilidad, es decir, de aquella propiedad de la revelación cristiana que justifica racionalmente el acto de fe.
Se trata de un fenómeno relativamente reciente ya que ha tenido lugar con el comienzo de la Edad Moderna. Sus antecedentes, sin embargo, se remontan a mucho antes, a la misma Escritura.
Aunque los libros del Nuevo Testamento no son escritos apologéticos, muestran claramente la intención de dar razón de la fe ya que tienden a demostrar, a judíos y paganos, que Jesús es el Mesías y la verdad revelada de Dios. En el Evangelio según san Juan, Jesús mismo apela a sus obras como a pruebas de su origen en el Padre (Jn 10, 37). Pero es común a los cuatro evangelios la presentación de la historia de Jesús con el designio claro de conseguir la fe en Él como Mesías. En Cristo se cumplen las profecías del Antiguo Testamento, su autoridad y sus obras poderosas son motivos que llevan a creer en Él (Jn 2, 23; Jn 9, 32-33; Jn 10, 41).
En los Hechos de los Apóstoles se acentúa el valor demostrativo de las apariciones de Jesús después de su Resurrección (Hch 2, 32; Hch 3, 15; Hch 10, 40 etc.). San Pablo, por su parte, ya en su discurso en el Areópago (Hch 17), establece una relación entre la religión de los atenienses su culto al «Dios desconocido» y su propia predicación, que se presenta como la verdad profunda de aquélla. En la primera carta de san Pedro se halla el texto emblemático en el que el apóstol invita a los cristianos a no temer a los perseguidores, sino al contrario: «... dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar razón de la esperanza a quien os pida cuentas de ella» (1P 3, 15). En su segunda carta Pedro pone en contraste el Evangelio con «fábulas ingeniosas» (2P 1, 16).
En el siglo II, con la extensión de la evangelización y el comienzo de las persecuciones contra los cristianos, la tarea apologética se desarrolla enormemente. Los Padres apologistas desarrollaron escritos de defensa que iban dirigidos a tres tipos de destinatarios: a los emperadores y autoridades civiles en defensa de las acusaciones lanzadas contra los cristianos; a los judíos y paganos para convencerlos de sus errores o defenderse de sus ataques; a los mismos cristianos para confirmarlos en la fe en medio de las pruebas. Escritos de este tipo son las dos Apologías de Justino, así como su Diálogo con el judío Tritón, y la Legatio pro chrístianis de Atenágoras.
En el siglo III destacan las figuras de Minucio Félix y de Tertuliano, entre los latinos, y Clemente de Alejandría y Orígenes, entre los griegos. En su diálogo Octavius, Minucio Félix describe con una finalidad apologética una conversación imaginaria entre un pagano, un cristiano y el propio autor. Tertuliano, por su parte, defendió en su Apología la libertad religiosa y protestó contra los falsos cargos presentados contra los cristianos. Clemente de Alejandría exhortaba a la conversión en su Protréptico en el que presentaba al cristianismo como la verdadera filosofía. Orígenes respondió en su Contra Celso con un razonamiento riguroso al filósofo pagano Celso, que había presentado cargos contra los cristianos.
Eusebio de Cesarea, en el siglo IV, es el autor de dos obras con títulos significativos: Preparación evangélica, en respuesta a Porfirio, y Demostración evangélica, en la que proponía una lectura cristológica de las Escrituras hebreas. Entre los latinos destacan en este tiempo Ambrosio y Lactando, autores de apologías literarias dirigidas a personas cultas, en la misma línea de Minucio Félix en el siglo III.
Teodoreto de Ciro es el autor, en el siglo V, de La curación de las enfermedades paganas, obra en la que hacía un elenco de los argumentos clásicos en contra del paganismo, y resaltaba las coincidencias entre la filosofía platónica y la revelación bíblica. En Occidente destaca en este tiempo la figura de san Agustín (354-430). Agustín de Hipona escribió contra el escepticismo, contra el maniqueísmo (De vera religione y De utilitate credendi) y finalmente propuso una visión teológica de la historia en su De civitate Dei. Su capacidad de análisis del espíritu humano junto con su fuerza literaria le han constituido como uno de los principales apologistas de la historia, punto de referencia constante para todo intento de legitimación de la fe, y especialmente para la vía afectiva y de la interioridad.
En la societas christiana medieval el impulso apologético decae por falta de contradictores. Durante mucho tiempo, los únicos no cristianos conocidos fueron los sarracenos y los judíos, considerados no como paganos sino como infieles. La apologética que se dirigía a ellos era con frecuencia polémica y combativa: san Isidoro de Sevilla, san Pedro Damián, Pedro el Venerable (Contra la inveterada obstinación de los judíos, Contra la secta o herejía de los sarracenos), son autores de escritos antijudíos y antimusulmanes.
En otro contexto, la obra de san Anselmo es un intento original de relacionar lo creído con las razones que lo apoyan. Santo Tomás de Aquino, por su parte, contribuyó notablemente al desarrollo de la apologética, en primer lugar con su Summa contra gentiles, en la que distingue las verdades sobre Dios que son accesibles a la razón, alas que aplicará un método demostrativo(per rationes demostrativas) (libros I-III) y las verdades reveladas por Dios que exceden el alcance del entendimiento humano (libro IV), para las que aducirá razones probables(rationes verisimiles) con las que se intenta, no convencer al adversario con razones, sino resolver sus objeciones contra la verdad(CG I, 9; IV, 1).
Con los descubrimientos geográficos de los siglos XIV y XV fueron llegando a la cristiandad noticias de pueblos diferentes que practicaban otras religiones sin relación alguna con la tradición judeocristiana. A este hecho se unió, durante el Renacimiento, la nueva valoración de modelos sociales y culturales -mitología incluida- precristianos, como las civilizaciones griega y romana, reflejada en el movimiento humanista. Ambos fenómenos amenazaban indirectamente con presentar una visión de las cosas en la que el cristianismo sería considerado como una religión más, junto a otras posibles. Este hecho llevó a algunos autores a elaborar una justificación de que sólo la religión cristiana es la verdadera. De este modo surgieron, poco a poco, los tratados De vera religione. Así, Marsilio Ficino (1433 1499) escribió Sobre la religión cristiana ensalzando el cristianismo como la religión más perfecta. Ya en el siglo XVI el humanista español Luis Vives (1492-1540) publicó De veritate fidei christianae (póstumo, 1543).
En este tiempo, la razón va siendo cada vez más un principio de conocimiento que actúa independientemente de la fe. Esta actitud se prolongará y reforzará en la Reforma protestante. Pero antes de abordar el nuevo paso en la historia de la apologética que la Reforma provoca, se deben reseñar las obras de dos protestantes que se mueven todavía en la línea de los tratados De vera religione. En primer lugar, el Traité de la verité de la religion chrètienne (1581), de Philippe Duplessis-Mornay (15491623), obra muy parecida a los tratados católicos y publicada, como la de Vives, contra «Atheos, Epicureos, Ethnicos, Iudaeos, Mahomedistas et caeteros infideles»; asimismo se debe citar De veritate religiones christianae (1621) elaborada por Hugo Grocio (1583 1645) para que sirviera a los navegantes holandeses que en sus viajes tuvieran ocasión de encontrar otras religiones.
La Reforma protestante incide de diversas formas en la apologética. Apuntamos a tres elementos fundamentales que derivan de la nueva presentación de la relación religiosa del hombre con Dios. 1) Con la Reforma protestante, la pregunta por la verdadera religión debe prolongarse en otra ulterior, ya que, admitido que la religión cristiana es la religión verdadera, se debe seguir preguntando: cuál es la verdadera Iglesia de Cristo, dado que los protestantes propugnan una alternativa eclesial frente a la Iglesia católica romana. 2) La Reforma protestante afecta a la apologética por la diferente importancia acordada a la razón en relación con la fe. Una vez que la razón está contaminada por la misma corrupción pecaminosa que afecta al hombre en su totalidad, no puede ofrecer un auxilio o preparación para llegar a la fe. La fe es entonces puro salto y abandono, independiente de toda racionabilidad. 3) El protestantismo supone también una diversa valoración de las fuentes teológicas. El principio de sola Scriptura, independiente de la tradición, excluye una interpretación autorizada de la Biblia, y la entrega al juicio particular.
La apologética católica salió de diverso modo al paso de esas tres dificultades. Una de las formas en que se respondió a la doctrina protestante consistió en el desarrollo del tratado De vera Ecclesia Christi en orden a demostrar que el cristianismo, como verdadera religión, sólo se da plenamente en la Iglesia católica. A partir de entonces, la relación de Cristo con la Iglesia adquiere una importancia definitiva en toda la apologética. Una consecuencia importante de ello fue que a partir de este momento, se comienza a elaborar el tratado De Ecclesia.
A los dos momentos apologéticos desarrollados hasta ahora (la verdadera religión y la verdadera Iglesia) se unió muy pronto un tercero que era lógicamente previo a los otros dos. Con el nacimiento del escepticismo moderno y de los primeros atisbos de irreligiosidad y de ateísmo, se elaboró una argumentación a favor de la religión. De esta forma, el esquema apologético aparece completo: el primer paso es el De religione contra los escépticos y otros; el segundo, De vera religione contra los in diferentes y no cristianos (judíos, mahometanos); finalmente, De vera Ecclesia Christi contra protestantes y acatólicos. Una obra que lleva ya esta idea es la del católico Pierre Charron (15411603) Des trois vérités, publicada en 1594 (ampliada al año siguiente) como respuesta a un tratado sobre la Iglesia del hugonote Duplessis-Mornay. La obra de Charron es un primer delinearse de las tres demostraciones que se harán clásicas: la religiosa, la cristiana, la católica.
A partir del siglo XVII la apologética cuenta con un esquema que se puede considerar definitivo, tanto por lo que se refiere a la estructura como a las cuestiones y a los materiales que la constituirían en adelante. En este tiempo, y más todavía en el siglo XVIII, los diversos tratados fueron sustituyendo al comentario de la Summa como método de enseñanza de la teología. Se acentuaba de esta manera el proceso de fragmentación de la teología, enseñada hasta entonces de un modo unitario, y que a partir de ese momento se estructura en disciplinas. A la teología ascética y mística nacida a finales del XVI, le siguió, ya en el XVII, la «teología apologética». La apologética, entonces, será el resultado de la unión de los dos tratados: el de las demonstrationes y el de locis. Ya en 1713, V. Pichler concebía su Theologia polemica como una obra unitaria en la que tenían cabida el aspecto apologético y el metodológico.
En el periodo de la Ilustración, Lord Cherbury (1583-1648) defendía que todo lo que se considera revelado debe ser ratificado por su conformidad con la razón. La exclusividad que se reconoce a la razón entendida al modo deísta como la plasmación de la necesidad y universalidad de la razón divina, o al modo panteísta como la misma razón divina presente en el espíritu ejerce una tremenda crítica, en primer lugar, sobre la idea misma de revelación, porque rompería la unidad de la razón, y posteriormente, sobre su carácter histórico ya que se piensa que los hechos contingentes no permiten formular principios necesarios. De modo semejante, J. Toland (1670-1722), en su Christianity not mysterious, rechaza que se puedan creer verdades acreditadas sólo externamente, sin ser evidentes en sí mismas. A. Collins (1676-1729), por su parte, reclama en A Discourse of freethinking (1713) el derecho humano universal que afecta también a la esfera de lo religioso de sostener con razones la propia convicción, que debe ser libre y quedar bajo la propia responsabilidad.
La crítica ilustrada al carácter de verdad de la revelación trajo como consecuencia que la apologética se polarizara en una orientación determinada, al emprender como tarea principal la de fundamentar la relación de la fe con la verdad. Frente a los tres elementos proporcionados por la Ilustración al nuevo contexto de reflexión teológica -la crítica histórica, el resurgir de las ciencias naturales, y el ataque a la autoridad en nombre de la libertad (K. Ward)- se trataba de demostrar que la fe contenía legítimamente afirmaciones sobre la realidad, y no sólo sobre sí misma. Para ello, reforzó fuertemente el carácter de conocimiento de la fe, que era concebida como el asentimiento de la razón a las verdades de la revelación. Al mismo tiempo, la fe contaba con toda una argumentación de tipo racional, cuyo núcleo era la demostración de los motivos de credibilidad, con los que se trataba de dar legitimidad racional a la aceptación mediante la fe de la revelación sobrenatural.
La filosofía de I. Kant supone una variación y una profundización de la crisis. Ya no se trata de que sólo la razón pueda acceder en rigor a la verdad. Con él, el racionalismo de la Ilustración se convierte en idealismo, es decir, en una filosofía del sujeto y del espíritu. Esto quiere decir que la fe en una revelación no puede ser ya respuesta a algo objetivo, que viene de fuera del sujeto. Lafuente de la fe es inmanente al sujeto, lo mismo que lo que se conoce comúnmente como revelación. El hombre conoce únicamente fenómenos, es decir, realidades presentes ya en el espíritu, no realidades en sí, independientes del modo de conocerlas.
Como consecuencia de todo lo anterior, la relación del hombre con el Dios revelado sólo podía revestir tres modalidades: el agnosticismo, que excluye la posibilidad misma de esa relación; el panteísmo, que la asume hasta tal punto que la anula, al reducirla a la identidad; y la reducción de la revelación a filosofía, de la fe a conocimiento racional. La tercera posibilidad constituye el itinerario que recorren los idealistas Fichte, Schelling o Hegel, que intentan construir una filosofía de la revelación en la que los misterios desaparecen como tales al ser iluminados por el espíritu. En el mismo ambiente idealista se movía F. Schleiermacher (1768-1834) para quien la fe venía a equivaler a sentimiento y experiencia de la dependencia respecto de lo Absoluto. Aunque este sentimiento es común a toda auténtica religión, es sobre todo en el monoteísmo y su suprema plasmación, el cristianismo, donde se conserva de modo más elevado.
El XIX es el siglo de la apologética. Todo él está atravesado por el problema de la relación entre fe y razón, al que se dan diversas soluciones, según se tengan en cuenta unas u otras respuestas de los autores de la centuria precedente a los que se quiere responder. Los lugares en los que la apologética destaca especialmente en este periodo son Francia y Alemania, las cuales se enfrentan, la primera, con la herencia de la Ilustración y la Revolución, y la segunda, con la filosofía idealista.
En la Francia del siglo XIX la apologética está muy viva, y su orientación general es la del tradicionalismo y fideísmo moderados de Chateaubriand, L. de Bonald y J. de Maistre. Más tarde E. de Lamennais publicó su Essai sur I "independence en matière de religion (1817-1823) En Alemania, la apologética se mueve en la estela del idealismo. G. Hermes (1775-1831), A. Gunther (1783-1871) y J. Frohschammer (1821-1893) intentan, de forma diversa, construir una síntesis entre filosofía idealista y fe cristiana. Las doctrinas de estos tres autores sobre la apologética fueron, de una forma u otra, re chazadas por el magisterio de la Iglesia. Una propuesta renovadora de la apologética dentro del ámbito alemán es la representada J. S. Drey (1777-1853), autor de obras como Kurze Einleitung (1819) y Apologetik (1847) en las que subrayaba el carácter histórico y social de la revelación.
Un hito fundamental en la historia de la apologética viene representado por el Concilio Vaticano I. En la Constitución dogmática sobre la fe (Dei Filius), el Concilio se ocupó de la revelación, de la fe y de las relaciones entre fe y razón. El Concilio daba una respuesta a las cuestiones que habían ocupado a los apologistas en los decenios precedentes, sin alinearse con una forma determinada de hacer apologética. Insistía en el carácter no ético de la fe, pero, al mismo tiempo, evitaba el exclusivismo al apoyar se también en la apologética de Dechamps.
El paso al siglo XX se hace bajo el signo de la crisis modernista. Se debe destacar la figura del filósofo francés Maurice Blondel (1861-1949). Este autor desarrolló el llamado «método de inmanencia» según el cual, y en oposición al método escolástico, lo verdaderamente importante no es una demostración intelectual, separada del origen divino del cristianismo, sobre la base de argumentos extrínsecos, sino la atención al conjunto de disposiciones interiores del sujeto que está constitutivamente abierto a la fe. Un intento semejante al de Blondel, pero con una argumentación teológica fue el de R Rousselot.
En círculos escolásticos se siguió cultivando la apologética clásica, aunque sin dejar de dialogar con las nuevas tendencias. Los dominicos A. Gardeil (1854-1931) y R. GarrigouLagrange (1877-1964), y los jesuitas J.V. Bainvel, A. Tanquerey (1854-1932), M. Nicolau (1905-1986) y otros son los representantes de esta línea apologética que se mantuvo y difundió hasta el Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo, sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, la apologética se vio hondamente afectada, en su misma concepción y planteamiento, por di versos impulsos renovadores de la teología. La renovación bíblica, histórica y patrística, el influjo de determinadas corrientes filosóficas, como el existencialismo, el personalismo, etc., fueron preparando el terreno para la transformación de la apologética en la Disciplina teológica que, sobre todo después del Vaticano II, conocemos como Teología Fundamental. A partir de ese momento, la Teología Fundamental experimentará todavía vaivenes, pero en adelante se la considerará como una parte de la única teología.
El descrédito que amenazaba a la apologética clásica considerada extrinsecista y polémica ha acarreado durante algunos años una actitud de rechazo ante todo lo que sonara a apologético. El clima de diálogo en el campo del ecumenismo y con las religiones no cristianas ha obligado al mismo tiempo a revisar argumentos utilizados clásicamente en la apologética.
Más recientemente, diversos autores se han interesado de nuevo por la apologética -que en cierto modo es irrenunciable-, aunque desde perspectivas distintas a las clásicas. La primera de ellas lleva a tomar en cuenta la dimensión estrictamente teológica de la apologética. No posee, por tanto, un método y un contenido externo a la revelación ni se presenta como una reflexión híbrida entre la teología natural y la filosofía. La apologética es una disciplina que sur ge dentro del saber de la fe, que toma conciencia de la exigencia de dar razón de sí misma. En segundo lugar, la perspectiva actual de la apologética se refiere al destinatario de su reflexión: no es solamente el creyente, al que ayuda a captar y mostrarla racionalidad del contenido de su fe a partir del hecho mismo de la revelación que lleva consigo las notas de credibilidad. También se dirige al «otro», a quien no comparte la misma fe, al cual se le presentan las razones que le permitan hacer una opción de fe como algo significativo para una existencia personal. Por último, la apologética se interesa actualmente por los fundamentos epistemológicos de la fe y de la teología, de forma que sea posible el diálogo con los diversos saberes y ciencias humanos, al servicio de las personas y de la sociedad.
BibliografíaA. DULLES, A History of Apologetics, New York 1971. R. FISICHELLA, La revelación, evento y credibilidad, Salamanca 1989. W. KERN, H..] POTTMEYER y M. SECKLER, (eds.), Handbuch der Fundamental theologie, 4 vols., Freiburg, 1985-1988. F. OCÁRIZ y A. BLANCO, Revelación, fe, credibilidad, Madrid 1998.
C. Izquierdo
«Apóstol», del griego apostello = enviar, es un término que aparece a menudo en el Nuevo Testamento con valor genérico de enviado autorizado, emisario o embajador, de modo un tanto análogo al saliah del judaísmo. Hay que recurrir al contexto para poder precisar el contenido cristiano que se le asigna en cada caso. Incluso Jesús, prototipo de los apóstoles, es presentado como «el apóstol y sumo sacerdote de nuestra religión» (Hb 3, 1), fiel al Padre que le envió. El término apóstol se aplica principalmente a «los Doce» y san Pablo, pero se utiliza también para designar a otros que colaboran directa o indirectamente con ellos. Por su parte, Jesús, además de elegir a los Doce, «a los que dio el nombre de apóstoles» (Lc 6, 13), designó y envió (= apesteilen) a 72 discípulos para que fueran «delante de él a todas las ciudades y lugares adonde iba a ir él» y anunciaran el Reino de Dios, asegurándoles: «... el que os oye me oye a mí y el que os desprecia me desprecia a mí» (Lc 10, 1-16). Son «otros» discípulos, con los cuales van también los «Doce» (cf. Mc 6, 7; Lc 9, 52-54). Las primeras comunidades cristianas se sirven de apóstoles-emisarios, portadores fiables de mensajes importantes, por ejemplo, después del «concilio de Jerusalén», los apóstoles y ancianos resuelven redactar y enviar (= episteilei) una carta, que llevarán Pablo y Bernabé juntamente «con algunos elegidos de entre ellos: Judas, que se llamaba Barsabás, y Silas», para que cercioraran a la comunidad de Antioquía de Siria sobre las decisiones del «concilio» (cf. Hch 15, 1-29). San Pablo, desde Éfeso, se servía de unos hermanos, delegados (=apostoloi) de las iglesias, para enviarlos a gestionar una colecta en Corinto (cf. 2Co 8, 23), donde, por cierto, actuaban falsos apóstoles (= pseudapostoloi) (2Co 11, 13). Varios de los que menciona en la posdata de Rm 16 son apóstoles en este sentido amplio. En todo caso el verdadero apóstol, en el Nuevo Testamento, es transmisor de un mensaje cristiano y está siempre supedita do al que le envía y a quien representa, no es mayor que el que le envió (cf. Jn 13, 16). Es, pues, un término acuñado en forma griega por el cristianismo; en las versiones latinas se mantiene el término «apostolus», no se traduce.
La palabra apóstol cobra especial relieve cuando se aplica a todos y cada uno de los miembros del grupo de los Doce, instituido por Jesús, quien, tras una noche en oración, eligió de entre sus discípulos a los que quiso, «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» con especiales prerrogativas. Son los Apóstoles por antonomasia. Los Sinópticos (Mt 10, 15; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16) y los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 12-14) dan sus nombres: Simón, a quien Jesús impuso el nombre de Pedro; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, a quienes llamó Boanerges, es decir, hijos del trueno. Andrés, hermano de Pedro; Felipe; Bartolomé; Mateo, conocido también como Levi; Tomás; Santiago de Alfeo; Simón el Cananeo, conocido también como el Zelotes; Judas de Santiago, denominado Tadeo o Lebeo en Mt y Mc; Judas Iscariote, que fue el traidor.
Acompañan a Jesús durante su vida pública; el Maestro les inculca el espíritu de servicio (cf. Mc 9, 35; Jn 13, 14-16); les explica en privado las parábolas (cf. Mt 13, 11.36; Mt 15, 15 y paral.); les promete darles la potestad de «atar y desatar» (Mt 18, 18) y que en el juicio final se sentarán «en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28); corrige sus interpretaciones temporalistas del reino que predica (cf. Mc 10, 43-44 y peral.); les enseña a orar (Mt 6, 9 y paral.); son testigos de vista de los «signos» que realiza; y oyen su predicación, aunque no siempre la entiendan bien. Los Doce serán los fundamentos visibles, empezando por Pedro (cf. Mt 16, 18), sobre los que se asentará la Iglesia, el nuevo Israel, cuyas doce tribus simbolizan, la nueva Jerusalén, «cuya muralla tiene doce bases y sobre ellas los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14; cf. Ef 2, 20). Sobre todo, son testigos cualificados de la Resurrección de Jesús, quien se les aparece en varias ocasiones, habla con ellos, les confiere potestad para perdonar los pecados, confirma a Pedro como pastor de sus ovejas y corderos, los envía, como el Padre le había enviado, a hacer discípulos a todas las naciones (cf. Lc 24, 48; Jn 20, 21; Jn 21, 14-17; Mt 28, 19-20; Rm 1, 5 y paral.).
Indicio de la importancia de los Doce es que Pedro, al haber quedado reducidos a once por la defección de Judas Iscariote, decide suplido con otro de los discípulos que habían convivido con ellos durante la vida pública de Jesús, para que con los Once fuera testigo oficial de la Resurrección de Jesús; «y cayó la suerte en Matías» (Hch 1, 12-26). En adelante no habrá más sustituciones, por ejemplo, cuando Herodes Agripa «mató a espada a Santiago, el hermano de Juan» (Hch 12, 2). Es más, se añade a los Doce un converso: Pablo, que, en el camino de Damasco, vio a Jesús resucitado, fue enviado por él a evangelizar a los gentiles y cumplió esta misión tan fielmente que será conocido como el Apóstol (cf. Hch 9, 1-18; 1Co 15, 8-10 y paral.). Otros muchos, colaboradores de los Doce y de Pablo o enviados por ellos son también considerados apóstoles y actúan bajo el impulso del Espíritu Santo en la misión evangelizadora. Andando el tiempo, todos los que contribuyen a difundir el Evangelio, individualmente o reunidos en comunidades y asociaciones, sean o no ministros, serán denominados apóstoles (cf. LG 33; todo el Decreto AA).Pero los Doce son siempre el punto de referencia, es decir, los Apóstoles en grado eminente. Después de la Ascensión, reciben en Pentecostés el Espíritu Santo (Hch 2, 1-4), con cuya luz y fuerza comienzan a cumplir su misión pastoral.
No sabemos cuándo y cómo tuvo lugar su dispersión para salir de Israel e ir a «todo el mundo». Una tradición tardía (desde el siglo VI) les atribuye la redacción del llamado Símbolo apostólico, antes de separarse, como expresión de la unidad de su predicación: cada uno, empezando por Pedro, habría formulado, uno de los doce artículos de dicho Símbolo, que, en realidad, es de finales del siglo II. Fuera de los datos fundamentales que sobre algunos de los Doce tenemos en el Nuevo Testamento, sólo contamos con tradiciones más o menos fiables, basadas principalmente en literatura apócrifa, para saber dónde y cómo llevaron a cabo su misión apostólica y cuál fue la forma de martirio que sufrió cada uno, así como su milagrosa coincidencia en el momento de acompañar a la Madre de Jesús en su Dormición.
De los datos bíblicos y de estas tradiciones dependen las representaciones artísticas de los Doce o de cada uno de ellos: las más antiguas se hallan en algunas pinturas del siglo IV de las catacumbas romanas y en mosaicos del siglo VI; pinturas, relieves e imágenes exentas de los Doce abundan, desde el románico hasta hoy, en vidrieras, representaciones de la Última Cena (incluyen a Judas Iscariote con la bolsa), de la duda de santo Tomás, de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, del momento de la Ascensión del Señor, de la Dormición de la Virgen, del Juicio final y de la Gloria celeste. Tanto en iconos orientales como en la imaginería occidental, cuando se los representa por separado, suele estar cada uno con su signo identificativo: Pedro con las llaves, Pablo con la espada, Juan con un cáliz, Santiago el Mayor con bordón de peregrino, Andrés con la cruz en forma de X, Felipe llevando una cruz latina, Bartolomé con los cuchillos que utilizaron para desollarle, Mateo con un hacha y, como evangelista, con un ángel-hombre, Santiago el de Alfeo con un bastón nudoso, Tomás con una lanza, Matías con una soga, Simón el Zelotes con una sierra; Judas Tadeo Lo de Santiago? Con un libro, o piedras, o escuadra.
Los Doce, enviados por Jesús, como el Padre le envió (cf. Jn 20, 21), a cumplir su misión cultual-salvífica en favor de todos los hombres (cf. Mc 16, 15), constituyen el cuerpo o colegio apostólico cuya cabeza es Pedro, a quien Jesucristo puso como roca visible de fundamentación de la Iglesia, dio las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16, 18-19) y encomendó el pastoreo de sus «corderos» y «ovejas» (cf. Jn 21, 15-17). Es manifiesto que Pedro no fue un apóstol más, ni un primero entre iguales, sino la cabeza del Colegio o cuerpo apostólico; lo cual determinará que los sucesores de Pedro sean la cabeza visible del Cuerpo o colegio episcopal, sucesor del colegio de los Apóstoles (cf. D 2592-2597). Porque, para que subsista la Iglesia visible, asentada sobre el fundamento de los Apóstoles (cf. Ef 2, 20), éstos han de tener sucesores que continúen en el ejercicio de la mencionada misión cultual-salvífica, bajo la asistencia del Espíritu Santo, hasta el final de los tiempos. No son sucesores de Jesús, que es inmortal y estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Después de su Ascensión, es invisible pero se hará visible a través de ministros mortales: Pedro, los Apóstoles y sus sucesores: «Como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles constituyen un solo Colegio apostólico, de modo similar se vinculan entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles» (LG 22).
La Iglesia es, pues, apostólica, gracias a la cadena que forman Pedro y sus sucesores, simultáneamente con la formada por los Apóstoles y sus sucesores, los obispos entroncados en el Colegio episcopal, que sucede al Colegio apostólico y tiene a Pedro como cabeza del mismo. En comunión con ellos, todos quedamos vinculados a la roca «espiritual», que es Cristo (cf. 1Co 10, 4). Sin entrar ahora en la problemática teológica de la sucesión apostólica, la Iglesia es consciente del hecho de la sucesión, al ejercer permanentemente la misión en nombre de Cristo, ya desde los Apóstoles, quienes, mediante la imposición de manos o jeirotonía, confieren la capacitación para el ministerio cultual-salvífico a los obispos y éstos, ya desde el siglo I, se la confieren a otros en un contexto ritual que quedará fijado, para Oriente y Occidente, en la Tradición apostólica de Hipólito de Roma, hacia el año 215. Choca con esta vivencia eclesial, en el siglo XVI, la Reforma protestante, que impugna así en raíz la autoridad del Papa y del Colegio episcopal.
Los Apóstoles, cuando transmiten a sus sucesores la capacitación para la misión, no les confieren sus prerrogativas personales, por ejemplo, el haber visto a Jesús resucitado, ni determinados carismas, como el de hacer milagros, ni las formas accidentalmente diversas que tienen de ejercer la misión, condicionadas por la personalidad de cada uno o por las circunstancias en que actúan. Sabido es que, por ejemplo, se advierten diferencias entre las iglesias o comunidades fundadas por san Juan y las fundadas por san Pablo. De ahí que tengan también su importancia las cualidades y preparación del candidato a la sucesión, a la hora de ser elegido para el episcopado, como indican los textos previos a la ordenación episcopal según la Tradición apostólica de Hipólito de Roma. Es cierto que, independientemente de las dotes humanas, de la ciencia y santidad del obispo, él es el cauce auténtico transmisor de la doctrina y de la disciplina. De modo análogo hay que hablar sobre los presbíteros, diáconos y laicos que, en comunión con su obispo, colaboran con él bajo formas diversas en el cumplimiento de la misión apostólica. Pero la mayor o menor receptividad de los misionados depende, en gran manera, no sólo de la gracia de Dios, sino también de las cualidades y de la preparación del que misiona.
En todo caso, la vinculación de cada cristiano con el Romano Pontífice y con el Colegio episcopal, es exigencia del bautismo, por el que cada uno se injerta en la Iglesia apostólica, que ha sido estructurada jerárquica mente por Cristo. «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados para ser hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (LG 11), es decir, tienen la obligación de ser apóstoles, supeditados, por tanto, a los sucesores de los Apóstoles. En cuanto miembros del Cuerpo místico de Cristo, corresponde a cada uno actuar de acuerdo con la función o vocación que le ha sido asignada por Dios, para contribuir armónicamente a que la Iglesia cumpla su única misión cultual-salvífica. No es que participen de la misión de los obispos: la participan de Cristo; pero han de ejercerla, en el contexto de la Iglesia jerárquicamente estructurada, supeditados a los obispos. Se trata de aplicar la doctrina de san Pablo sobre la pluralidad de miembros del cuerpo místico de Cristo, cada uno de los cuales, con los peculiares carismas concedidos por el Espíritu, ha de actuar en servicio de la totalidad, según el lugar y la función que le corresponde en la Iglesia (cf. 1Co 12, 12-27), «con vistas a la obra del ministerio, a la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). La diversidad de los miembros se conjuga con la unidad de la misión y con la universalidad del objetivo de la misma: conseguir que todos los hombres se integren en el Pueblo de Dios y así se entronquen en Cristo, cabeza de todos (cf. LG 17).
La comunión de todos los miembros de la Iglesia es, pues, comunión orgánica en la que se da «la diversidad y, al mismo tiempo, la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades» (Juan Pablo II, ChL, 20). Los ministros ordenados prestan su servicio a toda la Iglesia y cumplen su misión en cuanto representantes de Cristo cabeza. Pero la misión incumbe «no sólo a los pastores, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión a favor de la Iglesia y del mundo» (ibid., 2). El bautismo no los saca del mundo, a cuya santificación contribuyen «como desde dentro, a modo de fermento». Su apostolado propio consistirá en «iluminar y ordenar las realidades temporales, a las que están estrechamente vinculados, de suerte que se realicen y crezcan según Cristo y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).
BibliografíaX. LÉON DUFOUR, «Apóstoles», en Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 1965, 8286; M. MARIOTTI, Apostolicitá e missione nella chiesa partícolare, Roma 1965.
N. López Martínez
Aunque en un principio, y por influjo del judaísmo, el cristianismo se mostró hostil a la representación figurativa, pronto, sin embargo, se descubrió la inmensa capacidad que poseía el arte para plasmar visualmente los contenidos fundamentales de la fe. S e alcanzó una armonía tal que perduró durante muchos siglos, hasta el punto de constituir las obras de arte de inspiración cristiana el mayor conjunto del patrimonio artístico mundial.
Algunas razones han hecho posible esta simbiosis: en primer lugar, el cristianismo es la religión del «Dios hecho hombre». Jesucristo es reflejo, impronta, imagen de Dios, Si Dios ha asumido la condición humana, ha tenido un cuerpo real, entonces podemos representar lo en esta forma humana. A pesar de las reticencias de los primeros siglos de la Iglesia, el pueblo cristiano y sus pastores fueron percibiendo que era legítimo representar plásticamente a Jesucristo. Se podría decir que, con la Encarnación, finaliza la prohibición monoteísta de las imágenes. Dios mismo la rompe al crear su propia imagen de Cristo, la más sublime de todas las obras de la creación.
En la persona de Cristo lo humano y lo divino están tan indisolublemente unidos que no es posible afirmar que sólo se pueda representar lo humano. En su humanidad brilla, aunque de forma oculta y paradójica, su divinidad; así es que negar la posibilidad de la representación artística de la divinidad de Cristo sería poco menos que negar el misterio de la Encarnación; por eso el arte cristiano no puede obviar la divinidad que, aunque oculta, reside en la realidad de Cristo. Esta certeza ha permitido que los más grandes genios de la historia de las artes hayan asumido el reto de plasmar en imágenes a Dios.
La representación de la Virgen y los bienaventurados, de las historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las vidas de los santos y los hechos principales de la historia eclesiástica, no tuvieron que afrontar esta dificultad pues los personajes representados son todos ellos humanos (aparte los ángeles). La preocupación de los pastores consistía en que el pueblo hiciera mal uso de las imágenes y volviera a los usos primitivos de la idolatría. Cuando ya no hubo peligro real, el uso de las imágenes sagradas se introdujo de forma relativamente pacífica en la Iglesia.
En segundo lugar, toda obra de arte auténtica constituye en sí misma un reflejo de la belleza de Dios y un acto magistral de la cooperación humana al engrandecimiento de la creación divina. Por otro lado, cada obra de arte refleja en cierto modo a su autor y el tiempo en que ha vivido La obra de arte pone de manifiesto la concepción que su autor y la sociedad de su tiempo tienen de lo humano y lo divino.
Pío XII decía, a este propósito, que «el arte, como expresión estética del espíritu humano, si lo refleja en su verdad íntima o al menos, no lo deforma positivamente, es de suyo cosa sagrada y religiosa en cuanto interpreta la obra de Dios» (AAS 47[1955] 291-292). Podemos concluir, por lo tanto, que el verdadero arte tiene siempre una dimensión religiosa en tanto que surge de las profundidades más íntimas del hombre. Muchos autores sostienen que el arte es religioso por ser simplemente obra del hombre, que es un ser esencialmente volcado hacia el misterio de Dios. En este sentido, Juan Pablo II en su Carta a los artistas señalaba que «el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto de la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa» (AAS 91[1999] 1155-1172).
La obra de arte auténtica tiene la capacidad de remitir a algo por encima de ella, constituye además la oportunidad de abrirse a los valores trascendentes. En la experiencia estética se da una apertura a lo infinito. La condición simbólica de la obra de arte remite a una dimensión trascendente que se anuncia en la concreción y la inmanencia de su materialidad. En efecto, la contemplación de la belleza nos llena por lo que manifiesta, pero, a la vez, produce en nosotros la añoranza de la plenitud; en este sentido se habla de la trascendencia de la obra de arte. Decía André Breton que en el arte buscamos «el más allá de nosotros mismos» y Paul Claudel, avanzando un paso más, podía asegurar que, en realidad, «el hombre está hecho para algo distinto de la belleza: para la Causa de la belleza».
Teniendo esto presente, en el caso de la representación artística del misterio cristiano, la imagen tiene que dirigir directamente hacia Dios. La imagen cristiana, muy especialmente aquella que representa a Jesús, ha de tener necesariamente como finalidad preparar el camino para un encuentro con Dios; debe servir, por lo tanto, de «espiritual teofanía en el alma del creyente».
Ante todo, podemos considerar la obra de arte como un reflejo de la belleza de Dios. Los escolásticos señalaron que los atributos del ser son unum, verum et bonum pero también pulchrum, pues no debe olvidarse que la belleza es splendor veritatis, el resplandor de la verdad (y del mismo modo, splendor unitatis vel bonitatis). La belleza está radicalmente asociada a la unidad, a la bondad y a la verdad del ser porque constituye uno de sus trascendentales, es decir, una de las propiedades del ser en cuanto ser. El pulchrum se manifiesta en primer lugar en la forma, que es lo que más inmediatamente se presenta a la vista. De la locución latina formositas deriva la palabra castellana «hermosura». En la forma brilla especialmente el pulchrum como splendor unitatis.
Dios que es el Ser absoluto es, por lo mismo, la Unidad, la Verdad, la Bondad y también la Belleza. Todo lo que hay de unidad, verdad, belleza y bondad remite a Dios de alguna manera. Más aún, Dios ha querido darse a conocer desde la hermosura de sus manifestaciones, empezando por la propia creación. Siguiendo a Plotino, Hugo de San Víctor, lo mismo que otros muchos autores escolásticos, señalaba que la belleza de las cosas creadas tiene la capacidad de dirigir al hombre hacia la belleza de Dios; es como una ventana abierta hacia aquélla, más maravillosa e inefable. No obstante, será la escuela franciscana la que desarrolle más este tema. Así, san Buenaventura afirmará que la hermosura de lo creado, especialmente de los seres vivos, es la huella por la que debemos rastrear la presencia del gran Ausente. Como el Verbo es la pulchra imago del Padre, del mismo modo todos los seres bellos son imágenes, símbolos. La belleza se convierte así en vestigium Creatoris. De todas formas, también señala que al ser relativa la belleza de los seres y las cosas, es peligroso detenerse en ella.
Como ha escrito mucho más recientemente H.U. von Balthasar, toda la belleza que hay en lo creado remite a la infinita belleza de Dios; la hermosura de las cosas no es algo externo a las mismas sino una luz interior que se manifiesta exteriormente, un resplandor, un reflejo de la propia verdad, bondad y belleza inherentes al ser, que atrae y fascina: es el kabod, nimbo o resplandor del que habla la Sagrada Escritura para referirse a la luz que envuelve a Dios en su gloria. La culminación de la belleza de lo creado es Cristo, forma suprema de lo bello que se manifiesta paradójicamente en la deformidad y la desfiguración de la Pasión: Cristo es aquel ante quien se vuelve el rostro. De esta forma, Von Balthasar, siguiendo a san Agustín, san León Magno y otros Padres, señala que la gloria de Dios se manifiesta en la Cruz. A partir de ella la belleza y la gloria divina tienen su lugar propio en la debilidad del que sufre y en la solidaridad del que comparte. En la Cruz, por fin, halla también su sentido supremo la noche oscura de los místicos.
La belleza, también la que el hombre ha sido capaz de expresar gracias al talento que ha recibido de Dios, remite a le Belleza divina. El Concilio Vaticano II reiteraba también esta idea: las obras de arte, especialmente las del llamado arte sacro, «por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas» (SC 122).Ahora bien, hay que precisar que sólo la verdadera belleza remite a Dios, no la apariencia de belleza superpuesta a las cosas que, por no responder a la unidad interna ni a la verdad ni a le bondad, sólo constituye una especie de máscara o disfraz.
El artista, especialmente en los momentos de inspiración, es capaz de fabricar una obra que remite a algo por encima de ella misma. Podemos decir que una obra está completa y es hermosa, que está dotada de pulchrum, cuando en ella se dan también las demás propiedades del ser: «Cuando la obra realizada tiene unidad intrínseca, es señal de que se ha alcanzado una cierta plenitud que trasciende en cierta manera la mera condición de artificio». De esta plenitud intrínseca surge también su capacidad para remitir a algo por encima de su materialidad. Por eso Juan Pablo II ha podido decir que la belleza es «clave del misterio y llamada a lo trascendente».
En la genialidad de la inspiración y la habilidad del artista que realiza una obra hermosa brilla de una manera especial el poder creador de Dios: «... los artistas que, llevados de su ingenio, desean glorificar a Dios en la Santa Iglesia, recuerden siempre que su trabajo es una cierta imitación sagrada de Dios Creador» (SC 127). Los artistas siempre han tenido conciencia de que se les escapaban y les superaban sus obras, especialmente las más logradas, siendo habitual que se encuentren en ellas resonancias no buscadas directamente. Es conocido el caso del escultor español Martínez Montañés, buen cristiano y excelente artista, que año tras año acudía a rezar ante la imagen del Señor de Pasión, por él esculpida, cuando salía en procesión en la noche del Jueves Santo por las calles sevillanas.
Este ejemplo nos remite a otra cuestión como es la del papel de las imágenes en el arte cristiano. Desde sus mismos orígenes, las representaciones artísticas en el ámbito del cristianismo cumplen tres funciones: en primer lugar, la función decorativa. Se trata, en este caso, de representaciones figurativas pero también abstractas. En segundo lugar, la función pedagógica o catequética. Permite sólo la representación figurativa. También puede cumplir una función simbólica. Por último, en tercer lugar, tenemos la función estrictamente cultual. En este caso, es obvio que tan sólo admite representaciones figurativas, cónicas.
Sin embargo, ¿cómo se entiende la veneración por las imágenes? Resulta bastante simple afirmar, sin más, que los católicos durante siglos han mantenido algunas formas de idolatría precristiana, sólo que referida a las imágenes sacras, que vendrían a sustituir a los ídolos de sus antiguas religiones. Por otra parte, es evidente que las relaciones mantenidas con las imágenes no se sostienen racionalmente en el caso de ser referidas a un puro trozo de madera o a un conjunto de pinceladas más o menos afortunadas.
El culto a las imágenes no se comprende si no es como una mediación simbólica. El fiel se relaciona con los seres divinos o divinizados (la Virgen y los santos) por medio de unas imágenes que le ayudan en ese proceso de comunicación al presentarle un tú corpóreo. Frente a lo que aparentemente pudiera parecer, en el fondo, las súplicas o la acción de gracias se dirigen al más allá, sólo que a través de una mediación cónica. Por eso se pueden atribuir reacciones humanas a las imágenes, no en cuanto tales, sino figuradamente en tanto manifestaciones visibles de sus originales celestes. Y, por eso, también existen multitud de imágenes diferentes de un mismo santo, porque en el fondo tan sólo son plasmaciones corpóreas que refieren a un mismo y único sujeto, alguien que ha trascendido ya las limitaciones de la vida terrena y habita en el cielo, desde donde puede seguir actuando a favor de aquellos que le invocan.
El aprecio por una determinada imagen se explica por el sencillo recurso del aprecio por lo más cercano y significativo. Del mismo modo que uno puede preferir una fotografía muy determinada de su madre, que conserva porque le resulta altamente evocadora, una determinada imagen resulta más familiar porque se ha visto desde la infancia y hasta ella se ha acudido siguiendo la tradición local. En este momento, la imagen, por sí misma, comienza a adquirir un valor sobreañadido, el valor de referente comunal. A la imagen se la identifica con la comunidad; en cierta manera, se la sublima y sitúa en la categoría de los iconos de referencia, incluso en el nivel puramente civil. Pero en este proceso puede llegara perder precisamente su sacralidad hasta el punto de convertirse en un símbolo despojado de connotaciones religiosas, al menos para algunos. En este caso, la imagen sacra constituye una objetivación cuya significación puede no responder ya a sus verdaderos orígenes. Nos encontraríamos, pues, ante el icono religioso despojado de toda referencia religiosa. Esta paradoja comienza a ser ya habitual, especialmente cuando falta una verdadera formación cristiana.
Las imágenes, y en definitiva todo el arte cristiano, constituyen un camino para acercarse a Dios y a su Iglesia. Por eso Benedicto XVI, cuando todavía era el cardenal Ratzinger, podía referirse a la dimensión apologética del arte cristiano: «El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente» (3. Ratzinger y V. Messori, Informe sobre la fe, Madrid 20052, 142-143).
El proceso por el que la Iglesia ha llegado a este convencimiento no ha sido sencillo, pero es un hecho cierto que el arte cristiano en sus momentos más excelsos ha sabido encontrar un equilibrio entre inmanencia y trascendencia, si bien no han faltado oscilaciones hacia uno u otro extremo según se puede apreciar en el estudio de su desarrollo histórico. Este conflicto se ha planteado fundamentalmente en el caso de las imágenes esculpidas y pintadas ya que en otros casos, como la arquitectura o la música, no aparece tan claramente. A lo largo de los siglos, según afirma Plazaola, se puede adivinar una tendencia iconoclasta en el seno de la Iglesia que, con diversas manifestaciones, alcanza hasta la actualidad.
La gran crisis, conocida como la querella de las imágenes, se produjo en el siglo VIII en el ámbito oriental del Imperio, cuando el emperador León III el Isaúrico perseguía violentamente a los defensores del uso de las imágenes, capitaneados por los monjes; entre ellos destacó san Juan Damasceno quien dio consistencia teológica a la defensa. El conflicto se solventó a favor de los iconódulos, cuya doctrina fue confirmada en el II Concilio de Nicea (787). Allí quedaba fijada la posición católica sobre el uso de las imágenes: tanto la cruz como las imágenes deben ser presentadas a los fieles porque «mueven al recuerdo y anhelo de los prototipos representados en ellas» y deben ser veneradas, aunque no con culto de latría, que sólo se debe a Dios, «porque la honrada da a la imagen pasa al prototipo en ella representado» (D. 600-609).
Mientras que en el mundo bizantino, muy reacio a la imagen de bulto, se fue consolidando el uso de los iconos, a los que se atribuía una eficacia similar a la de los sacramentales dada su capacidad de hacer presente al que muestran representado, en el Occidente latino los artistas disfrutaron de una mayor libertad a la hora de realizar las imágenes sagradas. La iconografía románica y gótica, especialmente de Cristo y de la Virgen, manifiesta la evolución social y espiritual de la época.
Durante la Edad Media se produjeron abusos claros en el uso de las imágenes y de las reliquias debido a la ignorancia de los fieles. Por otro lado, ya san Bernardo se había quejado del excesivo lujo desplegado por las artes al final de la era románica. El gótico trajo, sin embargo, un nuevo estilo de fuerte espiritualismo racionalista, acorde con las grandes obras de compilación teológica del momento, las summas. El movimiento renacentista iniciado en Italia dio paso a las antiguas formas clásicas, al tiempo que el hombre era exaltado como centro del universo. Es una época de grandes genios, entre los que sobresale Miguel Ángel.
Tras algunas oleadas iconoclastas menores, como la de los husitas, el problema volvió a presentarse, esta vez con una crudeza extrema, al estallar la ruptura de la Reforma protestante. Si bien Lutero no se opuso nunca frontalmente al uso comedido de las imágenes, sus discípulos, especialmente Zwinglio, emprendieron una campaña de destrucción de imágenes y cuadros, de la que resultó una desgraciada pérdida de valiosas piezas maestras del arte centroeuropeo. Pero, por encima de todos los demás, fue Calvino y el sistema por él impuesto en Ginebra, el más intransigente en este punto; no quedó vestigio alguno del patrimonio artístico acumulado durante siglos. En Inglaterra, por las especiales características del anglicanismo, la persecución no fue tan desaforada. En cualquier caso, el mundo protestante vio desaparecer de sus templos cualquier representación iconográfica, salvo la cruz. A partir de ese momento, el arte se reducirá a la arquitectura y a la música.
La reacción de la Iglesia católica se produjo en Trento (D. 1821-1825); en la última sesión conciliar se aprobaba el decreto sobre el uso de las imágenes, que en líneas generales no hacía sino reiterar la doctrina del II de Nicea y proponer algunas medidas disciplinares para evitar abusos en las imágenes que habrían de exponerse al culto, tarea encomendada a los obispos y llevada a cabo en algunos lugares por los veedores de la Inquisición. Especialmente durante el siglo XVII el arte en el mundo católico sirvió de eficaz instrumento para la reafirmación de las verdades de fe cuestionadas por los protestantes: la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el papel de la Virgen María en la obra de la Redención, el primado de Pedro, etc. Muchos autores sostienen que durante el Barroco todas las artes se dieron cita para manifestar al mundo el triunfo de la fe verdadera, siendo su principal manifestación la nueva imagen del Vaticano, completada gracias al genio de Bernini.
Con el ocaso del Barroco, prolongado en el recargado rococó, el espíritu de la Ilustración y la era de la incipiente economía liberal fueron difuminando el esplendor del arte cristiano, que había brillado durante los últimos siglos. El arte neoclásico, el romanticismo, el realismo y el naturalismo que se sucedieron a lo largo del siglo XIX no dieron muestras de verdadero arte cristiano, salvo contadas excepciones. Tampoco, con la misma salvedad, se han producido en el siglo XX dentro de los movimientos del modernismo, simbolismo y expresionismo. El agotamiento del arte cristiano se pudo apreciar en el revival neorrománico y el neogótico, así como en la proliferación de imágenes de serie, de gusto empalagoso. Por ello se ha podido hablar de una crisis del arte cristiano durante los dos últimos siglos.
Las obras del arte sacro son expresión de ideas y sentimientos religiosos. El arte sacro expresa también la teología del momento histórico en que se ha realizado. Por ello, el estudio del arte sacro es de gran interés para la teología. Podemos decir que la historia del arte cristiano es una ciencia auxiliar para la teología y, más aún, incluso podemos llegar a afirmar, siguiendo a M.D. Chenu, que «el arte sacro es un lugar teológico». Por otra parte, el arte está muy relacionado con la vida cristiana; con la liturgia, con la catequesis y hasta con la propia vida de oración de los fieles que pueden llegar a servirse de espacios e imágenes sagrados para profundizar en su trato con Dios.
Ya en los mismos albores de la era cristiana los pastores advirtieron que el arte poseía una gran capacidad instructiva, pedagógica. El pueblo, que no sabía leer, podía sin embargo conocer los principales misterios de la fe gracias a su fijación plástica, muy sencilla de recordar; por eso no es de extrañar que ya san Gregorio Magno afirmara que el arte es la biblia de los iletrados. Resulta patente el valor pedagógico y catequético del arte cristiano. Más aún, se puede sostener que el arte cristiano posee también una dimensión evangelizadora, y mucho más en el momento presente en el que la formación cultural y religiosa ha descendido notablemente.
El arte cristiano en sus diversas manifestaciones estilísticas y locales es, de igual modo, una forma de la inculturación de la fe en las diferentes culturas. Podemos decir que el arte cristiano es una síntesis de fe y cultura. Por otro lado, el arte sacro contribuye a elevar el espíritu, a unir a los hombres con Dios; alienta la piedad y la fe, contribuye a la santificación.
Porque la Iglesia a lo largo de su historia ha sido amiga y defensora de la cultura y del arte («tiene necesidad del arte» ha afirmado Juan Pablo II, y Benedicto XVI se ha referido a la Iglesia como «hogar de la belleza»), en la actualidad cuenta con un rico patrimonio artístico y cultural que debe conservar y aumentar. El patrimonio cultural de la Iglesia podría ser definido como el conjunto de bienes muebles e inmuebles de valor histórico-artístico y documental, creados por la Iglesia para el culto divino y la acción pastoral a lo largo de los siglos. Más concretamente, incluye bienes inmuebles y arqueología, bienes muebles y museos y, por último, archivos y bibliotecas.
Este patrimonio tiene una finalidad eminentemente evangelizadora. La inmensa mayoría de sus piezas posee una intención pedagógica evidente; pretenden transmitirlas verdades de la fe cristiana así como ayudar al hombre a acercarse al misterio divino. El arte cristiano encierra un mensaje que es necesario descubrir y acercar al hombre actual. El patrimonio cultural de la Iglesia es un servicio a la fe. Quien desee penetrar en la significación profunda de un objeto sacro debe aprender a mirarlo no sólo con ojos de turista, investigador, historiador o artista, sino también con ojos de teólogo.
BibliografíaN. BENAZZI, Arte e teologia: dire e fare la bellezza della Chiesa. Un antología su estetica, architettura, arti figurative, musica e arredo sacro, Bologna 2003. 3. CASAS OTERO, Estética y culto iconográfico, Madrid 2003. G. GRASSO (ed.), Chiesa e arte: documenti della Chiesa, testi canonici e commenti, Cinisello Balsamo (Milano) 2001. 3. PLAZAOLA, Historia y sentido del arte cristiano, Madrid 1996. S. SEBASTIAN, Mensaje simbólico del arte medieval. Arquitectura, iconografía, liturgia, Madrid 1994.
F. Labarga