La vocación cristiana. Encuentro, respuesta, fidelidad
El Evangelio está lleno de encuentros personales con Jesús: Juan y Andrés, Pedro, Mateo, Marta, María y Lázaro, Nicodemo, la samaritana. Estos relatos son mucho más que un recuerdo del pasado. Son episodios de una historia que sigue abierta, y llena de acción, también hoy. Aunque puede parecer difícil encontrarse con Jesús en medio de las prisas y la dispersión que nos rodean y nos invaden, de hecho su llamada sigue resonando en los corazones de los jóvenes. Es la que hace que, en el fondo de su corazón, sigan queriendo cosas grandes. «Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas» 1. Por eso, los cristianos seguimos anunciando, en pleno siglo XXI, que a Dios le importamos mucho: que nos quiere felices, y que cuenta con nosotros para hacer de su Amor la fuerza que mueve el mundo.
«¿Quién soy yo?» es una pregunta importante. Pero mucho más importante, nos dice el Papa Francisco, es esta otra: «¿para quién soy yo?» 2. Nuestra identidad tiene sus raíces en lo que hemos recibido, pero toma su forma sobre todo del amor al que dedicamos nuestra vida. Amando a Dios, dejándonos amar por Él, dando este amor a los demás… descubrimos quiénes somos. La serie de artículos que se recogen en este libro, escrito por sacerdotes que trabajan con gente joven, quiere ser una ayuda para hacer este descubrimiento. Con los primeros discípulos de Jesús, con las enseñanzas del Papa, de los santos, de san Josemaría 3, podemos profundizar en esa realidad perenne: Dios nos llama; «Él tiene un plan para cada uno: la santidad» 4.
El libro consta de tres grandes partes. En la primera se recogen tres artículos que presentan, en un marco amplio, la realidad de la llamada de Dios y del encuentro con Él. La segunda parte es más extensa: presenta distintos caminos vocacionales y se detiene en algunos aspectos del discernimiento de la propia vocación. Finalmente, la tercera parte está dirigida a aquellas personas que llevan ya algunos años siguiendo al Señor; es una invitación a contemplar, con memoria agradecida, la belleza de una vida siguiendo a Cristo.
San Josemaría recordaba cómo, con apenas dieciséis años, descubrió que el corazón le pedía «algo grande y que fuese amor» 5. Ojalá también nosotros podamos descubrir y redescubrir –porque el amor es siempre joven, siempre sorprendente– algo grande y que sea amor.
Borja de León
«Al día siguiente estaban allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: –Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: –¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: –Rabbí – que significa: "Maestro"–, ¿dónde vives? Les respondió: –Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1, 35-39). Los protagonistas de esta escena del Evangelio debieron transmitir su recuerdo con gran emoción. Se trataba del momento más importante de sus vidas: el día en que se encontraron, por primera vez, con Jesús de Nazaret.
En realidad, encontrarse con Cristo es la experiencia decisiva para cualquier cristiano. Benedicto XVI lo señaló con fuerza al inicio de su pontificado: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» 6. Es muy revelador el hecho de que el Papa Francisco haya querido recordárnoslo también desde el comienzo: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso» 7. En estas páginas queremos seguir esa invitación, siguiendo las huellas del apóstol más joven: san Juan.
El cuarto Evangelio resume con una hermosa frase la identidad del joven Juan: él era «el discípulo al que Jesús amaba». Con eso, en realidad, estaba todo dicho: Juan era alguien a quien Jesús amaba. A la vuelta de los años, esa convicción no se apagaría, sino que se haría aún más fuerte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (1Jn 4, 10). Sin duda, esa seguridad en el Amor que el Señor le tenía es lo que le hizo capaz de conservar, hasta el final de sus días, una alegría profunda y contagiosa. La misma que se respira en su Evangelio. Todo empezó aquel día, a orillas del Jordán.
Y nosotros, ¿hemos experimentado un encuentro tan familiar como el del joven apóstol? Incluso si somos cristianos desde hace ya muchos años y llevamos toda la vida rezando, es bueno que nos detengamos un momento a pensar: «Para mí, ¿quién es Jesucristo? ¿Qué supone Jesucristo en mi vida real, hoy y ahora?» 8. Con esta consideración podemos calibrar cómo es nuestra fe. «Pero antes de esta pregunta, hay otra en cierto sentido más importante, inseparable y previa (…): ¿Quién soy yo para Jesucristo?» 9.
Ante estas preguntas, no es extraño que nos quedemos un poco perplejos: ¿Quién soy yo para Jesucristo? ¿Quién soy? ¿Una criaturilla? ¿Un producto de la evolución? ¿Un humano más… que tiene que cumplir sus mandamientos? ¿Cómo me ve Jesús? Resulta iluminante, en estas situaciones, mirar a los santos. En una ocasión en que le preguntaron algo parecido, san Juan Pablo II, contestó: «Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad»10. Lo que él mismo había descubierto –lo que han descubierto todos los santos– es lo mucho que le importamos a Dios. No somos una criaturilla, un siervo que está sin más en el mundo para hacer lo que Él quiera. Somos amigos de verdad. Todo lo nuestro le importa, y por eso se preocupa de nosotros y nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, aunque muchas veces no lo notemos.
Todo esto no es una exageración. Jesús mismo dijo a sus apóstoles: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos… A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15, 13-15). Son palabras actuales: Jesucristo «vive y os lo dice a vosotros ahora. Escuchad esta voz con gran disponibilidad; tiene algo que deciros a cada uno»11. ¿Quién soy entonces yo para Jesucristo? Soy su amigo, al que quiere con el amor más grande; soy un latido de su corazón. Así soy yo para Él, y eso lo cambia todo: «Si alcanzas a valorar con el corazón la belleza de este anuncio y te dejas encontrar por el Señor; si te dejas amar y salvar por Él; si entras en amistad con Él y empiezas a conversar con Cristo vivo sobre las cosas concretas de tu vida, esa será la gran experiencia, esa será la experiencia fundamental que sostendrá tu vida cristiana. Esa es también la experiencia que podrás comunicar a otros jóvenes»12.
El 29 de mayo de 1933, un joven estudiante de Arquitectura acudió por primera vez a conversar con san Josemaría. Se llamaba Ricardo Fernández Vallespín. Muchos años después, recordaba: «El Padre me habló de las cosas del alma…; me aconsejó, me animó a ser mejor… Recuerdo perfectamente, con una memoria visual, que antes de despedirme, el Padre se levantó, fue a una librería, cogió un libro que estaba usado por él y en la primera página puso, a modo de dedicatoria, estas tres frases: «¡Que busques a Cristo! ¡Que encuentres a Cristo! ¡Que ames a Cristo!»13. En aquella conversación, también san Josemaría quiso empezar por lo más importante: el encuentro personal con el Señor.
El apóstol Juan se puso a buscar a Cristo, aun sin saber exactamente a quién buscaba. Sí sabía que buscaba algo que llenara su corazón. Tenía sed de una vida plena. No le parecía suficiente vivir para trabajar, para ganar dinero, para hacer lo mismo que todos… sin ver más allá del horizonte de su pequeña comarca. Tenía un corazón inquieto, y quería saciar esa inquietud. Por eso fue tras el Bautista. Y fue precisamente estando con él cuando Jesús pasó por su lado. El Bautista le indicó: «Este es el Cordero de Dios»; y él y su amigo Andrés, «al oírle hablar así, siguieron a Jesús» (Jn 1, 36-37).
¿Qué podemos hacer nosotros para seguir los pasos del joven apóstol? Primero, escuchar nuestro corazón inquieto. Hacerle caso cuando se muestre insatisfecho, cuando no le baste una vida mundana, cuando desee algo más que las cosas y las satisfacciones de la tierra. Y acercarnos a Jesús. De hecho, tal vez lo hemos tenido, en cierto sentido, más fácil que Juan. Muchas personas nos han indicado ya dónde está Jesús: «aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros, conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo»14. Por eso, lo que podemos hacer ahora es buscarle: «Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»15.
Cuando Juan y Andrés comenzaron a seguir a Jesús aquella primera vez, la situación debió ser un poco embarazosa para ellos. Se habían puesto en camino detrás de aquel hombre, pero ¿cómo le iban a abordar? No es muy convencional parar a alguien y preguntarle: «¿Eres tú el Cordero de Dios?» Sin embargo, eso les había dicho el Bautista y, en realidad, era lo único que sabían de Él… Quizá estaban deliberando entre ellos qué podían hacer cuando Jesús mismo, «viendo que le seguían, les preguntó: –¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38).
Al Señor le conmueven los corazones jóvenes, inquietos. Por eso, cuando le buscamos sinceramente, Él mismo se hace el encontradizo de la manera más inesperada. San Josemaría recordó toda la vida su primer encuentro personal e imprevisto con Jesús. Él era entonces un adolescente, con un corazón que bullía de proyectos e ideales. Tras una fuerte nevada, que había cubierto las calles de su ciudad con un denso manto blanco, salió de casa. Descubrió al poco, sorprendido, el rastro de unos pies descalzos sobre la nieve. Las huellas le llevaron hasta un fraile que iba camino de su convento. Aquello le impresionó profundamente. «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, –se dijo– ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?»16.
Ese día, igual que Juan y Andrés, el joven Josemaría fue tras los pasos del Señor, que se hacía presente, esta vez, en unas huellas en la nieve. Muchas otras personas quizá también vieron aquellas huellas, pero para aquel joven fueron un signo inequívoco de que Jesús quería entrar en su vida. Después, su reacción fue muy similar a la de aquellos primeros amigos de Jesús. «Ellos le dijeron: –Rabbí –que significa: "Maestro"–, ¿dónde vives? Les respondió: –Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1, 38-39).
Descubrir que alguien nos ama despierta en nosotros un deseo enorme de conocerle. Darnos cuenta de que hay alguien a quien le importamos, que hay alguien que nos está esperando, y que tiene la respuesta a nuestros anhelos más profundos, nos lleva a buscarle. A través de aquellas huellas, Dios quiso que san Josemaría cayera en la cuenta de que «llevaba ya, metida muy dentro, "una inquietud divina", que renovó su interior con una vida de piedad más intensa»17. Buscar a Jesús y encontrarle es solo el inicio. Podremos a partir de entonces empezar a tratarle como a un amigo. Procuraremos conocerle mejor, leyendo el Evangelio, acercándonos a la Santa Misa, disfrutando de su intimidad en la Comunión, cuidándole en quienes más lo necesitan. Y procuraremos darnos a conocer, compartiendo con nuestro Amigo nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestros proyectos y nuestros fracasos. Porque eso es, después de todo, la oración: «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»18. Como Juan y Andrés, que pasaron todo aquel día con Jesús.
El día que el joven Juan encontró a Jesús fue el día en que su vida cambió. Por supuesto, tenía aún mucho camino por delante. Desde la pesca milagrosa hasta los viajes con Jesús por Palestina; desde sus milagros hasta su palabra que llenaba de alegría el corazón, o sus gestos de cariño con los enfermos, con los pobres, con los despreciados… Pero, sobre todo, aquellos momentos de conversación a solas con el Maestro. El diálogo que comenzó una tarde, junto al río Jordán, iba a durar toda una vida.
Todos tenemos experiencia de la medida en que una amistad nos cambia. Por eso es lógico que los padres estén pendientes de las amistades de sus hijos. Sin darnos cuenta, la relación con nuestros amigos nos va transformando, hasta que llegamos a querer lo mismo y rechazar lo mismo. Tanto nos une la amistad, que se puede decir que los amigos comparten «una misma alma que sustenta dos cuerpos»19.
En este sentido, es muy llamativa la transformación del joven apóstol. A él y a su hermano Santiago los llamaban «los hijos del Trueno» (Mc 3, 17), y algunos detalles de los Evangelios nos hacen comprender que no se trataba de un epíteto excesivo. Por ejemplo, aquella ocasión en que unos samaritanos se negaron a dar alojamiento a Jesús y a sus discípulos, y los hermanos se dirigieron al Maestro preguntando: «¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9, 54). Sin embargo, poco a poco, precisamente a medida en que iba creciendo su amistad con Él, aprendieron a amar como Jesús, a comprender como Jesús, a perdonar como Jesús.
Lo mismo nos puede suceder a cada uno de nosotros: encontrar a Jesús y tratarle nos llevará a querer amar como Él ama. No debe sorprendernos que ese deseo vaya tomando nuestro corazón: dejemos que se llene de agradecimiento, porque el Señor quiere contar con nosotros para hacer presente su Amor en el mundo. Así sucedió a san Josemaría. Aquellas huellas en la nieve le dieron una profunda seguridad de que tenía una misión en esta tierra: «comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor»20. Descubramos también nosotros, detrás de estas llamadas del corazón, un eco de la voz de Jesús que en muchas ocasiones leemos en el Evangelio: «¡Sígueme!».
Echando la mirada atrás, Juan no hubiera cambiado por nada tener la oportunidad de seguir a Jesús. Así es como Dios actúa en cada persona: «El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja»21. Le sucedió a Juan, como le sucedió a Pedro, a Santiago, a Pablo… a Bartimeo, a María Magdalena y a tantos otros desde que Jesús vino al mundo. La presencia del Señor no es menos real hoy que entonces. Al contrario: Jesús está más presente, porque puede vivir en cada uno de nosotros. Más que invitarnos a compartir la misión que Él recibió de su Padre Jesús quiere amar desde nuestra vida, desde dentro de cada uno. «Permaneced en mi amor», nos dice (Jn 15, 9), para reconciliar este mundo con Él, cambiar odio por Amor, egoísmo por servicio, rencor por perdón.
El joven apóstol, que había descubierto el Amor del Señor, le acompañó junto a la Cruz. Más tarde, con el resto de los apóstoles, recibió una misión que daría forma a su vida entera: «–Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). También nosotros, si escuchamos nuestro corazón inquieto y buscamos a Jesús, si le encontramos y le seguimos, si somos amigos suyos, descubriremos que Él cuenta con nosotros. Nos propondrá que le ayudemos, cada uno a su modo, en la Iglesia. Como un amigo que, precisamente porque nos quiere, nos propone sumarnos a un proyecto entusiasmante. «Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti, a ti, a dejar tu huella en la historia. Él, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu historia y la de tantos otros. Él, que es la verdad, te invita a abandonar los caminos del desencuentro, la división y el sinsentido. ¿Te animas?»22.
Borja Armada
Mesopotamia vio nacer y desaparecer algunas de las civilizaciones más antiguas del mundo: sumerios, acadios, babilonios, caldeos… Aunque en el colegio tal vez estudiamos algunas de ellas, nos parecen culturas distantes y poco relacionadas con nosotros. Sin embargo, de esa zona surgió un personaje que forma parte de nuestra familia. Se llamaba Abrán, hasta que Dios le cambió el nombre por Abrahán. La Biblia lo sitúa unos 1850 años antes de la venida de Jesucristo a la tierra. Cuatro mil años después seguimos acordándonos de él, cuando en la Santa Misa le invocamos como «nuestro padre en la fe»23: él dio origen a nuestra familia.
Abrahán es una de las primeras personas que han pasado a la historia por haber respondido a una llamada de Dios. En su caso, era una petición muy singular: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1). Tras él vinieron, entre otros, Moisés, Samuel, Elías y los demás profetas… Todos escucharon la voz de Dios, que los invitaba de un modo u otro a «salir de su tierra» y a comenzar una nueva vida en su compañía. Como a Abrahán, Dios les prometía que haría grandes cosas en sus vidas: «de ti haré un gran pueblo, te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición» (Gn 12, 2). Además, a cada uno de ellos lo llamó por su nombre; y por eso, junto al recuerdo de las acciones de Dios, el Antiguo Testamento conserva los nombres de quienes colaboraron con Él. La carta a los Hebreos los elogia con entusiasmo (cf. Hb 11, 1-40).
Cuando Dios envió a su Hijo al mundo, los llamados ya no solo escucharon la voz de Dios; pudieron ver también un rostro humano: el de Jesús de Nazaret. También a ellos Dios los llamó a comenzar una nueva vida, a dejar un rastro imborrable en la historia. Conocemos sus nombres –María Magdalena, Pedro, Juan, Andrés…– y los recordamos también con agradecimiento.
¿Y después? Podría parecer que, con la Ascensión de Jesús al cielo, Dios se hubiera retirado de la historia. En realidad, su acción no solo continúa sino que se ha hecho más intensa. Si en su paso por la tierra escogió solo a unos pocos, durante los últimos dos mil años Dios ha «cambiado los planes» de millones de hombres y mujeres, abriéndoles horizontes que ellos mismos no habrían podido ni imaginar. Conocemos los nombres de muchos de ellos, que forman parte del santoral de la Iglesia. Y existe una multitud inmensa de hombres y mujeres «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9), santos desconocidos, que son los verdaderos protagonistas de la historia.
Hoy, en este instante, Dios sigue buscando y llamando a la puerta de cada uno. A San Josemaría le gustaba considerar estas palabras de Isaías: «te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡tú eres mío!» (Is 43, 1). Al meditarlas, decía que le traían al corazón «sabores de panal y de miel»24, porque le permitían percibir hasta qué punto era amado por Dios de un modo personalísimo, único.
También a nosotros estas palabras pueden traernos sabores de panal y de miel, porque revelan que nuestra vida es importante para Dios: que cuenta con todos, que invita a cada uno. El sueño de todo cristiano es que su nombre esté escrito en el Corazón de Dios. Y es un sueño que está al alcance de todos.
Nos puede parecer excesivo ver nuestra vida así, en continuidad con la de los grandes santos. Tenemos experiencia de nuestra debilidad. También la tuvieron Moisés, Jeremías, Elías, a quienes no faltaron momentos malos25. El propio Isaías, por ejemplo, se decía en una ocasión: «En balde me he fatigado, inútilmente y en vano he gastado mi fuerza…» (Is 49, 4). Es verdad que a veces la vida se presenta así, como algo sin mucho sentido o interés, por la facilidad con que se truncan nuestros proyectos. La pregunta «para qué quiero vivir» parece naufragar ante la experiencia del fracaso, del sufrimiento y de la muerte.
Dios conoce perfectamente toda esa inestabilidad, y la confusión en la que nos puede dejar. Y, sin embargo, viene a buscarnos. Por eso, el profeta no se queda en un grito de queja, y reconoce la voz del Señor: «Te he puesto para ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los extremos de la tierra» (Is 49, 6). Somos débiles, pero esa no es toda la verdad sobre nuestra vida. Escribe el Papa: «Reconozcamos nuestra fragilidad, pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban»26.
La llamada divina es una gran misericordia de Dios; señal de que me quiere, de que le importo: «Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante él, nada vale la ropa que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas tú, tal como eres. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio»27. Al llamarnos, Dios nos libera, porque nos permite escapar de una vida banal, dedicada a satisfacciones pequeñas que no son capaces de llenar nuestra sed de amor. «Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia»28. Dios saca nuestra libertad de su pequeñez, la abre a la amplitud de la historia de su Amor con los hombres, en la que todos –cada una y cada uno– somos protagonistas.
«La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía»29.
Para quien ha recibido y acogido la llamada de Dios, ya no hay acciones banales o pequeñas. Todas ellas quedan iluminadas por la promesa: «de ti haré un gran pueblo» (Gn 12, 2): con tu vida haré cosas grandes; dejarás rastro, serás feliz repartiendo felicidad. Por eso, «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»30.
Por otra parte, la luz de la vocación nos permite comprender que la importancia de nuestra vida no se mide por la grandeza humana de los planes que realizamos. Solo unos pocos pueden incluir sus nombres entre los grandes de la historia universal. En cambio, la grandeza divina se mide ahora por su relación con el único plan verdaderamente grande: la Redención. «Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»31.
«La Redención se está haciendo –¡ahora!»32. ¿Cómo colaborar? De mil modos distintos, sabiendo que Dios mismo nos va a ir dando luces para que descubramos el modo concreto de colaborar con Él. Más aún, «Dios quiere que la libertad de la persona intervenga no solo en la respuesta, sino también en la configuración de la vocación misma»33. Y la respuesta, sin dejar de ser libre, está movida por la gracia actual del Dios que llama. Si nos ponemos a caminar, a partir del lugar en el que nos encontramos, Dios nos ayudará a ver lo que Él ha soñado para nuestra vida: un sueño que «se va haciendo» a medida que avanza, porque depende también de nuestra iniciativa y de nuestra creatividad. San Josemaría decía que, si soñábamos, nos quedaríamos cortos, porque quien sueña de verdad sueña con Dios. Así, a lo grande, hacía soñar Dios a Abrahán: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas» (Gn 15, 5).
Dios entra en la vida de Abrahán para quedarse con él, para unirse en cierto modo a su destino: «Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan; en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12, 3). Su historia es la de un «protagonismo compartido». Es la historia de Abrahán y de Dios, de Dios y de Abrahán. Hasta tal punto que, a partir de entonces, Dios se presentará a Sí mismo ante los demás hombres como «el Dios de Abrahán»34.
La llamada consiste, pues, en primer lugar, en vivir con Él. Más que de hacer cosas especiales, se trata de hacerlo todo con Dios, «¡todo por Amor!»35. Lo mismo les sucedió a los primeros: Jesús los eligió, antes que nada, «para que estuvieran con Él»; solo después, el evangelista añade: «y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Por eso, también nosotros, cuando percibimos la voz de Dios, no debemos pensar en una especie de «misión imposible», dificilísima, que Él nos impone desde la lejanía del Cielo. Si es una auténtica llamada de Dios, será una invitación a meternos en su vida, en su proyecto: una llamada a permanecer en su Amor (cfr. Jn 15, 8). Y así, desde el Corazón de Dios, desde una auténtica amistad con Jesús, podremos llevar su Amor al mundo entero. Él quiere contar con nosotros… estando con nosotros. O viceversa: Él quiere estar con nosotros, contando con nosotros.
Se entiende así que quienes han experimentado la llamada de Dios, y la han seguido, animen a quienes empiezan a escucharla. Porque, en un primer momento, es frecuente que experimenten miedo. Es el temor lógico que produce lo inesperado, lo desconocido, lo que agranda horizontes: la realidad de Dios, que nos supera por todas partes. Pero este miedo está llamado a ser transitorio. Se trata de una reacción humana de lo más común, que no debe sorprendernos. Por eso, sería un error dejarnos paralizar por el miedo: más bien, es necesario enfrentarse con él, atreverse a analizarlo con calma. Las grandes decisiones de la vida, los proyectos que han dejado rastro, casi siempre han sido precedidos de un estadio de miedo, superado después con una reflexión serena; y sí, también, con un golpe de audacia.
San Juan Pablo II comenzó su pontificado con una invitación que aún hoy resuena: «Abrid de par en par las puertas a Cristo (…) ¡No tengáis miedo!»36. Benedicto XVI la retomó nada más ser elegido: comentaba cómo, con estas palabras, «el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes». Y se preguntaba: «¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él–, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad?»37.
Seguía Benedicto XVI: «Y todavía el Papa quería decir: ¡No! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»38. Y, uniéndose a aquella recomendación de San Juan Pablo II, concluía: «Quisiera (…), a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»39. Solo abriendo nuestro corazón podremos hacer la experiencia de todos los santos: Dios no quita nada, sino que llena nuestro corazón de una paz y una alegría que el mundo no puede dar.
Por este camino, el miedo cede enseguida el paso a una profunda gratitud: «Doy gracias a aquel que me ha llenado de fortaleza, a Jesucristo nuestro Señor, porque me ha considerado digno de su confianza (…) a mí, que antes era blasfemo, perseguidor e insolente. Pero alcancé misericordia» (1Tm 1, 12-13). Que todos tengamos una vocación muestra que la misericordia de Dios no se detiene ante nuestras debilidades y pecados. Él se pone ante nosotros miserando atque eligendo, como reza el lema episcopal del Papa Francisco. Porque, para Dios, escogernos y tener misericordia –pasar por alto nuestra pequeñez– es una sola cosa.
Como Abrahán, como san Pablo, como todos los amigos de Jesús, también nosotros nos sabemos no solo llamados y acompañados por Dios, sino también seguros de su ayuda: convencidos de que «quien comenzó en {nosotros} la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6). Sabemos que nuestras dificultades, aunque a veces sean serias, no tienen la última palabra. San Josemaría lo repetía a los primeros fieles del Opus Dei: «cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos… y les comunica las gracias convenientes»40.
La llamada de Dios es, pues, una invitación a la confianza. Solo la confianza nos permite vivir sin estar esclavizados por el cálculo de las propias fuerzas, de los propios talentos, abriéndonos a la maravilla de vivir también de las fuerzas de Otro, de los talentos de Otro. Como en las escaladas a las grandes cumbres, es necesario fiarse de quien nos precede, con quien compartimos incluso una misma cuerda. El que va por delante nos indica dónde pisar y nos ayuda en aquellos momentos en que, si estuviéramos solos, nos dejaríamos dominar por el pánico o el vértigo. Caminamos, pues, como en la escalada, pero con la diferencia de que ahora nuestra confianza no está puesta en alguien como nosotros, ni siquiera en el mejor de los amigos; ahora nuestra confianza está puesta en el mismo Dios, que siempre «permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2Tm 2, 13).
«Abrán se marchó tal y como le había mandado el Señor» (Gn 12, 4). La suya sería, desde entonces, una vida guiada por sucesivas llamadas de Dios: a ir de un sitio a otro, a alejarse de hombres malvados, a creer en la posibilidad de tener un hijo, a tenerlo verdaderamente, y… a estar dispuesto a sacrificarlo. Abrahán no dejó de necesitar su libertad en ningún momento para seguir diciendo que sí al Señor. Así, la vida de quienes siguen a Dios se caracteriza no solo por la cercanía y la comunión con Dios, sino también por una real, plena y continuada libertad.
Responder afirmativamente a la llamada de Dios no solo da a nuestra libertad un nuevo horizonte, un sentido pleno –«algo grande y que fuera amor»41, decía san Josemaría–, sino que nos exige ponerla en juego continuamente. La entrega a Dios no es como subirse a una especie de «cinta transportadora», orientada y dirigida por otros, que nos fuera a llevar –sin quererlo nosotros– hasta el final de nuestros días; o como una vía ferroviaria, perfectamente trazada, que se puede consultar por adelantado y que no reserva ninguna sorpresa al viajero.
En efecto, a lo largo de nuestra vida nos encontraremos con que la fidelidad a la primera llamada exige de nosotros nuevas decisiones, a veces costosas. Y entenderemos que Dios nos empuja a crecer cada día más en nuestra propia libertad. Porque, para volar alto –como es propio de cualquier camino de amor–, hace falta tener las alas limpias de barro y una gran capacidad de disponer de la propia vida, tantas veces esclavizada por pequeñeces. En pocas palabras, a la grandeza de la vocación debe corresponder una libertad igualmente grande, dilatada por la correspondencia a la gracia y por el crecimiento de las virtudes, que nos hacen ser más verdaderamente nosotros mismos.
En los primeros años de la Obra, a los jóvenes que se acercaban a él, san Josemaría solía repetirles que estaba todo por hacer: incluso el camino que debían recorrer. Y que ese camino, que el Señor les indicaba y que debía atravesar el mundo entero, lo iban a realizar ellos: «No hay caminos hechos para vosotros… Los haréis –les decía–, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas»42. Expresaba así el carácter abierto que tiene toda vocación, y que es preciso descubrir y fomentar.
Ahora, como entonces, responder a la llamada de Dios supone, en cierto modo, abrirse camino al golpe de las propias pisadas. Dios no nos da a conocer nunca un plan perfectamente escrito. No lo hizo con Abrahán, ni con Moisés. No lo hizo con los apóstoles. Al subir a los cielos les dijo solamente: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). ¿Cómo? ¿Por dónde? ¿Con qué medios? Todo eso se iría precisando poco a poco. Como en nuestro caso: el camino se irá concretando a lo largo de la vida, y se construirá gracias a esa alianza maravillosa entre la gracia de Dios y nuestra propia libertad. Durante toda la vida, la vocación es «la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor»43. Nuestra historia se irá haciendo con un oído atento a las inspiraciones divinas y con creatividad para llevarlas a cabo del mejor modo en que podamos.
La Virgen María, ejemplo para todos nosotros por su «sí» en Nazaret, lo es también por su permanente escucha y obediencia a la Voluntad de Dios a lo largo de toda su vida, que estuvo marcada, como la nuestra, por el claroscuro de la fe. «María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón» (Lc 1, 19). Junto a su Hijo, nuestra Madre fue descubriendo a cada paso lo que Dios quería de Ella. Por eso la llamamos también Perfecta Discípula de Cristo. A Ella nos encomendamos, para que sea la Estrella que guíe siempre nuestros pasos.
Nicolás Álvarez de las Asturias
El primer libro de la Biblia empieza presentando a Dios creador, que hace surgir las cosas de la nada por su palabra: «Haya luz (…). Haya un firmamento (…). Produzca la tierra hierba verde, plantas con semilla, y árboles frutales (…). Produzca la tierra seres vivos según su especie, ganados, reptiles y animales salvajes según su especie» (Gn 1, 1-25). Cuando llega el momento del ser humano, en cambio, sucede algo distinto. Dios no lo crea «según su especie», o según lo que es, sino que le da un nombre: lo llama personalmente a la existencia; le habla de tú a tú.
Si, desde este momento preciso del relato de la creación, pasamos al último libro de la Biblia, nos encontramos con algo sorprendente: ese nombre, el que Dios nos da al crearnos, hemos de recibirlo de nuevo al final de nuestra historia. «Al vencedor –promete el Señor en el Apocalipsis– le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17). Recibimos, pues, un nombre al nacer, pero nos lo darán de nuevo al final de nuestra vida en la tierra. ¿Cómo entender esto? Nos encontramos ante el misterio de la vocación; un misterio personal que se despliega a medida que avanzamos en nuestro camino hacia la verdadera vida.
Una rosa, un roble, un caballo no deben tomar ninguna decisión para llegar a ser lo que son: simplemente existen. Crecen, se desarrollan y finalmente desaparecen. Con la persona humana, en cambio, no ocurre lo mismo. A medida que crecemos, y de modo particular durante la adolescencia, nos damos cuenta de que no podemos ser «uno más». Por algún motivo, nos parece que debemos ser alguien único, con nombre y apellido, distinto, irrepetible. Percibimos que estamos en el mundo por algo, y que con nuestra vida podemos hacer de este mundo un lugar mejor. No nos basta saber qué somos, o cómo son las cosas, sino que nos sentimos empujados a soñar quiénes queremos ser y cómo queremos que sea el mundo en que vivimos.
Hay quien ve esto como una ingenuidad, una falta de realismo que tarde o temprano es necesario superar. Sin embargo, esa tendencia a soñar pertenece realmente a lo más alto que poseemos. Para un cristiano, el deseo de ser alguien, con nombre y apellido, manifiesta el modo en que Dios ha querido crearnos: como un ser irrepetible. Y a ese designio amoroso responde nuestra capacidad de soñar. Él hizo el mundo y lo dejó en manos del ser humano, «para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15). Quiso contar con nuestro trabajo para guardar este mundo y para hacerlo brillar con toda su belleza, para que lo amáramos «apasionadamente», como solía decir san Josemaría44.
Y lo mismo hace Dios al regalarnos el don de la vida: nos invita a desarrollar nuestra personalidad, dejándola en nuestras manos. Para eso espera que pongamos en juego nuestra libertad, nuestra iniciativa, todas nuestras capacidades. «Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti», dice a los jóvenes, y a todos, el Papa Francisco. «Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»45.
Simón había acompañado a su hermano Andrés a escuchar al Bautista. Era un viaje largo, de Galilea a Judea, pero la ocasión lo merecía. Algo grande debía estar a punto de suceder, porque hacía ya varios siglos que Dios no enviaba a su pueblo ningún profeta… y Juan parecía realmente uno de ellos. Durante su estancia a orillas del Jordán, Andrés se encuentra con Jesús, y pasa con él toda una tarde, conversando. En cuanto vuelve con su hermano Simón, le dice: «Hemos encontrado al Mesías». Y, enseguida, «lo llevó a Jesús» (Jn 1, 41-42). ¿Quién sabe lo que Simón iría pensando de camino? ¿Era posible que el Mesías, el enviado de Dios, hubiera llegado? ¿Era posible que el mundo en que vivían fuera a cambiar, como anunciaban las Escrituras? Al llegar junto al Maestro, «Jesús le miró y le dijo: –Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas – que significa: "Piedra"» (Jn 1, 42). Antes de cambiar el mundo, debía cambiar su vida.
Tal como aparece en los Evangelios, la vida de Simón Pedro es un continuo descubrimiento de la verdadera identidad de Jesús, y de la misión que el Maestro le quiere encomendar. Poco después de volver a Galilea, tras aquellos días con el Bautista, Jesús aparece junto a su barca y le pide que la meta en el agua para predicar desde ella. Pedro asiente quizá un poco a regañadientes, porque acaban de pasar la noche bregando, y no han pescado nada. Al terminar de hablar a las gentes, Jesús le hace una nueva petición: «–Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» (Lc 5, 4). Parece una locura: han estado intentando pescar durante horas, sin éxito… y todo el mundo sabe que a plena luz del día los peces no entran en la red… Sin embargo, Pedro obedece y ve que sus redes ¡se llenan de peces! ¿Quién es ese hombre que ha subido a su barca? «Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: –Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero el Maestro le responde: «–No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás» (Lc 5, 10).
¿Quién es Simón? ¿Un pescador de Galilea? Todos sus antepasados lo habían sido. Él llevaba años trabajando en ese oficio, y pensaba que ese era él: un pescador que conocía perfectamente su trabajo. Pero Jesús arroja sobre su vida una luz insospechada. La cercanía con el Señor le ha llevado a darse cuenta de quién es él realmente: un pecador. Pero un pecador en quien Dios se ha fijado, y con quien quiere contar. Ante esa llamada divina, Pedro y su hermano, «sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc 5, 11). Benedicto XVI consideraba cómo «Pedro no podía imaginar entonces que un día llegaría a Roma y sería aquí "pescador de hombres" para el Señor. Acepta esa llamada sorprendente a dejarse implicar en esta gran aventura. Es generoso, reconoce sus limitaciones, pero cree en el que lo llama y sigue el sueño de su corazón. Dice sí, un sí valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús»46.
Más adelante, el Señor concretará un poco más la misión que va a dar forma a su vida: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). El proyecto de Dios para nosotros, su llamada a compartir nuestra existencia con Él, tiene tanta fuerza como la creación. Si el hombre es creado a través de una llamada personal, también cada llamada personal de Dios tiene en cierto modo un poder creador, transformador de la realidad. Se trata de algo tan radical que significa para nosotros recibir un nombre nuevo, una vida nueva. ¿Quién se acuerda hoy de un pescador que haya vivido hace 2.000 años a las orillas de un lago en Medio oriente? Y en cambio, ¡cuántos veneramos a Pedro, apóstol y «fundamento visible de su Iglesia»47!
La misión que Jesús nos propone puede cambiar nuestra vida: llenarla de luz. Por eso, la idea de que Dios me puede estar llamando resulta muy atractiva. Pero hay a la vez algo que nos inquieta profundamente: nos parece que, si existe esa llamada, si Dios cuenta con nosotros, vamos a perder nuestra libertad. ¡Ya no podremos elegir otro camino! ¡Solo podrá ser el que Él quiera!
Considerar la trayectoria de Pedro puede ayudarnos. Cuando se decidió a dejar lo que tenía para seguir a Jesús, ¿perdió su libertad? ¿No fue esa la decisión más libre y liberadora de su vida? A veces nos parece que la libertad significa ante todo poder elegir, sin que nada nos determine. Sin embargo, reducida a ese horizonte, la libertad se limita a elecciones puntuales, que apenas alcanzan a iluminar unos instantes: elegir si quiero comer hamburguesa o ensalada, si quiero jugar a fútbol o a baloncesto, si quiero escuchar esta canción o aquella.
Existen, sin embargo, otro tipo de elecciones que pueden arrojar una luz completamente distinta sobre nuestra vida; hacerla más alegre, más libre. Son momentos en los que ponemos en juego la vida por entero; decidimos quiénes queremos ser. La libertad se muestra ahí en su verdadera amplitud, en su capacidad de liberar. No estamos ya ante decisiones puntuales, sino ante decisiones existenciales. Como cuando alguien decide casarse con una persona, a la que considera el mayor tesoro del mundo. O, de modo parecido, como cuando una persona joven decide hacerse médico, sabiendo que eso le va a llevar una serie de esfuerzos y de sacrificios nada pequeños. Uno se entrega a una persona, o abraza una misión, renunciando a todo lo demás. Desde luego, eso va a condicionar sus futuras elecciones; sin embargo, no ve ese paso como una renuncia, sino como la apuesta por un amor o por un proyecto que va a llenar su vida. Y así, con el tiempo, su nombre ya no es solo el que tenía desde su bautismo: ahora es también «el marido o la mujer de…», o «el doctor…». Su nombre, su identidad, toma forma; su vida va cobrando un sentido, una dirección.
Jesús se presenta ante nosotros precisamente con una decisión de este tipo. Él nos ha creado con unos dones, con unas cualidades que nos hacen ser de una manera o de otra. Más tarde, a lo largo de nuestra vida, nos descubre un tesoro, una misión que está como oculta en nuestro interior. «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo» (Mt 13, 45). En realidad, el tesoro es Él mismo –su Amor incondicional–; y la misión es la misma que Él recibió del Padre. Si lo he descubierto, ya no necesito seguir buscando. Puedo abrazarlo con mi vida entera, y dejar que Él dé forma a toda mi existencia. Como Pedro, apóstol, Piedra sobre la que se funda la Iglesia; como Pablo, apóstol de las gentes; como María, la esclava del Señor, la Madre del Salvador.
Abrazar esa tarea –que es, en realidad, abrazar a Jesús y seguirle– nos lleva a dejar todo lo demás. Porque nada puede liberarnos tanto como la verdad acerca de nosotros mismos: veritas liberabit vos –la verdad os hará libres (Jn 8, 32). Así, como san Pablo, podremos afirmar: «Cuanto era para mí ganancia, por Cristo lo considero como pérdida. Es más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él» (Flp 3, 7-9).
Tal vez nos desconcierte un poco descubrir esa cercanía de Jesús; que quiera contar con nosotros. Al mismo tiempo, cuando nos paramos a pensarlo, vemos que lo que nos pide cuadra perfectamente con quienes somos, con nuestras cualidades y con lo que hemos vivido… Parece que hayamos nacido para esto. El nombre nuevo se presenta entonces como algo que ya estaba ahí, desde la creación del mundo… Dios nos ha hecho para esto. Y, sin embargo, quizá nos parece demasiado. «¿Este tesoro, esta misión… para mí? ¿De verdad Dios ha venido a fijarse en mí?».
Dios no nos llama solo en un determinado momento de nuestra vida: lo hace constantemente. Del mismo modo, nuestra respuesta se prolonga durante toda nuestra existencia, al ritmo de las llamadas a amar cada día de un modo renovado. «Desde que le dijiste "sí", el tiempo va cambiando el color del horizonte –cada día, más bello–, que brilla más amplio y luminoso. Pero has de continuar diciendo "sí"»48.
San Pedro dijo «sí» al Señor muchas veces. Como en aquella ocasión en que todos los que habían seguido al Maestro se marcharon escandalizados al oírle hablar del Pan de Vida (cfr. Jn 6, 60-71), o como cuando Jesús insistió en lavarle los pies, a pesar de que le pareciera absurdo (cfr. Jn 13, 6-10). Pedro permaneció junto a Jesús, confesando una vez más su fe. Sin embargo, el apóstol no había comprendido del todo la lógica del Señor. Seguía soñando con una manifestación gloriosa del Señor, un acontecimiento que le haría enseguida poderoso, triunfador, famoso en el mundo entero. Le costó unos años descubrir que esa no era la manera de actuar de Dios. Pasó por la tristeza de negar a Jesús tres veces, traicionándole. Tuvo que chocar con su propia debilidad. Solo al final comprendió, porque nunca dejó de mirar a Jesús. «El Señor convirtió a Pedro –que le había negado tres veces– sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor»49. Porque la vocación es, a fin de cuentas, una invitación a mirar a Jesús, a dejarse mirar por Él, a compartir su vida, e intentar imitarle. Hasta la entrega, llena de amor, de la propia vida.
La llamada de Pedro tomó su forma definitiva unos días después de la resurrección, a la orilla del mar de Galilea, en su encuentro a solas con Jesús. Pudo pedirle perdón… acordarse de cuánto le amaba, con sus pobres fuerzas; y decírselo de nuevo. El Maestro respondió: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17), y luego añadió: «Sígueme» (Jn 21, 19). Con eso estaba dicho todo, porque Pedro había descubierto ya que seguir al Señor es amar hasta el extremo, en un camino maravilloso de entrega y de servicio a todos: un camino, no una meta. El mismo camino que hay que recorrer cada día de nuestra vida, de la mano de Jesús.
Al conocer a Simón, junto al río Jordán, el Señor no veía solo a un hombre ya hecho, con ciertas características. Veía en él a Pedro: la Piedra sobre la que iba a edificar su Iglesia. Al mirarnos a nosotros, ve todo el bien que vamos a hacer en nuestra vida. Ve nuestros talentos, nuestro mundo, nuestra historia, y nos ofrece que le ayudemos, desde nuestra pequeñez. No nos pide que hagamos cosas imposibles, sino sencillamente que le sigamos.
Nosotros somos como somos, ni más ni menos, y ese modo de ser nos hace idóneos para seguir al Señor y servirle en la Iglesia. De su mano, estamos llamados a encontrar el mejor modo de hacerlo. Cada uno el que Dios haya pensado para él: «Tenemos dones diferentes conforme a la gracia que se nos ha dado: si se trata de profecía, que sea de acuerdo con la fe, y si se trata del ministerio, que sea sirviendo. Y si uno tiene que enseñar, que enseñe, y si tiene que exhortar, que exhorte. El que da, que dé con sencillez; el que preside, que lo haga con esmero; el que ejercita la misericordia, que lo haga con alegría» (Rm 12, 6-8).
Pedro murió mártir en Roma. La tradición sitúa el lugar del martirio, por crucifixión, en la colina vaticana. Cuando conoció la sentencia, repasaría quizá toda su vida. Su juventud, su carácter fuerte y decidido, su trabajo en el mar de Galilea. El encuentro con Jesús y, desde aquel momento, ¡cuántas cosas hermosas! Alegrías y sufrimientos. Tantas personas que habían pasado por su vida. Tanto amor. Sí, su vida había cambiado mucho. Y había valido la pena. Al renunciar a ser aquel pescador de Betsaida tan seguro de sí mismo, había permitido que Dios le hiciera mediador, con Cristo, entre la tierra y el Cielo.
Su historia se ha repetido muchas veces a lo largo de los siglos. Hasta hoy. Jóvenes conscientes de que «lo suyo es soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, querer comerse el mundo»50. Los primeros que formaron parte del Opus Dei pusieron sus talentos en manos de Dios, y dieron un fruto que ellos no habrían podido imaginar. Es lo que san Josemaría les aseguraba: «¡Soñad y os quedaréis cortos!».
La llamada de Jesús saca lo mejor de cada una y de cada uno, para ponerlo al servicio de los demás, para llevarlo a plenitud. Es lo que vemos en Pedro. Y nosotros, que hemos descubierto cuánto nos ama Él, y que cuenta con nosotros, queremos estar también atentos a su llamada: hoy, y cada día de nuestra vida. Y así, cuando nos encontremos con Él, nos dará «una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17): reconoceremos… nuestro verdadero nombre.
Lucas Buch
El sol se ha puesto en Judea. Un inquieto Nicodemo acude a Jesús. Busca respuestas a lo que bulle en su interior. La llama de una lámpara esculpe sus rostros. El diálogo que sigue entre susurros está lleno de misterio. Las respuestas del Nazareno a sus preguntas le dejan perplejo. Jesús le advierte: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 8). La vocación, toda vocación, es un misterio, y su descubrimiento, un don del Espíritu.
Dice el libro de los Proverbios: «Tres cosas hay que me maravillan y cuatro que ignoro: el camino del águila por los cielos, el camino de la serpiente por la roca, el camino de la nave por el mar y el camino del varón por la doncella» (Pr 30, 18-19). Con más razón aún, ¿quién, sin la ayuda de Dios, podría seguir el rastro de la gracia en un alma, identificar su propósito y descubrir el sentido y destino de una vida? ¿Quién, sin estar guiado por los dones del Espíritu Santo, sería capaz de saber «de dónde viene y adónde va» ese soplo divino en el alma, muchas veces audible en forma de anhelos, incertidumbres, deseos y promesas? Es algo que nos supera totalmente. Por eso, lo primero que necesitamos para vislumbrar nuestra llamada personal es humildad: ponernos de rodillas ante lo inefable, abrir nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo, que siempre puede sorprendernos.
Para descubrir la propia vocación, o para ayudar a alguien a hacerlo, no es posible, por tanto, «ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos»51. Sería como intentar «poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»52, que sopla donde quiere. En una ocasión, preguntaron al cardenal Ratzinger: «¿Cuántos caminos hay para llegar a Dios?». Con desconcertante sencillez, respondió: «Tantos como hombres»53. Hay tantas historias de vocación como personas. En estas páginas mostraremos, para ayudar a reconocerlos, algunos de los hitos más frecuentes en ese camino por el que se obtiene la seguridad acerca de la propia vocación.
Nicodemo percibe una inquietud en su corazón. Ha oído predicar a Jesús, y se ha conmovido. Sin embargo, algunas de sus enseñanzas le escandalizan. Ha presenciado con asombro sus milagros, sí, pero le inquieta la autoridad con que Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, al que llama «la casa de mi Padre» (cfr. Jn 2, 16). ¿Quién se atreve a hablar así? Por otra parte, en su interior apenas puede reprimir una secreta esperanza: «¿Será este el Mesías?». Pero aún está lleno de incertidumbre y dudas. No acaba de dar el paso de seguir abiertamente a Jesús, aunque busca respuestas. Y por eso acude a Él de noche: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3, 2). Nicodemo está inquieto.
Lo mismo ocurre con otros personajes del Evangelio, como aquel joven que se acerca un día corriendo a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mt 19, 16). Está insatisfecho. Tiene el corazón inquieto. Piensa que es capaz de más. Jesús le confirmará que su búsqueda tiene fundamento: «Una cosa te falta…» (Mc 10, 21). Podemos pensar también en los apóstoles Andrés y Juan. Jesús, viendo que le seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38). Todos ellos eran «buscadores»: estaban a la espera de un acontecimiento maravilloso que cambiara sus vidas y las llenara de aventura. Tenían el alma abierta y hambrienta, llena de sueños, anhelos y deseos.
En una ocasión un joven le preguntó a san Josemaría cómo se sentía la vocación a la Obra. Su respuesta fue: «No es cosa de sentimiento, hijo mío, aunque uno se da cuenta de cuándo el Señor llama. Se está inquieto. Se nota una insatisfacción… ¡No estás contento de ti mismo!»54. Con frecuencia, en el proceso de búsqueda de la propia vocación, todo empieza con esta inquietud de corazón, «característica de cualquier corazón que se mantiene joven, disponible, abierto»55.
Pero ¿en qué consiste esa inquietud? ¿De dónde viene? Al relatar la escena del joven que se acerca al Señor, san Marcos dice que Jesús, mirándolo, lo amó (Mc 10, 21). Así hace también con nosotros: de algún modo, percibimos en nuestra alma la presencia de un amor de predilección que nos escoge para una misión única. Dios se hace presente en nuestro corazón, y busca el encuentro, la comunión. Sin embargo, la meta aún está por alcanzar, y de ahí nuestra inquietud.
Esta presencia amorosa de Dios en el alma puede manifestarse de distintos modos: anhelos de una mayor intimidad con el Señor; ilusión de saciar con mi vida la sed de Dios de las almas; deseos de hacer crecer la Iglesia, familia de Dios en el mundo; añoranza de una vida en la que verdaderamente rindan los talentos recibidos; el sueño de aliviar tanto sufrimiento en todas partes; la conciencia de ser un agraciado: «¿Por qué yo tanto y otros tan poco?».
La llamada de Dios puede revelarse también en sucesos aparentemente fortuitos, que remueven interiormente y dejan como un rastro de su paso. Al contemplar su propia vida, explicaba san Josemaría: «El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron»56.
Otras veces, esa presencia amorosa se descubre a través de personas o modos de vivir el Evangelio que han dejado la huella de Dios en nuestra alma. Porque, aunque a veces es un acontecimiento o un encuentro inesperado el que nos cambia la vida, es muy habitual que nuestra llamada tome forma a partir de lo que hemos vivido hasta ese momento.
Por último, en ocasiones son algunas palabras de la Sagrada Escritura las que hieren el alma, anidan en su interior y resuenan dulcemente, quizá incluso para acompañarle a uno a lo largo de la vida. Así le sucedió por ejemplo a Santa Teresa de Calcuta con una de las palabras de Jesús en la Cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28); o a san Francisco Javier, para quien fue decisiva esta pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?» (Mt 16, 26).
Pero quizá lo más característico de esa inquietud de corazón es que toma la forma de lo que podríamos llamar una simpatía antipática. Con palabras de san Pablo VI, la llamada de Dios se presenta como «una voz inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y a la vez amorosa»57. La llamada nos atrae a la vez que nos produce rechazo; nos impulsa a abandonarnos en el amor, a la vez que nos asusta el riesgo de la libertad: «Nos resistimos a decir que sí al Señor, se quiere y no se quiere»58.
Nicodemo acude a Jesús empujado por su inquietud. La figura amable del Señor ya está presente en su corazón: ya ha empezado a amarle, pero necesita encontrarse con Él. En el diálogo que sigue, el Maestro le descubre nuevos horizontes: «En verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios», y le invita a una vida nueva, a un nuevo comienzo; a nacer «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5). Nicodemo no comprende, y pregunta con sencillez: «¿Y eso cómo puede ser?» (cfr. Jn 3, 9). En ese encuentro cara a cara con el Maestro, poco a poco, irá cobrando forma una respuesta acerca de quién es él para Jesús, y quien debería ser Jesús para él.
Para que la inquietud de corazón adquiera un significado relevante en el discernimiento de la propia vocación, debe ser leída, valorada e interpretada en la oración, en el diálogo con Dios: «¿Por qué sucede esto ahora, Señor? ¿Qué me quieres decir? ¿Por qué estos anhelos e inclinaciones en mi corazón? ¿Por qué esto me inquieta a mí y no a quienes me rodean? ¿Por qué me amas tanto? ¿Cómo hacer el mejor uso de estos dones que me has dado?». Solo con esta disposición habitual de oración se vislumbra el cuidado amoroso de Dios –su Providencia– en los sucesos de nuestra vida, en las personas que hemos ido encontrando, incluso en el modo en que se ha ido moldeando nuestro carácter, con sus gustos y aptitudes. Es como si Dios, a lo largo del camino, nos hubiera ido poniendo unos puntos que, solo ahora, al unirlos en la oración, van cobrando la forma de un dibujo reconocible.
Benedicto XVI lo explicaba así: «El secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la oración que crece justamente en el silencio interior, en la capacidad de escuchar que Dios está cerca. Y esto es verdad tanto antes de la elección, o sea, en el momento de decidir y partir, como después, si se quiere perseverar y ser fiel en el camino»59. Por eso, para quien se pregunte por su vocación, lo primero y fundamental es acercarse a Jesús en la oración, y aprender a mirar con sus ojos la propia vida. Le pasará quizá como a aquel ciego a quien Jesús unta con saliva en los ojos: al principio ve borroso; los hombres le parecen como árboles andantes… Pero deja que el Señor insista aún, y acaba viendo ya todo con claridad (cfr. Mc 8, 22-25).
Dos años más tarde de aquel encuentro nocturno con Jesús tendrá lugar un acontecimiento que obligará a Nicodemo a tomar una posición definida, y a darse a conocer abiertamente como discípulo del Señor. Instigado por los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, Pilato crucifica a Jesús de Nazaret. José de Arimatea consigue el permiso para retirar su cuerpo y sepultarlo. Y «Nicodemo, el que había ido antes a Jesús de noche, fue también» (Jn 19, 39). La Cruz del Señor, el abandono de sus discípulos, y quizás el ejemplo de fidelidad de José de Arimatea, interpelan personalmente a Nicodemo y le obligan a tomar una decisión: «Otros hacen esto; yo ¿qué voy a hacer por Jesús?».
Un detonante es una pequeña cantidad de explosivo, más sensible y menos potente, que se inicia por medio de una mecha o una chispa eléctrica, y hace estallar así la masa principal de explosivo, menos sensible, pero más potente. En el proceso de búsqueda de la propia vocación es frecuente que exista un acontecimiento que, como un detonante, actúe sobre todas las inquietudes del corazón, y les haga cobrar un sentido preciso, señalando un camino e impulsando a seguirlo. Este acontecimiento puede ser de muy diverso tipo, y su carga emocional puede tener mayor o menor entidad. Lo importante, igual que sucede con la inquietud de corazón, es que sea leído e interpretado en la oración.
El detonante puede ser una moción divina en el alma, o el encuentro inesperado con lo sobrenatural, como lo que sucedió al Papa Francisco cuando rondaba los 17 años. Era un día de septiembre, y se preparaba para salir a festejar con sus compañeros. Pero decidió pasar antes un momento por su parroquia. Cuando llegó, se encontró con un sacerdote que no conocía; le impresionó su recogimiento, por lo que decidió confesarse con él. «En esa confesión me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con la guardia baja», recordaba en una entrevista. Y lo interpretaba así: «Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaban esperando. Desde ese momento, para mí Dios es el que te primerea. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero»60.
Otras veces, el detonante será el ejemplo de entrega de un amigo cercano: «Mi amigo se ha entregado a Dios, ¿y yo qué?»; o su invitación amable a acompañarle en un camino concreto, como aquel «ven y verás» (Jn 1, 46) de Felipe a Natanael. Incluso podría ser un suceso aparentemente trivial pero cargado de significación para quien ya tiene la inquietud en el corazón. Dios sabe cómo servirse hasta de muy pequeñas cosas para removernos el alma. Así le sucedió a san Josemaría cuando, en medio de la nieve, le salió al encuentro el Amor de Dios.
Con frecuencia, sin embargo, más que de una detonación se trata de una decantación, que se produce sencillamente en la maduración paulatina de la fe y el amor, a través del diálogo con Dios. Poco a poco, casi sin darse uno cuenta, con la luz de Dios, se alcanza una certeza moral acerca de la vocación personal, y se toma esa decisión, con el impulso de la gracia. San John Henry Newman describía magistralmente este proceso, rememorando su conversión: «La certeza es instantánea, se da en un momento concreto; la duda, en cambio, es un proceso. Yo, todavía, no andaba cerca de la certeza. La certeza es una acción refleja: es saber que uno sabe. Y eso es algo que no tuve hasta poco antes de mi conversión. Pero (…) ¿quién puede decir el momento exacto en que la idea que uno tiene, como los platillos de la balanza, empieza a cambiar, y lo que era mayor probabilidad a favor de un lado empieza a ser duda?»61. Este proceso por decantación, en el que se llega a madurar una decisión de entrega poco a poco y sin sobresaltos, es en realidad de ordinario mucho más seguro que el provocado por el fulgurante relámpago de una señal externa, que fácilmente puede deslumbrarnos y confundirnos.
En cualquier caso, al darse ese punto de inflexión no solo se clarifica nuestra mirada: también nuestra voluntad se ve movida a abrazar ese camino. Por eso, San Josemaría escribe: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso»62. La llamada es luz e impulso. Luz en nuestra inteligencia, iluminada por la fe, para leer nuestra vida; impulso en nuestro corazón, encendido en amor de Dios, para desear seguir la invitación del Señor, aunque sea con aquella simpatía antipática propia de las cosas de Dios. Por eso, conviene que cada uno pida «no solo luz para ver su camino, sino también fuerza para querer unirse a la voluntad divina»63.
No sabemos si Nicodemo consultó a otros discípulos, antes o después de ir a ver a Jesús. Quizá fuera el propio José de Arimatea quien le animara a seguir abiertamente al Maestro, sin miedo a los demás fariseos. De este modo, le habría llevado hacia su encuentro definitivo con el Señor. Precisamente en eso consiste el acompañamiento o dirección espiritual: en poder contar con el consejo de alguien que camina con nosotros; alguien que procura vivir en sintonía con Dios, que nos conoce y nos quiere bien.
Es verdad que la llamada siempre es algo entre Dios y yo. Nadie puede ver mi vocación por mí. Nadie puede decidirse por mí. Dios se dirige a mí, me invita a mí, y me da la libertad de responder y su gracia para hacerlo… a mí. Sin embargo, en este proceso de discernimiento y decisión es una gran ayuda contar con un guía experto; entre otras cosas, para confirmar que poseo las aptitudes objetivas necesarias de cara a emprender ese camino, y para asegurar la rectitud de mi intención al tomar la decisión de entrega a Dios. Por otra parte, como dice el Catecismo, un buen director espiritual puede convertirse en un maestro de oración64: alguien que nos ayuda a leer, interpretar y madurar las inquietudes del corazón, las inclinaciones y los acontecimientos que afloran en nuestra oración. Su labor ayudará así a clarificar la propia llamada. Se trata, en fin, de alguien que quizá podrá decirnos un día, como san Juan a san Pedro, al divisar a lo lejos a aquel hombre que les hablaba desde la orilla: «Es el Señor» (Jn 21, 7).
En todo caso, el discernimiento es en buena medida un camino personal; y así es también la decisión última. Dios nos deja libres. Incluso tras el detonante. Por eso, pasado el instante inicial, es fácil que vuelvan a surgir las dudas. El Señor no deja de acompañarnos, pero se queda a cierta distancia. Es cierto que Él lo ha hecho todo, y lo seguirá haciendo, pero ahora quiere que demos el último paso con plena libertad, con la libertad del amor. No quiere esclavos, quiere hijos. Y por eso, ocupa un lugar discreto, sin imponerse a la conciencia, casi podríamos decir de «observador». Nos contempla y espera paciente y humildemente nuestra decisión.
* * *
«Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1, 31-32). En el instante de silencio que siguió al anuncio del Arcángel San Gabriel, el mundo entero parecía contener la respiración. El mensaje divino había sido entregado. La voz de Dios se había dejado oír durante años en el corazón de la Virgen. Pero ahora Dios callaba. Y esperaba. Todo dependía de la libre respuesta de aquella doncella de Nazaret. «Dijo entonces María: –He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Años más tarde, al pie de la Cruz, Santa María recibiría de las manos de Nicodemo el cuerpo muerto de su Hijo. Qué impresión dejaría en este discípulo recién llegado ver cómo, en medio de ese dolor inmenso, la Madre de Jesús aceptaba y amaba una vez más los caminos de Dios: «Hágase en mí según tu palabra». ¿Cómo no darlo todo por un amor tan grande?
José Brage
Cuando Jesús hablaba del Reino de Dios, sabía que se trataba de algo muy distinto de lo que podían imaginar quienes le oían; muy distinto también de lo que tendemos a imaginar nosotros hoy. Por eso empleaba parábolas: relatos e imágenes que, más que dar una definición, invitan a adentrarse en un misterio. Jesús compara el Reino de Dios, por ejemplo, con «un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, de manera que los pájaros del cielo puedan anidar bajo su sombra» (Mc 4, 31-32). Un grano pequeño que se entierra, que desaparece a los ojos de los hombres y cae en el olvido; pero que no para de crecer, mientras la historia sigue su curso, aparentemente ajena a él. Crece incluso de noche, cuando nadie lo cuida, cuando nadie le presta atención.
El 2 de octubre de 1928 Dios hizo que san Josemaría descubriera en su alma una semilla que solo Él podía haber sembrado: un pequeño grano de mostaza que estaba llamado a crecer en el gran campo de la Iglesia. Se conserva una nota en la que recoge, en unos pocos rasgos, el código genético de esa semilla: «Simples cristianos. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo profesional. ¡Todos santos! Entrega silenciosa»65. Desde que Dios le dio la misión de cuidar de esa semilla, san Josemaría ya no vivió para otra cosa. Y lo que entonces era todo promesa, todo esperanza, hoy es un árbol frondoso que acoge a muchas almas y da sabor a muchas vidas.
«Cada santo –escribe el Papa–es una misión; (…) es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo»66. San Josemaría recibió un mensaje y lo encarnó. Se convirtió él mismo en el mensaje, y su vida y sus palabras empezaron a interpelar a muchas personas. «Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor (…). Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón»67.
Él llevaba ese fuego dentro, como percibió enseguida José Luis Múzquiz, uno de los primeros fieles del Opus Dei que recibieron la ordenación sacerdotal. En su primer encuentro con él, san Josemaría le habló de algo que quizá nadie antes le había planteado: ser apóstol en su lugar de trabajo. Y enseguida añadió: «No hay más amor que el Amor; los otros amores son pequeños». Este giro impresionó profundamente a su interlocutor: «Se veía que le salía del fondo del alma, de un alma enamorada de Dios. Los circuitos mentales que yo tenía terminaron entonces de fundirse»68.
Con esa mezcla tan suya de llaneza y profundidad, el cardenal Ratzinger explicaba cómo «el significado de la palabra "santo" ha experimentado a lo largo de los tiempos un estrechamiento peligroso, que sin duda sigue influyendo aún hoy. Nos hace pensar en los santos que vemos representados en los altares, en milagros y virtudes heroicas, y nos sugiere que la santidad es para unos pocos elegidos, entre los que no nos podemos incluir. Entonces dejamos la santidad para esos pocos, cuyo número desconocemos, y nos conformamos simplemente con ser como somos. En medio de esta apatía espiritual, Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: No, la santidad no es lo extraordinario sino lo ordinario, lo normal para cada bautizado. La santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión. Es la normalidad»69. Lo natural, pues, para un cristiano, es querer ser santo. «Los santos no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. –Y vencieron»70.
La llamada al Opus Dei supone una toma de conciencia de esta normalidad de la santidad; el deseo de convertirse en «intérpretes» de este sencillo mensaje, de esta música. Existen, en efecto, las «partituras»: el Evangelio y los escritos apostólicos; la vida y la predicación de san Josemaría; la proclamación de la llamada universal a la santidad, por parte del Concilio Vaticano II71; el magisterio reciente de los Papas, que desarrolla esa enseñanza72… Existen, pues, las partituras; pero es necesario que la música suene en todos los rincones del mundo, con una infinidad de variaciones que están todavía por ver la luz: las vidas concretas de muchos cristianos.
Al inspirar el Opus Dei, el Señor regaló a su Iglesia un camino, una espiritualidad «diseñada» para encarnarse en todo tipo de paisajes cotidianos, para fusionarse con el trabajo y la vida normal y corriente de personas muy distintas. San Josemaría expuso este mensaje en muchos escritos, homilías, encuentros de familia, viajes de catequesis, etc. En Surco se recoge una hermosa síntesis del espíritu que Dios le transmitió: «De lejos –allá, en el horizonte– parece que el cielo se junta con la tierra. No olvides que, donde de veras la tierra y el cielo se juntan, es en tu corazón de hijo de Dios»73. Son palabras que dejan entrever cómo, aunque la vocación al Opus Dei llena a las personas de iniciativa, de ganas de mejorar su entorno, no las lleva fundamentalmente a hacer cosas, o a hacer más cosas de las que ya llevan entre manos. Las lleva sobre todo a hacerlas de otro modo, estando con Dios en todo lo que hacen, procurando compartir todo con Él. «Hijos míos, seguir a Cristo (…) es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con san Pablo: "No vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 10)»74.
Uno de los primeros supernumerarios recuerda su sorpresa cuando el Fundador de la Obra le dijo: «Dios te llama por caminos de contemplación». Para él, que estaba casado y con hijos, y que tenía que luchar por sacar adelante su familia, fue «un verdadero descubrimiento»75. En otra ocasión, san Josemaría aconsejaba: «Habla, habla con el Señor: "Que me canso, Señor, que no puedo más. Señor, que esto no me sale; ¿cómo lo harías?"»76. Eso, precisamente, es la contemplación en medio del mundo: una mirada profunda y cariñosa a la realidad, que se nutre de la mirada de Dios, por un diálogo continuo con Él. En pocas palabras: «Cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios»77. Y esta cercanía, esta amistad tan intensa con Él, es la raíz de la que brotan dos rasgos que, aun sin ser exclusivos de la vocación a la Obra, tienen un relieve particular para los cristianos a los que Dios llama por este camino: la llamada a ser apóstoles, a dar a conocer a Cristo, y la misión de transformar y reconciliar el mundo con Dios a través de su trabajo.
Antes de detenernos en ellos, sin embargo, surge lógicamente una pregunta: si la santidad es para todos, si el Señor manda a todos los cristianos a comunicar el Evangelio, ¿qué es entonces lo específico de la vocación al Opus Dei como respuesta a la llamada a encontrar a Dios en medio del mundo?
Es relativamente sencillo explicarlo si tenemos en cuenta que las diversas vocaciones cristianas son cauces de la vida y la vocación comunicadas por el bautismo. Concretamente, «la vocación al Opus Dei recoge, acoge, encauza la entrega o dedicación a Dios y a los demás que es reclamada por la vocación cristiana; lo único que se añade de peculiar es, precisamente, el cauce: que esa dedicación se lleva a cabo formando parte de una concreta institución de la Iglesia (el Opus Dei): con una determinada espiritualidad y con unos precisos medios formativos y apostólicos»78, que se dirigen en particular a servir a Dios y a los demás a través del trabajo y de las cosas normales de todos los días. Dicho de otro modo: quien descubre y acoge su llamada al Opus Dei se decide a dar su vida por los demás (esa es la esencia de la vida cristiana), y cuenta con un camino para acometer ese reto, de la mano de Dios, y con la ayuda de una gran familia. Por eso está dispuesto a poner todo lo que pueda de su parte para que este carisma alimente su vida interior, ilumine su inteligencia, enriquezca su personalidad… de modo que pueda efectivamente encontrar a Dios en su vida y, a la vez, compartir ese hallazgo.
En resumen, la iluminación divina del dos de octubre de 1928, junto con otras que la siguieron, mostraron a san Josemaría que debía dedicar su vida a promover entre los cristianos la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad y al apostolado. Y a hacerlo promoviendo una institución, el Opus Dei, integrada por cristianos como los demás: gente corriente que, acogiendo la llamada divina a hacer suyo ese ideal, dieran testimonio con su propia vida de que es posible encontrar a Dios en la realidad de cada día.
Viendo a la multitud que le seguía, Jesús siente compasión por todas aquellas personas a las que ve como ovejas sin pastor (cfr Mt 9, 36). «Se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19, 28), tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo»79.
La vocación a la Obra supone un fuerte «contagio» de esa hambre y sed de Dios. Cuando san Josemaría se esforzaba por sacar adelante la primera residencia, había quienes le encarecían a no precipitarse. En un retiro anotaba: «Prisa. No es prisa. Es que Jesús empuja»80. Le urgía, como a san Pablo, el amor de Cristo (Cfr. 2Cor 5, 14). Y con esa misma urgencia serena quiere Dios que llamemos a la puerta de cada uno y de cada una: «¡Date cuenta, quienquiera que seas, de que eres amado!»81. Y esto con normalidad, con naturalidad, queriendo y dejándose querer por todos, ayudando, sirviendo, transmitiendo lo que sabemos, aprendiendo, compartiendo retos y trabajos, problemas y angustias, creando lazos de amistad… Ahí donde nacemos, donde trabajamos, donde descansamos, donde compramos, podemos ser fermento, levadura, sal, luz del mundo.
Dios no llama a su Obra a superhéroes. Llama a gente normal, con tal de que tengan un corazón grande y magnánimo, un corazón en el que quepan todos. Así lo vislumbraba ya san Josemaría en un texto de los primeros años, pensando en quienes podrían recibir la llamada de Dios a la Obra: «No caben: los egoístas, ni los cobardes, ni los indiscretos, ni los pesimistas, ni los tibios, ni los tontos, ni los vagos, ni los tímidos, ni los frívolos. Caben: los enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas»82. En resumen, quienes descubren que Dios los llama por este camino pueden ser personas con defectos, con limitaciones, con miserias; basta que estén llenos de ideales grandes, ansias de amar y de pegar a los demás el amor de Dios.
«Tanto amó Dios al mundo –leemos en el evangelio de san Juan– que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Dios ama apasionadamente su creación: el mundo no solo no es un obstáculo para la santidad, sino que es su lugar nativo. Y el mensaje de la Obra lleva en su entraña esta convicción: podemos ser santos no a pesar de vivir en el mundo, sino precisamente con ocasión de él, profundamente metidos en él. Porque el mundo, esa misteriosa amalgama de grandezas y miserias, de amor y odio, de rencor y perdón, de guerras y paz, «está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19).
Para hablar de nuestra relación con el mundo, el Génesis se sirve de dos verbos: «guardar» y «cultivar» (cfr. Gn 2, 15). Con el primero, que se emplea también para expresar el cumplimiento de los mandamientos, el Señor nos hace responsables del mundo; nos dice que no podemos usarlo de un modo despótico. Con el segundo, «cultivar», que significa tanto «trabajar» (habitualmente la tierra), como «dar culto» (cfr. Nm 8, 11), Dios une el trabajo a la adoración: trabajando no solo nos realizamos, sino que también damos un culto agradable a Dios, porque amamos el mundo como lo ama Él. Santificar el trabajo es por eso, en definitiva, hacer el mundo más bello, hacer espacio en él para Dios.
Él mismo ha querido guardar y cultivar el mundo que salió de sus manos de Creador, trabajando con manos de hombre, de criatura. Si durante siglos los años de la vida oculta del Señor en el taller de Nazaret se percibieron como años de oscuridad, sin brillo, a la luz del espíritu de la Obra se hacen «claros como la luz del sol (…), resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección»83. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a meditar con frecuencia esa parte de la vida del Señor, que nos recuerda el crecimiento del grano de trigo, escondido y silencioso. Así crecía Jesús –él mismo se compararía más tarde al grano de trigo (cfr. Jn 12, 24)– en el taller de José y el de su Madre, en aquel taller-hogar, sabiendo que su Padre le llamaba a hacer la Redención precisamente ahí en ese momento.
La vida sencilla de la Sagrada Familia muestra cómo hay trabajos que, aunque parecen insignificantes, a los ojos de Dios tienen un valor inmenso, por el amor, el cuidado y las ganas de ser útil que se pone en ellos. En definitiva, porque los hacemos con «sentido vocacional»: «Cuando uno descubre que Dios lo llama a algo, que está hecho para eso –sea la enfermería, la carpintería, la comunicación, la ingeniería, la docencia, el arte o cualquier otro trabajo– entonces será capaz de hacer brotar sus mejores capacidades de sacrificio, de generosidad y de entrega»84. Por eso, «santificar el trabajo no es hacer algo santo mientras se trabaja, sino precisamente hacer santo el trabajo mismo»85. De esta manera, «el trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios (…) en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios»86.
Para dar fruto, el grano necesita esconderse, desaparecer. Así veía su vida san Josemaría: «ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»87. Y así también quiere Dios que vean su vida todos los hombres y las mujeres que Él llama y seguirá llamando a la Obra. Como los primeros cristianos: personas normales y corrientes que, si armaron ruido, no lo hicieron para cosechar aplausos, sino para que Dios pudiera lucirse. Personas que, sobre todo, «vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo (…): sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»88.
Eduardo Camino - Carlos Ayxelà
«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Así cuenta el primer relato del Génesis el origen del hombre y la mujer: Dios los crea a la vez. Ambos poseen la misma dignidad, porque son su viva imagen. El segundo relato se detiene de nuevo en este evento (Gn 2, 7-25), pero lo hace como a cámara lenta: Dios crea primero al varón y lo pone en el jardín de Edén. El mundo reverbera belleza en todos sus detalles: el cielo, las aguas del mar, los ríos que atraviesan las montañas y los árboles de todo tipo de especies. Un escenario extraordinario ante el que, sin embargo, Adán se siente solo.
Para sacarlo de esa soledad, el Señor crea toda la variedad de criaturas vivientes que pueblan el Paraíso: las aves del cielo, los peces que surcan los mares, los animales terrestres. Pero nada de todo eso parece bastar al hombre. Es entonces cuando Dios decide concederle una «ayuda adecuada» (Gn 2, 18) y, del propio costado del varón, crea a la mujer. Por fin, Adán descubre unos ojos que le devuelven una mirada como la suya: «¡Esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne!» (Gn 2, 23). Este encuentro le llena de gozo, pero sobre todo ilumina su identidad: le dice de un modo nuevo quién es. Algo le faltaba al hombre, que solo otra persona como él le podía dar.
Estas páginas del Génesis recogen verdades fundamentales sobre el ser humano; y, más que con una reflexión teórica, las expresan de un modo narrativo, con un lenguaje simbólico. La soledad de Adán tiene por eso un hondo significado antropológico. San Juan Pablo II decía que todo hombre y toda mujer participan de esa soledad originaria; en algún momento de su vida tienen que enfrentarse a ella89. Cuando Dios dice «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18), se refiere en realidad a ambos90: tanto el varón como la mujer necesitan un auxilio para salir de esa soledad, un cauce para caminar juntos hacia la plenitud que les falta. Y eso es el matrimonio.
Cuando, siglos después, Jesús recuerde a los fariseos cómo eran las cosas «en el principio», se referirá precisamente a este pasaje de la Biblia (cfr. Mt 19, 1-12). El matrimonio cristiano es una llamada de Dios que invita a un hombre y a una mujer a caminar juntos hacia Él. Y no solo juntos, sino además uno a través del otro. El cónyuge es, para una persona casada, camino imprescindible hacia Dios; un camino en el que la carne se convierte en escenario de comunión y de entrega amorosa, materia y espacio de santificación. El amor matrimonial es, así, un encuentro de cuerpos y almas que embellece y transfigura el cariño humano: le da, con la gracia del sacramento, un alcance sobrenatural.
Al mismo tiempo, el amor entre un hombre y una mujer apunta más allá de sí mismo. Cuando es verdadero, es siempre un caminohacia Dios, no una meta. La meta sigue siendo la plenitud que solo se encuentra en Él. Por eso, no tiene nada de extraño que alguien casado pueda sentir algunas veces aquella soledad originaria. Sin embargo, este sentimiento no significa, como a veces se presenta, que el amor se haya acabado y que deba empezar otra historia, porque tampoco esa nueva historia sería suficiente. Más bien, es un signo de que el corazón humano tiene una sed que solo puede apagar completamente el amor infinito de Dios.
En ese mismo diálogo sobre el matrimonio, tras recordar la enseñanza del Génesis, Jesús da un paso más. La entrega mutua del hombre y la mujer es un hermoso camino que lleva a Dios. Sin embargo, no es el único posible. El Señor habla de quienes, por un don especial, renuncian al matrimonio «por el Reino de los Cielos» (Mt 19, 12). Él mismo recorrió esa vía: permaneció célibe. En su vida no tenía razón de ser una mediación hacia Dios: «el Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30); «yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 11). Y Jesús no solo recorrió esta vía, sino que quiso Él mismo convertirse en Camino para que muchas otras personas pudieran amar de ese modo, que «solo puede tener sentido a partir de Dios»91.
La historia de la Iglesia está llena de historias de personas que han acogido la llamada del Señor a identificarse con Él también en este aspecto: algo muy de Jesús, que pertenece a la entraña de su vida, aunque no sea por eso para todos los cristianos. No despreciaban el matrimonio quienes, ya desde los primeros siglos, respondieron a la llamada al celibato. Quizá incluso ese otro camino los había llegado a ilusionar tanto como el que iban a emprender. Pero precisamente por eso, porque percibían la vida matrimonial como algo hermoso, podían entregar ese proyecto a Dios con una alegría radiante. «Sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad (…) {el} amor humano –escribe san Josemaría– puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús (cfr. Mt 19, 11), que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno»92. De algún modo, a quienes llama al celibato Dios les hace descubrir la fuente y la meta de todo auténtico amor. Son alcanzados de una manera especial por el Amor que llenaba el corazón de Jesús y que se ha volcado sobre su Iglesia.
El celibato es, pues, un camino que refleja la gratuidad del amor de Aquel que siempre da el primer paso (cfr. 1Jn 4, 19). Aunque las personas célibes parecen recortar su libertad al ofrecer a Dios la posibilidad de formar una familia, en realidad la ensanchan: su abandono en las manos de Dios, su disposición a dejar por Él «casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras» (Mt 19, 29), los hace, de un modo particular, «libres para amar»93. Como hace una persona casada, deben custodiar su corazón, para que el amor que llevan dentro no se desvíe de Dios, y para darlo a los demás. Sin embargo, su entrega no se concentra en la persona del cónyuge, sino en Cristo, que los envía al mundo entero, para transmitir «los latidos de su Corazón amabilísimo»94 a las personas concretas que los rodean.
Así fue la vida de Jesús. Él no se sentía solo, porque se sabía acompañado siempre de su Padre: «Te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11, 41-42). Para nosotros, en cambio, el riesgo de la soledad permanece, pero Cristo está siempre dispuesto a llenar nuestro corazón. Eso es lo que significa ser santo. Por eso decía san Josemaría que Dios le había dado «la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo»95. En unas líneas en las que se percibe el sabor de lo vivido, escribía: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un "crescendo" de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»96.
En la última cena, pocas horas antes de entregar su vida, Jesús abre su corazón a los apóstoles: «Nadie tiene amor más grande –les dice– que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Estas palabras, que concentran todo su amor por los hombres, son a la vez una llamada. El Señor dice por eso a los apóstoles: «A vosotros os llamo amigos» (Jn 15, 15). Ellos son, como todos los hombres, destinatarios de su amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1), pero también son amigos de un modo especial. «El Amigo» los invita a hacer como Él97: a dar también la vida por sus amigos. Estas palabras se encuentran, sin duda, en el origen de toda vocación cristiana; pero siempre han resonado de un modo especial en el corazón de quienes lo han seguido dejándolo todo.
La Cruz será el lugar de la mayor manifestación del Amor. En esta escena sublime emerge con fuerza, junto a María y las santas mujeres, la figura del apóstol Juan. «A la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte»98. Desde la aurora de la adolescencia había vibrado en su corazón el amor a Jesús. Sabemos cómo guardaba en su memoria el recuerdo del día en que había encontrado al Señor. «Juan cruzó su mirada con la de Cristo, lo siguió y le preguntó: Maestro, ¿dónde vives? Se fue con Él, y estuvo con el Maestro todo el día. Luego lo cuenta, a la vuelta de los años, con un candor encantador, como un adolescente que hace un diario en el que vierte el corazón y apunta hasta la hora: hora autem erat quasi decima… Se acuerda hasta del momento preciso en que le miró Cristo, de cuándo le atrajo Cristo, de cuándo no se resistió a Cristo, de cuándo se enamoró de Cristo»99.
Quizá no fue una sorpresa para Jesús encontrar a su Madre al pie de la Cruz. De una manera o de otra, siempre había permanecido a su lado. Una madre es siempre la que sostiene a su hijo. Sin embargo, junto a ella, la mirada del Señor descubre a un amigo: Juan. En medio de la angustia de aquella hora, sus ojos se encuentran. ¡Qué gozo tan enorme debió producir en el corazón del Señor! Y es precisamente entonces, nos dice el Evangelio, al verlo junto a su Madre, cuando el Señor introduce a Juan en la relación única que existía entre María y Él. «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: –Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: –Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).
Años más tarde, Juan escribiría: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Esta afirmación sorprendente nace de su vivencia personal. Juan se sabía profundamente amado por Jesús. Era algo que lo llenaba y que daba un sentido nuevo a su existencia: llevar ese mismo amor a todo el mundo. «Juan –decía san John Henry Newman– tuvo el privilegio indescriptible de ser el amigo de Cristo. Y de este modo aprendió a amar a los demás; primero su afecto estuvo concentrado, y después pudo expandirse. Tuvo además el encargo solemne y reconfortante de cuidar a la Madre de nuestro Señor, la Santísima Virgen, tras su partida. ¿No tenemos aquí las fuentes secretas de su especial amor por sus hermanos? Aquel a quien el Salvador favoreció con su afecto, para confiarle además la misión de hijo de su Madre ¿podía ser otra cosa que un memorial y un modelo (en la medida en que un hombre puede serlo) de amor profundo, contemplativo, ferviente, sereno, ilimitado?»100.
Despertar corazones
La entrega del corazón entero a Dios no surge simplemente de una decisión personal: es un don, el don del celibato. De igual modo, no es una renuncia lo que lo define, sino el deseo que nace de un descubrimiento: «El Amor… ¡bien vale un amor!»101. El corazón adivina un Amor incondicional, un Amor que lo estaba esperando, y quiere entregarse a Él con esa incondicionalidad, en exclusiva. Y no simplemente para experimentarlo y disfrutarlo, sino para darlo también a muchas otras personas. Como san Juan, que no solo disfrutó del amor de Jesús, sino que procuró que ese mismo Amor se extendiera por el mundo entero. Para el discípulo amado, era la consecuencia natural: «Si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4, 11).
A veces el celibato se asocia fundamentalmente a la dedicación de tiempo, como si esa entrega total se justificara por una cuestión de eficacia: para sacar adelante ciertas obras de apostolado, para no tener otros compromisos. Sin embargo, esa perspectiva es reductiva. El celibato no nace de consideraciones prácticas sobre la disponibilidad para la evangelización, sino de una llamada de Cristo. Es una invitación a vivir de modo particular el estilo de vida de su corazón: a amar como Cristo, a perdonar como Cristo, a trabajar como Cristo; más aún, a ser el mismo Cristo –ipse Christus– para todas las almas. Por eso, «las razones puramente pragmáticas, la referencia a la mayor disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una forma de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y las molestias necesarias para aceptarse y soportarse mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar a un empobrecimiento espiritual o a una dureza de corazón»102.
El celibato no es, pues, una soledad de torre de marfil, sino una llamada a acompañar, a despertar corazones. ¡Cuántas personas hay en el mundo que no se sienten importantes, que piensan que su vida no es valiosa, y que a veces caen en comportamientos extraños, porque están buscando en el fondo un poco de amor! Quien recibe el don del celibato sabe que está en el mundo también para acercarse a todas ellas y descubrirles el amor de Dios: para recordarles su valor infinito. Así, el corazón célibe es fecundo del mismo modo en que lo es el corazón compasivo y misericordioso de Jesús. Ante cada persona, procura descubrir el mismo bien que el Señor sabía descubrir en quienes se acercaban a Él. No ve una pecadora, un leproso, un despreciable publicano… sino la maravilla de una criatura amada por Dios, elegida por Dios, de inmenso valor.
De este modo, aunque quien vive el celibato no tiene hijos naturales, se hace capaz de una paternidad profunda y real. Es padre –o madre– de muchos hijos, porque «paternidad es dar vida a los demás»103. Sabe que está en el mundo para cuidar de los demás, mostrándoles, con su vida misma y con su palabra cercana, que solo Dios puede saciar la sed que experimentan. «Nuestro mundo (…), donde Dios entra en el mejor de los casos como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio»104.
El don divino del celibato no es como un sortilegio, que transforma la realidad inmediatamente y para siempre. Dios lo concede, más bien, a modo de una semilla que debe crecer paulatinamente en tierra buena. El celibato es, como toda vocación, don y tarea. Es camino. Por eso, no basta la decisión de entregarse a ser célibe por el reino de los Cielos para que el corazón se transforme automáticamente. Es preciso un empeño continuo por arrancar las malas hierbas, por estar al tanto de insectos y parásitos. La gracia divina actúa siempre en la naturaleza, sin negarla ni suplantarla. En otras palabras, Dios cuenta con nuestra libertad y con nuestra historia personal. Y es precisamente ahí, en ese escenario de barro y gracia, donde crece silenciosamente el hermoso don de un corazón virginal. Donde crece… o donde se echa a perder.
Como el hijo menor de la parábola, incluso los que están llamados a una mayor intimidad con Dios pueden un día sentirse hastiados, vacíos. Aquel joven decidió marcharse a un lugar lejano (cfr. Lc 15, 13), porque en la casa de su padre notaba un vacío interior. Fue necesario que llegara hasta lo más bajo, para que, por fin, abriera los ojos y cayera en la cuenta del estado de esclavitud en el que había caído. Es interesante notar que, según el texto evangélico, el motivo por el que volvió no fue muy espiritual: tenía hambre, hambre biológica, física. Echaba de menos el pan tierno de la casa de su padre. Cuando por fin regresó, su padre lo estaba esperando y, «corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15, 20). El hijo había imaginado casi un juicio formal (cfr. Lc 15, 18-19); en cambio, encuentra un abrazo lleno de vida. Descubre –quizá con más claridad que nunca– su identidad más profunda: es hijo de tan buen Padre.
Otras veces el hastío puede tomar una forma más sutil, pero tal vez más insidiosa: puede suceder que, permaneciendo en la casa de su padre, uno se sienta más siervo que hijo, como el hermano mayor de la parábola, que «vivía en su casa, pero no era libre, porque su corazón estaba fuera»105. En ambos casos, el camino para salir de la tristeza es volver los ojos al Padre y al amor que nos tiene. El hambre del alma lo sacia Dios con el Pan de la Eucaristía, en el que encontramos a Aquel que se ha hecho uno de nosotros, para que podamos quererle como Amigo. Allí podemos saciarnos y, de esa forma, mantener el corazón encendido en un amor que es «fuerte como la muerte» (Ct 8, 6).
Juan permaneció junto a la Cruz de Jesús, y estuvo presente también en su Ascensión, «aquel día en que una aparente despedida fue en verdad el comienzo de una nueva cercanía»106. El Maestro tenía que separarse físicamente de sus discípulos, a los que había amado hasta el extremo, para poder amarlos aún más de cerca, a ellos y a cada una de las personas que creerían en Él. Ese es el secreto de un corazón célibe: dejar un amor en la tierra para llenar con la luz de su Amor el mundo entero.
Carlos Villar
Cuando san Josemaría empezó a hablar de vocación al matrimonio, hace ya casi un siglo, la unión de estos dos conceptos solía generar desconcierto, cuando no hilaridad: como si hablara de un pájaro sin alas o de una rueda cuadrada. «¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación»107. En la mentalidad de entonces, y a veces aún en la de hoy, «tener vocación» significaba dejar la normalidad de la vida para poder servir a Dios y a la Iglesia. Dejar de un modo u otro lo habitual, que para la mayor parte de las personas pasa por tener familia, hijos, casa, trabajo, compras, facturas, lavadoras, imprevistos, risas, peleas entre hermanos, tardes en urgencias, sobras en la nevera.
Todo este sinfín de cosas, variado e imprevisible como la vida misma, no solo cabe en esa «rueda cuadrada» de la vocación matrimonial, sino que encuentra en ella su mejor versión posible. El «sentido vocacional del matrimonio»108 parte precisamente de la convicción de que Dios bendice la normalidad de la vida familiar y quiere habitar en ella. «Tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel», dice el salmo que Jesús incoa desde la Cruz (Sal 22, 4). Dios, el Santo, quiere vivir en medio de las vidas normalísimas de las familias. Vidas llamadas a convertirse, por el cariño, en alabanzas a Él: en cielo, aun con todos los «defectos de fabricación» de esta sede provisional que es la vida. Por eso, «no dejes ir un día / sin cojerle un secreto, grande o breve. / Sea tu vida alerta / descubrimiento cotidiano. / Por cada miga de pan duro / que te dé Dios, tú dale / el diamante más fresco de tu alma»109.
Aquel joven se reía al oír hablar de vocación matrimonial, pero no pudo evitar quedarse pensativo. La «provocación» iba acompañada, por lo demás, de un consejo: «Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías»110. Aludía así san Josemaría al único relato de la Biblia que habla de este Arcángel, por quien tenía un especial cariño; tanto, que le confió desde muy pronto su apostolado con los jóvenes111. «Es encantador el libro de Tobías»112, decía una vez. Aunque todo el relato del libro gira en torno a un viaje, de hecho nos permite entrar de lleno en la vida de dos hogares, y asistir al nacimiento de un tercero. E incluso el viaje mismo participa de ese ambiente casero, con un detalle que no ha pasado desapercibido a los artistas a lo largo de los siglos: este libro es también el único lugar de la Escritura en el que aparece un perro doméstico, que acompaña a Tobías y a san Rafael de inicio a fin de su periplo (cfr. Tb 6, 1; 11, 4).
Al marcharse Tobías, su padre lo bendice con estas palabras: «Que el Dios del cielo os proteja y devuelva sanos. Que su ángel os acompañe y proteja» (Tb 5, 17). San Josemaría las parafraseaba al dar su bendición a quienes emprendían un viaje: «Que el Señor esté en tu camino, y su ángel te acompañe»113. Y viaje –el verdadero viaje, el más decisivo– es el camino de la vida, por el que caminan juntos quienes se entregan mutuamente en el matrimonio, respondiendo a un sueño de Dios que se remonta al origen del mundo114. Qué necesario es, pues, descubrir a los jóvenes, y redescubrir también a la vuelta de muchos años de viaje, «la belleza de la vocación a formar una familia cristiana»115: la llamada a una santidad que no es de segunda, sino de primera.
La vocación personal despierta con un descubrimiento sencillo pero cargado de consecuencias: la convicción de que el sentido, la verdad de nuestra vida, no consiste en vivir para nosotros mismos, para nuestras cosas, sino para los demás. Uno descubre que en su vida ha recibido mucho amor y que está llamado a eso mismo: a dar amor. Y que solo así se encontrará verdaderamente a sí mismo. Dar amor, no simplemente en los ratos libres, como para tranquilizar la conciencia: convertir el amor en nuestro proyecto vital, en el centro de gravedad de todos los demás proyectos (los que logren quedarse en órbita).
Antes y después de su matrimonio con Sara, el joven Tobías recibe varios consejos en esa dirección: son llamadas a lo más noble que hay en él. Su padre Tobit, que le envía de viaje para procurarle un dinero de cara al futuro (cfr. Tb 4, 2), se preocupa por transmitirle en primer lugar su herencia más importante; lo que él ha valorado más en su vida: «Respeta a tu madre, no la abandones mientras viva. Complácela, no entristezcas nunca su corazón (…). Guárdate, hijo, de la fornicación (…). Si algo te sobra, dalo con generosidad al pobre, y que tu ojo no mire cuando des limosna (…). Alaba al Señor Dios en todo tiempo, ruégale que oriente tu conducta. Así tendrás éxito en tus empresas y proyectos» (Tb 4, 3-19). Semanas más tarde, Tobías, recién casado, emprende el camino de vuelta a la casa de sus padres, y su nueva suegra Edna se despide así de él: «Delante del Señor te confío a mi hija. No le hagas daño jamás. Ve en paz, hijo. Desde ahora soy tu madre y Sara tu mujer» (Tb 10, 13).
«No entristezcas su corazón (…). No le hagas daño jamás». Dios llama a los esposos a protegerse, a cuidarse, a desvivirse: ahí radica el secreto de su realización personal, que precisamente por eso no puede ser solo autorealización. Vivir, en toda la profundidad del término, significa dar vida. Así vivió Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Así vivieron también San José y Santa María, con el amor más sencillo, tierno y delicado que habrá existido sobre la tierra, cuidando el uno del otro, y cuidando sobre todo de la Vida hecha carne. Y así quiere Dios que vivamos sus discípulos, para que allí donde estemos irradiemos su alegría, sus ganas de vivir. Ese es el núcleo del sentido de misión cristiano.
«Nuestras ciudades –dice el Papa Francisco– se han desertificado por falta de amor, por falta de sonrisas. Muchas diversiones, muchas, muchas cosas para perder el tiempo, para hacer reír, pero falta el amor. Y es especialmente la familia, y es ¡especialmente la familia! aquel papá, aquella mamá que trabajan y con los niños… La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades, y esta es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica y política es capaz de reemplazar esta aportación de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos»116.
Vivir significa dar vida. Este descubrimiento, que puede darse ya en la adolescencia, pero que a veces no llega hasta muy tarde, marca el verdadero paso de la infancia a la madurez humana. Se podría decir que solo entonces uno empieza a ser verdaderamente persona; que solo entonces empieza verdaderamente la vida. Porque «vivir es desear más, siempre más; desear, no por apetito, sino por ilusión. La ilusión, ésta es la señal de vida; amar, esto es la vida. Amar hasta el punto de poder darse por lo amado. Poder olvidarse de sí mismo, esto es ser uno mismo; poder morir por algo, esto es vivir. El que sólo piensa en sí no es nadie, está vacío; el que no es capaz de sentir el gusto de morir, es que ya está muerto. Sólo el que puede sentirlo, el que puede olvidarse a sí mismo, el que puede darse, el que ama, en una palabra, está vivo. Y entonces no tiene sino que echar a andar»117.
Desde esta luz, la vocación matrimonial aparece como algo bien distinto de «un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad»118. Sin duda, la personalidad solo se despliega verdaderamente cuando uno es capaz de entregarse a otra persona. La vida matrimonial, además, es fuente de muchas satisfacciones y alegrías; pero a nadie se le escapa que trae consigo también problemas, exigencias, decepciones. No se le escapa a nadie y, sin embargo, qué fácil es «escaparse» de esa cara menos bonita del amor: qué fácil es desdeñar las migas de pan duro.
Un contraste puede ayudar a considerarlo. Por un lado, la perfección sin tacha de ciertas celebraciones de bodas, estudiadas hasta el último detalle para dar toda la solemnidad posible a un evento único en la vida, y quizá también para afianzar el prestigio social de la familia. Por otro, el desencanto y el descuido que fácilmente pueden filtrarse a la vuelta de los meses o de los años, ante la imperfección de la vida familiar en su despliegue cotidiano: cuando surgen problemas, cuando se descubren los defectos de la otra persona, y uno y otro parecen incapaces de hablar, de escucharse, de curar heridas, de derrochar cariño. Puede nublarse entonces el «sentido vocacional del matrimonio», por el que se sabían llamados a dar lo que son… a ser padre, madre, marido, mujer… de vocación. Y qué lástima entonces: una familia a la que Dios querría feliz, aun en medio de las dificultades, se queda a medio camino, «aguantando». La novedad que estaba queriendo nacer en el mundo con su amor mutuo, con su hogar… la novedad, la verdadera vida, parece entonces estar en otra parte. Y sin embargo está a la vuelta de la esquina, aunque la esquina esté algo desconchada, como acaba por sucederle a cualquier esquina, que simplemente está pidiendo un poco de cariño y atención.
El día en que un hombre y una mujer se casan, responden «sí» a la pregunta acerca de su amor recíproco. Sin embargo, la verdadera respuesta llega solo con la vida: la respuesta se debe encarnar, se debe hacer a fuego lento en el «para siempre» de ese sí mutuo. «Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida (…): ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad? (…) Uno al final responde con su vida entera»119. Y ese sí de la vida entera, conquistado una y otra vez, se va volviendo cada vez más profundo y auténtico: va transformando la inevitable ingenuidad de los inicios en una inocencia lúcida, pero sin cinismo; en un «sí, cariño» que sabe, pero que ama.
La profundidad de este sí, irrenunciable para encontrarse de verdad con el amor, es también el motivo por el que la Iglesia persiste a contracorriente en su enseñanza acerca del noviazgo y de la apertura de los esposos a la vida. Aunque esto le valga las críticas de trasnochada y severa, insiste con paciencia porque sabe que Dios la llama a custodiar el amor personal, especialmente en su «lugar nativo»120. La Iglesia no defiende con esto una verdad abstracta, como de manual: más bien protege la verdad concreta de las vidas, de las familias; protege las relaciones entre las personas de la verdadera enfermedad mortal… un veneno que se filtra sutilmente, vestido al inicio de romance y de triunfo, hasta desenmascararse de golpe, quizá a la vuelta de los años, como una jaula insoportable… sobre todo si se ha apoderado de los dos: el egoísmo.
Hay, sí, una aparente magnanimidad y alegría de vivir en quien se dice sin más: «Voy a gozar todo lo que pueda de mi cuerpo y de quien quiera disfrutar conmigo». Es un modo de ver la vida en el que se oye como un eco del Génesis: la juventud es una fruta sabrosa… ¿por qué no habría de comerla? ¿por qué querría Dios quitarme esa dulzura de la boca? (cfr. Gn 3, 2.6). Los jóvenes cristianos no son de cartón: sienten ese mismo atractivo, pero adivinan algo de espejismo; quieren ver con más profundidad. Con su esfuerzo por guardar puro su amor, o por reconquistar la inocencia que quizá perdieron, se preparan para amar sin poseer al otro, para amar sin consumir. De un modo u otro, se preguntan: «¿Con quién voy a compartir estas ganas de vivir que noto bullir dentro de mí? ¿Es realmente esta la persona? ¿De verdad nos vamos a querer, o solo estamos bien juntos?». Saben que con su cuerpo van a dar también su corazón, su persona, su libertad. Saben que todo eso solo cabe realmente dentro de un sí «para siempre»; saben que ni ellos ni nadie valen menos que un sí «sin términos y condiciones»; y que a falta de una decisión así no están preparados para hacer ese regalo, ni lo están los demás para recibirlo: sería un regalo que los dejaría vacíos por dentro, aunque solo lo descubrieran con el paso del tiempo.
La misma lógica de fondo late en la vocación del célibe, que también ama a Dios con su cuerpo, porque se lo entrega día a día. Sí, matrimonio y celibato se iluminan y se necesitan mutuamente. Ambos irradian la lógica de una gratuidad que solo se entiende desde Dios, desde la imagen de sí que Dios ha puesto en nosotros, por la que nos sabemos un don y vemos en los demás un don a custodiar: en los padres, en los hijos, en los abuelos, en todos.
Cuando Jesús revela esta profundidad del amor, sus discípulos se quedan perplejos, hasta el punto de que tiene que decirles: «No todos entienden esto; solo los que han recibido ese don» (Mt 19, 11). Los jóvenes y los padres cristianos, aunque a veces puedan percibir incomprensión a su alrededor, deben saber que en el fondo muchos los admiran, aunque a veces no sepan muy bien por qué. Los admiran porque con su amor sincero están irradiando la alegría y la libertad del amor de Dios, que laten «con gemidos inefables» (Rm 8, 26) en los corazones de cada hombre y de cada mujer.
El nombre de Rafael significa «Dios cura», es decir, «Dios cuida». La intervención del Arcángel en la historia compartida de Tobit, Ana, Tobías y Sara presenta de modo visible una realidad habitualmente imperceptible: la protección de Dios sobre las familias, la importancia que Él da a que salgan adelante felices (cfr. Tb 12, 11-15). Dios quiere estar cerca de nosotros, aunque a veces no le dejemos, porque no queremos verdaderamente tenerle cerca. En la historia del hijo pródigo, que se fue «a un país lejano» (Lc 15, 13), podemos reconocer no solo historias individuales, sino también historias sociales y culturales: un mundo que se aleja de Dios y que se convierte así en un entorno hostil, en el que muchas familias sufren, y a veces naufragan. Con todo, como el padre de la parábola, Dios no se cansa de esperar: siempre acaba dando con el modo de habitar esas realidades, a veces trágicas, volviendo al encuentro de cada persona, aunque sean muchas las heridas que curar.
También el libro de Tobías nos muestra cómo la cercanía y la solicitud de Dios por las familias no significa un amparo de toda dificultad, interna y externa. Tobit, por ejemplo, es un hombre íntegro, incluso heroico; y sin embargo Dios permite que se quede ciego (cfr. Tb 2, 10). Su mujer tiene entonces que conseguir ingresos para la familia, y sucede que en una ocasión le regalan, con la paga, un cabrito. Tobit, quizá desde un humor algo avinagrado por su minusvalía, cree que su mujer lo ha robado, y desata así, sin querer, una tormenta doméstica. Nos lo cuenta él en primera persona: «No la creí y, avergonzado por su comportamiento, insistí en que lo devolviera a su dueño. Entonces ella me replicó: "¿Dónde están tus limosnas y buenas obras? Ya ves de qué te han servido"» (Tb 2, 14). Ante la dureza de esta respuesta, Tobit se queda «con el alma llena de tristeza»; se pone entonces a rezar entre sollozos, y pide a Dios que le lleve consigo (cfr. Tb 3, 1-6).
Con todo, Tobit sigue esforzándose por contentar a su mujer, aunque no siempre lo logre. Así, por ejemplo, cuando Tobías está ya emprendiendo su camino de regreso, felizmente casado y con el dinero que su padre le había encargado recuperar, su madre Ana, que desde el inicio era contraria a la idea del viaje, se teme lo peor: «Mi hijo ha muerto. Mi hijo ya no vive (…). ¡Ay de mí, hijo, luz de mis ojos! ¿Por qué te dejaría marchar?». Tobit, que también está preocupado, intenta calmarla: «¡Calla!, mujer, no te preocupes. Seguro que está bien. Habrán tenido que retrasarse. Pero su compañero es hombre de confianza y pariente nuestro. No te inquietes por él, mujer, que volverá pronto». Sin embargo, sus razones no surten efecto. «¡Déjame! No me vengas con engaños. Mi hijo ha muerto», responde Ana. Con todo, en una incoherencia muy maternal, sigue secretamente esperando su regreso: «Día tras día se asomaba al camino por donde su hijo había marchado. No hacía caso a nadie. Cuando se ponía el sol, volvía a casa y pasaba las noches sin poder dormir, lamentándose y llorando» (Tb 10, 1-7).
Es reconfortante ver que, a distancia de milenios, los problemas cotidianos de las familias no han cambiado demasiado. Incomprensiones, faltas de comunicación, angustias por los hijos… «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban»121. El enamoramiento inicial –esa fuerza que lleva a ilusionarse con el proyecto de formar una familia– tiende a dejar casi todos los defectos del otro en un ángulo muerto. Pero bastan unas semanas de convivencia constante para darse cuenta de que nadie llegó perfecto al día de la boda. La vida matrimonial es, por eso, un camino de conversión en tándem, en equipo. Con tal de que marido y mujer se sigan dando cada día una nueva oportunidad, los corazones de uno y otro se irán haciendo cada vez más bellos, aunque se mantengan, e incluso cristalicen, algunos de sus límites.
Dice una antigua canción: «Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores»122. En efecto, «amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo»123. Ciertamente, no sucede a los matrimonios como a Tobías y Sara, que tienen que enfrentar un peligro de muerte en su primera noche de bodas por la acción de un mal espíritu (cfr. Tb 6, 14-15; 7, 11). Sin embargo, el demonio del egoísmo –enfermedad mortal– atenaza constantemente a todas las familias, con la tentación de «convertir en montañas» lo que no son más que «menudos roces sin importancia»124.
Por eso, qué importante es que marido y mujer hablen con claridad, aunque se trate de cosas fuertes, para evitar que cada uno se vaya atrincherando poco a poco detrás de un muro: para reconstruir una y otra vez los sentimientos que hacen posible el amor. Dice san Josemaría que «reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad» de los esposos125. El agua tiene que correr, porque cuando se estanca se pudre. Qué importante es también por eso que los padres «encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos, (…) {para} reconocer la parte de verdad –o la verdad entera– que pueda haber en algunas de sus rebeldías»126. Hablar, pues, y convivir: entre padres e hijos, entre marido y mujer, y antes, en el noviazgo.
Y hablar, sobre todo, con Dios, para que pueda darnos su luz: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Aunque el relato bíblico no alcanza a mostrarnos los desencuentros de Tobías y Sara, podemos imaginar que los tendrían, como Tobit y Ana, y como todas las familias. Pero también podemos imaginarlos muy unidos hasta el final de sus vidas, porque vemos nacer y crecer su matrimonio en la intimidad con Dios. «Bendito seas, Dios de nuestros padres, y bendito tu nombre por siempre –rezan en su noche de bodas–. Ten misericordia de nosotros y haz que lleguemos juntos a la vejez» (Tb 8, 7).
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San Juan Pablo II, «el Papa de la familia»127, comparaba una vez el amor esponsal del Cantar de los Cantares con el amor de Tobías y Sara. Los esposos del Cantar, decía, «declaran mutuamente, con palabras fogosas, su amor humano. Los nuevos esposos del libro de Tobías piden a Dios saber responder al amor»128. Al acercar estos dos retratos del amor matrimonial, quería suscitar la pregunta: ¿cuál de los dos lo refleja mejor? La respuesta es sencilla: ambos. El día en que dos corazones se encuentran, su vocación adquiere un rostro fresco y joven, como el de los esposos del Cantar. Pero ese rostro recupera su juventud cada vez que, a lo largo de la vida, uno y otro acogen de nuevo su llamada a responder al amor. Y entonces, sí, ese amor es fuerte como la muerte129.
Carlos Ayxelà
La madre de Santiago y Juan se acerca a Jesús. Tiene una enorme confianza con Él. El Señor adivina por los gestos su intención de pedirle algo y le pregunta directamente: «¿Qué quieres?». Ella no se anda con rodeos: «Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mt 20, 21). Jesús posiblemente sonreiría ante la petición efusiva de esta madre. Con el tiempo le concedería algo incluso más audaz que lo que ella soñaba para sus hijos. Les dio una morada en su propio corazón y una misión universal y eterna.
La Iglesia, que entonces apenas estaba naciendo, conoce hoy un nuevo impulso apostólico. A través de los últimos Romanos Pontífices, el Señor la está llevando hacia una «evangelización siempre renovada»130, que es una de las notas dominantes del paso del segundo al tercer milenio. Y, en esta aventura, la familia no es un sujeto pasivo; al contrario, las madres, los padres, las abuelas, son protagonistas: están en la primera línea de la evangelización. La familia, en efecto, es «el primer lugar en el que se hace presente en nuestras vidas el Amor de Dios, más allá de lo que podamos hacer o dejar de hacer»131. En familia aprendemos a rezar, con palabras que seguiremos utilizando el resto de nuestra vida; en familia toma forma la manera en la que los hijos van a mirar el mundo, las personas, las cosas132. El hogar está llamado por eso a ser el clima adecuado, la tierra buena en la que Dios pueda lanzar su semilla, de modo que el que escuche la palabra y la entienda dé fruto y produzca ciento o sesenta o treinta por uno (cfr. Mt 13, 23).
San Josemaría era un joven sacerdote cuando el Señor le mostró el inmenso panorama de santidad que el Opus Dei estaba llamado a sembrar en el mundo. Contemplaba su misión como una tarea que no podía retrasar, y pedía a su director espiritual que le permitiera aumentar su oración y su penitencia. Como para justificar esas exigencias, le escribía: «Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos»133. Son palabras que se pueden aplicar, de algún modo, a cualquier madre y a cualquier padre de familia, porque la santidad solo es auténtica si se comparte, si ilumina a su alrededor. Por eso, si aspiramos a la verdadera santidad, cada uno de nosotros está llamado a convertirse en «santo y padre, maestro y guía de santos».
La misión de los padres, en efecto, no se limita a la acogida de los hijos que Dios les da: sigue durante toda la vida, y tiene como horizonte el cielo. Si el afecto de los padres hacia los hijos puede parecer a veces frágil e imperfecto, el vínculo de la paternidad y de la maternidad es de hecho algo tan profundamente enraizado que hace posible una entrega sin límites: cualquier madre se cambiaría por un hijo suyo que sufre en la cama de un hospital.
La Sagrada Escritura está llena de madres y padres que se sienten privilegiados y orgullosos de los hijos que Dios les ha regalado. Abraham y Sara; la madre de Moisés; Ana, la madre de Samuel; la madre de los siete hermanos macabeos; la cananea que pide a Jesús por su hija; la viuda de Naín; Isabel y Zacarías; y, muy especialmente, la Virgen María y San José. Son intercesores a quienes podemos confiarnos para que cuiden de nuestras familias, de modo que sean protagonistas de una nueva generación de santas y santos.
No se nos oculta que la maternidad y la paternidad están asociadas íntimamente a la Cruz y al dolor. Junto a grandes alegrías y satisfacciones, el proceso de maduración y crecimiento de los hijos no ahorra dificultades, algunas menores y otras no tanto: noches sin dormir, rebeldías de adolescencia, dificultades para encontrar un trabajo, la elección de la persona con la que quieren compartir su vida, etc.
Particularmente doloroso es ver cómo a veces los hijos toman decisiones equivocadas o se alejan de la Iglesia. Los padres han intentado educarles en la fe; han procurado mostrarles el atractivo de la vida cristiana. Y se plantean quizá entonces: «¿Qué hemos hecho mal?». Es normal que surja esa pregunta, aunque no conviene dejarse atormentar por ella. Los padres, es cierto, son los responsables principales de la educación de los hijos, pero no son los únicos que tienen influencia sobre ellos: el ambiente que los rodea puede presentarles otros modos de ver la vida como más atractivos y convincentes; o puede hacer que el mundo de la fe se les antoje como algo lejano. Y, sobre todo, los hijos tienen su libertad, por la que deciden seguir un camino u otro.
A veces, simplemente, puede suceder que los hijos necesiten distanciarse para redescubrir con ojos nuevos lo que recibieron. Entretanto, es necesario ser pacientes: aunque se equivoquen, aceptarlos de verdad, asegurarse de que lo notan, y evitar atosigarles, porque eso podría alejarlos más. «Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia»134. Resulta muy expresiva, en este sentido, la figura del padre en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32): él veía mucho más lejos que su hijo; y por eso, aunque se daba cuenta de su error, sabía que tenía que esperar.
En todo caso, no es sencillo ni automático, para una madre o un padre, aceptar la libertad de sus hijos cuando estos se van haciendo mayores, porque algunas decisiones, aun siendo buenas en sí mismas, son distintas de las que tomarían los padres. Si hasta ese momento los hijos les han necesitado para todo, podría parecer que ahora los padres empiezan a ser solo espectadores de sus vidas. Sin embargo, aunque resulte paradójico, en esos momentos los necesitan más que nunca. Los mismos que les enseñaron a comer y a caminar pueden seguir acompañando el crecimiento de su libertad, mientras se abren su propio camino en la vida. Los padres están ahora llamados a ser maestros y guías.
Un maestro es aquel que enseña una ciencia, arte u oficio. Los padres son maestros, muchas veces incluso sin darse cuenta. Como por ósmosis, transmiten a los hijos tantas cosas que los acompañarán durante toda la vida. En particular, tienen la misión de educarles en el arte más importante: amar y ser amados. Y en ese camino, una de las lecciones más difíciles es la de la libertad.
Para empezar, los padres tienen que ayudarles a superar algunos prejuicios que hoy pueden parecer evidentes, como la idea de que la libertad consiste en «actuar conforme a los propios caprichos y en resistencia a cualquier norma»135. Sin embargo, el verdadero desafío que tienen ante sí consiste en despertar en los hijos, con paciencia, como por un plano inclinado, un gusto por el bien: de modo que no perciban solamente la dificultad de obrar como dicen sus padres, sino que lleguen a ser «capaces de disfrutar del bien»136. En este camino de crecimiento, a veces los hijos no valoran todo lo que se les enseña. Es verdad que con frecuencia también los padres tienen que aprender a educar mejor a sus hijos: no se nace sabiendo ser padre y madre. Sin embargo, incluso a pesar de las posibles deficiencias de la educación, pasado el tiempo los hijos valoran más lo recibido, como sucedió a san Josemaría con un consejo que su madre le repetía: «Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda»137.
Los hijos acaban por descubrir, antes o después, lo mucho que los han querido sus padres, y hasta qué punto han sido maestros de vida para ellos. Lo expresa con lucidez uno de los grandes autores del siglo XIX: «No hay nada más noble, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, sobre todo cuando es un recuerdo de la infancia, del hogar paterno. (…) El que hace una buena provisión de ellos para su futuro, está salvado. E incluso si conservamos uno solo, este único recuerdo puede ser algún día nuestra salvación»138. Los padres saben que su misión es sembrar y esperan con paciencia que sus desvelos continuos produzcan fruto, aunque tal vez no lleguen a verlo.
Un guía es quien conduce y enseña a otros a seguir o a abrirse un camino. Para llevar a cabo esta tarea es necesario conocer el terreno y luego acompañar a quienes lo recorren por primera vez. Los buenos maestros amueblan la cabeza y saben caldear los corazones: Salomé, la mujer de Zebedeo, acompañó a sus hijos por la senda de Cristo, los puso delante de quien podría dar sentido y alegría a sus vidas. Y estuvo al pie de la Cruz. Aunque allí solo consiguió estar con Juan, su hijo Santiago sería con el tiempo el primer apóstol en dar la vida por Jesús. Ella estuvo también en el sepulcro, en la madrugada del domingo, junto a la Magdalena. Y Juan la siguió poco después.
Todo guía tiene que afrontar a veces algunos pasos complicados, desafiantes. En el camino de la vida, uno de ellos es la respuesta a la llamada de Dios. Acompañar a los hijos en el momento de discernir su vocación es una parte importante de la llamada propia de los padres. Es comprensible que sientan miedo ante este paso. Pero eso no debe paralizar a un guía. «¿Miedo? Tengo clavadas en mi alma unas palabras de San Juan, de su primera epístola, en el capítulo cuarto. Dice: Qui autem timet, non est perfectus in caritate (1 Jn 4, 18). El que tiene miedo, no sabe amar. Y vosotros sabéis amar todos, así que no tenéis miedo. ¿Miedo a qué? Tú sabes querer; por lo tanto no tengas miedo. ¡Adelante!»139.
Desde luego, nada preocupa más a una madre o un padre que la felicidad de sus hijos. Sin embargo, muchas veces ellos mismos tienen ya una idea de la forma que debería tomar esa felicidad. A veces dibujan un futuro profesional que no encaja del todo con los talentos reales de sus hijos. Otras veces, desean que sus hijos sean buenos, pero «sin exagerar». Olvidan quizá así la radicalidad, a veces desconcertante, pero esencial, del Evangelio. Por eso, con más razón si se les ha dado una profunda educación cristiana, resulta inevitable «que cada hijo nos sorprenda con los proyectos que broten de esa libertad, que nos rompa los esquemas, y es bueno que eso suceda. La educación entraña la tarea de promover libertades responsables»140.
Los padres conocen muy bien a sus hijos; habitualmente, mejor que nadie. Como quieren lo mejor para ellos, es lógico y bueno que se pregunten si van a ser felices con sus elecciones de vida, y que contemplen su futuro «de tejas abajo»141, con deseos de protegerlos y ayudarlos. Por eso, cuando los hijos empiezan a vislumbrar una posible llamada de Dios, los padres tienen delante una hermosa tarea de prudencia y guía. Cuando san Josemaría habló de su vocación a su padre, este le dijo: «Piénsalo un poco más»… pero añadió enseguida: «Yo no me opondré»142. Así los padres: mientras procuran dar realismo y sensatez a las decisiones espirituales de sus hijos, necesitan a la vez aprender a respetar su libertad y a vislumbrar la acción de la gracia de Dios en sus corazones, para no convertirse –queriendo o sin querer– en un obstáculo para los planes del Señor.
Por otra parte, a menudo los hijos no se hacen cargo de la sacudida que su vocación puede suponer para sus padres. San Josemaría decía que la única vez que vio llorar a su padre fue precisamente cuando le comunicó que quería ser sacerdote143. Hace falta mucha generosidad para acompañar a los hijos por un camino que va en una dirección distinta de la que uno había pensado. Por eso, no es extraño que cueste renunciar a esos planes. Pero Dios no pide menos a los padres: ese sufrimiento, que es muy humano, puede ser también, con la gracia de Dios, muy divino.
Estas sacudidas pueden ser, por lo demás, el momento de considerar que, como solía decir san Josemaría, los hijos deben a sus padres el noventa por ciento de la llamada a amar a Dios con todo el corazón144. Dios sí que conoce el sacrificio que puede suponer para ellos aceptar con cariño y libertad esa decisión. Nadie como Él, que entregó a su Hijo para salvarnos, es capaz de entenderlo.
Unos padres que acogen generosamente la llamada de sus hijos, sin reservárselos, atraen para mucha gente numerosas bendiciones del Cielo. En realidad, se trata de una historia que se repite a lo largo de los siglos. Cuando Jesús llamó a Juan y Santiago a seguirle dejándolo todo, se encontraban con su padre arreglando las redes. Zebedeo siguió con las redes, quizá algo contrariado, pero los dejó marchar. Es posible que le llevara un tiempo darse cuenta de que era el mismo Dios el que estaba entrando en su familia. Y al final, qué alegría de verlos felices en esa nueva pesca, en el «mar sin orillas» del apostolado.
Cuando una hija o un hijo toma una decisión importante en su vida, sus padres son más necesarios que nunca. Una madre o un padre son muchas veces capaces de descubrir, incluso a mucha distancia, sombras de tristeza en sus hijos, como son capaces de intuir la auténtica alegría. Por eso, los pueden ayudar, de una forma insustituible, a ser felices y fieles.
Para llevar a cabo esa nueva tarea, quizá lo primero sea reconocer el don que han recibido. Al considerarlo en la presencia de Dios, pueden descubrir que «no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo»145. Ellos son los que han hecho posible la vocación, que es una continuación del regalo de la vida. Por eso, san Josemaría les decía: «Os doy la enhorabuena, porque Jesús ha tomado esos pedazos de vuestro corazón –enteros– para Él solo… ¡para Él solo!»146.
Por otro lado, la oración de los padres ante el Señor cobra entonces una gran importancia. ¡Cuántos ejemplos de esta intercesión encantadora encontramos en la Biblia y en la historia! Santa Mónica, con su oración confiada e insistente por la conversión de su hijo Agustín, es quizá el ejemplo más conocido; pero en realidad las historias son incontables. Detrás de todas las vocaciones «está siempre la oración fuerte e intensa de alguien: de una abuela, de un abuelo, de una madre, de un padre, de una comunidad. (…) Las vocaciones nacen en la oración y de la oración; y solo en la oración pueden perseverar y dar fruto»147. Una vez iniciado el camino, recorrerlo hasta el final depende en buena medida de la oración de quienes más quieren a esas personas.
Y, junto a la oración, la cercanía. Ver que los padres se implican en su nueva misión en la vida ayuda mucho a fortalecer la fidelidad de los hijos. Muchas veces los padres están pidiendo a gritos, sin decirlo expresamente, echar una mano y percibir lo feliz que es su hija o su hijo en ese camino de entrega. Necesitan tocar la fecundidad de esas vidas. A veces serán los hijos mismos quienes, con simpatía, también les pidan la vida, en forma de consejo, de ayuda, de oración. ¡Cuántas historias de padres y madres que descubren su llamada a la santidad a través de la vocación de sus hijos!
El fruto de la vida y de la entrega de Santiago y Juan no se puede medir. Sí que se puede decir, por el contrario, que estas dos columnas de la Iglesia deben a su madre y a su padre la mayor parte de su vocación. Santiago llevó el Amor de Dios hasta los confines de la tierra, y Juan lo proclamó con las páginas más bellas jamás escritas sobre ese Amor. Todos los que hemos recibido la fe a través de su entrega sentimos un profundo agradecimiento hacia este matrimonio del mar de Galilea. Los nombres de Zebedeo y Salomé se pronunciarán, con los de los apóstoles, hasta el fin de los tiempos.
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«Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros»148. Las madres y padres que aman a Dios, y que han visto como un hijo suyo se entregaba a Él por completo, comprenden de modo muy especial las palabras del Señor que se pronuncian en la consagración de la Misa. De algún modo las viven en sus propias vidas. Han entregado a su hijo para que otros tengan alimento, para que otros vivan. Así, en cierto modo sus hijos multiplican su maternidad y su paternidad. Al dar ese nuevo sí, se unen a la obra de la redención, que se consumó en el sí de Jesús en la Pasión y que comenzó, en un sencillo hogar, en el sí de María.
Diego Zalbidea
Los apóstoles se han quedado pensativos tras contemplar el encuentro de Jesús con el joven rico, y su desenlace: el chico «se marchó triste» (cfr. Mt 19, 22ss). Probablemente los desconcierta la mirada de Jesús, no triste pero sí dolida: «difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos». Pedro, como en otras ocasiones, se hace portavoz del sentir común: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué será de nosotros?». Haciéndose eco de estas palabras, y con esa misma familiaridad de buen amigo, san Josemaría se dirigía al Señor en un momento difícil para la Obra: «¿Qué vas a hacer ahora con nosotros? ¡No puedes dejar abandonados a quienes se han fiado de Ti!»149.
El inicio de una vocación, como el comienzo de cualquier camino, suele llevar consigo una dosis de incertidumbre. Cuando Dios permite que nos entre la inquietud en el corazón, y se empieza a perfilar un posible camino concreto, es natural preguntarse: «¿Será por aquí?».
¿Qué hay detrás de esta duda? De entrada, un temor bastante normal. Miedo a la vida y a nuestras propias decisiones: no sabemos qué va a pasar en el futuro, adónde nos dirigirá ese camino… porque nunca lo hemos recorrido antes. La duda se explica también por nuestro deseo de acertar: queremos que nuestra vida sea valiosa, que deje rastro; además, las cosas grandes y bellas exigen lo mejor de nosotros, y no queremos precipitarnos. Pero la razón más profunda es más misteriosa y sencilla a la vez: Dios que nos busca y nosotros que deseamos vivir con Él. Habitualmente no es Dios el que nos da miedo, sino nosotros mismos. Nos inquieta nuestra fragilidad ante un Amor tan inmenso: pensamos que no podremos estar a su altura.
Cuando Pedro pregunta a Jesús «qué será de nosotros»; cuando san Josemaría pregunta a Jesús «qué será de nosotros»; cuando un cristiano pregunta a Jesús «qué será de mí si tomo este camino», ¿qué responde Cristo? Mirando al corazón, Jesús nos dice, con una voz llena de cariño y alegría, que cada uno de nosotros somos una apuesta de Dios, y que Dios no pierde nunca sus envites. Vivir significa aventura, riesgo, limitaciones, desafíos, esfuerzo, salir del pequeño mundo que controlamos y encontrar la belleza de dedicar nuestra vida a algo que es más grande que nosotros, y que llena con creces nuestra sed de felicidad. Podemos imaginar la mirada ilusionada de Jesús mientras pronuncia esas palabras que han resonado y seguirán resonando en muchos corazones: «Todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29). Dios solo da a lo grande.
Con todo, no se trata de esperar una revelación deslumbrante, o un plan trazado hasta el último detalle. Dios ha pensado en nosotros, pero cuenta también con nuestra iniciativa. «Cuando una persona se encuentra ante la incertidumbre de la existencia de una peculiar llamada de Dios a ella, es sin duda necesario pedir al Espíritu Santo "luz para ver" la propia vocación; pero si la misma persona y quienes han de intervenir en el discernimiento vocacional (dirección espiritual, etc.) no ven ningún dato objetivo contrario y la Providencia (…) ha conducido a la persona a esa experiencia, además de seguir pidiendo a Dios "luz para ver", es importante –pienso que más importante– pedirle "fuerza para querer", de modo que con esa fuerza que eleva la libertad en el tiempo se configure la misma vocación eterna»150.
En este proceso de discernimiento de la propia vocación no estamos solos, porque toda vocación cristiana nace y crece en la Iglesia. A través de Ella, Dios nos atrae hacia Él y nos llama; y es la misma Iglesia la que nos acoge y nos acompaña en nuestro camino hacia Dios.
La Iglesia atrae. Dios se sirve, a lo largo de la historia, de personas que dejan un surco profundo con su existencia; que marcan caminos para la entrega de los demás. Su vida, sus ideales, sus enseñanzas nos inspiran, nos sacuden: nos sacan de nuestro egoísmo y nos llaman a una vida más plena, de amor. Esta llamada forma parte de los planes de Dios, de la acción del Espíritu Santo que nos prepara el camino.
La Iglesia llama. Dios «no nos pide permiso para "complicarnos la vida". Se mete y… ¡ya está!»151. Y para eso cuenta con que sus hijos se atrevan a invitarse mutuamente a considerar en serio la posibilidad de entregarle la vida. Jesucristo comparó el Reino de Dios con un gran banquete en el que Dios quiere que participen todos los hombres, incluso los que en un inicio parecían no estar invitados (Lc 14, 15-24). Y de hecho, ordinariamente Dios cuenta con una invitación externa para hacer resonar su voz en el corazón de una persona.
Todas las vocaciones cristianas, cuando encuentran una respuesta enamorada, llevan a la santidad. Por eso, la mejor vocación es para cada uno la suya. Dicho esto, no hay caminos cerrados a priori. La vida hacia Dios en el matrimonio o en el celibato están de partida al alcance de todos. Nuestra biografía, la historia personal, va haciendo el propio camino, y nos sitúa en unas encrucijadas o en otras. La elección depende de la libertad personal: es eso, elección. Cristo nos quiere libres: «si alguien quiere seguirme»… (Mt 16, 24); «si quieres ser perfecto»… (Mt 19, 21).
Ahora bien, ¿qué lleva a elegir una vocación concreta entre todas las posibles? La libertad busca horizontes grandes, divinos, de amor. Decía san Ignacio de Antioquía que «el cristianismo no es cuestión de persuasión, sino de grandeza»152. Basta proponerlo en toda su belleza y sencillez, con la vida y con las palabras, para que atraiga a las almas por su propia fuerza, siempre que se dejen interpelar por Cristo (cfr. Mc 10, 21). Algo en el interior de la persona, muy íntimo y profundo, un poco desconocido y misterioso incluso para ella, resuena y entra en sintonía con esa propuesta de un camino dentro de la Iglesia. Ya lo afirmaban los griegos: solo el semejante conoce al semejante153. La vida auténtica de otros cristianos nos llama a acercarnos a Jesús y a entregarle el corazón. Vemos un ejemplo de santidad en personas que tenemos cerca y pensamos: «Quizá yo también…». Es el «venid y veréis» del Evangelio, que nos interpela aquí y ahora (cfr. Jn 1, 46).
La Iglesia acoge y acompaña. Cualquier persona normal puede, sin experimentar especiales llamadas, embarcarse en una vida de servicio, de donación: en el celibato o en el matrimonio, en el sacerdocio, en el estado religioso. El discernimiento acerca de cuál sea la vocación de cada uno se resuelve atendiendo a la rectitud de intención, las aptitudes de la persona y su idoneidad.
Este discernimiento necesita de la ayuda de los demás: en particular, de la dirección espiritual. Por otro lado, se requiere también la deliberación de quien gobierna la institución eclesial de la que se trate. Porque la misión de acoger, por parte de la Iglesia, consiste también en cerciorarse de que cada uno encuentra su lugar. Si lo pensamos, es una bendición de Dios que, a la hora de proyectar nuestra vida, haya personas en las que podamos confiar y que a su vez confíen en nosotros. Que otros, con un conocimiento profundo de nuestra persona y de nuestra situación, puedan afirmar en conciencia: «Ánimo, tú puedes, tienes las condiciones o los talentos necesarios para esta misión, que quizá sea la tuya, y que puedes aceptar, si realmente quieres»; o que puedan decirnos, también en conciencia: «Quizá este no sea tu camino».
La vocación es siempre una win-win situation, una situación en la que todos ganan. Es lo mejor para cada una de las partes en relación: la persona y la Iglesia. Dios Padre sigue cada una de estas historias personales con su providencia amorosa. El Espíritu Santo ha hecho que surjan en la Iglesia instituciones y caminos de santidad que sirvan de cauce y ayuda para las personas singulares. Y es también el Espíritu Santo quien mueve a determinadas personas, en momentos concretos de su vida, a vivificar con su entrega estos cauces en la Iglesia.
Ante la muchedumbre que le sigue, Jesús pregunta a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar pan para que coman estos?» (Jn 6, 5). Los apóstoles tienen muy claro que ellos no pueden hacer nada ante el hambre de la gente. Solo tienen «cinco panes de cebada y dos peces» de un muchacho que estaba por allí. Jesús, tomando esos panes, da de comer a todos y sobra tanto, que llenan doce cestos con los trozos que han sobrado, «para que no se pierda nada» (Jn 6, 12). Solo Jesús puede hacer que no se pierda nada de nuestra vida, que aproveche a toda la humanidad; pero tenemos que confiarle todo lo que tenemos. Entonces hace maravillas, y sus primeros destinatarios somos nosotros mismos.
Confiar en Dios, abrirle las puertas de nuestra vida, nos lleva a enternecernos con Él ante la multitud que está hambrienta de Él, como ovejas sin pastor. Y a reconocer que cuenta con nosotros para llevar su amor a toda esa gente. Y, en fin, a lanzarnos, porque se trata de algo que supera cuanto habríamos podido concebir por nuestra cuenta. Lanzarnos, conscientes de que con la ayuda de Dios saldremos adelante: poniéndonos en sus manos, confiando totalmente en Él. Y como Dios no se impone, se precisa un salto de fe: «¿Por qué no te entregas a Dios de una vez…, de verdad… ¡ahora!?»154.
Desde luego, es necesario pensar las cosas. Es lo que la Iglesia llama un tiempo de discernimiento. Sin embargo, conviene tener en cuenta que «el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos»155. La vocación implica salir de uno mismo, salir de la zona de confort y de seguridad individual.
Para saltar en paracaídas es clave que el paracaídas funcione y se abra, de modo que podamos descender suavemente. Pero primero es crucial saltar del avión sin abrir el paracaídas. De modo análogo, la vocación supone vivir confiado en Dios, no en las propias seguridades. Hablando de los Magos de Oriente, dice San Juan Crisóstomo que si «estando en Persia veían la estrella, una vez salieron de Persia contemplaron al Sol de Justicia»; pero que «si no hubieran salido con decisión de su país ni siquiera habrían podido seguir viendo la estrella»156.
Para ver la estrella es necesario ponerse a caminar, porque los planes de Dios siempre nos superan, van más allá de nosotros mismos. «Sabes que tu camino no es claro. –Y que no lo es porque al no seguir de cerca a Jesús te quedas en tinieblas. –¿A qué esperas para decidirte?»157. Solo si elijo el camino puedo recorrerlo, viviendo lo que he elegido. Solo confiando en Él nos hacemos capaces. Al principio uno no puede: necesita crecer. Pero para crecer hay que creer: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5): conmigo lo podéis todo.
De ahí el error de quien se pasa la juventud esperando una iluminación definitiva sobre su vida, sin decidirse a nada. De ahí también un límite especial que existe hoy día: se hacen tantos selfies, se ve uno en tantas fotos, que quizá piensa conocerse ya perfectamente. Sin embargo, para encontrar verdaderamente la propia identidad es preciso redescubrir lo que no se ve de la propia vida: todo lo que tiene de misterio, de presencia y amor de Dios por cada uno. Querer vivir es descubrir y abandonarse con confianza a este misterio, aceptando una lógica y unas razones que no podemos abarcar.
Las historias de Dios empiezan poco a poco. Pero el camino de la confianza, que arriesga todo, llega a realizar los sueños más grandes, los sueños de Dios. Cuando, como buenos hijos, nos dejamos guiar por el Espíritu Santo (cfr. Rm 8, 14), nuestra vida levanta el vuelo. Es el camino de los Magos; el de María, una niña que será la Madre de Dios, y el de José, un carpintero al que Dios adopta como padre; el de los Apóstoles, que pasan de las vacilaciones y errores iniciales a ser las columnas sobre las que se edifica la Iglesia…; y el de tantos cristianos que nos preceden y nos acompañan. ¿Quién podría pensar en ese misterio al inicio de sus vidas? Solo se ve claro al final. Pero el final es posible porque en el inicio cada uno supo salir de su falsa seguridad propia y saltar a los brazos recios de Dios Padre158.
De ahí que, cuando el discernimiento avanza, y una vocación concreta toma contornos definidos, se acabe haciendo evidente la necesidad, para seguir avanzando, del salto inicial de fe: decir que sí. El discernimiento solo se puede completar de este modo, y por eso la Iglesia ha previsto, con su sabiduría plurisecular, una serie de etapas que se recorren progresivamente, para acabar de cerciorarse sobre la idoneidad de las personas con respecto a cada camino vocacional concreto. Este modo de hacer da mucha paz al corazón y refuerza la decisión de fiarse de Dios, que llevó a cada uno y a cada una a entregarse. No dudamos de Dios, sino de nosotros mismos, y por eso confiamos en Él y en la Iglesia.
Por nuestra parte, se trata de considerar todo lo que somos y valemos, para poder ofrecer todo, como explica la parábola de los talentos (Cfr. Mt 25, 14-30); y de no quedarnos con nada sin negociar, sin compartir. Esta es la clave para una decisión madura y sincera: la disposición a darse del todo, a abandonarse del todo en las manos de Dios, sin reservarse nada, y la constatación de que esta entrega nos llena de una paz y de una alegría que no vienen de nosotros mismos. Así puede echar raíces la convicción profunda de haber encontrado nuestro camino.
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En el momento de discernir su vocación, María pregunta al ángel: «¿de qué modo se hará esto, pues no conozco varón?» (cfr. Lc 1, 34ss). El ángel es el mensajero, el mediador que llama siguiendo la voz de Dios. María no pone ninguna condición, pero sí pregunta para acertar. Ante lo que el ángel le asegura: lo hará el Espíritu Santo, porque lo que te he comunicado te supera, pero «para Dios no hay nada imposible» (v. 37). Si incluso María, nuestra Madre, pregunta, que lógico resulta que cada cristiano pida consejo a otros ante la moción interior del amor de Dios: ¿cómo debo hacer para entregarle mi vida? ¿dónde piensas que acertaré con el camino para mi felicidad? Qué maravilla dejarse aconsejar para poder decir que sí, con una libertad radiante y llenos de confianza en Dios; para poner todo lo nuestro en sus manos: «hágase en mí según tu palabra».
Pablo Marti
Cafarnaúm es el lugar donde comienza la aventura apostólica que Jesús inauguró en el mundo. Sabemos que al menos cuatro de los doce Apóstoles eran pescadores en esa ciudad. «Estaban junto a la barca vieja y junto a las redes rotas, remendándolas. El Señor les dijo que le siguieran; y ellos, statim –inmediatamente, relictis omnibus –abandonando todas las cosas, ¡todo!, le siguieron…»159.
Jesús llama a aquellos primeros con unas palabras en las que delinea un plan que cambiará para siempre el curso de la historia: «Seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres» (Mc 1, 16-17). No les detalla más. Seguirán siendo pescadores, pero a partir de ahora pescarán otro tipo de «peces». Conocerán otros «mares», pero no han de perder lo que han aprendido con su trabajo. Vendrán días con viento favorable y pesca abundante, pero habrá también jornadas poco vistosas, sin pesca alguna, o con una pesca tan escasa que tendrán la sensación de volver a la orilla con las manos vacías. Lo decisivo, en todo caso, no será el volumen de la pesca, o lo que los hombres juzguen como un éxito o como un fracaso; lo que importa es lo que van a ser. Desde el principio, Jesús quiere que caigan en la cuenta de su nueva identidad, porque no los convoca solo para hacer algo –una tarea bonita, algo extraordinario– sino para ser alguien que cumple una misión: ser «pescadores de hombres».
Responder a la llamada de Dios reconfigura nuestra identidad: «Es una visión nueva de la vida», decía san Josemaría. Saber que el mismo Jesús nos invita a participar en su misión enciende en cada uno el deseo de «dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio». De ese modo, poco a poco, «la vocación nos lleva –sin darnos cuenta– a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión»160. Y esa tarea, que nos hace felices, va modelando nuestro modo de ser, de actuar, de ver el mundo.
Mons. Ocáriz lo ha recordado con palabras expresivas: «no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles!»161. La misión apostólica no ocupa un tiempo o unos aspectos determinados de nuestra vida personal, sino que afecta a todo: tiene un alcance de 360 grados. San Josemaría lo recordaba desde el inicio a las personas de la Obra: «No olvidéis hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho… pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»162.
«¡Ay de mí si no evangelizara!», escribe san Pablo: es algo que le sale de lo más hondo del alma. Para él, ese impulso de amor es una invitación y un deber: «Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, pues es un deber que me incumbe». Por eso, la única recompensa que busca consiste en «predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente», porque se siente «siervo de todos para ganar a cuantos más pueda». A menudo abre su corazón: él es el último entre los apóstoles; indigno y sin méritos, pero es apóstol. Por eso, no hay para él circunstancia que no sea apostólica, hasta poder afirmar: «Todo lo hago por el Evangelio» (cfr. 1Co 9, 16-23). Esa es su carta de presentación, y así quiere ser considerado: «Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por vocación, designado para el Evangelio» (Rm 1, 1).
De modo análogo, para un cristiano el apostolado no es simplemente «un encargo», o una actividad que supone ciertas horas diarias; ni siquiera «un trabajo importante»: es una necesidad que brota de un corazón que se ha hecho «un solo cuerpo y un solo espíritu»163 en Jesús, con toda su Iglesia. Ser apóstol «no es y no puede ser un título honorífico, sino que empeña concretamente y también dramáticamente toda la existencia del sujeto interesado»164. Algunas veces necesitaremos que nos alienten; otras buscaremos consejo para acertar en nuestro esfuerzo por evangelizar; pero, en todo caso, sabemos que nuestra llamada es un don de Dios, y por eso le pedimos que el apostolado mane de nuestro corazón como salta el agua de la fuente (cfr. Jn 4, 14).
Para explicar a sus discípulos el papel que iban a desarrollar, el Señor se servía a menudo de parábolas. «Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo», les dice en una ocasión (Mt 5, 13-14). Otra vez, les habla de la levadura: de cómo siendo poca hace fermentar toda la masa (cfr. Mt 5, 33). Porque así han de ser los apóstoles de Jesús: sal que alegra, luz que orienta, levadura que hace crecer la masa.
Como tantos otros cristianos corrientes, los fieles del Opus Dei desarrollan su apostolado en medio del mundo, con naturalidad y discreción. Aunque a veces eso se haya prestado a incomprensiones, de hecho simplemente procuran hacer realidad en su vida estas parábolas del Señor. «Tienes la llamada de Dios a un camino concreto: meterte en todas las encrucijadas del mundo, estando tú metido en Dios. Y ser levadura, ser sal, ser luz del mundo. Para iluminar, para dar sabor, para fermentar, para acrecentar»165. La sal, en efecto, no se ve, si se mezcla bien con la comida; da gracia a los alimentos, que sin ella pueden quedar insípidos. Lo mismo sucede con la levadura: da volumen al pan, sin hacerse notar. La luz, a su vez, se coloca «en alto para que alumbre a todos», siempre «delante de la gente» (Mt 5, 15-16); pero no centra la atención en sí misma, sino en aquello que ilumina. Un cristiano está a gusto con los demás, compartiendo ilusiones y proyectos. Más aún, «debemos sentirnos incómodos, cuando no estamos –sal y luz de Cristo– en medio de la gente»166. Esa apertura, además, supone relacionarse también con quienes no piensan como nosotros, con la disposición serena de dejar en los corazones la garra de Dios167, del modo que Él mismo nos sugiera: a veces rezando por ellos una sencilla oración, otras con una palabra, o un gesto amable.
La eficacia apostólica de una vida no se puede contabilizar. Muchos frutos quedan en la sombra, y no llegaremos a conocerlos en esta vida. Lo que podemos poner de nuestra parte es un deseo, siempre renovado, de vivir muy unidos al Señor. «Andar por la vida como apóstoles: con luz de Dios, con sal de Dios. Sin miedo, con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal unión con el Señor, que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras»168. Dios mismo hará fecundas nuestras fatigas y no nos perderemos pensando en nuestra fragilidad o en las dificultades externas: que si el lago es demasiado grande, que si las multitudes apenas nos entienden, que si han empezado a criticarnos, que si el camino es pesado, que si no puedo remar contra esta tormenta…
Repasando la lista de los doce Apóstoles, llama la atención lo distintos que son, a veces con personalidades muy marcadas. Lo mismo sucede al pensar en los santos y santas canonizados por la Iglesia. Y lo mismo, cuando repasamos las vidas de mucha gente corriente que sigue al Señor con una entrega discreta pero constante. Todos distintos, y al mismo tiempo, todos apóstoles, fieles, enamorados del Señor.
Al entregarnos a Dios no echamos a perder nuestra propia riqueza; al contrario, porque «cuando el Señor piensa en cada uno, en lo que desearía regalarle, piensa en él como su amigo personal. Y si tiene planeado regalarte una gracia (…) será seguramente algo que te alegrará en lo más íntimo y te entusiasmará más que ninguna otra cosa en este mundo. No porque lo que te vaya a dar sea un carisma extraordinario o raro, sino porque será justo a tu medida, a la medida de tu vida entera»169. Por eso quien se decide a seguir al Señor percibe, a la vuelta de los años, cómo la gracia, acompañada del trabajo personal, transforma incluso su carácter, de modo que le resulta más fácil amar y servir a todos. Esto no es fruto de la imposición voluntarista de un ideal de perfección. Más bien, es el influjo y la pasión que produce Jesucristo en la vida del apóstol.
Al poco de su elección como Prelado, preguntaron a D. Javier Echevarría si había tenido una vida propia: «¿Usted ha podido ser usted?». Su respuesta conmueve: son las palabras de alguien que mira atrás, sobre la propia vida, y ve lo que Dios ha hecho en ella. «Sí que he tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo más estrechos, unos vuelos más cortos (…). Yo, como hombre de mi tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona ambiciosamente realizada. Y tengo el corazón mundializado, gracias a haber vivido con dos hombres {San Josemaría y el beato Álvaro} de espíritu grandioso, cristianamente grandioso»170.
Saberse enviado por Cristo supone dejar que sea Él quien lleve el timón de nuestra vida. Pero no debemos olvidar que Él espera una respuesta profundamente libre. Libre, en primer lugar, de egoísmos, de nuestra soberbia y de nuestro afán de brillar. Pero libre también para poner a su servicio todos nuestros talentos, nuestra iniciativa, nuestra creatividad. Por eso, decía san Josemaría que «una de las más evidentes características del espíritu del Opus Dei es su amor a la libertad y a la comprensión»171.
A la vez, esa libertad de espíritu no consiste en «actuar conforme a los propios caprichos y en resistencia a cualquier norma»172, como si todo lo que no viene de nosotros fuera una imposición de la que liberarse. Más bien, se trata de obrar con el mismo Espíritu que movía a Jesús: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). Si el apostolado se considerase una «actividad» más, se correría el riesgo de sentirse cohibido por las indicaciones de quienes coordinan las iniciativas apostólicas. En cambio, quien se siente enviado por Cristo disfruta con la ayuda y el impulso que Dios transmite a través de sus múltiples instrumentos. Vivir con libertad de espíritu es dejar que sea el Espíritu Santo quien nos conforme y nos guíe, sirviéndose también de quienes Él ha puesto a nuestro lado.
La libertad de espíritu lleva a actuar «con motor propio» ante una u otra necesidad de la misión apostólica; con motor propio, es decir, no con una aceptación pasiva, sino con la convicción de que eso es lo que el Señor nos pide en ese momento, porque eso es lo que corresponde al apóstol que somos. Así continuamente, en las pequeñas circunstancias de nuestro día a día, podemos notar la fresca brisa del Espíritu, que nos empuja «mar adentro» para continuar con Él la encantadora historia del Amor de Dios por nosotros (cfr. Lc 5, 4).
Si nuestra misión fuera «hacer apostolado» podríamos dejarla de lado a causa de un trabajo absorbente o de una enfermedad, o cabría tener «vacaciones» apostólicas. Sin embargo, «¡somos apóstoles!»: ¡es nuestra vida! Por eso, sería un contrasentido salir a la calle y dejar en la habitación el afán evangelizador. Ciertamente, la misión supondrá a menudo esfuerzo, y exigirá de nuestra parte valentía para vencer nuestros miedos. Sin embargo, esas resistencias interiores no deben inquietarnos, porque el Espíritu Santo hace que crezca, en el corazón de quienes le son dóciles, una auténtica espontaneidad y creatividad apostólica: a medida que uno se identifica con su misión, todo se vuelve ocasión de apostolado.
Se adquiere así la «conciencia de estar en un puesto avanzado, de centinela»173, que lleva a permanecer «en vigilia de amor, tenso, sin dormir, trabajando con empeño»174. Una vigilia que es de amor, y que por tanto no significa ansiedad o nerviosismo. Tenemos en nuestras manos una labor que nos ilusiona, que nos hace felices y que comunica a nuestro alrededor felicidad. Trabajamos en la viña del Señor y estamos seguros de que la labor es suya. Si alguna vez se filtrara en el alma una cierta falta de paz, una tensión excesiva, será el momento de acercarse a Él para decirle: «Lo hago por Ti, ayúdame a trabajar con calma y con la certeza de que todo lo haces Tú».
Cuando, en la parábola de los invitados a las bodas, el padre de familia se entera de que algunos de los convidados se han excusado, ordena a su criado que traiga «a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y a los cojos» (Lc 14, 21). La sala queda bastante concurrida, pero quedan aún sitios libres. Entonces, dice a su criado: «Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa» (v. 23). «Obliga a entrar», compelle intrare: hasta ese punto llega la intensidad de su deseo.
La orden es tajante, porque la llamada a la salvación es universal. ¿Cómo entender estas palabras del Señor? «No es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios: filiación, que os llena de una serena felicidad –aunque en vuestra vida, a veces, no falten contradicciones–, que los demás ven y envidian. Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare»175. No se trata, pues, de coaccionar a nadie: es una combinación, inédita cada vez, de oración y amistad, de testimonio y sacrificio generoso… una alegría que se comparte, una simpatía que invita con libertad.
Se puede decir entonces que Dios actúa «por atracción»176, espoleando a las almas con la alegría y el encanto de la vida de los cristianos. Por eso el apostolado es amor que se desborda. Un corazón que sabe amar sabe atraer: «Nosotros atraemos a todos con el corazón –decía san Josemaría–. Por eso, para todos pido un corazón muy grande: si amamos a las almas, las atraeremos»177. En efecto, nada atrae tanto como el amor auténtico, especialmente en un tiempo en que muchas personas no han conocido el calor del Amor de Dios. La amistad verdadera es de hecho el «modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos»178: Felipe atrajo a Bartolomé; Andrés a Pedro; y debían ser buenos amigos los que llevaron hasta Jesús a aquel paralítico que no podía moverse de su camilla. Es una lógica muy sencilla: «En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor»179.
Tener amigos exige asiduidad, contacto personal; ejemplo y lealtad sincera; disposición a ayudar, a sostenerse mutuamente; escucha y empatía: capacidad de hacerse cargo de las necesidades del otro. La amistad no es un instrumento para el apostolado, sino que el apostolado mismo es, en su entraña, amistad: gratuidad, ganas de vivir la vida con los demás. Por supuesto, deseamos que nuestros amigos se acerquen al Señor, pero estamos dispuestos a que eso suceda como y cuando Dios quiera. Aunque es lógico que un apóstol busque buenos resultados en su labor, y que valore la relación entre sus esfuerzos y la influencia que tiene en los demás, nunca puede olvidar que los apóstoles siguieron con Jesús incluso cuando casi todos se fueron (cfr. Jn 6, 66-69); ya vendrían, con el tiempo, los frutos (cfr. Hch 2, 37-41).
En una ocasión, un joven preguntó a san Josemaría: «Padre ¿qué debemos hacer para que piten180 muchos?». La respuesta no se hizo esperar: «Mucha oración, amistad leal y respeto a la libertad». Al joven le supo a poco, y añadió: «Y eso ¿no es ir demasiado despacio, Padre?». «No, porque la vocación es sobrenatural», respondió san Josemaría, alargando cada sílaba. «Bastó un segundo para pasar de Saulo a Pablo. Después, tres días de oración, y se convirtió en un apasionado apóstol de Jesucristo»181.
Es Dios quien llama y el Espíritu Santo quien mueve el corazón. El apóstol acompaña a sus amigos con oración y sacrificio, sin impacientarse al recibir un «no» a sus sugerencias, ni enfadarse cuando alguien no se deja ayudar. Un verdadero amigo se apoya en las fortalezas para ayudar a crecer, y evita muchas veces los reproches sobre decisiones que le parecen equivocadas; sabe cuándo es necesario callar, y cuando es necesario «volver a la carga» de un modo distinto, sin hacerse cargante: desde la confianza y el compromiso con lo mejor de cada uno, de cada una. Así hace Dios, y así quiere que hagamos sus hijos.
Sin hacernos pesados, manteniendo la sonrisa en el rostro, podremos insinuar unas palabras al oído, como hacía el Señor. Y, continuamente, mantendremos vivo el deseo de que muchas personas le conozcan: «Tú y yo, hijos de Dios, cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma –hemos de decirnos– que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay que convivir; un alma que hay que salvar»182.
José Manuel Antuña
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Así introduce san Juan en su Evangelio el gesto inaudito que Jesús realizó antes de comenzar la cena pascual, cuando estaban todos ya sentados a la mesa: «Se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura» (Jn 13, 4-5).
Jesús lava los pies a los apóstoles. Hombres frágiles, elegidos para ser el fundamento de la Iglesia. Todos ellos han sentido miedo en la tormenta del lago, han dudado de la capacidad del Maestro para alimentar a una multitud inmensa, han discutido acaloradamente sobre quién sería el más importante en el Reino. También han empezado a experimentar el sufrimiento que supone seguirle: no desertaron, como muchos otros, tras el discurso del Pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaún, le han acompañado en sus largos viajes por la tierra de Israel y saben, porque lo perciben en el ambiente, que hay quienes desean su muerte.
Pedro observa atónito lo que está sucediendo. No lo puede comprender, y se rebela: «Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?». Responde Jesús: «Lo que yo hago no lo entiendes ahora. Lo comprenderás más tarde». Pedro insiste: «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 5-8). Sorprende la radicalidad de la respuesta de Simón. No quiere ser un rechazo: es el amor al Señor lo que le mueve a negarse. Y, sin embargo, el Señor le muestra que se equivoca: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (Jn 13, 8).
Desde su primer encuentro con el Maestro, Simón Pedro había ido recorriendo un camino de crecimiento interior, por el que había ido comprendiendo poco a poco quién es Jesús, el Hijo de Dios vivo. Pero se acerca la Pasión del Señor, y es aún mucho el camino que le queda por delante. En el Cenáculo se produce una escena en dos actos, el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía, por los que Pedro empezará a descubrir hasta qué extremos llega el Amor de Dios, y hasta qué punto este Amor le interpela personalmente. En este momento, el mandamiento del amor al prójimo como a uno mismo es todavía para él solo un enunciado, algo que no ha calado en su corazón con la profundidad que Jesús desea. Y por eso se rebela. No acepta que la voluntad de Dios, para su Maestro y para él, sea una vida de amor y servicio humilde a todo hombre, a cualquier hombre.
Esta misma experiencia puede darse con frecuencia en nuestra vida. También a nosotros nos cuesta entender; necesitamos tiempo para comprender las verdades más elementales. En nuestro corazón se entremezclan grandes deseos de amor con intenciones menos nobles; a menudo el miedo nos paraliza y se nos llena la boca de palabras que no van acompañadas de obras. Queremos al Señor, nos damos cuenta de que la vocación divina es nuestra joya más preciosa: tanto, que hemos vendido todo para comprarla. A la vez, el paso de los años, las circunstancias cambiantes, ciertas situaciones desagradables o la fatiga de la labor diaria pueden empañar la belleza de nuestro camino.
Además, puede ocurrir que uno mismo no haya alcanzado ese grado de madurez humana y espiritual que permite vivir la vocación como un camino de amor. La caridad hacia el prójimo puede verse lastrada entonces por alguna de esas distorsiones que reducen nuestro misterio personal: el sentimentalismo, por el que uno responde más a su percepción momentánea de las cosas que a una relación profunda con Dios y con los demás; el voluntarismo, por el que se olvida que la vida cristiana consiste, en buena medida, en dejar que Dios nos ame y que ame a través de nosotros; el perfeccionismo, que tiende a ver las deficiencias humanas como algo ajeno al plan de Dios.
Sin embargo, precisamente porque Dios cuenta con nuestros límites, no se sorprende ni se cansa de vernos complicar o desfigurar nuestra vocación. Nos ha llamado, como a Pedro, siendo pecadores, e insiste: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». Simón Pedro baja las armas: «Entonces, Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13, 8-9). Jesús sabe que es el amor lo que mueve a Pedro, y por eso le contesta con la misma radicalidad. El corazón del apóstol responde con la impetuosidad que le caracteriza: «No solo los pies, sino también las manos y la cabeza». Son palabras pronunciadas muy rápidamente. ¿Era Pedro consciente de lo que significaban? Lo que sucedió aquella misma noche parece indicarnos que no. Lo entendería más tarde, poco a poco: a través del sufrimiento de la Pasión, de la alegría de la Resurrección, y bajo la acción del Espíritu Santo. Su diálogo con Jesús nos enseña, en todo caso, que para caminar hacia la plenitud del Amor el primer paso es descubrir el cariño y la ternura de Jesús por cada uno; y saber que, a través de nuestras miserias rectificadas, nos iremos pareciendo más a Él.
Seguir a Jesús significa aprender a amar como Él. Se trata de un camino ascendente, que cuesta, pero que es al mismo tiempo un camino de libertad. «Cuanto más libres somos, más podemos amar. Y el amor es exigente: "todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1Co 13, 7)»183. Cuando era aún un joven sacerdote, san Josemaría describió así este itinerario de ascenso de la libertad fiel: «Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios»184.
La resignación es el escalón más bajo de la libertad. Se trata de la actitud menos generosa de las cuatro, y fácilmente puede degenerar en tibieza espiritual. Se la podría describir como un aguante sin crecimiento: aguantar por aguantar, porque es «lo que me ha tocado». Es verdad que la fortaleza, que es una virtud cardinal, lleva a aguantar, a resistir; y de hecho hace crecer así la libertad, porque uno comprende y desea el bien por el que está resistiendo. La resignación, sin embargo, no percibe ningún bien, o lo percibe tan vagamente que no logra generar alegría. A veces, incluso durante una temporada, nos puede costar sobreponernos a esta actitud; pero cuando alguien se instala definitivamente en la resignación se ve poco a poco invadido por la tristeza.
Conformarse con la Voluntad de Dios expresa un estado superior: uno se hace a la forma, se con-forma con la realidad. No hay que confundir esta conformidad con la que es propia de la persona mediocre, que no tiene sueños, proyectos e ilusiones por los que vivir. Se trata más bien de la actitud realista de quien sabe que todo buen deseo es agradable a Dios. Quien se conforma en este sentido aprende a entrar, poco a poco, en la lógica divina, a convencerse de que todo coopera al bien de los que aman a Dios (cfr. Rm 8, 28). San Josemaría expresaba a veces con una imagen bíblica esta disposición hacia el designio del Padre: «Señor, ayúdame a serte fiel y dócil, (…) como el barro en las manos del alfarero. –Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor»185.
Se adivina ya cómo este proceso de conformación a la voluntad de Dios está llamado a levantar el vuelo, en el momento en que empezamos a querer la voluntad de Dios: «En mí vivirás y obrarás Tú, Amor». Las circunstancias y las personas que no hemos elegido pasan a ser queridas en sí mismas porque son buenas: decidimos «elegirlas». «Dios mío, lo elijo todo»186, decía Santa Teresa de Lisieux. Se daba cuenta, con san Pablo, de que «ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 38-39). De este modo descubrimos, en medio de la imperfección de las cosas, ese «algo santo» que las situaciones esconden187: la imagen de Dios se nos hace más visible en los demás.
El último paso en este crecimiento personal nos coloca ante el amor. Entramos así, como nos enseña san Juan, en el núcleo de la revelación cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1Jn 4, 16). Tras lavar los pies a sus apóstoles, el Señor les explica por qué lo ha hecho: «Os he dado ejemplo» (Jn 13, 15). Ya están preparados para escuchar el Mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). Se trata de aprender a amar con el Amor más grande, hasta dar la propia vida, como Él: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10, 17-18). Lo propio del amor cristiano es darse, salir de uno mismo, entregarse con pasión a la realidad que Dios Padre ha querido para cada uno de nosotros. Eso es amar la voluntad de Dios: una afirmación gozosa y creativa que nos empuja desde dentro a salir de nosotros mismos; una decisión que, paradójicamente, es el único camino para encontrarnos verdaderamente a nosotros mismos: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16, 25).
Este amor, sin embargo, no consiste en «una especie de esfuerzo moral extremo (…), un grado superior de humanismo»188. La novedad del Mandamiento nuevo «solamente puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en Él»189. Por eso, al tiempo que les descubre el Mandamiento nuevo, el Señor da a sus apóstoles el Sacramento del Amor. La Eucaristía se encuentra desde ese momento en el centro de la vida cristiana. Y esto no es una verdad teórica sino una necesidad vital190.
«La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro»191. Somos capaces de entregarnos porque vivimos empapados en la sangre de Cristo, que nos hace morir a nosotros mismos para dar fruto abundante de alegría y de paz. Nuestra participación en el Sacrificio de Jesús y nuestra adoración de su presencia real en la Eucaristía llevan, sin solución de continuidad, al amor al prójimo. Por eso, «el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico». Y viceversa: «Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno!»192.
«Jesús camina entre nosotros como lo hacía en Galilea. Él pasa por nuestras calles, se detiene y nos mira a los ojos, sin prisa. Su llamado es atractivo, es fascinante»193. Cuando uno se decide a caminar a su lado, a vivir en comunión con Él, la vida se ilumina y adquiere poco a poco una verdadera «coherencia eucarística»194: el amor y la cercanía que recibimos de Él nos permiten darnos a los demás como Él se entregó a sí mismo. Así uno va descubriendo y expulsando poco a poco los obstáculos que entorpecen el crecimiento de la caridad de Cristo en su corazón: la tendencia al mínimo esfuerzo en el cumplimiento de los propios deberes; el miedo a excederse en el cariño y el servicio a los demás; la falta de comprensión ante los límites de las personas; la soberbia que exige el reconocimiento de nuestras buenas acciones por parte de los demás, enturbiando la rectitud de intención.
San Josemaría hablaba con emoción de la vida alegre de quienes se entregan a Cristo y perseveran fielmente en el seguimiento de su llamada. «Ese camino –decía– se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas»195. Sabemos que esto es algo que supera nuestras capacidades. Por eso necesitamos pedir a menudo al Señor que nos dé un corazón a la medida del suyo. Así, «si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor (…). Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda»196. Este es el camino de la fidelidad que, por ser un camino de Amor, es también camino de felicidad.
Paul Muller
El libro de los Salmos arranca con un canto a la fecundidad de quien procura ser fiel a Dios y a su ley, y no se deja llevar por el ambiente que promueven los impíos: «Será como un árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto a su tiempo, y no se marchitan sus hojas: cuanto hace prospera» (cfr. Sal 1, 1-3). En realidad, se trata de una enseñanza constante en la Escritura: «El hombre fiel será muy alabado» (Pr 28, 20); «Quien siembra justicia, tendrá recompensa segura» (Pr 11, 18). Todas las obras de Dios son fecundas, como lo son las vidas de quienes responden a su llamada. El Señor lo recordó a los apóstoles en la última cena: «Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Lo único que nos pide es que permanezcamos unidos a Él como los sarmientos a la vid, pues «el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15, 6).
A lo largo de los siglos, los santos han experimentado igualmente la generosidad de Dios. Santa Teresa, por ejemplo, escribía: «No suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje»197. A quienes le son fieles, les ha prometido que los recibirá en su Reino con palabras llenas de cariño: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25, 21). Sin embargo, Dios no espera al Cielo para premiar a sus hijos, sino que ya en esta vida los va introduciendo en esa alegría divina con muchas bendiciones, con frutos de santidad y virtudes, sacando lo mejor de cada persona y de sus talentos; ayudándonos a no detenernos demasiado en nuestra fragilidad y a confiar cada vez más en el poder de Dios. Además, a través de sus hijos el Señor bendice también a quienes los rodean. Dios se goza en ello: «Porque en esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto» (Jn 15, 8).
Vamos a repasar en estas páginas algunos frutos que produce nuestra fidelidad, tanto en nuestra vida como en la de los demás. Ojalá estos frutos, y muchos otros que solo Dios conoce, nos estimulen a no interrumpir nunca la acción de gracias a Dios por sus cuidados y su cercanía. También así aprenderemos a disfrutar cada día más de ese amor.
Tan solo unas semanas antes de marcharse al Cielo, decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. (…) En nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo»198. El Señor lo había prometido a los apóstoles: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Este es el principal don que Dios nos ofrece: su amistad y su presencia en nosotros.
Cada día podemos contemplar con ojos nuevos en la oración esta verdad de la presencia divina en nosotros, y cuidarla en nuestra memoria. Llenos de asombro y de agradecimiento, trataremos entonces de corresponder como buenos hijos al cariño inmenso que Dios nos tiene. Porque el Señor «no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad»199. Solo con este regalo divino podemos sentirnos infinitamente pagados; y también seguros de la alegría que damos a Dios con nuestra fidelidad.
Cuando viene el cansancio físico o moral, cuando arrecian los embates y dificultades, es momento de recordar de nuevo que, «si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»200. La certeza de que Dios está conmigo, en mí, y de que yo estoy en Él (cfr. Jn 6, 56), es fuente de una seguridad interior y una esperanza que no es posible explicar humanamente. Esta convicción nos va haciendo cada vez más sencillos –como niños– y nos da una visión amplia y confiada, un interior destensado y alegre. Del fondo del alma brotan entonces la alegría y la paz, como frutos naturales de la fidelidad y de la entrega. Estos frutos son tan importantes y tienen tanta fuerza evangelizadora que san Josemaría los pedía a diario al Señor en la santa Misa, para él y para todas sus hijas e hijos201.
Tenemos un Cielo dentro de nosotros para llevarlo a todas partes: a nuestra casa, al lugar de trabajo, al descanso, a las reuniones con los amigos… «En nuestros días, en los que se percibe frecuentemente una ausencia de paz en la vida social, en el trabajo, en la vida familiar… es cada vez más necesario que los cristianos seamos, con expresión de san Josemaría, "sembradores de paz y de alegría"»202. Sabemos por experiencia que esa paz y esa alegría no son nuestras. Por eso procuramos cultivar la presencia de Dios en nuestros corazones: para que sea Él quien nos colme y quien comunique sus dones a quienes nos rodean. Y la eficacia de esa sencilla siembra es segura, aunque su alcance es imprevisible: «La paz del mundo, quizá, depende más de nuestras disposiciones personales, ordinarias y perseverantes, por sonreír, perdonar y quitarnos importancia, que de las grandes negociaciones entre los Estados, por muy importantes que sean»203.
Cuando dejamos que la presencia de Dios arraigue y fructifique en nosotros –en cierto modo, eso es la fidelidad–, adquirimos progresivamente una «firmeza interior» desde la que se hace posible ser pacientes y mansos ante las contrariedades, los imprevistos, las situaciones molestas, nuestros propios límites y los de los demás. Decía san Juan María Vianney que «nuestras faltas son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios»204. Esta convicción permite reaccionar cada vez más como Dios reacciona ante las mismas personas y circunstancias, con mansedumbre y misericordia, sin inquietarnos cuando no responden a nuestras previsiones y gustos inmediatos. Descubrimos, en definitiva, que todos los sucesos son de alguna forma «vehículos de la voluntad divina y deben ser recibidos con respeto y amor, con alegría y paz»205. De este modo, poco a poco, adquirimos una mayor facilidad para rezar, disculpar y perdonar, como hace el Señor, y recuperamos pronto la paz, si la perdemos.
En ocasiones, puede parecernos pusilánime esta disposición a cultivar la mansedumbre y la misericordia en nuestro corazón ante las miserias ajenas que nos parecen denunciables o ante la malicia de algunos que pretenden hacer daño. Recordemos, sin embargo, cómo Jesús reprende a los discípulos cuando sugieren enviar un castigo del cielo sobre los samaritanos que no lo reciben (cfr. Lc 9, 55). «El programa del cristiano –el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús– es un "corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia»206. Nuestra misericordia paciente, que no se irrita ni se queja ante la contrariedad, se convierte así en bálsamo con el que Dios sana a los contritos de corazón, venda sus heridas (cfr. Sal 147, 3) y les hace más fácil y llevadero el camino de la conversión.
Cultivar y dar a conocer la propia imagen y el perfil personal ante los demás se ha convertido hoy en un requisito a veces indispensable para estar presentes y tener impacto en los diversos ámbitos de las redes sociales y laborales. Sin embargo, si perdemos de vista que vivimos en Dios, que Él «está junto a nosotros de continuo»207, este interés puede derivar en una obsesión más o menos sutil por sentirse aceptados, reconocidos, seguidos e incluso admirados. Se siente entonces una necesidad constante de verificar el valor y trascendencia que tiene todo lo que hacemos o decimos.
Este afán por ser reconocidos y por tocar nuestra valía responde en realidad, aunque sea de un modo tosco, a una verdad profunda. Y es que de hecho valemos mucho; tanto, que Dios ha querido dar su vida por cada uno. Sin embargo, sucede que muy fácilmente nos ponemos a exigir, aun de modos muy sutiles, el amor y el reconocimiento que solo podemos acoger. Tal vez por eso el Señor quiso señalar en el Sermón de la Montaña: «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean, de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 6, 1). Y aún más radicalmente: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6, 3).
Este riesgo de exigir el Amor en lugar de acogerlo irá perdiendo fuerza en nosotros si actuamos con el convencimiento de que Dios contempla nuestra vida con un cariño detallado (porque el cariño está en los detalles). «Si quieres tener espectadores de las cosas que haces, ahí los tienes: los ángeles, los arcángeles y hasta el mismo Dios del Universo»208. Se experimenta entonces en el alma la autoestima de quien se sabe siempre acompañado y no necesita así de especiales estímulos externos para confiar en la eficacia de su oración y de su vida; y esto tanto si son conocidas de muchos, como si pasan desapercibidas para la inmensa mayoría. Nos bastará tener presente la mirada de Dios y sentir dirigidas a cada uno de nosotros las palabras de Jesús: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6, 4).
Podemos aprender mucho, en este sentido, de los años escondidos de Jesús en Nazaret. Allí pasó la mayor parte de su vida en la tierra. Bajo la atenta mirada de su Padre del Cielo, de la Virgen María y de san José, el Hijo de Dios estaba ya realizando, en silencio y con una eficacia infinita, la Redención de la humanidad. Pocos lo veían, pero ahí, desde un modesto taller de artesano, en una pequeña aldea de Galilea, Dios estaba cambiando para siempre la historia de los hombres. Y nosotros podemos también tener esa fecundidad de la vida de Jesús, si le transparentamos, si le dejamos amar en nuestra vida, con esa sencillez.
Desde lo escondido de cada Sagrario, desde lo hondo de nuestro corazón, Dios sigue cambiando el mundo. Por eso nuestra vida de entrega, en unión con Dios y con los demás, adquiere por la Comunión de los Santos una eficacia que nosotros no podemos imaginar ni medir. «No sabes si has progresado, ni cuánto… –¿De qué te servirá ese cálculo…? –Lo importante es que perseveres, que tu corazón arda en fuego, que veas más luz y más horizonte…: que te afanes por nuestras intenciones, que las presientas –aunque no las conozcas–, y que por todas reces»209.
San Pablo animaba a los cristianos a ser fieles, a no preocuparse de ir a contracorriente y a trabajar con la mirada puesta en el Señor: «Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo siempre presente que vuestro trabajo no es en vano en el Señor» (1Co 15, 58). San Josemaría repetía de diversas maneras la misma exhortación del apóstol: «Si sois fieles, podéis llamaros vencedores. En vuestra vida no conoceréis derrotas. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la Voluntad de Dios. Con éxito o sin él hemos triunfado, porque hemos hecho el trabajo por Amor»210.
En cualquier camino vocacional puede suceder que, al cabo de un tiempo de entrega, sintamos la tentación del desaliento. Pensamos quizá que no hemos sido muy generosos hasta entonces, o que nuestra fidelidad da poco fruto y que tenemos poco éxito apostólico. Es bueno recordar en esos casos lo que Dios nos ha asegurado: «Mis elegidos nunca trabajarán en vano» (Is 65, 23). San Josemaría lo expresaba así: «Ser santo entraña ser eficaz, aunque el santo no toque ni vea la eficacia»211. Dios permite en ocasiones que sus fieles sufran pruebas y dificultades en su labor, para hacer más bella su alma, más tierno su corazón. Cuando, a pesar de nuestra ilusión por agradar a Dios, nos desanimemos o nos cansemos, no dejemos de trabajar con sentido de misterio: teniendo presente que nuestra eficacia es «muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. (…) Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»212.
El Señor nos pide trabajar con abandono y confianza en sus fuerzas y no en las nuestras, en su visión de las cosas y no en nuestra limitada percepción. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto… Porque habrán "salido" como le conviene a Dios que salgan»213. La conciencia de que Dios lo puede todo y de que Él ve y atesora todo el bien que hacemos, por muy pequeño y escondido que pueda parecer, nos ayudará «a estar seguros y optimistas en los momentos duros que puedan surgir en la historia del mundo o en nuestra existencia personal. Dios es el de siempre: omnipotente, sapientísimo, misericordioso; y en todo momento sabe sacar, del mal, el bien; de las derrotas, grandes victorias para los que confían en Él»214.
De la mano de Dios, vivimos en medio del mundo como hijos suyos, y nos vamos convirtiendo en sembradores de paz y de alegría para todos los que viven a nuestro alrededor. Ese es el trabajo paciente, artesanal, que Dios realiza en nuestros corazones. Dejemos que ilumine todos nuestros pensamientos y que inspire todas nuestras acciones. Es lo que hizo nuestra Madre la Virgen, feliz de ver las cosas grandes que el Señor hacía en su vida. Ojalá sepamos también nosotros decir cada día como Ella: Fiat!, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).
Pablo M. Edo