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Hb 1, 1-Hb 10, 18. Superioridad de la Religión Cristiana


Hb 1, 1-4. El Hijo de Dios, postrer enviado del Padre

Esta carta a los Hebreos, como ya hicimos notar en la introducción, carece de saludo inicial y comienza simplemente como cualquier tratado o exposición doctrinal. En estas primeras líneas, que constituyen una especie de prólogo, es presentada en visión sintética toda la revelación divina, contraponiendo la del Antiguo Testamento, en que Dios habló repetidas veces y en varios modos por los profetas, y la del Nuevo Testamento, en que nos habló por su Hijo, cuyas prerrogativas se cantan.
Son, pues, dos las ideas fundamentales: la de contraste entre las dos revelaciones, Antigua y Nueva Alianza (v.1-2a), y la de canto a las excelencias del Mediador de la Nueva (v.2b-4). Esa idea de contraste, diversamente matizada, según los casos, aparece con frecuencia en los escritos del Apóstol (cf. 1Co 10, 11; 2Co 3, 6; Ga 4, 3-4); siempre, sin embargo, en línea de continuidad, pues es uno y mismo Dios el autor de ambas revelaciones. En el presente caso, el contraste parece estar en que para la antigua revelación, que se fue haciendo fragmentariamente (tt???ľe???) y de muy variados modos (tt???t??p?ß), Dios se valió de los profetas, simples siervos suyos; mientras que para la nueva se valió de su mismo Hijo en persona (cf. Mc 12, 2-6).
En cuanto a la segunda idea, se trata, en realidad, de una cristología abreviada, con enumeración de los principales títulos o excelencias de Jesucristo, formando todo un período armónico, cuyos miembros van enlazándose rítmicamente. Algunos de esos títulos miran directamente a su divinidad, tales como "esplendor de la gloria" del Padre (apa??asľa t?? d????), "impronta de su sustancia" (?a?a?t?? t?? ?p?st?se?? a?t??); otros miran más bien a sus relaciones con el mundo creado, tales como "heredero de todo" (?????-??ľ?? p??t??), "por quien hizo el mundo" (d?' ?? ?p???se? t??? a???a?) "sustentando todas las cosas con su poderosa palabra" (f???? ta p??ta t? ??ľat? t?? d???ľe?? a?t??), "habiendo realizado la purificación de los pecados" (?a^a??sľ?? t?? aľa?t??? p???s?ľe???), "se sentó a la diestra., hecho tanto mayor que los ángeles, cuanto heredó un nombre más excelente que ellos" (e??3?se? e? de???., t?s??t? ??e?tt?? ?e??ľe??? t?? a??????, ds? d?af???te??? pa?' a?t??? ?e???????ľ??e? ???ľa).
De estos títulos, cargados de significado, vamos a intentar algunas aclaraciones. Primeramente, los dos relativos a su divinidad: esplendor, impronta (v.3). Se trata de dos metáforas inspiradas sin duda alguna en Sb 7, 25-26, hablando de la Sabiduría de Dios. Con ellas, aplicadas a Jesucristo, se expresa, en lo que es posible hacerlo al lenguaje humano, la relación de origen o procedencia del Hijo respecto del Padre y su consustancialidad con El, del cual, sin embargo, se distingue. El término "gloria" (d??a) designa aquí la majestad radiante de la divinidad y objetivamente es lo mismo que naturaleza divina; de esta "gloria" con que brilla el Padre, es el Hijo una irradiación, un destello, luz de luz, como decimos en el Credo. Dicho bajo otra imagen, es "impronta" o marca de la sustancia divina, algo así como la impronta o marca producida por el sello en la cera blanda. Aunque con términos distintos, la idea es la misma expresada ya por el Apóstol en 2Co 4, 4 y Col 1, 15.
En cuanto a los títulos que competen a Jesucristo en su relación con el mundo, son ideas expresadas ya también por el Apóstol en otros lugares. Se comienza diciendo que Dios le constituyó "heredero de todo," es decir, dueńo soberano de todas las cosas (v.a). Late aquí la idea de que la filiación implica el derecho a la herencia (cf. Rm 8, 17; Ga 4, 7), y cuando el hijo es único, como en el caso de Jesucristo, a él pasa entero el patrimonio paterno (cf. Mt 21, 38). No que el Padre haya de abdicar de su patrimonio, sino que el Hijo tiene sobre el patrimonio del Padre, el universo entero, pleno y absoluto dominio, igual que el Padre, que, como eterno, no se muere. Este dominio le compete desde siempre a Jesucristo, en razón de su naturaleza divina, pero, en razón de su naturaleza humana, le ha sido concedido en el tiempo; en realidad, desde el momento mismo de la encarnación, aunque su plena manifestación sólo comienza a partir de su exaltación gloriosa, entronizado como rey universal, sentándose a la derecha del Padre (cf. Rm 1, 4; Ef 1, 20; Flp 2, 9-11). Es lo que también aquí se deja entrever claramente poco después, hablando de que, "después de haber realizado la purificación de los pecados," es decir, de haber llevado a cabo la obra redentora, "se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas" (v.3). El término "Majestad" sustituye aquí a Dios, modo de hablar que parece era entonces frecuente entre los judíos (cf. Hb 8, 1), como lo es también hoy para designar al Rey, al igual que lo es el término "Santidad" para designar al Papa. Con esa expresión se indica que Jesucristo entra a participar de la soberanía real del Padre y de su misma gloria.
Otro título manifestativo también de la grandeza de Jesucristo es: "por quien (d? ??) Dios hizo el mundo" (v.2), en griego t??? a???a? ("los siglos"), expresión que a veces tiene significado meramente temporal (cf. Hb 1, 8; Hb 13, 8.21; Col 1, 26; Ef 2, 7), pero otras, como en este lugar, indica la totalidad de las cosas creadas (cf. Hb 11, 3; Sb 13, 9; Sb 18, 4), equivaliendo prácticamente al "cielo y tierra" de Gn 1, 1. Pues bien, sabemos que la creación, como toda operación divina ad extra, es común a las tres divinas personas, y conviene tanto al Padre como al Hijo, como al Espíritu Santo, si bien cada una interviene conforme a su propiedad personal. En qué sentido haya de entenderse ese "por (d?a) quien," que es como interviene el Hijo, ya lo explicamos al comentar Col 1, 16, donde recurre la misma expresión. Igualmente explicamos entonces en qué sentido las cosas "subsistan en El" (Col 1, 17), expresión que equivale a la aquí empleada de "sustentar todas las cosas con su poderosa palabra" (v.3).
El término "palabra" indica aquí expresión de voluntad y manifestación de poder (cf. Hb 11, 3; Gn 1, 3; Sal 33, 6), dando a entender que puede hacerlo sólo con decirlo, en contraposición a quienes no podrían hacerlo sino trabajosamente. No está claro si hemos de traducir "con su poderosa palabra," con referencia al Hijo, o más bien "con la poderosa palabra de él," con referencia a Dios, como parecen aconsejar otros pasajes más o menos semejantes (cf. Rm 1, 20; 2Co 13, 4; Ef 1, 19-20). Teológicamente la diferencia entre una y otra interpretación no tiene importancia; pues, aunque la referencia sea al "poder" del Hijo, se entiende siempre de "poder" comunicado por el Padre, sentido que tiene evidentemente en otros pasajes (cf. 2Co 12, 9; Flp 3, 21).
Como conclusión de esta especie de prólogo, en que se cantan las grandezas de Jesucristo, el autor de la carta hace notar su inmensa superioridad sobre los ángeles (v.4), los ministros de la antigua revelación (cf. Ga 3, 19; Hch 7, 53), con lo que hábilmente prepara la transición a lo que sigue, sin solución literaria de continuidad. La superioridad sobre los ángeles, aunque bajo otra terminología, está también expresada en Ef 1, 21 y Col 2, 10. El "nombre" que Cristo hereda es el "nombre sobre todo nombre," de que se habla en Flp 2, 9-11, y equivale prácticamente, según el modo de hablar semítico, a dignidad o rango sobre todos los demás: es la dignidad o rango de seńor y soberano universal, cual corresponde al heredero del Padre. La única diferencia con Filipenses es que allí ese "nombre sobre todo nombre" se concreta en "Seńor," mientras que aquí en Hebreos se concreta en "Hijo de Dios" (?.5), con lo que se insinúa, además del aspecto de elevación y grandeza, el aspecto de relación al Padre (cf. Hb 1, 5-14) y de relación a los hombres (cf. Hb 2, 10-18).

Hb 1, 5-14. Cristo, superior a los ángeles

La idea general es clara. Tratase de hacer ver, a base de textos de la Sagrada Escritura, la inmensa superioridad de Jesucristo sobre los ángeles, tesis que quedó ya enunciada en el último versículo del prólogo (cf. v.4). Ciertamente que sorprende un poco la libertad con que el autor de la carta parece interpretar determinados textos bíblicos, a fin de traerlos a su tesis; cosa, por lo demás, que no es exclusiva de esta historia, sino que, como tendremos ocasión de ir viendo, se encuentra a lo largo de toda la carta. Pero tengamos en cuenta que no siempre se trata, en cada texto concreto, de proponer una demostración estricta; muchas veces, supuesta por otras razones la verdad de lo que se afirma, se pretende simplemente ilustrarla con palabras del texto bíblico; tanto más que, como es normal en los autores sagrados del Nuevo Testamento, todo en la antigua obra lo ven ordenado por Dios para que sirviera de preparación al cristianismo, la época de "plenitud," a la que Dios apuntaba ya desde un principio en todas sus realizaciones (cf. 1Co 10, 11; Ga 4, 24; Col 2, 17).
Esto supuesto, vengamos concretamente a las citas que aquí se hacen del Antiguo Testamento en apoyo de la superioridad de Cristo sobre los ángeles. Las dos primeras (v.5) están tomadas de Sal 2, 8 y 2S 7, 14, respectivamente. Ambas son aplicadas a Jesucristo, a quien Dios llama "Hijo," cosa que jamás hizo con los ángeles. Respecto de la primera cita, nada vamos a ańadir aquí, sino decir simplemente que se trata de un texto directamente mesiánico, muy bien elegido, que ya explicamos al comentar Hch 13, 33. Algo mayor dificultad ofrece la segunda cita. El texto es mesiánico, pero en su sentido literal histórico no se refiere exclusivamente al Mesías, sino a la providencia "paternal" que Dios promete tener con la dinastía davídica en general, a la que castigará si fuese culpable, pero no apartará de ella su misericordia, como hizo con Saúl. Sin embargo, la cita está perfectamente justificada, pues es en el Mesías, mirando al cual promete Dios esa especial predilección a la dinastía davídica, donde tendrán pleno cumplimiento esas palabras. De ahí que San Pedro, refiriéndose a esta promesa, dice que el descendiente prometido a David es Cristo (cf. Hch 2, 30); y lo mismo hace San Pablo, citando a Is 55, 3, pero con evidente alusión a esta misma promesa (cf. Hch 13, 34).
La cita siguiente (v.6), para indicar que los ángeles están sometidos a Cristo, está tomada de Sal 97, 7. Está hecha según el texto de los Setenta, que toman el término hebreo "elohim" (= dioses) en sentido de ángeles. Esto supuesto, la cita ya no ofrece dificultad, pues, aunque el salmista canta el reino de Dios sobre Israel, precedido del juicio sobre sus enemigos, es evidente que se hace con perspectiva mesiánica, sin que haga falta otra cosa que la aplicación de esa equivalencia Cristo-Yahvé que hemos visto ya en otros lugares (cf. Rm 10, 13; Ef 4, 8). No está claro si el autor de la carta al decir" y de nuevo (Dios), cuando introduce, dice," está pensando en la encarnación (cf. Lc 2, 13) o en la parusía (cf. Hb 2, 8; Hb 9, 28; 1Co 15, 24). Es posible que sea un detalle que no intente precisar. En cuanto al término "primogénito," ya quedó explicado al comentar Col 1, 15; si incluye o no-alusión a otros hijos (adoptivos), como en Rm 8, 29 (cf. Hb 2, 10-11), es aquí muy problemático.
Con la cita del v.7, tomada de Sal 104, 4, se pretende seńalar que los ángeles son puros servidores y mensajeros. El texto está tomado de la versión de los Setenta, en que los ángeles son comparados a "vientos" y "llamas de fuego" (relámpagos), aludiendo probablemente a la rapidez y ardor con que ejecutan las órdenes de Dios, a cuyo servicio están404. En contraste con esos ángeles, puros servidores, está la dignidad real de Jesucristo, a quien son aplicadas (v.8-9) las palabras de Sal 45, 7-8. La cita, lo mismo que la anterior, está hecha conforme a la versión de los Setenta, y en ella, supuesto el sentido mesiánico del Salmo, explícitamente se llamaría Dios al Mesías, aludido en los dos vocativos:"Ąoh Dios!" de v.8a y v.8b. Y, efectivamente, del sentido mesiánico del salmo no parece caber duda, aunque no creemos que sea directamente mesiánico. Más bien parece, conforme pide el contexto general, que el salmista se refiere a un para nosotros desconocido rey de Judá, en el día de sus bodas, a quien contempla orlado con la gloria de la dinastía davídica, representante en ese momento histórico de las promesas mesiánicas. Es esta idealización la que presta al salmo un sentido mesiánico, y la que hace que el autor de la carta a los Hebreos pueda con toda razón aplicar esas palabras a Jesucristo, en quien únicamente habían de alcanzar su pleno sentido 405. La "unción" de que se habla (?.c.) es la que solía hacerse con reyes y sacerdotes, metafóricamente aplicada a Jesucristo, el Mesías prometido (cf. Hch 4, 27). Ni debemos insistir en precisar quiénes son esos "compańeros" a que se alude (v.9). En el sentido literal del salmo se trata evidentemente de otros reyes menos ensalzados que aquel a quien se canta; para el caso del Mesías, esto viene a ser ya poco más que un elemento decorativo. No creemos que haya de verse ahí alusión a los ángeles o a los hombres elevados a la filiación meramente adoptiva.
La cita de los v. 10-12 está tomada de Sal 102, 26-28, y tiene por objeto la misma finalidad de las anteriores, es a saber, probar la superioridad de Cristo sobre los ángeles. Es de notar que el salmista, conforme pide el contexto general del salmo, se refiere a Yahvé, creador de cielos y tierra, inmutable y eterno. Pero el autor de la carta a los Hebreos aplica, sin más, esas palabras a Jesucristo. La explicación ha de buscarse en esa equivalencia Cristo-Yahvé, caso típico de exégesis profunda o sentido pleno, de que hemos hablado varias veces (cf. Rm 10, 13; Ef 4, 8).
Finalmente, la cita del ?.13 está tomada de Sal 110, 1. El texto es directamente mesiánico, y ya lo explicamos al comentar Hch 2, 34 y Ef 1, 20. En contraste con ese seńorío universal de Cristo, sentado a la derecha del Padre (v.13), está la condición de los ángeles, desempeńando funciones de meros servidores, no sólo por lo que respecta al Hijo, sino incluso por lo que respecta a los hombres, llamados, en virtud de la redención efectuada por el Hijo (cf. v.3), a la herencia del cielo (v.14; cf. Rm 8, 17). Con razón se ha visto aquí insinuada la doctrina de los ángeles custodios. Esto hablando en general, pues de que haya o no un ángel custodio para cada cristiano aquí no se dice nada.

Hb 2, 1-4. Exhortación a perseverar en la fe recibida

En este "discurso de exhortación" que es la carta a los Hebreos (cf. Hb 13, 22), junto a exposiciones doctrinales dogmáticas, se van entremezclando con frecuencia admoniciones prácticas deducidas de aquéllas. Es el caso presente. A la afirmación de la excelencia de Jesucristo sobre los ángeles (cf. Hb 1, 4-14) sigue ahora (Hb 2, 1-4) la exhortación a mantenerse fieles a esa nueva revelación que nos trajo, con tanta y más razón que había que hacerlo con la antigua.
De la antigua revelación se dice (v.2) que fue transmitida por intermedio de los ángeles (cf. Ga 3, 19; Hch 7, 38.53), y, sin embargo, fue firme (ß?ßa??ß), es decir, cierta y digna de fe, hasta el punto de que su transgresión era castigada por Dios con severas penas (cf. Sal 106, 13-43).
Por lo que toca a la nueva, es menester que prestemos a todo la mayor atención, "no sea que nos deslicemos" (ľ? p?t? pa?a????ľe?, ?.?). Late aquí probablemente una alusión al peligro de apostasía, dejando el Evangelio, en que se hallaban los destinatarios de la carta406. Notemos la expresión lo que hemos oído (v.1) para designar el mensaje evangélico, con lo que claramente se da a entender que éste es esencialmente hablado, es decir, transmitido por medio de la predicación (cf. Rm 10, 14-15; 1Co 11, 2; 1Tm 6, 20; 2Tm 2, 2). El comienzo arranca del mismo Jesucristo, Seńor nuestro (cf. Hch 2, 36; Rm 10, 9; Flp 2, 11), que fue el mediador de la nueva revelación (cf. Hb 1, 2), habiendo sido luego transmitida hasta nosotros "por los que le oyeron" (v.3; cf. Hch 1, 8) y autenticada por Dios con toda clase de milagros y manifestaciones carismáticas del Espíritu Santo (v.4; cf. Hch 2, 22; 2Co 12, 12; 1Co 12, 8-11). La conclusión que se pretende inculcar, con una especie de argumento afortiori (cf. v.2-3), es que, si Dios castigaba tan severamente a los transgresores de la ley antigua, con mucha más razón castigará a los que se despreocupen de la ley nueva. Cuanto más excelso sea el mensaje anunciado, tanto más punible será el descuidarlo.

Hb 2, 5-18. La "kenosis" o humillación temporal de Cristo

Toda esta perícopa es como una especie de objeción a la superioridad de Cristo sobre los ángeles que el autor de la carta viene exponiendo. Es a Cristo, no a los ángeles, a quien todo ha sido sometido (v.5-8a); sin embargo, antes de la plena manifestación de ese dominio, Dios ha querido que Cristo sufra y muera, apareciendo así momentáneamente en condición inferior a la de los ángeles (v.8b-18).
La primera afirmación, recalcando cuanto se ha venido diciendo, es que Cristo es superior a los ángeles, pues es El, no los ángeles, quien ha sido constituido jefe y cabeza del mundo mesiánico (v.5). La expresión "mundo venidero" (t?? ?????ľ??? ? t?? ľ?????sa?), para designar la época mesiánica (cf. Ga 1, 4; Ef 1, 21), era clásica en las escuelas rabínicas, y el autor de la carta la emplea con frecuencia, aunque diversamente matizada, según los casos (cf. Hb 2, 5; Hb 6, 5; Hb 9, 11; Hb 10, 1; Hb 13, 14). De suyo, incluye tanto la fase terrena cuanto la celeste, aunque el distinguir claramente estas dos fases es propio sólo de la época cristiana y de los cristianos, como ya explicamos al comentar Hch 2, 16-21. La prueba de ese sometimiento del mundo mesiánico a Cristo la encuentra el autor de la carta en unas palabras de la Escritura tomadas de Sal 8, 5-7. Propiamente esas palabras (v.6-8), en su sentido literal histórico, se refieren al ser humano en general, puesto por Dios a la cabeza de toda la creación visible (cf. Gn 1, 26). La aplicación directa a Jesucristo, como se hace también en 1Co 15, 27, sólo es posible tomando esas palabras en su sentido pleno y profundo, en cuanto que, según la intención de Dios, irían hasta el ser humano por excelencia, Jesucristo, en quien únicamente había de encontrar completa expresión ese dominio absoluto y universal. Lo de "poco (ß?a?? t?) menor que los ángeles" (v.7) es frase poco clara en este contexto. Aplicadas al hombre en general, como se hace en el salmo, es evidente que esas palabras aludirían a la naturaleza misma del hombre, de condición más elevada que la de las otras criaturas visibles y poco inferior a la puramente espiritual de los ángeles; sin embargo, la expresión gramaticalmente podría también tomarse en sentido de tiempo (cf. Hch 5, 34), y, aplicada a Jesucristo, tendría en este contexto un sentido perfecto: el de que sólo por breve tiempo, el de su vida mortal y pasible, Cristo apareció como inferior a los ángeles. żEs éste el sentido en que aquí toma esas palabras el autor de la carta a los Hebreos? Así lo suponen muchos autores, apoyados sobre todo en la interpretación que el mismo autor de la carta parece darle en el v.8. Juzgamos, sin embargo, que incluso en el v.9 puede retenerse el sentido que la expresión tiene en el salmo, sin que haya necesidad de que tengamos que poner doble interpretación a unas mismas palabras. Siempre será cierto que Jesucristo, al revestirse de aquella naturaleza humana que se canta en el salmo 8, apareció con naturaleza inferior a la de los ángeles. La idea de que esa inferioridad, con naturaleza mortal y pasible, sólo será por breve tiempo, no se excluye, pero tampoco queda expresada explícitamente.
Después de esta afirmación del sometimiento del mundo mesiánico a Cristo, que constituye, por así decirlo, la tesis de la perícopa, el autor de la carta presenta la objeción que surge espontánea: "Al presente no vemos aún que todo le esté sometido" (v.8). En efecto, eran (y lo mismo sucede hoy) muchos los infieles, los pecadores rebeldes, los enemigos de Cristo, que no querían saber nada de Él, y que, al menos aparentemente, seguían triunfando. żEn qué estaba, pues, ese dominio de Cristo? La respuesta a esta dificultad exigía una exposición de cuáles habían sido los planes de salud de Dios. Es lo que se hace en los v.9-18.
Se comienza con la afirmación general de que Cristo, por lo que respecta a su persona, ya está triunfante y glorioso en el cielo, pero para llegar a ese estado hubo de padecer antes la muerte; muerte que era una "gracia" de Dios y que fue ofrecida "en beneficio de todos" (v.9; cf. Hb 12, 2). La idea fundamental es la misma expresada ya maravillosamente por el Apóstol en Flp 2, 6-11. Claramente se deja entrever aquí, y lo mismo en los versículos siguientes, lo que de modo explícito se afirma en 1Co 15, 25-28, es a saber, que la victoria de Jesús-Mesías sobre sus enemigos, con dominio absoluto y universal, no tiene lugar en un momento, sino que se va realizando lentamente, hasta llegar al triunfo total, que ciertamente llegará. Con ello queda resuelta la dificultad del v.8. Llamar "gracia" de Dios a la muerte redentora de Cristo es afirmar que ese acto-base de nuestra salud no se debe a algo que haya en nosotros, sino a la pura benevolencia divina, que quiso salvarnos de ese modo (cf. Rm 5, 8).
Siguen ahora, a partir del v.10, una serie de razones sobre la conveniencia de la pasión y muerte de Cristo. Era éste un punto en el que, tratándose de destinatarios judíos, había que insistir de manera especial (cf. 1Co 1, 23; Hch 2, 23). No se trata, evidentemente, de necesidad por parte de Dios, pues Dios podía haber salvado al mundo de otras maneras, sino de "conveniencia" (v.10), en consonancia con los atributos de misericordia y de sabiduría.
Ante todo, una afirmación básica: "para quien y por quien (d?5 6v. ?a? d?' ??) son todas las cosas" (v.10). Lo que, dicho en otras palabras, significa que Dios Padre es primer principio y último fin de todas las cosas (cf. Rm 11, 36; 1Co 8, 6; Ef 1, 6). Pues bien, ese Dios Padre determinó, en sus planes eternos, "llevar muchos hijos a la gloria," y para ello "perfeccionar por los sufrimientos (d?a paß?ľ?t?? te?e??sa?) al autor (t?? ???????) de la salud" de esos hijos (v.10). La interpretación exacta de este versículo en todos sus detalles no carece de dificultad. Evidentemente, el término central del versículo, cuya interpretación influye de algún modo en la de todo el conjunto, es el verbo "perfeccionar" (te?e??s?a), aplicado a Cristo. żEn qué sentido el Padre perfeccionó a Cristo por las tribulaciones? O dicho de otra manera: żen qué sentido las tribulaciones han hecho perfecto a Jesucristo, autor de nuestra salud? La respuesta de unos autores y otros es matizada bastante diversamente. Algunos hablan simplemente de que, por los padecimientos y muerte, Cristo consumó o termino la obra salvadora que exigía el Padre; otros, fijándose en lo ya dicho en el v.9 y en Flp 2, 8-9, dicen que, por los padecimientos y muerte, Cristo llegó a la meta u objetivo final, que era la gloria y exaltación universal, sentándose a la derecha del Padre. Creemos que todo esto es verdad, pero que ni con lo primero ni con lo segundo se expresa exactamente el sentido del verbo "perfeccionar." Es éste un término que se emplea con mucha frecuencia en la carta, y generalmente con aplicación a la plenitud o madurez de la nueva economía, en contraposición a la antigua, presentada como algo provisional e incapaz de llevar nada hasta la perfección (cf. Hb 5, 9.14; Hb 7, 11-19-28; Hb 9, 9.11; Hb 10, 1.14). En el presente caso, como parece deducirse de los versículos siguientes, y particularmente del 18, se diría que Cristo ha sido "hecho perfecto" por los padecimientos, en cuanto que es esa experiencia de los padecimientos la que le ha hecho plenamente apto para llevar a cabo su obra. Esta obra era la de ser "autor de la salud de aquellos muchos hijos, que el Padre se proponía llevar a la gloria" 410. Está claro que, aunque se habla de "muchos hijos," ese "muchos" tiene simplemente sentido de pluralidad, y, por lo que se refiere a la parte de Dios, ningún ser humano queda excluido (cf. v.9; 1Tm 2, 4).
Desarrollando más esa idea de "perfección" de Cristo por las tribulaciones, se ańaden unas palabras no del todo claras. Se dice (v.11) que lo mismo "el que santifica" (Cristo) que "los santificados" (los "hijos" que hay que llevar a la gloria), "de uno solo vienen" (e? e??? p??te?). żQuién es ese "uno" sin determinar? Hay bastantes autores (Bisping, Médebielle, Nicoláu) que creen ser una alusión a Adán, tratando de recalcar la comunidad de naturaleza entre Cristo y los hombres. Sin embargo, creemos más probable, dado todo el contexto, que la alusión es aquí a Dios, Padre común de toda la gran familia mesiánica (cf. Ef 3, 15), de la que Cristo, el Hijo natural, ha sido constituido jefe y seńor (cf. Hb 2, 5; Hb 3, 6). Lo que se trata, pues, de hacer resaltar es que Hijo e hijos, es decir, Santificador y santificados, aunque en grados muy diferentes, pertenecen todos a la misma familia, y consiguientemente es lógico que haya también entre todos solidaridad en el dolor. E insistiendo en que Santificador y santificados, es decir, Cristo y los seres humanos, pertenecen todos a la misma familia, el autor de la carta cita tres textos de la Escritura (v.12-13), tomados de Sal 22, 23 e Is 8, 17-18, respectivamente. Da por supuesto que el personaje que habla es Jesucristo-Mesías, en cuyo caso la prueba es clara: Cristo llama a los hombres sus "hermanos" (Sal 22, 23); igual que ellos, "pone en Dios su confianza" (Is 8, 17), les llama "hijos" (Is 8, 18); hay, pues, un evidente parentesco entre uno y otros. En cuanto a sí son o no textos mesiánicos, deberemos aplicar aquí lo que decíamos poco ha al comentar las citas de Hb 1, 5-14, es a saber, que no hay inconveniente en tomar esa referencia mesiánica en sentido bastante amplio, y no necesariamente como algo directo y estrictamente probativo.
Sigue todavía el autor de la carta desarrollando la idea de solidaridad entre Cristo y los hombres. El término "hijos" del texto de Isaías (v.13) le da pie para hablar ya claramente de la naturaleza humana de Cristo, que se hace en todo semejante a nosotros a fin de destruir con su muerte el imperio de la muerte y expiar nuestros pecados, convirtiéndose en nuestro gran sacerdote (v. 14-18). La idea de que Cristo con su muerte ha destruido el pecado y la muerte, y consiguientemente el imperio del diablo que a través de pecado y muerte reinaba, es frecuente en San Pablo y la damos ya por explicada (cf. Rm 5, 12-21; Rm 8, 3-4; 1Co 5, 5; 1Co 15, 21-26; 2Co 6, 14-15; Ga 3, 13-14; Col 1, 13-14). Notemos únicamente la expresión tan gráfica: "librar a los que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre" (v.15). No que para los cristianos no exista también la muerte; pero no existe, si viven en cristiano, ese temor deprimente de la muerte que convierte en esclavos (cf. Flp 1, 23; 1Ts 4, 13; Mt 10, 28). La otra idea, la de la función sacerdotal de Cristo (v. 17-18), no se encuentra en las anteriores cartas del Apóstol, al menos de manera explícita. Es aquí donde el título de "sacerdote," o más exactamente "sumo sacerdote" (????e?e??), aparece por primera vez aplicado a Cristo. En los capítulos siguientes se hablará con amplitud de esta función sacerdotal (cf. Hb 4, 14 - Hb 10, 18). De momento, la afirmación principal es la siguiente: Cristo, "a fin de hacerse sumo sacerdote misericordioso y fiel, hubo de asemejarse en todo a sus hermanos" (v.17). No se explica más en qué consista esa semejanza; pero, como claramente se deduce del v.18, es semejanza no simplemente por comunidad de naturaleza (cf. v.14), sino por comunidad de naturaleza con todas las consecuencias ahí implicadas, de dolor y sufrimiento e incluso la muerte. Es así, por la experiencia en el dolor, como nuestro gran sacerdote, Jesucristo, recibe plena aptitud (cf. v.10) para su función de sacerdote, entre cuyos atributos más característicos, además de su "fidelidad" o lealtad a Dios, ha de estar la misericordia hacia los seres humanos. Séanos lícito, a título meramente ilustrativo, citar aquí las conocidas palabras de Virgilio puestas en boca de Dido: "Probada por la desgracia, he aprendido a socorrer a los desventurados."

Hb 3, 1-6. Cristo superior a Moisés

Dentro del tema general de la superioridad de la religión cristiana sobre la judía, toca ahora hablar de Moisés. Había sido el mediador de la Antigua Alianza y, por la tradición judía, era considerado como el más grande entre los hombres, superior incluso, bajo ciertos aspectos, a algunas categorías de ángeles. Afirmar la superioridad de Cristo sobre Moisés era algo que siempre hacía impresión a mentalidades judías.
La perícopa está unida literariamente con mucha habilidad a la anterior a través del adjetivo "fiel," uno de los atributos de Cristo sacerdote (Hb 2, 17), y que de nuevo se recoge (Hb 3, 2) para comenzar la comparación con Moisés. En esta comparación, cuya intención evidente es la de hacer resaltar la superioridad de Cristo sobre Moisés, hay una imagen o metáfora que está en la base misma de todo el razonamiento: es la imagen de "casa," que se emplea tanto para designar la economía mosaica (v.2) como para designar la obra cristiana (v.6). Sin embargo, hay fácil tránsito de la imagen de casa-edificio a la de casa-familia, contribuyendo esto no poco a cierta oscuridad en todo el pasaje.
A fin de vencer en lo posible esa oscuridad, vamos a proceder por partes, distinguiendo tres fases o etapas en el razonamiento: "fidelidad" de Jesucristo y de Moisés (v.1-2); Jesucristo, superior a Moisés, como el arquitecto superior a la casa construida (v.3-4); Moisés actúa como siervo en la casa de Dios, mientras que Jesucristo como hijo sobre su propia casa (?.5-6). De estos tres apartados, el primero (v.1-2) no ofrece dificultad especial, limitándose a recordar la "fidelidad" de Jesús, que es comparada a la de Moisés, expresamente elogiada por Dios en la Escritura (cf. Nm 12, 7). Evidentemente, la "fidelidad" o lealtad de Jesús para con Dios fue inmensamente superior a la de Moisés; pero esto aquí se deja de lado. El autor de la carta se contenta con afirmar que Cristo fue "fiel al que le hizo" (tal), es decir, al que le hizo "apóstol y pontífice" (cf. v.1), como "fue fiel Moisés en toda su casa," es decir, en la administración y gobierno de la "casa" o familia de Dios, que era el pueblo de Israel 416.
El segundo apartado (v.3-4) es el de más difícil interpretación. Se dice, en resumen, que Jesús es tanto más digno de honor que Moisés cuanto es más digno de honor el constructor de una casa que la casa misma (v.3); ańadiendo, sin que se vea claramente la hilación, que Dios es el supremo constructor de todas las cosas, y, por consiguiente, también de esa casa (v.4). żQué se quiere decir con todo esto? Desde luego, si tratamos de aquilatar, la respuesta no es fácil. Nada tiene de extrańo que Jesús, autor y ordenador de la nueva economía religiosa (cf. v.6; Hb 2, 10), sea comparado al constructor de una "casa"; aunque sí resulta extrańo, al menos para nuestra mentalidad, que Moisés lo sea a la "casa" misma construida. Con todo, la imagen está ahí y no toca a nosotros el cambiarla. Probablemente lo que se intenta decir es que Moisés, aunque legislador y mediador de la antigua obra religiosa, no era autor ni constructor de esa "casa," como lo es Jesús de la suya, sino simple inquilino o miembro, al que Dios elige para una determinada función, pero sin que le coloque por encima de la "casa" misma. Lo que se ańade en el v.4 parece, muy en consonancia con la mentalidad y modo de hablar de los judíos, no tiene otra finalidad sino recordar que, como en todas las cosas, también cuando se trata de establecer una obra de bendición mosaica o cristiana, es siempre Dios, principio y último fin de todo, el supremo constructor y ordenador (cf. Hb 1, 1-2; Hb 2, 10). No creemos que pueda alegarse este versículo para probar la divinidad de Jesucristo, conforme hacen bastantes autores.
Queda el tercer apartado (v.5-6), que ofrece ya menos dificultad. Prácticamente viene a decirse lo mismo que en el apartado segundo, aunque cambiando un poco la imagen. Jesucristo no es ya el constructor de la casa, sino el hijo que manda sobre ella; y Moisés no es la casa misma, sino un siervo que trabaja en la casa (de Dios). El oficio que se asigna a Moisés es el de "dar testimonio de las cosas que se habían de decir" (e?ß ľa?t????? t?? ?a??3?s?ľ????, ?.5). No es claro si con esto se alude simplemente a que transmitía al pueblo lo que Dios le decía, o hay aquí una alusión a su función profética respecto del Mesías, idea que sin duda estaba muy en el ambiente (cf. Lc 24, 27; Jn 5, 46). Con esta última interpretación, a la que damos bastante probabilidad, resaltaría aún más su inferioridad respecto del Mesías. La "casa" sobre la que manda Jesucristo (v.6) es suya (cf. v.3) y es de Dios (cf. v.4); esa casa "somos nosotros" (v.6; cf. Ef 2, 20-21; 1Tm 3, 15); pero para pertenecer a ella hay que seguir firmes en la fe, alentados por la "gloria que nos espera" (cf. Rm 5, 2; Rm 8, 18).

Hb 3, 7-19. Nueva exhortación a la perseverancia en la fe

De nuevo, como en Hb 2, 1-4, se interrumpe la exposición doctrinal, para intercalar una exhortación a los destinatarios a que se mantengan firmes en la fe que han abrazado. La exhortación continuará a lo largo del capítulo cuarto. No deja de llamar la atención el modo cómo el autor se vale de la Escritura. Supone como tres fases o etapas en esa llamada de Dios: la que hizo a los israelitas del desierto, la hecha a los judíos de tiempos del Salmista, y la que hace ahora a los cristianos.
En efecto, como base de la exhortación se toman las palabras de Sal 95, 8-11, en que el salmista invita a los judíos, sus contemporáneos, a que oigan la voz de Dios y se muestren más dóciles que la generación de tiempos de Moisés en el desierto. Fue aquella una generación perversa, en continua rebeldía contra Dios, exigiendo siempre de El nuevos milagros y olvidándose cada día de los del día anterior; por eso Dios, irritado, la castigó a morir en el desierto, no permitiéndole entrar en el reposo de la tierra de Canaán (v.y-n; cf. Ex 17, 1-7; Nm 14, 29-33; Nm 20, 2-13).
De esta larga cita, introducida con la fórmula "dice el Espíritu Santo" (v.7; cf. 2, 6), el autor de la carta hace en seguida la aplicación a sus lectores (v. 12-19). La conducta de Dios con la generación del desierto debe servirles de aviso. Recomendación parecida hace San Pablo en 1Co 10, 1-13. Si entonces, por su incredulidad, aquella generación fue fuertemente castigada por Dios y excluida de la entrada en el descanso de la tierra prometida (cf. v. 16-19), tema también ahora la generación cristiana, no sea que, incrédula al Evangelio, irrite a Dios y sea excluida del descanso del Seńor, primero el de la justicia y unión con Dios acá en la tierra, y luego el de la eterna felicidad en el cielo (cf. v.12-15). Todo da la impresión de que el autor de la carta estaba preocupado por el peligro de la pérdida de la fe en los destinatarios. Por eso insiste en que no basta haber sido incorporados a Cristo por la fe y el bautismo, sino que, para que no nos pase como a la generación del desierto, hay que "conservar hasta el fin la firme confianza del principio" (v.14). También insiste en que el hoy de la llamada divina (v.13 y 15) subsiste al presente para nosotros, como subsistía entonces para los contemporáneos del salmista; pero cuidémonos de no desaprovecharlo mientras perdura, exhortándonos mutuamente a la constancia en la fe, pues pasará y entonces ya no habrá remedio, como sucedió a los de la generación del desierto.

Hb 4, 1-13. Cuidemos de no ser excluidos del descanso de Dios

Continúa la exhortación de la perícopa anterior. La base sigue siendo el salmo 95, invitando a no imitar a los israelitas del desierto, que, por su incredulidad, fueron excluidos de la entrada en el "descanso" de la tierra prometida. A esa cita del salmo 95 se ańade ahora otra nueva, la de Gn 2, 2, donde se habla del "descanso" de Dios, al terminar la obra de la creación. El autor de esta carta a los Hebreos ve en ese "descanso" de que hablan los textos de la Escritura, no simplemente el de la entrada en la tierra prometida, sino un "descanso" más elevado y noble, al que Dios invita a todos los hombres, incluso a los israelitas que desde tiempos ya de Josué habían entrado en el descanso de la tierra prometida (v.1-10).
Evidentemente el "descanso" aludido, que debemos cuidar mucho de no perder (cf. v.1-2), es el descanso eterno de la gloria, incoado ya acá en la tierra mediante la unión con Dios por la gracia (cf. v.q-10). A las citas de Gn 2, 2 y Sal 95, 8-11 hemos de aplicar lo que decíamos poco ha, comentando las hechas en Hb 1, 5-14. Para el autor de la carta, ese peregrinar de los israelitas hacia el descanso de la tierra prometida sería, en la intención de Dios, "figura" de otro descanso más noble y elevado ofrecido a todos los seres humanos, aquel del que El mismo goza desde la creación del mundo y que ciertamente conseguiremos si permanecemos firmes en la fe en Jesucristo.
Con una especie de peroración (v. 11-13), exhorta de nuevo a evitar el ejemplo de los israelitas del desierto, apresurándonos a responder a la llamada divina, pues "la palabra de Dios" es más eficaz y penetrante que una espada de dos filos, sin que haya posibilidad de eludir nuestra responsabilidad respecto a ella. La "palabra de Dios" (ó Aóyos t?? Te??), que aquí aparece en cierto modo personificada, no es el Verbo o segunda persona de la Santísima Trinidad, conforme interpretaron algunos autores antiguos (Ambrosio, Atanasio, Cirilo Alejandrino), sino la revelación misma de Dios, manifestando a los seres humanos su voluntad, con promesa de premios y amenaza de castigos. Esta "palabra," en realidad, es intercambiable con Dios mismo, que es el que la pronuncia; de ahí que se comience hablando de la "palabra de Dios" (v.12) y se termine hablando de Dios mismo, como identificando la palabra con El (v.15). Las expresiones "viva, eficaz., tajante., penetra hasta la división de alma y espíritu. 415, coyunturas y medula., discierne pensamientos e intenciones" no pueden indicar más al vivo el poder y eficacia de la palabra que sale de la boca de Dios, que no puede volver vacía, sin conseguir su efecto, y para la cual nada hay oculto (cf. Is 55, 11; Flp 2, 16; 2Tm 2, 9; 1Co 4, 5).

Hb 4, 14-16. Jesucristo nuestro sumo sacerdote

Breve y conmovedora exhortación a la confianza. La idea fundamental es que, teniendo un tal Pontífice, Jesucristo, Hijo de Dios, que ha entrado ya en el lugar del descanso e intercede por nosotros ante el trono del Padre, no deben desanimarnos las dificultades. En este sentido, la presente historia es conclusión de lo que precede; así lo insinúa, además, la partícula "pues" del v.14. Sin embargo, no parece caber duda que el autor de la carta está pensando en ofrecer también una especie de introducción al tema que va a desarrollar a continuación, el del sacerdocio de Jesucristo. Es la conocida habilidad para las transiciones, que hemos hecho notar ya en otras ocasiones (cf. Hb 1, 4-5; Hb 2, 17 - Hb 3, 2).
De Cristo sumo sacerdote se había hablado ya anteriormente, pero como de pasada (cf. Hb 2, 17; Hb 3, 1); ahora se va a hablar de modo amplio y directo a lo largo de varios capítulos. En esta especie de introducción se le llama "gran sumo sacerdote" (a???e??a ľ??a?), título de doble grandeza, y se da a entender ya desde un principio que el santuario donde ejerce su función sacerdotal medianera es el cielo, adonde subió, después de haber padecido y muerto acá en la tierra para llevar a cabo la obra redentora (v.14; cf. Hb 1, 3; Hb 8, 1-5). Se ańade que, no obstante su grandeza (v.14), está lleno de compasión hacia nosotros, dispuesto a ayudarnos en todo, pues en su misma persona pasó por la prueba de nuestras debilidades, excepto la del pecado (v.15; cf. Hb 2, 17-18). La conclusión, pues, se impone: con la presencia allí de Jesucristo, acerquémonos con plena confianza al trono de Dios, el cual será para nosotros, no tribunal de justicia, sino "trono de gracia," de donde derivarán favores y ayudas para cada ocasión y circunstancia (v.16).
Tal es, en resumen, el contenido de esta perícopa. Ańadamos únicamente, dada su importancia, un breve comentario a la afirmación de que Jesucristo, nuestro gran sumo sacerdote, fue "tentado en todo (pepe??asľ???? ?at? p??ta) a semejanza nuestra, fuera del pecado" (?.15). La palabra "tentación" equivale aquí prácticamente a prueba, que al fin de cuentas eso es la tentación: algo que pone a prueba las fuerzas y virtud del hombre (cf. Lc 22, 28). Jesucristo, igual que nosotros, padeció las "tentaciones" o pruebas de cansancio, hambre, temor ante el sufrimiento, etc. (cf. Mt 4, 2; Mc 14, 33-39; Jn 4, 6); incluso fue tentado por el diablo (cf. Lc 4, 13). Sin embargo, cuando se metía de por medio el pecado, hubo una gran diferencia: la de que El, no solamente no cometió pecado (cf. Jn 8, 46; 2Co 5, 21; 1P 2, 22; 1Jn 3, 5), sino que ni lo podía cometer, y las tentaciones en este sentido no podían provenir sino del exterior (cf. Mt 4, 8-10), nunca de su interior, donde no existía esa lucha entre carne y espíritu que tantas veces a nosotros nos arrastra al pecado (cf. Ga 5, 16-25). Mas esa "impecabilidad," que le coloca aparte y por encima de nosotros, en nada disminuía su "compasión de nuestras flaquezas" (v.15); antes al contrario, más bien la hacía más elevada y pura, ya que jamás podía mezclarse ahí el egoísmo.

Hb 5, 1-10. Requisito de todo sumo sacerdote

La finalidad de esta perícopa es probar que Jesucristo es nuestro Pontífice o sumo sacerdote, cuyo título ostenta con todo derecho. El razonamiento es muy sencillo: se seńalan primeramente los caracteres que todo sacerdocio debe tener para poder presentarse como legítimo y eficaz (v.1-4), haciendo luego aplicación a Jesucristo (v.5-10). Es de notar, sin embargo, que el autor de la carta, más que discurrir sobre el sacerdocio en abstracto, está con la vista puesta en el sacerdocio levítico, valiéndose de términos y nociones que eran familiares a sus lectores judíos. Con todo, no puede negarse que su descripción del sacerdocio, no obstante esa limitación de perspectiva, contiene cierto carácter de universalidad, al menos con referencia a la humanidad actual, afectada por el pecado original.
Las cualidades exigidas a "todo pontífice" (paß ????e?e?ß) están indicadas en los v.1-4, y podemos reducirlas a cinco: pertenecer a la humanidad, representar a ésta en las cosas que miran a Dios, ofrecer dones y sacrificios por los pecados, capacidad para compadecerse de las ignorancias y debilidades de aquellos a quienes representa, elección o llamada divina. De estas cinco condiciones, la segunda y tercera están íntimamente relacionadas, y prácticamente la tercera no es sino una aplicación de la segunda al caso concreto de los dones y sacrificios, siempre dentro de las cosas que miran a Dios y al culto que le es debido. Los términos "dones y sacrificios" (d??a te ?a? 3?s?aß) eran muy usados en las prescripciones levíticas, designando generalmente el primero las oblaciones o sacrificios incruentos (cf. Lv 2, 1-16; Lv 6, 7-10), y el segundo, los sacrificios cruentos (cf. Lv 3, 1-Lv 5, 26), aunque el primero pueda tomarse más genéricamente, incluyendo ambas clases de sacrificios (cf. Hb 8, 4; Hb 11, 4; Mt 8, 4; Mt 23, 18). También las condiciones primera y cuarta están íntimamente relacionadas. Si, como representante de hombres, el sacerdote conviene que sea miembro de la sociedad que representa, y no un ángel, por la misma razón conviene que, aleccionado por la propia experiencia de hombre sujeto a flaquezas, esté inclinado a la misericordia y compasión con los que yerran. La última de las condiciones seńaladas es la vocación o llamada divina (v.4). Sin esa llamada, inmediata o mediata, el sacerdote no podría llenar el objeto primordial del sacerdocio, que es el de ser mediador entre Dios y la humanidad, ya que, lejos de aplacar a Dios, más bien irritaría su justa ira (cf. Hb 3, 10). Se trata de un "honor," pero de un honor lleno de responsabilidad, y nadie puede tomárselo por propia iniciativa.
Expuestas así las condiciones de "todo pontífice," viene ahora (v.5-10) la aplicación a Jesucristo. Se comienza por la última de las condiciones seńaladas: la llamada divina. La prueba de que Jesucristo, nuestro sumo sacerdote, no se arrogó por sí mismo la dignidad del sacerdocio, sino que fue llamado a ella por Dios, la encuentra el autor de la carta (v.5-6) en dos textos de la Escritura, tomado uno de Sal 2, 7 y otro de Sal 110, 4. Ambos salmos son mesiánicos y, consiguientemente, ninguna dificultad ofrecen en que se haga la aplicación a Jesucristo. La dificultad está, por lo que se refiere al primero de los textos, en probar que ahí se haga referencia al sacerdocio; y, por lo que se refiere a entrambos textos, en determinar a qué momento preciso de la vida de Cristo se aluda. Trataremos de responder a estas dos cuestiones.
El texto "Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado," primero de los citados (v.5), ya fue alegado anteriormente para probar la superioridad de Cristo sobre los ángeles (cf. Hb 1, 5). También lo alega San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia, para probar la resurrección de Jesucristo (cf. Hch 13, 33). Ahora se alega para probar el sacerdocio. La pregunta, pues, se impone: żqué es, en realidad, lo que el salmista con esa expresión quería significar de Jesucristo? Creemos, conforme ya explicamos al comentar Hch 13, 33, que el salmista alude, no a la filiación natural divina del Mesías, en sentido ontológico, sino a su exaltación o entronización como rey universal de las naciones. San Pablo, aplicando esas palabras a la resurrección, que fue el momento en que, de manera manifiesta, comenzó la exaltación pública de Jesucristo por el Padre (cf. Flp 2, 9), no hace sino concretar, apoyado en la realidad, aquella exaltación anunciada en el salmo. Ese sería el sentido literal del texto. Sin embargo, ello no sería obstáculo para poder aplicarlo también al sacerdocio de Cristo, no en sentido literal histórico, sino a base de dar cierta amplitud al significado de las palabras, en cuanto que el Mesías de que se trata, cuya exaltación se canta, sabemos que estaba en realidad realzado también con la dignidad sacerdotal, conforme se afirma expresamente en Sal 110, 4, cuya cita se hace a continuación (v.6). En caso de que el autor de la carta citase el texto de Sal 2, 7, viendo anunciada en él la filiación natural divina de Cristo, la relación con su sacerdocio sería más estrecha, pues el fundamento metafísico del sacerdocio de Cristo y la medida de su excelsa dignidad radican precisamente en el hecho de que Cristo es Dios y hombre a la vez; pero será muy difícil probar que sea ése el sentido que el autor de la carta intenta dar a la cita.
Respecto a la segunda cuestión, es a saber, a qué momento preciso de la vida de Cristo aludan esas declaraciones de Dios, proclamando solemnemente su exaltación y sacerdocio, creemos que la respuesta ha de estar en consonancia con lo que acabamos de decir sobre la interpretación del texto "Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado"; es decir, que se alude, también en el segundo texto, al tiempo de su exaltación a partir de la resurrección. Subiendo glorioso a los cielos, Cristo es proclamado, no sólo rey universal de las naciones, sino también Pontífice, que vive allí perpetuamente para interceder por nosotros (cf. Hb 7, 25). Este sacerdocio de Cristo, perpetuo y celestial, es el que el autor de la carta quiere hacer resaltar. Ni ello significa que Cristo no fuese ya antes sacerdote, desde el momento mismo de la encarnación (cf. Hb 10, 5-10), y que el acto supremo de ese sacerdocio no fuese la inmolación en la cruz (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 26). Es un caso semejante al de los títulos de "Seńor" y "Mesías," que San Pedro dice haber sido dados a Cristo a partir de su resurrección y exaltación a la diestra del Padre (cf. Hch 2, 36), sin que ello quiera decir que no fuera ya "Seńor" y "Mesías" desde un principio. En cuanto a la expresión "según el orden de Melquisedec" (v.6), ya la explicaremos más adelante, al comentar la semejanza entre el sacerdocio de Cristo y el de Melquisedec (cf. Hb 7, 1-28).
Después de aplicar a Jesucristo (v.5-6) la última de las condiciones seńaladas a todo pontífice (v.4), el autor pasa a hablar de las otras condiciones (v.7-10). Sin embargo, no lo hace de modo ordenado, enumerando una tras otra, sino en forma genérica, haciendo hincapié en la coparticipación de Cristo en los sufrimientos humanos y en sus súplicas al Padre en los días de su vida mortal. Como inocente que era, no podía ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como tenían que hacer los sacerdotes de la ley mosaica (cf. v.3), pero podía orar al Padre con esforzado clamor y lágrimas y ofrecerle el sacrificio de su pasión, a la que se somete por la obediencia a su Padre (v.7). El conocimiento experimental de lo costoso de esa obediencia, que le lleva hasta la muerte de cruz (v.8), le convierte en mediador "perfecto," es decir, plenamente apto para ejercer sus funciones a nuestro favor y ser autor de nuestra salud (v.9; cf. 2, 10), por lo que justamente es proclamado " Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (v.10).
Así juzgamos que puede ser resumido el contenido de estos versículos. Comentemos ahora brevemente algunas expresiones más características. Primeramente, no parece caber duda que las "oraciones y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" de los días de su vida mortal (v.7) es una alusión a la oración ferviente y angustiosa de Getsemaní (cf. Mt 26, 37-44; Mc 14, 33-39; Lc 22, 41-44). Es cierto que los Evangelios, aunque hablan de sudor de sangre, no mencionan las lágrimas, pero tampoco las excluyen; y muy bien puede ser éste un dato recibido de la tradición, aparte lo que pueda haber de expresión literaria. Las oraciones iban dirigidas "al que era poderoso para salvarle de la muerte," es decir, al Padre. En esto no hay dificultad. La dificultad está en lo que sigue: "fue escuchado en razón de su piedad" (e?sa???ste?? ap? t?? e???ße?a?). żQué significa esta expresión? El sentido ha sido muy discutido. Sabemos, en efecto, que Cristo pidió al Padre que, si era posible, pasase de Él el cáliz de la pasión (cf. Mt 26, 39); pero sabemos también que el Padre no le libró de la pasión. żCómo, pues, puede decirse que "fue escuchado"? A esto responden algunos autores que el Padre no le libró de la pasión, pero le libró del temor de la pasión, a la que, confortado por el ángel (cf. Lc 22, 43), va con decisión y valentía. En apoyo a su respuesta, en lugar de "escuchado en razón de su piedad," traducen "escuchado del temor," es decir, (al ser librado) del temor. Creemos, sin embargo, que para esta traducción hay que violentar bastante la frase griega. Mucho más fundada nos parece la traducción adoptada, que es, además, la más corriente entre los autores. Supuesta esta traducción, nada hay ya en el texto bíblico que apoye esa interpretación, como si el objeto de la oración de Cristo hubiera sido el ser liberado del temor de la muerte. La solución parece estar en que la oración de Cristo, en su totalidad, no obstante el miedo y horror a la pasión, era de plena conformidad con la voluntad del Padre. Y esta voluntad era la de salvar al mundo con la pasión y muerte de su Hijo (cf. Jn 12, 27); no librándole de la muerte temporal, pero sí arrancándole a su poder (cf. Hch 2, 24.27) y transformando esa muerte en exaltación de gloria (cf. 2, 9) y fuente de vida para los hombres (cf. Hb 2, 10; Hb 5, 9). En este sentido, Cristo "fue escuchado," y fue escuchado "en razón de su piedad," es decir, en atención a su religioso y filial respeto para con la voluntad del Padre. Es una idea parecida a la de Flp 2, 8-9: "obediencia hasta la muerte., por lo cual Dios le exaltó."
Las expresiones "aprendió por sus padecimientos" (v.8) y "perfeccionado" (v.9) ya quedan explicadas más arriba, al comentar los v.10 y 17-18 del c.2.

Hb 5, 11-14. Dificultad de explicar este tema a los destinatarios

Comienza aquí una especie de digresión de carácter exhortatorio, que continuará a lo largo de todo el capítulo sexto. Es la costumbre, ya conocida (cf. Hb 2, 1-4; Hb 3, 7 - Hb 4, 16), de ir intercalando lo exhortatorio con lo dogmático. En este caso hay, además, una intención especial: el autor, con mucha habilidad, va retardando el desarrollo del tema, a fin de subrayar más su importancia y así preparar mejor el ánimo del lector. A este respecto es curioso observar que las mismas palabras de Hb 5, 10 se vuelven a repetir prácticamente en 6, 20, como dando a entender que lo incluido entre ambos versículos es mera digresión, y que el hilo de la exposición continúa en Hb 7, 1.
La presente perícopa, comienzo de la digresión, es un reproche a los destinatarios por su indolencia: los que, dado el tiempo transcurrido desde la conversión, debían ser ya maestros en la fe, necesitan que de nuevo se les enseńen los primeros rudimentos (v.1 1-14). De ello, de que se han vuelto "torpes de oídos," es decir, han perdido el interés por aprender, se queja el autor de la carta, y dice que eso hace muy difícil el que pueda explicarles el tema del sacerdocio de Cristo según el orden de Melquisedec (v.11). Es una lástima, ańade, que los que ya debían alimentarse de manjar sólido, que es el destinado a los "perfectos" o espiritualmente adultos (v.14; cf. 1Co 2, 6), tengan todavía necesidad de leche, el alimento de los nińos, incapaces de entender la "doctrina de la justicia" (v.13). La imagen de "leche" y "manjar sólido" es la misma que en ocasión parecida, quejándose de los corintios, usó también San Pablo (cf. 1Co 3, 1-2). En cuanto a la expresión "doctrina de la justicia" (Aóyos d??a??s????), parece claro que prácticamente equivale a doctrina de la justicia de Dios o revelación traída por Cristo (cf. Rm 3, 21-26). Quizá en la elección de la expresión, aquí un poco llamativa, tenga su parte el nombre de Melquisedec, que es interpretado "rey de justicia" (cf. Hb 7, 2), y es central en estos capítulos, prefigurando a Cristo.

Hb 6, 1-8. Plan que el autor piensa seguir

No obstante la falta de preparación en los destinatarios para temas elevados (cf. Hb 5, 11-14), el autor sigue con su propósito de tratar el tema del sacerdocio de Cristo, sin intentar volver a las explicaciones elementales propias de la primera catequesis (v.1-3); pues repetir una tal instrucción con quienes llevan ya mucho tiempo de convertidos y han gustado las experiencias cristianas, sería totalmente ineficaz (v.4-8).
Son, pues, dos las ideas fundamentales. Primeramente (v.1-3), la del tema que el autor piensa tratar: no serán las "doctrinas elementales sobre Cristo" (v.1), es a saber, penitencia de obras muertas y fe en Dios, bautismos e imposición de manos, resurrección de muertos y juicio eterno (v.2); sino que, dejado todo eso de lado, se elevará a "lo perfecto" (?t? t?? te?e??t?ta fe??ľe-9a), es a saber, a una instrucción doctrinal superior, propia de los "perfectos" o espiritualmente adultos (v.1; cf. Hb 5, 14). Cierto que los destinatarios, debido a su indolencia, son todavía imperfectos y como nińos (cf. Hb 5, 11-13), pero son ya cristianos de antiguo (cf. Hb 5, 12), y, por lo tanto, deben tratar de asimilar el alimento propio de los adultos. Tal parece ser el sentido que debe darse a ese "por lo cual" (d??) del v.1, estableciendo la hilación de la presente historia con la anterior.
Es muy interesante, desde el punto de vista histórico, esa relación o catálogo de verdades de las que dice el autor que no piensa tratar (v.2), pues indirectamente se nos da a conocer cuál era el principal contenido de la catequesis apostólica. De los seis puntos enumerados, los dos primeros (penitencia-fe) son de carácter dogmático moral; los dos siguientes (bautismos-imposición de manos), de carácter ritual o sacramental; los dos últimos (resurrección-juicio), de carácter escatológico. Parece que las "obras [muertas" (ap? ?e???? ?????), expresión que se vuelve a usar poco más adelante (cf. Hb 9, 14), son las obras desprovistas de vida sobrenatural, particularmente los pecados. Hacer "penitencia" (ľet????a) de esas obras muertas significa cambio de modo de pensar respecto a ellas, considerándolas como son en sí, con todas sus terribles consecuencias (cf. Rm 1, 18-Rm 3, 20; Rm 7, 5; Ef 2, 1). Unido a esa penitencia o aspecto negativo ha de ir el lado positivo, es decir, la "fe en Dios," fundamento y raíz de la justificación o nueva vida (cf. Hb 11, 6; Rm 1, 16-17). En cuanto al segundo binario (bautismos-imposición de manos), llama la atención el plural "bautismos" (v.2), pues sabemos que el bautismo cristiano es uno solo (cf. Ef 4, 5). Creen algunos que se alude, dentro del único bautismo cristiano, al rito de trina inmersión, que entonces estaría en uso; pero parece mucho más probable que se aluda a las diversas lustraciones o ritos de purificación corrientes en aquella época, entre otros el bautismo de Juan (cf. Hch 18, 25). La catequesis primitiva necesitaba dar información de todo eso, a fin de aclarar ideas (cf. Hch 19, 4). La "imposición de manos" debe ser alusión a la que se hacía después del bautismo para comunicar el Espíritu Santo, primeros vestigios del sacramento de la confirmación (cf. Hch 8, 14-17; Hch 19, 6). No hay motivos para suponer, tratándose de una catequesis elemental, que se aluda al rito de la ordenación (cf. Hch 6, 6; 1Tm 4, 14). Tampoco hay por qué suponer que se trate de una ceremonia para reconciliar a los pecadores arrepentidos, de cuya existencia en aquella época no consta. Por lo que toca a la "resurrección de los muertos" y "juicio eterno," son temas ya conocidos, de que habla con frecuencia San Pablo (cf. Rm 2, 16; 1Co 15, 12-58; 1Ts 4, 14; 2Ts 1, 5-10).
La segunda idea (v.4-8) es más compleja. Parece que el autor, al mismo tiempo que indica la razón de por qué no vuelve a la catequesis elemental, trata de poner en guardia a los destinatarios contra las desastrosas consecuencias de una eventual apostasía: el apóstata es como una tierra que, en lugar de producir los frutos esperados, no produce sino espinas y abrojos, próxima a la maldición o repudio definitivo. Que tengan, pues, cuidado.
Es clásica la dificultad que, apoyados en este pasaje, hacían montańistas y novacianos contra el poder de la Iglesia para perdonar toda clase de pecados. Se afirma, en efecto, que los "una vez iluminados" (?pa? f?t?s3??taß) y que "han gustado el don celestial" (?e?-saľ????ß t?? d??e?? t?? ep???a????) y han sido "hechos partícipes del Espíritu Santo" (ľet????? ?????e?ta? p?e?ľat?? a????) y "han gustado lo hermoso de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero" (?a??? ?e?saľ????? Te?? ??ľa d???ľe?? te ľ?????t?? a?????), y luego "han caído" (?a? pa?apes??ta?), es "imposible que sean renovados otra vez a penitencia" (ad??at??. p???? ??a-?a????e?? e?? ľet????a?). Desde luego, esta claro que ese "han caído" (v.6), en este contexto, alude concretamente al pecado de apostasía, no a cualquier clase de pecados. En este sentido, queda ya carente de base esa amplitud que daban al texto los herejes montańistas y novacianos, que incluían también otros pecados, como el homicidio y el adulterio. Pero, aun restringiéndonos al pecado de apostasía, żes que se niega la posibilidad de perdón? Nunca lo ha entendido así la Iglesia, que sabe haber recibido de Cristo potestad para perdonar cualquier clase de pecados, con tal que se den las condiciones necesarias de arrepentimiento (cf. Jn 20, 23; Mt 16, 19; Mt 18, 18). La interpretación más probable, dado el contexto, es que se aluda a imposibilidad de renovación a penitencia a base de repetir la catequesis primera, que precedió al bautismo. En efecto, con los que ya una vez fueron iluminados y gustaron las dulzuras y beneficios de la nueva religión, si se vuelven atrás y reniegan de Cristo, todo eso sería totalmente ineficaz para renovarles nuevamente "a penitencia" (e?? ľet????a?), es decir, para hacerles cambiar de modo de pensar, pues ya se les ha dado una vez y no les vale. Claro que eso no quiere decir que la imposibilidad de conversión sea absoluta, pues nada es capaz de atar las manos a la eficacia de la gracia divina (cf. Mt 19, 26); se trata más bien de imposibilidad con respecto al apóstol o predicador que debe convertirles, pues no sabe de qué medios usar 423. E incluso con respecto a Dios, que teman esos tales, pues como la tierra, que debía producir frutos y sólo produce abrojos, es desechada por el agricultor y en peligro de ser definitivamente abandonada, así les puede pasar a ellos. Este sería un nuevo matiz que ańade la comparación (v.7-8), y que no estaba claramente en la exposición directa (v.4-6).

Hb 6, 9-20. Palabras de esperanza y de aliento

Evidentemente el autor trata de aminorar la impresión pesimista que pudieran haber producido las palabras precedentes. Dice que, no obstante haber hablado del modo que lo ha hecho, él espera de los "carísimos" destinatarios que no haya lugar para esas amenazas (v.9). El cambio de tono es manifiesto.
La razón de esa su confianza la pone en que Dios no es "injusto," y, por tanto, es seguro que no olvidará las buenas obras que han hecho y siguen haciendo, asistiendo caritativamente a los cristianos necesitados (v.10). Lo que equivale a decir que Dios, como justo premio a las buenas obras que realizan, les prestará una protección especial para que no caigan. El término "santos," con que son designados los cristianos, era corriente en la iglesia primitiva (cf. Hch 9, 13; Rm 1, 7; Rm 15, 25; 2Co 1, 1; 2Co 8, 4). No se concreta quiénes eran esos cristianos a los que los destinatarios de la carta ayudaban y si pertenecían o no a su misma comunidad.
Con todo, que no olviden que hay que perseverar siendo diligentes hasta el fin, imitando a los que, mediante la fe y la paciencia (d?a p?ste?? ?a? ľa???3?ľ?aß), consiguen alcanzar los bienes prometidos (?. 11-12). Entre éstos hay que contar, de modo muy especial, al patriarca Abraham, modelo de fe perseverante y heroica (cf. v.15).
Notemos, sin embargo, que, al mencionar a Abraham (v.15), el autor no se contenta con proponerlo como modelo que hay que imitar (v.15), sino que insiste sobre todo en que la "promesa" hecha a él vale también para nosotros los cristianos, como fundamento de nuestra esperanza. Toma aquí el autor esa promesa en toda su amplitud mesiánica, igual que se hace en Rm 4, 13-17 y Ga 3, 7-29. Primeramente declara cuál fue esa promesa hecha por Dios con juramento (v.13-14; cf. Gn 22, 16-17), aclarando que el juramento no podía ser sino "por sí mismo," pues Dios, al contrario de lo que sucede entre los seres humanos (v.16), no tiene otro mayor por quien jurar (v.13). Hace también la reflexión de que el juramento, conforme admiten todos, es el medio moral de mayor garantía de verdad entre los hombres; una declaración jurada se considera incontrovertible, a causa de la santidad del ser superior que sale garante de ella (v.16). Esto supuesto, viene la aplicación: a fin de darnos absoluta certeza sobre lo que nos prometía, Dios, a su promesa ya de suyo inmutable, ańadió el juramento, cosa también inmutable, con lo que, a base de dos cosas inmutables, tengamos firme consuelo nosotros, los que buscamos refugio contra las tempestades y peligros del mundo, asiéndonos a esa esperanza que se nos brinda (v. 17-18).
Mediante una bella imagen, la del ancora, se declara más la firmeza de esa nuestra esperanza (v. 19-20). Es el áncora, agarrada a la arena del fondo del mar, la que sujeta las naves para que permanezcan firmes en su sitio; igual es para nosotros, cristianos, la mencionada esperanza. La idea es la misma expresada ya en el v.18. Lo más sorprendente de esta imagen, que luego se hará muy corriente en la iconografía de las catacumbas, es que está empleada con bastante libertad: es un "áncora" tirada, no hacia abajo, sino hacia arriba, y que va a fijarse "detrás del velo" del santuario del cielo 424, donde está ejerciendo sus funciones de sacerdote Jesucristo, nuestro "Pontífice para siempre, según el orden de Melquisedec." Con este unir la esperanza del cristiano, simbolizada en el áncora, a la dignidad sacerdotal de Cristo, el autor torna a la tesis enunciada en Hb 5, 9-10.

Hb 7, 1-3. Melquisedec figura profética

Comienza el autor a desarrollar lo que muy bien puede considerarse como tema central de la carta: superioridad del sacerdocio y del sacrificio de Cristo sobre el sacerdocio y sacrificio levíticos. La exposición ocupará casi cuatro íntegros capítulos (Hb 7, 1-Hb 10, 18). En la presente perícopa (Hb 7, 1-3) es presentada la figura de Melquisedec, personaje que aparece como en el horizonte de la historia bíblica, entrando bruscamente en escena al encontrarse con Abraham (cf. Gn 14, 17-20), y desapareciendo luego sin dejar más huellas que una alusión en Sal 110, 4. Parece que todo invita a descubrir en él algo misterioso. Así lo va a hacer el autor de esta carta, relacionándolo con Cristo.
Primeramente nos ofrece los datos positivos que tenemos sobre Melquisedec: rey de Salem, sacerdote del Dios altísimo, que se encuentra con Abraham, a quien bendice y de quien recibe el diezmo de todo cuanto éste traía (v.1-2a). Es, en resumen, lo único que sabemos de él, tal como se nos cuenta en Gn 14, 17-20. Estos datos positivos, bendiciendo a Abraham y recibiendo de él el diezmo de todo, los aprovechará luego el autor para probar la superioridad del sacerdocio de Melquisedec sobre el de Leví (cf. v.4-10).
De momento, sin embargo, no se fija en eso, sino en estas otras dos cosas: significado etimológico de los nombres "Melquisedec" (= mi rey es justicia) y "Salem" (= paz), y la circunstancia de que no se indiquen antepasados ni descendientes de Melquisedec, así como tampoco nacimiento ni muerte (v.2b-3a). Evidentemente, el autor de la carta sabe muy bien que Melquisedec tuvo padres, y que nació y que murió; ni aquí trata de insinuar lo contrario. Pero le interesa hacer notar el silencio de la Escritura sobre ese particular; silencio que no considera casual, sino dispuesto por Dios, para "asemejarlo" a su Hijo, del que quería que fuese tipo o figura. Así lo afirma resueltamente en la frase final, que sirve de conclusión a toda la perícopa: "asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre" (?f??ľ???ľ???? de t? uico t?? Te??, ľ??e? ?e?e?? e?? t? d???e???). Y es de notar que no es Jesucristo el "asemejado" a Melquisedec, sino viceversa, Melquisedec "asemejado" a Jesucristo, que es el personaje principal, del mismo modo que el santuario terrestre ha de estar asemejado al celeste (cf. Hb 8, 5). El que se diga que Melquisedec "permanece sacerdote para siempre," ha de referirse a ese carácter extratemporal que presenta la narración bíblica y a su función prefigurativa de Cristo, pues la ficticia y umbrátil eternidad de Melquisedec sugiere y representa la real eternidad del Hijo de Dios, sin principio de días en cuanto Dios y sin fin en su sacerdocio.

Hb 7, 4-10. Melquisedec superior a Abraham y a Lev?

Presentada la persona de Melquisedec, tipo o figura de Cristo (v.1-3), se da ahora un nuevo paso en orden a probar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de la tribu de Leví en la Ley mosaica (v.4-10). El argumento, dentro de la oscuridad propia de toda alegorización, es fácil de captar: si Melquisedec bendice y recibe diezmos de Abraham, es que le es superior, y a fortiori superior a sus descendientes, los sacerdotes hijos de Leví.
Para el desarrollo de esta argumentación, el autor comienza poniendo por delante la grandeza de Melquisedec, a quien Abraham, no obstante ser quien era, le entrega el diezmo de todo (v.4.). También los sacerdotes descendientes de Leví recibían el diezmo de sus hermanos, a pesar de ser ellos igualmente hijos de Abraham: era un precepto de la Ley en homenaje a su dignidad sacerdotal (v.5; cf. Nm 18, 20-32). Pero el caso de Melquisedec es especial, pues, sin precepto alguno de la Ley, recibe el diezmo de Abraham mismo, es decir, de aquel precisamente a quien fueron hechas las "promesas" de salud para el mundo y por quien viene toda la grandeza a Israel (v.6; cf. Hb 6, 13). Seńal, pues, de que la dignidad de Melquisedec es superior a la de Abraham. A la misma conclusión nos lleva el hecho de la bendición, pues quien bendice es superior al bendecido (v.7). Y si es superior a Abraham, a fortiori es superior a Leví, descendiente suyo, virtualmente incluido en Abraham cuando daba los diezmos a Melquisedec y recibía la bendición (v.8-10). En el v.8 se insinúa una nueva razón de la superioridad de Melquisedec sobre los sacerdotes descendientes de Leví, y es que éstos, aunque recibían diezmos, estaban sujetos a la muerte y habían de transmitir su sacerdocio de padres a hijos; en cambio Melquisedec no necesita transmitir su sacerdocio, pues, conforme a lo dicho antes (cf. v.3), "vive" para siempre.

Hb 7, 11-25. El sacerdocio levítico sustituido por el de Cristo

Si hasta aquí el autor había hablado directamente de Melquisedec e indirectamente de Cristo (v.1-10), ahora comienza ya a hablar directamente de Cristo y sólo indirectamente de Melquisedec. En la presente perícopa (v. 11-25) afirma, en resumen, que el sacerdocio levítico ha sido abrogado y abrogada también la Ley mosaica, estrechamente ligada a él, siendo ambos, sacerdocio y Ley, reemplazados por otro sacerdocio más perfecto, el de Cristo, y otra obra religiosa, derivada de él, de mucha más elevación y virtud santificadora. Para probar el hecho de ese cambio de sacerdocio, se da gran importancia al texto de Sal 110, 4, Que habla del sacerdocio de Cristo "según el orden de Melquisedec" (cf. v.11.15.17.21), con lo que queda de manifiesto la continuidad con las dos perícopas anteriores.
La primera idea que se hace resaltar es la ineficacia del sacerdocio levítico para llevar las cosas a la "perfección" (te?e??s?ß), pues, en caso contrario, ninguna necesidad hubiera habido de cambio de sacerdocio (v.11). Evidentemente, el término "perfección," que ya comentamos anteriormente (cf. Hb 2, 10), indica aquí plenitud en la consecución del ideal religioso, tal como nos lo ofrecerá luego el cristianismo, justificando al alma y llevándola hasta la intimidad de la unión con Dios (cf. Rm 8, 3-4; Ga 3, 23-25). Y si, dada su ineficacia, el sacerdocio levítico debía ser sustituido, "de necesidad había de mudarse también la Ley" (v.12), incapaz también ella de llevar nada a la "perfección" (v.19). Esta nueva afirmación, uniendo necesariamente al cambio de sacerdocio el cambio de Ley, pudiera parecer a alguno un poco extrańa, pues en un pueblo o sociedad, sacerdocio y legislación son cosas muy distintas, sin que el cese de una incluya necesariamente el cese de la otra. Pero tengamos en cuenta que la nación hebrea era una sociedad teocrática, basada en el culto divino; y la Ley, sancionando ese culto, estaba necesariamente ligada al sacerdocio. Es lo que ya se indica en el v.11, al afirmar que la Ley dada al pueblo estribaba sobre el sacerdocio.
Pero żdónde consta que de hecho haya tenido lugar el cambio de sacerdocio? La cuestión no está propuesta explícitamente, pero bulle claramente en la mente del autor y a ella trata de responder con la afirmación, repetida en varias formas, de que Dios, como se nos dice en Sal 110, 4, suscitó otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, que no pertenecía a la tribu de Leví, sino a la de Judá, que no era la seńalada por Moisés para las funciones sacerdotales (v.11.13.14.15.17.21.24), Esto significaba que Dios había hecho cambio de sacerdocio (cf. v.18). El nuevo sacerdote es Jesucristo (v.14.22).
De este nuevo sacerdocio se seńalan las principales características, que vamos a comentar brevemente. Es un sacerdocio, no "según el orden de Aarón," sino según el orden de Melquisedec (v.11); poco después se dice a semejanza de Melquisedec (v.15). Evidentemente, en la mente del autor, ambas frases son equivalentes. Quiere, pues, decir que es un sacerdocio semejante, no al de Aarón, sino al de Melquisedec o, con frase más expresiva, tipo Melquisedec: que tiene las características del de Melquisedec (cf. v.3). Prácticamente es la misma idea que vuelve a repetirse en los v. 16-17, a decir que no se recibe por carnal sucesión de padres a hijos, como el de Aarón, sino que dura eternamente en la misma persona, tal como se afirma expresamente en el salmo no. También se dice de este nuevo sacerdocio que, mediante él, entramos en una "esperanza mejor," pudiendo "acercarnos a Dios" con esa segura confianza que nace del perdón y de sentirse plenamente reconciliados con El (v.19; cf. Rm 5, 1-2; Rm 8, 14-15; Ef 2, 18).
Otra característica del nuevo sacerdocio es que fue instituido por Dios "con juramento," cosa que no había sucedido con el sacerdocio levítico (v.20-21; cf. Sal 110, 4). Ello significa que se trata de un sacerdocio más excelente que el de Aarón, y de que se introduce una economía religiosa más perfecta (v.22; cf. Mt 26, 28), pues sólo se jura en las decisiones de mayor importancia y cuando se quiere hacer resaltar la estabilidad. Esta estabilidad es la que luego el autor hace notar en los v.23-24, contraponiendo la indefectible permanencia del sacerdocio de Cristo, que goza de vida indestructible, a la multiplicidad de sacerdotes levíticos, a quienes la muerte impedía permanecer en sus funciones.
Consecuencia de esa permanencia indefectible de Cristo en el ejercicio de sus funciones sacerdotales, y que ha de servirnos de gran consuelo a los cristianos, es su poder para salvar "perfectamente" a cuantos lo toman por mediador para acercarse a Dios, siempre viviente para "interceder" por ellos (v.25). Santo Tomás explica esta "intercesión" perpetua de Cristo a favor nuestro en el sentido de que en el cielo está continuamente mostrando al Padre su santa humanidad, ofrecida e inmolada por nosotros, al mismo tiempo que mantiene en su alma, a vista del Padre, el deseo ardiente de nuestra salvación que siempre tuvo.

Hb 7, 26-28. Cristo, el gran sacerdote eternamente perfecto

Estos versículos forman algo así como un himno en que prorrumpe la humanidad agradecida, que, por fin, ha encontrado al sumo sacerdote que necesitaba.
Se trata de presentar la figura de Cristo, nuestro gran sacerdote, enumerando compendiosamente sus principales cualidades o excelencias. Ya a los antiguos sacerdotes se exigía santidad y apartamiento de pecadores (cf. Lv 21, 6-15); pero Jesucristo (v.26) superó inmensamente todo eso, siendo "santo" ya en su misma concepción (cf. Lc 1, 35), "inocente" en su rectitud para con los hombres, "inmaculado" por su limpieza moral, "apartado de los pecadores," no sólo porque nunca tuvo pecado, sino porque tampoco lo podía tener (cf. Hb 4, 15), en fin, "más alto que los cielos" por su trascendencia de todo orden, que lo coloca por encima de todas las criaturas.
Otra excelencia de nuestro sumo sacerdote, consecuencia, en gran parte, de lo anterior, es que no necesita ofrecer "cada día" víctimas por sus propios pecados, y después por el pueblo, como hacían los pontífices de la antigua Ley; pecados propios no los tiene, y por el pueblo le bastó hacerlo "una sola vez, ofreciéndose a sí mismo" (v.27). Hay aquí una clara referencia al sacrificio de la cruz y a su eficacia inagotable, en contraste con los sacrificios del antiguo sacerdocio, continuamente repetidos, por impotentes para procurar la salud. En la nueva economía religiosa inaugurada por Cristo hay un solo sacrificio, el del Calvario, bastante por sí solo para dar la salud al mundo. Cierto que tenemos el sacrificio de la misa; pero el sacrificio de la misa, que cada día se celebra en la Iglesia, es el sacrificio mismo de la cruz, que, según mandato del mismo Jesucristo, se renueva continuamente de modo incruento y aplica a los hombres los méritos infinitos allí alcanzados.
Resumiendo y en son de triunfo, el autor hace notar (v.28) que mientras la Ley mosaica establecía como sumos sacerdotes a hombres débiles, que morían y estaban sujetos a miserias morales, la "palabra del juramento" (cf. v.20-21), que viene después de la Ley, como expresión última y definitiva del querer de Dios, constituye sumo sacerdote al "Hijo eternamente perfecto" (???? e?ß t?? a???a tete?e???ľ????). Nótese la oposición entre "hombres" e "Hijo," con lo que claramente se da a entender que Jesucristo no es mero hombre, es Hijo de Dios. En cuanto a la palabra "perfecto," la hemos encontrado ya anteriormente aplicada a Cristo (cf. Hb 2, 10; Hb 5, 9), y creemos que debe mantenerse el mismo sentido. Cristo sería sumo sacerdote "eternamente perfecto," en cuanto que en El se dan todas las condiciones que le hacen plenamente apto para desempeńar dicho oficio por siempre jamás.

Hb 8, 1-5. El santuario celeste

A nuevo sacerdocio, nuevo santuario. Se habló antes de la superioridad de Cristo, nuestro sumo sacerdote, sobre los sacerdotes levíticos; ahora, continuando en la misma línea de comparación, se habla de la superioridad del santuario donde Cristo ejerce sus funciones sacerdotales, mucho más perfecto que el santuario mosaico donde la ejercían los sacerdotes levíticos. El razonamiento, en la presente perícopa (v.1-5), se reduce a lo siguiente: hay un santuario celeste, allí donde mora Dios, erigido por el mismo Seńor, no por los seres humanos, en el que Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote, ejerce sus funciones sacerdotales; de este santuario, que es el santuario "verdadero," no era sino "imagen y sombra" el santuario mosaico, conforme dice el mismo Dios a Moisés al mandárselo construir: "Mira, y hazlo todo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte" (cf. Ex 25, 40). De otra manera: el culto e instituciones antiguas, prefigurando a Cristo, son como "reproducciones terrenas" de las verdaderas realidades, que muy bien podemos llamar "celestiales," pues no han sido fabricadas por mano de hombre (cf. Hb 9, 23-24). La conclusión es evidente: el santuario donde Cristo ejerce su ministerio de sacerdote es mucho más perfecto que aquel en que lo ejercen los sacerdotes levíticos, dado que éste sólo es imagen y sombra del de Cristo.
Tal es la idea general de este pasaje en su contenido, como si dijéramos, de superficie. En cuanto al fondo, es evidente que no se trata de poner en el cielo un santuario que sirviera de modelo al de Moisés. Hay que dar en todo esto no pequeńa parte a la metáfora. Sin embargo, una cosa parece claramente afirmada, y es que Cristo, subido a los cielos después de su muerte y resurrección, ejerce allí sus funciones sacerdotales a favor nuestro. No que comience entonces a ejercerlas; esto se opondría a afirmaciones claras de otros lugares (cf. Hb 1, 3; Hb 7, 27; Hb 9, 26-28; Hb 10, 14). Se trata de que el sacrificio, consumado de una vez para siempre en la cruz, se perpetúa de alguna manera en los cielos, donde Cristo sigue intercediendo en favor de todos los seres humanos (cf. Hb 7, 25). Si el autor omite hablar de la escena del Calvario, quizás sea debido a su carácter en cierta manera transitorio, prefiriendo referirse al sacrificio permanente del cielo. Así la contraposición con el sacerdocio levítico aparece más clara. De ese metafórico santuario del cielo, donde Cristo ejerce sus funciones de sacerdote, era sombra y figura el santuario mosaico (v.5). En sustancia, esto quiere decir que el santuario mosaico, lo mismo que en general todo lo relativo al culto antiguo, tenía una función preanunciadora de las realidades mesiánicas. Es la misma idea que, bajo diversas formas, repite con frecuencia San Pablo (cf. 1Co 10, 11; Ga 3, 24; Col 2, 17). Conforme a esa idea, el autor no tiene inconveniente en interpretar de la manera que lo hace el texto de Ex 25, 40, viendo en él una alusión al metafórico santuario de los tiempos mesiánicos. Prácticamente así ha venido haciendo ya en otras citas (cf. Hb 2, 12-13; Hb 4, 3-4).

Hb 8, 6-13. La alianza nueva

Sigue el autor tratando de hacer resaltar la excelencia del sacerdocio de Cristo. Y para ello se fija ahora en la alianza de que es mediador, mucho más excelente que la alianza antigua, a la que pertenecían los sacerdotes levíticos.
La primera consideración (v.6) está basada en la estrecha relación existente entre ministerio sacerdotal, alianza a la que presta servicio y promesas que esa alianza introduce y ratifica: a promesas "mejores," alianza "más excelente"; y a alianza más excelente, ministerio sacerdotal "mejor." No se concreta en qué sentido las promesas de la nueva alianza sean mejores que las de la antigua; sin embargo, ello se deduce claramente del texto de Jeremías citado a continuación, en que se describe esa nueva alianza (v.5-12). Se trata de promesas de bienes sobrenaturales, en definitiva, la "herencia eterna" (cf. Hb 9, 15), mucho más excelentes que los bienes materiales prometidos a Israel mediante la antigua alianza (cf. Dt 28, 1-69). De esa alianza nueva es Cristo el mediador (ľes?t??), título que se le vuelve a aplicar en Hb 9, 15 y Hb 12, 24. También se lo aplica San Pablo en 1Tm 2, 5. Antes (Ga 3, 19-20) lo había aplicado a Moisés respecto de la antigua alianza.
Otra razón de la superioridad de la alianza nueva sobre la antigua está en el hecho mismo de que, conforme indica el texto de Jeremías, sustituye a ésta por expresa ordenación divina, y Dios no daría de lado a una alianza perfecta para sustituirla por otra menos perfecta (v.7-12). El texto citado de Jeremías (Jr 31, 31-34), uno de los más bellos de todo el Antiguo Testamento, está perfectamente elegido. Se refiere el profeta a la restauración del pueblo de Israel desterrado en Babilonia, pero sus palabras tienen alcance mesiánico. Es el mismo caso de otro texto de Amos, citado por Santiago, y que ya comentamos en su lugar (cf. Hch 15, 15-18). Lo más saliente del texto de Jeremías es su afirmación de que, en la alianza o pacto nuevo, las relaciones de los seres humanos con Dios serán mucho más estrechas e íntimas que en la antigua (v.10-11) y no habrá ya jamás abrogación de esta alianza (v.12). Lo de que Dios imprimirá sus leyes en la "mente" y en los "corazones" de los seres humanos (v.10) de modo que no será necesario que nadie enseńe a "su prójimo ni a su hermano" (v.11), no ha de tomarse materialmente a la letra como si se tratase de excluir cualquier clase de magisterio externo; esto se opondría a enseńanzas claras de la misma Sagrada Escritura (cf. Mt 28, 19-20; Hch 15, 24-29; 2Tm 4, 2; Tt 1, 9) e incluso de esta misma carta (cf. Hb 2, 3-4; Hb 13, 7-17). Se trata sencillamente de hacer resaltar la importancia de la gracia divina, como luz y como fuerza, y lo abundantemente que será repartida en la nueva economía; tanto, que el cristiano, más que al magisterio externo, a ella deberá agradecer su conversión y su progreso en la vida espiritual (cf. 1Co 3, 6-7).
Como conclusión, haciendo hincapié en la palabra nueva, de que habla el texto de Jeremías, el autor hace notar que llamar "nueva" a la segunda alianza equivale a declarar vieja y anticuada la primera, y, por tanto, condenada a desaparecer (v.13).

Hb 9, 1-14. El santuario y los sacrificios mosaicos

Dos partes, perfectamente definidas, tiene el presente historia. Se refiere la primera al santuario y a los sacrificios mosaicos, impotentes para procurar la verdadera pureza interior (v.1-10); la segunda, en contraste con la primera, se refiere a Cristo y a la eficacia infinita de su sacrificio (v. 11-14).
La breve descripción del santuario mosaico, conque el autor comienza su exposición (v.1-5), está apoyada en datos suministrados en diversos lugares por el mismo Pentateuco. Se trataba de un santuario que constaba, aparte del vestíbulo, de dos salas o estancias: una primera, llamada "Santo," en la que se hallaba el candelabro de los siete brazos, la mesa de los panes de la proposición y el altar de oro de los perfumes (cf. Ex 25, 23-40; Ex 30, 1-10; Lv 24, 5-9); y otra segunda, llamada Santo de los Santos o Santísimo, en que estaba el arca de la alianza, cubierta con una plancha de oro llamada propiciatorio o kapporeth, conteniendo restos del maná, la vara de Aarón y las tablas de la Ley (cf. Ex 16, 33-34; Ex 25, 10-21; Ex 31, 18; Nm 17, 25-26; Dt 10, 2-5). Entre el vestíbulo y la primera estancia o Santo había un "velo" de separación (cf. Ex 26, 36-37); otro segundo "velo" separaba el Santo del Santísimo (cf. Ex 26, 31-33), y así lo llama el autor de la carta a los Hebreos (v.3), a pesar de que no ha hablado del primero. Este santuario mosaico es denominado "terrestre" (v.1), sin duda en contraposición al santuario del cielo, mucho más perfecto, donde ejerce sus funciones sacerdotales Jesucristo (cf. ?. 11-12; Hb 8, 1-5). Llama un poco la atención que se haga la referencia al santuario mosaico del desierto y no al templo de Salomón o a la última reconstrucción por Herodes, con lo que la argumentación parecería ofrecer más actualidad. Quizás ello sea debido a que, de este modo, la argumentación resulta más bíblica, con apoyo directo en el Pentateuco, pudiendo hablar también del arca de la alianza, que en el templo de Zorobabel y de Herodes ya no existía.
Después de la descripción del santuario, el autor indica sumariamente cuáles eran los ritos o funciones sacerdotales que se practicaban en una y otra de las dos estancias (v.6-7). Respecto de la primera estancia o Santo, dice que allí "entraban cada día los sacerdotes para desempeńar sus ministerios" (v.6); eran estos ministerios los de ofrecer mańana y tarde el incienso sobre el altar de los perfumes, velar para que estuvieran encendidas las lámparas del candelabro y renovar semanalmente los panes de la proposición (cf. Ex 30, 7-8; Lv 24, 1-8; Lc 1, 8-11). En cambio, respecto de la segunda estancia, dice que no entraba más que "el sumo sacerdote, y solamente una vez en el ańo, no sin sangre, que ofrece en expiación de sus ignorancias y de las del pueblo" (v.7). Claramente se alude aquí a los solemnes sacrificios del día del Kippur, cuyo ceremonial se describe minuciosamente en Lv 16, 1-34.
Viene ahora (v.8-10) la interpretación alegórica o de sentido profundo que el autor da a todos esos ritos. No fue cosa del azar el que el culto mosaico estuviera así organizado, con esa severa limitación para entrar en el Santísimo o segunda estancia del santuario; con ello quería el Espíritu Santo mostrar (v.8) que, mientras subsistiese esa primera estancia y no desapareciese el velo que cortaba celosamente el paso a la segunda, el camino al verdadero "santuario," que es el cielo (cf. v.24; Hb 8, 2), donde podremos gozar de intimidad con Dios, no estaba aún expedito. Era menester que ese velo se rasgase, como de hecho se rasgó en la muerte de Cristo (cf. Mt 27, 51). Tal separación entre la primera y la segunda estancia era una "figura" (pa?aß???) para el tiempo presente (v.9), es decir, una como especie de parábola en acción que estaba indicando a los judíos la imposibilidad de llegar hasta la intimidad con Dios en la antigua alianza. Indirectamente les indicaba también lo imperfecto e ineficaz de sus "oblaciones y sacrificios," que no eran capaces de romper esa barrera para llegar hasta Dios, dado que no conseguían santificar interiormente (v.8); las mismas prescripciones de la Ley eran más bien "carnales," sobre alimentos y abluciones (cf. Lv 11, 1-47; Lv 15, 5-31; Nm 6, 2-4; Nm 19, 1-9) que no daban sino pureza legal, establecidas con carácter transitorio, en espera de ser sustituidas (v.10). Tenemos aquí la misma idea, aunque bajo distinta perspectiva, que en Ga 3, 23-25, al afirmar que "llegada la fe, no estamos ya bajo el pedagogo." Si la Ley, provocando y aumentando pecados, hacía sentir al hombre su impotencia y orientaba hacia la fe, también el continuo repetirse de sacrificios expiatorios suscitaba la conciencia de pecado y orientaba hacia un sacrificio más perfecto (cf. Hb 10, 1-4).
Terminado lo relativo a los sacrificios mosaicos, el autor pasa a hablar (v. 11-14) del sacrificio de Cristo. El panorama cambia totalmente. Con terminología inspirada en el santuario y sacrificios mosaicos, a la que ahora hay que atribuir mucho de metafórico, hace una síntesis maravillosa de la obra de Cristo, nuestro sumo sacerdote, haciendo resaltar la inmensa superioridad del valor de su sacrificio sobre los sacrificios levíticos. Se habla de bienes "futuros" (v.11), que son los bienes mesiánicos (cf. 8, 6), y de tabernáculo "mejor y más perfecto" (v.11), que es el del cielo, del que el mosaico no era sino sombra y figura (cf. Hb 8, 1-5). Lo mismo que el sumo sacerdote judío, atravesando el Santo o primera estancia, entraba en el Santísimo o segunda estancia, avalado por sangre de animales (cf. v.7), así Cristo, atravesando los cielos (v.11), entra en el verdadero santuario donde mora Dios, avalado "por su propia sangre" (v.12).
Y esta entrada de Cristo no se repite cada ańo, como la del sumo sacerdote judío, sino que se hizo "de una vez para siempre," habiéndonos obtenido con esa sola vez una "redención eterna" (v.1a). Tratando de explicar el porqué de esa "redención eterna," suficiente para salvar a todos los hombres de todos los tiempos, el autor (v.13-14) establece comparación entre la sangre de animales y la sangre de Cristo, y dice: si aquélla era capaz de santificar a los inmundos obteniéndoles una limpieza carnal, liberando de toda mancha ante la Ley, żno será la sangre de Cristo, inmolado por nosotros en la cruz, mucho más capaz de producir limpieza interior, llegando hasta lo más íntimo de la conciencia y purificando de todo pecado? Es el argumento que suele llamarse de minore ad maius. Claro que, buscando una estricta lógica, alguno podría argüir que se trata de órdenes distintos: antes, de pureza externa y legal; ahora, de pureza interior y espiritual. El argumento sería claro, si también antes se tratase de pureza interior, aunque fuese sólo muy imperfectamente. Parece que el autor, más que fijarse en la distancia entre los efectos (pureza legal-pureza interior), piensa en la distancia entre las víctimas (animales irracionales-Cristo), distancia infinita) que hace válida su argumentación.

Hb 9, 15-22. La sangre de Cristo, sello de la nueva alianza

Se habló antes del sacrificio de Cristo y cómo, por el derramamiento de su propia sangre, nos obtuvo una redención eterna, cosa que no habían podido hacer los sacrificios levíticos (cf. v.12-14). Ahora se ańade (v.15) que, debido precisamente a ese sacrificio de su propia vida, con que nos purificó de nuestros pecados para servir al Dios vivo (v.14), Cristo se convierte ("por esto," v.15) en el mediador de una nueva alianza, muy superior a la antigua. De esta nueva alianza y de sus "mejores promesas" ya se habló anteriormente (cf. Hb 8, 6-13); pero aquí se insiste en un nuevo aspecto: el de su relación con la muerte de Cristo. Se afirma concretamente que era necesaria la muerte de Cristo para "redención de las transgresiones de la antigua alianza" y establecimiento de la nueva. El que se haga referencia únicamente a "transgresiones de la antigua alianza" no quiere decir que el autor restrinja la eficacia de la muerte de Cristo a las culpas cometidas bajo el régimen de la antigua economía. Esa eficacia es universal, para todos los hombres y para todos los pecados, como el mismo autor da claramente a entender en otros lugares (Hb 1, 3; Hb 2, 17; Hb 9, 26; Hb 10, 12-18; cf. 1Jn 2, 2). Simplemente quiere hacer resaltar la impotencia de la antigua alianza, con sus ritos y sus sacrificios, para redimir de la culpa; algo parecido a lo que dice Pablo cuando habla de la Ley mosaica (cf. Rm 5, 20; Rm 8, 3; Ga 3, 19).
La vinculación entre muerte de Cristo y nueva alianza queda ya suficientemente expresada en el v.15. Pero hacía falta probar esa afirmación. Es lo que se hace en los v. 16-22, alegando dos razones: una de carácter general, a base de principios (v. 16-17); otra de carácter histórico, a base de lo acaecido con ocasión de la primera alianza (v. 18-22). La primera razón, en un primer momento, desconcierta no poco, pues se pasa de la noción de "alianza" o pacto a la noción de "testamento" o última voluntad. Ello es tanto más fácil al autor, como ya hicimos notar en la introducción, cuanto que el término griego 5?a3??? puede tener el doble significado de "alianza" y de "testamento." Para que el procedimiento sea lícito sólo hace falta que, de hecho, la nueva alianza que Dios establecía con la humanidad fuera también testamento. Y eso el autor de la carta, en su argumentación de los v. 16-17, lo da por supuesto. Y, en efecto, Cristo no es sólo mediador de una nueva alianza, como lo fue Moisés, sino que es "autor" y "causa" de esos bienes de la nueva alianza (cf. Hb 2, 10; Hb 5, 9), bienes de los que nosotros entramos a participar gracias precisamente a la muerte de Cristo.
En cuanto a la segunda razón (v. 18-22), más que a título de prueba, parece que el autor la da a título de símbolo y confirmación. Símbolo, en cuanto que esa sangre, derramada para sancionar la antigua alianza, estaba como preanunciando, aunque sólo fuese tenuemente, lo que sucedería en la nueva, a la que servía de preparación; confirmación, en cuanto que, si incluso para una alianza tan imperfecta como la mosaica fue necesaria la efusión de sangre, żcuánto más no lo iba a ser para establecer la alianza nueva, mucho más perfecta? Es de notar que algunos de los detalles ceremoniales aquí mencionados (v. 19-20) para la inauguración de la antigua alianza, como el degüello de machos cabríos y el empleo del hisopo, no están en la narración de Ex 24, 1-8, donde se nos cuenta el hecho. Parece que el autor los tomó, bien de tradiciones orales, bien de lo que en la misma Biblia se ordenaba para otras purificaciones (cf. Lv 14, 49-52; Lv 16, 15). También es de notar que esa aspersión del tabernáculo, a que se alude en el v.21, no tuvo lugar cuando la inauguración de la alianza (no existía aún el tabernáculo), sino bastante más tarde (cf. Ex 40, 9-11; Lv 8, 10-15). La explicación de este aparente anacronismo parece ha de buscarse en que el autor quiso dar una visión sintética de la antigua alianza y de su culto, compendiándolo todo ya en la inauguración.
La afirmación final de que "no hay remisión sin efusión de sangre" (v.22), ha dado lugar a muchas discusiones. La misma Sagrada Escritura habla de remisión de pecados por la contrición y la limosna, sin hacer alusión alguna a la necesidad de sacrificios con derramamiento de sangre (cf. Tb 12, 9; Ez 18, 21-22; Dn 4, 24; Pr 16, 6). Con todo, era un hecho que en la religión mosaica casi todas las purificaciones habían de hacerse a base de derramamiento de sangre; así, para la purificación del altar (cf. Lv 8, 15; Lv 16, 18-19), de los sacerdotes (cf. Lv 8, 30), de los levitas (cf. Nm 8, 12-15), del pueblo (cf. Lv 9, 15-18), de la mujer que había dado a luz (cf. Lv 12, 7), etc. Incluso en otras religiones, fuera de Israel, se daba gran importancia a los sacrificios con derramamiento de sangre. Y es que para los antiguos, principalmente entre los semitas, la sangre era la portadora de la vida y lo más noble que podíamos ofrecer a Dios (cf. Lv 17, 11; Hch 15, 29). Dada, pues, esa universalidad de expiar con sangre, el autor de la carta deduce el principio general de que sin efusión de sangre no hay remisión, muy en consonancia con el pensamiento general veterotestamentario que ha visto en la sangre el medio dado por Dios para conseguir la liberación del pecado. Por lo demás, y a ello parece se apunta, la sentencia es absolutamente válida con vistas a la sangre de Cristo, cuya muerte se acaba de afirmar que es necesaria incluso para redimir de las transgresiones cometidas bajo la antigua alianza (v.15; cf. Rm 3, 25; Rm 7, 13-25; Ga 3, 13).

Hb 9, 23-28. Eficacia eterna del sacrificio único de Cristo

Son ideas que, al menos en gran parte, han sido ya expresadas anteriormente. En primer lugar (v.23-24), la idea de contraponer el santuario mosaico al santuario "verdadero," que es el del cielo, donde entró Cristo para ejercer sus funciones de sacerdote (cf. Hb 4, 14; Hb 7, 25; Hb 8, 1-5; Hb 9, 11-12). Sin embargo, ahora se ańade un matiz nuevo, que origina no pequeńa dificultad. Se afirma, en efecto, que, si el santuario mosaico y sus ritos de culto hubieron de ser "purificados" con sangre, con mucha más razón lo habrá de ser el santuario del cielo, del que el mosaico no era sino figura. żEs que también en el cielo había cosas que "purificar"? Evidentemente no; al menos si tomamos esa palabra en su sentido obvio. Parece que lo que se quiere afirmar es que, para entrar en el santuario del cielo, que estaba cerrado a los hombres (cf. v.8), Cristo hubo de derramar su sangre; sin el derramamiento de esa sangre no podía comenzar el culto del santuario del cielo. El término, pues, "purificación" vendría a equivaler a consagración o inauguración; tanto más que se trata de purificación de cosas, no de personas, que son las que tienen pecados.
Otra idea es la de que Cristo bastó con que ofreciera su sacrificio una sola vez, no como el sumo sacerdote judío que había de hacerlo cada ańo (v.25-26). La idea había sido ya también propuesta anteriormente (cf. v.7.12). Aquí, sin embargo, se ańaden algunas consideraciones nuevas. Si por hipótesis, apunta el autor, la eficacia expiatoria del sacrificio de Cristo hubiese sido limitada, habría tenido que entregar su vida no una vez, sino tantas cuantas los pecados de la humanidad superaran esa eficacia, a comenzar desde el principio del mundo; y sabemos que Cristo sólo una vez, en la plenitud de los tiempos, se ha manifestado para abolir el pecado por su sacrificio (v.26; cf. Ga 4, 4). Y tratando de recalcar todavía más que la muerte de Cristo no debía suceder más que una vez, establece la siguiente comparación: al igual que los hombres sólo mueren una vez, y después el juicio, así también Cristo sólo entregó su vida una vez, y después la segunda venida, aunque no para ser juzgado, como los seres humanos, sino para juzgar (v.27-28; cf. Hb 6, 2; 1Ts 4, 16-17; 2Ts 1, 9-10). Es de notar (v.28), por lo que se refiere al pecado, el contraste entre la primera y la segunda venida de Cristo. Hablando de la primera se dice que "tomó sobre sí los pecados de todos" (cf. Rm 8, 3; 2Co 5, 21; Ga 3, 13), mientras que, hablando de la segunda, se dice que aparecerá "sin pecado," es decir, libre ya de esa carga expiatoria por el pecado, vencidos todos los enemigos, resplandeciente de gloria, de la que hará partícipes a sus fieles (cf. Flp 3, 20-21). O quizás mejor: libre y fuera del alcance que el pecado tenía para tentarle, pues no se hallará ya en carne mortal.

Hb 10, 1-18. Recapitulación: Superioridad del sacrificio de Cristo

Está para terminar la parte dogmática de la carta. El autor condensa en pocas líneas la doctrina ya expuesta sobre la ineficacia de los sacrificios levíticos, impotentes para santificar, que son reemplazados por el sacrificio único de Cristo, suficiente por sí solo para "perfeccionar para siempre a los santificados" (v.14).
Respecto de los sacrificios de la Antigua Ley, a la que se califica de "sombra" (cf. Hb 8, 5) de los bienes "futuros" (cf. Hb 9, 11), es afirmación básica la del v.1: no pueden "perfeccionar a quienes los ofrecen" (t??? p??se???ľe???? te?e??s?a). Se alude aquí a los solemnes sacrificios del día del Kippur, como claramente se da a entender con la expresión "cada ańo" (cf. Hb 9, 7). Poco después (v.11) se hará referencia a todos los otros sacrificios en general, y de ellos se dirá lo mismo: no pueden "quitar los pecados" (pe??e?e?? aľa?t?a?). Prueba de ello la tenemos, aparte del autor, en que necesitan ser continuamente repetidos, lo que demuestra que no son eficaces, pues de lo contrario no habría necesidad de repetición (v.2-4). Quizás a alguno se le ocurra argüir: del hecho de la repetición no se sigue que no perdonen el pecado, pues puede tratarse de nuevos pecados, posteriores al primer sacrificio. Sin embargo, téngase en cuenta que el autor ha dejado ya suficientemente entender que un sacrificio perfecto debe ser capaz de expiar todos los pecados, de todos los tiempos. Un sacrificio que necesite repetirse cada ańo, como el del Kippur, está afectado de intrínseca insuficiencia, y ni siquiera los pecados del ańo podrá borrar realmente, sirviendo a lo más para dar cierta pureza legal y disponer los ánimos a implorar el perdón divino, el cual, caso de ser concedido, lo será en virtud del único sacrificio futuro de Cristo. Así lo ha dejado ya entender antes (cf. Hb 9, 26), y lo dirá luego más claramente (v. 10.14).
A todos esos sacrificios antiguos, impotentes para santificar interiormente, sustituye el sacrificio de Cristo. De este sacrificio va a hablar ahora el autor directamente, comenzando por aplicarle (v. 5-7) las palabras de Sal 40, 7-9, de las que el mismo hace la exégesis (v.8-10).
Respecto a esta cita del salmo ha habido muchos expositores, particularmente entre los antiguos, que creen tratarse de un texto directamente mesiánico. Parece, sin embargo, dado el contexto general del salmo, que es el mismo salmista quien habla, agradeciendo a Dios un beneficio recibido, y pregonando que no a los sacrificios y ofrendas, sino a la confianza en Él y a la obediencia a sus preceptos debe el que Dios le haya escuchado. No se trataría, tomadas las palabras en su sentido literal histórico, de una repulsa absoluta de los sacrificios legales, entonces en vigor, y que el mismo Dios había ordenado, sino de hacer resaltar que, más que la materialidad de los sacrificios, Dios agradece la entrega al cumplimiento de su voluntad, y que de poco valen aquéllos si falta esta entrega del corazón (cf. 1S 15, 23; Is 1, 11-17; Os 6, 6; Mi 6, 6-8). Con todo no tendríamos aquí sólo mera acomodación. Esto parece ser muy poco, dado el modo como el autor de la carta a los Hebreos cita esas palabras. Creemos que, a semejanza de lo que hemos dicho respecto de otros textos (cf. Hb 2, 6.12), también aquí la idea que expresa el salmista, sin dejar de aplicarse a él, va en la intención de Dios hasta el Mesías, primero en quien había de realizarse de modo pleno, con su entrega total a la voluntad del Padre, que le lleva hasta el sacrificio de la cruz. Aplicadas a Jesucristo esas palabras, conforme hace el autor de la carta a los Hebreos, adquieren ya un valor más absoluto, de repulsa completa de los sacrificios antiguos, que quedan abrogados y sustituidos por el de Cristo (v.9-10).
Insistiendo en la excelencia de ese sacrificio de Cristo, el autor vuelve a proclamar lo que ha dicho ya muchas veces, es a saber, que, al contrario que los sacrificios levíticos, es único e irreiterable (v.11-18). Una vez ofrecido el sacrificio, Cristo no necesita repetir, sino que "se sentó para siempre a la diestra de Dios," esperando en su sede de gloria la plena realización de los efectos de aquella inmolación, con la sumisión total y definitiva de todos sus enemigos (v.12-13; cf. Hb 1, 13; 1Co 15, 22-26). Bastó una sola oblación para "perfeccionar para siempre a los santificados" (ľ?a p??sf??? tete?e???e? e?? t? d???e??? t??ß ???a?? ľ?????), es decir, para conseguir el perdón divino y purificar interiormente a los hombres de todos los tiempos, que serán, de hecho, individualmente santificados conforme vayan haciendo suyos esos méritos por medio de la fe y de los sacramentos (v.14; cf. Rm 3, 21-26; Rm 6, 3-11). Como prueba de que en la nueva alianza, establecida con la oblación de Cristo (cf. Hb 9, 15-17), hay verdadera remisión de los pecados, se cita nuevamente el texto de Jr 31, 33-34 (cf. Hb 8, 10-12), en el que se habla de que Dios no se acordará más de nuestros pecados e iniquidades (v.15-17; cf. Rm 4, 7-8).
A manera de colofón, viene la frase final: "Ahora bien, cuando están remitidos los pecados, no cabe ya oblación por el pecado" (v.18). Ofrecer nuevas oblaciones sería hacer una injuria a la sangre de Cristo, como si aquel sacrificio no hubiese bastado (cf. Ga 2, 21). Ni esto se opone a la constante repetición en la Iglesia del sacrificio de la Misa, pues este sacrificio, como ya dijimos al comentar Hb 7, 27, no es distinto del sacrificio de la cruz, sino aquél mismo, que continuamente se renueva ante nuestra vista de modo incruento y nos aplica sus frutos.

Hb 10, 19-Hb 12, 29. Exhortación a la Perseverancia


Hb 10, 19-25. Firme confianza de que llegaremos a la meta

Comienza aquí la parte parenética o exhortatoria de la carta. No que antes no haya habido ya exhortaciones (cf. Hb 2, 1-4; Hb 3, 7 - Hb 4, 16; Hb 6, 9-12), pero era algo circunstancial y de paso, para volver en seguida a la exposición doctrinal. Ahora, en cambio, se va directamente a la exhortación.
Muy en consonancia con la doctrina expuesta, el autor comienza insistiendo en la confianza que nos debe dar el saber que tenemos de nuestra parte a Jesucristo, nuestro gran Sacerdote, que fue quien nos abrió el camino del cielo, donde nos espera (v. 19-25). La terminología, lo mismo que anteriormente, sigue siendo alegórica, hablando del "santuario que El nos abrió. a través del velo" (v. 19-20). Ciertamente ese "santuario" es el cielo (cf. Hb 4, 14; Hb 8, 2; Hb 9, 12.24), antes cerrado (cf. 9, 8), representado figurativamente en el "Santísimo" del santuario mosaico, separado del "Santo" por un velo, y donde sólo podía entrar una vez al ańo el sumo sacerdote judío, y eso con grandes limitaciones (cf. Hb 9, 3.7). Había que acabar con ese "velo" de separación, para que pudiésemos entrar todos hasta la presencia misma de Dios; y fue Cristo quien, con el desgarro de su carne en la cruz (cf. Hb 9, 15-17), rompió ese velo (cf. Hb 9, 12; Mt 27, 51), de modo que muy bien podemos decir que "velo" del santuario mosaico y "carne" de Cristo en cierto sentido se corresponden (v.20). Puede decirse que por la fe (cf. Hb 11, 1) hemos penetrado ya en el santuario del cielo, al que la sangre de Cristo nos ha dado acceso.
Esto supuesto, sabiendo que es Jesucristo quien está puesto sobre la "casa de Dios" (v.21; cf. Hb 3, 6; Hb 7, 25), acerquémonos a su trono de gracia (cf. Hb 4, 16) llenos de fe, sin vacilaciones de ninguna clase, reteniendo firme nuestra esperanza en lo que nos ha prometido, y estimulándonos mutuamente por la caridad (v.22-25). Vemos que, como muchas veces en San Pablo (cf. 1Co 13, 13; Col 1, 4-5; 1Ts 1, 3), también aquí aparecen juntas las tres virtudes teologales. La expresión "lavado el cuerpo con el agua pura" (v.22) parece ser claramente una alusión al bautismo (cf. Tt 3, 5). Al final hay una queja, la de que algunos entre los destinatarios, quizás por pereza, o más probablemente, por miedo a los judíos, no asistían regularmente a las reuniones o asambleas cristianas (v.25; cf. Hch 2, 42; Hch 20, 7; 1Co 14, 26). Esto podría ser para ellos un peligro, pues dejaban perder la ocasión de animarse mutuamente y de reafirmarse en la fe común. A fin de estimularles más a que se enmienden, el autor les recuerda (v.25) el hecho de que "se acerca el día," es decir, el retorno glorioso de Cristo. Esta alusión a la parusía, cuya fecha, sin embargo, ignoraban, es frecuente en las exhortaciones de los apóstoles (cf. Rm 13, 11-14). No es claro qué quiera indicarse con ese "cuanto que veis." Lo más probable es que sea una alusión a las turbulencias ya existentes en Judea, que preludiaban la destrucción de Jerusalén, más o menos entremezclada para los primeros cristianos con la destrucción final del mundo (cf. Mt 24, 1-44).

Hb 10, 26-31. Peligro de apostasía

Severa admonición a los que, deslumbrados por el judaísmo, estaban tentados a abandonar la fe. Ya se aludió a esto mismo en Hb 6, 4-8. Se ve que realmente existía el peligro, y el autor trata de prevenirlo, haciendo ver la suerte terrible que aguarda a los apóstatas.
Para quien deliberadamente rechaza "la verdad" (v.26) y "pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la sangre de su alianza" e "insulta al Espíritu de la gracia" (v.29), no le queda otra perspectiva que el "juicio" y "fuego" vengador de Dios (v.27). Las frases no pueden ser más realistas y terribles. Notemos, sin embargo, que no se dice que la conversión sea imposible, pues, como ya dijimos al comentar 6, 6, nada es capaz de atar las manos a la eficacia de la gracia divina. Lo que se quiere decir, en consonancia con la doctrina anteriormente expuesta, es que no hay más que un único verdadero sacrificio para la remisión de los pecados, que es el de Cristo (cf. Hb 9, 26; Hb 10, 14), Y" si se rechaza ese sacrificio, "no queda otro" conque poder suplir (v.26). Que nadie crea, pues, que podrá arreglar su situación con los sacrificios de toros y machos cabríos (cf. Hb 9, 12; Hb 10, 4); sepan todos que esos sacrificios no tienen valor alguno, y, rechazado el sacrificio de Cristo, reputando por "inmunda" y sin valor religioso su sangre, con la que nos obtuvo la "redención eterna" (Hb 9, 12) y sancionó la "nueva alianza" (Hb 9, 15-18), no queda otra perspectiva que la del terrible "juicio" divino (v.27). Con el término "juicio" no parece que se aluda específicamente al juicio particular de cada uno después de la muerte o al universal, al final de los tiempos, sino, en general, al juicio de Dios en sus diferentes y sucesivas manifestaciones, que culminará en el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
Para poner más de relieve lo terrible de la sanción en los apóstatas, el autor (v.28-29) recurre a la comparación con la antigua alianza, y dice que si allí se castigaban tan severamente las transgresiones de la Ley (cf. Dt 17, 2-6), żqué no cabe suponer aquí? Como prueba bíblica de que Dios se reserva el tomar venganza de los pecados, se citan (?.30) los textos de Dt 32, 35-36, alegados también por San Pablo en Rm 12, 19. La frase final (v.31), a modo de epifonema, no puede ser más apta para sacudir la indolencia de los destinatarios y hacerles caer en la cuenta del peligro en que se encontraban.

Hb 10, 32-39. Recuerdo del pasado

La impresión sombría de la severa admonición anterior se endulza ahora con el recuerdo del fervor de tiempos pasados. La finalidad es la misma: estimularles a que sean constantes en la fe. No hay duda, en efecto, que recordar los días del fervor es uno de los más poderosos antídotos contra la relajación.
Si, como es probable, la comunidad a la que va dirigida la carta es la comunidad cristiana de Jerusalén o al menos íntimamente relacionada con ella, esas persecuciones e incluso pérdida de bienes a que se alude (v.32-34) serían las mencionadas en Hch 8, 1-3 y Hch 12, 1-4, a las que luego se ańadirían sin duda otras. Se alaba a los destinatarios de lo bien que entonces se portaron, con qué fervor y valentía, sin miedo a perder los bienes, sabiendo que tenían en el cielo otros mejores y más duraderos. La expresión "después de iluminados" (v.32) alude sin duda a su conversión a la fe cristiana, cuyo momento culminante era el bautismo (cf. 6, 4).
Hecho el recuerdo, les anima a que no pierdan su "confianza" (?.35), Y" Pues necesitan de "paciencia" (?tt?ľ???ß) ante los males que les afligen para ser fieles a lo que Dios les pide (v.36), sepan que la espera hasta que retorne el Seńor no será larga (v.37; cf. v.25) y, si mantienen firme su fe, tendrán fuerza suficiente para aguantar todas las pruebas (v.38). Los dos textos citados en los v.37-38 pertenecen a Is 26, 8 y Ha 2, 3-4 respectivamente. Este último, citado algo libremente, lo alega también San Pablo en Rm 1, 17 y Ga 3, 11, a cuyos comentarios remitimos.
Con hábil y estimulante optimismo, el autor subraya al final (?.39) Que él, y lo mismo supone de sus lectores, no es de los que "ocultan" o disimulan su fe, caminando hacia la perdición, sino de los que "perseveran" firmes en ella, para salvar el alma.

Hb 11, 1-3. Encomio de la fe

Con ejemplos tomados de la historia, el autor va a mostrar a los destinatarios cuánta verdad sea lo que acaba de decirles de que el justo "vivirá de la fe." Todos nuestros grandes antepasados, tan alabados en la Escritura, han vivido impulsados y sostenidos por la fe.
Como preludio a ese largo recuento de personajes, modelos de fe, que va a seguir, comienza diciendo lo que es la fe, con una definición que se ha hecho clásica: "garantía (?p?stas?) de lo que esperamos, prueba (??e????) de lo que no vemos" (v.1). Ya en otra ocasión, al comentar Rm 1, 16-17, hablamos de la noción de fe y de su sentido complejo en las cartas paulinas. Aunque aquí en Hebreos la perspectiva es distinta, todo lo entonces dicho conviene tenerlo en cuenta. Tampoco aquí se trata de dar una definición teórica completa de la fe; se insiste únicamente en el aspecto que interesa a la finalidad que se pretende, considerándola en función de cosas o bienes aún no poseídos, pero que poseeremos. Puede decirse que la "fe" aparece matizada con los colores de la esperanza, y su objeto son las "promesas." Está muy acentuado el sentido de "confianza" como virtud propia del peregrino que marcha en busca de la patria. De esos bienes aún no poseídos, que "esperamos," es la fe "garantía," en cuanto que no sólo nos asegura de su existencia, sino también de su posesión, si permanecemos firmes en nuestra espera; dicho de otra manera, es "prueba" o argumento de bienes que "no vemos," respecto de los cuales sólo por la fe tenemos conocimiento cierto y seguro.
Esa fe, llevada a la vida práctica, es lo que ha acreditado, ante Dios y ante el mundo, a los grandes hombres del Antiguo Testamento (v.2). Ahora basta al autor esa afirmación genérica; luego (v.4-40) se darán nombres. También es por la fe, mediante el testimonio de la Escritura, como sabemos que el mundo fue creado en virtud del mandato divino, de suerte que "de lo invisible resultase lo visible" (v.3). En estas últimas palabras ven algunos una alusión, no precisamente a que el mundo fuera creado de la nada, sino a que, antes de la creación, existían ya en Dios, de quien todo procede, las realidades que luego habían de ser visibles. Si esto es así, tendríamos aquí una de las pruebas más claras del filonismo de la carta.

Hb 11, 4-7. Los justos de la edad primitiva

Se habla aquí (v.4-7) de tres santos personajes, en los mismos albores de la humanidad, que, con su conducta, mostraron gran fe en la palabra de Dios, no obstante las persecuciones y afrentas: Abel (cf. Gn 4, 2-10), Enoc (cf. Gn 5, 21-24; Si 44, 16), Noé (cf. Gn 6, 9-Gn 8, 19).
La frase, respecto de Abel, de que por la fe "habla aun después de muerto" (v.4) se refiere a su sangre derramada por Caín, la cual, según testimonio de la misma Escritura (Gn 4, 10), seguía clamando a Dios venganza (cf. Hb 12, 24). En cuanto al "traslado" de Enoc (v.5), no tenemos más datos ciertos que las frases lacónicas, no fáciles de interpretar, de la Sagrada Escritura. Por lo que toca a Noé, se dice que "condenó al mundo" con su fe (v.7), en cuanto que, con su conducta, creyendo a la palabra de Dios, ponía de manifiesto la perversidad de los que no creían (cf. Sb 4, 16). Y esta fe en Dios tenía lugar cuando "aún no se veía" (v.7), es decir, cuando aún no aparecían indicios del futuro diluvio. Ello le hizo heredero de la "justicia según la fe" (v.7), frase que ya quedó explicada al comentar Rm 4, 3 y Rm 9, 32.
En el v.6, con ocasión de la conducta de Enoc, el autor enuncia un principio de gran importancia doctrinal: para ser salvos, es necesario creer "que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan." En efecto, para quien no crea en la existencia de Dios, la vida religiosa no tiene base; y sin creer en que recompensará, no tiene objeto, pues, como comenta Santo Tomás, "nadie iría a Dios si no esperase recibir de El alguna recompensa." El Dios en quien hay que creer es el Dios personal y de naturaleza invisible, tal como se ha revelado (cf. Jn 1, 18; Mt 6, 4-6; Rm 1, 20).

Hb 11, 8-22. Los patriarcas

Entre los patriarcas ocupa un lugar del todo singular Abraham, y de él se habla aquí de modo especial, al que se unen los nombres de Sara, su mujer, y los de Isaac, Jacob y José (v.8-22; cf. Gn 11, 27-Gn 50, 26).
Por lo que respecta a Abraham, se alaba su fe en tres momentos sobre todo de su vida: al abandonar su patria para ir a morar en tierra extrańa (v.8-10), al recibir junto con Sara el anuncio de que tendrían un hijo (v. 11-12), al exigírsele que inmolase a ese hijo (v. 17-19). Tocante a Isaac, se alaba su fe en las promesas de Dios cuando, ya moribundo, bendice a sus hijos (v.20; cf. Gn 27, 1-40); igual se hace respecto de Jacob, bendiciendo a los hijos de José (v.21; cf. Gn 48, 1-20). Por lo que toca a José, resplandece claramente esa misma fe en sus disposiciones finales poco antes de morir (v.22; cf. Gn 50, 24-25).
De todos ellos, en reflexión de conjunto, se dice que "murieron sin recibir las promesas, pero viéndolas de lejos y saludándolas" (v.13). Esas promesas, lo mismo por lo que se refería a la posesión material de la tierra de Canaán que por lo que se refería a la salud mesiánica, se cumplirían sólo muchos ańos más tarde; sin embargo, su fe no viene a menos, sino que de lejos las ven cumplidas en sus descendientes y se alegran (cf. Jn 8, 56). Vemos que en estas reflexiones del autor de la carta (v. 13-16) la realidad histórica se funde con la alegoría, y las expresiones "peregrinos sobre la tierra" (?.13; cf. Gn 23, 4) y "patria" (v. 14-16; cf. Gn 12, 1), tanto y más que a regiones de aquí abajo, se refieren al mundo en contraposición al cielo. Igual hay que decir del v.10, contraponiendo las tiendas, faltas de cimientos, a la ciudad de que Dios es arquitecto, que no es otra que la Jerusalén celestial (cf. v.16; Hb 12, 22; Hb 13, 14).
Ańadamos, finalmente, algunas consideraciones sobre una frase (v.16) que resulta un poco oscura: "Por eso le recuperó también en figura" (e? a?t?? ?a? e? pa?aß??? ???ľ?sat?). żQué quiere decir esto? La primera parte de la frase no parece ofrecer dificultad. Se afirma de Abraham que, precisamente por esa su fe heroica, pensando que Dios tenía medios para cumplir su promesa aunque fuera volviendo a resucitar a Isaac, recupera vivo a éste, no permitiendo Dios que fuese sacrificado, y siendo sustituido por un carnero (cf. Gn 22, 12-13). Pero żqué significa también en figura? Creemos que, dada la tendencia al simbolismo en el autor de la carta, la respuesta no tiene duda. Sería el mismo caso que en Hb 9, 9, donde el autor ve también una "figura" (pa?aß???) en el velo del santuario mosaico que separaba el Santo del Santísimo. Se trata de una especie de parábola en acción para indicar algo distinto de lo que materialmente se ve. En el caso del velo ya quedó explicado cuál sea ese "algo"; el contexto inmediato lo indica con bastante claridad. Aquí, por el contrario, el contexto no indica nada, y está sólo la simple afirmación de que Abraham recuperó a Isaac también en figura. La tradición exegética, sin embargo, ya desde los Padres, ha sido constante, viendo ahí una figura de lo que había de suceder con Cristo, el "primogénito de entre los muertos" (cf. 1Co 15, 20; Col 1, 18), a cuyo sacrificio seguiría la inmediata resurrección. Creemos que esta explicación, no obstante que el autor de la carta no precisa nada al respecto, está muy fundada. Todo el conjunto de la carta, orientada hacia Cristo y su obra redentora, la está pidiendo.

Hb 11, 23-29. Moisés

En este recuento de seres humanos ilustres por su fe no podía faltar Moisés, el gran caudillo de Israel.
Se alude primeramente (v.23-24) a los hechos de su primera juventud, narrados en Ex 2, 1-15. El autor hace luego una reflexión sobre esos hechos, haciendo resaltar la gran fe de Moisés (v.25-26). La frase "oprobio de Cristo" (t?? ??e?d?sľ?? t?? ???st??), aplicada a Moisés (v.26), resulta oscura. żQué se pretende decir? Parece que aquí, lo mismo que antes, al hablar de los patriarcas (v. 13-16), se funden juntamente realidad histórica y alegoría. Históricamente, Moisés prefiere ser afligido con el pueblo de Israel a las ventajas de vivir en la corte de Egipto, corte de pecado (v.25), y más para Moisés, que debía tener ya conciencia más o menos vaga de que Dios tenía especiales designios sobre él. Mas ese pueblo de Israel, al que Moisés liga su suerte, es considerado por el autor de la carta como figura o tipo de Cristo, cosa, por lo demás, que encontramos también en otros lugares de la Escritura (cf. Mt 2, 15 = Os 11, 1). Eso supuesto, la frase "oprobio de Cristo" tiene por base histórica el oprobio del pueblo de Israel (cf. v.25), pero está haciendo referencia a Jesucristo (cf. Hb 13, 13), de cuya misión salvadora participaba en cierto modo el pueblo de Israel (cf. Dt 7, 6; Sal 33, 12). También la frase "ponía los ojos en la recompensa" (v.26) tiene mezcla de realidad histórica y de alegoría, aludiendo no tanto a la posesión de la tierra de Canaán cuanto a la consecución de la gloria mesiánica.
Finalmente, los v.27-29 aluden a otros hechos de Moisés, convertido ya en caudillo del pueblo, y que se narran minuciosamente en Ex 2, 15-Ex 14, 31. La frase "como si viera al Invisible" (v.27) se refiere a Dios, que es invisible (cf. Jn 1, 18; Col 1, 15), del cual, sin embargo, sentía Moisés su presencia mediante la fe, como si le viese.

Hb 11, 30-40. Los jueces y los profetas

Tenemos aquí una amplia visión sintética de un larguísimo período de la historia de Israel. En realidad se abarca toda la historia de Israel, desde que comenzó a ser pueblo.
Las primeras alusiones (v.30-31) se refieren a personajes y hechos acaecidos bajo Josué en la conquista de la tierra de Canaán (cf. Jos 2, 1-21; Jos 6, 1-25). Luego, valiéndose de una figura retórica corriente, el autor advierte que no puede seguir por ese camino, pues la enumeración se haría interminable (v.32); por eso, después de dar algunos nombres (v.32), prefiere mencionar hechos (v.33-38), dando por supuesto que los destinatarios, familiarizados con la historia de Israel, sabían a qué nombres aplicarlos. Para nosotros no siempre es fácil hacer esa aplicación; cosa, por lo demás, que no tiene trascendencia alguna en el orden doctrinal. En algunos casos, la aplicación es clara: liberación de los leones (Daniel), del fuego (los tres jóvenes de Babilonia), de la enfermedad (Ezequías), etc. Lo de "aserrados" (v.37) parece que se refiere a Isaías, suplicio que le habría infligido el rey Manases, según tradición muy extendida entre los judíos, y que se recoge también en el Martirologio romano (6 de julio).
En los v.39-40, el autor hace una reflexión final de gran importancia: no obstante tantos méritos, todos esos personajes, modelos de fe, no alcanzaron "la promesa," y hubieron de esperar para entrar en el cielo a que Cristo, con su muerte y resurrección, abriera el camino (cf. Hb 2, 10; Hb 9, 8.15; Hb 10, 19-20; 1P 3, 19). Conclusión indirecta: ĄCuánto debemos agradecer nosotros, cristianos, el haber nacido en la plenitud de los tiempos, sin necesidad de tener que esperar tanto, y qué gran pecado el de los apóstatas!

Hb 12, 1-3. El ejemplo de Cristo

Los ejemplos anteriormente propuestos, de tantos y tantos justos del Antiguo Testamento, eran aleccionadores; pero faltaba el ejemplo principal, el de Cristo mismo.
El autor presenta este ejemplo de Cristo, valiéndose de una metáfora tomada de los juegos públicos, a los que tan aficionada era la sociedad greco-romana de entonces. Imagina que se hallan, él y los destinatarios, en la arena de un anfiteatro en el momento de iniciar la carrera para conseguir un premio. Allí, en las gradas de ese anfiteatro, está toda una "nube de testigos" contemplando su esfuerzo: son esos antepasados, modelos de fe, que acaba de mencionar (v.1). Como los corredores, ańade el autor, también nosotros debemos desprendernos de todo estorbo y del "pecado que nos asedia" (v.1), puestos los ojos en la meta, Jesucristo, el "autor y perfeccionador" de nuestra fe (v.2; cf. Hb 2, 10), modelo que no debemos nunca perder de vista, a fin de no decaer "rendidos por la fatiga" (v.3).
No es claro a qué se aluda concretamente con las palabras "pecado que nos asedia" (t?? e?pe??stat?? ?ľa?t?a?). Es probable, dado el contexto, que sea una alusión al pecado de apostasía, peligro que se viene combatiendo a partir de Hb 10, 26. Tampoco es clara la expresión "por el gozo que se le proponía" (a?t? t?? p???e?ľ???? a?t? ?a???), que otros traducen "en vez del gozo que se le proponía." Conforme a la primera interpretación, que es la seguida en nuestra traducción, a?t? equivale a por razón de o en vista de, y la idea vendría a ser la misma expresada ya por San Pablo en Flp 2, 8-9, es a saber, que la pasión era camino para la glorificación; en cambio, según la segunda interpretación, se aludiría a que Cristo, en vez de una vida cómoda y tranquila que hubiera podido elegir, renunció a ello y se abrazó con la cruz. Nos parece más fundada la primera interpretación.

Hb 12, 4-13. Pedagogía divina

Que no se extrańen los destinatarios de la carta de las pruebas por que están pasando; es una seńal de que Dios les quiere. Tal es, en sustancia, la idea central de esta perícopa.
El autor comienza poniéndoles por delante que todavía no han llegado las cosas hasta el derramamiento de sangre (v.12), como sucedió con sus antepasados (cf. Hb 10, 32-34; Hb 13, 7). Por lo demás, que tengan en cuenta que el Seńor, conforme dice la Escritura, reprende y azota a los que ama (cf. Pr 3, 11-12), de modo que las pruebas de esta vida forman parte de la pedagogía paternal de Dios (v.5-8; cf. Jb 5, 17; Jb 33, 19; Sal 94, 12; Si 23, 2). Lo que, siendo nińos, han hecho nuestros padres con nosotros, en orden a la educación, eso hace Dios y de modo mucho más perfecto (v.9-10). Ni despreciemos la corrección porque sea amarga, pues eso es momentáneo, mientras que los frutos son apacibles y duraderos (v.11).
Como exhortación final, el autor recomienda que hay que desterrar los decaimientos y flojedades, los propios y los de los demás, procurando que todos vayan por el recto camino (v.12-13; cf. Is 32, 3; Pr 4, 26).

Hb 12, 14-29. Fidelidad a las exigencias de la nueva alianza

Una serie de recomendaciones, insistiendo en determinadas virtudes cristianas, inicia esta perícopa (v.14-17). Lo de que, sin santidad, "nadie verá a Dios" (v.14), no es más que repetir lo que ya había dicho Jesucristo en las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 8). Que los destinatarios se preocupen mucho de que ninguno sea privado de la "gracia de Dios" y de no poner en peligro la fe del hermano con el vicio del mal ejemplo (v.15; cf. Dt 29, 17; 1Co 5, 6). Cuiden no les pase como a Esaú, quien, por el goce de un pequeńo bien temporal, renunció a su derecho de primogenitura, que le constituía heredero de las promesas mesiánicas (v. 16-17; Gn 25, 27-34; Gn 27, 30-40).
Hechas esas advertencias, da la razón general del porqué de la exigencia de esa santidad y esmerada vigilancia en la vida del cristiano: la excelencia de la nueva alianza, a la que pertenecemos (?. 18-29). Mientras que la Ley mosaica fue dada por Dios con un despliegue pavoroso de fuerzas, como para significar que era Ley de temor (v. 18-21; cf. Ex 19, 12-24; Dt 9, 19), para la promulgación de la ley cristiana, en cambio, que es ley de amor, todo ha sido luz, armonía y perdón (v.22-24; cf. Rm 8, 15). Las expresiones monte de Sión, ciudad de Dios, Jerusalén celestial, etc., prácticamente significan lo mismo: la nueva obra glorificada, realizada en la Iglesia (cf. Ga 4, 26). Se describe en estos versículos la condición de los cristianos, acercándose al monte de Sión y entrando en la nueva gloria religiosa, como paralela a la de los israelitas, acercándose al Sinaí. Es discutido cómo haya de entenderse aquí la palabra "primogénitos" (v.23). Entre las muchas opiniones que se han propuesto, indicamos dos: los ángeles, llamados a constituir los primeros la corte de Dios y de Cristo en la Jerusalén celestial; los cristianos en general, tanto los que han llegado al cielo como los que todavía peregrinan en la tierra, pues en realidad todos recibimos la dignidad y derechos del primogénito de las familias patriarcales (cf. Hb 9, 15; Hb 11, 40; Hb 12, 16-17). Nos inclinamos a esta segunda interpretación. Ni hace dificultad el que se haya hablado de Jerusalén "celestial," pues ello hace referencia a la Iglesia, lugar del nuevo culto, terrestre y celeste a la vez. Decir que la sangre de Cristo "habla mejor que la de Abel" (v.24) no quiere significar sino que, mientras la sangre de Abel pedía venganza contra Cían (cf. Gn 4, 10), la de Cristo, en cambio, pide perdón para todos los creyentes.
Los v.25-29, a modo de conclusión práctica, constituyen una seria advertencia a los destinatarios, haciéndoles ver su obligación, mayor aún que en la Ley antigua, de seguir la llamada de Dios: si entonces, por desechar aquella llamada, fueron castigados, mucho más lo seremos nosotros si desechamos la que ahora se nos hace. La contraposición entre las dos alianzas no puede ser más expresiva: entonces se les "hablaba en la tierra" (v.25; cf. ?x 20, 19), ahora "desde el cielo" (v.25; cf. Hb 2, 2-4); entonces la voz de Dios estremecía "la tierra" (v.26; cf. Ex 19, 18), ahora, conforme a lo predicho en Ag 2, 6-8, estremece "tierra y cielo" (v.26), es decir, toda la creación. Este estremecimiento, tratándose de la Nueva Alianza, ha de tomarse en sentido metafórico; no quiere significar otra cosa sino que habrá una fuerte intervención divina, estableciendo un nuevo régimen (cf. Am 8, 9; Mt 24, 29). Este régimen, en contraposición al antiguo, será de carácter "inconmovible" (v.27-28; cf. Hb 8, 10-12). Y todavía se recalca al final: comportémonos diligentemente en esa nueva bendición de gracia, si queremos evitar la severa justicia divina, pues Dios es un "fuego devorador" (v.28-29; cf. Dt 4, 24; Dt 9, 3).

Hb 13, 1-26. Apéndice


Hb 13, 1-19. Recomendaciones Particulares

Este último capítulo, compuesto de recomendaciones particulares y saludos, es lo que sobre todo da carácter de carta a la epístola a los Hebreos, cuyos comienzos son más bien los de un tratado doctrinal.
Se recomienda primeramente la caridad fraterna, mencionando de modo particular la hospitalidad y la participación en las penas de presos y desvalidos (v.1-3; cf. Jn 13, 34; Rm 12, 10; 1Ts 4, 9). Esa virtud de la hospitalidad, siempre laudable y necesaria, lo era mucho más en tiempos antiguos, cuando los viajes eran lentos y difíciles; de ahí la insistencia en ella de la Sagrada Escritura (cf. Jb 31, 32; Sb 19, 13; Mt 25, 35; Rm 12, 13; 1Tm 3, 2; Tt 1, 8), y el que aquí, para más encomiarla, se haga esa alusión a los ángeles (v.2; cf. Gn 18, 1-Gn 19, 22; Jc 13, 10-16). Sigue luego la exhortación a comportarse honestamente en el matrimonio, pues Dios no dejará de castigar a fornicarios y adúlteros (v.4; cf. Mt 19, 10; 1Co 6, 9; 1Co 7, 1-11; 1Ts 4, 4-6; 1Tm 5, 14); y la exhortación al desprendimiento, con plena confianza en la Providencia divina, en apoyo de lo cual se traen a colación dos textos de la Escritura adaptados al respecto (v.5-7; cf. Jos 1, 5; Sal 118, 6).
A continuación se habla, sin especificar, de los pastores o jefes de la comunidad, cuya fe los destinatarios deben imitar (v.7). Se hace referencia especial al "fin de su vida," como fin digno de una vida digna; es probable que tal modo de hablar sea una alusión al martirio o muerte por la fe. En ese caso podríamos ver aludidos aquí el martirio de Esteban (cf. Hch 7, 59-60) y el de Santiago el Mayor (cf. Hch 12, 1-3), así como el más reciente de Santiago el Menor, muerto por los judíos, según sabemos por Josefo, hacia el ańo 62. La mención aquí de Jesucristo en calidad de "siempre el mismo ayer y hoy y por los siglos" (v.8), parece tratar de significar que los pastores o jefes de la comunidad, por respetables que sean, van desapareciendo; pero Cristo, objeto central de nuestra fe, permanece para siempre. Es posible, como creen algunos autores, que con esta expresión, más que aludir a la inmutabilidad de la naturaleza divina de Cristo, se aluda a la permanencia del único sacrificio, en armonía con el "una sola vez" constantemente repetido (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 12; Hb 10, 10). A ese Jesucristo, siempre el mismo, debemos nosotros permanecer siempre adheridos, sin dejarnos llevar de "doctrinas extrańas," especulando sobre alimentos, si lícitos o no lícitos, de que "ningún provecho sacaron" los que van por ese camino (v.9; cf. Hb 9, 9-10). Es ésta una alusión evidente al judaísmo y a sus prácticas, de las que el autor quiere apartar totalmente a los destinatarios.
Insistiendo en esa idea de permanencia en la fe, sin mezclas de judaísmo, afirma resueltamente que los cristianos tenemos un altar y un sacrificio, de que no pueden participar los judíos, y ese altar y ese sacrificio nos exigen romper totalmente con la sinagoga para seguir decididamente a Cristo (v. 10-15). Tal creemos ser la idea fundamental de esta historia, cuya interpretación concreta, sin embargo, de cada una de las frases no siempre es fácil. Una de las mayores dificultades está en la palabra altar (??s?ast?????), del que se dice que "no pueden comer los que viven del tabernáculo" (v.10). żHay aquí una alusión a la eucaristía? Así lo creen muchos, insistiendo sobre todo en que no sólo se habla de altar, sino de altar del que no pueden comer los judíos. Pues bien, los cristianos no tenemos otra comida litúrgica o sacrificial que la eucaristía. Sin embargo, es posible, y así opinan gran número de autores, que el término "altar" aluda simplemente a la inmolación en la cruz, que es de lo que se ha venido hablando en la carta, como contraposición a los sacrificios mosaicos (cf. Hb 9, 14.26; Hb 10, 10.14; Hb 12, 24). Ese sacrificio de Cristo en la cruz es el que los cristianos debemos seguir presentando continuamente a Dios en nuestras plegarias (v. 15; cf. Sal 50, 14-23; Os 14, 3). Ni se ve dificultad en tomar el término "comer" en sentido metafórico, con referencia a la participación en los frutos de ese sacrificio único de la cruz, frutos que a los cristianos nos bastan, sin tener necesidad de ir a buscar nada fuera. En cuanto a la expresión "padeció fuera de la puerta" (v.12), se trata de uno de tantos simbolismos a que nos tiene acostumbrados el autor de esta carta. Sabemos, en efecto, que en la fiesta del Kippur o de la Expiación, a la que se ha aludido repetidas veces (cf. Hb 9, 7.25; Hb 10, 1.3), los cuerpos de los animales sacrificados, cuya sangre servía al sumo sacerdote para poder entrar en el Santísimo, eran quemados fuera del campamento (v.11; cf. Lv 16, 27), Y posteriormente fuera de la ciudad. Pues bien, Jesucristo, la verdadera víctima expiatoria, ha querido realizar en sí aquella prefiguración, siendo crucificado fuera de los muros de Jerusalén. Consecuencia moral: A su ejemplo, salgamos también nosotros "fuera del campamento" (?.13), es decir, rompamos toda atadura con el judaísmo, pensando que nuestra verdadera ciudad no es el judaísmo, sino la Iglesia o Jerusalén celestial (v.14; cf. Hb 12, 22-24).
Hechas estas reflexiones en torno al sacrificio de la cruz, el autor ańade que tampoco se olviden de las obras de beneficencia y ayuda mutua, sacrificios (en sentido metafórico) muy agradables a Dios (v.16; cf. Flp 4, 18). Asimismo, que obedezcan dócilmente a sus pastores (v.17), y que rueguen por él, siempre deseoso de ayudarles honrada y desinteresadamente (v. 18-19; cf. Rm 15, 31).

Hb 13, 20-25. Saludos y bendición final

La carta ha llegado a su fin. Ante todo, una oración a Dios por los destinatarios, en forma de augurio, deseándoles la ayuda divina que les haga aptos para todo bien en el cumplimiento de su voluntad (v.20-21). Es de notar la expresión "gran Pastor," aplicada a Jesucristo (v.20), de modo parecido a como lo hace también San Pedro (1P 5, 4; cf. Ez 37, 24; Jn 10, 11).
Viene luego una recomendación a que reciban bien su carta (v.22) y una noticia sobre Timoteo (v.23), el conocido compańero y colaborador de San Pablo. De esta prisión de Timoteo, a que aquí parece aludirse, no tenemos el más ligero indicio en ninguna otra parte. En caso de que se trate de verdadera prisión, ésa debió de ser muy breve, pues de ello no quedó huella alguna en la tradición.
En cuanto a los saludos (v.24), se ha discutido mucho el sentido de la frase "los de Italia" (?? ap? t?? ?ta??a?). Creen algunos que se trata de cristianos oriundos de Italia, que vivían en el lugar desde donde se escribía la carta, por supuesto fuera de Italia. Sin embargo, la frase puede también interpretarse en sentido de judío-cristianos residentes en Italia, desde donde se escribía la carta. Gramaticalmente nada hay que se oponga a esta interpretación, que ha sido la tradicional ya desde los Padres, y única aceptable, de no suponer que los destinatarios de la carta están en Italia.
Por fin viene la bendición o saludo final (v.25), idéntico al de muchas otras cartas paulinas (cf. 1Co 16, 23; Col 4, 18; 2Ts 3, 18; Tt 3, 15). La "gracia" que se augura a los destinatarios no es simplemente la gracia santificante, sino algo más general, síntesis de todos los favores divinos. Permítasenos que también nosotros, al final de este comentario, auguremos eso mismo para todos nuestros lectores.