Lucas

Lc 1, 1-4. San Lucas es el único de los Evangelistas que pone prólogo a su libro. Lo que se suele llamar prólogo del Evangelio de San Juan es más bien una síntesis anticipada del contenido del Evangelio. El prólogo de San Lucas, muy breve, expone en un excelente lenguaje literario la intención que le ha movido a escribir su obra: componer una historia bien ordenada y documentada de la vida de Cristo desde sus orígenes.
Estos versículos dejan entrever cómo el mensaje de Salvación de Jesucristo, el Evangelio, fue predicado antes de ponerse por escrito. «Los autores sagrados –enseña el Concilio Vaticano II– compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, explicándolos según las condiciones de las diversas iglesias, conservando siempre el estilo de la proclamación: así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Sacándolo de su memoria o del testimonio de 'quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra', lo escribieron para que conozcamos la 'verdad' de lo que nos enseñaron» (Dei Verbum, 19). Así, pues, Dios ha querido que tengamos en los Evangelios escritos un testimonio divino y perenne en el que se apoya firmemente nuestra fe. «No da a conocer a Teófilo cosas nuevas y desconocidas, sino que promete exponerle la verdad de las cosas acerca de las cuales está ya instruido. Esto es para que puedas conocer todo lo que se te ha dicho acerca del Señor o ha sido hecho por Él» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

Lc 1, 2. Los «testigos oculares» a que se refiere el Evangelista pudieron ser la Santísima Virgen, los Apóstoles, las santas mujeres y otras personas que convivieron con Jesús durante su vida en la tierra.

Lc 1, 3. «Me pareció»: «Cuando dice 'Me pareció' no excluye la acción de Dios; porque Dios es quien prepara la voluntad de los hombres» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
«Dedica su Evangelio a Teófilo, dice San Ambrosio, esto es, a aquel a quien Dios ama. Pero si amas a Dios, también para ti ha sido escrito; y si ha sido escrito para ti, recibe este presente del Evangelista, conserva con cuidado en lo más íntimo de tu corazón esta prenda de un amigo» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 1, 5 ss. San Lucas y San Mateo dedican los dos primeros capítulos de sus respectivos Evangelios a narrar algunos episodios de la infancia del Señor (Anunciación, Nacimiento, niñez, vida oculta en Nazaret) de los que no se ocupan los otros Evangelios. Debido a esta temática, esos dos primeros capítulos de Mateo y de Lucas suelen llamarse evangelio de la infancia de Jesús. La primera característica que se observa es que San Mateo y San Lucas no narran los mismos sucesos.
El evangelio de la infancia según San Lucas comprende seis episodios estructurados de dos en dos y referentes a la infancia de Juan el Bautista y a la de Jesús: dos anunciaciones, dos nacimientos y circuncisiones y dos escenas en el Templo; y contiene también unos episodios sólo referentes a la infancia del Señor: revelación a los pastores y adoración de éstos, purificación de Santa María y presentación del Niño, profecías de Simeón y Ana, pérdida y hallazgo del Niño en el Templo, vida escondida en Nazaret.
Las narraciones de Lucas adquieren un elevado tono lírico, sencillo y grandioso a la vez, que sobrecoge, enamora y arrastra a la contemplación íntima del misterio de la Encarnación del Salvador: Anunciación del ángel a Zacarías (Lc 1, 5-17); saludo y Anunciación del ángel a Santa María (Lc 1, 26-38); visita de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel (Lc 1, 39-56); Nacimiento de Jesús en Belén (Lc 2, 1-7); adoración de los pastores (Lc 2, 8-20); presentación del Niño en el Templo y bendición del anciano Simeón a la Virgen (Lc 2, 22-38); el Niño perdido y hallado en el Templo (Lc 2, 41-52). San Lucas recoge también cuatro profecías en forma versificada, a modo de cánticos: Magníficat de Santa María (Lc 1, 46-55), Benedictus de Zacarías (Lc 1, 67-79), Gloria de los ángeles (Lc 2, 14) y Nunc dimittis de Simeón (Lc 2, 29-32). Estos cánticos están entretejidos de palabras y frases que recuerdan, más o menos a la letra, diversos pasajes del Antiguo Testamento (en concreto de Gn, Lv, Nm, Jc, 1S, Is, Jr, Mi y Ml): esta circunstancia es del todo normal, ya que en aquella época todo judío culto y piadoso rezaba de ordinario repitiendo de memoria o leyendo los libros sagrados, y ése es el caso de Nuestra Señora y de Zacarías, de Simeón y de Ana; además es el mismo Espíritu Santo el que inspiró a los autores humanos del Antiguo Testamento a escribir, y el que movió a hablar a los justos que contemplaron con sus propios ojos cómo en el Niño Jesús se cumplían los antiguos anuncios proféticos. Tales características lingüísticas reflejan la lozanía de las palabras tal como salieron de quienes las pronunciaron.

Lc 1, 6. Después que ha hablado de la nobleza de sangre de Zacarías e Isabel, el Evangelista alude ahora a otra nobleza superior, la de la virtud: «ambos eran justos ante Dios». «Porque no todo el que es justo ante los hombres es también justo ante Dios; porque una es la manera de mirar de los hombres y otra la de Dios: los hombres ven en lo exterior, pero Dios ve en el corazón. Puede ocurrir que alguien parezca justo por falsa virtud y cara a la gente, y no lo sea ante Dios si su justicia no nace de la sencillez de alma sino que se simula por parecer bien.
La perfecta alabanza consiste en ser justo ante Dios, porque sólo puede llamarse perfecto aquél que es probado por quien no puede engañarse» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
En definitiva lo que importa al cristiano es ser justo ante Dios. Un buen ejemplo de esta conducta nos lo ofrece San Pablo cuando escribe a los Corintios: «En cuanto a mí, me importa poco ser juzgado por vosotros o por cualquier juicio humano; ni siquiera yo mismo me juzgo... Porque el que me juzga es el Señor. Por tanto, no queráis juzgar antes de tiempo hasta que venga el Señor, que sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas y descubrirá las intenciones de los corazones. Y entonces Dios dará a cada uno la alabanza que le corresponde» (1Co 4, 3 ss.). Sobre el concepto de hombre justo equivalente a santo véase la nota a Mt 1, 19.

Lc 1, 8. Había veinticuatro grupos o turnos sacerdotales, entre los que se sorteaban las funciones que habían de ejercer en el Templo; el octavo grupo era el de la familia de Abías (cfr 1Cro 24, 7-19). Zacarías era de este octavo turno.

Lc 1, 10. Mientras el sacerdote ofrecía a Dios el incienso, el pueblo, desde el atrio del Templo, se le unía espiritualmente. Ya en el Antiguo Testamento todo acto de culto externo debía ir acompañado por la disposición interior de ofrecimiento a Dios.
Con mayor razón se ha de dar esta unión en los ritos litúrgicos de la Nueva Alianza (cfr Mediator Dei, 8). En la liturgia de la Iglesia, en efecto, aparecen unidos los dos elementos del culto, interno y externo. Lo cual es conforme con la naturaleza del hombre, compuesto de alma y cuerpo.

Lc 1, 11. Los ángeles son espíritus puros, no tienen cuerpo; por tanto «no se aparecen a los hombres tal y como son, sino manifestándose en las formas que Dios dispone para que puedan ser vistos por aquellos a quienes los envía» (De Fide orthodoxa, 2, 3).
Los espíritus angélicos, además de adorar y servir a Dios, son mensajeros divinos e instrumentos de la Providencia de Dios en favor de los hombres; por eso en la Historia de la Salvación intervienen tan frecuentemente y la Sagrada Escritura deja constancia de ello en numerosos pasajes (cfr, entre otros muchos lugares, Hb 1, 14).
El nacimiento de Cristo es tan importante que en torno a él la intervención de los ángeles se muestra de modo singular. En este caso concreto, como en el de la Anunciación a María, será el arcángel San Gabriel el encargado de trasmitir el mensaje divino.
«No sin razón apareció el ángel en el templo, porque con ello se anunciaba, la cercana venida del Verdadero Sacerdote y se preparaba el Sacrificio Celestial al cual habían de servir los ángeles. No se dude, pues, que los ángeles asistirán cuando Cristo sea inmolado» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 1, 12. «No puede el hombre por justo que sea mirar a un ángel sin temor; por eso Zacarías se turba, no pudiendo resistir la presencia del ángel ni soportar aquel resplandor que le acompaña» (S. Juan Crisóstomo, De incomprehensibili Dei natura, 2). La razón está no tanto en la superioridad del ángel sobre el hombre como en que en aquél se transparenta la grandeza de la Majestad divina: «Y me dijo el ángel: escribe, bienaventurados los que han sido convidados a la cena de bodas del Cordero; y añadió: estas palabras verdaderas son de Dios. Yo me eché a sus pies para adorarle, pero me dijo: Guárdate de hacerlo, que yo soy siervo como tú y como tus hermanos, los que mantienen el testimonio de Jesús. A Dios has de adorar» (Ap 19, 9-10).

Lc 1, 13. Por medio del arcángel Dios interviene de forma extraordinaria en la vida de Zacarías y de Isabel. Pero lo que se anuncia sobrepasa el ámbito de la intimidad familiar. Isabel, ya anciana, va a tener un hijo que se llamará Juan. Juan significa «Yahwéh es favorable» y será el Precursor del Mesías. Este hecho es la manifestación clara de que es ya inminente «la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), por la que habían suspirado los justos de Israel (cfr Jn 8, 56; Hb 11, 13).
«Tu oración ha sido escuchada». Comenta San Jerónimo: «Es decir, se te otorga más de lo que pediste. Habías rogado por la salvación del pueblo y se te ha dado el Precursor» (Expositio in Evangelium sec. Lucam, in loc.). También a nosotros el Señor nos da a veces más de lo que pedimos: «Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran Señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡Yo no pedía tanto! y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy» (Es Cristo que pasa, 160). Cuando Dios responde tan generosamente, por encima de nuestras peticiones, no podemos acobardarnos mezquinamente teniendo miedo a las dificultades.

Lc 1, 14-17. El arcángel San Gabriel anuncia a Zacarías los tres motivos de gozo por el nacimiento del niño: primero, porque Dios le concederá una santidad extraordinaria (v. 15); segundo, porque será instrumento para la salvación de muchos (v. 16); y tercero, porque toda su vida y actividad serán una preparación para la venida del Mesías esperado (v. 17).
En San Juan Bautista se cumplen dos anuncios proféticos de Malaquías, en los que se nos dice que Dios enviará a un mensajero delante de Él para prepararle el camino (Ml 3, 1; Ml 3, 23). Juan prepara la primera venida del Mesías, de manera semejante a como Elías lo hará cuando se aproxime la segunda (cfr Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.; Comentario sobre S. Mateo, 17, 11, in loc.). Por eso Cristo dirá: «¿Qué habéis salido a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío delante de ti mi mensajero que vaya preparándote el camino» (Lc 7, 26-27).

Lc 1, 18. La incredulidad de Zacarías y su pecado no consisten en dudar de que el anuncio viene de parte de Dios, sino en considerar solamente la incapacidad suya y de su mujer, olvidándose de la omnipotencia divina. Él mismo arcángel explicará a la Virgen, refiriéndose a la concepción del Bautista, que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1, 37). Cuando Dios pide nuestra colaboración en una empresa suya hemos de contar más con su omnipotencia que con nuestras escasas fuerzas. «En las empresas de apostolado está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...» (Camino, 471).

Lc 1, 19-20. «Gabriel» significa «fortaleza de Dios». Al arcángel San Gabriel Dios le encomendó el anuncio de los acontecimientos relativos a la Encarnación del Verbo. Así, ya en el Antiguo Testamento, al profeta Daniel le anuncia este arcángel el tiempo de la venida del Mesías (Dn 8, 15-26; Dn 9, 20-27). En el pasaje que comentamos se recoge el anuncio de la concepción y nacimiento del Precursor de Cristo. Y, por fin, será el arcángel San Gabriel quien comunique a la Santísima Virgen el misterio de la Encarnación que se va a realizar en Ella.

Lc 1, 21. Dentro del recinto sagrado, delimitado por una muralla, estaba el edificio que constituía propiamente el Templo. Este, de forma rectangular, tenía una primera gran estancia que se llamaba el «Sanctus» o el «Sancta», donde estaba el altar del incienso, al que alude Lc 1, 9-10. Tras el «Sancta» estaba la segunda estancia, más interior, llamada el «Sancta Sanctorum», donde se había guardado el Arca de la Alianza con las tablas de la Ley; era lo más sagrado del Templo, donde no tenía acceso más que el Sumo Sacerdote. Entre ambas estancias colgaba el gran velo del Templo. Rodeando el edificio sagrado había un primar atrio, llamado de los sacerdotes y junto a él, frente a la fachada principal, se encontraba el llamado atrio de los israelitas, en el que permanecía el pueblo durante la incensación.
El rito de la incensación requería poco tiempo. El pueblo al oír la señal convenida, que indicaba el momento exacto de la ofrenda, se unía al sacerdote oficiante. Este, que oficiaba dentro del «Sanctus», quedaba oculto al pueblo. Estas circunstancias explican la extrañeza de que Zacarías tardara tanto en salir esta vez.

Lc 1, 24 Se ocultaba tanto por lo impropio de la edad, como por el pudor santo de no manifestar antes de tiempo los dones divinos.

Lc 1, 25. Aquellos matrimonios que, deseando tener hijos, Dios todavía no se los ha concedido, tienen en Zacarías e Isabel un buen ejemplo y unos buenos intercesores en el Cielo a quienes acudir. A los matrimonios que se encuentran en tales circunstancias recomendaba Mons. J. Escrivá de Balaguer que, además de poner los medios humanos pertinentes, «no han de darse por vencidos con demasiada facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les bendiga –si es su Voluntad– como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza» (Conversaciones, 96).

Lc 1, 26-38. Aquí contemplamos a Nuestra Señora que, «enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios es saludada por el ángel de la Anunciación como llena de gracia (cfr Lc 1, 28), a la vez que ella responde al mensajero celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la Redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (Lumen gentium, 56).
La Anunciación a María y Encarnación del Verbo es el hecho más maravilloso, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los hombres y el acontecimiento más transcendental de la Historia de la humanidad. ¡Que Dios se haga Hombre y para siempre! ¡Hasta dónde ha llegado la bondad, misericordia y amor de Dios por nosotros, por todos nosotros! Y, sin embargo, el día en que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la débil naturaleza humana de las entrañas purísimas de Santa María, nada extraordinario sucedía, aparentemente, sobre la faz de la tierra.
Con gran sencillez narra San Lucas el magno acontecimiento. Con cuánta atención, reverencia y amor hemos de leer estas palabras del Evangelio, rezar piadosamente el Angelus cada día, siguiendo la extendida devoción cristiana, y contemplar el primer misterio gozoso del santo Rosario.

Lc 1, 27. Dios quiso nacer de una madre virgen. Así lo había anunciado siglos antes por medio del profeta Isaías (cfr Is 7, 14; Mt 1, 22-23). Dios, «desde toda la eternidad, la eligió y señaló como Madre para que su Unigénito Hijo tomase carne y naciese de Ella en la plenitud dichosa de los tiempos; y en tal grado la amó por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació con señaladísima complacencia» (Ineffabilis Deus). Este privilegio de ser virgen y madre al mismo tiempo, concedido a Nuestra Señora, es un don divino, admirable y singular. Dios «tanto engrandeció a la Madre en la concepción y en el nacimiento del Hijo, que le dio fecundidad y la conservó en perpetua virginidad» (Catecismo Romano, 1, 4, 8). El Santo Padre nos ha propuesto nuevamente esta verdad de fe: «Creemos que la bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (El Credo del Pueblo de Dios, 17).
Aunque se han propuesto muchos significados del nombre de María, los autores de mayor relevancia parecen estar de acuerdo en que María significa Señora. Sin embargo, la riqueza que contiene el nombre de María no se agota con un solo significado.

Lc 1, 28. «¡Dios te salve!»: Literalmente el texto griego dice: ¡alégrate! Es claro que se trata de una alegría totalmente singular por la noticia que le va a comunicar a continuación.
«Llena de gracia»: El arcángel manifiesta la dignidad y honor de María con este saludo inusitado. Los Padres y Doctores de la Iglesia «enseñaron que con este singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era asiento de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del Espíritu Santo», por lo que «jamás estuvo sujeta a maldición», es decir, estuvo inmune de todo pecado. Estas palabras del arcángel constituyen uno de los textos en que se revela el dogma de la Inmaculada Concepción de María (cfr Ineffabilis Deus; El Credo del Pueblo de Dios, 14).
«El Señor es contigo»: No tienen estas palabras un mero sentido deprecatorio (el Señor sea contigo), sino afirmativo (el Señor está contigo), y en relación muy estrecha con la Encarnación. San Agustín glosa la frase «el Señor es contigo» poniendo en boca del arcángel estas palabras: «Más que conmigo, Él está en tu corazón, se forma en tu vientre, llena tu alma, está en tu seno» (Sermo de Nativitate Domini, 4).
«Bendita tú entre las mujeres»: Dios la exalta sobre todas las mujeres. Más excelente que Sara, Ana, Débora, Raquel, Judith, etc., por el hecho de que sólo Ella tiene la suprema dignidad de haber sido elegida para ser Madre de Dios.

Lc 1, 29-30. Se turbó Nuestra Señora, más que por la presencia del ángel, por la confusión y la sorpresa que producen en las personas verdaderamente humildes las alabanzas dirigidas a ellas. Por eso el Evangelio señala no que se turbó de la presencia del ángel sino «al oír estas palabras».

Lc 1, 30. La Anunciación es el momento en que Nuestra Señora conoce con claridad la vocación a que Dios la había destinado desde siempre. Cuando el arcángel la tranquiliza y le dice «no temas María», le está ayudando a superar ese temor inicial que, de ordinario, se presenta en toda vocación divina. El hecho de que le haya ocurrido a la Santísima Virgen nos indica que no hay en ello ni siquiera imperfección: es una reacción natural ante la grandeza de lo sobrenatural. Imperfección sería no superarlo, o no dejarnos aconsejar por quienes, como San Gabriel a Nuestra Señora, pueden ayudarnos.

Lc 1, 31-33. El arcángel Gabriel comunica a la Santísima Virgen su maternidad divina, recordando las palabras de Isaías que anunciaban el nacimiento virginal del Mesías y que ahora se cumplen en Santa María (cfr Mt 1, 22-23; Is 7, 14).
Se revela que el Niño será «grande»: la grandeza le viene por su naturaleza divina, porque es Dios, y tras la Encarnación no deja de serlo, sino que asume la pequeñez de la humanidad. Se revela también, que Jesús será el Rey de la dinastía de David, enviado por Dios según las promesas de Salvación; que su Reino «no tendrá fin»: porque su humanidad permanecerá para siempre indisolublemente unida a su divinidad; que «será llamado Hijo del Altísimo»: indica ser realmente Hijo del Altísimo y ser reconocido públicamente como tal, es decir, el Niño será el Hijo de Dios.
En el anuncio del arcángel se evocan, pues, las antiguas profecías que anunciaban estas prerrogativas. María, que conocía las Escrituras Santas, entendió claramente que iba a ser Madre de Dios. Esto explica la turbación que experimentó la Virgen en el primer momento del anuncio.

Lc 1, 34. La fe de María en las palabras del arcángel fue absoluta; no duda como dudó Zacarías (cfr Lc 1, 18). La pregunta de la Virgen «de qué modo se hará esto» expresa su prontitud para cumplir la Voluntad divina ante una situación que parece a primera vista contradictoria: por un lado Ella tenía certeza de que Dios le pedía conservar la virginidad; por otro lado, también de parte de Dios, se le anunciaba que iba a ser madre. Las palabras inmediatas del arcángel declaran el misterio del designio divino y lo que parecía imposible, según las leyes de la naturaleza, se explica por una singularísima intervención de Dios.
El propósito de María de permanecer virgen fue ciertamente algo singular, que rompía el modo ordinario de proceder de los justos del Antiguo Testamento, en el cual, como expone San Agustín, «atendiendo de modo particularísimo a la propagación y crecimiento del pueblo de Dios, que era el que había de profetizar y de donde había de nacer el Príncipe y Salvador del mundo, los santos hubieron de usar del bien del matrimonio» (De bono matrimonii, 9, 9). Hubo, sin embargo, en el Antiguo Testamento algunos hombres que por designio de Dios permanecieron célibes, como Jeremías, Elías, Eliseo y Juan Bautista. La Virgen Santísima, inspirada de modo muy particular por el Espíritu Santo para vivir plenamente la virginidad, es ya una primicia del Nuevo Testamento, en el que la excelencia de la virginidad sobre el matrimonio cobrará todo su valor, sin menguar la santidad de la unión conyugal que es elevada a la dignidad de sacramento (cfr Gaudium et spes, 48).

Lc 1, 35. La «sombra» es un símbolo de la presencia de Dios. Cuando Israel caminaba por el desierto, la gloria de Dios llenaba el Tabernáculo y una nube cubría el Arca de la Alianza (Ex 40, 34-36). De modo semejante cuando Dios entregó a Moisés las tablas de la Ley, una nube cubría la montaña del Sinaí (Ex 24, 15-16), y también en la Transfiguración de Jesús se oye la voz de Dios Padre en medio de una nube (Lc 9, 34).
En el momento de la Encarnación el poder de Dios arropa con su sombra a Nuestra Señora. Es la expresión de la acción omnipotente de Dios. El Espíritu de Dios –que, según el relato del Génesis (Gn 1, 2), se cernía sobre las aguas dando vida a las cosas– desciende ahora sobre María. Y el fruto de su vientre será obra del Espíritu Santo. La Virgen María, que fue concebida sin mancha de pecado (cfr Ineffabilis Deus), queda después de la Encarnación constituida en nuevo Tabernáculo de Dios. Este es el Misterio que recordamos todos los días en el rezo del Angelus.

Lc 1, 38. Una vez conocido el designio divino, Nuestra Señora se entrega a la Voluntad de Dios con obediencia pronta y sin reservas. Se da cuenta de la desproporción entre lo que va a ser –Madre de Dios– y lo que es –una mujer–. Sin embargo, Dios lo quiere y nada es imposible para Él, y por esto nadie es quien para poner dificultades al designio divino. De ahí que, juntándose en María la humildad y la obediencia, pronunciará el sí a la llamada de Dios con esa respuesta perfecta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».
«Al encanto de estas palabras virginales el Verbo se hizo carne» (Santo Rosario, primer misterio gozoso). De las purísimas entrañas de la Virgen Dios formó un cuerpo, creó de la nada un alma, y a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios; de esta suerte el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre. María es ya Madre de Dios. Esta verdad es un dogma de nuestra santa fe definido en el Concilio de Efeso (año 431). En ese mismo instante comienza a ser también madre espiritual de todos los hombres. Lo que un día oirá de labios de su Hijo moribundo, «He ahí a tu hijo (...) he ahí a tu madre» (cfr Jn 19, 25-27), no será sino la proclamación de lo que silenciosamente había ocurrido en Nazaret. Así, «con su fiat generoso se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador, en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios» (Marialis cultus, 6).
El Evangelio nos hace contemplar a la Virgen Santísima como ejemplo perfecto de pureza («no conozco varón»); de humildad («he aquí la esclava del Señor»); de candor y sencillez («de qué modo se hará esto»); de obediencia y de fe viva («hágase en mí según tu palabra»). «Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la Voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr Rm 8, 21)» (Es Cristo que pasa, 173).

Lc 1, 39-56. Contemplamos este episodio de la visitación de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel en el segundo misterio gozoso del santo Rosario: «(...) Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David: (...) Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá (Lc 1, 39).
»Llegamos.–Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista. – Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!–¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lc 1, 42-43).
»El Bautista nonnato se estremece... (Lc 1, 41). – La humildad de María se vierte en el Magníficat... – Y tú y yo, que somos –que éramos– unos soberbios, prometemos que seremos humildes» (Santo Rosario, misterio gozoso).

Lc 1, 39. Nuestra Señora al conocer por la revelación del ángel la necesidad en que se hallaba su prima Santa Isabel, próxima ya al parto, se apresura a prestarle ayuda, movida por la caridad. La Virgen no repara en dificultades. Aunque no sabemos el lugar exacto donde se hallaba Isabel (hoy se supone que es Ayn Karim), en todo caso el trayecto desde Nazaret hasta la montaña de Judea suponía en la antigüedad un viaje de cuatro días.
Este hecho de la vida de la Virgen tiene una clara enseñanza para los cristianos: hemos de aprender de Ella la solicitud por los demás. «No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales» (Es Cristo que pasa, 145).

Lc 1, 42. Comenta San Beda que Isabel bendice a María con las mismas palabras usadas por el arcángel «para que se vea que debe ser honrada por los ángeles y por los hombres y que con razón se ha de anteponer a todas las mujeres» {In Lucae Evangelium expositio, in loc.).
En el rezo del Avemaria repetimos estas salutaciones divinas con las cuales «nos alegramos con María Santísima de su excelsa dignidad de Madre de Dios y bendecimos al Señor y le damos gracias por habernos dado a Jesucristo por medio de María» (Catecismo Mayor, 333).

Lc 1, 43. Al llamar Isabel, movida por el Espíritu Santo, a María «Madre de mi Señor», manifiesta que la Virgen es Madre de Dios.

Lc 1, 44. San Juan Bautista, aunque fue concebido en pecado –el pecado original– como los demás hombres, sin embargo nació sin él porque fue santificado en las entrañas de su madre Santa Isabel ante la presencia de Jesucristo (entonces en el seno de María) y de la Santísima Virgen. Al recibir este beneficio divino San Juan manifiesta su alegría saltando de gozo en el seno materno. Estos hechos fueron el cumplimiento de la profecía del arcángel San Gabriel (cfr Lc 1, 15).
San Juan Crisóstomo se admiraba en la contemplación de esta escena del Evangelio: «Ved qué nuevo y admirable es este misterio. Aún no ha salido del seno y ya habla mediante saltos; aún no se le permite clamar y ya se le escucha por los hechos (...); aún no ve la luz y ya indica cuál es el Sol; aún no ha nacido y ya se apresura a hacer de Precursor. Estando presente el Señor no puede contenerse ni soporta esperar los plazos de la naturaleza, sino que trata de romper la cárcel del seno materno y se cuida de dar testimonio de que el Salvador está a punto de llegar» (San Juan Crisóstomo, Sermo apud Metaphr. mense Julio).

Lc 1, 45. Adelantándose al coro de todas las generaciones venideras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, proclama bienaventurada a la Madre del Señor y alaba su fe. No ha habido fe como la de María; en Ella tenemos el modelo más acabado de cuáles han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión completa, acatamiento pleno. Con su fe, María es el instrumento escogido por el Señor para llevar a cabo la Redención como Mediadora universal de todas las gracias. En efecto, la Santísima Virgen está asociada a la obra redentora de su Hijo: «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la Salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre (...). Avanzó la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual no sin designio divino se mantuvo en pie (cfr Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Lumen gentium, 57-58).

Lc 1, 46-55. El cántico Magníficat que Nuestra Señora pronuncia en casa de Zacarías es de una singular belleza poética. Evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento que la Virgen había meditado (recuerda especialmente 1S 2, 1-10).
En este cántico pueden distinguirse tres estrofas: en la primera (vv. 46-50) María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador, hace ver el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las generaciones y muestra cómo en el misterio de la Encarnación se manifiestan el poder, la santidad y la misericordia de Dios. En la segunda (vv. 51-53) la Virgen nos enseña cómo en todo tiempo el Señor ha tenido predilección por los humildes, resistiendo a los soberbios y jactanciosos. En la tercera (vv. 54-55) proclama que Dios, según su promesa, ha tenido siempre especial cuidado del pueblo escogido al que le va a dar el mayor título de gloria: la Encarnación de Jesucristo, judío según la carne (cfr Rm 1, 3).
«Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra» (Es Cristo que pasa, 144).

Lc 1, 46-47. «Los primeros frutos del Espíritu Santo son la paz y la alegría. Y la Santísima Virgen había reunido en sí toda la gracia del Espíritu Santo...» (S. Basilio, In Psalmos homiliae, in Sal 32). Los sentimientos del alma de María se desbordan en el Magníficat. El alma humilde ante los favores de Dios se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la Santísima Virgen el beneficio divino sobrepasa toda gracia concedida a criatura alguna. «Virgen Madre de Dios, el que no cabe en los Cielos, hecho hombre, se encerró en tu seno» (Antífona de la Misa del Común de fiestas de Santa María). La Virgen humilde de Nazaret va a ser la Madre de Dios; jamás la omnipotencia del Creador se ha manifestado de un modo tan pleno. Y el Corazón de Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud y su alegría.
Preferimos la lectura «mi Salvador» en vez de «mi salvación» apoyándonos en el texto griego, al que también sigue la Neovulgata.

Lc 1, 48-49. Ante esta manifestación de humildad de Nuestra Señora, exclama San Beda: «Convenía pues, que así como había entrado la muerte en el mundo por la soberbia de nuestros primeros padres, se manifestase la entrada de la Vida por la humildad de María» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).
«¡Qué grande es el valor de la humildad! –'Quia respexit humilitatem...' Por encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías:
»Porque vio mi humildad, he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Camino, 598).
Dios premia la humildad de la Virgen con el reconocimiento por parte de todos los hombres de su grandeza: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Esto se cumple cada vez que alguien pronuncia las palabras del Ave María. Este clamor de Alabanza a Nuestra Madre es ininterrumpido en toda la tierra.

Lc 1, 50. «Como si dijera –comenta San Beda–: no sólo ha obrado conmigo grandezas el Todopoderoso, sino con todos aquellos que temen a Dios y obran la justicia» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

Lc 1, 51. «Soberbios de corazón»: Son los que quieren aparecer como superiores a los demás, a quienes desprecian. Y también alude a la condición de aquellos que en su arrogancia proyectan planes de ordenación de la sociedad y del mundo a espaldas y en contra de la Ley de Dios. Aunque pueda parecer que de momento tienen éxito, al final se cumplen estas palabras del cántico de la Virgen, pues Dios los dispersará como ya hizo con los que intentaron edificar la torre de Babel, que pretendían llegase hasta el Cielo (cfr Gn 11, 4).
«Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.
»Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo (...). La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Humildad, Madrid, 1973, p. 10).

Lc 1, 53. Esta Providencia divina se ha manifestado multitud de veces a lo largo de la Historia. Así, Dios alimentó con el maná al pueblo de Israel en su peregrinación por el desierto durante cuarenta años (Ex 16, 4-35); igualmente a Elías por. medio de un ángel (1R 19, 5-8); a Daniel en el foso de los leones (Dn 14, 31-40); a la viuda de Sarepta con el aceite que milagrosamente no se agotaba (1R 17, 8 ss.). Así también colmó las ansias de santidad de la Virgen con la Encarnación del Verbo.
Dios había alimentado con su Ley y la predicación de sus profetas al pueblo elegido, pero el resto de la humanidad sentía la necesidad de la palabra de Dios. Ahora, con la Encarnación del Verbo, Dios satisface la indigencia de la humanidad entera. Serán los humildes quienes acogerán este ofrecimiento de Dios; los autosuficientes, al no desear los bienes divinos, quedarán privados de ellos (cfr S. Basilio, In Psalmos homiliae, in Sal 33).

Lc 1, 54. Dios condujo al pueblo israelita como a un niño, como a su hijo a quien amaba tiernamente: «Yahwéh, tu Dios, te ha llevado por todo el camino que habéis recorrido, como lleva un hombre a su hijo...» (Dt 1, 31). Esto lo hizo Dios muchas veces, valiéndose de Moisés, de Josué, de Samuel, de David, etc., y ahora conduce a su pueblo de manera definitiva enviando al Mesías. El origen último de este proceder divino es la gran misericordia de Dios que se compadeció de la miseria de Israel y de todo el género humano.

Lc 1, 55. La misericordia de Dios fue prometida de antiguo a los Patriarcas. Así, a Adán (Gn 3, 15), a Abrahán (Gn 22, 18), a David (2S 7, 12), etc. La Encarnación de Cristo había sido preparada y decretada por Dios desde la eternidad para la salvación de la humanidad entera. Tal es el amor que Dios tiene a los hombres; el mismo Hijo de Dios Encarnado lo declarará: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).

Lc 1, 57-59. En el Antiguo Testamento la circuncisión era un rito instituido por Dios para señalar como con una marca y contraseña a los que pertenecían al pueblo elegido. Dios mandó la circuncisión a Abrahán como señal de la Alianza que establecía con él y con toda su descendencia (cfr Gn 17, 10-14), y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El rito se realizaba en la casa paterna o en la sinagoga, y además de la operación sobre el cuerpo del niño, incluía bendiciones y la imposición del nombre.
Con la institución del Bautismo cristiano cesó el mandamiento de la circuncisión. Los Apóstoles, en el Concilio de Jerusalén (cfr Hch 15, 1 ss.), declararon definitivamente abolida la necesidad del antiguo rito para los que se incorporan a la Iglesia.
Es bien elocuente la enseñanza de San Pablo (Ga 5, 2ss; Ga 6, 12ss; Col 2, 11 ss) acerca de la inutilidad de la circuncisión después de la Nueva Alianza establecida por Cristo.

Lc 1, 60-63. Con la imposición del nombre de Juan se cumplió lo que había mandado Dios a Zacarías por medio del ángel y que nos ha relatado San Lucas poco antes (Lc 1, 13).

Lc 1, 64. En este hecho milagroso se cumplió exactamente lo que había profetizado el ángel Gabriel a Zacarías cuando el anuncio de la concepción y nacimiento del Bautista (Lc 1, 19-20). Observa San Ambrosio: «con razón se soltó enseguida su lengua, porque la fe desató lo que había atado la incredulidad» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
Es un caso semejante al del apóstol Santo Tomás, que se había resistido a creer en la Resurrección del Señor, y creyó después de las pruebas evidentes que le dio Jesús resucitado (cfr Jn 20, 24-29). Con estos dos hombres Dios hace el milagro y vence su incredulidad; pero ordinariamente Dios nos exige fe y obediencia sin realizar nuevos milagros. Por eso reprendió y castigó a Zacarías, y reprochó al apóstol Tomás: «porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20, 29).

Lc 1, 67. Zacarías que era un hombre justo (cfr v. 6), en el nacimiento de su hijo Juan recibió además la gracia especial de la profecía. En virtud de ésta pronuncia el cántico llamado Benedictas, tan lleno de fe, reverencia y devoción que la Iglesia ha establecido que se rece diariamente en la Liturgia de las Horas.
Profetizar significa no sólo predecir cosas futuras, sino también alabar a Dios movido por el Espíritu Santo. Ambos aspectos se encuentran en el cántico del Benedictus.

Lc 1, 68-79. El Benedictus puede dividirse en dos partes: en la primera (vv. 68-75) da gracias a Dios porque ha enviado al Mesías Salvador, según había prometido a los Patriarcas y Profetas de Israel desde tiempos antiguos.
En la segunda parte (vv. 76-79) profetiza la misión de su hijo como heraldo del Altísimo y precursor del Mesías, manifestando la misericordia de Dios que se revela en la venida de Cristo.

Lc 1, 72-75. Dios había prometido repetidas veces a los Patriarcas del Antiguo Testamento su especial protección divina, la posesión de una tierra para siempre y una numerosa descendencia en la que serían bendecidos todos los pueblos. Esa promesa fue ratificada por medio de la institución del pacto o alianza, acostumbrada por aquellos siglos en el próximo Oriente entre reyes y vasallos: Dios, como señor, protegerá a los Patriarcas y a sus descendientes, y éstos mostrarán su acatamiento a Dios ofreciéndole ciertos sacrificios y sirviéndole. Cfr entre otros pasajes: Gn 12, 1-3; Gn 17, 1-8; Gn 22, 16-18 (promesa, alianza y juramento de Dios a Abrahán); Gn 35, 11-12 (reiteración de esas promesas a Jacob). Ahora, Zacarías ve que esas promesas divinas van a tener completo cumplimiento tras los acontecimientos que seguirán al nacimiento de su hijo Juan, el Precursor del Mesías.

Lc 1, 78-79. El «Sol naciente» es el Mesías, Jesucristo, bajado del cielo para alumbrarnos con su luz, «sol de justicia, que traerá en sus rayos la salvación» (Ml 3, 20). Ya en el Antiguo Testamento se nos habla de la Gloria de Yahwéh, reflejo de su presencia, como de algo relacionado íntimamente con la luz. Así, por ejemplo, cuando Moisés vuelve al campamento después de haber estado hablando con Dios, tiene tal resplandor en su rostro que los israelitas «tuvieron miedo de acercarse a él» (Ex 34, 30). En este sentido San Juan afirma que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1, 5), de modo que en el Cielo no habrá nunca noche porque el Señor alumbrará a todos (cfr Ap 21, 23; Ap 22, 5).
De este resplandor divino participan los ángeles (cfr Ap 1, 11) y los santos (cfr Sb 3, 7; Dn 2, 3); de modo particular la Virgen, figura de la Iglesia, que se nos revela en el Apocalipsis «vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1).
Esta luz divina nos llega a nosotros, mientras vivimos en este mundo, a través de Jesucristo que, por ser Dios, es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Efectivamente, el Señor nos dice: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8, 12).
Los cristianos participamos de la luz divina, de modo que el Señor pueda decir: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Hay que vivir, pues, como hijos de la luz (Lc 16, 8), cuyo fruto consiste «en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5, 9). Así la vida del cristiano es un continuo resplandor, que ayudará a los hombres a conocer a Dios y glorificarle (cfr Mt 5, 16).

Lc 1, 80. «Desiertos»: seguramente se trata de la zona llamada «desierto de Judea» que se extendía desde las orillas noroccidentales del Mar Muerto hasta el macizo montañoso de Judea. No es un desierto de arena, sino más bien una zona esteparia, árida, con algunas matas y vegetación elemental, enjambres de abejas y saltamontes o langostas silvestres. Había también abundantes grutas donde se podía encontrar refugio.

Lc 2, 2 1- César Augusto era entonces Emperador de Roma; reinó del 30 a.C. al 14 d.C. Se conocen varios censos de su imperio ordenados por él, uno de los cuales bien puede ser el que nos refiere el Evangelista. Como Roma solía respetar los usos locales, el empadronamiento se hacía según la costumbre judía, por la cual cada cabeza de familia iba a empadronarse al lugar de origen.

Lc 2, 6-7. Ha nacido ya el Mesías, Hijo de Dios y Salvador nuestro. «Él se hizo niño (...) para que tú pudieras ser hombre perfecto; Él fue envuelto en pañales para que tú fueras librado de los lazos de la muerte (...). Él bajó a la tierra para que tú pudieras subir al Cielo; Él no tuvo sitio en la posada para que tú tuvieras en el Cielo muchas mansiones. Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros –dice San Pablo (2Co 8, 9)– para que os enriquecierais con su pobreza (...). Las lágrimas de aquel Niño que llora me purifican, aquellas lágrimas lavan mis pecados» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
Jesús recién nacido no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. El pesebre de Belén es una cátedra. «Hay que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres» (Es Cristo que pasa, 14). Su lección principal es la humildad: «Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.
»Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y Él está ahí, en un pesebre, quia non eral eis locus in diversorio (Lc 11, 7), porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado» (Es Cristo que pasa, 18).
Ojalá que Jesús halle en nuestros corazones lugar donde nacer espiritualmente. Debemos aspirar a que Cristo nazca en nosotros, que es como decir que nosotros debemos nacer a una nueva vida, ser una nueva criatura (Rm 6, 4), guardar aquella santidad y pureza de alma que se nos dio en el Bautismo y que ha sido como un nuevo nacimiento. Recemos despacio el tercer misterio del santo Rosario, contemplando el Nacimiento de nuestro Salvador.

Lc 2, 7. «Hijo primogénito»: La Sagrada Escritura suele llamar primogénito al primer varón que nace, sea o no seguido de otros hermanos (cfr p. ej. Ex 13, 2; Ex 13, 13; Nm 15, 8; Hb 1, 6). Este sentido también se daba en el lenguaje profano, como consta, por ejemplo, en una inscripción fechada aproximadamente el año del nacimiento de Cristo y encontrada en los alrededores de Tell- el-Jeduieh (Egipto) en 1922, en la que se dice que una mujer llamada Arsinoe, murió «en los dolores del parto de su hijo primogénito». De otro modo, como explica San Jerónimo en la epístola Adversas Helvidium, 10, «si sólo fuese primogénito aquel a quien siguen otros hermanos, no se le deberían los derechos de primogénito, según manda la Ley, mientras los otros no naciesen», lo cual es evidentemente absurdo, ya que la Ley ordena el «rescate» de los primogénitos dentro del primer mes después de su nacimiento (cfr Nm 18, 16).
Por otra parte, Jesucristo es primogénito en un sentido profundísimo que sobrepasa toda consideración natural y biológica. Así, San Beda, resumiendo una larga tradición de los Santos Padres, expone esta profunda primogenitura de Cristo con las siguientes palabras: «En verdad el Hijo de Dios, que se manifiesta en la carne, es en un orden más alto no sólo Unigénito del Padre según la excelencia de su divinidad, sino también primogénito de toda criatura según los vínculos de su fraternidad con los hombres; de ésta (de la primogenitura) se dice: "pues a los que Él (Dios) conoció de antemano, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que fuese primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29). Y de aquella (de su condición de Unigénito) se dice: "y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre" (Jn 1, 14). Así pues, es Unigénito por la sustancia de la Deidad, y primogénito por la asunción de la humanidad; primogénito en la Gracia, Unigénito en la naturaleza. De ahí que sea nombrado hermano y Señor: hermano, porque es primogénito; Señor, porque es Unigénito» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).
La Tradición cristiana nos enseña la verdad de fe de la virginidad de María después del parto, que está en perfecto acuerdo con este carácter de primogénito de Cristo. He aquí, por ejemplo, las palabras del Concilio de Letrán del año 649: «Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la Santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen, por obra del Espíritu Santo, al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo Ella aun después del parto en su virginidad indisoluble, sea condenado» (can. 3).

Lc 2, 8-20. Cristo se manifestó de tal manera en su nacimiento que dejó de igual modo patente su divinidad y su humanidad. La fe cristiana debe confesar que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Mostró en sí mismo la flaqueza –la forma de siervo (Flp 2, 7)– y al mismo tiempo el poder de su divinidad.
La salvación que Cristo traía estaba destinada a hombres de toda condición y raza: «(...) no hay distinción entre gentil y judío, entre circunciso e incircunciso, entre bárbaro y escita, entre esclavo y libre: sino que Cristo es todo y está en todos» (Col 3, 11). Por eso, ya en su nacimiento, eligió para manifestarse a personas de diversa condición: a los pastores, a los Magos y a los justos Simeón y Ana. Como comenta San Agustín: «los pastores eran israelitas; los Magos, gentiles; aquellos estaban cerca; éstos, lejos. Unos y otros acudieron a Cristo como a la piedra angular» (Sermo de Nativitate Domini, 202).

Lc 2, 8-9. Estos pastores podían ser muy bien de la comarca de Belén o quizás incluso de otras zonas, que venían a aprovechar los pastos. A esta gente sencilla y humilde es a la que primero se anuncia la buena nueva del nacimiento de Cristo. Dios muestra predilección por los humildes (cfr Pr 3, 32); se oculta a los que presumen de sabios y prudentes y se revela a los «pequeños» (cfr Mt 11, 25).

Lc 2, 10-14. El ángel anuncia que el Niño que ha nacido es el Salvador, el Cristo, el Señor. Es el Salvador porque ha venido a redimirnos de nuestros pecados (cfr Mt 1, 21). Es el Cristo, es decir el Mesías prometido tantas veces en el AT, y que ahora está recién nacido entre nosotros cumpliendo esa esperanza antigua. Es el Señor, con lo cual se manifiesta la divinidad de Cristo, puesto que con este nombre quiso Dios ser llamado por su pueblo en el AT. Y este nombre se hará corriente entre los cristianos para nombrar e invocar a Jesús, y así confesará su fe la Iglesia para siempre: «Creemos (...) en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios (...)».
Al decirles el ángel que el Niño había nacido en la ciudad de David, les recuerda que éste era el lugar destinado para el nacimiento del Mesías Redentor (cfr Mi 5, 2; Mt 2, 6), descendiente de David (Sal 110, 1-2; Mt 22, 42- 46).
Pero Cristo es no sólo Señor de los hombres, sino también de los ángeles. De ahí que éstos se alegren por el Nacimiento de Cristo y le tributen esta adoración: «Gloria a Dios en los Cielos». Aún más, como los hombres están llamados a participar en la misma felicidad eterna que los ángeles, éstos expresan su alegría añadiendo en su alabanza: «Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». «Alaban al Señor –comenta San Gregorio Magno– poniendo las voces de su canto en armonía con nuestra redención; nos ven participando ya en su misma suerte y se congratulan por ello» (Moralia 28, 7).
Santo Tomás resume la razón de que el Nacimiento de Cristo fuese manifestado por medio de ángeles: «necesita ser manifestado lo que de suyo es oculto, no lo que es patente. El cuerpo del recién nacido era manifiesto; pero su divinidad estaba oculta, y por tanto era conveniente que se manifestara aquel nacimiento por medio de los ángeles, que son ministros de Dios; por eso apareció el ángel rodeado de claridad, para que quedase patente que el recién nacido era "el esplendor de la gloria del Padre" (Hb 1, 3)»' (S.Th. III, q. 36, a. 5 ad 1).
El ángel anuncia también a los pastores la humanidad de Cristo: «Encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (v. 12), como ya había sido profetizado en el AT: «Un niño nos ha nacido, y un hijo se nos ha dado, el cual lleva sobre sus hombros el principado» (Is 9, 6).

Lc 2, 14. Este texto puede ser traducido de dos maneras, que no se excluyen. Una es la que figura en la presente traducción. La otra sería: «y en la tierra paz a los hombres que gozan de la benevolencia divina», que equivale a la traducción litúrgica castellana del Misal: «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». En definitiva, lo que dice el texto es que los ángeles piden paz y reconciliación con Dios, que proceden no de los méritos de los hombres, sino de la gratuita misericordia que el Señor quiere usar con ellos. Ambas traducciones se complementan, porque cuando los hombres corresponden a la gracia de Dios, no hacen más que cumplir en sí mismos esa buena voluntad, ese amor de Dios por ellos: «Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnolia Dei (Hch 2, 11), de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14). A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios» (Es Cristo que pasa, 13).

Lc 2, 15-18. Dios quiso que el Nacimiento del Mesías Salvador, el hecho más importante de la historia humana, sucediera de modo tan inadvertido que el mundo, aquel día, siguió su vida como si nada especial hubiera ocurrido. Sólo a unos pastores les anuncia Dios el acontecimiento. También a un pastor, Abrahán, Dios le confió la promesa de Salvación para toda la humanidad.
Los pastores marchan a Belén acuciados por la señal que se les había dado. Al comprobarla, cuentan el anuncio del ángel y la aparición de la milicia celestial. Y con ello, se constituyen en los primeros testigos del Nacimiento del Mesías. «No satisfechos los pastores con creer la ventura que les había anunciado el ángel, y cuya realidad vieron llenos de asombro, manifestaban su alegría no sólo a María y a José, sino también a todo el mundo, y lo que es más, procuraban grabarla en su memoria. "Y todos los que escucharon se maravillaron". ¿Y cómo no habían de maravillarse viendo en la tierra a Aquel que está en los Cielos, y reconciliado en paz lo celestial con lo terreno; a aquel inefable Niño, uniendo en sí lo que era celestial por su divinidad con lo que era terreno por su humanidad y haciendo en esta unión una alianza admirable? No sólo se admiran por el misterio de la Encarnación, sino también por el gran testimonio de los pastores, que no podían inventar lo que no hubieran oído y que publican la verdad con una elocuencia sencilla» (Ad Amphilochium, quaestio 155).

Lc 2, 16. La prisa de los pastores es fruto de su alegría y de su afán por ver al Salvador. Comenta San Ambrosio: «Nadie busca a Cristo perezosamente» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). El Evangelista ya ha observado antes que Nuestra Señora, después de la Anunciación, se fue deprisa a visitar a Santa Isabel (Lc 1, 39). El alma que ha dado entrada a Dios en su corazón vive con alegría la visita del Señor y esta alegría da alas a su vida.

Lc 2, 19. En breves palabras este versículo dice mucho de Santa María. Nos la presenta serena y contemplativa ante las maravillas que se estaban cumpliendo en el nacimiento de su divino Hijo. María las penetra con mirada honda, las pondera y las guarda en el silencio de su alma. ¡Santa María, maestra de oración! Si la imitamos, si guardamos y ponderamos en nuestros corazones lo que de Jesús oímos y lo que Él hace en nosotros, estamos en camino hacia la santidad cristiana y no faltará en nuestra vida ni la doctrina del Señor ni su gracia. Por otra parte, meditando de este modo la enseñanza que hemos recibido de Jesús, vamos profundizando en el misterio de Cristo, y así «la Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras y de las cosas transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei Verbum, 8).

Lc 2, 21. Acerca del significado y rito de la circuncisión cfr nota a Lc 1, 57-59. «Jesús» significa «Yahwéh salva» o «Yahwéh es salvación», es decir, Salvador. Este nombre le fue impuesto al Niño no por disposición humana, sino para cumplir lo que el arcángel había ordenado de parte de Dios a la Santísima Virgen y a San José (cfr Lc 1, 31; Mt 1, 21).
El fin de la Encarnación del Hijo de Dios fue la Redención y Salvación de todos los hombres, de ahí que, con razón, se le llamó Jesús, Salvador. Así lo confesamos en el Credo: «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo». «Ciertamente, hubo muchos con este nombre (...) Pero ¿con cuánta más verdad entenderemos que debe ser llamado con este nombre nuestro Salvador? Él, en efecto, ha traído la vida, la libertad y la eterna salvación no a un pueblo cualquiera, sino a todos los hombres de todos los tiempos; no en verdad oprimidos por el hambre o por el dominio de los egipcios o babilonios, sino sentados en la sombra de la muerte y sujetos con las durísimas cadenas del pecado y del demonio» (Catecismo Romano, 1, 3, 6).

Lc 2, 22-24. La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de Moisés: purificación de la madre, y presentación y rescate del primogénito. Según Lv 12, 2-8, la mujer al dar a luz quedaba impura. La madre de hijo varón a los cuarenta días del nacimiento terminaba el tiempo de impureza legal con el rito de la purificación. María Santísima, siempre virgen, de hecho no estaba comprendida en estos preceptos de la Ley porque ni había concebido por obra de varón, ni Cristo al nacer rompió la integridad virginal de su Madre. Sin embargo, Santa María quiso someterse a la Ley, aunque no estaba obligada.
«¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
»¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor.–Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón» (Santo Rosario, misterio gozoso).
Asimismo, en Ex 13, 2.12-13 se indica que todo primogénito pertenece a Dios y debe serle consagrado, esto es, dedicado al culto divino. Sin embargo, desde que éste fue reservado a la tribu de Leví, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu no se dedicaban al culto y para mostrar que seguían siendo propiedad especial de Dios, se realizaba el rito del rescate.
La Ley mandaba también que .los israelitas ofrecieran para los sacrificios una res menor, por ejemplo un cordero, o si eran pobres un par de tórtolas o dos pichones. El Señor que «siendo rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2Co 8, 9), quiso que se ofreciera por Él la ofrenda de los pobres.

Lc 2, 25-32. Simeón, calificado de hombre justo y temeroso de Dios, atento a la voluntad divina, se dirige al Señor en su oración como un vasallo o servidor leal que después de haber estado vigilante durante toda su vida, en espera de la venida de su Señor, ve ahora por fin llegado ese momento, que ha dado sentido a su existencia. Al tener al Niño en sus brazos, conoce, no por razón humana sino por gracia especial de Dios, que ese Niño es el Mesías prometido, la Consolación de Israel, la Luz de los pueblos.
El cántico de Simeón (v. 29-32) es además una verdadera profecía. Tiene este cántico dos estrofas: la primera (vv. 29-30) es una acción de gracias a Dios, traspasada de profundo gozo, por haber visto al Mesías. La segunda (vv. 31-32) acentúa el carácter profético y canta los beneficios divinos que el Mesías trae a Israel y a todos los hombres. El cántico destaca el carácter universal de la Redención de Cristo, anunciada por muchas profecías del AT (cfr Gn 22, 18; Is 2, 6; Is 42, 6; Is 60, 3; Sal 98, 2).
Podemos entender el gozo singular de Simeón al considerar que muchos patriarcas, profetas y reyes de Israel anhelaron ver al Mesías y no lo vieron, y él, en cambio, lo tiene en sus brazos (cfr Lc 10, 24; 1P 1, 10).

Lc 2, 33. La Virgen y San José se admiraban no porque desconocieran el misterio de Cristo, sino por el modo como Dios iba revelándolo. Una vez más nos enseñan a saber contemplar los misterios divinos en el nacimiento de Cristo.

Lc 2, 34-35. Después de bendecirlos, Simeón, movido por el Espíritu Santo, profetiza de nuevo sobre el futuro del Niño y de su Madre. Las palabras de Simeón se han hecho más claras para nosotros al cumplirse en la Vida y Muerte del Señor.
Jesús, que ha venido para la salvación de todos los hombres, será sin embargo signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y para éstos Jesús será su ruina. Para otros, en cambio, al aceptarlo con fe, Jesús será su salvación, librándolos del pecado en esta vida y resucitándolos para la vida eterna.
Las palabras dirigidas a la Virgen anuncian que María habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo. La espada de que habla Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos del Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa el alma. El Señor sufrió en la Cruz por nuestros pecados; también son los pecados de cada uno de nosotros los que han forjado la espada de dolor de nuestra Madre. En consecuencia tenemos un deber de desagravio no sólo con Dios, sino también con su Madre y Madre nuestra.
Las últimas palabras de la profecía «a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones», enlazan con el versículo 34: en la aceptación o repulsa de Cristo se manifiesta la rectitud o perversión de la intimidad de los corazones.

Lc 2, 36-38. El testimonio de Ana es muy parecido al de Simeón: como éste, también ella había estado esperando la venida del Mesías durante su larga vida, en un fiel servicio a Dios; y también es premiada con el gozo de verlo. «Hablaba de él», es decir, del Niño: alababa a Dios en oración personal, y exhortaba a los demás a que creyeran que aquel Niño era el Mesías.
Así, pues, el nacimiento de Cristo se manifiesta por tres clases de testigos y de tres modos distintos: primero por los pastores, tras el anuncio del ángel; segundo por los Magos, guiándoles la estrella; tercero por Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo.
Quien, como Simeón y Ana, persevera en la piedad y en el servicio a Dios, por muy poca valía que parezca tener su vida a los ojos de los hombres, se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás. En sus planes redentores, Dios se vale de estas almas sencillas para conceder muchos bienes a la humanidad.

Lc 2, 39. Antes de la vuelta a Nazaret acontecieron los sucesos de la huida y permanencia en Egipto que relata San Mateo en Mt 2, 13-23.

Lc 2, 40. «Nuestro Señor Jesucristo en cuanto niño, es decir, revestido de la fragilidad de la naturaleza humana, debía crecer y fortalecerse; pero en cuanto Verbo eterno de Dios no necesitaba fortalecerse ni crecer. De donde muy bien se le describe lleno de sabiduría y de gracia» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.)

Lc 2, 41. Sólo San Lucas (2, 41-50) ha recogido el suceso del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo, que piadosamente contemplamos en el quinto misterio gozoso del santo Rosario.
El viaje era obligatorio sólo para los varones de doce años en adelante. La distancia entre Nazaret y Jerusalén en línea recta es de unos 100 kms. Teniendo en cuenta las zonas montañosas los caminos darían un rodeo que puede calcularse en 140 kms.

Lc 2, 43-44. En las peregrinaciones a Jerusalén los judíos solían caminar en dos grupos: uno de hombres y otro de mujeres. Los niños podían ir con cualquiera de los dos. Esto explica que pudiera pasar inadvertida la ausencia del Niño hasta que terminó la primera jornada, momento en el que se reagrupaban las familias para acampar.
«Llora María.–Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto.–José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también: ...Y tú ...Y yo.
»Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé» (Santo Rosario, misterio gozoso).

Lc 2, 45. La solicitud con que María y José buscan al Niño ha de estimularnos a nosotros a buscar siempre a Jesús, sobre todo cuando lo hayamos perdido por el pecado.
«Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar» (Santo Rosario, misterio gozoso).

Lc 2, 46-47. Seguramente el Niño Jesús estaría en el atrio del Templo, donde los doctores solían enseñar. Los que querían escuchaban las explicaciones, sentados en el suelo, interviniendo a veces con preguntas y respuestas. El Niño Jesús siguió esta costumbre, pero sus preguntas y respuestas llamaron la atención de los doctores por su sabiduría y ciencia.

Lc 2, 48. La Virgen sabía desde el anuncio del ángel que el Niño Jesús era Dios. Esta fe fundamentó una constante actitud de generosa fidelidad a lo largo de toda su vida. Pero esta fe no tenía por qué incluir el conocimiento concreto de todos los sacrificios que Dios le pediría, ni del modo cómo Cristo llevaría a cabo su misión redentora. Lo iría descubriendo en la contemplación de la vida de Nuestro Señor.

Lc 2, 49. La respuesta de Cristo es una explicación. Las palabras del Niño –que son las primeras que recoge el Evangelio– enseñan claramente su Filiación divina. Y afirman su voluntad de cumplir los designios de su Padre Eterno. «No los reprende –a María y José– porque lo buscan como hijo, sino que les hace levantar los ojos de su espíritu para que vean lo que debe a Aquel de quien es Hijo Eterno» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.). Jesús nos enseña a todos que por encima de cualquier autoridad humana, incluso la de los padres, está el deber primario de cumplir la voluntad de Dios: «Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús –¡tres días de ausencia!– disputando con los Maestros de Israel (Lc 11, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial» (Santo Rosario, misterio gozoso).

Lc 2, 50. Hay que tener en cuenta que Jesús conocía con detalle desde su concepción el desarrollo de toda su vida en la tierra. Las palabras con que responde a sus padres denotan ese conocimiento. María y José se dieron cuenta de que esa respuesta entrañaba un sentido muy profundo que no llegaban a entender. Lo fueron comprendiendo a medida que los acontecimientos de la vida de su Hijo se iban desarrollando. La fe de María y José y su actitud de reverencia frente al Niño les llevaron a no preguntar más por entonces, y a meditar, como en otras ocasiones, las obras y palabras de Jesús.

Lc 2, 51. El Evangelio nos resume la vida admirable de Jesús en Nazaret con sólo tres palabras: erat subditus illis, les estaba sujeto, les obedecía. «Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo» (Es Cristo que pasa, 17).
En Nazaret permaneció Jesús como uno más de los hijos de los hombres, trabajando en el mismo oficio de San José y ganando el sustento con el sudor de su frente. «Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad.
«Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» (Es Cristo que pasa, 20).

Lc 2, 52. Según su naturaleza humana Jesús Niño crecía como uno de nosotros. El crecimiento en sabiduría ha de entenderse en cuanto a la ciencia experimental: los conocimientos adquiridos por su entendimiento humano a partir de las cosas sensibles y de la experiencia de la vida. También cabe hablar de aumento de sabiduría y de gracia según los-efectos o manifestaciones externas; en este aspecto Cristo realizaba obras siempre perfectas en relación con su edad.
En la humanidad de Jesús había tres clases de ciencia: 1. la ciencia de los bienaventurados (visión de la esencia divina) en razón de la unión hipostática (unión de la naturaleza humana de Cristo con la divina en la única persona del Verbo). Esta ciencia no podía crecer. 2. la ciencia infusa, que perfeccionaba su inteligencia y por la que conocía todas las cosas, incluso las ocultas, como leer en los corazones de los hombres. Esta ciencia tampoco podía aumentar. 3. la ciencia adquirida, por la cual, como los demás hombres, adquiría nuevos conocimientos a partir de las experiencias sensibles. Esta evidentemente crecía con el paso de los años.
En cuanto a la gracia, propiamente hablando, Jesús no podía crecer. Desde el primer instante de su concepción tenía la gracia en toda su plenitud; esta plenitud deriva de poseer el principio de la gracia en razón de la unión hipostática. Según explica Santo Tomás: «El fin de la gracia es la unión de la criatura racional con Dios, y no puede haber ni puede entenderse una unión más íntima de la criatura racional con Dios que la que se da en la persona de Cristo (...). Es pues evidente que la gracia de Cristo no pudo aumentar por parte de la misma gracia. Ni tampoco pudo aumentar por parte de Cristo en cuanto hombre que fue verdadera y plenamente comprehensor, bienaventurado, desde el primer instante de su concepción. Por tanto no pudo aumentar en el Él la gracia» (S.Th. III, q. 7, a. 12).
Puede hablarse, no obstante, de un crecimiento en gracia según los efectos. En todo caso, nos encontramos aquí ante uno de los misterios de la fe que exceden nuestra inteligencia. ¡Qué pequeño sería Dios si nosotros lo pudiéramos entender y explicar perfectamente! Cristo ocultando su poder y sabiduría infinitas, haciéndose Niño, ¡qué gran lección es para nuestro orgullo!

Lc 3, 1. El Evangelio sitúa con precisión en el tiempo y en el espacio la aparición pública de Juan Bautista, el Precursor de Cristo. Tiberio César fue el segundo emperador romano, y el año décimoquinto de su Imperio corresponde al 27 o al 29 de nuestra era, según dos cómputos de tiempo posibles.
Poncio Pilato fue procurador o gobernador de Judea desde el año 26 al 36 de nuestra era. Su jurisdicción se extendía también a Samaría e Idumea.
Este Herodes es Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, al que sucedió en gran parte de su territorio, no con el título de rey, sino de tetrarca. Esta última denominación se utilizaba para señalar una autoridad subordinada al poder romano. Herodes Antipas murió el año 39 de nuestra era y fue el que mandó degollar a San Juan Bautista. Sobre la identificación de los cuatro Herodes, que aparecen en el NT, cfr nota a Mt 2, 1.
Filipo, hijo también de Herodes el Grande y hermanastro de Herodes Antipas, fue tetrarca de las regiones indicadas en el texto sagrado hasta el año 34 d. C. Se casó con Herodías, de la que se habla en Mc 6, 17-19.

Lc 3, 2. El sumo sacerdote era entonces Caifás, que ejerció su pontificado desde el año 18 al 36 d.C. Anás, su suegro, que había sido depuesto el año 15 por la autoridad romana, conservaba todavía tal influencia que de hecho era considerado como cabeza de la política y de la religión judías. Por eso, cuando prenden a Cristo, el primer interrogatorio se hace ante Anás (Jn 18, 12-24). El texto le da, pues, con gran propiedad el título de sumo sacerdote.

Lc 3, 2-3. San Lucas introduce de forma solemne la figura de Juan el Bautista, de quien los Evangelios hablan en repetidas ocasiones. Cuando Cristo elogia al Bautista (cfr Mt 11, 7-9), destaca con claridad su voluntad recia y su empeño en cumplir la misión que Dios le había encomendado. Notas características de la personalidad de Juan son la humildad, la austeridad, la valentía y el espíritu de oración. Llevar a cabo con perfección una misión tan excelsa –ser el Precursor del Mesías– merece de Cristo singular alabanza: Juan el Bautista es el más grande entre los nacidos de mujer (cfr Mt 11, 11); «la lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5, 35). Ardía por su amor, brillaba por su testimonio. Cristo «era la luz» (Jn 1, 9); el Bautista «vino... para dar testimonio de la luz» (Jn 1, 7), «a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1, 7).
Juan el Bautista se presenta predicando la necesidad de hacer penitencia. Prepara «el camino del Señor». Es el pregonero de la Salvación. Pero simple pregonero, simple voz que anuncia. El Bautista proclama: «viene... aquel a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias». Por eso le señala: «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1, 29.36), he ahí al «Hijo de Dios» (Jn 1, 34); y ve con gozo que sus propios discípulos se vayan con Cristo (Jn 1, 37), «conviene que Él crezca –dice– y yo disminuya» (Jn 3, 30).

Lc 3, 4-6. En la segunda parte del libro de Isaías (Is 40-55), llamado «Libro de la Consolación», se anuncia al pueblo judío que sufrirá con el destierro un nuevo éxodo, y que será entonces guiado, no por Moisés, sino por Dios mismo; caminará de nuevo a través del desierto hasta llegar a la nueva tierra de promisión. Con la predicación del Bautista que anuncia la llegada de Jesucristo se cumple esta profecía.
Ante la venida inminente del Señor, los hombres deben disponerse interiormente, hacer penitencia de sus pecados, rectificar su vida para recibir la gracia especial divina que trae el Mesías. Todo esto viene a significar ese allanar los montes, rectificar y suavizar los caminos de que habla el Bautista.
La Iglesia en su liturgia de Adviento nos anuncia todos los años la venida de Jesucristo, Salvador nuestro, y exhorta a cada cristiano a esa purificación de su alma mediante una renovada conversión interior.

Lc 3, 7. La pregunta del Bautista va dirigida a hacer comprender que para alcanzar el perdón de Dios –«huir de la ira venidera»– no basta con someterse a ritos externos, incluso al propio bautismo de Juan, sino que es necesaria la conversión del corazón, que produce los frutos de penitencia agradables a Dios.

Lc 3, 8. Los judíos se vanagloriaban de la nobleza de su origen; no querían reconocerse pecadores, pensando que sólo ellos, descendientes legítimos de Abrahán, eran los predestinados a recibir la salvación de Dios que traería el Mesías, sin que tuvieran necesidad de hacer más penitencia que la de sus prácticas externas. Por eso les corrige Juan Bautista utilizando un expresivo juego de palabras hebreas («Dios puede hacer surgir de estas piedras ('abanim) hijos (baním) de Abrahán»), mediante el cual les advierte que, si no se convierten, quedarán excluidos del Reino de Dios; mientras que muchos otros, que no descienden de Abrahán según la carne, serán constituidos hijos suyos, en descendencia espiritual por la fe (cfr Mt 8, 11; Rm 9, 8).
«Entre vosotros»: lo omite la Vulgata, pero viene en el texto griego y lo conserva la Neovulgata.

Lc 3, 12-13. Con sinceridad y valentía San Juan Bautista descubre a cada uno su falta. El pecado principal de los publícanos consistía en aprovecharse de su situación privilegiada como colaboradores del poder romano, para enriquecerse a costa del pueblo israelita. En efecto, Roma estipulaba con ellos una cantidad global como contribución de Israel al Imperio; los publícanos, como gestores del cobro de los impuestos, abusaban de su poder exigiendo a los contribuyentes más de lo debido. Recuérdese, por ejemplo, el caso de Zaqueo que, después de su conversión, reconoce haberse enriquecido injustamente y, movido por la gracia, promete al Señor reparar con generosidad su pecado (cfr Lc 19, 1-10).
La predicación del Bautista expresa tina norma de moral natural, que recoge también la Iglesia en su doctrina. Los cargos públicos han de ser considerados, ante todo, como un servicio a la sociedad, y nunca como ocasión de lucro personal en detrimento del bien común y de la justicia que se pretende administrar. En todo caso, quien haya tenido la debilidad de apropiarse injustamente de lo ajeno, no le basta confesar su falta en el Sacramento de la Penitencia para obtener el perdón de su pecado; tiene además el deber de restituir lo que no es Suyo.

Lc 3, 14. El Bautista exige de todos –fariseos, publícanos, soldados– una profunda renovación interior en el mismo ejercicio de su profesión, que les lleve a vivir las normas de la justicia y de la honradez. Dios nos pide a todos la santificación en nuestro propio trabajo y condición. (...) cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia» (Conversaciones, 55).

Lc 3, 15-17. Con el anuncio del Bautismo cristiano y con expresivas imágenes, el Bautista proclama que él no es el Mesías, pero que éste está al llegar y que vendrá con el poder de Juez supremo, propio de Dios, y con la dignidad del Mesías, que no tiene parangón humano.

Lc 3, 19-20. Juan el Bautista predicó las exigencias morales del Reino mesiánico con caridad pero sin miramientos humanos. La predicación de la verdad llega a hacerse molesta y hasta insoportable para quien la escucha sin ánimo de conversión. Tal incomodidad puede llevar, como en el caso de Herodes, hasta perseguir a quien anuncia la verdad. «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte» (Camino, 34).

Lc 3, 21-22. La Iglesia recuerda en su Liturgia las tres primeras manifestaciones solemnes de la divinidad de Cristo: la adoración de los Magos (Mt 2, 11), el Bautismo de Jesús (Lc 3, 21-23; Mt 3, 14-17; Mc 1, 9-11) y el primer milagro que hizo el Señor en las bodas de Caná (Jn 2, 11). En la adoración de los Magos Dios había mostrado la divinidad de Jesucristo por medio de la estrella. En el Bautismo la voz de Dios Padre, «venida del Cielo», revela a Juan el Bautista y al pueblo judío –y en ellos a todos los hombres– este profundo misterio de la divinidad de Cristo. En las bodas de Caná, a través de un milagro, Jesús «manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2, 11). «Cuando llegó a la edad perfecta –comenta Santo Tomás– en que debía enseñar, hacer milagros y atraer a los hombres hacia Sí, entonces debió ser indicada su divinidad por el Padre, a fin de que su doctrina se hiciera más creíble. Por eso dice Él mismo: "el Padre, que me envió, es quien da testimonio de mí" (Jn 5, 37)» (S.Th. III, q. 39, a. 8 ad 3).

Lc 3, 21. En el Bautismo de Cristo se encuentra reflejado el modo cómo actúa y opera el Sacramento del Bautismo en el hombre: su Bautismo fue ejemplar de nuestro Bautismo. Así, en el Bautismo de Cristo se manifestó el misterio de la Santísima Trinidad, y los fieles, al recibir el Bautismo, quedan consagrados por la invocación y virtud de la Trinidad Beatísima. Igualmente el abrirse de los cielos significa que la fuerza de este Sacramento, por la cual es eficaz, viene de arriba, de Dios, y que asimismo queda expedita a los bautizados la vía del Cielo, cerrada por el pecado original. La oración de Jesucristo después de ser bautizado nos enseña que «después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan» (S.Th. III, q. 39, a. 5).

Lc 3, 23. San Lucas indica la edad del Señor al comienzo de su ministerio público. Estos años de vida oculta tienen una alta significación: No son un paréntesis en su obra de Redención. En su trabajo ordinario y oculto de Nazaret está ya redimiendo al mundo y santificando todo trabajo noble, todo estado de vida, la vida misma familiar: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.
»Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt 13, 55), el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae (Mc 6, 3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a Sí todas las cosas (Jn 12, 32)» (Es Cristo que pasa, 14).
Todo cristiano puede, pues, y debe buscar su santificación en lo ordinario y corriente de cada día, según su estado, edad y profesión: «Por tanto, todos los fieles cristianos son llamados y tienen la obligación de buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado». (Lumen gentium, 42).

Lc 3, 23-38. San Mateo y San Lucas recogen la genealogía del Señor. San Mateo (Mt 1, 1-17) comienza con ella su Evangelio a modo de presentación, mostrando que Cristo está arraigado en el pueblo escogido, con una ascendencia que se remonta hasta Abrahán; más en concreto, que Jesús era el Mesías anunciado por los Profetas y descendiente de David; que era el rey de la dinastía davídica enviado por Dios según las promesas de salvación.
San Lucas, en cambio, que escribió en primer lugar para los cristianos procedentes de los gentiles, destaca la universalidad de la Redención realizada por Cristo. Así, en su genealogía asciende desde Jesús hasta Adán, padre de todos los hombres, gentiles y judíos, vinculando a Cristo no sólo a éstos, sino a toda la humanidad.
Así como San Mateo subraya el carácter mesiánico de Nuestro Señor, San Lucas destaca el carácter sacerdotal. Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, ve en la genealogía de San Lucas la enseñanza del sacerdocio de Cristo: «San Lucas, no desde el principio, sino después del Bautismo de Cristo, narra la genealogía en orden ascendente, como señalando al Sacerdote que expía los pecados en el momento en que San Juan Bautista dio testimonió de Él, diciendo: "He aquí el que quita los pecados del mundo". Y, ascendiendo por Abrahán llega hasta Dios, con quien nos reconciliamos, una vez limpios y purificados» (S.Th. III, q. 31, a. 3 ad 3).
Las listas genealógicas de San Mateo y de San Lucas muestran diferencias en los nombres. Los expositores, partiendo de la absoluta historicidad de ambos Evangelios, han dado varias soluciones, ninguna de las cuales se impone de manera definitiva. Hay que tener en cuenta que los judíos conservaban con esmero sus genealogías, especialmente los de familia real o sacerdotal para el ejercicio de sus derechos, obligaciones y funciones. Por ejemplo, al regreso del destierro de Babilonia, los sacerdotes y levitas que presentaron en regla sus tablas genealógicas volvieron a desempeñar sus funciones en el Templo. Y lo mismo otras personas, por el mismo procedimiento, volvieron a entrar en posesión de sus antiguas tierras. En cambio quienes, tras los años azarosos del destierro, no pudieron probar su ascendencia, fueron excluidos de las funciones sacerdotales, y no recobraron las tierras que reclamaban (cfr Esd 2, 59-62; Ne 7, 64 ss.).
Las soluciones que se han propuesto para explicar las diferencias entre las genealogías de Mateo y Lucas giran alrededor de estos dos polos: 1) ambos evangelistas recogen la genealogía de San José, pero uno tiene en cuenta la ley del levirato (quien moría sin hijos, su hermano debía tomar por mujer a la cuñada viuda, siendo el primogénito de este matrimonio hijo legal del difunto; cfr Dt 25, 5-6) y el otro no. 2) San Mateo expone la genealogía de San José, y San Lucas la de la Virgen. En este caso José no sería hijo propiamente dicho de Helí, sino hijo político. Pero esta segunda hipótesis no parece tener apoyo serio en el texto evangélico.

Lc 4, 1-13. En las tentaciones del desierto interviene el diablo en la vida de Jesucristo por primera vez y abiertamente. Iba a empezar el Señor su ministerio público y, por tanto, se trataba de un momento particularmente importante de la obra de la Salvación.
«Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender –Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno–, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene» (Es Cristo que pasa, 61).
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cfr Flp 2, 7; Hb 2, 17; Hb 4, 15), y se sometió voluntariamente a la tentación. «Y es que, como el Señor todo lo hacía y sufría para nuestra enseñanza, quiso también ser conducido al desierto y trabar allí combate contra el diablo, a fin de que los bautizados, si después del Bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por ello, como si fuera cosa que no era de esperar. No, no hay que turbarse, sino permanecer firme y soportarlo generosamente como la cosa más natural del mundo. Si tomaste las armas no fue para estarte ocioso, sino para combatir» (Hom. sobre S. Mateo, 13).
Jesús nos enseña también que nadie debe considerarse seguro y exento de tentaciones. Nos muestra además la manera de vencerlas y nos exhorta, por fin, a que tengamos confianza en su misericordia, ya que Él también experimentó las tentaciones (cfr Hb 2, 18).
Para una explicación más detallada de este pasaje, cfr notas a Mt 4, 3-11.

Lc 4, 13. En las tentaciones del Señor están resumidas todas las que pueden acaecer al hombre: «No diría la Sagrada Escritura, comenta Santo Tomás, que acabada toda tentación se retiró el diablo de Él, si en las tres no se hallase la materia de todos los pecados. Porque la causa de las tentaciones son las causas de las concupiscencias: el deleite de la carne, el afán de gloria y la ambición de poder» (S.Th. III, q. 41, a. 4 ad 4).
Al vencer todo género de tentaciones, Jesucristo nos da ejemplo de cómo hemos de comportarnos frente a las insidias del demonio. Fue tentado como hombre y como hombre las superó: «No obró como Dios usando de su poder –¿De qué, entonces, nos hubiera aprovechado su ejemplo?–, sino que, como hombre, se sirvió de los auxilios que tiene en común con nosotros» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
Quería enseñarnos que al diablo hay que vencerle con el ejercicio de las virtudes: la oración, el ayuno, la vigilancia, no dialogar con la tentación, tener en los labios las palabras de Dios en la Escritura, y poner la confianza en el Señor. Esas son las armas.
«Hasta el momento oportuno», es decir, el de la Pasión de Cristo. En la vida pública del Señor aparece con frecuencia el diablo (cfr Mt 12, 28), pero será en el momento de la Pasión –«ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53)– cuando se manifiesta claramente su actitud tentadora. Jesucristo lo advierte a sus discípulos y les asegura de nuevo la victoria (cfr Jn 12, 31; Jn 14, 30). Con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo el poder del demonio queda definitivamente derrocado. Y en virtud de esta victoria podemos superar todas las tentaciones.

Lc 4, 16-30. El sábado era el día de descanso y de oración para los judíos, por mandamiento de Dios (Ex 20, 8-11). En este día se reunían para instruirse en la Sagrada Escritura. Comenzaba la reunión recitando todos justos la Shemá, resumen de los preceptos del Señor, y las dieciocho bendiciones. Después se leía un pasaje del libro de la Ley –el Pentateuco– y otro de los Profetas. El presidente invitaba a alguno de los presentes que conociese bien las Escrituras a dirigir la palabra al auditorio. A veces se levantaba alguno voluntariamente y solicitaba el honor de cumplir este encargo. Así debió de ocurrir en esta ocasión. Jesús busca la oportunidad de instruir al pueblo (cfr Lc 4, 16-ss.), y lo mismo harán después los apóstoles (cfr Hch 13, 5.14.42.44; Hch 14, 1, etc.). La reunión judía terminaba con la bendición sacerdotal, que recitaba el presidente o un sacerdote si lo había, a la que todos respondían «Amén» (cfr Nm 6, 22 ss.).

Lc 4, 18-21. Jesús leyó el pasaje de Isaías (Is 61, 1-2), en donde el profeta anuncia la llegaba del Señor que librará al pueblo de sus aflicciones. En Él se cumple esa profecía, ya que es el Ungido, el Mesías que Dios ha enviado a su pueblo atribulado. Jesús recibe la unción del Espíritu Santo para la misión que el Padre le encomienda.
Las promesas anunciadas en los versículos 18 y 19 constituyen el conjunto de bienes que Dios enviaría a su pueblo por medio del Mesías. Por «pobres» se ha de entender, según la tradición del AT y la predicación de Jesús (cfr nota a Mt 5, 3), no tanto una determinada condición social sino más bien la actitud religiosa de indigencia y humildad ante Dios de los que, en vez de confiar en sus propios bienes y méritos, confían en la bondad y misericordia divinas. Por ello evangelizar a los pobres es anunciarles la «buena noticia» de que Dios se ha compadecido de ellos. Del mismo modo, la Redención, a que alude el texto, tiene sobre todo un sentido espiritual y transcendente: Cristo viene a librarnos de la ceguera y de la opresión del pecado, que son, en definitiva, la esclavitud a la que nos ha sometido el demonio. «La cautividad es sensible –enseña San Juan Crisóstomo en un comentario al Salmo 125– cuando procede de enemigos corporales; pero peor es la cautividad espiritual a la que se refiere aquí, ya que el pecado produce la más dura tiranía, manda el mal y confunde a los que le obedecen: de esta cárcel espiritual nos sacó Jesucristo» (Citado en Catena Aurea). No obstante, este pasaje se cumple además en la preocupación que Jesús manifiesta por los más necesitados. «Así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (Lumen gentium, 8).

Lc 4, 18-19. Las palabras de Isaías, que leyó Cristo en esta ocasión, describen de modo gráfico la finalidad para la que Dios envió a su Hijo: la redención del pecado, la liberación de la esclavitud del demonio y de la muerte eterna. Es cierto que Cristo durante su ministerio público, movido por su misericordia, hizo algunas curaciones, libró a algunos endemoniados, etc. Pero no curó a todos los enfermos del mundo, ni suprimió todas las penalidades de esta vida porque el dolor, introducido en el mundo por el pecado, tiene un irrenunciable valor redentor unido a los sufrimientos de Jesús. Por eso, el Señor realizó algunos milagros, que constituyen no tanto el remedio de los dolores en tales casos concretos, sino la muestra de su misión divina de redención universal y eterna.
La Iglesia continúa esta misión de Cristo. Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada «la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia (...) Y la Iglesia puede dar la salvación a las almas sólo si permanece fiel a Cristo en su constitución, en sus dogmas, en su moral.
«Rechacemos, por tanto, el pensamiento de que la Iglesia –olvidando el sermón de la Montaña– busca la felicidad humana en la tierra, porque sabemos que su única tarea consiste en llevar las almas a la gloria eterna del paraíso; rechacemos cualquier solución naturalista, que no aprecie el papel primordial de la gracia divina; rechacemos las opiniones materialistas, que tratan de hacer perder su importancia a los valores espirituales en la vida del hombre; rechacemos de igual modo las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal» (J. Escrivá de Balaguer, hom. El fin sobrenatural de la Iglesia).

Lc 4, 18. Los Santos Padres ven designadas en este versículo a las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Espíritu (Espíritu Santo) del Señor (el Padre) está sobre Mí (el Hijo) (cfr Orígenes, Homilía 32). El Espíritu Santo inhabitaba en el alma de Cristo desde el instante de la Encarnación, y descendió visiblemente en forma de paloma cuando fue bautizado por Juan (cfr Lc 3, 21-22).
«Por lo cual me ha ungido»: se refiere a la unción que recibió Jesucristo en el momento de la Encarnación, principalmente por la gracia de la unión hipostática. «Esta unción de Jesucristo no fue corporal, como la de los antiguos reyes, sacerdotes y profetas, sino toda espiritual y divina, porque la plenitud de la divinidad habita en Él sustancialmente» (Catecismo Mayor, 77). De esta unión hipostática se deriva la plenitud de todas las gracias. Para significarla se dice que Jesucristo fue ungido por el mismo Espíritu Santo, y no sólo recibió las gracias y los dones del Espíritu Santo, como los santos.

Lc 4, 19. «Año de gracia»: alude al año jubilar de los judíos, establecido por la Ley de Dios (Lv 25, 8 ss.) cada cincuenta años, para simbolizar la época de redención y libertad que traerá el Mesías. La época inaugurada por Cristo, el tiempo de la Nueva Ley hasta el final de este mundo es el «año de gracia», el tiempo de la misericordia y de la Redención, que se alcanzarán cumplidamente en la vida eterna.
De manera semejante, la institución del Año Santo en la Iglesia Católica tiene este sentido de anuncio y recuerdo de la Redención traída por Cristo y de su plenitud en la vida futura.
«Día de la retribución»: la venida de Cristo a este mundo es para los que le acogen día de salvación; para los que le rechazan, en cambio, día de condenación. Toda la vida del hombre es en realidad una preparación para ese día de la retribución o Juicio en que Cristo, justo Juez, dará a cada uno el premio o el castigo merecidos.

Lc 4, 20-22. Las palabras del versículo 21 nos muestran la autoridad con que Cristo hablaba y explicaba las Escrituras: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír». Jesús enseña que esta profecía, como las principales del AT, se refieren a Él y en Él tienen su cumplimiento (cfr Lc 24, 44 ss.). Por ello, el AT no puede ser rectamente entendido sino a la luz del NT: en esto consiste la inteligencia para entender las Escrituras que Cristo Resucitado dio a los Apóstoles (cfr Lc 24, 45) y que el Espíritu Santo completó el día de Pentecostés (cfr Hch 2, 4).

Lc 4, 22-29. Los habitantes de Nazaret escuchan al principio con agrado las palabras llenas de sabiduría de Jesús. Pero la visión de estos hombres es muy superficial. Con un orgullo mezquino se sienten heridos de que Jesús, su conciudadano, no haya hecho en Nazaret los prodigios que ha hecho en otras ciudades. Llevados de una confianza mal entendida, le exigen con insolencia que haga allí milagros para agradar su vanidad, pero no para convertirse. Ante esta actitud Jesús no hace ningún prodigio, siguiendo su modo habitual de proceder (Véase por ejemplo el encuentro con Herodes en Lc 23, 7-11); incluso les reprocha su postura, explicándoles con dos ejemplos tomados del AT (cfr 1R 17, 9 y 2R 5, 14) la necesidad de una buena disposición a fin de que los milagros puedan dar origen a la fe. La actitud de Cristo les hiere en su orgullo hasta el punto de quererlo matar. Todo el suceso es una buena lección para entender de verdad a Jesús: sólo se le entiende en la humildad y en la seria resolución de ponerse en sus manos.

Lc 4, 30. Jesús no huye precipitadamente, sino que se va retirando entre la agitada turba con una majestuosidad que les dejó paralizados. Como en otras ocasiones, los hombres no pueden nada contra Jesús: el decreto divino era que el Señor muriera crucificado (cfr Jn 18, 32) cuando llegara su hora.

Lc 4, 33-37. La misma autoridad que Jesús había mostrado con su palabra muestra ahora con sus hechos.

Lc 4, 34. Los demonios dicen la verdad en esta ocasión, al llamarle «el Santo de Dios», pero Jesús no acepta este testimonio del «padre de la mentira» (cfr Jn 8, 44). En efecto, el demonio suele decir alguna vez la verdad para encubrir el error y, al sembrar así la confusión, engañar más fácilmente. Jesús, al hacer callar al demonio y expulsarle, nos enseña a ser prudentes y a no dejarnos engañar por las verdades a medias.

Lc 4, 38. En la vida pública de Jesús aparecen varios episodios entrañables y familiares (cfr p.ej. Lc 19, 1; Jn 2, 1) que ayudan a entender y valorar la estima del Señor por la vida ordinaria del hogar.
Se pone aquí de manifiesto la eficacia de la oración por los demás: «En cuanto rogaban al Salvador –dice San Jerónimo– enseguida curaba a los enfermos; dando a entender que también atiende las súplicas de los fíeles contra las pasiones de los pecados» (Expositio in Evangelium sec. Lucam, in loc.).
Sobre esta curación instantánea y completa observa San Juan Crisóstomo: «Como la enfermedad era curable dio a conocer su poder en el modo de curar, haciendo lo que la medicina no podía. Después de la curación de la fiebre los enfermos necesitan tiempo para recobrar su antigua salud, pero en este caso se hizo todo en el mismo instante» (Hom. sobre S. Mateo, 27).
Los Santos Padres han visto en la fiebre de esta mujer una figura de la concupiscencia: «En la fiebre de la suegra de Pedro (...) está representada nuestra carne afectada por diversas enfermedades y concupiscencias; nuestra fiebre es la pasión, nuestra fiebre es la lujuria, nuestra fiebre es la ira, vicios éstos que aunque afectan al cuerpo, perturban al alma, a la mente y al sentido» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
En cuanto a las consecuencias prácticas, nos dice San Cirilo: «Recibamos nosotros a Jesús, porque cuando nos visita y le llevamos en la mente y en el corazón extingue en nosotros el ardor de las más enormes pasiones, y nos mantendrá incólumes para que le sirvamos, esto es, para que hagamos lo que le agrada» (Homilía 28 in Matheum).

Lc 4, 43. De nuevo el Señor insiste en uno de los motivos de su venida a este mundo. Santo Tomás, hablando del fin de la Encarnación, explica que Cristo «vino al mundo en primer lugar a manifestar la verdad, como Él mismo dice: 'para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). Por esto no debió ocultarse, llevando una vida solitaria, sino manifestarse en público y predicar públicamente. Y así decía a los que pretendían detenerle: 'es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado'. En segundo lugar, vino para librar a los hombres del pecado, conforme a lo que dice el Apóstol: 'Vino Jesucristo a este mundo a salvar a los pecadores' (1Tm 1, 15). Por lo cual dice el Crisóstomo : 'aunque permaneciendo siempre en el mismo lugar hubiera podido Cristo atraer a Sí a todos para que oyesen su predicación, no lo hizo para darnos ejemplo de que hemos de ir en busca de las ovejas perdidas, como el pastor busca la oveja extraviada, o el médico acude al enfermo'. En tercer lugar, vino para que 'por Él tengamos acceso a Dios' (Rm 5, 2)» (S.Th. III, q. 40, a. 1, c.).

Lc 5, 1. «¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Para que todos se salven).

Lc 5, 3. Los Santos Padres han visto en esta barca de Pedro a la que el Señor sube una imagen de la Iglesia peregrina en esta tierra. «Esta es aquella barca que según San Mateo todavía zozobra, y según San Lucas se llena de peces. Reconoced así los principios dificultosos de la Iglesia y su posterior fecundidad» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). Cristo sube a la barca para enseñar desde allí a las muchedumbres. De igual modo Cristo continúa enseñando desde la Iglesia –la barca de Pedro– a todas las gentes.
Cada uno de nosotros puede verse representado en esta barca a la que Cristo sube. Externamente puede no cambiar nada: «¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma –porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro– se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei (Hch 2, 11), las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Para que todos se salven).

Lc 5, 4. «Cuando acabó su catequesis, ordenó a Simón: guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Es Cristo el amo de la barca; es Él el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que su hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Para que todos se salven). Para llevar a, cabo esta tarea, el Señor ordena a todos que echen las redes, pero solamente a Pedro que dirija la barca mar adentro.
Todo este pasaje hace referencia, en cierto modo, a la vida de la Iglesia. En ella el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, «es vicario de Jesucristo porque le representa en la tierra y hace sus veces en el gobierno de la Iglesia» (Catecismo Mayor, 195). Cristo se dirige también a cada uno de nosotros para que nos sintamos urgidos a una audaz labor apostólica: «'Duc in altum'. –¡Mar adentro!– Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. 'Et laxate retia vestra in capturam'–y echa tus redes para pescar.
»¿No ves que puedes decir, como Pedro: 'in nomine tuo, laxabo rete' – Jesús, en tu nombre buscaré almas?» (Camino, 792).
«Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?, habría de contestarte: te lo manda –te lo pide– el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo.
El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Para que todos se salven).

Lc 5, 5. Ante el mandato de Cristo Simón expone sus dificultades. «La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red. Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la palabra del Señor» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Para que todos se salven).

Lc 5, 8. El deseo de Pedro no es que Cristo se aparte de él, sino que, a causa de sus pecados, se declara indigno de estar cerca del Señor. Lo que dijo Pedro recuerda la actitud del Centurión que se confiesa indigno de que Jesús entre en su casa (Mt 8, 8). La Iglesia manda a sus hijos repetir estas mismas palabras del Centurión antes de recibir la Sagrada Eucaristía. Como también enseña la conveniencia de manifestar externamente la reverencia debida al Sacramento en el acto de comulgar: Pedro nos enseña con su gesto, al postrarse ante el Señor, que también los sentimientos internos de adoración a Dios han de manifestarse exteriormente.

Lc 5, 11. No consiste la perfección en dejar simplemente todas las cosas, sino en dejarlas para seguir a Cristo. Esto es lo que hicieron los Apóstoles: abandonan todo para estar disponibles ante las exigencias de la vocación divina.
Hemos de fomentar en nuestro corazón esta disponibilidad porque «Jesús no se satisface 'compartiendo': lo quiere todo» (Camino, 155).
Si falta la entrega generosa encontraremos muchas dificultades para seguir a Jesucristo: «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas. Porque –dice el Papa San Gregorio– el demonio nada tiene propio en este mundo, y desnudo acude a la contienda. Si vas vestido a luchar con él, pronto caerás en tierra: porque tendrá de donde cogerte» (Camino, 149).

Lc 5, 12. Las palabras del leproso son un modelo de oración. Aparece en ella, en primer lugar, la fe. «No dijo, si se lo pidieres a Dios... –comenta San Juan Crisóstomo– sino si quieres» (Hom. sobre S. Mateo, 25). Se completa con una afirmación absoluta, puedes: que es una confesión abierta de la omnipotencia divina: Esta misma fe la expresó el salmista: «Dios hace cuanto quiere en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos» (Sal 135, 6). Junto a la fe, la confianza en la misericordia divina. «A Dios, que es misericordioso, no es necesario pedirle, basta exponerle nuestra necesidad» (Comentario sobre S. Mateo, 8, 1). Y concluye San Juan Crisóstomo. «La oración es perfecta cuando se unen en ella la fe y la confesión; el leproso demostró su fe y confesó su necesidad con sus palabras» (Ibid).
«'Domine!' –¡Señor!– 'si vis, potes me mundare' –si quieres, puedes curarme. – ¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! –No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: 'volo, mundare' –quiero, ¡sé limpio!» (Camino, 142).

Lc 5, 13. Jesucristo atiende la súplica del leproso y le cura de su enfermedad. Cada uno de nosotros tiene enfermedades en su alma y el Señor está esperando que nos acerquemos a Él: «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres–y Tú quieres siempre–puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino» (Es Cristo que pasa, 93).

Lc 5, 16. En el tercer Evangelio se resalta con frecuencia que Jesús se retiraba, solo, para orar: cfr Lc 6, 12; Lc 9, 18; Lc 11, 1.28-29. Jesús enseña así la necesidad de una oración personal en las diversas circunstancias de la vida.
«Es muy importante –perdonad mi insistencia– observar los pasos del Mesías, porque Él ha venido a mostrarnos la senda que lleva al Padre. Descubriremos, con Él, cómo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Vida de oración).

Lc 5, 17. Poco antes Jesús, junto al lago, se ha dirigido a la muchedumbre del pueblo para enseñarles (vv. 1 ss.). Ahora son los más instruidos de Israel los que están presentes mientras Jesús enseña. La voluntad de Cristo era no solamente enseñar sino curar a todos los hombres en el alma y en el cuerpo, como efectivamente hará con el paralítico. La observación que hace el Evangelista al final de este versículo nos habla de que el Señor está dispuesto a emplear su omnipotencia para nuestro bien: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta Jeremías (Jr 29, 11). La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: .viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría» (Es Cristo que pasa, 165). En esta ocasión Jesucristo quería beneficiar también a las personas que le escuchaban, aunque no todas de hecho recibieran este don divino por falta de buenas disposiciones.
La Vulgata añade que Jesús estaba sentado. Lo hemos omitido, siguiendo el texto griego y la Neovulgata.

Lc 5, 19-20. El Señor se conmueve por la fe de los que llevan al paralítico demostrada con obras: se habían subido al techo, habían quitado parte de la techumbre que cubría la casa y, por el hueco, habían bajado la camilla hasta donde estaba Jesús. Unen la amistad a la fe en una curación milagrosa. Con la misma fe el enfermo se había dejado mover, transportar, subir y bajar. Jesús, viendo una fe tan firme y decidida, hace mucho más de lo que esperaban: cura el cuerpo y, antes que nada, el alma. Quizá, sugiere San Beda (cfr In Lucae Evangelium expositio, in loc.), para demostrar dos cosas: que la enfermedad era un castigo de sus culpas y por tanto el paralítico solamente podía levantarse una vez que le hubieran sido perdonados sus pecados; y que la fe y la oración de los demás pueden conseguir de Dios grandes milagros.
El paralítico representa, de algún modo, a todo hombre al que los pecados impiden llegar hasta Dios. Por eso dice San Ambrosio (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.): «¡Qué grande es el Señor, que por los méritos de algunos perdona a los otros, y que mientras alaba a los primeros absuelve a los segundos! (...) Aprende, tú que juzgas, a perdonar; aprende, tú que estás enfermo, a implorar perdón. Y si la gravedad de tus pecados te hace dudar de poder recibir el perdón, recurre a unos intercesores, recurre a la Iglesia, que rezará por ti, y el Señor te concederá, por amor de Ella, lo que a ti podría negarte».
La tarea apostólica ha de estar movida por el afán de ayudar a los hombres a encontrar a Jesucristo. Para ello, entre otras cosas, se requieren la audacia, como vemos en los amigos del paralítico, y siempre, como nos enseña la Iglesia, la poderosa intercesión de los santos, a quienes acudimos, humildemente confiados en que a ellos les oirá mejor el Señor que a nosotros pecadores.

Lc 5, 24. El Señor va a realizar un milagro visible para manifestar el poder invisible de que está dotado. Cristo, Hijo único del Padre, tiene el poder de perdonar los pecados porque es Dios, y lo ejerce en favor nuestro como Mediador y Redentor (Lc 22, 20; Jn 20, 17-18.28; 1Tm 2, 5-6; Col 2, 13-14; Hb 9, 14; 1Jn 1, 9-2, 2; Is 53, 4-5). Jesucristo hizo uso de esta potestad personalmente mientras vivió en la tierra y, una vez que subió al Cielo, a través de los Apóstoles y sus sucesores.
El pecador es como el paralítico delante de Dios. El Señor le va a librar de su parálisis, perdonándole los pecados y haciéndole andar al darle de nuevo la gracia. En el Sacramento de la Penitencia Jesucristo «si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda (cfr Jn 11, 43; Lc 5, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida» (Es Cristo que pasa, 93).

Lc 5, 29. Leví, más conocido por el nombre de Mateo, responde con generosidad y prontitud a la llamada de Jesús. Para celebrar y agradecer su vocación da un gran banquete. Este pasaje del Evangelio refleja con claridad que la vocación es un gran bien del cual hay que alegrarse. Si nos fijamos sólo en la renuncia, en lo que hay que dejar, y no en el don de Dios, en el bien que va a hacer en nosotros y a través de nosotros, podría sobrevenir el abatimiento, como al joven rico que no quiso dejar sus riquezas y se marchó triste (Lc 18, 18). Muy distinta es la conducta de Mateo, y la de los Magos, que «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10), porque apreciaron más adorar a Dios recién nacido que todos los esfuerzos e incomodidades del viaje. Ver también notas a Mt 9, 9-13 y Mc 2, 13-17.

Lc 5, 32. Este modo de actuar del Señor significa que el único título que tenemos para ser salvados es reconocernos con sencillez pecadores ante Dios. «Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca.
Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma» (Es Cristo que pasa, 181).

Lc 5, 33-35. En el Antiguo Testamento estaban prescritos por Dios algunos días de ayuno; el más señalado era el «día de la expiación» (Nm 29, 7; Hch 27, 9). Por ayuno se suele entender la abstención, total o parcial, de comida o bebida, y así lo entendían también los judíos. Moisés y Elías habían ayunado (Ex 34, 28; 1R 19, 8), y el mismo Señor ayunaría en el desierto durante cuarenta días antes de comenzar su ministerio público. En el pasaje que comentamos, Jesucristo da también un sentido más profundo del ayuno: la privación de su presencia física, que los Apóstoles sufrirán después de su muerte. El Señor iba preparando a los Apóstoles durante su vida pública para la separación definitiva. Al comienzo los Apóstoles no eran todavía fuertes, y era más conveniente que fuesen consolados con la presencia corporal de Cristo que ejercitados con la austeridad del ayuno.
También los cristianos deben privarse a veces del alimento: «ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia» (Catecismo Mayor, 495). Pero además, en un sentido más hondo, como dice San León Magno: «El mérito de nuestros ayunos no consiste solamente en la abstinencia de los alimentos; de nada sirve quitar al cuerpo su nutrición si el alma no se aparta de la iniquidad y si la lengua no deja de hablar mal» (Sermo IV in Quadragesima).

Lc 6, 1. Comúnmente se entendía por «sábado segundo primero» el primer sábado después del segundo día de los Ázimos. En el Antiguo Testamento estaba prohibido comer pan con levadura durante los siete días que comenzaban con la cena pascual (cfr Ex 34, 18; Dt 16, 3 ss. 8); sólo se podía comer pan ázimo, esto es, pan sin levadura; por eso se llamaba fiesta de los Ázimos. El día de Pascua, que era también primer día de Ázimos, se celebraba en el primer plenilunio de primavera, variable respecto al día de la semana pero que, según el calendario judío, coincidía con la noche del 14 al 15 de Nisán, para ellos primer mes del año.

Lc 6, 1-5. Ante la acusación de los fariseos, Jesús explica el sentido correcto del descanso sabático, invocando un ejemplo del Antiguo Testamento. Además, al declararse «Señor del sábado» manifiesta abiertamente que Él es el mismo Dios que dio el precepto al pueblo de Israel. Para una explicación más amplia, véanse notas a Mt 12, 2 y 12, 3-8.

Lc 6, 10. Los Santos Padres nos enseñan a descubrir un hondo sentido espiritual aun en aquellas palabras del Señor que pueden parecer irrelevantes a primera vista. Así, San Ambrosio comenta la frase «extiende tu mano»: «Esta medicina es común y general (...). Extiéndela muchas veces, favoreciendo a tu prójimo; defiende de cualquier injuria a quien veas sufrir bajo el peso de la calumnia, extiende también tu mano al pobre que te pide; extiéndela también al Señor, pidiéndole el perdón de tus pecados: así es como debe extenderse la mano, y así es como se cura» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 6, 11. Ante la pregunta del Señor los fariseos no quieren responder, y ante el milagro que realiza después no saben qué decir. Deberían haberse convertido, pero su corazón se ofusca y se llena de envidia y de furor. Después, aquellos que no habían hablado ante el Señor empiezan a dialogar entre ellos, no para acercarse a Cristo sino para perderle. En este sentido comenta San Cirilo: «¡Oh fariseo!, ves al que hace cosas prodigiosas y cura a los enfermos en virtud de un poder superior y tú proyectas su muerte por envidia» (Commentarium in Lucam, in loc.).

Lc 6, 12-13. Con cierta solemnidad el Evangelista relata la trascendencia de este momento en que Jesús constituye a los Doce en Colegio Apostólico: «El Señor Jesús, después de haber orado mucho al Padre, llamando a Sí a los que Él quiso, eligió a doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cfr Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-42); a estos Apóstoles los instituyó a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cfr Jn 21, 17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes, para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de Él a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cfr Mt 28, 16-20 y par), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen bajo la guía del Señor todos los días hasta la consumación de los siglos (cfr Mt 28, 20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cfr Hch 2, 1-36) (...). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cfr Mc 16, 20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Jesucristo la piedra angular (cfr Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20). Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin del mundo (cfr Mt 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada» (Lumen gentium, 19-20).
Jesucristo antes de instituir el Colegio Apostólico, pasó toda la noche en oración. Es una oración que Cristo hace por su Iglesia como tantas otras veces (Lc 9, 18; Jn 17, 1 ss.). De este modo, prepara el Señor a sus Apóstoles, columnas de la Iglesia (cfr Ga 2, 9). Cerca de la Pasión, rogará al Padre por Simón Pedro como cabeza de la Iglesia, y así se lo manifestará de un modo solemne: «Pero yo he rogado por ti para que no perezca tu fe» (Lc 22, 32). La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, dispone que en la oración litúrgica se eleven preces en muchas ocasiones por los pastores de la Iglesia: Romano Pontífice, Obispos y sacerdotes; pidiendo la gracia de Dios para que puedan cumplir fielmente su ministerio.
Es continua la enseñanza de Cristo de que hemos de orar siempre (Lc 18, 1). En esta ocasión nos muestra con su ejemplo que en los momentos importantes de nuestra vida hemos de orar con especial intensidad. «'Pernoctans in oratione Dei' – pasó la noche en oración. – Esto nos dice San Lucas, del Señor.
»Tú, ¿cuántas veces has perseverado así? – Entonces...» (Camino, 104).
Sobre la conveniencia y cualidades de la oración del cristiano, véanse notas a Mt 6, 5-6; Mt 7, 7-11; Mt 14, 22-23 y Mc 1, 35.

Lc 6, 12. ¿Cómo es que Jesucristo, siendo Dios, hace oración?: En Cristo hay dos voluntades: una divina y otra humana (Catecismo Mayor, 91), y aunque por su voluntad divina era omnipotente, no así por su voluntad humana; lo que hacemos en la oración de petición es manifestar nuestra voluntad ante Dios, y por eso Cristo, semejante en todo a nosotros menos en el pecado (Hb 4, 15), debió también orar en cuanto hombre (cfr S.Th. III, q. 21, a. 1). Al contemplar a Jesús en oración, San Ambrosio comenta: «El Señor ora no para pedir por Él, sino para interceder en favor mío; pues aunque el Padre ha puesto todas las cosas a disposición del Hijo, sin embargo el Hijo, para realizar plenamente su condición de hombre, juzga oportuno implorar al Padre por nosotros, pues Él es nuestro Abogado (...). Maestro de obediencia, nos instruye con su ejemplo en los preceptos de la virtud: 'tenemos un Abogado ante el Padre' (1Jn 2, 1)» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 6, 14-16. Jesucristo eligió para Apóstoles suyos a unos hombres corrientes, casi todos pobres e ignorantes; parece que sólo Mateo y los hermanos Juan y Santiago gozaban de cierta posición social y económica. Pero todos dejaron lo mucho o poco que tenían y también todos, menos Judas, tuvieron fe en el Señor y, venciendo sus propias debilidades, supieron finalmente ser fíeles a la gracia y ser santos, columnas de la Iglesia. No nos inquiete si, como los Apóstoles, nos vemos faltos de cualidades humanas, porque lo importante es ser fíeles, corresponder personalmente a la gracia de Dios.

Lc 6, 19. Dios se ha encarnado para salvarnos. A través de la naturaleza humana que asumió actúa la Persona divina del Verbo. Las curaciones y las expulsiones de demonios que Cristo realizó mientras vivía en la tierra son también una prueba de que la Redención operada por Cristo es una realidad, no una mera esperanza. Las multitudes de Judea y de las otras regiones de Israel, que se acercan hasta tocar al Maestro, son, de alguna manera, un anticipo de la devoción de los cristianos a la Santísima Humanidad de Cristo.

Lc 6, 20-49. Estos treinta versículos de San Lucas tienen una cierta correspondencia con el discurso de la montaña, que San Mateo expone por extenso en los capítulos cinco a siete de su Evangelio. Es muy verosímil que Nuestro Señor, a lo largo de su ministerio público por las diversas regiones y ciudades de Israel, predicara las mismas cosas, dichas de modo diferente, en distintas ocasiones. Cada Evangelista ha recogido lo que, por inspiración del Espíritu Santo, pensaba más conveniente para la instrucción de sus lectores inmediatos: cristianos procedentes del judaísmo, en Mateo; convertidos de la gentilidad, en Lucas. Nada impide que uno y otro Evangelista hayan presentado, según las necesidades de esos lectores, unas u otras cosas de la predicación de Jesús, insistiendo en unos aspectos y abreviando u omitiendo otros.
En el presente discurso, según el texto de Lucas, pueden distinguirse tres partes: las Bienaventuranzas e imprecaciones (Lc 6, 20-26); el amor a los enemigos (Lc 6, 27-38); y las enseñanzas sobre la rectitud de corazón (Lc 6, 39-49).
Es posible que a no pocos cristianos les cueste comprender la necesidad de vivir hasta el fondo la moral evangélica, especialmente la enseñanza de Cristo en el Sermón de la «montaña». Las palabras de Jesús son exigentes, pero están dirigidas a todos, no sólo a los Apóstoles o a los discípulos que seguían al Señor de cerca: se dice expresamente que «cuando terminó Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina» (Mt 7, 28). Es evidente que el Maestro llama a todos a la santidad, sin distinción de estado, de raza ni de condición. Esta doctrina del llamamiento universal a la santidad ha sido punto central en la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer desde 1928. El Concilio Vaticano II, en 1964, ha expresado con todo el peso de su autoridad esta doctrina de que todos estamos llamados a la santidad cristiana; por no citar más que un solo texto, he aquí las siguientes palabras de la Const. Dogm. Lumen gentium, 11: «Fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salud, todos los fieles cristianos, cualquiera que sea su condición y estado, están llamados por el Señor, cada uno según su camino, a la perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto».
Lo que exige Cristo en el sermón del monte no es un ideal inalcanzable que sería útil porque nos haría humildes al ver nuestra incapacidad. No. La verdadera doctrina cristiana a este respecto es clara: lo que Cristo manda es para que se cumpla y obedezca. Para esto, junto con el mandato, otorga la gracia para cumplirlo. Así, todo cristiano puede vivir la moral predicada por Cristo y alcanzar la plenitud de su vocación, esto es, la santidad, no con sus solas fuerzas, sino con la gracia que Cristo nos ha ganado y con el auxilio constante de los medios de santificación que entregó a su Iglesia. «Si alguien aduce la excusa de que la debilidad humana le impide amar a Dios, debe enseñársele que Dios, que pide nuestro amor, ha derramado en nuestros corazones la virtud de la caridad por medio del Espíritu Santo; y nuestro Padre Celestial da este buen Espíritu a los que se lo piden, como suplicaba San Agustín: 'Concédeme lo que mandas y manda lo que quieras'. Y puesto que el auxilio divino está a nuestra disposición, especialmente después de la muerte de Cristo nuestro Señor, por la que el príncipe de este mundo ha sido echado fuera, nadie debe atemorizarse ante la dificultad de lo mandado, porque nada hay difícil para el que ama» (Catecismo Romano, 3, 1, 7).

Lc 6, 20-26. Las ocho bienaventuranzas que presenta San Mateo (Mt 5, 3-12) las refiere San Lucas resumidas en cuatro, pero acompañadas de cuatro antítesis. Podemos decir, con San Ambrosio, que las ocho de Mateo están comprendidas en las cuatro de Lucas (cfr Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). Las expresiones del texto de Lucas tienen, a veces, una forma más directa e incisiva que las del primer Evangelio, que son más explicativas; por ejemplo, la primera bienaventuranza dice escuetamente «Bienaventurados los pobres», mientras que en Mateo se lee «Bienaventurados los pobres de espíritu», que constituye una breve explicación del sentido de la virtud de la pobreza.

Lc 6, 20. «Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de Cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.
»(...) El mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar» (Conversaciones, 110 y 111).

Lc 6, 24-26. Con estas cuatro exclamaciones condena el Señor: la avaricia y apego a los bienes del mundo; el excesivo cuidado del cuerpo, la gula; la alegría necia y la búsqueda de la propia complacencia en todo; la adulación, el aplauso y el afán desordenado de gloria humana. Cuatro tipos de vicios que son muy comunes en el mundo, y ante los cuales el cristiano debe estar vigilante para no dejarse arrastrar por ellos.

Lc 6, 24. De modo semejante a como en el v. 20 se habla de los pobres refiriéndose a aquellas personas que aman la pobreza para agradar más a Dios; así, en este versículo, por ricos hay que entender aquellos que se afanan en acumular bienes sin atender a la licitud o ilicitud de los medios empleados, y que además ponen en estas riquezas su felicidad, como si fuesen su último fin. En cambio, aquellos ricos que por herencia o a través de un trabajo honrado abundan en bienes son realmente pobres si no se apegan a esos bienes, y como consecuencia de ese desprendimiento saben emplearlos en beneficio de los demás, según Dios les pide. En la Sagrada Escritura aparecen algunos personajes como Abrahán, Isaac, Moisés, David y Job a quienes, aun poseyendo muchas riquezas, se les puede aplicar la bienaventuranza de los pobres.
Ya en tiempos de San Agustín había quienes entendían mal la pobreza y la riqueza, haciéndose este razonamiento: el Reino de los Cielos será de los pobres, de los Lázaros, de los hambrientos; los ricos son todos malos, como Epulón. Ante estas opiniones erróneas explica San Agustín el sentido profundo de la riqueza y de la pobreza según el espíritu evangélico: «Óyeme, señor pobre, sobre lo que dices. Cuando te llamas a ti mismo Lázaro, aquel santo varón llagado, me temo que por soberbia no seas aquel que dices. No desprecies a los ricos misericordiosos, a los ricos humildes; o para decirlo brevemente no desprecies a los que denominé ricos pobres. ¡Oh pobre!, sé tú pobre también; pobre, o sea humilde (...) Óyeme, pues. Sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde; si te glorías de tu harapienta y ulcerosa pobreza, si te glorías de asemejarte al mendigo tirado junto a la casa del rico, no reparas sino en que fue pobre y no te fijas en más. ¿En qué voy a fijarme?, dices. Lee las Escrituras y entenderás lo que te digo. Lázaro fue pobre, pero aquél a cuyo seno fue llevado era rico. 'Sucedió –está escrito– que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán'. ¿Adonde? Al seno de Abrahán, o digamos, al misterioso lugar donde reposaba Abrahán. Lee (...) y pondera cómo Abrahán fue opulentísimo sobre la tierra, donde tuvo en abundancia plata, familia, ganados, hacienda; y sin embargo, este rico fue pobre, pues fue humilde. 'Creyó Abrahán a Dios, y su fe se le reputó a justicia' (...). Era fiel, practicaba el bien, recibió el mandato de inmolar a su hijo y no retrasó el ofrecer lo que había recibido a Aquel de quien lo había recibido. Quedó probado a los ojos de Dios y puesto como ejemplo de fe» (Sermo 14).
En resumen, la pobreza no consiste en algo puramente exterior, en tener o no tener bienes materiales, sino en algo más profundo que afecta al corazón, al espíritu del hombre; consiste en ser humilde ante Dios, en ser piadoso, en tener una fe rendida; si se poseen estas virtudes y además abundancia de bienes materiales la actitud del cristiano será de desprendimiento, de caridad hacia los demás hombres, y así se agradará a Dios; en cambio, el que no posee bienes materiales abundantes no por ello está justificado ante Dios si no se esfuerza por adquirir esas virtudes que constituyen la verdadera pobreza.

Lc 6, 27. «En el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con Dios Padre, que reconcibió consigo al género humano, que estaba en enemistad con Él y le era contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su Hijo (cfr Rm 5, 8-10)» (Catecismo Romano, 4, 14, 19). Siguiendo el ejemplo de Dios nuestro Padre hemos de desear para todos los hombres –también para los que se declaran enemigos nuestros– en primer lugar la vida eterna; después, el cristiano tiene obligación de respetar y comprender a todos sin excepción por la intrínseca dignidad de la criatura humana, hecha a imagen y semejanza del Creador, y por ser hijo de Dios.

Lc 6, 28. Jesucristo nos enseñó con su ejemplo que este precepto no es una simple recomendación piadosa: estando ya clavado en la Cruz Jesús rogó a su Padre por los que le habían entregado: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). A imitación del Maestro, San Esteban, el primer mártir de la Iglesia, en el momento de ser lapidado pedía al Señor que no tuviera en cuenta el pecado de sus enemigos (cfr Hch 7, 60). La Iglesia, en la Liturgia del Viernes Santo, eleva a Dios oraciones y sufragios por los que están fuera de la Iglesia para que les dé la gracia de la fe; para que los que no conocen a Dios salgan de su ignorancia; para que los judíos reciban la luz de la verdad; para que los no católicos, estrechados por el lazo de la verdadera caridad, se unan de nuevo a la comunión de la Iglesia nuestra Madre.

Lc 6, 29. El Señor continúa mostrándonos cómo hemos de comportarnos para imitar la misericordia de Dios. En primer lugar nos pone un ejemplo para que ejercitemos una de las obras de misericordia que la tradición cristiana llama espirituales: perdonar las injurias y sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Esto es lo que quiere decir en primer término la recomendación de poner la otra mejilla a quien te hiera en una.
Para captar bien esta recomendación, comenta Santo Tomás, «hay que entender la Sagrada Escritura a la luz del ejemplo de Cristo y de otros santos. Cristo no presentó la otra mejilla al ser abofeteado en casa de Anás (Jn 18, 37) ni tampoco San Pablo cuando, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, fue azotado en Filipos (Hch 16, 22 ss.). Por eso, no hay que entender que Cristo haya mandado a la letra ofrecer la otra mejilla al que te hiere en una; sino que esto debe entenderse en cuanto a la disposición interior; es decir, que si es necesario debemos estar dispuestos a que no se turbe nuestro ánimo contra el que nos hiere, y a estar preparados para soportar algo semejante e incluso más. Así hizo el Señor cuando entregó su cuerpo a la muerte» (Comentario sobre S. Juan, 18, 37).

Lc 6, 36. El modelo de misericordia que Cristo nos propone es Dios mismo. De Él dice San Pablo: «Bendito sea Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones» (2Co 1, 3-4). El comportamiento del cristiano ha de seguir esta norma: compadecerse de las miserias ajenas como si fuesen propias y procurar remediarlas. Por eso San Pablo añade en el texto anterior: «Para que podamos también nosotros consolar a los que se hallan en cualquier trabajo con la misma consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2Co 1, 4). En este mismo sentido nuestra Santa Madre la Iglesia nos ha concretado una serie de obras de misericordia tanto corporales (visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento...), como espirituales (enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, perdonar las injurias...) (cfr Catecismo Mayor, 944-945).
También frente a quien está en el error hemos de tener comprensión: «Esta caridad y benignidad en modo alguno deben hacernos indiferentes ante la verdad y el bien. Más aun, la misma caridad exige a los discípulos de Cristo el anuncio de la verdad saludable a todos los hombres.
Pero es necesario distinguir entre el error que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, que conserva la dignidad de la persona, incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador de los corazones; por eso nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás» (Gaudium et spes, 28).

Lc 6, 38. Leemos en la Sagrada Escritura la generosidad de la viuda de Sarepta, a la que Dios le pidió que alimentase al profeta Elías con lo poco que le quedaba; después premió su generosidad multiplicándole la harina y el aceite que tenía (1R 17, 9 ss.). De manera semejante aquel niño que suministró los cinco panes y los dos peces para que el Señor los multiplicara y alimentara una gran muchedumbre (cfr Jn 6, 9) es un ejemplo vivo de lo que el Señor hace cuando entregamos lo que tenemos, aunque sea poco.
Dios no se deja ganar en generosidad: «¡Anda!, con generosidad y como un niño, dile: '¿qué me irás a dar cuando me exiges eso'?» (Camino, 153). Por mucho que demos a Dios en esta vida más nos dará el Señor como premio en la vida eterna.

Lc 6, 43-44. Para distinguir entre el buen árbol y el malo hemos de fijarnos en los frutos, en las obras, y no en las hojas, no en las palabras. «Porque no faltan en la tierra muchos en los que, cuando se acercan las criaturas, descubren sólo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Sólo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios.
No es posible olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, a pesar de nuestras miserias» (J. Escrivá de Balaguer, hom. El Tesoro del tiempo).

Lc 6, 45. Jesucristo pone una doble comparación: la del árbol que, si es bueno, da frutos buenos, y la del hombre que habla de las cosas que tiene en el corazón. «El tesoro del corazón es lo mismo que la raíz del árbol, –afirma San Beda– (In Lucae Evangelium expositio, 2, 6). La persona que tiene un tesoro de paciencia y de perfecta caridad en su corazón produce excelentes frutos: ama a su prójimo y reúne las otras cualidades que enseña Jesús; ama a los enemigos, hace el bien a quien le odia, bendice a quien le maldice, reza por el que le calumnia, no se rebela contra quien le golpea o le despoja, da siempre cuando le piden, no reclama lo que le quitaron, desea no juzgar y no condenar, corrige con paciencia y con cariño a los que yerran. Pero la persona que tiene en su corazón un tesoro de maldad hace exactamente lo contrario: odia a sus amigos, habla mal de quien le quiere, y todas las demás cosas condenadas por el Señor».

Lc 7, 1-10. «Ellos le rogaban encarecidamente» (vers. 4). Es un ejemplo de la eficacia de la oración de petición, que obtiene de la omnipotencia de Dios un milagro. A este propósito aclara San Bernardo lo que se ha de pedir a Dios: «En tres cosas juzgo que consisten las peticiones del corazón (...). Las dos primeras son de este tiempo, es decir, los bienes del cuerpo y los del alma; la tercera es la bienaventuranza de la vida eterna. No te admires de que haya dicho que los bienes del cuerpo se hayan de pedir a Dios, porque de Él son todos los bienes: los corporales y los espirituales (...). Sin embargo, debemos orar con más frecuencia y con más fervor por las necesidades del alma, esto es, por obtener la gracia de Dios y las virtudes» (Sermón quinto de Cuaresma, 8-9). Para alcanzar sus beneficios Dios mismo espera que pidamos con atención, perseverancia, confianza y humildad.
Destaca la humildad en la petición del milagro que nos narra el texto. El Centurión no pertenecía al pueblo elegido, era un pagano; pero a través de sus amigos pide con profunda humildad. La humildad es camino para la fe, lo mismo para recibirla que para avivarla. Hablando de la experiencia de su conversión, San Agustín dice que él, que no era humilde, no era capaz de comprender cómo Jesús tan humilde podía ser Dios ni qué es lo que podía Dios enseñar a nadie abajándose hasta asumir la condición humana. Para eso el Verbo, Verdad eterna, se hizo hombre: para abatir nuestra soberbia, fomentar nuestro amor, someter todas las cosas y así poder elevarnos (cfr. Confesiones, 7, 18, 24).

Lc 7, 11-17. «Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.
»El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.
»Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores (Lc 7, 13). Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre» (Es Cristo que pasa, 166).

Lc 7, 15. El gozo de la madre al recuperar vivo a su hijo recuerda la alegría de la Santa Madre Iglesia por sus hijos pecadores vueltos a la vida de la gracia. «La madre viuda –comenta San Agustín– se goza con su hijo resucitado. La Madre Iglesia se alegra a diario con los hombres que resucitan en su alma. Aquél, muerto en cuanto al cuerpo; éstos, en cuanto a su espíritu. Aquella muerte visible se llora visiblemente; la muerte invisible de éstos ni se llora ni se ve. Busca a estos muertos el que los conoce, el que puede volverlos a la vida» (Sermo 98, 2).

Lc 7, 18-23. «San Juan Bautista no preguntaba por la venida de Cristo en la carne como si desconociese el misterio de la Encarnación, pues él mismo lo había confesado expresamente diciendo: Yo vi y doy testimonio de que Este es el Hijo de Dios (Jn 1, 34). Por eso no pregunta: ¿Tú eres el que has venido?, sino: ¿Eres Tú el que ha de venir? Inquiriendo sobre algo futuro, no sobre algo pasado. Tampoco debemos pensar que el Bautista ignorase que Jesús vendría para sufrir, pues él mismo había dicho: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), anunciando así su futura inmolación, que ya había sido vaticinada por otros profetas, según consta sobre todo en Isaías (Is 53) (...). Puede decirse con San Juan Crisóstomo que no era por ignorancia propia, sino para que Cristo diera cumplida respuesta a sus discípulos. Por eso Cristo responde para instruirlos acudiendo al argumento de los hechos milagrosos (v. 22) (S.Th. II-II, q. 2, a. 7 ad 2).
Misión de San Juan Bautista

Lc 7, 23. Estas palabras se refieren al mismo hecho que profetizó el anciano Simeón al hablar de Cristo como signo de contradicción (cfr Lc 2, 34). Los que rechacen al Señor, los que se escandalizan de Él, no alcanzarán la bienaventuranza.

Lc 7, 28. San Juan Bautista es el mayor de los profetas del Antiguo Testamento por ser el más próximo a Cristo y haber recibido la misión singular de mostrar al Mesías ya presente. Pero sigue perteneciendo al tiempo de la promesa (Antiguo Testamento), cuando todavía no se ha realizado la obra de la Redención. Una vez cumplida ésta por Cristo (Nuevo Testamento), el don divino de la gracia hace que los que la reciben con fidelidad estén en situación incomparablemente superior a los justos de la Antigua Alianza, que no recibieron esa gracia, sino sólo la promesa. Una vez consumada la obra de la Redención la gracia divina alcanza igualmente a los justos del Antiguo Testamento, que estaban en espera de que Jesucristo abriera los Cielos también para ellos.

Lc 7, 31-34. Véase nota a Mt 11, 16-19.

Lc 7, 35. La sabiduría que aquí se menciona es la Sabiduría divina, que es por excelencia el mismo Cristo (cfr Sb 7, 26; Pr 8, 22). «Hijos de la Sabiduría» es un hebraísmo que significa sencillamente «sabios»; a su vez es verdaderamente sabio el que llega a conocer a Dios, le ama y se salva: en una palabra, el santo.
La sabiduría divina se manifiesta en la creación y gobierno del universo y, sobre todo, en la Salvación del género humano. Que los sabios justifiquen la sabiduría parece significar que los sabios, los santos, dan testimonio de Cristo con su vida santa: «Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 16).

Lc 7, 36-50. La mujer pecadora, movida sin duda por la gracia, acudió atraída por la predicación de Cristo y lo que se decía de Él. Los invitados se ponían a la mesa apoyados sobre el brazo izquierdo, en pequeños divanes, de forma que los pies quedaban retirados hacia afuera. Eran deberes de cortesía para con el huésped darle el beso de bienvenida, ofrecerle agua para lavarse los pies, y perfumes con que ungirse.

Lc 7, 41-45. Tres cosas nos enseña Cristo en la breve parábola de los dos deudores: su divinidad y el poder de perdonar los pecados; el mérito del amor de la pecadora; y la desatención que encierran los descuidos de Simón, que ha omitido en el trato con Jesús los detalles de urbanidad que se solían tener con los invitados. El Señor no buscaba esos detalles por el valor que en sí poseían, sino por el cariño que ellos expresaban y por eso se duele de la falta de atención de Simón.
«(...) Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y de delicadeza humanas, que el fariseo no ha sido capaz de manifestarle. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Atanasiano), Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de Él que no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza (Gn 1, 26)» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Virtudes humanas).
Además, el fariseo pensó mal al juzgar negativamente a la pecadora y a Jesús: Simón duda del conocimiento que Cristo tiene y murmura interiormente. El Señor, que conocía los secretos de los corazones de los hombres (manifestando así su divinidad), interviene para señalarle su descamino. La verdadera justicia, nos dice San Gregorio Magno (cfr In Evangelio homiliae, 33), tiene compasión; la falsa en cambio se indigna. Muchos son como este fariseo: olvidando su condición, pasada o presente, de pobres pecadores, cuando ven los pecados de los demás, enseguida, sin piedad, se dejan llevar por la indignación, o se apresuran a juzgar, o se ríen irónicamente de ellos. No piensan en las frases de San Pablo: «el que cree estar en pie, mire no caiga» (1Co 10, 12). «Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, como hombres espirituales, corregidle con suavidad (...) ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Ga 6, 1-2).
Hemos de esforzarnos para que la caridad presida todos nuestros juicios. Si no, fácilmente seremos injustos con los demás: «No queramos juzgar. – Cada uno ve las cosas desde su punto de vista... Y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuros o nebulosos, con tinieblas de apasionamiento, sus ojos, muchas veces (...).
»¡Qué poco valen los juicios de los hombres! – No juzguéis sin tamizar vuestro juicio en la oración» (Camino, 451).
La caridad y la humildad nos harán ver en los pecados de los demás nuestra propia condición débil y desvalida, y nos ayudarán a unirnos de corazón al dolor de todo pecador que se arrepiente, porque también nosotros caeríamos en iguales o más graves pecados si la divina piedad no estuviera misericordiosamente junto a nosotros.
«El Señor, concluye San Ambrosio, amó no el ungüento, sino el cariño; agradeció la fe, alabó la humildad. Y tú también, si deseas la gracia, aumenta tu amor; derrama sobre el cuerpo de Jesús tu fe en la Resurrección, el perfume de la Iglesia santa y el ungüento de la caridad con los demás» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 7, 47. El hombre no puede merecer el perdón de los pecados porque, siendo Dios el ofendido, su gravedad se hace infinita. Es necesario el Sacramento de la Penitencia con el que Dios nos perdona por los méritos infinitos de Jesucristo; sólo hay una condición indispensable para alcanzar el perdón de Dios: nuestro amor, nuestro arrepentimiento. Se nos perdona en la medida que amamos; y cuando nuestro corazón está lleno de amor ya no hay en él sitio para el pecado, porque entonces hemos hecho sitio a Jesús, que nos dice como a esta mujer: Perdonados quedan tus pecados. El arrepentimiento es muestra de que amamos a Dios. Pero Dios es el que nos ha amado primero (cfr 1Jn 4, 10). Cuando Dios nos perdona manifiesta su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios, pues, es siempre de correspondencia, después del suyo. El perdón divino hace crecer nuestro agradecimiento y amor hacia Él. «Ama poco –comenta San Agustín– aquel que es perdonado en poco. Tú, que dices no haber cometido muchos pecados, ¿por qué no los hiciste? (...) Es por haberte llevado Dios de la mano (...). Ningún pecado, en efecto, comete un hombre que no pueda hacerlo también otra persona si Dios, que hizo al hombre, no le tiene de su mano» (Sermo 99, 6). En consecuencia debemos amar, enamorarnos cada día más del Señor, no sólo porque nos perdona nuestros pecados, sino también porque nos preserva, con la ayuda de su gracia, de cometerlos.

Lc 8, 1-3. En varias ocasiones nos habla el Evangelio de mujeres que acompañaban al Señor. San Lucas recoge aquí el nombre de tres: María, llamada Magdalena, a quien Cristo resucitado se aparece junto al sepulcro (Jn 20, 11-18; Mc 16, 9); Juana, de posición acomodada, que se encuentra también entre las que acuden al sepulcro en la mañana de la Resurrección (Lc 24, 10) y Susana de la que no tenemos ninguna otra noticia en el Evangelio. La misión de estas mujeres consistía en ayudar con sus bienes y con su trabajo a Jesús y a sus discípulos. De este modo correspondían con agradecimiento a los beneficios que habían recibido de Cristo, cooperaban en la tarea apostólica.
En la Iglesia la mujer y el hombre gozan de igual dignidad. Dentro de esta dignidad común hay en la mujer, sin duda, características peculiares que se han de reflejar necesariamente en su papel dentro de la Iglesia: «Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. (...) La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida» (Conversaciones, 14 y 87).
El Evangelio destaca la generosidad de las santas mujeres. Es hermoso pensar que el Señor quiso apoyarse en esta caridad, y que ellas supieron corresponderle con un desprendimiento tan delicado y generoso, que provoca siempre en la mujer cristiana «una santa envidia, llena de eficacia» (cfr Camino, 981).

Lc 8, 4-8. El Señor dará la explicación de la parábola (vv. Lc 8, 11-15). La semilla es el mismo Jesucristo y su predicación; y las diferentes tierras reflejan las diversas actitudes de los hombres ante Jesús y su doctrina: el Señor siembra en las almas la vida divina a través de la predicación de la Iglesia y de tantas gracias actuales que concede.

Lc 8, 10-12. La finalidad que Jesús persigue con las parábolas es enseñar a los hombres los misterios de la vida sobrenatural para encaminarlos a la Salvación. Prevé, sin embargo, que por las malas disposiciones de algunos oyentes las parábolas serán ocasión de endurecimiento y rechazo de la gracia. Una explicación más amplia de la finalidad de las parábolas puede verse en notas a Mt 13, 10-13 y Mc 4, 11-12.

Lc 8, 12. Hay hombres que, metidos en una vida de pecado, son como el camino donde cae la semilla «que sufre un doble daño, es pisada por los caminantes y arrebatada por las aves. El camino es por tanto el corazón que está pisoteado por el frecuente paso de los malos pensamientos, y seco de tal modo que no puede recibir la semilla ni ésta germinar» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.). Las almas endurecidas por los pecados pueden llegar a ser tierra buena y dar fruto por el arrepentimiento sincero y la penitencia. Es de notar el empeño del demonio por conseguir que el alma siga endurecida y no se convierta.

Lc 8, 13. «A muchos les agrada lo que escuchan, y se proponen obrar bien; pero en cuanto empiezan a ser molestados por las adversidades abandonan las buenas obras que habían comenzado. La tierra pedregosa no tuvo suficiente sustancia, por lo cual, lo germinado no llegó a dar fruto. Hay muchos que cuando oyen hablar contra la avaricia la detestan, y ensalzan el menosprecio de las cosas de este mundo; pero tan pronto como ve el alma otra cosa que desear se olvida de lo que ensalzaba. Hay también muchos que cuando oyen hablar contra la impureza no sólo no desean mancharse con las suciedades de la carne, sino que hasta se avergüenzan de las manchas con que se han mancillado; pero en cuanto se presenta a su vista la belleza corporal, es arrastrado el corazón por los deseos de tal manera que es como si nada hubieran hecho ni determinado contra esos deseos, y obran lo que es digno de condena y ellos mismos habían condenado al recordar que lo habían cometido. Muchas veces nos compungimos por nuestras culpas y, sin embargo, volveremos a cometerlas después de haberlas llorado» (In Evangelia homiliae, 15).

Lc 8, 14. Se trata de aquellos que después de recibir la semilla divina, la vocación cristiana, y habiendo caminado con paso firme durante algún tiempo, comienzan a ceder en la lucha. Estas almas están expuestas a perder el gusto por las cosas de Dios y, paralelamente, a iniciar el fácil y desviado camino de las compensaciones que les sugieren su ambición desordenada de poder, su afán por las riquezas y la vida cómoda sin sufrimiento.
En esta situación comienza a aparecer la tibieza, y el hombre quiere servir al mismo tiempo a dos señores: «No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque Él está siempre dispuesto a darnos su gracia (...)». (Es Cristo que pasa, 59).

Lc 8, 15. Tres son las características que señala Jesucristo en la tierra buena: oír con las buenas disposiciones de un corazón generoso los requerimientos divinos; esforzarse para que esas exigencias no se atenúen con el paso del tiempo; y, por fin, comenzar y recomenzar sin desanimarse si el fruto tarda. «No puedes 'subir'.–No es extraño: ¡aquella caída!...
»Persevera y 'subirás'.–Recuerda lo que dice un autor espiritual: tu pobre alma es pájaro, que todavía lleva pegadas con barro sus alas.
»Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo de tus alas.
»Y te verás libre. – Si perseveras, 'subirás'» (Camino, 991).

Lc 8, 19-21. Estas palabras del Señor nos enseñan que el cumplimiento de la Voluntad de Dios está por encima de los lazos de la sangre y que, por tanto, Nuestra Señora está más unida a su Hijo por su perfecto cumplimiento de lo que Dios le pidió que por haber formado de ella el Espíritu Santo el cuerpo de Cristo (cfr notas a Mt 12, 48 y a Mc 3, 31-35).

Lc 8, 22-25. Sobre este pasaje cfr nota a Mt 8, 23-27.

Lc 8, 23. Jesús se durmió, estaba cansado. En otros pasajes nos muestra el Evangelio situaciones similares: se sienta fatigado en el brocal de un pozo (Jn 4, 6), está sediento y pide agua a la Samaritana (Jn 4, 7). Son textos que revelan la humanidad de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. «Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento» (Es Cristo que pasa, 61).

Lc 8, 26-39. Acerca de la situación geográfica de este territorio de Gerasa véase nota a Mt 8, 28 y a Mc 5, 20. Sobre esta curación y la diversa postura de los habitantes de la ciudad y del endemoniado véanse notas a Mt 8, 28-34 y a Mc 5, 1-20; Mc 5, 1-3; Mc 5, 15-20.

Lc 8, 40-56. Jesucristo pide fe a los que se acercan a Él; no exige, sin embargo, que las muestras exteriores de respeto y veneración sean idénticas. «Nunca faltan enfermos que imploran, como Bartimeo, con una fe grande, que no tienen reparos en confesar a gritos. Pero mirad cómo, en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales. Grande es también la fe de esta mujer, y ella no grita: se acerca sin que nadie la note. Le basta tocar un poco de la ropa de Jesús, porque está segura de que será curada. Cuando apenas lo ha hecho, Nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado (Mt 9, 22)». (J. Escrivá de Balaguer, hom Vida de Fe).
Para una explicación más detallada de estos dos milagros, véanse notas a Mt 9, 18-26 y Mc 5, 21-43.

Lc 8, 43-49. Esta figura de la hemorroísa (cfr nota a Mc 5, 25) representa según muchos Padres (S. Ambrosio, S. Agustín, S. Beda) la Iglesia de los gentiles, que, a diferencia de los judíos, se acercó al Señor con fe y fue sanada; representa también a toda alma que se arrepiente de sus pecados y se encuentra en una situación en la cual se mezclan el dolor por su vida pasada, la vergüenza, la reverencia hacia Dios y la firme esperanza en su ayuda.
«Esta mujer santa, delicada, religiosa, más dispuesta a creer, más prudente por el pudor –porque hay pudor y fe cuando se reconoce la propia enfermedad y no se desespera del perdón–, toca con discreción el borde del vestido del Señor, se acerca con fe, cree con devoción, y sabe, con sabiduría, que ha sido curada. (...). A Cristo se le toca con la fe, a Cristo se le ve con la fe... Por tanto, si nosotros queremos ser también curados, toquemos con nuestra fe el borde del vestido de Cristo» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 8, 50. Observa San Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 31) que la curación de la hemorroísa tiene, entre otros, el fin de fortalecer la fe de Jairo, porque iba a recibir la noticia de la muerte de su hija. Así la unión de los dos milagros revela el plan amoroso de Dios que quiere producir una fe más profunda en los presentes.
«El Señor exige la fe a aquellos que le invocan, comenta San Atanasio, no porque propiamente la necesiten (porque Él es el Señor y el dador de la fe), sino para que no se piense que dispensa sus gracias de modo arbitrario; así demuestra que favorece a los que le creen, para que no reciban sus beneficios sin fe, y si los pierden sea por su infidelidad. Cristo, cuando hace bien, quiere que dure la gracia, y cuando cura, que el remedio permanezca siempre» (Fragmenta in Lucam, in loc.).

Lc 8, 53. «Y se burlaban de Él»: Cuando no tiene fe en la omnipotencia divina, el hombre se encierra en sus límites humanos tratando de medir todas las cosas por lo que él puede entender. En esta situación es fácil que surja la incomprensión ante las realidades sobrenaturales, y que, en lugar de reaccionar humildemente, intente reírse de ellas. A este hombre se dirigen las palabras de San Pablo: «El hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios; pues para él todas son una necedad, y no puede entenderlas; puesto que se han de discernir con una luz espiritual» (1Co 2, 14).
«Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe» (Camino, 575).

Lc 9, 1-4. Se trata de la primera misión de los Apóstoles.
Al enviarlos quiere que se preparen de manera práctica para su futura misión después que Él suba a los Cielos. Les encarga que hagan lo mismo que Él ha hecho: predicar el Reino de Dios y curar enfermos. Esta escena está más ampliamente comentada en notas a Mt 10, 7-8; Mt 10, 9-10 y Mc 6, 8-9.

Lc 9, 7-9. Todos los judíos, si exceptuamos a los saduceos, creían en la resurrección de los muertos, enseñada por Dios en las Sagradas Escrituras (cfr Ez 37, 10; Dn 12, 2 y 2M 7, 9). Por otra parte, era opinión común entre los judíos contemporáneos de Cristo que Elías o algún profeta había de venir de nuevo (cfr Dt 19, 15). Esta podría ser la razón por la que Herodes llegó a pensar en la posibilidad de que Juan hubiese resucitado (cfr Mt 14, 1-2 y Mc 6, 14-16): a esta opinión era inducido al oír que Jesús hacía milagros, pues suponía que los resucitados eran los que tenían poderes para hacerlos. Sin embargo, por otra parte le constaba que Cristo hacía milagros ya antes de morir Juan (cfr Jn 2, 23) y por eso, en un primer momento, no sabía a qué atenerse. Después, creciendo la fama de los milagros de Cristo, y para encontrar alguna explicación que le convenciese, decide dar por bueno que Juan ha resucitado, tal como nos lo cuentan los otros Evangelios.

Lc 9, 10-17. Jesús responde a sus discípulos sabiendo bien lo que iba a hacer (cfr Jn 6, 5-6). De este modo enseña poco a poco a los Apóstoles a confiar en la omnipotencia divina.
Sobre este milagro véanse las notas a Mt 14, 14-21; Mt 15, 32; Mt 15, 33-38 y Mc 6, 34; Mc 6, 41; Mc 6, 42 y Mc 8, 1-9.

Lc 9, 20. «Cristo» significa ungido y es nombre de honor y de oficio. En la Antigua Ley se ungía a los sacerdotes (Ex 29, 7 y Ex 40, 13) y a los reyes (1S 9, 16), a quienes había mandado Dios que se ungiese por la dignidad de su cargo; también hubo costumbre de ungir a los profetas (1S 16, 13) en cuanto que eran intérpretes e intermediarios de Dios. «Pero al venir al mundo Jesucristo, nuestro Salvador, recibió el estado y las obligaciones de los tres oficios de sacerdote, rey y profeta, y por esta causa fue llamado Cristo» (Catecismo Romano, 1, 3, 7).

Lc 9, 22. El Señor ha profetizado su Pasión y Muerte para facilitar la fe de los discípulos. A la vez manifiesta la voluntariedad con que acepta los sufrimientos. «Cristo no ha querido glorificarse, sino que ha deseado venir sin gloria para padecer el sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto es imitarle tanto en la ignominia como en la buena fama, para que te gloríes en la Cruz, como Él mismo se ha glorificado. Tal fue la conducta de Pablo y por eso se gloria al decir: 'En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo' (Ga 6, 14)» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 9, 23. «Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente: la Cruz cada día. No sólo –escribe San Jerónimo– en el tiempo de la persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en Cristo. (Epístola 121, 3) (...) ¿Lo veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo» (Es Cristo que pasa, 58 y 176). Véase nota a Mc 8, 34.

Lc 9, 25. Esta afirmación categórica de Jesús nos enseña la necesidad de hacerlo todo con vistas a la vida eterna; para ganar ésta bien podemos gastar la vida terrena. «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de algún modo anticipar una primicia del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente entre progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios» (Gaudium et spes, 39).

Lc 9, 26. El Señor conoce la debilidad del hombre cuando en los momentos difíciles ha de confesar con palabras o con obras su fe. Jesús nos ha dado un remedio especial para esta debilidad: la gracia del Sacramento de la Confirmación, que fortalece a quien lo recibe para ser «buen soldado de Cristo» (2Tm 2, 3) y «buen olor de Cristo» (2Co 2, 15) entre los hombres, y da la firmeza para no dejarse arrastrar por un ambiente ajeno o contrario a la fe y a la moral cristianas: «Por eso, el confirmado es ungido en la frente (...) para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo, y principalmente su Cruz, que –como dice el Apóstol (cfr 1Co 1, 23)– es escándalo para los judíos y parece una locura a los ojos de los gentiles» (Pro Armeniis; cfr Lumen gentium, 11).
Esta obligación de confesar la fe no se ha de limitar al ámbito personal o familiar, sino que alcanza también a toda la actuación pública del cristiano: «Aconfesionalismo. Neutralidad.–Viejos mitos que intentan siempre remozarse.
»¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» (Camino, 353). Cfr nota a Mt 10, 32-33. En este versículo, lo mismo que en los versículos 31 y 32, hemos traducido «gloria» siguiendo el texto griego, y la Neo-Vulgata.

Lc 9, 27. Las palabras de Cristo del versículo 27 pueden referirse a la destrucción de Jerusalén (ocurrida el año 70 de la era cristiana), o al suceso de la Transfiguración de Cristo, que ocurrió una semana después de este anuncio. En el primer caso, la destrucción del Templo de Jerusalén sería como el signo externo del tránsito de los ritos judaicos a los ritos cristianos; algunos de los presentes serían testigos de ese cambio. La segunda explicación, esto es, que las palabras del versículo 27 se refieren a la Transfiguración, se basa en que ésta es narrada por los Evangelios Sinópticos a continuación indicando que ocurrió aproximadamente una semana después; por ello, algunos Padres interpretan que el anuncio de que algunos no gustarán la muerte antes de que vean el Reino de Dios se refiere precisamente a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, testigos de la Transfiguración.

Lc 9, 28-36. Jesucristo con su Transfiguración fortalece la fe de sus discípulos mostrando en su humanidad un indicio de la gloria que iba a tener después de la Resurrección. Quiere que entiendan que su Pasión no será el final, sino el camino para llegar a la gloria. «Para que alguien se mantenga en el recto camino hace falta que conozca previamente, aunque sea de modo imperfecto, el término de su andar: del mismo modo un arquero no lanza una flecha si antes no conoce el blanco al cual ha de apuntar (...) Y esto es tanto más necesario, cuanto más difícil y arduo es el camino y fatigoso el viaje, y alegre en cambio el final» (S.Th. III, q. 45, a. 1).
Con este milagro de la Transfiguración Jesucristo muestra también una de las dotes de los cuerpos gloriosos: la claridad, «por la que brillarán como el sol los cuerpos de los santos; pues esto afirma nuestro Salvador en el Evangelio de San Mateo: 'entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre' (Mt 13, 43); y para que nadie dudase de ello lo aclaró con el ejemplo de su transfiguración. A esta dote la llama el Apóstol unas veces gloria y otras claridad. 'Transformará el cuerpo de nuestra bajeza conforme al cuerpo de su claridad' (Flp 3, 21); y en otra parte: 'se siembra en estado de vileza; resucitará con gloria' (1Co 15, 43). El pueblo de Israel vio también alguna imagen de esta gloria en el desierto, cuando el rostro de Moisés resplandecía por el coloquio y la presencia de Dios, de tal modo que los hijos de Israel no podían fijar en él su mirada (Ex 34, 29; 2Co 3, 7). La claridad es cierto resplandor que, procedente de la suma felicidad del alma, redunda en el cuerpo como una cierta comunicación a éste de la felicidad que el alma goza (...) Pero no debe creerse que de esta dote participen todos en la misma proporción. (...) Porque, aunque todos los cuerpos de los santos serán igualmente impasibles, sin embargo, no tendrán el mismo resplandor; pues, como dice el Apóstol, una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna y otra la de las estrellas, e incluso hay diferencia en la claridad entre unas estrellas y otras; así sucederá en la resurrección de los muertos (1Co 15, 41-42)» (Catecismo Romano, 1, 12, 13). Vid. también comentario a Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-10 y Mc 9, 7.

Lc 9, 31. «Hablaban de su salida»: de su salida de este mundo, esto es, de la muerte de Cristo. También puede entenderse de la Ascensión del Señor.

Lc 9, 39. El poder de los diablos sobre los hombres es limitado, no se extiende más allá de lo que Dios les permite. Dentro de esos límites se dan casos de posesión diabólica, esto es, de ocupación de un cuerpo humano por un demonio. La posesión diabólica se caracteriza por un cierto dominio del diablo sobre las actividades y acciones corporales y mentales del poseso, junto con la pérdida o disminución del dominio del hombre sobre sus propias acciones. En la posesión diabólica, pues, el cuerpo del hombre viene a ser como instrumento del demonio, y padece así la más cruel de las esclavitudes.
Cuando Jesús expulsa a los demonios del cuerpo de los posesos, muestra que ya ha comenzado el Reino de Dios, y el diablo comienza a ser desalojado de sus antiguas posesiones, de las que se había apoderado tras el pecado original. Nuestro Señor obtuvo la victoria completa sobre el demonio en su Pasión y Muerte, pero él sometimiento definitivo de las fuerzas infernales no terminará hasta la segunda venida de Cristo o Parusía, al fin de este mundo.

Lc 9, 41. Todos los presentes, aunque de diverso modo, han merecido el severo reproche contenido en estas palabras de Cristo: los discípulos, por su fe imperfecta en la potestad que habían recibido del Señor (cfr Lc 9, 1); el padre del muchacho, por su falta de confianza al acusar a los discípulos; la muchedumbre que contemplaba el espectáculo con curiosidad, por su desconfianza; y en medio de ella unos escribas, porque hostigan a los Apóstoles (cfr Mc 9, 14) e intentan desacreditar el poder que habían recibido de Jesucristo.
«¿Hasta cuándo he de estar entre vosotros y soportaros?»: «Con estas palabras quiere decir Cristo: estáis gozando de mi compañía y sin embargo no cesáis de acusarme a Mí y a mis discípulos. (...) Esto no lo dijo el Señor airado, sino que habló como el médico que visita a un enfermo que no quiere seguir sus prescripciones y que, por eso, le dice: ¿hasta cuándo te visitaré dado que no quieres cumplir lo que te digo?» (Comentario sobre S. Mateo, 17, 17).

Lc 9, 44. Cristo insiste en anunciar su Pasión y Muerte. Primero veladamente (Jn 2, 19; Lc 5, 35) a la muchedumbre, y después con más claridad a sus discípulos. Estos sin embargo no entienden sus palabras, no porque no sean claras, sino por falta de las disposiciones adecuadas. Comenta San Juan Crisóstomo: «Nadie se escandalice contemplando a unos Apóstoles tan imperfectos, porque todavía no había llegado la Cruz ni había sido dado el Espíritu Santo» (Hom. sobre S. Mateo, 65).

Lc 9, 46-48. Jesús toma a un niño entre sus brazos para ponerlo de ejemplo a sus Apóstoles y corregir las ambiciones demasiado humanas que tenían entonces en su corazón. En los Apóstoles nos ha enseñado a todos nosotros, corrigiendo nuestra inclinación a buscar lo que nos hace importantes, mayores. «No quieras ser mayor.–Niño, niño siempre, aunque te mueras de viejo.–Cuando un niño tropieza y cae, a nadie choca...: su padre se apresura a levantarle.
»Cuando el que tropieza y cae es mayor, el primer movimiento es de risa.–A veces, pasado ese primer ímpetu, lo ridículo da lugar a la piedad.–Pero los mayores se han de levantar solos.
»Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño?
»No quieras ser mayor.–Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano de tu Padre-Dios» (Camino, 870).

Lc 9, 49-50. El Señor corrige la actitud exclusivista e intolerante de los Apóstoles. San Pablo había aprendido esta lección y por eso puede exclamar cuando está en su prisión romana: «Verdad es que hay algunos que predican a Cristo por espíritu de envidia y rivalidad, mientras otros lo hacen con buena intención. (...) Pero, ¿qué importa? Con tal que, de cualquier modo, Cristo sea anunciado, bien sea por algún pretexto o bien por un verdadero celo, me gozo y me gozaré siempre» (Flp 1, 15.18). «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados.– Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia.
«Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro» (Camino, 965).

Lc 9, 51. «Tiempo de su partida»: literalmente tiempo de su ascensión. Estas palabras se refieren al momento en que Jesucristo, abandonando este mundo, ascienda a los Cielos. El mismo Señor lo dirá más claramente en la Ultima Cena: «Salí del Padre, y vine al mundo; ahora dejo el mundo, y otra vez voy al Padre» (Jn 16, 28). Al encaminarse decididamente a Jerusalén, hacia la Cruz, Jesús cumple voluntariamente lo que Dios Padre había determinado: que por su Pasión y Muerte llegase a la Resurrección y Ascensión gloriosas.

Lc 9, 52-53. Los samaritanos eran enemigos de los judíos. Esta enemistad provenía de que aquellos descendían de la fusión de los antiguos hebreos con los gentiles que repoblaron la región de Samaria en la época del cautiverio asirio (s. VIII a.C.). A este motivo se añadían otros de tipo religioso: los samaritanos habían mezclado con la religión de Moisés ciertas prácticas supersticiosas, y no reconocían el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios. Construyeron su propio templo en el monte Garizín, que oponían al de Jerusalén (cfr Jn 4, 20); por esta razón, al darse cuenta de que Jesús se dirigía a la Ciudad Santa, no quisieron darle hospedaje.

Lc 9, 54-56. Jesucristo corrige el deseo de venganza de sus discípulos, opuesto a la misión del Mesías que «no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos». De este modo los Apóstoles van aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no debe ser áspero y violento.
«El Señor hace admirablemente todas las cosas (...). Actúa así con el fin de enseñarnos que la virtud perfecta no guarda ningún deseo de venganza, y que donde está presente la verdadera caridad no tiene lugar la ira y, en fin, que la debilidad no debe ser tratada con dureza, sino que debe ser ayudada. La indignación debe estar lejos de las almas santas y el deseo de venganza lejos de las almas grandes» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 9, 57-62. Nuestro Señor expresa claramente las exigencias que comporta el seguirle. Ser cristiano no es tarea fácil ni cómoda; es necesaria la abnegación y poner el amor a Dios antes que nada. (Véanse notas a Mt 8, 18-22 y Mt 8, 22.)
Aparece aquí el caso de aquel hombre que quiso seguir a Cristo pero con una condición: despedirse de los de su casa. El Señor ve en él poca decisión, y le da una respuesta que nos alcanza a todos. Nuestra lealtad y fidelidad a la tarea que Dios nos confía debe superar todo obstáculo: «No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás (cfr Lc 9, 62): el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores» (Es Cristo que pasa, 160).

Lc 10, 1-12. Entre los que seguían al Señor y habían sido llamados por Él (cfr Lc 9, 57-62), además de los Doce, había numerosos discípulos (cfr Mc 2, 15). Los nombres de la mayoría nos son desconocidos; sin embargo, entre ellos se contaban con toda seguridad aquellos que estuvieron con Jesús desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión del Señor: por ejemplo, José llamado Barsabas, y Matías (cfr Hch 1, 21-55). De modo semejante podemos incluir a Cleofás y su compañero, a quienes Cristo resucitado se les apareció en el camino de Emaús (cfr Lc 24, 13-35).
De entre todos aquellos discípulos, el Señor elige setenta y dos para una misión concreta. Les exige, lo mismo que a los Apóstoles (cfr Lc 9, 1-9), total desprendimiento y abandono completo en la Providencia divina.
Desde el Bautismo cada cristiano es llamado por Cristo a cumplir una misión. En efecto, la Iglesia, en nombre del Señor, «ruega encarecidamente a todos los laicos que respondan gustosamente, con generosidad y prontitud de ánimo, a la voz de Cristo que en esta hora los invita con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esa llamada va dirigida a ellos de modo particular; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. Es el propio Señor el que invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, sintiendo como propias sus cosas (cfr Flp 2, 5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares a donde Él ha de ir (cfr Lc 10, 1), para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia que deberán adaptar constantemente a las nuevas necesidades de los tiempos, se le ofrezcan como cooperadores, abundando sinceramente en la obra del Señor y sabiendo que su trabajo no es inútil delante de Él (cfr 1Co 15, 58)» (Apostolicam actuositatem, 33).

Lc 10, 3-4. Cristo quiere inculcar a sus discípulos la audacia apostólica; por eso dice «yo os envío», a lo que comenta San Juan Crisóstomo: «Esto basta para daros ánimo, esto basta para que tengáis confianza y no temáis a los que os atacan» (Hom. sobre S. Mateo, 33). La audacia de los Apóstoles y de los discípulos venía de esta segura confianza de haber sido enviados por el mismo Dios: actuaban, como explicó con firmeza el mismo Pedro al Sanedrín, en el nombre de Jesucristo Nazareno: 'pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual podemos salvarnos' (Hch 4, 10.12).
»Y continúa el Señor –añade San Gregorio Magno– 'No queráis llevar bolsa, ni alforja, ni calzado, y a nadie saludéis por el camino'. Tanta debe ser la confianza que ha de tener en Dios el predicador, que aunque no se provea de las cosas necesarias para la vida, debe estar persuadido de que no le han de faltar, no sea que mientras se ocupa en proveerse de las cosas temporales, deje de procurar a los demás las eternas» (In Evangelio homiliae, 17). El apostolado exige una entrega generosa que lleva al desprendimiento: por eso, Pedro, el primero en poner en práctica el mandamiento del Señor, cuando el mendigo de la Puerta Hermosa le pidió una limosna (Hch 3, 2-3) dijo: «no tengo oro ni plata» (Hch 3, 6), «no tanto para gloriarse de su pobreza –señala San Ambrosio– cuanto de su obediencia al mandamiento del Señor, como diciendo: ves en mí un discípulo de Cristo, ¿y me pides oro? Él nos dio algo mucho más valioso que el oro, el poder de obrar en su nombre. No tengo lo que Cristo no me dio, pero tengo lo que me dio: 'En el nombre de Jesús, levántate y anda' (Hch 3, 6)» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). El apostolado exige, por tanto, desprendimiento de los bienes materiales; y también exige estar siempre dispuestos porque la tarea apostólica es urgente.
«Y no saludéis a nadie por el camino»: «¿Cómo puede ser –se pregunta San Ambrosio– que el Señor quiera eliminar una costumbre tan llena de humanidad? Considera, sin embargo, que no dice sólo 'no saludéis a nadie', sino que añade 'en el camino'. Y esto no es superfluo.
También Eliseo, cuando envió a su siervo a imponer su bastón sobre el cuerpo del niño muerto, le mandó que no saludara a nadie en el camino (2R 4, 29): le dio orden de apresurarse para cumplir con rapidez la tarea y realizar la resurrección, no fuera que por entretenerse en hablar con algún transeúnte retrasara su encargo. Aquí no se trata entonces de evitar la urbanidad de saludar, sino de eliminar un posible obstáculo al servicio; cuando Dios manda, lo humano debe ser dejado a un lado, por lo menos por algún tiempo. Saludar es una cosa buena, pero mejor es ejecutar cuanto antes una orden divina que resultaría muchas veces frustrada por un retraso» (Ibid).

Lc 10, 6. «Hijo de paz» es todo hombre que está dispuesto a recibir la doctrina del Evangelio que trae la paz de Dios. La recomendación del Señor a los discípulos de que anuncien la paz ha de ser una constante en toda la acción apostólica de los cristianos: «El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría» (Es Cristo que pasa, 124).
El sentir la paz en nuestra alma y a nuestro alrededor es señal inequívoca de que Dios viene a nosotros, y un fruto del Espíritu Santo (cfr Ga 5, 22): «Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz.–No es de Dios lo que roba la paz del alma.
»Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de la tribulación» (Camino, 258).

Lc 10, 7. Está claro que el Señor considera que la pobreza y el desprendimiento de los bienes materiales ha de ser una de las principales características del apóstol (vv. Lc 10, 3-4). No obstante, consciente de las necesidades materiales de sus discípulos, deja sentado el principio de que el ministerio apostólico merece su retribución. Por eso el Concilio Vaticano II recuerda la obligación que todos tenemos de contribuir al sostenimiento de los que generosamente se entregan al servicio de la Iglesia: «Los presbíteros, consagrados al servicio divino en el cumplimiento del cargo que se les ha encomendado, merecen recibir una justa remuneración, pues el que trabaja es merecedor de su salario (Lc 10, 7), y el Señor ordenó a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio (1Co, 9, 14). Por ello, en la medida en que no se hubiera provisto por otra parte a la justa retribución de los presbíteros, los fieles mismos, como quiera que los presbíteros trabajan por su bien, tienen verdadera obligación de procurar que se les proporcione los medios necesarios para llevar una vida honesta y digna» (Presbyterorum ordinis, 20).

Lc 10, 16. En la tarde del día de la Resurrección el Señor transmite a los Apóstoles la misión propia que había recibido del Padre, otorgándoles poderes semejantes a los suyos (Jn 20, 21). Días más tarde confiere a Pedro el primado que antes le había prometido (Jn 21, 15-17). A Pedro le ha sucedido el Romano Pontífice y a los Apóstoles los Obispos (cfr Lumen gentium, 20). Por eso: «Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica (...). Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento ha de prestarse de modo especial al Magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable 'ex cathedra'» (Lumen gentium, 25).

Lc 10, 20. El Señor corrige la actitud de los discípulos, haciéndoles ver que los verdaderos motivos de alegría están en la esperanza del Cielo, y no en el poder de hacer milagros que les había dado para esa misión. Jesús había dado en otra ocasión una enseñanza parecida: «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre, y arrojado los demonios en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo les diré públicamente: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la iniquidad» (Mt 7, 21-23). En efecto, más importante a los ojos de Dios que hacer milagros es cumplir en cada momento su Voluntad santísima.

Lc 10, 21. A este pasaje del Evangelio se le ha solido llamar «el himno de júbilo» del Señor. También se encuentra en San Mateo (Mt 11, 25-27). Es uno de los momentos en que Jesús manifiesta su alegría al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios.
Nuestro Señor muestra además una consecuencia de la humildad: la infancia espiritual. Así, dice en otro lugar: «En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3). Pero la infancia espiritual no comporta debilidad, flojera o ignorancia: «Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto (...) Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños» (Es Cristo que pasa, 10 y 143).

Lc 10, 22. «Esta es una expresión maravillosa para nuestra fe –comenta San Ambrosio– porque cuando lees 'todo' comprendes que Cristo es todopoderoso, que no es inferior al Padre, ni menos perfecto; cuando lees 'Me ha sido entregado', confiesas que Cristo es el Hijo, al cual todo pertenece de derecho por la consubstancialidad de naturaleza y no por gracia de donación» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
Cristo aparece aquí Omnipotente, Señor y Dios, consubstancial con el Padre, y el único que puede revelar quién es el Padre. Al mismo tiempo sólo podemos conocer la naturaleza divina de Jesús, si el Padre –como hizo con San Pedro (cfr Mt 16, 17)– nos da la gracia de la fe.

Lc 10, 23-24. Sin duda que el haber visto a Jesús personalmente fue una suerte maravillosa para quienes creyeron en Él. No obstante, el Señor dirá a Tomás: «Bienaventurados aquéllos que sin haberme visto creyeron» (Jn 20, 29). San Pedro, por su parte, nos dice: «A él amáis sin haberle visto; en él ahora igualmente creéis, aunque no lo veis; mas porque creéis, os regocijaréis con júbilo indecible y lleno de gloria cuando alcancéis el fin de nuestra fe, la salud de las almas» (1P 1, 8-9).

Lc 10, 25-28. El Señor enseña que el camino para conseguir la vida eterna consiste en el cumplimiento fiel de la Ley de Dios. Los Diez Mandamientos, que entregó Dios a Moisés en el monte Sinaí (Ex 20, 1-17), son la expresión concreta y clara de la Ley natural. Pertenece a la doctrina cristiana la existencia de la Ley natural, que es la participación de la Ley eterna en la criatura racional, y que ha sido impresa en la conciencia de cada hombre al ser creado por Dios (Libertas praestantissimum). Es evidente, por tanto, que la Ley natural, expresada en los Diez Mandamientos, no puede cambiar, ni pasar de moda, ya que no depende de la voluntad del hombre ni de las circunstancias cambiantes de los tiempos.
En este pasaje Jesús alaba y acepta el resumen de la Ley que hace el escriba judío. La contestación está tomada del Deuteronomio (Dt 6, 4 ss.) y era una oración que los judíos repetían con frecuencia. Esta misma respuesta da el Señor cuando le preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley, para terminar diciendo: «De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40), (cfr también Rm 13, 8-9; Ga 5, 14).
Hay una jerarquía y un orden en estos dos mandamientos que constituyen el doble precepto de la caridad: ante todo y sobre todo amar a Dios por sí mismo; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, amar al prójimo, porque ésa es la voluntad explícita de Dios (1Jn 4, 21), (véase nota a Mt 22, 34-40).
En este pasaje del Evangelio se encierra también otra enseñanza fundamental: la Ley de Dios no es algo negativo, «no hacer», sino algo claramente positivo, es amor; la santidad, a la que todos los bautizados están llamados, no consiste tanto en no pecar, sino en amar, en hacer cosas positivas, en dar frutos de amor de Dios. Cuando el Señor nos describe el Juicio Final recalca ese aspecto positivo de la Ley de Dios (Mt 25, 31-46). El premio de la vida eterna se concederá a los que hicieron el bien.

Lc 10, 29-37. En esta entrañable parábola, que sólo recoge San Lucas, el Señor da una explicación concreta de quién es el prójimo y de cómo hay que vivir la caridad con él, aunque sea nuestro enemigo.
San Agustín, siguiendo a otros Santos Padres (De verb. Dom. serm. 37), identifica al Señor con el buen samaritano, y al hombre asaltado por los ladrones con Adán, origen y figura de toda la humanidad caída. Llevado de esa compasión y misericordia baja a la tierra para curar las llagas del hombre, haciéndolas suyas propias (Is 53, 4; Mt 8, 17; 1P 2, 24; 1Jn 3, 5). Así, en más de una ocasión, vemos cómo Jesús se compadece y se conmueve ante el sufrimiento del hombre (cfr Mt 9, 36; Mc 1, 41; Lc 7, 13). En efecto, dice San Juan: «En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que por él tengamos la vida. Y en esto consiste su amor, que no es porque nosotros hayamos amado a Dios, sino porque él nos amó primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos, si así nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1Jn 4, 9-11).
Esta parábola deja claro quién es nuestro prójimo: cualquiera que esté cerca de nosotros –sin distinción alguna de raza, de amistad, etc.– y necesite de nuestra ayuda. De igual modo queda claro cómo hay que amar al prójimo: teniendo misericordia con él, compadeciéndonos de su necesidad espiritual o corporal; y esta disposición tiene que ser eficaz, concreta, debe manifestarse en obras de entrega y de servicio, no puede quedarse en sólo sentimiento.
Esa misma compasión y amor de Jesucristo hemos de sentir los cristianos, que debemos ser discípulos suyos, para no pasar nunca de largo ante las necesidades ajenas. Una concreción del amor al prójimo está plasmada en las Obras de Misericordia, que se llaman así porque no se deben por justicia. Son catorce, siete espirituales y siete corporales. Las espirituales abarcan: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos, y rogar a Dios por los vivos y los muertos. Las corporales son: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, y enterrar a los muertos.

Lc 10, 31-32. Es muy probable que Nuestro Señor corrigiera también con esta parábola una de las deformaciones y exageraciones a las que había llegado la falsa piedad judaica entre sus contemporáneos. Según la Ley de Moisés el contacto con los cadáveres hacía contraer la impureza legal, que se reparaba con diversas abluciones o lavados (cfr Nm 19, 11-22; Lv 21, 1-4.Lv 11-12). Esas disposiciones no estaban dadas para impedir el auxilio a los heridos o enfermos, sino para otros fines secundarios higiénicos y de respeto a los cadáveres. La aberración en el caso del sacerdote y del levita de la parábola consistió en que, ante la duda de si el hombre asaltado por los ladrones estaba muerto o no, antepusieron una mala interpretación de un precepto secundario y ritual de la Ley, frente al mandamiento más importante: el amor al prójimo y la ayuda que se le debe prestar.

Lc 10, 38-42. El Señor iba hacia Jerusalén (Lc 9, 51), y unos tres kilómetros antes pasó por Betania, la aldea de Lázaro, Marta y María, tres hermanos a los cuales el Señor amaba entrañablemente, como se ve en otros lugares del Evangelio (cfr Jn 11, 1-45; Jn 12, 1-9). El diálogo de Jesús con Marta tiene un tono familiar lleno de confianza, que nos hace pensar en la gran amistad del Señor con los tres hermanos.
San Agustín comenta esta escena de la siguiente manera: «Marta se ocupaba en muchas cosas disponiendo y preparando la comida del Señor. En cambio, María prefirió alimentarse de lo que decía el Señor. No reparó en cierto modo en el ajetreo continuo de su hermana y se sentó a los pies de Jesús, sin hacer otra cosa que escuchar sus palabras. Había entendido de forma fidelísima lo que dice el Salmo: 'Descansad y ved que yo soy el Señor' (Sal 46, 11). Marta se consumía, María se alimentaba; aquélla abarcaba muchas cosas, ésta sólo atendía a una. Ambas cosas son buenas» (Sermo 103).
Marta ha venido a ser como el símbolo de la vida activa, mientras que María lo es de la vida contemplativa. Sin embargo, no se pueden considerar como dos modos contrapuestos de vivir el cristianismo: una vida activa que se olvide de la unión con Dios es algo inútil y estéril; pero una vida llamada de oración que prescinda de la preocupación apostólica y de la santificación de las realidades ordinarias tampoco puede agradar a Dios. La clave está, pues, en saber unir esas dos vidas, sin perjuicio ni de una ni de la otra. Esta unión profunda entre acción y contemplación puede vivirse de muy diversos modos, según la vocación concreta que cada uno recibe de Dios.
El trabajo, lejos de ser obstáculo, ha de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro Señor, que es lo más importante.
El cristiano, siguiendo esta enseñanza del Señor, debe esforzarse en lograr la unidad de vida: vida de piedad intensa y actividad exterior orientada hacia Dios, hecha por amor a Él y con rectitud de intención, que se manifestará en el apostolado, en la tarea profesional, en los deberes de estado. «Debéis comprender ahora –con una nueva claridad– que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (Conversaciones, 114).

Lc 11, 1-4. El texto que nos presenta San Lucas de la oración dominical o Padrenuestro es algo más breve del que se contiene en San Mateo (Mt 6, 9-13). Allí se especificaban siete peticiones; en San Lucas sólo cuatro. Por otro lado, el contexto de San Mateo es el del Sermón de la Montaña y, más concretamente, la explicación sobre el modo de orar; el de San Lucas es uno de los momentos en que Jesús ha estado orando. Los dos contextos difieren. No es extraño que Nuestro Señor enseñara lo mismo en diversas ocasiones y con palabras no literalmente idénticas ni con la misma extensión, insistiendo sin embargo en los puntos fundamentales. Como es lógico, la Iglesia recogió la oración dominical en su forma más completa, que es la de San Mateo.
Lo primero que nos enseña a pedir el Señor es la glorificación de Dios y la venida de su Reino. Esto es lo que realmente importa, el Reino de Dios y su justicia (cfr Mt 6, 33). También quiere el Señor que le pidamos el pan de cada día, confiados en que nuestro Padre Dios atenderá a nuestras necesidades materiales, pues «bien sabe vuestro Padre Celestial que de todo eso estáis necesitados» (Mt 6, 32). De todos modos, el Padrenuestro nos hace aspirar especialmente a los bienes del espíritu y nos invita a pedir perdón de nuestros pecados, con la exigencia de perdonar a nuestros deudores, y a apartarnos del peligro de pecar. Finalmente el Padrenuestro resalta la importancia de la oración vocal: «'Domine, doce nos orare' –¡Señor, enséñanos a orar!– Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: 'Pater noster, qui es in coelis...'–Padre nuestro, que estás en los cielos...
»¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal!» (Camino, 84).

Lc 11, 1. Jesús se retiraba con frecuencia para hacer oración (cfr Lc 6, 12; Lc 22, 39). Esta práctica del Maestro suscita en los discípulos el deseo de aprender a orar. Jesús les enseña lo que Él mismo hace. En efecto, cuando el Señor hace oración, comienza con la palabra «¡Padre!»: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; véanse también Mt 11, 25; Mt 26, 42.53; Lc 23, 34; Jn 11, 41; etc.). No constituye realmente una excepción de esta norma la oración «Dios mío, Dios mío...» (Mt 27, 46), que el Señor recita en la Cruz, supuesto que se trata del salmo veintiuno que es la oración filial del justo perseguido.
Se puede, por tanto, decir que lo primero que ha de tener la oración es la sencillez del hijo que habla con su Padre. «Me has escrito: 'Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?' –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio.
»En dos palabras: conocerle y conocerte: '¡tratarse!'» (Camino, 91).

Lc 11, 2. «Santificado sea tu Nombre»: En esta primera petición del Padrenuestro «pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular». Esto quiere decir que «los infieles vengan al conocimiento del verdadero Dios, los herejes reconozcan sus errores, los cismáticos vuelvan a la unidad de la Iglesia, los pecadores se conviertan y los justos perseveren en el bien». Con esta primera petición, el Señor nos enseña que «hemos de desear más la gloria de Dios que todos nuestros intereses y provechos». Esta gloria de Dios que pedimos se procura «con oraciones y buen ejemplo, y enderezando a Él todos nuestros pensamientos, afectos y acciones» (cfr Catecismo Mayor, 290-293).
«Venga tu Reino»: «Por Reino de Dios entendemos un triple reino espiritual: el Reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia Católica, y el Reino de Dios en el Cielo, que es la bienaventuranza... En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante por la cual se complace en morar en nosotros como rey en su corte, y que nos conserve unidos a sí con las virtudes de la fe, esperanza y caridad, por las cuales reina en nuestro entendimiento, en nuestro corazón y en nuestra voluntad (...). En orden a la Iglesia, pedimos que se dilate y propague por todo el mundo para salvación de los hombres (...). En orden a la gloria, pedimos ser un día admitidos en la bienaventuranza para la cual hemos sido creados, donde seremos cumplidamente felices» (Catecismo Mayor, 294-297).

Lc 11, 3. Es interpretación común de la Tradición de la Iglesia que el pan a que se alude aquí no es meramente el pan material, ya que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt 4, 4; Dt 8, 3). Quiere aquí Jesús que pidamos «a Dios lo que nos es necesario cada día para el alma y para el cuerpo (...). Para nuestra alma pedimos a Dios el mantenimiento de la vida espiritual, es decir, rogamos al Señor nos dé su gracia, de la que continuamente tenemos necesidad (...). La vida de nuestra alma se mantiene sobre todo con la divina palabra y con el Santísimo Sacramento del altar (...). Para nuestro cuerpo pedimos lo necesario para el mantenimiento de la vida temporal» (Catecismo Mayor, 302-305).
La doctrina cristiana subraya dos ideas en esta petición del Padrenuestro: la primera es la confianza en la Providencia divina, que nos libra de la excesiva preocupación por amontonar bienes y dinero para el día de mañana (cfr Lc 12, 16-21); la otra idea es la de que hemos de interesarnos fraternalmente por las necesidades de los demás, superando de este modo nuestra inclinación al egoísmo.

Lc 11, 4. «De tal manera exige Dios de nosotros el olvido de las injurias y el afecto y amor mutuo entre los hombres, que rechaza y desprecia las ofrendas y los sacrificios de los que no se hayan reconciliado amistosamente» (Catecismo Romano, 4, 14, 16).
«Y no nos dejes caer en la tentación»: No es pecado sentir la tentación, sino consentir en ella. También es pecado ponerse voluntariamente en ocasión próxima de ser tentado. Dios permite que seamos tentados para probar nuestra fidelidad, para ejercitarnos en las virtudes y acrecentar, con la ayuda de la gracia, nuestros merecimientos.
En esta petición rogamos al Señor que nos dé su gracia para no ser vencidos en la prueba, o que nos libre de ésta si no fuéramos a superarla.

Lc 11, 5-10. Una de las notas esenciales de la oración ha de ser la constancia confiada en el pedir. A través de este sencillo ejemplo y de otros parecidos (cfr Lc 18, 1-7) nos anima el Señor a no decaer en nuestra petición constante a Dios. «Persevera en la oración.–Persevera, aunque tu labor parezca estéril.–La oración es siempre fecunda» (Camino, 101).

Lc 11, 8. La frase «pero si el otro persevera en llamar» no aparece en los manuscritos griegos que conservamos actualmente, ni en la Neovulgata. En cambio se encuentra en la Vulgata latina.

Lc 11, 11-13. La paternidad humana que el hombre tiene ante la vista sirve al Señor como punto de comparación para volver a enseñarnos la realidad gozosa de que Dios es nuestro Padre, porque la verdad es que la paternidad de Dios es la fuente de toda paternidad en los cielos y en la tierra (cfr Ef 3, 15). «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones» (Es Cristo que pasa, 84).
La traducción del v. 11 se acomoda más al sentido del original griego y al de la Neovulgata que al texto de la Vulgata latina.

Lc 11, 13. El Espíritu Santo es el don supremo de Dios, la gran promesa que Cristo hace a los discípulos (cfr Jn 15, 26), el fuego divino que desciende sobre los Apóstoles en Pentecostés y los llena de fortaleza y libertad para proclamar el mensaje de Cristo (cfr Hch 2). «Yo rogaré al Padre –anunció el Señor a sus discípulos– y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente (Jn 14, 16). Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida» (Es Cristo que pasa, 128).

Lc 11, 14-23. La obstinación de los enemigos de Jesús no cede ni ante la evidencia del milagro. Puesto que no pueden negar el valor extraordinario del hecho lo atribuyen a artes demoníacas, con el intento de negar que Jesús es el Mesías. El Señor les replica con un razonamiento que no admite escapatoria: las expulsiones de demonios que hace Jesús son pruebas evidentes de que con Él ha llegado el Reino de Dios. El Concilio Vaticano II ha confirmado de nuevo esta verdad: «Nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios prometido desde los siglos en la Escritura (...). Los milagros de Jesús confirman que el Reino ya ha llegado a la tierra: Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, está claro que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Lc 11, 20; cfr Mt 12, 28). Pero sobre todo, el Reino de Dios se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, que vino a servir y a dar su vida en redención por muchos (Mc 10, 45)» (Lumen gentium, 5).
El fuerte y bien armado es el demonio, que con su poder tenía esclavizado al hombre; pero Jesucristo, más fuerte que él, ha venido y le ha vencido, le está desalojando de donde se había enseñoreado. San Pablo dirá que Cristo «ha despojado a los principados y potestades, los ha dado a público espectáculo triunfando sobre ellos» (Col 2, 15).
Tras la victoria de Cristo, «el más fuerte», las palabras del versículo 23 son una seria advertencia a los que le escuchaban, y a toda la humanidad: aunque no lo quieran reconocer Jesucristo ha vencido, y en adelante no es admisible la neutralidad ante la causa de Jesús: quien no esté con Él contra Él está.

Lc 11, 18. El argumento de Cristo es claro. Uno de los mayores males que pueden sobrevenir a la Iglesia es precisamente la división entre los cristianos, la desunión de los creyentes. Hemos de hacer nuestra la oración de Jesús: «Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que así ellos mismos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 17, 21).

Lc 11, 24-26. El Señor nos descubre cómo el demonio no descansa en su lucha contra el hombre; una vez rechazado por la gracia de Dios, de nuevo despliega sus asechanzas y ataques. Conocedor de todo esto, San Pedro nos recomienda vivir sobrios y vigilantes, «porque vuestro enemigo el diablo da vueltas alrededor de vosotros como un león rugiente buscando a quién devorar: resistidle fuertes en la fe» (1P 5, 8-9).
Además, Jesús nos pone en guardia contra una nueva derrota a manos de Satanás, advirtiéndonos que esa nueva situación sería peor aún que la primera. Con razón dice el adagio latino que «corruptio optimi, pessima» (la corrupción de lo mejor es la peor). También San Pedro, con palabra inspirada, recrimina a los cristianos corrompidos, a quienes, con grave y expresiva frase, compara al «perro que se ha vuelto a lo que vomitó y la puerca lavada que se revuelca en el cieno» (2P 2, 22).

Lc 11, 27-28. Con esta respuesta Jesús no rechaza el encendido requiebro que esa buena mujer dedica a su Madre, sino que lo acepta y va más allá, explicando que María Santísima es bienaventurada sobre todo por haber sido buena y fiel en el cumplimiento de la palabra de Dios. «Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada» (Es Cristo que pasa, 172).

Lc 11, 29-32. Jonás fue el profeta que llevó a los ninivitas a la penitencia porque en su predicación y en sus obras, en su persona y en su vida, reconocieron la señal de un enviado de Dios (cfr nota a Mt 12, 41-42).

Lc 11, 33-36. Jesús está hablando en metáforas: el hombre que tiene la vista sana ve bien las cosas. De aquí hace una aplicación moral: la mirada pura, sencilla, sabe apreciar las cosas de Dios.
Los que se oponían al Señor veían sus obras y oían sus palabras, pero su mirada no era limpia y no sabían o no querían reconocer a Dios en Él. Es también un reproche para todos los que no saben o no quieren aceptar el Evangelio.

Lc 11, 39-52. En este pasaje –uno de los más duros del Evangelio– Jesucristo desenmascara de modo vehemente el vicio que más se opuso a la aceptación de su doctrina: la hipocresía revestida de legalismo. Hay gente que so capa de bien, cumpliendo la mera letra de los preceptos, no cumplen su espíritu; no se abren al amor de Dios y del prójimo; se endurecen en su corazón y con apariencia de honorabilidad apartan a los hombres del camino de entrega fervorosa a Dios, haciendo intolerable la virtud. Jesucristo les desenmascara con tanta vehemencia porque son peores que los enemigos manifiestos; de éstos pueden todos defenderse, de aquéllos es poco menos que imposible. De hecho los escribas y fariseos estaban cerrando el paso al pueblo que quería seguir a Jesús, constituyéndose en el obstáculo más taimado al Evangelio. Las invectivas contra los escribas y fariseos que San Lucas recoge aquí se encuentran también en el capítulo veintitrés de San Mateo, incluso con alguna mayor amplitud. Cfr nota a Mt 23, 1-39.

Lc 11, 40-41. El sentido de este texto no es fácil de captar. Probablemente nuestro Señor aprovecha el juego de palabras «lo de fuera» y «lo de dentro», con ocasión de la limpieza de vasos y platos, para dar una enseñanza acerca de la importancia primordial de lo interior del hombre sobre las meras apariencias, en contra del error común de los fariseos y de la tendencia frecuente de todos los hombres. Así, con estas palabras Jesús nos amonesta diciendo que en vez de andar tan preocupados por las cosas «de fuera» nos deben preocupar sobre todo las «de dentro»; aplicado al caso de la limosna, lo que importa es dar generosamente de los bienes que guardamos de forma egoísta: esto es, no basta con dar unas monedas, que es algo que puede quedarse en la sola exterioridad, sino que hay que dar a los demás el amor, la comprensión, el trato delicado, el respeto a su libertad, la preocupación honda por su bien espiritual y material..., que son irrealizables sin unas disposiciones interiores de amor al prójimo.

Lc 11, 42. Según la Ley de Moisés había que pagar el diezmo de las cosechas (cfr Lv 27, 30-33; Dt 12, 22 ss; etc.) para contribuir así al sostenimiento del culto en el Templo. Los productos insignificantes no estaban sujetos a esta Ley.
La ruda es una planta amarga y medicinal que se usaba antiguamente entre los judíos. Se discutía entre ellos si la ruda debía entrar o no en el pago de los diezmos. Los fariseos, llevados de una extrema meticulosidad, enseñaban que debía pagarse.

Lc 11, 44-49. Según la Antigua Ley quien tocase una sepultura quedaba impuro durante siete días (Nm 19, 16); sin embargo, podía ocurrir que con el paso del tiempo, a causa de la tierra acumulada y de la hierba que la cubría, la sepultura quedase imperceptible para quien pasara por encima. El Señor toma este símil para desenmascarar la hipocresía de sus interlocutores: son cumplidores de los más pequeños detalles pero olvidan los deberes fundamentales, la justicia y el amor a Dios (v. 42). Limpios por fuera y al mismo tiempo con un corazón lleno de malicia y podredumbre (v. 39), disimulan para parecer justos y, como viven de las apariencias, se preocupan por cultivarlas; saben que la virtud es motivo de honor, y se interesan por simularla (v. 43). Esto es, su vida se caracteriza por la doblez y el dolo.

Lc 11, 51. Zacarías fue un profeta que murió apedreado en el Templo de Jerusalén hacia el año 800 a.C. por echar en cara al pueblo de Israel su infidelidad a los preceptos divinos (cfr 2Cro 24, 20-22). El asesinato de Abel (Gn 4, 8) y el de Zacarías eran, respectivamente, el primero y último de los narrados en el conjunto de los libros que los judíos reconocían como sagrados. Jesús alude a una tradición judía según la cual, todavía en su tiempo y aun después, se mostraba allí la mancha de sangre de Zacarías.
El altar al que se refiere el texto era el de los holocaustos, situado al aire libre en el atrio de los sacerdotes, delante de la edificación que propiamente constituía el Templo.

Lc 11, 52. Jesús les hace un grave reproche: aquellos doctores de la Ley, precisamente por el estudio y meditación de la Escritura, deberían haber reconocido a Jesús como el Mesías, puesto que así estaba profetizado en los libros sagrados. Sin embargo, la historia evangélica nos muestra que sucedió justamente al revés. No sólo no aceptaron a Jesús sino que se le opusieron obstinadamente. Ellos, como maestros de la Ley, tenían que haber enseñado al pueblo a seguir a Jesús, en cambio se lo impidieron.

Lc 11, 53-54. San Lucas recordará frecuentemente esta actitud de los enemigos del Señor (cfr Lc 6, 11; Lc 19, 48; Lc 20, 19- 20; Lc 22, 2). El pueblo seguía a Jesús y se entusiasmaba con su predicación y sus obras, mientras que los fariseos y escribas no aceptaron al Señor, y no toleraban que la muchedumbre se adhiriera a Él: intentaban por todos los medios desacreditarle ante el pueblo (cfr Jn 11, 48).
Respecto a la traducción del versículo 54, hemos seguido el texto original griego, teniendo en cuenta también la Neovulgata, que no coincide plenamente con la Vulgata latina.

Lc 12, 1. La Vulgata latina ha omitido la palabra «miles», que viene atestiguada por la inmensa mayoría de los códices griegos, entre ellos los de más reconocida autoridad.

Lc 12, 3. La techumbre de las casas de Palestina era de ordinario una terraza. Allí se reunían a charlar, pasadas las horas del calor. Jesús advierte a sus discípulos que así como en esas tertulias se comentaban las cosas dichas en privado, también, por mucho que los fariseos ocultasen sus vicios y defectos con el velo de la hipocresía, llegarían a ser conocidos y el comentario de todos.

Lc 12, 6-7. Nada –ni aún las cosas más insignificantes– escapa a los ojos de Dios, a su Providencia y a su juicio. Cuánto menos escaparán las acciones de los hombres, que serán premiados o castigados por el justo e inapelable juicio de Dios. Por eso mismo, no hay que temer que quede sin recompensa eterna ningún sufrimiento o persecución padecidos por seguir a Cristo.
Por otra parte, la enseñanza del versículo 5 sobre el temor es completada en los versículos 6 y 7 al decirnos que Dios es el buen Padre que vela por todos nosotros, mucho más que por esos pajarillos a los que tampoco olvida. Así, pues, nuestro temor a Dios no ha de ser servil –fundado en el miedo al castigo–, sino un temor filial –el de quien no quiere disgustar a su padre–, y que se alimenta de la confianza en la divina Providencia.

Lc 12, 8-9. Conclusión lógica de la enseñanza anterior de Cristo: peor que los males corporales, incluida la muerte, son los males del alma –esto es, el pecado–.Quienes por miedo a los sufrimientos temporales niegan al Señor y no son fieles a las exigencias de la fe caerán en otro mal mucho peor: serán negados por el mismo Cristo el día del juicio. Por el contrario, quienes sufran por fidelidad a Cristo penalidades en esta vida recibirán el premio eterno de ser reconocidos por Él, y serán partícipes de su gloria.

Lc 12, 10. La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en atribuir maliciosamente al demonio las acciones sobrenaturales. El hombre que adopta tal disposición impide que le llegue el perdón de Dios y, por esto, no puede ser perdonado (cfr Mt 12, 31; Mc 3, 28-30). Jesús comprende y excusa la flaqueza del hombre que se equivoca, en cambio no tiene esa actitud indulgente con aquél que cierra los ojos y el corazón a las admirables obras del Espíritu; así obraban los fariseos que acusaban a Jesús de arrojar los demonios en nombre de Belcebú; así actúa el incrédulo que niega la manifestación de la bondad divina en la obra de Cristo; negándola, rechaza la invitación que Dios le hace y se sitúa fuera de la Salvación (cfr Hb 6, 4-6; Hb 10, 26-31). Véase nota a Mc 3, 28-30.

Lc 12, 13-14. Aquel hombre sólo está interesado en sus propios problemas; sólo ve en Jesús a un maestro de reconocida autoridad y prestigio para resolverle su caso (cfr Dt 21, 17). El personaje puede muy bien representar a quienes acuden a la autoridad religiosa no para pedir una orientación en su vida espiritual sino para resolver sus asuntos materiales. Jesús, decididamente, se desentiende de semejante petición. Y no es por insensibilidad ante una situación de posible injusticia familiar, sino porque intervenir en tales asuntos no es propio de su misión redentora. El Maestro nos enseña, con su actuación y sus palabras, que su obra salvífica no se dirige a resolver los muchos conflictos familiares y sociales que se dan entre los hombres; Jesús ha venido a dar los principios y los criterios morales que deberán informar la justa acción de los hombres en los asuntos temporales, pero no a resolverlos técnicamente.

Lc 12, 15-21. Tras la sentencia del versículo 15 Jesús expone la parábola del rico insensato: ¡qué necedad es poner la confianza en la acumulación de bienes materiales para asegurar la vida de aquí abajo, mientras se olvidan los bienes del espíritu, que son los que nos aseguran, de verdad y para siempre, por la misericordia divina, la vida eterna!
Así explicaba San Atanasio estas palabras del Señor: «Quien vive como si hubiese de morir cada día –puesto que incierta es nuestra vida por naturaleza– no pecará, ya que el buen temor extingue gran parte del desorden de los apetitos; por el contrario, quien se cree que va a tener una vida larga, fácilmente se deja dominar por los placeres» (Contra Antígono).

Lc 12, 25. Véase nota a Mt 6, 27. El «codo» era una medida de longitud y equivalía aproximadamente a medio metro.

Lc 12, 27-28. En la historia del pueblo de Israel, el rey Salomón, que sucedió en el trono al gran rey David, fue el que consiguió la mayor gloria cultural y económica para el reino; por eso constituye en la tradición de los israelitas el prototipo del poder y del esplendor terrenos (cfr Mt 12, 42). Con esta comparación subraya el Señor que el cuidado de la Providencia divina recae sobre todos aquellos que acogen con sencillez la llamada de Jesús. En este sentido, un hombre en gracia de Dios supera la belleza de los lirios y la gloria del mismo Salomón.

Lc 12, 29-31. El Señor resume sus enseñanzas acerca de la fianza y abandono en la Providencia divina poniendo en contraste la disposición recta –buscar sobre todas las cosas el Reino– y la equivocada de los que sólo buscan los bienes temporales. No condena Jesús la noble preocupación por las necesidades terrenas, pero enseña que deben ordenarse al fin último del hombre, que es la posesión del Reino. Por eso dice que los bienes temporales se nos darán por añadidura, «no como un bien en el que debéis fijar vuestra atención –explica San Agustín–, sino como un medio por el que podéis llegar al sumo y verdadero bien» (De Serm. Dom. in monte, II. 24).
El instinto natural por subsistir es uno de los elementos que la divina Providencia ha puesto en el hombre. Ahora bien, este instinto ha de tener el cauce sereno de un trabajo ordenado y nunca el de una preocupación angustiosa, que lleve al hombre a olvidarse de lo que es más importante para él invirtiendo la jerarquía cristiana de valores; eso es lo que hace quien antepone las preocupaciones materiales a los bienes del espíritu.

Lc 12, 33-34. El Señor termina este discurso insistiendo en los bienes imperecederos a los que debemos aspirar. A este tenor el Concilio Vaticano II, hablando de la llamada universal a la santidad, concluye con esta enseñanza: «Quedan, pues, invitados y aún obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas, contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida la prosecución de la caridad perfecta; y acuérdense de la advertencia del Apóstol: 'Los que usan de este mundo, no se detengan en él: porque la apariencia de este mundo es pasajera' (1Co 7, 31)» (Lumen gentium, 42).
«Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella –alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro allí estará también tu corazón (Mt 6, 21)» (Es Cristo que pasa, 164). La enseñanza del Señor es clara: el corazón del hombre anhela poseer riquezas, buena posición, relaciones sociales, cargos públicos o profesionales, donde encontrar la seguridad, la felicidad, la afirmación de su personalidad; sin embargo, ese tipo de tesoro se convierte en una fuente de continuas preocupaciones y disgustos, porque está siempre expuesto a perderse. Jesús no quiere decir que el hombre deba despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que enseña que ninguna cosa creada puede ser «el tesoro», el último fin; éste es Dios, nuestro Creador y Señor, a quien debemos amar y servir en medio de los quehaceres ordinarios de esta vida y con la esperanza del gozo eterno del Cielo. Véase también nota a Mt 6, 19-21.

Lc 12, 35-39. La exhortación a estar vigilantes se repite con frecuencia en la predicación de Cristo y en la de los Apóstoles (cfr Mt 24, 42; Mt 25, 13; Mc 14, 34). De una parte, porque el enemigo está siempre al acecho (cfr 1P 5, 8) y de otra porque quien ama nunca duerme (cfr Ct 5, 2). Manifestaciones concretas de esa vigilancia son el espíritu de oración (cfr Lc 21, 36; 1P 4, 7) y la fortaleza en la fe (cfr 1Co 16, 13). Cfr nota a Mt 25, 1-13.

Lc 12, 35. Las amplias vestiduras que usaban los judíos se ceñían a la cintura para poder realizar determinados trabajos. «Tener las ropas ceñidas» es una imagen clara para indicar que uno se prepara para el trabajo, la lucha, los viajes, etc. (cfr Jr 1, 17; Ef 6, 14; 1P 1, 13). Del mismo modo, «tener las lámparas encendidas» indica la actitud propia del que vigila o espera la venida de alguien.

Lc 12, 40. Dios ha querido ocultar el momento de la muerte de cada uno y el del fin del mundo. Inmediatamente después de la muerte, todo hombre comparece para el juicio particular: «Así, está establecido que los hombres mueran una sola vez; y después de esto, el juicio» (Hb 9, 27). Del mismo modo, al fin del mundo ocurrirá el juicio universal.

Lc 12, 41-48. Después de la exhortación del Señor a la vigilancia, Pedro hace una pregunta (v. 41) que es la clave para comprender esta parábola. Por un lado, insiste Jesús en lo imprevisible del momento en que Dios nos ha de llamar para rendir cuentas; por otro, precisamente como respuesta a la pregunta de Pedro, Nuestro Señor explica que su enseñanza se dirige a todos. Dios pedirá cuenta a cada uno según sus circunstancias personales: todo hombre tiene en esta vida una misión que cumplir; de ella habremos de responder ante el tribunal divino y seremos juzgados según los frutos, abundantes o escasos, que hayamos dado.
«Y como no sabemos el día ni la hora es necesario, según la amonestación del Señor, que vigilemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr Hb 9, 27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr Mt 25, 26), al fuego eterno (cfr

Lc 12, 49-50. El fuego expresa frecuentemente en la Biblia el amor ardiente de Dios por los hombres (cfr Dt 4, 24; Ex 13, 22; etc.). En el Hijo de Dios hecho hombre alcanza ese amor divino su máxima expresión: «Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16). Jesús entrega voluntariamente su vida por amor hacia nosotros: «Pues nadie tiene más amor que quien entrega la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Con las palabras que nos transmite San Lucas, Jesucristo revela las ansias incontenibles de dar su vida por amor. Llama Bautismo a su muerte, porque de ella va a salir resucitado y victorioso para nunca más morir. Nuestro Bautismo es un sumergirnos en esa muerte de Cristo, en la cual morimos al pecado y renacemos a la nueva vida de la gracia: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó de la muerte a la vida para gloria del Padre, así también, nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4).
Los cristianos hemos de ser, con esa nueva vida, fuego que encienda como Jesús encendió a sus discípulos: «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: Me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sal 39, 4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta de padecer a Cristo (cfr Col 1, 24)» (Es Cristo que pasa, 120).

Lc 12, 51-53. Dios ha venido al mundo con un mensaje de paz (cfr Lc 2, 14), de reconciliación (cfr Rm 5, 11). Pero al resistirnos por nuestro pecado a la obra redentora de Cristo, nos oponemos a Él. La injusticia y el error provocan la división y la guerra. «En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres unidos por la caridad superen el pecado, desaparecerán las violencias» (Gaudium et spes, 78).
En su misma vida en la tierra, Cristo fue signo de contradicción (cfr Lc 2, 34). El Señor previene a los discípulos de las luchas y divisiones que acompañarán la difusión del Evangelio (cfr Lc 6, 20-23 y Mt 10, 34).

Lc 12, 56. Los que escuchaban a Jesús sabían por experiencia predecir el tiempo. En cambio, conociendo los signos anunciados por los profetas sobre la venida del Mesías, escuchando ahora sus enseñanzas y viendo sus milagros, no quieren interpretar ni sacar las consecuencias; les falta buena voluntad y rectitud de intención y cierran voluntariamente los ojos a la luz del Evangelio (cfr Rm 1, 18 ss.).
Esa postura no fue exclusiva de muchos de los contemporáneos de Jesucristo, se vuelve a producir de modo muy especial en nuestros días, revistiendo algunas de las formas del ateísmo reprobadas por el Concilio Vaticano II: «Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa» (Gaudium et spes, 19).

Lc 13, 1-5. El Señor se servía de los sucesos de actualidad para adoctrinar a las muchedumbres. El caso de los galileos podría ser el mismo episodio al que alude el libro de los Hechos (Hch 5, 37), y refleja el ambiente del tiempo de Jesús, en el que Pilato reprimía con cruel dureza cualquier intento de revuelta política. A propósito del accidente de Siloé no tenemos más noticias que las que aquí nos da el Evangelio.
El que aquellas personas padeciesen tales desgracias no se debía a que fuesen peores que los demás, porque Dios no siempre castiga en esta vida a los pecadores (cfr Jn 9, 3). Todos somos pecadores y merecemos un castigo peor que el de las desgracias terrenas: el castigo eterno; pero Cristo ha venido a reparar por nuestros pecados y nos ha abierto las puertas del Cielo. Nosotros tenemos que arrepentimos de nuestros pecados porque sólo así Dios nos librará del castigo merecido. «Cuando venga el sufrimiento, el desprecio..., la Cruz, has de considerar: ¿qué es esto para lo que yo merezco?» (Camino, 690).

Lc 13, 6-9. Insiste el Señor en la necesidad de producir frutos abundantes (cfr Lc 8, 11-15) correspondiendo a las gracias recibidas (cfr Lc 12, 48). Junto a este imperativo profundo, Jesucristo pone de relieve la paciencia de Dios en la espera de esos frutos. Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11) y, como enseña San Pedro, «usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan sino que todos lleguen a la conversión» (2P 3, 9). Esta clemencia divina, sin embargo, no puede llevarnos a descuidar nuestros deberes, adoptando una postura de pereza y comodidad que haría estéril la propia vida. Dios aunque es misericordioso también es justo, y castigará las faltas de correspondencia a su gracia.
«Hay un caso que nos debe doler sobremanera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille ante los hombres (cfr Mt 5, 15-16); porque, además, está en juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios (cfr Jn 4, 10), siendo generosos sin tasa» (Es Cristo que pasa, 147).

Lc 13, 14-17. Según costumbre el Señor ha ido a la sinagoga en día de sábado. Al observar la presencia de aquella mujer, enferma hacía tantos años, Jesús ejerce su poder y su misericordia con ella y la cura. La reacción de la gente sencilla es de entusiasmo y de agradecimiento. Pero el jefe de la sinagoga, celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley (cfr Ex 20, 8; Ex 31, 14; Lv 19, 3-30), reprueba públicamente al Salvador. Jesús censura con energía la interpretación torcida de la Ley que hace el jefe de la sinagoga y pone de relieve la necesidad de la misericordia y de la comprensión, que son lo que agrada a Dios (cfr Os 6, 6; St 2,

Lc 13, 18-21. El grano de mostaza y la levadura simbolizan la Iglesia que, reducida al principio a un grupo de discípulos, se fue extendiendo con la fuerza del Espíritu Santo hasta acoger en ella a todos los pueblos de la tierra. Ya en el siglo II Tertuliano afirmaba: «Somos de ayer y lo llenamos todo» (Apol., 37). El Señor «con la parábola del grano de mostaza les incita a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo. Los más débiles, los más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor, pero como había en ellos una fuerza grande, ésta se desplegó por todo el mundo» (Hom. sobre S. Mateo, 46). Por eso, el cristiano no debe desanimarse ante la pequeñez y debilidad con que aparecen las obras de su apostolado. Con la gracia de Dios y la fidelidad irán creciendo como el grano de mostaza a pesar de las dificultades: «En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá 'los buenos' llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura.–Y dile: 'edissere nobis parabolam'–explícame la parábola.
»Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada» (Camino, 695).

Lc 13, 23-24. Todos los hombres estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4). «Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía al conocimiento de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y como algo otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» (Lumen gentium, 16). En cualquier caso sólo puede alcanzar esta meta de la Salvación quienes luchan seriamente (cfr Lc 16, 16; Mt 11, 12). El Señor expresa esta realidad de nuestra vida con la imagen de la puerta angosta. «La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes» (Es Cristo que pasa, 75).

Lc 13, 25-28. Como en otras ocasiones, Jesús alude a la vida eterna con la imagen de un banquete (cfr p. ej. Lc 12, 35 ss.; Lc 14, 15). Haber conocido al Señor y haber escuchado su palabra no es suficiente para alcanzar el Cielo; sólo los frutos de correspondencia a la gracia tendrán valor en el juicio divino: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7, 21).

Lc 13, 29-30. El pueblo judío se consideraba el único destinatario de las promesas mesiánicas hechas a los Profetas, pero Jesús declara la universalidad de la Salvación. La única condición que exige es la respuesta libre del hombre a la llamada misericordiosa de Dios. Al morir Cristo en la Cruz el velo del Templo se rasgó por medio (Lc 23, 45 y par.), en señal de que acababa la división que separaba a judíos y gentiles. San Pablo enseña: «Él (Cristo) es nuestra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno rompiendo por medio de su carne el muro de separación (...) para formar en sí mismo de dos un solo hombre nuevo, haciendo la paz y reconciliando a ambos con Dios en un solo Cuerpo, destruyendo en sí mismo la enemistad, por medio de la Cruz» (Ef 2, 14-16). En efecto, «todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo permaneciendo uno y único debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una sola naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos» (Lumen gentium, 13).

Lc 13, 31-33. La escena parece haber tenido lugar en la región de Perea, que igual que Galilea estaba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas (cfr Lc 3, 1), hijo de Herodes el Grande (cfr nota a Mt 2, 1). En otras ocasiones San Lucas señala que Herodes tenía deseos de conocer a Jesús y de presenciar alguno de sus milagros (cfr Lc 9, 9; Lc 23, 8). La advertencia que estos fariseos hacen al Señor podría ser una estratagema para alejarle de allí. Jesús llama «zorro» a Herodes –e indirectamente a sus cómplices–, manifestando una vez más su repulsa de la doblez y de la hipocresía.
En la respuesta Jesús les hace ver que tiene perfecto dominio sobre su vida y su muerte porque es el Hijo de Dios, y que sólo se guía por la Voluntad de su Padre (cfr Jn 10, 18).

Lc 13, 34. Jesús expresa su infinito amor por medio de esa comparación. San Agustín supo describir el sentido tan entrañable de la imagen: «Vosotros, hermanos míos, sabéis bien cómo enferma la gallina al tener los polluelos. Ningún ave manifiesta su maternidad como ella. En efecto, cada día vemos cómo hacen sus nidos los pájaros, las golondrinas, cigüeñas y palomas; pero sólo sabemos que son madres cuando las vemos empollar en sus nidos. La gallina, sin embargo, enferma de tal manera al tener sus polluelos que, aunque no vayan tras ella, aunque no la sigan sus hijos, te das cuenta de que es madre. Así lo indican sus alas caídas, y sus plumas erizadas, y su peculiar cloqueo, y todos sus miembros laxos y abatidos; todo eso, como digo, indica que es madre, aunque no se vean sus polluelos. Así es como está enfermo Jesús...» (In Ioann. Evang., 15, 7).

Lc 13, 35. El Señor deja ver el profundo dolor de su alma ante la resistencia de Jerusalén al amor de Dios, tantas veces manifestado. Más adelante San Lucas hará notar que Jesús lloró ante Jerusalén (cfr Lc 19, 4). Véase también lo que se dice en nota a Mt 23, 37-39.

Lc 14, 1-6. El fanatismo siempre es malo. Con frecuencia lleva a la obcecación, a negar, como en este caso, los principios más elementales de caridad y de justicia, e incluso de mero humanitarismo. Fanáticos no podemos serlo de nada. Ni aun de lo más sagrado.

Lc 14, 11. La humildad es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. Aquí se sirve de las actitudes que observa entre los asistentes a aquel banquete para insistir de nuevo que en el banquete celestial es Dios quien nos asigna el puesto. «La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca» (Es Cristo que pasa, 133).

Lc 14, 14. El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo. Cfr Lc 6, 32-34.

Lc 14, 15. La expresión «comer el pan en el Reino de Dios» significa en el lenguaje de la Biblia participar de la bienaventuranza eterna, simbolizada en un gran banquete (cfr Is 25, 6; Mt 25, 1-13).

Lc 14, 16-24. Ante la invitación de Dios a la fe y a la personal correspondencia, hay que sacrificar cualquier interés humano, por lícito y noble que se nos presente, si impide la respuesta cabal al llamamiento divino. Esas aparentes razones o deberes son, de hecho, meras excusas. Por eso aparece clara la culpabilidad de los invitados desagradecidos.
«Obliga a entrar»: no se trata de violentar la libertad de nadie –Dios no quiere que le amemos a la fuerza–, sino de ayudar a decidirse por el bien, rompiendo con respetos humanos, con la ocasión de pecado, con la ignorancia... Se «obliga a entrar» con la oración, con el sacrificio, el testimonio de una vida cristiana, la amistad, en una palabra, con el apostolado. «Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide... ¿no vamos a poder emplear la misma coacción –la santa coacción– para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?» (Camino, 399).

Lc 14, 26. Estas palabras del Señor no deben desconcertar a nadie. El amor a Dios y a Jesucristo debe ocupar el primer puesto en nuestra vida y debemos alejar todo aquello que ponga trabas a este amor: «Amemos en este mundo a todos, comenta San Gregorio Magno, aunque sea al enemigo; pero ódiese al que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente... Debemos, pues, amar al prójimo; debemos tener caridad con todos; con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos» (In Evangelio homiliae, 37, 3). En definitiva, se trata de guardar el orden de la caridad: Dios tiene prioridad sobre todo.
Este versículo ha de entenderse, por tanto, dentro del conjunto de las enseñanzas y exigencias del Señor (cfr Lc 6, 27-35). Estas palabras «son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios» (Es Cristo que pasa, 97).
Como explica el Concilio Vaticano II los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Apostolicam actuositatem, 4).

Lc 14, 27. Cristo «padeciendo por nosotros nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino que, al seguirlo, santifica la vida y la muerte, y les da nuevo sentido» (Gaudium et spes, 22).
El camino del cristiano es la imitación de Jesucristo. No hay otro modo de seguirle que acompañarle con la propia cruz. La experiencia nos muestra la realidad del sufrimiento, y que éste lleva a la infelicidad si no se soporta con sentido cristiano. La Cruz no es una tragedia, sino pedagogía de Dios que nos santifica por medio del dolor para identificarnos con Cristo y hacernos merecedores de la gloria. Por eso es tan cristiano amar el dolor: «Bendito sea el dolor.–Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!» (Camino, 208).

Lc 14, 28-35. El Señor nos muestra con diversas comparaciones que si la misma prudencia humana exige al hombre prevenir los riesgos de sus empresas, con mayor razón el cristiano se abrazará voluntaria y generosamente a la Cruz, porque sin ella no podrá seguir a Jesucristo: «'Quia hic homo coepit aedificare et non potuit consummare!' – ¡comenzó a edificar y no pudo terminar!
»Triste comentario, que, si no quieres, no se hará de ti: porque tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad» (Camino, 324).

Lc 14, 33. Si antes el Señor ha hablado de «odiar» a los padres y hasta la propia vida, ahora exige con igual vigor el total desprendimiento de las riquezas. Este versículo es aplicación directa de las dos parábolas anteriores: así como es imprudente un rey que pretende luchar con un número insuficiente de soldados, también es insensato quien quiera seguir al Señor sin renunciar a todos sus bienes. Esta renuncia de las riquezas ha de ser efectiva y concreta: el corazón debe estar desembarazado de todos los bienes materiales para poder seguir el paso del Señor. Y es que, como dirá más adelante, es imposible «servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). No es infrecuente que el Señor pida incluso dejar materialmente todo al llamar a un alma a vivir en pobreza absoluta y voluntaria, y siempre exige el desprendimiento afectivo, y la generosidad al emplear los bienes materiales. Si el cristiano ha de estar presto hasta renunciar a la propia vida, con más motivo ha de estarlo respecto de las riquezas: «Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño que ponen los hombres del mundo en poseerlas» (Camino, 633). Cfr nota a Lc 12, 33-34.

Lc 15, 1-32. Con sus obras Jesús pone de manifiesto la misericordia divina: se acerca a los pecadores para convertirlos. Los escribas y fariseos, que desprecian a los pecadores, no comprenden esa conducta de Jesús, y murmuran de Él; será ocasión para que Nuestro Señor pronuncie las parábolas de la misericordia.
En este capítulo San Lucas recoge tres de estas parábolas, en las que de modo gráfico Jesús describe la infinita y paternal misericordia de Dios, y su alegría por la conversión del pecador.
El Evangelio enseña que nadie se encuentra excluido del perdón, y que los pecadores pueden llegar a ser hijos queridos de Dios mediante el arrepentimiento y la conversión. Y es tal el deseo divino de que los pecadores se conviertan que las tres parábolas terminan repitiendo, a modo de estribillo, la alegría grande en el Cielo por cada pecador arrepentido.

Lc 15, 1-2. No es ésta la primera vez que publícanos y pecadores se acercan a Jesús (cfr Mt 9, 11). La predicación del Señor atraía por su sencillez, y por sus exigencias de entrega y de amor. Los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras Él (cfr Jn 11, 47). Esa actitud farisaica puede repetirse entre los cristianos: una dureza de juicio tal que no acepte que un pecador, por grandes que hayan sido sus pecados, pueda convertirse y ser santo; una ceguera de mente tal que impida reconocer el bien que hacen los demás y alegrarse de ello. Ya Nuestro Señor sale al paso de esta actitud errada cuando contesta a sus discípulos que se quejan de que otros arrojen demonios en su nombre: «No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí» (Mc 9, 39). Igualmente San Pablo se alegraba de que otros anunciaran a Cristo, e incluso pasaba por alto que lo hicieran por interés, con tal de que Cristo fuese predicado (cfr Flp 1, 17-18).

Lc 15, 5-6. La tradición cristiana, fundada también en otros pasajes evangélicos (cfr Jn 10, 11), aplica esta parábola a Cristo, Buen Pastor, que echa de menos y busca con afán la oveja perdida: el Verbo, descaminada la humanidad por el pecado, sale a su encuentro en la Encarnación. En este sentido comenta San Gregorio Magno: «Puso la oveja sobre sus hombros, porque, al asumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con nuestros pecados» (In Evangelia homiliae, 2, 14).
El Concilio Vaticano II aplica estos versículos de San Lucas al cuidado pastoral que han de tener los sacerdotes: «Acuérdense de que, con su conducta de cada día y con su solicitud, deben mostrar a los fieles y a los infieles, a los católicos y a los no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida y de que, como buenos pastores, han de buscar también a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica de los sacramentos o incluso han perdido la fe» (Lumen gentium, 28). Pero un cuidado semejante, vivido fraternalmente, incumbe también a todo fiel cristiano, que debe ayudar a sus hermanos los hombres en el camino de la salvación y santificación.

Lc 15, 7. No quiere esto decir que el Señor no estime la perseverancia de los justos, sino que aquí se destaca el gozo de Dios y de los bienaventurados ante el pecador que se convierte. Es una clara llamada al arrepentimiento y a no dudar nunca del perdón de Dios. «Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. – Un 'miserere' y ¡arriba ese corazón! – A comenzar de nuevo» (Camino, 711).

Lc 15, 8. La dracma era una moneda de plata que equivalía a un denario, esto es, aproximadamente el jornal de un obrero agrícola (cfr Mt 20, 2).

Lc 15, 11. Estamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús, en la que se nos enseña una vez más que Dios es un Padre bueno y comprensivo (cfr Mt 6, 8; Rm 8, 15; 2Co 1, 3). El hijo que pide la parte de su herencia es figura del hombre que se aleja de Dios a causa del pecado.

Lc 15, 14-15. En este momento de la parábola vemos las tristes consecuencias del pecado. Con esa hambre se nos habla de la ansiedad y el vacío que siente el corazón del hombre cuando está lejos de Dios. Con la servidumbre del hijo pródigo se nos describe la esclavitud a que queda sometido quien ha pecado (cfr Rm 1, 25; Rm 6, 6; Ga 5, 1). Así, por el pecado el hombre pierde la libertad de los hijos de Dios (cfr Rm 8, 21; Ga 4, 31; Ga 5, 13) y se somete al poder de Satanás.

Lc 15, 17-21. El recuerdo de la casa paterna y la seguridad en el amor del padre hacen que el hijo pródigo reflexione y decida ponerse en camino. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios» (Es Cristo que pasa, 64).

Lc 15, 22. Dios espera siempre la vuelta del pecador y quiere que se arrepienta. Cuando llega el hijo pródigo las palabras de su padre no son de reproche sino de inmensa compasión, que le lleva a abrazar a su hijo y a cubrirle de besos. «¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
»Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo (...).
»Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (Es Cristo que pasa, 64).

Lc 15, 27-32. La misericordia de Dios es tan grande que escapa a la comprensión del hombre; y éste es el caso del hijo mayor, que considera excesivo el amor del padre hacia el hijo menor; su envidia no le deja comprender las manifestaciones de amor que el padre muestra el recuperar al hijo perdido, ni compartir la alegría de la familia. «Es verdad que fue pecador. – Pero no formes sobre él ese juicio inconmovible. – Ten entrañas de piedad, y no olvides que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre» (Camino, 675).

Lc 16, 1-8. El administrador infiel se las ingenia para resolver su futura situación de indigencia. El Señor da por supuesta –era evidente– la inmoralidad de tal actuación. Resalta y alaba, sin embargo, la agudeza y empeño que demuestra este hombre para sacar provecho material de su antigua condición de administrador. Jesús quiere que en la salvación del alma y en la propagación del Reino de Dios apliquemos, al menos, la misma sagacidad y el mismo esfuerzo que ponen los hombres en sus negocios materiales o en la lucha por hacer triunfar un ideal humano. El hecho de contar con la gracia de Dios no exime en modo alguno de poner todos los medios humanos honestos que sean posibles, aunque ello suponga esfuerzo arduo y sacrificio heroico.
«¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. – Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes y aun niños: todos igual.
»–Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado» (Camino, 317).

Lc 16, 9-11. Se llaman aquí «riquezas injustas» a los bienes de este mundo que han sido obtenidos por procedimientos injustos. Es tanta la misericordia divina que esa misma riqueza injusta puede ser también ocasión de virtud por medio de la restitución, del pago de daños y perjuicios y, después, excediéndose en la ayuda al prójimo, en las limosnas, en el fomento de las fuentes de trabajo, de riqueza, etc. Tal es el caso de Zaqueo, jefe de publícanos, que se compromete a restituir el cuádruplo de lo que hubiera robado y, además, a entregar la mitad de sus bienes a los necesitados. El Señor ante esa actitud declara categóricamente que la Salvación entró aquel día en casa de Zaqueo (cfr Lc 19, 1-10).
Nuestro Señor habla de fidelidad en lo poco refiriéndose a las riquezas, ya que en realidad éstas son muy poca cosa comparadas con los bienes espirituales. Si el hombre es fiel, generoso y desprendido en el uso de esas riquezas caducas, recibirá al final el premio de la vida eterna, la riqueza máxima y definitiva. Por otra parte, la vida humana por su misma naturaleza es un entramado de cosas pequeñas; quien no les preste atención no podrá realizar cosas grandes. «Todo aquello en que intervenimos los pobrecitos hombres –hasta la santidad– es un tejido de pequeñas menudencias, que –según la rectitud de intención– pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados.
»Las gestas relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. – Ojalá tengas siempre en mucho– ¡línea recta! – las cosas pequeñas» (Camino, 826).
La parábola del administrador infiel es una imagen de la vida del hombre. Todo lo que tenemos es don de Dios, y nosotros somos sus administradores, que tarde o temprano habremos de rendirle cuenta.

Lc 16, 12. Por ajeno se entienden los bienes de este mundo, porque son pasajeros y mudables. Por vuestro se entienden los bienes del espíritu, valores imperecederos, que son radicalmente nuestros porque nos acompañarán en la vida eterna. En otras palabras: ¿Cómo se nos va a dar el Cielo si no hemos sido fieles en la tierra?

Lc 16, 13-14. El servicio en la antigüedad llevaba consigo una dedicación tan total y absorbente al amo que no cabía compartirla con otro trabajo u otro amo.
La tarea de nuestro servicio a Dios, de nuestra santificación, exige que encaminemos hacia Él todos los actos de nuestra vida. El cristiano no tiene un tiempo para Dios y otro para los negocios de este mundo, sino que éstos deben convertirse en servicio a Dios y al prójimo por la rectitud de intención, la justicia y la caridad.
Los fariseos se burlan de la exigencia de Jesús para justificar el apego que tenían a las riquezas; a veces también los hombres intentan ridiculizar el servicio total a Dios y el desprendimiento de los bienes materiales porque no sólo no están dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros puedan tener esa generosidad: les parece que deben existir siempre ocultos intereses.
Véase también la nota a Mt 6, 24.

Lc 16, 15. «Abominable»: la palabra original griega significa culto a los ídolos y, por derivación, el horror que tal culto produce en el verdadero adorador de Dios. Por eso la frase expresa la repugnancia que produce a Dios la actitud de los fariseos, que al querer ser ensalzados se ponen, como Ídolos, en el lugar de Dios.

Lc 16, 16-17. Juan Bautista es como el punto final de la Antigua Alianza, el último profeta de los que habían ido preparando con sus oráculos la venida del Mesías. Con Jesús se inicia la nueva y definitiva etapa de la Historia de la Salvación; sin embargo, los preceptos morales de la antigua Ley siguen vigentes llevados a su perfección por Jesucristo.
«Cada uno se esfuerza por él»: véase la interpretación de estas palabras en el texto paralelo de Mt 11, 12.

Lc 16, 18. La enseñanza del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio es muy clara: cuando un hombre y una mujer han contraído verdadero matrimonio no pueden contraer nuevas nupcias mientras vivan los dos. Esta cuestión ha sido ampliamente comentada en las notas a Mt 5, 31-32 y Mt 19, 9, a las cuales remitimos al lector. Añadamos ahora solamente que el adulterio es una transgresión gravísima del orden moral natural, condenado con frecuencia y de modo expreso en la Sagrada Escritura (por ejemplo: Ex 20, 14; Lv 20, 10; Dt 5, 8; Dt 22, 22; Pr 6, 32; Rm 13, 9; 1Co 6, 9; Hb 13, 4; etc). El Magisterio de la Iglesia ha enseñado constantemente la misma doctrina: «Este amor ratificado por la fidelidad mutua y sobre todo sancionado por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y alma, tanto en la prosperidad como en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio» (Gaudium et spes, 49).

Lc 16, 19-31. La parábola disipa dos errores: el de los que negaban la supervivencia del alma después de la muerte y, por tanto, la retribución ultraterrena, y el de los que interpretaban la prosperidad material en esta vida como premio de la rectitud moral, y la adversidad, en cambio, como castigo. Frente a este doble error la parábola deja claras las siguientes enseñanzas: que inmediatamente después de la muerte el alma es juzgada por Dios de todos sus actos –juicio particular–, recibiendo el premio o el castigo merecidos; que la Revelación divina es, de por sí, suficiente para que los hombres crean en el más allá.
En otro orden de cosas la parábola enseña también la dignidad de toda persona humana por el hecho de serlo, independientemente de su posición social, económica, cultural, religiosa, etc. Y el respeto a esa dignidad lleva consigo la ayuda al desvalido de bienes materiales o espirituales: «Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro» (Gaudium et spes, 27).

Lc 16, 21. La alusión a los perros no parece un detalle de alivio para el pobre Lázaro, sino más bien una intensificación de sus dolores, en contraste con los placeres del rico Epulón, porque los perros, entre los judíos, eran animales impuros y, por tanto, no se domesticaban de ordinario.

Lc 16, 22-26. Los bienes terrenos, como también los sufrimientos, son efímeros: se acaban con la muerte, con la que también termina el tiempo de prueba, nuestra posibilidad de pecar o de merecer; y comienza inmediatamente el gozo del premio o el sufrimiento del castigo, ganados durante la prueba de la vida. Según ha definido el Magisterio de la Iglesia, las almas de todos los que mueren en gracia de Dios, inmediatamente después de su muerte, o de la purgación los que necesitaren de ella, estarán en el Cielo: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo –tanto las que todavía deben ser purificadas por el fuego del Purgatorio como las que inmediatamente después de separarse del cuerpo, como el buen ladrón, son recibidas por Jesús en el Paraíso– constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la Resurrección en el que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Credo del Pueblo de Dios, 28).
La expresión «seno de Abrahán» indica el lugar o estado en «que residían las almas de los santos antes de la venida de Cristo Señor Nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención, disfrutaban de pacífica morada. A estas almas piadosas que estaban esperando al Salvador en el seno de Abrahán, libertó Cristo Nuestro Señor al bajar a los infiernos» (Catecismo Romano, 1, 6, 3).

Lc 16, 24-31. El diálogo entre el rico Epulón y Abrahán es una escenificación didáctica para grabar en los oyentes las enseñanzas de la parábola. Así, en sentido estricto, en el infierno no se puede dar compasión alguna en favor del prójimo, ya que allí sólo reina la ley del odio contra todo y contra todos. «Cuando dijo Abrahán al rico: 'Entre vosotros y nosotros se abre un abismo (...), manifestó que después de la muerte y resurrección no habrá lugar a penitencia alguna. Ni los impíos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y bajarán al infierno. Este es un abismo infranqueable» (Afraates, Desmonstratio 20. De Sustentatione egenorum, 12). Por eso se comprenden las siguientes palabras de San Juan Crisóstomo: «Os ruego y os pido y, abrazado a vuestros pies, os suplico que, mientras gocemos de este pequeño respiro de la vida, nos arrepintamos, nos convirtamos, nos hagamos mejores, para que no nos lamentemos inútilmente como aquel rico cuando muramos y el llanto no nos traiga remedio alguno. Porque aunque tengas un padre o un hijo o un amigo o cualquier otro que tenga influencia ante Dios, sin embargo, nadie te librará, siendo como son tus propios hechos quienes te condenan» (Homilía in I Corinthios).

Lc 17, 1-3. El Señor condena el escándalo, esto es, «cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otros de cometer pecados» (Catecismo Mayor, 417). La enseñanza de Jesucristo es doble. Por una parte, predice que de hecho existirán escándalos. Y por otra, enseña la gravedad del escándalo por el castigo que se le aplica.
La razón de esa gravedad estriba en que el escándalo «tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas; de la muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y es causa de una multitud de pecados. Por eso amenaza Dios a los escandalosos con los más severos castigos» (Catecismo Mayor, 418). Véanse notas a Mt 18, 6-8.10.
«Andaos con cuidado»: Es una grave advertencia, que tiene un doble sentido: no escandalizar a los demás y no dejarse influir por los escándalos de los otros.
Las personas que gozan de cualquier género de autoridad o renombre (padres, educadores, gobernantes, escritores, artistas, etc.), pueden escandalizar más fácilmente. Debemos examinar con exigencia nuestra conducta a este respecto, teniendo en cuenta la advertencia del Señor: «andaos con cuidado».

Lc 17, 2. Las ruedas de molino eran redondas con un agujero grande en medio. La frase del Señor es, pues, muy expresiva. Se trataría de meter ajustadamente la cabeza por el agujero sin poderla sacar después.

Lc 17, 3-4. Para ser cristiano hay que perdonar de verdad y siempre. Además, hay que corregir al hermano que yerra para que cambie de conducta. Pero como la corrección fraterna debe estar llena de caridad, ha de hacerse con gran delicadeza. De otro modo humillaríamos al que ha faltado: y no debemos humillarle sino ayudarle a ser mejor.
No se debe confundir el perdón de las ofensas –que obliga siempre– con la cesión de los derechos injustamente dañados.
Se pueden exigir sin ninguna clase de odio, y a veces esos derechos se deben ejercitar por razones de caridad y de justicia. «No confundamos los derechos del cargo con los de la persona. – Aquéllos no pueden ser renunciados» (Camino, 407).
Un perdón sincero tiende a olvidar la ofensa y a ofrecer señales de amistad, que facilitan el arrepentimiento del ofensor.
La vocación cristiana es una llamada a la santidad que Dios hace a cada uno. Pero al mismo tiempo es una exigencia esencial de esa misma vocación el preocuparse apostólicamente por el bien espiritual de los demás; de tal modo que el cristianismo no se puede vivir de una forma aislada y egoísta. Así, «si alguno de vosotros se desviara de la verdad y otro le convirtiera, debe saber que quien convierte a un pecador de su mal camino salvará su propia alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados» (St 5, 20).

Lc 17, 5. «Auméntanos la fe»: cada uno de nosotros debería repetir esta súplica de los Apóstoles como una jaculatoria. «'Omnia possibilia sunt credenti' – Todo es posible para el que cree. – Son palabras de Cristo.
»– ¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles : 'adauge nobis fidem!'–¡auméntame la fe!?» (Camino, 588).

Lc 17, 6. «No soy 'milagrero'.–Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe.–Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, '¡apostólicos!'– que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales.–Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!» (Camino, 583).

Lc 17, 7-10. Jesús no aprueba ese trato abusivo y arbitrario del amo, sino que se sirve de una realidad muy cotidiana para las gentes que le escuchaban, e ilustra así cuál debe ser la disposición de la criatura ante su Creador: desde nuestra propia existencia hasta la bienaventuranza eterna que se nos promete todo procede de Dios, como un inmenso regalo. De ahí que el hombre siempre esté en deuda con el Señor, y por más que haga en su servicio no pasan sus acciones de ser una pobre correspondencia a los dones divinos. El orgullo ante Dios no tiene sentido en una criatura. Lo que aquí nos inculca Jesús lo vemos hecho realidad en la Virgen María, que respondió ante el anuncio divino: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Lc 17, 11-19. El lugar donde se desarrolla la escena explica que anduviera un samaritano junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos (cfr Jn 4, 9), pero el dolor unía a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza.
Según estaba mandado en la Ley de Moisés los leprosos, precisamente para evitar el contagio, debían vivir lejos del trato con la gente, y dar muestras visibles de su enfermedad (cfr Lv 13, 45-46). Esto explica que no se acerquen a Jesús y a quienes le acompañaban, sino que desde lejos expusieran la petición a gritos. El Señor, antes de curarles, les manda que vayan a los sacerdotes para que certifiquen su curación (cfr Lv 14, 2 ss.) y cumplan los ritos establecidos. La obediencia de los leprosos al mandato de ir a los sacerdotes supone una prueba de fe en las palabras de Jesús. Efectivamente, al poco de ponerse en marcha quedan limpios.
Sin embargo sólo uno de ellos, el samaritano que vuelve alabando y agradeciendo el milagro, recibe un don aun mayor que la curación de la lepra. Jesús, en efecto, le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19), y alaba las manifestaciones de agradecimiento de este hombre. El Evangelio nos ha conservado la escena para enseñanza nuestra. «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día.–Porque te da esto y lo otro. – Porque te han despreciado. – Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
»Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya.–Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta.–Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
»Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (Camino, 268).

Lc 17, 20-21. Los fariseos, como otros muchos judíos de aquella época, se imaginaban el establecimiento del Reino de Dios como un poder visible, externo, político. Jesús, en cambio, enseña que es un poder eminentemente espiritual, sobrenatural, que desde su venida ya está operando –aunque su culminación será después de su segunda venida o Parusía al fin de los tiempos–, sobre todo en el interior de los hombres, aunque también sea visible y externo –como es visible la Iglesia–.

Lc 17, 22. Después de que los Apóstoles reciban el Espíritu Santo el día de Pentecostés consagrarán su vida entera a predicar con valentía y audacia el mensaje de Jesucristo, y a ganar a todos los hombres para el Señor. Esto les acarreará muchas y graves contradicciones, y sufrirán tanto que anhelarán ver «uno solo de los días del Hijo del Hombre», es decir, uno de los días del triunfo de Jesucristo. Pero este triunfo glorioso no llegará hasta la segunda venida del Señor.

Lc 17, 23-36. Estas palabras del Señor constituyen una profecía acerca de la última venida del Hijo del Hombre. Hay que tener en cuenta que en la profecía se interponen a menudo diversos planos de sucesos, se suelen utilizar gran cantidad de símbolos y modos de hablar, de manera que el claroscuro que presentan hace que podamos vislumbrar los acontecimientos futuros, aunque los detalles concretos sólo quedarán claros a medida que vayan acaeciendo. La última venida del Señor será repentina, inesperada; muchos hombres estarán desprevenidos. Jesús ilustra esta verdad con ejemplos de la Historia Sagrada: como en los días de Noé (cfr Gn 6, 9-9, 17) y como en los de Lot (cfr Gn 18, 16-19, 27), el juicio divino sobre los hombres vendrá de repente. Cada uno se presentará ante el Juez divino en la hora de la muerte. De este modo la enseñanza de Jesús no se refiere sólo a un futuro remoto, sino que tiene una urgencia de presente: ya ahora debe el discípulo vigilar su propia conducta, puesto que el Señor puede llamarle a rendir cuentas cuando menos se lo espere.

Lc 17, 33. «La conservará viva»: en realidad el verbo griego correspondiente traducido al pie de la letra sería: «la engendrará a la vida», es decir, «dará al alma la verdadera vida». Según esto, el sentido de las palabras del Señor parece ser el siguiente: el que quiera conservar a todo trance esta vida terrena, haciendo de ella el valor fundamental, perderá la felicidad eterna; por el contrario, el que esté dispuesto a perder esta vida de la tierra, es decir, a resistir hasta la muerte a los enemigos de Dios y del alma, en esa lucha ganará la eterna felicidad. Las palabras de este versículo, aunque distintas en la letra, son casi idénticas en su contenido a las de Lc 9, 24.

Lc 17, 36. Este versículo parece añadido al texto de Lucas tomándolo de Mt 24, 40: falta, en efecto, en los mejores códices griegos.

Lc 17, 37. «¿Dónde, Señor?»: Los fariseos habían preguntado a Jesús cuándo llegaría el Reino de Dios (v. 20). Ahora los discípulos, tras las explicaciones del Maestro, le preguntan ¿dónde?; ante esta interrogación, fruto de la curiosidad natural, Jesús responde con una frase que tiene todo el sabor de un proverbio y que nos indica, precisamente por su sentido enigmático, que no quiso responder con claridad a lo que le preguntaban. Así, pues, el breve discurso del Señor sobre la venida del Reino de Dios y de Cristo se abre y se cierra con preguntas superficiales de los oyentes, pero que dan pie al Señor para exponer una doctrina que será entendida después.
«Dondequiera que esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas»: el texto griego emplea un vocablo que indica indistintamente águila o buitre. En cualquier caso esta frase proverbial indica la rapidez con que las aves de rapiña se dirigen a su presa. Aquí parece referirse al modo en que tendrá lugar la segunda venida del Hijo de Dios y el juicio que le acompañará: de manera repentina e imprevista, sin concretar más. La Sagrada Escritura, en otros lugares, recoge la misma idea: «Pero en cuanto al tiempo y al momento, no necesitáis, hermanos, que os escriba. Porque vosotros sabéis muy bien que como el ladrón de noche, así vendrá el día del Señor» (1Ts 5, 1-2). Una vez más, Jesús exhorta a la vigilancia: no descuidemos lo más importante de nuestra vida, la salvación eterna. «Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. – Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves» (Camino, 297).
Por lo demás, la curiosidad de los fariseos y de los discípulos sobre el cuándo, dónde, etc., que les distraía de lo principal de la enseñanza de Jesús, la padecemos nosotros también con frecuencia ante acontecimientos tan importantes como la muerte: cuántas veces se nos va el tiempo en ponderar las circunstancias de la muerte de nuestros conocidos, y desatendemos el aviso que es el acabarse esta vida –del modo que sea– y encontrarse con Dios.

Lc 18, 1-8. La parábola del juez injusto es una enseñanza muy expresiva acerca de la eficacia de la oración perseverante y firme. A su vez constituye la conclusión de la doctrina sobre la vigilancia, expuesta en los versículos anteriores (Lc 17, 23-26). El hecho de comparar al Señor con una persona como ésta, pone de relieve el contraste entre ambos: si hasta un juez injusto termina por hacer justicia a aquél que insiste con perseverancia, cuánto más Dios, infinitamente justo y Padre nuestro, escuchará las oraciones perseverantes de sus hijos. Dios, en efecto, hará justicia a sus elegidos que claman a Él sin cesar.

Lc 18, 8. La enseñanza de Jesús sobre la perseverancia en la oración se une con la severa advertencia de que es preciso mantenerse fieles en la fe; fe y oración van íntimamente unidas: «Creamos para orar –comenta San Agustín–; y para que no desfallezca la fe con que oramos, oremos. La fe hace brotar la oración, y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe» (Sermo 115).
El Señor ha anunciado su asistencia a la Iglesia para que pueda cumplir indefectiblemente su misión hasta el fin de los tiempos (cfr Mt 28, 20); la Iglesia, por tanto, no puede desviarse de la verdadera fe. Pero no todos los hombres perseverarán fieles sino que algunos se apartarán voluntariamente de la fe. Es el gran misterio que San Pablo llama de iniquidad y apostasía (2Ts 2, 3), y que el mismo Jesucristo anuncia en otros lugares (cfr Mt 24, 12-13). De este modo nos previene el Señor para que, aunque a nuestro alrededor haya quienes desfallezcan, nos mantengamos vigilantes y perseverando en la fe y en la oración.

Lc 18, 9-14. El Señor completa su enseñanza sobre la oración; además de ser perseverante y llena de fe, la oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido de sus pecados: cor contritum et humiliatum, Deus, non despides (Sal 51, 19), el Señor, que nunca desprecia a un corazón contrito y humillado, resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (cfr 1P 5, 5; St 4, 6).
La parábola presenta dos tipos humanos contrapuestos: El fariseo, meticuloso en el cumplimiento externo de la Ley; y el publicano, por el contrario, considerado pecador público (cfr Lc 19, 7). La oración del fariseo no es grata a Dios debido a su orgullo, que le lleva a fijarse en sí mismo y a despreciar a los demás. Comienza dando gracias a Dios, pero es obvio que no se trata de verdadera acción de gracias, puesto que se jacta de lo bueno que ha hecho, y no es capaz de reconocer sus pecados; como se cree ya justo, no tiene necesidad, según él, de ser perdonado; y, efectivamente, en sus pecados permanece; a él se aplica también lo que dijo el Señor en otra ocasión a un grupo de fariseos: «Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero porque decís: vemos, por eso permanece vuestro pecado» (Jn 9, 41). El fariseo bajó del Templo, pues, con sus propios pecados.
Por el contrario, el publicano reconoce su indignidad y se arrepiente sinceramente: éstas son las disposiciones necesarias para ser perdonado por Dios.

Lc 18, 15. El adverbio «también» hace suponer que en aquella ocasión las madres le presentaban sus niños pequeños, al mismo tiempo que otros le llevaban los enfermos.
«Para que les impusiera las manos»: el texto emplea un verbo con la significación genérica de tocar o tomar. A la vista de las curaciones de los enfermos, es muy comprensible que los familiares le acercaran a los niños para asegurar la buena salud de ellos por el contacto con Jesús; de una manera semejante pensaba la hemorroísa al tocar el manto del Señor (cfr Mt 9, 20-22). En el texto paralelo de San Mateo se especifica un poco más: «Le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase» (Mt 19, 13), es decir, para que los bendijera.

Lc 18, 15-17. El episodio de Jesús y los niños viene a corroborar la doctrina sobre la humildad, expuesta en la parábola del fariseo y del publicano. «¿Por qué dice, pues, que los niños son aptos para el Reino de los Cielos? Quizás porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a vengarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas y desconocen la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).
Recibir el Reino de Dios como niños, hacerse niños ante Dios es «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños» (Es Cristo que pasa, 143).

Lc 18, 18-27. Triste es la historia de este hombre, joven según detalla Mt 19, 20, que cambia su vocación de apóstol por los bienes materiales. También hoy, ante el Señor que llama a una entrega total podemos responder que no y preferir nuestro dinero, nuestra honra, nuestra comodidad, nuestro prestigio profesional, en una palabra, nuestro egoísmo.
«Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante. – Pero que no 'encaja': si le hablas de sacrificio y apostolado, se entristece y se te va.
»No te preocupe. – No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: 'si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres' (sacrificio)... 'y ven después y sígueme' (apostolado).
»El adolescente 'abiit tristis' –se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia» (Camino, 807).

Lc 18, 22. La frase «ven y sígueme» es mucho más expresiva en el texto original. Quizás más exactamente podría traducirse: «Y, ¡venga! ¡sígueme!». Con ello Jesús le hizo no una suave invitación, sino una llamada imperiosa a su seguimiento inmediato.

Lc 18, 24-26. La imagen del camello y de la aguja es una hipérbole que describe la enorme dificultad de que un rico esté desprendido de sus riquezas y entre en el Reino de los Cielos.
«Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt 6, 21)» (Es Cristo que pasa, 35).

Lc 18, 27. El cristiano debe ser audaz en los caminos de su propia santificación y del apostolado. No ha de considerar sus propias fuerzas sino el poder infinito de Dios.

Lc 18, 28-30. Jesús responde plenamente a la inquietud de Pedro y de los demás discípulos. Las palabras de Cristo dan seguridad a quienes, después de haber entregado todo al Señor, pueden sentir en algún momento la nostalgia de lo que dejaron. La promesa de Jesús rebasa con creces lo que el mundo puede dar. El Señor nos quiere felices también en esta vida: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya aquí en la tierra, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. A este gozo y paz, que son también un anticipo de la felicidad del Cielo, hay que añadir aún la bienaventuranza eterna. Comentando este pasaje se dice en Camino (n. 670): «¡A ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!»
Sobre la naturaleza de este premio prometido ver también Mc 10, 28-30 y la nota correspondiente.

Lc 18, 31-40. Las palabras de Jesús resultaban incomprensibles a los Apóstoles por la idea demasiado humana que tenían del Mesías, y se resistían a aceptar que Jesús había de ser entregado a la muerte. Cuando más tarde recibieron el Espíritu Santo comprendieron claramente que «Dios cumplió lo que había anunciado por boca de todos los profetas, que Cristo había de padecer» (Hch 3, 18). Así pues, «el dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla» (Es Cristo que pasa, 168). Debemos frecuentar el trato con el Espíritu Santo para que nos haga comprender el sentido del dolor y su alcance corredentor. Además, debemos pedirle que nos haga comprender que sólo cuando nos decidamos a colocar la Cruz en el centro de nuestra vida vendrán la paz y la alegría verdaderas a nuestra alma.
Señala San Juan Crisóstomo que la Pasión de Cristo «había sido anunciada por Isaías cuando dijo: 'he ofrecido mis espaldas a los azotes, mis mejillas a las bofetadas y no he apartado mi cara de los salivazos' (Is 50, 6), y aun el mismo profeta predijo el suplicio de la Cruz con estas palabras: 'entregó su vida a la muerte, y fue considerado entre los inicuos' (Is 53, 12). Y por eso añade el texto: 'y después de azotarlo, lo matarán'; pero David también había anunciado su resurrección cuando dijo: 'no dejarás mi alma en el abismo' (Sal 16, 10). En cumplimiento de ello añade el Señor: 'y al tercer día resucitará'» (Hom. sobre S. Mateo, 66).

Lc 18, 35-43. El ciego de Jericó aprovecha sin demora la ocasión del paso de Jesús. No se pueden desperdiciar las gracias del Señor porque no sabemos si las volverá a conceder. San Agustín formuló lapidariamente la urgencia de corresponder al don divino, al paso de Cristo, con la conocida frase: Timeo Jesum praetereuntem et non redeuntem, «temo que Jesús pase y no vuelva». Porque Jesús, alguna vez al menos, pasa por la vida de todos los hombres.
El ciego de Jericó confiesa a gritos que Jesús es el Mesías –Le da el título mesiánico de Hijo de David–, y le pide lo que necesita: ver. Su fe es activa: grita, insiste, a pesar de los obstáculos de la gente. Y logra que Jesús le oiga y le llame. Dios ha querido que en el santo Evangelio haya quedado constancia del episodio de este hombre, ejemplo de cómo debe ser nuestra fe y nuestra petición: firme, sin dilaciones, constante, por encima de los obstáculos, sencilla, hasta conseguir llegar al corazón de Jesucristo.
«¡Señor, que vea!» Esta jaculatoria sencilla debe aflorar continuamente a nuestros labios, salida de lo más hondo del corazón. Es muy útil repetirla en momentos de duda, de vacilación, cuando no entendemos los planes de Dios, cuando se ensombrece el horizonte de la entrega. Incluso es válida para quienes buscan a Dios sinceramente, sin que todavía tengan el don inapreciable de la fe. Cfr también nota a Mc 10, 46-52.

Lc 19, 1-10. Jesucristo es el Salvador de los hombres; ha curado a muchos enfermos, ha resucitado a muertos, pero sobre todo ha traído el perdón de los pecados y el don de la gracia a los que se le acercan con fe. Como antes en el caso de la pecadora (cap. 7), ahora Jesús trae la salvación a Zaqueo, puesto que la misión del Hijo del Hombre es salvar lo que estaba perdido.
Zaqueo pertenecía al oficio de los publícanos, odiados por el pueblo porque eran colaboradores del poder romano y abusaban frecuentemente en la recaudación de impuestos (cfr nota a Mt 5, 46). El Evangelio deja entrever que también este hombre tenía de qué arrepentirse (cfr vv. 7-10). Lo cierto es que quiere ver al Señor, sin duda movido por la gracia, y para ello pone todos los medios a su alcance. Jesús premia este esfuerzo de Zaqueo, hospedándose en su casa. Conmovido por la presencia del Señor inicia una vida nueva.
Quienes ven esta escena murmuran contra Jesús porque trata afectuosamente a un hombre a quien ellos estiman pecador. El Señor, en vez de excusarse, manifiesta claramente que ha venido precisamente a eso: a buscar a los pecadores. Este episodio hace realidad la parábola de la oveja perdida (cfr Lc 15, 4-7), cuya enseñanza ya estaba profetizada en Ezequiel: «Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma» (Ez 34, 16).

Lc 19, 4. El sicómoro es un árbol semejante al moral, pero de más altura y de tronco más grueso.
Zaqueo quiere ver a Jesús. Para conseguirlo no tiene reparo en mezclarse con la muchedumbre. Como el ciego de Jericó salta por encima de los respetos humanos. Así ha de ser nuestra búsqueda de Dios: ni falsa vergüenza ni miedo al ridículo deben impedir que pongamos los medios para encontrar al Señor. «Convéncete de que el ridículo no existe para quien hace lo mejor» (Camino, 392).

Lc 19, 5-6. Estamos ante una clara manifestación de cómo actúa Dios para salvar a los hombres. Jesús llama individualmente, por su nombre, a Zaqueo pidiéndole que lo reciba en su casa. El Evangelio subraya que lo recibió prontamente y con alegría. Así debemos responder nosotros a las llamadas que Dios nos hace a través de su gracia.

Lc 19, 8. Zaqueo, en su inmediata correspondencia a la gracia, manifiesta el propósito de devolver el cuádruplo de lo que injustamente podría haber defraudado. Con esto va más allá de lo que ordena la Ley de Moisés (cfr Ex 21, 37s.). Además, en una generosa compensación, entrega a los pobres la mitad de sus bienes. «Aprendan los ricos –comenta San Ambrosio– que no consiste el mal en tener riquezas, sino en no usar bien de ellas; porque así como las riquezas son un impedimento para los malos, son también un medio de virtud para los buenos» (Expositio evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 19, 10. Este deseo ardiente de Jesús por buscar un pecador para salvarlo nos ha de llenar de la esperanza de alcanzar la salvación eterna: «Elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?» (Expositio evangelii sec. Lucam, in loc.).

Lc 19, 11. Los discípulos tenían una idea equivocada acerca del Reino de Cristo, pensaban que era inminente y de carácter temporal, y que Jesús, venciendo el poder opresor de Roma, lo instauraría pronto para entrar triunfalmente en la santa ciudad de Jerusalén; ellos esperaban que cuando llegase aquel momento tendrían un puesto de privilegio en el Reino. La opinión de los Apóstoles es una tentación de siempre para los cristianos que no entienden con claridad el carácter trascendente, sobrenatural, del Reino de Dios en este mundo, es decir de la Iglesia, que «sólo pretende una cosa: el advenimiento del Reino de Dios y la salvación de toda la humanidad» (Gaudium et spes, 45).
El Señor nos enseña con la parábola de las minas que, aunque ya ha comenzado su reinado, la manifestación plena y total del mismo tardará en llegar. En el tiempo que queda es preciso trabajar con los medios que el Señor nos ofrece y con las gracias que nos da para merecer la recompensa.

Lc 19, 13. La mina no era moneda acuñada, pero sí una unidad contable; su valor equivalía a 35 gramos de oro. Esta parábola de las minas es semejante a la de los talentos, que relata San Mateo (cfr Mt 25, 14-30).

Lc 19, 14. La última parte de este versículo, aunque está en un contexto muy concreto, refleja la actitud de muchas personas que no quieren aceptar el suave yugo del Señor, y le rechazan como Rey. «En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
»Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que Él reine» (1Co 15, 25) (Es Cristo que pasa, 179).

Lc 19, 17. Dios cuenta con nuestra fidelidad en las cosas pequeñas y su recompensa será mayor cuanto mayor sea nuestro esfuerzo: «Porque fuiste in pauca fidelis' –fiel en lo poco–, entra en el gozo de tu Señor. – Son palabras de Cristo. – 'In pauca fidelis!...' – ¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan?» (Camino, 819).

Lc 19, 24-26. Dios exige de nosotros un serio empeño para hacer fructificar los dones que hemos recibido, y al mismo tiempo recompensa espléndidamente a quienes corresponden a su gracia. El rey de la parábola se muestra generoso con los siervos que supieron multiplicar las minas y es magnánimo en el premio. En cambio actúa con toda severidad con el siervo perezoso; éste también había recibido un don de su señor, no lo había dilapidado sino que lo había guardado cuidadosamente, y este modo de proceder indigna a su rey; el siervo no ha cumplido el mandato que se le había dado juntamente con la mina: negociad hasta mi vuelta. Si sabemos apreciar los tesoros que el Señor nos ha dado –la vida, el don de la fe, la gracia–, pondremos un gran empeño en hacerlos fructificar: en el cumplimiento de nuestros deberes, en nuestro trabajo y en nuestro apostolado. «Que tu vida no sea vida estéril. – Se útil. – Deja poso. – Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
»Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. – Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, 1).

Lc 19, 28. De ordinario en los Evangelios, cuando se habla de ir a la Ciudad Santa se dice que se sube hacia Jerusalén (cfr Mt 20, 18; Jn 7, 8). Esto se debe a que geográficamente la ciudad está sobre el monte Sión. Por otra parte, al ser el Templo el centro político y religioso, subir a Jerusalén tenía un sentido sagrado de ascenso al lugar santo, donde se ofrecían sacrificios y ofrendas a Dios.
De modo peculiar en el Evangelio de San Lucas se ve cómo toda la vida de Nuestro Señor es un continuo caminar y subir hacia Jerusalén, donde se consuma su entrega al sacrificio redentor de la Cruz. En este momento Jesucristo sube hacia Jerusalén, consciente de que se acerca el momento de su Pasión y Muerte.

Lc 19, 30-35. Jesús utiliza un borrico para su entrada en Jerusalén; cumple así un oráculo profético: «Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, justo y salvador, montado en un asno, en un pollino hijo de asna» (Za 9, 9).
El pueblo y sobre todo los fariseos conocían bien esta profecía. Por eso este acto, dentro de su sencillez, reviste una solemnidad que conmueve a los asistentes: enardece al pueblo e irrita a los fariseos. El Señor, al dar cumplimiento a la profecía, se presenta ante todos como el Mesías profetizado en el Antiguo Testamento.
Otros aspectos de este episodio han sido comentados a propósito de Mc 11, 3.

Lc 19, 38. Cristo es saludado con las palabras proféticas para la entronización del Mesías, escritas en el Salmo (Sal 118, 26): «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» Pero además es aclamado como Rey por el pueblo. Es la hora de la gran manifestación mesiánica. Los fariseos se indignan. En medio del júbilo se oye esta exclamación: «Paz en el cielo y gloria en las alturas», como un eco del anuncio del ángel a los pastores en la noche de Navidad (cfr Lc 2, 14).

Lc 19, 40. A los reproches de los fariseos, escandalizados por las aclamaciones del pueblo, el Señor responde con una frase de estilo proverbial: es tan evidente su dignidad mesiánica que si los hombres no la reconocieran sería proclamada por la naturaleza misma. De hecho, cuando por miedo callan sus conocidos en el Calvario tembló la tierra y se partieron las piedras (cfr Mt 27, 51), estremecidas por su muerte. El Señor, que en otras circunstancias había impuesto silencio a quienes le querían aclamar como Rey y Mesías, ahora cambia de actitud: ha llegado el momento de la manifestación pública de su dignidad y de su misión.

Lc 19, 41-44. Cuando la comitiva llega a un lugar desde donde se domina la ciudad su alegría se ve turbada por el inesperado llanto de Jesús. El Señor explica la razón de su dolor al profetizar la destrucción de la Ciudad Santa, a la que tanto quería: no quedará piedra sobre piedra y sus moradores serán aplastados, profecía que se cumplió el año 70, cuando Tito arrasó la ciudad y destruyó el Templo.
En el desarrollo de los acontecimientos históricos se cumple un castigo: Jerusalén no ha conocido la visita que se le ha hecho, es decir, ha permanecido insensible ante la venida salvadora del Redentor. Jesús tuvo para los judíos un amor de predilección: fueron los primeros en recibir la predicación del Evangelio (cfr Mt 10, 5-6); a ellos dedicó el Señor su ministerio. Había mostrado con su palabra y sus milagros que era el Hijo de Dios y el Mesías anunciado en las Escrituras. Sin embargo, los judíos despreciaron la gracia que el Señor venía a traerles: los dirigentes de la nación judía arrastraron al pueblo hasta pedir la crucifixión.
Jesús nos visita a cada uno de nosotros, viene como nuestro Salvador, nos enseña por medio de la predicación de la Iglesia, nos da su perdón y su gracia en los Sacramentos.
No debemos rechazar al Señor, no debemos permanecer insensibles a su visita.

Lc 19, 45-48. La indignación de Jesús manifiesta su celo por la gloria del Padre, que debe reconocerse ahora en el respeto al Templo. De modo enérgico echa en cara a los vendedores el ejercicio de unas funciones ajenas al culto divino (cfr Mt 21, 12; Mc 11, 15). Los mismos sacerdotes permitían semejantes abusos, que también reportaban beneficios para ellos al cobrar unas tasas. Los vendedores realizaban unas funciones necesarias para el culto divino, pero las habían viciado por su afán de lucro, convirtiendo el Templo en un mercado.
«Mi casa será casa de oración». Con este texto de Isaías (Is 56, 7; cfr Jr 7, 11) Jesús subraya la finalidad del Templo. El gesto del Señor enseña el respeto que merecía el Templo de Jerusalén. Cuánta mayor veneración merecen nuestros templos, donde Jesús mismo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía (cfr notas a Mt 21, 12-13 y Mc 11, 15-18).

Lc 20, 1-40. El ministerio público de Jesús está llegando a su fin. Desde Jericó ha subido a Jerusalén en su último viaje. Ya no saldrá de la Ciudad Santa y sus alrededores hasta su muerte. Ha hecho su entrada como Mesías en el Templo y lo ha purificado. Y con la potestad de Mesías, predica ahora en los atrios del Templo. Él Evangelista narra en este capítulo una serie de disputas originadas por fariseos o saduceos: sobre la potestad de Jesús (1-8), la licitud del tributo al César (20-26) y la resurrección de los muertos (27-40). Termina el capítulo con una contrarréplica del Señor acerca del Mesías preguntándoles cómo entienden las palabras del Salmo (Sal 111, 1), y con la parábola de los viñadores homicidas (9-19). Los Apóstoles recordaron con especial emoción estos sucesos previos a la Pasión y Muerte del Salvador, que, a la luz de los acontecimientos de Pascua, adquirieron para ellos toda su trascendencia. Él largo caminar de Jesús desde Galilea a Jerusalén llega a la meta: pero las autoridades de la Ciudad Santa rechazan al Mesías y Salvador. No obstante, allí se operará la Salvación del género humano merced al sacrificio del Hijo de Dios.

Lc 20, 1-8. Las preguntas de los príncipes de los sacerdotes y escribas son insidiosas, y las respuestas de Jesús son rápidas y están de acuerdo con la actitud de los interlocutores.
La pregunta «con qué potestad haces estas cosas» está relacionada con toda la actuación del Señor. Por eso el término técnico «potestad» ha de entenderse en toda su hondura: con qué poder, con qué autoridad actúa Jesús. Él Señor, dada la mala intención de la pregunta, esquiva una respuesta explícita, haciéndoles una contrapregunta sobre el bautismo de Juan. Ante la respuesta evasiva de sacerdotes y escribas, el Señor zanja la cuestión: afirma que tiene esta autoridad y se niega a decir cómo la ha recibido. Pocos días después, cuando reunido todo el Sanedrín se le formule solemnemente la pregunta de si es el Mesías e Hijo de Dios, contestará con toda claridad que lo es, poniendo de manifiesto con ello el fundamento de su potestad y el porqué de su actuación.

Lc 20, 9-19. Acercándose los días de su Pasión, el Señor descubre a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas la gravedad del pecado que están cometiendo al rechazarle, y las terribles consecuencias que se seguirán. Con este fin expone una parábola, cuyo tema central es de larga raigambre en la Sagrada Escritura y muy conocido por los oyentes: el pueblo de Israel es la viña del Señor. De los muchos lugares en que esta comparación aparece en el Antiguo Testamento (Os 10, 1; Jr 10, 21; Jr 12, 10; Ez 19, 10-14; Sal 81, 8-19), uno tiene especial resonancia: el cántico de la viña que en lugar de uvas dio agrazones (Is 5, 1-7); las palabras del Señor parecen evocar aquella queja profética: «¿qué más se puede hacer ya a mi viña que no se lo haya hecho yo?». Cada personaje de la parábola del Evangelio ocupa su lugar con claridad: la viña es Israel; los colonos son los jefes del pueblo; los siervos que envía el Señor a la viña son los profetas tantas veces maltratados; el hijo es el mismo Jesucristo, Hijo unigénito del Padre. Jesús alude a su muerte en las afueras de la ciudad: los colonos le sacan fuera de la viña –Jerusalén– y le matan. Él dueño de la viña es Dios. Los príncipes de los sacerdotes y los escribas comprenden el final de la parábola y se horrorizan, por eso gritan: «¡De ningún modo!». En efecto, según las palabras del Señor el dueño de la viña exterminará a esos colonos y se la dará a otros. Se trata de la reprobación de los jefes del pueblo. Él Señor, para confirmar la enseñanza de la parábola, concluye aplicándose a Sí mismo las palabras del Salmo (Sal 118, 22): Él es la piedra angular rechazada por los arquitectos.
La parábola contiene una enseñanza cuya aplicación es clara para todos nosotros: es un grave pecado rechazar al Señor, despreciar la gracia de Dios. Si nuestro corazón se endurece como el de aquellos sacerdotes y escribas, será inevitable que oigamos de labios del Señor parecidas palabras de reprobación.
Él pasaje termina con una nota triste: heridos en su soberbia por la claridad de las palabras de Jesús, se endurecen todavía más hasta el punto de intentar matarle.

Lc 20, 20-26. Los jefes del pueblo buscan algún motivo para acusar a Jesús. Con este fin le plantean dos preguntas capciosas: sobre la legitimidad de la autoridad romana y sobre la resurrección de los muertos (vv. 27-39).
La pregunta de si es lícito pagar el tributo al César es maliciosa: si el Señor contesta que sí, podrán acusarle de que colabora con el poder romano, que los judíos odiaban puesto que era invasor; si contesta que no, podrán acusarle ante Pilato, autoridad romana, de rebelión.
La respuesta del Señor sorprende por su sencillez, profundidad y prudencia. Pone de relieve un deber irrenunciable para todos los hombres: dar a Dios lo que es de Dios. Esta frase es la clave para entender la respuesta en toda su profundidad: por encima de todo está el reconocimiento de la soberanía divina.
Jesucristo, por ser Dios y hombre verdadero, tiene poder sobre todas las cosas, incluso sobre las realidades temporales, pero durante su vida en la tierra «se abstuvo por completo de ejercer semejante dominio y, como se despreocupó de la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus poseedores y se las deja ahora» (Quas primas). Actúa así el Señor con el fin de que su Reino –que es espiritual– no se confunda con un reino terreno.
Al mismo tiempo da solución con su respuesta al problema de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Ambas han de tener su respectiva independencia y esfera de actuación propia, a la vez que deberán mantener una colaboración eficaz para aquellos asuntos que por su naturaleza requieran la actuación de ambas potestades, como enseña el Concilio Vaticano II: «cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Tanto más eficazmente ejercerán este servicio en bien de todos, cuanto mejor cultiven entre ellas una sana colaboración» (Gaudium et spes, 76).
Jesús nos enseña aquí también el deber de cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos. En este mismo sentido exhortaba San Pablo a los romanos: «Pagad a todos lo que se les debe; a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien honor, honor» (Rm 13, 7).
Así lo vivieron también los primeros cristianos: «En cuanto a tributos y contribuciones, nosotros (los cristianos) procuramos pagarlos antes que nadie a quienes vosotros tenéis para ello ordenados, tal como Él (Jesús) nos enseñó» (Apología 1, 17, 1).

Lc 20, 27-40. Los saduceos no creían en la resurrección de la carne y negaban la inmortalidad del alma. Se acercan al Señor para plantearle una cuestión que le ponga en aprieto. Según la ley del levirato (cfr Dt 25, 5 ss.), si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano tenía obligación de casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano. Las consecuencias de esta ley parecen provocar una situación ridícula a la hora de la resurrección de los cuerpos.
El Señor contesta reafirmando la existencia de la resurrección, y, al enseñar las propiedades de los resucitados, se desvanece el argumento de los saduceos. En este mundo, los hombres contraen nupcias para perpetuar la especie; ése es el fin primario del matrimonio. Tras la resurrección no habrá más nupcias, porque los hombres no podrán morir.
El Señor, citando la Sagrada Escritura (Ex 3, 2.6), pone de manifiesto el grave error de los saduceos, y argumenta: Dios no es Dios de muertos sino de vivos, es decir, existe una relación permanente entre Dios y Abrahán, Isaac y Jacob, que hacía tiempo que habían muerto. Por tanto, aunque estos justos hayan muerto en cuanto al cuerpo, viven con verdadera vida en Dios –sus almas son inmortales– y esperan la resurrección de los cuerpos.
Vid. también notas a Mt 22, 23-33 y Mc 12, 18-27.

Lc 20, 41-44. Jesús afirma no sólo que es hijo de David, sino también que es Señor y Dios. Para ello cita las palabras del Salmo (Sal 109): al Mesías, descendiente de David, sentado a la derecha de Dios, el mismo David le llama Señor. Alude Jesús con estas palabras al misterio de su Encarnación: es hijo de David según la carne, y es Dios y Señor por ser Hijo del Padre, igual a Él en todo: así puede entenderse que sea Señor de David habiendo nacido mucho después que él.

Lc 21, 1-4. El Señor, rodeado de sus discípulos, observa cómo la gente deposita sus ofrendas en el gazofilacio. Era éste un lugar situado en el atrio de las mujeres, en el que existían varias huchas destinadas a recoger las ofrendas de los fieles. De pronto sucede algo cuya importancia quiere poner Jesús de relieve ante sus discípulos: una pobre viuda deposita dos pequeñas monedas, cuyo valor es exiguo. Califica esta ofrenda como la más importante; alaba la generosidad de las ofrendas destinadas al culto, y más aún la liberalidad de quien da de lo que le es necesario. El Señor se conmueve ante el óbolo de la viuda porque en su pequeñez supone un gran sacrificio. «El Señor no mira –dice San Juan Crisóstomo– la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía» (In epistulam ad Hebraeos homiliae, Hom. 1). Esta mujer nos enseña que podemos conmover el corazón de Dios al entregarle todo aquello que tenemos a nuestro alcance, que será siempre muy poco, aunque fuese nuestra misma vida. «¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!...» (Camino, 420).

Lc 21, 5-36. Los discípulos ponderan ante el Señor la grandeza del Templo. A este propósito Jesús desarrolla un largo discurso, conocido con el nombre de «discurso escatológico», porque versa sobre los acontecimientos finales de la historia. El pasaje es conservado también de una manera muy parecida por los otros Evangelios sinópticos (cfr Mt 24, 1-51; Mc 12, 1-37). En las palabras del Señor se enlazan tres cuestiones relacionadas entre sí: la destrucción de Jerusalén –ocurrida unos cuarenta años después–, el final del mundo, y la segunda venida de Cristo en gloria y majestad. Jesús, que también anuncia aquí persecuciones contra la Iglesia, exhorta insistentemente a la paciencia, a la oración y a la vigilancia.
El Señor habla aquí con el estilo y lenguaje propios de los profetas, con imágenes tomadas del Antiguo Testamento, además en este discurso se alternan profecías que se van a cumplir en breve con otras cuyo cumplimiento se difiere hasta el final de la historia. Con ellas Nuestro Señor no quiere saciar la curiosidad de los hombres acerca de los sucesos futuros, sino que trata de evitar el desaliento y el escándalo que podrían producirse ante las dificultades que se avecinan. Por eso exhorta: «no os dejéis engañar» (v. 8); «no os aterréis» (v. 9); «vigilad sobre vosotros mismos» (v. 34).

Lc 21, 8. Los discípulos, al oír que Jerusalén iba a ser destruida, preguntan cuál será la señal que anuncie ese acontecimiento (vv. 5-7). Jesús contesta con una advertencia: «No os dejéis engañar», es decir, no esperéis ninguna señal; no os dejéis llevar por falsos profetas, permaneced fieles a Mí. Esos falsos profetas se presentarán afirmando que son el Mesías, esto es lo que significa la expresión «yo soy». La respuesta del Señor se refiere en realidad a dos acontecimientos, que la mentalidad judía veía relacionados entre sí: la destrucción de la Ciudad Santa y el fin del mundo. Por eso hablará a continuación de ambos acontecimientos y dejará entrever que debe transcurrir un lugar tiempo entre ellos; la destrucción del Templo y de Jerusalén es como un signo, un símbolo de las catástrofes que acompañarán el final del mundo.

Lc 21, 9-11. El Señor no quiere que los discípulos puedan confundir cualquier catástrofe –hambres, terremotos, guerras– o las mismas persecuciones con señales que anuncien la proximidad del final del mundo. La exhortación de Jesús es clara: «No os aterréis», porque esto ha de suceder, «pero el fin no es inmediato», sino que, en medio de tantas dificultades, el Evangelio se irá extendiendo hasta los confines del orbe. Estas circunstancias adversas no deben paralizar la predicación de la Fe.

Lc 21, 19. Jesús anuncia persecuciones de todo género. Esto es inevitable: «Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2Tm 3, 12). Los discípulos deberán recordar aquella advertencia del Señor en la Ultima Cena: «No es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20). Sin embargo, estas persecuciones no escapan a la Providencia divina. Suceden porque Dios las permite. Y Dios las permite porque puede sacar de ellas bienes mayores. Las persecuciones serán ocasión de dar testimonio: sin ellas la Iglesia no estaría adornada de la sangre de tantos mártires. Promete el Señor además una asistencia especial a quienes estén sufriendo la persecución y les advierte que no han de temer: les dará su sabiduría para defenderse y no permitirá que perezca ni un cabello de su cabeza, es decir, que hasta lo que pueda parecer una desdicha y una pérdida será para ellos el comienzo de la gloria.
De las palabras de Jesús se deduce también la obligación que tiene todo cristiano de estar dispuesto a perder la vida antes que ofender a Dios. Sólo quienes perseveren hasta el fin en la fidelidad al Señor alcanzarán la salvación. La exhortación a la perseverancia está consignada por los tres Sinópticos en este discurso (cfr Mt 24, 13; Mc 13, 13) y por San Mateo en otro lugar (Mt 10, 22) y asimismo por San Pedro (1P 5, 9). Ello parece subrayar la importancia de esta advertencia de Nuestro Señor en la vida de todo cristiano.

Lc 21, 20-24. Jesús profetiza con toda claridad la destrucción de la Ciudad Santa. Cuando los cristianos que vivían allí vieron que los ejércitos cercaban la ciudad recordaron la profecía del Señor y huyeron a Transjordania (cfr Historia Eclesiástica, 3, 5). En efecto, Cristo recomienda que huyan con toda prontitud, porque es el tiempo de la aflicción de Jerusalén, de que se cumpla lo que está escrito en el AT: Dios castiga a Israel por sus infidelidades (Is 5, 5-6).
La Tradición católica considera a Jerusalén como figura de la Iglesia. De hecho la Iglesia triunfante es llamada en el Apocalipsis la Jerusalén celestial (Ap 21, 2). Por eso, al aplicar este pasaje a la Iglesia, los sufrimientos de la Ciudad Santa pueden ser considerados como figura de las contradicciones que sobrevienen a la Iglesia peregrina a causa de los pecados de los hombres, pues «ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto en espera de la manifestación de los hijos de Dios» (Lumen gentium, 48).

Lc 21, 24. «Tiempo de los gentiles» quiere decir el tiempo en que los gentiles, que no pertenecen al pueblo judío, entrarán a formar parte del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, hasta que los mismos judíos se conviertan al final de los tiempos (cfr Rm 11, 11-32).

Lc 21, 25-26. Jesús se refiere a la conmoción de los elementos de la naturaleza cuando llegue el fin del mundo.

Lc 21, 27-28. El Señor, aplicándose a Sí mismo la profecía de Daniel (Dn 7, 13), habla de su venida gloriosa al final de los tiempos. Los hombres contemplarán el poder y la gloria del Hijo del Hombre que viene a juzgar a vivos y muertos. Este juicio corresponde a Cristo también en cuanto hombre. La Sagrada Escritura describe la solemnidad de este juicio. En él se confirma la sentencia dada ya a cada uno en el juicio particular, y brillarán con total resplandor la justicia y misericordia que Dios ha tenido con los hombres a lo largo de la historia. «Era razonable –enseña el Catecismo Romano– que no sólo se estableciesen premios para los buenos y castigo para los malos en la vida futura, sino que también se decretase en un juicio general y público, a fin de que resultase para todos más notorio y grandioso, y para que todos tributasen a Dios alabanzas por su justicia y providencia» (1, 8, 4).
Es, pues, esta venida del Señor día terrible para los malos y día de gozo para quienes le fueron fieles. Los discípulos han de levantar la cabeza con gozo, porque se aproxima su redención. Para ellos es el día del premio. La victoria obtenido por Cristo en la Cruz –victoria sobre el pecado, sobre el demonio y sobre la muerte– se manifiesta aquí en todas sus consecuencias. Por eso nos recomienda el apóstol San Pablo que vivamos «aguardando la bienaventuranza esperada y la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 13).
«Subió al Cielo (el Señor), de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará» (Credo del pueblo de Dios, 12).

Lc 21, 31. El Reino de Dios, anunciado por Juan Bautista (cfr Mt 3, 2) y descrito por el Señor en tantas parábolas (cfr Mt 13; Lc 13, 18-20), se encuentra ya presente entre los Apóstoles (Lc 17, 20-21) y, sin embargo, todavía no ha llegado la plenitud de su manifestación. Jesús anuncia en este lugar la llegada en plenitud del Reino y nos invita a pedir esto mismo en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino». «El Reino de Dios, que ha tenido aquí en la tierra sus comienzos en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa (cfr Jn 18, 36; 1Co 7, 31); y sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres» (Credo del pueblo de Dios, 27). Al final del mundo todo será recapitulado en Cristo y Dios reinará definitivamente en todas las cosas (cfr 1Co 15, 24.28).

Lc 21, 32. Lo referente a la ruina y destrucción de Jerusalén, se cumplió unos cuarenta años después de la muerte del Señor, y pudo ser constatada la verdad de esta profecía por los contemporáneos de Jesús. Por otra parte, la ruina de Jerusalén es símbolo del fin del mundo, y así puede decirse que la generación a la que se refiere el Señor ha visto simbólicamente el fin del mundo. También se puede entender que el Señor hablaba de la generación de los creyentes (cfr nota a Mt 24, 32-35).

Lc 21, 34-36. Al final de su discurso el Señor exhorta a la vigilancia como actitud necesaria para todos los cristianos. Debemos estar vigilantes porque no sabemos ni el día ni la hora en que el Señor vendrá a pedirnos cuenta. Por ello hay que vivir en todo momento pendientes de la voluntad divina, haciendo en cada instante lo que hemos de hacer. Hay que vivir de tal modo que venga la muerte cuando venga siempre nos encuentre preparados. Para quienes viven así la muerte repentina nunca es una sorpresa. A éstos les dice San Pablo: «Vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas para que aquel día os arrebate como un ladrón» (1Ts 5, 4). Vivamos, pues, en continua vigilancia. Consiste la vigilancia en la lucha constante por no apegarnos a las cosas de este mundo (la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida; cfr 1Jn 2, 16), y en la práctica asidua de la oración que nos hace estar unidos a Dios. Si vivimos de este modo, aquel día será para nosotros un día de gozo y no de terror, porque nuestra vigilancia tendrá como resultado, con la ayuda de Dios, que nuestras almas estén prontas, en gracia, para recibir al Señor. Así nuestro encuentro con Cristo no será un juicio condenatorio sino un abrazo definitivo con el que Jesús nos introducirá a la casa del Padre. «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» (Camino, 746).

Lc 22, 1-38. En estos versículos se contienen los preámbulos de la Pasión del Señor, cargados de acontecimientos transcendentales. Los tres Sinópticos narran de forma similar estos episodios, pero San Lucas tiene pequeñas omisiones o adiciones frente a los otros dos Evangelistas, que hacen que su lectura, conjugada con la de Marcos o de Mateo, venga a complementar la riqueza de la narración. Un ejemplo: el relato de la institución de la Eucaristía, siendo sustancialmente el mismo en los tres Sinópticos e incluso en la literalidad de muchas palabras, sin embargo, lo narrado por Mateo y por Marcos (cfr Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25) puede verse como un tipo narrativo distinto en comparación con el de Lucas junto con la primera epístola a los Corintios (cfr Lc 22, 15-20; 1Co 11, 23-25), que formarían otro.

Lc 22, 1. La fiesta de la Pascua, la más solemne de las fiestas judías, fue instituida por Dios para conmemorar la salida de los israelitas de Egipto y recordarles la miserable esclavitud a que habían estado sometidos, de la que Él, con su poder, les había liberado (Dt 16, 3). Empezaba en la tarde del 14 del mes de Nisán (marzo-abril), poco después de la puesta del sol, con la cena pascual, y se prolongaba hasta el día 22 con la fiesta de los Azimos. Según la prescripción mosaica (Ex 12, 15-20), la misma tarde del día 14 los judíos eliminaban de su casa la levadura y comían panes ázimos durante todos los días de la fiesta. Así recordaban que en el momento de la salida de Egipto los judíos no pudieron llevar consigo pan fermentado, por tener que huir precipitadamente (Ex 12, 34).
Todo esto era figura de la renovación que obraría Cristo: «Echad fuera la levadura vieja, para que seáis una masa nueva así como sois ázimos; porque Cristo que es nuestro Cordero pascual ha sido inmolado. Por tanto celebremos la fiesta no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de corrupción, sino con ázimos de sinceridad y de verdad» (1Co 5, 7-8).

Lc 22, 3-6. Ya desde los preámbulos de la Pasión se advierte que las acciones de los enemigos de Jesús están como dirigidas por el espíritu del mal, Satanás. Este se vale especialmente de Judas. La mala voluntad humana no basta para explicar el odio desencadenado contra Jesús.
La Pasión del Señor es el momento culminante de la lucha entre Dios y las potencias del mal. Al final de la tercera tentación en el desierto el diablo se apartó de Cristo «hasta el momento oportuno» (Lc 4, 13). Ha llegado ese momento: es la hora de los enemigos de Cristo y del poder de las tinieblas (cfr Lc 22, 53), y es también la hora del triunfo definitivo de Dios, «porque puso la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte saliese la vida, y el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido» (Misal Romano, prefacio de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz).

Lc 22, 7-13. La escena tiene lugar el jueves 14 de Nisán. Para cualquier israelita eran bien conocidos los detalles que llevaba consigo la preparación de la Pascua. Era un rito que la tradición judía, apoyándose en las prescripciones divinas de la Ley de Moisés (vid. nota a Lc 22, 1), había fijado de forma minuciosa: los panes ázimos, las verduras amargas, las copas para el vino, y el cordero que debía ser sacrificado en el atrio del Templo, en las primeras horas de la tarde. Pedro y Juan no tienen por tanto ninguna duda sobre todos estos detalles. Únicamente preguntan sobre el lugar. Y el Señor les indica con precisión lo que tienen que hacer para encontrarlo.
Los discípulos piensan que se trata de preparar la cena pascual acostumbrada; Jesús está pensando además en la institución de la Sagrada Eucaristía y en el Sacrificio de la Nueva Alianza: desaparece la figura que constituía el AT para dar paso a las realidades del NT.

Lc 22, 14. Comienza la Ultima Cena en la que el Señor va a instituir la Sagrada Eucaristía, misterio de fe y de amor: «Es pues necesario que nos acerquemos a este misterio con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina» (Mysterium fidei).

Lc 22, 15. San Juan, el discípulo amado, sintetiza con una frase los sentimientos que dominaban el alma de Jesús en el momento de la Ultima Cena: «Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). El Señor expresa el ardiente deseo de pasar las horas que precedan a su muerte con las personas que más quería en la tierra y, como sucede a los que se van a marchar, profiere en el momento de despedirse las palabras más cariñosas (Enarratio in Evangelium Ioannis, in loc.). Su amor no se limita a los Apóstoles, sino que piensa en todos los hombres. Sabe que aquella Cena pascual es el comienzo de su Pasión. Va a celebrar anticipadamente el Sacrificio del Nuevo Testamento que tanto beneficio había de reportar a la humanidad.
El cumplimiento de la Voluntad del Padre obliga a Jesús a separarse de los suyos, pero su amor, que le impulsa a permanecer con ellos, le mueve a instituir la Eucaristía, en la cual se queda realmente presente. «Considerad –escribe Mons. Escrivá de Balaguer– la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber –el que sea– les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
»Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad» (Es Cristo que pasa, 83).

Lc 22, 16-20. Este texto contiene las verdades fundamentales de la fe en torno al sublime misterio de la Eucaristía: 1) Institución de este Sacramento y presencia real de Jesucristo. 2) Institución del sacerdocio cristiano. 3) La Eucaristía, Sacrificio del Nuevo Testamento o Santa Misa (cfr nota a Mt 26, 26-29). El relato de San Lucas coincide sustancialmente con el del primer Evangelio, pero lo enriquece con la descripción de algunos detalles concretos de la Ultima Cena (vid. nota al v. 17).
Acerca de la presencia real, la Encíclica Mysterium fidei de Pablo VI afirma: «Apoyado en esta fe de la Iglesia, el Concilio de Trento confiesa 'abierta y sencillamente que en el fortalecedor sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente, Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles' (De SS. Eucharistia, cap. 1). Por lo tanto, nuestro Salvador está presente según su humanidad, no sólo a la derecha del Padre, conforme al modo natural de existir, sino al mismo tiempo también en el Sacramento de la Eucaristía según un modo de existir que, aunque apenas podemos expresar con palabras, podemos sin embargo alcanzar con la razón ilustrada por la fe y debemos creer firmísimamente que es posible para Dios». Las almas cristianas, contemplando este inefable misterio, siempre han percibido la grandeza de este Sacramento, que deriva de la realidad de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía no es solamente signo eficaz de una presencia amorosa de Cristo y de su íntima unión con los fieles, sino que en él Cristo está presente de modo corporal y sustancial, como Dios y como hombre. Indudablemente, para penetrar en este misterio hace falta la fe, porque «no ofrece dificultad alguna que Cristo esté en el Sacramento como signo; pero que esté verdaderamente en el Sacramento como en el Cielo, he ahí la grandísima dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio» (In IV Sent., d. 10, q. 1, a. 1). Este misterio no se puede percibir con los sentidos, sino sólo con la fe, la cual se apoya en las palabras del Salvador que, siendo la Verdad (cfr Jn 14, 6), no puede ni engañarse ni engañarnos. Por eso, en un himno que la tradición atribuye a Santo Tomás, el Adoro te, devote, el pueblo cristiano canta: «La vista, el tacto y el gusto, en Ti se engañan; pero con sólo oír se cree con seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero que esta Palabra de verdad».
«Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los milagros, es necesario seguir con docilidad la voz de la Iglesia docente y orante. Ahora bien, esta voz, que es un eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su Cuerpo, y de toda la substancia del vino en su Sangre; conversión admirable y singular a la que la Iglesia justamente y con propiedad llama transubstanciación» (Mysterium fidei).
El Señor, después de instituir la Eucaristía, manda a los Apóstoles que perpetúen lo que Él ha hecho, y la Iglesia entendió siempre que con las palabras «haced esto en memoria mía» Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores en sacerdotes de la Nueva Alianza (cfr De SS. Missae sacrificio, cap. 1; Lumen gentium, 26; Mysterium fidei), para que renovaran el Sacrificio del Calvario de manera incruenta en la celebración de la Santa Misa. En efecto, lo que está en el centro de toda la actuación de Jesús es el Sacrificio cruento que ofreció en la Cruz: Sacrificio de la Nueva Alianza, figurado en los sacrificios de la Antigua Ley, en la ofrenda de Abel (Gn 4, 4), de Abrahán (Gn 15, 10; Gn 22, 13), de Melquisedec (Gn 14, 18-19; Hb 7, 1-28). La Ultima Cena es el mismo Sacrificio del Calvario realizado anticipadadamente por medio de las palabras de la Consagración. Asimismo la Santa Misa renueva ese Sacrificio que se ofreció una sola vez en el altar de la Cruz: una sola es la víctima y uno solo el sacerdote, Cristo. Difieren únicamente por el modo de ofrecerse. «Nosotros creemos que la Misa que es celebrada por el sacerdote in persona Christi, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del Orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el Sacrificio del Calvario que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del pueblo de Dios, 24).

Lc 22, 16. Las palabras «no la volveré a comer (esta pascua) hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios», así como las del versículo 18 «no beberé del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios» no quieren indicar que Jesucristo vuelva a comer el cordero pascual una vez instaurado su Reino, sino sencillamente indican que aquélla era la última vez que el Señor celebraba la pascua judaica. Mientras anuncia la Nueva Pascua, ya inminente y que durará hasta su segunda venida, Jesús sustituye de una vez por todas el antiguo rito con su Sacrificio Redentor, que señala el comienzo del Reino.

Lc 22, 17. La cena pascual se desarrollaba según un rito minucioso. Antes de comer el cordero, la persona de más autoridad explicaba, a instancia del más joven de los asistentes, el sentido religioso del acto que estaban realizando. A continuación se tomaban los alimentos, intercalando himnos y salmos. Finalmente se terminaba con una solemne oración de acción de gracias. A lo largo de la cena, en correspondencia de las fases principales, los comensales tomaban cuatro copas de vino mezclado con agua. San Lucas menciona dos de estas copas, la segunda de las cuales fue la que el Señor consagró.

Lc 22, 19. Nótese lo rotundo de la frase del Señor: no dice aquí está mi cuerpo, ni esto es el símbolo de mi cuerpo, sino esto es mi cuerpo; es decir, este pan ya no es pan sino mi cuerpo. «Algunos, no dando suficiente importancia a estas palabras –afirma Santo Tomás–, estimaron que el cuerpo y la sangre de Cristo no estaban en este Sacramento más que como en un símbolo. Esto ha de rechazarse como herético, ya que es contrario a las palabras de Cristo» (S.Th. III, q. 75, a. 1). Refuerzan también el sentido realista de estas palabras de Jesús aquéllas pronunciadas en la promesa de la Eucaristía: «Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. Si alguno come de este pan, vivirá eternamente. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (...). El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 51.55).

Lc 22, 24-30. No era la primera vez que entre los Apóstoles surgía la cuestión de quién sería el mayor. Ya en el camino hacia Cafarnaún, después del segundo anuncio de la Pasión, habían discutido por el mismo motivo. En aquella circunstancia Jesús les puso como ejemplo de humildad a un niño (cfr Mt 18, 1-5; Mc 9, 33-37; Lc 9, 46). Poco después, con ocasión de la petición de la madre de Juan y Santiago, volvió a surgir la misma cuestión: los demás Apóstoles se indignaron con los hijos de Zebedeo. El Señor intervino para calmarles y se puso a sí mismo como ejemplo: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos» (Mc 10, 45; cfr Mt 20, 25-27).
Los Apóstoles no acababan de entender las explicaciones de Jesús. Cegados por su visión humana vuelven ahora a la misma discusión. Jesús les había llamado a una mayor responsabilidad en la entrega mediante el anuncio de la traición de uno de ellos (v. 21 y 22) y mediante el mandato de renovar el Sacrificio Eucarístico (v. 19). Como en otras ocasiones cuando los Apóstoles ponen de relieve sus méritos personales, Jesús les recuerda de nuevo el ejemplo de su misma vida: Él era el mayor entre ellos, porque era Maestro y Señor (cfr Jn 13, 13), y, sin embargo, actuaba como el menor y les servía. Para corresponder a la llamada divina hace falta humildad, una humildad que se manifieste en espíritu de servicio. «¿Quieres que te diga todo lo que pienso de 'tu camino'?–Pues, mira: que si correspondes a la llamada, trabajarás por Cristo como el que más: que si te haces hombre de oración, tendrás la correspondencia de que hablo antes y buscarás, con hambre de sacrificio, los trabajos más duros...
»Y serás feliz aquí y felicísimo luego, en la Vida» (Camino, 255).
La recompensa que Jesús promete a los que le permanecen fieles supera con creces toda ambición humana: los Apóstoles participarán de la amistad divina en el Reino de los Cielos y se sentarán sobre doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel. En todo caso, el ejemplo y las palabras de Cristo son norma fundamental de gobierno en la Iglesia; con las siguientes palabras explica el Concilio Vaticano II el mandato del Salvador: «Los Obispos, como vicarios y legados de Cristo, rigen las Iglesias particulares, que les han sido encomendadas, con sus exhortaciones y con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sagrada potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, recordando que quien es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr Lc 22, 26-27)» (Lumen gentium, 27).

Lc 22, 31. La Vulgata comienza el versículo con la frase «Y dijo el Señor», que no se encuentra en los códices griegos más autorizados ni en las más antiguas versiones. Tampoco la recoge en su texto la Neovulgata.

Lc 22, 31-34. Nuestro Señor había anunciado a Pedro que iba a tener una misión especialísima entre todos los Apóstoles: la de ser piedra de apoyo, fundamento de la Iglesia futura. «Tú eres Simón el hijo de Jonás, tú te llamarás Cefas, que significa Pedro» (Jn 1, 42), le dijo Jesús a orillas del Jordán. Más tarde, en Cesarea de Filipo, después de su profesión de fe en la divinidad del Redentor, Cristo volvió a hablarle de ser piedra, de su misión de fortalecer a la Iglesia: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Ahora, en este momento tan importante, cuando se acerca ya su muerte y acaba de instituir el Sacrificio de la Nueva Alianza, el Señor renueva a Pedro la promesa del Primado: la fe de Pedro, a pesar de su caída, no puede desfallecer porque está apoyada en la eficacia de la oración del mismo Señor.
Jesucristo concede a Pedro un privilegio que es al mismo tiempo personal y transmisible. Pedro negará públicamente al Señor en casa del Sumo Sacerdote, pero no perderá su fe. Es como si el Señor dijera a Pedro, comenta San Juan Crisóstomo, «No he rogado para que no me niegues, sino para que no desfallezca tu fe» (Hom. sobre S. Mateo 82, 3). Y Teofilacto añade: «Porque aunque San Pedro había de sufrir grandes agitaciones, tenía, sin embargo, escondida la semilla de la fe (...) y prosigue: 'y tú una vez convertido, confirma a tus hermanos', como diciendo: 'después que me hayas negado, llorarás y te arrepentirás; confirma entonces a tus hermanos, puesto que te he constituido jefe de los Apóstoles: esto es lo que te toca a ti, que eres junto conmigo la fortaleza y piedra de mi Iglesia'. Esto debe entenderse no sólo respecto de los discípulos que estaban allí presentes, para que fuesen fortalecidos por Pedro, sino también respecto de todos los fieles que hasta el fin del mundo habrán de existir» (Enarratio in Evangelium Lucae, in loc.). Efectivamente, con la oración del Señor Pedro no desfalleció en su fe y se levantó de su caída; confirmó a los hermanos y fue la piedra angular de la Iglesia.
La oración de Jesús se cumplió no sólo en Pedro sino también en sus sucesores: su fe no desfallecerá. Esta indefectibilidad de la fe del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, se manifiesta en la permanencia inviolable de la verdadera fe, que está garantizada por el carisma de la infalibilidad: «La sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos (...); así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos» (Pastor aeternus, cap. 3). «Esta infalibilidad, que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende a cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio, cuando, como supremo Pastor y Doctor de todos los fíeles, que confirma en la fe a sus hermanos (cfr Lc 22, 32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres» (Lumen gentium, 25). Por eso, cuando el Romano Pontífice habla ex cathedra (cfr Pastor aeternus, cap. 4), «goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia (...) y por tanto las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas» (vid. también comentario a Mt 16, 13-20).
«La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra, no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo (...). Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo –el Romano Pontífice– para su Esposa peregrina en esta tierra (...). El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Lealtad a la Iglesia).

Lc 22, 36-38. Jesús anuncia su Pasión aplicándose la profecía de Isaías sobre el Siervo de Yahwéh (Is 53, 12) –fue contado entre los malhechores– y señalando el cumplimiento en Él de todas las demás profecías sobre los dolores del Redentor. Se acerca el momento de la prueba y el Señor emplea un lenguaje figurado: hacer provisiones y comprar armas para resistir. Los Apóstoles interpretan las palabras de Cristo al pie de la letra, y esto produce en el Señor un gesto de cierta comprensión indulgente: «Ya basta». «Como cuando nosotros –dice Teofilacto– hablamos a otro, si vemos que no nos comprende decimos: Está bien, déjalo» (Enarratio in Evangelium Lucae, in loc.).

Lc 22, 39-71. La Pasión del Señor es la prueba suprema del infinito amor de Dios, a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16); y, al mismo tiempo, es la prueba definitiva del amor de Cristo, Dios y Hombre verdadero, por nosotros, según Él mismo dijo: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Lc 22, 39-40. Jesús solía retirarse al huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, para hacer oración. Así aparece señalado por San Juan (Jn 18, 1) y por San Lucas (Lc 21, 37). Esto explica que Judas conociera el lugar (Jn 18, 1-2).
Al llegar al huerto el Señor se dispone a vivir la hora suprema de su agonía. Antes de alejarse un poco para orar, pide a sus discípulos que perseveren también en oración. Se avecina para ellos una grave tentación de escándalo al ver que es apresado el Señor. Jesús lo ha anunciado durante la Última Cena (Jn 16, 32); ahora les advierte que si no permanecen vigilantes y orando no resistirán la prueba. Quiere el Señor además que los Apóstoles le acompañen mientras Él sufre. Por eso al volver y encontrarlos dormidos pronuncia la doliente queja: «¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo?» (Mt 26, 40).
Debemos seguir de cerca al Señor y acompañarle, aun en los momentos de dificultad y de tribulación; este mandato nos señala los medios que debemos emplear: la oración y la vigilancia.

Lc 22, 41. Jesús oraba puesto de rodillas. Son muchos los pasajes de los Evangelios que nos hablan de la oración del Señor, pero sólo esta vez se describe su actitud exterior, que debió de repetirse en otras ocasiones. La postura de rodillas es una manifestación de la actitud interior de humildad ante Dios.

Lc 22, 42. Jesucristo es perfecto Dios y perfecto Hombre: igual al Padre en cuanto Dios, menor que el Padre en cuanto hombre. Por esta razón en cuanto hombre podía y debía hacer oración. Así lo hizo durante toda su vida. Ahora, cuando el padecimiento espiritual es tan intenso que le hace entrar en agonía el Señor se dirige a su Padre con una oración que muestra a la vez su confianza y su angustia: le llama con el entrañable nombre de Abbá, Padre, y le pide que aparte de Él este cáliz de amargura. Atormenta al Señor el conocimiento de los inmensos dolores de la Pasión que acepta voluntariamente; pesan sobre Él todos los pecados del género humano, la infidelidad del pueblo elegido y el escándalo de sus discípulos. Todas estas causas de congoja eran captadas en toda su intensidad por el alma de Cristo. La angustia de nuestro Redentor es tal que llega a sudar sangre. Este fenómeno extraordinario es prueba de la angustia extrema del Señor; su naturaleza humana aparece aquí en toda su capacidad de sufrimiento.
Jesús persevera en la misma oración: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Manifiesta así la realidad de su voluntad humana y su perfecta conformidad con la Voluntad divina. Esta oración del Señor es además una lección perfecta de abandono y de unión con la Voluntad de Dios, rasgos que deben acompañar siempre a nuestra oración, sobre todo en los momentos de dificultad. «¿Estás sufriendo una gran tribulación?–¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril:
»'Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas.–Amén.–Amén'.
»Yo te aseguro que alcanzarás la paz» (Camino, 691).

Lc 22, 43. Repetidamente aparece en el Evangelio la intervención de los ángeles en la vida del Señor. Un ángel anuncia a la Santísima Virgen el misterio de la Encarnación (Lc 1, 26); coros angélicos alaban a Dios en el nacimiento de Jesús en Belén (Lc 2, 13); los ángeles le sirven como a Dios tras las tentaciones en el desierto (Mt 4, 11); ahora Dios Padre envía un ángel para que le conforte en su agonía.
El Señor, que es Dios, acepta este consuelo. El Creador de todo, que no necesitó nunca de la ayuda de sus criaturas, quiere sin embargo, en cuanto hombre, recibir el consuelo y la ayuda que ellas le pueden dar.
Además de asistir a Jesús en su obra redentora, los ángeles asisten de modo particular a la Iglesia. Así los vemos intervenir con frecuencia en los comienzos de la tarea apostólica que nos relata el libro de los Hechos (cfr Hch 5, 19; Hch 7, 30; Hch 8, 26; Hch 12, 7; Hch 27, 23; etc.). Dios, pues, ha encomendado a los ángeles la misión de acompañar y ayudar a los hombres en su camino por la tierra, a fin de llevarlos al Cielo. Los ángeles –dice el Credo del Pueblo de Dios– «interceden por nosotros y con su fraterna solicitud nos ayudan grandemente en nuestra flaqueza» (Credo del Pueblo de Dios, 29). Esta realidad gozosa de nuestra fe nos ha de mover a contar siempre con nuestro ángel custodio, a recurrir a él en nuestras necesidades y a venerarle con piedad.

Lc 22, 47-48. Judas, conforme a la señal que había dado (cfr Mt 26, 48), se acerca a besar al Señor. Era un saludo habitual entre los judíos, que indicaba sentimientos amistosos. Al besar se pronunciaba la palabra shalóm, «paz». El Señor, que contempla dolorido la traición del Apóstol, trata a Judas con suma delicadeza y al mismo tiempo le hace presente la malicia y fealdad de su traición. Las palabras de Jesús constituyen el último intento para que Judas desista de su pecado.

Lc 22, 51. San Lucas, que era médico (cfr Col 4, 15), consigna en el Evangelio por inspiración divina este milagro, que es el último que realizó el Señor antes de su Muerte. Jesús, siempre misericordioso, restituye a Malco la oreja cortada por Pedro (cfr Jn 18, 10). Se manifiesta con este milagro que Jesús sigue manteniendo su señorío aun en medio de circunstancias tan adversas. Sin cuidarse de Sí mismo atiende a la curación de quien ha ido a prenderle. Por otra parte, el Señor que muere por obediencia a su Padre, se niega a que se emplee la violencia para defenderle. En cumplimiento de las profecías acepta la muerte sin oponer resistencia, como oveja que va al matadero (cfr Is 53, 7).

Lc 22, 52. Los «oficiales del Templo» constituían un cuerpo militar encargado de la guarda del recinto sagrado y estaban a las órdenes del sumo sacerdote. A ellos, junto con los sacerdotes y ancianos, se dirige el Señor.
«Esta es vuestra hora», es decir, el tiempo en que vosotros y el príncipe de las tinieblas podréis desahogar contra Mí todo vuestro odio. Así indica el Señor que ha llegado el momento de su muerte. Las anteriores tentativas de prenderle fracasaron; ahora, en cambio, van a triunfar. El Señor explica la razón de esta victoria: les ha sido permitido de lo Alto. Es la hora, según la Voluntad del Padre, de que se cumpla la Redención del género humano, y por eso Jesús, libremente, se deja prender.

Lc 22, 55-62. Pedro, que sigue de lejos al tropel de gente que conduce al Señor, entra en la casa del Sumo Sacerdote. Mientras se desarrolla el primer juicio contra Jesús va a tener lugar la escena más triste de la vida del Apóstol. Los Evangelistas la describen con viveza. Pedro está asustado e inquieto. En este ambiente era inevitable que surgiese varias veces el mismo tema de conversación: Jesús y sus discípulos.
Pedro dice por tres veces que no conoce a Jesús, que no es de sus seguidores. Sigue queriendo al Señor; pero esto no basta: tiene obligación, a pesar del riesgo evidente, de no disimular su condición de discípulo; por eso su negación constituye un grave pecado. No se puede negar ni disimular la propia fe, la condición de seguidor de Cristo, de cristiano.
Tras el canto del gallo se cruzan las miradas de Jesús y de Pedro. El Apóstol se conmueve: el gesto de Jesús, silencioso y lleno de ternura, es elocuente. Pedro comprende la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Saliendo fuera «lloró amargamente». Estas lágrimas son la reacción lógica de los corazones nobles, movidos por la gracia de Dios.
Es el dolor de amor, la contrición del corazón, que, cuando es sincera, lleva consigo el firme propósito de poner por obra cuanto es necesario para borrar el pecado.

Lc 22, 66-71. Por la noche tuvo lugar un primer juicio contra el Señor, cuyo fin era fijar las acusaciones que se iban a presentar (Mt 26, 59-66; Mc 14, 53-64). Ahora, al amanecer, va a tener lugar el proceso ante el Sanedrín, ya que la costumbre judía prohibía tratar asuntos importantes por la noche y no reconocía valor legal a las decisiones tomadas. Se ha buscado contra Jesús un delito por el que pueda condenársele a muerte. Se pretende que sea el de blasfemia. Pero las acusaciones son tan inconsistentes que no pueden ofrecer un pretexto razonable para condenarlo. Por eso el Sanedrín sonsaca al Señor una declaración comprometedora.
Jesucristo –aun conociendo que con su respuesta ofrece a los fariseos el pretexto que buscan– afirma con toda gravedad, ante la indignación de los asistentes, no sólo que es el Mesías, sino que es el Hijo de Dios, igual al Padre, y subraya que se cumplen en Él las profecías (cfr Dn 7, 13; Sal 110, 1). Los sanedritas captan la contestación del Señor en su profundidad y, rasgándose las vestiduras en señal de horror, piden su muerte: debe morir por blasfemo, ya que se ha puesto en el mismo lugar de Dios.
Reconocerle habría llevado a rectificar su conducta anterior frente a Jesús, y a humillarse ante el pueblo. Pero son demasiado soberbios para rectificar, y se cierran a la fe.
Que el orgullo no nos impida reconocer nuestros errores y pecados.

Lc 23, 1-2. En el proceso contra Jesús se distinguen dos juicios: uno religioso, según el procedimiento judío; y otro civil, según el romano.
En el primero, las autoridades judías condenaron a Jesús a pena de muerte por motivos religiosos, por declararse Hijo de Dios. Pero no podían ejecutarla porque sus dominadores, los romanos, se habían reservado esta atribución. El Sanedrín inicia un nuevo juicio ante Pilato para arrancar de la autoridad romana la ejecución de esta sentencia. De este modo comienza a cumplirse la profecía de Jesús de que moriría a manos de los gentiles (Lc 18, 32).
Como los romanos eran muy tolerantes en cuestiones religiosas con los pueblos dominados y no se entrometían en estos asuntos mientras no hubiera alborotos de orden público, las autoridades judías cambian las acusaciones contra Jesús, que, a partir de ahora, se hacen políticas: instigación a la rebelión contra los romanos y pretensiones de erigirse en rey. Y además las presentan de manera que una sentencia favorable al reo pudiera interpretarse en Roma como un crimen de lesa majestad: «Si sueltas a ése no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey va contra el César» (Jn 19, 12).

Lc 23, 2. Para urdir las acusaciones con visos de verdad acuden al procedimiento de las medias verdades, sacadas de su contexto e interpretadas tendenciosamente. Jesucristo había enseñado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr nota a Mt 22, 15-21), y había predicado que su condición de Mesías, además de Profeta y Sacerdote, incluía el ser Rey; pero el mismo Jesús había precisado reiteradas veces que esta realeza era espiritual y, en consecuencia, había rechazado con energía todos los intentos del pueblo por nombrarle rey (cfr Jn 6, 15).

Lc 23, 3-4. Jesucristo confiesa abiertamente que es y que se considera Rey; pero por el modo de decirlo y por las explicaciones con que esclarece la naturaleza espiritual de esta realeza (Jn 18, 33-38) Pilato se convence (Jn 18, 20; Jn 19, 16) de que no hay en ello ningún delito y que todas las acusaciones son capciosas (Mt 27, 18). Sin embargo, en vez de tomar una resolución enérgica en defensa del inocente, contemporiza con los acusadores; pretende ganar popularidad a costa del reo y se contenta con manifestar su convencimiento de la inocencia de Jesús, como invitando a que desistan de su empeño. Esta debilidad da pie a que crezca la violencia de los acusadores y se agrave la situación.
Con esa conducta Pilato pasa a ser el prototipo de los conformistas: «Un hombre, un... caballero transigente, volvería a condenar a muerte a Jesús» (Camino, 393).

Lc 23, 7. Herodes Antipas solía subir a Jerusalén por las fiestas de Pascua y se hospedaba en el palacio de los Asmoneos, en el centro de la ciudad. Pilato, al enviarle a Jesús, intenta desentenderse de un pleito enojoso y negociar una amistad útil para su carrera política.

Lc 23, 8-11. La actitud del Señor ante Herodes Antipas va a ser muy distinta de la que tiene con Pilato. Herodes era un hombre supersticioso, sensual y adúltero. A pesar de su estimación por Juan el Bautista, lo había mandado decapitar atendiendo los ruegos de Salomé (cfr Mc 6, 14- 29). Ahora intenta servirse de Jesús para su entretenimiento. Quiere verle como quien desea presenciar una sesión de magia. Jesús no contesta a sus preguntas hechas con palabrería aduladora. La postura del Salvador es de sencillez y grandeza y, por otra parte, de severidad. Su silencio elocuente es el castigo ejemplar para este tipo de conductas. Herodes reacciona poniendo al Señor un vestido blanco en señal de burla.

Lc 23, 12. En el Salmo 2 estaba profetizado del Mesías: «Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo» (Sal 2, 2). Estas palabras tienen ahora cabal cumplimiento, como así lo transmite el libro de los Hechos: «Porque verdaderamente se han reunido en esta ciudad (Jerusalén) contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y las tribus de Israel, para hacer lo que tu mano y tu consejo decretaron que se hiciese» (Hch 4, 27-28).

Lc 23, 15. «Pues nos lo ha devuelto»: Optamos por el texto griego, al que sigue la Neovulgata.

Lc 23, 24-25. Jesús condenado a muerte y cargado con la Cruz (cfr Jn 19, 16-17) es contemplado piadosamente por los cristianos en la primera y segunda estación del Vía Crucis. Pilato, por fin, accede a las peticiones del Sanedrín y aplica al Señor el suplicio más ignominioso, el de la Cruz.
Era costumbre que los condenados a esta pena cargasen ellos mismos con el instrumento de su muerte. El Señor, cumple en sí mismo lo que dijo el profeta Isaías: «Con opresión y juicio fue arrebatado (...), fue arrancado de la tierra de los vivos. Por nuestros pecados fue entregado a la muerte. Se le preparó una tumba entre los impíos» (Is 53, 8-9).

Lc 23, 26. La piedad cristiana contempla este episodio de la Pasión en la quinta estación del Vía Crucis. Los soldados obligaron al Cireneo a llevar la Cruz con Jesús, no por compasión hacia Nuestro Señor, sino porque estaban viendo que su debilidad iba en aumento y temían que pudiera morir antes de llegar al Calvario. Según nos cuenta la tradición recogida en la tercera, séptima y novena estación del Vía Crucis, Jesús cayó tres veces en tierra bajo el peso de la Cruz; pero se levantó y se abrazó de nuevo a ella con amor para cumplir la Voluntad de su Padre Celestial, viendo en la Cruz el altar donde iba a entregar su vida como Víctima propiciatoria por la Salvación de los hombres.
El Señor ha querido, sin embargo, ser ayudado por el Cireneo para enseñarnos que nosotros –representados en Simón– hemos de ser corredentores con Él. «El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la Cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre» (Es Cristo que pasa, 97). Dios Padre, en su Providencia, ha decidido proporcionar a su Hijo este pequeño consuelo en medio de los más atroces sufrimientos, de manera semejante a como en Getsemaní envió a un ángel para que le confortara en aquella agonía (Lc 22, 43).
Otros aspectos de esta escena del Evangelio están comentados en las notas a Mt 27, 32 y Mc 15, 21.

Lc 23, 27-31. El gesto de piedad de las mujeres demuestra que, junto con los enemigos de Jesús, iban otras personas que estaban a su favor. Si tenemos en cuenta que las tradiciones judías, según recoge el Talmud, prohibían llorar por los condenados a muerte, nos percataremos del valor que demostraron esas mujeres que rompieron en llanto al contemplar al Señor cargado con la Cruz.
La devoción cristiana recoge en el Vía Crucis este acontecimiento (octava estación); también contempla la piadosa tradición de que una mujer, llamada Verónica (Berenice), se acercó a Jesús y le enjugó el rostro con un lienzo. Ella ejecuta con valentía su gesto compasivo, a pesar de la actitud de la gente que, con sus burlas, se mofaba de Jesús (sexta estación). Asimismo se venera en el Via Crucis el encuentro de Jesús con su Santísima Madre camino del Calvario, encuentro doloroso en el que se cumple la profecía que el anciano Simeón hizo a la Santísima Virgen (Lc 2, 35) (cuarta estación).
En el camino del Calvario las únicas que acompañan y consuelan a Jesús son las mujeres. Es justo, pues, señalar su fortaleza, valentía y piedad en esos momentos duros y difíciles de la vida del Señor. Los hombres en cambio, incluso los discípulos del Señor, no aparecen a excepción de Juan.
A pesar de su tremendo sufrimiento, Jesús piensa en las terribles pruebas que se avecinan a su pueblo. Sus palabras ante los lamentos de las santas mujeres constituyen una profecía de la destrucción de Jerusalén, que sobrevendría poco después.
Por «árbol verde» se entiende el justo e inocente; por «árbol seco» el pecador y culpable. Jesús, Hijo de Dios, es el único verdaderamente justo e inocente.

Lc 23, 33. La crucifixión del Señor se contempla en la decimoprimera estación del Vía Crucis. Los soldados clavan a Jesús en la Cruz sujetándole al madero las manos y los pies. Con este suplicio se pretendía que el condenado muriera lentamente, con el máximo sufrimiento.
«Conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas (...). Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas» (Es Cristo que pasa, 101).
El terrible suplicio de Jesús en la Cruz nos está enseñando, de la manera más expresiva, la gravedad del pecado de los hombres, de mi pecado. Tal gravedad se mide por la infinita grandeza y honor de Dios ofendido. Dios, que es infinitamente misericordioso y, a la vez, infinitamente justo, ejerció ambos atributos: su infinita justicia exigía una reparación infinita, que el sólo hombre no podía dar; su infinita misericordia halló el medio: la Segunda Persona de la Trinidad, tomando la naturaleza humana, haciéndose verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, sufrió la pena que el hombre debía padecer. Así, los hombres, representados en la Humanidad Santísima de Jesús, podían reparar debidamente la infinita justicia de Dios ofendida. No hay palabras para ponderar el amor de Dios por nosotros manifestado en la Cruz. La fe viva en el misterio de nuestra Redención nos conducirá a una correspondencia de agradecimiento y amor: «Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol (Rm 5, 20): 'Donde abundó el delito sobreabundó la gracia'» (Credo del Pueblo de Dios, 17).

Lc 23, 34. Jesús se dirige al Padre en tono de súplica (cfr Hb 5, 7). Cabe distinguir dos partes en la plegaria del Señor: la petición escueta: «Padre, perdónales», y la disculpa añadida: «porque no saben lo que hacen». En las dos se nos muestra como quien cumple lo que predica (cfr Hch 1, 1) y como modelo que imitar. Había predicado el deber de perdonar las ofensas (cfr Mt 6, 12-15; Mt 18, 21-35) y aun de amar a los enemigos (cfr Mt 5, 44-45; Rm 12, 14.20), porque había venido a este mundo para ofrecerse como Víctima «en remisión de los pecados» (cfr Mt 26, 28; Ef 1, 7; Col 1, 4) y alcanzarnos el perdón.
Sorprenden a primera vista las disculpas con que Jesús acompaña la petición de perdón: «Porque no saben lo que hacen». Son palabras del amor, de la misericordia y de la justicia perfecta que valoran hasta el máximo los atenuantes de nuestros pecados. No cabe duda de que los responsables directos tenían conciencia clara de que estaban condenando a un inocente, cometiendo un homicidio; pero no entendían, en aquellos momentos de apasionamiento, que estaban cometiendo un deicidio. En este sentido San Pedro dice a los judíos, estimulándoles al arrepentimiento, que obraron «por ignorancia» (Hch 3, 17), y San Pablo añade que de haber conocido la sabiduría divina «no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1Co 2, 8). En esta inadvertencia se apoya Jesús, misericordioso, para disculparles.
En toda acción pecaminosa el hombre tiene zonas más o menos extensas de obscuridad, de apasionamiento, de obcecación que, sin anular su libertad y responsabilidad, hacen posible que se ejecute la acción mala atraídos por los aspectos engañosamente buenos que presenta. Y esto constituye un atenuante en lo malo que hacemos.
Cristo nos enseña a perdonar y a buscar disculpas para nuestros ofensores, y así abrirles la puerta a la esperanza del perdón y del arrepentimiento, dejando a Dios el juicio definitivo de los hombres. Esta caridad heroica fue practicada desde el principio por los cristianos. Así, el primer mártir, San Esteban, muere suplicando el perdón divino para sus verdugos (Hch 7, 60). «Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti» (Camino, 452).

Lc 23, 35-37. Los soldados del Procurador romano escarnecen a Jesús a una con el pueblo y las autoridades judías. De este modo todos, judíos y gentiles contribuyeron a hacer más amarga la Pasión de Cristo. Pero no olvidemos que también nosotros escarnecemos al Señor siempre que caemos en el pecado o no correspondemos debidamente a su gracia. Por eso afirma San Pablo que quienes pecan «crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo exponen a pública infamia» (Hb 6, 6).

Lc 23, 39-43. La escena de los dos ladrones nos invita a admirar los designios de la Divina Providencia, de la gracia y de la libertad humana. Ambos se encontraban en la misma situación: en presencia del Sumo y Eterno Sacerdote, que se ofrecía en Sacrificio por ellos y por todos los hombres, uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras que el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación. «El Señor, comenta San Ambrosio, concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo : hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii sec. Lucani, in loc.). «Porque una cosa es el hombre cuando juzga a quien no conoce, y otra cosa es Dios, que penetra las conciencias. Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; mientras que ante Dios, a la confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, Hom. de Cruce el Latrone).
Mientras caminamos en esta vida, todos pecamos, pero también todos podemos arrepentimos. Dios nos espera siempre con los brazos abiertos al perdón. Por eso nadie debe desesperar, sino fomentar una firme esperanza en el auxilio divino. Pero ninguno puede presumir de su propia salvación porque no tenemos certeza absoluta de nuestra perseverancia final (cfr De iustificatione, can. 16). Esta relativa incertidumbre es un acicate que Dios nos pone para que estemos siempre vigilantes y podamos así progresar en la tarea de nuestra santificación cristiana.

Lc 23, 42. «Y decía: Jesús, acuérdate de mí...»: Hemos seguido el texto original griego, al que se ciñe la Neovulgata. Según la Vulgata habría que traducir: «Y decía a Jesús: Señor, acuérdate de mí...».

Lc 23, 43. Al responder al buen ladrón Jesucristo manifiesta que es Dios porque dispone de la suerte eterna del hombre; que es infinitamente misericordioso y no rechaza al alma que se arrepiente con sinceridad. De igual modo con esas palabras Jesús nos revela una verdad fundamental de nuestra fe: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo –tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón–, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Credo del Pueblo de Dios, 28).

Lc 23, 45. El oscurecimiento del sol manifiesta la magnitud y gravedad de la Muerte del Señor (cfr nota a Mc 15, 33). La ruptura del velo del Templo expresa que ha concluido la Antigua Alianza y comienza la Nueva, sellada con la Sangre de Cristo (cfr Mc 15, 38).

Lc 23, 46. El Vía Crucis contempla aquí la duodécima estación: Jesús muere en la Cruz. La vida de Cristo está transida de esta profunda vivencia de su condición de Unigénito del Padre: «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16, 28). Su único afán fue siempre cumplir la Voluntad del que le envió (cfr Jn 4, 34) que, como dice el mismo Cristo, «está conmigo. No me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8, 29).
En este momento cumbre de su existencia terrena, en el abandono aparentemente más absoluto, Jesucristo hace un acto de suprema confianza, se arroja en brazos de su Padre, y libremente entrega su vida. Cristo no murió forzado ni contra su voluntad, sino porque quiso. «En Cristo nuestro Señor fue cosa singular que murió cuando Él mismo quiso morir, y que recibió la muerte no tanto producida por fuerza extraña como voluntariamente. Pero no sólo escogió la muerte, sino que también determinó el lugar y el tiempo en que había de morir; por eso escribió Isaías: 'Se ofreció en sacrificio porque él mismo quiso' (Is 53, 7). Y el Señor, antes de su Pasión, dijo: 'Yo doy mi vida por mis ovejas, para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy por mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla' (Jn 10, 17-18)» (Catecismo Romano 1, 6, 7).
«Sepamos, dice San Pablo, que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Jesús, para que sea destruido este cuerpo pecador y ya no seamos esclavos del pecado (...). Porque en cuanto que Cristo ha muerto por el pecado, ha muerto de una vez para siempre (...). Así también vosotros daos cuenta de que habéis muerto al pecado y de que no vivís más que para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 6.10.11). Por ello, explicará el Concilio Vaticano II: «Esta obra de la Redención humana (...), Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos, y gloriosa Ascensión. Por este misterio, 'con su muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección reparó nuestra vida'. Pues del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacrosanctum concilium, 5).

Lc 23, 47. Los tres Evangelios sinópticos recogen la honda reacción del Centurión, propia del hombre de bien que, secundando la gracia, contempla los acontecimientos abierto al misterio de lo sobrenatural. El relato de San Lucas se completa con los de Mt 27, 54 y Mc 15, 39, en los cuales se subraya con más claridad el reconocimiento de la divinidad de Jesucristo. Cfr nota a Mc 15, 39.

Lc 23, 48. El sacrificio de Jesús en la Cruz empieza, desde el primer instante, a atraer a los hombres hacia Dios mediante el arrepentimiento: durante el camino hacia la Cruz encontramos la probable conversión de Simón de Cirene y el llanto dolorido de las mujeres de Jerusalén; en la Cruz, el arrepentimiento del buen ladrón, el toque de la gracia al Centurión romano, y la compunción de la multitud del pueblo relatada en este versículo. Jesús había profetizado: «Cuando yo sea levantado de la tierra, todo lo atraeré a mí» (Jn 12, 32). Esta profecía comienza a realizarse en el Gólgota y seguirá hasta el fin de los tiempos.

Lc 23, 49. Hay que destacar en este grupo la presencia de unas cuantas mujeres, algunos de cuyos nombres nos han transmitido San Mateo (Mt 27, 55) y San Marcos (Mc 15, 40- 41): María Magdalena, María la madre de Santiago y José, y Salomé. Estas mujeres, a las que seguramente no dejaron acercarse los soldados en los momentos de la Crucifixión, perseveran de lejos ante la Cruz y se acercan después, al pie de ella (cfr Jn 19, 25) llenas de valentía, a impulsos del profundo amor a Jesucristo. «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor.– ¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé!
»Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (Camino, 982).

Lc 23, 50-54. «José de Arimatea y Nicodemus visitan a Jesús ocultamente a la hora normal y a la hora del triunfo.
»Pero son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –«audacter»– con audacia, a la hora de la cobardía.–Aprende» (Camino, 841).
Se olvidan de todos los peligros –odio de sus colegas del Sanedrín, represalias de los fanáticos–, porque el amor no repara en obstáculos. Realizan con exquisita veneración todo cuanto se requería para sepultar piadosamente el cuerpo de Jesús. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo, que por amor a Él debe arriesgar honra, posición y dinero. La piedad cristiana –en las estaciones XIII y XIV del Vía Crucis– une a la contemplación del descendimiento de la Cruz y sepultura del Señor, el recuerdo y agradecimiento a estos dos varones justos, cuya delicadeza ha querido Dios premiar haciendo que sus nombres queden inscritos en el Santo Evangelio (cfr nota a Mc 15, 43-46).

Lc 23, 55-56. Aquellas santas mujeres –que conocían bien la pobreza del Señor en su nacimiento en Belén, en su vida oculta, en su ministerio público y en la Cruz– no escatiman medios para honrar el Cuerpo del Señor. Cuando el pueblo cristiano se muestra espléndido en el culto eucarístico no ha hecho sino aprender bien la lección de aquellos primeros que trataron a Cristo en su vida terrena.

Lc 24, 1-4. El cariño de las santas mujeres al preparar todas las cosas para embalsamar el Cuerpo de Jesús con toda veneración fue tal vez una intuición profunda de la fe, que la doctrina de la Iglesia expresaría más tarde con precisión al decir: «Creemos y confesamos firmemente que, separada el alma de Cristo de su cuerpo, la divinidad estuvo siempre unida tanto al cuerpo en el sepulcro, como al alma cuando descendió a los infiernos» (Catecismo Romano, 1, 5, 6).

Lc 24, 5-8. La verdad de fe sobre la Resurrección de Jesucristo enseña que habiendo realmente muerto al separarse su Alma de su Cuerpo, y habiendo sido sepultado, a los tres días, por su propio poder volvió a unirse nuevamente su Alma a su Cuerpo, de modo que no se separaran jamás (cfr Catecismo Romano, 1, 6, 7).
Siendo un misterio estrictamente sobrenatural, tiene sin embargo unos aspectos exteriores que caen bajo la experiencia sensible: muerte, sepultura, sepulcro vacío, apariciones, etc. Y en este aspecto es un hecho demostrado y demostrable (cfr Lamentabili, 36-37).
La Resurrección de Jesucristo completa la obra de nuestra Redención: «Porque así como por la Muerte cargó con los males para librarnos del mal, de modo semejante, por la Resurrección fue glorificado para llevarnos al bien; según las palabras de la epístola a los Romanos (Rm 4, 25): fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (S.Th. III, q. 53, a. 1, c.).
«Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. No temáis, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí (Mc 16, 6). Haec est dies quam fecit Dominus, exultemus et laetemur in ea; éste es el día que hizo el Señor, regocijémonos (Sal 118, 24).
»El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravilloso.
»No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti (Is 49, 14-15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr Pr 8, 31)» (Es Cristo que pasa, 102).
Por el Bautismo y los demás sacramentos, el cristiano queda incorporado al misterio redentor de Cristo que comprende su Muerte y su Resurrección: «Habéis sido sepultados con él por el Bautismo, y con él habéis resucitado por la fe que tenéis en el poder de Dios que le resucitó de la muerte» (Col 2, 12). «Si habéis resucitado con Cristo buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque estáis muertos ya y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 1-3).

Lc 24, 9-12. Los primeros a los que anuncia un ángel el Nacimiento de Cristo son los pastores de Belén. Las primeras en recibir el testimonio divino de la Resurrección de Jesús son estas piadosas mujeres. Es una muestra más de la predilección de Dios por las almas sencillas y sinceras, a las que concede un honor, que el mundo no sabe apreciar (cfr Mt 11, 25). Pero no es sólo sencillez y bondad, no es sólo sinceridad, es que a los pobres –los pastores– y a las mujeres se les postergaba en aquellos tiempos: y Jesús ama aquello que es humillado por la soberbia de los hombres, por eso distingue a los pastores, por eso a las mujeres. Y, precisamente, porque aquellas mujeres eran sencillas y buenas, acuden inmediatamente a Pedro y a los Apóstoles a comunicarles todo lo que habían visto y oído. Pedro, a quien había prometido Jesús que sería su Vicario en la tierra, se siente movido a tomar la responsabilidad de comprobar los hechos.

Lc 24, 13-35. A lo largo de la conversación con Jesús los discípulos pasan de la tristeza a la alegría, recobran la esperanza y con ello el afán de comunicar el gozo que hay en sus corazones, haciéndose de este modo anunciadores y testigos de Cristo resucitado.
Esta es una de las escenas exclusivas de San Lucas, descrita con gran maestría literaria. Nos presenta el celo apostólico del Señor. «Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él.
»Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. Entonces se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr 2Co 11, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro» (Es Cristo que pasa, 105).

Lc 24, 13-27. La conversación con Jesús de los dos discípulos camino de Emaús resume perfectamente la desilusión de los que habían seguido al Señor, ante el aparente fracaso que representaba para ellos su muerte. En las palabras de Cleofás está recogida la vida y misión de Cristo (v. 19), su Pasión y Muerte (v. 20), la desesperanza de estos discípulos al cabo de tres días (v. 21), y los hechos acaecidos la mañana del domingo (v. 22).
Ya antes Jesús había dicho a los judíos: «Escudriñad las Escrituras, en las que vosotros pensáis tener la vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5, 39). Nos da así un camino seguro para conocerle. El Papa Pablo VI señala que también hoy día el uso frecuente y la devoción a la Sagrada Escritura es una moción clara del Espíritu Santo: «El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la Tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración, y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables» (Marialis cultus, 30).
Jesús, en respuesta al desaliento de los discípulos, va pacientemente descubriéndoles el sentido de toda la Sagrada Escritura acerca del Mesías: «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?» Con estas palabras el Señor deshace la idea que todavía pudieran tener de un Mesías terreno y político, haciéndoles ver que la misión de Cristo es sobrenatural: la Salvación del género humano.
En la Sagrada Escritura estaba anunciado que el plan salvador de Dios se realizaría por medio de la Pasión y Muerte redentora del Mesías. La Cruz no es un fracaso, sino el camino querido por Dios para el triunfo definitivo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte (cfr 1Co 1, 23-24). Muchos contemporáneos del Señor no entendieron su misión sobrenatural por no haber interpretado correctamente los textos del AT. Nadie como Jesús puede conocer el verdadero sentido de las Escrituras Santas. Y, después de Él, sólo la Iglesia tiene la misión y el oficio de interpretarlas auténticamente: «Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura está sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (Dei Verbum, 12).

Lc 24, 28-35. La presencia y la palabra del Maestro recupera a estos discípulos desalentados, y enciende en ellos una esperanza nueva y definitiva: «Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia.
»Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espiritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.
»Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que –sin darse cuenta– han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante (Lc 24, 28). No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y vaya el día de caída (Lc 24, 29), se hace de noche.
»Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre las cosas hermosas, honestas, no ignoramos cuál es la primera: poseer siempre a Dios (San Gregorio Nacianceno, Epistulae, 212).
»Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
»Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra» (J. Escrivá de Balaguer, Hom. Hacia la santidad).

Lc 24, 30-31. Muchos Santos Padres han visto en esta acción del Señor una consagración del pan como en la Última Cena, el modo peculiar con que bendice y parte el pan les hace ver que es Él.
En la vida de la Iglesia la liturgia siempre ha tenido una gran importancia como culto a Dios, como expresión de la fe y como catequesis eficaz de las verdades reveladas. Por eso, los gestos externos –las ceremonias litúrgicas– han de ser observadas con la mayor fidelidad (cfr Sacrosanctum concilium, 22). «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares.– Cúmplelas fielmente. – ¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (Camino 522).

Lc 24, 33-35. Los discípulos de Emaús sienten ahora la urgencia de volver a Jerusalén, donde los Apóstoles y algunos otros discípulos se encuentran reunidos con Pedro, a quien Jesús se ha aparecido.
En la Historia Sagrada, Jerusalén fue el lugar donde Dios quiso ser alabado de modo particular y en ella los profetas ejercieron su principal ministerio. Por voluntad divina Jesucristo padeció, murió y resucitó en Jerusalén y desde allí comenzará a extenderse el Reino de Dios (cfr Lc 24, 47; Hch 1, 8). En el Nuevo Testamento a la Iglesia de Cristo se la denomina «la Jerusalén de arriba» (Ga 4, 26), «la Jerusalén celestial» (Hb 12, 22), «la nueva Jerusalén» (Ap 21, 2).
En la Ciudad Santa también comienza la Iglesia. Más tarde San Pedro, no sin una especial providencia divina, se traslada a Roma que, de este modo, se convierte en el centro de la Iglesia. Como aquellos discípulos son confirmados en la fe por San Pedro, los cristianos de todos los siglos acuden a la Sede de Pedro para confirmar su fe, y mantener así la unidad de la Iglesia: «Sin el Papa la Iglesia Católica ya no sería tal, sino que, faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad se desmoronaría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos de aquel auténtico establecido por el mismo Cristo (...). Queremos además considerar que ese gozne central de la Santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano, sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es vana retórica la que atribuye al Vicario de Cristo el título de servus servorum Dei» (Ecclesiam Suam, 83).

Lc 24, 36-43. Esta aparición de Jesús resucitado la refieren San Lucas y San Juan (cfr Jn 20, 19-23). San Juan recoge la institución del sacramento de la Penitencia, al tiempo que San Lucas subraya la dificultad de los discípulos para aceptar el milagro de la Resurrección, a pesar del testimonio de los ángeles a las mujeres (cfr Mt 28, 5-7; Mc 16, 5-7; Lc 24, 4-9) y de quienes ya habían visto al Señor resucitado (cfr Mt 28, 9-10; Mc 16, 9-13; Lc 24, 13 ss.; Jn 20, 11-18).
Jesús se les aparece de improviso, estando las puertas cerradas (cfr Jn 20, 19), lo que explica su sorpresa y su reacción. San Ambrosio comenta que «penetró en el recinto cerrado no porque su naturaleza fuese incorpórea, sino porque tenía la cualidad de un cuerpo resucitado» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). Entre esas cualidades del cuerpo glorioso, la sutileza hace que «el cuerpo esté totalmente sometido al imperio del alma» (Catecismo Romano, 1, 12, 13), de modo que puede atravesar los obstáculos materiales sin ninguna resistencia.
La escena reviste un encanto especial al describir el Evangelista los detalles de condescendencia divina para confirmarlos en la verdad de su Resurrección.

Lc 24, 41-43. Aunque el cuerpo resucitado es impasible y, en consecuencia, no necesita ya de alimentos para nutrirse, el Señor confirma a los discípulos en la verdad de su Resurrección con estas dos pruebas: invitándoles a que le toquen y comiendo en su presencia. «Yo, por mi parte, confiesa San Ignacio de Antioquía, sé muy bien, y en ello pongo mi fe, que después de su Resurrección, permaneció el Señor en su carne. Y así, cuando se presentó a Pedro y a sus compañeros, les dijo: Tocadme, palpadme y comprended que no soy un espíritu incorpóreo. Y al punto le tocaron y creyeron, quedando persuadidos de su carne y de su espíritu (...). Es más, después de su Resurrección comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si bien espiritualmente estaba hecho una cosa con su Padre» (Carta a los de Esmirna, III, 1-3).

Lc 24, 44-49. San Mateo insiste en el cumplimiento de las profecías, porque los primeros destinatarios de su Evangelio eran judíos, para quienes esto constituía una prueba manifiesta de que Cristo era el Mesías prometido y esperado. San Lucas no utiliza habitualmente este argumento, porque escribe para los gentiles; sin embargo, en este epílogo recoge sumariamente la advertencia de Cristo que declara haberse cumplido todo lo que estaba predicho acerca de Él. Se subraya así la unidad de los dos Testamentos y que Jesús es verdaderamente el Mesías.
Por otra parte, San Lucas refiere la promesa del Espíritu Santo (cfr Jn 14, 16-17.26; Jn 15, 26; Jn 16, 7ss.), de la que dará cumplida cuenta al narrar la Pentecostés, día en que recibieron el don prometido (cfr Hch 2, 1-4).

Lc 24, 46. San Lucas ha destacado la falta de inteligencia de los Apóstoles cuando Jesús anuncia su Muerte y Resurrección (cfr Lc 9, 45; Lc 18, 34). Ahora, cumplida la profecía, recuerda la necesidad de que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos (cfr Lc 24, 25-27).
La Cruz es un misterio no solamente en la vida de Cristo sino también en la nuestra: «Jesús sufre por cumplir la Voluntad del Padre... Y tú, que quieres también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podrás quejarte si encuentras por compañero de camino al sufrimiento?» (Camino, 213).

Lc 24, 48. «Yo os envío el Prometido por mi Padre», es decir, el Espíritu Santo, que días después, en Pentecostés, descendería sobre ellos en el Cenáculo (cfr Hch 2, 1-4), como don supremo del Padre (cfr Lc 11, 13).

Lc 24, 50-53. San Lucas, que narrará con más detalle al comienzo del libro de los Hechos la Ascensión del Señor a los Cielos, resume aquí este misterio con el que termina la presencia visible de Jesús en la tierra. «No era conveniente, explica Santo Tomás, que Cristo permaneciese en la tierra después de la Resurrección, sino que convenía que subiese al Cielo» (S.Th. III, q. 57, a. 1). Aunque su cuerpo resucitado ya tenía la gloria esencial, la Ascensión al Cielo le confiere un aumento de la gloria de que gozaba, por la dignidad del lugar al que ascendía (cfr ibid.).
«La Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura (Hb 13, 14), ciudad inmutable (...).
»Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios» (Es Cristo que pasa, 126).
Acaba aquí la narración evangélica de San Lucas. No hay palabras humanas capaces de expresar los sentimientos de agradecimiento, de amor y de correspondencia que nos produce la contemplación de la vida de Cristo entre los hombres. Podemos saborear el resumen que nos ofrece el Magisterio de la Iglesia por boca del último sucesor de Pedro, mientras elevamos a Dios nuestro deseo de ser cada día más fieles discípulos e hijos suyos: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos (...). Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el Reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como Él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas: a saber, ser mansos y pobres en espíritu, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato: Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado en la Cruz, trayéndonos la salvación con su sangre redentora. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia, subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su Reino no tendrá fin» (Credo del Pueblo de Dios, 11 y 12).