Santiago

St 1, 1. El autor de la carta es Santiago, que gobernó por unos años la comunidad cristiana de Jerusalén (cfr. Hch 12, 17; Hch 15, 13; Hch 21, 19), pariente próximo del Señor. En cuanto a la identificación del autor con el Apóstol Santiago el Menor, el de Alfeo (cfr. Mc 3, 18), cfr. la Introducción a la carta, pp. 34-37.
Santiago se presenta como «siervo de Dios y del Señor Jesucristo». El título de «siervo de Dios» se daba en el AT a quienes destacaban por su fidelidad al Señor (cfr. Sal 34, 23), como Moisés, David, los profetas; de manera especial, el Mesías es llamado «Siervo de Yahwéh» (cfr. Is 42-53). En el NT se aplica a todos los cristianos, y de un modo particular a los Apóstoles (cfr. Hch 4, 29; Hch 16, 17; Ap 1, 1). Con ese mismo título se presentan también en ocasiones, al comienzo de sus cartas, San Pedro, San Pablo y San Judas, para subrayar su carácter de humildes mensajeros de la verdad divina.
El término «Señor» -Kýrios en griego-, que se aplica a Jesucristo, es el empleado para traducir el nombre de Yahwéh en la versión de los Setenta (traducción del AT, del hebreo al griego, realizada en los siglos III-II a.C.). También San Pablo lo utiliza con mucha frecuencia. Es una manifestación clara de la divinidad de Jesucristo, verdad de fe profesada por los cristianos desde el principio.
La carta va dirigida «a las doce tribus de la dispersión» o de la diáspora. Ese término «diáspora» significaba originariamente a los judíos residentes fuera de Palestina. Aquí se refiere a los cristianos -las doce tribus del nuevo y verdadero Israel- que vivían dispersos por el mundo grecorromano. Muy probablemente se trata de judíos convertidos al cristianismo.
La fórmula de saludo utilizada por Santiago -que la Neovulgata vierte por «salud» y que aquí hemos traducido por «saluda»- equivale literalmente a «os desea gozo». Es la fórmula habitual en la lengua griega de la época. En el v. 2 utilizará la misma palabra, quizá para explicarles bien el tipo de gozo que les desea.

St 1, 2-12. En estos primeros versículos, Santiago señala cuál debe ser el comportamiento del cristiano ante las pruebas y sufrimientos: han de recibirse con alegría (vv. 2-4); cuando cuesta entender su sentido, hay que pedir a Dios la sabiduría necesaria (vv. 5-8); el pobre y el rico han de tener una actitud similar (vv. 9-11); por último recuerda que el premio prometido por Dios hace bienaventurados a quienes vencen esas pruebas (v. 12). En todo el pasaje se trasluce la doctrina de las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12).
El problema del sufrimiento de los justos y -como contraste- la prosperidad de los impíos en esta vida, ya había sido tratado con frecuencia en el AT, especialmente en los Salmos y en el libro de Job. Pero la respuesta plena y definitiva no llega hasta Jesucristo, que con sus palabras y con su vida enseña el valor redentor del sufrimiento, y la grandeza del premio que espera en el Cielo. «Por Cristo y en Cristo se desvela el enigma del dolor y de la muerte, que, fuera del Evangelio, nos abruma» (Gaudium et spes, 22).
Vivido en unión con Cristo, el sufrimiento humano tiene un valor corredentor: «El Evangelio del sufrimiento se escribe continuamente -dice el Papa Juan Pablo II-, y continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana. Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás» (Salvifici doloris, 27).

St 1, 2-4. Las «pruebas» de que se habla aquí no parece que sean persecuciones, sino que tienen más bien el sentido de adversidades de la vida cotidiana -quizá sobre todo la pobreza (cfr. St 1, 9; St 2, 5-7)- que ponen a prueba la fe: de ahí que algunos traduzcan como «tentaciones». Esas contrariedades son un medio para probar la constancia en el bien, y producen la paciencia, tan necesaria para el alma: «No hay cosa que más agrade a Dios -comenta San Alfonso María de Ligorio- que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto hace el amor, igualar al amante con el amado (…). Quien ama a Jesucristo desea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 5).
La paciencia es una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; es consecuencia de la virtud de la fortaleza y lleva a aceptar el dolor como venido del amor de Dios. Se basa en la esperanza (cfr. 1Ts 1, 3) y en la fe bien probada (St 1, 3), produce frutos abundantes (cfr. Lc 8, 15) -sobre todo el gozo cristiano (cfr. Hch 5, 41)- y supone la constancia perseverante para llegar a la perfección.

St 1, 5-8. La sabiduría a que se refiere Santiago es la que juzga todo a la luz de Jesucristo crucificado: es la sabiduría de la Cruz de que habla San Pablo (cfr. 1Co 1, 18 ss.), la única que permite vivir con alegría en medio de las adversidades y los sufrimientos, porque se consideran como una participación en los dolores del Señor. Y cuando no se ven así las cosas, hay que pedir a Dios esa sabiduría.
Pero es necesario que esa petición esté llena de fe: «Todo cuanto pidáis con fe en la oración lo recibiréis» (Mt 21, 22). El Catecismo Romano recuerda que para orar bien, es condición necesaria «estar firmes e inmutables en la fe (…). Es preciso creer, tanto para poder orar, como para que no nos falte la fe con que oramos con provecho. Porque la fe es la que arranca las súplicas; y las súplicas hacen que, desechada toda duda, sea la fe firme y constante. En este sentido exhortaba San Ignacio a los que iban a orar a Dios: 'No estés en la oración con ánimo dudoso: dichoso el que no dudare' (Ep. X ad Heronem, diac., n. 7). Por lo cual, para conseguir de Dios lo que deseamos, es muy eficaz la fe y la esperanza cierta de alcanzarlo, a lo que incita el Apóstol Santiago: 'Pero que pida con fe, sin vacilar' (St 1, 6)» (Catecismo Romano, IV, 7, 3).

St 1, 5. «Da a todos abundantemente y sin echarlo en cara»: Dios escucha siempre las peticiones, y da sin humillar, sin echarnos en cara nuestra indignidad. Es una consideración que ayuda a dirigirse al Señor con absoluta confianza, sin retraerse por las miserias y pecados: Te ves tan miserable -dice San Josemaría Escrivá- que te reconoces indigno de que Dios te oiga… Pero, ¿y los méritos de María? ¿Y las llagas de tu Señor? Y… ¿acaso no eres hijo de Dios?
Además, Él te escucha 'quoniam bonus…, quoniam in saeculum misericordia ejus': porque es bueno, porque su misericordia permanece siempre
(Camino, 93).

St 1, 7-8. «Hombre vacilante»: Literalmente sería «de ánimo doble», es decir, de alma dividida e indecisa entre estados de ánimo contrarios; aquí, entre la confianza y la desconfianza en la eficacia de la oración.
San Beda comenta: «Es un hombre de ánimo doble el que se arrodilla para pedir a Dios, y pronuncia palabras de súplica, y, sin embargo, sintiéndose acusado en su interior por su conciencia, desconfía de que pueda rezar. Es un hombre de ánimo doble el que aquí quiere regocijarse con el mundo, y allí reinar con Dios. También es un hombre de ánimo doble el que en las cosas buenas que hace no busca la retribución interior, sino el favor exterior. Por lo que dice bien cierto sabio: '¡Ay del pecador que va por doble sendero!' (Si 2, 12) (…). Todos éstos son inconstantes en todos sus caminos, porque muy fácilmente se aterran ante las cosas adversas del mundo y son aprisionados por las favorables, de tal manera que se apartan del camino de la verdad» (Super Iac expositio, ad loc.).

St 1, 9-11. Parece que la pobreza era una de las pruebas más duras para aquellos cristianos. Al no estar acostumbrados a expresarnos por medio de contrastes, tan del gusto semita, puede resultar difícil entender todo el alcance de estas máximas de Santiago: hay que comprenderlas en el conjunto de la doctrina cristiana. Dios y la Iglesia tienen preferencia por el pobre, y el Señor le llama bienaventurado (cfr. Mt 5, 3 y par.): si esta doctrina es especialmente aplicable al que carece de bienes materiales, es porque es símbolo del verdadero pobre, es decir, del que con muchos o pocos bienes se sabe indigente ante Dios (cfr. nota a Lc 6, 24). Este sentimiento de indigencia, en principio, puede resultarle más fácil al que carece de riquezas; el rico, en cambio, debe estar desprendido de sus bienes para así poner toda su confianza en Dios.
El autor sagrado no exige a los que poseen bienes que los abandonen, sino que tengan presente su caducidad, de manera que los utilicen en servicio de los demás hombres y de la sociedad, y no sólo en beneficio propio.
La fugacidad de los bienes terrenos -significada aquí con la imagen de la flor del heno (cfr. Is 40, 6-8)- es una reflexión que aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura (cfr., p. ej., Jb 27, 13-23; Sal 49, 17-20; Mt 6, 19 ss.; Lc 12, 16-21).

St 1, 12. Estas palabras, que culminan la idea expresada en los vv. 2-4, son un eco de las del Maestro: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo» (Mt 5, 11-12). La imagen de la corona -señal de victoria y de realeza- sirve para expresar el triunfo definitivo con Cristo: el Señor aparece coronado en la gloria (cfr. Ap 14, 4); también la Mujer del Apocalipsis, símbolo de la Iglesia y de la Santísima Virgen (cfr. Ap 12, 1); y se promete a quienes sean fieles a Dios en esta vida (cfr. Ap 2, 10; Ap 3, 11). Aparece también en otros pasajes del NT, para expresar la recompensa definitiva del Cielo (cfr. 1Co 9, 25; 2Tm 4, 8; 1P 5, 4).
El cristiano no puede, por tanto, asustarse o encogerse ante las dificultades que Dios permita en su vida; al contrario, debe verlas como pruebas sucesivas que con la ayuda divina ha de superar, para recibir el premio del Cielo. «No deja el Señor venir estas guerras y tentaciones a los suyos sino para mayor bien -comenta San Juan de Ávila- (…). Quísolo Él así, que la paciencia en los trabajos y el estar en pie por su honra en las tentaciones, fuese el toque con que sus amigos fuesen probados. Porque no es señal de amigo verdadero acompañar en el descanso, mas estar fijo con el amigo en el tiempo de la tribulación (…). Compañeros en los trabajos y después en el reino, esforzaros debéis a pelear varonilmente las guerras que contra vos se levantan por apartaros de Dios, pues que Él es vuestro ayudador en la tierra y vuestro galardón en el cielo» (Audi, filia, cap. 29).

St 1, 13-18. En esta sección se explica cuál es el origen de las tentaciones que padece el hombre: no pueden venir de Dios, sino de la concupiscencia humana (vv. 16-18).
En ocasiones, la tentación se entiende como poner a prueba la fidelidad de una persona; en este sentido, podría decirse que Dios «tienta» a algunos hombres, como hizo, p. ej., con Abrahán (cfr. Gn 22, 1 ss.). Sin embargo, aquí se habla de la tentación en sentido estricto, como incitación al pecado; así Dios no tienta a nadie, porque jamás incita al mal (cfr. Si 15, 11-20). Por tanto, nunca se puede atribuir a Dios nuestra inclinación al pecado. Tampoco podría decirse que, al darnos la libertad, es causa de nuestro pecado. Al contrario, todos los dones naturales y sobrenaturales que hemos recibido son otras tantas posibilidades de obrar con bondad moral.

St 1, 14-15. Santiago enseña que el origen de las tentaciones está en la propia concupiscencia. En otros lugares también se referirá al mundo (cfr. St 1, 27; St 4, 4) y al demonio (cfr. St 4, 7) como causas de la tentación; pero para que se cometa el pecado siempre es necesaria la complicidad interior de las malas inclinaciones del hombre.
La concupiscencia designa aquí -como en otros lugares del NT (cfr., p. ej.. Rm 1, 24; Rm 7, 7 ss.; 1Jn 2, 16)- el conjunto de pasiones y apetitos desordenados que, a consecuencia del pecado original, anidan en el interior del hombre. En sí misma, la concupiscencia no es pecado, sino que -según enseña el Concilio de Trento- como ha sido «dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten con la gracia de Jesucristo»; y si alguna vez se la llama pecado (cfr. Rm 6, 12 ss.) es «porque procede del pecado y al pecado inclina» (De peccato originali, n. 5).
Con lenguaje figurado, utilizando la imagen de la generación, se describe el itinerario del pecado desde la tentación hasta la muerte del alma. Cuando se cede a la seducción de la concupiscencia surge el pecado; éste, a su vez, produce la muerte espiritual, al perder el alma la vida de la gracia. Es el proceso opuesto al descrito anteriormente (cfr. vv. 2-12): allí comenzaba en las pruebas -tentaciones en sentido amplio (cfr. nota a St 1, 2-4)- y terminaba en el Cielo; por el contrario, en este pasaje, el proceso comienza también en las tentaciones, pero por efecto del pecado termina en la muerte del alma. Con las siguientes palabras describe esta trayectoria Juan Pablo II: «Pero el hombre sabe también, por una experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de Él (aversio a Deo), rechazando la comunión de amor con Él, separándose del principio de vida que es Él, y eligiendo, por lo tanto, la muerte» (Reconciliatio et Paenitentia, 17).

St 1, 16-18. «Padre de las luces»: Designa a Dios como creador de los astros (cfr. Gn 1, 14 ss.; Sal 136, 7-9) y -teniendo en cuenta el habitual simbolismo de la luz- como fuente de todos los bienes, tanto materiales como especialmente espirituales. A diferencia de los astros, que cambian de posición y originan sombras al moverse, en Dios no hay cambios ni puede haber sombra alguna: no se le puede atribuir por tanto ningún mal (cfr. v. 13), sino únicamente bienes.
«Primicias de sus criaturas»: Los cristianos, engendrados de nuevo por Dios mediante «la palabra de la verdad» -el Evangelio-, constituyen ya el inicio del nuevo cielo y de la nueva tierra (cfr. Ap 21, 1), signo de esperanza para toda la humanidad y para la creación entera (cfr. Rm 9, 19-23).

St 1, 19-27. En el versículo anterior el autor sagrado se ha referido a la «palabra de la verdad» y a su eficacia sobrenatural. Ahora especifica que, aunque tenga ese poder, no basta con oirla: es necesario escucharla con docilidad (vv. 19-21) y ponerla por obra (vv. 22-27). Más adelante insistirá sobre la relación entre la fe y las obras (cfr. St 2, 14-26).

St 1, 19-20. Estos consejos ya aparecían con frecuencia en los libros sapienciales del AT (cfr., p. ej., Pr 1, 5; Pr 10, 19; Si 5, 12-13; Si 20, 5-8). La buena disposición al escuchar una enseñanza es indispensable para ponerla por obra (v. 21). Sobre la prudencia en el hablar insistirá más adelante (cfr. St 1, 26; y, sobre todo, St 3, 1 ss.).
«La ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios»: La traducción literal de la última parte sería «la justicia de Dios», pero se trata de un hebraísmo -expresión hebrea que el autor pone literalmente en griego- que equivale a nuestra versión.
La ira es uno de los pecados capitales, llamados así porque son como la fuente de muchos otros, que se manifiesta sobre todo en deseos desordenados de venganza. Hablando de los efectos de la ira, explica San Gregorio Magno cómo hace perder la sabiduría a la hora de la acción, dificulta el trato con los demás, rompe la concordia y hace que se oscurezca la luz de la verdad. Además, «se pierde la justicia, como está escrito: 'La ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios' (St 1, 20), porque cuando la mente perturbada exaspera el juicio de su razón, juzga como recto todo lo que el furor sugiere» (Moralia, 5, 45). Este pecado se vence ejercitándose en la virtud de la paciencia, de la que Santiago ha hablado poco antes (cfr. St 1, 2-4.12; también St 5, 7-11).

St 1, 21. «Primero manda -comenta San Beda- expurgar de vicios el cuerpo y la mente, para que quienes reciben la palabra de salvación puedan vivir con dignidad. El que antes no se aparta del mal, no puede hacer el bien» (Super Iac expositio, ad loc.).
Para poder recibir con docilidad la palabra de Dios es necesario luchar por apartar las malas inclinaciones. De lo contrario, la soberbia -engañándose con falsos motivos- se rebela contra esa palabra, que resulta como un reproche continuo a una situación de pecado de la que no se quiere salir.

St 1, 22-25. La exhortación a poner por obra la palabra de Dios, es frecuente en la Sagrada Escritura: «El que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena» (Mt 7, 26; cfr., p. ej., Ez 33, 10-11; Mt 12, 50; Rm 2, 13; St 2, 14-26).
La comparación del hombre ante el espejo es muy expresiva: la palabra de Dios se hace inútil si no desemboca en un examen serio de conciencia, con un firme propósito de corregir la propia conducta. Así, quien practica esa palabra, «será bienaventurado». Jesucristo había enseñado lo mismo al llamar bienaventurados a «los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28).
Estas advertencias de Santiago constituyen una importante llamada a la coherencia con que el cristiano ha de vivir su vocación. El Papa Juan Pablo II comenta: «Son afirmaciones muy serias y severas: el cristiano no debe traicionar, no debe ilusionarse con palabras vanas, no debe defraudar. Su misión es sumamente delicada, porque debe ser levadura en la sociedad, luz del mundo, sal de la tierra. El cristiano se convence, cada día más, de la dificultad enorme de su compromiso: debe ir contra corriente, debe dar testimonio de verdades absolutas, pero no visibles; debe perder su vida terrena para ganar la eternidad, debe hacerse responsable incluso del prójimo para iluminarlo, edificarlo, salvarlo. Pero sabe que no está solo (…). El cristiano sabe que Jesucristo, el Verbo de Dios, no sólo se ha encarnado para revelar la verdad salvífica y redimir a la humanidad, sino que se ha quedado con nosotros en esta tierra, renovando místicamente el sacrificio de la cruz mediante la Eucaristía y convirtiéndose en manjar espiritual del alma y compañero en el camino de la vida» (Homilía, 1-IX-1979).

St 1, 25. «La ley perfecta de la libertad»: Es decir, la buena nueva traída por Jesucristo, que con su doctrina y su vida ha constituido a los hombres en hijos de Dios (cfr. Jn 1, 12; 1Jn 3, 1 ss.), y los ha liberado de toda servidumbre: tanto de la Antigua Ley (cfr., p. ej., Ga 2, 4 y Ga 4, 21 ss., y las notas correspondientes), como de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte.
A la vez, puede considerársela ley de la libertad, porque siguiendo sus mandatos el hombre vive perfectamente de acuerdo con su naturaleza, realiza en plenitud su libertad (cfr. Jn 8, 31 ss.), es feliz en esta vida y será bienaventurado en la eterna (cfr., p. ej., Sal 1, 1 ss.; Sal 119, 1 ss.). De ahí que, cuando se aparta de esa ley a causa del pecado, el hombre no se libera, se esclaviza: Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias -explica el Fundador del Opus Dei-, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse
(Amigos de Dios, 37-38).

St 1, 26-27. Santiago señala algunas formas concretas de poner por obra «la palabra de la verdad» (v. 18), es decir, el Evangelio: refrenar la lengua, practicar la caridad y no dejarse contaminar por las cosas malas de este mundo.
De las viudas y de los huérfanos se habla con frecuencia en el AT, como personas necesitadas de especial atención (cfr., p. ej., Sal 68, 6; Sal 146, 9; Dt 27, 19), y los primeros cristianos organizaban el cuidado de las viudas en las distintas comunidades que iban surgiendo (cfr. Hch 6, 1 ss.; Hch 9, 39; 1Tm 5, 3 ss.). La solicitud por estas personas forma parte de las obras de misericordia -«aquellas con que se socorren las necesidades corporales o espirituales de nuestro prójimo» (Catecismo Mayor, n. 943)-, sobre las que Dios nuestro Señor juzgará en el último día (cfr. Mt 25, 31-46).
«Mundo» tiene aquí el sentido peyorativo de enemigo de Dios y del cristiano (cfr. también St 4, 4; y otros pasajes de la Sagrada Escritura, p. ej., Jn 1, 10; Jn 7, 7; Jn 16, 8-11; Ef 2, 2; 2P 2, 20), frente al cual hay que estar en constante vigilancia para no dejarse contaminar. Sobre otras acepciones de la palabra «mundo» en la Biblia, cfr. nota a Jn 17, 14-16.
«Dios Padre» (v. 27): La traducción literal seria «el Dios y Padre». En el griego del NT, el término «Dios» cuando va precedido del artículo, designa habitualmente no la naturaleza divina, sino la Persona del Padre. En este caso, al añadir Santiago la expresión «y Padre», no se refiere por tanto a otra Persona divina distinta, sino explicita solamente lo que encierra ya el término «el Dios». Parafraseando se podría traducir también: «Ante aquel que es Dios y Padre».

St 2, 1-13. Entre los cristianos a quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o discriminación de personas por razón de su nivel social. Se trataba de una manifiesta incongruencia entre la fe y la conducta: un tema central del que se ha hablado antes (cfr. St 1, 19-27) y sobre el que se tratará a continuación (cfr. St 2, 14-26). Con un ejemplo posiblemente fundado en la realidad (vv. 1-4), se expone, con gran fuerza, que hacer discriminación de personas se opone tanto al Evangelio (vv. 5-7) como a la Ley (vv. 8-11); y señala que ese modo de comportarse será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).

St 2, 1-4. Dios «no admite acepción de personas ni se deja comprar con regalos» (Dt 10, 17). La discriminación de personas es condenada con frecuencia en el AT: tanto en la Ley como en los Profetas y en los libros Sapienciales (cfr., p. ej., Lv 19, 15; Is 5, 23; Mi 3, 9-11; Sal 82, 2-4). En el Evangelio, incluso los mismos enemigos del Señor reconocen que es imparcial y no hace injustas distinciones (cfr. Mt 22, 16).
Siguiendo esta doctrina, la Iglesia ha salido siempre al paso de cualquier forma de discriminación. «La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. »Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser superada y eliminada por ser contraria al plan divino» (Gaudium et spes, 29).

St 2, 1. «La fe en nuestro Señor Jesucristo, glorioso»: El texto griego -cuya traducción literal sería: «La fe de nuestro Señor Jesucristo de la gloria»- admite matices diversos según el sentido de las palabras «de la gloria». De acuerdo con la opinión más probable -la que supone nuestra traducción- se trata de un genitivo semita en sustitución del adjetivo «glorioso» o «glorificado». En este caso, Santiago se refiere a Jesucristo que, después de su Resurrección y Ascensión al Cielo, goza, también en cuanto hombre, del honor y de la gloria más excelsos.
También puede traducirse: «La fe en nuestro Señor Jesucristo, (Señor) de la gloria». Recogería la misma idea de 1Co 2, 8, donde San Pablo llama a Cristo «el Señor de la gloria»: como en el AT la «gloria» era el esplendor de la majestad de Yahwéh (cfr. Ex 24, 16), al aplicar este atributo divino a Cristo se afirma explícitamente su divinidad. Si esta traducción fuera la correcta, podría tratarse de una fórmula tomada de la liturgia cristiana primitiva.
Finalmente, subrayando todavía más lo anterior, otros traducen: «La fe en la gloria -es decir, en la divinidad- de nuestro Señor Jesucristo».
Como se ve, por otra parte, estos matices diversos de traducción no se excluyen, sino que se complementan mutuamente.

St 2, 5-7. Buena parte de los destinatarios de la carta debían de ser de condición humilde (cfr. nota a St 1, 2-4; 1Co 1, 26-29). Santiago les recuerda que Dios quiere hacerles ricos en la fe y herederos del Reino de los Cielos. En efecto, Jesucristo había dado como señal de su mesianismo el anuncio del Evangelio a los pobres (cfr. Mt 11, 5; Lc 7, 22); y también enseñó: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3). «Cristo fue enviado por el Padre para evangelizar a los pobres y para sanar a los contritos de corazón (Lc 4, 18), y a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (Lumen gentium, 8).
De los ricos, en cambio, el Apóstol habla aquí con inusitada dureza. Como en otros lugares de la Sagrada Escritura, quienes merecen tan dura condena son aquellos que se afanan en acumular bienes como si fueran su último fin, sin atender a la licitud o ilicitud de los medios empleados, y oprimen y maltratan a los pobres (cfr. nota a Lc 6, 24).
Esta conducta es tan grave que «blasfeman el hermoso nombre que ha sido invocado sobre vosotros» (v. 7), más con el escándalo de su actuación que con sus palabras. Este «nombre» podría referirse tanto al de «Jesús» -invocado sobre ellos en el Bautismo- como al de «cristianos», con el que ya serían designados aquellos primeros seguidores del Maestro (cfr. Hch 11, 26).
Estas palabras de ninguna manera pueden utilizarse como fundamento para la llamada «lucha de clases», propugnada por algunas doctrinas materialistas. El Magisterio de la Iglesia ha recordado con frecuencia que la aplicación de los principios cristianos lleva consigo la armonía y la concordia entre los distintos grupos de la sociedad (cfr. Rerum novarum, n. 14). A la vez, urge a todos a un profundo empeño en la promoción de la dignidad humana: «Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano» (Libertatis conscientia, n. 57).

St 2, 8-11. El Apóstol da una nueva razón contra la acepción de personas, recordando la Ley Antigua, con la cual sus lectores inmediatos -en buena parte judíos convertidos al cristianismo- estarían muy familiarizados. Como hemos señalado anteriormente (cfr. nota a St 2, 1-4), en el AT aparece condenada toda injusta discriminación de personas.

St 2, 8. «La ley regia» estaba formulada en el libro del Levítico (Lv 19, 18). Santiago la llama «regia» posiblemente por el carácter que tiene, junto con el amor a Dios sobre todas las cosas, de fundamento y raíz de todos los demás mandamientos (cfr. Mt 22, 34-40).
Jesucristo había corregido las interpretaciones restringidas de esa ley de la caridad (cfr. Mt 5, 43-48; Lc 10, 25-37), y en la Última Cena había formulado el «mandamiento nuevo»: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). El Señor, al proponer esta nueva medida -«como yo os he amado»-, da al precepto del amor fraterno un sentido y un contenido nuevos. Este mandamiento es la ley del nuevo Pueblo de Dios, de la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 9).

St 2, 10-11. Todos y cada uno de los Mandamientos de la Ley de Dios son expresión de la voluntad divina. Por tanto, cualquier pecado -aunque se dirija específicamente contra un precepto determinado- es siempre una ofensa a Dios. Y si se trata de un pecado grave, destruye la virtud de la caridad y la vida sobrenatural de la gracia.
San Agustín, al explicar este punto, recuerda que la plenitud de la ley es la caridad (cfr. Rm 13, 9 ss.), en la cual -en su doble manifestación de amor a Dios y a los demás- se asientan la Ley y los Profetas (cfr. Mt 22, 34-40). Y «nadie ama al prójimo -continúa- sino quien ama a Dios y trata con todas sus fuerzas de que ame también a Dios ese prójimo a quien ama como a sí mismo. Si no ama a Dios, no se ama a sí mismo ni al prójimo. Por eso, quien guardare toda la ley, si peca contra un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la caridad, de la que pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca contra aquella de la que derivan todos» (Epístola 167, 5, 16).

St 2, 12. De nuevo se menciona «la ley de la libertad». Esta ley se refería antes (cfr. St 1, 25 y nota) a la buena nueva traída por Jesucristo; ahora con esa expresión es designada la ley de la caridad, sobre la que versará el Juicio Final (cfr. Mt 25, 31-46 y notas correspondientes).

St 2, 13. El olvido, el abandono y el desprecio de los pobres supone obrar sin misericordia, y quien actúa así será juzgado sin misericordia. Son palabras que recuerdan a la letra otras enseñanzas del Señor: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7); «con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá» (Mt 7, 2).
La misericordia «prevalece frente al juicio (condenatorio)»: El sentido de la frase es que quien practica la misericordia se presentará seguro e incluso jubiloso ante el juicio de Dios, que también será misericordioso con él.
Comentando este versículo, dice San Agustín: «Cuando el Rey justo se siente en el trono, ¿quién presumirá de tener casto el corazón? ¿Quién se gloriará de estar limpio de pecado? ¿Qué esperanza habría si la misericordia no prevaleciese sobre el juicio? Pero esa misericordia se aplicará a los que hicieron misericordia» (Epístola 167, 6, 20).

St 2, 14-26. Este pasaje constituye el punto central de la carta. El método sapiencial -utilizado con frecuencia en los libros del AT- y el estilo pedagógico contribuyen a grabar en los oyentes la idea fundamental: la fe si no va acompañada con las obras es estéril, está muerta. Con una argumentación cíclica y reiterativa, esa afirmación fundamental aparece hasta cinco veces con diversas matizaciones (vv. 14.17.18.20.26).
La pregunta retórica inicial (v. 14) y el ejemplo sencillo y vivo de quien se contenta con dar buenos consejos al que necesita urgentemente cubrir las necesidades más primarias (vv. 15-16), atraen la atención del discípulo y le predisponen a aceptar la enseñanza básica, redactada como una máxima sapiencial (v. 17).
Manteniendo el tono de diálogo, y con interrogaciones frecuentes, se aducen tres ejemplos de fe: en primer lugar -un ejemplo negativo-, la fe de los demonios, que es estéril (vv. 18-19); en contraste, la de Abrahán, modelo y padre de los creyentes (vv. 20-23); y, finalmente, la fe de una pecadora que se salvó por sus obras, Rahab la meretriz (vv. 24-25). La última frase vuelve a repetir la idea esencial: «La fe sin obras está muerta» (v. 26).

St 2, 14. Esta enseñanza va en perfecta continuidad con la del Maestro: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos» (Mt 7, 21).
Una fe sin obras no puede salvar. «No se salva, aunque se incorpore a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia 'en cuerpo', pero no 'de corazón'. Tengan presente todos los hijos de la Iglesia que esta altísima condición suya debe atribuirse no a sus propios méritos, sino a una peculiar gracia de Cristo. Si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, en lugar de salvarse, serán más severamente juzgados» (Lumen gentium, 14).
En la vida del cristiano tiene que haber, por tanto, una completa sintonía y coherencia entre la fe que profesa y las obras que practica. Esta unidad de vida es uno de los conceptos claves de la espiritualidad del Opus Dei, frente al peligro -explicaba su Fundador- de llevar como una doble vida, la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas (…). Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (Conversaciones, 114).

St 2, 15-16. Este ejemplo, tan gráfico, es similar al de la primera Carta de San Juan: «Si alguno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3, 17); la conclusión también es semejante: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1Jn 3, 18). Y San Pablo subraya: «No consiste el Reino de Dios en hablar sino en hacer» (1Co 4, 20). Las obras dan la medida de la autenticidad de la vida del cristiano, poniendo en evidencia si su fe y su caridad son verdaderas.
La limosna en concreto, tan frecuentemente alabada y recomendada en la Sagrada Escritura (cfr., p. ej., Dt 15, 11; Tb 4, 7-11; Lc 12, 33; Hch 9, 36; caps. 2Co 8-9), es un deber cuando hay grave necesidad en el indigente. Cristo «juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o negada a Él en persona, recuerda el Papa León XIII (…). Todo el que ha recibido abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia Divina, los emplee en beneficio de los demás» (Rerum novarum, n. 16).

St 2, 17. La fe, además de suponer una firme adhesión a las verdades reveladas, ha de influir en la vida ordinaria, y debe ser un impulso para la actuación del cristiano y una norma de conducta. Cuando no es así, y las obras son incoherentes con las creencias, esa fe está muerta.
La doctrina cristiana llama también «fe muerta» a la de la persona que está en pecado mortal: al no estar en gracia de Dios, no tiene la caridad, que es como el alma -la forma- de todas las virtudes. «La fe -enseña el Conc. de Trento- si no va acompañada de la esperanza y de la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su Cuerpo. Por cuya razón se dice con toda verdad que 'la fe sin obras está muerta' (St 2, 17 ss.) y ociosa» (De iustificatione, cap. 7).

St 2, 18. El Apóstol subraya con fuerza el contrasentido que encierra una fe desprovista de obras. «A la verdad de fe pertenece -explica Santo Tomás- no sólo la creencia del corazón, sino la manifestación externa, que se hace tanto con palabras por las cuales se confiesa esa fe, cuanto con hechos por los que uno muestra sus creencias» (S.Th. II-II, q. 124, a. 5).

St 2, 19. Santiago llega a comparar la fe que no se manifiesta en obras con la de los demonios. Estos también creen, obligados de alguna manera por la evidencia de las señales -milagros y profecías, por ejemplo- que acompañan a la doctrina cristiana (cfr. S.Th. II-II, q. 5, a. 2). Pero esa fe no les salva; al contrario, les hace temblar, al recordarles la justicia divina y su castigo eterno.
Comentando este versículo, San Beda enseña que una cosa es creer a Dios, otra creer en Dios, y otra creer tendiendo hacia Dios (credere in illum): «Creerle es creer que son verdaderas las cosas que dice. Creer en Él es creer que es Dios. Creer tendiendo hacia Él es amarle. Creer que es verdad lo que dice pueden hacerlo muchos, también los malos; creen que es verdad y no quieren practicarlo, porque son perezosos para obrar. Creer que Él es Dios, también los demonios pudieron. Pero creer tendiendo hacia Dios, es propio de los que aman a Dios, que no son cristianos sólo por el nombre, sino también por las obras y por la vida. Porque sin amor la fe es inútil. Con amor, es la fe del cristiano; sin amor, la fe del demonio» (Super Iac expositio, ad loc.).

St 2, 20-26. Los dos ejemplos tomados del AT -Abrahán y Rahab- resultarían muy familiares a los primeros destinatarios de la carta, cristianos procedentes del judaísmo, buenos conocedores de la Escritura.
El patriarca Abrahán es modelo de fe (cfr. sobre todo Hb 11, 8 ss.). Santiago resalta que la fe del Patriarca se pone de manifiesto en sus obras (v. 22), de manera que está dispuesto a sacrificar a su propio hijo cuando Dios, para probarle, se lo ordena (cfr. Gn 22, 1 ss.). El texto de Gen 15, 6 citado aquí (v. 23) es utilizado también por San Pablo en su argumentación contra los judaizantes, para mostrar que la justificación primera viene por la fe, y no por las obras de la Ley mosaica (cfr. Rm 4, 1-25; Ga 3, 6-9): es decir, Abrahán quedó justificado desde el momento en que creyó a Dios; sus obras no hubieran tenido valor sin esa referencia directa al Señor. En Abrahán, como en todo cristiano consecuente, la fe y las obras van perfectamente compenetradas: éstas ponen de manifiesto la fe, que a su vez inspira y lleva a cabo las obras (vv. 22.24).
El episodio de Rahab (v. 25) se narra en el libro de Josué (Jos 2, 1-21; Jos 6, 17-25): esta mujer, que vivía entre los cananeos, salvó la vida a dos exploradores israelitas enviados por Josué a Jericó, y a cambio fue salvada ella y su familia cuando los israelitas tomaron la ciudad. Sus obras ponían de manifiesto su fe (cfr. Jos 2, 9-14; Hb 11, 31), y le sirvieron no sólo para salvar su vida y ser incorporada al pueblo de Israel, sino que será una de las cuatro mujeres extranjeras que se mencionan en el Evangelio, formando parte de la genealogía del Señor (cfr. Mt 1, 5).
Con el ejemplo de estas dos personas, queda claro que Dios llama a la fe a todos los hombres, y que todos pueden y deben ponerla de manifiesto con un comportamiento ejemplar.

St 2, 22-24. El Magisterio de la Iglesia remite a estos versículos cuando enseña que la justificación recibida gratuitamente en el Sacramento del Bautismo, va cobrando aún más fuerza mediante la correspondencia del cristiano a la gracia, que se manifiesta en la observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Así, los justificados «crecen en la misma justicia, recibida por la gracia de Cristo, 'cooperando la fe, con las buenas obras' (St 2, 22), y se justifican más, conforme está escrito: 'El que es justo, justifíquese más' (Ap 22, 11), (…) y de nuevo: 'Ya veis que el hombre queda justificado por las obras, y no por la fe solamente' (St 2, 24)» (De iustificatione, cap. 10).

St 2, 23. «Le fue contado como justicia». Con estas palabras de Gen 15, 6, explica San Pablo (cfr. Ga 3, 6 y nota) que alcanzan la justificación no sólo los descendientes de Abrahán, sino todos los que creen la palabra divina, sean o no judíos; Santiago, desde otra perspectiva, cita este texto para enseñar que la fe de Abrahán le hizo justo, es decir, santo. Ambas enseñanzas son complementarias. En efecto, Abrahán creyó en la promesa divina de que sería padre de un pueblo numeroso, a pesar de su ancianidad y de la esterilidad de su esposa; pero esa fe se fortaleció y manifestó al superar la prueba, es decir, al obedecer al mandato divino de sacrificar a su único hijo, sin poner en duda la promesa anterior. Lo mismo ocurre con el cristiano: la fe inicial se fortalece en la obediencia a los mandamientos, y así alcanza la santidad.
«Amigo de Dios»: Este título entrañable se da a Abrahán también en otros pasajes de la Sagrada Escritura (Is 41, 8; Dn 3, 35), y es el mismo que el Señor da a los Apóstoles: «Os he llamado amigos» (Jn 15, 15). No son casos excepcionales, porque Dios llama a todos a su amistad, desea tener con cada uno la misma intimidad que con Abrahán y los Apóstoles: No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres (Es Cristo que pasa, nn. 113).

St 2, 26. Al hablar del «espíritu», Santiago se está refiriendo al «soplo vital», es decir, a lo que nosotros entendemos por respiración. De esta forma, puede comprenderse mejor la comparación que, como todas las de la carta, resulta muy gráfica: la vida se percibe por la respiración, y si falta ésta no hay vida en el cuerpo, es un cadáver; de manera semejante, la fe viva se manifiesta en las obras, especialmente en las de la caridad.
«Así como del movimiento del cuerpo conocemos su vida -explica San Bernardo-, así también conocemos la vida de la fe por las buenas obras. Porque la vida del cuerpo es el alma, por la cual se mueve y siente, y la vida de la fe la caridad, por la cual obra, según lo que dice el Apóstol: 'La fe que actúa por la caridad' (Ga 5, 6). Por lo que, resfriándose la caridad, muere la fe, así como muere el cuerpo apartándose de él el alma. Tú, pues, si vieres a un hombre animoso en las buenas obras y alegre en el fervor de su conducta, no dudes que la fe vive en él, porque tienes argumentos irrebatibles de su vida» (Sermón 2 en el Santo día de la Pascua, 1).

St 3, 1-18. Este capítulo supone un cambio aparentemente brusco. En realidad, los temas abordados en la carta a partir de aquí son aplicaciones concretas del principio enunciado en la sección anterior, casos prácticos de un comportamiento coherente con la fe. En primer lugar, el dominio de la lengua y la prudencia en el hablar: después de advertir los peligros que acechan a los maestros (vv. 1-2), se denuncian los pecados que la lengua puede acarrear (vv. 2-12). A continuación, se describen las cualidades de la verdadera y la falsa sabiduría (vv. 13-18).

St 3, 1-2. Santiago señala la responsabilidad que conlleva el estar constituido en autoridad, porque quien enseña, además de tener que responder de su propia conducta ante el juicio de Dios, tiene también una cierta responsabilidad respecto de las acciones de sus discípulos. Por esta razón, la Iglesia ha urgido siempre la oración por quienes tienen el encargo de ser guías de sus hermanos: «No dejen de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos (cfr. Hb 13, 17)» (Lumen gentium, 37).
«Todos caemos con frecuencia»: En la Sagrada Escritura se señala repetidamente la condición pecadora del hombre, y la frecuencia con que ofende a Dios (cfr., p. ej., Sal 19, 13; Sal 51, 3 ss.; Pr 20, 9; 1Jn 1, 8). El Conc. de Trento recuerda estas palabras de Santiago cuando enseña que el hombre no puede en su vida entera evitar todos los pecados veniales, «si no es por privilegio especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia» (De iustificatione, can., 23; cfr. cap. 16).
Los grandes santos, que son a la vez los grandes maestros, han podido llegar a serlo porque han sabido reconocerse pecadores: «Te amaré, Señor -exclama San Agustín-, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías (…). ¿Qué pecados realmente no pude cometer yo, que amé gratuitamente el crimen? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de cometer por tu favor (…). Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y que yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido curado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas» (Confesiones, II, 7, 15).

St 3, 2-12. El autor sagrado se fija en los pecados de la lengua, posiblemente por su frecuencia. La Sagrada Escritura, especialmente los libros sapienciales, se refiere en repetidas ocasiones a estos pecados (cfr., p. ej., Pr 10, 11-21; Si 5, 9-15; Si 28, 13-26).
El hilo del discurso de Santiago abarca tres puntos: en sentido positivo, a modo de resumen de todo lo que sigue, afirma: «Si alguno no peca de palabra, ése es un hombre perfecto» (v. 2). En segundo lugar, explica la virulencia de la lengua, con tres comparaciones gráficas, como es usual en esta carta (vv. 3-6). Finalmente, recomienda dominar la lengua, pues, de lo contrario, acarreará daños irreparables (vv. 7-12).
«Hombre perfecto» (v. 2): No significa que no pueda cometer otros pecados; indica que sujetar la lengua lleva consigo el dominio de sí mismo, y es un síntoma claro de la resistencia frente a las demás tentaciones.

St 3, 3-6. Los tres ejemplos, muy sencillos y fáciles de entender, utilizados también por autores de la antigüedad greco-latina y judía profana, explican cómo una causa pequeña -la brida del caballo, el timón del barco, un fuego incipiente- es capaz de producir unos resultados desproporcionadamente grandes: de manera semejante la lengua tiene una influencia enorme en la vida.
El Catecismo Romano, recordando estas enseñanzas, dice: «En estas palabras se nos advierten dos cosas: primera, que se halla muy extendido este vicio de la lengua (…). La segunda cosa es que de ahí proceden males sin cuento, porque muchas veces, por culpa de una lengua murmuradora, se han perdido el patrimonio, la honra, la vida y la salud del alma, tanto del que es ofendido, porque no puede sufrir con paciencia las injurias y desea vengarse furiosamente, como del que ofende, porque impedido por una mala vergüenza y por la falsa creencia de cierta dignidad, no es ya capaz de dar satisfacción a quien ha sido ofendido» (III, 9, 1). No debe olvidarse que, cuando se lesiona injustamente la buena fama del prójimo, hay obligación de reparar, poniendo los medios para devolverle su buen nombre.
¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos una piedra si tienes los ojos vendados?
-Tampoco sabes el perjuicio que puedes producir, a veces grave, al lanzar frases de murmuración, que te parecen levísimas, porque tienes los ojos vendados por la desaprensión o por el acaloramiento
(Camino, 455).

St 3, 6. Por medio de estas expresiones tan gráficas. Santiago subraya que una lengua no dominada puede convertirse en un foco abundante de malicia, que infeccione toda la vida de una persona. Resalta así que la lengua, tan útil en si misma, puede ser tremendamente perniciosa. No es de extrañar, por tanto, que sea utilizada perversamente por los enemigos de nuestra santificación: Y aunque su voz suene a campana rota -enseña San Josemaría Escrivá-, que no está fundida con buen metal y es bien diferente del silbido del pastor, rebajan la palabra, que es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios, regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el Señor y con sus criaturas, hasta hacer que se entienda por qué Santiago dice de la lengua que es 'un mundo entero de malicia' (St 3, 6). Tantos daños puede producir: mentiras, denigraciones, deshonras, supercherías, insultos, susurraciones tortuosas (Amigos de Dios, 298).

St 3, 9-12. Con nuevos ejemplos, también muy sencillos y familiares, el autor sagrado sigue urgiendo la necesidad de tener bien dominada la lengua. La experiencia enseña que tan pronto es utilizada para el bien como para el mal. El cristiano debe conseguir que su palabra sea únicamente de bendición, puesto que su corazón también debe estar inclinado sólo al bien. Por otra parte, el mal uso de la lengua es síntoma de la perversión del corazón, ya que -como advierte el Señor- «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34).

St 3, 13-18. Estos versículos exponen las cualidades de la sabiduría cristiana (cfr. St 1, 5). Tras una exhortación a mostrarla en las obras (v. 13), recrimina las manifestaciones de la falsa sabiduría (vv. 14-16) y explica las cualidades de la verdadera (vv. 17-18).
También San Pablo distingue entre la sabiduría del mundo -la del hombre, cuando se desvía de su recto fin- y la de Dios, que encuentra su culminación en la Cruz (cfr. 1Co 1, 18-1Co 3, 3 y notas correspondientes). Santiago pone especial atención en los frutos prácticos de la sabiduría que procede de Dios, que se reflejarán fundamentalmente en la mansedumbre, la misericordia y la paz.
En cambio, el celo amargo, las rivalidades y las rencillas son reflejo de una falsa sabiduría: «terrena», porque rechaza lo trascendente y sobrenatural; «meramente natural» (psíquica, en el original griego), propia de hombres que actúan según sus facultades humanas heridas por el pecado original, privados del Espíritu Santo (cfr. notas a 1Co 2, 14-16; Judas 1, 19-20); «diabólica», en cuanto que la conducta de esos hombres está inspirada por el demonio, que es envidioso (cfr. Sb 2, 24), «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44).

St 3, 18. La traducción palabra por palabra, que resulta menos comprensible en castellano, sería: «El fruto de la justicia es sembrado con paz entre aquellos que promueven la paz». Es decir: los «pacíficos» de las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 6 y nota correspondiente) crean a su alrededor un ambiente propicio para el desarrollo de la justicia y la santidad, y resultan ellos mismos beneficiados de los efectos de la paz que siembran. «Porque la paz, enseña el Papa Juan XXIII, no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido» (Pacem in terris, n. 165).
«El fruto de la justicia» equivale a la justicia misma: es la conformidad con la ley evangélica, manifestada en las buenas obras, reflejo de la auténtica sabiduría. El pasaje recuerda a Is 32, 17-18: «La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad perenne. Así, mi pueblo morará en apacible mansión, en moradas seguras y en tranquilos parajes».
Todo cristiano que se esfuerza por vivir de acuerdo con su vocación realiza una siembra de santidad y justicia llena de paz: En la misma trama de las relaciones humanas -enseña el Fundador del Opus Dei-, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo 'pasó haciendo el bien' (Hch 10, 38) por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz (Es Cristo que pasa, nn. 166).

St 4, 1-St 5, 6. En contraste con la paz que poseen y difunden a su alrededor quienes practican la verdadera sabiduría (cfr. St 3, 17-18), se observan entre los cristianos frecuentes discordias y alteraciones que dificultan y perturban la convivencia. Santiago reprocha duramente esos desórdenes, haciendo notar que su origen fundamental está en la ambición -«raíz de todos los males», la llama San Pablo (1Tm 6, 10)- y en sus diversas manifestaciones.
Comienza así un nuevo bloque de enseñanzas: son advertencias dirigidas a los diversos grupos que forman la comunidad cristiana, censurando las desviaciones morales más graves, reflejo de los desacuerdos con la fe profesada. En primer lugar, la discordia (vv. 1-12); después la jactancia presuntuosa en la propia capacidad (vv. 13-17); por último, la injusticia de los ricos que oprimen a los más débiles (St 5, 1-6).
Al reprochar la discordia y la desunión entre los fieles (vv. 1-12), se enumeran las causas principales: la codicia y la envidia (vv. 1-3); el amor desordenado a las cosas del mundo, el orgullo y la soberbia (vv. 4-10); y, como resultado, la murmuración y la maledicencia (vv. 11-12).

St 4, 1. «Guerras» y «peleas» designan hiperbólicamente los altercados y las disidencias que se producían entre aquellos cristianos. «Pasiones»: como en otros lugares del NT tiene el sentido de concupiscencia, hedonismo, placer (cfr. v. 3; Lc 8, 14; Tt 3, 3; 2P 2, 13), tendencias de las pasiones desordenadas.
Santiago señala que cuando uno no lucha como debe contra sus inclinaciones, el desorden interior se manifiesta en el desorden exterior -riñas y altercados-. En el NT se habla con frecuencia de la lucha que se libra en el interior de cada hombre, y de la que depende su salvación (cfr., p. ej., Mt 11, 12; Rm 7, 14-25; 1P 2, 11).
¿Cómo vas a tener paz, si te dejas arrastrar -contra los 'tirones' de la gracia- por esas pasiones, que ni siquiera intentas dominar?
El cielo empuja hacia arriba; tú -¡sólo tú: no busques excusas!-, para abajo… – Y de este modo te desgarras
(Surco, 851).

St 4, 2-3. Algunos comentaristas, dado que el texto original nos ha llegado sin puntuación, piensan que la lectura más lógica sería: «¿Codiciáis y no tenéis? Matáis. ¿Os devora la envidia y no podéis conseguir nada? Lucháis y hacéis la guerra»; de esta forma sería más claro el paralelismo de las frases. En cualquier caso, lo que pretende Santiago es describir el lamentable estado a que conduce el hedonismo desenfrenado, y, más concretamente, la codicia de bienes terrenos.
«No obtenéis, porque pedís mal»: «Pide mal, el que despreciando los mandamientos del Señor, desea de Él beneficios celestiales. Pide mal también el que, habiendo perdido el amor de las cosas celestiales, sólo busca recibir bienes terrenales, y no para el sustento de la fragilidad humana, sino para que redunde en el libre placer» (Super Iac expositio, ad loc.).

St 4, 4-6. El autor sagrado advierte que el amor desordenado al mundo, consecuencia de la ambición, es incompatible con el amor a Dios. «Mundo» tiene aquí el sentido de enemigo de Dios, contrario a Cristo y a sus seguidores (cfr. nota a St 1, 26-27). La enseñanza de estos versículos suena como un eco de la de nuestro Señor Jesucristo: «Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6, 24).
Los santos han recordado con frecuencia -tanto con su vida como con sus enseñanzas- que el amor desordenado del mundo es incompatible con el amor a Dios: «Dos amores hicieron dos ciudades, enseña San Agustín: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial» (De civitate Dei, XIV, 28).
«Almas adúlteras»: El original griego dice sencillamente «adúlteras», y la Neovulgata «adúlteros». Pensamos que nuestra traducción recoge fielmente el pensamiento del autor sagrado. En efecto, en este apostrofe resuena la figura -tantas veces utilizada por los profetas (cfr., p. ej., Os 1, 2 ss.; Jr 3, 7-10; Ez 16, 1 ss.)- de los esponsales entre Dios y su pueblo, sellados con la Alianza. Santiago, por tanto, no se refiere al pecado de adulterio, sino que increpa a quienes por el amor desordenado de los bienes de esta tierra son infieles a Dios.

St 4, 5. Este versículo resulta muy difícil de traducir por las diversas interpretaciones que admite el original griego, y porque la cita no se encuentra literalmente en la Biblia. La traducción, palabra por palabra, sería: «Celosamente ama el espíritu que habita en nosotros». No aparece con claridad quién es el que «ama», si Dios o el espíritu; por otra parte, «el espíritu» puede referirse al alma o al Espíritu Santo; e incluso el celo puede entenderse como bueno o como algo malo, equivalente a la envidia. Teniendo en cuenta estas posibilidades, nuestra traducción es coherente con el resto de la carta, y coincide con la Neovulgata.
Aunque en la Sagrada Escritura no aparece esta cita literalmente, es posible que Santiago se refiera no tanto a un pasaje concreto, como a la idea repetida con frecuencia en la Biblia de presentar a Dios como un amante celoso (cfr., p. ej., Ex 20, 5; Ex 34, 14; Za 1, 14; Za 8, 2), que no permite componendas en la correspondencia a su amor. Resulta entrañable este inmenso amor de Dios a los hombres, manifestado en términos tan humanos. San Alfonso María de Ligorio enseña: «Como Él nos ama con infinito amor, quiere todo nuestro amor, y por ello está celoso cuando ve que otros participan de corazones que Él quiere por entero para sí. 'Celoso es Jesús', decía San Jerónimo (Epístola 22), por lo que no quiere que amemos otra cosa fuera de Él. Y si ve que alguna criatura tiene parte en su corazón, en cierto sentido le tiene envidia, como escribe el Apóstol Santiago, porque no sufre tener rivales en el amor, sino que Él solo quiere ser amado» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 11).

St 4, 6. El autor sagrado sale al paso del posible retraimiento que las exigencias del amor celoso de Dios podrían provocar en alguno: el Señor nunca pide imposibles, y da toda la gracia necesaria para llevar a cabo lo que pide. «Toda mi esperanza, exclamaba San Agustín, no estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29, 40).
Sin embargo, sólo los humildes reciben esa gracia y da fruto en ellos. Los soberbios, llenos de amor a sí mismos, ni siquiera captan la necesidad de la gracia, y no la piden, o la piden mal. La segunda parte del versículo es una cita literal de Pr 3, 34 (según la versión griega de los Setenta): se observa la forma poética, con el característico paralelismo antitético de la versificación hebrea. San Agustín, explicando que los textos de la Biblia donde se refieren pecados de grandes hombres, fomentan la humildad en los lectores, comenta que «casi no hay página alguna en los libros sagrados en la cual no resuene que 'Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia'» (De doctrina christiana, III, cap. 23, 33).

St 4, 7-10. Se señalan algunos remedios contra la soberbia: fundamentalmente se requiere una profunda y sincera conversión, que exige comenzar por la humildad de reconocerse pecadores y necesitados de purificación. El tono de estos versículos recuerda las recriminaciones de los profetas del AT al pueblo de Israel por sus infidelidades a Yahwéh.
Para acercarse a Dios el pecador debe purificarse. La limpieza de las manos (v. 8) ha de entenderse no en el sentido material de las abluciones de los judíos (cfr. Ex 30, 19-21; Mc 7, 1-5), sino en un sentido moral de purificación de los pecados y rectitud en las acciones, como aparece también en otros pasajes de la Biblia (cfr., p. ej., Is 1, 15-17; 1Tm 2, 8). De todos los posibles actos de purificación y conversión -por ejemplo el acto penitencial de la Misa, una peregrinación o el ayuno- «ninguno es más significativo, recuerda el Papa Juan Pablo II, ni divinamente más eficaz, ni más elevado y al mismo tiempo accesible en su mismo rito, que el sacramento de la Penitencia (…). Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliatio et Paenitentia, nn. 28 y 31. I).

St 4, 7. Cuando el hombre resiste las tentaciones del diablo, éste se aparta de él, porque no puede obligar al hombre a pecar. El Pastor de Hermas -obra escrita por un cristiano desconocido, a mediados del siglo II- abunda en la misma idea: «Convertíos, vosotros, los que andáis en los mandamientos del diablo, entre vicios intolerables, repelentes y salvajes, y no temáis al diablo, porque no hay en él fuerza alguna contra vosotros (…). El diablo sólo infunde miedo; pero este miedo no tiene eficacia ninguna. No le temáis, pues, y él huirá de vosotros (…). El diablo no puede dominar a los siervos de Dios que de todo corazón confían en Él; puede ciertamente combatirlos, pero no puede derrotarlos. Si, pues, le resistís, huirá de vosotros, vencido, lleno de vergüenza» (Mandamiento XII, 4, 6 y 5, 2).

St 4, 9. «Reconoced vuestra miseria»: El término griego incluye aquí un matiz subjetivo: sentirse o reconocerse miserable. «Reconocer el propio pecado, es más, -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad-, reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios» (Reconciliatio et Paenitentia, 13).
La aflicción y el llanto son la expresión sensible del arrepentimiento sincero (cfr. Mt 5, 4 y nota correspondiente; Tb 2, 6; Am 8, 10): ¿Lloras? -No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. -Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho.
Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual
(Camino, 216).

St 4, 11-12. Pensar mal del prójimo -juzgarlo- y difamarlo -hablar mal de él- es deshacer el mandamiento de la caridad, en el que se resumen la Ley y los Profetas (cfr. Mt 22, 34-40). Quien obra así, por tanto, ofende la Ley entera, como si quisiera erigirse en legislador, usurpando el lugar de Dios, supremo Legislador y Juez. En efecto, es a Dios a quien corresponde dar leyes, y -conforme a ellas- «salvar y perder», es decir, juzgar, para premiar o castigar.

St 4, 13-17. La presuntuosa confianza en la propia capacidad es una forma de soberbia, al olvidar que es Dios quien -con su Providencia- rige la existencia de los hombres. Santiago recuerda a aquellos hombres completamente absortos en sus negocios la caducidad de la vida humana (v. 14). Antes ya se había referido a este punto, utilizando la imagen de la flor del heno (cfr. St 1, 9-11); ahora lo hace con la de la fugacidad de la neblina, muy utilizada también en la Biblia (cfr., p. ej., Jb 7, 7-16; Sal 102, 4; Sb 2, 4). «La vida temporal es trabajosa -recuerda San Gregorio Magno-, más ligera que las fábulas, más rápida que un corredor, fluctuante por la inestabilidad y la debilidad; su vivienda está en casas de barro -es más, ella misma se contiene en barro-; nula es su fortaleza; nula la firmeza de su resolución; nulo el descanso de las turbaciones; nulo el reposo de los trabajos» (Exposición sobre los siete salmos penitenciales, Sal 109, Prol.).
Pero el abandono confiado en las manos de Dios que debe vivir el cristiano, no tiene nada que ver con la dejación irresponsable en el cumplimiento de los deberes o en la exigencia de los derechos.

St 4, 15. «Si el Señor quiere»: Esta misma expresión aparece en otros lugares del NT. Concretamente, San Pablo emplea las mismas palabras (cfr. 1Co 4, 19), u otras similares, al hablar de sus planes futuros (cfr., p. ej., Hch 18, 21; Rm 1, 10; 1Co 16, 7). Se trata de un dicho que ha pasado al lenguaje popular cristiano, y es muestra de abandono y confianza en Dios, y de sometimiento a la Providencia divina.

St 4, 17. Como en otros lugares de su carta, Santiago termina el pasaje con un aforismo general (cfr. St 1, 12; St 2, 13; St 3, 18). En este caso, insiste en la necesidad de manifestar con obras la fe y la buena doctrina (cfr. St 2, 14-16): lo hace con una advertencia sobre los pecados de omisión. Una vez más, las palabras del autor sagrado dejan traslucir las enseñanzas del Maestro: «El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, será muy azotado» (Lc 12, 47).

St 5, 1-6. El autor sagrado reprende de nuevo (cfr. St 2, 5-7) con extraordinaria severidad y energía los abusos de los ricos. Con un tono que recuerda a los Profetas (cfr., p. ej., Is 3, 13-26; Am 6, 1 ss.; Mi 2, 1 ss.), reprueba su soberbia, vanidad y avaricia (vv. 2-3), y su entrega a los placeres (v. 5); a la vez les advierte la proximidad del juicio de Dios (vv. 3.5). La exhortación inicial -«llorad a gritos»- constituye una vehemente llamada al arrepentimiento.
Ha sido una constante enseñanza de la Iglesia el deber de eliminar las injustas desigualdades entre los hombres, recriminadas con frecuencia en la Sagrada Escritura. El Concilio Vaticano II apremia a constituir una sociedad más justa, solidaria y fraterna: «Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad, hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales» (Gaudium et spes, 66).
Quienes poseen bienes materiales en abundancia han de utilizarlos en servicio de los demás hombres. A este respecto, la Iglesia enseña que «tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo el bien común (…). El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con miras al bien común. Está subordinado al principio superior del destino universal de los bienes» (Libertatis conscientia, n. 87).

St 5, 2-3. La avaricia, el afán desordenado de bienes materiales, es uno de los pecados capitales. El avaro ofende con su conducta la justicia y la caridad, y pierde la sensibilidad para las necesidades del prójimo, buscando codiciosamente atesorar nuevas riquezas para sí. «Si estáis inclinados a la avaricia, recuerda San Francisco de Sales, pensad con frecuencia en la locura de este pecado, que nos hace esclavos de lo que ha sido creado para servirnos; pensad que a la muerte, en todo caso, será menester perderlo todo, dejándolo a quien, tal vez, lo malversará o se servirá de ello para su ruina y perdición» (Introducción a la vida devota, IV, cap. 10).
También el Señor habla de la polilla y de la herrumbre que corroen los tesoros de la tierra, enseñando que el verdadero tesoro son las buenas obras y la conducta recta, que recibirán de Dios un premio eterno en el Cielo (cfr. Mt 6, 19-21).
«Habéis atesorado para los últimos días». Se refiere al día del juicio, igual que el v. 5: «Habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza» (cfr., p. ej., Is 34, 6; Jr 12, 3; Jr 25, 34). Cabría también traducir: «Habéis atesorado en los últimos días». En este caso se referiría a los días presentes, que desde la venida del Mesías se consideran ya los últimos, es decir, el inicio de la escatología. Ambas versiones son compatibles, pues las dos tienen presente la perspectiva del juicio.

St 5, 4. El fraude del salario estaba ya condenado en el AT (cfr., p. ej., Lv 19, 13; Dt 24, 14-15; Ml 3, 5). Es uno de los pecados que «claman al cielo», porque están como exigiendo con urgencia un castigo ejemplar; lo mismo afirma la Escritura del homicidio (cfr. Gn 4, 10), la sodomía (Gn 18, 20-21) y la opresión de las viudas y huérfanos (Ex 22, 21-23).
La Iglesia ha recordado con frecuencia el deber de pagar al trabajador el salario justo: «La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común» (Gaudium et spes, 67).
«Señor de los ejércitos»: Es un atributo de Dios, frecuente en el AT, que pone especialmente de manifiesto su Omnipotencia, como Creador y Señor de todo el universo. Con esta expresión le aclamamos en el Sanctus de la Santa Misa: «Señor Dios del Universo» («Dominus Deus Sabaoth»).

St 5, 5. La descripción de la vida de esos ricos (vv. 2.3.5) recuerda la parábola del rico Epulón (cfr. Lc 16, 19 ss.). Y para quienes viven así, sirve especialmente la advertencia del Maestro: «Vigilad sobre vosotros mismos para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y no sobrevenga aquel día de improviso sobre vosotros» (Lc 21, 34).
Frente al hedonismo que condena el autor sagrado, el cristiano ha de sentir su responsabilidad en el justo desarrollo de la sociedad. «Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y la caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia, que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de pobreza.
»Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad» (Gaudium et spes, 72).

St 5, 6. «El justo»: Según San Beda se trata del Señor (cfr. Super Iac expositio, ad loc.), que es el justo por excelencia, designado así en otros pasajes de la Escritura (cfr., p. ej., Hch 3, 14; Hch 7, 52). Esta aplicación resulta coherente, dado que en los más necesitados ha de verse al propio Jesucristo (cfr. Mt 25, 31-45); ellos, con frecuencia, sufren los atropellos injustos de quienes no quieren reconocerles los derechos más elementales: «Pan escaso es la vida de los pobres. Privarles de él es como asesinarlos. Mata al prójimo quien le quita el sustento, y derrama sangre quien priva de su salario al jornalero» (Si 34, 21-22).
«Todos tienen derecho a una parte suficiente de bienes para sí y para sus familias. Así pensaban los Padres y Doctores de la Iglesia que enseñaban que los hombres estaban obligados a ayudar a los pobres, y no sólo con lo superfluo (…). Ante un número tan grande de hambrientos en el mundo, el Santo Concilio urge a todos, tanto a los particulares como a las autoridades, para que, recordando la frase de los Padres: 'Da de comer a quien muere de hambre, pues si no le diste de comer, le mataste', según las posibilidades de cada uno, de verdad repartan y empleen sus bienes, proporcionando ante todo a los individuos y a los pueblos los medios con los que ellos mismos se puedan ayudar y desarrollar» (Gaudium et spes, 69).

St 5, 7-11. A punto de terminar la carta, Santiago renueva la exhortación a la paciencia con que había comenzado (cfr. St 1, 2-St 4, 12), quizá porque los abusos de los ricos pueden despertar en algunos deseos de venganza. El autor sagrado acude a la parábola del labrador, que espera pacientemente obtener de la tierra los frutos de sus trabajos: de manera semejante deben ellos recibir los frutos de todos sus sufrimientos con la venida del Señor. Les anima además poniéndoles como ejemplo de vida sufrida y paciente a los profetas y a Job.
La esperanza cristiana y la consiguiente paciencia con que deben afrontarse las injusticias y las arbitrariedades que toca sufrir en la vida presente, no constituyen un recurso fácil ni una invitación a la pasividad. El cristiano debe trabajar con empeño por mejorar las condiciones de justicia y de paz en este mundo, pero sin convertir esos proyectos temporales en metas absolutas, olvidando la caducidad de la vida terrena. No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (…). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes (…). Urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano (Amigos de Dios, 210).

St 5, 7-9. Las palabras de Santiago ponen de manifiesto la conciencia tan viva que tenían los primeros fieles de que la vida cristiana debe ser una espera vigilante y esperanzada de la Parusía del Señor, ya que será el momento de nuestra redención completa (cfr. Lc 21, 28). Jesucristo no ha querido revelar el momento preciso de esta venida (cfr. Mt 24, 36), insistiendo en la necesidad de velar, para que nos encuentre preparados (cfr. Mt 24, 42.44; Mt 25, 13). En consecuencia, cada cristiano debe vivir a la espera de este acontecimiento seguro, aunque incierto en cuanto al momento. Éste es también el sentido de las afirmaciones del Apóstol: «La Venida del Señor está cerca», «el Juez está ya a la puerta», porque puede venir en cualquier momento.

St 5, 10-11. La vida de los profetas resulta ciertamente un modelo de paciencia y fortaleza ante las adversidades. De manera especial algunos de ellos -por ejemplo, Elías, Isaías, Jeremías- sufrieron grandes tribulaciones, por cumplir la misión que Dios les había confiado.
«Habéis visto el desenlace que el Señor le dio»: Según esta traducción, se refiere a que Job, superadas con paciencia las pruebas que el Señor permitió, recibió de Dios duplicados los bienes que había perdido (cfr. Jb 42, 10 ss.). Otra posible traducción de la frase sería: «Habéis visto el desenlace (o el fin) del Señor», y así lo interpretan San Beda y San Agustín, refiriéndolo al ejemplo de paciencia que ofrece Jesucristo con su Pasión y su muerte de Cruz. Sin embargo, la mayor parte de los comentadores prefieren la primera posibilidad, que, entre otras cosas, evita tener que dar a un mismo término -«Señor»-, que sale dos veces en el mismo versículo (v. 11), dos significados diferentes: Jesucristo y Dios Uno y Trino.

St 5, 11. «El Señor es entrañablemente compasivo y misericordioso». La Sagrada Escritura presenta con frecuencia al Señor como Dios de misericordia, utilizando para ello expresiones antropomórficas como «amor entrañable», «entrañas de misericordia», entendiendo éstas como sede de los afectos tiernos y casi maternales (cfr., p. ej., Ex 34, 6; Jl 2, 13; Lc 1, 78).
Santo Tomás, que insiste frecuentemente en que la omnipotencia divina resplandece de manera especial en la misericordia (cfr. S.Th. I, q. 21, a. 4; S.Th. II-II, q. 30, a. 4), enseña de modo gráfico y sencillo cómo en Dios la misericordia es abundante e infinita: «Decir de alguien que es misericordioso es como decir que tiene el corazón lleno de miserias, o sea, que ante la miseria de otro experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si se tratase de la propia, y éste es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias, entendiendo por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios» (S.Th. I, q. 21, a. 3).
En Cristo, enseña el Papa Juan Pablo II, se hace particularmente visible la misericordia de Dios: «Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente 'visible' como Padre 'rico en misericordia' (Ef 2, 4)» (Dives in Misericordia, 2).

St 5, 12. Esta exhortación es un eco casi literal de las palabras del Señor: «Sea, pues, vuestro modo de hablar: Si, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno» (Mt 5, 37). Los judíos de aquella época solían abusar del juramento, tanto por su frecuencia como por la casuística en torno a él (cfr. nota a Mt 5, 33-37); el Señor había salido al paso de esos abusos, y Santiago reitera la doctrina. Sin embargo, no se puede concluir que el juramento sea siempre malo: de hecho la misma Sagrada Escritura lo alaba cuando se hace con las debidas condiciones (cfr. Jr 4, 2), y San Pablo lo emplea alguna vez (cfr., p. ej., Rm 1, 9; 2Co 1, 23). De ahí que la Iglesia enseñe que es lícito e incluso honra a Dios cuando se hace por estricta necesidad y con verdad y justicia.
La fórmula de Santiago -«que vuestro Sí sea sí, y vuestro No sea no»- constituye un resumen de lo que debe ser la virtud de la sinceridad, tan agradable al Señor (cfr. Jn 1, 47), y fundamental en las relaciones humanas.

St 5, 13-18. Dentro de las recomendaciones finales, la dedicada a la oración es la más amplia. El autor sagrado enseña que es necesaria y eficaz contra la tristeza (v. 13); la oración de los presbíteros junto con la aplicación del óleo a los enfermos constituyen el Sacramento de la Unción de los enfermos (vv. 14-15); la oración mutua contribuye al perdón de los pecados (v. 16). Todo esto se avala con el ejemplo de la oración de Elías (vv. 17-18).

St 5, 13. El verbo griego que suele traducirse por «está triste alguno» incluye la idea de sufrir algún mal; de ahí que pueda considerarse la tristeza como una cierta enfermedad del alma.
San Beda comenta cuál debe ser la actitud del cristiano cuando se siente invadido por la «peste nociva» de la tristeza, cualquiera que sea su causa: «Acudiendo a la Iglesia, orad de rodillas al Señor, para que envíe la gracia de su consuelo, y no os absorba la tristeza del mundo, que produce la muerte (cfr. 2Co 7, 10)» (Super Iac expositio, ad loc.). La tristeza es un poderoso aliado del demonio, y uno de sus instrumentos más sutiles, para llevar el alma al pecado: hay que reaccionar prontamente contra ella.
Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados (Amigos de Dios, 92).

St 5, 14-15. El Magisterio de la Iglesia señala que, en estas palabras, es promulgado el Sacramento de la Unción de los enfermos. En efecto, el Concilio de Trento enseña solemnemente: «Esta sagrada unción de los enfermos fue instituida como verdadero y propio sacramento del Nuevo Testamento por Cristo nuestro Señor, insinuado ciertamente en Marcos (cfr. Mc 6, 13) y recomendado y promulgado a los fieles por Santiago Apóstol y hermano del Señor. (…) (St 5, 14 ss.). Por estas palabras, la Iglesia, tal como aprendió por tradición apostólica de mano en mano transmitida, enseña la materia, la forma, el ministro propio y el efecto de este saludable sacramento» (De Sacramento extremae unctionis, cap. 1; cfr. can., 1).
La materia es «el óleo bendecido por el obispo; porque la unción representa de la manera más apta la gracia del Espíritu Santo, por la que invisiblemente es ungida el alma del enfermo» (Ibid., cap. 1). Ciertamente en los pueblos antiguos, también entre los judíos (cfr. Is 1, 6; Jr 8, 21-22; Lc 10, 34), el aceite era muy apreciado por sus cualidades curativas, y de ahí deriva el simbolismo del signo sacramental. Pero Santiago no mira a los aspectos medicinales en el cuerpo, sino en el alma, como aparece en los efectos que menciona: «salvará al enfermo», los pecados «le serán perdonados». La Iglesia enseña expresamente que la unción representa la gracia del Espíritu Santo. El óleo de los enfermos es bendecido solemnemente por el Obispo en la Misa crismal; en caso de necesidad también puede ser bendecido por el sacerdote en el momento de administrar la Unción (cfr. Ordo Unctionis infirmorum, n. 21).
La forma del Sacramento es la oración que el sacerdote recita a la vez que unge al enfermo en la frente y en las manos. El texto de Santiago, por la construcción griega -«oren sobre él, ungiéndole»-, induce a pensar que ya desde el principio la oración y la unción se realizaban simultáneamente, y, por tanto, la fórmula «orar sobre» indica un gesto litúrgico.
En relación a la persona que puede administrar el sacramento, el Concilio de Trento -aludiendo a las palabras de la carta- afirma: «Se manifiesta allí que los ministros propios de este sacramento son los presbíteros de la Iglesia, por cuyo nombre en este pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes legítimamente ordenados por ellos, 'por medio de la imposición de las manos del presbiterio' (1Tm 4, 14)» (De Sacramento extremae unctionis, cap. 3; cfr. can., 4). En efecto, el término «presbítero» que utiliza Santiago sirve para designar también a personas ancianas; pero aquí -como en otros pasajes del NT (cfr., p. ej., Hch 11, 10; Hch 14, 23; Hch 15, 2; Hch 20, 17; 1Tm 5, 17-19)- se refiere claramente a los obispos y sacerdotes de la Iglesia.
En cuanto a los efectos, «la realidad y el efecto de este Sacramento se explican por las palabras: 'Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados' (St 5, 15). Porque esta realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo, excitando en él una gran confianza en la divina misericordia, por la que, animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio 'que acecha a su calcañar' (Gn 3, 15) y a veces, cuando convenga a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo» (Ibid., cap. 2; cfr. can., 2).
Por último, sobre el sujeto y el momento en que debe administrarse la Unción, las palabras de la carta apuntan a una enfermedad de cierta importancia, pues se pide a los presbíteros que acudan a la casa del enfermo. El Concilio Vaticano II, recordando que no es sólo para quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida, enseña que «es ciertamente momento oportuno para recibirla cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (Sacrosanctum concilium, 73). «Los pastores de almas y los familiares del enfermo, indica el Código de Derecho Canónico, deben procurar que sea reconfortado en tiempo oportuno por este sacramento» (can. 1501): hay que evitar, por tanto, retrasarlo indebidamente -por miedo a asustar o contristar-, procurando instruir a los enfermos «de modo que sean ellos mismos los que soliciten la Unción y (…) puedan aceptarla con plena fe y devoción de espíritu» (Ordo Unctionis infirmorum, n. 13).
Este Sacramento constituye una admirable manifestación de la misericordia divina, y del cuidado amorosísimo de Dios por cada alma: nuestro Redentor, «de igual modo que en los otros sacramentos preparó máximos auxilios con que los cristianos pudieran conservarse durante su vida íntegros contra todo grave mal del espíritu, así por el sacramento de la extremaunción reconfortó el final de la vida con una firmísima fortaleza. Porque, si bien nuestro adversario, durante todo la vida busca y toma ocasiones, para poder de un modo u otro devorar nuestras almas (cfr. 1P 5, 8), ningún tiempo hay, sin embargo, en que con más vehemencia intensifique toda la fuerza de su astucia para perdernos totalmente y derribarnos, si pudiera, de la confianza en la divina misericordia, como al ver que es inminente el término de la vida» (De Sacramento extremae unctionis, prol.).

St 5, 15. «Salvará al enfermo»: De las otras ocasiones en que Santiago utiliza el mismo verbo (cfr. St 2, 21; St 2, 14; St 4, 12; St 5, 20), se sigue que se refiere a la salvación del alma. Secundariamente, y en la medida que conviene para la salud espiritual, este Sacramento puede sanar también el cuerpo: parece evidente que el autor sagrado no pretende afirmar que siempre se producirá la salud corporal, como si recibir la Unción de los enfermos fuera una garantía de que no se va a morir. Lo que sí está claro es que, por la gracia sacramental, la persona enferma queda fortalecida para afrontar con sentido sobrenatural y alegría el trance de la enfermedad y de la muerte: «Nada es tan eficaz para una muerte serena como desechar la tristeza, esperar con espíritu alegre la venida del Señor y estar dispuesto a dar con gusto cuenta del depósito de nuestra fe, cuando le plazca reclamárnoslo. Así, pues, el sacramento de la Extremaunción hace que se vean libres las almas de los fieles de esta inquietud, y que rebose su corazón en santo y piadoso gozo» (Catecismo Romano, II, 6, 14).
«Si hubiera cometido pecados, le serán perdonados»: Si bien la Unción de enfermos es un sacramento de vivos -es decir: debe recibirse en gracia de Dios-, la doctrina católica, basándose en estas palabras, enseña que puede perdonar los pecados mortales del enfermo arrepentido que no haya podido confesarse previamente (cfr., p. ej., S.Th. Suplemento, q. 30, a. 1). De ahí la importancia de administrarlo a «aquellos enfermos que, aun habiendo perdido el uso de los sentidos y el conocimiento, se presume que, si tuvieran lucidez, pedirían, como creyentes que son, dicho sacramento» (Ordo Unctionis infirmorum, n. 14).

St 5, 16. «Confesaos, pues, unos a otros los pecados»: No parece posible precisar en qué consiste la confesión de que se habla aquí. Algunos, como San Agustín (cfr. In Ioann. Evang., 58, 5), interpretan estas palabras como referidas a una costumbre piadosa de confesarse mutuamente las faltas en un acto público de contrición, a la vez que rezaban los unos por los otros. En este sentido sería el origen del Acto penitencial con que comienza la Santa Misa. Otros, entre ellos Santo Tomás (cfr. S.Th. Suplemento, q. 6, a. 6), las aplican a la confesión sacramental: en ese caso habría que entender que ante quienes se hace la confesión es ante los presbíteros. San Beda, al comentar estas palabras, une las dos posibilidades distinguiendo entre los pecados veniales y los mortales: «En esta sentencia debe hacerse una distinción: que confesemos unos a otros iguales los pecados cotidianos y leves, y creamos ser salvados por su oración cotidiana. Pero manifestemos, según la ley, la inmundicia de la lepra más grave al sacerdote, y cuidemos de purificar del modo y por el tiempo que haya ordenado, según su arbitrio» (Super Iac expositio, ad loc.).
El Concilio de Trento, sin pretender definir su sentido, alude a este texto cuando enseña que es de derecho divino la confesión íntegra de los pecados mortales en el Sacramento de la Penitencia: «A partir de la institución del sacramento de la penitencia, ya explicada, la Iglesia universal entendió siempre que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados (cfr. St 5, 16; 1Jn 1, 9; Lc 17, 14), y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo, porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos a los sacerdotes (Mt 16, 19; Mt 18, 18; Jn 20, 23), como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieran caído los fieles de Cristo, de manera que por la potestad de las llaves pronuncien la sentencia de remisión o de retención de los pecados» (De Paenitentia, cap. 5).

St 5, 17-18. Como ejemplo palpable del poder de la oración, se menciona al profeta Elías, que con su oración logró que no lloviera durante un tiempo en Israel, y luego consiguió lluvias abundantes (cfr. 1R 17, 1-1R 18, 46; Si 48, 3).
El autor sagrado enseña así el inmenso poder de la oración, eficaz también para conseguir la ayuda de Dios en las necesidades materiales. Hay que tener en cuenta que la oración bien hecha identifica nuestra voluntad con la de Dios, que es omnipotente. Así lo han entendido siempre los Santos: «Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que piden sus gracias debidamente, afirma el Santo Cura de Ars. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, perseverar en la gracia, mover el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que se refiere a nuestras necesidades temporales» (Sermones escogidos, Quinto Domingo después de Pascua).

St 5, 19-20. La carta de Santiago termina con una alentadora llamada a la preocupación apostólica por quienes se desvían del buen camino. Se trata de una tarea de gran trascendencia, que hacía exclamar a Santa Teresa: «Cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen (…), pareciéndome que precia (Dios) más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer» (Libro de las Fundaciones, cap. 1, 7). El Concilio Vaticano II enseña que la preocupación apostólica deriva de la misma vocación cristiana, y compete por tanto a todos los fieles; y hablando del apostolado de los laicos, concreta que es «una participación en la misión salvífica de la Iglesia, y todos están directamente destinados a este apostolado por el Señor, en virtud del bautismo y de la confirmación» (Lumen gentium, 33).