Mateo

Mt 1, 1. Este versículo viene a ser como el título de todo el Evangelio. En Jesucristo se cumplen las promesas divinas de salvación hechas a Abrahán en favor de toda la humanidad (Gn 12, 3). Igualmente se cumple la profecía de un reino eterno dada por medio del profeta Natán al rey David (2S 7, 12).
La genealogía que introduce S. Mateo, al comienzo de su Evangelio, muestra la ascendencia de Jesucristo según su humanidad, a la vez que da una indicación de la plenitud a que llega la Historia de la Salvación con la Encarnación del Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Mesías esperado.
La genealogía está presentada según una estructura de tres grupos. Cada grupo consta de catorce eslabones que muestran el desarrollo progresivo de la historia sagrada.
Entre los judíos (como entre otros pueblos orientales de origen nómada) el árbol genealógico tenía una importancia capital. Hay que tener en cuenta que, precisamente por ese origen seminómada, la identidad de una persona estaba especialmente ligada a la familia y tribu, siendo menos significativo el lugar. En el pueblo hebreo a esas circunstancias se añadía la significación religiosa de pertenecer por la sangre al pueblo elegido.
Todavía en la época de Jesús el árbol genealógico se conservaba en las familias judías con todo cuidado, pues según ese árbol las personas se constituían en sujetos de derechos y obligaciones.

Mt 1, 6. En las genealogías se nombran cuatro mujeres: Tamar (cfr Gn 38; 1Cro 2, 4), Rahab (cfr Jos 2; Jos 6, Jos 17), Betsabé (cfr 2S 11; 2S 12, 2S 24) y Rut (cfr libro de Rut). Estas cuatro mujeres extranjeras, que de uno u otro modo se incorporan a la historia de Israel, son un símbolo, entre otros muchos, de la salvación divina que abarca a toda la humanidad.
Al citar también a otros personajes pecadores, se muestra cómo los caminos de Dios son distintos de los caminos humanos. A través de hombres cuya conducta no fue recta Dios va a realizar sus planes de salvación. Dios nos salva, nos santifica y nos elige para hacer el bien a pesar de nuestros pecados e infidelidades. Tal es el realismo del que Dios ha querido dejar constancia en la historia de nuestra salvación.

Mt 1, 11. Sobre la deportación a Babilonia se habla en 2R 24 y 2R 25. Con este hecho se cumple la amenaza de los profetas al pueblo de Israel y a sus reyes, como castigo de su infidelidad a los mandamientos de la Ley de Dios, especialmente al primero.

Mt 1, 16. Entre los hebreos las genealogías se hacían por vía masculina. José, al ser esposo de María, era el padre legal de Jesús. La figura del padre legal es equivalente en cuanto a derechos y obligaciones a la del verdadero padre. En este hecho se fundamenta sólidamente la doctrina y la devoción al Santo Patriarca como patrono universal de la Iglesia, puesto que fue elegido para desempeñar una función muy singular en el plan divino de nuestra salvación: por la paternidad legal de San José es Jesucristo Mesías descendiente de David.
De la costumbre ordinaria de celebrar los esponsales entre los miembros de una misma estirpe, se deduce la pertenencia de María a la casa de David. En este sentido hablan también antiguos Padres de la Iglesia. Así S. Ignacio de Antioquía, S. Ireneo, S. Justino y Tertuliano, los cuales fundamentan su testimonio en una tradición oral constante.
Es de señalar que S. Mateo, para indicar el nacimiento de Jesús, usa una fórmula completamente diversa de la aplicada a los demás personajes de la genealogía. Con estas palabras el texto enseña positivamente la concepción virginal de Jesús, sin intervención de varón.

Mt 1, 18. San Mateo narra aquí cómo fue la concepción de Cristo (cfr Lc 1, 25-38): (...) verdaderamente celebramos y veneramos por Madre de Dios (a María), por haber dado a luz a una persona que es juntamente Dios y hombre (...) (Catecismo Romano, 1, 4, 7).
Según las disposiciones de la Ley de Moisés, aproximadamente un año antes de las bodas se realizaban los esponsales. Estos tenían prácticamente ya el valor jurídico del matrimonio. Las bodas propiamente dichas consistían, entre otras ceremonias, en la conducción solemne y festiva de la esposa a casa del esposo (cfr Dt 20, 7).
Ya desde los esponsales era preciso el libelo de repudio en el caso de ruptura de las relaciones.
Todo el relato del nacimiento de Jesús enseña a través del cumplimiento de la profecía de Is 7, 14 (que citará expresamente en los versículos 22-23): 1° Jesús es el descendiente de David por la vía legal de José; 2° María es la Virgen que da a luz según la profecía; 3° el carácter milagroso de la concepción del Niño sin intervención de varón.

Mt 1, 19. José era definitivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo. Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la Voluntad divina (cfr Gn 7, 1; Gn 18; Gn 23,-32; Ez 18, 5 ss; Pr 12, 10); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (cfr Tb 7, 6; Tb 9, 6). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres (Es Cristo que pasa, 40).
José consideraba santa a su esposa no obstante los signos de su maternidad. Por tanto se encontraba ante una situación inexplicable para él. Tratando precisamente de actuar con arreglo a la voluntad de Dios se sentía obligado a repudiarla, pero, con el fin de evitar la infamia pública de María, decide dejarla privadamente.
Es admirable el silencio de María. Su entrega perfecta a Dios le lleva incluso a no defender su honra y su inocencia. Prefiere que recaiga en Ella la sospecha y la infamia, que manifestar el profundo misterio de Gracia. Ante un hecho inexplicable por razones humanas, se abandona confiadamente en el amor y providencia de Dios.
Hemos de contemplar la magnitud de la prueba a la que Dios sometió a estas dos almas santas de José y María. No nos puede extrañar que también nosotros seamos sometidos a veces, a lo largo de la vida, a pruebas duras; en ellas hemos de confiar en Dios y permanecerle fieles, a ejemplo de José y María.

Mt 1, 20. Dios ilumina oportunamente al hombre que actúa con rectitud y confía en el poder y sabiduría divina ante situaciones que superan la comprensión de la razón humana. El ángel recuerda en este momento a José, al llamarle hijo de David, que es el eslabón providencial que une a Jesús con la estirpe de David, según la profecía mesiánica de Natán (cfr 2S 7, 12). Como dice S. Juan Crisóstomo: Ante todo le recuerda a David, de quien había de venir Cristo, y no le consiente estar turbado desde el momento que, por el nombre del más glorioso de sus antepasados, le trae a la memoria la promesa hecha a todo su linaje (Hom. sobre S. Mateo, 4).
...Jesucristo, único Señor nuestro, Hijo de Dios, cuando tomó por nosotros carne humana en el vientre de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los demás hombres, sino, sobre todo el orden natural, por virtud del Espíritu Santo; de tal manera que la misma persona (del Verbo), permaneciendo Dios, como lo era desde la eternidad, se hiciese hombre, lo cual no era antes (Catecismo Romano, 1, 4, 1).

Mt 1, 21. Según la raíz hebrea el nombre de Jesús significa salvador. Después de la Virgen Santa María, José es el primer hombre que recibe esta declaración divina del hecho de la salvación, que se estaba ya realizando.
Jesús es el nombre exclusivo del que es Dios y hombre, el cual significa salvador, impuesto a Cristo no casualmente ni por dictamen o disposición humana, sino por consejo y mandato de Dios.
(...)los nombres profetizados (... el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de la paz, cfr Is 9, 6), que se habían de dar por divina disposición al Hijo de Dios, se resumen en el nombre Jesús porque, mientras los demás se refieren sólo bajo algún aspecto a la salvación que había de darnos, éste compendió en sí mismo la realidad y la causa de la salvación de todos los hombres (Catecismo Romano, 1, 3, 5 y 6).

Mt 1, 23. Emmanuel: La profecía de Is 7, 14 citada en este versículo, preanunciaba, ya desde unos siete siglos antes, que la señal de la salvación divina iba a ser el acontecimiento extraordinario de una virgen que va a dar a luz un hijo. El Evangelio nos revela, pues, en este pasaje dos verdades:
La primera que, en efecto, Jesús es el Dios-con-nosotros preanunciado por el profeta. Así lo ha sentido siempre la tradición cristiana. Incluso el Magisterio de la Iglesia (en el Breve Divina de Pío VI el año 1779) condenó una interpretación que negaba el sentido mesiánico del texto de Isaías. Cristo es, pues, verdaderamente Dios-con-nosotros no sólo por su misión divina sino porque es Dios hecho hombre (cfr Jn 1, 14). No quiere decir que Jesucristo haya de ser normalmente llamado Emmanuel: este nombre se refiere más directamente a su misterio de Verbo Encamado. El ángel de la anunciación indicó que se le pusiera el nombre de Jesús, que significa Salvador. Así lo hizo S. José.
La segunda verdad que nos revela el texto sagrado es que Santa María, en la que se cumple la profecía de Is 7, 14, permanece virgen antes del parto y en el mismo parto. Precisamente el signo milagroso que da Dios de que ha llegado la salvación es que una mujer que es virgen, sin dejar de serlo, es también madre.
Jesucristo salió del seno materno sin detrimento alguno de la virginidad de su Madre; así pues, con alabanzas merecidísimas, celebramos su inmaculada y perpetua virginidad. Y esto en verdad se obró por virtud del Espíritu Santo, que tanto engrandeció a la Madre en la concepción y en el nacimiento del Hijo, que le dio a ella fecundidad y conservó al mismo tiempo su perpetua virginidad (Catecismo Romano, 1, 4, 8).

Mt 1, 25. Comenta S. Juan Crisóstomo dirigiéndose a José: No pienses que por ser la concepción de Cristo obra del Espíritu Santo, eres tú ajeno al servicio de esta divina economía. Porque si es cierto que ninguna parte tienes en la generación y la Virgen permanece intacta, sin embargo, todo lo que pertenece al oficio de padre sin atentar a la dignidad de la virginidad, todo te lo entrego a ti: ponerle nombre al hijo. Tú, en efecto, se lo pondrás. Porque, si bien no lo has engendrado tú, tú harás con él las veces de padre. De ahí que, empezando por la imposición del nombre, yo te uno íntimamente con el que va a nacer (Hom. sobre S. Mateo, 4).
La Neovulgata traduce et non cognoscebat eam, donec peperit filium, siguiendo estrictamente el texto griego. La versión castellana literal sería: y no la conoció hasta que dio a luz a su hijo. Esta partícula donee, hasta que, de por sí no induce a pensar en lo que después ocurriera; pretende resaltar lo que ya ha ocurrido hasta ese momento: la concepción virginal de Jesucristo por una singular intervención de Dios. En efecto, encontramos la misma partícula en Jn 9, 18, donde se dice que los fariseos no creyeron en el milagro de la curación del ciego de nacimiento hasta que –donee– llamaron a los padres de éste; sin embargo, tampoco creyeron después. Por tanto, la partícula hasta que prescinde de la situación posterior.
Por otra parte, la Vulgata añade suum primogenitum que en la Biblia indica solamente el primer hijo, sin que implique la existencia de otros (cfr Ex 13, 2). Esta variante latina de ninguna manera da pie a pensar que la Virgen hubiera tenido después más hijos. Vid. nota a Lc 2, 7.
La Iglesia ha enseñado siempre como doctrina de fe la virginidad perpetua de María; por ejemplo he aquí las palabras del Concilio de Letrán del año 649: Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la Santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen, por obra del Espíritu Santo, al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo Ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado (can. 3).
San Jerónimo señala las siguientes razones por las que convenía que la Madre de Dios, además de ser virgen, estuviera desposada: primero, porque por la genealogía de San José quedara patente la estirpe de Santa María como descendiente del rey David; luego, para que al dar a luz no sufriera menoscabo en su honra por parte de los judíos ni pudiera imputársele pena alguna legal; tercero, para que en la huida a Egipto tuviera la ayuda y protección de San José. Aún señala una cuarta razón posible, expresamente tomada de San Ignacio Mártir y a la que parece darle menos valor: para que el nacimiento de Jesús pasara inadvertido al diablo, que no sabría de la concepción virginal del Señor (Comentario sobre S. Mateo, 1, 1).

Mt 2, 1. El rey Herodes: El Nuevo Testamento habla de cuatro Herodes. El primero, Herodes el Grande, al que se refieren este pasaje y el siguiente. El segundo, su hijo, Herodes Antipas, que mandó degollar a San Juan Bautista (Mt 12, 1-12) y que ultrajó a Jesús durante la Pasión (Lc 23, 7-11). El tercero, Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande, que mandó matar al Apóstol Santiago el Mayor (Hch 12, 1-3), que encarceló a Pedro (Hch 12, 4-7), y que murió repentinamente y de un modo misterioso (Hch 12, 20-23). El cuarto, Herodes Agripa II, hijo del anterior, ante quien San Pablo, prisionero en Cesarea marítima, se defendió de la acusación de los judíos (Hch 25, 23).
Herodes el Grande, del que aquí se trata, era hijo de padres no judíos; había conseguido reinar sobre éstos con la ayuda y en vasallaje del Imperio Romano. Desplegó una gran actividad política y, entre otras cosas, reconstruyó lujosamente el Templo de Jerusalén. Sufrió manía persecutoria, viendo por todas partes competidores de su realeza; célebre por su crueldad, mató a la mayoría de las diez mujeres que tuvo, a alguno de sus hijos y a buen número de personas influyentes en la sociedad de su tiempo. Estos datos proceden principalmente del historiador judío Flavio Josefo (que escribió a fines del siglo I) y concuerdan con la figura cruel que conocemos por los Evangelios.
Unos Magos: Estos personajes eran unos sabios provenientes probablemente de Persia y dedicados al estudio de las estrellas. Al no ser judíos, son como las primicias de los gentiles que recibirán la llamada a la salvación en Cristo. La adoración de los magos ha sido recogida por la tradición más antigua: ya a comienzos del s. II se encuentra la escena en las pinturas de las catacumbas de Priscila en Roma.

Mt 2, 2. Los judíos habían difundido por el Oriente las esperanzas mesiánicas. Los magos tenían conocimiento del esperado Mesías, rey de los judíos. El cual, según ideas difundidas en aquella época, debía tener, como personaje muy importante en la historia universal, una estrella relacionada con su nacimiento. Dios quiso valerse de estas concepciones para conducir hasta Cristo a los representantes de los gentiles, que habían de creer.
Precisamente se les había ocultado antes, para que, al hallarse sin guía, no tuvieran otro remedio que preguntar a los judíos, y quedara así manifiesto a todos el nacimiento de Cristo (Hom. sobre S. Mateo, 7).
El mismo S. Juan Crisóstomo explica que Dios los llama por lo que a ellos les era más familiar, y les muestra una estrella grande y maravillosa para que les impresionara por su misma grandeza y hermosura (Hom. sobre S. Mateo, 6). La llamada de los magos, mientras se dedican a su oficio, es un hecho que se repite en el llamamiento que Dios hace a los hombres: llamarlos precisamente entre las ocupaciones ordinarias de su vida. Así llamó a Moisés cuando pastoreaba el rebaño (Ex 3, 1-3), al profeta Eliseo cuando araba su tierra con los bueyes (1R 19, 19-20), a Amos cuando cuidaba su ganado (Am 7, 15)... Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. –¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...
Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos (Camino, 799).
Como los Reyes Magos, hemos descubierto una estrella, luz y rumbo, en el cielo del alma.
Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio (Es Cristo que pasa, 32).

Mt 2, 4. En tiempos de Jesús se encontraba ampliamente difundida en todos los ambientes judíos la esperanza de la pronta venida del Mesías, concebido sobre todo como rey a la manera de un nuevo y más grande David. De aquí la turbación de Herodes, rey de los judíos con el apoyo de los romanos y cruelmente celoso de la defensa de su corona. Por su ambición política y su carencia de sentido religioso, Herodes vio al posible Mesías-Rey como un peligroso competidor de su poder temporal.
En los tiempos de Nuestro Señor, tanto el régimen monárquico de Herodes como el régimen de ocupación directa romana por medio de los procuradores habían respetado el organismo representativo del propio pueblo judío, constituido por el Sanedrín. Este era, pues, el gran consejo de la nación que intervenía en los asuntos ordinarios, religiosos o civiles. La ejecución de los asuntos más importantes necesitaba la aprobación, bien del rey (en tiempos de la monarquía herodiana), bien del procurador (en tiempos de la ocupación directa de Palestina por el Imperio Romano).
En recuerdo de Ex 24, 1-9 y Nm 11, 16, el Sanedrín se componía de 71 miembros, presididos por el sumo sacerdote, elegidos entre los siguientes tres estamentos o grupos del pueblo judío: 1° Los príncipes de los sacerdotes, es decir, los jefes de las principales familias sacerdotales, entre las que solía recaer el nombramiento de sumo sacerdote, y aquellos que habían cesado en este cargo. 2° Los ancianos, que eran los jefes de las principales familias. 3° Los escribas, que eran los doctores de la ley o peritos en las cuestiones legales y religiosas; la mayor parte de estos escribas pertenecían al partido o escuela de los fariseos.
En este pasaje de Mateo sólo se mencionan el 1° y 3° de estos grupos que componían el Sanedrín: ello es lógico puesto que el grupo de los ancianos no entendía en el asunto del nacimiento del Mesías, que era una cuestión eminentemente religiosa.

Mt 2, 5-6. La profecía a la que se refiere el pasaje es concretamente la de Mi 5, 1. Es de notar que en la tradición judía se interpretaba esta profecía como predicción del lugar exacto del nacimiento del Mesías, y que éste era un personaje determinado.
El libro sagrado nos enseña una vez más que en Jesucristo se cumplen las profecías del Antiguo Testamento.

Mt 2, 8. Herodes pretendía saber con exactitud dónde estaba el Niño no precisamente para adorarle, como decía, sino para librarse de Él, según la visión puramente política que tenía el entonces rey de los judíos. Su astucia y maldad no pueden impedir que se cumplan los designios de Dios. Por encima de los cálculos de Herodes y de su ambición estaban la sabiduría y el poder divinos para realizar la salvación.

Mt 2, 9. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece (...). ¿Qué hacer, entonces? Seguir los pasos de aquellos hombres santos: preguntar. Herodes se sirvió de la ciencia para comportarse injustamente; los Reyes Magos la utilizan para obrar el bien. Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de la gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (Es Cristo que pasa, 34).

Mt 2, 10. ¿Por qué tanta alegría? Porque, los que no dudaron nunca, reciben del Señor la prueba de que la estrella no había desaparecido: dejaron de contemplarla sensiblemente, pero la habían conservado siempre en el alma. Así es la vocación del cristiano: si no se pierde la fe, si se mantiene la esperanza en Jesucristo que estará con nosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20), la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor (Es Cristo que pasa, 35).

Mt 2, 11. Los dones ofrecidos –oro, incienso y mirra– eran los más preciosos del Oriente. El hombre tiene necesidad de ofrecer presentes para testimoniar su veneración y su fe. Al no poder ofrecerse el hombre mismo como quisiera, ofrece en su lugar lo que es más valioso y le es más querido.
Los profetas y el salmista habían predicho para los tiempos mesiánicos la sumisión a Dios de los reyes de la tierra (Is 49, 23), con el ofrecimiento de sus bienes (Is 60, 5) y la adoración (Sal 73, 10-15). Con este acto de los magos y el ofrecimiento de sus dones a Jesús, Dios y hombre, empiezan a cumplirse estas profecías.
El Concilio de Trento cita expresamente este pasaje de la adoración de los magos al enseñar el culto que se debe dar a Cristo en la Eucaristía: Todos los fieles de Cristo en su veneración a este Santísimo Sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios (...). Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios (Hb 1, 6; cfr Sal 98, 7); a quien los magos postrándose le adoraron (cfr Mt 2, 11), a quien, en fin, la Escritura atestigua (cfr Mt 28, 17) que le adoraron los Apóstoles en Galilea. (De SS. Eucharistia, cap. 5).
También a propósito de este versículo, comentaba S. Gregorio Nacianceno: Nosotros permanezcamos en adoración; y a quien por causa de nuestra salvación se humilló a tal grado de pobreza de recibir nuestro cuerpo, ofrezcámosle no ya incienso, oro y mirra –lo primero como a Dios, lo segundo como a rey y lo tercero como aquel que buscó la muerte por nuestra causa–, sino dones espirituales, más sublimes que los que se ven con los ojos (Oratio, 19).

Mt 2, 12. La intervención de los magos en los acontecimientos de Belén termina con un nuevo acto de delicada obediencia y cooperación con los planes de Dios. También el cristiano debe ser dócil hasta el final a la gracia y a la misión concreta que Dios le asigne, aunque esto suponga modificar los planes personales que uno se haya propuesto.

Mt 2, 14. S. Juan Crisóstomo, a propósito de este pasaje, subraya la fidelidad y obediencia de José: Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: esto parece un enigma. Tú mismo me decías no ha mucho que El salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje, un largo desplazamiento... Pero nada de esto dice, porque José es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el ángel lo había dejado indeterminado, pues le había dicho: Y estate allí hasta que yo te diga. Sin embargo, no por eso quedó paralizado, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas con alegría (Hom. sobre S. Mateo, 8).
Es de notar también el claroscuro de la acción de Dios respecto a los elegidos: junto a las mayores alegrías han de sobrellevar sufrimientos intensos. Bien es verdad que Dios, amador de los hombres, mezclaba trabajos y dulzuras, estilo que El sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va El entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José (Ibidem).

Mt 2, 15. El texto de Os 11, 1 habla de un niño que sale de Egipto y que es hijo de Dios. Se refiere en primer lugar al pueblo de Israel, a quien Dios sacó de Egipto por medio de Moisés. Pero ese acontecimiento era una figura de Jesús, cabeza del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia. En Él se cumple principalmente esta profecía. El texto sagrado presenta una cita del Antiguo Testamento a la luz de su plenitud, Jesucristo. El Antiguo Testamento tiene su sentido pleno en Cristo y, según S. Pablo, leerlo sin tener en cuenta a Jesús es tener los ojos cubiertos con un velo (cfr 2Co 3, 12-18).

Mt 2, 16-17. Sobre la figura de Herodes cfr nota a Mt 2, 1. Dios permite la maldad y crueldad de Herodes que intenta dar muerte al Niño, al mismo tiempo que en su conducta cruel se cumple la profecía de Jr 31, 15. La Iglesia ha visto en estos niños los primeros mártires que dan su vida por Cristo. El martirio les justificó y obró en ellos la misma gracia que confiere el Bautismo: es el Bautismo de sangre.
Santo Tomás comenta el pasaje de este modo: Puesto que no podían hacer uso de su libertad, ¿cómo se puede decir que murieron por Cristo? (...) Dios no hubiese permitido esa matanza si no hubiese sido útil a aquellos niños. S. Agustín dice que dudar de que tal matanza fue útil a esos niños es lo mismo que dudar de que el Bautismo sea útil a los niños. Pues los inocentes sufrieron como mártires y confesaron a Cristo –non loquendo, sed moriendo– no hablando, sino muriendo (Comentario sobre S. Mateo, 2, 16).

Mt 2, 18. Ramá fue la ciudad en que Nabucodonosor, rey de Babilonia, reunió a los prisioneros israelitas. Por estar situada en la tribu de Benjamín, Jeremías pone en boca de Raquel, madre de Benjamín y José, las lamentaciones por los hijos de Israel.
La magnitud de la desgracia de los desterrados a Babilonia era tal que Jeremías expresa poéticamente que el dolor de Raquel es demasiado grande para aceptar consuelo.
Cuando murió Raquel la enterraron en el hipódromo próximo a Belén. Como el sepulcro estaba cercano y la heredad pertenecía a su hijo Benjamín –Ramá era de la tribu de Benjamín–, por el cabeza de la tribu y por el lugar del sepulcro, pudo razonablemente llamar hijos de Raquel a los niños degollados en Belén (Hom. sobre S. Mateo, 9).

Mt 2, 22. Por la historia profana sabemos que Arquelao se parecía a su padre en la ambición y crueldad. Al volver José de Egipto era ya conocido el comportamiento injusto del nuevo rey.
En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá. Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea {Es Cristo que pasa, 42).

Mt 2, 23. Nazaret, donde tuvo lugar la Anunciación (Lc 1, 26), era un pueblecito pequeño y desconocido de Israel. Estaba situado en Galilea, la parte más septentrional de la tierra de los judíos. El término nazareno se refiere no sólo a la procedencia geográfica de Jesús, sino también al hecho de que por eso fue despreciado por los judíos al comienzo de su misión (Jn 1, 46), y de que, aún en tiempos de S. Pablo, los judíos intentaban humillar a los cristianos dándoles el nombre de nazarenos (Hch 24, 5). La condición de pobreza y el desprecio que sufriría el Mesías estaban preanunciados por muchos profetas (Is 53, 2 ss.; Jr 11, 19; Sal 23). Las palabras será llamado Nazareno no se encuentran literalmente en ninguno de ellos, sino que, según S. Jerónimo, resumen la enseñanza de los profetas con una fórmula breve y expresiva.
Sin embargo, el mismo S. Jerónimo (Comentario sobre Is, 11, 1) atribuye al nombre nazareno el cumplimiento de la profecía de Is 11, 1. Cristo es el vástago (nézer, en hebreo) de toda la raza de Abrahán y de David.

Mt 3, 1. La frase en aquellos días es una forma de expresarse que no pretende precisar el momento exacto de lo que se narra. Se usa a veces simplemente para marcar el comienzo de un nuevo episodio. De hecho, en este caso se puede calcular que habían transcurrido alrededor de veinticinco años, desde la vuelta de la Sagrada Familia de Egipto. Esta fecha es aproximada porque la historia no ha podido fijar el año de esa vuelta.
Acerca de la datación del comienzo de la predicación de Juan Bautista véase Lc 3, 1-3.
El término desierto está tomado en un sentido más amplio que en la actualidad. No se trata del desierto arenoso o pétreo, sino de zonas áridas en las que se da una vegetación muy pobre.

Mt 3, 2. Haced penitencia: La etapa nueva del Reino de Dios que trae consigo la obra redentora de Cristo, constituye tal cambio en la historia salvífica, que exige consecuentemente un cambio radical en la conducta del hombre hacia Dios. La llegada del Reino implica, en efecto, una intervención salvadora especial de Dios en favor de los hombres, pero también una exigencia de que éstos se abran a la gracia divina y rectifiquen su conducta. La vida de Jesucristo en la tierra obliga a los hombres a tomar postura: o con Dios, o contra Dios (el que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama Lc 11, 23). Dada la condición pecadora de la humanidad tras el pecado original, la llegada del Reino exige que todos los hombres necesiten hacer penitencia de su vida anterior, esto es, convertirse de su caminar alejándose de Dios a un caminar acercándose a Él. Puesto que por medio está el pecado, no hay posibilidad de dar la vuelta hacia Dios, de convertirse, sin hacer actos de penitencia. La conversión no se reduce a un buen propósito de enmienda, sino que es necesario cumplirlo, aunque nos cueste. El terreno en el que crece la penitencia es la humildad: todo hombre debe reconocer sinceramente que es pecador (cfr 1Jn 1, 8-10); y acompañante de la penitencia es la obediencia: todo hombre debe obedecer a Dios y cumplir sus mandamientos (cfr 1Jn 2, 3-6).
El texto griego literalmente traducido diría: convertíos; pero precisamente porque el acto esencial de la conversión es, por lo que hemos dicho, hacer penitencia, la Neovulgata traduce paenitentiam agite (haced penitencia), que es la traducción más honda del sentido del texto.
En realidad toda la vida del hombre es una continua rectificación de su conducta, y por tanto implica un continuo hacer penitencia. Ya en el Antiguo Testamento la conversión había sido predicación continua de los Profetas; pero ahora, con la venida de Jesucristo, esa conversión y penitencia se hacen absolutamente indispensables. Que Cristo haya cargado con nuestros pecados y padecido por nosotros no exime sino que exige de cada uno una conversión verdadera (cfr Col 1, 24).
Reino de los Cielos: Esta expresión es equivalente a Reino de Dios. La primera es la más usada por S. Mateo y está más en consonancia con el modo de hablar de los judíos que, por reverencia al nombre de Dios, evitaban pronunciarlo y lo sustituían por otras palabras, como en este caso. Reino de Dios o de los Cielos es un concepto utilizado ya en el Antiguo Testamento y en el ambiente religioso de los judíos de la época de Jesucristo. Pero es particularmente frecuente en la predicación de Jesús.
La fórmula Reino de Dios puede expresar de modo genérico el dominio de Dios sobre las criaturas. Pero normalmente, como ocurre en nuestro texto, se refiere a la intervención soberana y misericordiosa de Dios en la vida de su pueblo. El plan primitivo de la creación fue quebrantado por la rebelión del pecado del hombre. Para su restablecimiento fue necesaria una nueva intervención de Dios que se realiza por la obra redentora de Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios. Esta intervención fue precedida por una serie de etapas preliminares que constituyen la historia salvífica del Antiguo Testamento.
Así, pues, Jesucristo realiza el Reino de Dios cuya inminencia anuncia Juan el Bautista. Pero Jesús instaura un Reino de Dios enteramente espiritual, sin los coloridos nacionalistas que los judíos de su tiempo habían concebido. Jesús viene a salvar a su pueblo y a toda la humanidad de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, y a abrir así el camino de la salvación.
Durante el tiempo que transcurre entre la primera y la segunda venida de Cristo, el Reino de Dios o de los Cielos viene a corresponder a la Iglesia en cuanto comunidad salvífica, que hace presente a Cristo –y, por tanto, a Dios– entre los hombres y los llama a la salvación eterna. El Reino de Dios sólo será consumado al fin de este mundo; esto es, cuando Jesucristo venga a juzgar a vivos y muertos al fin de los tiempos. Entonces, de modo perfecto, Dios reinará en los bienaventurados.
En nuestro pasaje, Juan el Bautista, como último de los profetas del Antiguo Testamento, está predicando la inminencia del Reino de Dios con la llegada del Mesías.

Mt 3, 3. San Mateo aclara en este versículo con la cita de Is 40, 3 la misión profética de San Juan Bautista. Esta tiene dos aspectos: el primero, preparar al pueblo para recibir el Reino de Dios; el segundo, dar testimonio ante el pueblo de que Jesús es el Mesías que trae dicho Reino.

Mt 3, 4. El Evangelio describe con brevedad la vida en extremo austera del Bautista. El género de vida de Juan está en la línea de algunos profetas del AT y, de modo especial, recuerda al profeta Elías (cfr 2R 1, 8; 2R 2, 8-13 ss). En aquella región la forma de vestir y el alimento que indica el pasaje constituyen las maneras más elementales de subsistir. La langosta de campo era una especie de saltamontes. La miel silvestre parece referirse, más que a miel de abejas, a las sustancias segregadas por algunos arbustos de aquellas estepas. Juan, ante la llegada del Mesías, acentúa con su ejemplo las disposiciones penitenciales que preceden a las grandes fiestas religiosas. Del mismo modo, en la liturgia cristiana del Adviento, la Iglesia invita a la mortificación y penitencia y propone a Juan como modelo. En este sentido se completa la idea del versículo anterior acerca del modo como Juan entendía su misión de Precursor del Mesías. Toda la vida del cristiano es una preparación para el encuentro con Cristo. Por eso en la vida cristiana ocupan un lugar principal la penitencia y la mortificación.

Mt 3, 6. El bautismo de Juan no tenía el poder de limpiar el alma de los pecados como hace el Bautismo cristiano, que es un sacramento que produce la gracia que significa. Sobre el valor del bautismo de San Juan véase la nota a Mt 3, 11.

Mt 3, 7. San Juan echa en cara a los fariseos y saduceos las disposiciones con que acuden a él. No se trata de un rito más de purificación. Sino que la predicación y el bautismo de Juan exigen una verdadera conversión interior del alma, disposición necesaria para alcanzar la gracia de la fe en Jesús. A la luz de estas consideraciones se entiende la dureza de las palabras proféticas del Bautista, porque, en efecto, gran parte de ellos rechazaron a Jesús como Mesías.
Fariseos; Constituían el sector religioso más importante del judaísmo en tiempos de Jesús. Eran cumplidores rigurosos de la Ley de Moisés y, además, de las tradiciones orales que se habían ido formando en torno a la Ley, a las que daban tanta importancia como a la Ley misma. Se opusieron tenazmente al influjo del paganismo griego y rechazaron de plano el culto al Emperador Romano. Entre ellos hubo hombres de gran calidad espiritual y sincera piedad; pero otros muchos exageraron la religiosidad farisaica hasta el fanatismo, el orgullo y la hipocresía. Esta perversión de la verdadera religiosidad israelita es la que fustigaron Juan el Bautista y después Nuestro Señor.
Saduceos: Sector religioso más reducido que el de los fariseos, pero que contaba con muchas personas influyentes en la época de Jesús, sobre todo entre las grandes familias sacerdotales. Aceptaban la Ley escrita, pero, en contraposición a los fariseos, rechazaban las tradiciones orales, y tampoco aceptaban algunas verdades importantes como la resurrección de los muertos.
En materia política aceptaron fácilmente las condiciones de los invasores y permitieron la introducción en el país de costumbres paganas. Su oposición a Cristo aún fue más rotunda que la de los fariseos.

Mt 3, 9-10. Los oyentes del Bautista creen tener asegurada su salvación por el hecho de ser descendientes de Abrahán según la carne. Pero S. Juan les advierte que para el juicio de Dios no es suficiente pertenecer al pueblo elegido, sino que es preciso dar el buen fruto de una vida santa. De lo contrario, irán al fuego, es decir, al infierno, al castigo eterno, por no hacer penitencia de sus pecados. Véase nota a Mt 25, 46.

Mt 3, 11. San Juan Bautista no sólo predicó la penitencia y conversión, sino que exhortaba a someterse al rito de su bautismo. Era un modo de preparar interiormente a los que se acercaban a él, y hacerles comprender la inminente llegada de Cristo. Pero las palabras de exhortación que pronunciaba Juan Bautista y el reconocimiento humilde de los pecados por parte de los que acudían a él disponían a recibir la gracia de Cristo por el Bautismo en el Espíritu y en el fuego. En otras palabras, el bautismo de Juan no producía la justificación, mientras que el Bautismo cristiano es el sacramento de iniciación que perdona los pecados y da la gracia santificante. La eficacia del sacramento del Bautismo cristiano se expresa en la doctrina católica diciendo que infunde la gracia ex opere operato: es decir, no por los méritos del ministro que confiere el sacramento, ni por los méritos del que lo recibe, sino por la virtud de Cristo que actúa en el sacramento: Cuando Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza (...), cuando Judas bautiza, es Cristo quien bautiza {In Ioann. Evang. 6).
La palabra fuego indica, de modo metafórico, la eficacia de la acción del Espíritu Santo para borrar totalmente los pecados y el poder vivificante de la gracia en el bautizado.
Por lo que respecta a la persona de S. Juan Bautista, sobresale también su admirable ejemplo de humildad: rechaza resueltamente la tentación de aceptar la dignidad de Mesías, que las multitudes judaicas parecían dispuestas a reconocerle. Llevar las sandalias de su señor era uno de los oficios del último de los criados.

Mt 3, 12. Los versículos 10 y 12 se refieren al juicio mesiánico. Este, en el fondo, tiene dos partes. La primera se verifica a lo largo de la vida de cada hombre y termina en el juicio particular; la segunda se realizará en el juicio final. En ambas Cristo será el Juez. Recordemos las palabras de S. Pedro que refiere Hch 10, 42: y nos mandó que predicásemos al pueblo, y que diésemos testimonio de que él (Jesús) ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos. El juicio reportará a cada uno el premio o castigo correspondiente a sus buenas o malas acciones.
Es de notar que la paja no significa primariamente acciones malas, sino huecas y vacías, es decir, una vida carente de servicios a Dios y a los hombres. Dios juzgará, pues, las omisiones y oportunidades no aprovechadas:
Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón (Camino, 1).

Mt 3, 13. Jesús había pasado unos treinta años (Lc 3, 23) en lo que normalmente llamamos vida oculta. Nos admira el silencio del Verbo de Dios Encarnado durante todo ese tiempo. Muchas pueden ser las razones de ésta larga espera de Jesús antes de comenzar su ministerio público. Puede haber influido en ello la costumbre judaica de que los rabinos hubieran cumplido los treinta años antes de ejercer su oficio de maestros. En todo caso, Nuestro Señor, con sus largos años de trabajo en el taller de San José, nos enseña a los cristianos el sentido santificador de la vida y trabajo ordinarios.
Jesús comienza su ministerio público después que el Bautista ha preparado al pueblo, según el plan divino, para recibir al Mesías.

Mt 3, 14. San Juan Bautista, al ver acercarse a su bautismo a Aquel de quien había dado testimonio tan auténtico, se resistía razonablemente a bautizarlo. No era necesario que Jesús fuese bautizado por Juan ya que no tenía pecado alguno. Pero Jesús quiso someterse a este bautismo (véase nota al v. Mt 3, 15) antes de inaugurar su predicación para enseñarnos a obedecer a todas las disposiciones divinas (antes se había sometido, por ejemplo, a la circuncisión, a la presentación en el Templo y rescate como primogénito). Los planes de Dios disponían que Jesús se anonadase hasta someterse a la autoridad de otros hombres.

Mt 3, 15. Justicia, en la Biblia, tiene un significado muy rico: se refiere al plan que Dios, en su infinita bondad y sabiduría, ha trazado para la salvación del hombre. Por eso cumplir toda justicia debe ser interpretado en la línea de cumplir la Voluntad de Dios y sus designios. De ahí que podríamos traducir cumplir toda justicia por: cumplir todo lo establecido por Dios.
Jesucristo acude al bautismo de Juan en reconocimiento de una etapa de la historia de la salvación, prevista por Dios como preparación última e inmediata de la era mesiánica. El cumplimiento de cualquiera de estas etapas o actos del plan divino puede llamarse, resumidamente, un acto de justicia. Jesús, que ha venido a cumplir la Voluntad del Padre (Jn 4, 34), se cuida de cumplir ese plan salvador en todos sus pormenores.

Mt 3, 16. Jesús, desde su misma concepción, poseía la plenitud del Espíritu Santo. Esto es así por la unión de la naturaleza humana con la naturaleza divina en la persona del Verbo (dogma de la unión hipostática). La doctrina cristiana enseña que en
Cristo hay una sola Persona, divina, y dos naturalezas, divina y humana. El descendimiento del Espíritu de Dios, de que habla nuestro texto, expresa que, así como Jesús iniciaba de modo solemne su oficio mesiánico, así el Espíritu Santo comenzaba su acción por medio del Mesías. Son muchos los textos del Antiguo Testamento en los que se anuncia la especialísima manifestación del Espíritu Santo en el futuro Mesías. Con esta señal del Espíritu, recibía también S. Juan Bautista la prueba inequívoca de la autenticidad de su testimonio acerca de Cristo (cfr Jn 1, 29-34).
En el Bautismo de Jesucristo se revela el misterio de la Santísima Trinidad: el Hijo, que recibe el Bautismo; el Espíritu Santo, que desciende sobre El en figura de paloma; y la voz del Padre, que da testimonio de la persona de su Hijo. En el nombre de las tres divinas Personas habrán de ser bautizados los cristianos. Si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice: éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho hijo mío (S. Cirilo de Jerusalén, Catechesis III, De Baptismo, 14).

Mt 3, 17. Literalmente: Este es el Hijo mío, el amado. Amado, precedido del artículo y unido a la expresión el Hijo, normalmente se refiere a un hijo único (cfr Gn 22, 2.12.16; Jr 6, 26; Am 8, 10; Za 12, 10; etc.). El doble uso del artículo y la solemnidad del pasaje hacen que este testimonio divino acerca de Jesús muestre claramente, en el lenguaje de la Biblia, que Jesucristo no es uno más, ni siquiera el más excelente, de tantos hijos adoptivos de Dios; sino que, con toda propiedad y fuerza, declara que Jesús es el Hijo de Dios, el Unigénito, absolutamente distinto, por su condición divina, de los demás hombres (cfr Mt 7, 21; Mt 11, 27; Mt 17, 5; Jn 3, 35; Jn 5, 20; Jn 20, 17; etc.).
En este pasaje tienen cumplimiento las profecías mesiánicas, singularmente Is 42, 1, cuya expresión es aplicada ahora a Jesucristo por la voz del Padre que habla desde el cielo.

Mt 4, 1. Jesús, nuestro Salvador, fue tentado porque Él así lo quiso; y lo quiso por amor a nosotros y para nuestra instrucción. Pero la perfección absoluta de Jesús no permitía sino lo que llamamos tentación externa. La doctrina cristiana nos enseña que existe un triple grado de tentación: 1) la sugestión, que es tentación externa y se puede sufrir sin pecado; 2) tentación con delectación más o menos prolongada, aunque sin consentimiento claro (ésta ya es interna y en ella hay algo de pecado); y 3) tentación consentida (ésta siempre es pecado; y, por afectar a lo profundo del alma, es ciertamente interna). Jesús quiso enseñarnos, al permitir ser tentado, cómo hemos de luchar y vencer en nuestras tentaciones: con la confianza en Dios y la oración, con la gracia divina y con la fortaleza.
Por otra parte, estas tentaciones de Jesús en el desierto tienen una significación muy honda en la Historia de la Salvación. Todos los personajes más importantes de la Historia Sagrada son tentados: Adán y Eva, Abrahán, Moisés, el mismo pueblo elegido; y así también Jesús. Nuestro Señor, al rechazar las tentaciones diabólicas, repara las caídas de los hombres antes y después de Él; preludia las siguientes tentaciones de cada uno de nosotros y las luchas de la Iglesia contra las tentaciones del poder diabólico. De ahí que Jesús nos haya enseñado, en el Padrenuestro, a pedir a Dios que nos ayude con su gracia para no caer a la hora de la tentación.

Mt 4, 2. Antes de comenzar su obra mesiánica y, por tanto, de promulgar la Nueva Ley o Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías, se prepara con la oración y el ayuno en el desierto. Moisés había procedido de modo semejante antes de promulgar, en nombre de Dios, la Antigua Ley del Sinaí (Ex 34, 28). También Elías caminó cuarenta días en el desierto para llevar a cabo su misión de hacer renovar el cumplimiento de la Ley (1R 19, 5-8).
La Iglesia sigue las huellas de Jesús al establecer anualmente el tiempo de ayuno cuaresmal. Con este espíritu de piedad hemos de vivir cada año el tiempo de Cuaresma. Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo 'ayunó cuarenta días y cuarenta noches' antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuaresmal la Iglesia, en cierto sentido, está llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio (Juan Pablo II, Audiencia General, 28-11-1979, 1). Igualmente, el retiro de Jesús en el desierto nos invita a prepararnos con la oración y penitencia antes de emprender cualquier actividad o decisión importante en nuestra vida.

Mt 4, 3. Jesús había ayunado durante cuarenta días y cuarenta noches. Como es lógico, siente un hambre muy intensa y el diablo aprovecha la ocasión para tentarle. Ante la tentación el Señor reacciona rechazándola y emplea para esto una frase del Deuteronomio (Dt 8, 3). Aunque podía hacer ese milagro, prefiere seguir confiando en su Padre y no llevarlo a cabo, porque no entra en su plan de salvación. En recompensa a esta confianza los ángeles vienen a servirle (Mt 4, 11).
El milagro en la Biblia es un hecho extraordinario y maravilloso, que realiza Dios para hacer comprender la palabra o acción divinas. No se da como un despliegue aislado de la fuerza de Dios, sino como algo que forma parte de la obra de la Redención. La propuesta del demonio en esta tentación no tenía razón de ser dentro del plan de redención, ya que iría en beneficio exclusivo de Jesús. Con su intento el diablo parece querer cerciorarse de si Jesús es verdaderamente Hijo de Dios, pues, si bien es verdad que se muestra informado de la voz del cielo en el bautismo, ve un contrasentido en que sea Hijo de Dios y, por otra parte, sienta hambre. Con su postura ante la tentación, Jesús viene a enseñarnos que nuestras peticiones a Dios no deben ser en primer lugar acerca de las cosas que se pueden conseguir con el esfuerzo personal, ni de las que van exclusivamente en beneficio propio; sino más bien de las que van encaminadas a la santidad.

Mt 4, 4. La respuesta de Jesús es un acto de confianza en la providencia paternal de Dios. Quien le ha impulsado a ir al desierto, como preparación de su obra mesiánica, se ocupará de que Jesús no fenezca. La idea queda subrayada en cuanto que la respuesta de Jesús es una evocación de Dt 8, 3, donde se recuerda a los hijos de Israel cómo Yahwéh los alimentó milagrosamente con el maná en el desierto. Así, pues, Jesús, en contraste con el antiguo Israel que se impacientó ante el hambre en el desierto, deja confiadamente su cuidado en la providencia de su Padre. Las palabras de Dt 8, 3 que pronuncia Jesús asocian las imágenes de pan y palabra como salidos ambos de la boca de Dios: Dios habla y da su Ley; Dios habla y hace surgir el alimento del maná.
Por otro lado, el maná como imagen o tipo de la Eucaristía es normal en el NT (cfr p. ej. Jn 6, 32-58) y en toda la Tradición cristiana.
Otro aspecto interesante de las palabras de Jesús es el que resalta el Concilio Vaticano II al proponer al cristiano normas en la promoción internacional del orden económico: En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas, y sobre todo aquellas que ofrecen ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues 'no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios' (Gaudium et spes, 86, d).

Mt 4, 5. La tradición señala como lugar de esta tentación el ángulo sureste de la muralla del Templo. Ahí es donde existe una mayor altura, porque el terreno está abruptamente inclinado hacia el torrente Cedrón. Asomándose desde ese lugar puede experimentarse sensación de vértigo.
S. Gregorio Magno (In Evangelio homiliae, 16) comenta que quien considere cómo permitió Nuestro Señor ser tratado en su Pasión, no se extrañará de que permitiese también al demonio comportarse con Él de esa manera.

Mt 4, 6. Las herejías han nacido por entender de modo no bueno las Escrituras, que son buenas (In Ioann. Evang. 18, 1). El cristiano debe estar alerta ante falsas argumentaciones que pretendan basarse en la Sagrada Escritura. Como estamos viendo en este pasaje del Evangelio, el demonio se presenta alguna vez como exégeta de la Escritura, interpretándola como le conviene. De ahí que cualquier interpretación que no esté concorde con la doctrina contenida en la Tradición de la Iglesia debe ser rechazada.
Normalmente el error de la herejía consiste en fijarse en unos Pasajes de la Escritura con exclusión de otros, interpretándolos a su antojo, perdiendo de vista la unidad de la Escritura y la totalidad de la fe.

Mt 4, 7. La respuesta de Jesús ante esta segunda tentación es de nuevo un rechazo tajante, porque aceptarla sería tentar a Dios. Para ello emplea una frase del Deuteronomio (Dt 6, 16): No tentarás al Señor tu Dios, aludiendo con ella también al pasaje del Éxodo, en el que los israelitas, al faltarles el agua, exigen a Moisés un milagro y él les responde: ¿Por qué tentáis a Yahweh? (Ex 17, 2).
Tentar a Dios es completamente diverso a confiar en Él; es exponerse presuntuosamente a un peligro innecesario, contando sin motivo con una ayuda extraordinaria de Dios. Tentar a Dios es también pedirle pruebas a causa de la incredulidad y arrogancia humanas. La primera enseñanza de esta escena evangélica es que, si alguna vez se le ocurriera al hombre pedir o casi exigir de Dios pruebas o señales extraordinarias, ello sería una clara tentación a Dios.

Mt 4, 8-10. La tercera tentación puede considerarse como la más típicamente pseudomesiánica: consiste en inducir a Jesús a que se apropie la función de rey mesiánico terreno, según el sentir muy generalizado de la época. La respuesta enérgica del Señor, apártate, Satanás, es una repulsa sin contemplaciones del mesianismo temporalista, esto es, de la reducción de su misión divina y trascendente a un nivel meramente terreno, político. La actitud de Jesús viene a ser como una reparación y rectificación de las miras terrenas del pueblo de Israel. Pero, por la misma razón, es una advertencia para el verdadero Israel de Dios, la Iglesia, a fin de que ésta se mantenga firme en su misión salvífica divina en la tierra. Los pastores de la Iglesia deberán estar vigilantes para no dejarse seducir de esta tentación diabólica.
Aprendamos de esta actitud de Jesús. En su vida en la tierra, no ha querido ni siquiera la gloria que le pertenecía, porque teniendo derecho a ser tratado como Dios, ha asumido la forma de siervo, de esclavo (cfr Flp 2, 6-7). El cristiano sabe así que es para Dios toda la gloria; y que no puede utilizar como instrumento de intereses y de ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio.
Aprendamos de Jesús. Su actitud, al oponerse a toda gloria humana, está en perfecta correlación con la grandeza de una misión única: la del Hijo amadísimo de Dios, que se encarna para salvar a los hombres (...). El cristiano que –siguiendo a Cristo- vive en esa actitud de completa adoración del Padre, recibe también del Señor palabras de amorosa solicitud: Porque espera en mí, lo libraré; lo protegeré, porque conoce mi nombre (Sal 91, 14) (Es Cristo que pasa, 62).

Mt 4, 11. La victoria es consecuencia de la constancia en la lucha. Nadie es coronado sin haber vencido: Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida (Ap 2, 10). Los ángeles, que vienen y sirven a Jesús después de haber resistido a las sucesivas tentaciones, nos muestran la alegría interior que Dios da al que se opone con esfuerzo a la tentación diabólica. Contra ésta Dios nos ha dado también unos poderosos defensores a los que debemos invocar: los ángeles custodios.

Mt 4, 13-16. San Mateo cita aquí la profecía de Isaías (Is 8, 23- Is 9, 1). La región, que es mencionada con diversas referencias (Zabulón, Neftalí, Camino del mar, al otro lado del Jordán), fue invadida por los asirios hacia los años 734-721 a. C., sobre todo en tiempos de Teglatfalasar III. Parte de la población hebrea de la región fue deportada, al mismo tiempo que fueron traídos grandes grupos de poblaciones extranjeras para colonizar el país. Por esta causa, a partir de esa fecha, en la Biblia se le suele llamar Galilea de los gentiles.
El evangelista, inspirado por Dios, ha visto el cumplimiento de la profecía de Isaías en esta venida de Jesús a Galilea. En efecto, esta tierra devastada y maltratada en tiempo de Isaías, será la primera en recibir la luz de la vida y de la predicación de Jesucristo. Por tanto, el sentido mesiánico de la profecía es claro.

Mt 4, 17. Véase la nota a Mt 3, 2. El versículo indica la trascendencia del momento inicial de la predicación pública de Jesús, que comienza por la proclamación de la inminencia del Reino de Dios. Jesús enlaza con la proclamación de Juan el Bautista: puede apreciarse una coincidencia hasta literal entre la segunda frase de este versículo y Mt 3, 2 Esta coincidencia subraya la función que tuvo S. Juan Bautista como profeta y precursor de Jesús. Tanto el Bautista como Nuestro Señor exigen el arrepentimiento, la penitencia, como condición previa para la acogida del Reino de Dios que comienza.
El reinado de Dios sobre los hombres es tema central de la Revelación de Jesucristo, como lo había sido en el AT. Pero entonces, el Reino de Dios había tenido una matización que se puede llamar teocrática: Dios reinaba sobre Israel tanto en lo espiritual como en lo temporal, y, por medio de él, sometería a su dominio a las demás naciones. Ahora Jesús irá explicando de modo progresivo la renovada naturaleza de este Reino de Dios, que ha llegado a su plenitud, situándolo en su plano espiritual de amor y santidad, y purificándolo de las desviaciones nacionalistas de los judíos.
Este Reino, al cual invita el Rey a todos sin excepción (cfr Mt 22, 1-14), tiene en la tierra su Banquete, que exige unas condiciones que han de predicar los propagadores de este Reino: Es, Pues, la sínaxis eucarística el centro de la congregación de los fieles, que preside el presbítero. Los presbíteros, por lo mismo, enseñan a los fieles a ofrecer a Dios Padre la Víctima Divina en el sacrificio de la Misa y a hacer con ella oblación de su vida; en el espíritu de Cristo Pastor los instruye a someter sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el sacramento de la Penitencia, para convertirse más y más cada día al Señor, recordando sus palabras: 'haced penitencia porque está al llegar el Reino de los cielos' (Presbyterorum ordinis, 5).

Mt 4, 18-22. Los cuatro discípulos conocían ya al Señor (Jn 1, 35 42). El breve trato con Jesús debió de producirles una imperiosa atracción en sus almas. Cristo preparaba así la vocación de estos hombres. Ahora se trata ya de aquella vocación eficaz, que les movió a abandonar todas sus cosas para seguirle y ser sus discípulos. Por encima de los defectos humanos –que los Evangelios no disimulan– resalta, sin duda y de modo ejemplar, la generosidad y prontitud con que los Apóstoles correspondieron a la llamada divina.
El lector atento podrá descubrir y admirar la entrañable sencillez con que los Evangelistas han relatado, para siempre, las circunstancias de la vocación de estos hombres en medio de su quehacer cotidiano.
Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés (Es Cristo que pasa, 45).
Diálogo divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea (Es Cristo que pasa, 108).
Son de resaltar las palabras con que la Sagrada Escritura describe la entrega inmediata de estos apóstoles. Pedro y Andrés al instante dejaron las redes y le siguieron. Del mismo modo, Santiago y Juan al instante dejaron la barca y a su padre y le siguieron. Dios pasa y llama. Si no se le responde al instante, Él puede seguir su camino y nosotros perderlo de vista. El paso de Dios puede ser rápido; sería triste que nos quedásemos atrás, por querer seguirle llevando con nosotros muchas cosas que no serán sino peso y estorbo.
Sobre el llamamiento de Cristo a los hombres en medio de su trabajo habitual, véase nota a Mt 2, 2.

Mt 4, 23. Sinagoga: Es un nombre de origen griego que designa el edificio donde se reúnen los judíos, en el día de sábado y otros días festivos, para celebrar los cultos religiosos, exceptuados los sacrificios, que sólo podían realizarse en el Templo de Jerusalén. También la sinagoga era el lugar donde se atendía a la formación religiosa de los judíos. Igualmente se indicaba con este nombre a las pequeñas comunidades judaicas dentro de Palestina o en el extranjero.

Mt 4, 23-25. Encontramos aquí un magnífico sumario, donde el evangelista resume en pocas líneas amplios aspectos de la actividad de Jesús. La predicación del evangelio o buena nueva del Reino, las curaciones de enfermedades y las expulsiones de demonios son señales específicas de la actividad del Mesías, conforme a las profecías del Antiguo Testamento (Is 35, 5-6; Is 61, 1; Is 40, 9; Is 52, 7).

Mt 4, 24. Lunático: De modo muy genérico se aplicaba este nombre a los que padecían afecciones de tipo epiléptico, que según la opinión vulgar dependían de las fases de la luna.

Mt 5, 1. El Sermón de la Montaña ocupa íntegros los caps. 5, 6 y 7 de San Mateo. Se trata del primero de los cinco grandes discursos de Jesús que aparecen en este Evangelio. Comprende una considerable parte de la enseñanza del Señor.
No es fácil reducir el discurso a un solo tema, pero las diversas enseñanzas pueden cómodamente agruparse en torno a estos cinco puntos: 1) El espíritu que se debe tener para entrar en el Reino de los Cielos (las Bienaventuranzas, sal de la tierra y luz del mundo, Jesús y su doctrina, plenitud de la Ley); 2) rectitud de intención en las prácticas de piedad (aquí se incluye la oración del Señor o Padrenuestro); 3) confianza en la Providencia paternal de Dios; 4) la conducta fraternal de los hijos de Dios (no juzgar al prójimo, respeto de las cosas santas, eficacia de la oración y la regla de oro de la caridad); y 5) condiciones y fundamento para la entrada en el Reino (la puerta angosta, los falsos profetas y edificar sobre roca).
Les enseñaba: Se refiere tanto a los discípulos que rodeaban a Jesús como a las multitudes allí presentes, según aparece al final del Sermón de la Montaña (Mt 7, 28).

Mt 5, 2. Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) forman como el maravilloso pórtico del Sermón de la Montaña. Para una recta comprensión de las Bienaventuranzas es conveniente tener en cuenta que en ellas no se promete la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se enumerarían, sino a todos aquellos que alcancen las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesucristo exige. Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón limpio, los pacíficos y los que padecen persecución por buscar la santidad, no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo.
Por lo mismo, tampoco prometen la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino a toda persona que, sea cual fuere su situación en el mundo, se esfuerce por vivir el espíritu y las exigencias de las Bienaventuranzas.
A todas ellas es también común el sentido escatológico, esto es, se nos promete la salvación definitiva no en este mundo, sino en la vida eterna. Pero el espíritu de las Bienaventuranzas produce, ya en la vida presente, la paz en medio de las tribulaciones. En la historia de la humanidad, las Bienaventuranzas constituyen un cambio completo de las usuales valoraciones humanas: descalifican el horizonte de la piedad farisaica, que veía en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo. En todos los tiempos las Bienaventuranzas ponen muy por encima los bienes del espíritu sobre los bienes materiales. Sanos y enfermos, poderosos y débiles, ricos y pobres... son llamados, por encima de sus circunstancias, a la felicidad profunda de quienes alcanzan las Bienaventuranzas de Jesús.
Es evidente que las Bienaventuranzas no contienen toda la doctrina evangélica. Sin embargo contienen, como en germen, todo el programa de perfección cristiana.

Mt 5, 3. El texto expresa de modo amplio la relación de la pobreza con el espíritu. Este concepto religioso de pobre tenía ya una larga tradición en el AT (cfr p.ej. So 2, 3 ss). Más que la condición social de pobre, expresa la actitud religiosa de indigencia y de humildad ante Dios: es pobre el que acude a Dios sin considerar méritos propios y confía sólo en la misericordia divina para ser salvado. Esta actitud religiosa de la pobreza está muy emparentada con la llamada infancia espiritual. El cristiano se considera ante Dios como un hijo pequeño que no tiene nada en propiedad; todo es de Dios su Padre y a Él se lo debe. De todos modos la pobreza en el espíritu, es decir, la pobreza cristiana, exige el desprendimiento de los bienes materiales y una austeridad en el uso de ellos. A algunos, los religiosos, Dios les pide el desprendimiento incluso jurídico de sus propiedades, como testimonio ante el mundo de la condición pasajera de las cosas terrenas.

Mt 5, 4. Los que lloran: Llama aquí bienaventurados Nuestro Señor a todos los que están afligidos por alguna causa y, de modo particular, a quienes están verdaderamente arrepentidos de sus pecados, o apenados por las ofensas que otros hacen a Dios, y que llevan su sufrimiento con amor y deseos de reparación.
¿Lloras? –No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. –Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho.
Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual (Camino, 216).
El Espíritu de Dios consolará con paz y alegría, aun en este mundo, a los que lloran los pecados, y después participarán de la plenitud de la felicidad y de la gloria del cielo: ésos son bienaventurados.

Mt 5, 5. Mansos, es decir, los que sufren con paciencia las persecuciones injustas; los que en las adversidades mantienen el ánimo sereno, humilde y firme, y no se dejan llevar de la ira o del abatimiento. Es la virtud de la mansedumbre muy necesaria para la vida cristiana. Normalmente las frecuentes manifestaciones externas de irritabilidad proceden de la falta de humildad y de paz interior.
La tierra: Comúnmente se entiende en sentido trascendente, es decir, la patria celestial.

Mt 5, 6. El concepto de justicia en la Sagrada Escritura es esencialmente religioso (cfr nota a Mt 1, 19). Se llama justo a quien se esfuerza sinceramente por cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta en los mandamientos, en los deberes de estado y en la unión del alma con Dios. Por ello la justicia, en el lenguaje de la Biblia, coincide con lo que hoy día suele llamarse santidad (1Jn 2, 29; 1Jn 3, 7-10; Ap 22, 11; Gn 15, 6; Dt 9, 4).
Como comenta S. Jerónimo (Comm. in Math., 5, 6), esta cuarta bienaventuranza de Nuestro Señor exige no un simple deseo vago de justicia, sino tener hambre y sed de ella, esto es, amar y buscar con todas las fuerzas aquello que hace justo al hombre delante de Dios. El que de verdad quiere la santidad cristiana tiene que querer los medios que la Iglesia, instrumento universal de salvación, ofrece y enseña a vivir a todos los hombres: frecuencia de sacramentos, trato íntimo con Dios en la oración, fortaleza en cumplir con los deberes familiares, profesionales, sociales.

Mt 5, 7. La misericordia no consiste sólo en dar limosna a los pobres, sino también en comprender los defectos que puedan tener los demás, disculparlos, ayudarles a superarlos y quererlos aun con esos defectos que tengan. También forma parte de la misericordia alegrarse y sufrir con las alegrías y dolores ajenos.

Mt 5, 8. La doctrina de Cristo enseña que la raíz de la calidad de los actos humanos está en el corazón, es decir, en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu: Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro (Es Cristo que pasa, 164).
La limpieza de corazón es un don de Dios que se manifiesta en la capacidad de amar, en la mirada recta y limpia para todo lo noble. Como dice el Apóstol, atended a todo lo que sea verdadero, limpio, justo, santo, amable, honrado, a todo lo que sea virtud y digno de elogio (Flp 4, 8). El cristiano, ayudado por la gracia de Dios, debe luchar de continuo para purificar su corazón y adquirir esa limpieza, a la que se promete la visión de Dios.

Mt 5, 9. La palabra pacíficos es la usual en las traducciones españolas y además etimológicamente es fiel al texto. En el libro sagrado tiene claramente un sentido activo: los que promueven la paz en sí mismos, en los demás y, sobre todo, como fundamento de lo anterior, procuran reconciliarse y reconciliar a los demás con Dios. La paz con Dios es la causa y la cima de toda paz. Será vana y falaz toda paz en el mundo que no se base en esa paz divina.
Serán llamados hijos de Dios: Es un hebraísmo muy frecuente en la Sagrada Escritura; es lo mismo que decir serán hijos de Dios. La primera epístola de S. Juan (1Jn 3, 1) nos da la exégesis auténtica de esta bienaventuranza: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y realmente lo somos.

Mt 5, 10. Acerca del sentido de justicia véase lo dicho a Mt 1, 19; Mt 5, 6. Así, pues, el sentido de esta bienaventuranza es el siguiente: bienaventurados los que padecen persecución por ser santos o por su empeño de ser santos, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Por tanto, es bienaventurado el que padece persecución por ser fiel a Jesucristo, y la lleva no sólo con paciencia sino con alegría. En la vida del cristiano se presentan circunstancias heroicas, en las que no caben términos medios; o se es fiel a Jesucristo jugándose la honra, la vida y los bienes, o se reniega de Él. San Bernardo (Sermón de la Fiesta de Todos los Santos) dice que esta octava bienaventuranza era como la prerrogativa de los santos mártires. El cristiano que es fiel a la doctrina de Jesucristo es de hecho también un mártir (testigo) que refleja o cumple esta bienaventuranza, aun sin llegar a la muerte corporal.

Mt 5, 11-12. Las bienaventuranzas son las condiciones que Cristo ha puesto para entrar en el Reino de los Cielos. El versículo, a modo de recapitulación, es una invitación global a vivir esta enseñanza. La vida cristiana no es, pues, tarea fácil, pero vale la pena por la plenitud de vida que promete el Hijo de Dios.

Mt 5, 13-15. Estos versículos son una llamada a la misión apostólica que todo cristiano tiene por el hecho de serlo. Cada cristiano ha de luchar por su santificación personal, pero también por la santificación de los demás. Jesús lo enseña con las imágenes expresivas de la sal y de la luz. Así como la sal preserva de la corrupción a los alimentos, les da sabor, los hace agradables y desaparece confundiéndose con ellos, el cristiano ha de desempeñar esas mismas funciones entre sus semejantes.
Tú eres sal, alma de apóstol. –'Bonum est sal' –la sal es buena, se lee en el Santo Evangelio, 'si autem sal evanuerit'– pero si la sal se desvirtúa..., nada vale, ni para la tierra, ni para el estiércol; se arroja fuera como inútil.
Tú eres sal, alma de apóstol. –Pero, si te desvirtúas... (Camino, 921).
Las buenas obras son fruto de la caridad, que consiste en amar a los demás como nos ama el Señor (cfr Jn 15, 12). Ahora adivino, escribe Santa Teresita, que la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe permanecer encerrada en el fondo del corazón pues 'no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa'. Me parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa (Historia de un alma, cap. 9).
Una de las manifestaciones más claras de la caridad es la actividad apostólica. El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la obligación del apostolado, derecho y deber que nacen del Bautismo y de la Confirmación (cfr Lumen gentium, 33), hasta el punto de que, formando el cristiano parte del Cuerpo Místico, el miembro que no contribuye según su medida al aumento de este Cuerpo, hay que decir que no aprovecha ni a la Iglesia ni a sí mismo (Apostolicam actuositatem, 2). Son innumerables las ocasiones que tienen los laicos para ejercer el apostolado de la evangelización y santificación. El mismo testimonio de su vida cristiana y las obras hechas con espíritu sobrenatural tienen eficacia para atraer a los hombres hacía la fe y hacia Dios: 'Alumbre así vuestra luz entre los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos' (Apostolicam actuositatem, 6).
La Iglesia debe hacerse presente en estos grupos humanos (los que aún no creen en Cristo) por medio de sus hijos que viven entre ellos o a ellos son enviados. Porque todos los cristianos, dondequiera que vivan, por el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, están obligados a manifestar el hombre nuevo de que se han revestido por el Bautismo, y en el que se han robustecido por la Confirmación, de tal forma que los demás, al reparar en sus obras, glorifiquen al Padre y descubran el genuino sentido de la vida y el vínculo universal de todos los hombres (Ad gentes 11; cfr 36).

Mt 5, 17-19. Jesús enseña en este pasaje el valor perenne del Antiguo Testamento, en cuanto que es palabra de Dios; goza, por Jesús y su doctrina, plenitud de la Ley tanto, de autoridad divina y no puede despreciarse lo más mínimo. En la Antigua Ley había preceptos morales, judiciales y litúrgicos. Los preceptos morales del AT conservan en el Nuevo su valor, porque son principalmente promulgaciones concretas, divino-positivas, de la ley natural. Nuestro Señor les da, con todo, su significación y sus exigencias más profundas. Los preceptos judiciales y ceremoniales, en cambio, fueron dados por Dios para una etapa concreta en la Historia de la Salvación, a saber, hasta la venida de Cristo; su observancia material no obliga de suyo a los cristianos (cfr S.Th. I-II, q. 108, a. 3 ad 3).
La ley promulgada por medio de Moisés y explicada por los Profetas constituía un don de Dios para el pueblo, como anticipo de la Ley definitiva que daría el Cristo o Mesías. En efecto, como definió el Concilio de Trento, Jesús no sólo fue dado a los hombres como Redentor en quien confíen, sino también como Legislador a quien obedezcan (De iustificatione, can. 21).

Mt 5, 20. Justicia: Véase nota a Mt 5, 6. El versículo viene a aclarar el sentido de los precedentes. Los escribas y fariseos habían llegado a deformar el espíritu de la Ley, quedándose más bien en la observancia externa y ritual de la misma. Entre ellos el cumplimiento exacto y minucioso, pero externo, de los preceptos se había convertido en una garantía de salvación del hombre ante Dios: si yo cumplo esto soy justo, soy santo y Dios me tiene que salvar. Con ese modo de concebir la justificación ya no es Dios en el fondo quien salva, sino el hombre quien se salva por las obras externas. La falsedad de tal concepción queda patente con la afirmación de Cristo, que podría expresarse en estos términos: para entrar en el Reino de los Cielos es necesario superar radicalmente la concepción de la justicia o santidad a la que habían llegado los escribas y fariseos. En otras palabras, la justificación o santificación es una gracia de Dios, a la que el hombre sólo puede colaborar secundariamente por su fidelidad a esa gracia. En otros lugares esta enseñanza quedará aún más claramente explicada por Jesús (cfr Lc 18, 9-14, parábola del fariseo y del publicano). También dará lugar a una de las grandes batallas doctrinales de San Pablo frente a los judaizantes (véanse Ga 3 y Rm 2-5).

Mt 5, 21. En los versículos 21-26 tenemos un ejemplo concreto de cómo Jesús lleva a su plenitud la Ley de Moisés, explicando profundamente el sentido de los mandamientos de aquélla.

Mt 5, 22. Al hablar Jesús en primera persona (pero Yo os digo) expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y los Profetas; es decir: Él tiene autoridad divina. Ningún hombre podría hablar con esa autoridad.
Raca: Prácticamente todas las versiones de este pasaje han mantenido la transcripción de la voz original aramea pronunciada por Cristo. No es fácil dar una traducción exacta. El término raca equivale a lo que hoy entendemos por necio, estúpido, imbécil. Era señal entre los judíos de un gran desprecio, que muchas veces se manifestaba no con palabras, sino con la acción de escupir en el suelo.
Renegado, que otras versiones traducen por fatuo, loco, etc., era aún mayor insulto que raca: se refería a la pérdida del sentido moral y religioso, hasta el punto de la apostasía.
Nuestro Señor indica en este texto tres faltas que podemos cometer contra la caridad, en las que puede apreciarse una gradación, que va desde la irritación interna hasta el mayor de los insultos. A propósito de este pasaje comenta S. Agustín que se deben observar tres grados de faltas y de castigos. El primero, entrar en cólera por un movimiento interno del corazón, a lo que corresponde el castigo del juicio; el segundo, decir alguna palabra de desprecio, que lleva consigo el castigo del Consejo; el tercero, cuando dejándonos llevar por la ira hasta la obcecación, injuriamos despiadadamente a nuestros hermanos, que es castigado con el fuego del infierno (cfr De Serm. Dom. in monte 2, 9).
Fuego del infierno, literalmente gehena del fuego, frase que en el lenguaje judaico de aquellos tiempos significaba el castigo eterno.
De aquí la gravedad de los pecados externos contra la caridad: murmuración, injuria, calumnia, etc. Sin embargo, hemos de darnos cuenta de que éstos brotan del corazón; el Señor llama la atención en primer lugar hacia los pecados internos: rencor, odio, etc., para hacer ver que ahí está la raíz, y cuánto nos conviene refrenar los primeros movimientos de la ira.

Mt 5, 23-24. El Señor se encuentra con unas prácticas judaicas de su tiempo, y con tal ocasión dará una doctrina de altísimo y perenne valor moral. Naturalmente que en el cristianismo estamos en otra situación diferente a las prácticas cultuales judías. Para nosotros el mandato del Señor tiene unos cauces determinados Por Él mismo. En concreto, en la Nueva y definitiva Alianza fundada por Cristo, reconciliarnos es acercarnos al sacramento de la Penitencia. En éste los fieles obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando (Lumen gentium, 11).
Del mismo modo, en el Nuevo Testamento, la ofrenda por excelencia es la Eucaristía. Aunque a la Santa Misa se debe asistir siempre en los días de precepto, sabido es que para la recepción de la Sagrada Comunión se requiere como condición imprescindible estar en gracia de Dios.
Nuestro Señor no quiere decir en estos versículos que se haya de anteponer el amor del prójimo al amor de Dios. La caridad tiene un orden: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Este es el mayor y primer Andamiento (cfr Mt 22, 37-38). El amor al prójimo, que es el segundo mandamiento en importancia (cfr Mt 22, 39), recibe su sentido del primero. No es concebible fraternidad sin paternidad. La ofensa contra la caridad es, ante todo, ofensa a Dios.

Mt 5, 27-30. Se refiere a la mirada pecaminosa dirigida a toda mujer, casada o no. Nuestro Señor lleva a su plenitud el precepto de la Antigua Ley. En éste se consideraba como pecaminoso el adulterio y el deseo de la mujer del prójimo.
El deseo: una cosa es sentir y otra consentir. El consentimiento supone la advertencia de la maldad de esos actos (miradas, imaginaciones, deseos impuros), y la voluntariedad que libremente los admite.
La prohibición de los vicios implica siempre un aspecto positivo, que es la virtud contraria. La santa pureza es, como toda virtud, eminentemente positiva; nace del primer mandamiento y a él se ordena: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37). La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa (Es Cristo que pasa, 5). Esta virtud exige poner todos los medios y, si es necesario, heroicamente.
Por ojo derecho y mano derecha se entiende lo que nos es más estimado. Este modo de hablar del Señor, tan fuerte, no debe ser rebajado en su exigencia moral. Es claro que no significa que nos debamos mutilar físicamente, sino luchar sin concesiones, estando dispuestos a sacrificar todo aquello que pueda ser ocasión clara de ofensa a Dios. Las palabras del Señor, tan gráficas, previenen principalmente acerca de una de las más frecuentes ocasiones: el cuidado que debemos tener con las miradas. El rey David comenzó dejándose llevar por la curiosidad y esto le condujo al adulterio y al crimen. Después lloró sus pecados y tuvo una vida santa en la presencia de Dios (cfr 2S 11 y 12).
¡Los ojos! Por ellos entran en el alma muchas iniquidades. –¡Cuántas experiencias a lo David!... –Si guardáis la vista habréis asegurado la guarda de vuestro corazón (Camino, 183).
Entre los medios ascéticos que sirven para salvaguardar la virtud de la santa pureza se pueden enumerar: Confesión y Comunión frecuentes; devoción a la Santísima Virgen; espíritu de oración y mortificación; guarda de los sentidos; huida de las ocasiones, y esfuerzo por evitar la ociosidad, estando siempre ocupados en cosas útiles. Hay también otros dos medios que tienen hoy una particular importancia: El pudor y la modestia son hermanos pequeños de la pureza (Camino, 128). Pudor y modestia son expresión de buen gusto, de respeto a los demás y a la dignidad humana y cristiana. Por eso el cristiano, consecuente con esta doctrina del Señor, ha de luchar oponiéndose a un ambiente Paganizado, para influir en él y tratar de cambiarlo.
Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrapeste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es Una bestia.
–Y esa cruzada es obra vuestra (Camino, 121).

Mt 5, 31-32. La ley de Moisés (Dt 24, 1), dada en tiempos antiguos, había tolerado el divorcio por la dureza de corazón de los hebreos. Pero no había señalado de manera clara los motivos para llegar a él. Por eso los rabinos habían dado una serie de interpretaciones diversas, según las escuelas a que perteneciesen, que iban de posiciones muy laxas a otras más rígidas. En todo caso, sólo el marido podía repudiar a la mujer. La condición de inferioridad de la mujer había sido de algún modo suavizada por el acta o libelo de repudio, escrito por el cual el marido declaraba la libertad de la mujer repudiada para que pudiera contraer nuevas nupcias. Contra tales interpretaciones rabínicas, Jesús restablece la originaria indisolubilidad del matrimonio tal como Dios lo había instituido (Gn 1, 27; Gn 2, 24; cfr Mt 19, 4-6; 1Co 7, 10).
La frase fuera del caso de fornicación no puede tomarse como una excepción del principio de la absoluta indisolubilidad del matrimonio que Jesús acaba de restablecer. Casi con toda seguridad, la mencionada cláusula se refiere a uniones admitidas como matrimonio entre algunos pueblos paganos, pero prohibidas, por incestuosas, en la Ley mosaica (cfr Lv 18) y en la tradición rabínica. Se trata, pues, de uniones inválidas desde su raíz por algún impedimento. Cuando tales personas se convertían a la verdadera fe, no es que pudiera disolverse su unión, sino que se declaraba que no habían estado nunca unidas en verdadero matrimonio. Por tanto, esta cláusula no va en contra de la indisolubilidad del matrimonio, sino que la reafirma.
La Iglesia, a partir de la enseñanza de Jesús, y guiada por el Espíritu Santo, ha concretado la solución del caso especialmente grave del adulterio, estableciendo la licitud de la separación de los cónyuges, pero sin disolubilidad del vínculo matrimonial y, por tanto, sin posibilidad de contraer nuevo matrimonio.
La indisolubilidad del matrimonio fue enseñada por la Iglesia desde el principio sin la menor duda, y urgió en la práctica el cumplimiento moral y jurídico de esta doctrina, expuesta con toda autoridad por Jesús (Mt 19, 3-9; Mc 10, 1-12; Lc 16, 18) y los Apóstoles (1Co 6, 16; 1Co 7, 10-11.39; Rm 7, 2-3; Ef 5, 31 s.). Entre los muchos textos del Magisterio que se podrían citar, he aquí sólo algunos a modo de ejemplo:
Se asigna un triple bien al matrimonio (...). El tercero es la indisolubilidad del matrimonio, porque significa la invisible unión de Cristo y la Iglesia. Y aunque por motivo de fornicación sea lícito hacer separación del lecho, no lo es, sin embargo, contraer otro matrimonio, como quiera que el vínculo del matrimonio legítimamente contraído es perpetuo (Conc. Florentino, Decr. pro Armeniis).
Si alguno dijere que, a causa de herejía, o por cohabitación molesta, o por culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema (De Sacram. matr. can. 5).
Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles, no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema (De Sacram. matr., can. 7).
Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable, que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras; ésta la constante y universal Tradición de la Iglesia; ésta la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que confirma y precisa con las mismas palabras de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (Casti connubii).
Así pues, aun cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y serenidad de la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios, por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: 'lo que Dios unió, el hombre no lo separe' (Casti connubii).
Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio... Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen y urgen la plena fidelidad conyugal y la indisoluble unidad del matrimonio (Gaudium et spes, 48).

Mt 5, 33-37. La Ley de Moisés prohibía taxativamente el perjurio o violación de juramento (Ex 20, 7; Nm 30, 3; Dt 23, 22). En tiempos de Cristo, la práctica del juramento había caído en un abuso hasta ridículo por su frecuencia y por la casuística en torno a él. Según numerosos documentos rabínicos de la época, se juraba por los motivos más intranscendentes. Junto al abuso del juramento, había surgido otro, no menos ridículo, para legitimar su incumplimiento. Todo ello constituía una falta de respeto al nombre de Dios. No obstante, por la misma Sagrada Escritura sabemos que el juramento es lícito y bueno en algunas ocasiones: si juras por la vida de Yahwéh con verdad, con derecho y con justicia, serán en ti bendecidos los pueblos y en ti se gloriarán (Jr 4, 2).
Jesús establece el principio que han de seguir sus discípulos en esta materia. Se basa en un restablecimiento de la confianza mutua, de la hombría de bien y de la sinceridad. El demonio es el padre de la mentira (Jn 8, 44). Por tanto, en la Iglesia de Cristo no pueden tolerarse unas relaciones humanas basadas en el engaño, en la insinceridad. Dios es la verdad, y los hijos del Reino tienen, pues, que fundamentar sus relaciones en la verdad. Jesús concluye con una exaltación de la sinceridad. A lo largo de toda su enseñanza la hipocresía es uno de los vicios más combatidos (véase, por ejemplo, Mt 23, 13-32), mientras que la sinceridad constituye una de las más bellas virtudes (véase Jn 1, 47).

Mt 5, 38-42. Entre los antiguos semitas, de los que procede el Pueblo hebreo, imperaba la ley de la venganza. Esto daba lugar a unas interminables luchas y crímenes. La ley del talión constituyó en aquellos primeros siglos del pueblo elegido un avance ético, social y jurídico notorio. Ese avance consistía en que el castigo no podía ser mayor que el delito, y que cortaba de raíz toda reiteración punitiva. Con ello, por un lado, quedaba satisfecho el sentido del honor de los clanes y familias y, por otro, se cortaba la interminable cadena de venganzas.
En la moral del Nuevo Testamento Jesús da el definitivo avance, en el que juega un papel fundamental el sentido del perdón y la superación del orgullo. Sobre estas bases morales y la defensa razonable de los derechos personales debe establecerse todo ordenamiento jurídico para combatir el mal en el mundo. Los tres últimos versículos se refieren a la caridad mutua entre los hijos del Reino; caridad que presupone e impregna la justicia.

Mt 5, 43. La primera parte del versículo amarás a tu prójimo, está en Lv 19, 18. La segunda parte "odiarás a tu enemigo", no viene en la Ley de Moisés. Las palabras de Jesús, sin embargo, aluden a una interpretación generalizada entre los rabinos de su época, los cuales entendían por prójimo sólo a los israelitas. El Señor corrige esta falsa interpretación de la Ley, entendiendo por prójimo todo hombre (cfr la parábola del buen samaritano en Lc 10, 25-37).

Mt 5, 43-47. El pasaje recapitula las enseñanzas anteriores. El Señor llega a establecer que el cristiano no tiene enemigos personales. Su único enemigo es el mal en sí, el pecado, pero no el pecador. Esta doctrina fue llevada a la práctica por el mismo Jesucristo con los que le crucificaron, y es la que sigue todos los días con los pecadores que se rebelan contra Él y le desprecian. Por eso los santos han seguido el ejemplo del Señor, como el primer mártir San Esteban, que oraba por los que le estaban dando muerte. Se ha llegado a la cúspide de la perfección cristiana: amar y rezar hasta por los que nos persigan y calumnien. Este es el distintivo de los hijos de Dios.

Mt 5, 46. Publícanos: Eran los recaudadores de impuestos. El imperio Romano no tenía funcionarios propios para este servicio, sino que lo encargaba a determinadas personas del país respectivo. Estas podían tener empleados subalternos (de ahí que a veces se hable de jefe de publícanos, como es el caso de Zaqueo; cfr Mt 19, 2). La cantidad genérica del impuesto para cada región la tasaba la autoridad romana. Los publícanos cobraban una sobretasa, de la cual vivían, y que se prestaba a arbitrariedades; por eso normalmente eran odiados por el pueblo. Además, en el caso de los judíos, se agregaba la nota infamante de expoliar al pueblo elegido en favor de los gentiles.

Mt 5, 48. El versículo 48 resume, de algún modo, toda la enseñanza del capítulo, incluidas las bienaventuranzas. En sentido estricto es imposible que la criatura tenga la perfección de Dios. Por lo tanto, el Señor quiere decir aquí que la perfección divina debe ser el modelo al que ha de tender el fiel cristiano, sabiendo que hay una distancia infinita con su Creador. Pero esto no rebaja nada la fuerza de este mandamiento, sino que lo ilumina. Junto a la exigencia de este mandato de Jesucristo, hay que considerar la magnitud de la gracia que promete, para que seamos capaces de tender, nada menos, que a la perfección divina. De todos modos la perfección que hemos de imitar no se refiere al poder y a la sabiduría de Dios, que superan por completo nuestras posibilidades, sino que en este pasaje, por el contexto, parece referirse sobre todo al amor y la misericordia. En este sentido San Lucas nos refiere las siguientes palabras del Señor: Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36; cfr nota a Lc 6, 20-49).
Como se ve, la llamada universal a la santidad no es una sugerencia, sino un mandato de Jesucristo:
Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos?
A todos, sin excepción, dijo el Señor: 'Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto' (Camino, 291). Doctrina que sanciona el Concilio Vaticano II en el cap. 5 de la Const. Lumen gentium, 40, de la que son estas palabras: El divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, en cualquier circunstancia que vivieren, la santidad de vida, de la cual Él es autor y consumador: 'Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto' (...). Es completamente claro que todos los fieles de cualquier estado o condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir.

Mt 6, 1-18. Justicia: Aquí quiere decir buenas obras (cfr nota a Mt 5, 6). Nuestro Señor enseña con qué espíritu han de ejercitarse los actos de piedad personal. La limosna, el ayuno y la oración constituían los actos fundamentales de la piedad individual en el pueblo escogido; de aquí que se centre en esos tres temas. Jesucristo, como quien tiene la autoridad máxima, enseña que la verdadera piedad debe vivirse con rectitud de intención, en intimidad con Dios y huyendo de la ostentación. Esta piedad, así vivida, supone un ejercicio de la fe en Dios que nos ve, y de la esperanza de que premiará a los que viven una piedad sincera.

Mt 6, 5-6. La Iglesia, siguiendo esta doctrina de Jesús, siempre nos ha enseñado a rezar desde niños en nuestro aposento. Ese tú del Señor (v. 6) está indicando inequívocamente la necesidad de la oración personal; cada uno, a solas con Dios, como un hijo que habla con su Padre.
La oración pública en la que participan todos los fieles es santa y necesaria; pero no puede nunca sustituir a este terminante precepto del Señor: tú, en tu aposento, cerrada la puerta, ora a tu Padre.
El Concilio Vaticano II recoge la enseñanza y práctica de la Iglesia en su Liturgia, que es la cumbre hacia la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo fuente de donde mana toda su fuerza (...). Con todo, la vida espiritual no se contiene en la sola participación de la sagrada Liturgia. Pues el cristiano, llamado a orar en común, debe sin embargo entrar también en su aposento y orar a su Padre en lo oculto, es más, según enseña el Apóstol, debe rezar sin interrupción (1Ts 5, 17) (Sacrosanctum Concilium, 10.12).
El alma que realmente vive su fe cristiana sabe que le es necesario retirarse frecuentemente para orar a solas con su Padre Dios. Jesús, que nos da esta enseñanza acerca de la oración, la ha practicado en su vida en la tierra: el santo Evangelio nos refiere las muchas veces que el Señor se retiraba él solo para orar: A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! (Es Cristo que pasa, 119) (cfr Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 5, 16; etc.). Los Apóstoles siguieron el ejemplo del Maestro, y así vemos a Pedro que sube a la azotea de la casa en que se aloja en Joppe, para retirarse a orar a solas, y allí recibe una revelación (cfr Hch 10, 9-16). La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras (...) (Es Cristo que pasa, 119).

Mt 6, 7-8. Corrige Jesús la exageración supersticiosa de creer que son necesarias largas oraciones para que Dios nos escuche. La verdadera piedad no consiste tanto en la cantidad de palabras como en la frecuencia y el amor con que el cristiano se vuelve hacia Dios en los acontecimientos, grandes o pequeños, de cada día. La oración vocal es buena y necesaria, pero las palabras sólo tienen valor en cuanto que expresan el sentir del corazón.

Mt 6, 9-13. El Padrenuestro es, sin duda, la página más comentada de toda la SE. Los grandes escritores de la Iglesia nos han dejado explicaciones llenas de piedad y sabiduría. Ya los primeros cristianos, fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, centraron su oración en esta sublime y sencilla fórmula de Jesús. Y también los últimos cristianos elevarán su corazón para decir por última vez el Padrenuestro cuando estén a punto de ser llevados al Cielo. Mientras tanto, desde que el hombre es niño hasta que deja este mundo, el Padrenuestro es la oración que le llena de consuelo y de esperanza. Bien sabía Jesucristo la eficacia que iba a tener esta oración suya. Gracias le sean dadas a Nuestro Señor porque la compuso para nosotros, y también a los Apóstoles por habérnosla transmitido, y a nuestras madres porque nos la enseñaron en nuestros primeros balbuceos. Tan importante es esta oración dominical, que desde los tiempos apostólicos se utilizó como base de la catequesis cristiana, junto al Credo o Símbolo de la fe, el Decálogo y los Sacramentos. La vida de oración se enseñaba a los catecúmenos comentando el Padrenuestro. Y, desde allí, esta costumbre ha pasado a nuestros catecismos.
San Agustín dice que esta oración del Señor es tan perfecta, que en pocas palabras compendia todo lo que el hombre pueda pedir a Dios (cfr Sermo 56). Normalmente se distinguen en ella una invocación y siete peticiones: tres relativas a la gloria de Dios y cuatro a las necesidades de los hombres.

Mt 6, 9. Es gran consuelo poder llamar Padre nuestro a Dios. Si Jesús, el Hijo de Dios, enseña a los hombres que invoquen a Dios como Padre es porque en ellos se da esta realidad consoladora, la de ser y sentirse hijos de Dios.
El Señor (...) no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor (...). Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza (Es Cristo que pasa, 64).
Santificado sea tu Nombre: En la Biblia el nombre equivale a la persona misma. Aquí nombre de Dios es el mismo Dios. ¿Qué sentido tiene pedir que Dios sea santificado? No puede serlo a la manera humana: alejándose progresivamente del mal y acercándose al bien, puesto que Dios es la santidad misma. Por el contrario, Dios es santificado cuando su santidad es reconocida y honrada por sus criaturas. Este es el sentido que tiene la primera petición del Padrenuestro (cfr Catecismo Romano, 4, 10).

Mt 6, 10. Venga tu Reino: Llegamos aquí otra vez a la idea central del evangelio de Jesucristo: la venida del Reino. El Reino de Dios se identifica tan plenamente con la obra de Jesucristo, que el Evangelio es llamado indistintamente evangelio de Jesucristo o evangelio del Reino (Mt 9, 35). Sobre el concepto de Reino de Dios véase comentario a Mt 3, 2; Mt 4, 17. El advenimiento del Reino de Dios es la realización del designio salvador de Dios en el mundo. El Reino de Dios se establece en primer lugar en lo más íntimo del hombre, elevándolo a la participación de la misma vida divina. Esta elevación tiene como dos etapas: la primera en la tierra, que se realiza por la gracia; y la segunda, definitiva, en la vida eterna, que será la plenitud de la elevación sobrenatural del hombre. Todo ello exige de nosotros una sumisión espontánea, amorosa y confiada a Dios.
Hágase tu voluntad: Esta tercera petición expresa un deseo doble. Primero, la identificación del hombre con la voluntad de Dios, de modo rendido e incondicional; es la expresión del abandono en las manos de su Padre Dios. Segundo, el cumplimiento de aquella voluntad divina que reclama la libre cooperación humana. Este es el caso, por ejemplo, de la ley divina en su aspecto moral, por la que Dios manifiesta su voluntad, pero sin imponerla a la fuerza. Una de las manifestaciones de la venida del Reino de Dios es el cumplimiento amoroso de la voluntad divina por parte del hombre. La segunda parte de la frase así en la tierra como en el cielo quiere decir: así como en el cielo los ángeles y los santos están identificados del todo con la voluntad de Dios, de modo semejante se aspira a que eso mismo ocurra ya aquí en la tierra.
La lucha por cumplir la voluntad de Dios es la señal de que somos sinceros cuando pronunciamos las palabras: venga a nosotros tu Reino. Porque dice el Señor: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos (Mt 7, 21). Quien de veras hubiere dicho esta palabra: 'Fiat voluntas tua' todo lo ha de tener hecho, con la determinación al menos (Camino de perfección, cap. 63, 2).

Mt 6, 11. En esta cuarta petición, el que ora tiene en cuenta en primer lugar las necesidades de la vida presente. La importancia de esta súplica consiste en que los bienes materiales, necesarios para vivir, son declarados lícitos. Se expresa un profundo sentido religioso del mantenimiento de la vida: lo que el discípulo de Cristo alcanza con su propio trabajo también lo debe implorar de Dios y recibirlo como un don divino; Dios es quien mantiene la vida. Al pedir a Dios el propio sustento y considerar que éste viene de las manos divinas, el cristiano aparta de sí la angustiosa preocupación por las necesidades materiales. Jesús quiere que pidamos no la riqueza o el gozo de esos bienes, sino la posesión austera de lo necesario. De ahí que, tanto en Mateo como en Lucas (Lc 11, 2), se hable del alimento suficiente para cada jornada. La cuarta petición se dirige, pues, a una moderación del alimento y de los bienes necesarios, lejana de los extremos de opulencia y miseria, como ya había enseñado Dios en el AT:
No me des ni miseria ni riqueza,
concédeme el pan necesario.
No sea que llegue a hartarme y te niegue,
diciendo: ¿Quién es Yahwéh?,
o que en la indigencia robe,
y profane el nombre de mi Dios (Pr 30, 8).
Los Santos Padres han interpretado el pan que aquí se pide, no sólo como el alimento material, sino también han visto significada la Sagrada Eucaristía, sin la cual no puede vivir nuestro espíritu.
Según el Catecismo Romano (cfr 4, 13, 21) las razones para que se llame a la Eucaristía pan nuestro cotidiano son porque cada día se ofrece a Dios en la Santa Misa, y porque debemos recibirlo dignamente, a ser posible todos los días, según el consejo de San Ambrosio: Si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú sólo una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días te es provechoso; vive de modo que diariamente seas digno de recibirle {De sacramentis, 5, 4).

Mt 6, 12. Deuda tiene aquí claramente el sentido de pecado. En efecto, en el dialecto arameo de tiempos de Jesús se utilizaba la misma palabra para designar ofensa o deuda. En la quinta petición reconocemos, pues, nuestra situación de deudores por haber ofendido a Dios. En la revelación del AT es frecuente el recuerdo de la condición pecadora del hombre. Incluso los justos son también pecadores. Reconocer nuestros pecados es el principio de toda conversión a Dios. No se trata sólo de reconocer antiguos pecados nuestros, sino de confesar nuestra actual condición de pecadores. Esta misma condición nos hace sentir la necesidad religiosa de acudir al único que puede remediarla, Dios. De aquí la conveniencia de rezar insistentemente, con la oración del Señor, para alcanzar de la misericordia divina una y otra vez el Perdón de nuestros pecados.
La segunda parte de esta petición es una llamada seria a perdonar a nuestros semejantes: ¡Cómo nos atrevemos a pedir perdón a Dios, si no estamos dispuestos a perdonar a los demás! El cristiano debe ser consciente de las exigencias de esta oración, que ha de rezar con todas sus consecuencias: no querer perdonar a otro es condenarse uno a sí mismo (vid. nota a Mt 5, 23-24 y Mt 18, 21-35).

Mt 6, 13. Y no nos dejes caer en la tentación: No pedimos aquí no ser tentados, porque la vida del hombre sobre la tierra es milicia (Jb 7, 1)... ¿qué es, pues, lo que aquí pedimos? Que, sin faltarnos el divino auxilio, no consintamos por error en las tentaciones, ni cedamos a ellas por desaliento; que esté pronta en nuestro favor la gracia de Dios, la cual nos consuele y fortalezca cuando nos falten las propias fuerzas (Catecismo Romano, 4, 15, 14).
Reconocemos en esta súplica del Padrenuestro nuestra debilidad para luchar contra la tentación con las solas fuerzas humanas. Esto nos ha de llevar a recurrir con humildad a Dios, para recibir de El la fortaleza necesaria. Porque muy fuerte es Dios para librarte de todo, y más bien te puede hacer que mal todos los demonios. Tan solamente quiere Dios que te fíes de Él, que te arrimes a Él, que confíes de Él y desconfíes de ti mismo, y de esta manera ayudarte han y con su ayuda vencerás a todo el infierno que venga contra ti. De esta firme esperanza no te dejes caer, porque se enojará de ello, ni porque los demonios sean muchos y muchas las tentaciones y bravas y de muchas maneras. Está siempre arrimado a Él, porque si este arrimo y fuerza no tienes con el Señor, luego te caerás y temerás cualquier cosa (Sermones, 9, Domingo I de Cuaresma).
Mas líbranos del mal: En esta petición, que de algún modo resume todas las anteriores, rogamos al Señor que nos libre de todo aquello que nuestro enemigo hace contra nosotros para perdernos; y no podremos librarnos de él si no nos libra Dios mismo, concediendo su asistencia a nuestros ruegos.
Igualmente podría traducirse por mas líbranos del Malo, es decir, del maligno, del demonio, que es el origen, en última instancia, de todos nuestros males.
Al hacer esta petición podemos tener la seguridad de ser oídos, porque Jesucristo, estando para salir de este mundo, rogaba al Padre por la salvación de los hombres con estas palabras: No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno (Jn 17, 15).

Mt 6, 14-15. S. Mateo conserva en los vv. 14 y 15 como un comentario de Nuestro Señor a la quinta petición del Padrenuestro.
¡Qué maravilla es Dios que perdona! Pero si Dios, tres veces Santo, tiene misericordia del pecador, cuánto más nosotros, pecadores, que sabemos por experiencia propia de la miseria del pecado, debemos perdonar a los demás. No hay nadie perfecto en la tierra. Igual que Dios nos quiere, aun con nuestros defectos, y nos perdona, nosotros debemos querer a los demás, aun con sus defectos, y perdonarlos. Si esperamos querer a los que no tienen defectos, no querremos nunca a nadie. Si esperamos que se corrijan o se excusen los demás primero, casi nunca perdonaremos. Pero entonces, tampoco nosotros seremos perdonados. Conforme: aquella persona ha sido mala contigo. –Pero, ¿no has sido tú Peor con Dios? (Camino, 686).
Perdonando a quienes nos han ofendido nos hacemos, pues, semejantes a nuestro Padre Dios: En el hecho de amar a los enemigos, se ve claramente cierta semejanza con nuestro Padre Dios, que reconcilió consigo al género humano, que era muy enemigo y contrario suyo, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su Hijo (Catecismo Romano, 4, 14, 19).

Mt 6, 16-18. Partiendo de la práctica tradicional del ayuno, el Señor nos inculca el espíritu con que hemos de vivir la necesaria mortificación de los sentidos: hemos de hacerla sin ostentación, evitando el aplauso de los hombres, discretamente; así no podrán aplicarse contra nosotros esas palabras de Jesús: ya recibieron su recompensa, pues sería un triste negocio. El mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso (Camino, 185).

Mt 6, 19-21. La idea es clara: el corazón del hombre anhela un tesoro en cuya posesión piensa encontrar la seguridad y la felicidad. Sin embargo, todo tesoro compuesto de bienes de la tierra, de riquezas, de dinero, se convierte en una continua fuente de preocupaciones, porque está expuesto al peligro de perderse, o porque su defensa lleva consigo una tensión llena de disgustos y sinsabores.
Jesús, por el contrario, enseña aquí que el verdadero tesoro son las obras buenas y la conducta recta, que serán premiadas por Dios en el Cielo eternamente. ¡Ese sí que es un tesoro que no se pierde! Ahí es donde el discípulo de Cristo debe poner su corazón.
Jesús cierra la enseñanza de los versículos precedentes con una frase a modo de refrán (v. 21). Con esta doctrina Jesús no quiere decir que el hombre deba despreocuparse de las cosas de la tierra. Lo que nos enseña es que ninguna cosa creada puede ser el tesoro, el fin último del hombre. Por el contrario, el hombre, usando rectamente de las cosas nobles de la tierra, recorre el camino hacia Dios, se santifica y da al Señor toda la gloria: Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1Co 10, 31; cfr Col 3, 17).

Mt 6, 22-23. En estos versículos tenemos otra pequeña joya de la enseñanza sapiencial de Jesús. Comienza con una sentencia que inmediatamente es explicada. El Maestro emplea la imagen del ojo como lamparilla del cuerpo al que da luz. La exégesis cristiana ha visto en ese ojo y esa lámpara la intencionalidad de nuestros actos. Santo Tomás lo explica así: Con el ojo se significa la intención. El que quiere hacer una cosa, primero la pretende: así, si tu intención es lúcida –sencilla, transparente–, es decir, encaminada a Dios, todo tu cuerpo, o sea, todas tus acciones serán lúcidas, dirigidas sinceramente al bien (Comentario sobre S. Mateo, 6, 22-23).

Mt 6, 24. El fin último del hombre es Dios. Por este fin el hombre
debe entregar todo su ser. Pero de hecho hay quienes no ponen a Dios como su fin último, sino las riquezas. En este caso, las riquezas se convierten en su dios, ti hombre no puede dividirse entre dos fines absolutos y contrarios.

Mt 6, 25-32. En esta bellísima página Jesús pone de relieve el valor de las realidades corrientes de la vida. A la vez nos enseña a poner nuestra confianza en la providencia paternal de Dios. Con sencillos ejemplos y comparaciones, tomados de la vida cotidiana, inculca el abandono sereno en las manos de Dios.

Mt 6, 27. Donde se dice edad, puede decirse también estatura, pero sería versión más lejana del texto (cfr Lc 12, 25). La palabra codo significa una medida de espacio aplicable también al tiempo metafóricamente.

Mt 6, 33. Una vez más la justicia del Reino de Dios aparece como la vida de la gracia en el hombre; lo que lleva consigo todo un conjunto de actitudes espirituales y morales, y puede resumirse en el concepto de santidad. La búsqueda de la santidad es lo primero que se debe intentar en esta vida. De nuevo Jesús insiste en la primacía de las exigencias espirituales. Afirma Su Santidad el Papa Pablo VI, comentando este pasaje: ¿Por qué la pobreza? Para dar a Dios, al Reino de Dios el primer lugar en la escala de valores que son objeto de las aspiraciones humanas. Dice Jesús: 'Buscad primero el Reino de Dios y su justicia'; y lo dice en comparación con todos los otros bienes temporales, incluso necesarios y legítimos, que normalmente empenan los deseos humanos. La pobreza de Cristo hace posible este desprendimiento afectivo de las cosas terrenas para poner por delante de las aspiraciones humanas la relación con Dios (Audiencia general de los miércoles, 5-1-77).

Mt 6, 34. El Señor nos exhorta a vivir con serenidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles por lo que ocurrió ayer o por lo que pueda ocurrir mañana. Es la sabiduría que se asienta en la providencia paternal de Dios y en la misma experiencia cotidiana: El que está pendiente del viento no sembrará; el que se queda observando las nubes, no segará (Qo 11, 4).
Lo importante, lo que está en nuestras manos, es vivir cara a Dios y con intensidad el momento presente: Pórtate bien 'ahora', sin acordarte de 'ayer', que ya pasó, y sin preocuparte de 'mañana', que no sabes si llegará para ti (Camino, 253).

Mt 7, 1. Condena aquí Jesús el juicio que hacemos temerariamente de nuestros hermanos, cuando por ligereza o por malignidad juzgamos peyorativamente de su conducta, de sus sentimientos o de sus intenciones. El malicioso dicho piensa mal y acertarás está en contra de la doctrina de Jesucristo.
San Pablo, al hablar de la caridad cristiana, señala como notas sobresalientes: la caridad es paciente, es benigna... no piensa mal... todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (1Co 13, 4.5.7). Por eso: No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente (Camino, 442).
No queramos juzgar. –Cada uno ve las cosas desde su punto de vista... y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuros o nebulosos, con tinieblas de apasionamiento, sus ojos, muchas veces (Camino, 451).

Mt 7, 1-2. Como en otros lugares, los verbos en voz pasiva (seréis juzgados, se os medirá) tienen como sujeto a Dios, aunque no esté explícitamente dicho: No juzguéis a los demás y no seréis juzgados por Dios. Es claro que el juicio del que se habla aquí es siempre un juicio condenatorio; por tanto, si no queremos ser condenados por Dios, no condenemos nunca al prójimo. Que mide Dios como medimos y perdona como perdonamos, y nos socorre en la manera y las entrañas que nos ve socorrer (Exposición del libro de Job, cap. 29).

Mt 7, 3-5. El que tiene deformada la vista ve deformadas las cosas, aunque éstas sean correctas. Ya S. Agustín daba este consejo: Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros (Enarrationes in Psalmos, 30, 2, 7). En este caso, el refrán Popular cree el ladrón que todos son de su condición concuerda con esta doctrina de Jesucristo.
Por otra parte: Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral.
–Construir: ésta es la labor que requiere maestros (Camino, nº 456).

Mt 7, 6. En esta breve fórmula, a modo de sentencia, Jesús enseña un prudente discernimiento en la predicación de la palabra de Dios y en la entrega de los medios de santificación. La Iglesia, ya desde el principio, ha tenido en cuenta esta advertencia, que se manifiesta especialmente en el respeto con que ha rodeado la administración de los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. La confianza filial no exime del sincero y profundo respeto con que se debe tratar tanto a Dios como las cosas santas.

Mt 7, 7-11. El Maestro enseña de diversas maneras la eficacia de la oración. La oración es una elevación de la mente a Dios para adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos (cfr Catecismo Mayor, 255). Jesús insiste en la oración de petición, que es el primer movimiento espontáneo del alma que reconoce a Dios como su Creador y Padre. Como criatura de Dios y como hijo suyo, el hombre necesita pedirle humildemente todas las cosas.
Al hablar de la eficacia de la oración, Jesús no hace restricciones: Todo el que pide, recibe, porque Dios es nuestro Padre. Y San Jerónimo comenta: Está escrito: a todo el que pide se le da; luego, si a ti no se te da, no se te da porque no pides; luego, pide y recibirás (Comm. in Math., 7). Sin embargo, a pesar de ser la oración de suyo infalible, a veces no obtenemos lo que querríamos. San Agustín dice que nuestra oración no es escuchada porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. Malí: porque somos malos, porque nuestras disposiciones personales no son buenas; male: porque pedimos mal, sin fe, sin perseverancia, sin humildad; mala: porque pedimos cosas malas, es decir, lo que no nos conviene, lo que puede hacernos daño (cfr De civitate Dei, 20, 22 y 27; De Serm. Dom. in monte, 2, 27, 73). En definitiva, la oración no es eficaz cuando no es verdadera oración. Por tanto: Haz oración. ¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito? (Camino, 96).

Mt 7, 12. La sentencia de Jesús, llamada regla de oro, ofrece un criterio práctico para reconocer el alcance de nuestras obligaciones y de nuestra caridad hacia los demás. Pero una consideración superficial correría el riesgo de convertirlo en un móvil egoísta de nuestro comportamiento: no se trata, evidentemente, de un do ut des (te doy para que me des), sino de hacer el bien a los demás sin poner condiciones, como en buena lógica no las ponemos en el amor a nosotros mismos. Esta regla práctica quedará completada con el mandamiento nuevo de Jesucristo (Jn 13, 34), donde nos enseña a amar a los demás como Él mismo nos ha amado.

Mt 7, 13-14. Entrad: Este verbo en el Evangelio de San Mateo tiene frecuentemente como término el Reino de los Cielos o sus expresiones equivalentes (la Vida, el banquete nupcial, el gozo del Señor, etc.). Podemos interpretar que entrad constituye una invitación imperiosa.
La senda del pecado es momentáneamente placentera y no requiere esfuerzo, pero su meta es la perdición eterna. En cambio, recorrer el camino de una vida cristiana generosa, sincera y recia, es costoso –de ahí que Jesús hable de puerta angosta y camino estrecho–, pero su meta es la Vida o salvación eterna.
La senda del cristiano es llevar la Cruz. Si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar este camino así, desnudo de todo, sin querer nada. Empero, si pretende tener algo, ahora de Dios, ahora de otra cosa, con propiedad alguna, no va desnudo ni negado en todo; y así, ni cabrá ni podrá subir por esta senda angosta hacia arriba (Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 7, 7).

Mt 7, 15-20. En el Antiguo Testamento se alude con frecuencia a los falsos profetas; es célebre el pasaje de Jr 23, 9-40. Se denuncia allí la impiedad de esos profetas que profetizan por Baal y hacen errar a mi pueblo Israel; que os están embaucando, os cuentan sus propias fantasías, no cosa de boca de Yahwéh... Yo no envié a esos profetas y ellos fueron. No les hablé, y ellos profetizaron; que descarrían a mi pueblo con sus mentiras y sus jactancias, siendo así que yo no les he enviado, ni les he dado misión alguna, ni han hecho a mi pueblo ningún bien.
En la vida de la Iglesia la figura de los falsos profetas, de la que habla Jesús, ha sido entendida por los Santos Padres refiriéndola a los herejes que, revistiéndose de un hábito exterior de piedad y de reforma, sin embargo su corazón no tiene los sentimientos de Cristo (cfr Comm. in Math., 7). San Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 23) lo aplicaba a los que aparentan virtudes que no tienen, y con esta apariencia engañan a los que no los conocen.
?Cómo distinguir a los falsos profetas de los verdaderos? Por los frutos. Las cosas de Dios tienen un sabor especial, hecho de rectitud natural y de inspiración divina. El que verdaderamente habla las cosas de Dios siembra fe, esperanza, caridad, paz, comprensión; por el contrario, el falso profeta en la Iglesia de Dios es el que con su predicación y su conducta o actuación siembra división, odio, resentimiento, orgullo, sensualidad (cfr Ga 5, 16-25). Pero el fruto más característico del falso profeta es apartar al pueblo de Dios del Magisterio de la Iglesia, a través del cual resuena en el mundo la doctrina de Cristo. El fin de estos embaucadores está también señalado por el Señor: la perdición eterna.

Mt 7, 21-23. La oración, para que sea auténtica, debe ir acompañada de la continua lucha por cumplir la voluntad divina. Del mismo modo, para cumplir esa voluntad no basta hablar de las cosas de Dios, sino que es necesario que haya coherencia entre lo que se pide –lo que se dice– y lo que se hace: El Reino de Dios no consiste en palabrerías, sino en realidades (1Co 4, 20); Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, enganándoos a vosotros mismos (St 1, 22).
Los cristianos con la fiel adhesión al Evangelio y en uso de la virtualidad que éste encierra, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sus hombros una ingente tarea que realizar en esta tierra, de la cual tendrán que dar cuenta al que juzgará a todos en el último día. No todos los que dicen 'Señor, Señor' entrarán en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la obra con energía y eficacia (Gaudium et spes, 93).
Para entrar en el Reino de los Cielos, para ser santo, no basta, pues, con hablar de modo elocuente de la santidad. Es necesario llevar a la práctica lo que se dice, dar los frutos de acuerdo con las palabras. Muy gráficamente recomienda Fray Luis de Granada: Mira que no es ser buen cristiano solamente rezar y ayunar y oír Misa, sino que te halle Dios fiel, como a otro Job y otro Abrahán, en el tiempo de la tribulación (Guía de pecadores, lib. 1, part. 2, cap. 21).
Tampoco el ejercicio de un ministerio eclesiástico asegura la santidad, puesto que debe ir acompañado de la práctica de las virtudes que se predican. Por otro lado, la experiencia viene a enseñar que todo cristiano (sea cual fuere su condición dentro de la Iglesia) que no se esfuerza por hacer coincidir sus actos con las exigencias de la fe que profesa, comienza a debilitarse en esta fe y termina apartándose de ella, no sólo en la práctica, sino también en la doctrina. Pues todo aquél que no cumple lo que dice, acaba diciendo lo que no debe.
La autoridad con que Jesús se expresa en estos versículos re vela su condición de Juez soberano de vivos y muertos. Nunca en el AT había hablado ningún profeta con esa autoridad.

Mt 7, 22. Aquel día: Fórmula técnica en el lenguaje de la Biblia Para designar el día del Juicio del Señor o juicio final.

Mt 7, 23. Les diré públicamente: La frase equivaldría a entonces yo pronunciaré su sentencia. En efecto, el pasaje se refiere al juicio de los hombres que ha de hacer Jesucristo. El texto sagrado emplea un verbo que expresa la proclamación pública de una verdad. Como en este caso quien proclama es Jesucristo Juez, dicha Proclamación es la sentencia judicial.

Mt 7, 24-27. Estos versículos constituyen como la cara positiva del pasaje anterior. Quien se esfuerza por llevar a la práctica las enseñanzas de Jesús, aunque vengan tribulaciones personales, o períodos de confusión en la vida de la Iglesia, o se vea rodeado del error, permanecerá fuerte en la fe, como el hombre sabio que edifica su casa sobre roca.
Por lo demás, para permanecer fuertes en los momentos difíciles es necesario, en los tiempos de bonanza, aceptar con buena cara las pequeñas contrariedades, ser delicados en el trato con Dios y con los demás, y cumplir con fidelidad y abnegación los propios deberes de estado. De este modo se van ahondando los cimientos, fortaleciendo la construcción y reparando las grietas que se puedan producir.

Mt 7, 28-29. El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y fariseos, y la seguridad y aplomo con que Jesucristo exponía su doctrina. Las palabras del Señor nunca adolecen de inseguridad, ni presentara duda, ni exponen una mera opinión. Jesús hablaba con dominio absoluto de la verdad y con un conocimiento perfecto del verdadero sentido de la Ley y de los Profetas; es más, no pocas veces hablaba en su propio nombre (cfr Mt 5, 22.28.32.38.44), y con la autoridad misma de Dios (cfr Mc 2, 10; Mt 28, 18). Todo ello confería una singular fuerza y autoridad a sus palabras, como jamás se había oído en Israel (cfr Lc 19, 48; Jn 7, 46).

Mt 8. Los capítulos 8 y 9 de San Mateo contienen una serie de milagros de Nuestro Señor. Los primeros cristianos tenían experiencia viva de que Jesús glorificado seguía estando presente en medio de la Iglesia, confirmando la doctrina con las señales que la acompañaban (Mc 16, 20; cfr Hch 14, 3).
Así San Mateo, después de haber expuesto un núcleo fundamental de la enseñanza pública de Jesús en el llamado Sermón de la Montaña (caps. 5 a 7), agrupa a continuación –caps. 8 y 9– algunos milagros que vienen a respaldar las palabras del Salvador. Algunos comentaristas llaman a esta sección de los capítulos 8 y 9 las obras del Mesías, en paralelismo con la sección anterior –Sermón de la Montaña– a la que llaman las palabras del Mesías. Jesús aparece en los capítulos 5 a 7 como supremo legislador y doctor que enseña con autoridad divina, única y superior a como lo habían hecho Moisés y los profetas. Ahora, en los capítulos 8 y 9, se presenta dotado también de un poder divino sobre las enfermedades, la muerte, los elementos de la naturaleza y los malos espíritus. Tales milagros obrados por Jesús acreditan la autoridad divina de su enseñanza.

Mt 8, 1. El Evangelio subraya, por tercera vez, el seguimiento de las gentes a Jesús. Literalmente dice: le siguieron muchas multitudes. Así queda constancia de la popularidad que había alcanzado Jesucristo, hasta el punto de que el Sanedrín (gran consejo de la nación judía) no se atrevió a detenerlo por miedo a que se alborotase el pueblo (cfr Mt 21, 46; Mt 26, 5; Mc 14, 2). Del mismo modo pudieron luego acusarle ante Pilato de soliviantar al país desde Judea hasta Galilea. Igualmente, Herodes Antipas tenía una gran ansiedad por conocer a Jesús, cuya fama le había llegado (cfr Mt 14, 1). En contra de esta inmensa mayoría popular, fueron precisamente los jefes del pueblo los que se opusieron a Jesús, y engañaron a la multitud para que pidiese la muerte del Señor (cfr Mt 27, 20-22).

Mt 8, 2. Los Santos Padres han visto en esta curación el siguiente significado: la lepra, por su fealdad y repugnancia, por su facilidad de contagio, por la dificultad de su curación, es una imagen impresionante del pecado. Todos somos pecadores y todos necesitamos del perdón y de la gracia de Dios (cfr Rm 3, 23-24). El leproso del Evangelio se postró ante Jesús con plena humildad y confianza, suplicando ser sanado. Si acudimos al Salvador con una fe semejante, podemos esperar con seguridad la curación de las miserias de nuestra alma. Cuántas veces deberemos dirigirnos a Cristo con esa breve oración –jaculatoria– del leproso: Señor, si quieres, puedes limpiarme.

Mt 8, 4. Según la Ley de Moisés (cfr Lv 14), si un leproso se cura de su enfermedad debe presentarse ante el sacerdote, quien constata la curación y extiende el certificado. Este es necesario para la reintegración del sanado a la vida civil y religiosa de Israel. El Levítico prescribe también las purificaciones y el sacrificio que debe ofrecer. El mandato de Jesús al leproso corresponde, pues, a lo que era normal en el cumplimiento de lo establecido por las leyes.

Mt 8, 5-13. Centurión: Oficial del ejército romano que tenía mando sobre cien soldados. La fe ejemplar de este hombre ha traspasado los tiempos. En el momento solemne en que el cristiano va a recibir al mismo Jesús en la Sagrada Eucaristía, la liturgia de la Iglesia, para avivar la fe, pone en su boca y en su corazón precisamente las mismas palabras del centurión de Cafarnaún: Señor, no soy digno....
Según la mentalidad israelita de la época, el que un judío entrara en casa de un gentil llevaba consigo contraer la impureza legal (cfr Jn 19, 28; Hch 11, 2-3). El centurión tiene la deferencia de no colocar a Jesús en una situación incómoda ante sus conciudadanos. Manifiesta su firme convencimiento de que la enfermedad está sometida a Jesús. De ahí que proponga dar una simple orden, una sola palabra, que producirá el efecto deseado, sin necesidad de entrar en su casa. El razonamiento del centurión es sencillo y convincente, tomado de su propia experiencia profesional. Jesús aprovecha este encuentro con un creyente gentil para hacer la solemne profecía del destino universal del Evangelio: A él serán llamados los hombres de todas las naciones, razas, edades y condiciones.

Mt 8, 14-15. Después de la curación del cuerpo –o del alma- viene el levantarse al instante de la situación anterior y servir a Jesucristo. Nada de lamentos, ni de pérdidas de tiempo, sino disponibilidad inmediata al servicio del Señor.

Mt 8, 16-17. La expulsión de los demonios manifiesta uno de los aspectos importantes del establecimiento del Reino de Dios (cfr Mt 12, 8). Igualmente, la curación de las enfermedades, que son consecuencia del pecado, es signo especifico de las obras del Mesías anunciadas por los Profetas (cfr Is 29, 18; Is 35, 5-6).
En pocas palabras el Evangelista, inspirado por el Espíritu Santo, resume un amplio sector de la actividad de Jesús (v. 16), y da a entender la significación salvífica de tales obras del Mesías, señalando cómo en ellas se cumple la profecía de Isaías (Is 53, 4) que anunciaba la misión redentora del Siervo de Yahwéh (v. 17).

Mt 8, 18-22. Desde los comienzos de su predicación mesiánica, Jesús apenas permanece en un mismo lugar; va siempre de camino, pasando. No tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8, 20). Quien quiera estar con El tiene que seguirle. La expresión seguir a Jesús adquiere en el Nuevo Testamento un alcance preciso: seguir a Jesús es ser su discípulo (cfr Mt 19, 28). Ocasionalmente las multitudes le siguen. Pero los verdaderos discípulos son los que siguen de modo permanente, siempre; hasta el punto de que existe una equivalencia entre ser discípulo de Jesús y seguirle. Después de la Ascensión del Señor, seguirle se identifica con ser cristiano (cfr Hch 8, 26). Por el hecho sencillo y sublime de nuestro Bautismo, todo cristiano es llamado, con vocación divina, a ser plenamente discípulo del Señor con todas sus consecuencias.
El Evangelista recoge aquí dos casos concretos de seguimiento de Jesús. En el primero –el del escriba– Nuestro Señor explica las exigencias del llamamiento a la fe a quienes descubren que son llamados. En el segundo –el del hombre que ya ha dicho sí a Jesús– le recuerda las exigencias de su compromiso. El soldado que no abandona su puesto en el frente de batalla para enterrar a su padre, dejando ese trabajo para los de retaguardia, cumple con su deber. Si el servicio de la patria puede tener tales exigencias, con mayor razón puede tenerlas el servicio a Jesucristo y a su Iglesia.
El seguimiento de Cristo, en efecto, lleva consigo una disponibilidad rendida, una entrega inmediata de lo que Jesús pide, porque esa llamada es un seguir a Cristo al ritmo de su mismo paso, que no admite quedarse atrás: a Jesús o se le sigue, o se le pierde. En qué consiste el seguimiento de Cristo lo ha enseñado Jesús en el discurso de la montaña (Mt 5, Mt 7), y nos lo resumen los catecismos más elementales de la doctrina cristiana: cristiano quiere decir hombre que cree en Jesucristo –fe que recibió en el Bautismo- y que está obligado a su santo servicio. Cada cristiano debe buscar, en la oración y trato con el Señor, cuáles son las exigencias personales y concretas de su vocación cristiana.

Mt 8, 20. Hijo del Hombre: Es una de las expresiones para designar al Mesías en el Antiguo Testamento. Este título aparece por primera vez en Dn 7, 14 y era utilizado en la literatura judía del tiempo de Jesús. Hasta la predicación del Señor no había sido entendido en toda su profundidad. El título de Hijo del Hombre estaba menos comprometido con las aspiraciones judías de un Mesías terrenal; por esta causa fue preferido por Jesús para designarse a sí mismo como Mesías, sin reavivar el nacionalismo hebreo. De tal título mesiánico, que en la mencionada profecía de Daniel reviste un carácter trascendente, se servía el Señor para proclamar de un modo discreto su mesianismo previniendo falsas interpretaciones políticas. Los Apóstoles, después de la Resurrección de Jesús, acabaron de comprender que Hijo del Hombre equivalía precisamente a Hijo de Dios.

Mt 8, 22. Deja a los muertos enterrar a sus muertos: Esta frase, a primera vista tan dura, responde al lenguaje que a veces empleaba Jesús. En ese lenguaje se entiende bien que sean llamados muertos los que se afanan por las cosas perecederas, excluyendo de su horizonte la aspiración a las perennes.
Si Jesús se lo prohibió –comenta S. Juan Crisóstomo–, no es porque nos mande descuidar el honor debido a quienes nos engendraron, sino para darnos a entender que nada ha de haber para nosotros más necesario que entender en las cosas del Cielo, que a ellas hemos de entregarnos con todo fervor y que ni por un momento podemos diferirlas, por muy ineludible y urgente que sea lo que pudiera apartarnos de ellas (Hom. sobre San Mateo, 27).

Mt 8, 23-27. Este notable milagro de la vida de Jesús debió de dejar honda impresión en sus discípulos, de lo cual puede ser índice hecho de que los tres primeros Evangelios nos lo relaten. La Tradición, partiendo de la realidad histórica de este maravilloso suceso, ha hecho unas aplicaciones a la propia vida de la Iglesia, y aún de cada alma. Desde antiguo la literatura y el arte cristianos han visto en la barca una imagen de la Iglesia que, de modo semejante, hace su travesía en medio de grandes peligros que parece que van a hundirla. En efecto, muy pronto los cristianos se vieron asediados por las persecuciones de los judíos de aquel tiempo, e incomprendidos por la opinión pública de la sociedad pagana que, de modo paulatino, iniciaba sus futuras persecuciones. El hecho de que Jesús permaneciera dormido en medio de la tempestad ha sido aplicado a ese silencio en que Dios, a veces, parece permanecer ante las dificultades de la Iglesia. Los cristianos, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles que iban en la barca, debemos recurrir a Jesucristo con las mismas palabras: ¡Señor, sálvanos que perecemos!. Y cuando la situación parece insostenible, entonces Jesús muestra su poder: levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza, no sin antes habernos hecho el reproche de haber sido hombres de poca fe. Y es que la historia evangélica tiene muchas veces un valor ejemplar, de aplicación a la vida, y de preanuncio de la futura historia de la Iglesia y de cada alma cristiana.

Mt 8, 28. La mayoría de los códices griegos y la Neovulgata dicen gadarenos; en cambio la Vulgata y textos paralelos de Mc y Lc transcriben gerasenos. Ambos nombres son posibles, pues dependen respectivamente de las dos ciudades, Gerasa y Gadara, las más importantes de esta zona. El suceso pudo ocurrir en los límites entre ambas, un tanto imprecisos, si bien la precipitación de los cerdos en el lago o mar de Galilea da alguna mayor posibilidad a Gadara. Gergesenos procede de una conjetura de Orígenes.

Mt 8, 28-34. En este episodio Jesucristo muestra su poder, una vez más, sobre el demonio y las fuerzas diabólicas. Que el hecho ocurra en tierra de gentiles (Gerasa y Gadara estaban en la Decápolis, al Este del Jordán), queda atestiguado porque entre los judíos estaba prohibida la cría de cerdos, declarados impuros según la Ley de Moisés. Esta expulsión de demonios, y otras más que nos narran los evangelistas, vienen resumidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el discurso de S. Pedro ante Cornelio y su familia: Pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo (Hch 10, 38). Es una prueba de que el Reino de Dios ha comenzado (cfr Mt 12, 28).
La postura de los habitantes de la ciudad ante el milagro nos recuerda que el encuentro con Dios y la vida cristiana piden subordinar los planes personales a los planes divinos. Una actitud egoísta o materialista cierra el horizonte de los bienes eternos. Por este camino podemos expulsar a Dios de nuestra vida, como lo hicieron de su tierra los habitantes de Gerasa.

Mt 9, 2-6. El enfermo y quienes lo llevan piden a Jesús la curación del cuerpo, movidos por la fe en sus poderes sobrenaturales. Nuestro Señor, como en otros milagros, se interesa más por el remedio de las causas profundas del mal, esto es, el pecado. En su grandeza divina, da más de lo que se le pide, aunque la limitación humana no sabe apreciarlo. Dice Santo Tomás que Jesucristo hace como el buen médico: cura la causa de la enfermedad (cfr Comentario sobre S. Mateo, 9, 1-6).

Mt 9, 2. La lectura del pasaje paralelo de San Marcos nos ha conservado un detalle que nos ayuda a entender mejor la escena y que, en concreto, explica la expresión la fe de ellos: en Mc 2, 2-5 se nos cuenta que fue tanta la aglomeración de gente en torno a Jesús, que no podían acercarse a Él con la camilla del paralítico. Ante esto, tuvieron la feliz idea de subir a lo alto de la casa y descolgar la camilla con el paralítico, abriendo un boquete por el liviano techo, delante de donde estaba Jesús. Así se explica la frase al ver Jesús la fe de ellos.
El Señor queda gratamente impresionado por tal audacia, fruto de una fe operativa que no se detiene ante los obstáculos. A su vez, esta simpática osadía ilustra el modo práctico de vivir la caridad y cómo Jesús se siente inclinado hacia quienes se preocupan sinceramente por los demás: curó al paralítico con ocasión de la intrepidez de sus amigos y parientes, de la que también participaba el propio impedido, que no tuvo miedo en esta acción arriesgada.
Santo Tomás comenta así el versículo: Este paralítico simboliza al pecador que yace en el pecado; lo mismo que el paralítico no puede moverse, tampoco el pecador puede valerse por sí mismo. Los que llevan al paralítico representan a los que con sus consejos conducen al pecador hacia Dios (Comentario sobre S. Mateo, 9, 2). Para acercarse a Jesús es necesario también ser santamente audaces y atrevidos, como vemos que lo han sido los santos. El que no obra así nunca tomará decisiones importantes en su vida de cristiano.

Mt 9, 3-7. Aquí decir significa evidentemente decir con verdad, decir eficazmente, realizando lo que se expresa. El Señor argumenta de esta forma: ¿Cuál de estas dos cosas es más fácil, sanar el cuerpo de un paralítico, o perdonar los pecados del alma? No hay duda que curar un paralítico; pues el alma es más excelente que el cuerpo y por eso las enfermedades de aquélla son más difíciles de curar que las de éste. Sin embargo, la curación del alma es una cosa oculta, mientras que la del cuerpo es visible y patente. Jesús demuestra la verdad de lo que está oculto por lo que aparece manifiesto.
Por otra parte, los judíos pensaban que todas las enfermedades son efecto de pecados personales (cfr Jn 9, 1-3); así cuando oyeron decir al Señor tus pecados te son perdonados, hacían internamente este razonamiento: sólo Dios puede perdonar los pecados (cfr Lc 5, 21); este hombre dice que tiene potestad para perdonarlos; luego está usurpando a Dios un poder que le es exclusivo; por lo tanto es un blasfemo. Pero el Señor les sale al paso partiendo de sus mismos principios: al curar al paralítico con sólo su Palabra les hace ver que puesto que tiene potestad para curar los efectos del pecado –según ellos creían–, tiene también poder Para curar la causa, esto es, el pecado; por consiguiente tiene potestad divina.
Jesucristo transmitió el poder de perdonar los pecados a los Apóstoles y a sus sucesores en el ministerio sacerdotal: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son Perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos (Jn 20, 22-23). Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, quedará dentado en el Cielo (Mt 18, 18). Los sacerdotes ejercitan el poder del perdón de los pecados en el sacramento de la Penitencia no en virtud propia, sino en nombre de Cristo –in persona Christi– como instrumentos en manos del Señor.
De aquí el respeto, veneración y agradecimiento con que debemos acercarnos a la Confesión: en el sacerdote debemos ver a Cristo mismo, a Dios, y recibir las palabras de la absolución con la fe firme de que es Cristo mismo quien las dice por boca del sacerdote. Por esta razón, el ministro no dice: Cristo te absuelva..., sino yo te absuelvo de tus pecados..., en primera persona, en una identificación plena con el mismo Jesucristo (cfr Catecismo Romano, 2, 5, 10).

Mt 9, 9. Telonio: Puesto público para pago de tributos. Acerca del seguir a Jesús véase nota a Mt 8, 18-22.
Este Mateo, al que Jesús llama, es el apóstol del mismo nombre y autor humano del primer Evangelio. Es el mismo que en Mc 2, 14 y en Lc 5, 27 es llamado Leví el de Alfeo o simplemente Leví.
Dios es el que llama. Para seguir a Jesús de modo permanente no basta con la propia determinación del hombre, sino que se requiere, absolutamente, la llamada individual por parte del Señor; esto es, la gracia de la vocación (cfr Mt 4, 19-21; Mc 1, 17-20; Jn 1, 39; etc.). Esa llamada implica la previa elección divina. En otras palabras, no es el hombre quien toma la iniciativa; por el contrario, es Jesús quien llama primero y el hombre corresponde a ese llamamiento con su libre decisión personal: No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que yo os he elegido a vosotros (Jn 15, 16).
Es de resaltar la prontitud con que Mateo sigue la llamada de Jesús. Ante la voz de Dios puede entrar en el alma la tentación de responder: Mañana, todavía no estoy preparado. En el fondo ésta y otras razones no son más que egoísmo y miedo, aparte de que el miedo puede ser un síntoma más de la llamada (cfr Jon 1). Mañana tiene el riesgo de ser demasiado tarde.
Como la de otros apóstoles, la llamada de San Mateo se produce en medio de las circunstancias normales de su vida:
-?Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...
Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos (Camino, 799).

Mt 9, 10-11. La mentalidad de esos fariseos, tan inclinada a juzgar a los demás y clasificar fácilmente en justos y pecadores, no concuerda con la actitud y enseñanzas de Jesús. Ya había dicho: No juzguéis y no seréis juzgados (Mt 7, 1), y todavía añadió: El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero (Jn 8, 7).
La realidad es que todos los hombres somos pecadores y a todos ha venido a redimir el Señor. No hay razón, pues, para que se dé entre los cristianos el escandalizarse por los pecados de otros, puesto que cualquiera de nosotros es capaz de cometer las mayores vilezas si no nos asistiera la gracia de Dios.

Mt 9, 12. A nadie debe desanimar el verse lleno de miserias: reconocerse pecador es la única actitud justa ante Dios. Él ha venido a buscar a todos, pero el que se considera justo, por ese mismo hecho, está cerrando las puertas a Dios, porque en realidad todos somos pecadores.

Mt 9, 13. La frase de Jesús, tomada de Os 6, 6, conserva la expresión hiperbólica del estilo semítico. Una traducción más fiel al sentido sería: más quiero misericordia que sacrificio. No es que el Señor no quiera los sacrificios que se le ofrecen, sino que insiste en que éstos han de ir siempre acompañados de la bondad del corazón, puesto que la caridad ha de informar toda la actividad del cristiano y con mayor razón el culto a Dios (vid. 1Co 13, 1-13; Mt 5, 23-24).

Mt 9, 14-17. El interés de la cuestión que plantea este pasaje radica, no en saber qué ayunos practicaban los judíos contemporáneos de Jesús, y en especial los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista, sino en saber cuál es la razón por la que Jesús no obliga a sus discípulos a tales ayunos. La respuesta que da aquí el Señor es a la vez una enseñanza y una profecía. El cristianismo no es un mero remiendo al antiguo traje del judaísmo. La redención obrada por Cristo implica una total regeneración. Su espíritu es demasiado nuevo y pujante para ser amoldado a las viejas formas penitenciales, cuya vigencia caducaba.
La historia de la Iglesia primitiva nos enseña hasta qué punto las costumbres de algunos cristianos, procedentes del judaísmo, se resistían a entender la transformación operada por Jesús.
Sabido es que en la época de Nuestro Señor dominaba en las escuelas judaicas una complicadísima casuística de ayunos, purificaciones, etc., que ahogaban la sencillez de la verdadera piedad. Las palabras de Jesús apuntan a esta simplicidad de corazón con la cual sus discípulos deben vivir la oración, el ayuno y la limosna (cfr Mt 6, 1-18 y notas correspondientes). Será la Iglesia la que, desde los tiempos apostólicos, concretará en cada época, con los Poderes que Dios le ha dado, las formas de ayuno, según este espíritu del Señor.

Mt 9, 15. Los amigos del esposo: El texto original dice literalmente hijos de la casa donde se celebran las bodas, que es una expresión típica para designar a los amigos más íntimos del esposo. Es de subrayar el marcado giro semítico que ha conservado el Evangelista en su fidelidad a la original expresión de Jesús.
Por otra parte, esta casa a la que alude Jesucristo tiene un profundo sentido: hay que ponerla en relación con la parábola de los convidados a las bodas (Mt 22, 1-14), y simboliza a la Iglesia como casa de Dios y Cuerpo de Cristo: Moisés fue fiel en toda su casa, como servidor, para atestiguar cuanto había de anunciarse; pero Cristo lo fue como Hijo, al frente de su propia casa, que somos nosotros, si es que mantenemos la entereza y la gozosa satisfacción de la esperanza (Hb 3, 5-6).
La segunda parte del versículo alude a la muerte violenta del Señor.

Mt 9, 18-26. Estamos ante dos milagros que se produjeron casi simultáneamente. Es patente la relevancia de los dos hechos prodigiosos. La resurrección de la hija de este personaje, junto con la resurrección del hijo de la viuda de Naím y la de Lázaro, son las tres resurrecciones obradas por Jesús que narran los Evangelios. Por los pasajes paralelos de Marcos (Mc 5, 21-43) y Lucas (Lc 8, 40-56) sabemos que este hombre principal era jefe de la sinagoga y se llamaba Jairo. Así pues, en los tres casos quedan claramente identificadas las personas que recibieron el beneficio de tales prodigios.
El relato evangélico nos muestra, una vez más, la función que la fe desempeña en las acciones salvadoras de Jesús. En el caso de la enferma de flujo de sangre, es de subrayar que Jesús atiende sobre todo a la sinceridad y a la fe que demuestra la mujer al superar los obstáculos para llegar a Él. Y también es semejante el caso de Jairo: dejando a un lado todo tipo de respetos humanos, este hombre, relevante en la ciudad, se humilla visiblemente ante
Jesús.

Mt 9, 18. Postrándose: Es el uso oriental para manifestar el respeto a Dios o a personas de categoría. Los gestos de reverencia en los actos litúrgicos, especialmente ante la Sagrada Eucaristía, son legítima y apropiada manifestación externa de la actitud interior de fe y adoración.

Mt 9, 23. Músicos fúnebres: El texto original dice flautistas, que eran quienes normalmente acompañaban con su música las honras fúnebres.

Mt 9, 24. Retiraos, la niña no ha muerto, sino que duerme: Lo mismo dirá el Señor a propósito de Lázaro: Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle (Jn 11, 11).
Aunque Jesús hable de sueño, no cabe la menor duda de que la niña –como más tarde Lázaro– había muerto. Para el Señor no hay más muerte verdadera que la del eterno castigo (cfr Mt 10, 28).

Mt 9, 27-34. El Evangelista subraya la distinta reacción que producen los milagros. Todo el mundo admite el poder divino en tales hechos, excepto los fariseos que, ante la evidencia de los prodigios, atribuyen éstos a poderes diabólicos. La actitud farisaica endurece de tal modo al hombre que la adopta, que le cierra toda posibilidad de salvación. Quizá el reconocimiento de Jesús como el Mesías (le llaman: Hijo de David, v. 27) por parte de los ciegos exasperó la pasión de los fariseos que, no obstante la doctrina sublime y los milagros de Jesús, siguen recalcitrantes en su oposición.
Al considerar este episodio no es difícil darse cuenta de que ante Dios se da esta paradoja: hay ciegos que ven y videntes que no ven nada.

Mt 9, 30. ¿Por qué el Señor no quería que publicaran el milagro? Porque tenía que llevar un plan progresivo en la manifestación de que era el Mesías, Hijo de Dios. Por tanto, no quería precipitar los acontecimientos ni que las multitudes entusiasmadas lo proclamaran el Rey Mesías, con una mentalidad nacionalista que Él quería evitar.
Esto no será sólo un riesgo, sino una realidad. En otro momento, cuando el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6, 14-15), aquellos hombres, viendo el milagro que Jesús había hecho, decían: Este es verdaderamente el Profeta que viene al mundo. Jesús, conociendo que iban a venir para llevárselo y hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo.

Mt 9, 31. Dice San Jerónimo (cfr Comm. in Math., 9, 31) que los
ciegos divulgaron el suceso, no porque se negaran a obedecer a
Jesús, sino porque no encontraron otro medio de expresar su gratitud.

Mt 9, 35. El Concilio Vaticano II acude a este lugar para señalar el mensaje de caridad cristiana que ha de dar la Iglesia en todas partes: La caridad cristiana se extiende a todos los hombres sin discriminación de raza, condición social o religión: no espera ninguna ganancia ni agradecimiento. Pues como Dios nos amó con amor gratuito, del mismo modo los fieles por su caridad han de ser solícitos en amar al hombre con el mismo sentido de amor con que Dios buscó al hombre. Y como Cristo recorría todas las ciudades y aldeas curando toda enfermedad y dolencia en señal de la llegada del Reino de Dios, así también la Iglesia por medio de sus hijos se une con los hombres de cualquier condición, sobre todo con los pobres y afligidos, y con gozo se gastará en atenderlos (Ad gentes, 12).

Mt 9, 36. Se llenó de compasión: El verbo griego es profundamente expresivo: conmoverse en las entrañas. Jesús, en efecto, se conmovió al ver al pueblo, porque sus pastores, en lugar de guiarlo y cuidarlo, lo descarriaban, comportándose más como lobos que como verdaderos pastores de su propio rebaño. Jesús ve en la situación de su tiempo cumplida la profecía de Ez 34, en la que Dios, por medio del profeta, increpa a los malos pastores de Israel, en sustitución de los cuales enviará al Mesías.
Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo (Es Cristo que pasa, 133). En efecto, la consideración de las necesidades espirituales del mundo nos debe llevar a una infatigable y generosa labor apostólica.

Mt 9, 37-38. A la contemplación de la multitud abandonada por sus pastores, siguen las palabras de Jesús que nos presentan, bajo la imagen de la mies, a esa misma muchedumbre preparada para que se realice en ella la obra de la Redención: levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega (Jn 4, 35). El campo roturado por los Profetas, últimamente por San Juan Bautista, está ya cubierto de espigas maduras. Del mismo modo que en las labores del campo si no se siega en el momento oportuno la cosecha se pierde, así en la Iglesia se siente a lo largo de los siglos la urgencia de recoger la mies, que es mucha y está preparada.
La dificultad es que ahora, como en tiempos de Jesús, los obreros son pocos en proporción a la tarea. La solución la da el mismo Señor: orar, rogar a Dios, Dueño de la mies, para que envíe los obreros necesarios. Difícil será que un cristiano, que se ponga a rezar de verdad, no se sienta urgido a participar personalmente en esta labor apostólica. Al cumplir este mandato de Jesucristo, ha de pedirse de modo especial que no falten los buenos pastores, que den a los demás obreros de la mies los medios de santificación necesarios para la tarea apostólica.
En efecto, nos recuerda el Papa Pablo VI: La responsabilidad de la difusión del Evangelio que salva es de todos, de todos cuantos lo han recibido. El deber misionero recae sobre todo el Cuerpo de la Iglesia. En maneras y en medidas diferentes, cierto; pero todos, todos debemos ser solidarios en el cumplimiento de este deber. Así pues, que la conciencia de cada creyente se pregunte: ¿He cumplido yo con mi deber misionero? La oración por las Misiones es el primer modo de poner en práctica este deber (Alocución en el rezo del Ángelus, 23-X-1977).

Mt 10, 1-4. Tan esencial es la oración en la vida de la Iglesia, que Jesús llama a sus Doce Apóstoles después de haberles recomendado que rezaran para que el Señor enviara obreros a su mies (cfr Mt 9, 38). Toda actividad apostólica de los cristianos debe ir, pues, precedida y acompañada de una intensa vida de oración, puesto que no se trata de una empresa meramente humana sino divina. El Señor inicia su Iglesia llamando a Doce hombres que van a ser como los doce patriarcas del Nuevo Pueblo de Dios que es su Iglesia. Este Nuevo Pueblo no se constituirá por una descendencia según la carne, sino por una descendencia espiritual. Sus nombres quedan aquí consignados. Su elección es gratuita: no se han distinguido por ser sabios, poderosos, importantes...; son hombres normales y corrientes que han respondido con fe a la gracia de la llamada de Jesús. Todos serán fieles al Señor, excepto Judas Iscariote. Incluso antes de que Jesús muera y resucite gloriosamente, les confiere esos poderes de arrojar los espíritus inmundos y curar enfermedades, como anticipo y preparación de la misión salvífica que les dará después.
Es entrañable saber los nombres de aquellos primeros. La Iglesia los venera con especial afecto y se siente orgullosa de ser continuadora –apostólica– de la misión sobrenatural que ellos iniciaron, y de ser fiel al testimonio que supieron dar de la doctrina de Cristo. No hay verdadera Iglesia sin la ininterrumpida sucesión apostólica y la continuada identificación con el espíritu que los Apóstoles supieron encarnar.
Apóstol: Significa enviado, porque Jesucristo los enviaba a predicar su Reino y su doctrina.
El Concilio Vaticano II, en la misma línea del Vaticano I, confiesa y declara que la Iglesia está constituida jerárquicamente: El Señor Jesús después de orar al Padre, llamando hacia sí a los que quiso, constituyó a los Doce para que estuvieran junto a Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cfr Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-10): y los instituyó Apóstoles (cfr Lc 6, 13) en forma de colegio o grupo estable, y al frente puso a Pedro a quien había escogido para esta misión (cfr Jn 21, 15-17). Los envió primero a los hijos de Israel y luego a todos los pueblos (cfr Rm 1, 16), Para que, como partícipes de su misma potestad, hicieran discípulos suyos a todos los pueblos, los santificaran y gobernaran (cfr Mt 28, 16-20; Mc 16, 15; Lc 24, 45-48; Jn 20, 21-23), y así propagaran la Iglesia, y, siendo sus ministros, la apacentaran bajo la guía del Señor, todos los días hasta el fin de los siglos (Lumen gentium, 19).

Mt 10, 1. En este capítulo 10 San Mateo expone cómo Jesús, para llevar adelante en el futuro el Reino de Dios que inaugura, tiene el propósito de fundar la Iglesia, y para ello elige, da poderes e instruye a los Doce Apóstoles que son el germen de su Iglesia.

Mt 10, 5-15. De manera semejante a como en la elección de los Apóstoles (vv. 1-4) Jesús muestra su voluntad de fundar la Iglesia, en el presente pasaje (vv. 5-15) manifiesta su propósito de formar a esos Apóstoles primeros, ya antes de su Muerte y Resurrección. De este modo Jesucristo empezó a poner los fundamentos de su Iglesia desde los comienzos de su ministerio público.
Todos necesitamos una formación doctrinal y apostólica para desempeñar nuestra vocación cristiana. La Iglesia tiene el deber de enseñar, y los fieles tenemos la obligación de hacer nuestra esa enseñanza. En consecuencia, cada cristiano debe aprovechar los medios de formación que la Iglesia le ofrece, en las circunstancias concretas en que Dios le ha puesto en la vida.

Mt 10, 5-6. Según el plan de salvación establecido por Dios, al pueblo hebreo fueron hechas las promesas (a Abrahán y a los Patriarcas), conferida la Alianza, dada la Ley (Moisés) y enviados los Profetas. De este pueblo, según la carne, nacería el Mesías. Se comprende que a la casa de Israel deberían ser anunciados primero el Mesías y el Reino de Dios, antes que a los no judíos. Por ello, en este primer aprendizaje de misión apostólica, Jesús restringe el campo de su actividad a sólo los judíos, sin que tal circunstancia pueda significar un obstáculo al carácter universal de la misión de la Iglesia. En efecto, Jesús les mandaría más tarde: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (Mt 28, 19); Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 16). También los Apóstoles, en la primera expansión del Cristianismo, al evangelizar una ciudad en la que había alguna comunidad de judíos solían dirigirse a éstos en primer lugar (cfr Hch 13, 46).

Mt 10, 7-8. Hasta entonces los Profetas habían anunciado al pueblo escogido los bienes mesiánicos, a veces en imágenes acomodadas a su mentalidad todavía poco madura espiritualmente. Ahora, Jesús envía a sus Apóstoles a anunciar que ese Reino de Dios prometido es inminente, poniendo de manifiesto sus aspectos espirituales. Los poderes mencionados en el v. 8 son precisamente la señal anunciada por los Profetas acerca del Reino de Dios o reino mesiánico. Primariamente (caps. 8 y 9) estos poderes mesiánicos los ejerce Jesucristo; ahora se los da a sus discípulos para mostrar que esa misión es divina (cfr Is 35, 5-6;Is 40, 9;Is 52, 7;Is 61, 1).

Mt 10, 9. Fajas: cinturones dobles, cosidos por los bordes, en los que se acostumbraba en la antigüedad a llevar el dinero y otros objetos pequeños y pesados.

Mt 10, 9-10. Jesús urge a sus discípulos a que salgan sin demora al cumplimiento de su misión. No deben preocuparse porque carezcan de bienes materiales, ni de los medios humanos; lo que falte Dios lo proveerá en la medida de sus necesidades. Esta santa audacia en emprender las obras de Dios se repite una y otra vez en la historia de la Iglesia. ¡Cuántas cosas grandes se han acometido, aun sin tener a disposición los medios humanos más imprescindibles! Así han obrado los santos. Si en la expansión de la Iglesia se hubiera esperado a disponer de esos medios, muchas almas no habrían recibido la luz de Cristo. Cuando el cristiano está persuadido de cuál es la voluntad de Dios, no debe, con ánimo encogido, pararse a contar los medios de que dispone. En las empresas de apostolado está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides Ynunca! que has de contar, Por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2... (Camino 471)
De todas maneras, no pretendamos forzar a Dios para que intervenga de modo extraordinario cuando podemos remediar las necesidades con nuestro propio esfuerzo y trabajo. Esto quiere decir que los cristianos deben ayudar con generosidad a quienes, dedicados totalmente a cuidar de los bienes espirituales de sus hermanos, no les queda tiempo para ocuparse de su propio sustento. Véase a este propósito lo que promete el mismo Jesús en Mt 10, 40-42.

Mt 10, 11-15. La palabra paz era y sigue siendo el saludo usual entre los judíos. Pero en boca de los Apóstoles debía adquirir una más honda significación: la manifestación de la bendición de Dios, que los discípulos de Jesús, como enviados suyos, derraman sobre quienes les acogen. Este mandato del Señor no termina en aquella misión concreta, sino que es como una profecía para toda la historia posterior. El mensajero de Cristo no se desalienta cuando su palabra no es acogida. Sabe que la bendición de Dios no queda vacía ni es ineficaz (cfr Is 55, 11), y todo esfuerzo generoso por parte del cristiano siempre dará fruto. En todo caso, la palabra apostólica lleva consigo la gracia de la conversión: muchos de los que oyeron la palabra creyeron; y el número de hombres llegó a unos cinco mil (Hch 4, 4; cfr Hch 10, 44; Rm 10, 17).
El hombre debe prestar atención a esa palabra del Evangelio y creerla (Hch 13, 48; Hch 15, 7). Si la acepta y persevera en ella, recibe el consuelo de su alma, la paz de su espíritu (Hch 8, 39) y la salvación (Hch 11, 4-18). Pero si la rechaza, no está exento de culpabilidad y Dios le juzgará por su cerrazón a la gracia que se le ha ofrecido.

Mt 10, 16-23. Jesucristo da aquí una serie de instrucciones y advertencias, que tendrán aplicación constante a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Difícilmente el espíritu del mundo comprenderá los caminos de Dios. Cuando no sean las persecuciones, será la indiferencia e incomprensión del ambiente. Pero seguir a Cristo de cerca será siempre costoso: no puede extrañar que sea así, puesto que Jesús mismo fue señal de contradicción; es más, si en la vida del cristiano no apareciera ésta, habría que preguntarse si no es que el cristiano se ha mundanizado. El discípulo de Cristo no puede transigir con ciertas manifestaciones mundanas, por mucho que se pongan de moda. Por ello, la vida cristiana llevará consigo, necesariamente, una inconformidad ante todo lo que atente contra la fe y la moral (cfr Rm 12, 2). No puede extrañar que la vida del cristiano se mueva, no pocas veces, entre el heroísmo o la traición. Ante estas dificultades no se debe tener miedo: no estamos solos, contamos con la ayuda poderosa de nuestro Padre Dios, que nos hará ser valientes y audaces.

Mt 10, 20. Con estas palabras Jesús enseña el carácter completamente sobrenatural del testimonio que pide a sus discípulos. La conducta de tantos mártires cristianos, conservada documentalmente, prueba cómo se cumple en la vida de los fieles la promesa de Jesús: es impresionante al leer esos documentos comprobar la serenidad y la sabiduría de personas de escasa cultura, a veces casi niños.
La doctrina de este versículo fundamenta la fortaleza y confianza que el cristiano debe tener en las situaciones más variadas y difíciles de la vida, en las que sea necesario confesar la fe. No estará solo, sino que el Espíritu Santo pondrá en él palabras llenas de sabiduría divina.

Mt 10, 23. En la interpretación de este texto ha de rechazarse, ante todo, la opinión de algunos racionalistas según la cual Jesús hubiera tenido la convicción de su próxima venida gloriosa y fin del mundo. Tal interpretación contradice abiertamente otros muchos pasajes del Evangelio y del Nuevo Testamento. Es evidente que con Hijo del Hombre Jesús se designa a Sí mismo, y que anuncia una manifestación de su gloria. La interpretación más razonable es que aquí Jesús alude, en primer lugar, a la situación histórica de la primera guerra judía contra Roma, que acabó con la total destrucción de Jerusalén y del Templo el año 70, y que causó la dispersión del pueblo hebreo. Pero este acontecimiento que ocurriría pocos años después de la muerte de Jesús, es una imagen o figura profética del fin de los tiempos (cfr nota a Mt 24, 1).
La venida gloriosa de Cristo tendrá lugar en fecha que Dios no ha revelado. La incertidumbre del fin de los tiempos es un acicate para la vigilancia del cristiano y de la Iglesia.

Mt 10, 24-25. Con dos proverbios Jesús insinúa la suerte futura de los discípulos: su mayor gloria será imitar al Maestro, identificarse con El, aunque esto les lleve a ser despreciados y perseguidos como antes lo fue su Señor: el ejemplo del Maestro es lo único que ilumina y guía la conducta del cristiano, pues Él dijo de Sí mismo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).
Belzebú o Beelzebul (Lc 11, 15) era el nombre del ídolo de la antigua ciudad filistea de Accarón. Los judíos denominaron luego con este nombre despectivamente al demonio o al príncipe de los demonios (cfr Mt 12, 24), y el odio que tenían a Jesucristo les llevó al extremo de llamarlo de la misma forma.
Ante las persecuciones e incomprensiones a las que iban a estar sometidos los cristianos (Jn 15, 18), Jesucristo les alienta brindándoles su intimidad. Al final de su vida les llamará cariñosamente amigos (Jn 15, 15) e hijos (Jn 13, 33).

Mt 10, 26-27. Jesucristo manda a sus discípulos que no tengan miedo a las calumnias o murmuraciones. Llegará un día en que venga en conocimiento de todos quién es cada uno, sus verdaderas intenciones y la disposición exacta de su alma. Mientras tanto, los que son de Dios pueden ser presentados como si no lo fueran por aquellos que, por apasionamiento o por malicia, utilizan la mentira. Ese es el secreto que llegará a saberse.
Junto a estas recomendaciones, Cristo manda también que los Apóstoles hablen con claridad, abiertamente. Por razones de pedagogía divina, Jesús había hablado a las muchedumbres en parábolas y les había descubierto gradualmente su verdadera personalidad. Los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo (cfr Hch 1, 8), han de predicar a plena luz, desde los terrados, lo que Jesús les ha ido dando a conocer.
A nosotros nos toca hoy también continuar manifestando sin ambigüedades toda la doctrina de Cristo, sin dejarnos llevar por falsas prudencias humanas o por miedo a las consecuencias.

Mt 10, 28. La Iglesia, apoyada en éste y muchos otros pasajes del Evangelio (Mt 5, 22.29;Mt 18, 9; Mc 9, 43.45.47; Lc 12, 5), enseña con claridad que existe el infierno, donde reciben castigo eterno las almas que mueren en pecado grave (cfr Catecismo Romano, 1, 6, 3). Allí los hombres condenados sufren la pena de sentido en sus cuerpos y la pena de daño en su alma, por haber perdido a Dios eternamente (cfr Libro de su vida, cap. 32). Ver notas a Lc 16, 19-31.
Por eso el Señor previene a sus discípulos contra el falso miedo. No hay que temer a los que solamente pueden quitar la vida del cuerpo. Sólo Dios es quien tiene poder de arrojar alma y cuerpo en el infierno. Por eso el verdadero temor y respeto lo debemos a Dios, que es nuestro Príncipe y Juez Supremo, y no a los hombres. Los mártires son los que mejor han vivido este precepto del Señor; sabían que la vida eterna valía mucho más que la vida terrena.

Mt 10, 29-31. El as era una pequeña moneda de ínfimo valor. Cristo emplea esta imagen para ilustrar el inmenso cariño que tiene Dios a su criatura. Como dice S. Jerónimo (Comm. in Math., 10, 29-31): Si los pajarillos, que son de tan vil precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado Aquél a quien respetáis como a vuestro Padre? De nuevo Jesucristo enseña la paternal Providencia de Dios, de la que habló extensamente en el Sermón de la Montaña (cfr Mt 6, 19-34).

Mt 10, 32-33. Con estas palabras Jesús nos está enseñando que la confesión pública de la fe en El –con todas sus consecuencias- es condición indispensable para la salvación eterna. Cristo recibirá en el Cielo, tras el Juicio, a los que dieron testimonio de su fe, y condenará a los que cobardemente se avergonzaron de El (cfr Mt 7, 23; Mt 25, 41; Ap 21, 8). Bajo el nombre de confesores la Iglesia honra a los santos que, sin haber sufrido el martirio de sangre con su vida dieron testimonio de la fe católica. Si bien todo cristiano debe estar dispuesto al martirio, la vocación cristiana ordinaria es la de ser confesores de la fe.

Mt 10, 34-37. El Señor no viene a traer una paz terrena y falsa, la mera tranquilidad que ansía el egoísmo humano, sino la lucha contra las propias pasiones, contra el pecado y todas sus consecuencias. La espada que Jesucristo trae a la tierra para esa lucha es, según la propia Escritura, la espada del espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6, 17), viva, eficaz y tajante..., que penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las junturas y la médula; y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hb 4, 12).
La palabra de Dios, en efecto, produjo esas grandes separaciones de que aquí se habla. A causa de ella, en las mismas familias, los que abrazaban la fe tuvieron por enemigos a aquellos de su propia casa que resistían a la palabra de la verdad. Por eso, continúa el Señor (v. 37) diciendo que nada puede interponerse entre Él y su discípulo, ni siquiera el padre o la madre, el hijo o la hija: todo lo que sea un obstáculo (cfr Mt 5, 29-30) debe apartarse.
Es evidente que estas palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto mandamiento (amar a Dios sobre todas las cosas y amar a los padres), sino que simplemente señalan el orden que ha de guardarse. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas (cfr Mt 22, 37), tomarnos en serio la lucha por nuestra santidad; y también debemos amar y respetar –en teoría y en la práctica– a esos padres que Dios nos ha dado y que generosamente han colaborado con el poder creador de Dios para traernos a la vida, a los cuales les debemos tantas cosas. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor de Dios; en general no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegase a plantear, hay que tener bien grabadas en la mente y en el corazón estas palabras de Cristo. Él mismo nos dio ejemplo de esto: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49); respuesta de Jesús adolescente en el Templo de Jerusalén, a María y José, que le buscaban angustiados. De este hecho de la vida de Nuestro Señor, que es norma para todo cristiano, deben sacar consecuencias tanto hijos como padres. Los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño a los padres al amor de Dios, especialmente cuando nuestro Creador nos pide un seguimiento que lleva consigo una mayor entrega; los padres, para saber que los hijos son de Dios en primer lugar, y que por tanto Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque esto suponga un sacrificio, heroico a veces. De acuerdo con esta doctrina hay que ser generosos y dejar hacer a Dios. De todas maneras Dios nunca se deja ganar en generosidad. Jesús ha prometido dar el ciento por uno, aun en esta vida, y luego la bienaventuranza eterna (cfr Mt 19, 29), a quienes responden con desprendimiento a su santa Voluntad.

Mt 10, 38-39. La doctrina de los versículos anteriores queda resumida en estas dos frases lapidarias. De donde seguir a Cristo, cumplir su palabra, significa arriesgar esta vida para ganar la eterna.
Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás –también en el matrimonio–, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo (Es Cristo que pasa, 24). Quede, pues, claro que la vida cristiana se fundamenta en la abnegación: sin Cruz no hay cristianismo.

Mt 10, 40. Para alentar a los Apóstoles y para persuadir a los demás a que les reciban, el Maestro declara que hay una íntima solidaridad, o incluso una cierta identidad, entre Él y sus discípulos. Dios en Cristo, Cristo en los Apóstoles: tal es el puente que une la tierra con el Cielo (cfr 1Co 3, 21-23).

Mt 10, 41-42. Un profeta no siempre tiene que anunciar las cosas futuras; su misión es sobre todo comunicar a los demás la palabra de Dios (cfr Jr 11, 2; Is 1, 2). El justo es el que obedece la Ley de Dios y sigue sus caminos (cfr Gn 6, 9; Is 3, 10). Ahora bien, lo que Jesús enseña aquí es que quien escucha humildemente y hospeda a los profetas y a los justos, viendo a Dios en ellos, recibirá el premio de profeta y de justo. El mismo hecho de acoger generosamente a los amigos de Dios le hará ganar el premio de ellos. Del mismo modo se debe ver a Dios en los más pequeños discípulos (v. 42), que quizá no tengan relevancia a los ojos humanos, pero son grandes en cuanto enviados por Dios y su Hijo. Por eso, el que les da un vaso de agua fresca –una limosna, un servicio u otra buena acción– recibirá su recompensa; ha sabido ser generoso con el mismo Señor (cfr Mt 25, 40).

Mt 11, 1. En los capítulos 11 y 12 el Evangelio nos presenta el endurecimiento de los dirigentes judíos contra Jesús, a pesar de haber escuchado su doctrina (caps. 5-7) y haber visto los milagros que atestiguaban el carácter divino de su persona y de su misión (caps. 8 y 9).

Mt 11, 2. Juan sabía que Jesús era el Mesías (cfr Mt 3, 13-17). Pero envía a Él sus discípulos para que superen las ideas corrientes entre los judíos acerca del Mesías y puedan reconocerlo.

Mt 11, 3-6. Jesús responde a los discípulos del Bautista haciéndoles considerar que ante sus ojos se han producido los signos que 'as antiguas profecías habían anunciado como propios del Mesías y de su Reino (cfr Is 35, 5; Is 61, 1; etc.). Era decirles que, efectivamente, Él es el profeta que había de venir.
Los milagros narrados (caps. 8-9) y la doctrina predicada a la multitud (caps. 5-7) prueban que Jesús de Nazaret es el Mesías esperado.

Mt 11, 6. Previene aquí Jesús el falso concepto que muchos judíos tenían del Mesías, imaginado a la manera de un poderoso rey terreno. Con estas fantasías contrasta la actitud humilde del Señor. Por eso Jesús era piedra de escándalo para Israel (cfr Is 8, 14-15; 1Co 1, 23).

Mt 11, 11. Con Juan se cierra el AT y se llega al umbral del Nuevo. La dignidad del precursor está en presentar a Cristo, en darle a conocer a los hombres. Dios le había asignado la alta misión de preparar a sus contemporáneos para escuchar el Evangelio. La fidelidad del Bautista es reconocida y proclamada por Jesús. Este elogio es un premio a la humildad de Juan que, consciente de su misión, había dicho: Es necesario que él crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30).
San Juan Bautista es el mayor en el sentido de que ha recibido un ministerio único e incomparable dentro del orden del Testamento Antiguo. En cambio, en el Reino de los Cielos (Testamento Nuevo), inaugurado por Cristo, el don divino de la gracia hace que el más pequeño de los que la reciben con una fiel correspondencia, sea mayor que el más grande en el orden precedente de la promesa. Una vez consumada la obra de la Redención, la gracia divina alcanza igualmente a los justos de la Alianza Antigua. Así la grandeza de Juan el Bautista, precursor y último de los Profetas, queda colmada con la dignidad de hijo de Dios.

Mt 11, 12. El Reino de los Cielos padece violencia: Desde que Juan Bautista anuncia a Cristo ya presente, los poderes del infierno redoblan su asalto desesperado, que se prolonga a lo largo de todo el tiempo de la Iglesia (cfr Ef 6, 12). La situación aquí descrita parece ser: los jefes del pueblo judío, y sus ciegos seguidores, esperaban el Reino de Dios como quienes esperan una herencia merecida; pero mientras ellos reposan en sus pretendidos derechos y méritos de raza, otros, los esforzados (literalmente: salteadores), se apoderarán de él como al asalto, por la fuerza, en lucha contra los enemigos del alma: mundo, demonio y carne.
Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario (Es Cristo que pasa, 82).
Tal actitud es la propia de quienes luchando contra sus pasiones, haciéndose violencia a sí mismos, alcanzan el Reino de los Cielos, y participan de la unión con Cristo. Como afirma Clemente de Alejandría: El Reino de los Cielos no pertenece a los que duermen y viven dándose todos los gustos, sino a los que luchan contra sí mismos... (Quis dives salvetur, 21).

Mt 11, 14. Juan Bautista es Elías, no en la persona, sino en la misión (cfr Mt 17, 10-13; Mc 9, 10-12).

Mt 11, 16-19. Con la alusión a alguna canción popular o a un juego de los niños de entonces, Jesús reprocha a los hombres que se resisten a reconocerle la sinrazón de sus excusas. Desde el principio de la historia humana el Señor se ha esforzado por atraer a todos hacia Sí: ¿Qué debía hacer yo por mi viña que no haya hecho? (Is 5, 4). La respuesta de los hombres ha sido con frecuencia de rechazo: ¿Cómo esperando que diese uvas dio agrazones? (Is 5, 4).
Condena también el Señor la maledicencia: puede haber quienes para justificar su actuación ven pecado donde sólo hay virtud. Cuando descubren claramente el bien –escribe San Gregorio Magno–, escudriñan para examinar si hay además algún mal oculto (Moralia, 6, 22). El ayuno del Bautista lo interpretan como obra del demonio; a Jesús, en cambio, le llaman glotón. El Evangelista no tiene reparo en referir las acusaciones y calumnias que se dijeron contra el Señor. De otro modo no hubiéramos ni siquiera imaginado la malicia de los hombres que se ensañaron con Aquel que pasó por el mundo haciendo el bien (Hch 10, 38). En otras ocasiones el mismo Jesús advirtió a sus discípulos que serían tratados lo mismo que Él (Jn 15, 20).
Las obras de Jesús y de Juan Bautista testimonian que uno y otro, respectivamente, llevan a cabo lo que la sabiduría divina había determinado para la salvación de los hombres: el hecho de que algunos no lo reconozcan no va a impedir que se cumplan los Planes de Dios.

Mt 11, 21-24. Corozaín y Betsaida eran dos ciudades florecientes, situadas en la orilla norte del lago de Genesaret, no lejos de Cafarnaún. Durante su ministerio público Jesús predicó con frecuencia en estas ciudades, y obró muchos milagros; en Cafarnaún enseñó la doctrina de su Cuerpo y Sangre, la Sagrada Eucaristía (cfr Jn 6, 51 ss.). Tiro y Sidón, las dos capitales de Fenicia, junto con Sodoma y Gomorra –todas ellas célebres por sus vicios–, eran ejemplos clásicos entre los judíos para designar el castigo de Dios (véase Ez 26-28; Is 23, 1).
Con estas alusiones Jesús resalta la ingratitud de las personas que pudieron conocerle, pero no se convirtieron: en el día del Juicio (vers. 22 y 24) se les pedirá más grave cuenta: Al que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá (Lc 12, 48).

Mt 11, 25-26. Los prudentes y los sabios de este mundo, esto es, los que confían en su propia sabiduría, no pueden aceptar la revelación que Cristo nos ha traído. La visión sobrenatural va siempre unida a la humildad. El que se considera poca cosa delante de Dios, el humilde, ve; el que está pagado de su propia valía no percibe lo sobrenatural.

Mt 11, 27. En estas palabras solemnes Jesús nos revela su divinidad. Es el conocimiento que tenemos de una persona lo que da idea de nuestra intimidad con ella, según el principio enunciado por San Pablo: ¿Qué hombre en efecto conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? (1Co 2, 11). El Hijo conoce al Padre con el mismo conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Esta identidad de conocimiento implica la unidad de naturaleza; es decir, Jesús es Dios como el Padre.

Mt 11, 28-30. El Señor llama hacia Sí a todos los hombres, que andamos bajo el peso de nuestras fatigas, luchas y tribulaciones. La historia de las almas muestra la verdad de estas palabras de Jesús. Sólo el Evangelio calma la sed de verdad y de justicia que anhelan los corazones sinceros. Sólo Nuestro Señor, el Maestro –y aquéllos a quienes El da su poder–, puede apaciguar al pecador al decirle tus pecados te son perdonados (Mt 9, 2). En este sentido enseña el Papa Pablo VI: Jesús dice ahora y siempre: 'Venid a mí todos los fatigados y agobiados y yo os aliviaré'. Efectivamente Jesús está en una actitud de invitación, de conocimiento y de compasión por nosotros; es más, de ofrecimiento, de promesa, de amistad, de bondad, de remedio a nuestros males, de confortador, y todavía más, de alimento, de pan, de fuente de energía y de vida (Homilía Corpus Christi).
Venid a Mí: El Maestro se dirige a las multitudes que le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36). Los fariseos las sobrecargaban de minuciosas prácticas insoportables (cfr Hch 15, 10), que a cambio no les daban la paz del corazón. Por el contrario, Jesús habla a aquellas gentes y también a nosotros de su yugo y de su carga: Cualquiera otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquiera otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás cómo vuela (S. Agustín, Sermo 126). Con un poco de experiencia en el trato personal con el Señor, entendemos que nos diga que mi yugo es suave y mi carga ligera. Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a Mí, y yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos (Subida al Monte Carmelo, lib. 1, cap. 7, 4).

Mt 12, 2. Sábado: Era para los judíos el día de la semana dedicado al culto divino. Dios mismo lo instituyó (Gn 2, 3) y mandó que el pueblo judío se abstuviera de ciertos trabajos en ese día (Ex 20, 8-11; Ex 21, 13; Dt 5, 14), para poder dedicarse con más detenimiento a honrar a Dios. Con el paso del tiempo los rabinos complicaron el precepto divino, y en la época de Jesús habían hecho una clasificación de hasta 39 especies de trabajos prohibidos.
Los fariseos acusan a los discípulos de Jesús de violar el sábado. En efecto, según la casuística de los escribas y fariseos, arrancar espigas equivalía a segar; frotarlas, a trillar: faenas agrícolas vedadas en sábado.

Mt 12, 3-8. Jesucristo rebate la acusación de los fariseos con cuatro razones: el ejemplo de David, el de los sacerdotes, el sentido de la misericordia divina y el señorío del propio Jesús sobre el sábado.
El primer ejemplo, conocido por el pueblo acostumbrado a escuchar la lectura de la Biblia, está tomado de 1S 21, 2-7: David, huyendo de la persecución del rey Saúl, pide al sacerdote del santuario de Nob alimento para sus hombres; el sacerdote, no teniendo sino los panes de la proposición, se los dio; eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa de oro del santuario, como homenaje perpetuo de las doce tribus de Israel al Señor (Lv 24, 5-9). El segundo ejemplo se refiere al ministerio de los sacerdotes: para realizar el culto divino tenían que hacer en sábado una serie de trabajos, sin desobedecer por ello la ley del descanso (cfr Nm 28, 9). Para las otras dos razones cfr notas a Mt 9, 13 y Mc 2, 26-28.

Mt 12, 9-13. Con el milagro corrobora Jesús su enseñanza: es lícito hacer el bien en sábado; ninguna ley puede oponerse a la realización del bien; rechaza, por tanto, la interpretación falsa que hacen los fariseos, apegados a la letra, a costa del honor de Dios y del bien de los hombres. Los mismos que se escandalizan del milagro del Señor no tienen inconveniente en planear su muerte, aunque sea en sábado (v. 14).

Mt 12, 17-21. El texto sagrado enseña una vez más el contraste entre el reino espectacular del Mesías imaginado por los judíos de su época, y la discreción que pide Jesús a los que contemplan y acogen su doctrina y sus milagros. Con esta larga cita de Isaías (Is 42, 1-4) el Evangelista nos da la clave doctrinal de los capítulos 11 y 12: en Jesús se cumple la profecía del Siervo de Yahwéh, cuyo magisterio amable y discreto había de traer al mundo la luz de la verdad.
Al narrar la Pasión del Señor los Evangelios volverán a recordar la figura del Siervo de Yahwéh, para mostrar cómo también se cumple en Jesús el aspecto doliente y expiatorio de la muerte profetizada de este Siervo (cfr Mt 27, 30, comparado con Is 50, 6; Mt 8, 17, comparado con Is 53, 4; Jn 1, 38, comparado con Is 53, 9-12, etc.).

Mt 12, 17. En Is 42, 1-4 se habla de un siervo humilde, amado y elegido por Dios, en quien Él se complace plenamente. De hecho Jesús, sin dejar de ser Hijo de Dios y consustancial al Padre, tomó la forma de siervo (cfr Flp 2, 6). Esta humildad llevó a Jesús a curar y a cuidar de los más pobres y afligidos de Israel, sin pretender nunca clamores de alabanza.

Mt 12, 18. Véase la nota a Mt 3, 16.

Mt 12, 19. La justicia que anuncia el Siervo, lleno del Espíritu, no es una virtud ruidosa. Podemos entrever la amable suavidad de Jesús al realizar sus potentes milagros, obrando una justicia humilde. Jesús así hace triunfar la Justicia de su Padre, su plan de revelación y salvación, de un modo silencioso y profundo.

Mt 12, 20. Según muchos Santos Padres, entre ellos San Agustín y San Jerónimo, la cana cascada y la mecha humeante se refieren al pueblo judío. También son figura de cualquier pecador, pues el Señor no quiere su muerte sino que se convierta y viva (cfr Ez 33, 11). Los Evangelios son un continuo testimonio de esta entrañable verdad (cfr Lc 15, 11-32, parábola del hijo pródigo; Mt 8, 12-24, parábola de la oveja perdida; etc.).

Mt 12, 22-24. Estamos ante un caso de posesión diabólica. Esta consiste en la ocupación del cuerpo humano por un espíritu malo o demonio. La posesión va ordinariamente acompañada de manifestaciones patológicas: epilepsia, mudez, ceguera... Los posesos pierden el dominio sobre sí mismos, sus gestos y sus palabras. Cuando están en el trance de posesión son instrumentos del demonio. El espíritu malo que se adueña de ellos les da a veces fuerzas sobrehumanas; otras los atormenta, y en ocasiones incluso llega a inducirlos al suicidio (cfr Mt 8, 16; Mt 8, 28-34; Mt 17, 14-21; Mc 1, 26; Mc 5, 5; Lc 7, 21).
Las expulsiones de demonios que se realizan en nombre de Jesús tienen gran importancia en la historia de la salvación. Son prueba de que con su venida ha comenzado el Reino de Dios y de que el diablo ha sido arrojado fuera de sus dominios (Jn 12, 31) Volvieron los setenta y dos con alegría diciendo: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Él les dijo: Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc 10, 17-18). Desde Cristo el demonio se debate en retirada, aunque esto no quiere decir que no siga habiendo casos de posesión diabólica.

Mt 12, 30. Jesucristo con estas palabras resume toda su argumentación contra los fariseos: o se está con El o se está con el demonio. Lo mismo había indicado ya en el Sermón de la Montaña: Nadie puede servir a dos señores (Mt 6, 24). Los que no están unidos con Jesucristo por la fe, la esperanza y la caridad, están contra El, y por consiguiente de parte del demonio, su contrario. Y esto es verdaderamente desparramar.
El Señor es tajante al exigir una postura de cara a su Persona y a su Reino. El cristiano no puede contemporizar y, queriendo ser cristiano, admitir ideas o planteamientos que no están de acuerdo con el depósito de la Revelación y con lo que el Magisterio de la Iglesia nos enseña.
En consecuencia no se puede transigir en materia de fe, tratar de adaptar la doctrina de Jesús a nuestra propia conveniencia por oportunismo, por comodidad o por un falso respeto a los demás. Del mismo modo que el Señor nos exige tomar una postura clara respecto a su Persona, pide con la misma fuerza tomar postura igualmente clara respecto a su doctrina.

Mt 12, 31-32. Dios quiere que todos los hombres se salven (1Tm 2, 4) y llama a todos a la penitencia (2P 3, 9). La Redención de Cristo es sobreabundante: satisface por todo pecado y alcanza a todo hombre (Rm 5, 12-21). Cristo entregó a su Iglesia el poder de perdonar los pecados por medio de los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. El poder es ilimitado, es decir, puede perdonar todo pecado a todos los bautizados, tantas veces cuantas se confiesen con las debidas disposiciones. Esta doctrina es dogma de fe (De Paenitentia, can. 1).
El pecado del que aquí habla Jesús se llama pecado contra el Espíritu Santo, porque es a la tercera Persona de la Santísima Trinidad a quien se atribuyen especialmente las manifestaciones exteriores de la bondad divina. Por otra parte, se dice que el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable, no tanto por su gravedad y malicia, sino por la disposición subjetiva de la voluntad, propia en este pecado, que cierra las puertas al arrepentimiento: consiste en atribuir maliciosamente al demonio los milagros y señales realizados por Cristo. De este modo, por la naturaleza propia de este pecado, se cierra el camino hacia Cristo, que es el único que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), y el pecador se sitúa fuera del perdón divino. En este sentido se llama irremisible el pecado contra el Espíritu Santo.

Mt 12, 33-37. El Señor continúa su argumentación contra los fariseos: puesto que el diablo es malo, no puede hacer obras buenas. Y si las obras que Yo he hecho son buenas, como veis que lo son, entonces no puede haberlas hecho el diablo; porque un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos (Mt 7, 18).
Como en otras muchas ocasiones Jesús recuerda la existencia del Juicio. El Magisterio de la Iglesia explica que existe el juicio particular, inmediatamente después de la muerte, y el juicio universal, al final de los tiempos (cfr Benedictus Deus).

Mt 12, 39-40. Esta señal que pedían los judíos pudo haber sido un milagro u otra acción prodigiosa; querían que Jesús confirmara con espectáculo lo que predicaba con sencillez. Pero el Señor les contesta anunciando el misterio de su Muerte y Resurrección, sirviéndose de la figura de Jonás. No se le dará otra señal que la del profeta Jonás. Con estas palabras Jesucristo muestra que su Resurrección gloriosa es la señal por excelencia, la prueba decisiva del carácter divino de su persona, de su misión y de su doctrina.
Cuando el apóstol San Pablo (1Co 15, 3-4) confiesa que Jesucristo resucitó al tercer día según las Escrituras –con palabras que literalmente han pasado al símbolo Niceno-constantinopolitano, que es el Credo que se recita en la Santa Misa–, sin duda está aludiendo principalmente a este pasaje. También vemos otra alusión a la figura de Jonás en las palabras del Señor, pronunciadas poco antes de su Ascensión: Así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día (Lc 24, 45-46).

Mt 12, 41-42. Nínive era una ciudad de Mesopotamia (hoy Iraq), a la que fue enviado el profeta Jonás. Los ninivitas hicieron penitencia (Jon 3, 6-9) porque reconocieron al profeta y aceptaron su mensaje. Jerusalén, en cambio, no quiere reconocer a Jesús, de quien Jonás era solamente figura. La reina del Mediodía es la reina de Saba, al Sur de Arabia, que visitó a Salomón (1R 10, 1- 10) y quedó maravillada de la sabiduría que Dios había infundido al rey de Israel. Jesús está prefigurado también en Salomón, en quien la tradición de Israel veía al hombre sabio por excelencia. El reproche de Jesús se acentúa con el ejemplo de paganos convertidos, y se vislumbra la universalidad del cristianismo, que prenderá entre los gentiles.
La frase de Jesús aquí hay algo más que Jonás y ... más que Salomón denota una cierta ironía. Ese algo más en realidad es infinitamente más, pero Jesús prefiere suavizar esa diferencia entre El y cualquier otro personaje, por muy importante que fuera, del Antiguo Testamento.

Mt 12, 43. Dice Jesús que los demonios cuando son expulsados de los hombres se retiran a lugares desiertos; pero si vuelven a poseer a un hombre le atormentan con mayor furor. De igual forma dirá San Pedro que Satanás es como un león que anda rondando y busca a quien devorar (1P 5, 8); y quienes se han convertido y vuelven a las corruptelas de la vida pasada, se hacen peores que al principio (2P 2, 20). Es una advertencia grave de Jesús a los judíos de su tiempo: sí siguen rechazando la luz, su último estado será peor que el primero. Esta misma condición lamentable se puede aplicar al cristiano que, después de haberse convertido y reconciliado con Dios, da entrada otra vez al demonio en su alma.

Mt 12, 46-47. Hermanos: En los idiomas antiguos hebreos, árabe, arameo, etc., no había palabras concretas para indicar los grados de parentesco que existen en otros idiomas más modernos. En general, todos los pertenecientes a una misma familia, clan, incluso tribu, eran hermanos.
En el caso concreto que aquí nos ocupa hay que tener presente además que los familiares de Jesús eran parientes de diverso grado y que se trata de dos grupos: unos por parte de la Santísima Virgen, y otros de San José. Mt 13, 55-56 menciona, como viviendo en Nazaret, a Santiago, José, Simón y Judas hermanos del Señor, y alude también a hermanas (cfr Mc 6, 3). De otra Parte Mt 27, 56 nos dice que de éstos, Santiago y José son hijos de una cierta María, distinta de la Virgen, y Simón y Judas no son hermanos de Santiago y José, sino, al parecer, hijos de un hermano de San José.
En cambio Jesús era para todos el hijo de María (Mc 6, 3) o "el hijo del artesano (Mt 13, 55).
Siempre la Iglesia ha profesado con plena certeza que Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio: es el dogma de la perpetua virginidad de María (cfr nota a Mt 1, 25).

Mt 12, 48-50. Es evidente el amor de Jesús por su madre Santa María y por San José. Aprovecha este episodio Nuestro Salvador para enseñarnos que en su Reino los derechos de la sangre no tienen la primacía. En Lc 8, 19 encontramos la misma doctrina. El que hace la voluntad de su Padre Celestial es considerado por Jesús como de su propia familia. Por eso, aun sacrificando los sentimientos naturales de la familia, deberá abandonarla cuando se lo pida el cumplimiento de la misión que el Padre le ha confiado (cfr Lc 2, 49).
Podemos decir que María misma es más amada por Jesús a causa de los lazos creados entre ambos por la gracia, que en razón de la generación natural, que ha hecho de Ella su madre según la carne: la maternidad divina es la fuente de todas las demás prerrogativas de la Santísima Virgen; pero esta misma maternidad es, a su vez, la primera y la mayor de las gracias otorgadas a María.

Mt 13, 3. Encontramos en Mt 13 hasta siete parábolas de Jesús, por lo que suele llamarse a este capítulo el discurso de las parábolas. Por su homogeneidad de contenido y circunstancias suelen llamarse parábolas del Reino y también parábolas del lago, porque las pronunció junto al lago de Genesaret. Por medio de comparaciones prolongadas (parábolas) Jesús explica algunas características del Reino de Dios que Él viene a establecer (cfr Mt 3, 2): la pequeñez y humildad de los orígenes; su crecimiento progresivo; sus dimensiones universales; su fuerza salvífica: Dios llama a todos a la salvación, pero sólo la alcanzarán los que reciben la llamada con buenas disposiciones y perseveran en ellas; el valor extraordinario de los bienes espirituales que aporta el Reino, a cambio de los cuales el hombre debe entregar cuanto Posee; la mezcla de buenos y malos hasta el tiempo de la siega o juicio divino; la íntima conexión entre los aspectos terrestre y celestial del Reino, hasta su consumación al final de los tiempos.
En labios de Jesucristo las parábolas adquieren una fuerza singular. Con este modo de hablar Jesús atrae la atención de sus oyentes, los cultos y los incultos, y, a través de las cosas más elementales de la vida cotidiana, les da luz acerca de las realidades sobrenaturales más profundas. Jesucristo empleó este género didáctico con suma maestría y perfección; sus parábolas son inconfundibles, tienen el sello de su personalidad y, por medio de ellas, nos ha revelado de manera gráfica las riquezas de la Gracia, la vida de la Iglesia, las exigencias de la fe y hasta el misterio del ser mismo de Dios.
Las enseñanzas de Jesús siguen siendo luz y guía de conducta moral y de lucha ascética accesible a todas las generaciones. Al leer y meditar sus parábolas se puede saborear la adorable Humanidad del Salvador, que se complacía en entretenerse con las gentes de Palestina que le escuchaban, como ahora se complace en atender amorosamente a nuestras oraciones, por torpes que sean, y en responder a nuestra sana curiosidad por alcanzar el sentido de sus palabras.

Mt 13, 3-8. Quien haya visitado la fértil llanura occidental del lago de Genesaret apreciará mejor la entrañable descripción de Jesús en esta parábola del sembrador. La llanura está traspasada de veredas, pequeños desniveles entre los que emergen, como nervios, hileras rocosas, que a veces no llegan a aflorar, pero quedan a pocos centímetros de la superficie. Se ven arroyuelos que, aunque secos una parte del año, conservan cierta humedad. Hay zonas en las que crecen grandes espinos y cardos. El labrador de esta región, cuando siembra el grano por este terreno desigual, ya sabe que la semilla brotará desigualmente también, según la condición de la tierra por donde va pasando.

Mt 13, 9. Jesús no explicó inmediatamente la parábola. Según los usos orientales, muy frecuentes, las parábolas eran presentadas en un primer momento como un enigma, con el que se espoleaba al oyente a fijar la atención y excitar la curiosidad, lo cual conseguía una fijación en la memoria. Quizás Jesús perseguía también una cierta selección entre sus seguidores: aquellos que escuchaban con interés volverían a, oír de nuevo al Maestro, como los discípulos. Los otros, que sólo le habían escuchado por mera curiosidad superficial o por intereses demasiado humanos –por los milagros que hacía–, no aprovecharían una explicación más detallada y profunda de la parábola.

Mt 13, 10-13. La realidad del Reino que Jesús iba a instaurar encontró de hecho una repulsa en el judaísmo de su tiempo, quizás por la concepción extremadamente nacionalista y humana con que esperaban al Mesías. Por ello, Jesús en su predicación tuvo en cuenta las disposiciones diversas de sus oyentes a las que alude en la parábola del sembrador. A los que estaban bien dispuestos la presentación enigmática de la parábola les aumentaría el interés; Jesús, en efecto, explica después el significado al numeroso grupo de sus discípulos; por el contrario, a los que no querían aprender era inútil explicar más.
Por otra parte, las parábolas –y en general cualquier comparación o analogía– se emplean para dar a conocer o explicar algo que resulta difícil de entender, como son las realidades sobrenaturales que revela Jesucristo. Así como hay que velar la luz del sol por su intensa luminosidad para acomodarla a la capacidad visiva del hombre, pues de lo contrario quedaría cegado y no vería nada, de modo semejante, las parábolas velan algo de la realidad sobrenatural para que pueda entenderse sin quedar cegado quien la contempla.
Estos versículos presentan además algo muy profundo: ¿por qué la revelación de Dios y su gracia producen efectos tan dispares entre los hombres? Es el misterio de la gracia divina –que es un don gratuito– y de la libre correspondencia humana a esa gracia. Las palabras de Jesús revelan con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse bien para aceptar la gracia de Dios y corresponder a ella. La mención de Isaías que hace Jesús (Mt 13, 14-15) es una profecía del endurecimiento que tendrán como castigo quienes se han resistido a la gracia.
En todo caso, la interpretación de estos versículos hay que hacerla a la luz de las tres consideraciones siguientes: 1) Jesucristo amó a los hombres, incluidos los de su propio pueblo, hasta dar la vida por todos para salvarnos a todos; 2) la forma literaria de la parábola es de suyo eficazmente didáctica y aclaratoria: su finalidad última es enseñar, no engañar ni oscurecer; 3) el desprecio de la gracia divina es algo culpable que, en verdad, merece castigo, pero Jesús no vino directamente para castigar, sino para salvar.

Mt 13, 12. El Señor está hablando con sus discípulos y les explica
que a ellos, justamente porque tienen fe en El y desean conocer más a fondo su doctrina, se les dará un conocimiento más profundo de las verdades divinas. Pero los que no le siguen (cfr nota a Mt 4, 18-22) después de haberle conocido pierden el interés por las cosas de Dios, vienen a estar cada día más ciegos, y es como si se les quitara lo poco que tenían.
Por otra parte, el versículo ayuda a entender el sentido de la parábola del sembrador, parábola que explica admirablemente la economía sobrenatural de la gracia divina: Dios concede la gracia y el hombre corresponde a ella libremente. De este modo ocurre que hay quienes al corresponder con generosidad reciben nueva gracia, llegando así a abundar cada día más en gracia y santidad. Por el contrario, quienes rechazan los dones divinos se cierran en sí mismos y, viviendo en el egoísmo y afecto al pecado, llegan a perder la gracia de Dios totalmente. Es, pues, este versículo una clara y grave advertencia de Nuestro Señor, por la que, con todo el peso de su autoridad divina, nos exhorta –sin quitarnos nuestra libertad– a la responsabilidad de ser fieles: hay que hacer fructificar los dones que Dios nos va enviando y aprovechar las ocasiones de santificación cristiana que se nos ofrecen a lo largo de nuestra vida.

Mt 13, 14-15. Entienden las palabras divinas sólo los que tienen buenas disposiciones. No basta con la materialidad de oirías. Durante la predicación de Jesucristo vuelven a cumplirse las antiguas palabras proféticas de Isaías.
Pero no pensemos que el no querer oír ni ver ni entender fue cosa exclusiva de aquellos hombres contemporáneos de Jesús; cada uno de nosotros también tiene sus durezas de oído, de corazón y de entendimiento ante la palabra de Dios, ante su gracia. Además, no basta con saber la doctrina de la fe: es absolutamente necesario vivirla con todas sus exigencias morales y ascéticas. A Jesús lo clavaron al madero no sólo los clavos y los pecados de algunos judíos, sino también los pecados nuestros, los que íbamos a cometer siglos después, pero que ya actuaban sobre la Humanidad santísima de Jesucristo, que cargaba con nuestros pecados. Cfr nota a Mc 4, 11-12.

Mt 13, 16-17. Frente a la cerrazón de muchos judíos, que presenciando la vida de Jesús no creyeron en El, Nuestro Señor alaba la docilidad a la gracia de los discípulos, abiertos a reconocerle como el Mesías y a acoger su enseñanza.
Bienaventurados, felices, llama el Señor a sus discípulos. En efecto, los profetas y justos del AT, durante siglos, habían vivido con la esperanza de gozar un día de la paz del Mesías venidero, pero murieron sin alcanzar esa dicha en la tierra. El anciano Simeón, al término de su vida, se llenó de gozo al contemplar a Jesús Niño que era presentado en el Templo: Lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación (Lc 2, 28-30). Los discípulos que durante la vida pública del Señor tuvieron la dicha de verle y de tratarle recordarán, al cabo de los años, este don inenarrable, y uno de ellos comenzará así su primera carta: Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca del Verbo de la vida;... lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, para que tengáis también comunión con nosotros, pues nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo (1Jn 1, 1- 4).
Esa suerte singular no dependió, evidentemente, de especiales méritos personales, sino de los designios de Dios que estimó oportuno haber llegado ya el tiempo del cumplimiento de las promesas del AT. De todos modos, Dios concede a cada alma sus oportunidades de encuentro con Cristo: cada uno de nosotros ha de tener sensibilidad para captarlas y no dejarlas escapar. También hubo muchos hombres y mujeres de Palestina que vieron y oyeron al Hijo de Dios Encarnado, pero no tuvieron finura espiritual para captar en Él lo que percibieron los Apóstoles y discípulos.

Mt 13, 19. No entiende porque le falta amor, no por falta de inteligencia; esa disposición abre la puerta del alma al diablo.

Mt 13, 24-25. Está claro: el campo es fértil y la simiente es buena; el Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio y con arte consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la siembra reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido correspondencia, porque los hombres –los cristianos especialmente– se han dormido, y han permitido que el enemigo se acercara (Es Cristo que pasa, 123).

Mt 13, 25. La cizaña es una planta muy parecida al trigo, con el que fácilmente se confunde antes de brotar la espiga. Mezclada con harina buena contamina el pan y produce graves náuseas y mareos. Sembrar cizaña entre el trigo era un caso de venganza Personal, que se dio no pocas veces en Oriente. El Derecho Romano lo preveía y castigaba (Digesto, 9, 2).

Mt 13, 28. Cuando los servidores irresponsables preguntan al Señor por qué ha crecido la cizaña en su campo, la explicación salta a los ojos: inimicus homo hoc fecit, ¡ha sido el enemigo! Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido –triste pereza, ese sueño!–, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar. Ya veis cómo ha crecido la cizaña: ¡qué siembra tan abundante y en todas partes! (Es Cristo que pasa, 123).

Mt 13, 29-30. El final de la parábola de la cizaña explica en figura la misteriosa permisión provisional del mal por parte de Dios y su extirpación definitiva. Lo primero se está dando en la tierra hasta el fin de los tiempos. Por eso no debe escandalizarnos la existencia del mal en este mundo. Lo segundo no se da en esta tierra, sino después de la muerte; por el juicio (la siega) unos irán al cielo y otros al infierno.

Mt 13, 31-32. El hombre es Jesucristo; el campo, el mundo. El grano de mostaza se entiende de la predicación del Evangelio y de la Iglesia: con unos principios muy pequeños llega a extenderse por todo el mundo.
La parábola alude evidentemente a la universalidad y crecimiento del Reino de Dios; la Iglesia, que acoge a todos los hombres de cualquier clase y condición y en todas las latitudes y tiempos, se desarrolla constantemente, a pesar de las contrariedades, en virtud de la promesa y asistencia divinas.

Mt 13, 33. La imagen se toma ahora de una experiencia cotidiana: así como la levadura va poco a poco fermentando y asimilando toda la masa, de la misma manera la Iglesia va convirtiendo a todos los pueblos.
La levadura es también figura del cristiano. Viviendo en medio del mundo, sin desnaturalizarse, el cristiano conquista con su ejemplo y con su palabra las almas para el Señor. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura que ha de informar la masa entera (Es Cristo que pasa, 120).

Mt 13, 34-35. La Revelación, los planes de Dios, se ocultan (Mt 11, 25) a los que no están bien dispuestos para recibirlos. El Evangelista quiere subrayar la necesidad de ser sencillos y dóciles al Evangelio. Al evocar el Sal 79, 2 nos enseña otra vez, bajo la luz de la inspiración divina, que en la predicación del Señor se cumplen las profecías del Antiguo Testamento.

Mt 13, 36-43. La Iglesia, mientras camina en la tierra, está integrada por buenos y malos, por justos y pecadores. Todos vivirán entremezclados hasta el tiempo de la siega, el fin del mundo, cuando el Hijo del Hombre, Jesucristo, constituido Juez de vivos y muertos separará a los buenos de los malos en el juicio final: aquellos para la gloria eterna –herencia exclusiva de los santos–; los malos, en cambio, para el fuego eterno del infierno. Aunque ahora los justos y pecadores permanecen juntos, asiste a la Iglesia el derecho y el deber de excluir a los escandalosos, especialmente a los que atentan contra su doctrina y unidad; lo puede hacer mediante la excomunión eclesiástica y las penas canónicas. Sin embargo, la excomunión tiene un fin medicinal y pastoral: la corrección del que se obstina en el error y la preservación de los demás.

Mt 13, 44-46. Con dos parábolas presenta Jesús el valor supremo del Reino de los Cielos y la actitud del hombre para alcanzarlo. Aun siendo muy parecidas entre sí, presentan diferencias dignas de notar: el tesoro significa la abundancia de dones; la perla, la belleza del Reino. El tesoro se presenta de improviso, la perla supone, en cambio, una búsqueda esforzada; pero en ambos casos el que encuentra queda inundado de un profundo gozo. Así es la fe, la vocación, la verdadera sabiduría, el deseo del cielo: a veces se presenta de modo inesperado, otras sigue a una intensa búsqueda (cfr In Evangelia homiliae, 11). Sin embargo, la actitud del hombre es idéntica en ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va, vende cuanto tiene y la compra: el desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo (...). El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par (Es Cristo que pasa, 180).

Mt 13, 47. Toda clase de cosas. Así hay que traducir con la casi totalidad de manuscritos griegos y las versiones antiguas. En algunas versiones se lee: toda clase de peces. La red barredera es muy larga y de unos dos metros de ancho; al extenderla entre dos barcas forma dentro del agua una pared de doble o triple malla, que al arrastrarla recoge, junto con toda clase de peces, otras muchas cosas: algas, hierbas, diversos objetos…
La parábola puede hacer par con la de la cizaña, ésta en lenguaje agrícola, aquélla en ambiente de pescadores: la red es la Iglesia; el mar es el mundo.
En esta parábola está claramente enseñada la verdad dogmática del juicio: al final de los tiempos juzgará Dios y separará a los buenos de los malos. Es significativa la reiterada alusión del Señor a las postrimerías, especialmente al juicio y al infierno; con su divina pedagogía sale al paso de la facilidad del hombre para olvidarse de estas verdades. Todas estas cosas se dicen para que nadie pueda excusarse basado en su ignorancia, que únicamente cabría si se hubiera hablado con ambigüedad sobre el suplicio eterno (In Evangelio homiliae, 11).

Mt 13, 52. Escriba: En el pueblo judío era el hombre que se dedicaba al estudio de la Sagrada Escritura y su aplicación a la vida; tenía una misión de enseñanza religiosa. Aquí el Señor emplea esta vieja palabra para designar a los Apóstoles que vienen a ser los nuevos maestros en la Iglesia. Así, los Apóstoles y sus sucesores, los obispos, son los que constituyen la llamada Iglesia docens, es decir, la Iglesia que enseña, y tienen por tanto la misión de enseñar con autoridad. No obstante, está claro que el Papa y los obispos, además de ejercer esta potestad de enseñar de modo directo, la ejercen ayudados por los sacerdotes. Los demás miembros de la Iglesia constituyen la llamada Iglesia discens, es decir, la Iglesia que aprende. Pero el discípulo de Cristo, el cristiano que ha recibido la enseñanza, debe ayudar a su vez a los demás con la doctrina recibida, expuesta en un lenguaje asequible, y por tanto debe conocer a fondo la doctrina cristiana. El tesoro de la Revelación es tan rico, que de él se puede sacar enseñanza práctica para todos los tiempos y para todas las circunstancias de la vida. Son estos tiempos y estas circunstancias las que hay que iluminar y ordenar de acuerdo con la palabra de Dios, y no al revés. Así pues, la Iglesia y sus pastores no predican novedades, sino la única verdad contenida en el tesoro de la Revelación: el Evangelio, desde hace dos mil años, sigue siendo la buena nueva.

Mt 13, 53-58. La extrañeza de las gentes de Nazaret en parte quizá se explique por la dificultad que el hombre experimenta en reconocer lo extraordinario y lo sobrenatural en aquellos con quienes ha convivido familiarmente. De ahí el proverbio "nadie es profeta en su tierra". A la extrañeza se unía, en los vecinos de Nazaret, la envidia: ¿de dónde le viene esta sabiduría?; ¿quién es éste más que nosotros? Ellos no conocían el misterio de la concepción sobrenatural de Jesús. La extrañeza y la envidia les lleva a escandalizarse, a despreciarlo y a no creer en El: vino a los suyos y los suyos no le recibieron (Jn 1, 11).
Hijo del artesano. Es el único lugar del Evangelio donde aparece la profesión de San José –en Mc 6, 3, artesano es aplicado al mismo Jesús–. Probablemente era el artesano que en el pueblo de Nazaret realizaba muy variados tipos de oficios manuales: lo mismo forjaba hierro que construía muebles o aperos de labranza.
Sobre la explicación de hermanos de Jesús véase nota a Mt 12, 46-47.

Mt 14, 1. Herodes el tetrarca, denominado Antipas (vid. nota a Mt 2, 1) es el mismo que más tarde aparece en la Pasión (cfr Lc 23, 7 ss.). Era hijo de Herodes el Grande. Antipas gobernaba la región de Galilea y Perea en nombre del emperador romano; estaba casado, según atestigua el historiador Flavio Josefo (Antiquitates jud., 18, 5, 4), con una hija de un rey de Arabia. A pesar de este matrimonio, convivía en concubinato con Herodías, mujer de su hermano. San Juan Bautista y el mismo Jesucristo reprendieron muchas veces las costumbres inmorales del tetrarca, cuyas relaciones ilícitas estaban expresamente prohibidas en la Ley (Lv 18, 16; Lv 20, 21) y eran notorio escándalo para el pueblo.

Mt 14, 3-12. A fines del siglo I Flavio Josefo da también testimonio de estos sucesos. Por él sabemos otros detalles más, como el lugar –la fortaleza de Maqueronte– en que estuvo encarcelado el Bautista, fortaleza que domina la ribera oriental del Mar Muerto y donde fue el banquete; y el nombre, Salomé, de la hija de Herodías.

Mt 14, 9. Importantes códices griegos y latinos traen: Se entristeció el rey; mas por el juramento y los comensales ordenó dársela. San Agustín comenta así: En medio de los excesos y la sensualidad de los convidados, se hacen temerariamente juramentos, que después se cumplen de forma impía (Sermo 10). En efecto, es pecado contra el segundo Mandamiento de la Ley de Dios hacer un juramento faltando a la justicia, como en este caso; tal juramento no obliga, más aún, si se cumple, como hizo Herodes, se comete un nuevo pecado. También nos enseña el Catecismo que se falta contra este precepto si el juramento se hace contra la verdad, o sin necesidad (cfr Catecismo Romano, 3, 3, 24). Cfr nota a Mt 5, 33-37.

Mt 14, 14-21. Debía de ser plena primavera porque la hierba estaba verde (Mc 6, 40; Jn 6, 10). Los panes en Oriente próximo suelen tener la forma de tortas delgadas, que se parten fácilmente con las manos y se distribuyen a los comensales. Una y otra cosa solía hacerlas el padre de familia o el que presidia la mesa. El Señor sigue aquí esta misma costumbre. El milagro de este relato consiste en que los trozos de pan se multiplican en las manos de Jesús. Luego los discípulos los repartían a la muchedumbre.
Otra vez más destaca la manera de actuar del Señor: busca la libre cooperación del hombre; a la hora de hacer el milagro quiere que los discípulos aporten los panes y los peces, y su propia actividad.

Mt 14, 22-23. La jornada había sido intensa, como otras tantas de Jesús. Después de haber hecho muchas curaciones (Mt 14, 14) tiene lugar el impresionante milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que es figura anticipada de la Sagrada Eucaristía. Aquella multitud que le había seguido se encontraba hambrienta de pan, de palabra y de consuelo. Jesús se llenó de compasión por ella (Mt 14, 14), curó a sus enfermos y reconfortó a todos con su palabra y con el pan. Esto no era sino un adelanto de la continua acción amorosa de Jesús, a lo largo de los siglos, con todos nosotros, necesitados y reconfortados con su palabra y el alimento de su propio Cuerpo. Habían sido, pues, muchas las cosas de aquella jornada y muy intensa la emoción del alma de Jesús, que conocía la acción vivificante que había de ejercer el Santísimo Sacramento en la vida de los cristianos: Sacramento que es un misterio de vida, de fe y de amor. Por todo ello podemos razonablemente pensar que Jesús sentía la necesidad de tener unas horas de recogimiento íntimo para hablar con su Padre. La oración a solas de Jesús, entre la brega de un trabajo y otro, nos enseña la necesidad de este recogimiento del alma cristiana, que acude a hablar con su Padre Dios, entre los avatares cotidianos de la vida. Sobre la frecuente oración personal de Jesús, véanse, entre otros: Mc 1, 35; Mc 6, 47; Lc 5, 16; Lc 6, 12. Cfr notas a Mt 6, 5-6 y Mt 7, 7-11.

Mt 14, 24-33. El impresionante episodio de Jesús caminando sobre las aguas debió de hacer pensar mucho a los Apóstoles, y quedarse grabado vivísimamente entre sus recuerdos de la vida con el Maestro. No sólo San Mateo, sino también San Marcos (Mc 6, 45- 52), que debió de oírlo del mismo San Pedro, y San Juan (Jn 6, 14- 21) lo consignan en sus respectivos Evangelios.
Las tempestades en el lago de Genesaret son frecuentes y arremolinan las aguas, constituyendo un grave peligro para las embarcaciones pesqueras. Desde lo alto del monte, Jesús en oración no olvida a sus discípulos. Los ve esforzándose en luchar con el viento que les era contrario y con el oleaje. Y terminada su oración se acerca a ellos para ayudarles.
El episodio ilumina la vida cristiana. También la Iglesia, como la barca de los Apóstoles, se ve combatida. Jesús, que vela Por ella, acude a salvarla, no sin antes haberla dejado luchar para fortalecer el temple de sus hijos. Y les anima: Tened confianza, soy yo, no temáis (Mt 14, 27). Y vienen las pruebas de fe y de fidelidad: la lucha del cristiano por mantenerse firme, y el grito de súplica del que ve que sus propias fuerzas flaquean: ¡Señor, sálvame! (Mt 14, 30); palabras de Pedro que vuelve a repetir toda alma que acude a Jesús como a su verdadero Salvador. Después, el Señor nos salva. Y, al final, brota la confesión de la fe, que entonces como ahora debe proclamar: verdaderamente eres Hijo de Dios (Mt 14, 33).

Mt 14, 29-31. San Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 50) comenta que en este episodio Jesús enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su fortaleza le venia del Señor, mientras que de sí mismo sólo podía esperar flaqueza y miseria. Por otra parte, el Crisóstomo llega a decir que cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda de Dios. De ahí el reproche hombre de poca fe (Mt 14, 31). Por eso cuando Pedro empezó a temer y a dudar, empezó también a hundirse hasta que, de nuevo, lleno de fe, gritó: ¡Señor, sálvame!.
Si como Pedro flaqueamos en algún momento, también como él esforcémonos en nuestra fe y gritemos a Jesús para que venga a salvarnos.

Mt 15, 2. Comer pan: Expresión semita que equivale simplemente a comer, tomar alimento.

Mt 15, 3-4. Porque Dios dijo: Es de notar el respeto y solemnidad con que Jesucristo se refiere a los mandamientos de la Ley de Dios, dada por medio de Moisés. Aquí, en concreto, trata del cuarto mandamiento (cfr Ex 20, 12; Ex 21, 17). Por eso, la Iglesia, siguiendo la enseñanza de su divino Maestro, ha recibido los Diez Mandamientos como el resumen fundamental de la moral cristiana y humana, como la formulación divino-positiva de la ley natural básica. Todos y cada uno de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios deben ser amorosa y esforzadamente vividos, exigiéndose la heroicidad para no quebrantarlos, si el caso lo requiere.

Mt 15, 5-6. Tradiciones tardías de los doctores de la Ley (escribas) y de los sacerdotes del Templo habían tergiversado el sentido nítido y tajante del cuarto mandamiento. Esos escribas enseñaban, en tiempos de Jesús, que los hijos que ofrecían dinero y bienes para el Templo hacían lo mejor. Según tal enseñanza, sucedía que los padres ya no podían pedir esos bienes, declarados como ofrenda para el altar (corbán), pues constituiría un sacrilegio. Por su parte, los hijos, formados en esa conciencia errónea, así creían haber cumplido el cuarto mandamiento, e incluso haberlo cumplido mejor, al tiempo que eran reputados como piadosos por los dirigentes religiosos de la nación. Pero de hecho se trataba de un engaño por el que, so capa de piedad, se dejaba a los padres ancianos en la miseria. Jesucristo, Mesías y Dios, es el intérprete auténtico de la Ley. Por ello explica en su justo sentido el alcance del cuarto mandamiento, deshaciendo el lamentable error del fanatismo judaico.
El cuarto mandamiento, por tanto, incluye para los cristianos la asistencia cariñosa y sacrificada de los hijos hacia sus padres ancianos y necesitados, aun cuando esos hijos tengan también otras obligaciones familiares, sociales o religiosas. Hay aquí un campo amplio de responsabilidades filiales, que los hijos deben examinar en su conducta y rectificar, si es el caso.

Mt 15, 6-9. Junto a la Ley de Dios, la tradición humana de los judíos había ido añadiendo un elevado número de preceptos e interpretaciones, que ya en tiempo de Jesús había llegado a constituir una nueva ley añadida a la divina. Esta tradición humana, que se hacía insoportable por el cúmulo de detalles, incluso ridículos, había sofocado en parte el espíritu de la Ley de Dios, en lugar de ayudar a cumplirla. A esta situación es a la que alude Nuestro Señor con las palabras claras y duras de estos versículos. Dios mismo, por medio de Moisés, había previsto la pureza e integridad de su Ley al mandar que no se añadiera ni quitara nada a lo que Él había mandado (cfr Dt 4, 2).

Mt 15, 10-20. Nuestro Señor proclama el verdadero sentido de los preceptos morales y de la responsabilidad del hombre ante Dios. El error de los escribas consistía en poner la atención exclusivamente en lo externo y abandonar la pureza interior o del corazón. Por ejemplo, a sus ojos la oración consistía más bien en la recitación exacta de una fórmula, de unas palabras, que en la elevación del alma a Dios (cfr Mt 6, 5-6). Igual sucedía con los alimentos.
Con ocasión de estos casos concretos que relata el pasaje evangélico, Jesús nos enseña dónde está el verdadero centro de la vida moral: en la decisión del hombre, buena o mala, que se forja en el corazón y que se manifiesta luego en la acción externa. Así, por ejemplo, los pecados que nombra el Señor, antes que en la acción externa se han cometido ya en el interior del hombre. Jesús había dicho en el Sermón de la Montaña: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón (Mt 5, 28).

Mt 15, 21-22. Tiro y Sidón son dos ciudades fenicias, en la costa del Mediterráneo, hoy día pertenecientes al Líbano. Nunca formaron parte de Galilea, pero se encuentran cerca de la frontera noroeste de esta región. Por tanto, en tiempos de Jesús caían fuera de los dominios de Herodes Antipas (vid. nota a Mt 2, 1). Allí se retira el Señor para evitar la persecución de éste y de los judíos, y atender de modo más intenso a la formación de sus Apóstoles.
En la región de Tiro y Sidón la mayoría de los habitantes eran paganos. San Mateo llama a esta mujer cananea; según el Génesis (Gn 10, 15) esta zona fue una de las primeras colonias de los cananeos; San Marcos llama sirofenicia a esta mujer (Mc 7, 26). Ambos Evangelios resaltan su condición de pagana, con lo que adquiere mayor relieve su fe en el Señor, como ocurrió también en el caso del centurión (Mt 8, 5-13).
La oración de la cananea es perfecta: reconoce a Jesús como Mesías (Hijo de David) frente a la incredulidad de los judíos, expone su necesidad con palabras claras y sencillas, insiste sin desanimarse ante los obstáculos y expresa humildemente su petición: Ten compasión de mí. Nuestra oración también debe ir acompañada de estas cualidades: fe, confianza, perseverancia y humildad.

Mt 15, 24. Esta frase no es contraria a la universalidad de la doctrina de Jesús (cfr Mt 28, 19-20; Mc 16, 15-16). El Señor ha venido a traer su Evangelio al mundo entero, pero directamente El sólo predicaría a los judíos; los Apóstoles, por mandato de Cristo, se encargarán más tarde de evangelizar a los paganos. El mismo San Pablo, en sus frecuentes correrías, predicó primero a los judíos (Hch 13, 46).

Mt 15, 25-28. El diálogo es de una belleza incomparable. Con aparente dureza Jesús consigue afianzar la fe de la Cananea hasta merecer uno de los más grandes elogios que han salido de la boca de Jesús: ¡Grande es tu fe! Así ha de ser nuestro diálogo con el Señor: Persevera en la oración. –Persevera, aunque tu labor parezca estéril.–La oración es siempre fecunda (Camino, 101).

Mt 15, 29-31. En este pasaje resume S. Mateo la actividad de Jesús en aquella región limítrofe de Galilea, donde vivían mezclados judíos y paganos. Como de costumbre, Jesús enseña y cura enfermos; en el relato del Evangelio es clara la resonancia de la profecía de Isaías, que el mismo Cristo empleó como prueba de que Él era el Mesías (Lc 7, 22): los ciegos ven, los sordos oyen... (Is 35, 5).
Glorificaban al Dios de Israel. Sin duda se refiere a los gentiles que suponían que Dios podía otorgar el poder de hacer milagros únicamente a los israelitas. Nuevamente la fe de los gentiles supera a la de los judíos.

Mt 15, 32. Los Evangelios hablan muchas veces de la misericordia y compasión del Señor ante las necesidades de los hombres: ahora se preocupa de las multitudes que le siguen y no tienen qué comer. Siempre tiene una palabra de consuelo, de aliento, de perdón: nunca pasa indiferente. Pero, sobre todo, le duelen los pecadores que caminan por el mundo sin conocer la luz y la verdad, a los que siempre espera en los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia.

Mt 15, 33-38. Como en la primera multiplicación (Mt 14, 13-20), los Apóstoles ponen los panes y los peces a disposición del Señor. Era todo lo que tenían. También se sirve de los Apóstoles para hacer llegar el alimento –ya fruto del milagro– a la gente. En la distribución de las gracias de salvación Dios quiere contar con la fidelidad y generosidad de los hombres. De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes (Camino, 755).
Es de notar que en las dos multiplicaciones milagrosas Jesús da el alimento en abundancia, al mismo tiempo que no se desperdicia nada de lo sobrante. Los milagros de Jesús, además del hecho real y concreto que cada uno de ellos es, tienen también un carácter de signo de realidades sobrenaturales. En este caso la abundancia del alimento corporal significa al mismo tiempo la abundancia de los dones divinos en el plano de la gracia y de la gloria, en el orden de los medios y en el orden del premio eterno: Dios da a los hombres más gracias de las que estrictamente necesitarían. Esta es la experiencia cristiana desde los primeros tiempos. San Pablo nos dice que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rm 5, 20); por eso dirá a los Efesios que la gracia sobreabunda en nosotros con toda sabiduría (Ef 1, 8); y a su discípulo Timoteo: Sobreabundó la gracia de Nuestro Señor con la fe y caridad que está en Cristo Jesús (1Tm 1, 14).

Mt 15, 39. San Marcos llama Dalmanutha (Mc 8, 10) a Magadán. Un lugar del que sólo se habla aquí, y que todavía no se sabe exactamente dónde está situado.

Mt 16, 1-4. Sobre la discusión de Jesús con los fariseos y el significado de la señal de Jonás, véase nota a Mt 12, 39-40.

Mt 16, 3. Signos de los tiempos: Jesús se sirve de la capacidad que el hombre tiene de interpretar el tiempo atmosférico a partir de ciertas señales, para hablar de los signos de los tiempos mesiánicos.
Increpa a los fariseos porque no ven que, en efecto, han llegado los tiempos del Mesías: Pues Nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: el tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios (Mc 1, 15; Mt 4, 17). Ahora bien, este Reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras, y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cfr Mc 4, 14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (Lc 12, 32), ésos recibieron el Reino; la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cfr Mc 4, 26-29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el Reino ya llegó a la tierra: si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Lc 11, 20). Pero sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, quien vino a servir y a dar su vida para la redención de muchos (Mc 10, 45) (Lumen gentium, 5).

Mt 16, 13-20. En este pasaje se promete a San Pedro el Primado sobre toda la Iglesia. Primado que Jesús le conferirá, después de su Resurrección, según nos relata el Evangelio de San Juan (cfr Jn 21, 15-18). Los poderes supremos son dados a Pedro para bien de la Iglesia. Como ésta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se transmitirán a aquellos que sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Romano Pontífice es en concreto el sucesor de San Pedro.
La doctrina sobre el Primado de Pedro y de sus sucesores ha sido definida como dogma de fe por el Magisterio solemne de la Iglesia en el Concilio Vaticano I, en los siguientes términos:
Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido, inmediata y directamente, al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor. Porque sólo a Simón –a quien ya antes había dicho: 'Tú te llamarás Cefas' (Jn 1, 42)–, después de pronunciar su confesión: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes palabras: 'Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares en la tierra, quedará desatado en los Cielos' (Mt 16, 16 ss.). Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús, después de su resurrección, la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su rebaño, diciendo: 'Apacienta mis corderos. Apacienta mis ovejas' (Jn 21, 15 ss.)... (Canon). Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituido por Cristo Señor príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo Jesucristo Señor nuestro solamente primado de honor, pero no de verdadera y propia jurisdicción, sea anatema.
Ahora bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, es menester que dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos. 'A nadie en verdad es dudoso, antes bien, a todos los siglos es notorio, que el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del Reino de manos de Nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y hasta el tiempo presente y siempre sigue viviendo, y preside y ejerce el juicio en sus sucesores (cfr Concilio de Éfeso), los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que sea quien fuere el que sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de Cristo mismo, obtiene el Primado de Pedro sobre la Iglesia universal...
Por esta causa, fue siempre necesario que a esta Iglesia Romana, 'por su más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay, de dondequiera que sean'...
(Canon). Si alguno dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.
...Juzgamos que es del todo necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Unigénito Hijo de Dios se dignó juntar con el supremo deber pastoral.
Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.
(Canon). Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir esa definición nuestra, sea anatema (Pastor aeternus, caps. 1, 2 y 4).

Mt 16, 23. Jesús se opone con energía a las protestas bien intencionadas de San Pedro. El Señor nos da a entender así la importancia capital que tiene para la salvación el aceptar la cruz (cfr 1Co 1, 23-25). Poco antes (Mt 16, 17) Jesús había elogiado a Pedro: bienaventurado eres Simón; ahora le reprende: ¡apártate de mí, Satanás!; allí había hablado Pedro movido por el Espíritu Santo, aquí por su propio espíritu del que no se había despojado del todo.

Mt 16, 24. La caridad de Dios 'que ha sido derramada en nuestros corazones por el Espirito Santo que se nos ha dado' (Rm 5, 5) hace a los laicos capaces para expresar de verdad en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo pobre, ni : se deprimen ante la escasez de bienes temporales ni se engríen en su abundancia; imitando a Cristo humilde, no se hacen ambiciosos de la gloria vana (cfr Ga 5, 26), sino que se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejar todas las cosas por Cristo (cfr Lc 14, 25) hasta padecer persecución por la justicia (cfr Mt 5, 10), recordando las palabras del Señor: 'Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame' (Apostolicam actuositatem, 4).

Mt 16, 25. El cristiano no puede pasar por alto estas palabras de Jesucristo. Hay que arriesgarse, jugarse la vida presente a cambio de conseguir la eterna. ¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!... (Camino, 420).
La exigencia del Señor incluye renunciar a la voluntad propia Para identificarla con la de Dios, no sea que, como comenta San Juan de la Cruz, nos ocurra como a muchos que querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, y no a sí mismos con Dios (Noche oscura, lib. 1, cap. 7, 3).

Mt 16, 26-27. Las palabras de Cristo son de una claridad meridiana: sitúan a cada hombre, individualmente, ante el Juicio final. La salvación tiene, pues, un carácter radicalmente personal: retribuirá a cada uno según su conducta (v. 27).
El fin del hombre no es ganar los bienes temporales de este mundo, que son sólo medios o instrumentos; el fin último del hombre es Dios mismo, que se posee como anticipo aquí en la tierra por la gracia, y plenamente y para siempre en la Gloria. Jesús indica cuál es el camino para conseguir ese fin: negarse a uno mismo (es decir, todo lo que es comodidad, egoísmo, apegamiento a los bienes temporales) y llevar la cruz. Porque ningún bien terreno, que es caduco, es comparable a la salvación eterna del alma. Como explica con precisión teológica Santo Tomás, el menor bien de gracia es superior a todo el bien del universo (S.Th. I-II, q. 113, a. 9).

Mt 16, 28. Al decir esto, Jesús no se refiere a su última venida de la que habla en el versículo anterior, sino que se está refiriendo a otros sucesos que acontecerían antes y que constituirían una señal de su glorificación tras la muerte. Así, la venida de la que habla aquí el Señor puede referirse en primer lugar a su Resurrección y apariciones. También podría estar relacionada con la Transfiguración, que muestra ya la gloria de Cristo. Finalmente, esa venida de Cristo en su Reino se podría ver manifestada en la destrucción de Jerusalén, en la que se significa el final del antiguo Pueblo de Israel como realización del Reino de Dios y su sustitución por la Iglesia, nuevo Reino.

Mt 17, 1-13. Sabiendo el escándalo que su muerte había de producir en sus discípulos, Jesús les previene y les conforta en su fe. No se contentó con anunciarles que había de morir y resucitar al tercer día, sino que quiso que los que habían de ser columnas de la Iglesia (cfr Ga 2, 9) viesen en el acontecimiento de su Transfiguración un destello de la gloria y de la majestad que en el Cielo tiene su Humanidad santísima.
El testimonio del Padre (v. 5), expresado con las mismas palabras que en el día del Bautismo (cfr Mt 3, 17), revela a los tres Apóstoles que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Hijo muy amado. Dios mismo. A las palabras ya dichas en el Bautismo, añade: Escuchadle, como para indicar que Jesús es también el profeta supremo anunciado por Moisés (cfr Dt 18, 15-18).

Mt 17, 3. Moisés y Elías son los dos representantes máximos del Antiguo Testamento: de la Ley y los Profetas. La posición central de Cristo indica su preeminencia sobre ellos y la del Nuevo Testamento sobre el Antiguo. Este destello fulgurante de la gloria divina bastó para transportar a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que en Pedro produce un deseo incontenible de alargar aquella situación.

Mt 17, 5. En Cristo Dios habla a todos los hombres; su voz resuena a través de los tiempos por medio de la Iglesia: La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: 'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). El, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia (...). La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular (Redemptor hóminis, 7).

Mt 17, 10-13. En Ml 3, 23 se habla de la venida del profeta Elías antes de la llegada del día del Señor, grande y terrible, el día del Juicio. Al decir Jesús que Elías ya ha venido se refiere a San Juan Bautista, que llevó a cabo la misión de preparar la primera venida del Señor, de modo semejante a como Elías tendrá una misión en la venida definitiva de Cristo. Los escribas no habían entendido el sentido de la profecía de Malaquías: pensaban que se refería, sin más, a la venida del Mesías, a la primera venida de Cristo.

Mt 17, 14-21. En el episodio de la curación de este muchacho se manifiesta de un lado la omnipotencia de Jesucristo, y de otro el poder de la oración hecha con fe. El cristiano, en virtud de la unión profunda con Cristo, por la fe participa, de alguna manera, de la misma omnipotencia de Dios, hasta el punto de que Jesús llegará a decir en otra ocasión: El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas, porque yo voy al Padre (Jn 14, 12).
El Señor dice a los Apóstoles que sí tuvieran fe realizarían prodigios, trasladarían las montanas de sitio. Al hablar de trasladar montanas probablemente empleaba una manera de decir ya proverbial. Dios concedería sin duda al creyente trasladar una montaña si tal hecho fuera necesario para su gloria y para la edificación del prójimo; pero entretanto, la palabra de Cristo se cumple todos los días en un sentido muy superior. Algunos Padres de la Iglesia (San Jerónimo, San Agustín) han señalado que se cumple el hecho de trasladar una montaña, siempre que alguien por virtud divina llega donde las fuerzas humanas no alcanzan. Tal sucede, de modo claro, en la obra de nuestra santificación personal, que el Paráclito va realizando en el alma cuando somos dóciles y recibimos con espíritu de fe y de amor la gracia que se nos da en los sacramentos: éstos se pueden aprovechar en mayor o menor grado según las disposiciones con que se reciben, es decir, en la medida de nuestra fe y de nuestro amor. Es un hecho mucho más sublime que el de trasladar montanas y que se opera cada día en tantas almas santas, aunque pase inadvertido a la mayoría.
De hecho, los Apóstoles y muchos santos a lo largo de los siglos hicieron milagros admirables en el orden físico; pero los milagros más grandes y más importantes han sido, son y serán los de las almas que, habiendo estado sumidas en la muerte del pecado y de la ignorancia, renacen y crecen en la nueva vida de los hijos de Dios.

Mt 17, 20. La fuerza de la comparación, aquí como en la parábola de Mt 13, 31-32, estriba en que la simiente de mostaza es un granito sumamente pequeño y, sin embargo, produce una gran planta que alcanza hasta más de tres metros de altura. Así, el acto más mínimo de fe verdadera puede producir efectos sorprendentes.

Mt 17, 21. Muchos manuscritos añaden, tomándolo de Mc 9, 29, el v. 21: Esta especie no puede expulsarse sino por la oración y el ayuno.

Mt 17, 24-27. Didracma: Moneda equivalente al tributo que debían pagar anualmente todos los judíos al Templo de Jerusalén. Venía a corresponder al jornal de un obrero. El estáter del cual hablará el Señor un poco más adelante (v. 27) era una moneda griega equivalente a dos didracmas.
Jesucristo enseñaba a sus discípulos mediante cosas grandes y pequeñas. A Pedro, que debía ser roca sobre la que iba a fundar su Iglesia (Mt 16, 18-19), después de prepararle con el magnífico episodio de la Transfiguración (Mt 17, 1-8), le hace ver ahora su divinidad mediante un milagro de apariencia intranscendente. Además es de notar la pedagogía de Jesús: después del segundo anuncio de su Pasión, sus discípulos habían quedado tristes (Mt 17, 22-23); ahora levanta el ánimo de Pedro con este milagro de características tan íntimas.

Mt 17, 26. Vemos aquí la exactitud con que el Señor quiso cumplir los deberes de ciudadano. Téngase en cuenta que, aunque el impuesto de la didracma fuese de índole religiosa, sin embargo, por la constitución teocrática de Israel en aquellos tiempos, el pago de este tributo implicaba también una obligación de orden cívico.

Mt 18, 1-35. El conjunto de las enseñanzas de Jesucristo, que se conservan en el cap. 18 de San Mateo, ha sido llamado con frecuencia Discurso eclesiástico, pues constituye una especie de cuerpo de ordenamientos y advertencias que miran a la buena marcha de la vida posterior de la Iglesia.
El primer pasaje (Mt 18, 1-5) va dirigido a los rectores, esto es, a la futura jerarquía de la Iglesia, con el fin de adoctrinarlos y prevenirlos frente a las inclinaciones naturales del orgullo humano y de la ambición por los cargos de gobierno, poniendo como base la humildad. Siguen unos versículos (Mt 18, 6-10) en los que Jesús encarece la solicitud paternal con que los pastores de la Iglesia deben cuidar de los pequeños. Este término abarca a todos aquellos que, por cualquier causa (nuevos en la fe, poco instruidos, poca edad, etc.), necesitan ser especialmente ayudados. Se detiene el divino Maestro a prevenir sobre los perjuicios del escándalo: la caridad fraterna de los cristianos, y de modo singular de los pastores, exige de todos, y especialmente de estos últimos, evitar todo aquello –aun lo que de suyo pudiera ser correcto– que pueda constituir un peligro para la salud espiritual de los más débiles o pequeños: Dios tiene particular providencia de ellos y castigará a quienes les hagan daño.
No menor atención presta el Señor también a quienes se hallen en situación espiritual difícil. Es preciso entonces ir en búsqueda de la oveja perdida, incluso heroicamente (vv. Mt 18, 11-14). Si la Iglesia en general, y cada cristiano en particular, debe tener ansia de extender el Evangelio, con más razón aún debe esforzarse para que todos aquellos hombres que ya han abrazado la fe no se separen de ella.
Relevante importancia doctrinal tiene el pasaje siguiente (vv. Mt 18, 15-18) sobre la corrección fraterna: a propósito de ella, Jesucristo emplea el término iglesia como un organismo social, una comunidad concreta, visible y compacta, en estrecha dependencia de Él y de sus Doce Apóstoles, que poseerán, ellos y sus sucesores, la omnímoda potestad de las llaves, poder espiritual que será respaldado por Dios mismo. Entre esos poderes está el de perdonar o retener los pecados, el de recibir o excomulgar de la Iglesia, etc. Admirable poder divino, dado por Jesús a la jerarquía de la Iglesia, guardado por el mismo Dios con una providencia singular, mediante la presencia para siempre de Jesús en su Iglesia y la asistencia del Espíritu Santo a su Magisterio jerárquico.
Sigue aún un pasaje (vv. 19-20) en que Jesús promete su presencia cuando varios fieles se reúnan para orar. A ello se une la doctrina de la necesidad de la oración (v. Mt 18, 20) y del perdón de las ofensas entre los hermanos (vv. Mt 18, 21-22), perdón que no tiene límites. Termina el capítulo con la parábola del deudor cruel (vv. Mt 18, 23-35), donde ejemplifica el Señor la doctrina sobre el perdón.
Viene, pues, todo este capítulo 18, el Discurso eclesiástico, a contemplar la vida futura de la Iglesia en su estadio terrestre, y a formular las reglas prácticas de conducta de los cristianos, en cierto modo, como un complemento de la carta magna del nuevo Reino traído por Cristo, contenida en el Sermón de la Montaña (caps. 5-7).

Mt 18, 1-6. Es claro que los discípulos todavía abrigaban ambiciones terrenas al pedir el primer puesto para cuando Cristo instaure en la tierra su Reino (cfr Hch 1, 6). Para corregir su orgullo el Señor les pone delante a un niño, exigiéndoles que si quieren entrar en el Reino de los Cielos, sean por voluntad lo que los niños son por edad. Los niños se caracterizan por su incapacidad de odio y se ve en ellos una total inocencia en lo que mira a los vicios, y principalmente al orgullo que es el mayor de todos. Son sencillos y se abandonan confiadamente.
La humildad es uno de los pilares maestros de la vida cristiana: Si me preguntáis –decía San Agustín– qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad y lo tercero la humildad (Epístola 118).

Mt 18, 3-4. Aplicando estas palabras a las virtudes de Nuestra Señora, Fray Luis de Granada subraya que la humildad es más excelente que la virginidad: Si no puedes imitar la virginidad de la humilde, imita la humildad de la virgen. Loable es la virginidad, pero más necesaria es la humildad. A aquélla nos aconsejan, a ésta nos obligan; a aquélla nos convidan, a ésta nos fuerzan(...). De manera que aquélla es galardonada como sacrificio voluntario, ésta pedida como sacrificio obligatorio. Finalmente, puedes salvarte sin virginidad, mas no sin humildad (Suma de la Vida Cristiana, libro 3, parte 2, cap. 10).

Mt 18, 5. Acoger a un niño en el nombre de Jesús es acoger a Jesús mismo. Porque los niños son reflejo de la inocencia, de la sencillez, de la pureza, de la ternura del Señor; ...para un alma enamorada, los niños y los enfermos son El (Camino, 419).

Mt 18, 6-7. El tono de santa y dolida indignación en las palabras del Señor muestra la gravedad del escándalo, que se define como dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro de cometer pecados (Catecismo Mayor, 417).
Piedra de molino: Alude el Señor a un suplicio usado entre los antiguos que consistía en ser arrojado al mar con un peso atado al cuello, para impedir al cadáver volver a la superficie. Esta muerte era considerada como muy ignominiosa por estar reservada a los grandes criminales y también por llevar consigo la privación de sepultura.
Que Jesús afirme que de hecho se producirán escándalos no quiere decir que cada uno, personalmente, no deba poner todos los medios para evitarlos. En consecuencia, quien da escándalo es responsable de su acto. Directamente se trata aquí del escándalo dado a los niños. Su malicia particular radica en ser un abuso de la fuerza sobre la fragilidad, de la malicia sobre el candor. La gran iniquidad del mundo como enemigo del alma consiste en sus escándalos. Con sus máximas y sus malos ejemplos crea un ambiente que aleja de Dios, de Cristo y de su Iglesia.
Especialmente grave es el escándalo dado por aquellos que tienen alguna responsabilidad en la formación de otros: Si la gente simple vive en tibieza, mal hecho es; mas su mal tiene remedio, y no dañan sino a sí mismo; mas si los enseñadores son tibios, entonces se cumple el ¡ay! del Señor para el mundo, por el grande mal que de esta tibieza le viene; y el ¡ay! que amenaza a los tibios enseñadores, que pegan su tibieza a los otros y aun les apagan su fervor (Sermones, 55, en la Infraoctava del Corpus).

Mt 18, 8-9. Entrar en la vida significa entrar en el Reino de los Cielos. Fuego del infierno; Con estas palabras se expresa el castigo eterno, del que se hace merecedor quien no se aparta del escándalo. Cfr. nota a Mc 9, 43.

Mt 18, 8. Hay que entender de un modo figurado estas expresiones. La enseñanza de Jesús nos puede ayudar como criterio de actuación en la vida moral. Si para nosotros hay algo o alguien –por muy querido que sea– que constituye motivo de escándalo, hay que apartarlo de manera tajante y absoluta.
Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! –¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza!
Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. –Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: 'Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!' (Camino, 163).

Mt 18, 10. Dar escándalo a los pequeños es cosa grave: Jesús lo advierte con energía. Pues estos pequeños tienen sus ángeles que los guardan y defienden, y que acusarán ante Dios a quienes les hayan inducido a pecado.
En el contexto se habla de los ángeles custodios de los pequeños, puesto que a éstos se está refiriendo el pasaje. Pero todos los hombres, grandes o pequeños, tienen su ángel custodio. La Providencia de Dios ha dado a los ángeles la misión de guardar al linaje humano, y de socorrer a cada hombre... Nuestro Padre nos ha dado, a cada uno de nosotros, ángeles para que seamos fortalecidos con su poder y auxilio (Catecismo Romano, 4, 9, 4).
Esta doctrina debe llevarnos a un trato confiado con nuestro ángel custodio. Ten confianza con tu Ángel Custodio. –Trátalo como un entrañable amigo –lo es– y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día (Camino, 562).

Mt 18, 11-14. La parábola pone de relieve la solicitud amorosa del Señor por los pecadores. Y manifiesta al modo humano la alegría de Dios al recuperar un hijo querido que se había extraviado.
Ante el panorama de tantas almas que viven alejadas de Dios, el Santo Padre comenta: Desgraciadamente asistimos con angustia a la corrupción moral que devasta a la humanidad, despreciando especialmente a los pequeños, de quienes habla Jesús. ¿Qué debemos hacer? Imitar al Buen Pastor y afanarnos sin tregua por la salvación de las almas. Sin olvidar la caridad material y la justicia social, debemos estar convencidos de que la caridad más sublime es la espiritual, o sea, el interés por la salvación de las almas. Y las alnas se salvan con la oración y el sacrificio. ¡Esta es la misión de la Iglesia! (Juan Pablo II, Homilía a las Clarisas de Albano, 14-VIII-1979).
Muchos manuscritos añaden, tomándolo al parecer de Lc 19, 10, el v. 11: Pues el Hijo del Hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido.

Mt 18, 15-17. El Señor nos hace aquí una llamada a cooperar con Él en la santificación de los demás a través de la corrección fraterna, entre otros posibles medios. A las fuertes palabras con que el Señor condenaba el escándalo, siguen ahora estas otras, no menos fuertes, contra el pecado de negligencia (cfr Hom. sobre S. Mateo, 61).
Existe obligación de corregir. El Señor señala tres grados de corrección: 1) a solas, 2) ante uno o dos testigos, y 3) ante la Iglesia. La primera se refiere a los escándalos y pecados secretos o particulares. Debe hacerse a solas, con el fin de no proclamar sin necesidad lo que es privado; también para no herir al corregido y facilitar su rectificación. Si esta corrección no diera el resultado que se busca, y la causa fuera grave, ha de acudirse al segundo momento: buscar uno o dos amigos, cuya intervención puede ser más persuasiva. Por último viene la corrección jurídica, que se hace oficialmente ante la autoridad eclesiástica. Si el pecador así advertido no admite la corrección, debe ser excomulgado, esto es, apartado de la comunión de la Iglesia y de sus sacramentos.

Mt 18, 18. Es preciso entender este versículo en relación con la potestad prometida antes a Pedro (cfr Mt 16, 13-19). Será, pues, la jerarquía de la Iglesia quien ejercite esta potestad otorgada por Cristo a Pedro, a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores: el Papa y los Obispos.

Mt 18, 19-20. Ubi caritas et amor, Deus ibi est, donde hay caridad y amor, allí está Dios, canta la liturgia del Jueves Santo, inspirada en el texto sagrado de 1Jn 4, 12. Pues, en efecto, el amor no se concibe donde hay uno solo, sino que supone dos o más personas (cfr Comentario sobre S. Mateo, 18, 19-20). Así, cuando varios cristianos se reúnen en nombre de Cristo para orar, entre ellos está presente el Señor, que escucha complacido esa oración unánime de los suyos: Perseveraban unánimes en la oración, con las mujeres y con María la Madre de Jesús (Hch 1, 14). Por eso, la Iglesia ha vivido desde el principio la práctica de la oración en común (cfr Hch 12, 5). Hay prácticas de piedad –pocas, breves y habituales– que se han vivido-siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos –a pesar de que no faltan, en estos tiempos, quienes atacan esa solidísima devoción mariana–, las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural, sin beaterías (Conversaciones, 103).

Mt 18, 21-35. La pregunta de Pedro y, sobre todo, la respuesta de Jesús nos dan la pauta del espíritu de comprensión y misericordia que ha de presidir la actuación de los cristianos.
La cifra de setenta veces siete en el lenguaje hebreo viene a equivaler al adverbio siempre (cfr Gn 4, 24): De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre (Hom. sobre S. Mateo, 6). También se puede observar aquí un contraste entre la actitud mezquina de los hombres en perdonar con cálculo y la misericordia infinita de Dios. Por otra parte, nuestra situación de deudores con respecto a Dios queda muy bien reflejada en la parábola. Un talento equivalía a seis mil denarios y un denario era el jornal diario de un trabajador. La deuda de diez mil talentos es una cantidad exorbitante que nos da idea del valor inmenso que tiene el perdón que recibimos de Dios. Con todo, la enseñanza final de la parábola es la de perdonar siempre y de corazón a nuestros hermanos. Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (Camino, 452).

Mt 19, 4-5. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Desde luego, los hijos son don excelentísimo del matrimonio, y contribuyen grandemente al bien de los mismos padres. El mismo Dios, que dijo «No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2, 18)» y «el que los creó desde el principio los hizo varón y hembra» (Mt 19, 4), queriendo comunicar al matrimonio una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al hombre y a la mujer diciendo: 'Creced y multiplicaos' (Gn 1, 28). Por tanto, el ejercicio auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél sin dejar de lado los otros fines del matrimonio, tiende a capacitar a los esposos para cooperar con decisión con el amor del Creador y Salvador, quien por ellos dilata y enriquece su propia familia (Gaudium et spes, 50).

Mt 19, 9. En todo este pasaje predomina la enseñanza del Señor acerca de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio. Como dice S. Juan Crisóstomo, comentando este pasaje, el matrimonio es uno con una y para siempre (cfr Hom. sobre S. Mateo, 62). Sobre el sentido de la frase a no ser por fornicación véase nota a Mt 5, 31-32.

Mt 19, 11. No todos son capaces de entender esta doctrina: el Señor sabe bien que las exigencias de su enseñanza en torno al matrimonio y su recomendación del celibato por amor de Dios chocan contra el egoísmo humano. Por eso afirma que entender esta doctrina es don de Dios.

Mt 19, 12. Con este modo figurado de hablar se refiere el Señor a los que por amor suyo renuncian al matrimonio y le ofrecen totalmente su vida. La virginidad por amor de Dios es uno de los carismas más preciados en la Iglesia (cfr 1Co 7); se significa con la propia vida el estado de los bienaventurados que en el Cielo son como ángeles (Mt 22, 30). De aquí que el Magisterio de la Iglesia haya declarado la superioridad del estado de virginidad por amor del Reino de los Cielos, sobre el estado matrimonial (cfr De Sacramento matrimonii, can. 10; cfr también Sacra Virginitas). Sobre la virginidad y el celibato enseña el Concilio Vaticano II: La santidad de la Iglesia se fomenta también de modo especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos. Entre ellos sobresale el don precioso de la gracia divina, que el Padre concede a algunos (cfr Mt 19, 11; 1Co 7, 7) para que con mayor facilidad se puedan entregar a solo Dios' en la virginidad o el celibato. Esta perfecta continencia por el Reino de los cielos siempre ha tenido un lugar de honor en la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo (Lumen gentium, 42; cfr Perfectae caritatis, 12). Y en concreto, con relación al celibato sacerdotal, cfr el Decr. Presbyterorum ordinis, 16 y el Decr. Optatam totius, 10.
Pero tanto la virginidad como el matrimonio son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, y ambos suponen una vocación específica de parte del Señor: El celibato es precisamente un don del Espíritu'. Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación del amor conyugal verdadero y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del sacramento del Matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro 'don', el don del celibato por el Reino de los Cielos (Novo Incipiente, 8).

Mt 19, 13-14. Una vez más (vid. Mt 18, 1-6) muestra Jesús su predilección por los niños, acogiéndolos y bendiciéndolos. También la Iglesia ha dado a los niños un puesto importante urgiendo la necesidad del Bautismo: Todos los niños deben ser bautizados. El común sentir y la autoridad de los Santos Padres, prueba que esta ley debe entenderse no sólo de los que están en edad adulta, sino también de los niños en la infancia, y que ésta la ha recibido la Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer además, que Cristo Nuestro Señor no quiso que se negase el Sacramento y 'a Gracia del Bautismo a los niños, de quienes decía: 'dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos': a los cuales estrechaba entre sus brazos, ponía sobre ellos las manos y los bendecía (Catecismo Romano, 2, 2, 32).

Mt 19, 17. La Vulgata y otras versiones, apoyadas en bastantes códices griegos, aclaran esta frase completándola: Uno sólo es el bueno, Dios.

Mt 19, 20-22. ¿Qué me falta aún?: El joven guardaba ya los mandamientos necesarios para la salvación. Pero hay más. Por eso el Señor contesta: si quieres ser perfecto..., es decir, si quieres adquirir lo que aún te falta. Se trata de una nueva llamada de Jesús: Después ven y sígueme.... Con estas palabras el Señor manifiesta que quiere hacerle discípulo suyo, y por eso le exige, como ha hecho con los demás (cfr Mt 4, 19-22), que abandone todo lo que pudiese ser obstáculo para una plena dedicación al Reino de Dios.
La escena termina de forma melancólica: el joven se marcha triste. El apego a sus cosas prevalece sobre la invitación cariñosa de Jesús. Es la tristeza que sigue a la falta de valor para responder a la llamada del Señor con la entrega personal.
Los Evangelistas al narrar este suceso trascienden la mera anécdota para situarnos ante un caso tipo: se describe una situación, se formula una ley: la de la vocación divina, específica, a entregarse a su servicio y al de todos los hombres.
Este joven ha quedado como figura del cristiano a quien su mediocridad y cortedad de miras le impide convertir su vida en una entrega gozosa y fecunda al servicio de Dios y del prójimo-
Si hubiera sido lo bastante generoso para responder al llamamiento divino, ¿qué hubiera llegado a ser? Un gran apóstol, sin duda.

Mt 19, 24-26. Con esta comparación expone Jesús la imposibilidad que tienen de participar en el Reino de Dios los que ponen su corazón en los bienes de este mundo.
Para Dios, sin embargo, todo es posible: Es decir, con la gracia divina el hombre puede tener la fortaleza y generosidad suficientes para hacer de las riquezas un instrumento de servicio a Dios y a los hombres. Esta es la razón por la que en el capítulo 5 de San Mateo se precisa que son bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5, 3).

Mt 19, 28. Por regeneración se entiende aquí la renovación de todas las cosas cuando Jesucristo venga a juzgar a los vivos y a los muertos. Parte integrante de esta renovación será la resurrección de los cuerpos.
El antiguo pueblo de Dios, Israel, estaba constituido por doce tribus. El nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, a la que están llamados todos los hombres, está fundada por Jesucristo sobre los doce Apóstoles bajo el primado de Pedro.

Mt 19, 29. Nos encontramos con unas expresiones muy gráficas que no deben ser atenuadas. Se significa en ellas que el amor a Jesucristo y a su Evangelio debe estar por encima de todo. Estas frases no deben interpretarse en forma contradictoria con la Voluntad del mismo Dios, que ha instituido y santificado los lazos familiares.

Mt 20, 1-16. La parábola va dirigida directamente al pueblo judío. Dios lo llamó a primera hora, desde hacía siglos. Últimamente ha llamado también a los gentiles. Todos son llamados con el mismo derecho a formar parte del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Para todos la invitación es gratuita. Por eso, los judíos, que fueron llamados primero, no tendrían razón al murmurar contra Dios por la elección de los últimos, que tienen el mismo premio: formar parte de su Pueblo. A primera vista, la protesta de los jornaleros de primera hora parece justa. Y lo parece, porque no entienden que poder trabajar en la viña del Señor es un don divino. Jesús deja claro con la parábola que son diversos los caminos por los que llama, pero que el premio es siempre el mismo: el Cielo.

Mt 20, 2. Denario era una moneda de plata con inscripción e imagen de César Augusto (Mt 22, 19-21) y, como se ve aquí, equivalía al jornal de un obrero agrícola.

Mt 20, 3. Los judíos calculaban el tiempo de modo distinto al nuestro. Dividían la totalidad del día en ocho partes, cuatro para la noche, que llamaban vigilias (Lc 12, 38), y cuatro para el tiempo comprendido entre la salida y puesta del sol, que llamaban horas: hora de prima, de tercia, de sexta y de nona.
La hora de prima comenzaba a la salida del sol y terminaba hacia las nueve; la de tercia abarcaba hasta las doce; la de sexta hasta las tres de la tarde y la de nona hasta la puesta del sol. Por tanto la duración de las horas de prima y de nona era inestable: menguaba durante el otoño y el invierno, y crecía durante la primavera y el verano; a la inversa ocurría con las vigilias primera y cuarta.
Conviene notar que a veces se contaban las horas intermedias como aparece en el v. 6, donde se habla de la hora undécima quizá para recalcar el poco tiempo que faltaba ya para la puesta del sol, fin del trabajo.

Mt 20, 16. La Vulgata, otras versiones y bastantes códices griegos añaden: Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos (cfr Mt 22, 14).

Mt 20, 18-19. El Señor vuelve a profetizar a los Apóstoles su muerte y resurrección. La perspectiva de juzgar al mundo (cfr Mt 19, 28) podía deslumbrarlos hasta pensar en un reino mesiánico temporal, en un camino fácil, en el que estuviera ausente la ignominia de la Cruz.
Cristo, además, prepara el ánimo de los Apóstoles para que cuando llegue esta prueba recuerden que Él la había profetizado, y este recuerdo les ayude a superar el escándalo que padecerían. El anuncio de la Pasión es descrito con detalle.
Todo lo que a lo largo de estos días –dice Monseñor Escrivá de Balaguer refiriéndose a la Semana Santa– nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacía la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo (cfr 1Co 15, 14). No recorramos, sin embargo, demasiado de prisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (cfr Rm 8, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con El, muerto sobre el Calvario (Es Cristo que pasa, 95).

Mt 20, 20. Los hijos de Zebedeo son Santiago el Mayor y Juan. Su madre, Salomé, pensando en la instauración inminente del reino temporal del Mesías, solicita para sus hijos los dos puestos más influyentes. Cristo les reprende porque desconocen la verdadera naturaleza del Reino de los Cielos, que es espiritual, y porque ignoran la verdadera naturaleza del gobierno en la Iglesia que iba a fundar, que es servicio y martirio. Si piensas que al trabajar por Cristo los cargos son algo más que cargas, ¡cuántas amarguras te esperan! (Camino, 950).

Mt 20, 22. Beber el cáliz significa sufrir persecuciones y martirio por el seguimiento de Cristo. Podemos: Los hijos de Zebedeo contestaron audazmente que sí; esta generosa expresión evoca aquella otra que escribiría años más tarde S. Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13).

Mt 20, 23. Mi cáliz sí lo beberéis: Santiago el Mayor morirá mártir en Jerusalén hacia el año 44 (cfr Hch 12, 2); y Juan, después de haber sufrido cárcel y azotes en Jerusalén (cfr Hch 4, 3; Hch 5, 40-41), padecerá largo destierro en la isla de Patmos (cfr Ap 1, 9).
De estas palabras del Señor se deduce que el acceso a los puestos de gobierno en la Iglesia no debe ser fruto de la ambición y de las intrigas humanas, sino consecuencia de la vocación divina. Cristo, que tenía puestos los ojos en cumplir la Voluntad de su Padre Celestial, no iba a distribuir los cargos llevado por consideraciones humanas, sino según los designios del Padre.

Mt 20, 26. El Concilio Vaticano II insiste de una manera notable en este aspecto de servicio que la Iglesia ofrece al mundo, y que los cristianos han de presentar como testimonio de su identidad cristiana: Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y asegurando que hay en él cierta semilla divina, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que a esta vocación corresponde. No es ambición terrena lo que mueve a la Iglesia, sólo aspira a una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra misma de Cristo, que vino a este mundo a dar testimonio de la verdad, a salvar y no juzgar, a servir y no a que le sirvieran (Gaudium et spes, 3; cfr Lumen gentium, 32; Ad gentes, 12; Unitatis redintegratio, 7).

Mt 20, 27-28. Jesucristo se presenta a sí mismo como ejemplo que nos sirve por amor hasta el punto de entregar la vida por nosotros (cfr Jn 15, 13): ésta es su forma de ser el primero. Así lo entendió San Pedro, que exhorta a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo (cfr 1P 5, 1-3); y San Pablo, que no estando sometido a nadie, se hace siervo de todos para ganarlos a todos (cfr 1Co 9, 19 ss; 2Co 4, 5).
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. En efecto, la frase dar la vida en redención por muchos es propia del lenguaje litúrgico-sacrificial. Estas palabras estaban ya profetizadas en el capítulo 53 de Isaías (Is 53).
El v. 28, al mismo tiempo, pone de manifiesto la condición sacerdotal de Cristo, que se ofrece a Sí mismo como sacerdote y víctima en el ara de la Cruz. La expresión en redención por muchos no debe interpretarse como una restricción de la voluntad salvífica universal de Dios. Muchos aquí no se contrapone a todos sino a uno: Uno es el que salva y a todos se les ofrece la salvación.

Mt 20, 30-34. Estos ciegos, que supieron aprovechar el momento oportuno del paso del Señor, nos enseñan a ser audaces y constantes en la oración de petición, cuya importancia y condiciones se han puesto ya de relieve en el Sermón de la Montaña (cfr Mt 7, 7-8 y nota). Comenta el Crisóstomo: Que estos ciegos eran dignos de la curación bien lo mostraron; primero por sus gritos y porque, después de recibida la gracia, no se apartaron del Señor, que es lo que hacen muchos, ingratos, después de recibir los beneficios. No así estos ciegos. Ellos antes de la dádiva se muestran constantes, y después de la dádiva, agradecidos, pues fueron siguiendo al Señor (Hom. sobre S. Mateo, 66).

Mt 21, 1-5. En su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús se manifiesta como Mesías, hecho que San Mateo y San Juan (Jn 12, 14) subrayan citando la profecía de Zacarías Za 9, 9 según el texto hebreo, que es el que, por tanto, seguimos al traducir la cita profética. Los otros dos Sinópticos sólo mencionan el hecho fundamental de que Jesús hizo su entrada mesiánica en la Ciudad Santa montado precisamente en el borrico (Mc 11, 2; Lc 19, 30).
Al estar el borrico junto con su madre, San Mateo ha visto cumplido un detalle más de la profecía, en la que se hablaba de borrico cría de asna. Esta parece ser la razón de haber mencionado el asna en todo el relato del episodio, porque realmente estaba con el borriquillo, aunque Jesús sólo montara en éste.
En la profecía de Za 9, 9 se describe al futuro rey mesiánico con los epítetos de justo, salvador, humilde. El asno, antiguamente montura noble (cfr Gn 22, 3; Ex 4, 20; Nm 22, 21; Jdt 5, 10), fue sustituido en tiempos de la monarquía israelita por el caballo (cfr 1R 10, 28; etc.). Por eso en el vaticinio de Zacarías, con el asno se significa el rey de paz que triunfa no con armas ni violencia, sino con humildad y mansedumbre.
Los Santos Padres han visto en este episodio una significación profunda. El asna aparece como símbolo del judaísmo, sometido desde hacía tiempo al yugo de la Ley, mientras que el borriquillo, en el que nadie ha montado todavía, sería figura de la gentilidad. A unos y otros Jesús introduce en la Iglesia, la nueva Jerusalén.

Mt 21, 9. La palabra hebrea Hosanna, con la que la muchedumbre aclama al Señor, tuvo en un principio el sentido de una súplica dirigida a Dios: Sálvanos. Luego, fue empleada como grito de júbilo con el que se aclama a alguien, con un significado similar a ¡viva!. La muchedumbre manifiesta su entusiasmo gritando ¡Viva el Hijo de David!. La expresión Bendito el que viene en nombre del Señor está tomada del Salmo Sal 119, 26 y es un saludo jubiloso y agradecido a alguien que es portador de una misión divina. La Iglesia ha recogido estas aclamaciones y las ha incorporado al prefacio de la Santa Misa. Con ellas se pregona la realeza de Cristo.

Mt 21, 12-13. Aunque está en todas partes y no puede encerrarse en templos construidos por manos de hombres (Hch 17, 24-25), Dios Nuestro Señor pidió a Moisés la construcción de un tabernáculo para morar entre los israelitas (Ex 25, 40). Una vez asentado el pueblo judío en Palestina, Salomón –también por indicación divina– construyó el Templo de Jerusalén (1R 6-8). A este Templo acudía el pueblo a rendir culto público a Dios (Dt 12).
El Éxodo (Ex 23, 15) mandaba a los israelitas que no se presentasen en el Templo con las manos vacías, sino que aportasen alguna victima para el sacrificio. Para facilitar el cumplimiento de este mandato a los que venían de lejos, se había montado en los atrios del Templo un servicio de compra-venta, un verdadero mercado de animales parí los sacrificios. Lo que en principio pudo ser tolerable y hasta conveniente, parece ser que había degenerado de modo que la intención religiosa del proyecto inicial se subordinaba al provecho económico de aquellos comerciantes, que quizás eran los mismos sacerdotes y servidores del Templo. Este se asemejaba más a una feria de ganado que a un lugar de encuentro con Dios.
Jesucristo, movido por el celo de la casa de su Padre (Jn 2, 17), no pudo soportar tan deplorable espectáculo y con santa indignación los arrojó a todos de allí. Con esta actuación quiso inculcar cuál había de ser el respeto y compostura que se debía al Templo por su carácter sagrado. Mucho mayor habrá de ser nuestra actitud de respeto y devoción en el templo cristiano –en las iglesias–, donde se celebra el Sacrificio eucarístico y donde Jesucristo, Dios y Hombre, está real y verdaderamente presente reservado en el Sagrario. Para un cristiano, el modo correcto de vestir, los gestos y posturas litúrgicas, las genuflexiones ante el Sagrario, etc., son manifestaciones concretas del respeto debido al Señor en sus templos.

Mt 21, 15-17. La alabanza de los niños agrada a Dios e indigna a los soberbios. En este episodio vemos cumplidas las palabras que Jesús había dicho antes: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños (Mt 11, 25). Sólo con una actitud de sencillez y humildad se puede captar la grandeza de este Rey de paz, se pueden entender las cosas de Dios.

Mt 21, 18-22. La maldición de la higuera es una parábola en acción: Jesucristo realiza un gesto llamativo para que les entre por los ojos una verdad: el poder de la fe. Los discípulos no se maravillan de que Jesús haya maldecido la higuera, sino de que se haya secado inmediatamente.
Es un ejemplo de la omnipotencia divina, que es preciso extender a todo tiempo y a todos los casos. Jesús explica las maravillas de la fe. Quien tiene fe todo lo puede: hará cosas más difíciles todavía, como el trasladar una montaña. Y el Salvador hace una aplicación concreta de ese espíritu de fe: la oración lo alcanza todo. Además de manifestar el poder de la oración a Dios, Jesús nos da una lección sobre la fecundidad auténtica y la aparente en la vida espiritual. Aprovéchame el tiempo. –No te olvides de la higuera maldecida. Ya hacía algo: echar hojas. Como tú...
–No me digas que tienes excusas. –No le valió a la higuera –narra el Evangelista– no ser tiempo de higos, cuando el Señor los fue a buscar en ella.
–Y estéril quedó para siempre (Camino, 354).

Mt 21, 23-27. La pregunta de los príncipes de los sacerdotes y los ancianos: ¿con qué potestad haces estas cosas?, se refiere tanto a la enseñanza de Jesús como a su actuación pública realizada con autoridad: arrojar del Templo a los mercaderes, la entrada solemne en Jerusalén, dejarse aclamar por los niños, las curaciones, etc. En definitiva le piden una prueba de esa autoridad o la clara confesión de que Él es el Mesías. Pero Jesús, que conoce la mala intención de sus interlocutores, no da una respuesta directa, y prefiere hacerles una pregunta previa que les obligue a aclarar su actitud. Con ella quiere provocar una crisis que les lleve a un examen de conciencia y, en definitiva, a la conversión.

Mt 21, 32. San Juan Bautista había enseñado el camino de la santidad, anunciando el Reino de Dios y predicando la conversión. Los escribas y fariseos no le habían creído, a pesar de jactarse de una actitud oficial de fidelidad a los planes de Dios. Estaban representados por el hijo que dice voy y luego no va. En cambio los publícanos y las meretrices que se arrepintieron y rectificaron su vida les precederán en el Reino: vienen a ser el hijo que dice no voy, pero luego va. El Señor pone de relieve que la penitencia y la conversión pueden enderezar y situar a todos en camino de santidad, aunque hayan vivido mucho tiempo alejados de Dios.

Mt 21, 33-46. Esta parábola, tan importante, completa a la anterior. La parábola de los dos hijos se limitaba a mostrar el hecho de la indocilidad de Israel; la de los viñadores homicidas proyecta su luz sobre el castigo consiguiente. .
El Señor compara a Israel con una viña escogida, provista al uso oriental de su cerca, de su lagar, con su torre de vigilancia algo elevada, donde se coloca el guardián encargado de proteger la viña contra los ladrones y los chacales. Dios no ha escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. Los viñadores, en la parábola, son colonos; el dueño es Dios, y la viña es Israel (Is 5, 3-5; Jr 2, 21; Jl 1, 7).
Los viñadores a quienes Dios había entregado el cuidado de su pueblo representan a los sacerdotes, escribas y ancianos. La ausencia del dueño da a entender que Dios confió realmente Israel a sus jefes; y de aquí nace su responsabilidad y las cuentas exigidas por el dueño de la viña.
El dueño envía sus siervos de vez en cuando para percibir sus frutos. Esta fue la misión de los profetas. El segundo envío de siervos para reclamar lo que debían a su dueño, y que corre la misma suerte que el primero, es una alusión a los malos tratos infligidos a los profetas de Dios por los reyes y sacerdotes de Israel (Mt 23, 37; Hch 7, 42; Hb 11, 36-38). Finalmente les envió a su Hijo, pensando que a él sí lo respetarían. Aquí se señala la diferencia entre Jesús y los profetas, que eran siervos, pero no el Hijo: la parábola se refiere a la filiación trascendente y única que expresa la divinidad de Jesucristo.
La perversa intención de los viñadores de asesinar al hijo heredero, para quedarse ellos con la herencia, es el desatino con que los jefes de la sinagoga esperan quedar como dueños indiscutibles de Israel al matar a Cristo (Mt 12, 14; Mt 26, 4). No piensan en el castigo: la ambición les ciega. Entonces lo echaron fuera de la viña y lo mataron: referencia a la crucifixión que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén.
Jesucristo profetiza el castigo que Dios impondrá a los malvados: les dará muerte, y arrendará la viña a otros. Estamos ante una profecía de la máxima importancia: San Pedro repetirá más tarde ante el sanedrín: la piedra que los constructores rechazaron, ésta vino a ser piedra angular (Hch 4, 11 ; 1P 2, 4). La piedra es Jesús de Nazaret, pero los arquitectos de Israel, los que construyen y gobiernan al pueblo, no han querido usarla en 1 construcción. Por eso, a causa de su infidelidad, el Reino de Dios será transferido a otro pueblo, los gentiles, que sabrán dar a Dios los frutos que El espera de su viña (cfr Mt 3, 8-10; Ga 6, 16).
Es necesario descansar sobre esta piedra para estar sólidamente edificado. Y ¡desgraciado el que tropiece con ella! (Mt 12, 30; Lc 2, 34). Aquellos judíos primero y después todos los enemigos de Cristo y de la Iglesia lo comprobarán con dura experiencia (Is 8, 14-15).
Los cristianos de todos los tiempos deberán considerar esta parábola como una exhortación a construir con fidelidad sobre Cristo, para no reincidir en el pecado de aquella generación judaica. Al mismo tiempo debe llenarnos de esperanza y de seguridad: aunque el edificio, que es la Iglesia, parezca cuartearse en algún momento, su solidez está asegurada, porque tiene a Cristo como piedra angular.

Mt 22, 1-14. En esta parábola Jesucristo resalta la insistente Voluntad de Dios Padre que llama a todos los hombres a la salvación –el banquete que es el Reino de los Cielos–, y la misteriosa malicia que se encierra en el rechazo voluntario de esta invitación: tan grave, que merece un castigo definitivo. Ante la llamada de Dios a la conversión, a la aceptación de la fe y de sus consecuencias, no hay intereses humanos que se puedan oponer razonablemente. No admite excusas.
Los Santos Padres vieron en los primeros invitados al pueblo judío. Efectivamente, en el curso de la Historia de la Salvación Dios se dirigió primero a los israelitas, después a todos los gentiles (Hch 13, 46).
La repulsa de la llamada amorosa de Dios por parte de los israelitas, debida a indiferencia o a hostilidad, les llevó a la perdición. Pero también los gentiles deben corresponder fielmente a su llamada para no ser arrojados a las tinieblas de afuera.
La boda, dice S. Gregorio Magno (In Evangelio homiliae, 36), es la boda de Cristo con su Iglesia, y el traje es la virtud de la caridad: entra por lo tanto a las bodas, pero sin el vestido, quien tiene fe en la Iglesia, pero no posee la caridad.
El traje de bodas indica, en general, las disposiciones con las que se ha de entrar en el Reino de los Cielos. Si alguien no las posee, aun perteneciendo a la Iglesia, será condenado el día en que Dios juzgue a cada uno. Estas disposiciones son, en resumen, la correspondencia a la gracia.

Mt 22, 13. El Concilio Vaticano II recuerda la verdad de los novísimos, uno de cuyos aspectos declara este versículo. Al hablar de la índole escatológica de la Iglesia, invoca la advertencia del Señor de que estemos vigilantes contra las asechanzas del demonio, para poder resistir en el día malo (cfr Ef 6, 11-13). Pero, como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr Hb 9, 27), sí queremos entrar con El a las bodas, merezcamos ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25, 31- 46), no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cfr Mt 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cfr Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde habrá llanto y crujir de dientes (Lumen gentium, 48).

Mt 22, 14. Estas palabras no contradicen, en modo alguno la voluntad salvífica universal de Dios (cfr 1Tm 2, 4). En efecto, Cristo, en su Amor por los hombres, busca la conversión de cada alma con infinita paciencia, hasta el extremo de morir en la cruz (cfr Mt 23, 37; Lc 15, 4-7). Es la doctrina que enseña el apóstol S. Pablo, cuando dice que Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como oblación y víctima (Ef 5, 2). Cada uno de nosotros puede afirmar con el Apóstol que Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). No obstante, Dios, en su infinita sabiduría, respeta la libertad del hombre, que tiene la tremenda posibilidad de rechazar la gracia (cfr Mt 7, 13-14).

Mt 22, 15-21. Fariseos y herodianos se unen para conspirar contra Jesús. Los herodianos eran los partidarios de la política de Herodes y su dinastía: veían de buen grado la dominación romana y, en materia religiosa, compartían las ideas materialistas de los saduceos. Los fariseos eran celosos cumplidores de la Ley, antirromanos y consideraban el régimen de Herodes y sus sucesores como una usurpación. No se puede imaginar diferencia más radical. Esta unión tan sorprendente indica hasta qué punto odiaban al Señor.
Si el Señor contestaba que era lícito pagar tributo al César, los fariseos podían desacreditarle frente al pueblo, que pensaba con mentalidad nacionalista; si contestaba que no era lícito, los herodianos podían denunciarle frente a la autoridad romana.
Jesús da una respuesta cuya profundidad ellos no alcanzan y que es al mismo tiempo absolutamente fiel a la predicación que ha venido haciendo del Reino de Dios: dad al César lo que le corresponde, pero no más de ello, pues desde luego hay que dar a Dios lo que le corresponde, reverso necesario de la cuestión, que no le habían planteado. No existe igualdad de nivel, pues para un israelita Dios trasciende toda cota humana. ¿Qué es lo que corresponde al César? La tributación, que la necesita para la existencia del ordenamiento temporal. ¿Qué es lo que hay que dar a Dios? Evidentemente todos los mandamientos, que implican el amor y la entrega personales. La respuesta de Jesús supera el horizonte humano de sus tentadores; está por encima del sí y del no, que querían arrancarle.
La doctrina de Jesucristo trasciende cualquier planteamiento político, y si los fieles, en ejercicio de su libertad, eligen una determinada solución para los asuntos de carácter temporal recuerden que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva la autoridad de la Iglesia a favor de su opinión Gaudium et spes, 43).
Jesús, con estas palabras, reconoció el poder civil y sus derechos, pero avisó claramente que deben respetarse los derechos superiores de Dios (cfr Dignitatis humanae, 11), y señaló como parte de la voluntad de Dios el cumplimiento fiel de los deberes cívicos (cfr Rm 13, 1-7).

Mt 22, 23-33. Los saduceos argumentan contra la fe en la resurrección de los muertos apoyándose en una ley judía, la ley del levirato (Dt 25, 5-10). Esta mandaba que cuando un hombre casado moría sin dejar sucesión, uno de sus hermanos, según un orden establecido, debía casarse con la viuda, y al primero de los hijos que tuviera se le debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos ponen en ridículo la ley y la fe en la resurrección, relatando un caso pintoresco. Jesucristo responde poniendo de manifiesto la frivolidad de los objetares. Contesta a lo que ellos han preguntado afirmando rotundamente la resurrección de los muertos.

Mt 22, 30. Jesucristo enseña inequívocamente que los bienaventurados habrán superado por completo las condiciones naturales del hombre y por ello no será necesaria la institución del matrimonio, al cesar los fines de éste. En efecto, el fin primario del matrimonio, que es la procreación y educación de los hijos, no persiste en la vida eterna, porque alcanzada la inmortalidad no será necesaria la procreación para la conservación de la especie humana (cfr Comentario sobre S. Mateo, 22, 30). Del mismo modo, respecto de la mutua ayuda, otro de los fines del matrimonio, como quiera que los bienaventurados gozan de la felicidad eterna y completa al poseer a Dios, no tienen necesidad de ninguna otra ayuda.

Mt 22, 34-40. Ante la pregunta, el Señor pone de relieve que toda la Ley se condensa en dos mandamientos: el primero y más importante consiste en el amor incondicional a Dios; el segundo es consecuencia y efecto del primero: porque cuando es amado el hombre, dice Santo Tomás, es amado Dios ya que el hombre es imagen de Dios (cfr Comentario sobre S. Mateo, 22, 4).
Quien ama de verdad a Dios ama también a sus iguales, porque verá en ellos a sus hermanos, hijos del mismo Padre, redimidos por la misma sangre de Nuestro Señor Jesucristo: Tenemos este mandato de Dios: que el que ame a Dios ame también a su hermano (1Jn 4, 21). Hay en cambio un peligro: Si amamos al hombre por el hombre, sin referencia a Dios, este amor se convierte en obstáculo que impide el cumplimiento del primer precepto; y entonces deja también de ser verdadero amor al prójimo. Pero el amor al prójimo por Dios es prueba patente de que amamos a Dios: si alguien dice: amo a Dios, pero desprecia a su hermano, es un mentiroso (1Jn 4, 20).
Amarás a tu prójimo como a ti mismo: Establece aquí el Señor que la medida práctica del amor al prójimo ha de ser la del amor a uno mismo; tanto el amor a los demás como el amor a uno mismo se fundamentan en el amor a Dios. De ahí que, en unos casos, el amor de Dios exigirá poner una necesidad del prójimo por delante de la nuestra y, en otros casos, no: depende del diverso valor que tengan, a la luz del amor de Dios, los bienes espirituales y materiales que estén en juego.
Es evidente que los bienes del espíritu tienen una precedencia absoluta sobre los bienes materiales, incluso el de la misma vida. De ahí que siempre hay que salvar ante todo los bienes espirituales, sean propios o del prójimo. Cuando se trata del supremo bien espiritual, que es la salvación del alma, de ningún modo se puede correr el peligro cierto de condenarse por salvar a otro, porque, dada la libertad humana, nunca podemos estar seguros de la decisión personal que pueda tomar el prójimo: es la situación que refleja la parábola de las vírgenes necias y prudentes (cfr Mt 25, 1-13) al negarse éstas a darles el aceite; en el mismo sentido dice San Pablo que se haría anatema para salvar a sus hermanos (cfr Rm 9, 3), en una frase condicional irreal. No obstante, está claro que hemos de hacer todo lo posible para salvar a nuestros hermanos, conscientes de que quien contribuye a que el pecador se convierta de su extravío se salvará él mismo de la muerte eterna y cubrirá la muchedumbre de sus pecados (St 5, 20). De todo ello se deduce que el mismo recto amor de sí, basado en el Amor de Dios al hombre, trae como consecuencia las exigencias radicales del olvido de sí para amar a Dios y al prójimo por Dios.

Mt 22, 37-38. El mandamiento del amor es el más importante porque en él alcanza el hombre su perfección (cfr Col 3, 14). Cuanto un alma más ama, escribe San Juan de la Cruz, tanto es más perfecta en aquello que ama; de aquí es que esta alma que ya está perfecta, toda ella es amor y todas sus acciones son amor, dando todas sus cosas, como el sabio mercader (Mt 13, 46), por este tesoro de amor que halló escondido en Dios (...) Porque, así como la abeja saca de todas las hierbas la miel que allí hay y no se sirve de ellas más que para esto, así también de todas las cosas que pasan por el alma, con grandes facilidades saca ella la dulzura de amor que hay; que amar a Dios en ellas, ahora sea sabroso, ahora desabrido, estando ella informada y amparada con el amor como lo está, ni lo siente, ni lo gusta, ni lo sabe, porque, como hemos dicho, el alma no sabe sino amor, y su gusto en todas las cosas y tratos, siempre es deleite de amor de Dios (Cántico Espiritual, canción 27, 8).

Mt 22, 41-46. Dios prometió al rey David que uno de sus descendientes poseería el reino eternamente (2S 7, 12 ss.). Era una clara alusión al Mesías, y así lo interpretaba toda la tradición judía, que le titulaba Hijo de David. En tiempo de Jesucristo este título mesiánico estaba cargado de un fuerte sentido nacionalista: esperaban un rey terreno, descendiente de David, que les librase de la dominación romana. Jesús en este pasaje muestra a los fariseos que el origen del Mesías es superior: no sólo Hijo de David, sino de naturaleza más alta, en cuanto que es Hijo de Dios y trasciende lo puramente temporal. La referencia al Sal 111, 1, con el que argumenta Jesús, explica que el Mesías es Dios: por eso, David le llama Señor; por lo mismo, está sentado a la derecha de Dios (cfr Hch 2, 33-36): tiene su mismo poder, dignidad y gloria.

Mt 23, 1-39. Todo este capítulo es una dura acusación contra los escribas y fariseos, al mismo tiempo que muestra el dolor y la compasión de Jesús hacia las gentes sencillas, mal conducidas por aquéllos, maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36). En el discurso pueden distinguirse tres partes: en la primera (vv. Mt 23, 1-12) delata sus principales vicios y corrupciones; en la segunda (vv. Mt 23, 13-36) se encara con ellos y les dirige los célebres ayes, que vienen a ser como el reverso de las bienaventuranzas del capítulo quinto: imposible será entrar en el Reino de los Cielos –o su contrario, escapar de la condenación del fuego– a quien no cambie radicalmente de actitud y de conducta; en la tercera parte (vv. Mt 23, 37-39) está la queja contra Jerusalén: Jesús se duele entrañablemente de los males que acarrea al pueblo la ceguera orgullosa y la dureza de corazón de los escribas y fariseos.

Mt 23, 2-3. Moisés entregó al pueblo la Ley que había recibido de Dios. Los escribas, que pertenecían en su mayoría al partido de los fariseos, tenían a su cargo enseñar al pueblo la Ley mosaica; por eso se decía de ellos que estaban sentados sobre la cátedra de Moisés. El Señor reconoce la autoridad con que los escribas y fariseos enseñan, en cuanto que transmiten la Ley de Moisés; pero previene al pueblo y a sus discípulos acerca de ellos, distinguiendo entre la Ley que ellos leen y enseñan en las sinagogas, y las interpretaciones prácticas que ellos muestran con su vida. Años más tarde San Pablo –fariseo, hijo de fariseo–, manifestará acerca de sus antiguos colegas un juicio idéntico al de Jesús: Tú, que enseñas a otros, ¿cómo no te enseñas a ti mismo?; tú, que predicas no hurtar, hurtas...; tú, que te glorías en la Ley, con la violación de la misma Ley, deshonras a Dios. Vosotros sois la causa, como dice la Escritura (Is 52, 5), de que sea blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles (Rm 2, 21-24).

Mt 23, 5. Las filacterias eran cintas o bandas en las que escribían
palabras de la Sagrada Escritura. Los israelitas se las ponían sobre la frente, y atadas a los brazos. Para distinguirse de los demás y parecer más religiosos y observantes los fariseos las llevaban más anchas. Las franjas eran flecos de color jacinto, puestos en los remates de sus capas. Los fariseos en señal de ostentación las llevaban más largas.

Mt 23, 8-10. Jesucristo viene a enseñar la Verdad, más aún Él es la Verdad (Jn 14, 6). De ahí la singularidad y el carácter único de su condición de Maestro. La vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. De suerte que para los cristianos el Crucifijo es una de las imágenes más sublimes y populares de Jesús que enseña.
Estas consideraciones, que están en línea con las grandes tradiciones de la Iglesia, reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo, el Maestro que revela a Dios a los hombres y al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria (Catechesi tradendae, 9).

Mt 23, 11. Frente a la apetencia de honores que mostraban los fariseos, el Señor insiste en que toda autoridad, y con más razón si es religiosa, debe ser ejercida como un servicio a los demás. Y, como tal, no puede ser instrumentalizada para satisfacer la vanidad o la avaricia personales. La enseñanza de Cristo es absolutamente clara: El mayor entre vosotros sea vuestro servidor.

Mt 23, 12. El espíritu de orgullo y de ambición es incompatible con la condición de discípulo de Cristo. Con estas palabras el Señor insiste en la exigencia de la verdadera humildad, como condición imprescindible para seguirle. Los verbos en voz pasiva será humillado y será ensalzado tienen como sujeto agente a Dios: Él mismo humillará a los soberbios y ensalzará a los humildes. En este sentido la Epístola de Santiago enseña que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (St 4, 6). Y en el canto del Magníficat, la Virgen Santísima exclama que el Señor derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes (Lc 1, 52).

Mt 23, 13. Comienzan aquí las invectivas del Señor contra el comportamiento de escribas y fariseos. Estas quejas marcadas por la palabra ¡ay! incluyen el rechazo de un pasado lleno de malas acciones y una amenaza para el futuro, si no hay conversión y arrepentimiento.

Mt 23, 14. Muchos manuscritos, por influjo de Mc 12, 40 y Lc 20, 47, añaden el v. 14: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones! Por ello recibiréis un juicio más severo. Con estas palabras el Señor no reprocha a los fariseos el rezar largas oraciones, sino su hipocresía y codicia. Los fariseos, en efecto, a través de muchas prácticas externas de religión, buscaban ser considerados como hombres de piedad, para aprovecharse después de esta reputación ante las personas débiles, como eran las viudas. Estas se encomendaban a sus rezos, y ellos, a cambio, pedían muchas limosnas. Jesús quiere indicar con esta afirmación que la oración debe venir siempre de un corazón recto y un espíritu generoso. Véanse notas a Mt 6, 5-8.

Mt 23, 15. Con la palabra prosélito se designaba a los paganos que se convertían al judaísmo. Prosélito –según su raíz– indica el que viene, el que se une por una llamada de Dios al pueblo elegido, viniendo de la idolatría. Los fariseos no ahorraban esfuerzos para ganar una nueva conversión. Nuestro Señor no les reprocha su proselitismo, sino el preocuparse exclusivamente de tener un éxito humano, por motivos de vanagloria.
La desgracia de estos prosélitos era que, habiendo recibido la luz de la revelación del Antiguo Testamento, quedaban sin embargo en manos de escribas y fariseos, que les imbuían también su propia visión humana.

Mt 23, 22. La doctrina de Nuestro Señor sobre el juramento está expuesta en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 33-37). Jesús elimina la casuística minuciosa de los fariseos para apuntar directamente a la rectitud de intención del que jura y para recalcar la majestad y la dignidad de Dios. Lo que pide Jesús es un corazón puro, sin engaño.
Reprende el Señor sobre todo la actitud de desvirtuar el juramento, que tenían los doctores de la Ley, faltando con ello al respeto hacia las cosas sagradas y, principalmente, hacia el Nombre Santo de Dios. Jesús llama la atención, por tanto, sobre el precepto de la Ley: No tomarás en vano el nombre del Señor, tu Dios (Ex 20, 7; Lv 19, 12; Dt 5, 11).

Mt 23, 23. La menta, el eneldo (o anís) y el comino son hierbas que los judíos cultivaban y empleaban para aromatizar las habitaciones o para condimentar la comida. Siendo productos insignificantes no entraban en el precepto mosaico del pago de los diezmos (Lv 27, 30-33; Dt 14, 22 ss.); éste afectaba a los animales domésticos y a algunos de los productos más corrientes del campo: trigo, vino, aceite, etc. Sin embargo los fariseos, para ostentar su respeto escrupuloso a la Ley, pagaban los diezmos incluso de aquellas hierbas. Era una falsa manifestación de generosidad y acatamiento a la Ley: el Señor no la desprecia ni la rechaza, sólo restablece el orden de las cosas. Es inútil cuidar los detalles secundarios, si no se cuidan las cosas fundamentales y verdaderamente importantes: la justicia, la misericordia y la fidelidad.

Mt 23, 24. Por escrúpulo de no exponerse a tragar algún insecto declarado impuro por la Ley, los fariseos llegaban hasta filtrar las bebidas a través de un lienzo. Nuestro Señor les reprocha ese modo ridículo de comportarse: colar cuidadosamente un mosquito, tener escrúpulo de la menor cosa y tragar sin vacilación de ninguna clase el camello: cometer grandes pecados.

Mt 23, 25-26. Antes el Señor había reprochado a los fariseos su hipocresía en las prácticas de piedad; aquí les echa en cara su simulación en el terreno moral. Los judíos hacían numerosas abluciones de platos, vasos y objetos de mesa, según las condiciones requeridas sobre la pureza legal (cfr Mc 7, 1-4).
La imagen utilizada apunta a un nivel más profundo: el cuidado de la pureza moral que está en el interior del hombre. Esta es la que primordialmente interesa: limpieza de corazón, rectitud de intención, coherencia entre palabras y obras, etc.

Mt 23, 27-28. Era costumbre entre los judíos blanquear con cal los sepulcros todos los años, un poco antes de la fiesta de la Pascua. Así se podían ver bien y evitar el rozarlos, lo cual era causa de impureza durante siete días (Nm 19, 16; cfr Lc 11, 44).
A plena luz del sol los sepulcros aparecían blancos y radiantes, mientras en su interior se ocultaba la podredumbre.

Mt 23, 29-32. El Señor les hace ver que son de la misma ralea que sus antepasados, no porque construyan mausoleos a los profetas y justos, sino porque siguen imitando la maldad de aquellos que los mataron. Ahí está su hipocresía, que les llevará a ser peores que sus padres. Con ironía llena de dolor, Jesucristo les dice que colmen la medida de sus antepasados.
Sin duda se refiere a su Pasión y Muerte: si los antiguos mataron a los profetas, los contemporáneos del Señor, haciéndole padecer y morir, llevarán al colmo esa crueldad.

Mt 23, 34. En el Nuevo Testamento se habla efectivamente de profetas (cfr 1Co 12, 28; Hch 13, 1), sabios (cfr 1Co 2, 6; Mt 13, 52) y doctores (cfr Hch 13, 1; 1Co 12, 28), porque ciertamente están llenos del Espíritu Santo y enseñan en nombre de Cristo. La historia de la Iglesia atestigua que realmente se cumplieron estas palabras de Jesús, pues fue en la sinagoga donde surgieron las primeras persecuciones contra los cristianos.

Mt 23, 35. Este Zacarías es un personaje distinto del penúltimo de los profetas menores. Parece que se refiere al que fue lapidado en tiempos del rey Joás (2Cro 24, 16-22). Entre el templo y el altar: dentro del recinto sagrado, delimitado por una muralla, estaba el edificio que podemos llamar propiamente el Templo, y frente a él –fuera de la edificación– el gran altar de los holocaustos.

Mt 23, 37-39. La entrañable exclamación de Jesús resume, de algún modo, toda la historia de la salvación y es un testimonio de la divinidad de Cristo. ¿Quién sino Dios fue el protagonista de todas esas acciones de misericordia que jalonan la historia de Israel. La imagen de la protección bajo las alas es frecuente en el Antiguo Testamento para aludir al amor y protección de Dios hacia su pueblo. Asi aparece en los profetas, en el cántico de Moisés (cfr Dt 32, 11), y en muchos salmos (cfr Sal 18, 8; Sal 27, 8; Sal 58, 2; Sal 62, 5; Sal 64, 8). Y no quisiste; incansablemente les ha predicado el Reino de Dios: durante siglos, por medio de los profetas; en los últimos años Él mismo, como Verbo de Dios hecho hombre. Pero la Ciudad Santa ha resistido a la gracia que, de modo totalmente singular, Dios le ha ofrecido. Jerusalén puede ser una advertencia para todo cristiano: la libertad que Dios nos ha dado, al crearnos a imagen y semejanza suya, nos da la tremenda posibilidad y riesgo de rechazar la gracia, la invitación de Dios. La vida del cristiano está marcada por una serie continua de conversiones: sucesivos arrepentimientos y vueltas a Dios, que siempre está dispuesto a perdonarnos, como Padre amoroso.

Mt 24, 1. A lo largo del discurso del Señor en que nos habla de "las realidades últimas", aparecen entremezcladas tres profecías: la ruina de Jerusalén –conquistada y arrasada por las tropas del emperador Tito en el año 70–, la descripción del final del mundo y la venida definitiva de Cristo. En espera del acontecimiento de estas tres realidades, el Señor nos invita a la vigilancia y la oración.
Podrían ayudar a la lectura y comprensión de este capítulo las divisiones del texto sagrado que se indican en la traducción, para entender a qué se refiere Jesús en los diversos momentos de este discurso. Pues fácilmente se pueden confundir los signos y los tiempos de la destrucción de Jerusalén con los signos y los tiempos del fin del mundo y segunda venida de Cristo. No obstante, hay que tener en cuenta que la destrucción de Jerusalén es una figura o tipo de la consumación final. El Señor habla aquí con el estilo y el lenguaje propios de los profetas, los cuales anuncian las cosas futuras sin explicar con detalle el orden en que van a suceder y sirviéndose de imágenes y simbolismos. La oscuridad que presenta toda profecía de futuro se aclara a medida que se van cumpliendo los sucesos anunciados. Las profecías del Antiguo Testamento no se entendieron bien hasta que se cumplieron en la primera venida de Cristo. Las profecías del Nuevo Testamento no quedarán del todo esclarecidas hasta la segunda venida del Señor. A la luz de estas consideraciones hay que leer las notas al presente capitulo.

Mt 24, 3. Impresionados los discípulos por el anuncio dramático
de la destrucción del Templo preguntan al Señor sobre el momento de su realización que, según la mentalidad de los judíos de la época, debía coincidir con el fin del mundo. Les faltaba, pues, la perspectiva que permitiese distinguir entre la destrucción del Templo y el fin del mundo. No había venido aún el Espíritu Santo que les aclararía muchas cosas (cfr Jn 14, 26).

Mt 24, 4-14. El Señor indica que desde entonces hasta el fin del mundo tendrá lugar la predicación del Evangelio a todas las criaturas. Durante ese tiempo surgirán diversas tribulaciones. No son las señales del fin de los tiempos, son las circunstancias ordinarias entre las que se desarrollará la predicación cristiana.

Mt 24, 15. La abominación de la desolación; Jesús se refiere a una profecía de Daniel (Dn 9, 27; Dn 11, 31; Dn 12, 11), en la que el profeta previo que el rey (Antioco IV) ocuparía con sus tropas el santuario y levantaría sobre el altar de los holocaustos imágenes de dioses falsos. Así fue, y el ídolo que, en efecto, edificó sobre el altar quedó como manifestación de abominación (la idolatría) y de desolación. Nuestro Señor aplica este episodio de la historia de Israel a la futura destrucción de Jerusalén, por esto pide –quien lea, entienda– una mayor atención al texto de Daniel. Vendrá, dice Jesús, una nueva manifestación desoladora, que arrasará el Templo para introducir la idolatría. En efecto, el año 70 d.C. el Templo fue destruido y profanado por las tropas romanas. Todavía en el siglo II d.C., el emperador Adriano mandó colocar una estatua de Júpiter sobre las ruinas del Templo.
Ya había hablado el Señor de los males que habían de sobrevenir a la ciudad y de las pruebas que tendrían que sufrir sus apóstoles y cómo éstos serían invencibles y recorrerían toda la tierra. Ahora trata nuevamente de la catástrofe de los judíos, haciendo ver que, mientras los suyos brillarían enseñando a toda la tierra, aquéllos sufrirían las más terribles calamidades (Hom. sobre S. Mateo, 76).

Mt 24, 15-20. La huida delante de los romanos deberá ser rapidísima (cfr Lc 21, 20-21): los cristianos deberán abandonar las llanuras de Judea para refugiarse en las cuevas de los montes. Efectivamente, huyeron a Transjordania (cfr Historia Eclesiástica, III, 5). Las casas de Palestina solían tener una escalera que conectaba el terrado directamente con el exterior. La ley del sábado no permitía andar más de dos mil pasos, poco más de un kilómetro.
Para dar una idea de la magnitud de estos acontecimientos basta considerar que, según Flavio Josefo, historiador judío contemporáneo de los sucesos, en el asedio de Jerusalén del año 70 d.C. murieron un millón cien mil personas (Guerra Judaica, 6, 420). El asedio de Jerusalén tuvo lugar estando la ciudad superpoblada por los peregrinos judíos de todo el mundo, que habían acudido a ella con motivo de las fiestas de la Pascua. Si se tiene en cuenta esta circunstancia, la cifra que da Flavio Josefo puede creerse cercana a la realidad.

Mt 24, 22. ¿De qué salvación se trata? En primer lugar, de la salvación física: si Dios, por su misericordia, no acortara el tiempo de la tribulación, nadie escaparía a la muerte. En segundo lugar de la salvación eterna: la prueba será tan dura que Dios tendrá que reducir su tiempo para que los elegidos no sean vencidos por la tentación y puedan salvarse. Hay que tener en cuenta que la tribulación incluye un aspecto físico (terremotos, cataclismos, guerras) y otro espiritual (falsos profetas, herejías, doctrinas equivocadas, etc.)

Mt 24, 23-28. Enlazando con la profecía sobre la destrucción de Jerusalén, Jesús anuncia su segunda venida. Las palabras son misteriosas y su sentido oscuro. Quedan en la penumbra muchos acontecimientos, de los cuales Jesús habla sólo genéricamente.
Lo importante es aumentar nuestra confianza en Jesús y en sus palabras –mirad que os lo he predicho (v. 25), acababa de decir el Señor–, y perseverar hasta el fin.
Se repite el esquema de los vv. Mt 24, 4-13: entre la caída de la Ciudad Santa y el fin del mundo se renovarán los sufrimientos de los cristianos: persecuciones, falsos profetas y falsos mesías que inducirán a muchos a la perdición (vv. Mt 24, 23-24).
El v. 28 es de difícil interpretación: parece ser un proverbio que indicaba la rapidez y efectividad con que las aves de rapina se dirigen a su presa. Quizá se insinúe que en la segunda venida del Señor se reunirán a su alrededor buenos y malos, vivos y difuntos: todos los hombres se dirigirán irresistiblemente hacia Cristo triunfante, atraídos los unos por el amor, forzados los otros por la justicia. San Pablo ha expresado la fuerza de atracción que ejercerá entonces el Hijo del Hombre diciendo que los justos serán arrebatados entre nubes por los aires al encuentro del Señor (1Ts 4, 17).

Mt 24, 29. La naturaleza misma manifestará el estremecimiento ante el Juez supremo que aparecerá revestido de todo su poder.

Mt 24, 30. La señal del Hijo del Hombre ha sido interpretada tradicionalmente como la Cruz gloriosa que resplandecerá como el mismo sol (cfr Hom. sobre S. Mateo, 76). La liturgia de la Cruz ha dado la misma interpretación: aparecerá en el cielo esta señal, cuando el Señor venga a juzgar. El instrumento de la Pasión del Señor será señal de condena para quienes le han despreciado, y de alegría para quienes han compartido su Cruz.

Mt 24, 32-35. S. Juan Crisóstomo, viendo en la destrucción de Jerusalén la figura del fin del mundo, aplica a éste la parábola de la higuera: Por ella profetiza también otra primavera espiritual que en aquel dia ha de venir para los justos después del invierno de la presente vida; para los pecadores, por el contrario, vendrá el invierno después de la primavera... Mas no fue manifestarles el plazo de su venida la única razón de ponerles la parábola de la higuera, sino que quiso también darles la certeza de que su palabra se cumpliría absolutamente. Tan cierto como es que llega la primavera, así también será la venida del Hijo del Hombre (Hom. sobre S. Mateo, 77).
Esta generación: El versículo es un ejemplo claro de lo que se ha dicho en la nota a Mt 24, 1, acerca del carácter de símbolo que tiene la destrucción de Jerusalén. Esta generación se refiere primeramente a la contemporánea de la destrucción del Templo. Pero, teniendo en cuenta que la destrucción de Jerusalén es figura del fin del mundo, puede decirse con San Juan Crisóstomo que no hablaba el Señor solamente de la generación que a la sazón vivía, sino de la generación de los creyentes, porque sabe el Señor que una generación no se caracteriza sólo por el tiempo, sino también por la manera de su culto y de su vida: en ese sentido dice el salmista 'esta es la generación de los que buscan al Señor' (Sal 25, 6) (Hom. sobre S. Mateo, 77).

Mt 24, 35. Es otra confirmación de la realización de las profecías
anteriores, como si dijese: es más fácil que el cielo y la tierra, que parecen tan estables, desaparezcan, que el que mis palabras dejen de cumplirse; y es, al mismo tiempo, una afirmación llena de solemnidad del valor de la palabra divina: el cielo y la tierra, por su naturaleza de cosas creadas, no son necesariamente inmutables, de manera que pueden no existir; sin embargo las palabras de Cristo, que tienen origen en la eternidad, poseen tal fuerza y poder que permanecen para siempre (S. Hilario, In Matth., 26).

Mt 24, 36. Toda revelación sobre el fin de los tiempos queda envuelta en el misterio; Jesús, que siendo Dios conocía perfectamente el plan de la salvación, se niega a revelar la fecha del día del Juicio final. ¿Por qué? Para mantener a los apóstoles y a los discípulos vigilantes, y para reafirmar la trascendencia de este designio misterioso. Se puede poner en relación esta frase con la contestación a los hijos de Zebedeo: sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para quienes ha dispuesto mi Padre (Mt 20, 22): no porque en realidad lo desconozca, sino porque no es de su oficio revelarlo.
Aquel día: Es una expresión acunada y normalmente utilizada en la Biblia para indicar el día del juicio de Dios a todos los hombres (cfr Am 8, 9.12; Is 2, 20; Mi 2, 4; Ml 3, 19; Mt 7, 22; Mc 13, 32; Lc 10, 12; 2Tm 1, 12, etc.)

Mt 24, 37-39. El Señor representa en pocos trazos la situación de despreocupación y de insensibilidad de los hombres frente a lo sobrenatural. Esto no es sólo de entonces ni de ahora: es de siempre. Parece más importante comer y beber, tomar mujer o marido: en realidad, obrando así, se olvida que lo más importante es la vida eterna. Al mismo tiempo el Señor predice: como fue en tiempo del diluvio, así será el final del mundo. La segunda venida del Hijo del Hombre se cumplirá en un momento inesperado, sorprendiendo a los hombres en lo que están haciendo, bueno o malo.
Es, pues, tentar al Señor esperar al último instante para cambiar de disposición.

Mt 24, 40. En medio de las cosas más corrientes de la vida –las faenas del campo, trabajos de la casa, etc.– tiene lugar el llamamiento divino y la respuesta del hombre, y se decide, por tanto, la felicidad eterna o la eterna condenación. Para la salvación no hacen falta condiciones o circunstancias extraordinarias en la vida, sino la fidelidad cotidiana al Señor en medio de lo normal.

Mt 24, 42. La consecuencia que saca el mismo Jesucristo de esta
revelación sobre las cosas futuras es que el cristiano debe vivir vigilante cada día como si fuera el último de su vida.
Lo importante no es elucubrar acerca de cuándo y cómo serán esos acontecimientos últimos, sino vivir de tal forma que nos encuentren en gracia de Dios.

Mt 24, 51. Le dará el mayor castigo: literalmente lo partirá en dos; puede entenderse, metafóricamente, lo arrojará de si. Llanto y rechinar de dientes: las penas del infierno.

Mt 25, 1-46. Todo el capítulo 25 es una aplicación práctica de la doctrina del capítulo 24. Jesucristo, con la parábola de las vírgenes, la de los talentos y la enseñanza sobre el Juicio final, vuelve a insistir sobre la doctrina de la vigilancia (cfr nota a Mt 24, 42). En este sentido, todo el capítulo 25 es también una luz poderosa que se proyecta sobre el capítulo 24.

Mt 25, 1-13. La enseñanza principal de la parábola es la exhortación a la vigilancia: en la práctica es tener la luz de la fe, que se mantiene viva con el aceite de la caridad. Entre los hebreos las bodas se celebraban en casa del padre de la desposada. Las vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de la novia, que esperan en casa de ésta la venida del esposo. La atención de la parábola se centra en la actitud que se debe adoptar hasta la llegada del esposo. En efecto, no es suficiente saberse dentro del Reino, la Iglesia, sino que es preciso estar vigilantes y prevenir con buenas obras la venida de Cristo.
Esa vigilancia ha de ser continua, perseverante, porque continuo es el ataque del demonio que, como león rugiente, merodea buscando a quien devorar (1P 5, 8): Vela con el corazón, vela con la fe, con la caridad, con las obras(...); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen (...), aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al Esposo por el Amor, para que Él te introduzca a la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá (S. Agustín, Sermo 93).

Mt 25, 14-30. El talento no era propiamente una moneda, sino una unidad contable, que equivalía aproximadamente a unos cincuenta kilos de plata.
En esta parábola el Señor nos enseña principalmente la necesidad de corresponder a la gracia de una manera esforzada, exigente y constante durante toda la vida. Hay que hacer rendir todos los dones de naturaleza y de gracia recibidos del Señor. Lo importante no es el número, sino la generosidad para hacerlos fructificar.
La vocación cristiana no se puede esconder, ni esterilizar, debe ser comunicativa, apostólica, entregada. No pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo (Amigos de Dios, 47).
A un fiel cristiano corriente no puede pasarle inadvertido el hecho de que Jesús haya querido explicar la doctrina de la correspondencia a la gracia sirviéndose como figura del trabajo profesional de los hombres. ¿No es esto recordarnos que la vocación cristiana se da en medio de las ocupaciones ordinarias de la vida? Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca (Conversaciones, 114).

Mt 25, 31-46. Las tres parábolas precedentes (Mt 24, 42-51; Mt 25, 1- 13 y Mt 25, 14-30) se terminan con la amenaza de un juicio riguroso y definitivo. Contemplamos ahora la escena grandiosa de este acto final, que hará entrar todas las cosas en el orden de la justicia. La tradición cristiana le da el nombre de Juicio Final, para distinguirlo del Juicio Particular a que cada uno deberá someterse inmediatamente después de la muerte. La sentencia dictada al fin de los tiempos no será sino la confirmación pública y solemne de la suerte cabida ya a elegidos y réprobos.
En este pasaje se pone de manifiesto la enseñanza de algunas verdades fundamentales de nuestra fe: 1) La existencia de un juicio universal al final de los tiempos. 2) La identificación que Cristo hace de sí mismo con la persona de cualquier necesitado: hambriento, sediento, desnudo, enfermo, encarcelado. 3) Finalmente, la realidad de un suplicio eterno para los malos y de una dicha eterna para los justos.

Mt 25, 31-33. En los testimonios de los Profetas y en el Apocalipsis se representa al Mesías, como a los jueces, en un trono. Así vendrá Jesús al fin de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos.
La verdad del Juicio universal, que consta ya en los primeros símbolos de la Iglesia, es un dogma de fe definido solemnemente por Benedicto XII en la Constitución Benedictus Deus, del 29 de enero de 1336.

Mt 25, 35-46. Todas las facetas enumeradas en el pasaje –dar de comer, dar de beber, vestir, visitar– resultan ser obras de amor cristiano cuando al hacerlas a estos pequeños se ve en ellos al mismo Cristo. De aquí la importancia del pecado de omisión. El no hacer una cosa que se debe hacer supone dejar a Cristo desprovisto de tales servicios.
Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad (Es Cristo que pasa, 111).
Seremos juzgados sobre el amor (Avisos y sentencias espirituales, 57). El Señor nos pedirá cuenta no solamente del mal que hayamos hecho sino además del bien que hayamos dejado de hacer. De esta forma, los pecados de omisión aparecen en toda su gravedad, y el amor al prójimo en su fundamento último: Cristo está presente en el más pequeño de nuestros hermanos.
Escribe Santa Teresa de Jesús: Acá, solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo; es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección es como hacemos su voluntad... La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios, no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo, hará que crezca el que tenemos a su Majestad por mil maneras: en esto yo no puedo dudar (Moradas, 5, 3).
Por la parábola vemos con claridad que el cristianismo no puede ser reducido a una sociedad de mera beneficencia. Lo que da valor sobrenatural a toda ayuda en favor del prójimo es hacerla por amor de Cristo, viéndole a Él en el mismo necesitado. Por eso San Pablo afirma que aunque repartiera todos mis bienes..., si no tengo caridad, de nada me sirve (1Co 13, 3). Errada será, por tanto, cualquier interpretación de esta enseñanza de Jesús sobre el Juicio final que pretenda darle un sentido materialista, o que confunda la mera filantropía con la auténtica caridad cristiana.

Mt 25, 40-45. El Concilio Vaticano II, insistiendo en que éste es el fermento evangélico que dará sentido a la llamada asistencia social, dice: El Concilio, descendiendo a consecuencias prácticas y de máxima urgencia, inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno considere al prójimo, sin excepción alguna, como 'otro yo', cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, para no caer en la imitación de aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro (cfr Lc 16, 18-31). En nuestra época especialmente urge la obligación de hacernos prójimos de cualquier hombre que sea y de servirlos con efectividad, ya se trate de un anciano abandonado de todos, ya sea un trabajador extranjero injustamente despreciado, ya sea un desterrado, o un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no cometió, o del hambriento que apela a nuestra conciencia trayéndonos a la memoria las palabras del Señor: 'Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis' (Gaudium et spes, 27).

Mt 25, 46. La existencia de un castigo eterno para los réprobos y de un premio eterno para los elegidos es un dogma de fe definido solemnemente por el Magisterio de la Iglesia en el Conc. Lateranense IV del año 1215: Jesucristo (...) ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras –buenas o malas–: aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna-

Mt 26, 1-2. La Pasión de Cristo (Mt 26 y 27) es, sin comparación con ningún otro, el momento de su vida más minuciosamente narrado por los cuatro Evangelistas. Nada tiene esto de extraño porque la Pasión y Muerte de Nuestro Señor constituyen el punto culminante de su existencia humana y de la obra de la Redención, en cuanto que son el sacrificio expiatorio que Él mismo ofrece a Dios Padre por nuestros pecados. A su vez, los sufrimientos tan tremendos de Nuestro Señor ponen de relieve, de la manera más expresiva, su infinito amor a todos y cada uno de nosotros, y la gravedad de nuestros pecados. Pascua: Era la fiesta nacional por excelencia. Se celebraba en memoria de la liberación de la esclavitud padecida por Israel en
Egipto y de la protección de Yahwéh, mientras los egipcios eran castigados con la muerte de sus primogénitos (cfr Ex 12). Durante largo tiempo permaneció circunscrita al ámbito familiar. Los ritos esenciales consistían en la inmolación de un cordero sin defecto alguno, con cuya sangre se rociaban las jambas y el dintel de la puerta de entrada de las casas, y en una comida de acción de gracias. En tiempos del Señor el sacrificio se realizaba en el Templo de Jerusalén, mientras la comida tenía lugar en las casas donde se reunía toda la familia.
Cristo aprovecha este marco para instaurar la nueva Pascua, en la que Él mismo será el cordero sin mancha que con su sangre, derramada en la Cruz, liberará a todos los hombres de la esclavitud del pecado.

Mt 26, 3-5. El relato describe la conspiración definitiva de los jefes del pueblo para perder a Jesús. El crimen que están preparando será el medio para que Cristo cumpla hasta el final el plan de Redención previsto por el Padre (cfr Lc 24, 26-27; Hch 2, 23). Se ve también por este pasaje cómo no fue toda la nación judía la que planeó la muerte del Señor, sino sólo sus jefes.

Mt 26, 6. Betania, donde residían Lázaro y sus hermanas, era una pequeña ciudad situada al Este del Monte de los Olivos, en el camino de Jerusalén a Jericó. Es distinta de aquella aldea, también llamada Betania, cerca de la cual San Juan bautizaba (cfr Jn 1, 28).

Mt 26, 8-11. La esplendidez de aquella mujer es criticada por los discípulos bajo pretexto de una pobreza falsamente entendida. Les pareció un derroche, pues según nos cuenta S. Juan (Jn 12, 5), el perfume derramado costaba más de trescientos denarios, esto es, el salario de un jornalero durante todo un año. En realidad, lo que no habían entendido todavía era el amor que había en el gesto de aquella mujer.
Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
–Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
–Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: 'opus enim bonum operata est in me' –una buena obra ha hecho conmigo (Camino, 527). Cfr nota a Mt 21, 12-13.

Mt 26, 12. Era costumbre entre la nobleza judía embalsamar los cuerpos antes de darles sepultura, empleando ricos ungüentos y perfumes. Esta mujer se anticipa a la muerte del Señor. Y lo que de suyo era un gesto de generosidad y reconocimiento de su dignidad, se convierte además en signo profético de su muerte redentora.

Mt 26, 15. Desconcierta y pone sobre aviso pensar cómo Judas Iscariote llegó a vender a quien él había considerado como Mesías y de quien había recibido la llamada al ministerio apostólico. Treinta siclos o monedas de plata era el precio de un esclavo (cfr Ex 21, 32), la misma cantidad por la que vendió Judas al Maestro.

Mt 26, 17. Ácimos son los panes sin levadura que debían comerse durante siete días, en recuerdo del pan sin fermentar que los israelitas tuvieron que tomar apresuradamente al salir de Egipto (cfr Ex 12, 34). En tiempos de Jesús la cena de Pascua se celebraba el primer día de la semana de Ácimos.

Mt 26, 18. Aun cuando la expresión indica una persona, cuyo nombre no se dice, es de suponer que el Señor lo designara concretamente. En cualquier caso, sabemos por los otros Evangelistas (Mc 14, 13; Lc 22, 10) que Jesús dio indicaciones suficientes para que los discípulos pudieran encontrar la casa.

Mt 26, 22. Aunque todavía no habían ocurrido los acontecimientos gloriosos de la Pascua, que darían a los Apóstoles un superior conocimiento sobre Jesús, sin embargo, en su trato con el Señor y por la gracia divina, que ya habían ido recibiendo (cfr Mt 16, 17), los Apóstoles, a lo largo del ministerio público, habían robustecido y profundizado su fe en Jesús (cfr Jn 2, 11; Jn 6, 68-69). En este momento están persuadidos de que el Señor conoce las propias disposiciones interiores de ellos y lo que van a hacer. Por eso, cada uno le hace la inquietante pregunta acerca de su propia fidelidad futura.

Mt 26, 24. Alude Jesús a que Él mismo se entregará voluntariamente a la Pasión y Muerte. Con ello, además, cumplía la Voluntad divina, anunciada desde antiguo (cfr Sal 42, 10; Is 53, 7). Aun que nuestro Señor va a la muerte por propia voluntad, no por ello disminuye el pecado del traidor.

Mt 26, 25. El anuncio de la traición de Judas pasó inadvertido a los demás apóstoles (cfr Jn 13, 26-29).

Mt 26, 26-29. En esta breve escena, narrada también en Mc 14, 22- 25; Lc 22, 19-20 y 1Co 11, 23-26, se contienen las verdades fundamentales de la fe en torno al sublime misterio de la Eucaristía:
1) Institución de este Sacramento y presencia real de Jesucristo. 2) Institución del sacerdocio cristiano. 3) La Eucaristía, sacrificio del NT o Santa Misa.
1. En primer lugar, destaca la institución de la Eucaristía por S. Jesucristo, al pronunciar las palabras: esto es mi Cuerpo..., ésta es mi Sangre.... Lo que, hasta ese momento, no era más que pan ácimo y vino de vid, pasa a ser –por las palabras y la voluntad de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero– el propio Cuerpo y la propia Sangre del Salvador. Sus palabras, llenas de realismo, no admiten interpretaciones de carácter simbólico ni explicaciones que oscurezcan la misteriosa verdad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía: sólo cabe ante ellas la respuesta humilde de la fe que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica (De SS. Eucharistía). Así lo expresa Pablo VI en la Encíclica Mysterium fidei, 6: La perpetua instrucción impartida por la Iglesia a los catecúmenos y el sentido del pueblo cristiano, la doctrina definida por el Concilio de Trento y las mismas palabras de Cristo al instituir la Santísima Eucaristía, nos exige profesar que la Eucaristía es la carne de Nuestro Salvador Jesucristo, que padeció por nuestros pecados y al que el Padre, por su bondad, ha resucitado. A estas palabras de San Ignacio de Antioquía, nos agrada añadir las de Teodoro de Mopsuestia, fiel testigo en esta materia de la fe de la Iglesia, cuando decía al pueblo: Porque el Señor no dijo: esto es un símbolo de mi cuerpo, y esto es un símbolo de mi sangre, sino: esto es mi cuerpo y mi sangre.
Este sacramento, que no sólo tiene virtud de santificar sino que contiene al propio Autor de la Santidad, fue instituido por Jesús para que fuera alimento espiritual del alma, a la que fortalece en su lucha por alcanzar la salvación. Además, como enseña la Iglesia, por él se nos perdonan los pecados veniales y se nos dan fuerzas para no caer en los pecados mortales: nos une con Dios de tal manera que es una prenda de la gloria que alcanzaremos.
2. Al instituir la Sagrada Eucaristía mandó el Señor que se repitiera continuamente hasta el fin de los tiempos (cfr 1Co 11, 24-25 y Lc 22, 19) dando a los Apóstoles el poder de realizarlo. Así, pues, en este pasaje, completado por los relatos que hacen San Pablo y San Lucas en los lugares citados, Cristo instituyó también el sacerdocio, concediendo a los Apóstoles el poder de consagrar, que éstos transmitieron a sus sucesores. La consagración se realiza en la Santa Misa, cuando el sacerdote, teniendo intención de hacer lo que hace la Iglesia, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras consecratorias del Señor. En ese mismo instante se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre (De SS. Eucharistia, cap. 4). Esta conversión admirable recibe el nombre de Transustanciación. El pan ácimo y el vino de vid dejan de serlo para ser, después de la consagración, el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de S. Jesucristo. Y esta presencia real se da también en las pequeñas partículas que puedan desprenderse del pan y en la más pequeña gota de vino, una vez consagrados. Y continúa cuando se reservan las sagradas formas en el Sagrario, mientras duran las especies sacramentales.
3. En la Última Cena Cristo adelantó milagrosamente, de modo incruento, su próxima Pasión y Muerte. Cada Misa que se celebra desde entonces renueva el Sacrificio del Salvador en la Cruz. En cada Misa vuelve Jesucristo a dar su Cuerpo y su Sangre, ofreciéndose a Dios Padre en sacrificio por los hombres, como lo hizo en el Calvario. Existe una clara diferencia: en la Cruz se entregó con derramamiento de su sangre, en el altar lo hace de modo incruento. Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la Cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna Redención, como sin embargo no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte, en la Última Cena (...) para dejar a la Iglesia un sacrificio visible (...) por el que representar aquel suyo sangrante que había de consumar una sola vez en la Cruz (...), ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino (...) y los entregó para que los tomaran sus Apóstoles (De SS. Misae Sacrificio, cap. 1).
La expresión: que será derramada por muchos... equivale a que será derramada por todos (cfr nota a Mt 20, 27-28). De este modo, y con esas palabras, se cumple la profecía de Isaías (cap. Is 53), que anunciaba la muerte expiatoria de Cristo por todos los hombres. Solamente el sacrificio de Cristo tiene fuerza expiatoria ante el Padre; la Santa Misa la tiene porque es el mismo sacrificio de Cristo: El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio 'in persona Christi', lo cual quiere decir más que 'en nombre', o también 'en vez' de Cristo. 'In persona': es decir, en la identificación específica, sacramental con el 'Sumo y Eterno Sacerdote', que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva 'propitiatio pro peccatis nostris... sed etiam totius mundi' (1Jn 2, 2; cfr ibíd. 1Jn 4, 10) (Carta a todos los Obispos, 8).
Advirtamos, por último, que este augusto sacramento debe ser recibido con las debidas disposiciones de alma y cuerpo: en estado de gracia, con adoración, respeto y recogimiento, pues en él se recibe al mismo Dios. Que cada cual se examine y así coma de este pan y beba de este cáliz; pues el que lo come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación (1Co 11, 28-29).

Mt 26, 30-35. En la celebración de la Pascua se recitaban los salmos Sal 114-118. A esto se alude con las palabras: Recitado el himno. El Señor sabe lo que va a suceder: los acontecimientos más importantes, como su Muerte y Resurrección, y los de menos entidad, como las negaciones de Pedro.
El temor llevó a Pedro a negar tres veces al Maestro, que permitió su caída para que fuese humilde. Aprendemos de aquí una gran verdad: que no es suficiente el deseo del hombre, a no ser que se apoye en la ayuda de Dios (Hom. sobre S. Mateo, 83).

Mt 26, 36-46. Es en esta hora suprema cuando Nuestro Señor deja entrever toda la realidad y la exquisita sensibilidad de su naturaleza humana. Rigurosamente hablando, Cristo hubiese podido, gracias al dominio que tenía de sí mismo, impedir esta emoción de las facultades sensibles. Pero así se muestra mejor el misterio de su verdadera Humanidad y, en la misma medida, se hace más fácil de imitar. El demonio, después de las tentaciones con que le había acometido en el desierto, se apartó de él hasta el momento oportuno (Lc 4, 13). Ahora, durante la Pasión, vuelve al ataque apoyándose para ello en la repugnancia de la carne al sufrimiento, porque ésta es su hora y el poder de las tinieblas (Lc 22, 53).
Quedaos aquí (como si no quisiera desalentarlos con el espectáculo de su agonía) y velad conmigo para hacerme compañía y también para que os vayáis preparando por la oración a las tentaciones que se avecinan. Y se adelantó un poco, es decir, a la distancia de un tiro de piedra según San Lucas (Lc 22, 41). Como estaban en tiempo del plenilunio, los Apóstoles podían ver a Jesús; los más cercanos hasta quizá pudieron oír algunas palabras de la oración de su Maestro. Esta suposición, sin embargo, no basta para explicar el número y la precisión de los detalles del relato. Es de creer que el Señor, después de su Resurrección, comunicaría a sus discípulos las angustias de su agonía (cfr Hch 1, 3), lo mismo que les había contado sus tentaciones en el desierto (Mt 4, 1).

Mt 26, 47-56. El Señor vuelve a subrayar la libertad de su entrega cuando aquel tropel de gente se acerca para apoderarse de Él. Podía recurrir al Padre pidiendo el envío de ángeles que actuasen en su defensa, sin embargo no lo hace. Conoce el porqué de estos hechos y así lo quiere manifestar claramente: no es la violencia ni las exigencias de los hombres lo que en definitiva le conduce a la muerte, sino su amor y su deseo de cumplir la Voluntad del Padre.
Los judíos no entienden este modo sobrenatural que caracteriza el proceder del Señor; había estado entre ellos enseñándoselo, pero la dureza de corazón les había impedido entender y aceptar su doctrina.

Mt 26, 50. Judas emplea para llevar a cabo su traición una señal que, de por sí, indica amistad y confianza. El Señor, aun conociendo sus propósitos, le trata con gran delicadeza: le da una oportunidad para abrir su corazón y arrepentirse. La actitud del Señor nos enseña a respetar y tratar con caridad delicada incluso a quienes nos hacen mal.

Mt 26, 61. Como sabemos por el Evangelio de S. Juan (Jn 2, 19), Jesús había dicho: Destruid este Templo y lo levantaré en tres
Días. Se refería a la destrucción de su propio cuerpo, es decir, a su Muerte y a su Resurrección. Los judíos entonces entendieron mal estas palabras (Jn 2, 20), aplicándolas al Templo de Jerusalén.

Mt 26, 69. Las casas de los judíos de buena posición poseían un vestíbulo o portería, a través del cual se entraba en un patio interior. Al fondo se encontraban las habitaciones propiamente dichas. Pedro pasa por la puerta principal y, no atreviéndose a seguir el tropel de gente con Jesús en medio, se queda fuera en el patio, junto con los criado;.

Mt 26, 70-75. Cuando fueron a prender a Jesús en el Huerto de los Olivos, Pedro se enfrentó con aquellas gentes para defenderlo y, espada en mano, asestó un fuerte golpe dirigido a la cabeza del primero que se atrevió a tocar a su Maestro; el golpe fue esquivado en parte y sólo alcanzó a una oreja, cortándosela. La reacción del Señor, que le dice: Vuelve tu espada a su sitio... (Mt 26, 52), desconcierta a Pedro: su fe es indiscutible –Jesús mismo la había alabado ante los demás Apóstoles (Mt 16, 17)–, pero todavía era demasiado humana y necesitaba una profunda purificación. Al prender a Jesús, todos los discípulos huyen en desbandada; se cumplió así la profecía heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas (Za 13, 7). Pedro, sin embargo, le seguirá aunque de lejos (Mt 26, 58), moralmente hundido, desconcertado; pero con valentía penetra dentro de la casa de Caifás, a cuyo criado Maleo había cortado la oreja (Jn 18, 10-11).
La fe de Pedro en Jesucristo sufre la gran prueba. Unas horas antes del prendimiento había asegurado: Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte (Lc 22, 33); y ahora, conforme había predicho Jesús, por tres veces niega que le conoce. En medio de aquel aturdimiento, la mirada serena del Señor conforta su fe (Lc 22, 61); y las lágrimas de dolor la purifican. Acaban de cumplirse las palabras que el Maestro le dijo en presencia de los demás Apóstoles unas horas antes, en la intimidad de la Última Cena: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú cuando te conviertas confirma a tus hermanos (Lc 22, 31-32).
Grave ha sido el pecado de Simón Pedro, pero profundo también ha sido su arrepentimiento. Su fe, ya probada, llegará a ser fundamento sobre el que Cristo edificaría su Iglesia (Mt 16, 18).
En el plano de nuestra vida personal, pensemos que por honda que haya sido nuestra caída, mayor es la misericordia divina dispuesta siempre a perdonarnos, porque el Señor no desprecia un corazón contrito y humillado (Sal 51, 19). Si nos arrepentimos sinceramente Dios hará, de nosotros pecadores, fieles instrumentos suyos.

Mt 27, 2. El procurador o prefecto era el magistrado bajo cuya autoridad se encontraba entonces Judea. Aunque dependía del legado romano de Siria, tenía el ius gladii o potestad para condenar a muerte a un reo. Así los judíos llevan a Cristo ante Pilato con el fin de conseguir su condena a muerte. Al conducir al Señor ante el tribunal romano, pretenden los judíos una sentencia pública a muerte de cruz que anule la fama de Cristo y borre su doctrina.

Mt 27, 3-5. El remordimiento de Judas no le lleva a arrepentirse, ya que le falta lo que hace que una conversión sea verdadera: la vuelta confiada a Dios que perdona. Judas Iscariote se desespera, desconfía de la misericordia infinita de Dios y se suicida.

Mt 27, 6. Los pontífices y ancianos muestran, una vez más, su hipocresía. Su conducta es contradictoria: se preocupan de cumplir con precisión un mandato de la Ley, no echar al tesoro del Templo el dinero proveniente de una acción inconfesable, siendo ellos mismos los incitadores de esa acción.

Mt 27, 9. Al recordar la profecía de Jeremías (cfr Jr 18, 2; Jr 19, 1; Jr 32, 6-15) y completarla con la de Zacarías (cfr Za 11, 12-13), el Evangelio muestra cómo esa circunstancia de la Pasión del Señor estaba prevista por Dios.

Mt 27, 14. Es posible que el Evangelista haya querido resaltar que ese silencio ya estaba anunciado en el Antiguo Testamento, cuando Is 53, 7 habla de que fue maltratado y él no abrió la boca; como cordero llevado al matadero y como oveja que ante los trasquiladores está muda, tampoco él abrió la boca.
En ocasiones el silencio es la mejor actitud del cristiano: Hacer realidad en uno mismo lo que también el profeta Isaías afirma: En el silencio y la esperanza estará vuestra fortaleza (Is 30, 15).
Jesús... callado. –'Jesús autem tacebat'. –¿Por qué hablas tú, para consolarte o para sincerarte?
Calla. –Busca la alegría en los desprecios: siempre te harán menos de los que mereces.
–Puedes tú, acaso, preguntar: 'quid enim mali feci?' –¿qué mal he hecho? (Camino, 671).

Mt 27, 18. Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos habían visto cómo la muchedumbre se iba tras de Cristo. Esta situación les llenaba de una envidia, que se convertirá gradualmente en odio a muerte (Jn 11, 47).
Observa Santo Tomás que lo mismo que al principio fue la envidia la que perdió al hombre (Sb 2, 24), así también fue la envidia la que entregó a Cristo (cfr Comentario sobre S. Mateo, 27, 18).
La envidia es, efectivamente, una de las raíces del odio (Gn 37, 8). Rechazad, por tanto, toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias (1P 2, 1).

Mt 27, 23. Es duro leer, en los Santos Evangelios, la pregunta de Pilato: '¡A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, que se llama Cristo?' –Es más penoso oír la respuesta: '¡A Barrabás!'
Y más terrible todavía darme cuenta de que Ymuchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también '¡a Barrabás!', y he anadido '¿a Cristo?... "¡Crucifige eum!"–Crucifícalo!' (Camino, 296).

Mt 27, 24. Pilato pretende justificar públicamente su falta de fortaleza, a pesar de tener en sus manos los elementos necesarios para emitir un juicio recto.
La cobardía de este hombre, encubierta por un gesto externo, termina por condenar a Cristo a la muerte.

Mt 27, 26-50. La meditación de la Pasión del Señor ha hecho muchos santos en la historia de la Iglesia. Pocas cosas habrá más provechosas para un cristiano que contemplar despacio, con piedad y hasta con asombro, los acontecimientos salvadores de la muerte del Hijo de Dios hecho hombre. Nuestra mente y nuestro corazón quedarán anonadados al ver padecer a Aquél por quien fueron creados los ángeles, los hombres, los cielos y la tierra; Aquél que es el Señor de toda la creación; el Todopoderoso que se humilla hasta el mayor abajamiento (inimaginable si realmente no hubiera ocurrido). Y todo eso lo padece por causa del pecado; del pecado original de nuestros primeros padres, de los pecados personales de todos los hombres, de los que nos han precedido y de los que nos seguirán, y por mi propio pecado. Los atroces dolores de Cristo nos están explicando, en una insustituible lección, la gravedad infinita del pecado, que ha exigido la muerte del mismo Dios hecho hombre; pero además, esos tormentos físicos y morales de Jesús nos están dando también la más elocuente demostración del amor de Jesucristo al Padre, para darle satisfacción de la increíble rebeldía humana con el castigo de su propia Humanidad inocente; y del amor a los hombres, sus hermanos, sufriendo lo que nosotros deberíamos padecer en justo castigo por nuestras maldades. El ansia de expiación de Nuestro Señor fue tal que no dejó parte alguna de su cuerpo que no sintiese cruel dolor: sus pies y sus manos taladrados con los clavos; su cabeza atravesada con las duras espinas de la corona; su cara golpeada y escupida; su espalda machacada por la terrible flagelación; su pecho atravesado por la lanza; en fin, sus brazos y sus piernas agotados por dolores y fatigas hasta el desfallecimiento. Y junto con su cuerpo, su alma entera: inenarrable el dolor interior del abandono y traición de sus discípulos, del odio de los de su propio pueblo, de las burlas y brutalidades de los gentiles, del misterioso abandono con que la divinidad dejaba padecer el alma de Cristo.
La única razón que puede resumir el porqué de la Pasión redentora de Jesucristo es el Amor; el amor inmenso, infinito, inefable con que culminaba Nuestro Señor sus años de vida en la tierra. Por eso Él había enseñado que toda la Ley de Dios y los Profetas se resumen en el divino mandamiento del amor (cfr Mt 22, 36-40).
Los cuatro Evangelistas han empleado muchas páginas en contar los sufrimientos del Señor. La contemplación de la Pasión de Jesús, la identificación con Cristo que padece, debe ocupar la mayor atención y esfuerzo en la vida de cada cristiano, para poder participar también después en la Resurrección del Señor: No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con El, los insultos, y los salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el peso de la cruz..., y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo...
Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón (Camino, 58).

Mt 27, 27. La cohorte se componía de unos 625 soldados. En la época de Jesucristo había siempre de guarnición en Jerusalén una cohorte, acuartelada en la Torre Antonia, junto al Templo. Estaba a las órdenes del procurador y se reclutaba entre habitantes no judíos de aquellas regiones.

Mt 27, 28-31. El Evangelio describe con escueta sobriedad la entrega sin resistencia de Jesús a los tormentos y al ridículo. Los hechos hablan por sí solos. Jesús toma sobre sí, por amor al Padre y a nosotros, el castigo que los hombres merecemos por nuestros pecados. En nuestro corazón debe brotar, generosamente, el agradecimiento a Jesucristo y, junto con el agradecimiento, el dolor de nuestros pecados, el amor, los deseos de sufrir en silencio junto a Jesús, el ansia de reparar nuestros propios pecados y los de los demás: ¡Señor, nunca más pecar; pero ayúdanos tú a serte fieles!

Mt 27, 32. Después de los tormentos sufridos, los soldados ven que a Jesús no le quedan fuerzas para llevar la cruz hasta la cima del Gólgota. Cristo sigue solo, en medio de la gente. ¿Dónde están sus discípulos? ¿Dónde todos aquellos que habían recibido el beneficio de su predicación, de sus curaciones y de sus milagros? No hay ningún amigo que le ayude a llevar la cruz. Jesús había dicho: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Pero el mundo se ha llenado de cobardía y miedo. Los soldados tienen que recurrir a un extraño y obligarle a llevar la cruz. El Señor recompensará este favor: la gracia de Dios vendrá sobre Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo (Mc 15, 21), que serían pronto cristianos destacados de la primera hora. No hay nada como el dolor para seguir a Jesús.
Que aquella cobardía de entonces no vuelva a repetirse entre los discípulos de ahora: Mira con qué amor se abraza a la Cruz. –Aprende de Él. –Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz (Santo Rosario, 4° misterio doloroso).

Mt 27, 33. Era un montículo en las afueras de Jerusalén, conocido por el nombre de Gólgota, o lugar de la calavera, como indica expresamente el Evangelista, porque allí se ajusticiaba a los malhechores. El nombre Gólgota se deriva de la transcripción de un término arameo que significa cabeza. Calvario, por su parte, proviene de la denominación latina que traduce la expresión antes indicada.

Mt 27, 34. A Jesús le ofrecieron una mezcla de vino, hiel y mirra (cfr Mc 15, 23), como se solía hacer con los condenados a muerte para calmar sus fuertes dolores.
El Señor no quiere tornarlo con el fin de no mitigar los sufrimientos de su Pasión.
Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. –¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es el cielo para siempre, para siempre.., para siempre?
–Y, sobre todo –mejor que la razón apuntada, 'propter retributionem'–, ¿qué importa padecer si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?... (Camino. 182).

Mt 27, 35. Algunos manuscritos añaden a este v. el párrafo siguiente, tomado de Jn 19, 24: así se cumplió lo dicho por medio del Profeta: Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica. Cfr Sal 22, 19.

Mt 27, 45. Aproximadamente desde las doce del mediodía hasta las tres de la tarde. Cfr nota a Mt 20, 3.

Mt 27, 46. Estas palabras corresponden al Sal 23, 2. Con ellas manifiesta el Señor el sufrimiento físico y moral que padece en esos momentos. De ningún modo estas palabras son una queja contra los planes de Dios. Porque el sufrimiento no está en no sentir, que eso es de los que no tienen sentido, ni en no mostrar lo que duele y se siente, sino, aunque duela y por más que duela, en no salir de la ley ni de la obediencia de Dios. Que el sentir, natural es a la carne, que no es bronce; y así no se lo quita la razón, la cual da a cada cosa lo que demanda su naturaleza; y la parte sensible muestra que de suyo es tierna y blandísima-, siendo herida, necesario es que sienta, y al sentir, se sigue el ¡ay! y la queja (Exposición del libro de Job, cap. 3). En la agonía del Huerto (cfr nota a Mt 26, 36-46) Jesucristo había experimentado como un anticipo del dolor y abandono de este momento. Dentro del misterio de Jesucristo Dios-Hombre, hay que contemplar cómo su Humanidad –alma y cuerpo– sufre sin la atenuación que podría darle su Divinidad. Ante la Cruz, dolor de nuestros pecados, de los pecados de la humanidad, que llevaron a Jesús a la muerte; fe, para adentrarnos en esa verdad sublime que sobrepasa todo entendimiento y para maravillarnos ante el amor de Dios; oración, para que la vida y la muerte de Cristo sean el modelo y el estímulo de nuestra vida y de nuestra entrega (Es Cristo que pasa, 101).

Mt 27, 50. La frase entregó el espíritu (literalmente: emitió, exhaló) es un modo de expresar la muerte real de Cristo, que en su caso, como en el de cualquier otro hombre, se caracterizó por la separación de alma y cuerpo. La autenticidad de su muerte, evidente para todos –incluso para sus enemigos–, mostrará que su Resurrección es un hecho real, milagroso y divino.
Cristo culmina en este momento su entrega a la voluntad del Padre. Así se lleva a cabo la salvación del género humano (Mt 26, 27-28; Mc 10, 45; Hb 9, 14) y se nos da la mayor prueba del amor de Dios (Jn 3, 16). Los santos suelen explicar el valor expiatorio del sacrificio de Cristo resaltando que El voluntariamente entregó su espíritu: La muerte del Salvador fue riguroso holocausto que Él mismo ofrendó al Padre para nuestra redención; aunque los dolores y padecimientos de su pasión fueron tan graves y fuertes que cualquier otro mortal hubiera sucumbido a ellos, a Jesús no le habrían dado muerte de no haberlo El consentido, y si el fuego de su infinito amor no hubiera consumido su vida. Él fue, pues, sacrificador de sí mismo; se ofreció al Padre y se inmoló en el amor... (Tratado del Amor de Dios, lib. 10, cap. 17). Esa fidelidad de Jesús hasta la muerte ha de ser un estímulo permanente para nuestra perseverancia hasta el fin, conscientes de que sólo quien es fiel hasta la muerte recibirá la corona de la vida (cfr Ap 2, 10).

Mt 27, 51-53. El desgarramiento del velo del Templo indica que todos los hombres tienen abierto el camino hacia Dios Padre (cfr Hb 9, 15) y que ha comenzado la vigencia de la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo. Los demás hechos portentosos que acompañan la muerte de Jesús son señales del carácter divino de este acontecimiento: no moría un hombre más, sino el Hijo de Dios.

Mt 27, 52-53. Estos hechos son indudablemente difíciles de interpretar. Cualquier explicación no debe decir lo que el texto no dice. Tampoco este pasaje es directamente aclarado en otros lugares de la Sagrada Escritura, ni por el Magisterio de la Iglesia.
Los grandes escritores eclesiásticos han propuesto tres posibles explicaciones. Primera: se trataría más que de resurrecciones en sentido estricto, de apariciones de estos difuntos. Segunda: serían muertos que resucitaron a la manera de Lázaro para volver a morir. Tercera: habrían resucitado con resurrección gloriosa como anticipo de la resurrección universal.
La primera interpretación parece menos fiel al texto, que emplea la palabra resurrección. La tercera, es difícilmente conciliable con la clara afirmación de la Escritura, de que Cristo es primogénito entre los muertos (cfr 1Co 15, 20; Col 1, 18). A la segunda se inclinan San Agustín, San Jerónimo y Santo Tomás, por parecerles que respeta mejor el texto sagrado y no presentar las dificultades teológicas de la tercera (cfr S.Th. III, q. 53, a. 3). Y es congruente con la solución propuesta por el Catecismo Romano, 1, 6, 9.

Mt 27, 55-56. La presencia de las santas mujeres junto a Cristo en la cruz es ejemplo de reciedumbre para todos los cristianos.
Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé!
Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo! (Camino, 982).

Mt 27, 60. De ordinario, los judíos ricos construían sus tumbas en terrenos de su propiedad. La mayoría de estas tumbas estaban excavadas en la roca, en forma de caverna; comprendía un pequeño vestíbulo y la tumba propiamente dicha. En el extremo del vestíbulo, que solía medir pocos metros, una puerta muy baja daba acceso a la cámara sepulcral. Además, la puerta de entrada, hecha a ras del suelo, se cerraba con una gran piedra giratoria llamada gobel, colocada en una ranura sobre la que se movía.

Mt 27, 62. El día de la Parasceve, término griego que significa preparación, era el que precedía al sábado (cfr Lc 23, 54). Se llamaba así, porque en él se preparaba todo lo necesario para dicho sábado, día de descanso, consagrado a Dios, en el que no se podía trabajar.

Mt 27, 66. Todas estas medidas preventivas (sellar la entrada, colocar la guardia, etc.), adoptadas por los propios enemigos, serán después pruebas fehacientes de la Resurrección de Jesucristo.

Mt 28, 1-15. La Resurrección de Jesucristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que todos los Evangelios afirman de modo claro y rotundo: Unas santas mujeres comprueban con asombro que el sepulcro está abierto. Al entrar en el vestíbulo (cfr Mc 16, 5-6), ven a un ángel que les dice: No está aquí, porque ha resucitado como había dicho. Algunos guardias, los que estaban de vigilancia cuando el ángel hizo rodar la piedra, fueron a la ciudad y comunicaron a los pontífices todo lo sucedido. Como el asunto era urgente, optaron por sobornar a los guardias: les dieron bastante dinero con la condición de divulgar que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo de Jesús mientras dormían. ¡Astucia miserable!, dice S. Agustín, ¿presentas testigos dormidos? ¡Verdaderamente estás durmiendo tú mismo al imaginar semejante explicación! (Enarrationes in Psalmos, 63, 15). Los Apóstoles que días antes habían huido por miedo, serán ahora, después de haberlo visto y de haber comido y bebido con El, los predicadores más incansables de este hecho. Este Jesús –dirán– es a quien Dios ha resucitado, de lo que todos nosotros somos testigos (Hch 2, 32).
Cristo, del mismo modo que predice su subida a Jerusalén, su entrega en manos de los judíos y su muerte, predice su resurrección al tercer día (Mt 20, 17-19; Mc 10, 32-34; Lc 18, 31-34). Con la resurrección Jesús cumple la señal que sobre su divinidad había prometido dar a los incrédulos (Mt 12, 40).
La Resurrección de Cristo es uno de los dogmas fundamentales de nuestra fe católica. En efecto, S. Pablo dice: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana también es vuestra fe (1Co 15, 14). Y para ratificar la afirmación de que Cristo resucitó nos dice que se apareció a Cefas, luego a los Doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos viven todavía y algunos murieron; luego se apareció a Santiago; luego a todos los apóstoles; y después de todos, como a un abortivo, se me apareció también a mí (1Co 15, 5- 8). Ya los primeros Símbolos afirman que Jesús resucitó al tercer día (Símbolo Niceno), por su propia virtud (Símbolo De Redemptione), con una verdadera resurrección de su carne (Símbolo de S. León IX), volviendo a unirse su alma con su cuerpo (Eius exemplo), resultando este hecho de la resurrección históricamente demostrado y demostrable (Lamentabili, 36).
Por el nombre de Resurrección no debe entenderse únicamente que Cristo resucitó de entre los muertos (...) sino que resucitó por su virtud y poder propio, lo cual fue exclusivo y singular en Él (...); lo confirmó el mismo Señor con el divino testimonio de su boca: 'porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo' (Jn 10, 17-18) (...) Asimismo dijo a los judíos, para confirmar la verdad de su doctrina: 'destruid este Templo y en tres días lo levantaré... pero Él hablaba del templo de su cuerpo' (Jn 2, 19-21) (...) Y si bien leemos alguna vez en las Escrituras que Cristo Nuestro Señor fue resucitado por el Padre (cfr Hch 2, 24; Rm 8, 11), esto se le ha de aplicar en cuanto hombre; así como, por otra parte, se refieren a Él mismo en cuanto Dios aquellos textos en que se dice que resucitó por su propia virtud (Catecismo Romano, 1, 6, 8).
No es una vuelta a su anterior estado de vida terrestre, sino que es Resurrección gloriosa: es decir, plenitud de vida humana, inmortal, liberado de todas las limitaciones de tiempo y de espacio. Como consecuencia de la Resurrección el cuerpo de Cristo participa de la gloria que desde el principio llenaba el alma del Señor. Aquí está la singularidad del hecho histórico de la Resurrección, por lo que se constituye en objeto de fe. No todos pueden verlo, sino que es una gracia que Él concedió a algunos, para que fueran los testigos de esa Resurrección, y los demás creamos por el testimonio de ellos.
La Resurrección de Cristo fue necesaria para que se completara la obra de nuestra Redención. Porque Jesucristo con su Muerte nos libró de los pecados; pero con su Resurrección nos devolvió los bienes que habíamos perdido por el pecado y además nos abrió las puertas de la vida eterna (cfr Rm 4, 25). Igualmente, el haber resucitado de entre los muertos por su propia virtud es prueba definitiva de que Cristo es el Hijo de Dios y, por tanto, su Resurrección confirma cumplidamente nuestra fe en su divinidad.
La Resurrección de Cristo, como se ha señalado, es la verdad más trascendental de nuestra fe católica. Por eso S. Agustín exclama: No es grande cosa creer que Cristo muriese; porque esto también lo creen los paganos y judíos y todos los inicuos: todos creen que murió. La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo; esto es lo que tenemos por cosa grande: el creer que resucitó (Enarrationes in Psalmos, 120).
El misterio redentor del Señor, que comprende su Muerte y su Resurrección, se aplica a todo hombre por el Bautismo y los demás sacramentos, mediante los cuales queda el creyente como sumergido en Cristo y en su muerte, es decir, místicamente compenetrado, muerto y resucitado con Cristo: consepultados, pues, fuimos en El por el Bautismo en orden a la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida (Rm 6, 4).
Señales de nuestra resurrección con Cristo son el deseo ardiente de buscar las cosas de Dios y además el gusto interior del alma por ellas (cfr Col 3, 1-3).

Mt 28, 16-20. Este breve pasaje, con que se cierra el Evangelio según San Mateo, es de extraordinaria importancia. Los discípulos viendo al Resucitado le adoran, se postran ante El como ante Dios. Su actitud parece indicar que al fin son conscientes de lo que ya, mucho antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías, el Hijo de Dios (cfr Mt 16, 18; Jn 1, 49). Les sobrecoge el asombro y la alegría ante la maravilla que sus ojos contemplan, que parece casi imposible, si no lo estuvieran viendo. Pero era realidad, y el pasmo dejó paso a la adoración. El Maestro les habla con la majestad propia de Dios: se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. La Omnipotencia, atributo exclusivo de Dios, es también atributo suyo: está confirmando la fe de los que le adoran. Y, a la vez, enseña que el poder que ellos van a recibir para realizar su misión universal, deriva del propio poder divino.
Recordemos ante estas palabras de Cristo que la autoridad de la Iglesia, en orden a la salvación de los hombres, viene de Jesucristo directamente, y que esta autoridad, en las cosas de fe y moral, está por encima de cualquier otra de la tierra.
Los Apóstoles allí presentes, y después de ellos sus legítimos sucesores, reciben el mandato de enseñar a todas las gentes la doctrina de Jesucristo: lo que Él mismo había enseñado con sus obras y sus palabras, el único camino que conduce a Dios. La Iglesia, y en ella todos los fieles cristianos, tienen el deber de anunciar, hasta el fin de los tiempos, con su ejemplo y su palabra, la fe que han recibido. De modo especial reciben esta misión los sucesores de los Apóstoles, pues en ellos recae el poder de enseñar con autoridad, ya que Cristo resucitado antes de volver al Padre (...) les confiaba de este modo la misión y el poder de anunciar a los hombres lo que ellos mismos habían oído, visto con sus ojos, contemplado y palpado con sus manos, acerca del Verbo de la vida (1Jn 1, 1). Al mismo tiempo les confiaba la misión y el poder de explicar con autoridad lo que Él les había enseñado, sus palabras y sus actos, sus signos y sus mandamientos. Y les daba el Espíritu para cumplir esta misión (Catechesi tradendae, 1). Por tanto, las enseñanzas del Papa y de los Obispos unidos a él, deben ser recibidas siempre por todos con asentimiento y obediencia.
También comunica allí Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de bautizar, es decir, de admitir a los hombres en la Iglesia, abriéndoles el camino de su salvación personal.
La misión que, en definitiva, recibe la Iglesia en este final del Evangelio de San Mateo, es la de continuar por siempre la obra de Cristo: enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y la exigencia de que se identifiquen con esas verdades, ayudándoles sin cesar con la gracia de los sacramentos. Una misión que durará hasta el fin de los tiempos y que, para llevarla a cabo, el mismo Cristo Glorioso promete acompañar a su Iglesia y no abandonarla. Cuando en la Sagrada Escritura se afirma que Dios está con alguno, se quiere indicar que éste tendrá éxito en sus empresas. De ahí que la Iglesia, con la ayuda y asistencia de su Fundador Divino, está segura de poder cumplir indefectiblemente su misión hasta el fin de los siglos.