Rm
Comienza San Pablo, a modo de presentación ante la iglesia de Roma, indicando sus títulos para el apostolado (Rm 1, 1). Abiertamente se proclama "siervo (d?????) de Cristo Jesús," expresión muy parecida a "siervo de Yavé," de tan frecuente uso en el Antiguo Testamento, no ya sólo para designar al Mesías (cf. Is 42, 1-55), sino también para designar a aquellos israelitas cuya vida estaba dedicada de modo especial al servicio de Dios, particularmente si eran profetas (cf. Jos 14, 7; 1R 8, 53; 2R 9, 7; 2R 10, 23; Esd 9, 11; Ne 1, 10; Jr 33, 21; Dn 9, 6; Sal 18, 1; Sal 105, 6). Pablo, pues, al proclamarse "siervo de Cristo Jesús," no aludiría sólo a su condición de cristiano, sino a algo más particular, como luego concretará en los dos títulos siguientes: "llamado al apostolado," con la misión de "predicar el evangelio de Dios." Sobre la llamada de Pablo al "apostolado," y su condición de "apóstol" al igual que los doce, ya hablamos al comentar Hch 9, 3-19 y Hch 13, 1-3.
A continuación de su nombre y títulos esperaríamos encontrar la mención de los destinatarios de la carta, con la acostumbrada fórmula de saludo. Pero no es así, y hemos de aguardar hasta el v.7 (Rm 1, 7). Y es que San Pablo, sin preocuparse gran cosa del estilo, se deja llevar por las ideas conforme van afluyendo a su mente, añadiendo incisos sobre incisos, formando un período muy rico en doctrina, pero bastante embrollado gramaticalmente. Esto es corriente en el estilo de Pablo, como ya hicimos notar en la introducción general a sus cartas, y uno de los ejemplos clásicos son precisamente estos primeros versículos de la carta a los Romanos. La idea de "evangelio de Dios" (Rm 1, 1) le trae a la memoria la de la vinculación del "evangelio" con el Antiguo Testamento, que ya habló de Cristo (Rm 1, 2-3), y ésta a su vez le mueve a hablar de la grandeza de Cristo "constituido Hijo de Dios" (Rm 1, 4) y por medio del cual él ha recibido la gracia que le ha convertido en Apóstol de los gentiles (Rm 1, 5-6). Incluso podemos ver en estas ideas de los versículos preliminares, de modo parecido a como sucede también en otras cartas (cf. Ga 1, 1-4), un como anticipo de los temas fundamentales que pretende desarrollar. De hecho, todas esas ideas, a las que podemos añadir la de la gratuidad de la elección divina (Rm 1, 1.5-6), reaparecerán continuamente a lo largo de la carta.
No cabe duda que la idea principal, base de referencia que está sosteniendo todo el período, está centrada en la figura excelsa de Jesucristo: "acerca de su Hijo.. Constituido Hijo de Dios.., por el cual hemos recibido.." (Rm 1, 3-5). Tampoco cabe duda que son dos las afirmaciones fundamentales de San Pablo acerca de Jesucristo: que es hijo de David (v.3), y que es hijo de Dios (v.4). Pero, eso supuesto, al tratar de concretar más, la cosa ya no es tan fácil. Ninguna dificultad ofrece lo de que Jesucristo sea hijo de David "según la carne" (cf. Mt 1, 1-21; Mt 9, 27; Mt 12, 23; Mt 21, 9; Mt 22, 42); mas ¿qué quiere significar San Pablo con las expresiones "constituido Hijo de Dios (. t?? ???s3??t?? ???? Te??), en poder (e? d???µe?), según el Espíritu de santidad (?at? p?e?µa ????s????)? Las interpretaciones que a estas palabras han dado y siguen dando los exegetas son muy variadas. Desde luego, debe excluirse cualquier interpretación que lleve consigo la negación de la preexistencia divina de Jesucristo, cosa que estaría en contradicción con lo que claramente enseña San Pablo en otros lugares (cf. Ga 4, 4; 1Co 8, 6; Col 1, 15-17). Tampoco es de este lugar, atendido el significado del verbo ????? (cf. Hch 10, 42; Hch 17, 31), referir esas expresiones a la "predestinación" de Jesucristo según su naturaleza humana, conforme han hecho muchos teólogos, apoyados en la traducción de la Vulgata: "qui praedestinatus est Filius Dei." Creo que para la interpretación de este texto puede darnos mucha luz otro parecido del mismo San Pablo en Flp 2, 6-11: "existiendo en la forma de Dios, se anonadó tomando la forma de siervo, hecho obediente hasta la muerte; por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre." Exactamente las dos mismas ideas, de humillación y exaltación, que en este pasaje de la carta a los Romanos, con la diferencia de que en la carta a los Filipenses esas dos ideas están más desarrolladas y las expresiones son mucho más claras. Parece evidente que ese "constituido Hijo de Dios, según el Espíritu de santidad, Señor nuestro," de la carta a los Romanos, equivale en sustancia a la "exaltación, nombre sobre todo nombre, Señor para gloria de Dios Padre," de la carta a los Filipenses. Si ello es así, la expresión "constituido Hijo de Dios" (v.4), más que aludir directamente a la filiación natural divina de Jesucristo en sentido ontológico, aludiría a su entronización como rey mesiánico y Señor universal de las naciones, conforme explicamos al comentar Hch 2, 36 y Hch 9, 20. Es a partir de la resurrección cuando comienza a ser realidad la obra vivificadora de Cristo en los seres humanos (cf. 1Co 15, 45), obra que tendrá su culminación al fin de los tiempos con la resurrección general (cf. 1Co 15, 20-28). La expresión "en poder" podría referirse bien a Jesucristo, "constituido Hijo de Dios en poder" (cf. 1Co 15, 43), bien a Dios mismo, que muestra su gran poder en esa exaltación de Jesucristo a partir de la resurrección. Quizá sea preferible esta segunda interpretación, en conformidad con el modo de hablar de San Pablo en otros lugares (cf. 1Co 6, 14; 2Co 13, 4; Ef 3, 20; Col 2, 12). Por lo que hace a la misteriosa frase "según el Espíritu de santidad," téngase en cuenta que en la predicación cristiana primitiva, la efusión del Espíritu Santo sobre el mundo por Cristo formaba parte, como elemento esencial, de la exaltación de éste (cf. Hch 2, 32-36). El mismo San Pablo, dentro de la carta a los Romanos, atribuye al Espíritu Santo el ser principio de esa nueva vida traída por Cristo que ha de desembocar en la resurrección de los así vivificados (cf. Rm 4, 25; Rm 5, 5; Rm 8, 11; Rm 15, 16). Es obvio, pues, suponer que, al aludir al principio de su carta a la persona de Jesucristo, lo haga fijándose sobre todo en su poder de santificador, según el Espíritu, poder que comenzó a ejercer de modo ostensible a partir de la resurrección (cf. Hch 1, 4-8).
Lo que a continuación dice San Pablo (v.5-7) es ya más fácil de entender. Señalemos únicamente la expresión "para promover la obediencia de la fe" (e?? ?pa???? tt?ste??), expresión un tanto ambigua, que no todos interpretan de la misma manera. Creen muchos que la palabra "fe" está tomada aquí en sentido objetivo, como conjunto de verdades evangélicas a las que es necesario someterse; otros, en cambio, más en consonancia con el tema central de la carta, mantienen el sentido obvio de la palabra "fe," e interpretan la frase como refiriéndose a la obediencia a Dios por la fe. El que San Pablo llame "santos" a los fieles de Roma (v.7) no quiere decir que todos lo fuesen en el sentido que hoy damos a esta palabra; era éste un término entonces corriente con que se designaban entre sí los cristianos, como ya explicamos al comentar Hch 9, 13, significando su elección por parte de Dios, que los había como "separado" del mundo para consagrarlos a su servicio. Además, en este caso, la expresión paulina (???t??? ayíois) significa más bien "santos por vocación" o "llamados a ser santos."
Por fin, San Pablo llega al final del saludo, deseando a los destinatarios "la gracia y la paz" de parte de Dios Padre y de Jesucristo (v.7). Sobre esta fórmula usual en sus cartas y, a lo que parece, formada por él, ya hablamos en la introducción general, al comparar sus cartas con el resto de la epistolografía antigua.
Hay aquí, a continuación del saludo inicial, una especie de "captatio benevolentiae," ponderando el interés que se siente por aquellos a quienes se escribe, conforme era corriente en la epistolografía de entonces. El mismo proceder hallamos en las demás cartas, a excepción de Calatas, Tito y primera a Timoteo. Ello no quiere decir que los sentimientos manifestados no sean totalmente verídicos.
Lo que San Pablo manifiesta a los Romanos es la buena reputación de su fe (v.8), el continuo recuerdo de ellos en sus oraciones (v.9), y la esperanza de visitarlos pronto, cumpliendo así un antiguo deseo (v.10-15). Funda sobre todo esos deseos en que es Apóstol de los "gentiles" (v.13-15; cf. Ga 2, 7-9; Hch 9, 15) y, no obstante su principio de no meterse en campo trabajado por otros (cf. Rm 15, 20), quiere hacerles partícipes también a ellos de los frutos de su predicación (v.11) o, como dice luego con exquisita delicadeza, "consolarme con vosotros por la mutua comunicación de nuestra común fe" (v.12). La expresión "tanto a los griegos como a los bárbaros" (v.14) indica la totalidad del mundo gentil. Tómase aquí el término "griegos" como equivalente a hombres de cultura grecorromana, en contraposición a los de otros pueblos, a quienes se tenía por "bárbaros" o incultos (cf. Hch 28, 2; 1Co 14, 11). Era una terminología, que correspondía al punto de vista grecorromano. En otros lugares, sin embargo, el término "griego" incluye a todos los gentiles, en contraposición a los judíos (cf. Rm 1, 16; Rm 2, 9-10; Rm 3, 9; Rm 10, 12; Hch 11, 20). Era el punto de vista de los judíos.
En ninguna otra de sus cartas señala San Pablo tan manifiestamente, por anticipado, el tema que va a desarrollar. La ilación de ideas con lo anterior es clara. Ha dicho a los Romanos que "está pronto a evangelizarlos" (v.1s), ahora da la razón de ese su modo de pensar: no obstante que los sabios de este mundo tengan el Evangelio por una locura (cf. 1Co 1, 23; Hch 17, 32), él no se avergüenza de predicarlo incluso en la misma Roma, sabiendo que es "poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego" (v.16). ¡Magnífica definición del Evangelio! En el v.17 ya no hará sino explicar el por qué de su afirmación (v.17a), y cómo ese modo de "salud" por la fe estaba ya anunciado en la Escritura (v.17b). Dicho de otra manera, lo que Pablo afirma son sobre todo estas tres verdades: 1) El Evangelio es un instrumento potente y eficaz del que Dios ha determinado servirse en orden a proporcionar la "salud" (s?t???a) a los hombres. 2) Esta "salud," obra de la "justicia de Dios," es ofrecida a todos los seres humanos, sin distinción de razas ni culturas, con cierta primacía de orden histórico por parte de los judíos, dado que a ellos fueron confiadas las promesas de "salud" (cf. Rm 3, 2; Rm 9, 1-6) y a ellos también fue predicado primeramente el Evangelio. 3) Para obtener esa "salud" es exigida de nuestra parte la "fe," cuestión que no es ninguna innovación, pues estaba ya anunciado en la Escritura.
Realmente, a lo largo de la carta, Pablo no hará sino profundizar en estas verdades, sacando las oportunas consecuencias. Las palabras "salud," "fe," "justicia de Dios."., usadas en estos versículos, están cargadas de sentido, y son palabras clave en la teología paulina. A ellas nos referimos ya en la introducción a esta carta, tratando de presentarlas en visión de conjunto. Nos remitimos a lo dicho allí.
Cuando San Pablo habla de que "el Evangelio es poder (d??aµ??) de Dios..," no lo considera simplemente como un cuerpo de puntos doctrinales que hay que aceptar, cosa que supone ya han hecho los destinatarios de su carta (cf. Rm 1, 8), sino que se fija en su vitalidad, en su eficacia, como instrumento de Dios en orden a la "salud." La palabra "evangelio" es para él, no un cuerpo inerte de doctrinas, sino una realidad viviente, creada por Dios, que nos pone en comunicación con Cristo muerto y resucitado, haciendo llegar hasta nosotros la vida divina; viene a ser, pues, como la expresión sintética que condensa toda la economía divina de salvación (cf. 2Tm 1, 8-12). Es Dios actuando en la historia, y llamando a los seres humanos a la comunicación con El. A esta invitación el ser humano debe responder libremente bajo el influjo de la gracia.
Por lo que se refiere al término "fe," sabido es que es éste uno de los términos más frecuentemente usados por San Pablo, cuya interpretación ha dado lugar a acaloradas controversias entre católicos y protestantes. De ello tratamos ya en la introducción a la carta. En este mismo pasaje que comentamos alude a ella tres veces: "para la salud de todo el que cree; la justicia de Dios de fe en fe; el justo por la fe vivirá." Podrá discutirse el sentido exacto de estas dos últimas expresiones, pero de lo que no cabe dudar es de que San Pablo recalca con ellas la importancia capital de la "fe" para todo el que trata de conseguir la "salud" ofrecida por Dios en el Evangelio.
Queda, por fin, el término "justicia de Dios." San Pablo dice que en el Evangelio "se revela la justicia de Dios" (Rm 1, 17). Lo mismo vuelve a repetir en Rm 3, 21-22, texto evidentemente paralelo a este de Rm 1, 17. Como ya explicamos ampliamente en la introducción a la carta, esa "justicia" no es la justicia vindicativa, conforme se ha tomado a veces este término, sino la justicia salvífica divina, tantas veces anunciada en los textos profetices en relación con la bendición mesiánica, manifestada ahora en el Evangelio.
Antes de abordar directamente el tema de la "justicia de Dios" revelada en el Evangelio (v.17; cf. Rm 3, 21), San Pablo comienza por hacernos ver la necesidad de esa "justicia de Dios," presentándonos en visión de conjunto el estado ruinoso de la humanidad, tanto entre los gentiles (Rm 1, 18-32) como entre los judíos (Rm 2, 1-Rm 3, 8), concluyendo que todos, judíos y gentiles, "se hallaban bajo el pecado" (Rm 3, 9-20). Sobre ellos se revela la "ira de Dios" (v.18), en contraste con la "justicia" salvífica revelada en el Evangelio, Esta "ira" es la justicia vengadora con que Dios castiga el pecado, que tendrá su revelación solemne en el juicio final (cf. Rm 2, 5; Rm 5, 9; 1Ts 1, 10; 1Ts 5, 9), pero que ya obra en el curso de la historia castigando de varios modos a los pecadores, y, en este caso concreto, "oscureciendo" los ojos de su espíritu (v.21-23) y "entregándolos" a los vicios más infames (v.24-32; cf. Rm 2, 3-9).
Comienza San Pablo por los gentiles, y distingue claramente dos etapas: una primera en que señala el origen del mal (v. 18-23), Y otra segunda en que pinta el espantoso cuadro de degradación moral a que los gentiles habían llegado (v.24-32). De momento nos interesa la primera de las dos etapas, pues es ésa la perícopa que comentamos. En sustancia, lo que San Pablo viene a decir es que los gentiles, aunque carentes de la revelación positiva de Dios concedida a los judíos, han conocido de hecho a Dios a través de las criaturas (v. 19-20), pero, en la práctica, no han acomodado su vida a ese conocimiento que tienen de Dios, trocando "la gloria del Dios incorruptible por la semejanza del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles," es decir, han negado a Dios el culto que le es debido, incensando a las criaturas con el humo y aroma que son propios suyos (v.21-23). Es lo mismo que ha dicho antes en frase apretada de sentido: "aprisionan la verdad con la injusticia" (v.18). Esa "verdad" que aprisiona es el conocimiento que, a través de las criaturas, tienen de Dios, y al que, contra todo derecho, mantienen como esclavo sin permitirle producir sus frutos naturales. Este pecado de idolatría y politeísmo es el gran pecado que viciaba en su raíz la vida toda religiosa de la gentilidad (cf. Sb 14, 27).
San Pablo afirma en esta perícopa (v. 19-20) no sólo la posibilidad del conocimiento de Dios a través de las criaturas, sino también el hecho, concretando incluso el aspecto de la esencia divina que es término de la operación mental del hombre: "su eterno poder y su divinidad" (v.20). Y es que no todos los atributos de Dios se revelan igualmente en las obras de la creación; los que sobre todo se presentan al contemplar las maravillas de este mundo visible, que está pidiendo una causa, son su omnipotencia creadora, por encima de las contingencias del tiempo, y su divinidad o soberanía trascendente, por encima de cualquier otro ser. De esta capacidad del hombre para llegar al conocimiento de Dios por la creación, que aquí deja entender Pablo, ya hablamos antes en la introducción a la carta.
Es impresionante el cuadro pintado aquí por San Pablo sobre la degradación moral del mundo gentil. Ni creamos que se trata de expresiones retóricas. Incluso hombres tan ponderados como Sócrates y Plutarco hacen elogios de esas acciones contra naturaleza entre varones a que alude San Pablo (v.27), considerándolas como nota distintiva de guerreros y literatos, que saben sobreponerse a los halagos de las mujeres. No que en nuestra sociedad actual no haya esos vicios, pero se trata más bien de pecados aislados de individuos, no de la sociedad misma, que aplaudía esas acciones y a veces hasta les daba carácter religioso (cf. v.32).
Los pecados enumerados aquí por San Pablo caen todos dentro de la segunda parte del Decálogo, en que se regulan las relaciones con nuestros semejantes (a partir del cuarto mandamiento), y parece como si el Apóstol tratara de distinguir tres grupos: pecados de impureza en general (v.24-25), pecados contra naturaleza (v.26-27), perversión total del sentido moral (v.28-32). Y es de notar que estos pecados son considerados no sólo como acciones pecaminosas, sino también y sobre todo como castigo por el pecado de idolatría (cf. v.24.20.28), la cual a su vez es considerada como castigo de otro pecado, el de no haber querido los seres humanos glorificar a Dios cual lo pedía el conocimiento que a través de las criaturas tenían de El (cf. v.21-23). No parece que haya orden alguno sistemático en la larga enumeración de pecados de los v.28-32. Probablemente San Pablo los fue poniendo conforme acudían a su mente, y hasta es posible que ya circularan en la literatura judía listas de pecados más o menos hechas (cf. Rm 2, 1-3; Ap 21, 8; Ap 22, 15). En otras varias ocasiones hace San Pablo enumeraciones parecidas (cf. 1Co 6, 9-10; 2Co 12, 20-21; Ga 5, 19-21; Ef 5, 3-6; Col 3, 5-8; 1Tm 1, 9-10; 2Tm 3, 2-5)·
Referente a la frase "por esto Dios los entregó" (v.24.26.28), no ha de interpretarse como si positivamente Dios empujara a los hombres al pecado, cosa incompatible con su santidad. Lo que San Pablo quiere hacer resaltar es que esa bochornosa degradación moral en que los hombres han caído es resultado de una ordenación divina que tiene algo de ley del talión: por no querer los hombres glorificar a Dios, cual era su deber, éste, en castigo, retiró sus gracias, de modo que cada vez fueran cayendo más abajo, a merced de sus instintos bestiales. Es lo que sucede: "el primer pecado es causa del segundo, y el segundo es castigo del primero." En otros lugares, dentro de un contexto muy semejante, San Pablo se fijará más en la parte del hombre (cf. Hch 14, 16; Ef 4, 19); aquí, por el contrario, quiere hacer resaltar la parte de Dios. Y es que en la actuación moral del hombre hay una misteriosa conjunción de gracia divina y libre albedrío humano, dos verdades fundamentales que es necesario salvar, aunque la conciliación no sea ya tan fácil de entender.
San Pablo no dice nunca en esta historia que esté refiriéndose a los judíos. Simplemente habla de: "¡oh hombre, quienquiera que seas, tú que juzgas!" (v.1); y con este innominado personaje es con quien se encara. Parece claro, sin embargo, atendido el conjunto de la argumentación, que este personaje, representante de todo un sector, es el mismo que a partir del v.17 aparece ya explícitamente con el nombre de "judío." Las mismas expresiones: "conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón" (v.5), están como recordando otras similares alusivas al pueblo de Israel (cf. Ex 32, 9; Dt 31, 27; Jr 9, 2-6; Ba 2, 30; Hch 7, 51). Si San Pablo no pone explícitamente desde un principio el nombre de "judío" fue quizás para no herir bruscamente susceptibilidades, prefiriendo ir a la sustancia de la cosa, y que sean los judíos mismos, aunque sin nombrarlos, los que se vean como forzados a reconocer que también ellos son culpables.
La conexión de este capítulo con el anterior es clara. San Pablo continúa con el mismo alegato del estado ruinoso de la humanidad, que necesita de la "justicia" revelada en el Evangelio. Habló de los gentiles (Rm 1, 18-32); ahora va a hablar de los judíos. Estos, en contraposición a los gentiles de Rm 1, 32, no aprueban los vicios de los paganos, antes al contrario los condenan (?.13). Están de acuerdo con San Pablo en esas invectivas lanzadas contra el mundo gentil, considerándose muy orgullosos de no pertenecer a esa masa pecadora, que no ha recibido la Ley, convencidos de que con ésta pueden ellos sentirse seguros, sin preocuparse gran cosa de las exigencias morales (cf. Mt 23, 23; Lc 18, 9-14). Pues bien, esta mentalidad es la que ataca aquí San Pablo, haciéndoles ver que su situación no es mejor que la de los gentiles, cuyos vicios condenan.
El argumento de San Pablo es el de que "hacen eso mismo que condenan" (v.1.3), y, por tanto, son tan culpables como los gentiles; incluso puede hablarse de culpabilidad mayor (cf. v.9), pues han recibido más beneficios de Dios, despreciando "las riquezas de su bondad y longanimidad" para con ellos (v.4-5). El que San Pablo diga que "hacen eso mismo que condenan" no significa que los judíos, como pueblo, cayeran tan bajo en los vicios todos de los paganos. Lo que se trata de hacer resaltar es que, por lo que toca al dominio del pecado, están en la misma situación que ellos; pues como ellos, tampoco viven de acuerdo con el conocimiento que tienen de Dios. Es ahí donde radica el gran pecado, tanto de gentiles como de judíos. En los v. 17-23 se concretarán luego algunos vicios de los judíos, que condenan en los paganos, pero que, sin embargo, también ellos cometen.
San Pablo, en todo este alegato contra los judíos, insiste en una verdad de suma importancia: que en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, cada uno será juzgado según sus obras, lo mismo judíos que gentiles; pues en Dios no hay acepción de personas (v.5-n). El "día de la ira" es el día del juicio final, de que con frecuencia habla San Pablo (cf. Rm 14, 10-12; 1Co 3, 13-15; 1Co 4, 5; 2Co 5, 10; 1Ts 5, 2-9; 2Ts 1, 6-10) y también el Evangelio (cf. Mt 10, 15; Mt 11, 22-24; Mt 12, 36; Mt 13, 39-43; Mt 25, 31-46); si se dice "día de ira" es porque en la perspectiva presente se mira sobre todo al castigo de los pecadores, aunque sea también día de recompensa de los justos. Al decir San Pablo que Dios "dará a cada uno según sus obras" (v.6; cf. 1Co 3, 13-15; 2Co 5, 10; Ef 6, 8), no hace sino repetir lo dicho por Jesucristo (cf. Mt 16, 27; Jn 5, 29), y en modo alguno se contradice con lo que afirma en otras ocasiones hablando de "justificación por la fe" (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 22; Rm 4, 11; Rm 5, 1); pues la "justificación por la fe" no excluye las obras, exigencia de esa misma fe en orden a conseguir la "salud" (cf. Rm 12, 1-2; 1Co 13, 1; Ga 5, 6). Aquí San Pablo recalca como universal el principio de retribución según las obras, que vale lo mismo para gentiles que para judíos, como luego concretará en los v. 12-16.
Continúa San Pablo su alegato contra los judíos en un ataque cada vez más directo e incisivo. Dos elementos nuevos entran en juego: la Ley (v. 12-24) Y la circuncisión (v.25-29), cosas ambas que eran para los judíos motivo de orgullo y que consideraban algo así como reaseguro infalible que les aseguraba un puesto en el reino de Dios. "Somos hijos de Abraham," gritaron orgullosamente a Jesucristo, que trataba de llevarlos al buen camino (Jn 8, 33); y, más o menos, esos mismos sentimientos de orgullo revelan también las frases que aquí les aplica San Pablo (v. 17-20). Se decía por algunos rabinos, según nos cuenta el Talmud, que Abraham "estaba sentado a las puertas del infierno y no permitía que entrase ninguno que estuviese circuncidado"; para el caso de grandes criminales, decían que el mismo Abraham les quitaba las señales de la circuncisión (cf. 1M 1, 16; 1Co 7, 18).
Pues bien, contra esa mentalidad absurda de confianza en los ritos exteriores, sin preocuparse de la rectitud interior, es contra la que lanza sus invectivas San Pablo. Comienza recalcando el principio, señalado ya antes (v.6), de que lo que realmente pesará en la balanza divina en el día del juicio, lo mismo para judíos que para gentiles, serán las obras de cada uno, con la única diferencia de que los judíos serán juzgados de conformidad con la ley dada a ellos, es decir, la ley mosaica, mientras que los gentiles, que no han recibido ninguna ley positiva, serán juzgados de conformidad con la ley natural impresa en sus corazones (v. 12-16). Ambas leyes, la mosaica y la natural, son expresiones de la voluntad de Dios, y el pecado está en no obrar de conformidad con esa voluntad. Es cierto que San Pablo nunca dice explícitamente que la ley natural, en virtud de la cual los hombres "son para sí mismos ley" (v.14), proceda de Dios; pero claramente se deduce de todo el contexto que ése es su sentir, pues de otro modo la ley natural no intimaría sus órdenes con tanto imperio e independencia, ni tenía por qué ser módulo por el que en el día del juicio "Dios por Jesucristo juzgará las acciones secretas de los hombres" (v.16; cf. Jn 5, 22-30; Hch 17, 31; 1Co 4, 5).
A continuación, San Pablo, en los v. 17-24, hace una aplicación más directa a los judíos, acusándoles de quebrantar la Ley, a pesar del claro conocimiento que tienen de ella, siendo incluso motivo de que "entre los gentiles sea blasfemado el nombre de Dios" (v.24; cf. Is 52, 5; Ez 36, 20); pues el desprecio hacia ellos recae de algún modo sobre el Dios del que se dicen servidores. El texto gramaticalmente resulta algo confuso, pues al período iniciado en el v.1 y le falta la apódosis; sin embargo, no es difícil de suplir. No está claro a qué aluda San Pablo con ese "te apropias los bienes de los templos" (?e??s??e??) del v.22. Creen algunos que se trata de defraudaciones en los tributos que hab?a que pagar al templo (cf. Ml 3, 8-10), aunque otros, quizá más acertadamente, opinan que se trata de robos en templos y sepulcros paganos, contra el precepto expreso de la Ley (cf. Dt 7, 5.25). De hecho, según Josefo, parece que era éste un reproche que con frecuencia se echaba en cara a los judíos (cf. Hch 19, 37).
Por fin, en los V.25-29, San Pablo precisa el verdadero sentido de la circuncisión, diciendo que forma un todo indivisible con la Ley, y que, si no se practica ésta, queda convertida en un signo meramente externo sin valor alguno espiritual. Hasta tal punto dice ser esto verdad, que si un gentil incircunciso observa la ley impresa en su conciencia, fundamentalmente correspondiente a la Ley mosaica, puede decirse más "circunciso" y más "judío" que los propios descendientes de Abraham; pues pertenece más realmente que ellos al verdadero pueblo de Dios, que juzga según las obras y no según las apariencias externas. Era éste un principio revolucionario para una mentalidad judía, al equiparar o poco menos la Ley mosaica con la ley natural, igualmente que había ya hecho en los v.14-15. Con este principio prepara ya su concepción del verdadero israelita, que concede al cristiano el derecho de reivindicar para sí las promesas hechas a Israel (cf. Rm 9, 6-8; Ga 3, 29; Ga 6, 16). De la circuncisión del "corazón" se hablaba ya en el Antiguo Testamento (cf. Lv 26, 41; Dt 10, 16; Jr 4, 4).
Lo anteriormente expuesto, equiparando la ley natural a la Ley mosaica y afirmando que judíos y gentiles, sin acepción de personas, serán igualmente juzgados por Dios conforme a sus obras (Rm 2, 1-29), ha dejado flotando una idea: si esto es así, ¿qué queda de los tan decantados privilegios de Israel? ¿Es que la Ley y la circuncisión y el pertenecer al pueblo elegido no significan nada?
A este interrogante trata de responder aquí San Pablo (v.1-20). Una respuesta más amplia la encontramos en los c.9-11. De momento es una respuesta sumaria, concebida como una especie de diálogo con un supuesto interlocutor, diálogo que bien pudiera ser eco de discusiones sostenidas por él en las sinagogas judías. Literariamente el pasaje es bastante embrollado, oscilando el pensamiento del Apóstol entre las prerrogativas de Israel y sus prevaricaciones, sin que podamos ver siempre con claridad el nexo entre unas proposiciones y otras.
Primera interpelación: "¿En qué, pues, aventaja..? Mucho en todos los aspectos, y primeramente." (v.1-2). En efecto, es ésta la gran gloria de Israel: ser depositario del mensaje divino de bendición, que comenzó en el paraíso a raíz de la primera caída del hombre (cf. Gn 3, 15), y que ahora se revela plenamente en el Evangelio (v.21-22). El mensaje está destinado a toda la Humanidad, sin distinción de judíos ni gentiles (cf. v.29-30), pero es ventaja del pueblo judío el haber sido elegido por Dios para, a través de él, comunicar al mundo este mensaje. Y no sólo es gloria de los judíos como pueblo, pues incluso individualmente son los judíos quienes pueden aprovecharse primero y más fácilmente de ese mensaje de salud; de ahí la fórmula que con frecuencia repite San Pablo: "primero para el judío, luego para el gentil" (cf. Rm 1, 16; Rm 2, 9-10).
Segunda interpelación: "¡Pues qué! Si algunos... No, ciertamente. Antes hay que confesar." (v.3-4). Recalca aquí San Pablo la respuesta a la interpelación anterior, diciendo que la incredulidad de algunos judíos (no sólo en el caso de Jesucristo, sino ya antes a lo largo de la historia israelítica), no hace cambiar los planes de Dios, que seguirá "fiel" a sus promesas sobre Israel. La misma idea será expuesta más ampliamente en los c.9-11, donde se habla de un "resto" que permanece fiel (cf. Rm 9, 27-29; Rm 11, 5), y de que incluso la masa de judíos, que por su culpa ha quedado fuera, se convertirá al fin (cf. Rm 11, 25-27), salvando así la continuidad de los planes salvíficos de Dios (cf. Rm 9, 27-29). En confirmación de que Dios es siempre fiel (veraz), cita San Pablo las palabras del Sal 41, 6. Late en todo esto una idea importante: la de que la grandeza y superioridad de los judíos les afecta más bien colectivamente, como pueblo, y sólo de modo secundario como individuos, los cuales por su culpa pueden perder los beneficios a ellos derivados, y prácticamente quedar en la misma situación que los gentiles (cf. Rm 2, 12-29).
Tercera interpelación: "Pero si nuestra injusticia. De ninguna manera. Si así fuese.." (v.5-6). Es una nueva dificultad que resulta de la solución a la anterior. En efecto, si nuestros pecados (los de los judíos) no anulan los planes de Dios, antes, al contrario, hacen resaltar más su "justicia" (= fidelidad a las promesas, cf. Rm 1, 17), parece que con ellos contribuimos a su gloria, y, por tanto, injustamente nos castiga. La objeción no deja de ser un poco singular; de ahí quizá la frase "hablando a lo humano," como disculpándose el interlocutor de aplicar este raciocinio a las actuaciones de Dios. La respuesta de San Pablo es tajante: "De ninguna manera." Y ni siquiera quiere entrar en discusión; se contenta con reducir la cosa ad absurdum: si la argumentación valiese, Dios no podría juzgar al mundo, es decir, a los paganos, pues con esos castigos también resplandecen más sus atributos.
Cuarta interpelación: "Pero si la veracidad de Dios. ¿Y por qué no decir lo que algunos calumniosamente nos atribuyen..?" (v.7-8). Es una objeción muy parecida a la anterior. Parece que el interlocutor judío viene a decir: ¡Bien! Admitido que Dios debe juzgar al mundo, pues se trata de gentiles, masa pecadora; pero eso no tiene aplicación a los judíos, pues, al fin de cuentas, somos su pueblo elegido, y nuestras infidelidades no han hecho sino poner más de relieve su generosidad y su voluntad de permanecer fiel a las promesas. La respuesta de San Pablo, al igual que antes, tampoco es directa; se contenta de nuevo con reducir la cosa ad absurdum : si así fuese, sería lícito hacer el mal para que resultase el bien, cosa que todos condenan. Parece incluso que una tal doctrina atribuían algunos calumniosamente a San Pablo (v.8), apoyados quizá en expresiones parecidas a las de Rm 5, 20 y Ga 3, 22 (cf. Rm 6, 1.15).
Resueltos así los reparos puestos por el interlocutor judío, San Pablo trata de resumir y hace aplicación a la cuestión que se discute. Por eso añade: "¿Qué, pues, diremos? ¿Aventajamos los judíos a los gentiles, o no?" (v.3). El Apóstol matiza su respuesta diciendo que los aventajamos, pero "no en todo." Es decir, siguen en pie las prerrogativas antes aludidas (v.1-2); pero bajo el aspecto moral, como individuos, estamos "todos bajo el pecado," lo mismo que ellos (v.9). Como prueba remite a lo dicho en los capítulos anteriores (cf. Rm 1, 18 - Rm 2, 29), y cita, en confirmación, un rimero de textos bíblicos, que es posible estuvieran ya agrupados antes de Pablo formando una especie de florilegio: Sal 14, 1-3 (v. 10-12), Sal 5, 10 y Sal 140, 4 (v.13), Sal 10, 7 (v.14), Is 59, 7-8 (v.15-17), Sal 36, 2 (v.18). Evidentemente no todos los textos aludidos tiene la misma fuerza probatoria; pero el argumento formado por el conjunto es suficiente a Pablo para concluir que los judíos, a quienes ciertamente se refieren los textos citados (v.19), en lo que toca a la justificación ante Dios, están en las mismas condiciones que los gentiles. Todavía, tratando de prevenir una objeción, añade que las obras de la Ley no bastan para "justificarnos ante Dios" (cf. Sal 143, 2), pues "de la Ley sólo nos viene el conocimiento del pecado" (v.20).
No ataca San Pablo con esto la observancia de los preceptos de la Ley (cf. Rm 7, 12; Rm 13, 8-10) ni se contradice con lo dicho en Rm 2, 13, sino que lo que quiere recalcar es que la justificación, caso de darse, ha de proceder de otro principio, no de la Ley, cuya finalidad es simplemente la de ser norma externa de conducta, revelando más claramente el pecado a la conciencia del ser humano (cf. Rm 7, 7-25). Ese principio de justificación, como luego aclarará, es el que se revela ahora en el Evangelio (cf. Rm 3, 22-24), y que ya con anterioridad ejercía su eficacia santificadora en los justos del Antiguo Testamento (cf. Rm 4, 2-10).
Con frecuencia ha sido designado este pasaje como "idea madre," "pasaje clave," "compendio" de la teología paulina. Desde luego, su riqueza de contenido es extraordinaria, constituyendo, en conjunto, la exposición más completa que del misterio de la redención ha hecho el Apóstol. Podemos considerar como versículo central el v.24, señalando que, en la nueva economía inaugurada con el Evangelio, los seres humanos son "justificados gratuitamente," es decir, sin que precedan méritos humanos, por la sola "gracia" de Dios, que fluye sobre los hombres en virtud de la "redención" operada por Jesucristo. Afirma, pues, el Apóstol que la "justificación" se debe a una iniciativa del Padre, y tiene como causa meritoria la pasión y muerte de Jesucristo. No es el hombre quien se justifica a sí mismo por su esfuerzo, sino que es Dios quien le justifica por la fe. En otros versículos concretará que esta "justificación" se ofrece a todos indistintamente, judíos y gentiles (v.22.29), Pero para que se haga eficaz respecto de cada uno se nos exige la "fe" en Jesucristo (v.22.25.26.28.30; cf. Rm 1, 16-17). Incluso nos dirá que esta nueva economía divina de "justificación por la fe," revelada ahora en el Evangelio, no es algo imprevisto, sino que estaba ya atestiguada por la Ley y los profetas (v.21; cf. Rm 4, 3-8). Por eso podrá concluir que el principio de "justificación por la fe" no anula la Ley, antes más bien la confirma (v.si; cf. Rm 13, 8-10), dado que era una verdad enseñada ya en ella, cuya misión era la de ser "pedagogo" en orden a conducir los israelitas a Cristo para ser por El justificados (cf. Rm 5, 20; Rm 7, 7; Rm 11, 32; Ga 3, 24).
No se crea, sin embargo, como a veces parece suponerse en algunos comentarios, que el Apóstol intente ex professo en este pasaje presentarnos una exposición completa sobre la justificación por la fe en Cristo Redentor. Su intención es, más bien, siguiendo en la misma línea de los capítulos anteriores, la de hacer ver que, lo mismo que antes respecto del pecado, también ahora respecto de la salud o justificación, todos, judíos y gentiles, estamos en las mismas condiciones; de ahí, esas preguntas con que termina su exposición, haciendo resaltar que la "justificación" no es un premio al cumplimiento de las obras de la Ley, de lo que pudieran gloriarse los judíos, únicos a quienes ha sido dada la Ley, sino un don gratuito de Dios que se ofrece a todos, judíos y gentiles, pues no hay más que "un solo Dios" para todos, que a todos quiere "justificar" mediante la fe en Jesucristo (v.27-31).
El pasaje enlaza directamente con Rm 1, 16-17, volviendo el Apóstol a usar incluso casi las mismas expresiones y afirmando que es ahora, en la nueva economía inaugurada con el Evangelio, cuando se revela la "justicia de Dios" sobre el mundo para todos los que creen (v.21-22). Al espantoso cuadro que nos pintó anteriormente (Rm 1, 18-Rm 3, 20), sigue este otro lleno de luz y esperanzas, que todavía completará más en los capítulos siguientes (cf. Rm 5, 1-11; Rm 8, 1-39). San Pablo recalca que esa "justicia de Dios," que ahora se revela en el Evangelio, es ofrecida a todos, judíos y gentiles, pues todos la necesitan, dado que "todos pecaron y están privados de la gloria de Dios," es decir, de esa presencia radiante de Dios comunicándose al ser humano, de la que carecen los pecadores (v.23; cf. Ex 34, 29; Ex 40, 34; Sal 85, 10; Is 40, 5).
Manifestar Dios su "gloria" en medio del pueblo equivalía prácticamente a hacer gozar a éste de los beneficios de su presencia, así como retirar su "gloria" equivalía a privarlo de esos beneficios y abandonarlo a la desgracia.
No cabe dudar que la justicia de Dios, a cuya manifestación en la época del Evangelio tan enfáticamente alude San Pablo (v.21.22.25.26), está íntimamente relacionada con la justificación del hombre, de la que habla también con no menor insistencia (v.24.26. 28.30). Pero ¿qué incluyen esas expresiones?
De este punto tratamos ya ampliamente en la introducción a la carta, a cuya exposición remitimos. Precisamente es este pasaje uno de los que han dado lugar a más reñidas controversias. De una parte, el contexto en los v.21-22 parece estar señalando una justicia bienhechora, sea cualquiera el matiz de significado a que luego nos inclinemos; de otra parte, en los v.25-26, parece estarse aludiendo a la justicia vengadora de Dios, al castigar tan terriblemente en su Hijo los pecados de los hombres, justicia que había quedado como eclipsada a los ojos del mundo en la época anterior, época de "tolerancia" y de "paciencia," en que Dios había castigado el pecado menos de lo que se merecía. De hecho, así han interpretado estos textos la mayoría de los comentaristas de San Pablo. ¿Es que el Apóstol, dentro de un mismo párrafo, toma la expresión "justicia de Dios" en sentidos diferentes? Desde luego, la cosa sería bastante extraña. Por eso los comentaristas actuales se inclinan, en general, a buscar unidad de significado a la expresión.
Creemos, como ya explicamos en la introdúcelo a la carta, que el Apóstol alude, con unidad de significado, a la justicia de Dios que pudiéramos llamar "salvífica," es decir, a Infidelidad con que mantiene sus promesas de bendición mesiánica, a las que da cumplimiento con el Evangelio. Se trata, pues, de un atributo o propiedad en Dios; pero de un atributo cuya manifestación trae consigo un efecto en el hombre, la "justificación." Eso significa la frase "justo y que justifica" (v.26), esto es, muestra su justicia salvífica, en conformidad con lo prometido, justificando al ser humano. Esta "justificación" estaba reservada para la época del Evangelio (v.21-24); los tiempos anteriores eran tiempos de tolerancia y de paciencia (v.25-26; cf. Sb 7, 24), tiempos de permisión a las naciones de que "siguieran su camino" (Hch 14, 16), tiempos de "ignorancia" (Hch 17, 30)" en una Palabra, tiempos en que no se había aún manifestado la "justicia de Dios," con la consiguiente "justificación" en el ser humano. San Pablo no hace sino señalar el hecho de la existencia de estos dos períodos en la historia de la humanidad. El por qué fijó Dios esos largos tiempos de espera antes de que llegara la manifestación de su justicia salvífica, no lo dice aquí el Apóstol; quizás fuese para preparar la humanidad a recibir con más interés y agradecimiento los preciosos dones que le destinaba (cf. Rm 11, 11-24; Ga 3, 24).
Si a esos tiempos de la "ira" (cf. Rm 1, 18; Rm 3, 9) los llama ahora tiempos de la "paciencia," es porque Dios no ha intervenido ni para castigar definitivamente a los pecadores, como en el día del juicio, ni para anular el reino del pecado, como ahora con la Redención. Eran tiempos en que soportaba pacientemente la existencia de los pecados y el reino del pecado, aunque manifestando su cólera con los consiguientes castigos; ahora, en cambio, manifiesta su "justicia" salvífica anulando en Cristo ese reino del pecado.
Explicado así el término "justicia de Dios," réstanos ahora hablar de su efecto en el hombre, la "justificación." Cuatro veces alude San Pablo en este pasaje al hecho de la "justificación" (v.24.26.28.30); pero ¿qué entiende por "justificación"? Remitimos a lo ya expuesto en la introducción a esta carta. Como entonces explicamos, no se trata de una "justificación" meramente imputada y extrínseca, y que, en realidad, nos dejase tan pecadores como antes, sino verdadera remisión de nuestros pecados con renovación interna del alma, de modo que de enemigos pasemos a ser amigos de Dios y herederos de su gloria.
Por lo que a nuestro pasaje se refiere, San Pablo insiste sobre todo en que la "justificación" no es debida a méritos nuestros anteriores, sino que nos la concede Dios gratuitamente a todos, judíos y gentiles, mediante la fe en Jesucristo, a cuya muerte redentora y propiciatoria hemos de agradecer este inmenso beneficio. Son, pues, tres los elementos que San Pablo hace resaltar: universalidad del ofrecimiento, gratuidad mediante únicamente la fe en Jesucristo, relación a la pasión y muerte de éste, verdadera "causa meritoria" de nuestra justificación, en frase del concilio de Trento. Nada diremos acerca de los dos primeros elementos, pues de ello hablamos ya antes, al comenzar a comentar este pasaje. Nos fijaremos sólo en el tercero, del que hasta ahora apenas hemos hablado y que constituye en realidad la tesis central de toda la doctrina cristiana soteriológica o de salvación.
Dos expresiones usa San Pablo al respecto: la de que Dios nos justifica "en virtud de la redención (d?a t?? ?p???t??se??) operada por Cristo Jesús," y la de que "lo preordinó instrumento de propiciación en su sangre" (6v p???^et? ??ast????? e? t? a?t?? a? µ?t?). Evidentemente, aunque en los t?rminos empleados por el Apóstol no todo sea claro, es cierto que con una y otra de las expresiones está aludiendo a la pasión y muerte de Cristo, de la que hace depender, en última instancia, la existencia misma de nuestra "justificación." Esto es lo básico y lo realmente trascendental. Las discusiones vienen luego, al tratar de concretar la significación de los términos "redención" e "instrumento de propiciación." Dada la importancia de la materia, convendrá que nos detengamos en algunas explicaciones.
La palabra "redención" (ap???t??s?), que San Pablo emplea nueve veces (cf. Rm 3, 24; Rm 8, 23; 1Co 1, 30; Ef 1, 7-14; Ef 4, 30; Col 1, 14; Hb 11, 35; Hb 9, 15), ha venido a ser como el término técnico para expresar la obra de la salud humana realizada por Jesucristo. Su significación primaria, en conformidad con la etimología, es la de liberación a base de pagar el conveniente precio o rescate. Así eran rescatados en general los esclavos y los cautivos; y en este sentido es empleada en la literatura profana. ¿Será ése también el sentido en que la emplea San Pablo? ¿No será más bien en sentido general de liberación, sin que lleve incluida la idea de rescate? De hecho, en el Antiguo Testamento con frecuencia se habla de que Dios "ha redimido" a su pueblo de las cautividades egipcia y babilónica (Ex 6, 6; Ex 15, 13.16; Dt 7, 8; Is 43, 14; Is 44, 6; Is 47, 4; Sal 74, 2; Sal 77, 16; Sal 107, 2) e incluso se alude a otra "redención" más profunda y universal que realizará en la época mesiánica (cf. Is 54, 5; Is 60, 16; Is 62, 11-12; Jr 31, 11; Jr 33, 7-9; Sal 49, 8-16; Sal 130, 8), siendo evidente que en estos casos el concepto de "redención" no lleva incluida la idea de rescate o pago de determinado precio. ¿Será también ése el sentido que San Pablo da a la palabra "redención" al aplicarla a Cristo? Así lo creen hoy bastantes exegetas, a cuya cabeza podemos colocar los PP. Lyonnet y Sabourin, que prácticamente excluyen del concepto de "redención" la idea de justicia de Dios que exige el castigo del pecado, centrando toda su atención en la idea de liberación o retorno a Dios de la humanidad, tal como tuvo lugar en la resurrección de Cristo, retorno que personal e individualmente se aplicará luego a cada uno de nosotros a través de la fe y los sacramentos. Creemos, como muy bien dice el P. Benoit, que tal manera de explicar la "redención" empobrece la soteriología paulina, reduciéndola a un gesto de amor misericordioso, que deja insatisfechas las exigencias de justicia de la antigua economía y de toda psicología humana.
No es así como Pablo parece mirar la "redención," es decir, cual si fuese algo que tiende simplemente a remediar un mal, pensando en el ser humano sino que la mira como algo que tiende también a reparar un desorden, pensando en Dios. Es lo que claramente deja en: tender, cuando habla del "quirógrafo" que nos era contrario y que Cristo canceló clavándolo en la cruz (cf. Col 2, 14). Los textos de 2Co 5, 21 y Ga 3, 13, que no hacen sino repetir lo ya dicho proféticamente por Is 53, 5-6, son sumamente expresivos a este respecto. Por lo que hace concretamente al término "redención," creemos que en el pensamiento de Pablo, al usar ese término, no anda ausente la idea de rescate. En efecto, no se contenta con afirmar el hecho de la redención o liberación del hombre por Jesucristo, sacándonos de la esclavitud con que nos oprimían el pecado y la muerte y aun la misma Ley de Moisés y también Satanás (cf. Rm 8, 2; Ga 3, 13; Ef 2, 1-7; Col 1, 13-14; Hb 2, 14-15), sino que expresamente habla del "precio" de la redención (cf. 1Co 6, 20; 1Co 7, 23), especificando que ese precio es Cristo mismo (1Tm 2, 6; Tt 2, 14), y más concretamente, su sangre (cf. Ef 1, 7; Ef 2, 13; Col 1, 20; Hb 9, 12). No un "precio" pagado al diablo, como imaginaron algunos Padres (Orígenes, Ambrosio), sino pagado al Padre, conforme canta la liturgia pascual en el "Exsultet," calcado en expresiones de Pablo: "Porque El ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán, y derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado." Por lo demás, en los escritos neotestamentarios es Dios quien aparece llevando a la muerte a Jesús (cf. Rm 8, 32; Jn 3, 16), mientras que Satán más bien se opone (cf. Mc 8, 33; Mt 16, 23). Aquí mismo, en este pasaje de Pablo, después de hablar de "redención en Cristo" (v.24), se habla de que fue Dios quien le preordinó "instrumento de propiciación en su sangre" (v.25), lo que está dando a entender que esa sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, ha sido ofrecido no a las potencias del mal, sino a Dios.
En cuanto a esta nueva imagen, no todo es claro tampoco. La palabra que hemos traducido por "instrumento de propiciación" (??ast?????) se presta a varias interpretaciones. En el Nuevo Testamento sólo aparece en este lugar y en Hb 9, 5. Por el contrario, en la versión de los Setenta aparece frecuentísimamente y corresponde al hebreo kapporeth, con que se designaba la lámina de oro que servía de cobertura al Arca de la Alianza y que era a la vez el lugar donde se manifestaba la presencia de Dios y donde, cada año, en el solemne día del Kippur o de la Expiación (cf. Hch 27, 9), entraba el sumo sacerdote para rociarla con sangre en expiación de los pecados de Israel (cf. Ex 25, 17-22; Lv 16, 1-19). También aparece alguna vez en la literatura profana, particularmente en inscripciones, bien como sustantivo (monumento erigido para aplacar a alguna divinidad), bien como adjetivo unido a {3??at??, 3?s?a}, etc. (muerte expiatoria, sacrificio expiatorio..). Etimológicamente deriva del verbo ???s??µa? (aplacar, hacer propicio), sentido fundamental que se ve claro no pierde en ninguno de los casos. Lo difícil es precisar el matiz de significado con que la emplea San Pablo.
Algunos autores, apoyándose en que términos de forma similar, como {e?????st? piov, s?t?????}, etc., se emplean para significar sacrificios de acción de gracias o de impetración de salud, creen que en este lugar de San Pablo debemos dar a ??ast????? el sentido directo de sacrificio de propiciación (o de expiación), máxime que el mismo Apóstol añade: "en su sangre." Otros prefieren traducir monumento expiatorio, insistiendo en que tal suele ser el sentido de ??ast????? en la literatura profana, cuando aparece como sustantivo. Juzgamos que debe preferirse el sentido más general de medio o instrumento de propiciación, tal como hemos traducido en el texto, con alusión al kapporeth o propiciatorio del Arca de la Alianza. Eso aconseja el pasaje de Hb 9, 5-14, donde el término ??ast????? alude ciertamente al kapporeth del Arca (v.5), y donde se establece explícita relación entre ese kapporeth antiguo, rociado con sangre una vez al año en el día solemne de la Expiación (v.7), y la muerte de Cristo, rociado en su propia sangre, ofreciéndose al Padre (v.11-14). Lo que era para los judíos el kapporeth del Arca, en orden a aplacar a Dios y hacerle propicio, es para nosotros Jesucristo, cubierto con su propia sangre en la cruz. Es Dios mismo quien "ha preordinado" en sus eternos decretos (tal parece ser el sentido de p???^et?: cf. Rm 8, 28; Ef 1, 9; Ef 3, 11; 2Tm 1, 9) este nuevo medio o instrumento de propiciación, mucho más eficaz que todos los antiguos (v.25).
El inciso "mediante la fe" (v.25) no parece significar otra cosa sino que la fe es el medio como Jesús libra al hombre del pecado, y que sin la fe Jesús no producirá en el hombre el efecto del "propiciatorio."
Precisando más, diremos que, junto a la idea de propiciación (asegurarse el favor de la divinidad), está la idea de expiación (reparar faltas pasadas), conceptos muy afines, que parecen estar ambos incluidos en el término ??ast?????, dado que a Dios no le hacemos propicio sino expiando nuestros pecados. Ese doble efecto se atributa a los sacrificios de la antigua Ley, y ese doble efecto produce también la muerte redentora de Cristo. Añadamos que, de suyo, el término ??ast????? no contiene directamente la idea de sacrificio, pero s? en este pasaje de San Pablo, al decir no sólo que Cristo es instrumento de propiciación, sino "instrumento de propiciación en su sangre." Por lo demás, el carácter "sacrificial" de la muerte de Cristo aparece claro en otros muchos lugares de las cartas paulinas (cf. 1Co 5, 7; Ef 5, 2; Col 1, 20; 1Co 11, 25) Y sobre todo, en la carta a los Hebreos (cf. Hb 2, 17-18; Hb 7, 26-27; Hb 9, 11-14; Hb 10, 4-14; Hb 13, 11-12). La idea es anterior a Pablo, pues queda implicada en las palabras mismas de la Cena, tan cuidadosamente recogidas en la tradición sinóptica (cf. Mc 14, 24; Mt 26, 28; Lc 22, 20).
San Pablo, que gusta de hacer resaltar en cuantas ocasiones se le ofrecen la armonía de ambos Testamentos, se veía casi obligado a tocar este tema de la justificación de Abraham. Era Abraham para los judíos el tipo acabado de hombre justo (cf. Sb 10, 5; Si 44, 20-23; 1M 2, 52; Jn 8, 33.39.52; St 2, 21-24); si, pues, el principio de justificación por la fe estaba ya atestiguado antes del Evangelio (cf. Rm 3, 21.31), preciso era ver qué aplicación había tenido en el caso de Abraham. Es lo que va a hacer San Pablo en este capítulo, con el pensamiento fijo todavía en los judíos (v.1: "nuestro padre según la carne"), igual que en capítulos anteriores (cf. Rm 2, 17; Rm 3, 27). Encuentra así en la misma Escritura la prueba bíblica de que Dios nos justifica exclusivamente por la fe.
El sentido general de su argumentación no es difícil de deducir. Reconoce gustoso esa preeminencia de Abraham, como aparece claro de todo el contexto de su exposición; pero insiste en que Abraham ha sido "justificado" por Dios, no como recompensa o salario de sus obras, sino gratuitamente, a causa de su fe (v.2-5), que es como Dios perdona al pecador, según canta David (v.6-8).
Y por si alguno objetaba que de ahí no podía deducirse ningún principio general de justificación con aplicación también a los gentiles, pues, al fin de cuentas, Abraham y los pecadores a que alude David eran todos judíos, pertenecientes al pueblo de Dios, que llevaban en su carne la marca gloriosa de la circuncisión, San Pablo continuará su argumentación diciendo que la circuncisión no es condición previa ni pudo influir en la justificación de Abraham, pues ésa fue algo que tuvo lugar sólo posteriormente para sello o señal de la justicia de la fe recibida antes; con ello quería Dios presentar a Abraham como padre de todos los creyentes, sean éstos gentiles incircuncisos o judíos circuncisos (v.9-12). Y aún seguirá más adelante con su argumentación, tratando de deshacer otro reparo que podrían proponerle por parte de la Ley. ¿No era ésta una institución divina, que era necesario cumplir para poder participar de las promesas hechas a Abraham de que en él y en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12, 2-3; Gn 15, 4-6; Gn 17, 4-5; Gn 22, 17-18) y, por consiguiente, para poder entrar en los planes de salud establecidos por Dios? A esta pregunta implícita San Pablo responde que la "promesa" fue hecha a Abraham y a su posteridad, no por razón de la observancia de la Ley (que todavía no había sido dada, como añadirá en Ga 3, 17), sino por razón de su fe; y, por tanto, no es la Ley, sino la fe la que nos convierte en verdadera "posteridad" de Abraham, dándonos así derecho a participar de la promesa (v.13-17). En Ga 3, 16-29 aún precisará más y dirá que esta "posteridad" de Abraham a la que están hechas las promesas es Cristo; y que es en El (es, a saber: por nuestra incorporación a El mediante la fe y el bautismo) como los seres humanos entramos a formar parte de la "posteridad" de Abraham y, por tanto, a ser herederos según la promesa. Con esto quedaba terminada prácticamente su exposición. En los versículos restantes, después de ponderar la grandeza de la fe de Abraham (v. 18-22; cf. Hb 11, 8-19), recalcará que lo de Abraham no es un caso individual aislado, sino el primer jalón de un orden providencial, el de la justificación por la fe, que Dios establece en el mundo, y que quedará más patente en la época del Evangelio (v.23-25).
Tal es lo que pudiéramos decir el esquema de la argumentación de San Pablo. Hagamos ahora algunas aclaraciones sobre cada uno de los tres puntos en que hemos dividido su argumentación (v.1-8.9-12.13-17), y también sobre la reflexión final (v.18-25).
No cabe duda que la parte básica es la primera (v.1-8). En ella trata de probar San Pablo que Abraham fue "justificado" no merced a sus obras, sino merced a su fe, en atención a la cual Dios le concedió gratuitamente el don de la "justicia." Le sirve de base la frase de la Escritura: "Creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia" (v.3.9.22; cf. Ga 3, 6), frase que la narración del Génesis pone a raíz de la promesa de posteridad que le hace Dios (Gn 15, 6). La expresión "le fue computado" (?????s3? a?t?) pertenece al lenguaje transaccional, y significa "poner a cuenta de," lo que aplicado metafóricamente a la justificación significa que Dios pone a cuenta de Abraham la fe, aceptándola como equivalente de la "justicia" que le otorga. No intenta decir el autor sagrado que Abraham fuese justificado precisamente en esa ocasión de la promesa de posteridad, pues es claro que le supone ya anteriormente amigo de Dios y, por consiguiente, "justo," sino que la reflexión es general, significando con ella cuál es la norma de Dios en la "justificación." Sobre el significado de los términos "fe," "justicia" y "justificación" no hay por qué volver a insistir; San Pablo los ha venido empleando ya en capítulos anteriores, y en el mismo sentido deben tomarse aquí (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 21-31). Lo que sí queremos advertir es que, de suyo, la expresión "le fue computado" no indica necesariamente gratuidad, pudiendo haber equivalencia de valor entre ambos extremos; sin embargo, en este caso de la "justicia" ciertamente hay gratuidad, y San Pablo la señala expresamente, contraponiendo esta computación de fe por justicia que Dios hace como "gracia" (?at? ?????), a otra computación entre salario y obras realizadas, que sería como "deuda" (?at? ?fe???µa). La cita del Sal 32, 1-2, que a continuación hace el Apóstol (v.6-8), lleva la misma finalidad, es, a saber, la de mostrar la gratuidad de la justificación del pecador. Hace resaltar San Pablo que ahí el salmista no alude para nada a obras realizadas por el pecador, sino que lo atribuye todo a Dios; lo único personal que el pecador puede aportar es su "fe en aquel que puede justificarle" (v.5), confesando con su humilde oración la gratuidad de la obra de Dios. La expresión "cuyos pecados han sido velados" (v.7) equivale al "perdonados" inmediatamente anterior y al "no tomar a cuenta" que sigue, según exige el paralelismo de la poesía hebrea; de otros pasajes de San Pablo, como ya hicimos notar al comentar Rm 3, 24, se deduce claro que la "justificación" del pecador no ha de entenderse en sentido de "justicia" meramente imputada, como interpretaban los antiguos protestantes, sino de verdadera remisión del pecado con renovación interna del alma. Claro es que en el pecado debemos distinguir la ofensa, que es la que queda perdonada, del acto mismo del pecado en cuanto realidad histórica, bajo cuyo aspecto nunca podrá decirse que ese acto no ha sido cometido, una vez cometido, pero es "tapado por la mano de la misericordia divina, de modo que se tenga como no hecho."
Por lo que toca a la relación entre "justificación" y circuncisión (v.8-12), que es lo que constituye la segunda etapa de la argumentación de San Pablo, éste no se contenta con decir que en la "justificación" de Abraham no pudo influir la circuncisión, puesto que ésta tuvo lugar después que había sido ya "justificado" (v.9-10), sino que hace resaltar el porqué de esa "justificación" por la fe antes de la circuncisión, es, a saber, "para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados" (v.11). ¡Qué humillación para los orgullosos judíos, que tanto se preciaban de ser los hijos de Abraham; (cf. Mt 3, 9; Jn 8, 33). Las consecuencias eran muy graves, pues si también los incircuncisos podían ser hijos de Abraham, luego podían participar de las bendiciones mesiánicas prometidas a Abraham y a su "posteridad," sin necesidad de someterse a la circuncisión ni a la Ley. Y San Pablo sigue aún más adelante con la humillación, añadiendo que Abraham es también padre de los circuncisos, pero a condición de que imiten su fe, aquella precisamente que Abraham demostró antes de estar circuncidado (v.12). ¡Si la circuncisión no va acompañada de esa fe, no da derecho a considerar como padre a Abraham!
Respecto del tercer punto, es decir, relación de la Ley con la "promesa" (v.13-17), sigue San Pablo en la misma línea de pensamiento. Para que mejor entendamos su argumentación, convendrá que comencemos con algunas observaciones generales. Para los judíos lo que realmente constituía a Israel pueblo de Dios, lo sustantivo y esencial, era la ley de Moisés. Cierto que anterior a la Ley estaba la "promesa," en la que Dios había prometido a Abraham que en él y en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra, con alusión evidente a que también la gentilidad participaría de esas bendiciones; pero ello había de ser sometiéndose a la Ley, que, aunque posterior, había venido a completar la "promesa," determinando el camino a seguir para poder participar de las bendiciones prometidas a Abraham. Este régimen de la Ley sería mantenido por el Mesías e impuesto a la gentilidad, a fin de que ésta pudiera entrar en los planes de salud señalados en la "promesa." Diametralmente opuesta era la concepción de San Pablo. Para el Apóstol, lo realmente sustancial, permanente y definitivo, era la "promesa" hecha por Dios a Abraham en premio a su fe. Para poder participar de las bendiciones contenidas en esa "promesa," de ninguna manera era necesario someterse a la Ley, institución posterior, secundaria y provisional, cuyo único objeto fue el de proteger externamente la transmisión de la "promesa" hasta el momento de su realización en el Evangelio (cf. Ga 3, 24-25), y que, además, enervada por la concupiscencia, se convirtió de hecho en ocasión de transgresiones y en instrumento de pecado (cf. Rm 3, 20; Rm 4, 15; Rm 5, 20; Rm 7, 7-17; 1Co 15, 56; Ga 3, 19). Si la "promesa," dice el Apóstol, estuviera vinculada a la observancia de la Ley, o, lo que es lo mismo, si para participar de la "promesa" hubiera que ser "hijo de la Ley" (v.14), ello equivaldría a decir que lo que bastó para Abraham no bastaba ya para nosotros y que Dios cambiaba sus planes. En efecto, a Abraham le otorgó Dios la "justicia" en premio a su fe, y, en atención a esa justicia radicada en la fe, le hizo también la "promesa," sin que influyera para nada la Ley (v.13); sin embargo, a nosotros no nos bastaría ya la fe, sino que se nos exigiría la observancia de la Ley, con lo que, además de declarar anulada la eficacia de la fe, en realidad quedaba también abrogada la promesa (v.14), pues lo que se había concedido para Abraham y su descendencia por pura liberalidad, en premio a la fe, sin más condiciones, quedaba vinculado a que observáramos o no observáramos la Ley, cuya consecución deberíamos merecer con nuestras obras, dejando de ser un don gratuito de Dios. Teniendo en cuenta, además, que la Ley, convertida de hecho en ocasión de transgresiones (v.15), lejos de ser una nueva garantía para el cumplimiento de la "promesa," más bien había de resultar un obstáculo para que Dios siguiese manteniendo esa "promesa." Por el contrario, "si no hay Ley," es decir, si la "promesa" está hecha de modo absoluto, sin condicionarla a la observancia de una ley, no puede haber "transgresiones" que impidan a Dios el cumplimiento de la "promesa" (v.15). Es el caso de la fe (v.16-17). La frase "llama a lo que no existe como si existiera" (v.17) alude sin duda a la llamada creadora de Dios, haciendo resaltar el poder omnímodo de sus actuaciones. No es claro si el sentido es comparativo o consecutivo: llamar a lo que no es como a lo que es, o llamar a lo que no es para que sea. En cualquier caso la idea central permanece la misma, y Pablo sigue en la perspectiva bíblica de que el mundo no existe de suyo, sino que ha sido llamado a la existencia por Dios (cf. Gn 1, 1; 2M 7, 28).
Y llegamos a la reflexión final (v.18-25). La analogía que San Pablo establece entre nuestra fe y la de Abraham es perfecta. En ambos casos se trata de la misma "fe," sumisión y abandono total en manos de Dios poderoso para dar vida a los muertos (v.17.19.24), fe que, lo mismo a Abraham que a nosotros, por pura liberalidad divina, se nos toma a cuenta de "justicia" (v.22.24). La única diferencia está en que para Abraham y para los justos, en general, del Antiguo Testamento, el objeto de esa "fe" eran las divinas promesas, que todas se concentraban en el Mesías (cf. 2Co 1, 20; Ga 3, 16), mientras que para nosotros, en el Nuevo Testamento, el objeto de la "fe" es ese Mesías, muerto ya y resucitado, en quien el Padre puso la salud del mundo (cf. Rm 3, 21-26). La frase "resucitado para nuestra justificación" (v.25) no es del todo clara. San Pablo establece, desde luego, una clara relación entre nuestra justificación y la resurrección de Jesucristo, como la establece con su pasión y muerte en el inciso anterior, al decir que "fue entregado por nuestros pecados." Pero ¿cuál puede ser el influjo de la resurrección de Jesucristo en nuestra justificación? Entendemos perfectamente el de la pasión y muerte, causa meritoria de nuestra justificación; mas con la resurrección no podía ya merecer, habiendo terminado su tiempo de fiador. Algunos autores, siguiendo a San Juan Crisóstomo, dicen que, desde el punto de vista soteriológico, muerte y resurrección forman un todo inseparable y constituyen un único acto redentor en su doble aspecto, negativo y positivo, de modo que los efectos de la redención pueden atribuirse indistintamente a uno u otro de los aspectos; si San Pablo atribuye la remisión de nuestros pecados a la muerte de Cristo, y la justificación a su resurrección, ello no significa que muerte y resurrección hayan de considerarse separadamente como dos causas distintas, pues también los efectos que se les atribuyen, remisión de pecados y justificación, no son dos realidades diferentes, sino una realidad con dos aspectos, negativo y positivo. Todo esto es verdad; pero creemos que no acaba de explicar la frase de San Pablo. Desde luego, resultaría extraño que el Apóstol hubiera invertido los términos y hubiera dicho: "entregado para nuestra justificación y resucitado por nuestros pecados." Por eso, debemos buscar alguna ulterior explicación. Ni parece bastar lo de que Cristo en su resurrección es causa ejemplar o tipo de la nueva vida del cristiano justificado; si nos quedamos con esto solo, parece claro que restamos vigor a la frase del Apóstol: "resucitado para nuestra justificación." San Agustín, y con él otros muchos autores, buscan la explicación de esa frase en el hecho de que la resurrección de Cristo es el principal motivo de credibilidad y como fundamento de nuestra fe, sin la cual no hay justificación. Su razonamiento es más o menos así: Si Cristo no hubiera resucitado, aunque con su pasión y muerte hubiéramos quedado redimidos, nosotros no hubiéramos creído en El; mas, al resucitar, creímos, y de esa fe nos vino la justificación. Tampoco esta explicación parece dar razón completa de la expresión del Apóstol. Creemos que, en el pensamiento de San Pablo, la conexión entre resurrección de Jesús y justificación humana no debe reducirse a un lazo meramente extrínseco, en cuanto que aquélla es el principal motivo de credibilidad, sino que se trata de algo más íntimo, que pudiéramos concretar diciendo que, según los planes divinos, es en el momento de la resurrección cuando Cristo comienza a ser "espíritu vivificante" para la humanidad (1Co 15, 45), haciendo participar a los seres humanos de esa plenitud de vida sobrenatural, de que El estaba lleno desde un principio, pero cuya comunicación a la humanidad exigía como condición previa su muerte y resurrección (cf. Jn 16, 7; Rm 6, 4; Rm 8, 9-11).
Como muy bien dice el P. Prat, "la resurrección de Cristo no es una simple recompensa otorgada a sus méritos, ni solamente un apoyo de nuestra fe y una prenda de nuestra esperanza; es un complemento esencial y una parte integrante de la misma redención"
Podríamos decir, usando terminología de Cerfaux, que "por la resurrección de Cristo entran en acción en este mundo los acontecimientos escatológicos prometidos y aguardados." Cristo resucitado, "primicias" de los que duermen (1Co 15, 20), arrastra en pos de sí a toda la humanidad hacia la justicia y la vida, de forma parecida a como Adán la había arrastrado al pecado y a la muerte (cf. Rm 5, 12-21). En su resurrección la humanidad, alejada de Dios por el pecado, sufre una verdadera transformación, real y jurídica, volviendo a la comunión y amistad con Dios.
Hagamos una última observación. En todo este capítulo referente a la justificación de Abraham, San Pablo se vale de varios textos del Génesis (Gn 15, 5-6; Gn 17, 5), cuyo sentido literal histórico no parece llegar tan lejos como el Apóstol da a entender (v.3.17.18). Realmente es muy difícil suponer que el redactor del Génesis, al componer su libro, pensase en ese valor universal del "creyó Abraham a Dios y le fue computado a justicia," como expresión de la economía que Dios inauguraba de justificación por la fe, de modo que, como dice el Apóstol, no sólo por Abraham, sino también por nosotros esté escrito que la "fe le fue computada a justicia" (v.23-24); ni en esa "posteridad" innumerable que había de proceder de Abraham, no precisamente por vía de generación carnal, sino por vía de fe, mediante nuestra incorporación a Cristo, de modo que, como dice el mismo Apóstol, "los nacidos de la fe, ésos son los hijos de Abraham" (v.16; cf. Ga 3, 7). Sin embargo, ¿qué duda cabe que cuando el autor sagrado, bajo la inspiración, consignaba en la Sagrada Escritura aquellas frases, todo eso estaba en la mente de Dios y a eso principalmente miraba? Tendríamos, pues, aquí, al igual que en otras citas del Apóstol (cf. Rm 1, 17), un sentido literal, sí, pero más allá del que veían e intentaban los autores sagrados del Antiguo Testamento. Es el principio, recordado en varios lugares (cf. Rm 15, 4; 1Co 9, 9-10; 1Co 10, 1-11), de que todo lo que hay en la Escritura no mira sólo a los personajes concretos a quienes de modo directo se refiere, sino que está dicho para nosotros.
Comienza un nuevo apartado en este tema de la "justificación" que viene desarrollando San Pablo. Hasta ahora su preocupación era la de demostrar el hecho de la "justificación," don gratuito que Dios ofrece a todos los hombres, judíos y gentiles, mediante la fe en Jesucristo, que nos lo mereció con su muerte redentora. Es lo que el mismo San Pablo indica en los v.1-2, que muy bien podemos considerar como conclusión de lo dicho en anteriores capítulos y como punto de arranque para los cuatro siguientes: "justificados," pues, por la fe, tenemos ya paz con Dios los que antes éramos "hijos de ira" (cf. Ef 2, 7; Col 1, 21), y esto lo debemos a Jesucristo, que es quien nos ha hecho aceptos a Dios (cf. Rm 3, 24-25; 2Co 5, 18; Ef 2, 11-22) y nos ha conseguido el acceso a "esta gracia" de la justificación.. en la esperanza de la gloria de Dios. Con esta última expresión queda suficientemente indicada la nueva fase en que entra su exposición.
En efecto, la finalidad que el Apóstol se había propuesto al comenzar su carta era la de exponer cómo el Evangelio "es poder de Dios para la salud de todo el que cree" (Rm 1, 16). Esta "salud" está ya iniciada con la "justificación," que nos ha devuelto la paz con Dios; pero la "justificación" no es aún la "salud" completa y definitiva. San Pablo, a lo largo de cuatro capítulos (Rm 5, 1-Rm 8, 39) tratará de establecer la unión entre esas dos cosas: "justificación" y "salud" final o, lo que es lo mismo, "gracia" santificante y "gloria" eterna, dándonos un precioso resumen de la vida cristiana, con su fecunda vitalidad, vida que, gracias al don del Espíritu (cf. Rm 5, 5; Rm 8, 9-11), es participación de la vida misma de Cristo, de cuyo amor nada ni nadie será capaz a separarnos (cf. Rm 8, 29-39).
En esta primera historia (v.1-11) deja ya establecida en sus líneas generales y demostrada la tesis fundamental: nuestra esperanza de llegar a la salud final "no quedará confundida" (v.1-5a), pues si, cuando todavía éramos pecadores y enemigos, Dios en su gran amor nos concedió la gracia de la "justificación," llegando hasta entregar a su Hijo a la muerte por nosotros, ¿cuánto más, ahora que somos amigos, hemos de esperar recibir de El la gracia de la-"salud" final? Quién hizo lo más, cuando éramos enemigos, ¿no hará ahora lo menos, cuando somos amigos? (v.5b-11).
Expuesto así el pensamiento fundamental, tratemos de detallar un poco más. Dice el Apóstol que, ante esa esperanza de la gloria futura, nos gloriamos "incluso en las tribulaciones" (v.3-4). Y es que las tribulaciones, como a soldado en campaña, nos dan ocasión de ejercitarnos en la paciencia y fortificarnos en la virtud, acrecentando nuestros méritos y nuestros deseos de llegar a la meta final y recibir el premio (cf. Rm 8, 18-23). También dice que el fundamento de esa nuestra esperanza es "el amor de Dios derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (v.5). ¿De qué amor habla San Pablo? ¿Del amor con que Dios nos ama del amor (virtud teologal) con que nosotros amamos a Dios? La expresión "derramado en nuestros corazones" parecería pedir la segunda interpretación, que es la que dan muchos autores, siguiendo a San Agustín, y en cuyo sentido citan el texto los concilios Arausicano (c.17 y 25) y Tridentino (ses.6 c.7); sin embargo, el contexto general del pasaje, particularmente los V.8-9, está exigiendo claramente la primera interpretación. Claro que no se trata de un amor que quedase solamente en una actitud de benevolencia desde fuera, sino de un amor con un lazo viviente dentro de nosotros, que es el Espíritu Santo, presente en nosotros a título de don, que desde el primer momento de "justificados" dirigirá toda nuestra vida sobrenatural (cf. Rm 8, 8-27; Ga 3, 1-5). Esta presencia activa del Espíritu Santo en nosotros es claro testimonio del amor con que Dios nos ama y prueba evidente de que "nuestra esperanza no quedará confundida." Mas como esta presencia no siempre será perceptible y pueden llegar momentos de desaliento, San Pablo en los v.6-8, con frases entrecortadas y repitiendo de varios modos la misma idea, señala la prueba suprema, siempre perceptible, que Dios ha dado de este amor: la muerte de Cristo. Aunque raro, dice, pudiera darse el caso de que uno se sacrificara por un hombre de bien (v.7); pero es inconcebible que muera por un "impío" (v.6), "pecador" (v.8), "enemigo" (v.10), como es el caso de Cristo muriendo por nosotros en la época fijada por Dios ("a su tiempo": v.6; cf. 2Co 6, 2; Ga 4, 4; Ef 3, 4-5; Col 1, 26), cuando todavía "éramos débiles," es decir, impotentes para conseguir la "salud" y sin nada de nuestra parte que pudiera merecernos el favor divino. Si, pues, concluye gozoso (v.9-10), tal fue el amor de Dios con nosotros cuando éramos enemigos, ¿cómo no hemos de esperar con mayor razón, ahora que estamos reconciliados con El, ser "salvos de la ira" (v.g; cf. Rm 2, 5; 1Ts 1, 10; 2Ts 1, 6-9) Y entrar de modo definitivo en la participación de la vida de Cristo? (v.10; cf. Rm 6, 4-11; Rm 8, 11-17). Y aún añade el Apóstol, como tratando de dar nueva fuerza a su argumentación, que no sólo estamos reconciliados con Dios, sino que "nos gloriamos en El, plenamente confiados, como hijos con su padre (cf. Rm 8, 14-16), de que dará cumplimiento a todas nuestras aspiraciones, confesando alegres, con más humildad que los judíos (cf. Rm 2, 17), que somos su pertenencia y que todo se lo debemos a Él. Es también interesante notar cómo en los v.9-11 recoge San Pablo punto por punto las tres afirmaciones fundamentales de los v.1-2 (justificados.., paz con Dios.., nos gloriamos) para volver a repetir que esa "justificación" (v.9), esa "reconciliación" (v.10) y ese "gloriarnos" (v.11) lo debemos a la muerte redentora de Jesucristo.
De toda esta exposición se deduce claramente que, en el pensamiento de San Pablo, "gracia" y "vida eterna" (o "justificación" y "salud" final) son los eslabones extremos de una cadena indisoluble en los planes de Dios. Cuidemos, sin embargo, de no sacar consecuencias falsas, como si el Apóstol enseñara que una vez "justificados" podemos tener certeza absoluta de nuestra "salud" final. Esto es verdad, vistas las cosas de la parte de Dios, que ciertamente no dejará de ayudarnos; pero nuestra voluntad libre tiene el triste privilegio de poder romper esa cadena, volviendo de nuevo al pecado, como el mismo Apóstol indicará poco después a lo largo del capítulo sexto.
Nos había dicho San Pablo que la "reconciliación" y "paz" con Dios las obtuvimos por Jesucristo (v.1-11). Esto le lleva a tratar del origen de esa "enemistad" que Cristo vino a suprimir, estableciendo un paralelismo antitético entre la obra de Cristo y la de Adán, paralelismo que va desarrollando difusamente a lo largo de toda esta perícopa (v. 12-21). La partícula de enlace es d?a t??t? (?. 12), que normalmente tiene sentido causal (= por lo cual); pero, en este contexto, parece reducirse a mera partícula de transición para introducir un nuevo párrafo en que se completan las ideas anteriores, y que podemos traducir por: "así, pues." Es éste el lugar clásico para demostrar la existencia del pecado original; sin embargo, como aparece claro del contexto en que está enmarcada la perícopa, la intención directa del Apóstol no es tratar del pecado original, sino valerse de esa doctrina como punto de referencia para mejor declarar la acción reconciliadora y vivificadora de Jesucristo en calidad de segundo Adán. Para San Pablo, Adán y Jesucristo son como dos cabezas o troncos de raza que arrastran en pos de sí a toda la humanidad: el primero llevándola a la perdición, el segundo devolviéndole los dones perdidos e incluso enriqueciéndola con otros nuevos. Evidentemente, Pablo en esta anécdota está evocando la imagen de Adán, tal como es presentada en los primeros capítulos del Génesis.
La argumentación de San Pablo, en sustancia, se reduce a esto: Como por Adán entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así por Jesucristo entró la justicia en el mundo y por la justicia: la vida. Es un trinomio antitético: Adán-pecado-muerte, Cristo-justicia-vida. Mas el Apóstol teme hacer agravio a la grandeza de la obra de Cristo si no da a entender al mismo tiempo que el paralelismo no es perfecto, pues el don aventaja a la pérdida; de ahí esa construcción gramaticalmente bastante embrollada, en que se van mezclando ambos aspectos, dentro siempre de la idea fundamental del paralelismo. Expresan simplemente el paralelismo los v.12.18.19.21; por el contrario, en los v.15.16.17 se recalca la idea de que es inmensamente superior la eficacia de la obra de Cristo para el bien, de lo que lo fue la de Adán para el mal. Quedan los v.13-14, que constituyen una especie de paréntesis, con que se intenta dar explicación de ese "por cuanto todos pecaron" del v.12; y el v.20, en que San Pablo introduce un nuevo elemento, la Ley, para decir que la Ley, contra lo que algunos pudieran imaginarse, no sólo no ha contribuido a la reconciliación y paz con Dios, sino que ha aumentado los pecados, con lo que, en realidad, ha contribuido a hacer más abundante la eficacia de la obra de Cristo.
Aunque toda la perícopa forma una unidad, podemos hacer, por razones prácticas, la siguiente división: consecuencias de la caída de Adán (v.12-14), beneficios de la redención de Cristo (v.15-21). Digo por razones prácticas, pues así es más fácil dar unidad a nuestras explicaciones, teniendo en cuenta, además, que de hecho en los v.12-14 apenas se habla sino de las consecuencias del pecado de Adán, con simple alusión a Cristo al final del v.14, mientras que en los ?. 15-21 lo que resalta es la obra de Cristo, quedando en penumbra la obra de Adán.
Hablemos, pues, primeramente de los v.12-14. Claramente se ve que el v.12 es clave en todo el pasaje, y que los demás versículos no hacen sino desarrollar más la idea ahí expresada. Gramaticalmente el v.12 es la prótasis de una proposición a la que falta la correspondiente apódosis. El Apóstol, llevado de otras consideraciones (v.13-14), se olvida de completar la frase. Uno de tantos anacolutos, frecuentes en él (cf. Rm 2, 17; Rm 11, 18; Ga 2, 3-9). Con todo, la parte implícita, suficientemente insinuada al final del v.14 con la expresión "tipo del que había de venir," fácilmente se sobrentiende, y podríamos explicitarla así: .". de la misma suerte, por un hombre entró la justicia en el mundo, y por la justicia la vida, y así pasó la vida a todos los hombres, por cuanto todos fueron vivificados" (cf. v.17-18; 1Co 15, 22). Evidentemente, en el pensamiento de San Pablo ese "hombre" por quien entró el "pecado" (? aµa?t?a) en el mundo (v.12) es Adán. Así lo exige claramente el v.14, y también el texto paralelo de 1Co 15, 22, en que el Apóstol expresamente cita a Adán por su nombre. Más ¿cuál es ese "pecado" que entró en el mundo por Adán? El Apóstol añade, y esto puede darnos luz, que por ese pecado entró la "muerte" (ó 3??at??); y vuelve a repetirlo aún de otra manera: "la muerte pasó a todos los seres humanos, por cuanto todos pecaron." Vemos, pues, que establece clara relación entre "pecado" y "muerte," considerando ésta como consecuencia de aquél: precisamente porque el pecado es universal, lo es también la muerte. Son precisamente estos términos de "pecado" y de "muerte" los que ofrecen mayores dificultades exegéticas. Antes de referirnos concretamente a este v.12, conviene que recordemos algunas nociones previas.
Como ya hicimos notar en la introducción a la carta, Pablo distingue entre "pecados" y "el pecado." Los "pecados" son violaciones concretas de la voluntad de Dios, expresada en la ley natural o en la escrita (cf. Rm 2, 12-16); en cambio, "el pecado" (? aµa?t?a), en singular y con artículo, es concebido como algo resultante de actos pasados, especie de poder maléfico o fuerza personificada del mal, que, a partir de la transgresión de Adán, hace su entrada en el mundo y ejerce su imperio sobre todo el linaje humano (cf. Rm 3, 9; Rm 5, 21; Rm 6, 6.13.17.20.23; Rm 7, 11.13-14.17). De modo parecido se expresa sobre la "muerte" (ó 3??at??), especie de tirano subalterno a las órdenes del pecado, que está dominando al hombre (cf. Rm 5, 17; Rm 6, 21-23; Rm 7, 24-25; Rm 8, 2). Evidentemente, en todos estos pasajes, se trata de "personificaciones" literarias; pero no es menos evidente que, bajo ese ropaje literario, algo quiere decir San Pablo. Es lo que tratamos de averiguar.
Pues bien, atendido el conjunto de textos, debemos decir que hay ocasiones en que el término "pecado" parece apuntar a pecados personales (cf. Rm 3, 9; Rm 5, 13); pero hay otras en que parece apuntarse más bien a un "pecado" o estado de pecado (separación de Dios) que,, independientemente de los pecados personales, afecta a todo hombre a raíz de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 12.19). Incluso hay textos en que se da la impresión de que ambos aspectos andan mezclados en el pensamiento de Pablo: pecados personales y "pecado" o estado de pecado proveniente de la transgresión de Adán (cf. Rm 6, 6-7.17-18).
Algo parecido hemos de decir del término "muerte," que resulta también de significado bastante complejo. Creemos que, para Pablo, su significado fundamental es el de muerte total, es decir, separación de Dios en todo nuestro ser (cuerpo y espíritu), separación que de suyo es definitiva (muerte eterna) a no mediar la obra de Cristo, que es quien nos devuelve a la "vida" (cf. Rm 5, 17; Rm 6, 23; Rm 8, 2). La muerte física, hecho tangible y visible para todos, entra dentro de este concepto en cuanto señal y, en cierto modo, también prueba de la separación de Dios o muerte total. En efecto, según doctrina ya del Antiguo Testamento, la muerte, tal como ahora la conocemos, no entraba en los planes de Dios al crear al hombre, sino que es pena del pecado y, si el hombre no hubiera pecado, tampoco habría muerto. No que la "muerte física" no fuera, antes ya del pecado, algo inherente a nuestra naturaleza, igual que a la de todo ser viviente material. De eso la Escritura no dice nada. Lo que la Escritura dice es que Dios creó todas las cosas en estado de orden y equilibrio (cf. Gn 1, 3-2, 17; Rm 8, 19-21), y que el ser humano, destinado a llevar una vida feliz en íntima familiaridad con Dios, habría sido preservado de la muerte, que sólo entró de hecho en el mundo a causa del pecado (cf. Gn 3, 19.24; Sb 1, 13-15; Sb 2, 23-24).
Supuestas estas nociones previas, vengamos ya concretamente a los términos "pecado" y "muerte" en el versículo que comentamos. No parece caber duda de que ese "pecado" (? aµa?t?a) que por un hombre entró en el mundo, es el pecado de Adán; pero no en cuanto "transgresión" o "desobediencia" personal (cf. v.14.15.19) que afecta simplemente a él, sino en cuanto que esa "transgresión" introduce en el mundo un estado de pecado (pecado original) que afecta a todo el género humano. Es lo que de manera clara se dirá en el v.19, que viene a ser una repetición en forma concreta de lo que aquí se dice en forma abstracta. En cuanto al término "muerte," creemos que de modo directo, al igual que en el v.14, se está aludiendo a la muerte física, hecho visible y tangible, que está suponiendo la muerte espiritual, pues no habría tenido lugar de no haber venido el pecado. Reducir el significado del término "muerte" simplemente a muerte espiritual (separación de Dios) sin connotar al mismo tiempo la muerte física, es prácticamente darle el mismo sentido que al término "pecado" y hacer ininteligible el texto de Pablo.
Más difícil resulta la expresión "por cuanto todos pecaron" (.. ef' f p??te? ?µa?t??). Es sabido que este inciso es traducido en la Vulgata latina por "in quo omnes peccaverunt," con referencia a Adán, el "hombre" por quien entró "el pecado" en el mundo. Así interpretan también la frase la generalidad de los Padres latinos y la casi totalidad de los antiguos intérpretes y teólogos, con lo que la existencia del pecado original, como participación de todos los hombres en el pecado de Adán, quedaría afirmada de una manera explícita. Sin embargo, esa traducción de ?f'f, con sentido de relativo, no parece admisible gramaticalmente; pues, de una parte, está suponiendo un antecedente ("por un hombre") demasiado lejano, y, de otra, es locución que ya en los clásicos suele tener sentido causal, y lo mismo sucede en Pablo (cf. 2Co 5, 4; Flp 3, 12; Flp 4, 10). Por lo demás, el sentido causal armoniza perfectamente en este contexto, tratando Pablo de dar la razón de por qué mueren todos: porque todos pecaron.
El problema está en determinar el sentido de ese "pecaron" (?µa?t??). La interpretación tradicional (manténgase o no el "in quo" de la Vulgata) sostiene que Pablo está refiriéndose al mismo "pecado" de que habló en el primer inciso, es decir, al pecado de todos los hombres en Adán, no a los pecados personales de cada uno (Cerfaux, Feuillet, Benoit). En cambio, otros muchos autores (Lyonnet, Kuss, Fitzmyer), con apoyo en los Padres griegos, creen que Pablo está refiriéndose no a un pecado en Adán por nuestra solidaridad con él, sino a los pecados personales de cada uno, igual que en Rm 2, 12 y Rm 3, 23. Habría, pues, que distinguir entre el primer inciso: "como por un hombre entró el pecado.. por el pecado la muerte" (alusión al "pecado" de Adán y su repercusión universal, igual que en v.19), y el segundo inciso: "y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron," donde Pablo trataría de hacer resaltar la responsabilidad de cada uno, como advirtiendo de que nadie era merecedor de la "muerte" (muerte espiritual como separación definitiva de Dios) sino por sus propios pecados.
Creemos que esta última interpretación resulta violenta, pues hace decir a Pablo en una misma frase dos cosas difíciles de compaginar: "pecado-muerte" viniendo de Adán, y "pecado-muerte" viniendo de nuestros actos personales. Más obvio parece tomar los términos "pecado-pecaron" en el mismo sentido desde el principio, conforme sostiene la opinión tradicional; y, por lo que respecta al término "muerte," no hablar simplemente de muerte espiritual (separación de Dios), sino de muerte física que está connotando la muerte espiritual. Ese segundo inciso: "y así (??t??) la muerte.." no haría sino recalcar lo ya dicho en el primer inciso sobre vinculación entre "pecado" y "muerte," como tratando de llamar fuertemente la atención: "y así. , es decir, mediante el pecado la muerte se hizo universal.
A la misma conclusión nos lleva el análisis de los v.13-14, ligados al v.12 por la conjunción "porque" (yáp) y con los que San Pablo parece que trata de clarificar su pensamiento precisamente sobre ese punto de la relación entre "pecado" y "muerte." Lo que San Pablo viene a decir, en sustancia, es que, durante el período de tiempo entre Adán y Moisés, ciertamente hubo "pecado" y hubo "muerte," como vemos por la narración de la misma Sagrada Escritura a lo largo del libro del Génesis; mas esa muerte no podía ser simplemente castigo de pecados personales, pues, fuera del precepto dado a Adán (cf. Gn 2, 17; Gn 3, 19), no existía ninguna ley divina, hasta la legislación mosaica, conminando el "pecado" con la pena de "muerte"; por consiguiente, el pecado "con que todos pecaron" y a todos lleva a la "muerte" (v.12), no pueden ser simplemente los pecados personales, ya que a éstos no se les ha conminado la muerte, sino algo relacionado con la transgresión de Adán, que de manera real (cf. v. 18-19) contagia a toda la humanidad. En otras palabras, lo que solemos llamar "pecado original."
El que San Pablo diga que, antes de la Ley, el pecado "no era imputado" (v. 13), no significa que antes de la legislación mosaica los hombres, lo mismo judíos que gentiles, no fuesen responsables de sus pecados personales (cf. Rm 1, 20; Rm 2, 12), sino que "no era imputado" a muerte (cf. v.14: "pero reinó la muerte.."). Esa época entre Adán y Moisés tenía para Pablo especiales características, pues, aunque los hombres gozaban de suficiente conocimiento de Dios para poder pecar, sin embargo, no eran tan plenamente conscientes de lo que estaban haciendo como lo serán luego bajo la Ley (cf. Rm 5, 20; Rm 7, 7-11). En cambio, Adán, en la forma que nos lo presenta la narración bíblica, era plenamente conocedor de la voluntad de Dios y, por lo tanto, estaba en condiciones muy semejantes a las de los judíos bajo la Ley. El inciso "aun sobre aquellos que no habían pecado con prevaricación (pa??ßas?) semejante a la de Adán" (v.14), a primera vista parecería aludir, en contraposición a los que habían cometido pecados personales, a una segunda categoría de personas, la de los que no los habían cometido (Abel, Henoc, Noé, niños que mueren antes del uso de la razón..), con lo que la argumentación de San Pablo para probar la existencia del pecado original subiría aún de fuerza; sin embargo, dentro del contexto general de la carta a los Romanos, resultaría extraña esta alusión directa a personas inocentes, dada su insistencia en hacer ver que, antes de Cristo, "todos nos hallábamos bajo el pecado" (cf. Rm 3, 9.23). Por eso, más bien creemos que se alude simplemente a los hombres del período entre Adán y Moisés, quienes, no obstante sus pecados personales, no habían cometido transgresiones de ninguna ley divina sancionada con pena de muerte, como había hecho Adán.
En resumen, desde Adán a Moisés la "muerte" (muerte física connotando la muerte espiritual) no podía ser simplemente castigo de pecados personales y, por tanto, hay que suponer un pecado de todos en Adán. Contra esta interpretación, que podemos llamar tradicional, los autores que interpretan el "todos pecaron" del v.12 en sentido de pecados personales, dan a estos v.13-14 una nueva interpretación, en consonancia con la interpretación del "todos pecaron." Dicen que Pablo añadió estos versículos explicativos, no para decir que desde Adán a Moisés la "muerte" no podía ser simplemente castigo de pecados personales y, por tanto, hay que suponer un pecado en Adán, sino que los añadió para afirmar que también en esa época, a pesar de no existir todavía la Ley (y donde no hay ley no hay transgresión), hubo "pecado" (pecados personales) que llevaba a la "muerte" (muerte eterna).
Dentro de la oscuridad del pasaje, seguimos considerando mucho más fundada la interpretación tradicional, reteniendo para el término "muerte" su sentido de muerte física, aunque con implicación de muerte espiritual (separación de Dios), conforme explicamos anteriormente. Por lo demás, todos los judíos conocían con qué vivos colores presenta la Escritura los "pecados" de la época del diluvio y de Sodoma y Gomorra, es decir, de la época anterior a la Ley. ¿A qué vendría, pues, tratar de recalcar que también entonces hubo pecados personales?
Pasemos ahora a los v.15-21, en los que resalta sobre todo la segunda parte del paralelismo: la obra de Cristo. Prácticamente estos versículos no son sino un comentario de la última frase del v.14, en que San Pablo afirma que Adán es "tipo del que había de venir," es decir, de Cristo. En todo el desarrollo de la argumentación se nota la preocupación de San Pablo por hacer ver la inmensa superioridad de la obra de Cristo para el bien sobre la de Adán para el mal; y, aunque nunca los pone de manera explícita, parecen estar asomando continuamente a la superficie estos dos principios: a) Adán es puro hombre, Jesucristo es mucho más. b) Más desea y puede hacer Dios para el bien que el hombre para el mal.
En el v.15 tenemos ya establecida, de manera genérica, esa afirmación fundamental de que la eficacia redentora de la obra de Cristo es muy superior a la eficacia corruptora de la obra de Adán. San Pablo no da pruebas, pero parece evidente que los dos principios a que aludimos antes están bullendo en la mente del Apóstol. Cuando habla de "los que son muchos" (oí p?????), ese "muchos" equivale a "todos," como tenemos explícitamente en los v.2.18; si pone "muchos," no es para excluir la universalidad, sino por contraste con "uno," y significa "todos los otros."
Tal uso es frecuente en hebreo, y únicamente el contexto habrá de decirnos si esa "multitud" es o no la totalidad. En el ?. 16 se repite la misma idea del v.15, pero concretando más; no se afirma simplemente la mayor eficacia del "don," que termina en "justificación," sobre la del "pecado," que termina en "condenación," sino que se lleva la comparación a un aspecto concreto: mientras que en el caso de Adán, para su obra destructora, se parte de un solo pecado, que es el que origina la ruina, en el caso de Cristo, para su obra redentora, se parte no sólo del pecado de Adán, sino de otras muchas transgresiones que han seguido a aquella primera y que Cristo hubo de borrar también. El v.17 sigue con el mismo pensamiento de los v.15-16, llevando las cosas hasta el final: si el pecado de Adán tuvo fuerza para establecer el reinado de la muerte, con mayor razón (a fortiori) la gracia de Jesucristo tendrá fuerza para establecer el reinado de los justos en la "vida." El porqué de ese a fortiori siguen siendo los dos principios de que hablamos antes. Bajo el término "vida" queda incluido todo el proceso de salvación, que comienza en el momento de la "justificación" (cf. Rm 6, 11) y culmina con la resurrección de los cuerpos, última victoria de la obra redentora de Cristo (cf. 1Co 15, 26). Recordemos que la idea central de este capítulo es infundir alientos a los ya justificados de que llegarán al final en este camino hacia la "bendición " definitiva (cf. v.5).
Grupo aparte forman ya los v. 18-19. Constituyen estos versículos, entre sí casi idénticos y con sólo diferencias de matiz, una especie de resumen a que el mismo San Pablo reduce su argumentación. Es quizás el lugar de todo el pasaje en que el Apóstol habla con más claridad del pecado original. Por lo que se refiere a la obra de Cristo, usa dos expresiones: "llega a todos la justificación de vida" (v.18), "los que son muchos serán constituidos justos" (v.19).
La expresión "justificación de vida" viene a equivaler al "reinarán en la vida" del v.1y, y más que significar "justificación que conduce a la vida," creemos que significa "justificación que da vida," inicialmente y en fase de crecimiento acá en la tierra, definitiva y perfectamente en el cielo. El que esta "justificación de vida" se extienda a todos los seres humanos, no quiere decir que de hecho todos los hombres la reciban; es necesario que acepten (por la fe y el bautismo) depender voluntariamente de Cristo, como (por la generación carnal) dependen necesariamente de Adán. Tampoco el futuro "serán constituido justos" significa que la "justificación" del hombre no sea ya una realidad acá en la tierra (cf. v.1); probablemente San Pablo usa el futuro como tratando de señalar que la obra redentora de Cristo se irá aplicando poco a poco a lo largo de los siglos, a medida que los hombres, por la fe y el bautismo, vayan renaciendo a la "vida." El Apóstol nada dice de los que vivieron antes de Cristo, pero es evidente que, si a ellos llegó la "vida," hubo de ser también en dependencia de Cristo, cabeza de la humanidad regenerada.
En los v.20-21San Pablo nos da ya la conclusión final, introduciendo un nuevo elemento, la Ley, causa también ella de nuevas transgresiones, con lo que hace resaltar aún más la eficacia de la obra redentora de Cristo, que hubo de eliminar no solamente el pecado de Adán y sus consecuencias, sino también las transgresiones ocasionadas por la Ley. Para San Pablo, la Ley mosaica, aunque de suyo es buena (cf. Rm 7, 12), de hecho ha venido también ella, junto con el pecado y la muerte, a convertirse en poder maléfico que esclaviza al hombre (cf. Rm 3, 20; Rm 4, 15; Rm 5, 20; Rm 7, 7; Ga 3, 19.23; Ga 4, 22-25). En 1Co 15, 56 resume así San Pablo la acción conjunta de estos tres enemigos en su empeño de dominio del hombre: "El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la Ley."
La idea fundamental que aquí desarrolla San Pablo es la de que el hombre, una vez obtenida la justificación, ha roto totalmente con el pecado. El término "pecado" sigue usándose, igual que en la perícopa anterior (Rm 5, 12-21), como fuerza personificada del mal que trata de dominar al hombre, con sentido real bastante complejo, resaltando ora un matiz, ora otro, dentro del significado general de hostilidad y separación de Dios. A veces, valiéndonos de nuestra terminología teológica posterior, podríamos traducir simplemente por "concupiscencia."
San Pablo entra en el tema presentando una objeción (v.1), que quizás alguno pudiera deducir de lo que él había afirmado en Rm 5, 20 sobre pecado y gracia. En resumen, la objeción es ésta: puesto que el pecado no sólo no ha sido obstáculo para que Dios nos conceda la gracia de la justificación, sino que, al contrario, la ha hecho "sobreabundar," ¿a qué preocuparnos en cambiar de nuestra vida anterior? ¡Nuestra "permanencia en el pecado," dejándonos dominar por él y añadiendo transgresiones a transgresiones, será una nueva oportunidad que ofrecemos a Dios para que siga multiplicando su "gracia"! Desde luego, la objeción es bastante extraña, y nos resulta difícil creer que a ningún cristiano, si de veras se ha convertido a Dios, se le ocurra deducir conclusión tan disparatada; sin embargo, es posible que algunos tratasen de hacerlo (cf. Ga 5, 13) y que incluso atribuyesen al Apóstol doctrinas parecidas (cf. Rm 3, 7-8). Ello es más explicable, dado el ambiente de la época, cuando abundaban las así llamadas religiones de los misterios, a cuyos seguidores bastaba la "iniciación" o rito de entrada para que se creyesen seguros de obtener la "salud" final, sin importar gran cosa el género de vida que llevaran. San Pablo rechaza categóricamente la objeción con un tajante "¡eso, no!" (µ? ?????t?), cual se hace con una blasfemia (v.2). A renglón seguido añade la razón de la negativa, con un argumento ad absurdum: "Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?" La respuesta, dentro de su brevedad, incluye ya la sustancia de toda su argumentación, que en los versículos siguientes no hará más que desarrollar. "Morir al pecado" es desligarse de sus dominios, romper con él toda relación, como la tienen rota los "muertos" respecto de las funciones vitales, que es de donde se toma la metáfora. A su vez, "vivir en el pecado," equivalente a "permanecer en él" de la objeción (v.1), significa seguir las órdenes del pecado, "obedeciendo a sus concupiscencias" (v.12) y "sujetándose a él como esclavos" (v.16).
Mas esa afirmación de que "hemos muerto al pecado" (v.2) era necesario probarla. ¿Dónde y cómo hemos muerto los cristianos al pecado? San Pablo lo va a explicar en los v.3-n, haciendo un fino análisis del significado místico del bautismo. Son versículos de riqueza teológica extraordinaria, que nos llevan hasta la raíz misma de nuestra vida sobrenatural a través de nuestra inserción en Cristo. Dadas ciertas semejanzas con algunos ritos de iniciación en las religiones de los misterios, entonces muy en boga, se ha querido ver a Pablo influenciado por esos ritos. No hay base para tales afirmaciones.
La afirmación fundamental está en el v.3: "cuantos hemos sido bautizados en (e??) Cristo Jesús, en (sis) su muerte hemos sido bautizados." No cabe duda de que, al hablar del "bautismo en Cristo Jesús," San Pablo está pensando en el "bautismo" sacramento, aquél que instituyó Jesucristo como puerta de ingreso en su Iglesia (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 16; Jn 3, 5) y que los Apóstoles comenzaron a exigir desde el primer momento (cf. Hch 2, 38-41). Mas, junto a esa idea, hay otra, que va más lejos de la simple afirmación del hecho del bautismo y a la que directamente apunta San Pablo, la idea de "inmersión en Cristo" producida por el bautismo sacramento, idea sugerida a Pablo por la palabra misma "bautizar" (etimol. = sumergir) y por el hecho de que el bautismo se administraba entonces por inmersión, sumergiendo completamente en el agua al bautizado. Hemos, pues, de ver aquí dos cosas: una realidad y un simbolismo. La realidad es que por el sacramento del bautismo quedamos unidos místicamente a Cristo y como "sumergidos" en El; el simbolismo está en el hecho mismo de la inmersión en el agua bautismal, imagen de nuestra inmersión en Cristo. Pero San Pablo no se detiene aquí, sino que, en un segundo inciso del mismo, v.3, concreta más y dice que esa "inmersión en Cristo" producida por el bautismo es inmersión en su muerte. Con ello quiere decir que por el bautismo Cristo nos asocia de una manera mística, pero real, a su muerte redentora, quedando muerto nuestro hombre viejo o "cuerpo de pecado" (v.6; cf. Ef 4, 22; Col 3, 9), es decir, el hombre como estaba antes del bautismo, inficionado por la concupiscencia y esclavo del pecado; si Cristo, con su muerte, liquidó todo lo que se refiere al pecado, hasta el punto de que éste no pueda ya volver con más pretensiones ante la justicia divina ("murió al pecado una vez para siempre," v.10), también nosotros, asociados y como "sumergidos" en su muerte, hemos roto totalmente con el pecado, pues la muerte de un culpable rompe todos los vínculos que le ligaban a la vida y extingue la acción judiciaria ("queda absuelto de su pecado," v.7).
Con esto, la tesis de Pablo quedaba probada. Mas era una idea demasiado interesante para que el Apóstol no tratara de desarrollarla más. Y, en efecto, así lo hace. No se contenta con el aspecto negativo de nuestro "morir al pecado," sino que insistirá también en el aspecto positivo de nuestra "resurrección a nueva vida." Por eso, comienza ligando a la idea de "muerte," de la que ha hablado en el v.3, la idea de "sepultura" (v.4), con lo que el cristiano, muerto y sepultado con Cristo, tiene ya completo, como Cristo, el punto de partida hacia la resurrección. Esta idea de "resurrección, igual que la de "muerte" y "sepultura," estaría también simbólicamente representada en el rito del bautismo (v.5), que tiene un doble momento, el de la inmersión (imagen sensible de la muerte y sepultura) y el de la emersión (imagen sensible de la resurrección). Es, pues, el bautismo como una parábola en acto, eficaz, de la antítesis muerte-vida.
En resumen, lo que San Pablo viene a decir es que por el bautismo quedamos incorporados y como sumergidos en Cristo, en su muerte y en su vida, haciéndonos así aptos para que lleguen hasta nosotros los beneficios del Calvario. A partir de esta inserción en Cristo, formamos "una misma cosa con El" (s?µf?t??, i.e., animados de un mismo principio vital, como el injerto y la planta, ?.6; cf. Rm 4, 17), pudiendo con toda razón exclamar que hemos sido "con-crucificados," "consepultados," "convivificados" (v.4.6.8.n; cf. Ef 2, 5-6; Col 2, 12), y que "ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo quien vive en nosotros" (Ga 2, 20). Al fin de cuentas, es lo que ya antes, con expresión nítida y sencilla, había dicho Jesucristo: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5). Una cosa, sin embargo, conviene advertir. Esta "nueva vida" a la que nacemos por nuestra inserción en Cristo, y a la que San Pablo alude repetidas veces en sus cartas (cf. 2Co 5, 15-17; Ef 2, 15; Col 3, 9-10), comienza ya en el bautismo, pero no logra su plenitud sino después de nuestra muerte corporal y salida de este mundo (cf. 1Co 15, 12-18). Ello hace que el término "vida," lo mismo que antes en Rm 5, 17-18, también aquí en estos versículos tenga un sentido complejo, equivaliendo ora a la vida de gracia con su necesaria repercusión en la vida moral, ora a la vida de gloria con su complemento de resurrección de los cuerpos; de ahí que San Pablo a veces hable en presente ("caminemos en novedad de vida..," v.4; "vivos para Dios..," v.11) y a veces en futuro ("viviremos con El..," v.8), pues fácilmente pasa de una etapa a otra.
La conclusión de todos estos razonamientos, con que se responde a la cuestión propuesta en el v.1, podemos verla en el v.11: "Así, pues, también vosotros haced cuenta.." A esta conclusión sigue, como toque de alerta, una cálida exhortación a vivir vigilantes para que "el pecado" no reine de nuevo en nosotros, como antes , del bautismo (v.12-13). Ello supone que, incluso después de bautizados, el "pecado" puede reconquistar en nosotros su antiguo dominio, haciéndonos morir para Cristo y vivir para él. La lucha será dura; pero a quien diga que no tiene fuerzas para resistir en ella, San Pablo responde que eso no es verdad, pues "no estamos ya bajo la Ley," que señalaba el pecado, pero no daba fuerza para evitarlo (cf. Rm 3, 20), sino "bajo la gracia," que con nuestra inserción en Cristo alteró completamente el poder del pecado (v.14). Con esto volvemos al tema fundamental de toda esta sección, es a saber, que nuestra esperanza de llegar a la "salud" final, si permanecemos unidos a Cristo, "no quedará confundida" (cf. Rm 5, 5).
San Pablo sigue insistiendo en la ruptura del cristiano con el pecado. Toda la perícopa, de tipo eminentemente exhortativo, gira en torno a esta antítesis: antes estuvisteis al servicio del pecado, que lleva a la "muerte"; ahora habéis de estar al servicio de Dios, quien os dará la "vida." Donde San Pablo se expresa con términos más claros es en los v.22-23, nombrando explícitamente a Dios como la potencia contraria al pecado a la que debemos someternos (siervos de Dios. , el don de Dios); en otros versículos, aunque la idea es la misma, hablará de "obediencia para la justicia" (v.16), "obediencia a la norma de doctrina a la que habéis sido entregados" (v.17), "siervos de la justicia" (v. 18.19). Esta "justicia" es evidentemente la "justicia" traída al mundo por el Evangelio (cf. Rm 1, 17; Rm 3, 21-26); y la "norma de vida a la que fuimos entregados" es ese mismo Evangelio, en cuanto fuerza viva o instrumento de Dios en orden a la "salud" de los hombres" (cf. Rm 1, 16). Si San Pablo hace resaltar la idea de "obediencia," ello es debido a que nuestro paso al "servicio de Dios," dejando el del pecado, o lo que es lo mismo, nuestra aceptación del Evangelio, es un acto de nuestra voluntad libre, que hemos hecho "de corazón" (v.17). San Pablo entra en el tema de modo muy parecido a como lo había hecho en la perícopa anterior (v.15; cf. v.1), presentando una objeción basada en lo que acaba de afirmar en el v.14. Había dicho el Apóstol que por no estar "bajo la Ley," sino "bajo la gracia," el pecado no tiene ya fuerza para dominarnos, y ello podía dar motivo a que alguno pensase que bajo el régimen de "la gracia" no había por qué preocuparse ya del pecado ni de los preceptos morales. Libertades semejantes vemos que habían tratado de deducir algunos cristianos de Corinto (cf. 1Co 6, 12). San Pablo rechaza enérgico la consecuencia con un tajante "¡Eso, no!" (v.15), y luego trata de razonar esa negativa: "No sabéis que..." (v. 16). Lo que el Apóstol parece querer decir es que, aunque, bajo el régimen de "la gracia," el pecado no tiene ya fuerza para dominarnos, eso no significa que nosotros no podamos volver a caer de nuevo en su "esclavitud"; la única diferencia respecto de tiempos anteriores está en que ahora esa "esclavitud" es voluntaria, mas la naturaleza de la "esclavitud" sigue igual e iguales también las consecuencias a que ella nos lleva.
En la época en que escribe San Pablo, la idea de "esclavitud" estaba en el ambiente y era en extremo expresiva; de ahí que el Apóstol se valga de ella para mejor hacer entender a sus lectores las obligaciones que la nueva fe nos impone. Es de notar, sin embargo, que la palabra "esclavitud," aplicada a nuestra sumisión al Evangelio, no le gusta a San Pablo, que más bien prefiere hablar de "libertad" cristiana (cf. Rm 8, 15-21; 2Co 3, 17; Ga 5, 1); por eso se excusa de tenerla que emplear aquí ("os hablo a la llana..," v.19), en atención a que sus destinatarios no habrían podido comprender razones conceptuales más profundas, mientras que les era fácil entender que lo menos que se podía pedir a un cristiano es que pusiese al servicio de la "justicia" cuanto había puesto al servicio del "pecado." También estaba en el ambiente la idea de "soldada" o paga militar (?????a), en un mundo poblado de legiones romanas, y San Pablo la recoge para designar la muerte, que es la "soldada" o salario con que el pecado paga a sus servidores (v.23). Por lo que hace a los servidores de Dios, San Pablo no habla de "soldada," sino de "don" ????sµa), pues Dios no nos da la vida eterna como simple sueldo, sino como don, ya que es El quien con su gracia eleva el valor de nuestras obras para que sean merecedoras de tal recompensa. Probablemente en la palabra "don," contrapuesta a "soldada," hay una alusión a los donativos o gratificaciones que en determinadas circunstancias hacían los emperadores a los soldados, aparte del sueldo. si es así, la metáfora militar de que se vale San Pablo es todavía más completa.
San Pablo da un paso más. El cristiano, al ser "sumergido" en la muerte de Cristo por el bautismo (cf. Rm 6, 4), no sólo ha roto con el pecado (c.6), sino que ha roto también con la Ley (c.7). Sin embargo, sería absurdo querer asimilar ambos términos, como si Ley fuera igual a pecado. Entendemos perfectamente que no puedan conciliares servicio del pecado y servicio de Dios, como Pablo acaba de explicar (cf. Rm 6, 16-23); Pero ¿Por Qué al ser incorporados a Cristo por el bautismo y nacer a una nueva vida hemos de quedar desligados de la Ley? ¿Es que esa Ley no es buena y dada por el mismo Dios? No cabe duda que el problema es muy serio. San Pablo ha aludido ya anteriormente a relaciones entre pecado y Ley, pero sólo de pasada (cf. Rm 3, 20; Rm 4, 15; Rm 5, 20); ahora va a tratar el problema a fondo. En su exposición podemos distinguir tres partes, que el mismo Apóstol parece querer señalar con los interrogantes de los v.7 y 13, que indicarían comienzo de nuevo apartado.
La entrada en el tema es a base de un interrogante (v.1) que evidentemente está aludiendo a alguna afirmación anterior que tiene peligro de ser mal comprendida y que el Apóstol trata de explicar. La afirmación parece ser la de 6, 14, declarando que los cristianos "no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia"; este último inciso dio origen a la hermosa perícopa sobre incompatibilidad entre servicio de Dios y servicio del pecado (Rm 6, 16-23), Pero el primero quedaba sin probar. Es lo que intentará hacer ahora San Pablo.
Comienza el Apóstol aludiendo a un principio jurídico general, el de que una ley, sea cual sea, sólo nos obliga mientras estemos en vida, no después de muertos (v.1). Algo parecido había afirmado en Rm 6, 7. Y puesto que escribe a los Romanos, maestros en el Derecho, incluso se permite un pequeño paréntesis ("hablo a los que saben de leyes") recordándoselo. Establecido el principio, trata de ilustrarlo con un ejemplo, el de la ley matrimonial, cuya vigencia termina con la muerte de uno de los cónyuges (v.2-3). La aplicación la hace en el v.4, diciendo que los cristianos "hemos muerto a la Ley por el cuerpo de Cristo." Evidentemente, aunque a primera vista la frase es bastante enigmática, San Pablo está refiriéndose al hecho de la pasión y muerte que Cristo sufrió en su cuerpo (cf. Ga 3, 13; Ef 2, 15; Col 2, 14) y a nuestra incorporación a esa muerte mediante el bautismo (cf. Rm 6, 3.6). Debido a esa incorporación, formamos una misma cosa con El (cf. Rm 6, 5) y, por tanto, también nosotros hemos de considerarnos, con esa muerte de Cristo, libres de las antiguas obligaciones. Para los que eran judíos, la Ley perderá su poder sobre ellos; para los que proceden del gentilismo, la Ley no podrá ejercer ninguna reivindicación. Tal es la argumentación de Pablo. Claro es que este modo de argumentar, afirmando que quedamos desligados de la Ley por razón de una muerte ceremonial en el bautismo, parecerá una sutileza sin sentido a los no creyentes. Para entenderla, es necesario presuponer que la unión con Cristo por el bautismo, aunque misteriosa, es verdaderamente real, como se explica en teología al tratar de los sacramentos.
Pero San Pablo no se contenta con afirmar que por nuestra incorporación a Cristo en el bautismo hemos muerto a la Ley, sino que añade: "para ser de otro que resucitó de entre los muertos, a fin de que demos frutos para Dios" (v.4). Son dos nuevas ideas que no se deducen ya del principio jurídico establecido en el v.1; pero al Apóstol le interesa hacer resaltar que el bautismo no es sólo muerte al pasado, sino también punto de partida de una nueva vida (cf. Rm 6, 4), de ahí ese aspecto complejo que da a su conclusión. Probablemente fue pensando en esta conclusión compleja a que quería llegar por lo que eligió el caso del matrimonio (v.2-3) como ilustración del principio jurídico general (v.1). En efecto, en el caso de la muerte del marido en el matrimonio, la mujer no sólo queda desligada del vínculo que la ataba a él, sino que puede pasar a ser de otro marido y producir nuevos frutos de hijos. Es lo que sucede al cristiano al morir místicamente en el bautismo: no sólo queda desligado de la Ley, sino que pasa a ser de Cristo, a fin de producir frutos para Dios. Cierto que la correspondencia no es perfecta, pues en el caso del matrimonio, al contrario que en la muerte del cristiano en el bautismo, uno es el que muere (el marido) y un segundo (la mujer viuda) el que pasa a ser de otro; pero eso, que algunos tildan de falta de lógica, no interesaba al Apóstol. Bastaba la correspondencia en lo esencial, sin necesidad de que la hubiera también en cada uno de los detalles; y ello porque no se trata de una alegoría, en cuyo caso habría que exigir esa perfecta correspondencia, sino de una especie de parábola o ejemplo ilustrativo.
San Pablo establece, pues, dos épocas: la anterior a nuestra muerte mística en el bautismo, y la que sigue a esa muerte. De estas dos épocas habla en los v.5-6, señalando sus diferencias más salientes. A la primera la caracteriza con las expresiones "estar en la carne" (V-S) ? "servir en vejez de letra" (v.6); para los que están o han estado en ella, el elemento dominante, al que se somete la conducta del hombre, es la "carne" (sa??), es decir, el hombre terreno con sus debilidades y pasiones pecaminosas que le llevan al pecado y producen frutos de muerte. Cierto que ya estaba la Ley, pero ésta no hacía sino "excitar las pasiones" (v.5), siendo causa de nuevos pecados. En los c.1-3 pinta San Pablo el sombrío cuadro que corresponde a esta época. A la segunda la caracteriza con las expresiones "muertos a lo que nos tenía sojuzgados" y "servir en novedad de espíritu" (v.6); es la época que sigue al bautismo, cuando; desligados de las viejas prescripciones mosaicas, servimos a Dios "en novedad de espíritu." Qué incluya esta "novedad de espíritu," nos lo dirá luego San Pablo en el c.8.
Comienza aquí San Pablo, y continuará a lo largo de todo el capítulo, la descripción de un drama moral en el interior del hombre, fino análisis de psicología humana, que constituye una de las páginas más elocuentes que nos ha dejado la antigüedad sobre esta materia. Las personas del drama son tres: la Ley, el pecado y un innominado sujeto que se oculta bajo el pronombre "yo." Los términos "Ley" y "pecado" nos son ya conocidos. No cabe duda, en efecto, que esa "Ley" es la Ley mosaica, de la que el Apóstol ha venido hablando en la perícopa anterior (cf. v.4-5) y de la que cita expresamente el precepto "no codiciarás" (v.7; cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21); y en cuanto al "pecado," es ese mismo pecado que entró en el mundo a raíz de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 12-21), principio de perversidad entrañado en nuestro ser (cf. Rm 6, 12-14), o dicho de otro modo, el pecado original heredado de Adán, considerado más que como privación de la justicia original, como raíz y principio de depravación que nos arrastra hacia los pecados personales. Pero ¿quién es ese innominado sujeto que se oculta bajo el pronombre "yo," verdadero protagonista del drama? Desde luego, y en esto hoy todos están prácticamente de acuerdo, se trata de un "yo" oratorio, usado por el Apóstol para dar más viveza a la expresión, que habla también en nombre de otros muchos. Más ¿quiénes son esos otros muchos? Si, como antes dijimos, el término "Ley" debe entenderse de la Ley mosaica, está claro que el "yo" que por boca de Pablo habla en este capítulo es el hombre caído, víctima de las pasiones, privado de la gracia, que vive bajo la Ley, Querer aplicar ese "yo" al hombre inocente representado por Adán en el paraíso (así el P. Lagrange y el P. Lyonnet) o al hombre regenerado ya por la gracia de Jesucristo que sigue recibiendo los asaltos de la concupiscencia (así San Agustín), exige dar al término "ley" otro sentido diferente (¡ley impuesta por Dios a Adán, ley evangélica!), que no encaja en este contexto. Además, anteriormente a esa "ley," San Pablo supone ya existiendo el pecado y la concupiscencia (cf. v.9.14); ¿cómo poder, pues, aplicar eso al hombre inocente? Y por lo que se refiere a la opinión de San Agustín, surgida a raíz de las controversias pelagianas, notemos la exclamación final del Apóstol: "Gracias a Dios, por Jesucristo..." (v.25), indicio suficiente de que el "yo" que habla anteriormente, quejándose de su lucha desigual contra las pasiones (cf. v. 14.23), no es aún el cristiano liberado por Jesucristo. Cierto que éste habrá de sostener también fuertes luchas contra la concupiscencia (cf. Ga 5, 17), pero tiene en su mano el antídoto de la gracia y difícilmente el Apóstol hubiera puesto en su boca esas angustiosas expresiones de queja. Qué diferente lenguaje el empleado en el siguiente capítulo, donde ciertamente el Apóstol habla del ser humano liberado por Jesucristo, sobre el que no pesa ya "condenación alguna!" (Rm 8, 1).
San Pablo, de modo parecido a como había hecho en Rm 6, 15, entra en el tema presentando una objeción (v.7), a que podía dar lugar su afirmación del v.5: "pasiones pecaminosas, excitadas por la Ley." Esa afirmación parecía suponer que también la Ley participaba de la naturaleza del pecado, siendo ella misma algo malo, contrario a la voluntad de Dios, cosa que categóricamente rechaza San Pablo, quien claramente defenderá que la Ley es "santa y buena" (v.12; cf. Rm 9, 4). Por eso, después de la tajante negativa con el acostumbrado "¡Eso, no!" (v.7; cf. Rm 6, 2.15), tratará de explicar el problema, haciendo un sutil análisis de la relación entre pecado y Ley.
Comienza por afirmar que es la Ley la que le ha hecho "conocer el pecado," pues es la Ley, con su precepto "no codiciarás" (cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21), la que le ha hecho "conocer la concupiscencia" como algo malo que inclina a lo que Dios no quiere (v.7). Recordemos que Pablo, aunque habla en primera persona, está hablando en nombre del hombre caído que vive bajo la Ley. Cuando dice que la Ley le ha hecho "conocer el pecado," está refiriéndose no a un pecado específico contra este o aquel mandamiento, sino a un pecado general que reside en cada ser humano a raíz de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 12.19) y que está íntimamente ligado a la concupiscencia (cf. Rm 6, 12); no es propiamente la concupiscencia, sino algo más íntimo, más oculto, principio y raíz de esa concupiscencia, que sabemos que es mala (concupiscentia consequens), puesto que la prohíbe la Ley. Esta idea del v.7 la completa el Apóstol en el v.8, al afirmar que ese "pecado," antes de que viniera la Ley con sus preceptos, estaba "muerto," es decir, sin actuación clara, y fue con ocasión de los preceptos de la Ley cuando se puso en movimiento, impulsando al hombre a ir en contra de lo que se le ordenaba. Es decir, la Ley no sólo me ha hecho saber dónde está el pecado, sino que me excita a cometer el pecado. He ahí el hecho que Pablo enuncia como una constante universal.
Los v.9-11 no hacen sino concretar más, con referencia a los planes divinos de bendición, lo dicho de modo general en los v.7-8. Alude el Apóstol a la época de la humanidad anterior al régimen de la Ley ("viví algún tiempo sin Ley..," v.g; cf. Rm 5, 13), época en que el pecado estaba "muerto"; se refiere luego a la época de la Ley, cuyos preceptos hacen "revivir el pecado" (v.9; cf. Rm 5, 20), resultando que preceptos que eran "para vida" se convierten, de hecho, en instrumento de "muerte" (v.10-n). No quiere decir San Pablo que antes de la Ley mosaica no hubiera pecados, pues para ello bastaba la ley natural, impresa en el corazón de los hombres, que les hace responsables de sus actos (cf. Rm 1, 20; Rm 2, 12.16); Mas ahora prescinde de eso, y se fija únicamente en el nuevo aspecto que toma el pecado al venir la Ley. En efecto, hasta la Ley, aparte el caso de Adán, no había pecados que fueran transgresión de una voluntad positiva de Dios (cf. Rm 4, 15; Rm 5, 14); además, en medio de un mundo corrompido, con sola la razón natural, era muy difícil la recta formación de la conciencia a este respecto, sobre todo para los actos interiores de la concupiscencia. Fue la Ley, manifestación positiva de la voluntad de Dios, la que nos determinó de modo claro con sus preceptos dónde había pecado, haciendo, además, que el pecado se convirtiera en transgresión. En este sentido, los pecados bajo el régimen de la Ley (cosa que no acaecía en los de época anterior) son semejantes al pecado de Adán, pues uno y otros son transgresión de un precepto divino. Puede decirse que la Ley es como una segunda fase en el plan de salud de Dios, una vez fracasada la primera con la transgresión de Adán; es como si Dios intentara una renovación de sus planes de salud, valiéndose esta vez de los preceptos de la Ley, a cuyo cumplimiento vincula grandes bienes, igual que había hecho con Adán. Como entonces el demonio (cf. Gn 3, 4-13), también ahora el "pecado," herencia de aquella transgresión de Adán, intenta hacer fallar los planes de Dios, impulsando a los seres humanos a la transgresión, a fin de llevarles a la "muerte," no ya sólo la que es consecuencia de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 14), sino la debida a nuestros pecados personales. La táctica es la misma; de ahí que la descripción que de esta actividad del "pecado" hace San Pablo (v.8-n) esté como recordando el pasaje del Génesis donde se cuenta la tentación de nuestros primeros padres. Lo que a San Pablo interesaba hacer resaltar es que esos planes de Dios también aquí van a fallar, y de hecho el ser humano, bajo el régimen de la Ley, quedará peor que antes, con aumento del número de pecados y agravación de su malicia (cf. Rm 5, 20).
¿A qué, pues, la Ley? ¿Es que nos ha sido dada para llevarnos a la "muerte"? Esta inquietante pregunta, aunque en realidad ya quedaría contestada con lo anterior, va a ser objeto de más detallada respuesta.
Sigue San Pablo analizando las relaciones entre pecado y Ley. Y lo primero, como había hecho en la perícopa anterior (cf. V.7), presenta en forma de pregunta el verdadero nudo de la cuestión: "¿Luego lo bueno me ha sido muerte?" (?.13). Ese es precisamente el punto a explicar: cómo una cosa buena y espiritual, como es la Ley, ha podido ser de hecho causa de muerte para el hombre.
La respuesta, en sus líneas esenciales, está ya indicada en los v.13-14, haciendo recaer la responsabilidad, no sobre la Ley, sino sobre el "pecado." Este "pecado," que el Apóstol con atrevida figura literaria presenta como personificado, es el mismo de que ha venido hablando en las perícopas anteriores, íntimamente ligado a la transgresión de Adán, a raíz de la cual entró en el mundo (cf. Rm 5, 12-21; Rm 6, 12-14; Rm 7, 5); se trata, como ya dijimos más arriba, no de un pecado específico contra este o aquel mandamiento, sino de un pecado general, entrañado en el hombre como consecuencia de la falta de Adán, que nos está continuamente impeliendo al mal. Aunque ya había entrado en el mundo a raíz de la transgresión de Adán, hasta la aparición de la Ley este pecado estaba como "muerto" (cf. v.8), y fueron los preceptos de la Ley los que lo hicieron revivir (cf. v-9), siendo ellos ocasión de que "mostrara toda su malicia y se hiciese sobremanera pecaminoso" (?.13). San Pablo, hablando en nombre de los que viven bajo la Ley, dice que "ha sido vendido a ?l por esclavo" (v.14), que "habita en su carne y en sus miembros" (?.17.18.20.23), terminando su descripción con aquella exclamación angustiosa: "¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (v.24). El "cuerpo de muerte" es el cuerpo en cuanto esclavo del pecado y, por eso mismo, destinado a la "muerte," entendido el término en el sentido complejo en que lo viene usando el Apóstol, conforme explicamos al comentar Rm 5, 12-14.
Es, pues, el pecado, no la Ley, la verdadera causa del desorden. Si la Ley, señalando qué se debe hacer y qué se debe evitar, hubiera sido dada a seres en perfecto estado de rectitud, no hubiera tenido sino ventajas; pero de hecho, después de la transgresión de Adán, no es ésa la condición de la humanidad. Tenemos un "yo" dividido, el "yo carnal," siempre de parte del pecado, y el "yo recto," radicado en la razón (voü?), que aprueba y se deleita en la Ley divina (v.22. 23.25); mas, por desgracia, el "yo recto" está dominado por el "yo carnal," resultando ese drama o lucha en el interior del hombre, tan sutilmente descrito por San Pablo, drama que termina en una incongruencia entre juicio y acción, entre teoría y práctica, al querer y aprobar el bien con nuestra inteligencia o parte superior y luego, de hecho, arrastrados por la carne, obrar el mal (v.15-23). Es la incongruencia descrita también por autores paganos. San Pablo describe ese drama en tres ciclos, aunque en el segundo (v. 18-20) prácticamente no hace sino repetir lo del primero (v.15-17), haciendo recaer, lo mismo en uno que en otro, toda la responsabilidad sobre el "pecado"; en el tercero (v.21-23) se recogen las observaciones precedentes, con aplicación más concreta al caso de la Ley mosaica, que está de acuerdo con nuestro "querer," pero no con nuestro "obrar." Es decir, para San Pablo, el judío se encuentra entre dos leyes contradictorias: la mosaica o Ley de Dios, que se corresponde con la "ley de la razón," y la carnal o "ley en sus miembros," que le encadena al pecado; y como la Ley, en cuanto tal, no hace sino señalar el camino sin dar fuerza interior para recorrerlo, resulta que de hecho, a causa del "yo carnal," no hace sino aumentar el pecado. Este es el drama terrible del hombre bajo la Ley, visto en su realidad desde las alturas de la revelación cristiana. No que entonces no pudiera haber seres humanos justos, como los podía también haber entre los gentiles (cf. Rm 2, 7.10.13), pero no lo eran en virtud de la Ley, que no hacía sino señalar el camino, sino en virtud de un elemento extrínseco a ella, es a saber, la gracia, que derivaba de otro principio, y con la que únicamente era posible resistir a la esclavitud del pecado. San Pablo, al tratar del valor de la Ley, prescinde de este elemento extrínseco, a fin de hacer ver a los orgullosos judíos, tan ufanos con su Ley (cf. Rm 2, 17; Rm 9, 4), que la Ley, en cuanto tal, no llevaba a la "salud," sino que, al contrario, era causa de más pecados. Es la conclusión a que quería llegar, para que así resultase más clara la necesidad de la obra de Jesucristo (v.24-25). En otros pasajes de sus cartas completará la descripción del papel de la Ley, afirmando que era sólo una fase transitoria en los planes divinos de salud, destinada a producir en el hombre la conciencia de su pecado y llevarle a Cristo, objeto de las promesas hechas a Abraham (cf. Rm 4, 13-16; Rm 10, 4; Rm 11, 32; Ga 3, 6-25; Col 2, 14).
Llama la atención el que San Pablo, después de la exclamación de alivio ante la liberación operada por Jesucristo (v.25a), vuelva de nuevo a recordar el conflicto entre la "razón," queriendo el bien, y la "carne," arrastrándonos al mal (v.25b). Probablemente no se trata sólo de una especie de epílogo confirmativo de lo dicho en los v.15-23, sino que es una manera de indicar que el conflicto, aunque con menos dramatismo, como explicará en el capítulo octavo, seguirá también en el cristiano, que habrá de luchar contra las tendencias de la carne y dejarse guiar por el Espíritu hasta conseguir la "bendición" definitiva.
Hemos llegado al punto culminante de la exposición que viene haciendo el Apóstol sobre la justificación. Hasta aquí, una vez probado el hecho (c.1-4), se había fijado sobre todo en el aspecto negativo: reconciliación con Dios (c.5), liberación del pecado (c.6), liberación de la Ley (c.7); ahora, a lo largo de todo este capítulo octavo, va a atender más bien al aspecto positivo, deteniéndose a describir la condición venturosa del hombre justificado, que vive bajo la acción del Espíritu, teniendo a Dios por Padre, seguro de que llegará a conseguir la futura gloria que les espera.
Comienza San Pablo su descripción con una afirmación rotunda: "No hay, pues, ya condenación alguna (??d?? ?at????µa) para los que están en Cristo Jesús" (v.1). Con la expresión "estar en Cristo Jesús" nos sitúa claramente en campo cristiano; no se trata ya del hombre bajo la Ley, como en el capítulo anterior, sino de quien ha sido incorporado a la vida misma de Cristo por el bautismo, conforme explicó en Rm 6, 3-11. Pero ¿qué quiere indicar con la palabra "condenación"? El término fue usado ya por el Apóstol anteriormente, refiriéndose a la "condenación" que cayó sobre el hombre a raíz de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 16.18), y es evidente que ambos pasajes están relacionados. Aquella condenación, con su reato de culpa y de pena, fue causa del desorden introducido en el hombre, quien desde ese momento quedó esclavo del "pecado" y de la "muerte" (cf. Rm 6, 12-13.20-21), sin que la Ley mosaica ni la ley de la "razón" pudieran hacerles frente (cf. Rm 7, 13-23), dando ocasión a aquel terrible grito de angustia que San Pablo pone en boca del hombre que vive bajo la Ley: "¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rm 7, 24). Pues bien, fue Jesucristo el que nos liberó de ese dominio del pecado y de la muerte (cf. Rm 5, 21; Rm 6, 3-11; Rm 7, 4-6.25a), que es lo que San Pablo parece incluir aquí directamente bajo el término "condenación"; de ahí la partícula ilativa "pues" (a??) con que introduce su afirmación, dando a entender que se trata de una consecuencia de lo anteriormente expuesto (c.5-7), y quizás con alusión particular a Rm 7, 25a, cuya respuesta, demasiado escueta, va a intentar ahora desarrollar.
Lo que añade en el v.2: "porque la ley del espíritu de vida..," no hace sino confirmarnos en lo dicho. No cabe duda, en efecto, que la "ley del pecado y de la muerte," a que ahí se alude, está equivaliendo a la "condenación" del v.1; ni parece significar otra cosa que ese dominio del pecado y de la muerte, encastillados en la carne, tan dramáticamente descrito en Rm 7, 8-24. De ese dominio nos liberó "Dios por Jesucristo" (Rm 7, 25) o, dicho de otra manera, "la ley del espíritu de vida en Cristo" (v.2). Esta última expresión, a primera vista no muy clara, está cargada de sentido. Si el Apóstol habla de "ley del espíritu," es en evidente paralelismo con "ley del pecado," en cuanto que al dominio del pecado, como principio de acción, llevando al ser humano a la muerte, sucede ahora, en los justificados, el dominio del "espíritu," llevándolo a la vida. Pero ¿qué significa el término "espíritu"? Es aquí donde late la mayor dificultad. El término vuelve a aparecer repetidamente en los versículos siguientes (v.4.5.6), y a veces con clara referencia a la persona del Espíritu Santo (cf. v.9.11). Es por lo que algunos autores, también aquí en el v.2, ponen la palabra con mayúscula. Creemos, sin embargo, que hasta el v.9 no se alude directamente a la persona del Espíritu Santo, y que más bien debemos traducir con minúscula, con referencia al "espíritu" o parte superior del hombre, en contraposición a la "carne" o parte inferior (cf. Rm 7, 18.23; 1Co 5, 3.5; 1Co 7, 34; Ga 5, 16-17; Col 2, 5), sin que por eso quede excluida toda referencia a la persona del Espíritu Santo, pues en la concepción y terminología de San Pablo el término "espíritu" (p?e?µa), a diferencia del de "razón" (vou?, cf. Rm 7, 23.25; Rm 12, 2), indica, en general, la faceta espiritual o intelectiva del hombre, no a secas, sino en cuanto se mueve y actúa bajo la acción del Espíritu Santo. De ahí que "caminar según el espíritu" (v.4) venga a equivaler prácticamente a caminar conforme lo pide la recta razón iluminada y fortificada por el Espíritu Santo, y que en el v.9 se diga que "no está en el espíritu" aquel en quien no "habita el Espíritu Santo." De este papel preponderante del Espíritu Santo en la vida del cristiano habla frecuentemente San Pablo (cf. Rm 5, 5; Rm 8, 14.26; 1Co 6, 11.19; 1Co 12, 3; Ga 3, 2-5; Ef 3, 16; 2Tm 1, 14; Tt 3, 5-6). De otra parte, el Espíritu no se nos comunica aisladamente, por así decirlo, sino en cuanto incorporados a Jesucristo, formando un todo con Él, y participando de su vida; de ahí que el Apóstol no hable simplemente de "ley del espíritu," sino de "ley del espíritu de vida en Cristo Jesús" (v.2).
Del papel del Espíritu en la época mesiánica hablan ya los antiguos profetas, como Jr 31, 31-34 (cf. Hb 8, 7-13) y Ez 36, 26-28. El Espíritu Santo, instalado en el corazón del hombre, es como una ley viviente que no sólo indica lo que se debe hacer, sino que nos da fuerza para llevarlo a cabo.
La razón profunda de por qué esta "ley del espíritu de vida en Cristo" pudo librarnos de la "ley del pecado y de la muerte" está indicada en los v.3-4. Ambos versículos forman un solo período gramatical, de construcción bastante irregular, pero de extraordinaria riqueza de contenido. Comienza el Apóstol por recordar, resumiendo lo ya expuesto en Rm 7, 8-24, la impotencia de la Ley para vencer a nuestra carne de pecado y llevar a los hombres a los ideales de justicia y santidad que sus preceptos prescribían (v.32); a continuación indica el modo cómo Dios puso remedio a esa situación de angustia (cf. Rm 7, 24), enviando al mundo a su propio Hijo y "condenando al pecado en la carne" (v.3b); por fin, a manera de conclusión, señala cómo, realizada esa obra redentora por Cristo, nos es ya posible conseguir los ideales de justicia que la Ley perseguía (cf. Rm 13, 8-10; Ga 5, 14), a condición de que "no caminemos según la carne, sino según el espíritu," condición que el Apóstol, aunque en realidad no siempre de hecho sea así, supone realizada en todos los cristianos (v.4). Está claro que las afirmaciones fundamentales son las del v.3b, donde el Apóstol se refiere directamente a la obra redentora de Cristo, de quien dice que vino a este mundo "en carne semejante a la de pecado, y por el pecado, condenando al pecado en la carne." Tres verdades bien definidas: la de que vino "en carne semejante a la de pecado," es decir, revestido de verdadera carne, exactamente igual a la nuestra, pero sin pecado (cf. Rm 1, 3; Ga 4, 4; 2Co 5, 21; Hb 4, 15); la de que vino "por el pecado" (pe?? ?µa?t?a?), es decir, a causa del pecado y para destruirlo (cf. Ga 1, 4); y la de que, a través de Él, Dios "condenó (?at?????e?) al pecado en la carne." Es esta última expresión la que constituye el centro de toda la perícopa y la que ofrece precisamente mayor dificultad de interpretación. La idea general es clara; no así el precisar toda la significación y alcance de cada palabra. Desde luego, bajo el término "condenó" hemos de ver no una mera declaración verbal, sino algo eficaz, que despoja al pecado de su dominio sobre la carne, de ese dominio tan dramáticamente descrito en Rm 7, 13-24. Pero ¿en qué momento de la vida de Jesucristo realizó Dios esa "condenación del pecado en la carne" y por qué tuvo valor para todos los hombres? La respuesta no es fácil. Muchos autores creen que San Pablo está refiriéndose al momento concreto de la pasión y muerte de Cristo, que fue cuando se consumó la obra redentora y, consiguientemente, la destrucción del pecado (cf. Rm 6, 2-11; Col 1, 22); otros, sin embargo, como Lagrange y Zahn, opinan, y quizás más acertadamente, que se alude al hecho mismo de la encarnación, al enviar Dios a su propio Hijo en carne no dominada por el pecado, prueba inequívoca de que éste había perdido su universal predominio. Claro que esto no significa que hayamos de excluir toda relación a la pasión y muerte de Cristo en la perspectiva de San Pablo, pues esa derrota del pecado en la carne de Cristo, al venir al mundo, es como un fruto anticipado de su pasión y muerte, que es donde se consuma la obra redentora. De otra parte, esa victoria de Jesucristo en su carne es victoria para todos los hombres. San Pablo no precisa en este pasaje cómo sea ello posible. Da por supuesto que Jesucristo, como nuevo Adán, es representante y cabeza de todos los hombres, y que, al tomar carne como la nuestra, aunque sin pecado, puede obrar en nuestro nombre y transmitirnos los resultados adquiridos (cf. Rm 5, 12-21).
Los v.5-8, que siguen, ofrecen consideraciones de tipo ya más bien práctico. Parece que fue la última frase del v.4: .". los que no andamos según la carne, sino según el espíritu," la que sugirió a San Pablo estas hermosas reflexiones en que va haciendo resaltar el contraste entre carne y espíritu, como dos principios opuestos de acción, señalando, además, las consecuencias a que una y otro llevan. La misma idea, más ampliamente desarrollada, encontramos en Ga 6, 16-26. Son de notar los términos f?????s?? (v.5) y f????µa (?.6-7), que hemos traducido por "tienden a" y por "tendencias," respectivamente, pero cuyo significado es más complejo, indicando a la vez convicciones y sentimientos, una como entrega al objeto de que se trata de nuestro entendimiento y voluntad, que no saben pensar ni aspirar a otra cosa. Los términos "muerte," a la que conducen las tendencias de la carne, y "vida," a la que conducen las del espíritu, ya quedan explicados en capítulos anteriores (cf. Rm 5, 12-21; Rm 6, 4-5). Algo extraña resulta la expresión de que las tendencias de la carne "no se sujetan ni pueden sujetarse a la ley de Dios" (v.7); adviértase que no se trata de la carne como tal, en cuanto criatura de Dios, que nada creó malo, sino de la "carne" en cuanto dominada por el pecado a raíz de la transgresión de Adán (cf. Rm 5, 12; Rm 7, 14.18.23). Esta carne, así entendida, manifestará siempre tendencias hostiles a Dios, pues Dios y pecado son irreconciliables. Ello no significa, sin embargo, que la carne sea inaccesible a las influencias del Espíritu y que el hombre "carnal" no pueda pasar a "espiritual," así como también viceversa. Las mismas advertencias y amonestaciones del Apóstol, en este y otros pasajes, están indicando que puede darse ese tránsito.
Expuesta así la antítesis entre "carne" y "espíritu," San Pablo va a profundizar más en esto último (v.9-11), dirigiéndose directamente a los Romanos: "Pero vosotros no estáis en la carne..." (v.9). Y primeramente establece clara relación entre "estar en el espíritu" y la presencia o inhabitación del Espíritu Santo, de modo que aquello primero venga a ser como un efecto de esto segundo (v.9). Nótese cómo el Apóstol habla indistintamente de "Espíritu de Dios" y "Espíritu de Cristo" (v.9), con lo que claramente da a entender que el Espíritu, tercera persona de la Santísima Trinidad, procede no sólo del Padre, sino también del Hijo, conforme ha sido definido por la Iglesia. Y aún hay más. Da por supuesto el Apóstol que por el hecho de habitar en nosotros el Espíritu de Dios o Espíritu de Cristo (v.9), habita también el mismo Cristo (v.10). Es ésta una consecuencia de lo que los teólogos llaman "circuminsesión" o mutua existencia de una persona en las otras (cf. Jn 10, 38; Jn 14, 11). Cristo habita en nosotros a través de su Espíritu, que es a quién pertenece, por apropiación, el oficio de santificador, haciendo partícipes a los hombres de la vida misma divina o vida de la gracia. Esa presencia del Espíritu de Cristo y de Cristo mismo en nosotros hace que, aunque "el cuerpo esté muerto por el pecado (?e???? d?a sµa?t?a?), el espíritu sea vida a causa de la justicia" (??? d?a d??a??s????). Alude el Apóstol, aunque hay que reconocer que sus expresiones no son del todo claras, a la muerte a la que permanece sujeto nuestro cuerpo a causa del pecado original {(?e???? = 3??t??}, cf. v.11), y a la vitalidad que da a nuestro esp?ritu la vida de la gracia en orden a ({d?a = = Cf 5,} cf. Rm 6, 16; Rm 8, 4) poder practicar la justicia. ? aun hay otro efecto de la presencia del Espíritu de Cristo en nosotros, y es que gracias a la acción del Espíritu presente en nosotros (cf. 1Co 3, 16; 1Co 6, 19), nuestros mismos cuerpos mortales serán "vivificados" a su tiempo, lo mismo que lo fue el de Cristo (v.11). Es curioso que San Pablo, aludiendo a esta resurrección futura de los cuerpos, no emplee la palabra "resucitar," sino "vivificar" (???p??e??), de sentido más amplio, quizá pensando en los supervivientes de tiempos de la parusía (cf, 1Co 15, 51-52; 1Ts 4, 15-17), a los que no sería fácilmente aplicable la palabra "resucitar." La idea de unir nuestra resurrección a la de Jesucristo es frecuente en San Pablo (cf. Rm 6, 5; 1Co 6, 14;1Co 15, 20-23; 2Co 4, 14; Ef 2, 6; Flp 3, 21; Col 1, 18; Col 2, 12-13; 1Ts 4, 14). De ordinario no se detiene a explicar el porqué de esta vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra; pero, a poco que se lea entre líneas, fácilmente se vislumbra que para San Pablo esa doctrina descansa siempre sobre la misma base: la unión místico-sacramental de todos los cristianos con Cristo, Cabeza viviente de la Iglesia viviente. O dicho de otra manera: Gracias al Espíritu de Cristo, presente en nosotros, somos como englobados en la vida misma de Cristo, y debemos llegar hasta donde ha llegado El, a condición de que no rompamos ese contacto, volviéndonos hacia los dominios de la carne. Añadamos que San Pablo se fija sólo en la resurrección de los justos. Que también hayan de resucitar los pecadores consta por otros textos (cf. Jn 5, 28-29; Hch 24, 15).
Continúa San Pablo presentando a sus lectores de Roma las profundas realidades de la vida cristiana y la certeza de que esas realidades llegarán a su plenitud. Y primeramente, como conclusión de lo expuesto, les exhorta a vivir según el espíritu y no según la carne, pues a ésta ningún beneficio le debemos, de modo que nos veamos como obligados a obedecer a sus exigencias (v.12). Por el contrario, si obedecemos esas exigencias, de nuevo caeremos en la "muerte" de la que nos liberó Jesucristo (cf. Rm 7, 24-25); mas si, siguiendo los impulsos del espíritu, las "mortificamos" (3a?at??µe?), es a saber, suprimimos su vida, no consintiendo con lo que nos piden, sino más bien ejercitándonos en las virtudes contrarias (cf. Col 3, 5), entonces es cuando "viviremos" la vida verdadera (v.1s). Es lo que va a demostrar San Pablo a continuación.
Ante todo, una afirmación fundamental: los que viven esa vida de mortificación de la carne bajo el impulso del espíritu, o lo que es lo mismo, los "movidos por el Espíritu" (se supone que en consonancia con la naturaleza humana, sin suprimir su libertad, cf. v.1s), ésos son "hijos de Dios" (v.14). La expresión "hijos de Dios," aplicada al hombre, no es nueva, y se usó ya en el Antiguo Testamento (cf. Ex 4, 22; Dt 14, 1; Os 11, 1; Sb 2, 18); sin embargo, después de la redención operada por Jesucristo, dicha expresión adquiere un significado mucho más hondo, como el mismo San Pablo concretará enseguida (v. 15-16). En efecto, antes podía ser invocado Dios como Padre (cf. Ex 4, 22; Dt 32, 6; Is 1, 2; Jr 31, 9), y, de hecho, así lo hicieron a veces los israelitas (cf. Is 63, 16; Is 64, 8; Sb 14, 3; Si 23, 1.4); pero la primera y principal disposición de ánimo hacia la divinidad, lo mismo entre judíos que entre gentiles, era el temor, no el amor, idea esta que quedaba muy en segundo plano (cf. Dt 6, 13; Dt 10, 20-21). Ahora, en los tiempos del Evangelio, es al revés. Aunque seguimos reconociendo la omnipotencia y terrible justicia de Dios, prevalece totalmente la idea de amor; no es el espíritu de "siervos" con su Amo, sino el de "hijos" con su Padre, el que regula nuestras relaciones con Dios (cf. Mt 6, 5-34). San Pablo ve la prueba de esta realidad en ese sentimiento de filiación respecto a Dios que experimentamos los cristianos en lo más íntimo de nuestro ser ("espíritu de adopción"), que hace le invoquemos bajo el nombre de Padre. Es un sentimiento que no procede de nosotros, sino que lo "hemos recibido" (v.1s), y está íntimamente relacionado con la presencia del Espíritu en nosotros (v.14). Concretando más, con ayuda también de otros pasajes (cf. Ga 4, 4-6; Ef 1, 3-14; Tt 3, 5; 1Jn 3, 1-2; 1Jn 4, 7; Jn 1, 13; Jn 3, 5), añadiremos que ese sentimiento o "espíritu de adopción" se debe a un como nuevo nacimiento que se ha operado en nosotros a raíz de la justificación, al hacernos Dios partícipes de su misma naturaleza divina (cf. 2P 1, 4), entrando así a formar parte real y verdaderamente de la familia de Dios. A este testimonio de nuestro espíritu une su testimonio el Espíritu Santo mismo, testificando igualmente que somos "hijos de Dios" (v.16). No es fácil precisar la diferencia entre este testimonio del Espíritu Santo (v.16) y el de nuestro espíritu bajo la acción del Espíritu Santo (v.1s). Quizás se trate simplemente de mayor o menor intensidad en esa como posesión del alma por parte del Espíritu Santo. Lo que sí afirmamos es que el testimonio del Espíritu Santo, infalible en sí mismo, tiene valor absoluto, tratándose del conjunto de los fieles, pero sería absurdo deducir que cada uno de ellos puede percibirlo experimentalmente, con certeza que no deje lugar a duda, doctrina que justamente condenó el concilio Tridentino contra los protestantes.
Terminada la prueba, enseguida la conclusión esperada: "Si hijos, también herederos.." (v.17). Es aquí donde quería llegar San Pablo. Nótese que la eterna glorificación es para el cristiano, no una simple recompensa, sino una herencia, a la que tenemos derecho, una vez que hemos sido "adoptados" como hijos de Dios (v.15; Ga 4, 5; Ef 1, 5), haciéndonos ingresar en su familia. Con ello nos convertimos en "coherederos" de Cristo (v.17), el Hijo natural de Dios, que ha ingresado ya también como hombre en la posesión de esos bienes (cf. Flp 2, 9-11), para nosotros todavía futuros (cf. v.23-24). San Pablo, más que hablar de "herederos de la gloria," habla de "herederos de Dios," quizás insinuando que poseeremos al mismo Dios por la visión beatífica (cf. 1Co 13, 8-13; 1Jn 3, 2). Como conclusión, no se olvida de recordar una doctrina para él muy querida, la de que nuestra suerte está ligada a la de Cristo (cf. v.11), y hemos de "padecer con El," si queremos ser "con El glorificados" (v.17).
En realidad, San Pablo dejó ya demostrada su tesis al señalar que "somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos..." (v. 16-17). Pero quiere seguir aún insistiendo en el tema. Su última advertencia de que "para ser glorificado con Cristo, antes hemos de padecer con El" (v.17), podía asustar a alguno. Por eso, su afirmación inmediata: "los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (v.18; cf. 2Co 4, 17; Col 3, 4). Es la respuesta cristiana más sencilla al problema del sufrimiento: que no paremos nuestra consideración en lo presente, sino que miremos hacia el futuro (cf. Mt 16, 24-27; Col 2, 10-12; 1P 4, 13). A continuación va señalando el Apóstol las pruebas o razones, especie de garantía divina, que corroboran, en continuo crescendo, la certeza de esa nuestra esperanza: primeramente, el presentimiento de las cosas creadas (v. 19-22); después, nuestros propios gemidos suspirando por la glorificación (v.23-25); luego, la intercesión del Espíritu Santo a nuestro favor (v.26-27); por fin, los planes mismos de Dios, que todo lo endereza a la salud de sus escogidos (v.28-30). Comentaremos brevemente cada una de estas pruebas.
Comienza el Apóstol fijando su atención en el "mundo creado" (? ?t?s??), sometido contra su voluntad a la "vanidad" (µata??t??), y "corrupción" (f????), que espera anhelante "la manifestación de los hijos de Dios," momento en que también él será liberado de su servidumbre "para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (v. 19-22). No parece caber duda que ese "mundo creado," que el Apóstol presenta personificado, es el mundo sensible inferior al hombre, al que expresamente se contrapone (cf. v.19-23); pero ¿qué clase de servidumbre es esa a que ha sido sometido y cuál es la liberación que espera? La respuesta a estas preguntas no es fácil. Creemos que como base de toda explicación hay que colocar dos textos del Génesis: la sujeción que Dios hace al hombre de todos los seres inferiores a él (Gn 1, 26-29), y el pecado de éste, que afectó también a esos seres inferiores, al menos en su relación hacia el hombre (Gn 3, 17-19). Produce, pues, el pecado de Adán un desequilibrio en las cosas, un desorden, un modo de ser, que no es el puesto primitivamente por Dios; y este modo de ser le ha venido a las cosas "no de grado, sino por razón de quien las sometió" (v.2o), es decir, no por responsabilidad directa, sino en virtud de aquel lazo moral que Dios estableció entre el hombre y los seres inferiores, de modo que éstos siguiesen la suerte de aquél. Precisamente, debido a tener su suerte ligada a la del hombre, la "esperanza" de liberación que Dios dejó entrever al ser humano ya desde el momento mismo de la caída (Gn 3, 15), era también "esperanza" para las cosas mismas. Esa, y no otra, parece ser la "esperanza" de que habla San Pablo (v.20). En realidad es la misma idea que encontramos ya en Isaías, cuando Dios promete "cielos nuevos y tierra nueva" para la época mesiánica (Is 65, 17; Is 66, 22), idea que se recoge en el Nuevo Testamento, fijando su realización en la parusía (cf. Mt 19, 28; Hch 3, 21; 2P 3, 13; Ap 21, 1). La diferencia está únicamente en que San Pablo dramatiza más las cosas y habla no sólo del estado glorioso final, sino también de la etapa anterior, etapa de "expectación anhelante.., de gemidos y dolores de parto," suspirando por ese estado glorioso final, que tiene como centro al hombre, lo mismo que lo tuvo la caída. Por eso, probablemente, es por lo que escribe "sabemos que..." (v.22), como indicando que se trata de doctrina conocida.
Querer concretar más es difícil, y apenas podemos salir de conjeturas. San Juan Crisóstomo, al que siguen otros muchos, antiguos y modernos, cree que la "vanidad" y "corrupción" a que ha sido sometido el mundo creado no es otra cosa que la ley de mutabilidad y muerte, que afecta a todos los seres materiales, y de la que serán liberados al final de los tiempos. Pero ¿es que antes del pecado de Adán no estaban sujetos a mutación y muerte? ¿Es que lo van a dejar de estar al fin de los tiempos? No es probable que San Pablo tratara de responder a estas cuestiones. Por eso muchos autores, siguiendo a San Cirilo de Alejandría, interpretan los términos "vanidad" y "corrupción" en sentido moral, no en sentido físico, y se aplicarían a las criaturas irracionales en cuanto que, a raíz del pecado de Adán, quedaron sometidas a hombres "vanos" y "corrompidos" que se valen de ellas para el pecado (cf. Rm 1, 21-32), suspirando por verse liberadas de tan degradante esclavitud. Pero ¿no será esto limitar demasiado la visión de San Pablo? Notemos que el Apóstol atribuye dimensiones cósmicas, y no sólo antropológicas (Rm 5, 12-21), a la redención de Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1, 20). Quizá, pues, sea lo más prudente dejar imprecisa la interpretación, porque imprecisa estaba probablemente también en la mente de San Pablo. No deben urgirse demasiado los términos "vanidad" (µat?a?t??), de sentido más bien moral (cf. Rm 1, 21; Ef 4, 17; 2P 2, 18), o "corrupción" (f????), de sentido más bien físico (cf. 1Co 15, 42.50; Ga 6, 8; Col 2, 22); pues el centro de todo el drama es el hombre, y en éste se cumplen ambos aspectos, por lo que nada tiene de extraño que el Apóstol emplee esos mismos términos refiriéndose a las criaturas irracionales, cuya suerte ligó Dios a la del hombre. Para una visión más amplia, puede verse lo que referente a este tema expusimos ya en la introducción a la carta.
Una segunda prueba, que es complementaria de la anterior, la ve el Apóstol en nuestros propios gemidos, suspirando también por la glorificación (v.23-25). Son "gemidos" por parte de quienes poseen ya las "primicias del Espíritu" (v.23); por tanto, aparte las razones de la prueba anterior, tenemos una nueva garantía de que esa expectación anhelante no puede quedar frustrada. San Pablo habla, no de glorificación, sino de "adopción" (v.23), término que resulta aquí un poco extraño, pues ésa la poseemos ya a raíz de la justificación (cf. v.14-15); ello indica que el término "adopción" (????es?a) puede tomarse en sentido más y menos pleno, desde que comienza en la justificación hasta su consumación o desenvolvimiento definitivo en la gloria, que es como ahora lo toma San Pablo. Es por eso, probablemente, por lo que, como tratando de explicarse más, añade lo de "redención de nuestro cuerpo" (ap???t??s? t?? s?µat?? ?µ??), cosa que sabemos está reservada para después de la muerte (v.23; cf 1Co 15, 42-53; 2Co 5, 1-5). En el mismo sentido habla de "primicias del Espíritu" (v.23), a decir, de que tenemos ya el Espíritu (cf. v.9.11.14), pero no tenemos todavía todo lo que esa posesión nos garantiza. Dicho de otra manera, estamos "salvos en esperanza" (v.24), pues la plenitud de esa salvación aparecerá sólo más tarde (cf. Rm 5, 1-11); de momento debemos esperar "en paciencia" (v.25), o lo que es lo mismo, con espera sufrida y constante.
A continuación indica San Pablo una tercera prueba o motivo de confianza (v.26-27). No son ya sólo los "gemidos" del mundo creado (v.22) y nuestros propios "gemidos" (v.23), Que es mismo Espíritu, "viniendo en ayuda de nuestra flaqueza (as???e?a).., aboga por nosotros con gemidos inefables" (?pe?e?t?????e? ste?a?µ??? ??a??t???). La inteligencia del pasaje está centrada en el sentido que se dé a los términos "flaqueza nuestra" y "gemidos del Espíritu." Evidentemente esa "flaqueza" o deficiencia de parte nuestra está relacionada con la "glorificación" futura por la que suspiramos (v. 19-25), como expresamente lo da a entender el Apóstol, al añadir: "pues qué hayamos de pedir, como conviene, no sabemos" (t? ?a? t? p??se???µe3a ?a3? de? ??? ??daµe?). Es decir, sabemos, s?, que Dios quiere nuestra "glorificación"; pero hasta llegar a ella ha de pasar tiempo, y en ese camino hasta la meta no siempre sabemos qué hayamos de pedir (t?) en cada circunstancia (cf. 2Co 12, 8-9) y cómo hayamos de hacerlo (?a3? de?). ? suplir esa deficiencia viene en nuestra ayuda el Espíritu, abogando por nosotros con "gemidos inefables," que son siempre "según Dios," es decir, conformes a los designios que Dios tiene sobre sus "santos" (v.27; sobre el término "santos," cf. Rm 1, 7). Estos "gemidos," pues, no pueden dejar de ser atendidos. El Apóstol los llama "inefables," bien porque se trata de algo interior, sin palabras, bien porque no pueden ser expresados adecuadamente en lenguaje humano, resultando incomprensibles a los hombres, pero no a Dios que "escudriña los corazones" con su ciencia infinita (v.27; cf. 1S 16, 7; 1R 8, 39; Ap 2, 23). El hecho de que San Pablo mencione aquí este atributo divino es señal de que no se trata propiamente de gemidos del "Espíritu," cosa incompatible con su condición divina, sino de "gemidos" que el Espíritu pone en nuestros corazones. La diferencia, pues, con los "gemidos" de que se habla en el v.23, también bajo el influjo del Espíritu, no parece ser grande; quizá se trate simplemente, igual que dijimos al comentar los v. 15-16, de mayor o menor intensidad en esa como posesión del alma por parte del Espíritu.
Por fin viene la cuarta y última prueba, razón suprema de nuestra confianza (v.28-30). Son tres versículos que contienen en síntesis la doctrina toda de la carta, pues en ellos indica el Apóstol la razón última de esa esperanza de "salud" que viene predicando desde el principio. Debido a su gran importancia doctrinal, han sido objeto de numerosos estudios y comentarios por parte de teólogos y exegetas, cuyas interpretaciones, al rozarse con el debatido tema de la predestinación, no siempre han contribuido a presentar con más luz el pensamiento del Apóstol, sino más bien a oscurecerlo. De ahí la necesidad de que distingamos bien lo cierto de lo dudoso y discutible.
Bajo el aspecto gramatical distinguimos claramente dos partes principales (v.28 y v.29-30), enlazadas entre sí mediante la conjunción "porque" (?t?), que convierte a la segunda (v.29-30) en una explicación de la primera (v.28), en la que ha de buscarse, por consiguiente, la afirmación fundamental del Apóstol. Pues bien, ¿cuál es esa afirmación fundamental? En líneas generales su pensamiento parece claro. Trata, lo mismo que en los versículos precedentes (?. 18-27), de infundir ánimo a los cristianos ante la certeza de nuestra futura glorificación; la razón alegada ahora (v.28) es que Dios, en cuyas manos están todas las cosas, todo lo endereza a nuestro bien. En otras palabras: Dios lo quiere, y a Dios nada puede resistir. Es éste, desde luego, el primero y radical principio del optimismo cristiano. Pero ¿a quiénes lo aplica San Pablo? Creemos, sin género alguno de duda, que a los cristianos todos en general, que es de quienes ha venido hablando (cf. v. 1.14.23.27). A ellos, y no a una categoría especial dentro de los cristianos, se refieren las expresiones "los que aman a Dios" (..t??? ??ap?s?? t?? 3e??) y "llamados seg?n sus designios" (..t??? ?at? p??^es?? ???t???). Que pueda haber cristianos pecadores que no aman a Dios, San Pablo lo sabe de sobra (cf. 1Co 5, 1; 1Co 6, 8; Ga 5, 10; 1Tm 1, 20); pero esos tales quedan aqu? fuera de su perspectiva, fijándose en el cristiano como tal, que procura cumplir sus obligaciones. El inciso "los llamados (???t??) seg?n sus designios" no es limitativo de "los que aman," sino aposición que se refiere a los mismos seres humanos y con la que se hace resaltar la iniciativa de Dios para llegar a nuestra condición de cristianos. En la terminología de San Pablo son "llamados" (???t??) aquellos que han recibido de Dios el llamamiento a la fe y han respondido a ese llamamiento (cf. Rm 1, 6; 1Co 1, 24); por consiguiente, todos los cristianos son ???t??. ? lo son "según sus designios" (?at? tt??3es??), pues es Dios quien en acto eterno de su voluntad (cf. Ef 1, 11; Ef 3, 11; 2Tm 1, 9) ha determinado concederles ese beneficio sobrenatural. Querer distinguir, como hizo San Agustín, y detrás de él muchos teólogos, una categoría privilegiada de cristianos en esos "llamados según sus designios," algo así como llamados-elegidos (predestinados) en contraposición a llamados-no elegidos (cf. Mt 20, 16), es hacer ininteligible todo el pasaje. La argumentación de San Pablo se reduciría a lo siguiente: todos debemos confiar, pues algunos (los predestinados) obtendrán ciertamente la glorificación ansiada. ¿Dónde quedaría la lógica? Ese otro problema de la predestinación a la gloria, como lo tratan los teólogos, no entra aquí en el campo visual de San Pablo.
En los v.29-30, segunda parte de nuestra perícopa, indica el Apóstol los diversos actos o momentos en que queda como enmarcada la acción salvadora de Dios afirmada en el v.28. Dentro de ese marco quedan incluidos todos los accidentes que pueden afectar a la vida de cada cristiano, los cuales van dirigidos por Dios a la ejecución de sus planes hasta llegar a la glorificación final. De los cinco actos divinos enumerados por San Pablo (presciencia-predestinación a ser conformes con la imagen de su Hijo-vocación a la fe-justificación-glorificación), los dos primeros pertenecen al orden o estadio de la intención, y son actos eternos; los otros tres pertenecen al orden o estadio de la ejecución, y son actos temporales (terminative). La "presciencia" es un previo conocimiento que Dios tiene de aquello de que se trata; aquí, concretamente, un previo conocimiento de aquellos de que se habló en el v.28, es decir, de los cristianos todos (no precisamente de los predestinados a la gloria, en el sentido en que hablan los teólogos). No está claro si esa "presciencia" divina arguye sólo previo conocimiento del futuro, como en el caso de la presciencia humana (cf. Hch 26, 5; 2P 3, 17), o incluye también cierta aprobación o beneplácito, es decir, un conocimiento acompañado de amor o preferencia, sentido que suele tener el verbo "conocer" aplicado a Dios (cf. Mt 7, 23; 1Co 8, 3; 1Co 13, 12; Ga 4, 9; 2Tm 2, 19). De todos modos, la "presciencia" no es aún la "predestinación," y San Pablo distingue ambos actos, pues escribe: "a los que de antemano conoció (p??????), a ?sos los predestinó (p?????se?)." El Apóstol no indica la razón de la ilación; probablemente lo único que trata de señalar es que Dios no "predestina" ciegamente, sino que, como en todo agente intelectual, precede el "conocer" a cualquier determinación. El término "predestinación" aparece otras cuatro veces en el Nuevo Testamento, y siempre en el sentido de determinación divina en orden a conceder un beneficio sobrenatural (Hch 4, 28; 1Co 2, 7; Ef 1, 5-11). Evidentemente ése es también el significado que tiene la palabra en el caso presente. Los destinatarios de ese beneficio son los mismos que fueron objeto de la presciencia, es decir, los cristianos todos de que el Apóstol viene hablando; y el beneficio a que Dios los ha predestinado es "a ser conformes con la imagen de su Hijo" (s?µµ??f??? t?? ei??os t?? ???? a?t??), es decir, a reproducir en s? mismos los rasgos de Cristo, de modo que éste aparezca con las prerrogativas de "primogénito entre muchos hermanos" al frente de una numerosa familia, con la consiguiente gloria que ello significa. He ahí el fin último que Dios pretende en toda esta obra de la predestinación: la gloria de Cristo, cuya soberanía se quiere hacer resaltar (cf. Col 1, 15-20).
Mas ¿cuándo adquirimos los cristianos esa configuración con Cristo que constituye el objeto real de la "predestinación"? Algunos autores, siguiendo a los Padres griegos (Orígenes, Crisóstomo, Cirilo Alejandrino), creen que se alude al estado de gracia y de filiación adoptiva que tenemos ya aquí en la tierra a raíz de la justificación, y que constituye una verdadera transformación que nos asemeja a Cristo (cf. Rm 12, 2; 2Co 3, 18; Ga 4, 19). En el mismo sentido interpretan el "glorificó" final (?d??ase?), como refiriéndose simplemente a la condición gloriosa inherente a la gracia santificante. Otros autores, sin embargo, siguiendo a los Padres latinos (Jerónimo, Agustín, Ambrosio), creen que se alude al estado glorioso en el cielo, cuando incluso nuestro cuerpo será transformado a semejanza del de Cristo (cf. 1Co 15, 49; Flp 3, 21); y en ese mismo sentido interpretan el "glorificó" final. Creemos, dado el contexto, que es esta interpretación de los Padres latinos la que responde al pensamiento de San Pablo; no negamos que también la transformación por la gracia nos asemeje ya a Jesucristo (cf. v.14-17), pero no es aún esa imagen perfecta y consumada por la que suspiramos (cf. v.11.23) y sobre cuya consecución precisamente quiere San Pablo tranquilizar a los cristianos. Lo que a continuación añade el Apóstol: "a los que predestinó, a ésos también llamó, y a los que llamó, justificó, y a los que justificó, glorificó" (?.30), apenas ofrece ya dificultad, pues ha de interpretarse en consonancia con lo anterior. Se trata simplemente de señalar, en el orden de la ejecución, los principales actos con que Dios lleva a cabo esa predestinación: vocación a la fe-justificación-glorificación en el cielo.
De lo expuesto se deduce que el concepto de "predestinación," tal como este término está tomado aquí por San Pablo, aplicándolo a todos los cristianos, no coincide exactamente con el concepto en que suele tomarse en el lenguaje teológico, restringiéndolo a aquellos que cierta e infaliblemente conseguirán de hecho la vida eterna, incluso aunque de momento sean grandes pecadores. La "predestinación" de que habla San Pablo supone, por parte de Dios, una voluntad seria y formal (no veleidad), pero no necesariamente con eficacia efectiva, pues ésta se halla condicionada a nuestra cooperación. De esta cooperación el Apóstol no habla, contentándose con señalar la parte de Dios, quien ya nos ha llamado a la fe y justificado, y ciertamente nos llevará hasta la glorificación final, de no interponerse nuestra libertad frustrando sus planes. Tanto es así, que el Apóstol, suponiendo tácitamente nuestra cooperación, habla incluso de "glorificó" (?d??ase?) en pasado, dando así más certeza a nuestra esperanza (?.30; cf. Mt 18, 15; Jn 15, 6). Por lo demás, más que aludir directamente al destino particular de cada fiel, San Pablo parece que alude, de modo semejante a lo que dijimos al comentar el v.16, al destino de la comunidad o conjunto de fieles, que son los que constituirán la familia de que Cristo es "primogénito" (v.29); y en ese sentido la certeza de que llegará la glorificación final es indubitable. No cabe duda, en efecto, que la nave de la Iglesia llegará ciertamente al puerto, aunque algunos de los tripulantes se empeñen en evadirse y naufragar.
Terminada la enumeración de garantías divinas que dan certeza a nuestra esperanza (v. 18-30), San Pablo desahoga su corazón en un como canto anticipado de triunfo, pasaje quizás el más brillante y lírico de sus escritos, proclamando que nada tenemos que temer de las tribulaciones y poderes de este mundo, pues nada ni nadie podrá arrancarnos el amor que Dios y Jesucristo nos tienen (v.31.39).
Evidentemente el Apóstol sigue refiriéndose, igual que en los versículos anteriores, a los cristianos en general, y en ese sentido debe entenderse la expresión "elegidos de Dios," de que se habla en el v.33 (cf. Ga 3, 12; Tt 1, 1). Para hacer resaltar más el amor de Dios hacia nosotros (v.31), recuerda el hecho de que nos dio a su propio Hijo, ¿cómo, pues, vamos a dudar de que nos dará todo lo que necesitemos hasta llegar a la glorificación definitiva? (v.32). No está claro si, al hablar de "acusación" y "condenación" (v.33), San Pablo está aludiendo al juicio final, cuyo espectro, en lo que tiene de terrorífico, quiere también eliminar de nuestra fantasía. Así interpretan muchos este versículo, en cuyo caso el término "justifica" (d??a???) parece debe tomarse en sentido de "justificación" forense (cf. Is 50, 8; Mt 12, 37; Rm 3, 20), no en sentido de "justificación" por la gracia. Sin embargo, quizás esté más en consonancia con el contexto referir esa alusión de San Pablo, no precisamente al juicio final, sino a la situación general del cristiano ya en el tiempo presente, lo mismo que luego en el v.35. En este caso, el término "justifica" deberá tomarse en su sentido corriente de "justificación" por la gracia, y la idea de San Pablo vendría a ser la misma que ya expresó al principio del capítulo, es decir, que "no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús" (v.1). Recalcando más esa idea de confianza, añade en el v.34 que el mismo Jesucristo, que murió y resucitó por nosotros, es nuestro abogado ante el Padre. Claro es que esa situación de confianza vale también respecto del juicio final.
A continuación (v.35-3 9) enumera una serie de obstáculos o dificultades con que el mundo tratará de apartarnos del amor de Cristo (v.35) Y del amor de Dios en Cristo (v.39). Notemos esta última expresión con la que el Apóstol da a entender que el Padre nos ama, no aisladamente, por así decirlo, sino "en Cristo," es decir, unidos a nuestro Redentor como miembros a la cabeza, como hermanos menores al primogénito. No es fácil determinar qué signifique concretamente cada uno de los términos empleados por San Pablo: "tribulación, angustia, potestades, altura, profundidad," ni hemos de dar a ello gran importancia; la intención del Apóstol mira más bien al conjunto, tratando de presentarnos todo un mundo conjurado contra los discípulos de Cristo, pero que nada podrá contra nosotros. Los "ángeles-principados-potestades" parecen hacer alusión a los espíritus malignos contrarios al reino de Cristo (cf. 1Co 15, 24; Ef 6, 12; Col 2, 15); la "altura" y "profundidad" (abstractos por concretos) parecen aludir a las fuerzas misteriosas del cosmos (espacio superior e inferior), más o menos hostiles al hombre, según la concepción de los antiguos. La aplicación a los cristianos del lamento del salmista por el estado de opresión en que se hallaban los israelitas de su tiempo (v.16; cf. Sal 44, 23), no significa que fuese esa la situación de los cristianos romanos de entonces; sin embargo, esa situación no tardará en llegar. Y San Pablo, para el presente y para el futuro, quiere inculcar al cristiano que las persecuciones y sufrimientos no influirán para que Dios nos deje de amar, como a veces sucede entre los seres humanos, al ver oprimido y pobre al amigo de antes, sino que nos unirán más a Él, siendo más bien ocasión de victoria "gracias a aquel que nos ha amado" (v.37).
Este amor de Dios y de Cristo, tan maravillosamente cantado por San Pablo, es, no cabe duda, la raíz primera y el fundamento inconmovible de la esperanza cristiana. Por parte de Dios nada faltará; el fallo, si se da, será por parte nuestra.
San Pablo comienza aquí a tratar el gravísimo y para él torturante problema de la incredulidad judía. La ligazón con lo anterior es por antítesis: ante el hecho confortante de la esperanza cristiana (c.5-8), ¿cuál es la situación de los israelitas, el pueblo de la elección y de las promesas divinas? Su incredulidad casi general no puede menos de desconcertar. ¿Qué se ha hecho de aquella elección y de aquellas promesas? ¿Es que han fracasado los planes de Dios? Si así es, tampoco los cristianos podemos estar muy seguros.
La respuesta a estas preguntas ocupará los capítulos 9-11 y, en perspectiva general, ya tratamos de este problema en la introducción a la carta. Ante todo, después de una como especie de introducción (Rm 9, 1-5), San Pablo sale enseguida por los fueros de Dios, dejando bien sentado que en nada quedan comprometidas su fidelidad y su justicia (Rm 9, 6-29). A continuación, fijando su vista más directamente en los judíos, hace recaer sobre ellos la culpa de haber quedado fuera del Evangelio, pues no quisieron admitir la salud que Dios les ofrecía (Rm 9, 30-Rm 10, 21). Por fin, va aún más lejos y da la solución completa, diciendo que esta incredulidad, por lo demás sólo parcial, no es definitiva, sino sólo temporal, utilizada por Dios en orden a facilitar la salud de los gentiles, concluyendo con un canto de admiración y rendido homenaje a sus "insondables juicios e inescrutables caminos" (Rm 11, 1-36). Tal es el esquema de la respuesta del Apóstol al problema de la incredulidad judía. Es posible que por aquellas fechas este hecho de la incredulidad judía fuese tema de las conversaciones diarias (cf. Rm 11, 17), como lo fueron otros posteriormente en tiempos de determinadas herejías, y que ello indujese al Apóstol a tratarlo con tanta amplitud en su carta; mas, sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en su respuesta nos ha dejado una de las páginas más interesantes de sus escritos, con principios de altísima teología sobre los planes providenciales divinos en orden a la bendición de los seres humanos. Una cosa, sin embargo, es muy de notar. No olvidemos nunca que San Pablo está tratando de responder al problema concreto de la incredulidad judía, y que más que de individuos aislados habla de pueblos, no refiriéndose, directamente al menos, a la salvación o condenación eterna de nadie, sino más bien al papel histórico que Dios ha asignado a Israel en los planes de bendición. Sería, pues, un gravísimo abuso, y de fatales consecuencias, aplicar sin más a los abstrusos problemas de predestinación y reprobación, como los tratan los teólogos, algunas de las expresiones que aquí emplea el Apóstol. Claro es que eso no quiere decir que la doctrina del Apóstol no pueda iluminar esos problemas, y que no podamos citar esos textos; podremos hacerlo, pero teniendo bien en cuenta que él se refiere directamente a otro orden de cosas y que es necesario fijar con precisión de antemano lo que realmente en ese contexto enseña.
Por lo que se refiere a esta primera perícopa (v.1-5), que ahora debemos comentar, ya dijimos antes que se trataba de una especie de introducción al tema. Comienza el Apóstol haciendo notar su gran tristeza ante el hecho de la incredulidad judía (v.1-2). Es, sin que eso quite nada a su realidad, una captatio benevolentiae, deshaciendo la idea tan extendida contra él de considerarle como enemigo del pueblo judío (cf. Hch 21, 28). Su amor a sus compatriotas es tal, que estaría dispuesto a sufrir cualquier mal, incluso el más extremo, por el bien de ellos. Eso indica con la expresión: "desearía ser yo mismo anatema de Cristo (a???eµa.. ap? t?? ???st??) por mis hermanos," expresión que no debe tomarse demasiado a la letra, sino como modo enfático de hablar para indicar el interés extremo que siente por ellos. Bien sabe San Pablo que eso es una hipótesis irreal, que no puede ser objeto de verdadero deseo. Expresión parecida la usa también en Ga 1, 8. El término "anatema" (= hebr. herem) lo usa varias veces el Apóstol y siempre en el sentido de objeto ofrendado a Dios para ser destruido como cosa maldita (1Co 12, 3; 1Co 16, 22; Ga 1, 8; cf. Lv 27, 28-29; Jr 6, 17).
A continuación enumera San Pablo las grandes prerrogativas de Israel, que lo distinguen de todos los otros pueblos: "cuya es la adopción filial, y la gloria, y las alianzas.." (v.4-5). En efecto, de entre todos los pueblos Dios eligió a Israel como pueblo suyo (cf. Ex 4, 22; Dt 14, 1; Jr 31, 9; Os 11, 1), en medio del cual se hacía presente su "gloria" (cf. Ex 40, 34; 1R 8, 10-11; Sal 26, 8); con él pactó varias veces (cf. Gn 15, 18; Ex 2, 24; Ex 19, 5; Ex 24, 7; Sal 89, 4), y le dio una Ley (cf. Dt 4, 1) y un culto (cf. Dt 12, 1), y le hizo depositario de las promesas mesiánicas (cf. Rm 4, 13; Ga 3, 17); a él pertenecen los patriarcas, grandes amigos de Dios (cf. Ex 3, 6), y, sobre todo, de él procede Jesucristo en cuanto hombre, gloria máxima de Israel, que nadie le podrá arrebatar. Hablando de Jesucristo, San Pablo le llama expresamente "Dios," siendo éste uno de los testimonios bíblicos más claros y categóricos de su divinidad.
La idea general de este pasaje es clara: se trata de defender la fidelidad de Dios a sus promesas, no obstante el hecho de la incredulidad de Israel. Así lo da a entender claramente San Pablo al comienzo mismo de su exposición: "y no es que la palabra de Dios haya quedado sin efecto..." (v.6). En realidad, ésa era la dificultad primera que se le ocurría a cualquier lector de la Biblia ante el hecho de la incredulidad de Israel. ¿No quedaba comprometida con ello la fidelidad de Dios? ¿Qué se había hecho de aquellas promesas de salud a Israel, tan frecuentemente repetidas (cf. Gn 17, 6-11; Gn 26, 3-5; Gn 28, 14; 2S 7, 14-16; Is 2, 2-5; Mi 5, 2-4), si ahora, al llegar su realización con el Evangelio, él se queda fuera ?
Para resolver esta objeción, San Pablo recurre a la distinción, empleada también en otras ocasiones (cf. Rm 4, 11-12; 1Co 10, 18; Ga 6, 16; Flp 3, 3), entre la descendencia carnal de Abraham, o Israel racial, y la descendencia espiritual, o Israel de Dios; la primera no lleva consigo necesariamente la segunda, y, al contrario, se puede tener la segunda sin la primera (v.6). También el Bautista había empleado ya esta distinción (cf. Mt 3, 9). Pues bien, es al Israel de Dios, compuesto de creyentes, al que están hechas las promesas mesiánicas (cf. Rm 4, 11-16); Consiguientemente, no obstante haber quedado fuera del Evangelio gran parte del Israel racial, la fidelidad de Dios a su palabra queda a salvo, pues siempre se conservó fiel un "resto" (Rm 9, 27; Rm 11, 4-5), que es el que constituía el Israel de Dios, y al que luego se agregarían muchos otros creyentes venidos del gentilismo. Claro es que esta distinción era totalmente extraña a la mentalidad de los judíos, que no admitían otro Israel que el Israel racial, por eso San Pablo tratará de declararla más en los v.7-13, haciendo notar basándose en textos de la Escritura (Gn 18, 10; Gn 21, 12; Gn 25, 23) que las promesas a Abraham no afectaban a toda su descendencia, sino sólo por Isaac, con exclusión de Ismael (v.7-9); ni tampoco a toda la de Isaac, sino sólo por Jacob, con exclusión de Esaú (v. 10-13). Esto prueba, según el pensamiento de San Pablo, que el Israel de las promesas o Israel de Dios no está constituido simplemente por la descendencia carnal de Abraham, sino que entra como elemento esencial, incluso entre esos descendientes de Abraham, la "elección" divina. Insistiendo en esa idea de libre "elección" divina, San Pablo recuerda el texto de Gn 25, 23, donde aparece que Dios elige a Jacob y no a Esaú, ya antes de que nacieran y, consiguientemente, antes de que hubiera méritos o deméritos por parte de ellos; señal evidente, concluye el Apóstol, de que la "elección" de Dios, conforme a su "propósito" (p???es??) o eternos designios, no sólo no está hecha en virtud simplemente de ser descendencia de Abraham, puesto que se trataba de hermanos mellizos, pero ni siquiera de obras buenas o malas que hubiesen realizado (v. 11-12). Y aún recalca el Apóstol esta doctrina con una cita tomada del profeta Malaquías (Ml 1, 2), referente también a Esaú y Jacob.
Está claro que, en la intención de San Pablo, esos dos ejemplos tomados del Génesis deben ser elevados a principio general. Es así únicamente como adquiere fuerza probatoria su argumentación. Por lo demás, en Ga 4, 22-31, el mismo San Pablo da explícitamente carácter general al caso de Ismael e Isaac, como típico o representativo de las dos clases de hijos de Abraham. Quiero advertir únicamente que el Apóstol está refiriéndose a elección o reprobación en orden a ser depositarios, y a su tiempo herederos, de las promesas mesiánicas, cosa que de suyo no debe confundirse con salvación y condenación. Esto último queda fuera del objetivo inmediato de San Pablo, y por ninguna parte consta que intentara excluir irremisiblemente de la salvación a Ismael y Esaú y sus descendientes por el hecho de no haber sido elegidos para ser depositarios de las promesas mesiánicas.
San Pablo sigue defendiendo la conducta o proceder de Dios en sus planes de salvación, y comienza formulando explícitamente la dificultad que parece seguirse de lo que acaba de decir: "¿Qué diremos, pues? ¿Qué hay injusticia en Dios?" (v.14). En efecto, si conforme a lo anteriormente expuesto (v.11-13), Dios elige a unos y rechaza a otros, antes incluso de que vengan a la existencia y, consiguientemente, de todo mérito o demérito, ¿dónde queda su justicia?
La objeción parece realmente grave. San Pablo, después de rechazarla como blasfema con un tajante: "Eso, no" (v.14), en vez de atenuar su fuerza, tratando de matizar en qué sentido ha de entenderse esa elección o reprobación por parte de Dios, recalca con redoblada energía la misma idea que motivó la dificultad, insistiendo nuevamente en el dominio libérrimo e independiente de Dios para distribuir sus dones cómo y a quien quiere. Como prueba cita dos textos del Éxodo, uno relativo a Moisés (v.15; cf. Ex 33, 19) y otro al Faraón (v.17; cf. Ex 9, 16), personajes en total contraste entre sí, dócil uno y rebelde el otro, pero ambos instrumentos en manos de Dios, que se sirve de ellos en orden a sus planes de salud. La misión de Moisés, libremente elegido por Dios, como antes lo habían sido Isaac y Jacob, fue la de liberar a Israel, el pueblo de las promesas, conduciéndolo a la tierra prometida; frente a él, oponiéndose a ese plan, se alza la figura del Faraón, quien con su rebeldía, no hace sino contribuir, aunque sin intentarlo, al mayor esplendor de ese plan de liberación, que hubo de ir acompañado de manifestaciones extraordinarias del poder de Dios. En ese sentido puede decirse que Dios "endurecía" el corazón del Faraón (cf. Ex 4, 21; Ex 7, 3; Ex 9, 12; Ex 10, 1; Ex 14, 8); no que intentara directamente "endurecerle," pues Dios no puede querer el mal, sino que, aunque era el propio Faraón quien "se endurecía" a sí mismo (cf. Ex 7, 13-14; Ex 8, 15; Ex 9, 7; Ex 13, 15), Dios no sólo había previsto ese endurecimiento que iban a ocasionar sus prodigios, sino que también había provisto el enmarcarlo en sus planes de salud para hacer mayor ostentación de su poder y especial providencia hacia Israel. Y es que hay como dos planes en los designios de Dios: uno primero, queriendo que todos obedezcan sus órdenes, y otro más amplio y complejo, lógicamente posterior, enmarcando en sus planes de salud las rebeliones previstas. Del primero podemos salimos merced a nuestra condición de seres libres, pero ipso facto entramos en el segundo, en el que nuestras mismas rebeliones están ya previstas y enmarcadas para que también ellas contribuyan a los designios divinos. Es lo que sucedía con el "endurecimiento" del Faraón. Como se ve, no se alude aquí, directamente al menos, a la suerte eterna del Faraón, así como tampoco a la de Moisés en el texto anterior.
De estos dos textos del Éxodo alusivos a la conducta de Dios con Moisés y Faraón deduce San Pablo un principio general: "No es cuestión de querer ni de correr, sino de Dios.., que tiene misericordia de quien quiere, y a quien quiere le endurece" {(v.16)}. Las expresiones, tendentes a hacer resaltar la soberanía e independencia de Dios en la distribución de sus dones, pudieran ser interpretadas falsamente, como si la libertad humana no contara para nada en el proceso de la salvación. Y, evidentemente, no es ésa la intención de San Pablo. Ello se opondría a otros muchos textos en que afirma que Dios quiere que todos los seres humanos se salven (cf. Rm 5, 18; 2Co 5, 14; 1Tm 2, 4), así como a sus incesantes recomendaciones a que vivamos vigilantes (cf. Rm 2, 4-6; Rm 8, 13; Rm 12, 1-2) y a lo que dice de sí mismo: "corriendo ansiosamente" hacia la meta de la gloria eterna (Flp 3, 12-14). Con todo, así parece interpretarlas el supuesto interlocutor del v.19: Si todo depende de Dios y nadie le puede resistir, ¿por qué reprende al pecador?
Esta objeción retuerza la del v.14, entrando aún más al vivo en el misterio de la distribución de las gracias o favores divinos. San Pablo, como si fuera poco lo anterior, por toda contestación de nuevo vuelve a insistir en la misma idea de soberanía e independencia de Dios, valiéndose de la imagen del alfarero, que de la misma masa hace vasijas para usos nobles (e?? t?µ?? s?e???) y vasijas para usos sórdidos (e?? ?t?µ?a?), sin que éstas tengan por qué pedirle cuentas (v.20-21). Quizás este símil del alfarero, por lo demás bastante corriente en la Sagrada Escritura (cf. Is 29, 16; Is 45, 9; Jr 18, 2-6; Sb 15, 7; Si 33, 13-14), tenga su origen en la antigua narración genesíaca de la creación del hombre, formado del barro de la tierra (cf. Gn 2, 7). Como quiera que sea, el parangón no debe urgirse demasiado, pues en el caso de la arcilla se trata de materia inanimada e irresponsable, no así en el caso del hombre, ser inteligente y libre. Sería totalmente ajeno al pensamiento de San Pablo, tal como aparece en sus cartas, presentar al ser humano como materia inerte e inconsciente manejada mecánicamente por Dios. El mismo Apóstol nos dice a continuación (v.22-24), bajo la impresión aún de la imagen del alfarero, que a los vasos de misericordia Dios "los preparó para la gloria" (tt???t??µase? e?? d??a?), mientras que a los vasos de ira "los soportó con mucha longanimidad" (??e??e? e? p???? µa?????µ?a). El período está gramaticalmente truncado, faltándole no sólo la apódosis, sino también el verbo principal del segundo miembro de la prótasis; sin embargo, no parecen difíciles de suplir, dado el contexto. Como verbo del segundo miembro de la prótasis puede sobrentenderse: "obró misericordiosamente," en consonancia con el v.15; y para apódosis bastará con añadir al final: "de los gentiles, ¿qué tienes que objetar?" Lo que a nosotros ahora interesa es señalar la terminología tan diferente que usa el Apóstol al hablar de la actitud de Dios con los "vasos de misericordia" y con los "vasos de ira." Esa diferencia de terminología es muy significativa. Ella nos da a entender que la acción de Dios con los "vasos de misericordia" es puro beneficio que se debe a su iniciativa, mientras que su acción con los "vasos de ira" supone en éstos algo que no se debe a su iniciativa, puesto que incluso le desagrada. No puede, pues, aplicarse sin más al caso de Dios la imagen del alfarero, quien libremente dispone de la masa para fabricar vasos con uno u otro uso, sin que tenga sentido la palabra "soportar" respecto de los fabricados para usos viles, puesto que todo ha dependido única y exclusivamente de él. No así en el caso de Dios. Lo que el Apóstol pretende con ese símil es tapar la boca al supuesto contradictor, señalando que el hombre, simple criatura, obra de las manos de Dios, debe acatar llanamente sus disposiciones como sabias y acertadas, aunque no las comprenda (cf. Rm 11, 33-36).
Una segunda cuestión es la de qué entienda el Apóstol bajo esas expresiones de "vasos de ira" y "vasos de misericordia." La cuestión es importante, dada la frecuencia con que suelen citarse estos textos en nuestros tratados de teología, al hablar de la predestinación y de la gracia eficaz. Pues bien, parece claro, atendido el contexto, que bajo la expresión "vasos de ira" (v.22) el Apóstol está aludiendo a los judíos incrédulos, en contraposición a los "vasos de misericordia" o pueblo cristiano, compuesto de judíos y gentiles (v.23-24). A esos judíos incrédulos, que no han querido aceptar el Evangelio, Dios los "ha soportado con mucha longanimidad," es decir, aunque "maduros para la perdición", no los ha castigado en seguida cual merecían, "queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder" (v.22). Notemos esta última frase, que recuerda la actitud de Dios con el Faraón (v. 17-18), y con la que el Apóstol trata de dar a entender que, lo mismo que entonces, también ahora sobre los judíos incrédulos Dios "manifiesta su ira," dejándoles ir de pecado en pecado (cf. Rm 1, 18-Rm 3, 20), para "dar a conocer su poder" triunfando de los obstáculos que oponían a la difusión del Evangelio (testigo, el libro de los Hechos) y haciendo contribuir su misma incredulidad al mayor esplendor de sus planes de salud. Esos planes quedan insinuados en los v.23-24, y más claramente luego en Rm 11, 11-Rm 12, 25-26. No se trata, pues, como ha sido corriente interpretar estos textos, de la "manifestación de la ira y poder de Dios" en tiempo futuro, con los tormentos del infierno, sino de una manifestación que Dios estaba ya realizando entonces y precisamente en orden a sus planes de salud, exactamente igual que había hecho en el caso del Faraón.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, la dificultad que algunas expresiones de este pasaje parecían ofrecer contra la justicia de Dios y su voluntad salvífica universal, pierden mucho de su fuerza; pues San Pablo no se refiere directamente a la salvación o condenación de los individuos, sino al papel que Dios asigna a unos y otros en la historia de la salud. Claro que la perspectiva escatológica no estaba totalmente ausente de su pensamiento, como se ve por las expresiones "maduros para la perdición" (v.22) y "que preparó para la gloria" (v.23), dichas de los "vasos de ira" y de los "vasos de misericordia," respectivamente; sin embargo, tampoco esas expresiones ofrecen dificultad especial, pues no tienen sentido "pre-destinacionista," sino más general, de modo que ni los que "preparó Dios para la gloria" (= cristianos, cf. v.24) tengan infaliblemente asegurada su salvación personal (cf. Rm 8, 28-30), ni los "maduros para la perdición," a quienes Dios soporta con mucha longanimidad en orden a sus planes de salud, quedan necesariamente excluidos de la salvación sin que puedan convertirse.
El hecho de que muchos gentiles hayan pasado a ser "vasos de misericordia," llamados por Dios a formar parte del pueblo elegido, al paso que de los judíos sólo lo haya sido un escaso número, lo ve San Pablo indicado ya en Oseas y en Isaías, respectivamente (v.25-29). Los dos textos de Oseas (Os 1, 9; Os 2, 23-24), que el Apóstol cita un poco libremente y aplica a la conversión de los gentiles, se refieren en su sentido literal histórico a las diez tribus cismáticas desechadas a causa de sus idolatrías y pecados, pero a las que, si quieren convertirse, Dios promete misericordia y la restitución del antiguo privilegio de pueblo de Dios. Parece que San Pablo los cita, porque en ellos, además de su sentido literal histórico, ve reflejada la manera de obrar divina, que había de tener su expresión más clara, a la que Dios apuntaba ya desde entonces, en la época mesiánica. Tendríamos, pues, que aplicar aquí esa noción de sentido "pleno" que hemos encontrado también en otras citas (cf. Rm 1, 17; Rm 4, 3). Igual se diga de los dos textos de Isaías (Is 1, 9; Is 10, 22-23), en que el profeta se refiere a las invasiones asiría y caldea, de las que sólo un resto se salvará, y esto por pura misericordia de Yahvé; y es que también aquí, sobre ese sentido literal histórico, ve San Pablo un sentido más pleno, con referencia a la liberación de los tiempos mesiánicos, figurada en aquella otra liberación de la cautividad babilónica, con la que en la mente de los profetas suele andar casi siempre mezclada (cf. Hch 15, 16-17).
Hasta aquí el Apóstol ha considerado el problema de Israel, que ha quedado fuera de la Iglesia, por el lado de la parte de Dios; ahora, completando el panorama, va a fijarse en el otro extremo, el de la parte humana, haciendo recaer en los judíos mismos la responsabilidad de ese lamentable estado. Su respuesta abarcará todo el capítulo 10; pero ya antes, en estos tres últimos versículos del capítulo 9, hace una exposición sucinta de su tesis.
Comienza recalcando el contraste con los gentiles, quienes, "sin perseguir la justicia, alcanzaron la justicia," al paso que los judíos, "persiguiendo una ley de justicia, no alcanzaron esa ley" (v.30-31). Son expresiones tomadas de los juegos de atletas, que corren hacia la meta en persecución del deseado triunfo, imágenes muy del gusto de San Pablo (cf. v.16; 1Co 9, 24-27; Ga 2, 2; Ga 5, 7; Flp 3, 12-16; 2Tm 4, 7-8). No quiere decir el Apóstol que no hubiese gentiles que tendiesen afanosamente al bien (cf. Rm 2, 14); mas no cabe duda que ésos eran los menos, y los mismos judíos vituperaban su laxitud moral (cf. Rm 2, 1-3). Los judíos, en cambio, ponían gran empeño en seguir la ley de Moisés, ley de suyo santa y tendente a proporcionar la justicia (cf. Rm 2, 13; Rm 7, 10-12). Y, sin embargo, mientras los gentiles entraban masivamente en la Iglesia, alcanzando la "justicia" o bendición mesiánica (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 21-26; Rm 4, 1-5; Rm 5, 1; Rm 9, 24-26), los judíos se quedaban fuera, "no alcanzando la ley," es decir, no logrando esa "justicia" a la que de suyo conducía su ley. ¿Cuál fue la causa? San Pablo es categórico a este respecto: "porque no fueron por el camino de la fe, sino por el de las obras" (v-32). No estaba mal el que se esforzasen por observar la ley, era su obligación; pero lo que estaba mal, y San Pablo critica, es que creyesen poderse labrar ellos mismos su "justicia" con el exacto cumplimiento de las obras de la ley, como enseñaba el rabinismo oficial. He ahí el gran pecado judío, verdadera causa de su fracaso en la persecución de la "justicia," y contra el que clama San Pablo (cf. Rm 3, 28; Ga 2, 16; Ef 2, 8-9). No comprendieron el plan divino de justificación por la fe, atestiguado ya en el Antiguo Testamento (cf. Rm 4, 2-8), y meta final de la Ley (cf. Rm 3, 31; Rm 8, 4; Rm 10, 4; Ga 3, 24).
Concretando todavía más, San Pablo dirá que "tropezaron con la piedra de escándalo" (v.32). Evidentemente esa piedra de escándalo es Jesucristo, a causa sobre todo de su vida humilde y muerte en cruz (cf. 1Co 1, 23; Ga 5, 11). No les cabía en la cabeza la idea de un Mesías de esas condiciones; de ahí que lo que para los cristianos es roca de salvación y fuente de justicia, Jesucristo en la cruz, para ellos se convirtió en piedra de escándalo. San Pablo ve ya predicho este hecho en la Escritura (v.33), alegando una cita formada con dos textos de Isaías (Is 8, 14; Is 28, 16), que encontramos casi de modo idéntico en 1P 2, 6-8, lo que prueba que era un texto combinado formado ya anteriormente, de uso quizás en las disputas antijudías. Para el profeta, esa "piedra" era la fe en Yahvé y en sus promesas de bendición, punto de apoyo de la vida toda de Israel; si ahora son aplicados esos textos a Cristo, constituido punto de apoyo de la sociedad mesiánica (cf. Hch 4, 12), es base de esa noción de sentido "pleno" a que aludimos ya anteriormente (cf. v.25-29), aplicación tanto más fácil de hacer cuanto que la equivalencia Cristo-Yahvé es frecuente en la exégesis de los apóstoles (cf. Mt 2, 10; Jn 12, 41; Ef 4, 8; Hb 1, 6).
Sigue San Pablo con el mismo tema iniciado en los últimos versículos del capítulo anterior. Es, podríamos así denominarlo, el tema de las dos justicias, o mejor, el de los dos medios de aspirar a la consecución de la "justicia": de una parte, la justicia por la fe, medio elegido por Dios y que siguen los cristianos; de otra parte, la justicia por la Ley, con cuyo exacto cumplimiento pretendían los judíos conseguir su propia justicia.
El Apóstol comienza por afirmar una vez más su amor hacia los judíos, sus compatriotas, por quienes dirige incesantes súplicas-a Dios, "para que sean salvos" (v.1; cf. Rm 9, 3). Notemos bien esto último, pues ello nos ayuda a precisar el sentido de la expresión "vasos de ira" del capítulo anterior, contra aquellos intérpretes que le dan un sentido predestinacionista de reprobación irrevocable. Dice el Apóstol que "tienen celo por Dios, pero no según la ciencia," es decir, mal dirigido (v.2; cf. Hch 22, 3; Ga 1, 14; Flp 3, 6). Y la razón es porque tratan de hacer triunfar su punto de vista, de una justicia por las obras de la Ley, en que los judíos conserven su puesto de privilegio sobre los otros pueblos, rehusando "someterse a la justicia de Dios," es decir, al modo elegido por Dios para salvar al mundo conforme a sus promesas, juntando en un solo pueblo judíos y gentiles, y salvando a todos por la fe en Jesucristo (v.3). Ese es el sentido que damos a la expresión "justicia de Dios," en conformidad con lo ya explicado en otra ocasión (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 21-26). Ni los judíos pueden buscar apoyo en la Ley para defender su punto de vista, pues la Ley, con sus instituciones y prescripciones, está ordenada hacia Jesucristo y debe conducir a creer en El, llegando entonces a su "fin" o plenitud (v.4; cf. Rm 3, 31; Rm 8, 4).
A continuación San Pablo pone frente a frente las dos justicias, la que proviene de la Ley (?.6) y la que proviene de la fe (v.6-10), concluyendo que es ésta la única aceptable lo mismo para judíos que para gentiles (v.11-13). Para hablar de la primera, San Pablo se apoya en Lv 18, 5: "El que cumpliere mis mandamientos, dice Yahvé, vivirá por ellos," texto que cita con bastante libertad (v.5). La misma cita, y en contexto muy parecido, hace también en Ga 3, 12. Esa "vida" a que se refiere el texto del Levítico no es meramente la vida temporal, ni tampoco la vida futura, de que el Pentateuco no habla, sino la vida en amistad con Yahvé, prácticamente equivalente a la "justicia" de que se viene hablando. Lo que el Apóstol parece intentar con esa cita del Levítico es hacer ver que en la economía de la Ley cada uno había de labrarse su "justicia," cumpliendo exactamente todos sus preceptos (cf. Rm 2, 13; Ga 3, 10; Ga 5, 3), cosa muy difícil de realizar (cf. Hch 15, 10), y, desde luego, imposible sin el auxilio de la gracia interior, que no se daba en virtud de la Ley precisamente, sino en virtud de la fe (cf. Rm 4, 2-25). La Ley, en cuanto tal, es decir, como contrapuesta a la fe y, por tanto, aislada de la gracia, más bien era ocasión de pecados (cf. Rm 3, 20; Rm 5, 20; Rm 7, 7-24), ofreciendo una "justicia" a la que era imposible llegar.
Al contrario, la "justicia" proveniente de la fe es fácil de alcanzar. Es la idea que San Pablo trata de inculcar en los v.6-io, valiéndose de las mismas expresiones empleadas por Moisés con referencia a la Ley (cf. Dt 30, 11-14), expresiones que, por una prosopopeya, pone en boca de la "justicia" proveniente de la fe, como si ésta fuera un personaje vivo. La aplicación de esas expresiones a la "justicia" por la fe no deja de causar extrañeza, pues originariamente están dichas con referencia a la Ley, y, por tanto, más bien esperaríamos verlas aducidas en favor de la precedente "justicia" por la Ley. Es posible que San Pablo, con esa cita, no trate de darnos una prueba escrituraria de su tesis, sino simplemente quiera vestir su pensamiento con lenguaje de la Escritura, que usaría en sentido "acomodaticio." Su argumentación se reduciría a esto: Moisés ha dicho de la Ley que, para conocerla, no es necesario subir al cielo ni atravesar los mares..; con mayor razón debe decirse esto del Evangelio, pues no es necesario subir al cielo para hacer bajar a Cristo, puesto que ya bajó en la encarnación, ni descender a los abismos para hacerle subir, puesto que ya resucitó de entre los muertos, sino que basta con escuchar la doctrina predicada por los apóstoles, creyendo con el corazón y confesando con la boca que Jesús es el Señor y que ha resucitado. Precisamente porque se trataría simplemente de una "acomodación," San Pablo no tendría inconveniente en modificar el texto mosaico ("atravesará los mares" = "bajará al abismo") para que se acomodara más al misterio de la resurrección de Cristo. Sin embargo, otros autores, como Lagrange y Ricciotti, creen que no se trata de simple "acomodación," sino que el Apóstol quiere darnos el sentido pleno o profundo del texto mosaico. Y, desde luego, la opinión no carece de fundamento, pues poco antes ha dicho que el "fin de la Ley es Cristo" (v.4); por tanto, nada tendría de extraño que en esos pasajes referentes a la Ley mosaica viera ya como presentida la ley evangélica, que era como su fin o plenitud.
Las expresiones "creer con el corazón" y "confesar con la boca" (v.9-10) señalan claramente el doble aspecto (interior y exterior) que ha de revestir la fe cristiana. El orden "boca-corazón" (v.9) no debe urgirse demasiado, pues en el proceso de justificación la fe es, lógicamente, anterior a la confesión externa, orden natural que tenemos en el v.10; si en el v.9 San Pablo invierte ese orden, parece que lo hace bajo el influjo de Dt 30, 14, pasaje que está sirviendo de base a su exposición. Tampoco debe urgirse demasiado la diferencia entre "justicia" y "salud" (v.10), como si al acto interno de fe correspondiera la "justicia," y a la profesión externa de esa fe, la "salud"; desde luego, esos términos de "justicia" y "salud" no siempre se equivalen (cf. Rm 5, 9-10; Rm 8, 24), pero en el pensamiento de San Pablo están íntimamente unidos, y a veces, como en este lugar, los toma más o menos indistintamente, sin parar mientes en el matiz que los distingue (cf. Rm 1, 16-17; 2Co 6, 2; Ef 2, 8).
Como objeto esencial de la confesión de fe cristiana señala San Pablo el "señorío" de Cristo (v.9). De este título de "Señor" dado a Cristo, símbolo y compendio de todas sus prerrogativas, ya hablamos al comentar Hch 2, 21-36 y Hch 11, 20-24. En los v.11-13, el Apóstol trata de confirmar con textos de la Escritura esta su afirmación de que basta la fe en Cristo-Señor para conseguir la salud, lo mismo tratándose de judíos que de gentiles. Los textos en que se apoya son uno de Isaías (Is 29, 16), y otro de Joel (Jl 2, 32), citado también por San Pedro en su discurso de Pentecostés (Hch 2, 21). Aunque los textos se refieren directamente a Yahvé, los apóstoles no tienen inconveniente en aplicarlos a Jesucristo, a base de esa noción de sentido "pleno" que ya explicamos al comentar Rm 9, 33 y Hch 2, 21.
San Pablo llega al final del análisis que viene haciendo sobre la culpabilidad de Israel. Con una serie de interrogaciones debidamente enlazadas, y con abundantes citas de textos bíblicos, va señalando cómo Dios ha ofrecido a los judíos todo lo necesario para que pudiesen conocer el Evangelio, y cómo, si no han creído, la culpa está toda de su parte.
El punto de partida es la invocación a Cristo como Señor, de que se habló en v.13. Su argumentación es clara: para invocar a Cristo, es necesario creer en Él; para creer en El, es necesario haber oído su predicación o al menos la de sus mensajeros; para ser mensajero autorizado y no engañoso (cf. 2Co 11, 13; Tt 1, 11), es necesario haber recibido el legítimo mandato (v.14-15). Tales son las condiciones para, de vía ordinaria, llegar a la fe. Hasta aquí San Pablo se mantiene en el terreno de la teoría; luego, en los v. 18-21, hará la aplicación a Israel, mostrando haberse verificado en él esas condiciones.
Antes, sin embargo, aun a trueque de perder algo en claridad su argumentación, se detiene a considerar la hermosa obra de los mensajeros del Evangelio, que son los que hacen llegar hasta nosotros la palabra de Cristo y ponen la base a nuestra fe. A ellos aplica (v.15) el texto de Is 52, 7, palabras con que el profeta aludía a los encargados de anunciar el final del destierro babilónico, pero que, con toda razón, pueden aplicarse a los mensajeros o heraldos del Evangelio, pues, en la mente de los profetas, a la restauración temporal de Israel va siempre unida la restauración mesiánica (cf. Hch 15, 16). Estos mensajeros del Evangelio han cumplido su oficio, pero desgraciadamente "no todos han aceptado su predicación" (v.16). San Pablo, aunque sigue hablando en general, está pensando evidentemente en los judíos, y a ellos aplica (v.16) el texto de Is 53, 1, texto que también les había aplicado San Juan en su Evangelio (Jn 12, 38), y en el que el profeta predice la incredulidad judía hacia un Mesías paciente y humilde. El texto de Isaías da pie al Apóstol, como parece insinuar ese "por consiguiente" (a??), para volver a insistir en la importancia de la predicación en orden a la fe, predicación que, en el caso presente, tiene su origen o punto de partida en la palabra misma o mensaje revelado por Cristo (v.17).
A continuación (v. 18-21), San Pablo desciende al campo histórico, con aplicación concreta a los judíos. Lo primero que pregunta es si también ellos han oído la predicación del Evangelio (v.18). La respuesta no puede ser sino afirmativa; y el Apóstol, para hacer resaltar más la universal resonancia de la predicación evangélica, imposible de ignorar por los judíos, cita una frase de Sal 19, 5, en la que el salmista se refiere a los cielos y firmamento estelar pregonando la gloria de Yahvé a la tierra toda. Evidentemente en esta "acomodación" o adaptación del texto bíblico, aplicando a los apóstoles respecto de Cristo un papel análogo al de los cielos respecto de Dios, hay su parte de hipérbole, pues no es cierto que en aquellas fechas el Evangelio hubiera sido ya predicado "hasta los confines del mundo." San Pablo lo sabe de sobra, pero era una frase ya hecha, y la predicación evangélica estaba lo suficientemente extendida para que no necesitase pensar en cambiarla.
Quedaba una segunda posible excusa que podría alegarse en favor de los judíos, y era la de que, aunque hubieran oído la predicación evangélica, no la hubiesen "conocido" (v.19), es decir, no la hubiesen entendido tal como era, medio único de salud. En ese caso habría error, pero no culpa. San Pablo trata de responder también a este punto (v.19-21). No lo hace de manera directa, sino basándose en citas de la Escritura, una de Moisés (Dt 32, 21) y otra de Isaías (Is 65, 1-2). Aunque no es fácil de precisar la relación exacta entre estos textos citados y el punto discutido, la idea general que San Pablo pretende hacer resaltar es clara: Si un pueblo (los gentiles) mucho menos preparado religiosamente que el judío ha entendido la predicación evangélica y abrazado la fe, Israel ha debido entenderla también (v. 19-20), y si no ha sido así, ello debe atribuirse a su espíritu de incredulidad y rebeldía, no a que el mensaje evangélico fuese oscuro (v.21). La conclusión será, pues, que se trata de ignorancia (cf. v.2-3), pero ignorancia en que tiene gran parte la obstinación y mala voluntad y que no exime a los judíos de culpa (cf. Hch 3, 17).
La impresión que dejan los dos capítulos anteriores es la de que, aparte un pequeño resto, Dios ha rechazado al pueblo judío incrédulo y rebelde, buscándose otro, compuesto en su mayoría de gentiles. Había peligro de engreimiento por parte de éstos, con desprecio hacia los primeros (cf. v.18-20). Por eso el Apóstol va a presentar una exposición completa del problema, poniendo las cosas en su punto y ofreciéndonos en visión de conjunto el maravilloso plan divino. Su razonamiento es el siguiente: Dios no ha rechazado a su pueblo, pues muchos judíos han abrazado la fe (v.1-6), y si otros se han endurecido en su incredulidad (v.7-10), ese endurecimiento no es definitivo, sino que entra en los planes de Dios en orden a facilitar la conversión de los gentiles (v.11-24), de modo que, una vez que haya entrado en la Iglesia la plenitud de las naciones, también Israel se convertirá (v.25-32).
Es muy de notar que aquí "pueblo de Dios" (v.1-2) e "Israel" (v.7.20) están designando la totalidad del pueblo judío o descendencia carnal de Abraham, y no sólo la parte fiel o Israel de Dios, como en 9, 6. Esto aparece claro de todo el contexto (cf. v.17.21.24.28)., Ni ha de extrañar la frase: "a quien de antemano conoció" (óv p????-vco), pues eso indica simplemente su elección por parte de Dios con preferencia a todos los otros pueblos, elección que, en cierto sentido, permanece también respecto de las ramas desgajadas, que siguen siendo objeto de su amor (cf. v.28-29). La primera afirmación de Pablo es que no todos los judíos han quedado fuera de la salud revelada en el Evangelio, pues él mismo, que tiene conciencia de su elección como cristiano y aun de su misión como apóstol (cf. Rm 1, 1-5; Ga 1, 1.15), es judío (v.1). Y es que ahora, como en tiempos de Elías (cf. 1R 19, 10.18), Dios se ha reservado un "resto" para constituir el núcleo de la nueva Iglesia (v.2-5). Esta idea del "resto" judío, que irá quedando siempre a salvo a pesar de todos los castigos y destrucciones, es corriente en los profetas (cf. Is 4, 3; Jr 5, 18; Ez 12, 16; Mi 2, 12; Za 14, 2), y a ella ha aludido ya anteriormente San Pablo (cf. Rm 9, 27-29). Es éste el gran privilegio de Israel, con preferencia a todas las otras naciones, para las que en tiempos de castigo nunca se habla de "resto." Y aún añade otra idea el Apóstol: la de que ese "resto" ha sido seleccionado no por sus obras, sino en virtud de una elección graciosa de Dios (v.5-6). Es la aplicación de la doctrina que con tanta insistencia ha venido recalcando a lo largo de su carta (cf. Rm 1, 16; Rm 3, 24; Rm 4, 2-5; Rm 5, 15; Rm 8, 29).
Del "resto" escogido, núcleo de la nueva Iglesia (v.1-6), pasa el Apóstol a tratar de los judíos que han quedado fuera, que son la inmensa mayoría (v.7-10). Estos "no lograron lo que buscaban" (cf. Rm 9, 31-32; Rm 10, 2-3), mismo que se han encallecido" en su incredulidad (v.7). Como prueba de que su ceguera espiritual estaba predicha ya en la Escritura, cita fundidos en uno un texto de Isaías y otro del Deuteronomio (v.8; cf. Is 29, 10; Dt 29, 3), a los que añade otro del salmista (v.9-10; cf. Sal 69, 23-24). La idea de San Pablo es clara. Trata de señalar que, no obstante la claridad con que se presentó Jesucristo con su predicación y sus milagros, ellos ni vieron ni entendieron. Es lo mismo que dirá más tarde personalmente a los judíos de Roma (cf. Hch 28, 26-27), y lo que también dice San Juan de los de Palestina con amargo son de queja (Jn 12, 37-40). No parece que los textos bíblicos citados sean directamente mesiánicos; si San Pablo los aplica a los judíos de tiempos de Jesucristo es tomándolos en ese sentido más profundo o pleno que hemos visto también en otras citas (cf. Rm 10, 19-21). El que se atribuya a la acción divina el endurecimiento de los judíos ("dioles Dios..," v.8), no significa que Dios intente directamente ese endurecimiento, conforme ya explicamos, al tratar de otra frase parecida respecto del Faraón (cf. Rm 9, 17-18). A lo sumo podrá decirse que Dios les hace caer en ese endurecimiento como consecuencia de la retirada de sus gracias en castigo de una primera falta (cf. Rm 1, 24).
A continuación, el Apóstol nos ofrece una de las páginas más maravillosas de sus escritos (v. 11-32). Es una página de altísima filosofía de la historia, mirando los hechos desde el elevado plano que su condición de apóstol iluminado por Dios le permitía hacerlo. Gira todo en torno a un hecho central: la caída de Israel, que, en su inmensa mayoría, ha quedado fuera de la Iglesia. Para San Pablo esa caída de Israel no es algo aislado, sin entronque en los planes salvadores de Dios, sino que, como ya hicimos notar más arriba, está enderezada a facilitar la conversión de los gentiles (v.11.12.15.19.28.30.31), de modo que, una vez convertidos éstos, sin razón ya de ser en los planes de Dios, también Israel se convertirá (v.12.15.26.31). Y aún va más lejos: entra también en los planes de Dios el que esa conversión de los gentiles sirva asimismo de punto de partida para la conversión de los judíos, excitando en ellos la emulación (v.11.14); con ello, y así llegamos a la razón última de todo, aparecerá claro que lo mismo para gentiles que para judíos la "salud" es puro don de la misericordia divina (v.30-32).
Tales son las ideas centrales de esta página de Pablo. Trataremos ahora de aclarar más algunos puntos. Y primeramente, en qué sentido la caída de Israel facilitará la conversión de los gentiles, San Pablo no lo dice. Sin embargo, es probable que esté apuntando al exacerbado nacionalismo judío, con sus privilegios de raza y su apego extremado a las prescripciones mosaicas, cosas todas que, de haberse convertido el pueblo judío en masa, hubiera sido muy difícil suprimir, y que hubieran constituido un grave obstáculo para que la nueva religión adquiriese ese carácter de universalidad a que estaba llamada (cf. Hch 15, 1-2). Desaparecido ese obstáculo, la Iglesia tenía más libertad para lanzarse a la conquista del mundo gentil, cosa que hacía en un segundo tiempo, después de comenzar por los judíos, el pueblo de las promesas (cf. Hch 13, 5.46). Tampoco explica el Apóstol cómo la emulación provocada en los judíos por la conversión de los gentiles haya de contribuir a su conversión. Desde luego, la primera reacción será la de envidia e indignación (cf. Hch 13, 45); pero, como aquí permite deducir San Pablo, más pronto o más tarde esa reacción, de suyo vituperable, terminará por empujarlos hacia la conversión y revisar sus errores pasados, una vez convencidos de que Dios les ha retirado sus bendiciones de pueblo elegido, pasándolas a los gentiles.
En cuanto a que esa conversión haya de llegar, San Pablo es categórico. Claramente lo insinúa en los v.12 y 15, y lo afirma de modo explícito en los v.26 y 31. La afirmación más clara es la del v.26, precedida de la solemne fórmula: "No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio. " Por dónde lo sepa el Apóstol, no nos lo dice. Desde luego, al llamarle "misterio," da claramente a entender que se trata de arcanas disposiciones divinas que no es posible conocer sin particular revelación (cf. 1Co 15, 51; Ef 3, 3); mas esa revelación no es necesario que haya sido hecha directamente a él, aunque tampoco se excluye. Parece claro que Jesucristo aludió ya a esta futura conversión de los judíos (cf. Mt 23, 39). Por de pronto, el Apóstol se apoya en Is 59, 20 y Is 27, 9, fundiendo ambos textos en uno (v.26-27). Los textos de Isaías, no obstante la relación que en la mente del profeta pueda haber a la cautividad babilónica, son ciertamente mesiánicos , anunciando la purificación de Israel como consecuencia de la venida del Mesías. San Pablo enseña que esa profecía, aunque cumplida ya parcialmente con la conversión de los gentiles y la salvación del "resto" judío elegido, implica la conversión de Israel en masa, de "todo Israel" (v.26). Este sentido "pleno" del texto profético, que aquí nos descubre el Apóstol, es en cierto modo consecuencia, y así nos lo hace saber, de la fidelidad de Dios a sus promesas para con los judíos, "amados a causa de los padres," no obstante su incredulidad presente (v.28-29; cf. Rm 9, 4-5). Hay como una doble actitud de Dios para con ellos: de una parte, "enemigos" a causa de su postura respecto del Evangelio; pero, de otra parte, "amados" a causa de pertenecer al pueblo elegido.
Dos comparaciones sumamente expresivas, "primicias... masa" (v.16) y "raíz.. ramas" (v. 16-24), han servido al Apóstol para hacer resaltar esta última idea y, al mismo tiempo, inculcar humildad a los gentiles convertidos, en peligro de atribuirse la exclusiva de nuevos elegidos, con desprecio hacia los judíos, ramas desgajadas del viejo tronco y aparentemente montón de leña seca. Para el Apóstol, usando de una imagen ya en los profetas (cf. Jr 11, 16; Os 14, 7), Israel es como un olivo, cuyas raíces son los antiguos patriarcas y cuyas ramas son los judíos todos, que reciben su savia de aquella raíz "santa" (sobre la noción de "santo," cf. Rm 1, 7), que son sus progenitores. Cierto que algunas ramas han sido desgajadas a causa de su incredulidad; pero incluso las ramas desgajadas conservan cierta vinculación al tronco, y bastará que remuevan el obstáculo por el que fueron desgajadas para que, sin violencia alguna, vuelvan a ocupar su puesto en el propio olivo. Muy otra es la condición de los gentiles. Son éstos como ramas de olivo silvestre o acebuche injertadas por pura misericordia divina en el tronco judaico; que no se engrían, pues, contra los judíos, pues si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ellos los perdonará, de no permanecer fieles, y si pudo injertar ramas silvestres en olivo legítimo, más fácilmente podrá devolver a su propio olivo ramas desgajadas. Evidentemente no quiere decir con esto San Pablo que la conversión de los judíos haya de ser cosa fácil, sino que deberá tenerse por algo más normal y más fácil de comprender que la de los paganos, dado su entronque con los patriarcas, raíz "santa" que comunica también cierta santidad o especie de consagración a las ramas. En el mismo sentido habrá de entenderse la otra comparación de "primicias-masa" (v.16), que San Pablo no desarrolla, pues no es probable que la primera aluda a diverso objeto que la segunda. La imagen está tomada de una costumbre muy conocida en Israel, es a saber, la de ofrecer a Dios las "primicias" de una cosa, con lo que el resto se consideraba ya en cierto modo santificado (cf. Nm 15, 17-21; Lv 19, 23-25). Esas "primicias" serían los antiguos patriarcas (y no los israelitas ya convertidos, como interpretan algunos autores), que reciben las bendiciones de Dios, comunicando cierta santidad a la masa toda de sus descendientes (cf. v.28-29).
Y una última cuestión: ¿Afirma algo San Pablo sobre el tiempo en que tendrá lugar esa conversión de los judíos? La respuesta no es fácil. Hay dos frases que parecen aludir a este punto, pero demasiado vagas para que podamos sacar conclusiones concretas. Una frase está en el v.15: "si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su integración sino resurrección de entre los muertos?," y la otra en el v.25: "el endurecimiento vino a una parte de Israel hasta que entrase la plenitud de las naciones, y entonces todo Israel será salvo." En cuanto a la primera frase, hay bastantes autores que interpretan esa "resurrección de entre los muertos" (??? e? ?e????) como alusiva a la resurrección de nuestros cuerpos con que se coronará la obra redentora de Cristo (cf. Rm 8, 11.23) Y que tendrá lugar al final de los tiempos en la parusía (cf. 1Co 15, 52; 1Ts 4, 16). En ese caso, ¿establece San Pablo relación entre la conversión del pueblo judío ("reintegración") y el final del mundo, del que aquélla sería como preludio? Así lo creen algunos. Sin embargo, más bien parece que lo que San Pablo afirma directamente es que, después de la conversión de los judíos, que vendrá detrás de la de los gentiles, ya se han cumplido los planes de Dios en orden a la salvación de los seres humanos, y nada falta hasta la consumación de la obra redentora de Cristo, aunque sin concretar si entre esa conversión de los judíos y la consumación final ha de pasar poco o mucho tiempo. Por lo demás, también sería posible interpretar en sentido metafórico la expresión "resurrección de entre los muertos," aludiendo a un extraordinario resurgir en la vida de la Iglesia como consecuencia de la conversión del pueblo judío, tan extraordinario que podría ser comparado a una resurrección de entre los muertos (cf. Rm 6, 13; Ez 37, 1-14; Lc 15, 24).
Por lo que respecta a la segunda frase, tampoco podemos llegar a algo del todo concreto, pues la expresión "plenitud de las naciones" (p????µa t?? ?3???) es bastante vaga. Desde luego, esa "plenitud" o totalidad se ha de entender de las naciones en general, no de todos y cada uno de los individuos; pero aun eso supuesto, nunca será posible precisar con rigor matemático qué exija el término "plenitud," pues parece claro que no se trata de "plenitud" o totalidad absoluta, sino sólo moral. Además, lo que directamente se afirma es que la conversión de Israel no tendrá lugar hasta haber entrado en la Iglesia la "plenitud" de las naciones gentiles; mas no se dice que después de eso, en seguida, haya de venir la conversión de Israel. Sobre esto no hay nada cierto.
Termina San Pablo la parte especulativa o dogmática de su carta con este himno de rendido homenaje a la grandeza de Dios. Es el himno de la debilidad humana postrándose reverente ante Dios infinitamente poderoso y sabio, que nos ha dejado vislumbrar sus maravillosos designios, dirigidos por la misericordia, en orden a la salvación de los hombres. Directamente este desahogo lírico del Apóstol parece estar refiriéndose a los capítulos 9-11, a los que serviría como de conclusión; pero muy bien puede también considerarse como sello o epílogo de toda la parte doctrinal de la carta, cuyo tema quedó señalado claramente en Rm 1, 16.
Cuando el Apóstol habla de "profundidad de la riqueza de Dios" (?·33) esa "riqueza," aunque no se excluyen otros matices, está aludiendo sobre todo a la riqueza de su misericordia (cf. Rm 10, 12), con lo que aparece más claramente la ilación con los versículos precedentes, que vienen hablando precisamente de ese atributo divino (cf. v.30-32). En los v.34-35, el Apóstol se vale de textos de la Escritura (Is 40, 13; Jb 41, 3) para expresar sus propios sentimientos de sumisión y acatamiento a la soberanía divina, haciendo resaltar (v.36) que todo viene de Dios como creador (e? a?t??), todo subsiste por Él como conservador (d? a?t??), y todo tiende a Él como a último fin (eis a?t??). ? El, pues, "la gloria por los siglos. Amén."
Comienza aquí la parte moral o exhortatoria de la carta, con una serie de consejos y avisos para los cristianos de Roma en su vida diaria. Es de notar el enlace con la anterior parte dogmática mediante la partícula viva "pues" (oüv), dato importante que conviene hacer resaltar, pues ello es prueba de que para San Pablo, lo mismo que para Santiago (cf. St 2, 14-17), la fe de que tanto ha venido hablando (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 22; Rm 4, 5; Rm 5, 1; Rm 9, 30; Rm 10, 4) no es una fe muerta, sino una fe que está exigiendo las obras de las virtudes cristianas. También es de notar la expresión "por la misericordia de Dios" (v.1) como dando a entender que las exhortaciones que van a seguir son como una respuesta a la misericordia divina, que se ha manifestado en el Evangelio.
Esta primera perícopa (v.1-2) es todo un programa de vida espiritual. El Apóstol trata de inculcarnos que nuestro culto a Dios no ha de consistir en ofrecerle sacrificios de animales, como en la Ley mosaica y también entre los paganos, sino en "ofrecerle nuestros cuerpos como hostia viva y santa," viviendo, no conforme a los criterios del mundo, sino renovados interiormente, a fin de discernir la voluntad de Dios sobre nosotros, es a saber, lo que es bueno (t? ayasv), lo que le agrada (e???est??), lo que es perfecto (t?-?e???). Hace, pues, una como interpretación litúrgica de nuestros deberes de cristianos.
Sería una interpretación demasiado restringida considerar ese "ofrecer a Dios nuestros cuerpos" simplemente como una exhortación a la pureza, igual que en 1Co 6, 13; se trata de algo mucho más general, y su interpretación nos la da el v.2, con esa exigencia de "renovación de la mente," que viene a equivaler a un despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, vivificados por la vida misma de Cristo y de su Espíritu (cf. Rm 6, 2-13; Rm 8, 1-8). Con eso nos convertimos en hostia viva, santa y agradable, términos escogidos al trasluz de los sacrificios mosaicos (cf. Lv 22, 19-24; Ml 1, 8), cuyas condiciones deben cumplirse de modo mucho más perfecto en este nuevo culto cristiano, consistente en una vida de acciones buenas y santas. A este culto llama San Pablo "culto racional" (?????? ?at?e?a), quizas porque es un culto que atañe a la razón, es decir, no reducido a ceremonias externas, sino conforme lo pide la naturaleza racional del ser humano y conforme Dios había manifestado que lo quería (cf. Is 1, 11-17; 1S 15, 22; Os 6, 6; Mi 6, 6-8; Jr 7, 21-23; Sal 40, 7-9; Pr 21, 3). La idea, pues, de considerar la vida auténticamente religiosa como un culto espiritual no es una innovación de San Pablo, pues vemos que es lo que principalmente pide ya Dios en el Antiguo Testamento. De nada valen los sacrificios y culto externo si falla eso.
Doctrina de gran importancia en la vida práctica esta que aquí inculca San Pablo a los cristianos de Roma, Es como la primera aplicación de esa "renovación de la mente," a que aludió en la perícopa anterior (cf. v.2). La idea central está indicada en el v.3, encargando a todos, uno por uno, que ninguno se tenga en más de lo que se debe tener, sino que sienta modestamente de sí, según la medida de fe que Dios le ha concedido. En el texto griego original hay un hermoso juego de palabras imposible de traducir: µ? ?pe?f???e?? pa?' d de? f???e??, a??? f???e?? e?? t? s?f???e??. Y para dar mas autoridad a su amonestación, San Pablo invoca su condición de apóstol, diciendo que les hace ese encargo en virtud de "la gracia que le ha sido dada" (cf, Rm 15, 15; 1Co 3, 10; Ga 2, 9). Es posible que el recuerdo de los recientes disturbios de la iglesia de Corinto (cf. 1Co 3, 3; 1Co 14, 12-40), lugar desde donde escribe la carta a los Romanos, esté todavía bullendo en su mente y sea como el motivo u ocasión próxima de que comience por esta recomendación. Con la expresión "medida de fe" no alude el Apóstol a la fe como tal, en cuanto asentimiento a la verdad divina, sino a las consecuencias o fruto de esa fe, es decir, a los dones o carismas que Dios reparte de modo vario a los fieles junto con la fe, mirando a la determinada función que cada uno debe desempeñar en la Iglesia (cf. v.6; Ef 4, 7). Dicho de otra manera: aunque la fe por razón de su principio es la misma en todos y en todos transforma la orientación de su vida, cada uno está llamado a prolongar la acción de Cristo en la medida que le conviene y que depende a la vez de sus aptitudes personales y del bien del grupo de que hace parte.
En los v.4-8 no hace sino aclarar más y recalcar la anterior recomendación. Comienza valiéndose de una imagen sumamente expresiva, es a saber, la imagen del cuerpo humano que, siendo uno solo, tiene gran variedad de miembros, cada uno con su función, y todos al servicio unos de otros. Mas notemos bien que San Pablo no considera esto como pura imagen de lo que debe suceder entre los cristianos, pues no dice simplemente que debemos comportarnos a la manera de los miembros de un cuerpo, sino que dice: "así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo." Se trata, pues, de algo que es profunda realidad, aunque tenga cierta analogía con lo que sucede en el cuerpo humano. Esa profunda realidad, aquí brevemente aludida y que sirve de base a la recomendación del Apóstol, no es otra cosa que la doctrina de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, de que habla también en otras de sus cartas, particularmente en las de la cautividad.
Concretando más, San Pablo hace referencia a diversas funciones o actividades dentro de la Iglesia, para cuyo fiel desempeño Dios reparte libremente sus "dones" (?a??sµata) entre los fieles, mirando al bien de la comunidad (v.6-8). Estos dones o carismas, de que el Apóstol habla también en otras ocasiones (cf. 1Co 12, 8-10; 1Co 12, 28-30; Ef 4, 11), no deben concebirse como algo extraordinario y pasajero, propio de los comienzos de la Iglesia, conforme ha sido opinión bastante corriente, sino como algo estable que durará mientras dure la Iglesia. Sobre la naturaleza y función de esos "carismas" hablaremos luego más en detalle en la introducción a la carta primera a los Corintios.
Qué se haya de entender por cada uno de los carismas señalados por el Apóstol, no es fácil de determinar. En este pasaje de la carta a los Romanos da siete nombres; dos abstractos: "profecía-ministerio," y cinco concretos: "el que enseña-exhortada-preside-practica misericordia." En los lugares poco ha indicados de Corintios y Efesios, junto a nombres coincidentes con éstos de Romanos, hay otros que difieren. Ello prueba que en ninguno de los pasajes San Pablo intenta darnos una lista completa de carismas, sino que señala algunos principales que más interesaban a su propósito. Por lo que atañe concretamente a estos siete nombres de la carta a los Romanos, he aquí su significación más probable: profecía, don en orden a la predicación del mensaje evangélico, bajo el impulso e iluminación del Espíritu (cf. Hch 13, 1; 1Co 14, 24-25); ministerio, don de significado difícil de precisar, pero que probablemente es de carácter genérico (cf. Rm 11, 13; Rm 15, 31), englobando las cinco funciones o servicios que se enumeran a continuación: ministerio de la enseñanza, don para instruir convenientemente en las verdades de la fe, oficio propio del "doctor," que suele venir a continuación de "apóstoles" y "profetas" (cf. Hch 13, 1; 1Co 12, 29); ministerio de la exhortación, don para llegar fácilmente al corazón de los demás con palabras apropiadas, aun teniendo menos instrucción que el "profeta" y el "doctor"; ministerio de la limosna, don que estimula a dar de los propios bienes y hacerlo con sencillez, buscando ayudar al prójimo y no otros motivos inconfesables, v.gr., el figurar en las listas de suscripciones; ministerio de gobierno, don para que los que están al frente de las varias obras de la comunidad lo hagan con celo y diligencia; ministerio de la práctica de la misericordia, don para atender con suavidad y buenas maneras al cuidado de enfermos, peregrinos, esclavos, etc.
Con esta larga serie de avisos de carácter moral, centrados en la caridad, San Pablo nos da claramente a entender el gran papel de esta virtud en la vida cristiana (cf. 1Co 13, 1-13). Los avisos se suceden rápidamente y, a lo que parece, sin un orden lógico determinado; quizás podamos hacer distinción entre los v.9-13, aludiendo al ejercicio de la caridad entre los cristianos, y los v.14-21, extendiendo ese horizonte a todos los hombres, incluso a los enemigos y perseguidores.
Comienza San Pablo con una recomendación de carácter general, manifestando que la caridad (? a??p?) debe ser sincera (a??p????t??), es decir, sin simulación ni fingimiento, cual suelen hacer los actores en escena (v.9; cf. 1Jn 3, 16-18). Insiste luego en varios aspectos particulares, entre los que podemos destacar el de fraternidad, como hijos de un mismo Padre celestial y miembros de un mismo Cuerpo místico; el de alegría, con la esperanza del cielo (cf. Rm 5, 2; Rm 8, 18), y el de hospitalidad, recibiendo solícitamente a todos los "santos" (cf. Rm 1, 17) que necesiten refugio (v.10-13).
A continuación, aunque entremezclando otros, insiste sobre todo en el concepto del amor a los enemigos (v.14-21), cosa que había hecho ya claramente también Jesucristo (cf. Mt 5, 39.44). Con razón se ha hecho notar, comentando este pasaje, la actitud tan diferente de los judíos, quienes pocos años más tarde, a fines del siglo I, introducen en su plegaria oficial Semoné esré estas palabras de maldición contra los cristianos: "Que no haya esperanza para los apóstatas.., que los nazarenos perezcan prontamente y los herejes sean borrados del libro de los vivos." San Pablo, a fin de recalcar más la idea de que no busquemos por nosotros mismos la justicia contra las injurias, sino que lo dejemos en manos del Señor, que la hará a su tiempo, busca apoyo en la Sagrada Escritura, citando (v. 19-20) una frase de Dt 32, 35 y otra de Pr 25, 21-22. La expresión "amontonar carbones encendidos sobre la cabeza del enemigo" no es clara. Su sentido, como pide el v.21, parece ser el de que, perdonando sus injurias y devolviendo bien por mal, produciremos en él sentimientos de vergüenza y remordimiento, que le obligarán a cambiar de conducta. La imagen quizás esté tomada de los asedios de ciudades, cuando se arrojaban sobre los asaltantes fuego y aceite hirviendo. Lo que aquí dice San Pablo, de que el cristiano no debe tomar la justicia por sí mismo, sino dejarla a Dios (v.19), ha de entenderse del cristiano como persona privada, no del cristiano constituido en autoridad, que tiene el deber de reprimir el mal (cf. Rm 13, 4). Ese aspecto San Pablo aquí no lo considera. E incluso como persona privada, el cristiano puede, y a veces convendrá hacerlo, apelar y defenderse ante los tribunales; pero lo que nunca le será lícito es hacerlo con espíritu de venganza personal, secundando la reacción de la "carne." Es lo que directamente quiere decir San Pablo.
Anteriormente San Pablo se ha referido a las relaciones entre los cristianos y los no cristianos (cf. Rm 12, 14-21); ahora, puesto que escribe a los fieles de Roma, capital política entonces del mundo, cree oportuno añadir algunos avisos concretos sobre relaciones con los poderes públicos. Su doctrina, no obstante que esté pensando en las circunstancias concretas de los destinatarios de la carta, es de carácter general y abarca todos los tiempos (v.1-7).
De modo parecido a San Pablo se expresa también San Pedro en una de sus cartas (cf. 1P 2, 13-14).
La idea fundamental de la exposición del Apóstol está en los v.1-2, al afirmar que todos los seres humanos, sin excluir los cristianos, deben obedecer a los poderes públicos constituidos, pues toda autoridad viene de Dios, y desobedecerlos es desobedecer a Dios. San Pablo no determina en qué sentido toda autoridad viene de Dios, idea por lo demás muy bíblica (cf. Sb 6, 3-4; Jn 19, 11) pero podemos suponer que es en el sentido de que Dios es el autor del hombre creado para vivir en sociedad y, por lo mismo, autor de la sociedad y de la autoridad, que es la forma de la sociedad misma. Esta doctrina es totalmente opuesta a la que, por aquellas mismas fechas, sostenían sus compatriotas zelotes en Palestina, que luchaban contra la dominación romana y defendían que someterse a cualquier autoridad humana, y más si pagana, era una especie de apostasía religiosa (cf. Hch 5, 37). San Pablo, al contrario, lleva hasta Dios el origen de los Estados, pues es Él quien ha determinado que existan organismos civiles, compuestos por quienes mandan y por quienes obedecen. Tanto es así, que resistir a las autoridades humanas es "resistir a la disposición de Dios.. y atraerse sobre sí la condenación" (v.2). Esta "condenación" (???µa) es, en el pensamiento de San Pablo, la justa sanción civil en castigo de la desobediencia, sanción que no excluye otra de tipo más elevado, dado que se trata de rebeldía contra la disposición de Dios.
Como vemos, la doctrina expuesta aquí por el Apóstol es de muy graves consecuencias, impregnando de profundo sentido religioso las relaciones del naciente cristianismo con el Estado, aunque éste sea pagano, como era el caso de entonces. Una observación importante queremos hacer, y es que San Pablo se fija en las autoridades constituidas de hecho, sin aludir al modo como llegaron al poder. Es cuestión que no considera. Tampoco considera el caso en que esas autoridades manden cosas injustas; más bien supone que el Estado se mantiene dentro de sus límites, aprobando el bien y reprimiendo el mal (v.3-4), y es sólo en esa hipótesis como tiene aplicación su doctrina, incluso en la cuestión de impuestos a que alude en los v.6-7. Para el caso de injusticia y abuso de poder, tenemos la respuesta tajante de San Pedro ante una orden del sanedrín: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5, 29).
Terminado lo referente a los deberes para con el Estado, de nuevo vuelve San Pablo al tema de la caridad con todos los seres humanos. La entrada en materia es tan ingeniosa como delicada, presentando la caridad como una deuda que debemos pagar al prójimo, pero una deuda que es única, pues, al contrario de las otras, ésta nunca podremos acabar de saldarla (v.8).
Son de notar las expresiones con que San Pablo hace resaltar la importancia de la caridad, diciendo que es la "plenitud (p????µa) de la Ley" (v.10) y que quien ama al prójimo "ha cumplido (pett??-???e?) la Ley" (v.8) y que los preceptos de esta "se resumen" (??a?e-fa?a????ta?) en el de la caridad hacia el prójimo (v.9). Creemos que todas estas expresiones vienen a significar prácticamente lo mismo; es, a saber, que con la práctica de la caridad llevamos la Ley hasta su plenitud o, lo que es igual, hasta donde Dios intentaba llevarla. Late aquí una idea muy profunda, que conviene señalar, y que, antes que San Pablo, expresó ya Jesucristo en el sermón del monte, al decir que no había venido a abrogar la Ley, sino a "consumarla" (cf. Mt 5, 17). Y notemos que, no obstante esta afirmación, el mismo Jesucristo añadirá poco después repetida y solemnemente: "Oísteis que se dijo a los antiguos.., pero yo os digo.."; y a veces, como en el caso del libelo de repudio, en abierta oposición con el precepto mosaico (cf. Mt 5, 31.38).
Para darnos cuenta de lo que esto significa, tengamos presente que en la antigua Ley se han de distinguir claramente dos cosas: la idea o verdad divina que Dios intentaba inculcar y los preceptos mismos materiales en los que quedaba como "encarnada" y aprisionada esa idea. Estos preceptos, muchos de los cuales estaban ya en vigor entre el pueblo antes de Moisés, no eran sino el ropaje o involucrum del que Dios se valía, en consonancia con la capacidad del pueblo y las circunstancias históricas de entonces, sin que estuvieran destinados a perdurar en el reino mesiánico; no así la idea o verdad divina que esos preceptos encerraban, que era de valor perpetuo. Esta idea, como expresamente dice San Pablo (v.9; cf. Ga 5, 14), no era otra que la idea de caridad. Lo mismo dice Jesucristo (cf. Mt 12, 29-31; Lc 10, 27-28), poniendo bien en claro a través de la parábola del samaritano (cf. Lc 10, 30-37) que ese amor no ha de limitarse a los miembros del mismo pueblo o asimilados, como solían interpretar los judíos el término "prójimo" (cf. Lv 19, 18.34; Mt 5, 43), sino a todos los seres humanos, incluso enemigos. Es esa chispa de caridad, latente en todos los preceptos de la Ley, la que los pone en contacto con el Evangelio. Si, por la ley del tallón, por ejemplo, se limitaba la venganza a los términos de la injuria, era moderando la pasión humana, que no suele contentarse con dar lo que recibió, preparando así el camino a la mansedumbre del Evangelio; y si, por la ley del libelo de repudio, se permitía despedir a la mujer, era no para introducir el divorcio, que se supone ya establecido, sino para coartar algo esa libertad y salir en defensa de la mujer, cuya situación, con ese documento, no era ya tan desesperada. Esa chispa de caridad es la que permanecerá en el reino mesiánico y será sacada a plena luz, mientras que el involucrum o elemento material sólo durará "hasta Juan" (cf. Mt 11, 13; Ga 5, 2). Ahí está precisamente la gran diferencia entre la interpretación de Jesucristo (y de Pablo) y la de los escribas y fariseos; mientras que éstos sólo atendían al aspecto externo y jurídico de la Ley, considerando todos sus preceptos como de valor permanente en el reino mesiánico, Jesucristo va hasta la misma raíz del precepto, poniendo en claro el sentido moral del mismo (cf. Mt 5, 21-48), siendo precisamente ese sentido más profundo el que hace que sean armónicos y no antagónicos ambos Testamentos.
Estos versículos vienen a ser como conclusión a las recomendaciones que preceden, sea para todas en general a partir de Rm 12, 1, como opinan muchos, sea más concretamente para las relativas a la caridad (v.8-10), como parece insinuar el comienzo de la perícopa: "Y esto.." Su finalidad es la de combatir la pereza y el dejar hacer, a lo que, pasados los primeros entusiasmos, están expuestos todos los hombres, incluso los mejores.
La idea del conjunto del pasaje es muy parecida a la de 1Ts 5, 1-10, y también 1Co 7, 29-31. En sustancia, lo que San Pablo viene a decir, lo mismo en éste que en esos otros dos lugares, es que conviene vivir vigilantes, sin dejarnos arrastrar por las tendencias de la carne y los espejismos del mundo, pues el tiempo es breve y la salud se acerca. Pero ¿de qué "tiempo" y de qué "salud" se trata? Es esto lo que puede dar lugar a equivocaciones.
Hay autores que creen que San Pablo está aludiendo a la vida de cada uno sobre la tierra, tiempo realmente muy corto, al que seguirá la "salud" definitiva en los cielos; sería, pues, pensando en la brevedad de la vida de cada uno y en la gloria que nos espera después de la muerte como haría estas exhortaciones. La respuesta no puede ser más sencilla y, desde luego, evitaría muchas dificultades a que puede dar lugar el texto del Apóstol si se prescinde de esa interpretación. Sin embargo, no parece que esta respuesta esté en consonancia con el contexto y con las expresiones usadas por el mismo San Pablo (cf. v.11-12). Más bien creemos que el Apóstol está refiriéndose a la "bendición" o glorificación final que tendrá lugar en la venida de Cristo en la parusía (cf. 1Ts 4, 13-18). Ese "tiempo" en que estamos (v.11), con "la noche ya muy avanzada" (v.12), es el tiempo intermedio entre las dos venidas de Jesucristo, tiempo de la Iglesia militante. Y la "salud" que se acerca (v.11) es la misma de que ha venido hablando desde el principio de la carta (cf. Rm 1, 16); pero no meramente incoada como la que tenemos ahora (cf. Rm 3, 21-26; Rm 5, 1; Rm 8, 1), sino en su consumación final definitiva, por la que todavía suspiramos (cf. Rm 5, 2-9; Rm 8, 18-25). De una parte, pertenecemos ya al mundo de la luz y debemos obrar en consecuencia (v.12-14; cf. Rm 6, 11-14; Ef 5, 8-21; 1Ts 5, 5-8); de otra, estamos aún rodeados de tinieblas, con peligro de que nos envuelvan, esperando el pleno día de esa luz que ya esclarece el horizonte y cuyos rayos llegan hasta nosotros (v.11-12).
Ni debe extrañarnos esta manera de hablar del Apóstol, insistiendo tanto en la parusía o segunda venida de Jesucristo. Lo hará infinidad de veces a lo largo de sus cartas (cf, 1Ts 2, 19; 1Ts 3, 13; 1Ts 4, 16-17; 1Ts 5, 23; 2Ts 1, 7; 1Tm 6, 14; 2Tm 1, 12; 2Tm 4, 8; Tt 2, 13). Es una concepción algo distinta de la nuestra actualmente. Mientras nosotros referimos simplemente nuestra esperanza a la consecución de los bienes del cielo, y esta esperanza nos anima y alienta en medio de los trabajos y tribulaciones presentes, para la primitiva comunidad cristiana esa esperanza estaba como centrada en un punto: el retorno glorioso de Jesús. Los mismos ángeles, consolando a los apóstoles en el momento de verse separados de Cristo en la ascensión, tienen ya ese mismo lenguaje: "¿Qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús.. vendrá así, como lo habéis visto ir al cielo" (Hch 1, 11). Desde entonces esa esperanza está alentando y sosteniendo a los apóstoles en sus trabajos, y lo mismo a las primitivas comunidades cristianas (cf. 1Co 16, 22; Ap 22, 21). Por eso, en uno de sus discursos a los judíos, San Pedro los exhorta y anima a la conversión con la vista puesta en los tiempos de "refrigerio" y "restauración de todas las cosas," que seguirán a la parusía (cf. Hch 3, 20-21). Y en su segunda carta escribirá: "No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia. Viviendo en esta esperanza, procurad con diligencia ser hallados en paz, limpios e irreprensibles delante de Él" (2P 3, 8-14). Es también la recomendación de San Pablo (cf. Flp 4, 5; 1Ts 3, 13; 2Ts 2, 15-16; 1Tm 6, 14). Eso no quiere decir que los apóstoles estuviesen convencidos de la inminencia de la parusía, cosa que, puesto que no se realizó, hubiese supuesto error en ellos. Parece, sí, que la desean e incluso juzgan posible que esté próxima (cf. 1Co 16, 22; 2Co 5, 2-4; 1P 4, 7), pero a base siempre de la ignorancia anunciada por Jesucristo (cf. Mt 24, 36; Hch 1, 7), y que San Pablo manifiesta explícitamente (cf. 2Co 5, 3; 1Ts 5, 1-3). Si con tanta frecuencia la recuerdan en sus exhortaciones morales, ello tiene un claro sentido pedagógico en apoyo de su predicación. Algo parecido a lo que dijimos de la esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento, en nuestro comentario a Hch 15, 16-17. Mas, a pesar de esos deseos y de esa expectativa, en caso de que les sobrevenga la muerte, no por eso se consideran perjudicados, como parece deducían algunos fieles de Tesalónica (cf. 1Ts 4, 13), sino que aceptan esa muerte complacidamente, en la seguridad de que la promesa de la glorificación final no quedaba frustrada y de que, ya desde un principio, se reunirían con el Señor, a quien fielmente habían servido (cf. 2Co 5, 2-10; Flp 1, 21-23; Hch 7, 59-60).
Presenta aquí San Pablo un problema concreto de la comunidad romana, que, probablemente, con más o menos variantes, fue bastante corriente en las primitivas comunidades cristianas. Junto a los cristianos que el Apóstol llama "fuertes" o bien instruidos, conscientes de lo que exigía y no exigía la nueva religión (cf. Rm 15, 1), había otro grupo de "débiles en la fe" (v.1) que se creían obligados a seguir determinadas prácticas en las comidas y en el calendario. Se habla concretamente de que se abstenían de la carne y del vino (v.21), que se contentaban con verduras (v.2), y que para ellos no todos los días eran del mismo valor (v.5). No se trataba, pues, de error en la fe o de debilidad en la adhesión a las doctrinas cristianas, sino de introducir ciertas prácticas en su cristianismo, que no se deducían de los simples principios de la fe.
Cómo surgió este grupo de cristianos no es fácil de precisar. La mayoría de los autores creen que se trata de cristianos procedentes del judaísmo, demasiado apegados todavía a las prácticas de la Ley, como los encontramos también en otras partes (cf. Hch 15, 1; Hch 21, 20; Ga 2, 12). Lo de "distinguir un día de otro día" (v.5) sería una alusión a los días festivos prescritos por la Ley, que consideraban como de especial valor para cumplir determinados fines religiosos. Pero ¿y lo de abstenerse de carne y vino y contentarse con sólo verduras? Desde luego, esto no era lo común en el judaísmo. Por eso, unos autores hablan de que se trataría de judíos procedentes de la corriente de los esenios, cuyas prácticas ascéticas en este sentido nos eran conocidas por Filón y Josefo, y actualmente lo son mucho más gracias a los descubrimientos de Qumrán; otros, en cambio, creen que lo de abstenerse de carne y vino era un paso adelante que habrían dado esos judío-cristianos ante el peligro de que fuesen alimentos contaminados por actos idolátricos, igual que tenemos en el caso de Corinto (cf. 1Co 8, 1-7). Creemos, sin embargo, que nos faltan datos para poder concretar tanto. Téngase en cuenta, en efecto, que por esas mismas fechas también en el mundo pagano existían varias corrientes de ascesis laica, con resabios de pitagorismo, de estoicismo y de otros sistemas filosóficos, no siendo improbable que algunos de los cristianos romanos convertidos hubiesen estado anteriormente bajo el influjo de esas corrientes. De todos modos, no está fuera de razón suponer que el núcleo principal de ese grupo de fieles estaba constituido por cristianos procedentes del judaísmo, quienes en todas partes tendían a formar grupo aparte, con extraordinaria resistencia a dejar sus prácticas atávicas (cf. Hch 10, 14; Hch 11, 2; Hch 15, 19-21; Hch 21, 20; Ga 2, 12).
No sabemos cómo llegó a conocimiento de San Pablo ese problema concreto de la comunidad romana. Claro que ello no era difícil, dadas las continuas comunicaciones de Roma con las diversas ciudades del imperio (cf. Rm 16, 1; Hch 18, 2; Hch 27, 6). Lo cierto es que el Apóstol estaba enterado, y trata de poner remedio. La cuestión era delicada y constituía un difícil caso de conciencia. De una parte, los "débiles" se escandalizaban ante la libertad con que procedían los "fuertes" y corrían riesgo de verse arrastrados por éstos, obrando contra conciencia y pecando; de otra, los "fuertes" se sentían inclinados a despreciar a los "débiles," por considerar que todas esas distinciones de alimentos y de días eran algo sin valor, con lo que se corría peligro de escisiones en la comunidad. A unos y otros pide San Pablo mutua tolerancia y comprensión, apoyándose en la ley de la caridad (cf. v.3.15.20).
Dos partes podemos distinguir en el razonamiento del Apóstol. En la primera, que abarca los v.1-12, se dirige a "fuertes" y "débiles," invitándoles a que se abstengan de criticarse mutuamente (v.3), pues todos servimos a un mismo Señor (v.4-9), y cada uno deberá dar cuenta de sí ante el tribunal de Dios (v. 10-12), sin que nosotros, meros "criados," tengamos derecho a juzgarnos unos a otros, cosa que únicamente atañe al "amo" o Señor (v.4). Es de notar la correspondencia entre el "Señor" de los v.4-9, a quien pertenecemos, y el "Dios" de los v. 10-12, por quien seremos juzgados, encontrándonos aquí con uno de tantos casos de la equivalencia Cristo-Yahvé a que hemos aludido ya en otras ocasiones (cf. Rm 9, 33). El texto citado en el v.11 es de Is 45, 23, y directamente se refiere a Yahvé. Al mismo texto se alude también en Flp 2, 10, aplicándolo a Cristo. Por lo que respecta a la segunda parte, que abarca los v.13-23, en ella San Pablo se dirige sobre todo a los "fuertes," entre los cuales se cuenta a sí mismo (cf. Rm 15, 1), pidiéndoles que con sus libertades, de suyo lícitas (v. 14.20.22), no escandalicen a los "débiles" (v.13. 15.16.20.21); pues con ello pueden ser ocasión de que pequen esos otros hermanos nuestros, dado que ellos no juzgan las cosas como nosotros, y obrar contra el dictamen de la propia conciencia o con conciencia prácticamente dudosa es pecado (v.13.23). La frase del v.15: "mira que por tu comida no seas ocasión de que se pierda aquel por quien Cristo murió..," para quien se sienta de veras cristiano, no puede menos de llegar al corazón.
Continúa San Pablo su exhortación a "fuertes" y "débiles," proponiéndoles el ejemplo de Cristo. Es de notar, sin embargo, que sus razonamientos son de carácter amplísimo y miran a regular nuestro comportamiento general con el prójimo, sobrepasando el caso concreto de los "fuertes" y los "débiles."
La idea básica es que el cristiano, más que pensar en complacerse a sí mismo, debe pensar en complacer al prójimo, buscando su bien o, como se concreta luego, su "edificación" (v.2). Esta metáfora de la "edificación" es usada con mucha frecuencia por San Pablo en el sentido de crecimiento en la vida cristiana (cf. Rm 14, 19; 1Co 14, 26; 2Co 10, 8; Ef 2, 21; 1Ts 5, 11). Y para animarnos a algo que nos resulta difícil y que, en fin de cuentas, está a la raíz de todas las discordias, San Pablo nos propone el ejemplo de Jesucristo, que "no buscó su propia complacencia," sino que se sometió por nosotros a todo género de humillaciones, conforme estaba ya predicho en Sal 69, 10. Este salmo, con frecuencia, es aplicado por los evangelistas a Jesucristo (cf. Jn 2, 17; Jn 15, 25; Jn 19, 29), y de su carácter mesiánico ya hablamos al comentar Hch 1, 20. La cita escriturística da pie al Apóstol para recalcar el valor permanente de la Escritura en orden a nuestra instrucción, al infundir en nosotros, con sus enseñanzas, la esperanza de los bienes eternos, dándonos así paciencia y consolación en las pruebas de esta vida (v.4; cf. 1Co 10, 11; 2Tm 3, 16). Que ese Dios, pues, de la paciencia y de la consolación, concluye el Apóstol, os conceda tener los mismos sentimientos unos para con otros, a ejemplo de Cristo Jesús, para que unánimemente glorifiquéis a Dios en vuestras oraciones, no obstante las opiniones divergentes sobre menudencias de manjares y de días (v.5-6; cf. Hch 1, 14; Hch 5, 12).
Con esta llamada a la concordia dan por terminada algunos autores la exhortación a los "fuertes" y a los "débiles." Sin embargo, la frase "por lo cual acogeos mutuamente" del v.7, tan parecida a la de Rm 14, 1, parece estar indicando que San Pablo en esta perícopa (v.7-8) no ha perdido aún de vista el tema. Incluso ha habido intérpretes que en los "judíos" y "gentiles" de esta perícopa ven designados con su verdadero nombre a los "débiles" y "fuertes" de narraciones anteriores. Nosotros no llegamos tan lejos. Más bien creemos, como insinúa él "por lo cual" del v.7, que el Apóstol trata simplemente de desarrollar su invitación a seguir el ejemplo de Jesucristo del v.5, aduciendo el ejemplo concreto de lo que Jesucristo ha hecho con judíos y gentiles, al acogerlos a todos, no obstante sus diferencias, en un solo pueblo, para gloria de Dios (v.7). Los judíos, añade San Pablo, deben su salvación a la veracidad o fidelidad de Dios, que cumple sus promesas enviándoles al Mesías (v.8; cf. Mt 15, 24); los gentiles, alejados de la sociedad de Israel, la deben puramente a su misericordia (v.g; cf. Ef 2, 11-22). Claro que, en realidad, también las promesas hechas a Israel son a base de misericordia, y la llamada a los gentiles está ya implicada en esas promesas.
A continuación, el Apóstol cita cuatro pasajes de la Escritura en los que ve ya predicha esa glorificación que los gentiles habían de dar a Dios (v.9-12; cf. Sal 18, 50; Sal 117, 1; Dt 32, 43; Is 11, 10). De estos cuatro pasajes, los tres últimos son ciertamente mesiánicos, aunque la idea mesiánica, como es corriente en los profetas (cf. Hch 15, 16-17), esté íntimamente ligada al final de la cautividad. En cuanto a Sal 18, 50, primero de los textos citados, no se ve tan claro su carácter mesiánico. Todo el salmo es un canto de triunfo en el que David da gracias a Dios por haberle librado de sus enemigos y haber ensanchado su reino hasta más allá de las fronteras tradicionales, sometiendo los pueblos paganos de filisteos, moabitas y otros. Con esta expansión en países paganos, no sólo ya en la tierra de Israel, también entre esos pueblos "gentiles," incorporados en cierta manera a Israel, se dará gloria al Dios verdadero. A esto parecen aludir las palabras "por esto te alabaré entre las gentes," que cita San Pablo. Si el Apóstol relaciona esas palabras con los tiempos mesiánicos y ve en ellas anunciada la entrada de los gentiles en la Iglesia, es porque, al igual que hemos visto en otros muchos textos (cf. Rm 9, 25-29.33; Rm 10, 19-21; Hch 1, 20; Hch 2, 25), esas expresiones, que en su sentido literal histórico se refieren a tiempos de David, en la intención de Dios van hasta el Mesías, en quien únicamente han de tener su "pleno" cumplimiento.
San Pablo termina la parte moral de su carta con una especie de augurio o bendición final, pidiendo para los fieles de Roma aquella paz y alegría que nacen de la fe, y que son prenda de la felicidad que esperamos (v.13; cf. Rm 5, 1-5).
San Pablo ha llegado al final de su carta y, antes de la despedida y acostumbrados saludos, quiere como disculparse ante los romanos de haberles escrito con tanta libertad. Desde luego, si se hubiese tratado de una iglesia fundada por él, no es probable que hubiese pensado en presentar excusas; pero sabemos que la iglesia de Roma no había sido fundada por el Apóstol (cf. Rm 1, 10-13), y era norma suya "no edificar sobre fundamentos ajenos" (v.20; cf. 1Co 3, 10; 2Co 10, 15).
Comienza, pues, por disculparse ante los romanos de haberles escrito; tanto más, que ellos mismos estaban llenos de "bondad y de ciencia" (??a3?s???? ?a? ???se??) para poder amonestarse mutuamente (v.14). La alabanza, aunque tenga su parte de expresión cortés y no excluya el que hubiera algunos defectos (cf. Rm 14, 1-4), no debe considerarse como simple adulación, sino que responde a una realidad, que habla muy alto en favor de la comunidad romana (cf. Rm 1, 8.12). A pesar de todo, San Pablo ha querido escribirles con esa libertad que lo ha hecho, "recordándoles" ideas que ya conocen, en virtud de su condición de Apóstol de los Gentiles (cf. Rm 1, 5; Rm 12, 3), encargado de presentarlos ante el altar de Dios como "oblación santificada por el Espíritu Santo" (v. 15-18). Es de notar la terminología litúrgica o sacrificial con que Pablo se expresa al hablar de su apostolado. Y es que el apostolado, más aún que la simple vida cristiana (cf. Rm 12, 1; Flp 2, 17), es una como especie de liturgia en que el Apóstol, o mejor, Cristo por él, ofrece los seres humanos a Dios (cf. Rm 1, 9).
Insistiendo en esta idea de que es Apóstol de los Gentiles y de que no quiere trabajar en terrenos roturados ya por otros, entre los cuales está Roma, San Pablo señala cuál ha sido hasta ahora su campo de acción, que abarca "desde Jerusalén hasta la Iliria" (v.18-21). El mejor comentario a esta afirmación del Apóstol son los capítulos 13-20 del libro de los Hechos. No está claro, sin embargo, si la Iliria o Dalmacia queda incluida en ese su campo de actividad, o debe considerarse como límite exterior. Más probable parece lo primero (cf. Hch 20, 2). La cita de Is 52, 15, que el Apóstol hace en el v.21, pertenece al poema del "Siervo de Yahvé," refiriéndose el profeta a la estupefacción que experimentarán en el futuro todos aquellos a quienes se predique un Mesías glorioso, sí, pero antes, escarnecido y humillado. De hecho así fue (cf. 1Co 1, 23); y San Pablo, al ir a predicar a países donde Cristo no ha sido aún anunciado -tal es la ocasión con que hace la cita-, va dando cumplimiento a esa profecía.
San Pablo declara, por fin, cuál es la ocasión inmediata de escribir a los romanos: anunciarles su visita, de paso para España. Ya de mucho tiempo atrás había deseado visitarlos (cf. Rm 1, 10-13; Hch 19, 21); pero sus trabajos en la fundación de nuevas iglesias, "desde Jerusalén hasta la Iliria," se lo habían impedido (v.22). Ahora, "no teniendo ya campo en estas regiones," ha pensado dirigirse a España, la nación en el extremo occidental del mundo entonces conocido, y, al pasar, quiere detenerse en Roma para su consuelo y para que desde ahí, nudo central de comunicaciones, le encaminen hacia su nuevo campo de actividades (v.23-24). Lo de "no tener ya campo desde Jerusalén hasta la Iliria" (v.23) no quiere decir que todos los gentiles de esas regiones se hubiesen convertido, sino que, hablando en general, el Evangelio estaba ya suficientemente promulgado en esas regiones, y su misión era la de poner los fundamentos, dejando a sus discípulos el encargo de continuar la obra. Sobre si San Pablo llevó a cabo o no su proyectado viaje a España, ya hablamos al trazar su biografía en la introducción general a las cartas.
Antes del viaje a España -notemos que San Pablo está escribiendo desde Corinto-, ha de realizar todavía otro viaje que le trae un poco preocupado: el viaje a Jerusalén, para llevar a los fieles de aquella iglesia las colectas recogidas en Macedonia y en Acaya (v.25-32; cf. 1Co 16, 1-4; 2Co 8, 1-9, 15). Este viaje lo tenemos descrito con bastante detalle en Hch 20, 1-21, 26. San Pablo se había impuesto como una obligación el organizar estas colectas en favor de la iglesia-madre de Jerusalén (cf. Ga 2, 10), a lo que parece, en bastante penuria (cf. Hch 11, 29), insistiendo en que si hemos recibido de ella "bienes espirituales," justo es que la ayudemos "con los bienes materiales" (v.27; cf. 1Co 9, 11). Desde luego, la acción caritativa del Apóstol no podía merecer sino alabanzas; pero el terreno era delicado. No ya sólo por las dificultades con que en sus viajes había de tropezar por parte de los judíos incrédulos, que continuamente le estaban tendiendo asechanzas para acabar con él (cf. Hch 20, 3; Hch 21, 27-30), sino también porque, incluso los judíos convertidos, le miraban con bastante recelo y había peligro de que rechazasen desdeñosamente esas colectas, desaire que hubiera tenido fatales consecuencias para las relaciones de las iglesias hijas con la iglesia madre (cf. Hch 21, 18-25). Por eso pide oraciones a los fieles de Roma, "para que el servicio que me lleva a Jerusalén sea grato a los santos" (v.31).
El v.33, con que termina esta perícopa, tiene todas las trazas de un saludo final, como lo encontramos en otras cartas (cf. 1Co 16, 24; 2Co 13, 13; Flp 4, 23: 1Ts 4, 28; 2Ts 3, 18).
Después del saludo o bendición con que San Pablo cerró el capítulo anterior, parecía poderse dar por terminada la carta. Faltaban, sin embargo, los saludos personales. A ello sobre todo va a dedicar este capítulo.
Comienza por pedir a los Romanos que presten buena acogida a Febe, diaconisa de la iglesia de Cencreas, que, al parecer, debía trasladarse a Roma por asuntos suyos o de la comunidad de Corinto y a quien Pablo hizo portadora de la carta (v.1-2). Cencreas era el puerto oriental de Corinto (cf. Hch 18, 18). El nombre Febe (femenino de Febo) era célebre en la mitología griega, lo que indica que esta cristiana debía de ser de origen gentil, pues difícilmente una madre judía habría puesto un tal nombre a su hija. En cuanto al término "diaconisa" (d???????), que San Pablo aplica a Febe, no está claro cuál sea su exacto significado. Es el único caso en el Nuevo Testamento en que a una mujer se da este título, aunque puede también citarse al respecto 1Tm 3, 11, conforme a la interpretación que daremos en su lugar. Lo más probable es que tengamos ya aquí el primer indicio de la institución de las diaconisas, institución que claramente parece suponerse en la famosa carta de Plinio a Trajano, hacia el año II hablando de los cristianos: .. ex duabus ancillis, quae ministrae dicebantur, quid esset veri.. (Epist. 10, 96). No es fácil concretar cuál era la misión de estas diaconisas. Parece ser que se limitaban a la asistencia a pobres y enfermos, incluyendo también, quizás, ciertos oficios auxiliares en el bautismo de las mujeres.
Después de la recomendación de Febe, San Pablo envía saludos a no menos de veintiséis personas individualmente, aparte otros más en general, como los que envían "a los de Aristóbulo" y "a los de Narciso" (v.3-16; cf. v.10-11). Bastantes de estos nombres son griegos (Andrónico, Apeles, Epéneto..), otros latinos (Ampliato, Aquila, Urbano..), y algunos parece que hebreos (Herodiano, María..). A los que preguntan cómo pudo San Pablo conocer tanta gente de Roma, sin haber estado jamás en ella, podemos responder que a muchos les conocería sin duda personalmente por haberse encontrado con ellos en alguno de sus viajes apostólicos, como es el caso de Prisca y Aquila (cf. Hch 18, 2), pero a otros es probable que les conociera sólo de oídas, por haberle hablado de ellos alguien que hubiera encontrado en sus viajes. Se ha trabajado mucho por identificar estos nombres con otros encontrados en inscripciones sepulcrales o conocidos por la historia. Así, el caso de Prisca, Ampliato, Urbano, etc. Lo mismo se diga de Aristóbulo, nombre frecuente entre los descendientes de Heredes, algunos de los cuales se establecieron en Roma, y de Narciso, famoso liberto del emperador Claudio, a quien Agripina hizo morir poco después de subir al trono Nerón, pasando sus cuantiosos bienes al fisco. Es posible que esos cristianos de la "casa de Aristóbulo" y "de la de Narciso" (v.10-n) fuesen esclavos o libertos que pertenecían o habían pertenecido a estos personajes. El problema es delicado, pues la identidad de nombres no supone necesariamente identidad de personas. Tampoco es claro cuándo Prisca y Aquila "expusieron su cabeza" en favor de Pablo (v.4). Es probable que fuese en Éfeso, con ocasión del tumulto que estuvo a punto de costar la vida al Apóstol (cf. Hch 19, 29),- siendo también quizás en esa ocasión cuando Andrónico y Junia fueron "compañeros suyos de cautiverio" (v.7). De ellos dice que eran sus "parientes" (s???e?e??), y lo mismo vuelve a repetir de otros varios (cf. v. 11.21). No está claro de qué clase de "parentesco" se trata. Desde luego, no parece pueda entenderse simplemente en el sentido de "israelitas," como en 9, 3, pues en ese caso habría que considerar como no judíos a todos los de la lista a quienes no da ese título, lo que resulta absurdo, como vemos en el caso de Prisca y Aquila. Quizás se trate de judíos pertenecientes a la tribu de Benjamín, a la que sabemos pertenecía Pablo (Flp 3, 5). El P. Lagrange, sin llegar tan lejos en busca del tronco común, dice que puede tratarse de "parentesco" en sentido estricto; pero con esa "parentela" oriental extraordinariamente amplia, que incluye centenares de personas, que conservan el recuerdo de su origen común no obstante vivir dispersas por el mundo. Añade aún San Pablo otros detalles respecto de algunos nombres, que no conviene dejar pasar sin un breve comentario. Y así, de Epéneto dice que era "las primicias de Cristo en Asia" (v.5), expresión que parece indicar que había sido el primer convertido de la provincia proconsular de Asia, lo mismo que Estéfanas lo había sido de la de Acaya (cf. 1Co 16, 15); de Andrónico y Junia dice que eran "muy estimados entre los apóstoles" (v.7), debiendo notar que el término "apóstoles" está tomado en sentido amplio, más o menos como en la Didaché (11, 3-6), designando simplemente a aquellos predicadores ambulantes, fueran o no de los Doce, que predicaban el Evangelio allí donde no había sido aún predicado (cf. Hch 13, 1-3)· En cuanto a Rufo, de quien habla con especial cariño (v.13), es probable que se trate de un hijo de Simón Cireneo; pues San Marcos, que escribe su evangelio en Roma, dice del Cirineo que era "padre de Alejandro y Rufo" (Mc 15, 21), nombrando a los dos, sin otras indicaciones, como personas conocidas en la comunidad de Roma.
Por fin, terminados los saludos, San Pablo exhorta a los fieles romanos a saludarse mutuamente con el "ósculo santo" (v.16), gesto este que es mencionado otras tres veces en sus cartas (cf. 1Co 16, 20; 2Co 13, 12; 1Ts 5, 26), y que pronto se convirtió en ceremonia litúrgica, como símbolo de unión y caridad. Es muy de notar la expresión que añade a continuación: "Os saludan todas las iglesias de Cristo." Y digo que es muy de notar, porque es la única vez en que San Pablo, dirigiéndose a una comunidad particular, dice que todas las iglesias la saludan. Testimonio elocuente de la veneración de que San Pablo rodea a la iglesia de Roma, y del lugar preeminente que ésta ocupaba ya en aquella época.
Los ?. 17-20 constituyen una especia de digresión, en la que el Apóstol pone en guardia contra aquellos predicadores que ocasionan discordias y apartan de la doctrina tradicional. No se concreta más. Probablemente se trata de los predicadores judaizantes, bien conocidos por otras cartas (cf. 2Co 11, 13-15; Ga 1, 6-7; Flp 3, 18-19), que rehusaban reconocer en la fe, separada de la circuncisión y de las obras de la Ley, un principio suficiente de salud, y había peligro de que intentasen difundir también sus doctrinas en Roma, al igual que lo venían haciendo en otras partes. El peligro debía de ser todavía vago e incipiente, pues, en caso contrario, San Pablo hubiera tratado de ello más directamente en su carta. Desde luego, no se trata de los "débiles en la fe" (cf. Rm 14, 1), aunque podían también ser causa de discordia, pues a éstos no manda evitarlos, sino tratarlos con compasión. La brusca interrupción de pensamiento que supone esta perícopa, a continuación de los saludos, quizá se explique mejor si suponemos que se trata de unas líneas que el Apóstol añade de su propia mano, al igual que solía hacer en otras cartas, y que eran como la firma o señal de autenticidad (cf. 1Co 16, 21; Ga 6, 4; 2Ts 3, 17).
Quedaban aún los saludos por parte de aquéllos que acompañaban a San Pablo, y es lo que tenemos en los v.21-24. La mayoría de estos nombres nos son conocidos también por otros lugares del Nuevo Testamento (cf. Hch 13, 1; Hch 16, 1; Hch 17, 5; Hch 20, 4; 1Co 1, 14; 2Tm 4, 20), aunque la correspondencia no siempre es segura. Resulta simpática la mención de este Tercio, del que sólo sabemos el nombre y que fue el amanuense del que se valió San Pablo para escribir la carta. También él quiso incluirse entre los que enviaban saludos.
Ya por dos veces San Pablo había como terminado la carta (cf. Rm 15, 33; Rm 16, 20); pero al acordarse de que faltaban aún los saludos, hubo de continuar. Ahora no queda ya nada por decir. El remate no puede ser más solemne, siendo ésta, entre todas las doxologías que encontramos en el Apóstol, la más elaborada y amplia, verdadero himno a la omnipotencia y sabiduría de Dios en su obra de salvación de los hombres.
Notemos que el tema fundamental de la carta ha sido la exposición de la obra de salud revelada en el Evangelio (cf. Rm 1, 16-17), Y Que Pablo deseaba visitar a los fieles de Roma ante todo y sobre todo "para confirmarlos" en la fe (Rm 1, 11; cf. 1Co 1, 8; 1Ts 3, 2). Pues bien, ésas son precisamente las ideas que se recogen en esta doxología. A la predicación de la obra de salud llama San Pablo "su evangelio" o, lo que es equivalente, "predicación que tiene por objeto a Jesucristo" (v.25); y dice que esta obra de salud ha sido un "misterio" tenido en secreto por Dios desde la eternidad, escondido en la penumbra de la antigua revelación y manifestado ahora abiertamente con la venida de Jesucristo al mundo y la consiguiente predicación de los apóstoles (cf. Rm 1, 5; Rm 3, 21; Rm 10, 15), a fin de llevar todas las gentes a la obediencia de la fe. La expresión "por medio de las Escrituras proféticas" (v.26) parece querer dar a entender que la Escritura sirve como de instrumento a los apóstoles en su predicación para mejor dar a conocer el misterio de Cristo (cf. Rm 1, 2; Rm 3, 21; Rm 4, 23; Rm 15, 3-4). A Dios, pues, que "puede confirmaros" en la fe (v.25) y que ha concebido un plan tan "sabio" de salvación (v.27; cf. 11, 33), sea la "gloria por los siglos de los siglos." Y sea esa gloria "por Jesucristo," que ha sido el instrumento de salvación, y que ha de ser nuestro mediador ante Dios.