HECHOS DE LOS APÓSTOLES

Hch 1, 1-5. San Lucas es el único autor del Nuevo Testamento que ha escrito un prólogo a su obra, semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este prólogo pretende sobre todo informar al lector sobre la honda naturaleza religiosa del libro que tiene en sus manos. La obra va a narrar los acontecimientos en los que se realiza la Voluntad de Dios Creador y Salvador, Dios de Israel, que ha cumplido sus promesas. Guiado por la inspiración divina. San Lucas ha cimentado su obra con citas de los Salmos, Isaías, Amós y Joel. El Antiguo Testamento se refleja con amplitud en el libro de los Hechos de los Apóstoles y es interpretado desde el cumplimiento en Jesús de las antiguas profecías mesiánicas.
Este prólogo hace referencia al Evangelio de San Lucas como a un «primer libro». Se mencionan los últimos sucesos de la vida del Señor -apariciones del Resucitado y Ascensión al Cielo- y se enlaza con ellos el relato que ahora comienza.
El propósito de San Lucas es describir los orígenes y primera expansión del cristianismo, efectuados bajo el impulso del Espíritu Santo, protagonista central del libro.
Pero no es un mero relato histórico. «Los Hechos de los Apóstoles -explica San Jerónimo- parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia. Pero si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cfr. 2Co 8, 18), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (Epístola 53, 9).
La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad con el tercer Evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones cristianas, que vieron en sus páginas la crónica del fiel y amoroso actuar divino con el nuevo Israel.
«La utilidad de este libro -escribe San Juan Crisóstomo al principio de su gran Comentario- no es menor que la del Evangelio. Brilla en las cimas de la más alta sabiduría y en las más puras enseñanzas. Ofrece el relato de los milagros, muy numerosos, realizados por el Espíritu Santo. Contiene el cumplimiento de las profecías de Jesucristo consignadas en el Evangelio, la verdad justificada con la luz de los más solemnes testimonios y la transformación de los Apóstoles en hombres perfectos, extraordinarios, por la fuerza del Espíritu derramada sobre ellos. Todos los anuncios y promesas de Jesucristo a sus discípulos -el que crea en mí hará estos y aun mayores prodigios, seréis llevados ante tribunales y reyes, flagelados en las sinagogas, agobiados de malos tratos, vencedores, sin embargo, de vuestros perseguidores y verdugos para conducir el Evangelio hasta los confines de la tierra- encuentran razón cumplida en este admirable libro. Aquí veréis a los Apóstoles recorrer naciones y surcar mares con el celo impetuoso de aves veloces. Estos galileos, hasta hace poco tan pusilánimes y toscos, aparecen cambiados en hombres nuevos que desprecian las riquezas y los honores, las llamas de la cólera y la codicia de los sentidos, porque han sido hechos superiores a toda pasión» (Hom. sobre Hch, 1).
San Lucas dedica su nuevo libro a Teófilo, como ya hizo con el Evangelio. La dedicatoria sugiere que Teófilo es un cristiano culto de posición social acomodada. Podría ser también una figura literaria: Teófilo, «amigo de Dios». Cabe pensar asimismo que el tiempo transcurrido entre la composición de Hechos y del tercer Evangelio no debió ser muy largo.

Hch 1, 1. «Hizo y enseñó»; Se sintetiza en estas palabras de modo conciso la obra de Jesucristo, narrada ya en las páginas de los Evangelios. Los dos verbos describen el modo en que se da la Revelación salvadora de Dios. Dios se anuncia y se manifiesta amorosamente en el curso de la historia humana mediante sus acciones y su voz. «La Revelación se realiza mediante obras y palabras, Íntimamente ligadas entre sí -enseña el Conc. Vaticano II-; las obras que Dios hace en la Historia de la Salvación manifiestan y confirman la doctrina y lo que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre transmitida por esta Revelación resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la Revelación» (Dei verbum, 2).
El Señor «proclamó el Reino del Padre con el testimonio de su vida y con el poder de su Palabra» (Lumen gentium, 35). No se limitó a hablar ni quiso ser solamente el Maestro que iluminaba con maravillosas enseñanzas. Fue sobre todo el Redentor capaz de salvar al hombre caído, con la eficacia divina de todos y cada uno de los momentos de su existencia sobre la tierra.
«Todas nuestras debilidades, que proceden del pecado, las ha aceptado el Señor, sin tener parte en el pecado. Ha conocido el hambre y la sed, el sueño y el cansancio, la tristeza y las lágrimas. Ha sufrido los dolores más intensos y hasta los supremos sufrimientos de la muerte. Nadie, en efecto, habría podido ser librado de los lazos de la condición pecadora si Aquél cuya sola naturaleza era del todo inocente no hubiera aceptado morir a manos de los impíos. Por eso, nuestro Salvador, Hijo de Dios, ha dejado a todos los que creen en Él un auxilio eficaz, y a la vez un ejemplo. Obtienen lo primero al renacer por la gracia y siguen el segundo al imitarle» (San León Magno, Hom. 12 sobre la Pasión).
Las acciones redentoras de Jesús -sus milagros, su vida de trabajo y los misterios de su Muerte, Resurrección y Ascensión-, cuya hondura y significado sólo pueden ser barruntados por la fe, contienen también un estímulo, sencillo y poderoso, para nuestra conducta diaria. La fe debe ir acompañada de obras, que son nuestra colaboración humilde y necesaria a los planes salvadores de Dios.
No olvides que antes de enseñar hay que hacer. -'Coepit facere et docere', dice de Jesucristo la Escritura Santa: comenzó a hacer y a enseñar.
-Primero, hacer. Para que tú y yo aprendamos
(Camino, 342).

Hch 1, 3. Este versículo recuerda brevemente el contenido de Lc 24, 13-43, donde se narran las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo.
Se subraya la cifra de cuarenta días, que no es solamente un dato cronológico. El número admite, en efecto, un sentido literal y un sentido más profundo. Los periodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura un claro significado salvífico. Son porciones de tiempo en las que Dios prepara o lleva a cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días (Gn 7, 17); los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto rumbo a la tierra prometida (Sal 95, 10); Moisés permaneció cuarenta días en la montaña del Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía la Alianza (Ex 24, 18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1R 19, 8); y Nuestro Señor ayunó en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt 4, 2).

Hch 1, 5. «Seréis bautizados en el Espíritu Santo»: Con razón se ha llamado a este libro el Evangelio del Espíritu Santo. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro (cfr. Hch 4, 8), quien confirma en su fe a los discípulos (cfr. Hch 4, 31), quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles (cfr. Hch 10, 44-47), quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús (cfr. Hch 13, 2-4). En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo (Es Cristo que pasa, nn. 127).

Hch 1, 6-8. La pregunta de los Apóstoles indica que todavía piensan en una restauración temporal de la dinastía de David. La esperanza escatológica en el Reino parece reducirse para ellos -como para muchos judíos de su tiempo- a la expectación de un dominio nacional judío tan amplio y universal como la diáspora.
«Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino -comenta San Juan Crisóstomo-, pues no habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo. Observad que no preguntan cuándo llegará, sino: ¿Es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel? Como si la época del Reino hubiese ya pasado. Esta pregunta demuestra que estaban todavía atraídos por las cosas terrenas, aunque menos que antes» (Hom. sobre Hch, 2).
Es admirable y alentadora la respuesta del Señor que, lleno de paciencia, les habla del carácter misterioso del Reino y su imprevisible venida, así como de la necesidad que tienen del Espíritu Santo para comprender adecuadamente las enseñanzas que han recibido. Jesús no se impacienta con ellos. Sencillamente les corrige y les instruye.

Hch 1, 8. Se anuncia ahora el plan del libro de los Hechos: narrar el desarrollo de la Iglesia, que comienza en Jerusalén y va a extenderse a través de Judea y Samaría y hasta los últimos confines de la tierra. Es el esquema geográfico que San Lucas seguirá en su exposición. Si Jerusalén es en el tercer Evangelio punto de llegada de la vida pública de Jesús -que ha partido de Galilea-, aquí es punto de partida.
La misión de los Apóstoles se extiende al mundo entero. Más allá de la geografía, late en las palabras del versículo la esperanza universalista del Antiguo Testamento, anunciada por Isaías: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yahwéh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a Él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Y dirán: venid, subamos al monte de Yahwéh, a la casa del Dios de Jacob, para que Él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Yahwéh» (Is 2, 2-3).

Hch 1, 9. La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los Cielos. Por eso es éste el último acontecimiento, el último misterio de la vida del Señor en la tierra.
La Ascensión se sitúa en el término de la existencia terrena de Jesús (cfr. Lc 24, 50-53) y en los orígenes de la Iglesia. La escena de la Ascensión se desarrolla, por así decirlo, entre el cielo y la tierra. «¿Por qué le ocultó una nube a la mirada de los Apóstoles? -se pregunta San Juan Crisóstomo-. La nube era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos: no fue en efecto un torbellino o un carro de fuego como ocurrió con el profeta Eliseo (cfr. 2R 2, 11), sino una nube, que simboliza el cielo mismo» (Hom. sobre Hch, 2). La nube acompaña las teofanías, las manifestaciones de Dios, tanto en el Antiguo (cfr. Ex 13, 22) como en el Nuevo Testamento (cfr. Lc 9, 34 s.).
La Ascensión del Señor forma parte de los hechos por los que Jesucristo nos redime del pecado y nos concede la vida nueva de la gracia. Es un misterio redentor. «Los fieles deben entender acerca de la Ascensión -enseña el Catecismo Romano- lo mismo que sobre el misterio de la Muerte y Resurrección del Señor. Pues aunque debemos nuestra Redención y salvación a la Pasión de Cristo, que con sus méritos abrió a los justos la puerta del Cielo, sin embargo, su Ascensión no sólo se nos ha propuesto como ejemplar en el que aprendamos a dirigir la vista hacia lo alto y a subir al Cielo con el espíritu, sino que también nos dio en abundancia la gracia divina para que podamos conseguirlo» (I, 7, 9).
La subida del Señor al Cielo no es sólo un estímulo para que levantemos el corazón, tal como se nos invita a hacer en el prefacio de la Santa Misa, con el fin de buscar y amar las «cosas de arriba» (cfr. Col 3, 1-2). La Ascensión de Cristo -unida a los demás misterios de su vida, Muerte y Resurrección- nos salva. «Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso -recuerda San León en el día de esta fiesta- sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido por la envidia del diablo» (Hom. I de Ascensione).
Con la Ascensión culmina la exaltación de Cristo, que se realiza ya en la Resurrección, y que forma, junto con la Pasión y la Muerte, el misterio pascual. El Conc. Vaticano II lo enseña al decir que «Cristo Señor realizó la obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios (…) principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión» (Sacrosanctum concilium, 5; cfr. Dei verbum, 19).
La teología ha explicado asimismo algunas de las razones que muestran la conveniencia de que el Señor glorioso subiera al cielo para «estar sentado a la diestra del Padre». «Subió primeramente porque a su cuerpo, que por la Resurrección estaba dotado de la gloria inmortal, no le correspondía la morada de esta vida terrena y oscura, sino el trono altísimo y brillante del Cielo. Y no subió solamente para tomar posesión del trono de su Gloria y del Reino ganado con su sangre, sino también para cuidar de todo lo conveniente a nuestra salud espiritual. Además para demostrar realmente que su Reino no procede de este mundo» (Catecismo Romano, I, 7, 5; cfr. S.Th. III, q. 57, a. 6).
La Ascensión representa el reconocimiento del triunfo y exaltación de Cristo por parte del mundo celestial: Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria (Santo Rosario, misterio glorioso).

Hch 1, 11. Los ángeles se refieren a la Parusía, es decir, a la segunda venida del Señor como Juez de vivos y muertos. «Les dijeron: ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Estas palabras están llenas de solicitud y sin embargo no anuncian como próxima la segunda venida del Salvador. Los ángeles afirman sólo lo más importante, es decir, la certeza de que Jesucristo vendrá de nuevo y la confianza con la que hemos de esperar su retorno» (Hom. sobre Hch, 2). Sabemos con certeza que Cristo vendrá por segunda vez al fin de los tiempos. Lo confesamos en el Credo como parte de nuestra fe. Pero no conocemos «ni el día ni la hora» (Mt 25, 13) en que vendrá. Es una información que no necesitamos. Cristo está siempre a las puertas. Siempre hay que vigilar. Importa por lo tanto vivir ocupados en el servicio de Dios y de los demás, que es el programa de nuestra santificación.

Hch 1, 13-14. San Lucas menciona por sus nombres a los doce Apóstoles, con excepción de Judas Iscariote.
Se encuentra aquí la primera noticia sobre la vida espiritual y piadosa de los discípulos. Es significativo que se hable ante todo de la oración, practicada y asiduamente recomendada a los suyos por el Señor (cfr. Mt 6, 5; Mt 14, 23; etc.).
La oración es el cimiento del edificio espiritual. -La oración es omnipotente (Camino, 83). Bien puede decirse que la oración es ahora el cimiento de la misma Iglesia que va a ser manifestada en la venida del Espíritu Santo. La oración de los discípulos y de las mujeres en torno a María sería una plegaria de petición, de alabanza y de acción de gracias a Dios. La unidad de sentimientos y afectos que produce es ya como una anticipación de los dones del Espíritu.
Es una anotación insistente, en el relato de la vida de los primeros seguidores de Cristo: todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en la oración (Hch 1, 14) (…).
La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior
(Amigos de Dios, 242).
Todas las personas y los detalles de la escena son como atraídos por la figura de María, que ocupa el centro espiritual del lugar donde se han congregado los íntimos de Jesús. La tradición ha contemplado y meditado este cuadro y ha concluido que en él aparece la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la Iglesia, tanto en su origen como en su desarrollo.
Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, proclamaba solemnemente a María Madre de la Iglesia. «La visión de la Iglesia -dice el Papa en la clausura de la tercera sesión del Conc. Vaticano II- ha de incluir la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su santa Madre. Y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.
»La reflexión sobre las estrechas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual constitución conciliar (Lumen gentium), nos permite creer que éste es el momento más apropiado para dar satisfacción a un deseo que, señalado por Nos al término de la sesión anterior, han hecho suyo muchos Padres conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita durante este concilio de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este concilio ha reconocido a la Virgen María en la Santa Iglesia.
»Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» (Pablo VI, Discurso al Concilio, 21-IX-1964).
El texto habla de los «hermanos» de Jesús, expresión que aparece también en los Evangelios. Dado que la fe cristiana nos enseña que la Virgen María no tuvo más hijos que Jesús, al que concibió por obra del Espíritu Santo y sin concurso de varón, la expresión no puede referirse a hermanos carnales de Jesús.
La explicación debe buscarse en las peculiaridades de las lenguas semíticas. La palabra empleada en el NT es traducción de un término hebreo que se aplica a todos los componentes de un grupo familiar, y designa tanto a los primos más distantes (cfr. Lv 10, 4) como a los sobrinos (Gn 13, 8). Véase nota a Mt 12, 46-47.
La palabra hermanos tiene, por lo tanto, en el Nuevo Testamento un sentido muy amplio, igual que le ocurre, por ejemplo, a la palabra apóstol.
En cierta ocasión, Jesús llama a sus oyentes habituales «hermanos» (Lc 8, 21), lo cual permite pensar que, además de significar pertenencia a un mismo grupo familiar, la palabra hermano en el NT podría designar a algunos discípulos especialmente allegados al Señor.
San Pablo, por su parte, emplea este término para todos los cristianos (cfr. p. ej. 1Co 1, 10; etc.), y lo mismo hace San Pedro, según Hch 12, 17.

Hch 1, 15-23. «Pedro es el apóstol vivo e impetuoso al que Jesucristo ha confiado la custodia de su grey; y como es el primero en dignidad, es el primero también en tomar la palabra» (Hom. sobre Hch, 3).
Le vemos ahora ejerciendo su ministerio. Los acontecimientos van a propiciar la gradual manifestación del oficio supremo de dirección que Cristo le ha confiado. Es un ministerio de servicio -servus servorum Dei-, único y diferente de todos los demás ministerios. Pedro lo ejercerá en unión con sus hermanos en el Apostolado y en estrecho contacto con toda la Iglesia, representada en los ciento veinte hermanos que le rodean.
Esta relación de Pedro con el resto de los Apóstoles y con el conjunto de los discípulos la expresa San Juan Crisóstomo con las siguientes palabras: «Admirad la prudencia de San Pedro. Comienza por citar la autoridad de un profeta y no dice: Mi palabra puede bastar. Tan alejado está de todo pensamiento de orgullo. Pero no busca otra cosa que la elección de un duodécimo apóstol y persigue su propósito. Toda su conducta prueba la altura de su virtud y muestra que Pedro entendía el oficio apostólico de dirigir, más que como un cargo honorífico, como un compromiso de velar por la salud espiritual de sus inferiores.
»Los discípulos eran ciento veinte, y de esta multitud Pedro pide uno. Pero propone la elección y ejerce la autoridad principal porque le ha sido confiado el cuidado de todos» (Hom. sobre Hch, 3).

Hch 1, 21-22. Los Apóstoles son los testigos por excelencia de la vida pública de Jesús. La Iglesia es apostólica porque se apoya en el testimonio firme de quienes por especial elección han vivido con el Señor, han presenciado sus obras y escuchado sus palabras. Los doce Apóstoles certifican con su testimonio que Jesús de Nazaret y el Señor glorificado son la misma persona, y que son auténticos los hechos y dichos de Jesús conservados y transmitidos por la Iglesia.
Todo el que permanece unido al Papa y a los Obispos en comunión con él permanece unido a los Apóstoles y, a través de ellos, al mismo Jesucristo. «La doctrina ortodoxa se ha conservado por haber sido transmitida mediante sucesión desde el tiempo de los Apóstoles y permanecido de ese modo hasta el presente en todas las iglesias. Por este motivo, sólo debe considerarse verdadera la doctrina que no ofrece discordancia con la tradición eclesiástica y apostólica» (Orígenes, De Principiis, Prefacio). Vid. nota a Hch 1, 26.

Hch 1, 24-26. Los vv. 24-25 recogen la primera plegaria de la Iglesia, que se relaciona con la noticia transmitida en el v. 14 -«perseveraban unánimes en la oración»- y denota la fe de los discípulos en el gobierno divino de las cosas y de los acontecimientos, y de manera especial la providencia de Dios acerca de la Iglesia.
La comunidad cristiana deja en manos de Dios la decisión de quién completará el grupo de los Doce. Acude para ello al modo tradicional hebreo de las suertes, que van a expresar la Voluntad divina. Las suertes, como medio de consultar a Dios, aparecen con cierta frecuencia en el Antiguo Testamento (cfr. 1S 14, 41 s.) y su manejo estaba reservado a los levitas, para evitar que degenerara en prácticas supersticiosas. Podían ser dados, palillos, cartas, etc., que contenían individualmente los nombres de los candidatos a un oficio, los eventuales reos de una falta, etc. Había tantas suertes como personas presentadas al ministerio que debía ser cubierto o como presuntos culpables de una mala acción.
En este caso se acude a la suerte porque se piensa que Dios ha hecho ya su elección y consiguientemente la manifestará. La elección divina se dará a conocer infaliblemente mediante un sencillo expediente humano. Este sistema de designación, recibido del judaísmo, no perduró en la nueva Iglesia mucho tiempo.
Designado Matías, está completo el número de los Doce. El Colegio Apostólico se encuentra ya dispuesto para recibir el Espíritu prometido por Jesús y dar luego testimonio universal de la buena nueva.

Hch 1, 26. San Lucas suele reservar el término apóstoles para designar a los Doce (cfr. p. ej. Hch 6, 6), o a los Once junto a Pedro, que aparece como cabeza del Colegio Apostólico (cfr. Hch 2, 14). Con excepción de Hch 14, 14, Lucas no llama apóstol a San Pablo, no porque minimice su papel, en un libro que le dedica precisamente la mitad de sus capítulos, sino porque reserva a los Doce la función específica de ser los testigos de la vida terrena del Señor.
El carácter apostólico o la apostolicidad es una nota de la verdadera Iglesia de Jesucristo, edificada, por voluntad expresa de su fundador, sobre el fundamento sólido de los Doce.
Enseña el Catecismo Romano que «conocemos la verdadera Iglesia por su origen, derivado de los Apóstoles, después de publicada la ley de la gracia. Porque su doctrina es la verdad, no moderna ni anunciada ahora por primera vez, sino enseñada ya antiguamente por los Apóstoles y propagada por todo el mundo (…). Por lo cual, a fin de que todos supieran cuál era la Iglesia católica añadieron los Padres en el Credo, por inspiración de Dios, la palabra apostólica. Pues el Espíritu Santo que gobierna la Iglesia no la rige por otro género de ministros distinto del apostólico. Este Espíritu se comunicó primeramente a los Apóstoles y luego ha permanecido siempre en la Iglesia por la suma bondad de Dios» (I, 10, 17).
La función principal de los Apóstoles es ser testigos de la Resurrección de Jesús (cfr. Hch 1, 22). Llevan a cabo este testimonio mediante el ministerio de la palabra (Hch 6, 4), que adopta formas diversas, tales como la predicación al pueblo (cfr. Hch 2, 14-40; Hch 3, 12-26; Hch 4, 2.33; Hch 5, 20-21), las enseñanzas a los discípulos en el seno de la comunidad (Hch 2, 42) y las declaraciones, hechas sin temor ni respeto humano ante los adversarios y perseguidores del Evangelio de Jesús (Hch 4, 5-31; Hch 5, 27-41). Igual que la palabra del Señor, la de los Apóstoles se apoya también con signos y prodigios, que hacen visible la salvación que anuncian (Hch 2, 14-21.43; Hch 3, 1-11.16; Hch 4, 8-12.30; Hch 5, 12.15-16; Hch 9, 31-43).
Los Doce desempeñan asimismo un papel de dirección en la Iglesia. Cuando los miembros de la comunidad de Jerusalén entregan sus bienes para los hermanos necesitados, los depositan «a los pies de los Apóstoles» (Hch 4, 35). Cuando es necesario tranquilizar a los cristianos helenistas, los Doce convocan la asamblea para poner en práctica el ministerio de los diáconos (Hch 6, 2). Cuando Saulo sube a Jerusalén después de su conversión es presentado a los Apóstoles por Bernabé (Hch 9, 26-28). Es evidente que los Apóstoles ejercen una autoridad recibida del Señor, que les ha investido de una responsabilidad y unos deberes inalienables para el servicio de toda la Iglesia.
Los Apóstoles intervienen además fuera de Jerusalén como garantes de la unidad interna y externa, que es también un distintivo esencial de la joven Iglesia cristiana. Bautizados algunos samaritanos por Felipe, los apóstoles Pedro y Juan se trasladan desde Jerusalén para imponer las manos a los nuevos cristianos a fin de que reciban el Espíritu Santo (Hch 8, 14-17).
Después del bautismo del pagano Cornelio, los Apóstoles examinan con Pedro la situación creada, para entender más acabadamente los designios de Dios y los detalles de la nueva economía salvífica (Hch 11, 1-18). Con ocasión del debate de Antioquía sobre la circuncisión de los paganos bautizados, la comunidad decide acudir a los Apóstoles (Hch 15, 2) para dilucidar definitivamente la delicada cuestión.
San Lucas concentra su interés en la figura de Pedro, al que nombra en su libro 56 veces. Pedro es siempre el centro de las escenas y episodios en los que aparece con otros apóstoles o discípulos. En los acontecimientos relativos a la comunidad de Jerusalén, Pedro actúa como portavoz de los Doce (Hch 2, 14.37; Hch 5, 29) y desempeña un papel decisivo en la apertura del Evangelio a los paganos.
El Colegio de los doce Apóstoles, cuya cabeza es Pedro, pervive en el Episcopado de la Iglesia, cuya cabeza es el Romano Pontífice, sucesor de Pedro y vicario de Jesucristo. El Conc. Vaticano II ha propuesto de nuevo esta doctrina cuando enseña que «el Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a Sí a los que Él quiso, eligió a Doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cfr. Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-42). A estos Apóstoles (cfr. Lc 6, 13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual colocó a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cfr. Jn 21, 15-17)» (Lumen gentium, 19).
«Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo colegio apostólico, de modo análogo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles (…).
»Dentro de este colegio, los Obispos, respetando fielmente el primado y preeminencia de su cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, e incluso para el bien de toda la Iglesia, porque el Espíritu Santo consolida sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico (…). Es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos» (Ibid., n. 22).

Hch 2, 1-13. El relato de la venida del Espíritu Santo con manifestaciones visibles sobre los discípulos que, cumpliendo el mandato del Señor, permanecían reunidos en Jerusalén, es conciso en cuanto a las circunstancias de lugar y tiempo, pero al mismo tiempo lleno de contenido. Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías, en la que muchos israelitas peregrinaban a la Ciudad Santa para adorar a Dios en el Templo. Su origen era la celebración del final de la cosecha y la acción de gracias a Dios por ella, unida al ofrecimiento de sus primicias. Después se añadió también en ese día la conmemoración o recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí. Esta fiesta se celebraba cincuenta días después de la Pascua, es decir, transcurridas las siete semanas. La cosecha material que los judíos celebraban con tanta alegría se convirtió, por providencia de Dios, en el símbolo de la cosecha espiritual que los Apóstoles comenzaron a recoger en este día.

Hch 2, 2-3. El viento y el fuego eran elementos que solían acompañar las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento (cfr. Ex 3, 2; Ex 13, 21-22; 2R 5, 24; Sal 104, 3). En este caso, como explica Crisóstomo, parece que las lenguas de fuego fueron repartidas sobre la cabeza de cada uno: «Repartidas, pues provenían de una misma fuente; para que aprendas que el Poder viene del Paráclito» (Hom. sobre Hch, 4). El viento y el ruido serían tan intensos que atrajeron a mucha gente hacia el lugar. En el fuego se encuentra el simbolismo de la acción del Espíritu Santo, que al iluminar las inteligencias de los discípulos, les hace entender las enseñanzas de Jesús -como prometió en la Última Cena (cfr. Jn 16, 4-14) -; al inflamar de amor sus corazones, elimina sus temores y les mueve a predicar a Cristo con valentía. El fuego además purifica, igual que la acción divina limpia el alma de todo pecado.

Hch 2, 4. Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. «Tenemos el derecho, el deber y la alegría de deciros que la Pentecostés continúa. Hablamos legítimamente de 'perennidad' de la Pentecostés. Sabemos que cincuenta días después de la Pascua, los Apóstoles, reunidos en el mismo Cenáculo que había servido para la primera Eucaristía y donde después se realizó el primer encuentro con el Resucitado, descubren en sí la fuerza del Espíritu Santo que descendió sobre ellos, la fuerza de Aquél que el Señor había prometido repetidamente al precio de su padecimiento en una Cruz; y fuertes con esa fortaleza, comienzan a actuar, es decir, a realizar su servicio (…). Nace así la Iglesia apostólica. Pero todavía hoy -y aquí está la continuidad- la Basílica de San Pedro en Roma y cada Templo, cada Oratorio, cada lugar donde se reúnen los discípulos del Señor es una prolongación del primitivo Cenáculo» (Juan Pablo II, Hom. 25-V-1980).
El Espíritu Santo, según la comparación de San Agustín recogida por el Conc. Vaticano II (cfr. Ad gentes, 4), es el alma que vivifica y anima la Iglesia, esa Iglesia que nació sobre la Cruz el Viernes Santo y reveló su nacimiento al mundo el día de Pentecostés: «Hoy, como sabéis, nació en plenitud la Iglesia, mediante el soplo de Cristo, el Espíritu Santo; y en la Iglesia nació la Palabra, el testimonio, el anuncio de la salvación en Jesús resucitado; y en el que escucha el anuncio ha nacido la fe, y con la fe una animación nueva, una conciencia de la vocación cristiana y la fuerza para escucharla y para seguirla en una forma de vida humana auténtica, y más que humana, santa. Y para que no viniese a menos este flujo divino -porque de eso se trata- hoy ha nacido el apostolado, el sacerdocio, el ministerio del Espíritu, la vocación a la unidad, a la fraternidad, a la paz» (Pablo VI, Alocución 25-V-1969).
«María, que concibió a Cristo por obra del Espíritu Santo, el Amor de Dios vivo, preside el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, cuando el mismo Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y vivifica en la unidad y en la caridad el cuerpo místico de los cristianos» (Pablo VI, Discurso 25-X-1969).

Hch 2, 5-11. En la narración de los sucesos de Pentecostés, San Lucas distingue entre hombres piadosos (v. 5), judíos y prosélitos (v. 11). Los primeros eran los que por razones de estudio o devoción residían en Jerusalén, junto al único Templo judío. Estos piadosos eran verdaderos judíos, y no hay que confundirlos con los temerosos de Dios, paganos simpatizantes con el judaísmo, que adoraban al Dios de la Biblia y que, si llegaban a convertirse y se incorporaban a la religión judía mediante la circuncisión y la observancia de la Ley mosaica, formaban el grupo de los prosélitos, que Lucas distingue de los judíos, es decir, de los de raza judía.
Gente de diversas razas e idiomas entienden a Pedro cada uno en su lengua. Esto fue posible por una gracia especial del Espíritu Santo que se dio en ese momento, y que no hay por qué identificar con el don de glosolalia o de «hablar en lenguas», poseído por algunos de los primeros cristianos (cfr. 1Co 14, 1-19), por el que eran capaces de alabar y dirigirse a Dios en una lengua que no conocían.

Hch 2, 11. Cuando los Santos Padres comentan este pasaje, señalan con frecuencia el contraste entre la confusión de las lenguas que se dio en Babel -castigo divino por el orgullo y la infidelidad del pueblo escogido (cfr. Gn 11, 1-9)- y la superación de dicha confusión, por la gracia del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Esta idea es subrayada por el Conc. Vaticano II: «Sin duda el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos eternamente; la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y quedó presignificada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla todas las lenguas, entiende y abraza todas las lenguas en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel» (Ad gentes, 4).
Los cristianos, al realizar nuestra actividad apostólica, necesitamos y pedimos al Espíritu Santo este don para que sepamos expresarnos de manera que aquellos a quienes se dirige nuestro apostolado nos entiendan; para que sepamos adecuar nuestra exposición a la mentalidad y capacidad del que escucha y podamos así transmitir fielmente a nuestros oyentes la verdad de Cristo. Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio (Es Cristo que pasa, nn. 132).

Hch 2, 12. La acción del Espíritu Santo debió producir, tanto en los discípulos como en aquellos que les escuchaban, tal admiración, que todos estaban «fuera de sí». Llenos del Espíritu Santo, como borrachos, estaban los Apóstoles (Hch 2, 13).
Y Pedro, a quien rodeaban los otros once, levantó la voz y habló. -Le oímos gente de cien países. -Cada uno le escucha en su lengua. -Tú y yo en la nuestra. -Nos habla de Cristo Jesús y del Espíritu Santo y del Padre.
No le apedrean, ni le meten en la cárcel: se convierten y son bautizados tres mil, de los que oyeron.
Tú y yo, después de ayudar a los apóstoles en la administración de los bautismos, bendecimos a Dios Padre, por su Hijo Jesús, y nos sentimos también borrachos del Espíritu Santo
(Santo Rosario, misterio glorioso).

Hch 2, 13. Los judíos piadosos, de diferentes países, que se encontraban en Jerusalén el día de Pentecostés -muchos porque residían allí de forma estable por razones de estudio o devoción, y otros porque habían llegado como peregrinos en esos días-, prestan atención a la predicación apostólica por los prodigios que se obran ante sus ojos. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, movió también sus corazones y los condujo hacia la fe. Hubo sin embargo algunos que se resistieron a la acción de la gracia y buscaron una excusa para justificar su conducta.

Hch 2, 14-36. En estos primeros pasos de la Iglesia sobresale ya la posición de San Pedro, que habla en nombre de todos. En su discurso, tras una breve introducción, se distinguen dos partes: en la primera (vv. 16-21) se explica que los tiempos mesiánicos profetizados por Joel ya se han realizado; en la segunda (vv. 22-36) se anuncia que Jesús de Nazaret, crucificado por los judíos, es el Mesías prometido por Dios y esperado con ansia por los justos del AT, y que ha llevado a cabo el plan salvífico de Dios.

Hch 2, 14. San Juan Crisóstomo resalta en su comentario el cambio obrado en Pedro por la acción del Espíritu Santo, y la audacia del Apóstol. «¡Oíd predicar y discutir con valentía –escribe-, entre la masa de enemigos, a aquel que poco antes temblaba ante la palabra de una simple sirvienta! Esta osadía es una prueba significativa de la Resurrección de su Maestro, pues Pedro predica entre hombres que se burlan y se ríen de su entusiasmo (…). La calumnia ('están llenos de mosto') no turba el espíritu de los Apóstoles; los sarcasmos no disminuyen su coraje, pues la llegada del Espíritu Santo ha hecho de ellos hombres nuevos y superiores a todas las pruebas humanas. Cuando el Espíritu Santo penetra en las almas es para elevar sus afectos y para hacer, de almas terrestres y de barro, unas almas escogidas y de un coraje intrépido (…). ¡Admirad la armonía que reina entre los Apóstoles! ¡Cómo ceden a Pedro la carga de tomar la palabra en nombre de todos! Pedro eleva la voz y habla a la muchedumbre con intrépida confianza. Tal es el coraje del hombre instrumento del Espíritu Santo (…). Igual que un carbón encendido, lejos de perder su ardor al caer sobre un montón de paja, encuentra allí la ocasión de sacar su calor, así Pedro, en contacto con el Espíritu Santo que le anima, extiende a su alrededor el fuego que le devora» (Hom. sobre Hch, 4).

Hch 2, 17. «En los últimos días»: Con estas palabras se hace referencia al tiempo de la venida de Cristo y a la época de salvación que sucede a esta venida; y también a que el Espíritu Santo, que Dios iba a derramar sobre los hombres de toda nación y tiempo cuando llegara el Reino del Mesías, continuaría asistiendo a su Iglesia hasta el día del Juicio Final, que será anunciado al mundo con hechos prodigiosos.

Hch 2, 22-36. Para demostrar que Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado por los profetas. San Pedro recuerda a sus oyentes los milagros del Señor (v. 22), así como su Muerte (v. 23), su Resurrección (vv. 24-32) y su gloriosa Ascensión (vv. 33-35). El discurso termina con una breve conclusión (v. 36).

Hch 2, 32. A las pruebas proféticas, tan importantes para los judíos, San Pedro añade su propio testimonio y el de sus hermanos en el Apostolado sobre la Resurrección de Jesús.

Hch 2, 36. Jesús se había presentado muchas veces en su vida terrena como Mesías e Hijo de Dios. Su Resurrección y Ascensión a los Cielos le manifiestan como tal a los ojos de todo el mundo. En el discurso de Pedro se esboza el contenido de lo que constituyó el anuncio apostólico –kérigma- objeto de la predicación y de la fe. Este anuncio expresa el testimonio sobre la Muerte y Resurrección de Cristo y su posterior exaltación; recuerda los puntos principales de la misión de Jesús, anunciada por Juan Bautista, confirmada con milagros y concluida con las apariciones del Señor resucitado y la efusión del Espíritu Santo; señala la llegada del tiempo mesiánico vaticinado por los profetas y hace un llamamiento universal a la conversión, para preparar así la parusía o segunda venida de Cristo glorioso.

Hch 2, 37. Las palabras del Príncipe de los Apóstoles fueron instrumento de la gracia de Dios para mover el corazón de los que le escuchaban, que, impresionados, preguntan con sencillez cómo deben actuar. San Pedro les exhorta a la conversión, al arrepentimiento (vid. nota a Hch 3, 19). El Catecismo Romano explica que para la recepción del Bautismo de adultos «es necesario que estén arrepentidos de los pecados cometidos y de la mala vida pasada y que tengan propósito de no cometer pecado alguno en adelante (…), porque nada se opone tanto a la gracia y virtud del Bautismo como la mentalidad y la disposición de aquellos que nunca se deciden a poner fin al pecado» (II, 2, 4).

Hch 2, 38. «Bautizarse en el nombre de Jesucristo»; No quiere decir necesariamente que sea ésta la forma litúrgica empleada de ordinario por los Apóstoles, en lugar de la forma trinitaria prescrita por Jesús. En la Didaché (hacia el año 100) se indica que se debe bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, sin que ello sea obstáculo para que en otros pasajes se hable de «los bautizados en el nombre del Señor». La expresión bautizarse en el nombre de Cristo indica por lo tanto la incorporación a Él, hacerse cristiano (cfr. Didaché, VII, 1; IX, 5).
También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo (Es Cristo que pasa, nn. 128). Desde ese momento la Trinidad empieza a actuar en el alma del bautizado. «De la misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, el entendimiento de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios» (San Basilio, De Spiritu Sancto, IX, 23).
De este endiosamiento que se produce en el bautizado se deduce la trascendencia que tiene el que los cristianos traten al Espíritu Santo infundido en sus almas, donde inhabita mientras no se le expulse por el pecado. Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas -esos alientos, esos reproches-, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma (…). Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros? (1Co 3, 16), y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno -una de las tres Personas del único Dios-, con quien se habla y de quien se vive. Hace falta -en cambio- que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina (Es Cristo que pasa, nn. 133-134).

Hch 2, 39. La «promesa» del Espíritu Santo es tanto para los judíos como para los gentiles, pero concierne a aquellos en primer lugar, en cuanto depositarios de los oráculos de Dios, objeto de las prerrogativas del Antiguo Testamento y de la predicación inmediata y directa del mismo Jesús. San Pedro afirma que la promesa es también «para todos los que están lejos», expresión con la que designa a los gentiles, según explica San Pablo (cfr. Ef 2, 13-17) y exclama Isaías: «¡Paz, paz al de lejos y al de cerca!» (Is 57, 19). Cfr. Hch 22, 21.

Hch 2, 40. La «generación perversa» no es sólo la parte del pueblo judío que había rechazado a Cristo y su doctrina, sino todo el mundo alejado de Dios (cfr. Dt 32, 5; Flp 2, 5).

Hch 2, 41. San Lucas cierra el episodio de Pentecostés y se dispone a tratar un nuevo asunto. Antes de seguir adelante consigna, a modo de anotación, el dato de que «unas tres mil almas» se han hecho cristianas a raíz del discurso de Pedro.
San Lucas señala con frecuencia el aumento numérico de la Iglesia (Hch 2, 47; Hch 4, 4; Hch 5, 14; Hch 6, 1.7; Hch 9, 31; Hch 11, 21.24; Hch 16, 5). Este crecimiento, interesante en sí mismo, es a la vez un signo elocuente de la eficacia de la Palabra evangélica anunciada con valentía por los Apóstoles. Quiere decir que la predicación constante y decidida del Evangelio prende en todo terreno y encuentra siempre hombres y mujeres dispuestos a aceptarlo y vivirlo.
No es verdad que toda la gente de hoy -así, en general y en bloque- esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías -y personas que las sustentan- que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error.
A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él
no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hch 4, 12) (Es Cristo que pasa, nn. 132).

Hch 2, 42-47. Es el primero de los tres sumarios que se recogen en los capítulos iniciales del libro (cfr. Hch 4, 32-35 y Hch 5, 12-16). Describe en términos sencillos lo más esencial de la vida ascética y litúrgico-sacramental de los primeros cristianos. Es un expresivo retrato espiritual de la comunidad, que después de Pentecostés ha traspasado ya los límites del Cenáculo y vive recogida pero cada vez más relacionada con el mundo que la rodea.

Hch 2, 42. «El escritor sagrado -observa San Juan Crisóstomo- destaca aquí especialmente dos virtudes: la perseverancia y la unión de los espíritus, y nos hace entender que los Apóstoles continuaron por largo tiempo instruyendo a los discípulos» (Hom. sobre Hch, 7).
La «doctrina de los Apóstoles» es la instrucción habitual impartida a los nuevos convertidos. No es el anuncio del Evangelio a los no cristianos, sino una catequesis cada vez más ordenada y sistemática en la que se explica a los discípulos el sentido cristiano de la Sagrada Escritura y las verdades fundamentales de la Fe -núcleo de los futuros credos de la Iglesia- que debían ser creídas y practicadas para la salvación.
La catequesis, que es una constante predicación y explicación del Evangelio «hacia adentro», aparece en el mismo comienzo de la Iglesia. «Evangelizadora, la Iglesia empieza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y trasmitida, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor» (Evangelii nuntiandi, n. 15).
Si la catequesis es una necesidad de los convertidos, y en general de todos los cristianos, es consiguientemente una seria responsabilidad de los pastores de almas. «El libro entero de los Hechos de los Apóstoles atestigua que éstos fueron fieles a su vocación y a la misión recibida. Los miembros de la primitiva comunidad cristiana aparecen perseverantes en 'la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones'. Se encuentra aquí la imagen permanente de una Iglesia que, gracias a la enseñanza de los Apóstoles, nace y se nutre continuamente de la Palabra del Señor, la celebra en el sacrificio eucarístico y da testimonio al mundo con el signo de la caridad» (Catechesi Tradendae, 10).
La comunión se refiere a la unión de corazones operada por el Espíritu Santo. Esta unidad profunda se consolida en los discípulos al vivir y sentir su fe como un bien común incomparable, concedido, en Jesucristo, por Dios Padre. En esta comunidad de afectos radican las disposiciones de desprendimiento que llevan en su momento a la renuncia generosa de los propios bienes en beneficio de los más necesitados.
La fracción del pan es la Sagrada Eucaristía. No se refiere a una comida ordinaria. Se trata de una nueva expresión cristiana que se usa en los orígenes para designar la confección y administración a los fieles del sacramento que contiene el cuerpo del Señor. Esta expresión, asociada a la idea de convite, será pronto sustituida por la de Eucaristía, que subraya la idea de acción de gracias (cfr. Didaché, IX, 1). La Santa Misa y la comunión eucarística constituyen desde Pentecostés el centro del culto cristiano. «Desde entonces -enseña el Conc. Vaticano II- la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo en todas las Escrituras lo que se refería a él (Lc 24, 27), celebrando la Eucaristía, en la que 'se hacen presentes de nuevo la victoria y el triunfo de la muerte de Cristo' (De SS. Eucharistia, cap. 5), y dando gracias al mismo tiempo a Dios» (Sacrosanctum concilium, 6).
El alimento eucarístico, recibido con corazón puro y conciencia limpia, permite a los discípulos del Señor vivir la vida nueva del Evangelio y estar en el mundo sin ser del mundo. Esta conexión entre Eucaristía y vida del cristiano era vigorosamente recordada por Juan Pablo II, en Dublín, con las siguientes palabras: «Es de la Eucaristía de donde recibimos todos nosotros gracia y fuerza para la vida diaria, para vivir la auténtica vida cristiana con la alegría de saber que Dios nos ama, que Cristo murió por nosotros, y que el Espíritu Santo vive en nosotros.
»Nuestra participación plena en la Eucaristía es la fuente verdadera del espíritu cristiano que deseamos ver en nuestra vida personal y en todas las facetas de la sociedad. Ya prestemos servicio en la política, o en los campos económico, cultural, social o científico -sea cual fuere nuestra ocupación- la Eucaristía es una exigencia de nuestra vida diaria.
»Nuestra unión con Cristo en la Eucaristía debe manifestarse en nuestra existencia cotidiana: acciones, conducta, estilo de vida, y en las relaciones con los demás. Para cada uno de nosotros, la Eucaristía es llamada al esfuerzo creciente para llegar a ser auténticos seguidores de Jesús: verdaderos en las palabras, generosos en las obras, con interés y respeto por la dignidad y derechos de todas las personas, sea cual sea su rango o sus posesiones, sacrificados, honrados y justos, amables, considerados, misericordiosos (…). La verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (…), en cómo tratamos a los demás y en especial a nuestra familia (…), en si tratamos o no de estar reconciliados con nuestros enemigos, en si perdonamos a quienes nos hieren u ofenden» (Homilía Phoenix Park, 29-IX-1979).

Hch 2, 43. El temor de que aquí se habla es el sobrecogimiento religioso que se apodera de los discípulos al presenciar los milagros y otras acciones de carácter sobrenatural que el Señor obra a través de los Apóstoles. Es un temor saludable que supone respeto profundo y comportamiento adecuado ante lo santo y que es capaz de obrar grandes cambios de disposición y conducta en quienes lo sienten.
En la reacción de San Pedro después de la pesca milagrosa -«apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador»- se nos ha conservado un ejemplo único de este sobrecogimiento ante la santidad de Dios y su obrar magnifico: «Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían capturado» (Lc 5, 9).

Hch 2, 44. La caridad y la unión de corazones mueve a los discípulos a un desprendimiento sacrificado para remediar la indigencia material de los más pobres. La comunidad de bienes mencionada en este pasaje no equivale a un régimen estable de propiedad comunitaria o algo semejante. Los cristianos acomodados comparten oportuna y voluntariamente sus medios de vida con sus hermanos necesitados. Cada uno de los discípulos conserva en todo momento, la plena disposición sobre sus pocas o muchas posesiones, lo cual avalora su caridad al desprenderse de ellas.
«Esta pobreza y este desprendimiento voluntarios -comenta Crisóstomo- cortaban de raíz el principio egoísta de muchos males, y los nuevos discípulos demostraban haber entendido la doctrina evangélica.
»No es la prodigalidad de ciertos filósofos que han abandonado su patrimonio o arrojado su oro al mar, más por locura que por un verdadero desprecio de las riquezas. Porque siempre el demonio se ha esforzado en corromper el buen uso de las criaturas hechas por Dios, como si el oro y la plata no pudieran usarse con sabiduría» (Hom. sobre Hch, 7).
Ni es desprendido el pródigo que despilfarra sus bienes ni es egoísta quien los conserva para usarlos con generosidad en el momento oportuno. No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas.
–Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés
(Camino, 632).

Hch 2, 46. El Templo de Jerusalén es inicialmente para los primeros cristianos uno de los centros de su vida litúrgica y de oración. El Templo es para ellos la casa de Dios, Padre de Jesucristo. Junto a las obvias y marcadas diferencias con el judaísmo, perciben también en el mensaje del Señor una continuidad que les permitirá practicar por un tiempo diversos aspectos externos de la religión de sus padres.
Además de un instinto religioso legítimo que venera al único Dios vivo y verdadero, adorado por judíos y cristianos, habría también, como sugiere San Jerónimo, razones de prudencia. «Los Apóstoles –dice- tuvieron mucho cuidado, ya que la primitiva Iglesia estaba compuesta de judíos, de no innovar nada, para evitar el posible escándalo de los creyentes» (Epístola 26, 2).
El Templo no era, sin embargo, el único lugar donde los cristianos de la ciudad santa se reunían para la oración y el culto. «Partían el pan en las casas», es decir, la comunidad cristiana de Jerusalén -igual que las comunidades fundadas después por San Pablo- no posee todavía un edificio reservado especialmente para las reuniones litúrgicas. Se reúne por lo tanto en casas privadas mientras lo permite el número de personas. Es de suponer que sería naturalmente en algún lugar digno y convenientemente preparado. Aumentado el grupo de discípulos, es probable que se trasladara a un lugar mayor, propiedad quizá de algún cristiano acomodado. Por motivos tanto económicos como políticos (persecuciones, etc.), la construcción de edificios destinados solamente al culto no comenzará hasta el siglo III.

Hch 3, 1. Es la hora del sacrificio de la tarde, que comenzaba hacia las tres y era frecuentado por gran número de judíos piadosos. El largo rito duraba hasta la caída del sol. Era éste el segundo sacrificio del día. Por la mañana tenía lugar otro, con ritos análogos, que se iniciaba con la aurora y duraba hasta las nueve de la mañana, hora de tercia.

Hch 3, 2. La puerta «Hermosa» no figura con este nombre en los documentos conocidos sobre la topografía del Templo. Se trata probablemente de la llamada puerta de Nicanor o puerta corintia, que comunicaba el extenso atrio de los gentiles con el atrio de las mujeres y conducía finalmente al de los judíos. Tenía gran valor artístico. Al ser muy transitada, por su posición, era un lugar muy apropiado para pedir limosna.

Hch 3, 3-8. La curación del tullido es el primer milagro obrado por medio de los Apóstoles. «Esta curación -escribe Crisóstomo- testimonia la Resurrección de Cristo, de la cual es imagen (…). Observad en primer lugar –continúa- que los dos Apóstoles no van al Templo con la intención de hacer un milagro, porque a imitación de su Maestro evitaban todo lo que pudiera reportarles notoriedad humana» (Hom. sobre Hch, 8).
Los Apóstoles consideran, sin embargo, que ha llegado el momento de que actúe a través de ellos la energía sobrenatural que han recibido de Dios. Lo que en el Evangelio hacía el Señor por sí mismo y con su poder divino, lo hacen ahora los Apóstoles en el nombre y con la fuerza de Cristo. «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan» (Lc 7, 22). Se cumple la promesa del Señor, que ha concedido a los suyos el poder de obrar milagros, signos visibles de la llegada del Reino de Dios. No son simples hechos extraordinarios que se produzcan casual o repentinamente sin colaboración de los discípulos. El Señor los realiza movido por la fe de los Apóstoles, que es una condición esencial. Los discípulos saben que han recibido un don y obran en consecuencia.
Los milagros del Nuevo Testamento indican una situación especialmente intensa de gracia divina. Pero no son un caso único en la economía cristiana de salvación. Se repiten, según las circunstancias y de modos diversos, atraídos por las disposiciones interiores de hombres y mujeres de fe. También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios… Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. In nomine Iesu!, en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía… En nombre del Señor, surge et ambula!, levántate y anda.
El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naim:
muchacho, yo te lo mando, levántate. Milagros como Cristo, milagros como los primeros Apóstoles haremos (Amigos de Dios, 262). Los milagros exigen la colaboración, es decir la fe, de quienes van a ser curados. El tullido ha de poner algo de su parte, aunque sea un gesto tan sencillo como levantar la mirada hacia los dos Apóstoles.

Hch 3, 11-26. Este segundo discurso de San Pedro tiene dos partes: en la primera (vv. 12-16), el Apóstol explica que el milagro se ha realizado en el nombre de Jesús y por la fe en su nombre; en la segunda (vv. 17-26), mueve a penitencia a la multitud reunida, culpable en alguna medida de la muerte de Jesús.
Estas palabras apuntan a la misma finalidad que las pronunciadas el día de Pentecostés: mostrar el poder de Dios manifestado en Jesucristo, hacer ver a los judíos la gravedad de su crimen y moverles a penitencia. En ambos discursos se da también la referencia a la segunda venida del Señor y sobre todo se resalta la importancia del testimonio sobre la Resurrección de Jesús, de la que el Colegio Apostólico se presenta como testigo.

Hch 3, 13. El término original griego (pais) equivale en latín a puer («esclavo, siervo») y filius («hijo»). Al usar esta palabra, San Pedro tiene presente sin duda la profecía de Isaías sobre el Siervo de Yahwéh: «He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Así como muchos se asombraron de él -pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana-, otro tanto se admirarán muchas naciones» (Is 52, 13-15).
San Pedro identifica a Jesús con el Siervo de Yahwéh, que a causa de su carácter sufriente no era interpretado por los judíos como figura mesiánica. Jesucristo, que es el Mesías, une en Sí tanto el dolor como la gloria.

Hch 3, 14. San Pedro se refiere a Jesús con términos fáciles de entender por judíos en un sentido mesiánico. La expresión Santo de Dios se emplea ya como predicado o título mesiánico de Jesús en Mc 1, 24 y Lc 4, 34. Recuerda el lenguaje del Antiguo Testamento (cfr. Sal 16, 10).
El Justo es también el mismo Mesías, que ha sido anunciado por los profetas como modelo y realizador de la verdadera justicia (cfr. Hch 7, 12). «Santo» y «Justo» son palabras equivalentes, como lo son también aquí santidad y justicia.

Hch 3, 15. Cuando San Pedro recuerda a sus oyentes la elección que hicieron de un homicida -Barrabás-, en vez de elegir a Jesús, autor de la vida, podemos pensar que no se refería sólo a la vida física sino también a la espiritual, a la vida de la gracia. Cada vez que el hombre peca -el pecado es la muerte del alma- se vuelve a repetir esta elección. «El Señor fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos; permanecer fiel es cosa tuya. Él te ha puesto delante fuego y agua, adonde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte; lo que prefiera cada cual se le dará» (Si 15, 14-18).

Hch 3, 16. El texto original tiene una redacción muy característica de la lengua judaica, que resulta notoriamente oscura para nuestros modos de expresión. Una de las causas es el empleo de «nombre» en vez de expresar claramente la persona. En el pasaje, «nombre» equivale a «Jesús». Según esto, el versículo puede ser interpretado así: mediante la fe en Jesús, el cojo de nacimiento, a quien conocen y han visto, ha sido curado; es el mismo Jesús quien ha realizado la curación completa e instantánea.

Hch 3, 17-18. El pueblo judío obró por ignorancia, dice San Pedro. Ya Jesús había dicho en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). El pueblo no sabía que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios. Se dejó llevar por los sacerdotes y los principales del pueblo. Estos, que conocían las Escrituras, deberían haberlo reconocido, pero ofuscaron su mente y por malicia y envidia le crucificaron.
A todos se ofrece el perdón de Dios. San Pedro «les dice que la muerte de Cristo era consecuencia de la voluntad y decreto divinos (…). ¡Ved este incomprensible y profundo designio de Dios! No es uno, son todos los Profetas a coro quienes habían anunciado este misterio. Pero aunque los judíos habían sido, sin saberlo, la causa de la muerte de Jesús, esta muerte había sido determinada por la Sabiduría y la Voluntad de Dios, sirviéndose de la malicia de los judíos para el cumplimiento de sus designios. El Apóstol no les dice: Aunque los profetas hayan predicho esta muerte y vosotros la hayáis hecho por ignorancia, no penséis estar enteramente excusados; Pedro les dice en tono suave: 'Arrepentíos y convertíos'. ¿Con qué objeto? Para que sean borrados vuestros pecados. No sólo vuestro asesinato, en el cual interviene la ignorancia, sino todas las manchas de vuestras almas» (Hom. sobre Hch, 9).
El Conc. Vaticano II indica cuál debe ser la actitud de los cristianos ante el pueblo judío, así como ante las demás religiones no cristianas: respeto y celo prudente para atraerlos a la fe. «Aunque las autoridades de los judíos y sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (cfr. Jn 19, 6), sin embargo, lo que en su Pasión se hizo no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy. Si bien la Iglesia es el Nuevo Pueblo de Dios, no se debe señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos (…). Gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio, e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según San Pablo (cfr. Rm 11, 28-29), los judíos son todavía muy amados a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación» (Nostra aetate, 4). No se pueden olvidar las prerrogativas del pueblo judío (cfr. Rm 9, 4-5) y que de él procede Cristo según la carne, así como su Madre, la Virgen María, y los Apóstoles, fundamento y columnas de la Iglesia, y muchos de los primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.
La Iglesia, movida por la caridad, ruega al Señor por la conversión espiritual del pueblo hebreo: «Cristo, Dios y hombre, que eres Señor de David y de sus hijos, te suplicamos que en cumplimiento de las profecías y de las promesas, Israel te reconozca como Mesías» (Liturgia de las Horas, Preces de Laudes, 31 de diciembre).

Hch 3, 19. Efecto de la compunción es el anhelo de reparación por el mal causado. El día de Pentecostés muchos judíos, movidos por la gracia, preguntaron a los Apóstoles qué debían hacer para reparar el crimen cometido. También en esta ocasión San Pedro les mueve a un cambio de vida sincero y eficaz hacia Dios. Esta penitencia o conversión que Pedro predica es el mismo mensaje con el que se inició el anuncio del Reino (cfr. Mc 1, 15; Mc 13, 1-4). «Significa cambio de mentalidad, y se refiere al estado del hombre pecador, necesitado de cambiar de vida y dirigirse hacia Dios y deseoso de levantarse de las propias faltas, de arrepentirse y de invocar la misericordia divina» (Pablo VI, Hom. 24-II-1971).
Explicaba Pablo VI en otra ocasión que la palabra conversión podría traducirse en la práctica llamándola reforma interior. «A esta reforma estamos llamados y ella nos hará ver muchas cosas. La primera se refiere al análisis interior de nuestra alma (…): debemos examinarnos sobre cuál es la verdadera dirección principal de nuestra vida, cuál es el movimiento habitual que predomina en nuestro modo de pensar y de actuar, cuál es nuestra razón de vivir (…). ¿Se dirige el timón de nuestra ruta hacia la meta exacta o quizá su dirección necesita ser rectificada? (…). Tras este examen sobre nosotros mismos (…) encontraremos pecados, o al menos debilidades que necesitan penitencia y reforma profunda» (Audiencia general Pablo VI, 21-III-1973).

Hch 3, 20. Se refiere a la parusía o segunda venida de Cristo como Juez de vivos y muertos (cfr. nota a Hch 1, 11).

Hch 3, 22-24. San Pedro desea demostrar que en Jesús se cumplen las profecías del Antiguo Testamento, por ser descendiente de David (Hch 2, 30), por su condición de profeta (cfr. Dt 18, 15), sus sufrimientos (Hch 2, 23), su función de piedra angular (Hch 4, 11) y su resurrección y exaltación a la diestra del Padre (Hch 2, 25-34).

Hch 4, 1-4. Sobre la secta de los «saduceos», véase la nota a Mt 3, 7.
San Lucas narra en este capítulo el primer conflicto de los Apóstoles con las autoridades de Jerusalén. A pesar del accidentado final del discurso de Pedro, sus palabras son un eficaz instrumento de la gracia, que hace crecer la fe en las almas de los oyentes, y cautiva el amor de sus corazones.
Ante el alboroto de la muchedumbre que se había congregado en torno a San Pedro con ocasión de la curación del cojo, acude el «jefe de la guardia del Templo», que era un sacerdote principal -el segundo en dignidad después del sumo sacerdote- encargado especialmente de mantener el orden. Los sacerdotes que aquí nombra San Lucas eran los que estaban de turno semanal, y atendían directamente el normal funcionamiento del Templo.

Hch 4, 5-7. Los tres grupos señalados constituyen el gran Sanedrín, el mismo tribunal que poco antes había juzgado y condenado al Señor (cfr. nota a Mt 2, 4). Se cumplen ya las palabras de Jesús: «No es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20).
En realidad Anás ya no era sumo sacerdote en aquel momento, pero se le aplica este título juntamente con Caifás, por la excepcional autoridad que conservó después de su mandato, pues tuvo por sucesores en ese cargo a cinco hijos, además de su yerno Caifás (cfr. Antiquitates iud., 20, 198 s.).

Hch 4, 8-12. La seguridad y la alegría que manifiestan los Apóstoles es impresionante, así como la libertad y audacia con que afirman: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (v. 20)». Ésta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos- nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu (Amigos de Dios, 38).
Los cristianos están obligados a confesar su fe cuando el silencio supondría su negación implícita, el desprecio de la religión, la ofensa a Dios o el escándalo del prójimo. Por eso exhorta el Conc. Vaticano II: «Los cristianos, comportándose sabiamente con aquellos que no tienen fe, esfuércense por difundir 'en el Espíritu Santo, con caridad sincera, con la palabra de la verdad' (2Co 6, 6-7) la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre (cfr. Hch 4, 29). Porque el discípulo tiene la obligación grave con Cristo Maestro de conocer cada día más la verdad que de Él ha recibido, de anunciarla fielmente y de defenderla con valentía…» (Dignitatis humanae, 14).
El Papa Pablo VI pedía en el año de la Fe un examen sobre algunos puntos débiles que pueden ofender la fe y disminuir su vitalidad; entre ellos se encuentran la ignorancia y los respetos humanos, «es decir, la vergüenza o el miedo en profesar la propia fe. No hablamos de la discreción o reserva que en una sociedad pluralista y profana como la nuestra prescinde de manifestaciones de índole religiosa frente a los demás. Nos referimos a la debilidad, a la omisión en la confesión de las propias ideas religiosas por temor al ridículo, a la crítica o a la reacción de los otros (…) y que es la causa -quizá la principal- del abandono de la fe para quien se conforma con el ambiente nuevo en el que se encuentra» (Audiencia general Pablo VI, 19-VI-1968).

Hch 4, 8. En estos primerísimos pasos del cristianismo se hace realidad la predicción de Jesús: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales (…). Pero cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué habéis de hablar; porque en aquel momento os será dado lo que habéis de decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino el Espíritu de vuestro Padre quien hablará en vosotros» (Mt 10, 17-20).

Hch 4, 10. «A quien Dios resucitó»: San Pedro vuelve a dar testimonio de la Resurrección de Jesús, verdad central de la predicación apostólica, y lo hace con las mismas palabras que el día de Pentecostés. Esta expresión no está en desacuerdo con nuestra confesión de que Jesús «resucitó por su propio poder al tercer día» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12). El poder por el que Cristo resucitó es el de la Persona divina, a la que permanecieron unidos tanto el cuerpo como el alma del Señor, después de su separación por la muerte. «Uno mismo es el poder divino y la operación del Padre y del Hijo y de aquí se sigue que Cristo resucitó por el poder del Padre y el suyo propio» (S.Th. III, q. 53, a. 4).
«Por el nombre de Resurrección -aclara el Catecismo Romano- no debe entenderse únicamente que Cristo resucitó de entre los muertos, lo cual fue común a otros muchos, sino que resucitó por su propio poder, lo cual fue exclusivo y singular en Él. Porque ni la naturaleza permite, ni se le ha concedido a ningún hombre, poder volver de la muerte a la vida por propia facultad. Esto está reservado a la suma potestad de Dios (…). Y si bien leemos alguna vez en las Escrituras que Cristo fue resucitado por el Padre, esto se le ha de aplicar en cuanto hombre; así como, por otra parte, se refieren a Él mismo en cuanto Dios aquellos textos en que se dice que resucitó por su propio poder» (I, 6, 8).

Hch 4, 11. San Pedro aplica a Jesús el Sal 118, 22, recordando sin duda que ya el Señor había dicho de Sí mismo que era la piedra rechazada por los constructores y había llegado a ser la piedra angular, la piedra clave del arco que sostiene y fundamenta todo el edificio (cfr. Mt 21, 42 y par.).

Hch 4, 12. La invocación del nombre de Jesús es omnipotente porque es el nombre propio del Salvador (cfr. nota a Mt 1, 21). El Señor mismo se lo garantizó a los Apóstoles: «Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23), y ellos, confiados en esta promesa, obran conversiones y milagros «en el nombre de Jesús». El poder de este Nombre también ahora -como siempre- obrará prodigios en nosotros y en las almas por quienes le invocamos. Aconseja San Josemaría Escrivá: Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre -Jesús- y a decirle que le quieres (Camino, 303). Y la Liturgia de la Iglesia nos invita a pedir: «Oh Dios, que nos llamas en aquella hora en que los Apóstoles subieron al Templo a orar, concédenos que la oración que con sincero corazón te dirigimos en el nombre de Jesús, consiga la salvación de todos los que te invocan en ese nombre» (Hb I, feria II ad nonam).

Hch 4, 13. Los miembros del Sanedrín se asombran con razón de la seguridad de San Pedro, y del empleo que hombres poco versados en la Ley hebrea hacen de la Sagrada Escritura. «Es admirable -dice el Crisóstomo- contemplar a los Apóstoles, pobres y sin armas terrenas, entablar combate contra enemigos perfectamente armados; y luchar, débiles y pobres, contra príncipes llenos de poder y autoridad. Ignorantes y de escasa oratoria, entran en discusión con expertos en retórica y en el lenguaje de las academias» (Hom. sobre Hch, 4).

Hch 4, 18-20. Juan Pablo II nos ofrece en una de sus homilías un comentario práctico de este pasaje, que ayuda a establecer una auténtica jerarquía de valores y coloca las cosas de Dios en primer lugar. «Mientras los ancianos de Israel exigen a los Apóstoles silencio sobre Cristo, Dios, en cambio, no les permite callar (…). En las pocas frases que pronunció Pedro encontramos un testimonio total y completo de la Resurrección del Señor (…). La palabra de Dios vivo dirigida a los hombres nos obliga más que cualquier mandato o intención humana. Esta palabra comporta la elocuencia suprema de la verdad, comporta la autoridad de Dios mismo (…).
»Pedro y los Apóstoles están ante el Sanedrín. Tienen plena y absoluta certeza de que Dios mismo ha hablado en Cristo, y ha hablado definitivamente con su Cruz y Resurrección. Pedro y los Apóstoles, a quienes fue dada directamente esta verdad -como también aquellos que en su día recibieron el Espíritu Santo- deben dar testimonio de ella.
»Creer quiere decir aceptar la verdad que viene de Dios con toda la convicción del entendimiento, apoyándose en la gracia del Espíritu Santo 'que Dios ha dado a todos los que le obedecen' (Hch 5, 32) aceptar lo que Dios ha revelado y que llega continuamente a nosotros mediante la Iglesia en su transmisión viva, es decir, en la tradición. El órgano de esta tradición es la enseñanza de Pedro y de los Apóstoles y de sus sucesores.
»Creer quiere decir aceptar su testimonio en la Iglesia, que custodia este depósito de generación en generación, y luego -basándose en él- exponer la misma verdad, con idéntica certeza y convicción interior.
»En el curso de los siglos cambian los sanedrines que exigen el silencio, el abandono o la deformación de esta verdad. Los sanedrines del mundo contemporáneo son muchos y totalmente diversos. Estos sanedrines son cada uno de los hombres que rechazan la verdad divina; son los sistemas de pensamiento humano, del conocimiento humano; son las diversas concepciones del mundo y también los diversos programas del comportamiento humano; son también las varias formas de presión de la llamada opinión pública, de la civilización de masa, de los medios de comunicación social de tinte materialista, laico agnóstico, antirreligioso; son, finalmente, algunos sistemas de gobierno contemporáneos que -si no privan totalmente a los ciudadanos de la posibilidad de confesar la fe- al menos la limitan de diversos modos, marginan a los creyentes y los convierten como en ciudadanos de categoría inferior… y ante todas estas formas modernas del Sanedrín de entonces, la respuesta de la fe es siempre la misma: 'Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres' (Hch 5, 29)» (Hom. 20-IV-1980).

Hch 4, 24-30. Esta plegaria de los Apóstoles y de la comunidad es para los cristianos un modelo de oración y de confianza en los medios sobrenaturales. Piden a Dios la fuerza necesaria para seguir anunciando con valentía la Palabra, sin dejarse amedrentar por las persecuciones, e imploran también la capacidad de obrar prodigios que acrediten su predicación.
La oración incluye unos versículos del Salmo 2, cuyas predicciones se cumplen en Jesucristo. Al principio el Salmo alude a la conspiración de los poderes mundanos contra la soberanía de Dios y de su Ungido. Este enfrentamiento, que ya experimentó Jesús, lo sufrían en ese momento los Apóstoles, y también ahora, como en toda la historia del cristianismo, el mundo se opone a Cristo. Ante el clamor unánime de las fuerzas del mal, que repiten: «Rompamos sus ataduras, arrojemos lejos de nosotros su yugo» (v. 3), los cristianos ponemos nuestra confianza en el Señor, que «se burla de ellos y en su tiempo les hablará encolerizado y les aterrará con su furor» (vv. 4-5); y hacemos lo posible para que llegue a todos el mensaje de Dios: «Ahora, reyes, comprended, corregíos los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor y alabadle con temblor (…). Bienaventurados los que confían en Él» (vv. 10-12).
La meditación de este Salmo ha confortado en la lucha y en las adversidades a cristianos de todos los tiempos, y les ha llenado de confianza en la ayuda del Señor: «Pídeme y te daré las gentes por herencia, te daré en posesión los confines de la tierra» (v. 8).

Hch 4, 31. El Espíritu Santo quiso dar un signo externo de su presencia, para animar a la Iglesia naciente. El prodigio de que temblara el lugar donde estaban reunidos los Apóstoles «era un signo de aprobación -asegura San Juan Crisóstomo-. Es una acción de Dios para imprimir un santo temor en el espíritu de los Apóstoles, para consolidarlos frente a las amenazas de senadores y pontífices e inspirarles audacia para predicar el Evangelio. La Iglesia estaba en su comienzo y era necesario asistir la predicación con prodigios para persuadir mejor a los hombres. Era una necesidad, pero en adelante no se repite (…). Los temblores de tierra muestran unas veces la cólera celestial y otras son signos de su visita y de su amor lleno de providencia. En la muerte del Salvador la tierra tembló para mostrar que protestaba por la muerte de su autor (…). Pero el temblor donde estaban reunidos los Apóstoles era signo de la bondad divina, pues quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hom. sobre Hch, 11).

Hch 4, 32-37. He aquí un nuevo resumen de la vida de la primera comunidad cristiana que, presidida por Pedro y los demás Apóstoles, era la Iglesia, toda la Iglesia, de Jesucristo.
En Jerusalén se encontraba entonces, a modo de planta nueva, la Iglesia de Dios en la tierra. También ahora puede hablarse de la naturaleza eclesial de cualquier comunidad cristiana -aun la más pequeña- que guarde comunión de fe y obediencia con la Iglesia de Roma.
«La Iglesia de Cristo -enseña el Conc. Vaticano II- está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias (…). En ellas se congregan los cristianos por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor (…).
»En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y 'unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no puede haber salvación' (S.Th. III, q. 73, a. 3). En estas comunidades, aunque frecuentemente sean pequeñas y pobres o vivan en dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (Lumen gentium, 26).

Hch 4, 32. El texto insiste en la unidad, que es una virtud de los buenos cristianos y una nota de la Iglesia.
«Los discípulos daban testimonio de la Resurrección no sólo con la palabra sino también con sus virtudes» (Hom. sobre Hch, 11). Brilla entre ellas la disposición alegre y sacrificada -fruto de la caridad- que busca la concordia, el perdón y la armonía entre los hermanos, hijos del mismo Padre. Sabe la Iglesia que esta armonía se ve frecuentemente amenazada por rencores, envidias, incomprensiones y actos orgullosos de afirmación personal. Al pedir, en oraciones e himnos como Ubi caritas, que «cesen las disputas malvadas y los conflictos, para que viva entre nosotros Cristo Dios», la Iglesia fija su mirada en la estampa de unidad y amor que nos ofrece la primera comunidad cristiana de Jerusalén.
Esta concordia y comprensión mutua entre los discípulos es un reflejo de la unidad interna y externa de la misma Iglesia, y una contribución a realizarla en el orden práctico.
La Iglesia de Jesucristo es una y única porque tiene «un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo» (Ef 4, 5), así como una sola cabeza visible -el Papa- que representa a Cristo en la tierra. El modelo y principio último de esta unidad es la Trinidad de Personas divinas, que contiene «la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 2). Esta nota de la Iglesia se manifiesta visiblemente en la confesión de una sola fe, en la unidad del régimen, en la celebración de un mismo culto divino y en la concordia fraterna de toda la familia de Dios (cfr. Ibid.).
La unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como factor principal a la Sagrada Eucaristía que consolida incesantemente, de manera misteriosa pero real, el Cuerpo místico del Señor.
Quiere Dios que todos los cristianos separados de la Iglesia, que están en posesión del bautismo y de fragmentos más o menos numerosos de verdad evangélica, encuentren de nuevo su sitio -mediante la renovación espiritual y la plegaria, la plenitud de la doctrina, el diálogo sincero y el estudio- en la única grey de Cristo.

Hch 4, 34-35. San Lucas recoge de nuevo el tema de la renuncia efectiva a las riquezas. Insiste sobre lo dicho en Hch 2, 44 e introduce los dos ejemplos de diferente signo que narrará a continuación: el de Bernabé (Hch 4, 36 s.) y el de Ananías y Safira (Hch 5, 1 s.).
El desprendimiento de los discípulos no sólo denota solicitud hacia los necesitados. Demuestra también sencillez de corazón, deseo de pasar ocultos y confianza plena en los Doce. "Entregaban los bienes y manifestaban al hacerlo su respeto hacia los Apóstoles. Porque no se atrevían a ponerlos en sus manos, es decir, no los presentaban con ostentación, sino que los dejaban a sus pies y hacían a los Apóstoles dispensadores y dueños" (Hom. sobre Hch, 11).
El texto sugiere que los cristianos de Jerusalén mantienen un sistema organizado de asistencia material a los pobres de la comunidad. El judaísmo conocía instituciones para la provisión de los indigentes y es probable que alguna de ellas sirviera de modelo para la Iglesia primitiva. Hay que pensar, sin embargo, que el sistema asistencial cristiano, que "repartía a cada uno según su necesidad", presentaba rasgos propios, por la fuerza de la caridad que lo impulsaba y por la diferenciación gradual respecto a todo lo judío.

Hch 4, 36-37. Se menciona a Bernabé por su generosidad y porque va a desempeñar un papel destacado en la difusión del Evangelio. Bernabé será quien presente a Saulo, recién convertido, a los Apóstoles (Hch 9, 27). Más tarde será enviado por éstos a Antioquía a raíz de la primera predicación del Evangelio a los gentiles (Hch 11, 22). Será el compañero de Pablo en el primer viaje (Hch 13, 2) y subirá también con él a Jerusalén para tratar sobre la circuncisión de los gentiles convertidos (Hch 15, 2). San Pablo alabará el celo y desinterés de Bernabé en la causa del Evangelio (cfr. 1Co 9, 6).

Hch 5, 1-11. Ananías fingió hipócritamente que había dado todo el dinero del campo para las necesidades de la comunidad, cuando en realidad se guardó una parte para él, de acuerdo con su mujer. Nadie estaba obligado a vender sus bienes o a entregarlos a los Apóstoles y quienes lo hacían obraban libre y espontáneamente. Ananías era libre de vender o no el campo, y también de conservar el precio o darlo total o parcialmente para las necesidades de sus hermanos. Pero no podía disfrazar de caridad su avaricia e intentar mentir a Dios y a la Iglesia.
El castigo de Dios contra Ananías y Safira se produjo -dice San Efrén- «no sólo porque hicieron un robo y lo escondieron, sino porque no temieron y quisieron engañar a aquellos en quienes moraba el Espíritu Santo que todo lo conoce» (Catena armenia sobre Hch, ad loc.). Con su actitud hipócrita, Ananías y su mujer manifiestan su avaricia y sobre todo su vanagloria, y el castigo fue de una comprensible severidad en un momento fundacional lleno de auxilio divino y de especial responsabilidad.
«No se podía pasar ligeramente la falta -explica San Juan Crisóstomo-. Era necesario eliminar la gangrena antes de que infectara todo el cuerpo. Incluso hay una ventaja para el culpable, al que se ha impedido ir más lejos en el mal, a la vez que todos los demás discípulos se disponían a una mayor vigilancia» (Hom. sobre Hch, 12). Algunos Padres (cfr. San Agustín, Sermo 148) opinan que el castigo de Dios fue simplemente el de la muerte temporal, y no la reprobación eterna.
Este relato es una prueba más de cómo detesta Dios la hipocresía. Ante ella se aprecia por contraste el valor de la virtud de la veracidad, que tiende a la fiel manifestación de la verdad, para que ésta reine siempre y en todas partes, y se eviten la falsedad y la mentira. La veracidad inclina a los hombres a que sus palabras y toda su actuación estén en armonía con sus conocimientos y convicciones, y a que sus acciones respondan fielmente a sus palabras. Tiene una estrecha relación con la virtud de la fidelidad, que inclina al cumplimiento de la promesa dada (cfr. S.Th. II-II, q. 80, a. 1). Sólo el hombre veraz, sólo el hombre fiel puede cumplir el precepto del Señor: «Sea, pues, vuestro modo de hablar: Sí, sí, o no, no» (Mt 5, 37).

Hch 5, 12-16. San Lucas se refiere especialmente en este tercer sumario al poder milagroso de los Apóstoles (cfr. los otros dos sumarios en Hch 2, 42-47 y Hch 5, 12-16). Los milagros que obran confirman ante el pueblo que ha llegado en verdad el Reino de Dios. Sobreabunda la gracia y sus beneficios se manifiestan en la penitencia de los corazones y la curación de los cuerpos. Son «milagros y prodigios» que no se hacen para provocar admiración o mover la curiosidad, sino para despertar la fe.
Los milagros acompañan siempre la Revelación de Dios a los hombres y forman parte de ella. No son una simple alteración de las leyes naturales, sino una especie de adelanto de la glorificación del mundo que ocurrirá al fin de los tiempos. Así como un pecador que se convierte obedece a Dios sin dejar de ser libre, también la materia es capaz de transformarse ante la voz del Creador, sin negar o destruir sus propias leyes.
Los milagros recomiendan a los hombres el mensaje evangélico. Son acciones de Dios que apoyan la verdad de la predicación de sus mensajeros. «Sin obrar milagros y prodigios -dice Orígenes-, los discípulos de Jesús no habrían movido a sus oyentes a abandonar, por nuevas doctrinas y verdades, su religión tradicional y a abrazar con peligro de la vida las enseñanzas que les anunciaban» (Contra Celso, I, 46). Y San Efrén comenta: «Los milagros de los Apóstoles hicieron creíbles la Ascensión y Resurrección del Señor» (Catena armenia sobre Hch, ad loc.).
Los milagros son un requerimiento de Dios dirigido a la inteligencia y a la voluntad de quienes los presencian. Son una gran invitación a creer, sin forzar la libertad ni disminuir el mérito de la fe. Los Apóstoles siguen los pasos del Señor, «que apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, no para ejercer coacción sobre ellos» (Dignitatis humanae, 11). Los hombres de disposición recta no tendrán generalmente dificultades para reconocer y aceptar los milagros. El sentido común y sobre todo un instinto religioso les dicen que son posibles, porque todo vive y existe para Dios. Sólo el prejuicio y la resistencia a la conversión interior y al cambio de vida pueden cerrar los ojos y negar lo que para un hombre de buena voluntad resulta evidente.
«Como los Apóstoles permanecían en el mismo lugar, todos les traían a sus enfermos en lechos y camillas. Era maravilloso de todo punto: por parte de los fieles y de los que obtenían la curación; por la libertad de lenguaje y actuación de los Apóstoles y por la virtud de aquellos cuya fe se consolidaba. Porque todo no descansaba sólo en los milagros. Aunque, debido a su modestia, los Apóstoles atribuyesen los efectos a Cristo, en cuyo nombre actuaban, lo que ocurría era también consecuencia y fruto de la vida y virtudes de ellos» (Hom. sobre Hch, 12).

Hch 5, 19. Los ángeles aparecen en la Sagrada Escritura como mensajeros de Dios y también como mediadores, custodios, protectores y ministros de la justicia divina. Abrahán envía a su siervo a la tierra de Jarán y le dice: «Dios enviará su ángel delante de ti para protegerte en el largo viaje y en tu delicada misión» (Gn 24, 7.40). Tobías, Lot y su familia, Daniel y sus compañeros, Judit, etc., experimentarán también la protección angélica. Los Salmos proclaman la confianza en los ángeles (cfr. Sal 34, 8; Sal 91, 11-13), así como la permanente ayuda que dispensan a los hombres por mandato de Dios.
Este episodio de la liberación de San Pedro es uno de los ejemplos que se exponen en el Catecismo Romano para ilustrar «los innumerables beneficios que el Señor distribuye entre los hombres por medio de los ángeles, intérpretes y ministros suyos; no enviados solamente en algún caso particular, sino designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los hombres» (IV, 9, 6).
Los ángeles deben ocupar, por tanto, un lugar en la piedad personal de los cristianos. Pido al Señor que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! (Amigos de Dios, 315).

Hch 5, 29. La resistencia de los Apóstoles a obedecer los mandatos del Sanedrín no se debe, como es lógico, a orgullo ni a desconocer su propia situación de súbditos. Deriva sencillamente de que se les quiere imponer un mandato injusto que atenta contra la ley de Dios y la conciencia de ellos.
Los Apóstoles recuerdan a sus jueces, con humilde valentía, que la obediencia a Dios es lo primero. Saben que muchos sanedritas son hombres religiosos, buenos judíos capaces de entenderles; y no tratan tanto de defenderse de las acusaciones como de hacerles reaccionar. Piensan más en la salud espiritual de sus jueces que en sí mismos. «Dios ha permitido -comenta San Juan Crisóstomo- que los Apóstoles fueran llevados a juicio para que sus perseguidores fueran instruidos, si lo deseaban (…). Los Apóstoles no se irritan ante los jueces sino que les ruegan compasivamente, vierten lágrimas, y sólo buscan el modo de librarles del error y de la cólera divina» (Hom. sobre Hch, 13). Están convencidos de que «no hay peligro para quienes temen a Dios sino para quienes no le temen» (Ibid.) y de que es peor cometer injusticia que padecerla.
Los Apóstoles demuestran con su conducta lo profundo de las convicciones que la gracia de Dios y la fe en Jesucristo han despertado en ellos, y lo mucho que pesa en sus vidas el honor de Dios. Han comenzado por fin a amar y servir a Dios hasta el desprecio de sí mismos. Es la verdadera madurez cristiana. Ese grito -'serviam'- es voluntad de 'servir' fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios (Camino, 519).
La Iglesia pide al Señor con frecuencia esta reciedumbre para todos sus hijos, amenazados a veces por la indiferencia y hasta por el peligro de una cierta apostasía práctica. «Concédenos, te rogamos, el espíritu de fortaleza -ora en la fiesta de San Sebastián-, para que, movidos con el ejemplo de este glorioso mártir, aprendamos a obedecerte a Ti antes que a los hombres» (Misal Romano, colecta de la Misa de San Sebastián).
El hombre debe acomodar su conducta a la ley de Dios, que es la vida de su vida. Debe cumplir y amar los preceptos divinos que le enseña la Iglesia, si quiere de verdad vivir conforme a su naturaleza de hombre. La ley divina no es una carga sino un camino de libertad, como proclama sin cesar la Sagrada Escritura: «Lo mío, Yahwéh, es guardar tus palabras. Con todo el corazón busco tu rostro; ten piedad de mí según tus promesas. He examinado mis caminos y quiero volver mis pies a tus mandamientos. Las redes de los malos me aprisionan, pero no olvido tus leyes. Me levanto a medianoche para agradecerte tus justos juicios. Deseo ser amigo de los que te temen y observan tus caminos. De tu amor, Yahwéh, está llena la tierra. Enséñame tus preceptos» (Sal 119, 57-64).
La conciencia descubre gradualmente al hombre la ley de Dios, que habla en lo más hondo de la persona. «El hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente (cfr. Rm 2, 15-16). La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla (…). Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley (…). Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y someterse a las normas objetivas de la moralidad» (Gaudium et spes, 16).
El bien y el mal moral existen realmente y pueden ser conocidos por el hombre. Hay acciones buenas y hay acciones que siempre serán malas y deberán por tanto ser evitadas. La bondad o maldad de las acciones humanas no depende esencialmente de las circunstancias, aunque a veces se vean influidas por éstas en alguna medida.
Igual que el ojo humano, la conciencia está hecha para ver, pero necesita la luz de un sol superior -la ley divina y las orientaciones de la Iglesia- que le permita descubrir y apreciar con claridad las verdades morales y religiosas. De otro modo, el hombre se agota en la búsqueda y contemplación de sí mismo, se olvida de la verdad y del bien, y su conciencia se oscurece con la tiniebla del pecado y del oportunismo moral.
«Con respecto a la conciencia -enseña Pablo VI- puede surgir una objeción: ¿no basta ella para establecer la norma de nuestra conducta? ¿No deroga la conciencia los decálogos, los códigos que nos son impuestos desde fuera (…)? Cuestión actualísima y delicada. Repetimos ahora simplemente que la conciencia subjetiva es la norma primera e inmediata de nuestra conducta, pero necesita luz, necesita ver cuál es la norma a seguir, especialmente cuando la acción no lleva en sí misma la evidencia de las propias exigencias morales. Necesita ser instruida y entrenada sobre la opción mejor y más correcta por el magisterio de una ley» (Audiencia general Pablo VI, 28-III-1973).
La conciencia recta, que va muy unida a la prudencia moral, ayudará al cristiano a cumplir las leyes como buen ciudadano y le permitirá también tomar posición, personal o colectiva, respecto a las normas injustas que pudieran alguna vez promulgarse. El Estado no es jurídicamente omnipotente. No puede ordenar o permitir cualquier cosa y por lo tanto no todo lo legal es lícito o justo. El respeto debido a la autoridad -predicado por el Evangelio e inculcado desde siempre por la Iglesia- no impide que los cristianos y hombres de buena voluntad puedan y deban resistir a legisladores y gobernantes cuando legislan y gobiernan contra la ley de Dios y consiguientemente contra el bien común. Esta resistencia legítima deberá ejercerse, como es lógico -cuando sea necesaria-, con medios lícitos.
No basta que los buenos cristianos profesen privadamente las doctrinas evangélicas y de la Iglesia acerca de la vida, la familia, la educación, la libertad, etc. Han de saber que son temas decisivos para el bien de su país y deben procurar, por todos los medios normales a su alcance, que se reflejen adecuadamente en el ordenamiento jurídico. La pasividad ante las ideologías y tomas de posición de otros ciudadanos en asuntos tan graves sería en realidad una lamentable claudicación y una omisión de contribuir al bien común.

Hch 5, 30. «Colgándolo de un madero»: La expresión recuerda el texto de Deuteronomio Dt 21, 23: «No dejarás que el cadáver (de un hombre ajusticiado) pase la noche en el árbol; lo enterrarás el mismo día, porque un colgado es una maldición de Dios». Se refiere a la crucifixión, modo de ejecutar la pena capital originado en Persia, muy extendido en el oriente y adoptado más tarde por los romanos.

Hch 5, 32. Dios envía el Espíritu Santo a los que le obedecen, y a su vez los Apóstoles obedecen con total docilidad las indicaciones del Espíritu.
Para obedecer al Espíritu Santo y poner por obra lo que nos pide es necesario tratarle y escucharle. Frecuenta el trato del Espíritu Santo -el Gran Desconocido- que es quien te ha de santificar.
No olvides que eres templo de Dios. -El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones
(Camino, 57).

Hch 5, 34-39. Gamaliel había sido maestro de San Pablo (cfr. Hch 22, 3). Representaba una tendencia moderada dentro de la secta farisea. Era un hombre prudente, capaz de imparcialidad y dotado de reconocido sentido religioso. Los Padres de la Iglesia le suelen proponer como ejemplo de hombre recto que espera el Reino de Dios y se atreve a defender a los Apóstoles.
«Gamaliel no afirma que la obra sea divina o humana, sino que deja al tiempo la tarea de decidir y convencer (…). Al hablar en ausencia de los Apóstoles tenía más facilidad para ganarse a los jueces. La suavidad de su palabra y razonamientos, fundados sobre la justicia, los persuadieron. Casi predicaba el Evangelio. Más aún, su lenguaje tan recto parecía decirles: estáis bien convencidos de que no podéis destruir esta obra. ¿Por qué no habéis creído? El anuncio cristiano es tan grandioso que consigue incluso el testimonio de sus adversarios» (Hom. sobre Hch, 14).
El comentario parece tener en cuenta las palabras del Señor: «El que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9, 39). La intervención de Gamaliel indica, en cualquier caso, que un hombre de recta intención es capaz de reconocer en la práctica la acción de Dios en los sucesos que presencia, o al menos investigarla con honradez, sin hacer preguntas con respuesta pagada.
Las insurrecciones de Teudas y Judas son recogidas por Flavio Josefo (cfr. Antiquitates iud., 18, 4-10; 20, 169-172), pero las fechas que atribuye a ambas insurrecciones son confusas; parece que deben situarse hacia el nacimiento de Jesús. Ambos, Teudas y Judas, reunieron a un gran número de adeptos que lucharon para que el pueblo judío, elegido por Dios, no tuviera que estar sometido y pagar tributo a gentes extranjeras, como Herodes o el Imperio romano.

Hch 5, 40-41. La mayoría de los sanedritas no quedan impresionados por la argumentación de Gamaliel, sino que se limitan a proceder con sagacidad y cálculo. No se atreven, en consecuencia, a decretar la muerte de los discípulos, pero -tercamente opuestos al mensaje evangélico- les mandan azotar como castigo, confiando en que así se retraerán de predicar. Pero consiguen justamente el efecto contrario.
«Es verdad que Jeremías fue también azotado a causa de la Palabra de Dios y que Elías y otros profetas se vieron amenazados, pero aquí los Apóstoles, como antes por los milagros, manifestaron el poder de Dios. No se dice que no sufrieron, sino que el sufrimiento les causó alegría. Lo podemos ver por la libertad que acto seguido usaron: inmediatamente después de la flagelación se entregaron a la predicación con admirable ardor» (Hom. sobre Hch, 14).
Los apóstoles recordarían sin duda las palabras del Señor recogidas por San Mateo: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron» (Hch 5, 11-12).

Hch 5, 42. Los Apóstoles y los primeros discípulos de Jesús no cesaban de predicar, de forma que en muy poco tiempo llenaron toda Jerusalén de su doctrina (cfr. v. 28). El vigor y el afán proselitistas de nuestros primeros hermanos en la fe es un ejemplo para los cristianos de todos los tiempos. El proselitismo, el hambre de perpetuar el apostolado, es una característica de los seguidores de Jesús y una consecuencia del amor a Dios y a los demás: Pequeño amor es el tuyo si no sientes el celo por la salvación de todas las almas. -Pobre amor es el tuyo si no tienes ansias de pegar tu locura a otros apóstoles (Camino, 796).

Hch 6, 1-6. Comienza una nueva sección del libro, introducida mediante la presentación de dos grupos de discípulos entre los primeros cristianos, distinguidos según el estrato del que procedían antes de su conversión: helenistas y hebreos. A partir de este capítulo, se designa a los cristianos con el nombre de discípulos. Así pues, el nombre de «discípulos» se aplica ya no sólo a los Doce Apóstoles y a quienes siguieron de modo asiduo al Señor en su vida terrena, sino a todos los bautizados. En efecto, Jesús es el Señor de su Iglesia y el Maestro de todos: después de su Ascensión a los Cielos enseña, santifica y gobierna a los cristianos por el ministerio de los Apóstoles primeramente y, una vez que éstos murieron, por el ministerio de sus sucesores, que son el Papa y los Obispos, con la ayuda de los presbíteros.
Los helenistas eran judíos que habían nacido y vivido un tiempo fuera de Palestina. Hablaban griego y utilizaban sinagogas propias en las que se leían versiones griegas de la Sagrada Escritura. Poseían cierta cultura griega, a la que los hebreos no eran del todo ajenos. Los hebreos eran judíos nacidos en Palestina, que hablaban arameo y usaban la Biblia hebrea en el culto sinagogal. Esta distinción de grupos según su procedencia pervivió lógicamente durante un tiempo en la comunidad cristiana. Pero no debe hablarse de división, y menos aún de oposición entre dos fracciones del cristianismo primitivo. Antes de ser fundada la Iglesia existía ya en Jerusalén una comunidad judeo-helenística bien asentada, influyente y relativamente numerosa.
El capítulo narra la institución por los Apóstoles de los siete, que es el segundo grupo definido de discípulos -el primero está formado por los doce-, al que se encomienda un ministerio en la Iglesia.
Aunque San Lucas no presenta claramente en este capítulo la institución de un orden sacro, es evidente que los siete han recibido una función pública en la comunidad, que excede el simple servicio administrativo de las mesas. Veremos enseguida que Felipe y Esteban predican y bautizan. Participan de alguna manera en el ministerio de los Apóstoles y, como ellos, ejercen cura de almas.
San Lucas emplea la palabra diaconía (servicio), pero no llama diáconos a los siete discípulos elegidos para «servir las mesas». Los escritores antiguos tampoco relacionan con los siete a los diáconos -en sentido técnico posterior- que, junto a presbíteros y Obispos, constituirán pronto en la Iglesia el orden jerárquico. No sabemos, por lo tanto, con seguridad si el ministerio diaconal, tal como lo conocemos, deriva directamente de los siete. Crisóstomo, por ejemplo, manifiesta cierta duda a este respecto (cfr. Hom. sobre Hch, 14). No debe descartarse, sin embargo, la posibilidad de que el ministerio aquí descrito haya contribuido a la institución del diaconado propiamente dicho.
En cualquier caso, el diaconado es en la Iglesia un ministerio sagrado de origen apostólico. Los diáconos aceptan en su ordenación la obligación de ejercer bajo la dirección del Obispo diocesano funciones propias en los campos de la evangelización, catequesis, organización del culto, iniciación cristiana de catecúmenos y neófitos y actividad caritativa y asistencial de la Iglesia.
Enseña el Conc. Vaticano II que «en el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos 'no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio'. Confortados así con la gracia sacramental y en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el Bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales y presidir el rito de los funerales y sepultura» (Lumen gentium, 29).

Hch 6, 2-4. Los Doce establecen un principio que les parece categórico: el ministerio apostólico que tienen encomendado resulta de tal modo absorbente que se hace incompatible para ellos con otros menesteres. La atención espiritual de la comunidad no les permite ocuparse por más tiempo en el servicio de las mesas. Una tarea buena y noble en sí misma ha de ceder sitio ante otra más excelente aún, esencial para la vida de la Iglesia y de cada uno de sus miembros. «Hablan de no conveniencia -escribe San Juan Crisóstomo- para hacer ver que las dos obligaciones no se pueden conciliar en este caso» (Hom. sobre Hch, 14).
La tarea principal de los Pastores en la Iglesia es predicar la Palabra divina, administrar los sacramentos y gobernar al Pueblo de Dios. Cualquier otro cometido ha de ser congruente con la cura de almas y ayudar a la realización más completa y profunda de ésta, según el ejemplo de Cristo, que curaba los cuerpos para llegar al alma y que predicaba la justicia y la paz como manifestaciones del Reino de Dios.
«He aquí un rasgo de nuestra identidad, que ninguna duda debería atacar, ni ninguna objeción eclipsar -dice Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi a los Obispos y sacerdotes de todo el orbe católico-. En cuanto Pastores, hemos sido escogidos por la misericordia del Supremo Pastor (cfr. 1P 5, 4), a pesar de nuestra insuficiencia, para proclamar con autoridad la Palabra de Dios; reunir al pueblo de Dios que estaba disperso; alimentar a este pueblo con los signos de la acción de Cristo que son los sacramentos; ponerlo en el camino de la salvación; y mantenerlo en la unidad de la que somos, a diferentes niveles, instrumentos vivos y activos» (n. 68).
El sacerdote ha de estar hambriento de la Palabra de Dios -ha recordado asimismo Juan Pablo II-, abrazarla en su integridad, meditarla, estudiarla asiduamente, y difundirla con el ejemplo y la predicación (cfr. p. ej. Alocución 1-X-1979; Discurso 3-X-1979). La vida entera del sacerdote debe ser proclamación generosa de Cristo. Ha de evitar por ello la tentación del «liderazgo temporal, que fácilmente puede ser fuente de división, mientras que él debe ser signo y factor de unidad y fraternidad» (A los sacerdotes de México, 27-I-1979).
El pasaje permite apreciar la diferencia entre elección y nombramiento para un ministerio eclesial. La persona puede ser elegida o designada por los fieles. Pero el poder para desempeñar el oficio, que presupone una llamada de Dios, ha de serle comunicado por la ordenación que confieren los Apóstoles. «Los Apóstoles dejan al grupo de los discípulos la designación de los encargados, para que no parezca que favorecen a unos con preferencia a otros» (Hom. sobre Hch, 14). Sin embargo, los designados para la ordenación no son representantes o delegados de la comunidad cristiana, sino ministros de Dios. Han recibido una vocación y con la imposición de manos obtienen de Dios, no de los hombres, un poder espiritual que les capacita para el gobierno de la comunidad, la confección y administración de los sacramentos y la predicación de la Palabra.
El ministerio pastoral cristiano, es decir, el sacerdocio del Nuevo Testamento en todos sus grados, no se origina mediante vínculos familiares, como le ocurría al sacerdocio levítico del Antiguo Testamento; ni deriva su existencia de apoderamiento por parte de la comunidad de los fieles. Responde a una iniciativa de la gracia de Dios, que llama a quienes quiere.

Hch 6, 5. Todos los designados tienen nombres griegos. Uno de ellos es un prosélito, es decir, un pagano de nacimiento incorporado al judaísmo mediante la circuncisión y la observancia de la Ley mosaica.

Hch 6, 6. Los Apóstoles constituyen a los siete en su oficio mediante la oración y la imposición de manos. El gesto de imposición de manos se recoge algunas veces en el Antiguo Testamento, especialmente como rito para la institución de los levitas (cfr. Nm 8, 10) y medio de transmitir poder y espíritu de sabiduría a Josué, sucesor de Moisés al frente de Israel (Nm 27, 20; Dt 13, 9).
Los cristianos han conservado este rito, que aparece con cierta frecuencia en el libro de Hechos. Es en ocasiones un gesto de curación (Hch 9, 12.17; Hch 28, 8), según la pauta marcada por el Señor en Lucas Lc 4, 40. Otras veces parece ser un rito de bendición, como en el envío de Pablo y Bernabé a su primer viaje apostólico (Hch 13, 3). Se usa también como rito posbautismal para la colación del Espíritu Santo (Hch 8, 17; Hch 19, 5).
En este caso se trata de un rito para la institución de ministros de la Iglesia y es una verdadera ordenación sagrada, la primera que recoge el libro de los Hechos (cfr. Hch 4, 14; Hch 5, 22). «San Lucas es breve. No dice cómo han sido ordenados, sino simplemente que lo han sido mediante la oración, pues de una ordenación se trataba. Un hombre impone las manos, pero es Dios quien hace todo. Es su mano la que toca la cabeza del ordenado» (Hom. sobre Hch, 14).
El rito esencial de la ordenación de diáconos consiste en la imposición de las manos, que se hace en silencio, sobre la cabeza del candidato, y una oración para que Dios envíe el Espíritu Santo sobre la persona del ordenando.

Hch 6, 7. San Lucas señala de nuevo, como en capítulos anteriores, el crecimiento de la Iglesia. Se refiere ahora a la conversión de «multitud de sacerdotes». Se ha pensado que tal vez estos sacerdotes pertenecían a la clase modesta, como Zacarías (cfr. Lc 1, 5), y no a las grandes familias sacerdotales, que eran del partido de los saduceos, enemigos de la naciente Iglesia (cfr. Hch 4, 1; Hch 5, 17). Algunos han insinuado la posibilidad de que, entre tales sacerdotes, se contaran algunos de la secta judaica de Qumrân. Nada cierto puede decirse y hemos de quedarnos con la escueta mención de San Lucas.

Hch 6, 8-14. Se deduce del texto que Esteban ha centrado su predicación del Evangelio en los círculos judeo-helenistas, de los que debía proceder. Se nos habla de sinagogas que los judíos de la diáspora mantenían en Jerusalén como lugares de culto y de reunión. Estos judíos de procedencia helenista que vivían en la Ciudad Santa manifestaban, con la sola presencia en ella, una intensa devoción hacia la Ley de sus padres.
Ya no es sólo el Sanedrín quien se opone al Evangelio, sino también algunos otros judíos, influidos por incomprensiones y calumnias contra el mensaje cristiano.
La acusación de blasfemia es paralela a la levantada contra el Señor, la más grave que podía hacerse contra un judío. Como en el caso de Jesús, los acusadores acuden a falsos testigos, que desfiguran las expresiones de Esteban para lograr una acusación proporcionada al desenlace que se persigue.

Hch 6, 15. San Juan Crisóstomo, al comentar estas palabras, recuerda el rostro de Moisés al bajar del Sinaí (cfr. Ex 34, 29-35), que reflejaba la gloria de Dios y producía el mismo temor: «Era la gracia, era la gloria de Moisés. Me parece que Dios le había revestido de este resplandor porque quizá tenía algo que decir, y para atemorizarles con su solo aspecto. Pues es posible, muy posible, que las figuras llenas de gracia celestial sean amables a los ojos de los amigos y terribles ante los adversarios» (Hom. sobre Hch, 15).

Hch 7, 1-53. El discurso de Esteban es el más largo que transmite el libro de los Hechos. Presenta un resumen de la historia de Israel, dividido en tres épocas: patriarcal (1-16), mosaica (17-43) y periodo de la edificación del Templo (44-50). Termina con una breve sección argumentativa (51-53).
Llama la atención que Esteban no se defiende directamente. Contesta a sus acusadores mediante una visión cristiana de la Historia de la Salvación, según la cual el Templo y la Ley han cumplido ya su misión. Viene a decirles que él no ha dejado de respetar la Ley mosaica y el Templo, pero que posee, como cristiano, una noción más universal y profunda de la ley divina y una idea más espiritual del Templo, puesto que en cualquier lugar del orbe puede adorarse a Dios. Este planteamiento, que respeta y perfecciona los bienes religiosos del judaísmo, porque manifiesta su verdadero sentido y les da pleno cumplimiento, se refuerza por el modo de tratar la figura de Moisés. Moisés es presentado en el discurso de Esteban como tipo de Cristo. Cristo es por tanto el nuevo Moisés. Pequeñas explicaciones del texto griego del Antiguo Testamento sirven eficazmente a este fin. Expresiones como «rechazaron» o el término «libertador» (v. 35) no se aplican a Moisés en los libros del AT, pero se usan en el presente discurso para sugerir la figura de Cristo. La conducta agresiva y rebelde de los israelitas respecto a Moisés, que había recibido una misión divina, se repite de nuevo con mayor gravedad y trascendencia en su actitud de repulsa del Evangelio.
San Juan Crisóstomo glosa las palabras finales del discurso y escribe: «¿Qué tiene de extraño que desconozcáis a Cristo, si desconocéis a Moisés y a Dios mismo, que se ha manifestado con tantos milagros? (…). 'Resistís siempre al Espíritu Santo' (…). Cuando habíais recibido mandamientos, los despreciabais; cuando existía ya el Templo, os entregabais a la adoración de los ídolos…» (Hom. sobre Hch, 17). A pesar de la energía de las palabras, el mismo autor no deja sin mencionar la mansedumbre de Esteban. «Ved cómo habla sin cólera. No injuria, sino que se contenta con recordar las palabras de los profetas» (Ibid.).
San Efrén pone de relieve, sin embargo, otros aspectos de la oración de Esteban: «Como sabía que los judíos no iban a obtener provecho de sus palabras y solamente buscaban matarle, lleno de gozo en su alma (…), censuró su dureza de corazón (…). Postergó la circuncisión de la carne, para exaltar, en cambio, la del corazón que busca sinceramente a Dios, contra quien ellos se rebelaban. De este modo añadía a las acusaciones del profeta las suyas propias» (Catena armenia sobre Hch, ad loc.).

Hch 7, 16. Según Génesis (Gn 50, 13), Abrahán compró el sepulcro al heteo Efrón. El Antiguo Testamento nos dice que el campo de Siquem fue comprado por Jacob (Gn 33, 19) y que el patriarca enterrado allí fue José (Jos 24, 32). En este punto el discurso parece seguir una tradición judaica que difiere en algún detalle del texto hebreo del AT.

Hch 7, 42-43. «Ejército del cielo»: Con esta expresión suelen designarse en la Sagrada Escritura los astros, que en algunas religiones antiguas eran objeto de culto religioso. Dios permitió que los israelitas le olvidaran en algunas ocasiones y se atrevieran a rendir culto a falsos dioses.
La cita del «Libro de los Profetas» a que se refiere San Esteban es en concreto Am 5, 25-27 (que en Hch se cita más bien por el texto de la versión griega de los LXX). La interpretación del pasaje de Amós no es fácil. De hecho sabemos por el Pentateuco que los israelitas hicieron varias veces sacrificios a Yahwéh en la península del Sinaí, durante el éxodo de Egipto (cfr. Ex 24, 4-5; cap. 29; Lv caps. 8-9; Nm cap. 7). Pero todos estos sacrificios fueron ofrecidos al pie del monte Sinaí, antes de emprender la larga peregrinación por el desierto, antes de entrar en la tierra prometida. Quizá San Esteban se refiera a esos largos años (cerca de cuarenta), durante los cuales no se dice en el AT que hubieran hecho los sacrificios a Yahwéh. Así, pues, las ocasiones en que los israelitas se apartan de Yahwéh comenzaron ya en los tiempos del éxodo, cuando con más poder y frecuencia se había mostrado el favor de Dios hacia ellos.

Hch 7, 55-56. «Es evidente que los que sufren por Cristo -comenta San Efrén- gozan la gloria de toda la Trinidad. Esteban vio al Padre y a Jesús situado a su derecha, porque Jesús se aparece sólo a los suyos, como a los Apóstoles después de la Resurrección. Mientras el campeón de la fe permanecía sin ayuda en medio de los furiosos asesinos del Señor, llegado el momento de coronar el primer mártir, vio al Señor, que sostenía una corona en la mano derecha, como si le animara a vencer la muerte y para indicarle que Él asiste interiormente a los que van a morir por su causa. Revela por lo tanto lo que ve, es decir, los Cielos abiertos, cerrados a Adán y vueltos a abrir solamente a Cristo en el Jordán, pero abiertos también después de la Cruz a todos los que conllevan el dolor de Cristo, y en primer lugar a este hombre. Observad que Esteban revela el motivo de la iluminación de su rostro, pues estaba a punto de contemplar esta visión maravillosa. Por eso se mudó en la apariencia de un ángel, a fin de que su testimonio fuera más fidedigno» (Catena armenia sobre Hch, ad loc.).

Hch 7, 57-59. El breve proceso de Esteban ante el Sanedrín termina sin sentencia formal de muerte. Es muy probable que el Tribunal judío no pudiera emitir tales sentencias, a causa de la competencia limitada que le reconocía la autoridad romana en asuntos penales. En cualquier caso la sentencia no resulta necesaria porque, interrumpido violentamente el proceso, la turba judía procede sumariamente a la lapidación de Esteban, con la aprobación tácita del Sanedrín. En realidad se produce un linchamiento.
La tradición considera a Esteban el primer mártir cristiano, ejemplo de fortaleza y sufrimiento por amor de Cristo. «¿Podrías sobrellevar todos los mandatos de Dios si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto -escribe San Cipriano- lo consiguió Esteban, que al ser apedreado no pedía venganza para sus verdugos, sino perdón (…). Así convenía que fuese el primer mártir de Cristo, para que por ser, con su gloriosa muerte, modelo de los mártires venideros, no sólo hiciese de pregonero de la Pasión del Señor, sino que le imitase también en mansedumbre e inmensa paciencia» (De bono patientiae, 16).
El martirio es un acto supremo de valor y de verdadera prudencia, que a los ojos del mundo puede parecer locura. Es además una expresión de humildad, porque el mártir no es un presuntuoso o un bravucón que confía sólo en sus fuerzas, sino un hombre débil como los demás, que lo podrá todo en la gracia de su Señor. A pesar de su carácter extraordinario, la figura del mártir revela a los cristianos las posibilidades de la naturaleza que se abre a la fuerza de Dios y señala una pauta, real y simbólica a la vez, para la conducta de todo discípulo de Jesucristo.
«Como la suma de todas las virtudes y la perfección de toda justicia nace del amor a Dios y al prójimo -dice San León-, en nadie se encuentra este amor con mayor dignidad que en los bienaventurados mártires, los cuales están cercanos a nuestro Señor tanto por la imitación de la caridad como por la semejanza de la Pasión.
»Mucho han ayudado los mártires a los demás hombres, pues el Señor se ha servido de la misma fortaleza que les concedió para que el dolor de la muerte y la crueldad de la cruz no fuese terrible para ninguno de los suyos, sino imitable para muchos (…).
»Ningún ejemplo es más útil para instruir al Pueblo de Dios, que el de los mártires. La elocuencia es fácil de impetrar, la razón es eficaz para persuadir. Sin embargo, valen más los ejemplos que las palabras, y mejor se enseña con las obras que con las voces» (Hom. en la fiesta de San Lorenzo).
El Conc. Vaticano II ha recordado la excelencia del martirio por causa de la fe. Aunque existen modos heroicos de imitar y seguir al Señor que no llevan consigo el derramamiento de sangre y el dramatismo de la muerte cruenta, deben saber todos los cristianos que esta magnífica confesión de la fe siempre será actual y en ocasiones necesaria.
«Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que quien entrega su vida por Él y por los hermanos (cfr. 1Jn 3, 16; Jn 15, 13). Algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores. Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro (…), es estimado por la Iglesia como un don eximio y la prueba máxima del amor. Y si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la Cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
»La santidad de la Iglesia también se fomenta (…) con los múltiples consejos que el Señor propone a sus discípulos en el Evangelio» (Lumen gentium, 42).
La liturgia de la Iglesia ha resumido la ascética y la teología del martirio en el prefacio que celebra a los mártires cristianos: «La sangre del glorioso mártir derramada, como la de Cristo, para confesar tu nombre, manifiesta las maravillas de tu poder; pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio».
Esteban muere, como Jesucristo, encomendando su alma a Dios y rogando por sus perseguidores. San Lucas introduce al joven Saulo, que facilita la tarea de los verdugos cuidando sus vestidos y va a experimentar pronto el fruto de la intercesión del mártir cristiano. «Si Esteban no hubiera orado a Dios, la Iglesia no tendría a Pablo» (San Agustín, Sermo 315).
Esteban ha cerrado sus ojos a esta vida. Pero su ejemplo y su doctrina hablan. Su voz ha ido a todas las tierras y sus palabras recorrerán todos los confines del mundo.

Hch 8, 1. La muerte de Esteban señala el comienzo de una violenta persecución contra la Iglesia. La misma animosidad que ha desembocado en el primer mártir cristiano se vuelve acto seguido contra el resto de los discípulos, especialmente los helenistas.
Se ha creado una nueva situación. «Lejos de abatir el valor de los discípulos, la muerte de Esteban lo había aumentado. Los cristianos se dispersan precisamente para difundir mejor la doctrina» (Hom. sobre Hch, 18). La dispersión de los discípulos no es una simple huida del peligro. Es un suceso provocado por las circunstancias adversas, y convertido abnegadamente por ellos en un servicio a Dios y al Evangelio. «Lejos de implicar cobardía, huir de un lugar exige a veces más valor que permanecer en él. Es una gran prueba del corazón. La muerte pone fin a toda tribulación, pero el que huye espera continuamente la muerte y muere cada día. El exilio está lleno de incertidumbres y la conducta de los santos demuestra que no huyen por miedo. ¿Cómo se habría predicado el Evangelio por el mundo si los cristianos no se hubieran dispersado? Desde entonces muchos que llegaron a ser mártires huyeron en un primer momento, o si se adelantaron para encontrarse con sus perseguidores lo hicieron por una sugestión íntima del Espíritu divino. Pero además de los muchos ejemplos que ilustran la obligación de escapar a la persecución, tenemos sobre todo el deber mismo de la huida expresado en un claro precepto del Señor: 'Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra' (Mt 10, 23)» (J. H. Newman, Historical Sketches, II, cap. 7).

Hch 8, 4. «Observad cómo, en medio del infortunio, los cristianos continúan la predicación, en vez de descuidarla» (Hom. sobre Hch, 18). Un suceso desgraciado va a contribuir eficazmente a la predicación del Evangelio. Los planes divinos desbordan siempre las previsiones y los cálculos humanos. Lo que parecía un golpe mortal para el Evangelio va a ser precisamente un impulso decisivo para su difusión. Lo que viene de Dios no puede ser destruido y los adversarios contribuyen sin quererlo a su consolidación y progreso. «La religión fundada por el misterio de la Cruz de Cristo no puede ser destruida por ningún género de crueldad. No se disminuye la Iglesia por las persecuciones, antes al contrario, se aumenta. El campo del Señor se viste entonces con una cosecha más rica. Cuando los granos que caen mueren, nacen multiplicados» (San León Magno, Hom. en la fiesta de San Pedro y San Pablo).
A la inicial perplejidad sucede en los discípulos una percepción más intensa de la Providencia de Dios. Recordarían quizá las palabras de Isaías: «No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55, 8), así como las promesas de un Padre celestial que dispone cosas y acontecimientos para el bien de sus elegidos.
Las distintas épocas de la historia de la Iglesia presentan cierta semejanza, y en los conflictos con perseguidores ocultos o abiertos no se producen situaciones absolutamente nuevas. Los cristianos tienen siempre motivos para ser optimistas, con el optimismo de la fe, del trabajo sacrificado y de la oración. «El Cristianismo ha estado demasiadas veces en lo que parecía un fatal peligro, como para que ahora nos vaya a atemorizar una nueva prueba (…). Son imprevisibles las vías por las que la Providencia rescata y salva a sus elegidos. A veces, nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces se ve despojado de la capacidad de mal que le hacía temible; a veces se destruye a sí mismo; o, sin desearlo, produce efectos beneficiosos, para desaparecer a continuación sin dejar rastro. Generalmente la Iglesia no hace otra cosa que perseverar, con paz y confianza, en el cumplimiento de sus tareas, permanecer serena, y esperar de Dios la salvación» (J. H. Newman, Biglietto Speech, 12-V-1979).
La resistencia que ofrece al Evangelio el mundo que ignora a Cristo contribuye a la salud espiritual de los buenos cristianos y a la purificación de la misma Iglesia. El vendaval de la persecución es bueno. -¿Qué se pierde?… No se pierde lo que está perdido-. Cuando no se arranca el árbol de cuajo -y el árbol de la Iglesia no hay viento ni huracán que pueda arrancarlo- solamente se caen las ramas secas… Y ésas, bien caídas están (Camino, 685).

Hch 8, 5. No es Felipe el apóstol (Hch 1, 13) sino uno de los siete diáconos destinados a la distribución de los medios necesarios a los indigentes (Hch 6, 5). El Evangelio se anuncia a los samaritanos, que también esperaban al Mesías. Se rebasan en este momento las fronteras de Judea de modo definitivo y se cumple la promesa del Señor recogida en Hch 1, 8: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría».
Son los despreciados samaritanos quienes se benefician en primer lugar de los afanes universalistas del Evangelio. Se trata de los primeros no judíos que escuchan la buena nueva de la salvación en Jesucristo. Se adivina la alegría de San Lucas al consignar la predicación del Evangelio a este pueblo que ha mencionado ya en su evangelio con respeto y alabanza. Es precisamente Lucas el único Evangelista que recoge la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10, 30-37) y que menciona la condición samaritana del leproso que agradece al Señor su curación (cfr. Lc 17, 16). Acerca de los samaritanos cfr. nota a Jn 4, 20.

Hch 8, 6-13. Simón el mago es un impostor que trafica con el pretendido poder espiritual que posee, para obtener una ganancia material de la credulidad y superstición de sus oyentes.
San Lucas aprovecha el episodio de Simón para mostrar la diferencia entre los genuinos milagros obrados por los Apóstoles en nombre y con el poder de Jesucristo y los prodigios reales o fingidos de un impostor. «Igual que en los tiempos de Moisés se marca también ahora la distinción entre unos prodigios y otros. La magia era practicada, pero resultaba fácil distinguir los verdaderos milagros (…). Los espíritus inmundos salían de gran número de posesos, con grandes voces. Éste era el signo de su expulsión. Los que practicaban magia hacían justamente lo contrario: reforzar las ataduras de los hombres posesos» (Hom. sobre Hch, 18). El poder de Pedro y Juan es de naturaleza distinta del de Simón Mago. Lucas marca más adelante (vv. 15-17) el contraste entre el mago que busca el dinero y los Apóstoles pobres que enriquecen a muchos con el Espíritu. Los Apóstoles no actúan en virtud de una fuerza independiente que posean o controlen, sino en dependencia continua del poder divino, que obtienen mediante la oración. Los milagros de los cristianos van acompañados de la oración y nunca se apoyan en gestos o fórmulas conjuratorias. San Lucas señalará de nuevo estas diferencias al narrar los episodios del mago Elimas (Hch 13, 6 ss.), la adivina de Filipos (Hch 16, 16 ss.) y los hijos del sacerdote Esceva (Hch 19, 13 ss.).
La magia, intento de dominar fuerzas ocultas, y la superstición, que busca efectos sobrenaturales con medios inadecuados, son manifestaciones de una religión desfigurada o corrompida. La religión es en sí misma una búsqueda legítima y necesaria de Dios, con el deseo de adorarle y desagraviarle. Debe ser, sin embargo, corregida, purificada y completada por la Revelación sobrenatural, que sale al encuentro de la inquietud religiosa del hombre para elevarla y conducirla a buen término. De otro modo la religión, dejada a sí misma, puede caer en esas desviaciones y resultar fácilmente estéril e incluso perjudicial.

Hch 8, 10. «La Potencia de Dios, llamada la Grande»: Frase de sentido incierto, de la que pueden darse dos interpretaciones posibles: una sería que los samaritanos darían el apelativo de «la Grande» a la potencia divina que estimaban mayor. La otra interpretación sería que el apelativo griego Megálê, grande, no sería una palabra griega, sino una transcripción al griego de una palabra de la lengua aramea que significa «Reveladora». En cualquier caso, Simón Mago se atribuía poseer esa potencia divina.

Hch 8, 14-17. Los Apóstoles ejercen la responsabilidad que les compete respecto a toda la Iglesia y se hacen presentes en Samaría a través de Pedro y Juan. Estos proceden a la confirmación de los discípulos recién bautizados por Felipe. Podemos suponer que, además de imponerles las manos para la recepción del Espíritu Santo, los dos Apóstoles comprobarían también en los nuevos cristianos la asimilación correcta de los puntos centrales de la predicación evangélica. Los Apóstoles constituyen en aquel momento el centro espiritual de la Iglesia y se preocupan activamente de que las nuevas comunidades sean conscientes de los vínculos doctrinales y afectivos que les unen a la comunidad madre.
Se testimonia aquí la existencia del Bautismo y don del Espíritu Santo o Confirmación como dos ritos sacramentales diferentes. El Bautismo cristiano produce como efectos más importantes la infusión de la primera gracia y el perdón del pecado original y de los demás pecados, si los hubiese. Es el primero de todos los sacramentos en cuanto a su recepción, por lo que es llamado «puerta de la Iglesia».
Existe una estrecha relación entre los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, de forma que en los primeros siglos del cristianismo se administraba la Confirmación inmediatamente después del Bautismo, lo que también se hace hoy en el caso del Bautismo de adultos. La distinción entre esos dos sacramentos de la iniciación cristiana es clara, y ayuda a entender los efectos de cada uno. La diferencia entre Bautismo y Confirmación es semejante a la que existe, en la vida natural, entre la concepción y el desarrollo (cfr. Catecismo Romano, II, 3, 5). «Así como la naturaleza intenta y procura que los que nacen crezcan y lleguen a la edad perfecta (…), así también la Iglesia Católica, Madre de todos, desea con ansia que en aquellos que reengendró por el Bautismo se desarrolle perfectamente la imagen del hombre cristiano» (Ibid., II, 3, 17).
«La naturaleza del sacramento de la Confirmación -explica Juan Pablo II- brota de esta concesión de fuerza que el Espíritu de Dios comunica a cada bautizado, para convertirlo -según la conocida terminología catequística- en cristiano perfecto y soldado de Cristo, dispuesto a testimoniar con valentía su Resurrección y su virtud redentora: 'Seréis mis testigos' (Hch 1, 8)» (Hom. 25-V-1980). «Todos los cristianos, incorporados a Cristo y a su Iglesia, están consagrados a Dios. Son llamados a profesar la fe que han recibido. A través del sacramento de la Confirmación son además revestidos por el Espíritu Santo de una fuerza especial para ser testigos de Cristo y partícipes de su misión salvífica» (Homilía Limerick, 1-X-1979). «Éste es un sacramento que de modo particular nos asocia a la misión de los Apóstoles, en cuanto introduce a cada bautizado en el apostolado de la Iglesia» (Homilía Cracovia, 10-VI-1979). En el sacramento de la Confirmación la gracia de Dios se anticipa en el joven cristiano a las agresivas y disolventes tentaciones mundanas, le recuerda una nítida llamada a la santidad, le proporciona un fuerte sentido de identidad como hijo de la Iglesia y le ayuda a vivir de acuerdo con sus creencias y convicciones católicas. Cristo le hace desde su juventud un defensor de la fe.

Hch 8, 18-24. La lamentable propuesta de Simón, que ofrece dinero a los Apóstoles a cambio de la capacidad para transmitir el Espíritu, ha originado el término simonía para designar el comercio con las cosas santas. Simonía es el pecado de comprar o vender por dinero o bienes temporales una cosa espiritual: un sacramento, una indulgencia, un cargo eclesiástico, etc. La maldad de este comportamiento radica en que se degrada un bien sobrenatural, esencialmente gratuito, al usarlo ilegítimamente para obtener un enriquecimiento material.
No es simonía, sin embargo, que los ministros del culto sagrado acepten una razonable limosna, en dinero o especie, para su normal sostenimiento. Jesucristo enseña que el apóstol merece un salario (cfr. Lc 10, 7), y San Pablo escribe que los anunciadores del Evangelio pueden vivir de los frutos del Evangelio (cfr. 1Co 9, 14). Es el caso, por ejemplo, de la limosna o estipendio que se da por la aplicación del fruto ministerial de la Santa Misa. No se entrega como precio de ese fruto espiritual, sino como ayuda para el sostenimiento del sacerdote.
La Iglesia ha combatido y prevenido siempre el peligro de simonía en sus ministros (cfr. 1P 5, 2; 2P 2, 3). Les ha recordado con frecuencia las palabras del Señor a los discípulos: «Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente» (Mt 10, 8). Pero, sobre todo, coloca como estímulo delante de sus ojos la incomparable entrega del Señor, en su vida y en su muerte.
El Señor ha dado un ejemplo supremo de desinterés y rectitud de intención en el servicio a los hombres; ha vivido y muerto por ellos sin pedir nada a cambio, excepto la justa correspondencia de su amor.
Incurriría en grave falta el pastor de almas que en su ministerio persiguiera lucro económico, prestigio social, alabanza del mundo, honores o liderazgo político. En vez de pastor sería un mercenario que a la hora del peligro real sólo pensaría en sí mismo y dejaría abandonados a los fieles (cfr. Jn 10, 12).

Hch 8, 26-40. El bautismo del funcionario etíope es un jalón muy importante en la historia de la expansión del cristianismo. La narración de San Lucas pone de manifiesto la importancia de la Sagrada Escritura y de su recta interpretación para la evangelización. En este episodio se condensan los pasos de la actividad apostólica: el discípulo de Cristo, movido por el Espíritu (cfr. v. 29), obedece con prontitud a su mandato, predica con base en la Sagrada Escritura -como hizo Jesús con los discípulos de Emaús- y administra el Bautismo.

Hch 8, 27. Etiopía indica el reino de Nubia, cuya capital era entonces la ciudad de Meroe, y se extendía al sur de Egipto, más allá de Asuán, la primera catarata del Nilo (actualmente es parte de Sudán). Candace no era un nombre personal, sino el nombre dinástico de las reinas de aquel país, que en ese tiempo era gobernado por mujeres (cfr. Historia Eclesiástica, II, 1, 13).
El término eunuco, como su equivalente en hebreo, se utilizaba a menudo independientemente de su significado fisiológico original, y podía ser aplicado entonces a cualquier empleado de la corte (cfr. p. ej. Gn 39, 1; 2R 25, 19). En este caso, el interlocutor de Felipe era un alto cargo, equivalente al ministro del tesoro o de finanzas. No sabemos si este funcionario etíope era judío de raza, prosélito -judío no de raza sino de religión-; o quizá se tratara de un temeroso de Dios (vid. nota a Hch 2, 5-11).

Hch 8, 28. «Volvía sentado en su carro e iba leyendo al profeta Isaías»; «Considera -exhorta San Juan Crisóstomo- qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura ni siquiera durante el viaje (…). Piensen esto los que ni siquiera en su casa las leen y, porque están con su mujer, o porque militan en el ejército, o tienen preocupaciones por sus familiares y ocupaciones en otros asuntos, creen que no les conviene hacer ese esfuerzo por leer las divinas Escrituras (…). Este bárbaro etíope es un maestro para todos nosotros: para los que tienen una vida privada, para los miembros del ejército, para las autoridades, en una palabra, para todos los hombres y también las mujeres -más aún las que están siempre en casa- y para los que han escogido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es impedimento para la lectura de la palabra divina, que es posible realizar no sólo en casa sino en la plaza, en el viaje, en compañía de muchos o en medio de una ocupación. No descuidemos, os ruego, la lectura de las Escrituras» (Hom. sobre el Gn, 35).

Hch 8, 29-30. La soledad que reina en el camino facilita la conversación tranquila entre Felipe y el etíope, y surge el diálogo, un apostolado doctrinal y de confidencia. Me parece tan bien tu devoción por los primeros cristianos, que haré lo posible por fomentarla, para que ejercites -como ellos-, cada día con más entusiasmo, ese Apostolado eficaz de discreción y de confidencia (Camino, 971). Ésta fue efectivamente una característica de la actividad apostólica de nuestros primeros hermanos en la fe, que se fueron extendiendo poco a poco por todo el Imperio romano. Cristianos de todas las condiciones sociales desarrollaban su apostolado con sus compañeros de profesión: el marinero con el resto de la tripulación, el esclavo con sus compañeros de esclavitud; soldados, comerciantes, madres de familia… Todos movidos por ese afán proselitista que era una prueba más de la autenticidad y verdad de la fe que profesaban.

Hch 8, 31. «¿Cómo podré entenderlo si no me lo explica alguien?»: Al judaísmo de la época le repugnaba aceptar la idea de un Mesías que sufre y muere a manos de sus enemigos. Por eso, el etíope tiene dificultad para entender ese pasaje -y todo el canto del Siervo de Yahwéh, del que está tomado (cfr. cap. Is 53) -. No sabe si Isaías profetizaba de sí mismo o de otro.
En ocasiones puede ser difícil entender algún pasaje de la Biblia, y por eso comenta San Jerónimo: «Yo no soy -para hablar de pasada de mí mismo- ni más estudioso ni más santo que aquel eunuco que desde Etiopía, es decir, del extremo de la tierra, vino al Templo, abandonó el palacio regio, y era tanto su amor a la ciencia divina que incluso en el carro iba leyendo las letras sagradas. Y, sin embargo (…), desconocía a quien sin saberlo veneraba en aquel libro. Llegó Felipe, le muestra a Jesús que estaba oculto y como aprisionado en la letra, y (…) en el mismo momento cree, se bautiza, es fiel y santo (…). Te lo digo (…) para hacerte ver que, sin un guía que vaya delante mostrando el camino, no se puede entrar en las Escrituras santas» (Epístola 53, 5-6).
Esa guía es la interpretación segura de la Iglesia, a quien Dios entregó los libros que había inspirado. Por eso enseña el Conc. Vaticano II: «Para entender el sentido de la Sagrada Escritura hay que tener en cuenta no sólo su contenido sino la unidad de toda la Escritura, la tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe (…). Todo lo que se refiere a la interpretación de la Escritura debe someterse en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la palabra de Dios» (Dei verbum, 12).

Hch 8, 35. «Por la prontitud de su fe -afirma San Juan Crisóstomo- el eunuco es digno de admiración. No ha visto a Jesucristo ni ha presenciado ningún prodigio, y ¿cuál es la razón de su cambio? Pues que, al ser observante de las cosas de la religión, se aplica al estudio de los libros santos y hace de ellos su libro de meditación y de lectura» (Hom. sobre Hch, 19).

Hch 8, 36. «¿Qué impide que yo sea bautizado?»: Estas palabras recuerdan las condiciones necesarias para poder recibir el Bautismo. Los adultos deben ser instruidos en la fe antes de recibir este sacramento, lo cual exige un tiempo de «iniciación cristiana». Sin embargo, algunas veces no debe diferirse el día del Bautismo, si hay alguna causa necesaria y justa, como es el peligro de muerte.
El Magisterio recuerda la obligación de bautizar a los niños sin demora: «El hecho de que los niños no puedan aún profesar personalmente su fe no impide que la Iglesia les confiera este sacramento, porque en realidad les bautiza en su propia fe. Este punto doctrinal fue ya claramente fijado por San Agustín, el cual escribía: 'Los niños son presentados para recibir la gracia espiritual, no tanto por quienes los llevan en sus brazos -aunque también por ellos, si son buenos fieles- cuanto por la sociedad universal de los santos y de los fieles (…). Es la Madre Iglesia entera la que actúa en sus santos: porque toda ella los engendra a todos y a cada uno' (Epístola 98; cfr. Sermo 176). Santo Tomás de Aquino, y después de él la mayoría de los teólogos recogen la misma enseñanza: el niño que es bautizado no cree por sí mismo, por un acto de fe personal, sino por medio de otros, 'por la fe de la Iglesia que se le comunica' (S.Th. III, q. 69, a. 6, ad 3; cfr. q. 68, a. 9, ad 3). Esta misma doctrina está expresada en el nuevo Ritual del Bautismo, cuando el celebrante pide a los padres y padrinos y madrinas que profesen la fe de la Iglesia 'en la que son bautizados los niños'» (Instrucción sobre el Bautismo de los niños, 20-X-1980, n. 14).
Más adelante la misma Instrucción se extiende sobre este importante deber de bautizar a los niños: «Ciertamente la predicación apostólica se dirigía normalmente a los adultos, y los primeros bautizados fueron hombres convertidos a la fe cristiana. Como estos hechos son narrados por el Nuevo Testamento, se podría pensar que en ellos sólo se considera la fe de los adultos. Sin embargo, la praxis del Bautismo de los niños se apoya en una tradición inmemorial de origen apostólico, cuyo valor no puede descartarse; más aún, el Bautismo jamás se ha administrado sin la fe: para los niños se trata de la fe de la Iglesia. Por otra parte, según la doctrina del Concilio de Trento sobre los sacramentos, el Bautismo no es un puro signo de la fe; es también su causa» (Ibid., n. 18).
Los padres cristianos son responsables de que sus hijos sean pronto bautizados. El nuevo Código de Derecho Canónico señala: «Los padres tienen el deber de procurar que los niños reciban el Bautismo en las primeras semanas; acudan cuanto antes al párroco, al nacer, o incluso antes, a pedir el Bautismo del hijo y la debida preparación de ellos» (can. 867).

Hch 8, 37. El v. 37 falta en algunos códigos griegos y en las mejores versiones. Probablemente se trata de una nota marginal que se habría introducido más tarde en el texto, y en la que se expresa la profesión de fe que debía hacerse al recibir el Bautismo. En la Vulgata figura así: «Dixit autem Philippus: Si credis ex toto corde, licet. Et respondens ait: Credo, Filium Dei esse Iesum Christum». Que traducido sería: «Dijo Felipe: Si crees de todo corazón, es posible. Respondió él: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios». Esta glosa tan antigua, inspirada en la liturgia bautismal, tiene el valor de mostrar la fe en la filiación divina de Cristo como núcleo del credo cristiano que se exigía para el Bautismo. Felipe, guiado por el Espíritu Santo, no pone en esta ocasión otras condiciones, y bautiza al etíope de inmediato.

Hch 8, 39. San Juan Crisóstomo nos hace reflexionar en el detalle de que el Espíritu arrebata a Felipe sin darle tiempo siquiera a alegrarse con aquél que acaba de ser bautizado. «¿Por qué le tomó el Espíritu del Señor? Porque debía seguir predicando en otras ciudades. No nos debe admirar que esto haya sucedido de un modo divino, no humano» (Hom. sobre Hch, 19).
El funcionario «siguió su camino con alegría», con la alegría del que es consciente de ser hijo de Dios por el Bautismo recién recibido. Acababa de concedérsele el don de la fe y con la gracia divina se disponía a responder a sus exigencias, aun en circunstancias no muy favorables, pues era probablemente el único cristiano en toda Etiopía.
«La fe es don de Dios y como tal ha sido recibida en el Bautismo; pero para que ese don no quede estéril requiere respuesta del hombre» (Ritual del Bautismo de niños, n. 91).
El Bautismo es uno de los sacramentos que imprime una huella indeleble en el alma y sólo se recibe una vez. Sin embargo, la respuesta a las exigencias bautismales hay que actualizarla continuamente; no sólo al renovar las promesas del Bautismo en la noche pascual, sino también en toda nuestra actividad diaria, que debe responder a la actuación de un hijo de Dios.
La alegría del etíope es muy natural, y consecuencia lógica de las múltiples gracias concedidas por el Bautismo. San Juan Crisóstomo enuncia estas gracias con ayuda de citas de los Evangelios y de las epístolas de San Pablo: «Los nuevos bautizados son libres, santos, justos, hijos de Dios, herederos del Cielo, hermanos y coherederos de Cristo, miembros de su Cuerpo, templos de Dios, instrumentos del Espíritu Santo (…). Los que ayer estaban cautivos son hoy hombres libres y ciudadanos de la Iglesia. Los que ayer estaban en la vergüenza del pecado se encuentran ahora en la seguridad de la justicia; y no sólo libres sino santos» (Catequesis bautismales, III, 5).

Hch 9, 1-3. Las autoridades romanas reconocían la autoridad moral del Sanedrín e incluso le permitían alguna jurisdicción sobre los miembros de las comunidades judías fuera de las fronteras de Palestina, como es el caso de Damasco. Su potestad llegaba incluso hasta el derecho de extradición (cfr. 1M 15, 21).
La distancia entre Jerusalén y Damasco es de 230-250 km, según el itinerario que se elija. Para unos hombres como Saulo y sus acompañantes, probablemente provistos de cabalgaduras, no ofrecía dificultad y se realizaba en menos de una semana. La aparición del Señor sucedió al final del viaje, ya en la proximidad de Damasco.

Hch 9, 2. «Camino»: La palabra hebrea correspondiente significa también la conducta religiosa o modo de obrar ante Dios. Aquí designa el estilo de vida cristiano y el Evangelio mismo; indirectamente se refiere al conjunto de esos primeros seguidores de Jesús (cfr. Hch 18, 25 s.; Hch 19, 9.23; Hch 22, 4; etc.) y a todos los cristianos que vendrían después y que están camino del Cielo, y recuerdan las palabras de Jesús: «¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!» (Mt 7, 14).

Hch 9, 3-19. Éste es el primero de los tres relatos de la vocación de Saulo que incluye el libro de los Hechos (cfr. Hch 22, 5-16; Hch 26, 10-18), sucedida probablemente entre los años 34 y 36. Cuando se trata de sucesos trascendentales, no le importa a San Lucas repetir su narración. Una vez más la Luz brilló en las tinieblas (cfr. Jn 1, 5) y en esta ocasión iluminó de modo especial a Saulo de Tarso y, como en toda conversación, le hizo ver de un modo nuevo a Dios, a sí mismo y a sus hermanos.
Pero el episodio de Damasco fue más que una conversión. Representó para San Pablo el inicio de su vocación, fue entonces cuando el Señor le llamó: Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. -¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores…
Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos
(Camino, 799).
Es fácil contemplar las circunstancias que rodean la concisa narración de San Lucas. Jerusalén debía estar vacía de cristianos helenistas, que habían huido a Samaría y a otras regiones más lejanas, y llegado hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Muchos fueron a Damasco, y Saulo debió ver en el proselitismo intenso que ejercían un peligro para los millares de fieles israelitas de aquella ciudad. Saulo, aunque equivocado, buscaba el servicio de Dios; por eso supo acoger con prontitud la gracia de Dios. Él participaba plenamente de la idea del judaísmo tardío de un Mesías político, liberador y guerrero, una figura medio celeste y medio terrenal, del que se escribió: «No es posible imaginar el terrible efecto que produce su mirada ante los enemigos. Donde quiera que vuelve su cara y su mirada, todo tiembla; donde llega su voz todo se hunde y los que la oyen se derriten como cera ante el fuego» (Apócrifo de Enoc, 46). Un héroe así no sucumbe en manos de sus enemigos, ni mucho menos se deja crucificar; su misión es dominar, aniquilar a los que se le oponen, establecer una justicia y una paz perpetua. Para Saulo, la muerte en cruz de Jesús era una señal segura de su falsedad como Mesías y la idea de una hermandad de judíos con otras razas en un mismo reino era inconcebible.
En esa situación, tras varios días de camino llevando consigo la carta requisitoria contra los cristianos de Damasco, cuando ya la ciudad estaba a la vista, brilló en el cielo un deslumbrante resplandor. Saulo cayó al suelo y en un instante desapareció toda posible resistencia a la gracia por parte del que en ese momento iba a ser elegido como Apóstol. Una voz le habló, pronunciando su nombre por dos veces en un tono de queja y dolor.
La rendición es total y Saulo se pone al servicio del vencedor, sin un lamento sobre la vida pasada, dispuesto a rehacerla. Cuando se levantó del suelo y le llevaron de la mano hasta Damasco era ya un fiel siervo de Jesús para siempre. En un instante la Cruz se convirtió de «escándalo» en señal de salvación, en «fuerza de Dios», en trono triunfador, y a ella le dedicará preciosos pasajes de sus cartas. San Pablo se iría formando en el Camino e instruyendo en todo lo que Jesús hizo y enseñó, pero desde ese instante de su vocación comprendió que Jesús era el Mesías resucitado y en Él se habían cumplido las profecías; creyó en la divinidad de Cristo tras hacérsele patente la diferencia entre su idea del Mesías y la realidad del glorificado, preexistente y eterno Hijo de Dios; entendió la permanencia mística de Cristo en sus creyentes, porque oyó cómo se identificaba Jesús con sus seguidores. En una palabra, comprendió que había sido escogido, llamado por Dios, y, desde ese instante, se puso a su servicio.

Hch 9, 4. Cristo hizo patente a San Pablo, desde el momento de su conversión, la identificación entre Él y los cristianos. Es una realidad que formulará más tarde el Apóstol, al hablar en sus epístolas del Cuerpo Místico de Cristo (cfr. Col 1, 18; Ef 1, 22 s.).
Ésta es la idea que resalta San Beda en su comentario cuando explica: Jesús «no dice: ¿por qué persigues a mis miembros?, sino ¿por qué me persigues?, porque Él mismo todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la Iglesia. Asimismo Cristo tendrá en cuenta las buenas acciones realizadas con sus miembros, pues dijo: 'Tuve hambre y me disteis de comer…' (Mt 25, 35), y explicando estas palabras añadió: 'Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis' (Mt 25, 40)» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 9, 5-6. El final del v. 5 y el comienzo del 6 no parecen pertenecer al texto original sagrado, sino ser una explicación posterior. Por esta causa, la Neovulgata no los consigna. Venían en cambio en las antiguas ediciones de la Vulgata latina y en muchas traducciones. En concreto, el periodo añadido vendría a decir en castellano: «Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón. Él entonces, temblando y aturdido, dijo: Señor, ¿qué quieres que haga?». Es de advertir que la primera parte de la adición («dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón») está tomada del discurso de San Pablo ante Agripa, según viene, más adelante, en Hch 26, 14.

Hch 9, 6. La vocación de Saulo fue extraordinaria por el modo en que Dios le llamó, pero el efecto que produjo en él es el mismo que ocasiona la llamada específica al apostolado que Dios hace a algunos cristianos para que le sigan más de cerca. Los que reciben ese don, escogidos entre el resto de los bautizados -que participan de la vocación común a la santidad y al apostolado, al recibir en el Bautismo el don de la vocación divina- tienen en San Pablo un modelo de respuesta.
Pablo VI describía así los efectos que esa vocación específica produce en el interior del que es llamado: «El apostolado es (…) una voz interior inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y a la vez amorosa, una voz que, coincidiendo con circunstancias imprevistas y con grandes acontecimientos, se convierte en un determinado momento en atrayente, determinante, casi reveladora de nuestra vida y nuestro destino, incluso profética y casi victoriosa, que al fin hace huir toda incertidumbre, toda timidez y todo temor y simplifica -hasta hacerla fácil, deseable y feliz- la respuesta de nuestro ser, en la expresión de esa sílaba que desvela el supremo secreto del amor: sí; sí. Señor, dime lo que tengo que hacer y lo intentaré, lo haré. Como San Pablo, derribado a las puertas de Damasco: ¿qué quieres que haga?
»La raíz del apostolado se hunde en esta profundidad; el apostolado es vocación, es elección, es encuentro interior con Cristo, es abandono de la propia y personal autonomía a su voluntad, a su invisible presencia; es una cierta sustitución de nuestro pobre corazón inquieto, voluble y a veces infiel pero ávido de amor, por el suyo, por el corazón de Cristo que comienza a latir en la criatura que ha elegido. Entonces se desarrolla el segundo acto del drama psicológico del apostolado: la necesidad de expandirse, la necesidad de hacer, la necesidad de dar, la necesidad de hablar, la necesidad de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (…).
»El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se convierte en la necesidad de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del Reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos» (Hom. 14-X-1968).

Hch 9, 8-9. Cuando Saulo se levantó, como el mismo Señor le ordenaba, se había quedado ciego. Sus compañeros le llevaron a Damasco, donde esperó al enviado de Dios que le dijera lo que tenía que hacer. La calle Recta cruza Damasco de este a oeste, y todavía hoy se conserva su trazado.

Hch 9, 13. Ananías llama «santos» a los seguidores de Cristo. Ésta era la denominación ordinaria de los discípulos de Cristo, primero en Palestina y luego en todas partes. Dios es el «Santo por excelencia» (Is 6, 3) y de esa santidad participan -según se repite con insistencia en el Antiguo Testamento- los que se acercan a Él y cumplen sus mandatos: «Yahwéh habló a Moisés diciendo: Habla a toda la asamblea de los hijos de Israel y diles: Sed santos porque Yo soy santo, Yahwéh, vuestro Dios» (Lv 19, 1-2).
Esta forma de llamarse es una muestra más de la sobrenaturalidad en el trato que animaba a nuestros primeros hermanos en la fe: ¿Verdad que es conmovedor ese apelativo -¡santos!- que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?
-Aprende a tratar a tus hermanos
(Camino, 469).

Hch 9, 15-16. El Señor llama a San Pablo «vaso de elección», que es un hebraísmo equivalente a «instrumento elegido», y comunica a Ananías lo que el Apóstol tendrá que padecer por Él. El cristiano llamado al apostolado es también, por esa vocación divina, un instrumento en las manos de Dios que, para ser eficaz, ha de hacerse manejable y dócil, y no resistir sus indicaciones.
El destino para el que Dios había elegido a San Pablo era muy superior a sus posibilidades: «Para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel». En el mismo libro de los Hechos se muestra cómo San Pablo cumple esta misión, movido por la gracia de Dios y tras padecer mucho por su nombre. También ahora, como en todos los tiempos y circunstancias, las personas a las que el Señor elige para una misión determinada podrán llevarla a término si son buenos instrumentos que dejan actuar la gracia y saben padecer por ese ideal.

Hch 9, 19. A pesar del inicio extraordinario de la vocación de San Pablo, Dios quiso después seguir con él el camino normal, es decir, formarle y transmitirle su voluntad a través de otras personas. En este caso era Ananías el que Dios destinó para que bautizara a Pablo y le diera la primera formación cristiana.
Vemos aquí insinuada la figura de lo que la ascética cristiana llama un director espiritual. Hay un principio de gobierno humano según el cual «nadie es buen juez en causa propia, porque cada cual juzga según las propias inclinaciones» (cfr. Collationes, 16, 11). El que dirige el alma tiene una gracia de estado para transmitir la voluntad de Dios y, aunque pueda equivocarse, la persona dirigida que atiende los consejos acierta siempre y hace lo que Dios quiere de ella. San Vicente Ferrer asegura: «Nuestro Señor Jesucristo, sin el cual nada podemos, no dará su gracia a aquél que, pudiendo acudir a un director experto, rechazare este precioso medio de santificación, pensando bastarse a sí mismo en todo lo que atañe a su salvación. El que tiene un director, a quien obedece en todo, llegará al fin más fácil y prontamente que si se guiara a sí mismo, aun poseyendo una aguda inteligencia e inmejorables libros de espiritualidad» (Tratado de la vida espiritual, lib. 2, cap. 1).
Sobre la dirección espiritual de fieles corrientes, que buscan la santidad y ejercen el apostolado en las condiciones ordinarias de la vida, escribe San Josemaría Escrivá: Director. -Lo necesitas. -Para entregarte, para darte…, obedeciendo. -Y Director que conozca tu apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio…, llenándote de paz, y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo (Camino, 62).

Hch 9, 20-23. San Pablo narra en la Epístola a los Gálatas (cfr. Ga 1, 16 s.) que tras su conversión se retiró a Arabia y después volvió a Damasco. Entre las dos estancias pasaron casi tres años, y es en este segundo periodo cuando Saulo predica la divinidad de Jesús, con toda su fogosidad y ciencia, puestas ahora al servicio de Cristo. Esto admiró y confundió a los judíos, quienes enseguida tomaron medidas contra él.

Hch 9, 25. Esta fuga la narra San Pablo en 2Co 11, 32 s. El que pretendía capturarle era el gobernador del rey Aretas, instigado por los judíos de la ciudad.

Hch 9, 26. Es la primera vez que Pablo, después de su conversión, se presenta en Jerusalén. El motivo de este viaje fue visitar a Pedro, con quien pasó quince días (cfr. Ga 1, 18), y ponerse a su disposición, así como contrastar su predicación con la de los Apóstoles.
Bernabé (vid. nota a Hch 4, 36) disipó ese primer y lógico recelo de la primitiva comunidad ante su antiguo perseguidor. Las noticias de su actividad apostólica en Damasco no habían llegado todavía a Jerusalén, pero sí era conocido por todos su afán por acabar con los cristianos, por lo que inspiraba un temor comprensible.
Durante las dos semanas que permaneció en Jerusalén predicó con audacia su fe en la divinidad de Jesús y, al igual que en Damasco, se ganó enseguida la enemistad de los judíos, que intentaron matarle.

Hch 9, 30. Por segunda vez San Pablo tiene que huir para evitar su muerte. San Juan Crisóstomo explica, con ocasión de este suceso, que en la actividad apostólica hay que poner, además de la gracia, los medios humanos que se adecúen a las circunstancias. «Los discípulos temían que los judíos hicieran de Saulo un mártir, como habían hecho con San Esteban. A pesar de ese temor le envían a predicar el Evangelio a su propia patria, donde estará más seguro. Veis en esta conducta de los Apóstoles que Dios no lo hace todo inmediatamente con su gracia y que con frecuencia deja actuar a sus discípulos siguiendo la regla de la prudencia» (Hom. sobre Hch, 20).
San Juan Crisóstomo veía también en la anterior fuga de Damasco una forma de ejercitar esa prudencia: «A pesar de su gran deseo de unirse a Dios, debía cumplir antes su misión de salvación de las almas (…). Jesucristo no preserva a sus Apóstoles de los peligros, sino que deja que los afronten, porque quiere que el hombre utilice los recursos que le da la prudencia para salir de ellos. ¿Por qué esta disposición? Para hacernos entender que los Apóstoles son también hombres y que la gracia no lo hace todo en sus servidores. De lo contrario, ¿quién no habría visto en ellos otra cosa que un leño inerte y sin vida? Por esta razón los Apóstoles hicieron muchas cosas siguiendo las reglas de la prudencia humana. Sigamos su ejemplo y empleemos todas nuestras capacidades naturales para trabajar con la gracia por la salvación de nuestros hermanos» (Ibid.).

Hch 9, 31. San Lucas detiene su relato para hacer una consideración de carácter general sobre el progreso ininterrumpido de la Iglesia en su conjunto y de las diversas comunidades que han surgido con motivo de la dispersión (cfr. Hch 2, 40.47; Hch 4, 4; Hch 5, 14; Hch 6, 1.7; Hch 11, 21.24; Hch 16, 5). Destaca sobre todo la paz y consolación operadas por el Espíritu Santo. Es una nota de justificado optimismo y confianza en la asistencia divina. Se confirma que la Iglesia es de Dios y consiguientemente ningún factor humano puede destruirla (cfr. Hch 5, 39).

Hch 9, 32. El libro de los Hechos reanuda en este punto la narración de la actividad apostólica de San Pedro en Palestina. Lida (cfr. Hch 9, 32-35), Joppe -la actual Jaffa- (cfr. Hch 9, 36-43) y Cesarea la Marítima (cfr. Hch 10, 24-28; Hch 12, 19) son algunas de las ciudades en las que el Príncipe de los Apóstoles predicó la Buena Nueva.
«San Lucas va a hablar de Pedro, que visita a los fieles. No quiere que este desplazamiento parezca un efecto del miedo, y por eso expone en primer lugar la situación de la Iglesia, después de haber indicado en su momento que durante la persecución Pedro había permanecido en Jerusalén (…). Pedro actúa como un general que pasa revista para ver si la tropa está bien formada y en orden, y para conocer los lugares en donde es más necesaria su presencia. Le vemos ir en todas direcciones y hallarse en todas partes. Si hace ahora este viaje es porque piensa que los fieles necesitan su doctrina y su estímulo» (Hom. sobre Hch, 21).
Las noticias que nuestro libro facilita sobre San Pedro acaban en el cap. 15, con la intervención del Apóstol en el concilio de Jerusalén.

Hch 9, 33-35. San Pedro lleva la iniciativa y no espera a ser llamado por el paralítico. Se mencionan los ocho años de enfermedad para destacar la importancia y dificultad de la curación, que se obra sin embargo al instante por el poder de Jesucristo. «¿Por qué no esperó Pedro a que el tullido manifestara su fe? ¿Por qué no le preguntó primero si deseaba ser curado? Seguramente porque hacía falta producir en la muchedumbre la grande y saludable impresión que el milagro causó» (Hom. sobre Hch, 21). Pero la conversión de los habitantes de Lida y Sarón es también fruto del trabajo de Pedro. Los milagros, en efecto, no ahorran esfuerzo a los Apóstoles ni hacen secundaria o superflua su incansable predicación.

Hch 9, 36-43. La palabra griega «Dorkás» significa, a su vez, «Gacela». La ciudad de Joppe es la actual Jaffa, unida hoy prácticamente a Tel-Aviv. Se la menciona ya en los escritos de Tell-el-Amarna con el nombre de Iapu. Había sido convertida al judaísmo en tiempos de Simón Macabeo, hacia el año 140 a.C.
El milagro de la resurrección de la cristiana Tabita realizado por Pedro en Joppe es el primer prodigio de esta clase narrado en Hechos. Como en el Evangelio, el milagro es también aquí un signo visible para despertar la fe de quienes lo presencian con buena disposición y deseo de creer. En este caso el milagro es asimismo una misericordiosa respuesta de Dios a las virtudes de Tabita, que «hacía muchísimas buenas obras y limosnas», y un estímulo para los cristianos de la ciudad.
«En los Hechos de los Apóstoles -escribe San Cipriano- está claro que las limosnas no sólo nos libran de la muerte espiritual, sino de la temporal. Habiendo enfermado y muerto Tabita, que 'hacía muchísimas buenas obras y limosnas', fue llamado Pedro. Y apenas se presentó, con toda la diligencia de su caridad apostólica, le rodearon las viudas con lágrimas y súplicas (…), rogando por la difunta más con sus gestos que con sus palabras. Creyó Pedro que podía lograrse lo que pedían de manera tan insistente y que no faltaría el auxilio de Cristo a las súplicas de los pobres en quienes Él había sido vestido (…). No dejó, en efecto, de prestar su auxilio a Pedro, al que había dicho en el Evangelio que se concedería todo lo que se pidiera en su nombre. Por tal causa se interrumpe la muerte y la mujer vuelve a la vida, y con admiración de todos se reanima, retornando a la luz del mundo el cuerpo resucitado. Tanto pudieron las obras de misericordia, tanto poder ejercieron las obras buenas» (De opere et eleemosynis, 6).

Hch 9, 43. El oficio de curtidor no estaba prohibido pero era considerado por los judíos observantes una actividad impura, por el contacto que exigía con cuerpos muertos (cfr. Lv 11, 39: «Cuando muera uno de los animales que podéis comer, quien toque su cadáver quedará impuro hasta la tarde»).
Al hospedarse en casa de Simón el curtidor. San Pedro manifiesta que estas prohibiciones y criterios judaicos ya no tienen en su conciencia el valor de antes. Han sido superados por la libertad del Evangelio y mantienen sólo una posible vigencia ocasional por motivos de caridad y para evitar escándalos.

Hch 10, 1-48. La conversión del pagano Cornelio al cristianismo es uno de los puntos culminantes del libro de Hechos. Es un acontecimiento de enorme importancia, que manifiesta la vocación universal del Evangelio y hace ver que la fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras.
Hasta entonces el Evangelio había sido predicado solamente a judíos. La predicación a los samaritanos se consideraba en realidad como un anuncio de la salvación a quienes un día había sido parte del pueblo elegido. Al predicar sólo a judíos, los discípulos tenían en cuenta que el pueblo de Israel era el único pueblo elegido por Dios para ser depositario de las promesas divinas. Tenía, por lo tanto, un derecho a recibir el primero el mensaje definitivo de salvación. El Señor mismo se había conducido según este criterio y exigido a sus discípulos reservar su predicación «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6; cfr. Mt 15, 24).
Los Apóstoles no se habían planteado aún la grave cuestión de si el derecho preferente del pueblo judío a recibir el anuncio evangélico suponía además una cierta pretensión de exclusividad en esa recepción. Una intervención expresa de Dios hará entender a Pedro de modo práctico la universalidad de la buena nueva evangélica y las consecuencias de la voluntad salvadora de Dios, así como la necesidad de superar las limitadas nociones del judaísmo sobre el alcance de la salvación.
Pedro, sorprendido, pero lleno de docilidad a la voz de Dios va a ser agente activo en el pleno cumplimiento de las promesas divinas. «Ya había predicho Dios con anterioridad -escribe San Cipriano- que al caer de los tiempos se le adherirían adoradores mucho más fieles de todas las naciones, pueblos y ciudades, que recibirían la misericordia a través de los dones divinos que los judíos habían perdido después de recibida, por haber despreciado su propia religión» (Quod idola dii non sint, 11).
San Lucas narra pausadamente la conversión de Cornelio en un capítulo largo cargado de detalles y repeticiones deliberadas, que subrayan y ayudan a entender mejor los puntos fundamentales. Todo indica la gran importancia que encierra el hecho de que los paganos puedan entrar y entren efectivamente en la Iglesia sin pasar por el judaísmo. Se considera a Cornelio el primer pagano convertido al Cristianismo. No sabemos si el bautismo del etíope, narrado en el capítulo 8, ocurrió después del de Cornelio; pero en cualquier caso es un hecho aislado y marginal que no afecta al carácter solemne y constitutivo, para la economía salvífica, de la conversión del centurión romano.

Hch 10, 1. Cesarea marítima, donde vivía Cornelio, no debe confundirse con Cesarea de Filipo, escenario de la promesa del Primado a Pedro (cfr. Mt 16, 13-20). Cesarea marítima era sede del Prefecto romano y estaba situada en la costa, a unos cien kilómetros de Jerusalén. Tenía una guarnición romana de tropas auxiliares, es decir, no formada por legiones.

Hch 10, 2. Cornelio era un hombre piadoso y temeroso de Dios. La segunda expresión posee un valor preciso y se usaba para designar a las personas que adoraban al Dios de la Biblia y practicaban la Ley judía sin convertirse formalmente al judaísmo (cfr. nota a Hch 2, 5-11).
No era un prosélito y no había sido, por lo tanto, circuncidado (cfr. Hch 11, 3). «No penséis que la gracia se les concede por su dignidad. Se les concede por su piedad; de modo que la dignidad se les ha dado para que destaque mejor su piedad» (Hom. sobre Hch, 22).
La figura de Cornelio presenta rasgos religiosos similares a la del centurión de Cafarnaún, cuya fe es alabada por Jesucristo en el Evangelio de San Lucas (Lc 7, 1 s.). Piensan algunos autores que Cornelio pertenecía a la gens romana de ese nombre, y que San Lucas, que al escribir Hechos ha puesto su mirada en Roma y en los lectores romanos, informa sobre la historia de Cornelio con particular alegría.

Hch 10, 4. «Oraciones y limosnas» eran consideradas entre judíos y cristianos obras muy gratas a Dios y expresión de una verdadera piedad. La devoción sincera de Cornelio atrae sobre él y los suyos la gracia y la misericordia divinas. «¿Veis cómo comienza la obra del Evangelio entre los gentiles? Por un hombre piadoso cuyas obras le han hecho digno de tal favor» (Hom. sobre Hch, 22).
La práctica habitual de la limosna, resumen y manifestación de numerosas virtudes, es alabada y recomendada vivamente en el Antiguo Testamento. «Nunca temas dar limosna -se dice en el libro de Tobías- porque de ese modo atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Es un don valioso para cuantos la practican en presencia del Altísimo» (Tb 4, 8-11; cfr. Tb 12, 9). La limosna es una excelente obra de misericordia que santifica a quien la hace y denota la predilección con que Dios le mira.
«Dad y se os dará» (Lc 6, 38). Los discípulos de Cristo han tenido siempre en cuenta las palabras del Señor, cuyo eco resuena en escritos cristianos de todos los tiempos. «A todo el que te pida dale y no se lo reclames, pues el Padre quiere que a todos se dé de los propios dones. Bienaventurado el que, según el mandato de Dios, haga limosna al indigente» (Didaché, I, 5).
La limosna generosa en beneficio del necesitado, así como la contribución oportuna al mantenimiento de la Iglesia, sus ministros y las obras de celo, son obligación permanente de todo cristiano. El ejercicio de esta obligación algunas veces no deberá ni podrá limitarse a la entrega de lo que sobra. Como es lógico, atañe en mayor grado a los que han recibido de Dios riquezas y medios materiales abundantes. La situación holgada que disfrutan es un signo de la voluntad de Dios, que les pide disposición interior y adecuada prontitud para cubrir razonablemente las necesidades verdaderas de sus prójimos.
El cristiano que no entiende esta obligación o se resiste a cumplirla se expone a reproducir la figura del rico Epulón (cfr. Lc 16, 19 ss.), que, ocupado sólo en sí mismo y apegado desordenadamente a su dinero, no acertó a ver que el Señor puso al pobre Lázaro cerca de él para que le socorriera con sus bienes.
'Divitiae, si affluant, nolite cor apponere' -Si vienen a tus manos las riquezas, no pongas en ellas tu corazón. -Anímate a emplearlas generosamente. Y, si fuera preciso, heroicamente.
-Sé pobre de espíritu
(Camino, 636).
El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia (Amigos de Dios, 126).
«Como memorial»; En el AT se mencionan varios tipos de sacrificios «como memorial», es decir, para que Dios tuviera presente, fuera propicio, con los que ofrecían tales sacrificios (cfr. Lv 2, 1-3; Tb 12, 12).

Hch 10, 14. El mandato taxativo de comer alimentos impuros provoca en San Pedro una comprensible perplejidad inicial. La reacción del Apóstol es la de un buen judío que ama y observa la ley divina aprendida desde joven. Ha practicado siempre los preceptos relativos a los alimentos y respetado la diferencia mosaica entre lo puro y lo impuro. Pero ahora se le invita a superar la llamada pureza legal. La disposición humilde ante las palabras escuchadas durante la visión permite a Pedro avanzar en el conocimiento de la voluntad de Dios y advertir el carácter accidental de los preceptos rituales judíos. No es que descubra sólo con la razón la incongruencia de mantener aún los ritos de la Ley mosaica. Sobre todo ha obedecido la voz divina, y esta actitud virtuosa de obediencia obra en él lo que la simple lógica humana no era capaz de concluir.
La docilidad a las mociones del Espíritu Santo facilita en Pedro el descubrimiento gradual, en primer lugar, de que las leyes relativas a los alimentos, según las cuales no podían consumirse ciertos tipos de carne, carecen de valor para los cristianos.
Este descubrimiento sencillo y capital, que ha requerido una especial intervención divina, conduce a otro todavía más importante. Pedro entiende ahora el pleno significado de todo lo enseñado por Jesús y se da cuenta de que en los planes salvadores de Dios judíos y paganos son iguales.
La restricción de los manjares había llevado al judaísmo observante a evitar toda participación con paganos en una mesa común. La cuestión de los alimentos y el trato con gentiles eran asuntos estrechamente relacionados y objeto de severas prohibiciones. Eliminada la diferencia entre alimentos puros e impuros, se abría la puerta para la comunicación con paganos y era ya posible entender lo que significaba en la práctica que «Dios no hace acepción de personas» (Dt 10, 17) y que importa sobre todo la purificación del corazón.

Hch 10, 20. «Observad que el Espíritu no dice 'he aquí el motivo de la visión que has tenido', sino 'yo los he enviado', para mostrar así que es necesario obedecer y que no es cuestión de hacer preguntas. Bastaba a Pedro para convencerse escuchar al Espíritu Santo» (Hom. sobre Hch, 22).

Hch 10, 24. El celo de Cornelio le mueve a llamar a familiares y amigos para que escuchen con él la palabra salvadora de Dios. El grupo reunido por este militar romano representa al paganismo, que sin saberlo ha esperado a Cristo durante siglos. «Me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar por quienes no me buscaban» (Is 65, 1).
El episodio protagonizado por Cornelio tiene importancia no sólo para él. La conversión del centurión romano significa que los judíos no son los únicos herederos de las promesas, y descubre la naturaleza salvadora del Evangelio, que trae un remedio universal para una necesidad universal. «Cornelio fue tan adepto a Dios, que le fue enviado un ángel, y a sus merecimientos hay que atribuir todo el misterio por el que Pedro tenía que superar las estrecheces de la circuncisión (…). Bautizado aquél por el Apóstol, consagró la salvación de los gentiles» (San Jerónimo, Epístola 79, 2).

Hch 10, 25-26. Resulta difícil para los paganos entender en un primer momento que Dios se les manifieste, les haga conocer su voluntad y conceda sus dones por medio de otros hombres idénticos a ellos. Piensan quizá inicialmente que deben ser seres celestiales o dioses con figura humana (cfr. Hch 14, 11), hasta que descubren estar en presencia de hombres de carne y hueso. Hombres son, en efecto, los instrumentos defectuosos pero imprescindibles en quienes el Señor ha querido y quiere apoyarse habitualmente para llevar a cabo sus designios de salvación. Este modo divino y providente de actuar, iniciado en el Antiguo Testamento, llega a su máxima expresión en el Evangelio y se manifiesta admirablemente en el sacerdocio cristiano.
«Todo sacerdote es tomado de entre los hombres» (Hb 5, 1) para ser enviado de nuevo a sus hermanos como ministro de intercesión y de perdón. «Ha de ser, por tanto, miembro de la humanidad porque Dios desea que el hombre tenga a alguien semejante a él para que le ayude» (Santo Tomás de Aquino, Comentario sobre Hb, 5).
Se ha dicho que todo es perfecto y magnifico en el Evangelio de Jesucristo, excepto las personas de sus ministros. Porque esos sacerdotes, consagrados mediante un sacramento, son también hijos de Adán y poseen una naturaleza débil, que no han abandonado después de recibir la sagrada ordenación.
«Esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe sorprender si consideramos que ha sido dispuesto por un Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en Dios. Los sacerdotes de la Nueva Ley son hombres, a fin de que puedan 'sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que ellos están también envueltos en flaqueza' (Hb 5, 2)» (J. H. Newman, Discursos sobre la fe, III).
Si los sacerdotes no hubieran sido hombres de carne y hueso no podrían haber sentido piedad hacia los demás hombres, sus hermanos; no habrían sido capaces de mirarles con afecto ni de comprender sus debilidades. Pueden hacerlo precisamente quienes comparten la condición humana y han experimentado las mismas tentaciones.

Hch 10, 28. «Los Apóstoles no querían que su conducta pareciera prohibida y hecha sólo en consideración a Cornelio, que era un hombre importante. Pedro desea que sólo el Señor aparezca como motivo de su proceder. Por eso recuerda la prohibición de mantener trato con un pagano y más aún de ir a su casa» (Hom. sobre Hch, 23).
Pedro justifica su conducta, diferente en este caso al proceder de los judíos estrictos, con la afirmación de que actúa según el deseo de Dios que se le ha manifestado poco antes. Para el Evangelio ya no existe la distinción entre hombres puros e impuros Todos son iguales ante Dios si escuchan su palabra con el corazón limpio y se convierten de sus pecados.

Hch 10, 33. La gracia obra en Cornelio la disposición de aceptar las palabras de Pedro como venidas de Dios. El centurión era hombre de buena voluntad y conciencia recta, que adoraba a Dios con el culto que su ciencia y su piedad le permitían. Representa, antes de su encuentro con Pedro, la figura del hombre religioso que busca sinceramente la verdad y está por lo tanto en vías de asegurar su destino eterno. Enseña el Conc. Vaticano II: «Quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Lumen gentium, 16).
Las ayudas espirituales recibidas por Cornelio y los suyos tenían sin embargo un alcance todavía mayor. Les preparaban desde el primer momento para su ingreso final en la Iglesia. Así ocurre en toda concesión de gracia a paganos, porque es en la Iglesia católica donde se encuentra la plenitud de los dones que Dios quiere comunicar cuando dispensa las primeras gracias a quien no es todavía cristiano. «Es la intención y el modo de actuar divinos. Si Dios no ha despreciado a los magos, ni al etíope, ni al ladrón, ni a la cortesana, mucho menos despreciará a los que viven la justicia y la desean» (Hom. sobre Hch, 23).

Hch 10, 34-43. El breve discurso de Pedro es el primero que el Apóstol dirige a no judíos. Se inicia con la idea central de que Dios no hace acepción de personas y desea salvar a todos los hombres mediante el anuncio del Evangelio (vv. 34-36). Sigue un resumen de la vida pública de Jesús (vv. 37-41), y termina con la afirmación, formulada por vez primera en Hechos, de que Jesucristo ha sido constituido Juez de vivos y muertos (v. 42). Como en toda predicación cristiana a gentiles, la prueba de Sagrada Escritura ocupa un segundo término (v. 43).

Hch 10, 34. El v. 34 contiene una alusión a 1S 16, 7, donde el Señor instruye al profeta en orden a la unción de David como rey de Israel y le dice: «No mires a su porte ni a su estatura, porque no es éste mi elegido: yo no juzgo por lo que aparece a la vista del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero el Señor ve el corazón». Cuando Dios ofrece la salvación y llama a sus elegidos no juzga como los hombres. Para Él carecen de valor las diferencias de clase social, raza, sexo o cultura.
San Pedro proclama ahora que las profecías del Antiguo Testamento según las cuales judíos y gentiles formarán una única nación bajo el Mesías (Is 2, 2-4; Jl 2, 27; Am 9, 12; Mi 4, 1) y las palabras de Jesús, que llama a todos a formar parte de su Reino (cfr. Mt 8, 11; Mc 16, 15-16; Jn 10, 16) deben ser entendidas literalmente.

Hch 10, 40. La síntesis del Evangelio de Jesús (vv. 37-41) culmina en el v. 40 con la afirmación de que «Dios le resucitó al tercer día». Esta expresión se había convertido en la fórmula habitual para confesar y predicar la fe cristiana en la Resurrección del Señor (cfr. 1Co 15, 4). Sobre la Resurrección de Jesús, cfr. nota a Hch 4, 10.42. El v. 42 se refiere a la misión judicial de Cristo, que al resucitar ha sido hecho Juez soberano de todos los hombres para el momento de la Parusía o segunda venida. «Las Sagradas Escrituras atestiguan, en efecto, que son dos las venidas del Hijo de Dios -enseña el Catecismo Romano-. La una, cuando por nuestra salvación tomó carne y se hizo hombre en el vientre de la Virgen; y la otra, cuando al fin del mundo vendrá a juzgar a todos los hombres» (I, 8, 2). La venida de Cristo como Juez implica que los hombres se presentarán dos veces ante el Señor para dar cuenta de su vida, es decir, de sus pensamientos, palabras, acciones y omisiones. La primera tiene lugar «cuando cada uno de nosotros abandona esta vida, pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios y allí se hace examen justísimo de todo lo que ha hecho, dicho o pensado, en cualquier tiempo. Y este juicio es particular. La segunda ocurrirá cuando en un solo día y en un solo lugar comparecerán al mismo tiempo todos los hombres ante el tribunal del Juez Supremo (…). Y este juicio se llama universal» (Ibid., I, 8, 3).

Hch 10, 44-48. La escena presenta cierta analogía con lo ocurrido en Pentecostés. Allí fue dado el Espíritu Santo a los primeros discípulos, todos ellos judíos. Ahora se comunica también a los gentiles, de modo inesperado e irresistible. Es como si el Señor quisiera ratificar a Pedro todo lo que hasta este momento le había revelado con vistas a la admisión de Cornelio en la Iglesia. Cornelio y su familia son bautizados, por mandato de Pedro, sin ser agregados antes por la circuncisión al pueblo judío.

Hch 11, 1-18. Los reproches que una parte de la comunidad de Jerusalén dirige a Pedro reflejan la sorpresa que ha producido en algunos que el Apóstol se haya sentado a la mesa con personas legalmente impuras. Les alarma que haya permitido su bautismo sin obligarles antes a la circuncisión.
«Los de la circuncisión» son, por tanto, cristianos que se escandalizan ante la novedad inaugurada por el Evangelio respecto a las prohibiciones rituales y los exclusivismos étnicos de la Ley mosaica.
El discurso del Apóstol provoca en los oyentes una reacción positiva y consigue tranquilizarlos. Esta actitud de los discípulos, atentos sólo a la voluntad de Dios y la difusión del Evangelio, manifiesta su disposición a dejarse instruir e indica que sus reservas primeras derivaban de una recta intención. Pedro relata de nuevo la visión narrada en el capítulo anterior (Hch 10, 9-23), para dar a entender con énfasis suficiente que no haber bautizado a Cornelio hubiera significado desobedecer a Dios.
El actual discurso contiene algunas pequeñas diferencias respecto al primer relato. La adición más significativa se encuentra en los vv. 15-16, que establecen una correlación entre la venida del Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 2, 1 ss.) y su venida en Cesarea sobre los gentiles convertidos (Hch 10, 44).
Desgraciadamente el terco espíritu judaizante no se apagaría fácilmente en algunos miembros de la naciente Iglesia, como testimonian con dramatismo diversas cartas de San Pablo. El Apóstol se refiere en una ocasión a «los falsos hermanos intrusos que se entrometieron furtivamente a espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducirnos a servidumbre» (Ga 2, 4) y previene contra los fanáticos de la Ley mosaica que se buscan a sí mismos y «quieren cambiar el Evangelio de Cristo» (Ga 1, 7).

Hch 11, 19-30. Este relato enlaza con Hch 8, 1-4: la dispersión de los cristianos a causa de la primera persecución después del martirio de Esteban. Ahora se narra la difusión del Evangelio, que llega a Antioquía del Orontes, capital de la provincia romana de Siria. Antioquía es la primera gran urbe del mundo antiguo en la que se predica a Jesucristo. Era, después de Roma y Alejandría, la tercera ciudad del Imperio romano. Tenía medio millón de habitantes y una numerosa colonia judía. Constituía un centro de gran importancia cultural, económica y religiosa.
El anuncio del Evangelio en Antioquía no se limita ya a judíos y prosélitos. La predicación se dirige a todos y forma parte de la actividad cotidiana, normal y espontánea, de los cristianos helenistas llegados desde Jerusalén después del martirio de Esteban. San Lucas no menciona nombres. Los predicadores son cristianos corrientes. «Observad -dice Crisóstomo- cómo es la gracia la que lo hace todo. Considerad también que esta obra se comienza por obreros desconocidos y sólo cuando empieza a brillar envían los Apóstoles a Bernabé» (Hom. sobre Hch, 25).
La misión de Antioquía encierra un gran significado en la expansión del cristianismo. Ahora la evangelización a los no judíos se hace tarea habitual y no se reduce sólo a casos esporádicos o aislados. Tampoco se ciñe a los «temerosos de Dios», sino que se abre a todos los gentiles. El centro de gravedad de la Iglesia cristiana comienza a desplazarse de Jerusalén a Antioquía, que será el punto de partida para la evangelización del mundo pagano.

Hch 11, 20. El título Señor aplicado a Jesús es usado con frecuencia en el Nuevo Testamento y en la cristiandad primitiva para confesar su divinidad. «Jesús es Señor» (1Co 12, 3; Rm 10, 9) equivale a decir que Jesucristo es Dios. Supone que Cristo es adorado como Hijo Único del Padre y soberano de la Iglesia, y recibe culto de latría.
La aclamación de Jesús como Señor muestra la comprensión del carácter universal de la doctrina sobre Cristo ya desde los inicios de las jóvenes comunidades cristianas. Jesús es Señor porque le corresponde el dominio sobre todos los hombres, y no es únicamente Mesías de un solo pueblo.

Hch 11, 22-26. La comunidad de Jerusalén, donde estaban los Apóstoles, se siente responsable y solícita de lo que ocurre en todo el campo de la misión cristiana. Por ello envía a Bernabé con una cierta tarea de supervisión. Bernabé es hombre de confianza de los Apóstoles, destacado por su virtud y conocido ya por el lector de Hechos (cfr. Hch 4, 36).
Urgido sin duda por el abundante e indeclinable trabajo que se abre ante los predicadores del Evangelio, Bernabé llama a Pablo, que había vuelto a Tarso después de su conversión y estancia en Jerusalén (Hch 9, 30). Movería probablemente a Bernabé el conocimiento de las cualidades del futuro Apóstol de las gentes para acompañarle en las inminentes iniciativas evangélicas de la iglesia antioquena. La responsabilidad demostrada por Bernabé y su celo para llevar obreros a la mies del Señor (cfr. Mt 9, 38) contribuyen decisivamente a la inauguración de los grandes viajes misioneros y a la realización plena de la vocación de Pablo.

Hch 11, 26. No sabemos con precisión quiénes comenzaron a designar a los discípulos con el nombre de cristianos. El hecho indica, en cualquier caso, que los miembros de la Iglesia forman a los ojos de todos un grupo peculiar. El apelativo sugiere asimismo que el término Christós -Mesías, Ungido- no se entiende ya solo como un título mesiánico, sino también como un nombre propio.
Algunos Padres de la Iglesia advierten en esta denominación un signo más de que la condición de discípulos del Señor no deriva de procedencia humana. «Aunque los santos Apóstoles han sido nuestros maestros y nos han entregado el Evangelio del Salvador, sin embargo no hemos recibido de ellos nuestro nombre, sino que somos cristianos por Cristo y por Él se nos llama de ese modo» (San Atanasio, Oratio I contra arrianos, 2).

Hch 11, 27. Tenemos noticia por este texto de la existencia de profetas en las primeras comunidades cristianas (cfr. Hch 13, 1). Los profetas forman parte de la naciente Iglesia, igual que los profetas del Antiguo Testamento pertenecían al pueblo de Israel. También los profetas en la Iglesia primitiva recibían luz de Dios -determinados carismas- para hablar en nombre Suyo, en nombre de Dios, bajo el impulso del Espíritu Santo. Su función no es únicamente predecir el futuro (cfr. Hch 11, 28; Hch 21, 11) sino explicar las palabras de la Sagrada Escritura para mostrar el cumplimiento de las promesas y planes divinos que allí se contienen.
El libro de los Hechos menciona a los profetas en diversas ocasiones. Además de Agabo, se nombran como profetas a Judas y Silas (Hch 15, 32) y a las hijas del diácono Felipe (Hch 21, 9). Sabemos también que Pablo tenía el don de profecía (cfr. caps. 1Co 12-14). En la naciente Iglesia el oficio profético se subordina al ministerio apostólico y se ejerce oportunamente bajo su dirección, para el servicio y la edificación de la comunidad cristiana. «Y Dios les dispuso así en la Iglesia: primero apóstoles, segundo profetas, tercero doctores…» (1Co 12, 28).
El don de profecía, entendido como un carisma particular, tal como aparece en los primeros años de la Iglesia, no lo encontramos en tiempos posteriores. Pero los dones del Espíritu Santo, lejos de extinguirse, están presentes en todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo según la tarea o función eclesial que le corresponde desempeñar a cada uno.
La Jerarquía de la Iglesia, que tiene al Papa como Cabeza, ha recibido la misión profética de anunciar sin error la verdadera doctrina dentro y fuera de la Iglesia.
«El Pueblo santo de Dios -enseña el Conc. Vaticano II- participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad (…). La totalidad de los fieles, que tiene la unción del Santo (cfr. 1Jn 2, 20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando 'desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos' (San Agustín, De praed. sanct., 14, 27) presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a 'la fe confiada de una vez para siempre a los santos', penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado por el sagrado Magisterio (…).
»Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también dispensa gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo 'a cada uno según quiere' (1Co 12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y mayor edificación de la Iglesia» (Lumen gentium, 12).

Hch 11, 28-29. En el reinado de Claudio (41-54) el Imperio padeció una trágica crisis de alimentos durante los años 47-49. El hambre afectó tanto a Grecia, Siria y Palestina como a Roma, y a ella se refiere sin duda la profecía de Agabo.
La previsible e inminente escasez motiva que la próspera comunidad de Antioquía decida enviar ayuda a los cristianos de la comunidad madre de Jerusalén. Los discípulos antioquenos manifiestan, como hicieron los cristianos de la primera hora (cfr. Hch 4, 34), su caridad y solicitud hacia los hermanos necesitados y demuestran de este modo el genuino carácter de su cristianismo.

Hch 11, 30. Es posible que este viaje sea el mismo que se menciona en Hch 15, 2 (cfr. Ga 2, 1-10). El dinero que Pablo y Bernabé llevan en esta ocasión a Jerusalén no debe confundirse con el fruto de la gran colecta realizada más tarde (cfr. Hch 24, 17).
Son los presbíteros de la comunidad quienes reciben y se ocupan de distribuir los resultados de la colecta. Estos presbíteros o ancianos -nombre tradicional judío para designar a los responsables de la comunidad- parece que eran ayudantes o colaboradores de los Apóstoles. No se narra su institución, pero aparecen varias veces en el libro de Hechos (Hch 15, 2-16, 4; Hch 21, 18), ejercen funciones relativamente diferentes a las que desempeñan los Doce y participan en el concilio de Jerusalén.
Pablo y Bernabé constituyen presbíteros y los colocan al frente de las iglesias que fundan en el primer gran viaje misional (cfr. Hch 14, 23), y en las Epístolas a Timoteo (1Tm 5, 17-19) y Tito (Tt 1, 5) se nombra a los presbíteros como titulares de un ministerio establecido en todas las comunidades.
Parece que en un primer momento epíscopos y presbíteros (cfr. Hch 20, 17.28; 1Tm 3, 2; Tt 1, 7) son términos equivalentes, que se usarán sin embargo algo más tarde con sentido diferente para designar los dos más altos grados de la Jerarquía de la Iglesia. Desde el siglo II la terminología se encuentra fijada. La diferencia entre ambos consiste en que los epíscopos poseen la plenitud del sacramento del Orden (cfr. Lumen gentium, a. 11), y los presbíteros, «verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento a imagen de Cristo» (Ibid., n. 28), desempeñan el ministerio pastoral como colaboradores de sus Obispos y en comunión con ellos.
Los escritos del Nuevo Testamento reservan el término sacerdote para referirse a los ministros de la Antigua Ley (cfr. Mt 8, 4; Mt 20, 18; Hb 7, 23) y como título de Jesucristo, verdadero y único Sacerdote (cfr. Hb 4, 15; Hb 5, 5; Hb 8, 1; Hb 9, 11), de quien deriva todo sacerdocio legítimo. En general, la primitiva Iglesia evita, en lo posible, el uso de una terminología que pudiera confundirla con una religión más de las muchas que existían en el mundo grecorromano.

Hch 12, 1-19. Se narra la persecución de la Iglesia por el rey Herodes Agripa I (37-44), que debió ocurrir antes del viaje de Pablo y Bernabé a la Ciudad Santa (cfr. Hch 11, 30).
Las noticias de este capítulo sobre la nueva persecución de la comunidad de Jerusalén, más amplia y generalizada que las crisis anteriores (cfr. Hch 5, 17; Hch 8, 1), reflejan con precisión tanto la cronología como la situación en Palestina. Los cristianos de Jerusalén se hallaban antes relativamente protegidos por los procuradores romanos. Ahora son entregados por Agripa -ávido de congraciarse con los fariseos- al resentimiento y animosidad crecientes de autoridades y pueblo judío.
Este capítulo cierra, por así decirlo, la historia de la primera comunidad cristiana en Jerusalén. En adelante, la atención se fijará en la iglesia de Antioquía. La última etapa de la iglesia judeo-cristiana palestinense, bajo la dirección de Santiago el hermano del Señor, se verá impedida de la expansión que gozaron otras iglesias, por las graves circunstancias históricas que padeció Tierra Santa.

Hch 12, 1. El rey Herodes es el tercer príncipe que aparece con este nombre en el Nuevo Testamento. Era nieto de Herodes el Grande, que edificó el nuevo Templo de Jerusalén y ordenó la matanza de los inocentes (cfr. Mt 2, 16), y sobrino de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea en el tiempo de la muerte del Señor. Herodes Agripa I había sido muy favorecido por el emperador Calígula, que le amplió gradualmente los territorios bajo su dominio y permitió usar el título de rey. Agripa I consiguió reinar sobre todo lo que constituyó el reino de su abuelo, de modo que Judea -regida por gobernadores romanos hasta el año 41- volvió a ser parte de los dominios que le reconocía Roma. Era hombre refinado y diplomático, dedicado tan intensamente a consolidar su poder, que se había convertido en maestro de la intriga y el oportunismo. Por motivos preferentemente políticos practicaba el judaísmo con cierto rigor.

Hch 12, 2. El martirio de Santiago el Mayor debió ocurrir en el año 42 ó 43. Santiago es el primer mártir entre los doce Apóstoles y el único cuya muerte se menciona en el Nuevo Testamento. La Liturgia de las Horas dice sobre él lo siguiente: «Hijo de Zebedeo y hermano del apóstol Juan, había nacido en Betsaida. Fue testigo de los principales milagros obrados por el Señor, y muerto por Herodes hacia el año 42. Se le tributa culto especialmente en la ciudad de Compostela, donde existe un ilustre templo dedicado a su nombre».
«El Señor permite esta muerte -observa San Juan Crisóstomo- para hacer ver a los homicidas que estos sucesos no hacen retroceder ni detenerse a los cristianos» (Hom. sobre Hch, 26).

Hch 12, 5. «Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: hombres insignificantes como somos, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante. ¿Veis lo que hacían los perseguidores sin pretenderlo? Hacían a unos más firmes en las pruebas y a otros más celosos y amantes» (Hom. sobre Hch, 26).
San Lucas, que ha recogido en su Evangelio las palabras del Señor acerca de la oración perseverante (cfr. Lc 11, 5-8; Lc 11, 11-13; Lc 18, 1-8), pone ahora de manifiesto la eficacia que Dios concede a la oración de toda la comunidad en favor de Pedro. El Señor desea que sus designios providentes de salvar al Apóstol para bien de la Iglesia sean como una respuesta a los ruegos confiados de los cristianos.

Hch 12, 7-10. El Señor asiste a Pedro mediante la acción poderosa de un ángel, que abre la cárcel después de llenarla de luz con su presencia. La milagrosa liberación del Apóstol se asemeja a la que tuvo lugar en la primera detención de los discípulos (Hch 5, 19 s.) y a la de Pablo y Silas en Filipos (Hch 16, 19 ss.).
El extraordinario acontecimiento, que ha de entenderse según el sentido literal del relato, manifiesta la solicitud del Cielo y el cuidado amoroso con el que Dios dirige y auxilia a quienes ha confiado una misión. No disminuirán sus trabajos pero verán por sí mismos que el Señor vigila y protege sus pasos.

Hch 12, 12. Juan Marcos era primo de Bernabé (cfr. Col 4, 10). Será el compañero de Bernabé y Pablo en el primer viaje apostólico (cfr. Hch 13, 5) hasta el momento de pasar a la región de Asia (cfr. Hch 13, 13). A pesar de que Pablo no quiso llevarle en el segundo viaje (cfr. Hch 15, 37-39), aparece más tarde entre los colaboradores del Apóstol (cfr. Col 4, 10; 2Tm 4, 11). Le vemos asimismo como discípulo y ayudante de San Pedro (1P 5, 13). La tradición de la Iglesia le atribuye la composición del segundo Evangelio.
«Casa de María»; Quizá era la misma casa donde estuvo el Cenáculo, en el que Jesús celebró la Última Cena con sus discípulos. Cfr. Introducción al Evangelio según San Marcos: Autor.

Hch 12, 15. La fe en los ángeles custodios y en el papel de asistencia que Dios les confía junto a cada hombre se manifiesta extraordinariamente viva entre los primeros cristianos. En el AT Dios revela ya la existencia de los ángeles, que intervienen en la Historia Sagrada en diversas ocasiones (cfr. p. ej. Gn 48, 16; Tb 5, 22; etc.). En los libros apócrifos del AT o literatura intertestamentaria (que floreció en los tiempos que rodean la vida terrena de Cristo) hay no pocas referencias a los ángeles. Nuestro Señor habló de ellos con frecuencia, como puede apreciarse por los Evangelios (cfr. p. ej. Mt 18, 10).
«Que cada uno de nosotros tiene un ángel se dice (…) en muchos lugares de la Sagrada Escritura. Lo afirma el Señor cuando habla de los niños: 'Sus ángeles en los Cielos están viendo siempre el rostro de mi Padre' (Mt 18, 10). Y Jacob se refiere al 'ángel que me libró de todo mal'. En esta ocasión los discípulos pensaban que venía a ellos el ángel del apóstol Pedro» (Super Act expositio, ad loc.).
El comportamiento de los primeros cristianos en la adversidad y su confianza en el auxilio divino señalan una pauta para todo tiempo. Bebe en la fuente clara de los 'Hechos de los Apóstoles': En el capítulo XII, Pedro, por ministerio de Ángeles libre de la cárcel, se encamina a casa de la madre de Marcos. -No quieren creer a la criadita, que afirma que está Pedro a la puerta. 'Angelus eius est!' -¡será su Ángel!, decían.
-Mira con qué confianza trataban a sus Custodios los primeros cristianos. -¿Y tú?
(Camino, 570).

Hch 12, 17. A partir de la marcha de Pedro y los demás Apóstoles, la comunidad de Jerusalén es gobernada por Santiago el Menor, «hermano» del Señor, que ya ocupaba antes un lugar importante dentro de ella. Según Flavio Josefo, Santiago murió lapidado el año 62 por orden del Sanedrín (cfr. Antiquitates iud., 20, 200).
Pedro abandona Jerusalén con rumbo desconocido. Iría probablemente a Antioquía o a Roma. Sabemos que estuvo una vez en Antioquía (cfr. Ga 2, 11), pero no es seguro que fuera en este momento. La tradición afirma que Pedro ocupó por un tiempo la sede antioquena. Sabemos con certeza que asistió al concilio de Jerusalén. En cualquier caso, fue Roma el destino definitivo del Apóstol.
Dice San Jerónimo que en el año segundo del principado de Claudio -que corresponde al año 43 d.C.-, Pedro viajó a Roma y ocupó allí la sede por espacio de 25 años, hasta el año 14 de Nerón -es decir, el 68 d.C.- (cfr. De viris ilustribus, 1).

Hch 12, 20-23. La muerte de Herodes Agripa I debió ocurrir en Cesarea el año 44 durante los juegos en honor de Claudio. La breve descripción de San Lucas coincide con la de Josefo. «Cuando el rey al amanecer del segundo día se dirigió al teatro -escribe el historiador judío-, y los rayos del sol dieron en su vestido de plata e hicieron brillar su figura con espléndido fulgor, los aduladores le aclamaron, le llamaron dios y dijeron; 'Senos propicio. Aunque hasta ahora te hemos considerado como hombre, en adelante queremos venerar en ti algo superior a una naturaleza mortal'. El rey aceptó en silencio esta adulación blasfema. Pero acto seguido sus entrañas fueron despedazadas por terribles dolores y murió al cabo de cinco días» (Antiquitates iud., 19, 344-346).
El doloroso e inesperado final del rey perseguidor de la Iglesia recuerda la muerte de Antíoco Epifanes (cfr. 2M 9, 5 ss.) otro enemigo declarado de los elegidos de Dios y de la Ley divina. «El Señor Dios de Israel que todo lo ve le hirió con una llaga incurable…».
No contento con perseguir a la Iglesia, Agripa se atribuye la gloria que sólo a Dios pertenece. Demuestra de este modo la perversión de su conciencia y la maldad inexcusable de sus perseguidores, que atraen finalmente sobre él el juicio de Dios. «El tiempo de juicio no ha llegado aún, pero Dios hiere al más culpable y libra a los otros para que aprovechen el ejemplo» (Hom. sobre Hch, 27).
El acoso a la Iglesia y a los cristianos eran la lógica consecuencia de no reconocer el predominio de Dios, al que Agripa debía considerar un competidor en la afirmación de su gloria. La vanidad y el orgullo, que niegan la evidencia de la limitación y dependencia humanas, pueden llegar, y llegan de hecho, hasta la loca agresión a Dios en sus obras y en las personas de quienes le sirven. Sólo la afirmación positiva de la Majestad divina y las consiguientes disposiciones de adoración hacen posible la dignidad humana, y son la verdadera sabiduría del hombre.
'Deo omnis gloria'. -Para Dios toda la gloria. -Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada.
Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el 'yo' no debe aparecer en ninguna parte
(Camino, 780).

Hch 12, 24. San Lucas señala el contraste entre el fracaso y castigo de los perseguidores y el progreso irresistible de la Palabra de Dios.

Hch 12, 25. «Volvieron a Jerusalén»: Así dicen los más importantes manuscritos griegos y lo ha aceptado la Neovulgata. Pero no parece coherente con lo que se relata al final del capítulo 11 y el comienzo del 13. Por eso, ya desde la antigüedad, muchos manuscritos griegos y versiones (entre ellas la edición sixto-clementina de la Vulgata latina) dicen: «Volvieron de Jerusalén». Es discutible cuál de las dos formas sea la auténtica. Nosotros hemos seguido la aceptada por la Neovulgata.

Hch 13, 1. El relato se centra desde ahora en la iglesia de Antioquía y su penetración apostólica en el mundo pagano. La iglesia antioquena es una comunidad floreciente, cuyos miembros pertenecen a todos los estratos sociales. Su organización presenta rasgos análogos a los de la iglesia de Jerusalén, y algunos aspectos diferentes. Ciertamente hay en ella unos ministros ordenados que la gobiernan y atienden con la predicación y los sacramentos. Junto a ellos se encuentran profetas (cfr. Hch 11, 28) y maestros, miembros cualificados de la comunidad.
Los maestros eran, en las primitivas iglesias cristianas, aquellos discípulos versados en la Sagrada Escritura que habían recibido un encargo de catequesis. Enseñaban a los catecúmenos y a los demás cristianos los aspectos fundamentales de la doctrina evangélica transmitida por los Apóstoles, y algunos de ellos estaban en condiciones de adquirir y suministrar a otros un conocimiento profundo y extenso de la fe.
Los maestros no debían ser necesariamente sacerdotes ni ejercer tareas de predicación, reservada generalmente a los que habían recibido la ordenación para el ministerio. Ocupaban en la Iglesia un lugar importante, derivado de la delicada misión educadora, doctrinal y moral, que se les encomendaba. Se esperaba del maestro una transmisión fiel de las mismas enseñanzas que había recibido. Una vida virtuosa y una ciencia suficiente y mesurada debían protegerle contra la posible tentación de enseñar novedades o especulaciones ajenas al Evangelio (cfr. 1Tm 4, 7; 1Tm 6, 20; Tt 2, 1).
La Carta a Diogneto enuncia el ideal de todo maestro cristiano: «No hablo de cosas peregrinas ni voy a la búsqueda de lo novedoso, sino, como discípulo que he sido de los Apóstoles, me puedo convertir en maestro de pueblos. Yo no hago otra cosa que transmitir lo que me ha sido entregado a quienes se han hecho discípulos dignos de la verdad» (XI, 1).

Hch 13, 2-3. El culto del Señor incluye la oración, pero se refiere preferentemente a la celebración de la Sagrada Eucaristía, centro de los ritos cristianos. El texto establece indirectamente un paralelismo entre la Misa y el culto sacrificial de la Ley mosaica. La Eucaristía alimenta la vida del cristiano y su celebración «edifica y hace crecer a la Iglesia de Dios» (Unitatis redintegratio, 15). Es significativo que se asocie la Eucaristía con el inicio de una nueva etapa en el crecimiento de la Iglesia.
Pablo y Bernabé reciben directamente del Espíritu Santo una tarea misional, y la comunidad de Antioquía con una señal exterior -la imposición de manos- pide en la oración que Dios les acompañe y bendiga. El Espíritu no se limita a impulsar desde lejos la expansión de la Iglesia. Cada paso, cada movimiento, de este progreso continuo por el mundo es asignado con toda verdad a la iniciativa permanente del Paráclito. Es como si Dios ratificara una y otra vez sus planes de salvación y quisiera demostrar sobreabundantemente la fidelidad absoluta con que lleva a cabo sus promesas. «La misión de la Iglesia se cumple por la operación con la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres y pueblos» (Ad gentes, 5).
Realizado bajo la moción del Espíritu Santo, el envío de Pablo y Bernabé es al mismo tiempo un acto eclesial, es un encargo de la Iglesia, que concreta los designios de Dios y actualiza la vocación personal de los dos enviados.
El Señor, «que me eligió desde el vientre de mi madre -escribirá Pablo- y me llamó por su gracia (…) para que le anunciara entre los gentiles» (Ga 1, 15-16), dispone ahora, a través de la Iglesia, el comienzo de esta misión.
Ayuno y oración constituyen la preparación más adecuada para la empresa espiritual que Pablo y Bernabé se disponen a iniciar. Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en 'tercer lugar', acción (Camino, 82). Saben bien que no van a realizar una tarea meramente humana y que todo el fruto debe venir de Dios. La oración y la penitencia que acompañan al apostolado no buscan solamente mover al Señor para conseguir sus dones. Quieren sobre todo que la gracia esté presente en sus corazones limpios y en sus labios purificados, de modo que el Señor les acompañe y no deje «caer en tierra ninguna de sus palabras» (1S 3, 19).

Hch 13, 4-Hch 14, 28. San Pablo, acompañado por San Bernabé, realizó su primer viaje apostólico por tierras de Chipre y Galacia meridional, en Asia Menor. Partió de Antioquía en la primavera del año 45 y volvió a esa ciudad casi cuatro años más tarde, después de haber llevado el mensaje de Cristo a los judíos y gentiles de los pueblos por donde pasó.
El relato de San Lucas, que ocupa los capítulos 13 y 14, es algo esquemático, pero permite seguir el recorrido y la actividad de Pablo y Bernabé con exactitud. Se embarcaron en Seleucia -que era el puerto de Antioquía, de la que distaba 35 km-, con rumbo a Chipre, la mayor isla del Mediterráneo oriental, patria de Bernabé. Y desembarcaron en Salamina, ciudad y puerto principal de toda la isla. Allí acudieron varios sábados a las sinagogas de los judíos.
En el v. 6 se dice que atravesaron toda la isla hasta Pafos, en el extremo occidental. Esto les debió llevar varios meses, pues aunque la distancia en línea recta es de 150 km, las ciudades con población judía eran numerosas, y al detenerse en cada una los pocos sábados necesarios para evangelizar, los meses transcurrieron deprisa. Nada se dice del resultado de estos meses de trabajo entre Salamina y Pafos, pero podemos imaginar que dieron buenos frutos porque Bernabé volverá más tarde a Chipre, en compañía de Marcos (cfr. Hch 15, 39), para consolidar los resultados obtenidos en esta primera misión. La Nueva Pafos, llamada oficialmente Sebaste, era entonces la residencia del Procónsul.
Desde allí se embarcaron de nuevo con dirección al norte y, tras una corta travesía, arribaron probablemente a Atalia. Después de una docena de kilómetros llegaron a Perge de Panfilia, región árida e inhospitalaria situada al pie de la cordillera del Tauro, donde Marcos se separó de sus compañeros.
El viaje de Perge a Antioquía de Pisidia (v. 14) era entonces muy penoso. Recorrieron 160 km por caminos de montaña, hasta llegar a su destino, la ciudad homónima de la que habían partido, situada a 1.200 m de altura y en la que debía habitar una numerosa población judía, atraída por el comercio de pieles. Este intenso comercio favoreció después que la palabra del Señor se difundiera por toda la región (v. 49). Ante la mala acogida de un sector grande de los judíos, Pablo se dirige en su predicación a los gentiles.
Los apóstoles son expulsados y se dirigen a Iconio, a 130 km en dirección sudeste, donde permanecieron pocos meses, pues se produjo una revuelta contra ellos, y Pablo y Bernabé tuvieron que huir a la región de Licaonia, a dos ciudades poco importantes que se llamaban Listra y Derbe. En la primera debía haber muy pocos judíos y carencia de sinagoga. En vista de lo cual Pablo dirige su predicación a los licaonios del lugar, hablándoles al aire libre. Pero unos judíos llegados de Antioquía e Iconio apedrearon a Pablo, dándole por muerto. Quizá con la ayuda de Timoteo (cfr. Hch 16, 1), consiguieron llegar a Derbe, ciudad en la que hicieron muchos discípulos y donde iniciaron el viaje de regreso, rehaciendo el camino en sentido inverso, para visitar otra vez Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia. Con el tiempo, los ánimos se habrían calmado, los magistrados locales habrían sido cambiados, y todo se podía arreglar con un poco de prudencia. Fueron confirmando en la fe a esos primeros discípulos e instituyendo presbíteros en cada iglesia local. Bajaron hasta Perge y Atalia, donde se embarcaron directamente hacia Antioquía, a la que llegaron probablemente bien entrado el año 49, finalizando así este primer viaje misional.

Hch 13, 5. Será costumbre de Pablo comenzar la predicación del Evangelio en la sinagoga de cada ciudad visitada. No lo hace por táctica sino por coherencia con el designio salvador de Dios que le ha sido dado conocer. Se siente obligado -como Jesús- a anunciar primeramente el Reino a los «israelitas, de quienes es la adopción de hijos y la gloria y la Alianza y la legislación y el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo» (Rm 9, 4-5). Los judíos tienen derecho a ser los primeros a los que se les predique el Evangelio, puesto que fueron también los primeros en recibir las promesas divinas (cfr. Hch 13, 46).
Aunque muchos judíos cierran sus oídos y sus corazones a la Palabra de Dios y optan por no escucharla ni entenderla, son también muchos los que aceptan el Evangelio como plenitud que es del Antiguo Testamento. Millares de hombres y mujeres como Simeón y Ana, que esperan el Reino y sirven al Dios de sus padres con ayunos y oraciones (cfr. Lc 2, 25.37), recibirán, en toda la diáspora judía, la luz del Espíritu Santo, que les hará reconocer y abrazar como divina la predicación de Pablo.
Es verdad que las numerosas comunidades judías establecidas en todos los núcleos importantes del Imperio romano fueron muchas veces obstáculo para la difusión del Evangelio. Pero no debe olvidarse que contribuyeron también providencialmente a esa misma difusión, que pudo alcanzar en poco tiempo todos los lugares del Imperio.

Hch 13, 6-7. Chipre era desde el año 22 una provincia senatorial y estaba regida, como tal, por un gobernador con título de procónsul. Sergio Paulo era hermano de Séneca. Se le califica de hombre prudente, lo que equivale a una alabanza de su recta conciencia y sus disposiciones favorables para escuchar la Palabra de Dios. La prudencia del procónsul le conduce a resistir con energía y superar definitivamente la malvada influencia del falso profeta Barjesús.

Hch 13, 9. Se nos dice incidentalmente que Saulo ha cambiado su nombre y que ahora se llama Pablo. El cambio no obedece a una iniciativa de Dios, como en el caso de Abrahán (cfr. Gn 17, 5) o de Pedro (cfr. Mt 16, 18), para significar un nuevo encargo o misión divinos. Responde a la costumbre oriental de llevar y usar oportunamente un nombre romano. Pablo es el nombre romano de Saulo, que será a partir de ahora su único nombre.

Hch 13, 11. La acción de Pablo sobre Barjesús-Elimas es uno de los pocos milagros punitivos del Nuevo Testamento. En realidad no se hace tanto para castigar al falso profeta como para convertirle. La ceguera que se le inflige tiene un sentido medicinal y pasajero. «Pablo desea convertirle con un milagro análogo al que sirvió para convertirle a él. La frase 'hasta el tiempo señalado' no es la palabra de uno que castiga sino de quien convierte. Si hubiera sido la palabra de quien castiga le habría dejado ciego para siempre. Sólo le castiga por un tiempo, y con vistas también a ganar al procónsul» (Hom. sobre Hch, 28).
«Sabía el Apóstol, consciente de su propio caso -dice San Beda-, que la mente pueda elevarse a la luz desde las tinieblas de los ojos» (Super Act expositio, ad loc.).
El castigo de Elimas influye en la conversión de Sergio Pablo pero no representa un papel decisivo. El procónsul es convencido por la coherencia y grandeza de la doctrina cristiana, que tanto puede decir en favor de sí misma a los hombres de buena voluntad.

Hch 13, 15. El culto sinagogal durante el sábado, que procedía del tiempo postexílico (después de la cautividad de Babilonia, que duró del 586 al 539 a.C.), era ya en el siglo primero una institución sólidamente establecida. Consistía en la lectura de la Sagrada Escritura, la predicación y las oraciones públicas. No había nadie especialmente nombrado para dirigirlo, de modo que las funciones eran realizadas por los miembros de la comunidad a instancias del presidente o jefe de la sinagoga (cfr. Hch 18, 8), que supervisaba los preparativos y desarrollo del culto.

Hch 13, 16-41. El discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia nos informa admirablemente sobre su manera de presentar el Evangelio a una congregación de judíos y prosélitos. El Apóstol enumera los beneficios dispensados por Dios al pueblo elegido desde Abrahán hasta Juan el Bautista (vv. 16-25), demuestra la mesianidad de Jesucristo, en quien se cumplen todas las profecías (vv. 26-37), y afirma finalmente, a modo de conclusión, que la justificación se opera por la fe en Jesús muerto y resucitado (vv. 38-41).
El discurso recoge los que eran temas principales de la predicación apostólica, a saber: iniciativa divina salvadora en la historia de Israel (vv. 17-22), referencia al Precursor (vv. 24-25), anuncio del Evangelio o kérygma propiamente dicho (vv. 26b-31a), mención de Jerusalén (v. 31b), argumentos de Sagrada Escritura (vv. 33-37), complemento de doctrina y tradición apostólica (vv. 38-39) y exhortación final de carácter escatológico -anuncio del futuro- (vv. 40-41). El texto presenta abundantes semejanzas con los discursos de San Pedro (cfr. Hch 2, 14 ss.; Hch 3, 12 ss.), especialmente en la proclamación de Jesús como Mesías y en las numerosas citas de la Sagrada Escritura que se aducen para interpretar el hecho decisivo de la Resurrección como garantía de la divinidad de Cristo.
Pablo describe un cuadro general de la Historia de la Salvación, donde finalmente sitúa a Jesús como Mesías esperado, en el que convergen todos los caminos de esta historia y todas las promesas de Dios. Las diversas etapas que conducen a Jesucristo, incluida la del Bautista, adquieren en la exposición un carácter transitorio. Lo antiguo y provisional debe hacerse a un lado para dejar paso en Cristo a lo nuevo y definitivo.
«Temerosos»; Vid. notas a Hch 2, 5-11 y a Hch 10, 2.

Hch 13, 28. Pablo presenta sin vacilación a sus oyentes judíos el hecho, hiriente y escandaloso pero salvador, de la Cruz, padecida voluntaria e inocentemente por Jesús. «Yo -dirá en otra ocasión-, cuando vine a vosotros, hermanos, no vine a anunciaros el misterio de Dios con sublime elocuencia o sabiduría, pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Co 2, 1 s.).
La muerte de Jesús en la cruz resulta a veces un obstáculo para la fría razón. Pero es en sí misma un hecho elocuente y conmovedor que habla en favor del carácter divino del Evangelio y recomienda aceptar la fe cristiana. Con ayuda de la gracia, el hombre puede comprender de alguna manera que el Señor «se hiciera obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Puede descubrir algunos de los motivos por los que Dios decidió un modo de Redención tan sobreabundante. «Fue muy conveniente -escribe Santo Tomás de Aquino- que Cristo padeciera muerte de cruz. Primero, para ser ejemplo de virtud (…). Además, porque este género de muerte era el más adecuado para satisfacer por el pecado del primer hombre (…): convenía que Cristo, para satisfacer por aquella falta, tolerase ser clavado en el madero, como si restituyese lo que Adán había arrebatado (…). También porque al morir en la cruz Jesús nos prepara la subida al Cielo (…). Y porque así convenía para la universal salvación del mundo entero» (S.Th. III, q. 46, a. 4).
Por la muerte de Jesucristo en la cruz podemos conocer lo mucho que Dios nos ama y sentirnos movidos consiguientemente a amarle con todo nuestro corazón y todas nuestras energías. Sólo la Cruz del Señor, fuente inagotable de gracia, hace santos.

Hch 13, 29-31. El sepulcro vacío y las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos fundamentan el testimonio de la Iglesia sobre la Resurrección del Señor e indican que resucitó verdaderamente. Jesucristo predijo que resucitaría al tercer día después de su muerte (cfr. Mt 12, 40; Mt 16, 21; Mt 17, 22; Jn 2, 19). La fe en la Resurrección se apoya en el hecho del sepulcro vacío, porque era imposible que se hubiera robado el cuerpo del Señor, y en las numerosas apariciones, en las que el Señor habla con los discípulos, permite ser tocado, y come con ellos (cfr. Mt 28, 9; Mc 16, 9; Lc 24, 32; Jn 20, 21). San Pablo escribe a los corintios que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue visto por Cefas, y después por los Doce. Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos…» (1Co 15, 3-6).

Hch 13, 32-37. Pablo cita tres textos bíblicos que tienen correspondencias verbales: Sal 2, 7 («Tú eres mi Hijo»), Is 55, 3 («santas y firmes promesas hechas a David») y Sal 16, 10 («tu Santo»). Los tres señalan aspectos de la Resurrección del Señor. Juntos, se refuerzan e interpretan mutuamente y para un oyente conocedor de la Biblia y el modo de interpretarla en aquel tiempo, descubren todo el sentido encerrado en los textos centrales de las promesas hechas a David. Los Salmos 2 y 16 reciben aquí una interpretación que desborda la apreciación superficial y permite ver en ellos al rey mesiánico que, nacido de Dios, queda radicalmente exento de la corrupción del sepulcro.

Hch 13, 38-39. Este pasaje recuerda la doctrina de la justificación tal como Pablo la expone en la Carta a los Romanos. Leemos allí que Dios justifica «al que vive de la fe en Jesús» (Rm 3, 26). Explica el Concilio de Trento que «cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe (…), esas palabras han de ser entendidas en el sentido de que (…) 'la fe es el principio de la humana salvación' (San Fulgencio, De fide ad Petrum, 1), el fundamento y raíz de toda justificación, 'sin la cual es imposible agradar a Dios' (Hb 11, 6)» (De iustificatione, cap. 8).
Recibida la fe, el hombre se dirige libremente hacia Dios con el impulso de la gracia, acepta como verdad todo lo que ha sido revelado, se reconoce pecador, confía en la misericordia divina y, dispuesto finalmente a recibir el Bautismo, decide guardar los mandamientos y comenzar una vida nueva (cfr. Ibid., cap. 6).
Es sin embargo la gracia santificante -con las virtudes y dones que la acompañan- la que obra propiamente la justificación, mediante la eliminación del pecado y la santificación de la persona.

Hch 13, 45. La resistencia de los judíos de la ciudad, que llenos de envidia contradicen a Pablo, caracteriza lo que será desde ahora en adelante el comportamiento habitual de la sinagoga respecto al Evangelio. Es una actitud de endurecimiento que se repetirá en todos los lugares visitados por el Apóstol, con excepción de Berea (cfr. Mt 17, 10-12).

Hch 13, 46. Pablo esperaba quizá que el cristianismo florecería sobre el judaísmo, de modo que la sinagoga entera desembocara pacífica y religiosamente en el Evangelio, que era su natural culminación según los planes divinos. La experiencia le dio a conocer una realidad muy distinta y le enfrentó con el terrible misterio de la infidelidad de gran parte del pueblo elegido, que era su propio pueblo.
Aunque todo Israel hubiese sido fiel a las promesas de Dios, también hubiese sido necesaria la predicación del Evangelio a los gentiles. La evangelización del mundo pagano no es una consecuencia del endurecimiento judío. Deriva, por el contrario, del carácter universal del cristianismo, que ofrece a todos los hombres la única gracia que puede salvar, perfecciona la Ley mosaica y supera los limites étnicos y geográficos del judaísmo.

Hch 13, 47. Pablo y Bernabé citan Is 49, 6 para apoyar su decisión de predicar a los gentiles. El texto de Isaías se refería a Cristo, como se confirma en Lc 2, 32. Pero ahora Pablo y Bernabé se lo aplican a sí mismos porque el Mesías es «luz de los gentiles» a través de la predicación de ambos apóstoles, pues son conscientes de que hablan en nombre y con la autoridad de Cristo. Por eso aquí el Señor probablemente no se refiera a Dios Padre, sino a Jesucristo.

Hch 13, 51. «Sacudir el polvo» es una expresión tradicional judía que considera impuro el polvo de todo lugar que no sea la tierra santa de Palestina. El Señor amplía el sentido de la frase cuando dice a los discípulos que envía a predicar: «Si alguien no os acoge ni escucha vuestras palabras, al salir de aquella casa o ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies» (Mt 10, 14; cfr. Lc 9, 5). El gesto de Pablo y Bernabé es un eco de estas palabras de Jesús y equivale a «levantar acta» o dejar constancia de la infidelidad de los judíos de Antioquía.

Hch 14, 4. «El que no está conmigo -dice el Señor en el Evangelio- está contra mí» (Mt 12, 30). Ante la Palabra de Dios, que es una llamada, una interpelación directa y personal, el hombre no puede permanecer indiferente o pasivo. Ha de tomar partido aunque no quiera; y de hecho lo toma. Muchos que persiguen o critican a la Iglesia y a los cristianos pretenden en realidad justificar sus infidelidades y resistencias íntimas a la gracia de Dios.
San Lucas denomina aquí apóstoles a Pablo y Bernabé (cfr. Hch 14, 14). Aunque Pablo no pertenece al grupo de los Doce, para quienes Lucas suele reservar el nombre de Apóstoles, es considerado y se consideraba a sí mismo Apóstol por razón de su singular vocación (cfr. 1Co 15, 9; 2Co 11, 5) y su incansable predicación entre los gentiles. Cuando en los escritos de los Padres se menciona al Apóstol y no se concreta más, el término se refiere a San Pablo, pues es el más citado y comentado, debido a sus numerosas cartas.

Hch 14, 6. Listra era colonia romana, donde había nacido y vivía Timoteo (cfr. Hch 16, 1-2).

Hch 14, 8-10. «Así como el hombre cojo curado por Pedro y Juan en la puerta del Templo prefigura la salvación de los judíos, también este tullido licaonio representa a los pueblos gentiles alejados de la religión de la Ley y del Templo, pero recogidos ahora por la predicación del apóstol Pablo» (Super Act expositio, ad loc.).
Se nos dice que Pablo advierte en el tullido «fe para ser salvado». Este hombre confía en la curación de su grave defecto corporal y parece esperar también que Pablo pueda curar su alma. Pablo responde a la fe del tullido y, como hizo el Señor con el paralítico de Cafarnaún (cfr. Mc 2, 1 ss.), endereza sus pies y limpia el pecado de su alma.

Hch 14, 11-13. La sorpresa de los paganos licaonios ante el milagro obrado por Pablo les hace pensar de momento en una antigua leyenda de la región frigia, según la cual los dioses Zeus y Hermes (Mercurio) habían visitado como caminantes aquella tierra y obrado prodigios en beneficio de quienes les habían acogido en sus casas. Piensan que la situación se ha repetido y se disponen a la exaltación religiosa de Pablo y Bernabé, a quienes creen dioses con figura humana (cfr. Hch 10, 26).

Hch 14, 14. Los judíos acudían a la acción simbólica de rasgarse el vestido para indicar la conmoción interior ante una afirmación escandalosa, así como el repudio más enérgico posible de las palabras turbadoras. El gesto llegaba a ser en algunas ocasiones una mera forma que no expresaba verdaderos sentimientos religiosos, e incluso un modo de encubrir actitudes hipócritas (cfr. Mt 26, 65). Al rasgar sus vestiduras, Pablo y Bernabé manifiestan dramáticamente sus profundas convicciones y sentimientos religiosos, opuestos a toda sombra de idolatría.

Hch 14, 15-18. Pablo y Bernabé no se limitan a evitar el intento idolátrico de los licaonios una vez que se dan cuenta de sus intenciones. Procuran explicarles las razones de su actitud, y les hablan del Dios vivo, Creador de todo cuanto existe y lleno de providente solicitud hacia los hombres.
«Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días -enseña el Conc. Vaticano II-, se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con un íntimo sentido religioso» (Nostra aetate, 2).
La breve exhortación de los dos apóstoles, que adelanta algunos temas del discurso de Pablo en Atenas (cfr. Hch 17, 22-31), se apoya en nociones religiosas aceptadas por los paganos y trata de que los oyentes entiendan su pleno sentido. Los apóstoles les invitan a abandonar toda idolatría, para volverse hacia el Dios vivo, a quien ya vagamente conocen. Se les habla, por tanto, de un Dios verdadero, que está por encima del hombre, pero que se ocupa continuamente de él. La experiencia cotidiana suministrada por los sucesos de la historia, la rotación de las estaciones del año y la satisfacción de los nobles anhelos humanos son muestras de la providencia de un Dios que invita a ser descubierto en sus obras.
Este primer encuentro natural con Dios, anticipo de revelaciones mayores, exhorta ya sin embargo a la conversión interior, es decir, al cambio de vida, al repudio de las acciones que roban la paz espiritual e impiden la relación con el Creador.
La aceptación de que Dios existe está cargada de consecuencias prácticas para la vida del hombre y es el cimiento de la existencia nueva propuesta y hecha posible por el Evangelio. Cuando el hombre reconoce real y sinceramente a su Creador, que le habla en la naturaleza exterior y en el fondo de la conciencia, ha dado un paso gigantesco en su vida espiritual, porque ha dominado sus pretensiones de autonomía moral y de falsa independencia, para entrar por caminos de obediencia y de humildad. De ese modo se facilita el reconocimiento y aceptación de la Revelación sobrenatural, que siempre se hace bajo la moción de la gracia.

Hch 14, 19. Pablo menciona esta lapidación en la segunda Carta a los Corintios. «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno –escribe-; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado» (2Co 11, 24 s.).

Hch 14, 20-22. Si recibes la tribulación con ánimo encogido pierdes la alegría y la paz, y te expones a no sacar provecho espiritual de aquel trance (Camino, 696).
San Pablo no se amilana ante la persecución y el sufrimiento corporal. Su sentido interior le dice que esta crisis es el anuncio de cuantiosos frutos espirituales. Y son muchos efectivamente los que abrazan el Evangelio en aquellos lugares.
A pesar de que San Lucas muestra el progreso y la victoria de la Palabra de Dios, deja también muy claro que el camino de los predicadores es un camino de Cruz (cfr. Hch 13, 14.50). En todas partes encuentra aceptación el Evangelio, pero en todas partes encuentra también oposición. «Donde muchas coronas, mucho combate. Te conviene -dice San Ambrosio- tener perseguidores, para que encuentres así más fácilmente el éxito de tus trabajos» (Expositio in Sal 118, 20, 43).
Los sucesos permiten a los apóstoles enseñar fácilmente a los discípulos que el dolor y las dificultades forman parte de la vida cristiana.
Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro (Camino, 699). Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría no haberse encontrado con Dios (…). Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia (Amigos de Dios, 28b).

Hch 14, 23. La designación de presbíteros en cada iglesia significa la investidura de unos cristianos para un ministerio de dirección y culto, mediante un rito litúrgico de ordenación. Estos presbíteros participan en el ministerio sacerdotal y jerárquico de los Apóstoles, de quienes deriva el suyo.
«El ministerio de los presbíteros -enseña el Conc. Vaticano II- (…) participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo» (Presbyterorum ordinis, 2). El sacerdocio ministerial de los presbíteros es indispensable para la vida de toda la comunidad cristiana, que se apoya en la Palabra de Dios y en los Sacramentos. Es un sacerdocio derivado del Señor y diferente en esencia del sacerdocio común de los fieles cristianos.
El presbítero es sacerdote del Nuevo Testamento debido a una llamada de Dios. «Nuestra vocación -decía Juan Pablo II en Filadelfia ante miles de sacerdotes- es un don del mismo Señor Jesús. Es llamada personal e individual: hemos sido llamados por el nombre como lo fue Jeremías» (Homilía Civic Center, 4-X-1979).
La vida sacerdotal constituye una tarea intransferible de quien ha recibido una magnífica vocación. Es una tarea que exige y, con ayuda de la gracia, consigue gradualmente la donación total a Dios. Implica, sin duda, una entrega de la persona para siempre, porque «no reclamamos el don una vez dado. No puede ser que Dios, que dio el impulso para decir sí, desee ahora escuchar un no (…).
»No debería sorprender al mundo que la llamada de Dios a través de la Iglesia siga ofreciéndonos un ministerio célibe de amor y servicio según el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo. El llamamiento de Dios sacudió hasta lo más profundo de nuestro ser. Y después de siglos de experiencia, la Iglesia sabe cuan oportuno es que los sacerdotes ofrezcan esta respuesta concreta en su vida, para manifestar la totalidad del sí que han dicho al Señor» (Ibid.).
«Como quiera que nadie puede salvarse si antes no creyere (cfr. Mc 16, 16), los presbíteros, como cooperadores que son de los Obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios» (Presbyterorum ordinis, 4). Para cumplir bien su misión, el presbítero necesita mantener una relación directa y continua con el Señor, «un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante, con Cristo resucitado» (Homilía Catedral Santo Domingo, 26-I-1979).
Al recordar a los sacerdotes la especial tarea de ser testigos de Dios en el mundo moderno, el Papa les invita no sólo a pensar en el pueblo cristiano, del que han salido y al que deben servir, sino también a no ocultar su condición. «No dudéis en haceros reconocer e identificar por las calles como hombres que han consagrado su vida a Dios» (Discurso Maynooth, 1-X-1979).

Hch 14, 24-26. Pablo y Bernabé vuelven a Antioquía de Siria recorriendo de nuevo, en orden inverso, las ciudades visitadas durante el viaje: Derbe, Listra, Iconio, Antioquía de Pisidia, Perge. En el puerto de Atalia embarcan para Siria y llegan poco después a Antioquía. El viaje, comenzado hacia el año 45, ha durado unos cuatro años.
A pesar de la animosidad y persecución sufridas en esas ciudades, los dos misioneros no vacilan en visitarlas otra vez. Desean completar la organización de las nuevas iglesias y consolidar la fe de los discípulos. No les asusta los posibles peligros ni les preocupa que puedan repetirse los incidentes que amenazaron su vida.
«'El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará' (Mc 8, 35). Son éstas, palabras misteriosas y paradójicas -escribe Juan Pablo II-. Pero dejan de ser misteriosas si intentamos ponerlas en práctica. Entonces la paradoja desaparece y se manifiesta plenamente la profunda sencillez de su significado. Que a todos nosotros se nos conceda esta gracia en nuestra vida sacerdotal y en nuestro servicio lleno de celo» (Carta a todos los sacerdotes, 8-IV-1979, n. 5).

Hch 15, 1-35. Se podría decir que este capítulo es el centro del libro de los Hechos, no sólo por el lugar que ocupa sino porque narra el episodio más decisivo para la extensión universal del Evangelio y su plena difusión entre los gentiles. Está relacionado directamente con la conversión del pagano Cornelio, de la que se extraen, con la ayuda del Espíritu Santo, todas las consecuencias.
Los cristianos de procedencia farisea -«algunos de los que estaban con Santiago» (Ga 2, 12)- llegados a Antioquía afirman categóricamente que no es posible la salvación a quien no se circuncide y practique la Ley de Moisés. Han aceptado (cfr. Hch 11, 18) que los gentiles convertidos puedan bautizarse y formar parte de la Iglesia. Pero no han entendido bien las características de la nueva economía evangélica y piensan aún que son necesarios todos los preceptos y ritos mosaicos para alcanzar la salvación. Las graves afirmaciones de estos discípulos no sólo turban el ánimo de los cristianos antioquenos sino que comprometen la propagación de la Iglesia misma. Se plantea por lo tanto la necesidad de una suerte de apelación a los Apóstoles y presbíteros, que se encuentran en Jerusalén y llevan el gobierno de la Iglesia.

Hch 15, 2. Pablo y Bernabé son enviados una vez más a Jerusalén por la comunidad de Antioquía (cfr. Hch 11, 30). Pablo dice en Ga 2, 2 que el viaje a la Ciudad Santa se debió a una especial revelación. Es posible que, movido por el Espíritu Santo, él mismo se ofreciera. «Pablo -escribe San Efrén-, para no modificar sin los Apóstoles nada de lo que éstos permitían observar quizá por la debilidad de los judíos, marcha a Jerusalén a fin de que allí sean abolidas ante los discípulos la Ley y la circuncisión, que sin contar con los Apóstoles, ellos (Pablo y Bernabé) no querían abolir» (Catena armenia sobre Act, ad loc.).

Hch 15, 4. No quiere decirse que estaban físicamente presentes en la recepción todos los miembros de la Iglesia. La Iglesia toda estaba moralmente presente en los hermanos que asistían a la reunión y especialmente en los Apóstoles y presbíteros.

Hch 15, 5. «Secta»: Tanto el texto griego como la Neovulgata dicen literalmente herejía. En cualquier caso, en este pasaje no es un término peyorativo. Es un lenguaje correcto y preciso por razón del exclusivismo y separación religiosos ejercidos por los fariseos, que se consideraban y eran de hecho los legítimos representantes del judaísmo postexilico (cfr. nota a Hch 13, 15). Los fariseos mencionados aquí eran cristianos que prácticamente vivían aún en el judaísmo.

Hch 15, 6-21. Se reúne la Iglesia jerárquica, constituida por los Apóstoles y los presbíteros, para estudiar y decidir si los gentiles bautizados están o no obligados a la circuncisión y al cumplimiento de la Antigua Ley. Se trata de determinar e interpretar sin error un punto capital para la joven Iglesia cristiana. Bajo la dirección de San Pedro, los reunidos van a encontrar la respuesta tras una larga deliberación, pero ellos no van a crear ninguna verdad o principio nuevos. Se limitarán a interpretar correctamente, con la asistencia del Espíritu Santo, las promesas y los mandatos divinos relativos a la salvación de los hombres, y al modo en que los gentiles pueden formar parte del Nuevo Israel.
Se considera que esta reunión es el primer concilio general de la Iglesia, es decir, el prototipo de la serie a la que se ha sumado en nuestros días el Conc. Vaticano II. El concilio de Jerusalén presenta, en efecto, las notas de lo que serán después las asambleas conciliares ecuménicas en la historia de la Iglesia, a saber: a) es una reunión de quienes dirigen la Iglesia entera y no sólo de ministros de un lugar concreto; b) promulga unas normas que tienen carácter preceptivo y vinculante para todos; c) lo decidido versa sobre fe y costumbres; d) los mandatos se reflejan en un documento escrito, en orden a su promulgación formal a toda la Iglesia; e) Pedro preside la asamblea.
Según el nuevo Código de Derecho Canónico (can. 338-341), los Concilios ecuménicos son asambleas de Obispos y de algunas otras personas dotadas de jurisdicción que, convocadas y presididas por el Romano Pontífice, dictan resoluciones, que deben ser refrendadas y promulgadas por el Papa, sobre cuestiones referentes a la fe y a las costumbres.
La asamblea de Jerusalén tuvo probablemente lugar el año 49 ó 50.

Hch 15, 7-11. El breve pero determinante discurso de Pedro sigue a una laboriosa discusión en la que se habrían expuesto los argumentos en favor y en contra referentes a la necesidad de la circuncisión de los cristianos procedentes de la gentilidad. El texto de San Lucas no recoge los argumentos de los cristianos judaizantes, que se apoyarían sin duda en una interpretación literal del pacto hecho por Dios con Abrahán (cfr. Gn 17) y en la idea de la perennidad de la Ley.
Una vez más, Pedro es factor decisivo en la unidad de la Iglesia. No sólo actúa como unificador de las diversas posturas legítimas que en esta ocasión buscan la verdad, sino que señala además con su palabra el lugar donde la verdad se encuentra. Fundado en la experiencia personal que Dios le ha transmitido con motivo del bautismo de Cornelio (cfr. cap. 10), Pedro resume las discusiones y presenta una tesis que coincide con la de San Pablo: no salva la Ley sino la gracia, y por lo tanto la circuncisión y la Ley misma han quedado superadas por la fe en Jesucristo. El razonamiento del discurso de Pedro no se basa en la severidad de la Ley antigua ni las dificultades prácticas que los judíos encontraban para cumplirla. Lo decisivo de su argumentación es que la Ley de Moisés se ha hecho irrelevante y superflua para la salvación, una vez anunciado el Evangelio. Lo que Pedro niega es que sea necesario obedecer la Ley para salvarse. Asunto diferente y secundario es que pueda o deba cumplirse por otros motivos.
Como glosa de las palabras de Pedro, escribe San Efrén que «todo lo que Dios nos ha dado mediante la fe y la Ley lo ha concedido Cristo a los gentiles mediante la fe y sin la observancia de la Ley» (Catena armenia sobre Act, ad loc.).

Hch 15, 11. San Pablo afirma lo mismo en la Carta a los Gálatas. «Nosotros somos judíos por nacimiento, y no pecadores procedentes de los gentiles; y sin embargo, como sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por medio de la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley, ya que por las obras de la Ley ningún hombre será justificado» (Ga 2, 15 s.).
«Nadie puede santificarse después del pecado -dice Santo Tomás- si no es por Cristo (…). Como los antiguos padres se salvaron por la fe de Cristo que había de venir, así nosotros nos salvamos por la fe de Cristo que nació y padeció» (S.Th. III, q. 61, a. 3 y 4).
«Absolutamente necesario es aquello sin lo cual nadie puede conseguir la salvación: así ocurre con la gracia de Cristo y con el sacramento del Bautismo, por el cual se renace en Cristo» (Ibid., q. 84, a. 5).

Hch 15, 13-21. Santiago el Menor -a cuya autoridad habían apelado los judaizantes- se adhiere a las palabras de Pedro. Menciona al Apóstol con su nombre semítico –Simón- y acepta sus juicios como una interpretación correcta de lo anunciado por Dios a través de los profetas. Al decir que Dios se ha procurado «entre los gentiles un pueblo para su Nombre» parece abandonar la costumbre judía, que usaba el término de pueblo sólo para los israelitas (Ex 19, 9; Dt 7, 6; Dt 14, 2), en contraste con los paganos. Ahora se dice que el Pueblo de Dios incluye también a los gentiles. Es de nuevo el mensaje central de Pablo, según el cual los paganos bautizados pertenecen también al pueblo de la promesa: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
La sintonía de Santiago con las palabras de Pedro y el acuerdo de ambos con los principios fundamentales de la predicación paulina sugieren la actividad iluminadora del Espíritu Santo, que permite a todos encontrar el recto sentido de los anuncios divinos contenidos en la Sagrada Escritura. «Pienso que no pueden explicarse las riquezas de estos inmensos acontecimientos -escribe Orígenes- si no es con ayuda del mismo Espíritu que fue autor de ellos» (In Ex hom., IV, 5).
Santiago propone acto seguido una decisión formal y solemne que proclama el carácter secundario de la Ley, y tiene en cuenta al mismo tiempo la sensibilidad religiosa de los judeo-cristianos. Sugiere a estos efectos cuatro prohibiciones, a saber: 1) no comer carne procedente de sacrificios ofrecidos a los ídolos; 2) evitar la fornicación, opuesta a la moral natural bien entendida; 3) abstenerse de comer carne de animales no sangrados; y 4) abstenerse de tomar sangre de animales.
Las prohibiciones se encuentran establecidas en el Levítico, cuyos preceptos deben tenerse en cuenta para interpretarlas adecuadamente. Consumir carne que había sido ofrecida a los ídolos suponía para los judíos participar de alguna manera en cultos sacrílegos (Lv 17, 7, 9). Aunque San Pablo proclamaba la libertad absoluta del cristiano en este tema (cfr. 1Co 8, 10) pedirá también a los discípulos el respeto debido a la conciencia de los más «débiles».
Las uniones irregulares -y otros atentados contra la moral sexual- son mencionados en Lv 18, 6 ss., y algunas de ellas serían más tarde recibidas como impedimentos en la legislación matrimonial de la Iglesia.
La abstinencia de toda sangre y de la carne de animales estrangulados (cfr. Lv 17, 10 ss.) se fundaba en la idea de que la sangre era la expresión de la vida y como tal sólo pertenecía a Dios. El judío había concebido hacia la consumición de sangre una repugnancia religiosa y cultural prácticamente insuperable.

Hch 15, 22-29. El decreto que recoge los mandatos del concilio de Jerusalén con arreglo a las sugerencias de Santiago manifiesta que los reunidos tienen conciencia de ser guiados en sus decisiones por el Espíritu Santo y que su palabra última es la de Dios.
«Nosotros -escribe Melchor Cano, en el siglo XVI- debemos entrar por el mismo camino que el apóstol Pablo estimó como el más adecuado para resolver toda cuestión sobre la doctrina de la fe (…). Podrían los gentiles pedir satisfacción al concilio de Jerusalén porque parecía privarles de la libertad concedida por Jesucristo, y porque imponía sobre los discípulos determinadas ceremonias como necesarias, cuando en realidad no lo eran, ya que la fe era el elemento apto para la salvación. Tampoco los judíos objetaron, siendo así que contra la resolución del concilio podrían haber invocado la Escritura santa, que parece afirmar la necesidad de la circuncisión para salvarse. Así pues, concediendo tanto honor al concilio nos dieron a todos la norma que debía observarse en todos los tiempos posteriores; es decir, depositar nuestra fe indeclinable en la autoridad de los sínodos confirmados por Pedro y sus legítimos sucesores. Así nos ha parecido, dicen, al Espíritu Santo y a nosotros. Luego la sentencia del concilio es la mismísima del Espíritu Santo» (De locis, lib. V, cap. 4).
Son los Apóstoles y presbíteros, con toda la Iglesia, los que envían a determinadas personas para comunicar el decreto, pero quien lo extiende y promulga es la Jerarquía. El texto comprende dos partes: una dogmática y moral (v. 28) y otra disciplinar (v. 29). La parte dogmática habla de no imponer más cargas que las indispensables y declara por lo tanto a los paganos convertidos libres de la obligación de la circuncisión y de la Ley mosaica, pero sujetos a la perenne moral evangélica en cuestiones referentes a la castidad.
Ésta es la parte inmutable y perenne del decreto conciliar, es decir, el precepto que conservará siempre su vigencia porque refleja un aspecto necesario de la voluntad salvadora de Dios.
La parte disciplinar del decreto establece prudencialmente normas de carácter mudable y consiguientemente temporal. Se pide a los cristianos procedentes de la gentilidad que, por caridad hacia los cristianos de origen judío, se abstengan de la carne sacrificada a los ídolos, de la sangre y de los animales estrangulados. La promulgación del decreto significa que las normas disciplinares contenidas en él, aunque derivadas de la Ley mosaica, no obligan ya en virtud de esta Ley sino en virtud de la autoridad de la Iglesia que las hace suyas por un tiempo. Lo decisivo no es la palabra de Moisés, sino la de Jesucristo a través de la Iglesia. El concilio «parece conservar la Ley -escribe San Juan Crisóstomo- porque toma de ella varias prescripciones, pero en realidad la suprime, porque no las toma todas. Había hablado con frecuencia de estas prescripciones, pero buscaba respetar la Ley y establecer, sin embargo, estas normas como venidas no de Moisés sino de los Apóstoles» (Hom. sobre Hch, 33).

Hch 15, 34. Este versículo no viene en los más importantes manuscritos, ni lo incluye la Neovulgata. La antigua edición sixto-clementina de la Vulgata lo había conservado. Lo más probable es que se trate de una glosa aclaratoria y, por tanto, no pertenezca al texto auténtico del libro de los Hechos.

Hch 15, 35. En este periodo de tiempo debió tener lugar el llamado incidente de Antioquía, en el que San Pablo corrigió públicamente la conducta de San Pedro que se retraía y apartaba de los cristianos gentiles por temor a los «de la circuncisión» (cfr. Ga 2, 11-14).

Hch 15, 36-39. Pablo y Bernabé se separan con motivo de su diferencia sobre Marcos. «Pablo más severo y Bernabé más benigno, cada uno mantiene su punto de vista. Y, sin embargo, la discusión manifiesta un tanto la fragilidad humana» (San Jerónimo, Dialogus adversus pelagianos, II, 17). En cualquier caso ambos apóstoles actúan con intención recta y Dios dispone grandes bienes a partir de sus nuevos viajes de predicación. «Los dones de los hombres son diferentes -comenta San Juan Crisóstomo-, y es evidente que esta diferencia es ella misma un don (…). A veces se oye una discusión, pero todo es providencia de Dios y nada ocurre sino para colocar a cada uno en el lugar que le conviene (…).
»Notad que no hay mal alguno en que se separen si de este modo podían evangelizar a todos los gentiles. Era en realidad un gran bien. Si toman caminos diferentes con el fin de enseñar y convertir, no existe en ello ningún mal. No hay que resaltar lo que les diferencia sino lo que les une (…). Ojalá todas nuestras separaciones tuvieran como causa el celo por la predicación» (Hom. sobre Hch, 34).
Este desacuerdo no significó distanciamiento. Pablo alabó siempre a Bernabé y a Marcos por su celo (cfr. 1Co 9, 6; Ga 2, 9) y admitió a éste más tarde como compañero de apostolado (cfr. Col 4, 10).

Hch 15, 40-Hch 18, 23. El motivo inicial de este segundo viaje apostólico es visitar de nuevo a los hermanos de las ciudades evangelizadas en el primero y confirmarles en la fe. El punto de partida es la ciudad de Antioquía, donde concluirá también la misión en la primavera del año 53.
San Pablo actúa ahora por sí mismo, sin encargo de ninguna comunidad. Le acompaña Silas, cristiano de Jerusalén y ciudadano romano, que como Pablo tenía dos nombres: Silas y Silvano. Es el mismo Silvano mencionado en 2Co 1, 19; 1Ts 1, 1; 2Ts 1, 1; 1P 5, 12.
El relato del viaje ocupa casi tres capítulos del libro de los Hechos, hasta Hch 18, 23, donde San Lucas comienza, sin solución de continuidad, la narración del siguiente viaje misional del Apóstol.
Pablo parte en los primeros meses del año 50, sin un itinerario preciso de las regiones paganas, todavía no evangelizadas, que pretendía visitar. Los dos apóstoles se dirigieron a Derbe desde Cilicia, la patria de Pablo, a través de la cordillera del Tauro y la llanura de Licaonia. Pasaron después a Listra, ciudad de Timoteo, quien se unió a los dos misioneros en su marcha hacia Iconio y Antioquía de Pisidia. Desde allí, dirigidos por el Espíritu, marcharon hacia el norte, a las regiones de Frigia y Galacia. Aquí sufrió Pablo una enfermedad que le debió detener algunos meses, y después de evangelizar a los gálatas, el Espíritu les hizo pasar a Macedonia, por lo que se dirigieron a Tróade para embarcar. En esta ciudad debió añadirse al grupo San Lucas, a quien el Apóstol llamará «el médico amado».
De Tróade a Neápolis hay 230 km de navegación, y casi a mitad de camino está la isla de Samotracia, donde los viajeros apenas se detuvieron. A unos 15 km al norte de Neápolis estaba Filipos, colonia romana en la que sucedieron los hechos narrados en el cap. 16. Desde allí fueron a Tesalónica, sede del gobernador de la provincia romana de Macedonia. Tras un nuevo tumulto, Pablo y sus compañeros hubieron de partir hacia Berea, y algunos discípulos acompañaron después al Apóstol a Atenas. Los sucesos ocurridos en esta ciudad completan el cap. 17.
La siguiente ciudad evangelizada por San Pablo después de Atenas fue Corinto, donde permaneció más de año y medio. Quiso ir después a Jerusalén, antes de acabar su misión. En este viaje de vuelta hizo una breve escala en Éfeso, donde dejó al matrimonio Aquila y Priscila, que le habían acompañado desde el principio de la estancia en Corinto.
El viaje duró cerca de tres años, en los que San Pablo sufrió enfermedades, azotes, encarcelamiento y persecución, y en los que ganó para Cristo a habitantes de más de diez ciudades de Asia y Europa y de numerosos lugares que hubo de atravesar.

Hch 16, 1-3. Llegado a Listra, ciudad que había evangelizado en el primer viaje (cfr. Hch 14, 6), Pablo encuentra al joven cristiano Timoteo, de quien los discípulos le habrían dado excelentes referencias. Su madre judía Eunice y su abuela Loide eran cristianas y de ellas habría recibido Timoteo la fe.
Los proyectos apostólicos de Pablo respecto a Timoteo y el hecho de que, a pesar de ser judío por la condición materna, no había sido circuncidado, mueven a Pablo a que lo sea: su condición judía era bien conocida en la ciudad y podía ser fácilmente considerado por todos los practicantes de la Ley como un apóstata del judaísmo. Semejante estigma le incapacitaba para dirigirse a los judíos con una mínima probabilidad de anunciarles fructuosamente el Evangelio.
«Tomó a Timoteo -comenta San Efrén- y lo circuncidó. No sin deliberación lo hizo Pablo, que todo lo tuvo en cuenta para actuar prudentemente; pero dado que Timoteo se disponía a predicar el Evangelio por todas partes a judíos, y para evitar que a causa de su incircuncisión despreciaran su palabra, se decidió a circuncidarlo. No actuó así para confirmar la circuncisión -precisamente él, que la había eliminado-, sino para no perjudicar su Evangelio» (Catena armenia sobre Act, ad loc.).
Es evidente que, a diferencia del caso de Tito, a quien se negó a circuncidar (cfr. Ga 2, 3-5), Pablo no considera ahora la circuncisión un asunto de principio sino de prudencia pastoral y buen sentido. Tito era hijo de padres gentiles, y circuncidarle hubiera significado -en plena discusión con los judaizantes- una renuncia de Pablo a sus propios principios. Pero la circuncisión de Timoteo, efectuada más tarde, es en sí misma un acto irrelevante bajo el punto de vista cristiano (cfr. Ga 5, 6.15).
Timoteo llegará a ser uno de los más fieles discípulos de San Pablo, le acompañará y ayudará eficazmente en sus viajes (cfr. Hch 17, 14 ss.; Hch 18, 5; Hch 19, 22; Hch 20, 4; 1Ts 3, 2; Rm 16, 21) y será destinatario de dos cartas del Apóstol.

Hch 16, 4. El texto permite suponer que las decisiones del concilio de Jerusalén fueron recibidas por todos los cristianos con espíritu de obediencia y alegría. Venían de la Iglesia a través de los Apóstoles y suponían la respuesta eficaz a una cuestión delicada. Los discípulos prestan a estos preceptos un asentimiento externo e interno, de modo que la aceptación exterior expresa la docilidad del corazón. Es ésta la acogida que merecen y exigen por parte del cristiano las disposiciones de cualquier concilio legítimo, que nos entregan, como enseña el Concilio de Trento, la «verdadera y saludable doctrina que Cristo enseñó, los Apóstoles transmitieron y la Iglesia Católica, con la inspiración del Espíritu Santo, siempre mantuvo, de modo que nadie se atreva después a creer, predicar o enseñar de otro modo» (De iustificatione, proemium).
Juan Pablo II exhortaba al acatamiento sincero de las normas conciliares cuando invitaba en ciudad de México a cumplir la letra y el espíritu del Vaticano II: «Tomad en vuestras manos los documentos conciliares, estudiadlos con amorosa atención, para ver lo que el Espíritu ha querido decir sobre la Iglesia» (Homilía Catedral México, 26-I-1979).

Hch 16, 6. En Galacia sufrió Pablo la enfermedad a la que se refiere en Ga 4, 13: «Bien sabéis -escribe- que cuando os prediqué el Evangelio por primera vez, a causa de una enfermedad…». Llevado de su celo apostólico. San Pablo aprovecha su enfermedad, que le impedía viajar, para predicar el Evangelio.

Hch 16, 7. No se nos dice cómo impidió el Espíritu el paso de Pablo hacia Bitinia. Pudo ser mediante una voz interior o la intervención de algún hombre enviado por Dios.
En varios códices griegos y algunas versiones, en lugar de «Espíritu de Jesús» se lee sólo «Espíritu». En realidad la variante no tiene gran importancia, porque el Espíritu Santo y el Espíritu de Jesús son el mismo: cfr. Flp 1, 19; Rm 8, 9; 1P 1, 11.

Hch 16, 9. La visión tuvo lugar muy probablemente dentro del sueño, que aparece varias veces en nuestro libro como medio usado por Dios para transmitir su voluntad (cfr. Hch 9, 10.12; Hch 10, 3.17; Hch 18, 9; Hch 22, 17). Pablo y sus compañeros quedaron persuadidos de que era una llamada divina.
Con razón habla la visión de recibir «ayuda» al implorar que se anuncie el Evangelio en Macedonia. La predicación del Evangelio es en efecto el bien y la ayuda mayores que pueden recibir un hombre o un pueblo. Supone una magnífica gracia de Dios y es un excelente acto de caridad por parte del predicador, que prepara a los oyentes para el incomparable don de la fe.

Hch 16, 10. La firme persuasión que se ha originado en Pablo y sus compañeros acerca de la tarea que deben realizar es la misma que ha de albergar todo hombre cristiano, llamado ciertamente, en su bautismo, a la imitación de Cristo y consiguientemente al apostolado.
«Todos los cristianos -enseña Juan Pablo II-, incorporados a Cristo y a su Iglesia mediante el Bautismo, están consagrados a Dios. Son llamados a profesar la fe que han recibido. A través del sacramento de la Confirmación son además revestidos por el Espíritu Santo de una fuerza especial para ser testigos de Cristo y partícipes de su misión salvífica. Cada laico cristiano es, por consiguiente, una obra extraordinaria de la gracia de Dios y está llamado a las más altas cimas de la santidad. A veces, los seglares, hombres y mujeres, parecen no apreciar del todo la dignidad y vocación que les es propia como laicos. No, no se puede hablar de un 'vulgar seglar', porque vosotros habéis sido llamados a la conversión por la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Como pueblo santo de Dios, estáis llamados a desempeñar vuestro papel en la evangelización del mundo.
»Sí. Los laicos son 'raza elegida, sacerdocio santo', llamados también a ser 'sal de la tierra' y 'luz del mundo' (1P 2, 9). Su específica vocación y misión consiste en manifestar el Evangelio en sus vidas y, por tanto, en introducirlo, como una levadura, en la realidad del mundo en que viven y trabajan» (Homilía Limerick, 1-X-1979).
Se inician ahora los pasajes en primera persona del plural (Hch 16, 10-17; Hch 20, 5-8.13-15; Hch 21, 1-18; Hch 27, 1-Hch 28, 16). El autor de la narración se incluye a sí mismo como acompañante de San Pablo y testigo presencial de los sucesos.
Lucas debió sumarse a los misioneros en Tróade y quedarse luego en Filipos.

Hch 16, 12. Filipos era una próspera ciudad, fundada por el padre de Alejandro Magno (siglo IV a.C.). Junto a ella se libró, el año 42 a.C., la batalla en la que fueron vencidos los asesinos de Julio César. Octavio la elevó al rango de colonia y concedió abundantes privilegios.
Tenía una población judía muy reducida. Lo demuestra la inexistencia de sinagoga, cuyo establecimiento exigía que al menos diez varones hebreos vivieran en el lugar. Se nos informa sólo de un grupo de mujeres que se reúnen a orar junto al río, probablemente a causa de las purificaciones rituales. Los detalles de la narración indican que Lucas posee un conocimiento directo de la ciudad.

Hch 16, 14. Según lo que nos cuenta San Lucas, Lidia debía ser el sobrenombre -por la región de que provenía- de esta madre de familia, comerciante en telas de púrpura. No era judía de nacimiento, sino «temerosa de Dios» (cfr. nota a Hch 2, 5-11). Entre todas las mujeres que escuchaban a Pablo, Dios se fijó en ella para iluminarla con la luz de la fe y le abrió el corazón para que entendiera las palabras del Apóstol. Explica Orígenes que «Dios abre la boca, los oídos y los ojos para hacernos decir, ver y oír las cosas divinas» (In Ex hom., III, 2). Por eso podemos y debemos dirigirnos a Dios con palabras de la Liturgia de la Iglesia: «Abre Señor mi boca para bendecir tu santo nombre, limpia mi corazón de todos los pensamientos malos y extraños, ilumina mi entendimiento e inflama mi voluntad (…) para que merezca ser escuchado en tu presencia» (Liturgia de las Horas, oración introductoria).
Los cristianos, cuando se dirigen a Dios, le piden gracia para hacer con fruto su oración; pero no sólo en los momentos dedicados a hablar con Él, sino también en todas las normales actividades diarias, los fieles rezan con la Iglesia: «Te pedimos Señor que prevengas nuestras acciones y nos ayudes a proseguirlas, para que toda nuestra oración y trabajo empiece en Ti y por Ti alcance su fin» (Ibid., oración de Laudes, lunes 1.ª semana).
En este relato aparece la fe como don de Dios, como regalo divino, fruto de su Bondad y Sabiduría. Es que «nadie puede prestar su asentimiento a la predicación evangélica de un modo verdaderamente salvífico, a no ser por la luz y la inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la suavidad necesaria para afirmar y creer la verdad» (Dei Filius, cap. 3).

Hch 16, 15. La sucinta narración de San Lucas deja entrever las buenas disposiciones de Lidia para que en ella fructificaran rápidamente las semillas divinas sembradas por Pablo. Consecuencia es el bautismo de toda su familia. Obliga después amablemente a los apóstoles a que se alojen en su casa. «¡Qué sabiduría la de Lidia! ¡Con qué humildad y dulzura habla a los apóstoles!: 'Si juzgáis que soy fiel al Señor'. Nada más eficaz para persuadirlos que estas palabras, que hubieran ablandado cualquier corazón. Más que suplicar y comprometer a los apóstoles para que vayan a su casa, les obliga con su insistencia. Ved cómo en ella la fe produce sus frutos y cómo su vocación le parece un bien inapreciable» (Hom. sobre Hch, 35).
Bien podemos pensar que el cristianismo empezó en Europa con la correspondencia a la vocación de una madre de familia. Lidia empezó a cumplir su misión de cristianizar desde dentro el mundo entero, empezando por su hogar. San Josemaría Escrivá, explicando el papel de la mujer en la difusión del cristianismo, afirma: Lo principal es, pues, que como Santa María -mujer, Virgen y Madre- vivan de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38), hágase en mí según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores en la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero (Conversaciones, 112).

Hch 16, 16-18. Esta esclava debía estar poseída del demonio, que conoce lo presente y lo pasado, y por la sutileza de su espíritu es capaz de conjeturar ordinariamente lo que está por venir (cfr. S.Th. I, q. 57, a. 3). Para la mitología griega. Pitón era una serpiente que pronunciaba los oráculos de Delfos. De ahí el nombre «espíritu de Pitón» para designar ciertos poderes de adivinación.
Pero San Pablo no pensaba en Pitón y creía en cambio en el demonio. «Era indigno -explica San Beda- que la palabra del Evangelio se anunciara por un espíritu inmundo y por eso le manda callar y salir de la muchacha, porque los demonios deben confesar a Dios con temblor y no, en cambio, alabarle con gozo» (Super Act expositio, ad loc.).
También a Jesús los demonios habían dirigido proclamaciones semejantes, y el Apóstol sigue la misma actuación que su maestro, les manda callar y les expulsa de la muchacha posesa (cfr. Mc 1, 24-27). San Efrén comenta: «No fue bien recibido por los apóstoles ser honrados y alabados por el espíritu maligno, igual que no fue aceptado por el Señor el demonio que le proclamó entre los judíos. Del mismo modo Pablo lo reprime también, porque obraba movido por engaño y malicia» (Catena armenia sobre Act, ad loc.).

Hch 16, 19-40. Se produce el primer conflicto entre San Pablo y hombres no judíos. Como era de esperar, no toma la forma de una revuelta, como en las ciudades de Asia menor (Hch 13, 50; Hch 14, 5.19), sino de una denuncia legal ante los magistrados locales. Los denunciantes no mencionan los verdaderos motivos pecuniarios, sino que dirigen contra Pablo una doble acusación. En primer lugar, presentan al Apóstol como un alborotador. La segunda acusación parece apoyarse en las normas que prohibían a los ciudadanos romanos la práctica de cultos extranjeros, especialmente cuando estos cultos se oponían a costumbres romanas. El exorcismo de Pablo y su predicación son considerados como un intento de difundir lo que los filipenses estiman una religión inaceptable. Es posible que esta alegación se viera reforzada por la existencia de prohibiciones especificas relativas al proselitismo de los judíos. No se conocen, sin embargo, preceptos expresos de esta naturaleza. Debe suponerse por tanto que la denuncia contra Pablo se basa en las normas que exigían en la colonia la separación entre cultos romanos y cultos extranjeros.

Hch 16, 21. Hombre romano o simplemente romano equivale para San Lucas a ciudadano romano (cfr. Hch 16, 37.39; Hch 22, 25; Hch 24, 27-28). Usa en este caso el lenguaje técnico de su tiempo.

Hch 16, 23. San Pablo se refiere expresamente a estos azotes en 1Ts 2, 2. Es una de las tres flagelaciones mencionadas en 2Co 11, 25.

Hch 16, 24. San Juan Crisóstomo piensa en el sufrimiento de los apóstoles Pablo y Silas, que sólo podían estar sentados en el suelo o tumbados, y tenían lleno el cuerpo de las heridas por los azotes. Se lamenta del contraste entre este sufrimiento y la huida de muchos ante todo lo que supone esfuerzo, incomodidad o tribulación: «¡Cómo deberíamos llorar por los desórdenes de nuestro tiempo! Los apóstoles fueron sometidos a las mayores tribulaciones, y nosotros nos pasamos los días en placeres y espectáculos. Esta avidez por el descanso y el placer es la causa de nuestra ruina. No tenemos el valor de sufrir por amor a Jesucristo la menor injuria ni la más pequeña palabra ofensiva.
»Acordémonos de las tribulaciones que experimentaron los santos, sin alarmarse, ni asustarse de nada. Para hacer la obra de Dios fueron endurecidos con las mayores humillaciones. No dijeron: si predicamos a Jesucristo, ¿por qué no viene en nuestra ayuda?
»Este abandono redoblaba su energía y su constancia» (Hom. sobre Hch, 35).

Hch 16, 25. Pablo y Silas rezan y cantan himnos por la noche. San Juan Crisóstomo, en su comentario a este pasaje, exhorta a los cristianos a que hagan lo mismo, y santifiquen el tiempo de descanso nocturno: «Mostrad con vuestro ejemplo que la noche no es sólo para reparar las fuerzas del cuerpo, sino que sirve para santificar el alma (…). No hace falta que sean oraciones prolongadas; una sola, hecha con atención, será suficiente (…). Haced a Dios este sacrificio de un momento de oración y Él os recompensará» (Hom. sobre Hch, 36).
San Beda se fija en el ejemplo que Pablo y Silas ofrecen a los cristianos que sufren pruebas o tentaciones: «La devoción y fuerza que inflamaba los corazones de los apóstoles se expresa en la oración, y llegan a cantar himnos hasta en la misma cárcel. Su alabanza conmueve la tierra, hace temblar los fundamentos de la prisión, abre las puertas y, para terminar, libra a los presos de sus cadenas. Igualmente aquel fiel que goza de toda alegría, cuando encuentre tentaciones, alégrese entonces con gusto en sus debilidades, para que habite en él la fuerza de Cristo. Y una vez cumplido esto, alabe al Señor con himnos, junto con Pablo y Silas en las tinieblas de la cárcel, y cante con el salmista: 'Tú eres mi refugio y mi alegría ante la adversidad que me rodea' (Sal 32, 7)» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 16, 30-34. El incidente provoca en el carcelero un sobrecogimiento religioso que le lleva a la conversión. Antes habría escuchado las oraciones y cánticos de Pablo y Silas, que le habrían servido de preparación interior. «Ved al carcelero venerar a los apóstoles. Les abrió su corazón, al ver las puertas de la prisión abiertas. Les alumbra con su antorcha, pero es otra la luz que ilumina su alma (…). Después, les lavó las heridas, y su alma fue purificada de las inmundicias del pecado. Al ofrecerles un alimento material, recibe a cambio un alimento celeste (…). Su docilidad prueba que creyó sinceramente que todas las faltas le habían sido perdonadas» (Hom. sobre Hch, 36).
Cualquier hombre puede encontrarse con Dios en las ocasiones más inesperadas. Será necesario entonces esa misma docilidad del carcelero para recibir la gracia de Dios a través de los cauces que Dios ha establecido, normalmente los sacramentos.

Hch 16, 33. Al igual que había sucedido con Lidia y su familia, se bautiza ahora el carcelero con toda su casa. El Magisterio de la Iglesia, al considerar la probabilidad de que en estas familias hubiera niños y párvulos, encuentra uno de los fundamentos para su enseñanza de que el bautismo de niños entronca con la práctica apostólica y, en frase tomada de San Agustín, es una «tradición recibida de los Apóstoles» (vid. Instrucción sobre el bautismo de los niños, 20-X-1980, n. 4).

Hch 16, 35. «Pretores»: Magistrados del Imperio romano que ejercían jurisdicción en Roma o en las provincias.
«Lictores»; Oficiales de justicia del Imperio romano que precedían, portando las insignias imperiales a altos magistrados.

Hch 16, 37-39. San Pablo se decide a invocar su condición de ciudadano romano. No lo ha hecho antes probablemente para que no parezca, ante sus hermanos de raza, que desprecia o estima secundaria la propia condición judía.
La pena de azotes, prohibida para romanos en el derecho antiguo, se les podía aplicar, sin embargo, a comienzos del Principado, pero hacía falta en cualquier caso un juicio previo condenatorio.
La admiración temerosa de los pretores refleja la situación y sentimientos de esa época. La condición de ciudadano romano era un privilegio reservado a muy pocos y el trato a romanos era muy estrictamente vigilado por las autoridades provinciales.
San Pablo ejercita sus derechos de ciudadano en el momento que juzga oportuno. Lo hace como un servicio a la causa del Evangelio y a su condición de Apóstol. Lo que algunos podrían interpretar como un acto orgulloso o de afirmación personal es para él un incómodo deber. La dignidad de la Palabra de Dios que anuncia le exige en este caso el uso de su derecho. Pablo ejemplifica la conducta que todo cristiano debe adoptar en el ejercicio de atribuciones y responsabilidades que afectan al bien común. La renuncia de los propios derechos será, en ocasiones, un necesario acto de caridad. Pero otras veces puede ser un acto irresponsable y un pecado contra la justicia.
Esa falsa humildad es comodidad: así, tan humildico, vas haciendo dejación de derechos… que son deberes (Camino, 603).
En el ámbito de la Iglesia todo fiel posee un derecho irrenunciable a recibir los auxilios necesarios para la salvación, especialmente la doctrina cristiana y los sacramentos. Posee el derecho a la propia espiritualidad y al apostolado, es decir, a difundir con libertad el anuncio del Evangelio. Puede asociarse con otros cristianos, de acuerdo con lo establecido por las leyes de la Iglesia, y le asisten también, entre otros, los derechos a la libre elección de estado, a la buena fama y al propio rito.
En el orden civil, los ciudadanos tienen derecho a no ser discriminados por motivos religiosos, a recibir una educación conforme a sus legítimas creencias y a ser protegidos en su vida matrimonial y familiar. Poseen igualmente el derecho a participar en la vida pública, es decir, a votar, desempeñar cargos e intervenir de alguna manera en la preparación de las leyes. Ejercer el derecho en estos campos se convierte fácilmente en obligación grave.
«Es preciso que los seglares consideren deber suyo la restauración del orden temporal -enseña el Conc. Vaticano II- y que, conducidos en ello por la luz del Evangelio y la intención de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y de forma concreta; que cooperen unos ciudadanos con otros, con sus conocimientos profesionales y bajo su propia responsabilidad; y que busquen en todas partes y en cualquier actividad la justicia del Reino de Dios. Hay que establecer el orden temporal, de forma que, observando íntegramente sus propias leyes, se ajuste lo más posible a los últimos principios de la vida cristiana, según las variadas circunstancias, tiempos y pueblos» (Apostolicam actuositatem, 7). «A la conciencia bien formada del seglar corresponde lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (Gaudium et spes, 43).

Hch 16, 40. El último verbo parece indicar que San Lucas se quedó en Filipos. Pablo y Silas acuden, antes de marcharse, a casa de Lidia para dar ánimo a los cristianos de Filipos. Las contrariedades sufridas, a las que se suma ahora la de tener que abandonar la ciudad, no han mermado su esperanza en Dios. La actitud de un cristiano ante las dificultades interiores que puedan plantearle las contradicciones propias o ajenas, es la de acudir al Señor con visión sobrenatural, porque la fuerza de Dios desborda la flaqueza humana. La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso -el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas- puede, sin embargo, constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad (Es Cristo que pasa, nn. 128).

Hch 17, 1. Tesalónica era la sede del gobernador romano de la provincia de Macedonia. Distaba de Filipos unos 150 km. Había sido fundada en el siglo IV a.C., y declarada ciudad libre por Augusto en el año 42 a.C. Poseía una colonia judía numerosa, como demuestra la existencia de una sinagoga.
La estancia completa de Pablo en Tesalónica debió durar bastantes semanas. Durante este tiempo recibió algunos donativos de los cristianos de Filipos (cfr. Flp 4, 16) y hubo de trabajar para sostenerse (cfr. 1Ts 2, 9). Fue un periodo de dificultades y alegrías, que Pablo recordará más tarde. «Sabéis bien cómo debéis imitarnos, pues al estar entre vosotros no vivimos desordenadamente, ni comimos de balde el pan de nadie, sino que día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no ser una carga a ninguno» (2Ts 3, 7-8).
Parece que el Apóstol se hospedó en casa de un ciudadano influyente llamado Jasón (v. 5). No sabemos si Jasón era judío o gentil pero es probable que fuera convertido al Evangelio por la predicación de Pablo.

Hch 17, 2. San Juan Crisóstomo destaca el esfuerzo ordinario y cotidiano del predicador que, confiando en el poder de la Palabra divina, entabla con sus oyentes un pacífico combate de laboriosa y paciente persuasión: «Basado en las Escrituras. Así actuó Cristo, que explicaba las Escrituras en todas partes, aunque no en todas partes obraba milagros. Como se oponen a Pablo y le llaman impostor, él habla de las Escrituras. Pues el que busca persuadir sólo con prodigios se hace sospechoso con toda razón, y el que convence mediante las Escrituras evita semejante sospecha. Pablo convertía frecuentemente sólo con la predicación (…).
»Dios no les permitía prodigar excesivamente los milagros, pues vencer sin milagros es más maravilloso que todos los milagros posibles. Dios gobierna sin hacer milagros: es así como de ordinario desea gobernar. Tampoco los Apóstoles se aplicaban demasiado a hacer prodigios, y el mismo Pablo dice: 'Nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado' (1Co 1, 23). A quienes buscan en nosotros obradores de milagros les explicamos lo que los milagros mismos no sabrían explicar y les convertimos. Esto es aún más maravilloso» (Hom. sobre Hch, 37).

Hch 17, 3. San Lucas ha recogido ya extensamente un discurso de Pablo a judíos (cfr. Hch 13, 16 ss.) y se limita ahora a resumir con gran brevedad su predicación en la sinagoga de Tesalónica. Pablo conduce su argumentación mediante citas de los libros sagrados -probablemente Sal 110, 1; Is 53, 1-, cuyo significado desvela a los oyentes: Jesús cumple las condiciones para ser el Mesías esperado por Israel, porque ha padecido y resucitado de entre los muertos.
El anuncio de Pablo coincide esencialmente con lo proclamado en 1Co 15, 3-5, que es un pasaje basado en tradiciones muy antiguas, lo cual permite pensar que el Apóstol reproduce lo que era entonces enseñanza común cristiana sobre la condición mesiánica de Jesús y su actividad salvadora del hombre.

Hch 17, 5-9. La predicación de Pablo suscita una vez más la envidia de los judíos. Ven éstos alejarse de ellos a muchos gentiles que eran posibles conversos al judaísmo. Pero no les mueve única ni principalmente el celo por su religión. Las acusaciones que moverán contra Pablo derivan sobre todo de un impulso malévolo y de una culpable oscuridad espiritual provocada en ellos por su resistencia a la gracia del Evangelio. «Dios abre los labios de quienes pronuncian palabras divinas -escribe Orígenes- y me temo que es el diablo el que abre la boca de otros» (In Ex hom., III, 2).
San Lucas denomina politarcas a los magistrados de Tesalónica. Este nombre era desconocido como designación de funcionarios de ciudades no romanas en Macedonia, pero su exactitud ha sido confirmada por inscripciones descubiertas recientemente. Tesalónica tenía, como «ciudad libre», una asamblea popular ante la que debían presentarse las denuncias. Los judíos dirigen contra Pablo una acusación religiosa revestida de doble delito civil. Le acusan de alboroto público, y, al afirmar que propugna a otro rey, le acusan también de alta traición. Son precisamente los mismos delitos imputados al Señor (cfr. Lc 23, 2; Jn 19, 12).
Es evidente que los acusadores han deformado la enseñanza de Pablo, que hablaría sin duda de Jesús como Señor, y han tergiversado la predicación sobre el reino mesiánico como si fuera la venida e instauración de un rey temporal.
Los magistrados reciben la acusación pero aceptan las garantías de Jasón en favor de Pablo y la denuncia fracasa.

Hch 17, 11. Los judíos de Berea son los únicos que no rechazan las enseñanzas de Pablo. Se deciden con prontitud a un examen honrado de las Escrituras que lleva finalmente a sus inteligencias la verdad del Evangelio. Evidencian así la recta intención que les movía y una práctica asidua de la letra y el espíritu de la ley de Dios. «Para estudiar y entender las Escrituras -afirma San Atanasio- es necesario llevar una vida limpia y tener un alma pura, así como practicar la virtud» (De Incarnatione contra arrianos, 57).
El mismo anuncio obra efectos distintos en corazones distintos. «Es un hecho que la enseñanza de la verdad es diferentemente recibida según las disposiciones de los oyentes. El Verbo presenta igualmente a todos el bien y el mal; de modo que uno, bien dispuesto hacia lo que se le anuncia, tiene su alma en la luz, y el otro, dispuesto en sentido contrario y no decidido a fijar la mirada del alma en la luz de la verdad, permanece en las tinieblas de la ignorancia» (De vita Moysis, II, 65).
Es que «para buscar a Dios -como dice San Juan de la Cruz- se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios» (Cántico espiritual, canción 3).

Hch 17, 16-21. La actividad misionera de San Pablo en Atenas nos presenta el encuentro del Evangelio con el paganismo helenista, popular y culto, de su tiempo. Es un momento de singular importancia en la difusión del mensaje cristiano, porque en esta ocasión la predicación evangélica va a demostrar, a través del Apóstol, su capacidad de adaptarse a diferentes mentalidades y situaciones culturales, permaneciendo en todo fiel a sí misma.
La Atenas visitada por Pablo no era ya la brillante capital intelectual de la época de Platón y Aristóteles. Había sufrido un serio declive cultural y político, pero conservaba restos de su antigua influencia. En Atenas se cultivaban aún con cierta altura los sistemas de pensamiento más característicos de la época.
San Pablo va a presentar el Evangelio a los filósofos paganos como la verdadera filosofía, sin disminuir en nada su trascendencia y carácter sobrenatural. El común punto de partida será que la filosofía equivale a ciencia de la vida y es un modo legítimo de buscar respuesta a las cuestiones últimas de la existencia humana. Pablo intenta elevar una mera curiosidad intelectual a búsqueda auténtica y sincera de la verdad perenne, que es de carácter religioso. Se coloca junto a los filósofos en su crítica de la superstición, pero les hace ver que, al censurar las deformaciones populares, no van suficientemente lejos.
Pablo sabe bien que la predicación de Cristo crucificado es «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23). Esta convicción no le impide sin embargo sentir y manifestar una estima razonable hacia el pensamiento y religión paganos, entendidos como una preparación para el Evangelio. Puede decirse que Pablo inaugura la actitud acogedora que la Iglesia y los cristianos han mantenido siempre respecto a la razón y al pensamiento profano consciente de sus limitaciones. «Hay en la cultura profana -escribe San Gregorio de Nisa- aspectos que no debemos rechazar a la hora de crecer en la virtud. La filosofía moral y natural puede ser, en efecto, compañera de quien desea llevar una vida elevada (…), a condición de que su fruto no conserve ninguna contaminación extraña» (De vita Moysis, II, 37).
San Justino mártir había escrito también, dos siglos antes que San Gregorio, sobre los méritos y defectos de la filosofía pagana y la relativa verdad que contiene: «Yo confieso que mis oraciones y mis esfuerzos tienen como fin mostrarme cristiano, no porque las doctrinas de Platón sean del todo ajenas a Cristo, sino porque no son del todo semejantes, como tampoco las de los otros filósofos, estoicos, por ejemplo, poetas e historiadores. Porque cada uno habló bien, en base a la porción del Verbo seminal divino que le correspondió. Pero es evidente que quienes en puntos muy principales se contradicen unos a otros, no alcanzaron una ciencia segura ni una sabiduría irrefutable. Todo lo verdadero y bueno dicho por ellos nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable (…). Los escritores profanos sólo oscuramente pudieron ver la realidad, gracias a la semilla del Verbo presente en ellos» (Apología II, 13).

Hch 17, 16. La indignación interior de Pablo es un sentimiento provocado por su celo religioso a la vista del oscurecimiento de la verdad, la deformación del culto de Dios y la situación espiritual miserable de quienes no le conocen.
Es una reacción serena y piadosa, que se traduce inmediatamente en un esfuerzo concreto para anunciar al Dios verdadero e iluminar las inteligencias extraviadas.

Hch 17, 17. Según su proceder habitual, Pablo predica en la sinagoga, pero habla también a toda persona que encuentra en la plaza del mercado y que se presta a escucharle. No es actividad de discusión sino de predicación. Éste es el sentido preciso del verbo empleado por San Lucas (cfr. Hch 20, 7.9).
«Ágora»: Es el nombre que daban los griegos a la plaza principal de la ciudad. En el ágora se tenían las reuniones o asambleas del pueblo para tratar de los asuntos políticos más importantes. También se empleaba para otras actividades, como la comercial. El Ágora de Atenas fue especialmente famosa desde tiempos muy antiguos: en ella se habían tomado importantes decisiones políticas en la democracia ateniense; pero también era punto de reunión diario donde se comentaban de manera informal los asuntos y noticias corrientes.

Hch 17, 18. Los filósofos epicúreos seguían las enseñanzas de Epicuro (341-270 a.C.), que presentaban un cierto aire materialista. Hablaban de la inexistencia de dioses o los consideraban en todo caso como ajenos e indiferentes al mundo de los hombres. Su ética acentuaba la importancia del placer y la tranquilidad.
Los estoicos, fundados por Zenón de Citium (340-265 a.C.), veían en el logos la causa que configura, ordena y dirige el universo entero y la vida de los seres. Esta Razón de todo lo existente era para ellos un principio último, inmanente a las cosas, y suponía una concepción panteísta y monista de la realidad. La ética estoica insiste en la suficiencia y responsabilidad del hombre, y habla un lenguaje de libertad, pero concibe al ser humano como movido por la fuerza irresistible y necesaria del destino.
El término que hemos traducido por «charlatán» tiene también en griego un sentido despectivo. Se aplica especialmente a los que repiten interminablemente lugares comunes.
Los interlocutores de Pablo parece que entienden Resurrección como el nombre propio de una presunta divinidad que acompañase a Jesús.

Hch 17, 19. El término «Areópago» puede designar una colina donde solían reunirse los atenienses o bien una sesión de un tribunal o consejo de la ciudad que se habría reunido para escuchar la doctrina de Pablo. El texto no permite descartar ninguna de las dos posibilidades.

Hch 17, 22-33. Entre los discursos de San Pablo conservados en el libro de los Hechos, el del Areópago es el más extenso de los predicados a paganos (cfr. Hch 14, 15 ss.). Es un discurso decisivo, de importancia paralela al que Pablo pronuncia ante los judíos de Antioquía de Pisidia (cfr. Hch 13, 16 ss.). Constituye el primer modelo conocido de apologética cristiana, que tiende a mostrar la naturaleza razonable del cristianismo y lo mucho que puede decir a favor de sí mismo al mejor pensamiento humano.
Es evidentemente un discurso pronunciado por el mismo autor de los tres primeros capítulos de la Epístola a los Romanos, y que lleva largo tiempo ocupado en predicar el Evangelio a paganos, según un esquema que habla primero del único Dios vivo y verdadero y anuncia después a Jesucristo, Salvador divino de todos los hombres (cfr. 2Ts 1, 9-10).
Después de una introducción destinada a atraer la atención de los oyentes y enunciar el tema principal (vv. 22 s.), el discurso se divide en tres partes: 1) Dios es el Señor del mundo y no necesita habitar en templos fabricados por hombres (vv. 24 s.); 2) el hombre es obra de Dios y depende en todo de Él (vv. 26 s.); 3) existe una relación entre Dios y el hombre, de modo que la idolatría es un gran pecado (vv. 28 s.). Sigue una conclusión en la que Pablo exhorta a sus oyentes a abandonar sus errores acerca de Dios y decidirse al arrepentimiento, teniendo en cuenta el Juicio Final (vv. 30 s.).
La terminología de Pablo deriva en gran parte de la traducción griega del AT llamada «de los setenta». Las ideas recogen creencias bíblicas expresadas según modos de hablar corrientes en el mundo y cultura helenísticos.

Hch 17, 22-24. «Al Dios desconocido»: San Pablo alaba el temperamento e inclinación religiosa de los atenienses, que les mueven a rendir culto a la divinidad. Pero señala a continuación que la religión que practican es todavía muy imperfecta porque no les proporciona un conocimiento suficiente de Dios y del culto que le deben, no les libra de sus pecados, ni les capacita para vivir dignamente según el espíritu. Los religiosos atenienses -parece decir Pablo con una cierta ironía- son en realidad hombres supersticiosos, e ignorantes del único Dios verdadero y de sus caminos de salvación.
Pablo critica la religión pagana y señala sus limitaciones, pero no la condena en su totalidad. Piensa que es una base inicial en cuanto sus oyentes aceptan la posibilidad de la existencia de un Dios verdadero que no conocen. Esta disposición puede ayudarles a recibir y aceptar la Revelación sobrenatural de Dios en Jesucristo. Porque la Revelación no viene a destruir la religión natural sino a purificarla, completarla y elevarla, de modo que el hombre religioso sea capaz de conocer el misterio de Dios Uno y Trino, reformar su vida con ayuda de la gracia de Jesucristo y lograr la salvación que necesita y anhela.

Hch 17, 23. «Los que cumplieron lo que universal, natural y eternamente es bueno -dice San Justino- fueron agradables a Dios, y se salvarán por medio de Cristo en la resurrección, del mismo modo que los justos que les precedieron» (Diálogo con Trifón, 45, 4). La estima de la Iglesia hacia los elementos positivos que pueden descubrirse en las religiones paganas no le impide sino que la impulsa a predicar a todos los hombres la plenitud de la verdad y la salvación que sólo se hallan en Jesucristo. «La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo -afirma el Conc. Vaticano II-. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. La Iglesia anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es 'el Camino, la Verdad y la Vida' (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).

Hch 17, 24. El lenguaje de Pablo se apoya en la descripción que el Antiguo Testamento hace de Dios, Señor de cielos y tierra (cfr. Is 42, 5; Ex 20, 21). El Apóstol habla de la Majestad infinita de Dios, mayor que el universo que ha creado. No pretende negar, sin embargo, la conveniencia de que Dios reciba culto en lugares sagrados concretos.
Sus palabras parecen un eco de las pronunciadas por Salomón en la dedicación del Templo: «Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!» (1R 8, 27). Todo culto rendido a Dios debe practicarse en «espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Pero el Señor ha querido habitar especialmente y recibir culto en templos fabricados por manos de hombres. «Dos cosas es preciso considerar en el culto divino -escribe Santo Tomás-, a saber: Dios, que es adorado, y los hombres que lo adoran. En cuanto a Dios, que es adorado, no puede ser encerrado en ningún espacio material, y por tanto no fue necesario que por Él se fabricase un tabernáculo o templo. Pero los hombres (…) son corporales y exigían la construcción de un tabernáculo o templo por dos motivos. Primero, para que quienes llegasen a este lugar lo hicieran con mayor reverencia. Segundo, a fin de que con la disposición misma del templo se significase algo respecto a la excelencia de la divinidad o de la humanidad de Jesucristo (…). De donde se manifiesta que la casa del santuario no fue edificada con la intención de encerrar en ella a Dios (…), sino para que la noticia de Dios se hiciera allí manifiesta» (S.Th. I-II, q. 102, a. 4, ad 1).

Hch 17, 25. La idea de que Dios no necesita servicios humanos ni depende de los hombres para su bienestar y felicidad aparece con mucha frecuencia en los libros proféticos. «Vais a ver en Babilonia -anuncia Jeremías- dioses de plata, oro y madera, que son llevados a hombros y que infunden terror a los gentiles (…). La lengua de esos dioses ha sido limada por un artesano y ellos, por muy dorados y plateados que estén, son falsos y no pueden hablar (…). Por muy envueltos que vayan en vestidos de púrpura, tienen que lavarles la cara. Alguno de ellos empuña el cetro como un gobernador de provincia, pero no podría castigar al que le ha ofendido. Si se les pone en pie no pueden moverse por sí mismos; si se les tumba no logran levantarse solos» (Ba 6, 3.7.12-13.26).
Esto no excluye que el Señor desee verse correspondido en la oferta de amor que hace a los hombres. «Oíd, cielos; escucha tierra, que habla Yahwéh -profetiza Isaías-, Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne» (Is 1, 2-3).
Además de una ofensa y una locura, el pecado significa indiferencia e ingratitud hacia Dios, que, en un exceso continuo de amor, no se cansa de solicitar el cariño del hombre. «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo -leemos en el profeta Oseas-. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí (…). Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» (Is 11, 1-4).
El amor de Dios hacia los hombres se manifiesta incomparablemente en la Redención y en los sacramentos de la Iglesia, que nos hacen llegar sus frutos. Se manifiesta especialmente en la Sagrada Eucaristía, que es alimento del cristiano y donde Jesucristo quiere ser adorado y acompañado por nosotros.

Hch 17, 26. «De un solo hombre»; Literalmente «de uno solo». San Pablo se refiere al texto de Gn 2, 7: «Entonces Yahwéh Dios formó al hombre con polvo del suelo», es decir, habla del primer progenitor del género humano. La expresión «de un solo» no debe interpretarse, pues, como referida a un solo principio sino a un solo hombre.

Hch 17, 27-28. San Pablo habla de la absoluta cercanía de Dios y su presencia misteriosa pero real dentro de cada hombre. San Agustín se hace eco de esta enseñanza cuando exclama: «Tú, Dios mío, estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más excelente mío» (Confesiones, lib. 3, cap. 6). El hombre necesita a Dios, que es su Creador, para existir. Le necesita asimismo para continuar en la existencia, para vivir y moverse. Le necesita para pensar y querer. Le necesita sobre todo para amar el bien y practicarlo. Puede decirse con verdad que Dios está en nosotros. La íntima unión de dos seres que este pensamiento supone nada resta a la perfecta distinción y radical diferencia que existe entre Dios infinito y el hombre finito y limitado. «Los hombres, incapaces de auto-existencia -escribe San Atanasio-, se hallan encerrados en un lugar y se apoyan en la Palabra de Dios. Pero Dios existe por Sí mismo, abarca todas las cosas y no está abarcado por ninguna. Se encuentra dentro de todo según su bondad y poder, y a la vez fuera de todo según su propia naturaleza divina» (De decretis nicaenae synodi, 11).
La tradición ascética cristiana ha comentado estas ideas como una invitación a la búsqueda de Dios en el fondo del alma y a sentirnos en todo dependientes de Él.
«Considerad a Dios -dice San Juan de Ávila-, que es el ser de todo lo que es, y sin Él hay nada: y que es vida de todo lo que vive, y sin Él hay muerte; y fuerza de todo lo que algo puede, y sin Él hay flaqueza; y que es bien entero de todo lo bueno, sin el cual no se puede haber el más pequeño bien de los bienes» (Audi, filia, cap. 64).
San Francisco de Sales escribe: «Dios no está solamente donde tú estás, sino también de una manera especial en el fondo de tu corazón y de tu alma, que vivifica con su divina presencia, siendo allí como el corazón de tu corazón y el espíritu de tu espíritu; pues así como el alma, repartida por el cuerpo, se encuentra presente en todas y cada una de sus partes, y reside en el corazón de manera particular, así Dios, presente en todas las cosas, se halla con preferencia en nuestro espíritu. Por eso David le llama 'Dios de su corazón' (Sal 73, 26), y San Pablo afirma que 'en él vivimos, nos movemos y existimos' (Hch 17, 28). Ponderando esto, avivarás en tu corazón los sentimientos de reverencia hacia Dios, que se encuentra en aquél íntimamente» (Introducción a la vida devota, II, cap. 2).
La cita -en singular- es del poeta estoico Arato (siglo III a.C.). La forma plural parece aludir a un verso análogo del himno a Zeus escrito por Cleantes (también del siglo III a.C.).
«El diablo hablaba palabras de la Escritura pero fue reducido a silencio por el Salvador -comenta San Atanasio-. Pablo citaba a escritores profanos, pero, santo como era, transmitía un sentido religioso» (De synodis, 39). «Se nos llama con toda razón 'linaje' de Dios, no procedentes de su naturaleza sino creados voluntariamente por su espíritu y recreados mediante la adopción de hijos» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 17, 29. Si los hombres son linaje de Dios y tienen una cierta semejanza con Él, es evidente que una figura inanimada no puede contener al Dios vivo. Los hombres poseen el espíritu de Dios y deben por tanto reconocer que Dios es espiritual. Sus imágenes materiales tienen, sin embargo, una función importante, por la naturaleza del conocimiento humano, que comienza por los sentidos corporales. Esa función es la de facilitarnos la presencia de Dios y su adoración. El culto de las imágenes en la Iglesia es, pues, completamente distinto de la idolatría, la cual considera que la divinidad habita en el ídolo, actúa sólo a través de él, e incluso, en algunos casos, se llega a confundir el ídolo con la divinidad.

Hch 17, 30. Después de haber hablado del conocimiento natural de Dios, San Pablo pasa ahora a exponer el conocimiento de Dios mediante la fe.
Aunque el hombre puede conocer a Dios mediante su razón, ha querido el Señor comunicarle sobrenaturalmente los misterios de su vida divina, con el fin de hacerle más fácil la salvación. «La Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, a partir de las cosas creadas (…). Sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelarse a Sí mismo al género humano y revelarle por otro camino, de carácter sobrenatural, los decretos eternos de su Voluntad» (Dei Filius, cap. 2).
«Fue también necesario que el hombre fuese instruido por Revelación divina sobre las verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios, porque estas verdades, alcanzadas por la razón humana, llegarían al hombre a través de pocos, después de mucho tiempo y mezcladas con muchos errores; y, sin embargo, de su conocimiento depende toda la salvación del hombre, que está en Dios. Luego, para que con más prontitud y seguridad llegase la salvación a los hombres, fue necesario que se les instruyese por la Revelación divina acerca de las cosas de Dios» (S.Th. I, q. 1, a. 1).
La Revelación sobrenatural asegura al hombre un conocimiento rápido y cierto de los misterios divinos e incluye algunas verdades -como por ejemplo la existencia de Dios- que la razón humana puede llegar a descubrir (cfr. Rm 1, 20). «Dispuso Dios en su sabiduría -enseña el Conc. Vaticano II- revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su Voluntad (cfr. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo Encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cfr. Ef 2, 18; 2P 1, 4). En consecuencia, por esta revelación Dios invisible (cfr. Col 1, 15; 1Tm 1, 17) habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), y mora en ellos para invitarlos a la comunicación con Él y recibirlos en su compañía» (Dei verbum, 2).
El conocimiento de Dios Trino y su voluntad salvadora que la revelación sobrenatural ofrece a los hombres no es un saber teórico o simplemente intelectual, sino que va dirigido a la conversión, a la penitencia y a la reforma de la vida. Es como una llamada de Dios que exige, por lo tanto, una respuesta personal. «Cuando Dios se revela hay que prestarle la obediencia de la fe (Rm 16, 26; cfr. Rm 1, 5; 2Co 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando 'a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad' (Dei Filius, cap. 3), y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios» (Dei verbum, 5). Es precisamente este conocimiento práctico del Dios vivo y verdadero revelado en Jesucristo lo único que permite al hombre conocerse a sí mismo, detestar sus faltas y pecados, y esperarlo todo de la misericordia divina. Es un autoconocimiento concedido por Dios, que permite al pecador arrepentido comenzar una vida nueva y colaborar libremente con el Señor en la tarea de la propia santificación. «A mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios -escribe Santa Teresa-. Mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuan lejos estamos de ser humildes» (Moradas, I, cap. 2).

Hch 17, 31. Sobre Jesucristo como Juez universal cfr. nota a Hch 10, 42.

Hch 17, 32. Cuando San Pablo comienza a narrar a los atenienses la Resurrección de Jesús de entre los muertos, la sorpresa de los oyentes se vuelve enseguida burla e ironía. Para el pensamiento de los paganos, la resurrección de los muertos era un absurdo que no aceptaban y no estaban dispuestos a creer. Si el Apóstol habla así es porque las verdades de la fe cristiana desembocan en el misterio de la Resurrección y aunque quizá hubiera previsto la reacción del auditorio, no deja de exponer esta verdad, fundamento de nuestra fe. «Mira cómo los lleva -observa Crisóstomo- al Dios que cuida del mundo, el cual es benigno, misericordioso, omnipotente y sabio: todas las cualidades del Creador, todo esto se confirma en la Resurrección» (Hom. sobre Act, 38).
El Apóstol no logró vencer los prejuicios racionalistas de gran parte del auditorio. Se pueden aplicar a este momento las palabras que escribiría más tarde: «Los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado (…), necedad para los gentiles» (1Co 1, 22). Es que sin actitud y disposición de fe, dominan en el hombre los desórdenes de la razón y el escándalo ante el misterio. Si se pone la inteligencia humana como medida de todas las cosas, se llega a despreciar y a negar lo que no se comprende, porque supera el entendimiento humano. Es lo que acontece con los misterios que Dios ha revelado al hombre. No se entienden por la sola razón, y hay que creerlos. Lo que mueve entonces a la inteligencia para asentir a estas verdades no es la evidencia de éstas, sino en la autoridad de Dios, verdad infalible, que no puede ni engañarse ni engañarnos. Por eso el acto de fe, aunque es propiamente de la inteligencia que asiente, está influenciado por la voluntad, y el querer creer supone amar a aquél que nos propone la verdad para ser creída.

Hch 17, 34. «Los que querían vivir como personas de conducta recta no tardaron en entender la palabra, pero no ocurrió lo mismo con los demás» (Hom. sobre Hch, 39).
Entre los pocos que se convirtieron en Atenas cita San Lucas a una mujer de nombre Dámaris. Es una de las numerosas mujeres que aparecen en el libro de los Hechos de los Apóstoles, como manifestación clara de que la predicación del Evangelio era universal. Los Apóstoles siguieron en todo el ejemplo de su Maestro, quien, a pesar de los prejuicios de la época, dirigió a mujeres y a hombres por igual el anuncio del Reino.
San Lucas nos narra que cuando el Evangelio hizo su entrada en Europa, la primera en acogerlo fue una mujer. Algo parecido ocurrió entre los samaritanos, a quienes una mujer habló por vez primera del Salvador (cfr. Jn 4, 39-45). En los Evangelios contemplamos cómo las mujeres sirven al Señor, cómo están al pie de la cruz, y las primeras junto al sepulcro vacío. Por contraste, no ha quedado ningún relato en lo que se refiere a su trato con Jesús, de hipocresía, odio, injurias, deserciones o cobardes huidas.
San Pablo tuvo una profunda comprensión del papel que la mujer cristiana como madre, esposa y hermana debía desempeñar en la propagación del cristianismo; lo cual se refleja en el tratamiento que les concede en su predicación y en sus cartas. Lidia en Filipo, Priscila y Cloe en Corinto, Febe en Cencreas, la madre de Rufo -que fue para él también una madre-, y las hijas de Felipe el de Cesarea son algunas de las mujeres a las que San Pablo estuvo siempre agradecido por sus ayudas y oraciones.
La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad… (Conversaciones, 87). La Iglesia espera de la mujer un compromiso y un testimonio en favor de lo que constituye la verdadera dignidad del hombre y su felicidad más profunda. «Las mujeres han recibido de Dios -dice Juan Pablo II- un carisma natural propio, hecho de aguda sensibilidad y de fina percepción de la medida, del sentido de lo concreto y de providencial amor por lo que está en estado germinal y necesitado por ello de cuidados diligentes. Son cualidades que tienden a favorecer el crecimiento humano» (Discurso, 7-XII-1979).
Cuando estas cualidades, con las que Dios ha dotado la personalidad de la mujer, son desarrolladas y actualizadas, su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve (Conversaciones, 87).

Hch 18, 1-11. San Pablo debió llegar muy abatido a Corinto por los sucesos en Atenas, y con gran estrechez económica. Tiempo después escribiría: «Me he presentado ante vosotros débil, y con temor y mucho temblor, y mi mensaje, y mi predicación, no se han basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder…» (1Co 2, 3-4). Siempre tendría presente la experiencia del Areópago ante unos atenienses que «eran amigos de los nuevos sermones, pero que no hacían caso de ellos ni se preocupaban de su contenido: sólo les interesaba tener algo nuevo de que hablar» (Hom. sobre Hch, 39).
Corinto era una ciudad eminentemente comercial y cosmopolita. Ocupaba el istmo entre dos golfos -hoy unidos- y a ella arribaban naves de todas partes. El ambiente moral no era favorable para la difusión del Evangelio. Las costumbres relajadas, el exclusivo afán por ganar dinero y honrar a la diosa Afrodita con la más refinada lujuria podían hacer suponer que no era el lugar adecuado para sembrar la Palabra de Dios; pero el Señor puede más y su mensaje de salvación es capaz de convertir los corazones, si cuenta con instrumentos apostólicos como el celo de Pablo, Silvano, Timoteo y los primeros cristianos. Fue mayor obstáculo la soberbia intelectual de los atenienses que los desórdenes morales de los corintios.
Las dificultades de un ambiente pagano y relajado no deben frenar el afán apostólico del cristiano, sino que deben impulsarlo. Jesús se dirigió a su Padre en la Última Cena rogando: «No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17, 15).

Hch 18, 2. El matrimonio que acogió en su casa y dio trabajo a Pablo era ya probablemente cristiano al llegar a Corinto. Al proceder de Roma, es de suponer la existencia temprana de una comunidad de cristianos en la capital del Imperio. Aquila y Priscila -diminutivo de Prisca- ayudaron considerablemente al Apóstol desde los indicios de su labor en Corinto.
Ambos cónyuges debieron volver a Roma (cfr. Rm 16, 3) y se adivina en sus desplazamientos una intención apostólica que los convierte en precedente de lo que harán más tarde innumerables cristianos. «También la fe y la misión evangelizadora de la familia cristiana poseen una dimensión misionera católica. El sacramento del Matrimonio, que plantea con nueva fuerza el deber arraigado en el Bautismo y en la Confirmación de difundir la fe, constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo 'hasta los confines de la tierra' (Hch 1, 8) (…).
»Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila se presentaban como una pareja misionera (cfr. Hch 18, 2; Rm 16, 3 s.), también la Iglesia testimonia hoy su incesante novedad y vigor con la presencia de cónyuges y familias cristianas que (…) van a tierras de misión para anunciar el Evangelio y servir al hombre por amor de Jesucristo» (Familiaris Consortio, 54).
El edicto de Claudio (41-54) que expulsaba de Roma a los judíos es anterior al año 50. Lo menciona el historiador Suetonio pero sus detalles son poco conocidos. Claudio había protegido a los judíos en numerosas ocasiones. Les concedió la facultad de nombrar al sumo sacerdote y de administrar el Templo. Parece que, con ocasión de conflictos entre judíos y cristianos habitantes en Roma, el benigno Claudio se vio obligado a expulsar temporalmente de la Urbe a algunos miembros de la comunidad hebrea, o por lo menos a recomendar su salida.

Hch 18, 3. San Pablo vive de su trabajo y lo hace compatible con su intensa predicación del Evangelio. «La enseñanza de Cristo acerca del trabajo -escribe Juan Pablo II-, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del apóstol Pablo. Éste se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas -cfr. Hch 18, 3-) y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan» (Laborem Exercens, 26).
Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe a los tesalonicenses unas cartas exigentes en las que la exhortación a que trabajen es apremiante: «El que no trabaje que no coma (…). Mandamos y exhortamos en el Señor a que trabajen con sosiego para comer su propio pan» (2Ts 3, 10.12). San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje de los Hechos, afirma: «El trabajo es el estado natural del hombre. Para él, la ociosidad es contra natura. Dios ha puesto al hombre en este mundo para trabajar, y por naturaleza el alma está hecha para el movimiento y no para el reposo» (Hom. sobre Hch, 35).
Enseña San Josemaría Escrivá, fijándose en el ejemplo de Cristo, que el trabajo no es sólo uno de los más altos de los valores humanos y medio con el que los hombres deben contribuir al progreso de la sociedad: es también camino de santificación (Conversaciones, 24). En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación (Conversaciones, 55).
Es en el trabajo, en medio de la actividad ordinaria, donde la mayoría de los hombres pueden y deben encontrar a Cristo. Dios llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: (…) en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día (Conversaciones, 114). El hombre encuentra entonces a Dios en las cosas más visibles y materiales y el cristiano supera el peligro de lo que se puede llamar una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas (Conversaciones, 114).
Pablo, como innumerables hombres, dedicaba un tiempo diario a trabajar para ganarse el pan. En su trabajo profesional seguía siendo el Apóstol de las gentes elegido por Dios, y su misma profesión era luz que iluminaba a colegas y amigos. No podemos imaginar que separase su trato con Dios de su actividad apostólica o de su trabajo; o que éste no fuera intenso y ejemplar.

Hch 18, 4. Es fácil imaginar la esperanza y la tensión interior de Pablo cuando predica el Evangelio a sus hermanos de raza. La experiencia le había enseñado las dificultades que los judíos encontraban para reconocer a Jesús como Mesías y acoger la Buena Nueva. La actitud de Pablo es gozosa y doliente a la vez, porque ve llegado el momento de que los hijos de Abrahán reciban el Evangelio que constituye su herencia y detecta a la vez el riesgo de reprobación que les amenaza. Las mismas palabras que pronuncia serán salvación de unos y ocasión de severo juicio para otros.
«Experimento -decía Orígenes con sentimientos análogos- una angustia de hablar y una angustia de no hablar. Deseo hablar a causa de los que son dignos, a fin de que no se me reproche haber negado la palabra de la verdad a quienes son capaces de entenderla. Pero temo hablar a causa de los indignos, porque me asusta arrojar lo santo a los perros y las perlas a los cerdos. Sólo a Jesús estaba atribuido saber separar, entre sus oyentes, los de fuera y los de dentro, hablar en parábolas a los de fuera y explicarlas a quienes entraban con Él en la casa» (Diálogo con Heráclides, 15).

Hch 18, 6. La obcecación de los judíos de Corinto obliga de nuevo a Pablo a percibir dolorosamente, con rasgos cada vez más nítidos, el misterio de la resistencia a creer de gran parte del pueblo elegido. Como hiciera en Antioquía de Pisidia (cfr. Hch 13, 51), el Apóstol sacude el polvo de su vestido como signo externo de ruptura con los hebreos de Corinto, cuya fidelidad aparente a la religión de sus padres encubre en realidad una orgullosa renuncia a las promesas de Dios.
San Pablo tiene ante sus ojos el gran enigma de la Historia de la Salvación, en la que Dios dialoga con la libertad humana. «Sucedió que los judíos -escribe San Justino-, que estaban en posesión de las profecías y esperaban continuamente a Cristo, cuando vino, no le reconocieron; y no sólo eso, sino que le maltrataron. En cambio los gentiles, que jamás habían oído hablar de Él hasta que los Apóstoles salidos de Jerusalén les narraron su vida y les entregaron las profecías, llenos de alegría y de fe renunciaron a los ídolos y se consagraron por medio de Cristo al Dios ingénito» (Apología I, 49).
Las palabras de Pablo en esta ocasión van dirigidas a los judíos de Corinto, no a los de otros lugares. Hacía ya mucho tiempo que el Apóstol dirigía su predicación tanto a gentiles como a judíos. La frase «desde ahora me dirigiré a los gentiles» no quiere decir que el Apóstol se niegue a predicar a los judíos a partir de entonces, pues seguirá evangelizando a gentiles y judíos donde desempeñe su trabajo apostólico (cfr. Hch 18, 19; Hch 28, 17).

Hch 18, 7. Tito Justo lleva un nombre romano y era gentil, pero el vivir contiguo a la sinagoga y sobre todo el término griego con el que le designa («adorador de Dios»), indica la condición de prosélito del judaísmo. Cfr. nota a Hch 2, 5-11.

Hch 18, 9. En la visión que se le concede para fortalecer su ánimo, Pablo ve al Señor, es decir, a Jesús, El breve mensaje que recibe recuerda el lenguaje de Dios cuando se dirige a los profetas y hombres justos del Antiguo Testamento (cfr. Ex 3, 12; Jos 1, 5; Is 41, 10). La frase no temas se emplea habitualmente en las teofanías divinas, para calmar la turbación producida por la sobrecogedora presencia de Dios (cfr. Lc 1, 30).
En este caso, las palabras van dirigidas a vencer los temores de Pablo, que preveía en Corinto duros ataques de sus oponentes. La visión del Apóstol pone de manifiesto una vez más las gracias que el Señor le regala como parte de su intensa vida de contemplación. Es al mismo tiempo una vida de esfuerzo en el servicio de Jesús y del Evangelio. Los dones extraordinarios que Pablo recibe indican el grado de heroísmo y entrega que Dios le pide. Los consuelos de la contemplación no se conceden, en efecto, para evitar los trabajos de seguir a Cristo, sino más bien para que el cristiano pueda aumentarlos y llevar más peso con el Señor.
«Yo os digo -escribe Santa Teresa de Jesús- a las que no sois llevadas por el camino de la contemplación, que, según lo que he visto y entendido de los que van por él, que no llevan la cruz más liviana y que os espantaríais por las vías y maneras que les da Dios. Yo sé de unos y de otros y sé que son intolerables los trabajos que Dios da a los contemplativos; y son de tal suerte, que si no les diese aquel manjar de gustos no se podrían sufrir. Y es cierto que es así, porque a los que Dios quiere mucho lleva por caminos de trabajos, y mientras más los ama, por mayores; y no hay por qué creer que tiene aborrecidos a los contemplativos, pues por su boca los alaba y tiene por amigos.
»Pues creer que admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate (…). Creo que piensan los de la vida activa que por un poquito que los ven regalados, que no hay más que aquello. Pues yo os digo que por ventura no podríais sufrir un día de los que pasan» (Camino de perfección, cap. 18).

Hch 18, 10. Dios ha previsto las personas que van a seguir la llamada de la gracia. De ahí la grave responsabilidad que tiene el cristiano de anunciar el Evangelio a cuantos pueda. La predicación evangélica lleva consigo una eficacia innata, demostrada en su capacidad de convertir, a lo largo de los siglos, a hombres y mujeres de toda geografía, mentalidad, edad y condición social. El Evangelio es para todos. Dios lo ofrece, a través de los cristianos, a ricos y pobres, a cultos e ignorantes. Cualquier hombre puede escuchar la invitación de la gracia: «A Cristo no sólo le han creído filósofos y hombres sabios, sino también artesanos y gentes sin letras, que han sabido despreciar la opinión, el miedo y la muerte» (San Justino, Apología II, 10).

Hch 18, 12. El procónsul Galión era hermano del filósofo estoico Séneca, nacido en Córdoba. Había sido adoptado en Roma por Lucius Iunius Gallio y llevaba el nombre del padre adoptivo. Sabemos por una inscripción encontrada en Delfos -publicada en 1905- que Galión comenzó a desempeñar el gobierno de Acaya, cuya capital era Corinto, en julio del año 51. La comparecencia de Pablo ante el procónsul debió ocurrir hacia finales del 52. Éste es uno de los puntos mejor establecidos en la cronología del Apóstol.

Hch 18, 17. La escena es confusa. Sóstenes pudo haber sido agredido por los ciudadanos de Corinto, que aprovechan el incidente para dar rienda suelta a sus sentimientos antijudíos. Pero es más probable que Sóstenes fuera simpatizante de los cristianos y sufriera las consecuencias de la frustración judía respecto a Pablo. En 1Co 1, 1 aparece un cristiano llamado Sóstenes, como coautor –amanuense- de la epístola. Algunos comentaristas le identifican con el jefe de la sinagoga de este episodio.

Hch 18, 18. El voto de nazir -el «consagrado» a Dios- era temporal y está descrito en el cap. 6 del libro de los Números. Comprendía entre otras cosas el no cortarse el cabello, que significaba dejar a Dios obrar en él, y no beber bebidas fermentadas, que indicaba el propósito de una vida exigente. No se sabe si San Pablo hizo el voto en Cencreas o lo terminó allí.

Hch 18, 19. Éfeso era capital del Asia proconsular y una de las ciudades más florecientes del Imperio. Entre sus monumentos destacaba el Artemision o templo de Diana Artemisa, una de las maravillas del mundo antiguo. El teatro que dominaba la ciudad tenía capacidad para 23.000 espectadores. En este viaje, Pablo permanece en la ciudad poco tiempo, quizá el necesario para la carga y descarga de la nave en que viajaba. En el viaje siguiente Éfeso será sin embargo el centro de su misión.

Hch 18, 23-Hch 21, 26. El tercer viaje apostólico de Pablo comienza, como los anteriores, en Antioquía; pero acaba con la prisión del Apóstol en Jerusalén (Hch 21, 27 ss.). El viaje fue largo. Lucas se centra sobre todo en la actividad desarrollada en Éfeso. Pablo recorre, para empezar, las ciudades ya evangelizadas en las regiones de Galacia y Frigia, lo que le llevaría los meses finales del año 53 y primeros del 54. Marcha luego a Éfeso, donde permanece casi tres años y sufre toda clase de tribulaciones (cfr. 2Co 1, 8), de forma que cuando escribe desde allí a los corintios, en la primavera del 57, puede decir: «Hasta el momento presente pasamos hambre, sed, desnudez, somos abofeteados, andamos errantes (…). Hemos venido a ser hasta ahora, como la basura del mundo, el desecho de todos» (1Co 4, 11.13). Aun en esas condiciones, o quizá por ellas, su apostolado fue fecundísimo y el mensaje cristiano llegó a toda el Asia proconsular, a ciudades importantes como Colosas, Laodicea, Hierápolis, etc., y a cientos de pueblos; por lo que San Pablo afirmaba: «Se me ha abierto una puerta amplia y prometedora» (1Co 16, 9).
El Apóstol tiene que abandonar la ciudad como consecuencia del motín de los plateros y marcha hacia Macedonia y Acaya para visitar las iglesias fundadas en el segundo viaje: Filipos, Tesalónica, Corinto. Aquí permaneció tres meses, el invierno entre los años 57 y 58. La vuelta a Jerusalén, donde iba a llevar las colectas recibidas, se realiza por Macedonia, para esquivar una conjura de los judíos. Embarcó en Neápolis -el puerto cercano a Filipos- y tras algunas escalas en Tróade, Mileto -donde se reunió con los presbíteros que hizo venir desde Éfeso-, Tiro y Cesarea, consiguió llegar a Jerusalén en la fiesta de Pascua.

Hch 18, 24. Aquila y Priscila comprendieron el bien que podía hacer un hombre con las cualidades de Apolo si colocaba su ciencia al servicio del Señor, y hablaron con él. San Josemaría Escrivá se fija en este relato como un ejemplo de la audacia para hablar de Dios, como un episodio, que pone de manifiesto aquel estupendo vigor apostólico de los primeros cristianos. No había pasado un cuarto de siglo desde que Jesús había subido a los cielos, y ya en muchas ciudades y poblados se propagaba su fama. A Éfeso, llega un hombre llamado Apolo, varón elocuente y versado en las Escrituras (…). En la mente de ese hombre ya se había insinuado la luz de Cristo: había oído hablar de Él, y lo anuncia a los otros. Pero aún le quedaba un poco de camino, para informarse más, alcanzar del todo la fe, y amar de veras al Señor. Escucha su conversación un matrimonio, Aquila y Priscila, los dos cristianos, y no permanecen inactivos e indiferentes. No se les ocurre pensar: éste ya sabe bastante, nadie nos llama a darle lecciones. Como eran almas con auténtica preocupación apostólica, se acercaron a Apolo, se lo llevaron consigo y le instruyeron más a fondo en la doctrina del Señor (Amigos de Dios, 269).
Éste es el afán apostólico que mueve a los primeros cristianos y que llevó a escribir poco después a San Justino: «Por mi parte a ellos (judíos y herejes) como a vosotros, pongo todo mi empeño en sacarlos del error, sabiendo que todo el que pudiendo decir la verdad no la dice, será juzgado por Dios» (Diálogo con Trifón, 82, 3).

Hch 18, 27. Dios utiliza instrumentos humanos, en este caso Apolo, para derramar su gracia entre los fieles. Son estos instrumentos los que predican su palabra y recogen el fruto apostólico, pero la eficacia es de Dios, que da su gracia con motivo de la actividad de los predicadores. «No es del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia» (Rm 9, 16). No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas (Amigos de Dios, 250).
De aquí la importancia de los medios sobrenaturales en la actividad apostólica, pues en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa (cfr. Sal 127, 1). Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. -Es como coser con una aguja sin hilo (Camino, 967).

Hch 19, 1-7. La existencia en Éfeso de un grupo de discípulos que sólo habían recibido el bautismo de Juan presenta obvias dificultades de interpretación. Del texto se puede pensar que no se trata de cristianos propiamente dichos, sino de hombres relacionados con las enseñanzas del Bautista, a quienes Pablo considera cristianos en un primer momento, hasta el punto de designarlos con el nombre de discípulos. Se basa esta opinión en el hecho de que la condición de cristiano va unida siempre en el Nuevo Testamento a la recepción del Bautismo y a la posesión del Espíritu Santo (cfr. Jn 3, 5; Rm 8, 9; 1Co 12, 3; Ga 3, 2; Hch 11, 17; etc.).

Hch 19, 2. Al margen de las cuestiones sobre el origen y carácter religioso preciso de este grupo de discípulos, su sencilla declaración de ignorancia acerca de la existencia del Espíritu Santo y el papel que le atañe en la realización de las promesas mesiánicas nos habla de la necesidad de predicar la doctrina cristiana de manera gradual, ordenada y completa.
La catequesis cristiana -recuerda Juan Pablo II- «debe ser una enseñanza sistemática, no improvisada, siguiendo un programa que le permita llegar a un fin preciso; una enseñanza elemental que no pretenda abordar todas las cuestiones disputadas ni transformarse en investigación teológica o en exégesis científica; una enseñanza, sin embargo, bastante completa, que no se detenga en el primer anuncio del misterio cristiano, cual lo tenemos en el kérigma; una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida según el Evangelio» (Catechesi Tradendae, 21).

Hch 19, 3-4. «Toda la doctrina y actividad de Juan -enseña Santo Tomás de Aquino- eran preparatorias respecto a Cristo, como es propio de los ayudantes y artesanos inferiores preparar los materiales para que reciban la forma que imprimirá en ellos el artífice principal. La gracia había de ser conferida a los hombres por Cristo, según las palabras de Jn 1, 17: 'La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo'. Por lo tanto, el bautismo de Juan no concedía la gracia sino que se limitaba a preparar para recibirla. Lo hacía de tres maneras: por la doctrina de Juan, que movía a la fe en Jesús; exhortando al rito del Bautismo de Cristo; y preparando a los hombres, mediante la penitencia, a obtener todos los efectos de este Bautismo» (S.Th. III, q. 38, a. 3).

Hch 19, 5. «Se bautizaron en el nombre del Señor Jesús»: Según la opinión más común, esta frase no significa que no se empleara la fórmula trinitaria («en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»), que aparece en Mt 28, 19 (cfr. nota a Hch 2, 38). El modo de referirse en Hch 19, 5 al Bautismo «en el nombre del Señor Jesús» puede ser simplemente una forma de distinguir el Bautismo cristiano de otros ritos bautismales que se habían propagado en el judaísmo del tiempo apostólico, sobre todo el de San Juan Bautista. Por lo demás, el Bautismo cristiano se administraba por mandato de Jesucristo (cfr. Mt 28, 19), en unión con Él y por su poder puesto que la obra redentora de Jesús es movida por el Padre y desemboca en la plena efusión del Espíritu Santo.

Hch 19, 6. Este pasaje menciona el rito de la imposición de manos, distinto del Bautismo, como ya lo había hecho en Hch 8, 14-17, por el cual se recibe el Espíritu Santo. Se trata del sacramento, que más tarde se llamará Confirmación y que vemos practicado, desde los comienzos de la Iglesia, como uno de los Sacramentes de la iniciación cristiana.
Refiriéndose a la Confirmación, Juan Pablo II decía: «Este don que hace Cristo de su Espíritu Santo va a ser derramado sobre vosotros de una manera especial. Oiréis las palabras que la Iglesia pronuncia sobre vosotros, invocando al Espíritu Santo para que confirme vuestra fe, para que os selle con su amor, para que os fortalezca en su servicio. Ocuparéis vuestro propio lugar entre los demás cristianos de todo el mundo, actualmente ciudadanos plenos del Pueblo de Dios. Daréis testimonio de la verdad del Evangelio en nombre de Jesucristo. Llevaréis un estilo de vida tal que santifique toda la vida humana. En unión con todos los confirmados, os convertiréis en piedras vivas de la catedral de la paz. En efecto, habéis sido llamados por Dios para ser instrumentos de su paz (…).
»Seréis hoy fortalecidos interiormente con el don del Espíritu Santo, para que cada uno, dentro de su propio estilo de vida, podáis llevar la Buena Nueva a vuestros compañeros y amigos (…). El mismo Espíritu Santo viene hoy a vosotros en el sacramento de la Confirmación, para comprometeros más plenamente en la batalla que libra la Iglesia contra el pecado y en su misión de fomentar la santidad. Viene a habitar más plenamente en vuestros corazones y a fortaleceros 'en la lucha contra el mal' (…). El mundo de hoy os necesita, pues necesita de hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo. Necesita de vuestro coraje y de vuestra esperanza, de vuestra fe y de vuestra perseverancia. Vosotros construiréis el mundo del mañana. Hoy recibís el don del Espíritu Santo para que podáis trabajar con fe profunda y caridad constante, para ayudar a que el mundo consiga los frutos de la reconciliación y de la paz. Fortalecidos con el Espíritu Santo y sus múltiples dones (…), luchad contra vuestro egoísmo; tratad de no obsesionaros con las cosas materiales» (Homilía aeropuerto Coventry, 30-V-1982).
La Confirmación, junto con el Bautismo y el Orden Sacerdotal, son los tres Sacramentos que imprimen en el alma un carácter indeleble.

Hch 19, 8-10. El sumario de la actividad de Pablo en Éfeso se completa con lo reseñado por el Apóstol en el discurso de despedida a los presbíteros de esta ciudad (cfr. Hch 20, 18-35) y con los datos de las Cartas a los Corintios. Pablo hizo de Éfeso el centro de operaciones para evangelizar las zonas limítrofes con la ayuda de Timoteo, Erasto, Gayo, Aristarco, Tito y el colosense Epafras.
Durante su estancia en Éfeso escribió la primera Carta a los Corintios y la Carta a los Gálatas.

Hch 19, 8. Pablo vuelve a la sinagoga en la que había enseñado previamente (cfr. Hch 18, 19-21). Las incomprensiones y resistencias de los judíos no consiguen disminuir el celo del Apóstol.

Hch 19, 9. La obstinación anticristiana de algunos hebreos obliga finalmente a Pablo a dejar la sinagoga. Ejerce su actividad pública de predicación en la escuela de Tirano, que debía ser cristiano o por lo menos simpatizante del Evangelio. Es posible que Pablo apareciera deliberadamente ante los habitantes de la ciudad como un maestro de filosofía, en el sentido de ciencia de la vida que la palabra significaba entonces.
El texto indica a la vez que los cristianos se reunían ya en casas privadas para oír la Palabra de Dios sin tener que recurrir a las sinagogas.

Hch 19, 10. A estos «dos años» habrá que añadir los tres meses de predicación en la sinagoga (cfr. v. 8), de manera que la estancia total de San Pablo en Éfeso fue de dos años y algunos meses. Esto coincide con lo que el mismo Apóstol dice al despedirse de esta ciudad: «Durante tres años…» (Hch 20, 31), ya que en aquel entonces se contaban también los años incoados.
La región evangelizada por Pablo y sus colaboradores no fue la provincia entera de Asia proconsular sino las ciudades de Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, Laodicea, Colosas y Hierápolis, que tenía a Éfeso como centro.

Hch 19, 11-16. De nuevo se nos habla de la actividad taumatúrgica de San Pablo (cfr. Hch 13, 11; Hch 14, 10). Son los signos y milagros que él mismo menciona como acompañantes de su predicación (cfr. 2Co 12, 12; Rm 15, 19).
San Lucas compara la fuerza espiritual y el carácter divino del mensaje de Pablo con la falsedad e impotencia de la magia. Destaca de este modo la absoluta superioridad de la predicación cristiana sobre las apariencias religiosas de los oponentes e imitadores del Evangelio. El autor del libro parece anticiparse a las objeciones de quienes han pretendido advertir en las acciones milagrosas de los Apóstoles cierto carácter mágico. Críticas semejantes son eliminadas por Orígenes, entre otros, en su respuesta al pagano Celso: «¿Aprendieron los discípulos de Jesús a hacer milagros como su maestro y convencían así a sus oyentes, o no hicieron ellos tampoco milagros? Decir que no hicieron milagros de ninguna clase, y que, creyendo a ciegas (…), se entregaron a enseñar por todas partes una doctrina nueva, es cosa de todo punto absurda; porque ¿qué les daba ánimo para enseñar una doctrina que era una completa novedad? Pero si también ellos hicieron milagros, ¿en qué cabeza cabe que unos magos se lanzaran a tantos peligros para implantar precisamente una doctrina que prohibe la magia?» (Contra Celso, I, 38).
El mundo religioso antiguo abundaba en exorcistas como los hijos del sacerdote Esceva. Sería éste probablemente miembro de una familia sacerdotal importante, y se titulaba a sí mismo sumo sacerdote para realzar el valor y sugerir la autenticidad de las actividades mágicas de su clan familiar. Eran numerosos los magos, adivinos y exorcistas dispuestos e invocar el nombre de cualquier divinidad. Había, por ejemplo, paganos que usaban los diferentes nombres de Yahwéh, y conocemos la fórmula de un papiro mágico que decía: «Te conjuro por Jesús, Dios de los hebreos».
El espíritu malo se revuelve en este caso contra los siete hombres, mostrando que «el nombre no sirve para nada si no se invoca con fe» (Hom. sobre Hch, 41).
«Para que la doctrina pegue su fuerza -escribe San Juan de la Cruz-, dos disposiciones ha de haber: una del que predica y otra del que oye. Porque ordinariamente es el provecho como hay la disposición de parte del que enseña, que por eso se dice que, cual es el maestro, tal suele ser el discípulo. Porque cuando en los Actos de los Apóstoles aquellos siete hijos de aquel príncipe de los sacerdotes de los judíos acostumbraban a conjurar los demonios con la misma forma que San Pablo, se embraveció el demonio contra ellos (…) y embistiendo en ellos, los desnudó y llagó. Lo cual no fue sino porque ellos no tenían la disposición que convenía» (Subida al Monte Carmelo, lib. III, cap. 45).
Las acciones de Pablo y su saludable influjo, a diferencia de los signos intentados por los agentes de la superstición, suscitan un recto temor que obra la conversión de muchos efesios. Es que «la contemplación de tantos hechos bien puede llevar razonablemente la persuasión y la fe a los que aman la verdad, no siguen las opiniones ni se dejan dominar por sus pasiones malas» (San Justino, Apología I, 53).

Hch 19, 12. Desde el principio de la Iglesia se aprecia en los cristianos un gran respeto y devoción hacia las reliquias: no sólo los restos de los santos sino también las ropas y objetos que habían utilizado o habían estado en contacto con sus sepulcros fueron tenidos en particular veneración.

Hch 19, 17-19. El miedo que embargó a los creyentes fue el inicio de su recuperación espiritual. El temor de Dios es un don del Espíritu Santo que nos inspira reverencia de Dios y temor de ofenderle, y nos aparta del mal moviéndonos al bien. Entraña respeto, admiración, sumisión y amor de hijo que no quiere ofender a su Padre.
El miedo a ofender a Dios llevó a los de Éfeso a renunciar a todo lo que les apartaba de Él, empezando por las artes mágicas. Los libros mágicos -muchos serían sólo unos fascículos- eran muy conocidos y usados en la antigüedad. Su valor material era muy elevado, tanto por su contenido -fórmulas y rituales mágicos muy cotizados- como por los materiales preciosos que podían ser empleados en su confección.
La actitud de estos cristianos -movidos por el Espíritu Santo- ante lo que constituía una ocasión de ofender a Dios es la de apartar las ocasiones de pecado. Los cristianos tenemos un empeño de amor. que hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación que nos anima a pelear con tenacidad, porque sabemos que somos tan frágiles como los demás hombres. Pero a la vez no podemos olvidar que, si ponemos los medios, seremos la sal, la luz y la levadura del mundo: seremos el consuelo de Dios (Es Cristo que pasa, nn. 74).

Hch 19, 21-22. La determinación de visitar otra vez Macedonia y Acaya es de nuevo fruto de la sugerencia divina que fomenta en San Pablo el deseo de consolidar las iglesias fundadas por él anteriormente en esas regiones. Recogería al mismo tiempo los donativos que había de llevar a la comunidad de Jerusalén.
La planeada visita a Roma no debe entenderse como la consecuencia de un vago deseo para el futuro, sino como una necesidad sentida por el Apóstol, que va al encuentro de la voluntad de Dios.

Hch 19, 23. San Lucas menciona el término camino para referirse al cristianismo y a la Iglesia (cfr. Hch 9, 2; Hch 22, 4; Hch 24, 14.22). Probablemente era un término bastante usado, con la misma significación, por muchos cristianos de la época. Esta palabra «camino» tenía raigambre judaica, con el significado de conducta moral y religiosa e, incluso, de norma de conducta. En el libro de los Hechos (y entre los primeros cristianos), con la palabra «camino» se quiere indicar, pues, muchas veces, que «el seguimiento de Cristo», el abrazar la religión de Cristo, no es un modo más de salvación entre otros posibles, sino el único modo ofrecido por Dios; de ahí que en varios pasajes de Actos se le llame el Camino. En algunos de esos pasajes el Camino es equivalente a la Iglesia de Cristo, fuera de la cual no hay salvación para el hombre.
«Se llama con razón camino a la predicación del Evangelio, pues es la ruta que conduce verdaderamente al Reino de los Cielos» (Hom. sobre Hch, 41).

Hch 19, 24. Artemisa es el nombre griego de la diosa llamada Diana por los latinos, pero se identificaba por sincretismo con una divinidad asiática a quien se atribuía la fertilidad. Una imagen suya recibía culto en el Artemision. Los festivales de Artemisa se celebraban con lamentables orgías y eran frecuentados por gran número de personas procedentes de las regiones vecinas. El negocio de Demetrio y sus colegas consistía en vender pequeñas imágenes de la diosa, que muchos visitantes llevarían como recuerdo entre religioso y turístico.

Hch 19, 26. Demetrio menciona con relativa exactitud un aspecto central de la predicación de Pablo contra la idolatría (cfr. Hch 17, 29). Los cristianos denunciaban la falsedad de los dioses paganos con argumentos y pasajes del Antiguo Testamento, similares a los usados por los apologistas judíos (cfr. Is 44, 9-20; Is 46, 1-7; Sb 13, 10-19).

Hch 19, 29. Lo que inicialmente era una reunión profesional de artesanos interesados en un asunto de su oficio se convierte en una masiva concentración popular. Los efesios afluyen al teatro de la ciudad, que era el lugar previsto para celebrar las asambleas. Los reunidos, vagamente informados de lo que realmente ocurre, parecen manifestar una cierta actitud antijudía. Atribuían quizá al judaísmo, mejor conocido por ellos que la nueva fe cristiana, la responsabilidad en el ataque a sus prácticas y creencias paganas.
Aristarco era de Tesalónica (cfr. Hch 20, 4). Acompañó a San Pablo en el viaje a Roma y durante su cautiverio romano (cfr. Hch 27, 2 y Col 4, 10). Gayo puede ser el cristiano que aparece citado en Hch 20, 4.

Hch 19, 30-31. Como ha hecho en circunstancias semejantes, Pablo quiere aprovechar la ocasión para defender su conducta y hablar al pueblo de la fe que predica y de la que no se avergüenza. Acepta sin embargo el criterio de los discípulos y juzga más prudente en este caso no comparecer en el teatro. Dado el modo histérico que domina en la turba, piensa sin duda que su presencia ante los efesios puede perjudicar la causa del Evangelio, lejos de beneficiarla.
Los magistrados de Éfeso -los asiarcas- eran los presidentes anuales de la asamblea provincial de Asia. Parece que mantenían una relación cordial con el Apóstol.

Hch 19, 33-34. El judío Alejandro se ve obligado a explicar a los asistentes que los hebreos y su religión no son responsables de los conflictos que han provocado la asamblea. Pero su presencia sólo consigue exacerbar todavía más los excitados ánimos.

Hch 19, 35-40. Las palabras del magistrado y su sobria referencia a los cauces legales para dirimir las cuestiones que pudieran existir entre los plateros y Pablo indican una encomiable imparcialidad. Esta razonable actitud debió ir unida a una cierta percepción de los méritos y excelencias del mensaje cristiano, capaz de impresionar favorablemente a quienes lo examinan con buen sentido.

Hch 20, 1. Este versículo conecta con Hch 19, 22, donde la narración quedó interrumpida para referir el conflicto con los orfebres. La exhortación a los discípulos de Éfeso debió tener características análogas a la que se recoge en los vv. 18-35.
El viaje hacia Macedonia de este pasaje es probablemente el que se menciona en 2Co 2, 12-13: «Llegué a Tróade, para anunciar el Evangelio de Cristo, aunque se me había abierto una puerta en el Señor, no hallé sosiego para mi espíritu por no encontrar a mi hermano Tito; así que despidiéndome de ellos, partí para Macedonia».

Hch 20, 2. Desde Macedonia escribió Pablo la segunda Carta a los Corintios, que envió a los destinatarios por medio de Tito.

Hch 20, 3. Durante la estancia en Corinto Pablo redactó y envió la Carta a los Romanos.
No conocemos detalles sobre la conjuración judía que modificó los planes de viaje de Pablo. Es posible que algunos judíos, peregrinos a Jerusalén en el mismo barco, hubieran previsto eliminar al Apóstol durante la travesía marítima.

Hch 20, 4. Pablo ha iniciado su último viaje a Jerusalén. Le acompañan siete cristianos, que son presumiblemente delegados de las comunidades para llevar con él a la Ciudad Santa el resultado de las colectas.

Hch 20, 5. La narración cambia de nuevo a la primera persona del plural. Lucas se ha unido a Pablo en Filipos y seguirá con él en lo sucesivo. Nosotros significa Pablo y yo. No parece referirse a más personas.

Hch 20, 6. Los Ázimos son la semana de celebración de la Pascua. La Pascua cristiana y la judía coincidían en las fechas. Acerca de la Pascua y los Ázimos cfr. notas a Mt 26, 2 y Mt 26, 17.

Hch 20, 7. Es la primera alusión del libro de los Hechos a la costumbre cristiana de reunirse en el primer día de la semana para celebrar la Sagrada Eucaristía (cfr. Hch 2, 42; 1Co 10, 16). «In una autem sabbatorum: es decir -comenta San Beda-, en el día del Señor, que es el primero después del sábado, cuando nos congregamos para celebrar nuestros misterios» (Super Act expositio, ad loc.).
«Este alimento -explica San Justino- se llama entre nosotros Eucaristía, de la que nadie puede participar, sino el que cree que son verdaderas nuestras enseñanzas y se ha lavado en el baño que concede la remisión de los pecados y la regeneración, y vive según lo que Cristo nos enseñó» (Apología I, 66).
Los autores cristianos han señalado la profunda relación que existe entre la Eucaristía y la verdadera fraternidad que Dios exige como deber y concede como don a los discípulos de Cristo. Escribe San Francisco de Sales: «¿Hasta dónde se ha rebajado la grandeza de Dios por todos y cada uno de nosotros, y adonde quiere elevarnos? Quiere unirnos tan perfectamente a Él hasta hacernos una misma cosa con Él. Lo ha querido así para enseñarnos que, como hemos sido amados con un mismo amor, con el que nos abraza a todos en el Santísimo Sacramento, quiere que nos amemos con ese amor que tiende a la unión, pero a una unión de las mayores y más perfectas. Somos todos alimentados de un mismo pan, ese pan celestial de la divina Eucaristía, cuya comida se llama comunión, y que (…) nos representa la unión común que debemos tener unos con otros, sin la cual no podríamos ser llamados hijos de Dios» (Sermón del domingo 3.º de Cuaresma).

Hch 20, 8-12. Es ésta la única acción milagrosa de los Hechos en la que Pablo resucita a un muerto. San Beda discierne en las circunstancias del milagro un cierto simbolismo espiritual. «La restauración del joven se produce entre las palabras de la predicación, de modo que el anuncio de Pablo se confirme mediante la suavidad del prodigio y de la doctrina, se consolide el esfuerzo de la vigilia y se asocie más estrechamente en el ánimo de todos los asistentes el recuerdo del Maestro desaparecido» (Super Act expositio, ad loc.).
El relato pone de manifiesto que el milagro de Pablo consistió en revivir al joven ya muerto o bien en alcanzar de Dios que, todavía vivo, le preservara de las consecuencias de la caída, que necesariamente iban a ocasionar su muerte.

Hch 20, 13-16. Las diversas observaciones de detalle recogidas en estos versículos obligan a pensar en la existencia de un diario de viaje, que San Lucas debió usar para componer estas secciones del libro.

Hch 20, 16. Establecía la Ley que todos los judíos acudiesen a Jerusalén tres veces al año, en las fiestas de Pascua, Pentecostés y de los Tabernáculos (cfr. Dt 16, 16). San Pablo desea llegar a Jerusalén para entregar el resultado de las colectas y para establecer contacto con los muchos judíos que se encontrarían en la ciudad con motivo de la fiesta.

Hch 20, 18-35. El discurso de Pablo a los presbíteros de Éfeso es el tercer gran parlamento del Apóstol en el libro de los Hechos, junto a los discursos a judíos y paganos en Antioquía de Pisidia (Hch 13, 16 ss.) y Atenas (Hch 17, 22 ss.), respectivamente. Constituye una despedida emocionada en la que Pablo parece decir adiós a todas las iglesias que ha fundado.
El discurso se divide en dos partes. La primera (vv. 18-27) contiene el breve resumen que Pablo hace de su abnegada vida en Éfeso al frente de la iglesia que había establecido, así como los acontecimientos difíciles que barrunta para el tiempo inmediato. Dos secciones paralelas (18-21 y 26-27) encuadran un pasaje central (22-25).
En la segunda parte, el Apóstol habla encendidamente sobre la misión y tarea de los presbíteros. Dos series de recomendaciones (vv. 28-31 y 33-35) se agrupan también en torno a un versículo eje (v. 32).
El patetismo, la agilidad y la hondura espiritual del discurso nos indican con claridad que es Pablo quien habla. Es precisamente el mismo Pablo de las cartas, que se dirige a una comunidad que ya ha sido evangelizada y la invita a penetrar y vivir mejor la fe recibida.

Hch 20, 18-20. Pablo no tiene inconveniente en presentarse ante sus oyentes como ejemplo de servicio a Dios y a los discípulos en la causa del Evangelio (cfr. 1Co 11, 1). Ha sido el suyo un servicio hecho de trabajo sereno y perseverancia diaria en su tarea. Ha realizado cada día, por amor de Jesucristo y de los hermanos, lo que tenía que hacer, consciente de que esta conducta paciente y sobrenatural era la perfección y santidad que Dios le pedía.
El Apóstol ha sabido imitar a Cristo tanto en su vida pública como en los largos años de vida oculta, que sugieren a los cristianos la necesidad de un continuo crecimiento en el amor. «Avaros espirituales -escribe San Francisco de Sales a este propósito- son los que no se sacian nunca de muchos ejercicios de piedad, para conseguir más pronto la perfección, según dicen; como si la perfección consistiera en la multitud de cosas que hagamos y no en la perfección con que las llevemos a cabo (…). Dios no ha puesto la perfección en la multiplicidad de los actos que hemos de realizar para agradarle, sino en el modo de realizarlos: no otro que el de hacer lo poco que hagamos según nuestra vocación, es decir, en el amor, por el amor y para el amor» (Sermón del domingo 1.º de Cuaresma).
Santa Catalina de Siena había escuchado del Señor, en este sentido, las siguientes palabras: «Yo recompenso todo bien que se hace, poco o mucho, según la medida del amor del que recibe el premio» (El Diálogo, cap. 68).
Como en las cartas, Pablo asocia la idea de servicio a la humildad (cfr. 2Co 10, 1; 1Ts 2, 6), a las lágrimas (cfr. Rm 9, 2; Flp 3, 18) y a la fortaleza para continuar el trabajo a pesar de la persecución (cfr. 2Co 11, 24; 1Ts 2, 14-16). La humildad constituye el verdadero tesoro del Apóstol porque le permite conocer su debilidad y le proporciona al mismo tiempo la fuerza de Dios. «El verdadero humilde -escribe Santa Teresa de Jesús- ha de desear con verdad ser tenido en poco y condenado sin culpa, aun en cosas graves. Porque si quiere imitar al Señor, ¿en qué mejor puede que en esto? Que aquí no son menester fuerzas corporales ni ayuda de nadie, sino de Dios» (Camino de perfección, cap. 15).

Hch 20, 21. El brevísimo resumen de la predicación paulina a judíos y paganos menciona la conversión y la fe como elementos inseparables de la vida nueva concedida por Jesucristo. Fe y conversión van juntas en la existencia cristiana. «Conviene saber -escribe Orígenes- que seremos juzgados ante el tribunal divino no sólo por nuestra fe, como si no hubiéramos de responder de nuestra conducta; ni sólo por nuestra conducta como si la fe no hubiera de sufrir examen. Es la rectitud de ambas la que nos justifica, y la falta de una u otra nos haría merecedores de castigo» (Diálogo con Heráclides, 8).
La presencia en el alma de la fe y de la gracia desencadena el combate cristiano, que con la ayuda de Dios terminara en la eliminación de los pecados y defectos. «Desde el mismo día que la Palabra divina se introduce en vuestra alma -observa el mismo Orígenes- es necesario que se entable una batalla de las virtudes contra los vicios. Antes de que la Palabra llegara a atacarlos, los vicios permanecían en paz dentro de vosotros, pero desde el momento que la Palabra comienza a juzgarlos uno a uno se produce un gran movimiento y nace una guerra sin cuartel. '¿Qué tiene que ver la justicia con la iniquidad?' (2Co 6, 14)» (In Ex hom., III, 3).

Hch 20, 22. La certeza del Apóstol acerca de que Dios dirige sus pasos y vela paternalmente por él va unida a la incertidumbre, propia de la condición humana, sobre su futuro. «La gracia no operaba sola. Respetaba a los hombres en su propia acción, les movía, despertaba y no hacía desaparecer del todo sus inquietudes» (Hom. sobre Hch, 37).
«Consciente de su propia flaqueza -enseña el Conc. Vaticano II-, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, indagando cuál es la voluntad de Dios (cfr. Ef 5, 10) y, como atado al espíritu (cfr. Hch 20, 22), se guía en todo por la voluntad de Aquél que quiere que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en las circunstancias cotidianas de la vida» (Presbyterorum ordinis, 15).

Hch 20, 23. El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad.
Lógicamente, en nuestra jornada no toparemos con tales ni con tantas contradicciones como se cruzaron en la vida de Saulo. Nosotros descubriremos la bajeza de nuestro egoísmo, los zarpazos de la sensualidad, los manotazos de un orgullo inútil y ridículo, y muchas otras claudicaciones: tantas, tantas flaquezas. ¿Descorazonarse? No. Con San Pablo, repitamos al Señor:
siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte (2Co 12, 10) (Amigos de Dios, 77b).

Hch 20, 24. Pablo ha conseguido amar a Jesucristo hasta el desprecio de sí mismo y el curso de su vida significa únicamente para él la posibilidad de cumplir la tarea que Dios le ha encomendado (cfr. 2Co 4, 7; Flp 1, 19-26; Col 1, 24). El Apóstol concibe la santidad como una carrera constante e ininterrumpida, llena de amor y de obras, hacia el encuentro con el Señor. Éste es el ideal de perfección cristiana que han enseñado, según la pauta marcada por San Pablo, los más destacados Padres de la Iglesia: «Si se trata de la virtud -escribe, por ejemplo, San Gregorio de Nisa- hemos aprendido del Apóstol mismo que la perfección de aquélla sólo tiene el límite de no tener ninguno. Este gran hombre de elevado espíritu, este divino apóstol, no deja jamás, al correr en la vía de la virtud, de 'tender hacia lo que está delante' (Flp 3, 13). Detenerse le parece peligroso. ¿Por qué? Porque todo bien, por su propia naturaleza, carece de límite y sólo está limitado por el encuentro en su contrario: así la vida por la muerte, la luz por la oscuridad, y en general cualquier bien por su opuesto. Igual que el fin de la vida es el comienzo de la muerte, así también dejar de correr en el camino de la virtud es comenzar a hacerlo en el camino del vicio» (De vita Moysis, I, 5).

Hch 20, 26. «Se considera limpio de la sangre de los discípulos porque no ha omitido llamarles la atención sobre los defectos» (Super Act expositio, ad loc.). No sólo les ha predicado e inculcado el Evangelio, sino que ha corregido sus faltas. Pablo ha practicado con perseverancia lo mismo que recomienda a los gálatas: «Si acaso alguien es hallado en alguna falta, vosotros, que sois espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo, no vaya a ser que tú también seas tentado» (Ga 6, 1). Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar (Amigos de Dios, 9).

Hch 20, 28. Según una metáfora frecuente en el Antiguo Testamento para designar al Pueblo de Dios (Sal 100, 3; Is 40, 11; Jr 13, 17), Pablo describe a la Iglesia como una grey y a los presbíteros u obispos (epíscopos) como pastores. «La Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cfr. Ioh 10, 1-10). Es también una grey, cuyo Pastor será el mismo Dios, según las profecías (cfr. Is 40, 11; Ez 34, 11 ss.), y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, Buen Pastor y jefe de pastores (cfr. Jn 10, 11; 1P 5, 4), que dio su vida por ellas (cfr. Jn 10, 11-15)» (Lumen gentium, 6).
En estos primeros tiempos de la Iglesia los términos presbítero y obispo (epíscopo) no designan aún unívocamente esos dos grados diferenciados de la Jerarquía. Se refieren ambos a los ministros sagrados que han recibido el sacramento del Orden Sacerdotal.
La última parte del versículo se refiere al sacrificio de Cristo. La Iglesia se ha convertido, por virtud del acto redentor, en especial propiedad de Dios. El precio de la Redención ha sido la Sangre de Jesucristo. Pablo VI afirma que Cristo, «Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12).
El Concilio de Trento expone esta doctrina al presentar la Redención como un acto de Jesucristo, «su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual (…) nos mereció la justificación por su Pasión santísima en el leño de la Cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre» (De iustificatione, cap. 7).

Hch 20, 30. Los errores no proceden solamente de extraños. Vienen también de miembros de la misma comunidad, que abusan o aprovechan su condición de hermanos, e incluso de pastores, para confundir a los fieles y sorprender su buena voluntad. «Son aquellos de quienes escribe Juan: 'Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros'» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 20, 31. «Indica de este modo que ha enseñado la doctrina sin limitarse a enunciarla sólo una vez para tranquilizar su conciencia» (Hom. sobre Hch, 44). Pablo no ha rehuido el trabajo que su responsabilidad pastoral le imponía y ha acompañado sus exhortaciones y enseñanzas con su conducta generosa y ejemplar. «Es necesario que quienes gobiernan la comunidad ejerciten dignamente las actividades de dirección (…). Existe el peligro de que algunos que se ocupan de otros y les dirigen hacia la vida eterna puedan destruirse a sí mismos sin notarlo. Es necesario que quienes supervisan trabajen más que el resto, sean más humildes que quienes están bajo ellos, les ofrezcan su propia vida como un ejemplo de servicio, y consideren a los súbditos como un depósito que Dios les ha confiado» (San Gregorio de Nisa, De instituto christiano).

Hch 20, 32. «No es conveniente que los hombres cristianos, atentos al esfuerzo humano, consideren que la entera corona depende de sus peleas, sino que es necesario refieran a la voluntad de Dios sus esperanzas en el premio» (San Gregorio de Nisa, De instituto christiano).

Hch 20, 33-35. «Las enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen (…) una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús 'hizo y enseñó' (Hch 1, 1)» (Laborem Exercens, 26).
La frase final del Señor no aparece en los Evangelios. Sólo la conocemos por este texto.

Hch 20, 36. Para los cristianos toda ocasión y sitio son propicios para orar. «El cristiano reza en cualquier lugar -escribe Clemente de Alejandría- y reza en toda circunstancia, bien sea durante un paseo o cuando va en compañía de otros, o cuando reposa, o también al comienzo de una obra espiritual. Y cuando en el interior de su alma alimenta un pensamiento y con gemidos inenarrables invoca al Padre» (Stromata, VII, 7).

Hch 20, 37. Los besos a Pablo son una muestra de afecto y un signo de la honda emoción que embarga a los asistentes. No son el «beso de la paz» propio del culto litúrgico. Conviene tener también en cuenta que entre los orientales el beso como saludo es una muestra usual de amistad, o cortesía, de modo parecido a como en Occidente se da la mano.

Hch 21, 4. Estos cristianos de Tiro eran fruto de la anterior evangelización en Fenicia (cfr. Hch 11, 19). Ellos conocieron por comunicación del Espíritu las «cadenas y tribulaciones» (Hch 20, 23) que esperaban a Pablo en Jerusalén e intentaban disuadirle. Es una reacción lógica y una muestra de la fraternidad, unidad de afectos e intenciones, que animaba a los fieles cristianos. También nosotros nos debemos preocupar -sin perder la serenidad- por la salud física y espiritual de nuestros hermanos: Esas desazones que sientes por tus hermanos me parecen bien: son prueba de vuestra mutua caridad. -Procura, sin embargo, que tus desazones no degeneren en inquietud (Camino, 465).

Hch 21, 5. «Puestos de rodillas, en la playa, oramos»; Todo lugar es apto para elevar el corazón a Dios y hablar con Él. Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia Él nuestro pensamiento, sin que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios, porque cantan en el corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor. Y si no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque nuestro Dios está de modo inefable en nuestra alma en gracia (Amigos de Dios, 249).

Hch 21, 8. Felipe es uno de los siete cristianos ordenados diáconos para servir a los necesitados, según el relato de Hch 6, 5. Fue él quien ayudó eficazmente en la evangelización de Samaría (cfr. Hch 8, 5 ss.), se enfrentó con Simón el mago (cfr. Hch 8, 9 ss.) y bautizó al funcionario etíope (cfr. Hch 8, 26 ss.).

Hch 21, 9. La virginidad es un don de Dios del que San Pablo hablará en sus cartas (cfr. 1Co 7, 25-40). Juan Pablo II, en su exhortación apostólica sobre la familia, ha dedicado un apartado a esta forma de entrega al Señor: «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de Alianza de Dios con su pueblo (…).
»Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre (cfr. 1Co 7, 32 s.) (…), la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios (cfr. Sacra virginitas, n. 2).
»Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios» (Familiaris Consortio, 16).

Hch 21, 10-11. Agabo es el profeta cristiano que años antes había anunciado la penuria y el hambre próximos (cfr. Hch 11, 27-28). Hace ahora su profecía con gestos simbólicos, que eran frecuentes en los profetas del Antiguo Testamento, especialmente Jeremías (cfr. Jr 18, 3 ss.; Jr 19, 1 ss.; Jr 27, 2 ss.). La acción de Agabo recuerda un tanto a la profecía del Señor sobre San Pedro en Jn 21, 18: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras».

Hch 21, 12-14. Las palabras y avisos del Espíritu Santo (cfr. Hch 20, 23; Hch 21, 4) refuerzan en Pablo la prontitud para aceptar la voluntad de Dios y soportar las dificultades que se le anuncian (cfr. Hch 20, 25.27 ss.). La serenidad del Apóstol contrasta con la turbación, explicable por el afecto, de quienes le rodean. Una larga vida de entrega y olvido de sí mismo ha hecho posible la calma sobrenatural de estos momentos decisivos. «Está el todo o gran parte -escribe Santa Teresa de Jesús- en perder cuidado de nosotros mismos y de nuestro regalo, que quien de verdad comienza a servir al Señor lo menos que le puede ofrecer es la vida, pues le ha dado su voluntad, ¿qué teme?» (Camino de perfección, cap. 12).
La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. -Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada (Camino, 758).
El ejemplo de Pablo logra impresionar a los discípulos y les mueve a aceptar lo que Dios haya dispuesto, con una expresión que recuerda las palabras de Jesús en Getsemaní (cfr. Lc 22, 42).

Hch 21, 18. Pablo y sus acompañantes son recibidos por Santiago el Menor, probablemente cabeza de la iglesia de Jerusalén por aquellos años (cfr. Hch 12, 17; Hch 15, 13; Ga 1, 19; 1Co 15, 7), y por los presbíteros que le asisten en el gobierno y atención espiritual de la comunidad. San Lucas suele distinguir entre presbíteros y Apóstoles. De aquí cabe pensar que los Apóstoles, incluido Pedro, habían abandonado la Ciudad Santa.
Aquí termina la narración en primera persona del plural, que no se reanuda hasta el relato del viaje a Roma (cfr. Hch 27, 1). Esto indica que San Lucas acompañó a San Pablo hasta Jerusalén y luego desde Cesarea hasta Roma.

Hch 21, 19. El ministerio apostólico de Pablo entre los gentiles puede ser recibido sin recelos por los cristianos de la iglesia madre de Jerusalén, porque Dios ha manifestado de nuevo su carácter legítimo mediante la sorprendente fecundidad que ha querido concederle. La misión a los gentiles estaba guiada y planeada por Dios.
Al mismo tiempo, Pablo atribuye al Señor toda la eficacia de su trabajo misionero. «Ni el que planta es nada, ni el que riega, sino el que da el incremento, Dios» (1Co 3, 7). Es la convicción que ha dirigido sus pasos y que se ha reforzado en cada etapa de su ministerio. «A todo el que examine prudente e inteligentemente la historia de los Apóstoles de Jesús ha de resultarle patente -escribe Orígenes- que predicaron el cristianismo con poder divino, y por él lograron atraer a los hombres a la Palabra de Dios» (Contra Celso, I, 62).

Hch 21, 20. Los judíos celosos de la Ley mencionados por Santiago no deben confundirse con los zelotas. El ardiente seguimiento de las tradiciones patrias y la aversión a los romanos habían convertido a éstos en una secta violenta que fue un factor decisivo en la rebelión del año 66. La rebelión antirromana, narrada detalladamente por Flavio Josefo en la Guerra judaica -libro escrito del año 75 al 79-, terminó el año 70 con la total destrucción del Templo y de Jerusalén por los ejércitos de Vespasiano y Tito.

Hch 21, 21. Los rumores que los judíos observantes han oído sobre la predicación de Pablo tienen una base real, porque el Apóstol considera secundaria la Ley mosaica en orden a conseguir la salvación y no concede a la circuncisión carácter necesario o absoluto (cfr. Ga 4, 9; Ga 5, 11; Rm 2, 25-30). Pero la acusación que los rumores contienen es injusta. Pablo nunca exhortó a los cristianos de origen judío a omitir la circuncisión de sus hijos, y él mismo se ocupó de que Timoteo fuera circuncidado (cfr. Hch 16, 3). Se muestra en Corinto defensor de que las mujeres, según la costumbre judía, usen velo en las funciones de culto (cfr. 1Co 11, 2-16); y personalmente no tuvo inconveniente en emitir un voto de nazareato (cfr. Hch 18, 18).
«Calumniaban a Pablo no los que entendían el espíritu con el que debían conservarse estas costumbres por los fieles judíos, es decir, como un homenaje a la autoridad divina y a la santidad profética de esos signos y no para lograr la salvación, que había sido revelada con Cristo y administrada mediante el sacramento del Bautismo. Los que le calumniaban eran aquellos que querían observar tales prácticas como si no hubiera sin ellas salvación para los creyentes en el Evangelio» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 21, 23-24. Se trata de un voto de nazareato (cfr. cap. Nm 6). El nazir se comprometía a abstenerse de ciertos alimentos y bebidas y a no cortarse el cabello durante el tiempo del voto, generalmente treinta días (cfr. nota a Hch 18, 18). La terminación del voto se acompañaba con la ofrenda de un sacrificio en el Templo. Santiago propone que Pablo se haga cargo de los gastos de este sacrificio, según un acto habitual y reconocido de piedad judía. Manifestará de este modo ante todos los que le conocen, que mantiene una actitud respetuosa hacia la Ley y el Templo. Pablo lleva a la práctica en esta ocasión lo que había escrito a los cristianos de Corinto: «Con los judíos me hice como judío, para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como si estuviera bajo la Ley, aunque yo no lo estoy, para ganar a los que están bajo la Ley» (1Co 9, 20).

Hch 21, 25. Santiago cita los preceptos del concilio de Jerusalén, que eran bien conocidos por Pablo. Parece dirigirse, por tanto, a los compañeros del Apóstol, que no fueron requeridos, como es lógico, a acompañar a Pablo en el Templo.

Hch 21, 27-29. La acción de Pablo, que debía pacificar el ánimo de los judíos, provoca precisamente lo contrario y desencadena la reacción violenta que cabía esperar del fanatismo y la ceguera espiritual. Judíos que han peregrinado a Jerusalén con motivo de la fiesta hebrea de Pentecostés atacan a Pablo como hombre vitando que –dicen- habla por todas partes contra el pueblo judío, la Ley y el Templo, y acaba de profanar el recinto sagrado.
Se repiten así las acusaciones lanzadas en su día contra el Señor (cfr. Mt 26, 61; Mt 27, 40) y contra Esteban (cfr. Hch 6, 11-14). Los gritos de los agresores soliviantan en pocos momentos a la multitud que llena el Templo, dispuesta sin duda, en sus prejuicios, a admitir cualquier afirmación desfavorable a Pablo. La falsa acusación de haber introducido gentiles en los atrios interiores del Templo revestía especial gravedad, pues la Ley judía castigaba con la muerte semejante acción y las autoridades romanas accedían generalmente a ejecutar en estos casos la pena capital. Se ha encontrado una de las piedras que advertían de la pena de muerte para cualquier gentil que traspasara el pequeño muro que limitaba el atrio de los Gentiles. El aviso está en griego y latín.

Hch 21, 30. No cerraron probablemente las puertas exteriores del Templo sino las que comunicaban los atrios interiores con el atrio de los Gentiles.

Hch 21, 31-36. La intervención de los soldados romanos libra a Pablo de una muerte cierta. La rápida llegada del tribuno y sus hombres se explica por la proximidad de la Torre Antonia, sede de la guarnición de Jerusalén, que estaba situada junto a una esquina del Templo y unida con el atrio de los Gentiles mediante dos grandes tramos de escalones.
Arrestado Pablo, que aparece ante los romanos como causa del tumulto, el tribuno decide, prudentemente, trasladarlo a la fortaleza. Comienza ahora una nueva sección del libro en la que San Lucas va a describir con detalle la prisión del Apóstol (cfr. Hch 21, 33-Hch 22, 29), su procesamiento en Jerusalén y Cesarea (cfr. caps. 23-26), y el viaje a Roma (cfr. Hch 27, 1-hch 28, 16) para comparecer ante el tribunal imperial. A partir de este momento Pablo no será tanto el misionero y fundador infatigable de iglesias como el testigo encadenado del Evangelio. Pero también en las nuevas circunstancias continuará su tarea de anunciar a Cristo.

Hch 21, 38. El cabecilla egipcio es mencionado también por Flavio Josefo como un jefe de bandidos que intentó capturar Jerusalén y fue puesto en fuga por el gobernador Félix (cfr. Guerra judaica, II, 261-263).
Los sicarios recibían su nombre por ir armados con un puñal llamado en latín sica. Junto a los zelotas, desempeñaron un célebre y triste papel en la rebelión contra Roma.

Hch 21, 39. Pablo no menciona aún su condición de ciudadano romano. Se limita a afirmar su procedencia de Tarso, una ciudad que disfrutaba de autogobierno y a la que estaba orgulloso de pertenecer. Parece que desde tiempos de Claudio era posible tener simultáneamente la ciudadanía romana y otra ciudadanía local.
De acuerdo con su carácter valiente y el hondo sentido que posee de su misión, el Apóstol ha decidido hablar a la muchedumbre que le hostiga. No piensa tanto en eludir a sus adversarios como en convencerles. El suyo no es un combate desigual. Le asiste el vigor del Evangelio que predica y la rectitud con que procura servir a Cristo. «Nada hay más débil, en efecto, que muchos pecadores -comenta Crisóstomo- ni más fuerte que un hombre cumplidor de la ley de Dios» (Hom. sobre Hch, 26). «Los soldados de Cristo, que son los que tratan oración -escribe Santa Teresa-, no ven la hora que pelear; nunca temen enemigos públicos; ya los conocen y saben que contra la fuerza que en ellos pone el Señor no tienen fuerza y que siempre ellos quedan vencedores y con ganancia y ricos» (Camino de perfección, cap. 66).
Pablo confía una vez más en su palabra llena de la fuerza de Dios, y no se conforma con reproches ni silencios, porque sabe que «la verdad no se predica con espadas y lanzas, ni por medio de soldados, sino con la persuasión y el consejo» (San Atanasio, Historia arrianorum, 33).

Hch 21, 40. «En lengua hebrea»; Seguramente en arameo, la lengua que, desde la vuelta de la cautividad babilónica, se fue imponiendo en el uso entre los hebreos, por influjo del imperio persa.

Hch 22, 1-21. San Lucas recoge el discurso de Pablo a los judíos de Jerusalén, que es la primera de tres defensas personales (cfr. Hch 24, 10-21; Hch 26, 1-23) en las que el Apóstol procura mostrar respectivamente que el cristianismo no merece la hostilidad judía ni el recelo romano. En este caso Pablo se presenta a los oyentes hebreos como un judío piadoso, lleno de respeto hacia su pueblo y sus tradiciones sagradas. Desea vivamente que sus hermanos de raza comprendan que si ahora sigue a Jesús hay motivos decisivos e irresistibles que le han movido a ello. Confía en que un proceso espiritual semejante al experimentado por él pueda obrarse también en el alma de quienes le escuchan. El discurso no es, sin embargo, una apología propiamente dicha. Su intención principal no es responder a las acusaciones de sacrilegio, sino aprovechar la ocasión para dar testimonio de Jesucristo, cuyos mandatos legitiman la propia conducta. Las palabras de Pablo son en realidad un llamamiento a sus oyentes para que escuchen y obedezcan la voz del Señor.

Hch 22, 1. «Hermanos y padres»; El título de «padres» puede aludir a los miembros del Sanedrín presentes entre la multitud.

Hch 22, 3. Gamaliel (cfr. Hch 5, 34) pertenecía a la corriente del rabino Hillel, que se caracterizaba por una interpretación de la Ley menos rígida que la practicada por Shammai y sus discípulos.

Hch 22, 4. La situación descrita por Pablo es confirmada por 1Co 15, 9: «Yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios»; Ga 1, 13: «Habéis oído mi conducta anterior en el judaísmo: que perseguía con saña a la Iglesia de Dios y la desolaba»; Flp 3, 6: «En cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia»; y 1Tm 1, 13: «Antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente».

Hch 22, 6-11. Pablo describe con sus propias palabras lo que ocurrió en el camino de Damasco (cfr. Hch 9, 3-9; Hch 26, 6-16). El relato contiene algunas diferencias no contradictorias con las otras dos versiones, especialmente la del cap. 9, narrada en palabras de San Lucas.
Pablo añade que el suceso tuvo lugar al mediodía (cfr. Hch 26, 13) y dice que Jesús se llama a sí mismo nazareno. Incluye también la pregunta «¿qué he de hacer, Señor?», que no figura en el cap. 9.
En cuanto a los efectos causados en los compañeros, se puede apreciar que ellos vieron la luz (Hch 22, 9 ), pero no vieron a nadie ( Hch 9, 7), no vieron a Jesús glorificado; oyeron una voz ( Hch 9, 7), pero no oyeron la voz del que hablaba (Hch 22, 9), esto es, no entendieron lo que decía.

Hch 22, 10. Pablo se dirige a Jesús con el título de Señor, que expresa significativamente su nueva experiencia y el conocimiento que ha adquirido sobre la divinidad de Aquél a quien perseguía.
La voz divina que le ordena levantarse del suelo es obedecida al instante por el futuro Apóstol de los gentiles. El movimiento físico por el que se alza de la tierra es como un símbolo del resurgir espiritual que se opera en su alma como efecto irresistible de la llamada de Dios. La gracia de Jesús vence a Pablo y consigue que su voluntad libre quiera exactamente lo que quiere Dios. «Una ayuda fue concedida al primer Adán -escribe San Agustín-, pero una gracia aún más poderosa fue dada al segundo (que es Cristo). La primera es aquella por la que un hombre obtiene la justicia, si quiere. La segunda hace más, porque mediante ella el hombre quiere también, y quiere tan intensamente y ama tan ardientemente, que vence la voluntad de la carne, opuesta a la del espíritu» (De correptione et gratia, cap. 11).
«Muchos -dice Orígenes- han venido al cristianismo como si fuera contra su voluntad, pues cierto espíritu, apareciéndoseles en sueños o despiertos, mudó súbitamente su mente, y de odiar al Verbo pasaron a morir por Él» (Contra Celso, I, 46).
La conversión de Pablo ejemplifica la acción poderosa de la gracia y el auxilio divinos en el corazón del hombre.

Hch 22, 12-16. El relato sobre Ananías y su papel en la conversión de Pablo se abrevia notablemente en comparación con el cap. 9 (cfr.. vv. 10-19). San Pablo se adapta en esta ocasión a su auditorio, formado por judíos, con el fin de hacerse entender bien. Presenta a Jesús como la figura en la que se cumplen las predicciones salvíficas del Antiguo Testamento. Como hicieron antes Pedro (cfr. Hch 3, 13 s.) y Esteban (cfr. Hch 7, 52), se refiere al «Dios de nuestros Padres» y al Justo, para hablar de Dios y de Jesucristo.

Hch 22, 17-18. El regreso de Pablo a Jerusalén tuvo lugar tres años después de su conversión. Pablo menciona deliberadamente su costumbre de orar en el Templo, que fue por un tiempo sitio normal de oración para los cristianos. Habla de un éxtasis no referido en otro lugar y de una visión de Jesucristo que recuerda la del Apocalipsis Ap 1, 10.

Hch 22, 19. Las sinagogas no eran locales destinados exclusivamente a fines litúrgicos. Tenían también dependencias para usos diversos, como escuelas, sitios de reunión, etc. (cfr. Mt 10, 17; Mt 23, 34; Mc 13, 9).

Hch 22, 20. La palabra testigo comienza a revestir el sentido de mártir tal como lo usa actualmente la Iglesia. El martirio es, en efecto, el testimonio más alto y excelente de la fe cristiana.
San Pablo refiere su presencia en el martirio de San Esteban para resaltar lo milagroso de su conversión.

Hch 22, 21. El envío de Pablo a los gentiles, prometido por el Señor, le constituye en Apóstol, semejante en todo a los Doce.

Hch 22, 22. Al mencionar la predicación a los gentiles se produce la interrupción violenta del discurso. El odio irracional y el fanatismo de los oyentes les incapacitan no sólo para asimilar sino también para escuchar con un mínimo de serenidad y atención las palabras de Pablo. Les sobran prejuicios y les faltan disposiciones.

Hch 22, 24. La práctica judicial romana preveía la aplicación de azotes, como medio de conseguir la confesión de sospechosos y esclavos.

Hch 22, 25. Como en Filipos (cfr. Hch 16, 37), Pablo hace valer su condición de ciudadano romano, pero en esta ocasión se anticipa a las intenciones de sus captores y evita la flagelación.

Hch 22, 30. Parece que el Sanedrín no celebra una sesión judicial ordinaria. Se nos dice solamente que se reúne a instancias de Lisias. El tribuno pide simplemente una sesión informal para su propia documentación, debido quizás a que no podía acudir a la tortura de Pablo, romano, para conocer todo lo que necesitaba.

Hch 23, 1. Como respuesta a las acusaciones judías, que en esta ocasión San Lucas considera conocidas y no se detiene a formular, Pablo sintetiza su defensa en esta lapidaria afirmación. La rectitud de conciencia es un punto capital de la espiritualidad paulina. Aparece profusamente en las cartas (cfr. 1Co 4, 4; 2Co 1, 12; 1Tm 1, 5.19; 1Tm 3, 9; 2Tm 1, 3) y en la conducta personal de Pablo, que, incluso como perseguidor de la Iglesia, buscó en todo momento, sincera aunque equivocadamente, el servicio de Dios. El Apóstol rechaza de este modo sumario los cargos de impiedad y desacato a la Ley que se le hacen.

Hch 23, 2. Ananías no debe confundirse con Anás (cfr. Hch 4, 6). Fue nombrado sumo sacerdote el año 47 y destituido hacia el 58. Fue asesinado el año 66 por judíos rebeldes a Roma. Decide que Pablo sea golpeado, sin duda porque no encuentra respuesta a las palabras del acusado, y se deja arrastrar a la ofensa personal. Sabemos por Josefo que Ananías tenía un temperamento colérico e insolente (cfr. Antiquitates iud., 20, 199).

Hch 23, 3. Las duras palabras de Pablo no obedecen a irritación mal controlada por la injusticia de que es objeto. Podría decirse que, a imitación de Jesús (cfr. Mt 27, 12), hubiera debido callar. Pablo estima, sin embargo, que en esta ocasión debe hablar. Sus palabras son un deliberado anuncio del futuro que espera al infortunado Ananías.

Hch 23, 5. Muchos comentaristas piensan que Pablo se expresa con cierta ironía, como si dijera: «No imaginaba que un hombre capaz de dar semejante orden contra la Ley pudiera ser el sumo sacerdote». Otros estiman que el Apóstol es consciente del posible escándalo que sus palabras podrían haber provocado en algunos de los asistentes y manifiesta consiguientemente su respeto hacia las instituciones judías y los mandatos de la Ley.

Hch 23, 6-9. Sabemos por el Evangelio de San Lucas (cfr. Hch 20, 27) que los saduceos, a diferencia de los fariseos, negaban la resurrección futura de los muertos. Sólo en este lugar del Nuevo Testamento se nos dice que los primeros negaban también la existencia de ángeles y espíritus. Es sin embargo una información ratificada por fuentes profanas y judías.
Durante el juicio, Pablo introduce un tema polémico para los jueces. No lo hace principalmente con el fin de obtener provecho personal. El Apóstol manifiesta sin duda una actitud sagaz, pero sabe que en último término no puede ya esperar audiencia imparcial ni justicia de un tribunal judío. Trata por consiguiente de remover las conciencias y el amor a la verdad de los sanedritas que puedan ver todavía a los cristianos con alguna benevolencia y simpatía. Aunque la fe cristiana en la Resurrección no era idéntica a la de los fariseos, tenía con la de éstos presupuestos comunes: la fe genérica en la resurrección de los muertos.

Hch 23, 9. Se refieren a la aparición en el camino de Damasco. No llegan a admitir que Jesús haya hablado a Pablo, pero no descartan una verdadera experiencia espiritual del Apóstol.

Hch 23, 11. El Señor es Jesús. Las palabras de consuelo que dirige a Pablo indican que Dios guiará paso a paso el camino del Apóstol hasta su comparecencia ante el César en Roma. A partir de este momento el cometido principal del prisionero no será defenderse sino dar testimonio del Evangelio. Lo mismo que ha hecho en libertad lo hará desde ahora encadenado. «Velad juntos -escribirá a los efesios- con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef 6, 18-20).

Hch 23, 12-22. Ciegos en su fanatismo, un grupo de judíos se juramenta para eliminar a Pablo. Adoptan el compromiso de no comer ni beber antes de llevar a cabo su propósito, al igual que sus antepasados habían formulado votos semejantes en servicio de causas mejores (cfr. 1S 14, 24). El odio ha pervertido la piedad, ha borrado el sentido de una venerable costumbre y ha convertido la firmeza de un propósito en una extraña perseverancia en el mal. La original convicción religiosa se ha convertido en resistencia al Espíritu Santo. «Dice el Señor: 'Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia'. Estos judíos, por el contrario, tiene hambre de iniquidad y sed de sangre (…). Pero no hay sabiduría, prudencia ni consejo contra Dios. Pues aunque Pablo, judío con los judíos, había dedicado ofrendas, rasurado su cabeza y descalzado los pies, no escapó a las cadenas que se le habían anunciado. Y aunque éstos tramen planes, se juramenten y preparen insidias, el Apóstol será protegido para que, tal como se le ha dicho, rinda testimonio de Cristo en Roma» (Super Act expositio, ad loc).

Hch 23, 16. Es la única referencia del libro y de las cartas -con excepción de Rm 16, 7.11- a los familiares de Pablo.

Hch 23, 23-24. La información del sobrino de Pablo debió acelerar los planes de traslado del prisionero al gobernador, pues en cualquier caso el tribuno carecía de jurisdicción para retener por más tiempo la causa de un detenido.
Félix ocupaba el cargo de procurador o prefecto de Judea desde el año 52. Era un liberto que había llegado excepcionalmente a un lugar tan alto, pero que, en frase de Tácito, «ejercía poder real con mente de esclavo». Félix suprimió con eficacia diversas revueltas que anunciaban la gran rebelión judía del 66, pero su dureza y crueldad extremas provocaron su relevo en el año 60 (cfr. Hch 24, 27).

Hch 23, 25-30. La carta del tribuno Claudio Lisias es el único documento epistolar profano del Nuevo Testamento. Lisias informa brevemente al gobernador sobre el detenido. Se permite introducir una pequeña modificación de la verdad de los hechos, pues no menciona su intento inicial de azotar a Pablo. La carta recoge significativamente sólo la acusación religiosa judía de que Pablo habla contra la Ley (cfr. Hch 21, 28), pero desprecia la de haber introducido gentiles en el Templo (cfr. Hch 21, 28b).

Hch 23, 31. Antipatris distaba 60 km de Jerusalén y 40 de Cesarea. Fue fundada por Herodes el Grande en honor de su padre, Antipater.

Hch 23, 33-35. Félix actúa con arreglo a lo previsto por la ley. Se informa directamente del asunto de Pablo y decide conocer la causa una vez que se presenten los acusadores. El gobernador podía haber remitido el caso al legado de la provincia de Siria, que en aquel tiempo comprendía el territorio de Cilicia. Pero prefiere retenerlo.
El pretorio de Herodes era un palacio edificado por Herodes el Grande y transformado más tarde en residencia del gobernador romano.

Hch 24, 1-21 Enviado a Cesarea por el tribuno Lisias, Pablo ha entrado en el ámbito de la jurisdicción romana. Los judíos no conseguirán modificar la situación para que sea juzgado por el Sanedrín. Comienza ahora la audiencia judicial del Apóstol, que se va a desarrollar según el procedimiento romano de la llamada cognitio extra ordinem o procedimiento legal extraordinario. Esta cognitio extra ordinem se distinguía de la cognitio ordinaria o procedimiento normal por sus características procesales más flexibles. En la cognitio ordinaria el magistrado admitía la demanda contra el acusado según modos legales rígidamente tipificados, que le dejaban escasa libertad en la dirección del proceso y en el pronunciamiento de la sentencia.
La cognitio extraordinaria permitía al juez mayor iniciativa y se desarrollaba según cinco fases, a saber: 1) acusación privada; 2) audiencia formal pro tribunali; 3) uso por el juez de un consejo de expertos legales; 4) alegación de hechos por las partes; y 5) construcción discrecional por el juez de los hechos alegados.
El libro los Hechos de los Apóstoles es precisamente en sus capítulos 24 y 25 una fuente importante para el conocimiento del procedimiento romano extraordinario en causas criminales, cuyas fases recoge con gran precisión. Nos informa, en efecto, sobre la acusación privada de los judíos contra Pablo (cfr. Hch 23, 35; Hch 24, 1). Emplea el vocabulario técnico correcto para referirse a la audiencia del caso por el juez en el tribunal (cfr. Hch 25, 6.17). Menciona al consejo de expertos que asiste al juez (cfr. Hch 25, 9.12). Describe con cierto detalle las alegaciones, y deja ver la discrecionalidad usada por los magistrados -Félix y Festo- en la dirección de la causa y enjuiciamiento de los hechos.

Hch 24, 1. La acusación debía presentarse mediante un abogado profesional. Es posible que Tértulo fuera judío, competente en leyes romanas y hebreas. Su lenguaje indica en todo caso la lógica identificación con el punto de vista de sus clientes.

Hch 24, 2-4. Las palabras iniciales de Tértulo pecan de excesiva adulación. La administración de Félix se caracterizó por sus desaciertos y resultados desastrosos.

Hch 24, 5-9. Los judíos intentan tímidamente recuperar la competencia judicial sobre Pablo. Le consideran una especie de hereje del judaísmo, al igual que ven en el cristianismo una mera secta de su propia religión. Dirigen contra el Apóstol cuatro acusaciones. Pablo sería un indeseable social, un fomentador de disturbios entre judíos y un peligroso cabecilla de agitadores. La vaguedad de estos tres cargos sirve de marco para la cuarta acusación, que es mucho más específica: Pablo ha intentado profanar el Templo, símbolo de la nación judía. Aunque el fondo de la acusación es de naturaleza religiosa, Tértulo se esfuerza en presentar a Pablo como un individuo políticamente peligroso.

Hch 24, 10-21. La defensa de Pablo hace ver que los judíos, al no reconocer a Jesús, no han entendido la verdadera tradición religiosa de Israel, y que las acusaciones de motín y profanación del santuario son falsas e imposibles de probar.
Pablo desarrolla su discurso en un tono de sobrio y digno respeto hacia la autoridad que le juzga. Es el estilo de conducta y actitud que nos enseña el Evangelio ante los poderes públicos, que deben ser obedecidos por todos los ciudadanos como factores y guardianes del bien común. «Los cristianos -escribirá Tertuliano- no son enemigos de nadie y mucho menos del Emperador. Saben en efecto que el mismo Dios le ha constituido en su cargo, y por eso necesariamente le aman, respetan, honran y desean verlo salvo junto con todo el Imperio hasta el fin de los tiempos (…). Honramos por tanto al Emperador, pero lo hacemos del modo que es lícito y útil para él mismo: como un hombre que es segundo después de Dios, que ha obtenido de Dios todo lo que él es y que sólo a Dios es inferior» (Liber ad Scapulam, 2).
«La comunidad política y la autoridad pública -enseña el Conc. Vaticano II- se fundan en la naturaleza humana y pertenecen por eso al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre voluntad de los ciudadanos (cfr.Rm 13, 1-5).
»Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, en la comunidad en cuanto tal y en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral, para procurar el bien común, según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces especialmente cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer (cfr. Rm 13, 5). De todo lo cual se deduce la responsabilidad, dignidad e importancia de los gobernantes» (Gaudium et spes, 74).

Hch 24, 11-12. Pablo no subió a Jerusalén para evangelizar, sino sólo para rendir culto a Dios en el Templo.

Hch 24, 14-16. El Apóstol rechaza la acusación de que el cristianismo sea una secta judaica. Es más, para San Pablo el Antiguo Testamento alcanza su plenitud en el Evangelio, sin el cual el judaísmo no puede explicarse a sí mismo. Las creencias centrales judías pueden resumirse en la fe en Dios y en la vida futura, así como en la recta conducta bajo la guía de la conciencia: todo esto –dice Pablo– es también núcleo de la predicación cristiana.
El Apóstol establece una relación directa entre la esperanza en la resurrección y las buenas obras durante la vida presente. La mencionará siglos más tarde el Catecismo Romano al observar que «el pensamiento de la resurrección será de una eficacia sin igual para ayudarnos a llevar una vida recta, íntegra y libre de pecado. Pensando en los inmensos tesoros que para entonces tenemos preparados, fácilmente nos animaremos a vivir santa y piadosamente. Y al contrario, pocos motivos tan eficaces para refrenar nuestros apetitos y apartarnos del pecado, como el pensamiento de los males con que serán castigados los reprobados que en el último juicio resucitarán para su condenación.
»El recuerdo de los premios eternos será siempre uno de los estímulos más eficaces en nuestra vida cristiana. Por grave y pesada que nos resulte en ciertas circunstancias la fidelidad a nuestra fe de cristianos, la esperanza del premio nos la hará más llevadera y reanimará nuestro espíritu, de modo que Dios nos encuentre siempre prontos y alegres en su divino servicio» (I, 12, 14; I, 13, 1).
Es digno de mencionar que San Pablo habla de la resurrección tanto de justos como de injustos.

Hch 24, 17. Es la única alusión de los Hechos a la colecta en favor de la comunidad de Jerusalén (cfr. Rm 15, 25).

Hch 24, 19. La objeción de Pablo tenía gran peso jurídico, porque la ley romana exigía la comparecencia ante el tribunal de las personas que habían levantado una acusación.

Hch 24, 24. Drusila era hija de Herodes Agripa I (cfr. Hch 12, 1 s.). Había abandonado a su marido legítimo para unirse con el procurador romano.

Hch 24, 25. Es admirable la valentía de Pablo, hablando de castidad ante aquel matrimonio de concubinarios. «Observad que, admitido a coloquio con el gobernador, Pablo no le dice nada de lo que hacía falta decir para influirle y ablandarle, sino que le dirige palabras que le asustan y turban sus pensamientos» (Hom. sobre Hch, 51).
El temor de Félix ante la idea del juicio futuro poco tiene que ver con el verdadero temor de Dios, que es el comienzo de la sabiduría, y por tanto de la conversión. La actitud del gobernador indica una conciencia turbada y llena de remordimientos, que no desea, sin embargo, cambiar de conducta.

Hch 24, 26. Félix esperaba sin duda beneficiarse del dinero de la colecta traído por Pablo a Jerusalén y mencionado por éste en su discurso de defensa (v. 17). La venalidad de los gobernadores romanos era bastante frecuente.

Hch 24, 27. «Bienio»: Término técnico del derecho romano que indica el tiempo máximo de una detención preventiva (cfr. Hch 28, 30.
Era normal que un gobernador cesante dejara a su sucesor la resolución de los casos importantes pendientes.

Hch 25, 1-12. Tiene lugar ante Festo una nueva audiencia judicial de Pablo, según el procedimiento narrado en el capítulo anterior. El nuevo gobernador desea conocer por sí mismo la causa antes de pronunciar sentencia definitiva. Advertida, o por lo menos sospechada, la inocencia del acusado, el juez se encontrará pronto sumido en idéntica perplejidad que su antecesor Félix y sometido a las mismas presiones de los judíos.
Porcio Festo parece haber sido un buen gobernante. Ocupó su cargo en Judea dos o tres años, hasta el 62, en que murió.

Hch 25, 1-2. La visita de cortesía a Jerusalén sirvió a Festo para informarse con detalle de todos los asuntos locales pendientes de resolución, y entre ellos de la causa de Pablo.

Hch 25, 9. El gobernador no piensa ceder al tribunal judío la jurisdicción sobre el reo. Pero su prudencia política le mueve a tener en cuenta parcialmente las peticiones de los acusadores y conceder al Sanedrín una voz en el proceso. Al mismo tiempo Festo podría usar al Sanedrín como consilium. Éste es el sentido de su invitación a Pablo para que acceda a ser juzgado en Jerusalén. En realidad la pregunta del gobernador es retórica, pues con ella se limita a informar al acusado de lo que ya ha decidido hacer.

Hch 25, 10-11. Pablo advierte las intenciones de Festo y apela al César para evitar un juicio en condiciones desfavorables. Bajo el punto de vista estrictamente jurídico, el acto de Pablo no es una apelación, sino lo que el derecho romano llamaba provocatio. La apelación propiamente dicha tenía lugar cuando el tribunal inferior competente había pronunciado sentencia. La provocatio, utilizada por el Apóstol en este caso, consistía en exigir que la causa se examinara en el tribunal superior, de modo que fuera éste el que se pronunciara sobre la inocencia o culpabilidad del acusado.
El derecho de pedir que la causa se viera en el tribunal imperial estaba reservado a los ciudadanos romanos.
Las incidencias legales, dispuestas y movidas por la Providencia, coadyuvan a que Pablo cumpla la tarea que Dios le ha reservado y que el Señor le había predicho (cfr. Hch 23, 11). «Apela al César y corre hacia Roma para insistir por más tiempo aún en la predicación, de modo que pueda ir a Cristo coronado con los muchos que van a creer ahora y con todos los demás» (Super Act expositio, ad loc.).
La habitual generosidad de Pablo le impulsa una vez más a contemplar y aceptar con serenidad la posibilidad de morir. La muerte sería para él en último término la voluntad de Dios y no solamente la decisión de un tribunal humano. Pero su sentido de la justicia le obliga a pedir que sus acciones sean juzgadas en base a sus propios méritos o deméritos según la ley. «No son palabras de un hombre que se condena a sí mismo a la muerte, sino de un hombre que cree firmemente en sus propias afirmaciones» (Hom. sobre Hch, 51).

Hch 25, 12. Es posible que la apelación de Pablo no tuviera por sí misma un efecto automático y que el gobernador no estuviese necesariamente obligado por la ley a enviar el detenido a Roma. Pero una vez invocada la apelación por el acusado, el envío de éste al tribunal imperial libraba a Festo de un serio dilema. Porque no transferir la causa a Roma podía interpretarse como un desprecio al César y era políticamente arriesgado (cfr. Hch 26, 32), y poner en libertad a Pablo habría significado una grave e innecesaria ofensa a los judíos.

Hch 25, 13. Herodes Agripa II era hijo de Herodes Agripa I. Nació el año 27. Como su padre, había conseguido el favor de Roma y recibido varios territorios al norte de Palestina, que se le permitía gobernar con el título de rey. Berenice era su hermana.

Hch 25, 19. Las palabras de Festo manifiestan indiferencia hacia las creencias de Pablo y su discusión religiosa con los judíos. La conversación de ambos políticos expresa la típica actitud de los hombres mundanos respecto a asuntos que juzgan extravagantes y cuya importancia para la vida en último término ignoran. Por este texto sabemos también que en algún momento del proceso Pablo debió hablar de Jesús y confesar su fe en la Resurrección.
Jesucristo vive y es el centro de la historia y de la existencia de todos y cada uno de los hombres. «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado (cfr. 2Co 5, 15) por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cfr. Hch 4, 12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13, 8)» (Gaudium et spes, 10).
Enciende tu fe. -No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia.
¡Vive!: 'Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!' -dice San Pablo- ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!
(Camino, 584).

Hch 25, 21. «César» y «Augusto» eran títulos del Emperador de Roma. En aquel tiempo reinaba Nerón (54-68).

Hch 25, 22. La contestación de Agripa recuerda de alguna manera una escena semejante: el deseo que había tenido su tío-abuelo Herodes Antipas por ver a Jesús (cfr. Lc 9, 9; Lc 23, 8). «La conversación con el gobernador hace nacer en el corazón de Agripa un vivo deseo de oír a Pablo. Festo le concede esta satisfacción y con ello la gloria de Pablo aumenta todavía más. Tal es el efecto de todas las maquinaciones urdidas contra él. Sin ellas ningún juez se habría dignado escuchar semejantes cosas y nadie le habría atendido con esta gran calma y este profundo silencio» (Hom. sobre Hch, 51).

Hch 26, 1-30. Pablo se ha defendido ya ante Festo, y sus palabras (cfr. Hch 25, 8 s.) han servido para manifestar su inocencia ante la ley romana. Ahora hablará ante Agripa en un discurso dirigido principalmente no a romanos sino a judíos. Va a dar testimonio del Evangelio en presencia de un rey. Se cumple así la profecía de Hch 9, 15 y Lc 21, 12.

Hch 26, 2-3. «Observad cómo se apresta Pablo -comenta San Juan Crisóstomo- a exponer su doctrina no solamente sobre la fe en el perdón de los pecados sino también en las reglas de la conducta humana. Si su conciencia le hubiera reprochado alguna falta se habría turbado ante la idea de ser juzgado por quien podía saber todo; pero es propio de una conciencia limpia no sólo no rechazar como juez a quien sabe exactamente cómo son las cosas sino alegrarse de ser juzgado por él» (Hom. sobre Hch, 52).
Pablo quiere convencer a Agripa, al que considera un buen conocedor de las creencias judías, de que el Evangelio no es otra cosa que el cumplimiento de las Sagradas Escrituras.

Hch 26, 5. El término fariseo es usado por Pablo en esta ocasión para indicar la estricta observancia de la Ley mosaica que practicaba antes de ser cristiano (cfr. Flp 3, 5).

Hch 26, 6-8. Pablo invoca frecuentemente en sus discursos de defensa la esperanza en el cumplimiento de las promesas y profecías del Antiguo Testamento (cfr. Hch 23, 6; Hch 24, 15; Hch 28, 20). Además de manifestar su estado de ánimo y sus convicciones personales, indica con ello que la cuestión fundamental que se discute es si los judíos creen o no seriamente en esas profecías.
Aunque habla de la resurrección en términos generales, es evidente que las palabras de Pablo se refieren a la Resurrección de Jesús, que le legitima como Mesías. «Pablo aporta dos pruebas de la resurrección. Una procede de los profetas. No cita a ninguno en particular, sino que se limita a decir que ésa es la creencia de los judíos. La segunda, prueba es presentada por el Apóstol a partir de los hechos mismos. ¿Y cuál es? Que Cristo, después de resucitar de entre los muertos, ha conversado con él» (Hom. sobre Act, 52).

Hch 26, 9-18. Pablo vuelve a narrar las circunstancias de su conversión (cfr. Hch 9, 3-9 y Hch 22, 6-11).

Hch 26, 10. Es posible que Pablo interviniera de algún modo en las decisiones persecutorias del Sanedrín o que se refiera a su papel en el martirio de Esteban (cfr. Hch 8, 1).

Hch 26, 14. La frase final no aparece en los dos relatos anteriores de la conversión en el camino de Damasco (cfr. Hch 9, 4; Hch 22, 7). Se trata de una expresión griega para describir una resistencia inútil. Pero el proverbio era también conocido y usado en el ámbito judío (cfr. Salmos de Salomón, 16, 4).

Hch 26, 16-18. Se describe la llamada y misión de Pablo de modo semejante a la vocación de los profetas de Israel (cfr. Ez 2, 1; Is 42, 6 s.). Dios da a conocer majestuosamente su designio, en forma de un incomparable requerimiento que modifica radicalmente la existencia del elegido. Se dirige a su voluntad de hombre libre para que quiera lo que Dios quiere y sencillamente por que Él lo quiere. Pero aclara a la vez su inteligencia para que conozca el sentido de la llamada y la acepte convencido de su grandeza y de la gracia singular que representa para él.

Hch 26, 19-23. Esta sección es un resumen de la predicación de San Pablo, que presenta el cristianismo como la realización de las antiguas profecías.

Hch 26, 19. El Apóstol afirma ante sus oyentes que no ha abrazado el cristianismo ciegamente, sino en base a una irresistible convicción. Explica su cambio interior como docilidad y obediencia a la voz divina que le ha hablado. Lo ocurrido a Pablo se repite de modos diferentes -generalmente menos dramáticos- en la vida de cada hombre. El Señor nos llama y nos invita en determinados momentos a una nueva conversión que nos arranque del pecado o de la tibieza. Es necesario entonces saber oír la llamada y obedecerla. Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que Él nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres (Es Cristo que pasa, nn. 17).
La respuesta a la gracia de Dios es condición necesaria para recibir las ayudas que el Señor tiene previsto concedernos más adelante. Aceptar una gracia es importante para recibir la siguiente, en una correspondencia a Dios que nunca termina en esta vida. «Ésta es la verdadera perfección -escribe San Gregorio de Nisa-: no detenerse nunca en el camino hacia lo que es mejor y no poner límites a lo perfecto» (De perfecta christiani forma).
«La gracia del Espíritu Santo -observa el mismo autor en otro lugar- se concede a cada hombre con la idea de que debe aumentar e incrementar lo que recibe» (De instituto christiano). Es semejante al pensamiento expresado por Santa Teresa de Jesús cuando escribe que «es menester sacar fuerzas de nuevo para servir, y procurar no ser ingratos, porque con esa condición las da el Señor; que si no usamos bien del tesoro y del gran estado en que nos pone, nos lo tornará a tomar y quedarnos hemos muy más pobres, y dará su Majestad las joyas a quien luzca y aproveche con ellas a sí y a los otros» (Libro de su vida, cap. 10).

Hch 26, 23. Pablo identifica al Mesías con el doliente Siervo de Yahwéh (cfr. Is 42, 1 ss.; Is 49, 1 ss.) y afirma que Jesús es el cumplimiento de ambas figuras.

Hch 26, 24. Festo está perplejo y juzga desvaríos las palabras de Pablo. Parece albergar cierta simpatía hacia el Apóstol pero no le comprende. Es que la sabiduría divina es locura a los ojos humanos. «Consideraba locura que un hombre encadenado no hablara de las calumnias que le hostigan desde fuera sino de las convicciones que le iluminan por dentro» (Super Act expositio, ad loc.).

Hch 26, 27. Pablo atiende sólo a la honra del Evangelio y a la salvación de sus oyentes. Intenta que Agripa, presidente de aquella sesión e interlocutor principal del acusado, reaccione interiormente y permita que la gracia mueva su corazón. Admirad (…) el comportamiento de San Pablo. Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no desaprovecha ninguna ocasión para difundir el Evangelio. Ante Festo y Agripa, no duda en declarar: ayudado del auxilio de Dios, he perseverado hasta el día de hoy, testificando la verdad a grandes y pequeños (…) (Hch 26, 22).
El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes. Y, con una audacia maravillosa, se encara con Agripa.
¿De dónde sacaba San Pablo esta fuerza?
Omnia possum in eo qui me confortat! (Flp 4, 13), todo lo puedo, porque sólo Dios me da esta fe, esta esperanza, esta caridad (Amigos de Dios, 270 s.).
El apostolado es una tarea encomendada por Cristo que todo cristiano tiene obligación de desarrollar en todo tiempo. «Nada hay más superfluo que un cristiano no dedicado a salvar a sus hermanos. No aduzcas tu pobreza: el que ha puesto dos pequeñas monedas en la limosna se levantaría contra ti; y también Pedro, que dice: yo no tengo oro ni plata; y Pablo, tan pobre que con frecuencia sufre hambre. Ni aduzcas tu condición humilde, porque ellos eran también humildes y de modesta condición. Ni aduzcas tu ignorancia, porque ellos tampoco tenían letras. ¿Eres esclavo o fugitivo? Onésimo lo era (…). ¿Estás enfermo? Timoteo lo estaba» (Hom. sobre Act, 20).

Hch 26, 28. El comentario del rey, desenfadado y serio a la vez, indica que se ha visto interiormente afectado por las palabras de Pablo. Se considera incapaz de responder positivamente a la llamada del Apóstol, pero su conciencia y su condición de príncipe judío le impiden negar toda fe en las profecías hechas por Dios a su pueblo.
En cualquier caso, se defiende de las gracias divinas que se le ofrecen a través de las afirmaciones y en la pregunta de Pablo. Faltaban al rey sin duda las condiciones interiores que exige la fe es decir, las rectas disposiciones de índole moral que permiten al hombre aceptar la palabra de Dios y decidirse a cambiar el rumbo de su vida. Le faltaba el deseo verdadero de buscar a Dios «Si alguno quiere hacer su voluntad conocerá si mi doctrina es de Dios, o si yo hablo por mí mismo» (Jn 7, 17).

Hch 26, 29. Pablo manifiesta una vez más -sin temor ni falso respeto a la solemnidad del momento- su celo práctico y concreto por todas las almas.
Universalidad de la caridad significa (…) universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 4). Amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él (Amigos de Dios, 230).

Hch 26, 32. Declarar inocente a Pablo y liberarlo a pesar de haber apelado hubiera resultado ofensivo tanto al Emperador como a los judíos.

Hch 27, 1-Hch 28, 15. El relato del viaje marítimo de San Pablo ha sido juzgado, por su precisión de lenguaje, como un documento de primer orden para conocer la náutica antigua. Es exacto y detallado en todos sus pormenores. La expresiva narración recoge los recuerdos y quizás las anotaciones de un testigo presencial, es decir, de San Lucas, que acompañó al Apóstol en la singladura y usa la primera persona del plural hasta el final del libro.
Además de precisión y viveza, la narración del viaje (Hch 27, 1-Hch 28, 15) refleja la visión sobrenatural de San Pablo ante nuevas dificultades, su actividad apostólica y su confianza y abandono en la providencia.

Hch 27, 2. Para el transporte de los prisioneros no había una nave especial sino que se contrataban los puestos necesarios en naves particulares. El centurión los encuentra en una nave que debía hacer escala en varios puertos de la costa occidental del Asia Menor, con la esperanza de encontrar por el camino -como sucedió- algún barco que navegara hacia Italia.

Hch 27, 3. Desde el punto de vista del centurión Julio, los cristianos de Sidón eran «amigos» de Pablo. El término amigo que aquí emplea San Lucas no es utilizado normalmente para llamar a los cristianos, pero ellos son amigos de Dios -«vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14)- y de ahí nace el amor de amistad que les une. Es lógico entonces que a los ojos de los paganos los cristianos aparezcan como amigos.

Hch 27, 6. La nave alejandrina en la que embarcaron debía ser una nave frumentaria, de las que transportaban trigo desde Egipto a Roma. Anchos y pesados, los barcos de este tipo tenían un gran mástil en el centro del casco y otro hacia la proa; el casco estaba recubierto por el puente, que tenía aberturas o escotillas por las que se bajaba a la bodega; en ésta se depositaba la mercancía y allí se refugiaban también los pasajeros cuando hacía mal tiempo.

Hch 27, 9. Al llegar a Puertos Buenos, Pablo y sus compañeros llevan ya casi cuarenta días de viaje. En aquellos tiempos la navegación por alta mar se consideraba insegura a partir de mediados de septiembre y quedaba totalmente suspendida desde primeros de noviembre hasta marzo. El día del Ayuno es el que la Ley de Moisés prescribía a todo el pueblo en el gran día de la Expiación (cfr. Lv 16, 29-31). En el año 60 correspondió a finales de octubre.

Hch 27, 10-13. San Pablo había sufrido ya entonces tres naufragios (cfr. 2Co 11, 25) y tenía experiencia sobre lo arriesgado del viaje, pero la mayoría tenía la esperanza de alcanzar Sicilia o por lo menos un puerto más adecuado para invernar. En cuanto se levantó un poco de viento favorable levaron anclas y costearon la isla en dirección oeste, después de haber remolcado la nave fuera del puerto con el esquife, que era como un bote auxiliar y salvavidas.
San Juan Crisóstomo nos propone la siguiente enseñanza con ocasión de este pasaje: «Permanezcamos en la fe, que es el puerto seguro. Oigamos antes a ella que al piloto que tenemos dentro de nosotros, nuestra razón. Hagamos caso a Pablo antes que al piloto o al capitán. No nos alejemos de la experiencia sino evitemos con ella la injuria y el desprecio» (Hom. sobre Hch, 53).

Hch 27, 17-18. Consiguieron levantar el esquife o bote que remolcaban, pero, desorientados en medio de la oscuridad, tenían miedo de chocar contra los peligrosos bancos de arena de la Sirte, la costa norte de África. Por eso echaron al agua una especie de ancla flotante para frenar la marcha de la nave. Arrojaron también por la borda todos los aparejos (jarcias, mástiles, palancas) y quizá parte de la carga.

Hch 27, 19-20. Estas dificultades en la navegación recuerdan las que el hombre puede encontrar durante su vida, en su marcha hacia la eternidad. En peligro de naufragio, de perder la vida sobrenatural, es necesario arrojar todo lo que estorba, incluso lo que hasta entonces parecía necesario, como los aparejos y la carga, con tal de salvar la vida.
En momentos de desorientación y de oscuridad, que el Señor permite en las almas cuando dejan de brillar las estrellas que dirigen el rumbo, hay que acudir a los medios que Dios ha puesto para orientarnos. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (Es Cristo que pasa, nn. 34). Sobre todo tenemos a María, la Estrella del mar y Estrella de la mañana, que ha servido y sirve de protección y guía segura a todos los navegantes.

Hch 27, 24. Pablo pide a Dios por su salvación y la de sus compañeros y recibe la certeza de que su oración ha sido escuchada. San Juan Crisóstomo tiene muy en cuenta la actividad apostólica que San Pablo desarrollaría en esas circunstancias y afirma que las predicciones sobre el futuro de la nave «no las hace el Apóstol por jactancia sino para convertir a los navegantes a la fe y hacerles más dóciles a sus enseñanzas» (Hom. sobre Act, 53).

Hch 27, 30-32. La ciencia y cooperación de los marineros que pretendían huir era necesaria en aquellas circunstancias para la salvación de todos. Al cortar las amarras del bote se asegura la unidad de fuerzas imprescindible para la salvación de los diversos individuos. Era necesaria la solidaridad para conseguir la salvación de todos los del navío. Podemos ver en éste la imagen y símbolo de otro navío que es la Iglesia: nadie debe abandonar el barco e intentar salvarse por su cuenta, abandonando a los demás a su suerte.

Hch 27, 33. San Juan Crisóstomo explica que «el ayuno prolongado no fue un milagro, sino que el temor y el peligro les quitaban todo deseo de comer. Milagro fue que escaparan al naufragio. Por desgraciado que fuera el viaje, esta navegación fue la ocasión para Pablo de instruir a soldados y marineros, y qué alegría para el Apóstol si todos hubieran abrazado la fe» (Hom. sobre Hch, 53). San Pablo transmite su confianza a los demás pasajeros, y su serenidad e iniciativa contrasta con la atonía y desesperación del resto, faltos de toda perspectiva y visión sobrenatural.

Hch 27, 35. El alimento tomado por Pablo y los demás fue el corriente, y no la Eucaristía ni el ágape cristiano, aunque precediera una oración antes de la comida, como era costumbre entre los judíos. San Beda al comentar este punto hace una comparación con la necesidad del pan de vida para librarnos de los peligros de este mundo: «Pablo aconseja a los que prometió la salvación del naufragio que tomen alimento. Si por la noche cuatro anclas mantenían la nave entre las olas, al salir el sol iban a llegar a tierra firme. Pero sólo se evade de las tempestades de este mundo aquél que come el pan de vida» (Super Act expositío, ad loc.).

Hch 27, 41. La actualmente llamada «Bahía de San Pablo», en la isla de Malta, corresponde exactamente a la descripción de San Lucas. Los marineros intentaron navegar hasta la pequeña ensenada, pero el navío quedó encallado en un banco de arena antes de conseguirlo. Cercanos a la playa, la mar gruesa destrozó el barco. La nave pereció al permanecer fija en la proa y golpeada por las olas en la popa. «Tal es el caso de las almas entregadas a este mundo que no se preocupan de despreciar los deseos mundanos, porque la proa de sus intenciones está hundida hasta el fondo en la tierra, y la fuerza de las olas deshace todas las obras que estaban ensambladas» (Super Act expositio, ad loc.).
«¿Por qué Dios no salvó el navío del naufragio? Para que los ocupantes entendieran mejor la gravedad del peligro y que su salvación no era consecuencia de un auxilio humano sino del brazo de Dios, que les conservaba la vida después del hundimiento del barco. Así, los justos se encuentran bien en las tormentas y tempestades, en alta mar o en un golfo revuelto, porque están al abrigo de todo, y son incluso los salvadores de los demás.
»Sobre un navío en peligro de ser engullido por las aguas, los prisioneros encadenados y toda la tripulación deben su salvación a la presencia de Pablo. Aprende la ventaja de vivir en compañía de una persona piadosa y santa. Tempestades interiores más frecuentes y funestas nos baten en la brecha. Dios nos puede librar si somos tan inteligentes como los marineros y hacemos caso del consejo de los santos (…). No solamente se salvaron del naufragio sino que abrazaron la fe.
»Creamos a San Pablo. Aunque estemos en medio de tempestades seremos librados de los peligros; aunque hubiéramos permanecido catorce días ayunos, permaneceremos con vida; aunque caigamos en tinieblas y oscuridad, si creemos en él seremos liberados» (Hom. sobre Hch, 53).

Hch 28, 2. «Nativos»: Literalmente bárbaros. Los malteses eran de raza fenicia y no hablaban griego. Por eso son designados por Lucas con el término de bárbaros.

Hch 28, 4. Justicia es aquí un nombre propio. La idea se personifica en una divinidad femenina: la diosa de la venganza o justicia vindicativa.

Hch 28, 5. Aquí vemos cumplida una de las promesas del Señor: «A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes y, si bebieran algún veneno, no les dañará» (Mc 16, 17-18).

Hch 28, 12-14. Siracusa era entonces la principal ciudad de Sicilia. Desde allí bordearon la costa oriental de la isla y atravesaron el estrecho de Mesina para llegar a Regio, donde hicieron escala de un día. Por fin, desembarcaron en Pozzuoli, que era el principal puerto del golfo de Nápoles, donde ya había un buen número de cristianos que acompañaron a San Pablo la semana que permaneció allí, e informaron a los hermanos de Roma de la próxima llegada del Apóstol.

Hch 28, 14. El texto nos habla del ambiente de fraternidad humana y sobrenatural que reinaba entre los cristianos. El afecto sincero de sus hermanos en Jesucristo hubo de alegrar inmensamente el corazón de Pablo y contribuir a un descanso que le había sido negado en los últimos meses. Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo (…).
El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?
(Amigos de Dios, 225 s.).

Hch 28, 15. Foro Apio y Tres Tabernas distaban de Roma 69 y 53 km respectivamente. Estaban situadas en la Via Appia, que comunicaba la Urbe con el sur a través de Pozzuoli. No tenemos información sobre la comunidad cristiana de Roma en este tiempo ni conocemos las circunstancias de su fundación. La tradición afirma que fue fundada por San Pedro, y una cita del filósofo Porfirio, recogida por San Agustín (cfr. Epístola 102, 8) dice que la Ley de los judíos vino de Siria a Roma poco después del reinado de Calígula (marzo del 37 a enero del 41).

Hch 28, 16. Pablo debió llegar a Roma hacia el año 61. Se le permitió ocupar un alojamiento propio. Disfrutó por tanto de la llamada custodia militaris, que le exigía solamente mantenerse bajo la continua vigilancia de un soldado.
San Lucas usa por última vez en este versículo la primera persona del plural.

Hch 28, 17. Fiel a su costumbre misionera, Pablo se dirige inmediatamente a los judíos de Roma, hasta el punto que su trato y relaciones con los cristianos de la Urbe no se mencionan más en el relato. El Apóstol desea dar a sus hermanos de raza una suerte de última oportunidad para oír y entender el Evangelio. Al mismo tiempo se presenta como un miembro de la comunidad judía que quiere participar con normalidad en la vida de ésta y se considera obligado a explicar su propia situación.

Hch 28, 19. El uso de privilegios romanos por un judío podía ser considerado en las comunidades hebreas como signo de desprecio hacia las creencias y costumbres patrias. Pablo intenta por tanto justificarse ante sus hermanos de raza y explicarles las razones de su excepcional invocación de la ciudadanía romana y consiguiente apelación.

Hch 28, 23. Pablo no habla de su situación sino del Evangelio y, como solía hacer en las sinagogas, declara ante los oyentes judíos que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas y prometido al pueblo de Israel.

Hch 28, 25-28. Ante la repulsa del Evangelio, también en Roma, por parte de muchos judíos. Pablo se proclama libre de la obligación que se impuso de anunciar primero el Evangelio a los hebreos. Sus palabras sugieren que los cristianos han comprendido el sentido de las promesas hechas por Dios al pueblo elegido, y que ellos son realmente el verdadero Israel. Los discípulos de Cristo no han abandonado la Ley. Son más bien los judíos quienes han renunciado a su condición de nación elegida. «Nosotros somos el pueblo de Israel verdadero y espiritual -escribe San Justino-, la raza de Judá, y de Jacob, y de Isaac y de Abrahán, el que fue por Dios atestiguado viviendo aún incircunciso, el que fue bendecido y llamado padre de muchas naciones» (Diálogo con Trifón, 11, 5).

Hch 28, 30-31. «No solamente no se le prohibió predicar en Roma -escribe San Beda-, sino que a pesar del imperio consolidado de Nerón y de tantos crímenes como narra la historia, quedó libre para anunciar el Evangelio de Cristo en los confines de Occidente, como él mismo escribe a los romanos: 'Por ahora, sin embargo, me marcho a Jerusalén en servicio de los santos' (Rm 15, 25); y poco después: 'Cuando haya terminado esto (…) marcharé hacia España, y estaré de paso con vosotros' (v. 28). Finalmente fue coronado por el martirio en los años últimos de Nerón» (Super Hch expositio, ad loc.).
No sabemos exactamente lo que ocurrió al final de los dos años. Es posible que los acusadores judíos no comparecieran o que Pablo fuera acusado de nuevo por ellos y, acto seguido, juzgado y proclamado inocente en el tribunal imperial. En cualquier caso, fue puesto en libertad y San Lucas considera concluida la tarea que Dios le inspiró al emprender la redacción de su libro.
«Si se me pregunta -observa San Juan Crisóstomo- por qué San Lucas, que ha permanecido con el Apóstol hasta su martirio, no ha prolongado su relato hasta ese momento, responderé que el libro de los Hechos, tal como lo poseemos, cumple perfectamente el propósito del escritor. Pues los evangelistas sólo se propusieron escribir lo más esencial» (Hom. sobre Hch, 1).
De todos modos, la conclusión convencional del libro de los Hechos ha llevado a pensar a muchos, desde la antigüedad hasta el presente, que fue escrito este libro precisamente al final de la primera cautividad romana de San Pablo. Los testimonios de la tradición cristiana no son suficientemente concretos para decidir cuál fue la fecha de redacción del libro de los Hechos.