APOCALIPSIS

Ap 1, 1-20. Después de un breve prólogo (vv. 1-3), y de un encabezamiento epistolar (vv. 4-8), San Juan describe una visión que sirve de introducción a todo el libro (vv. 19-20): aparece Cristo Resucitado, con los rasgos propios de su divinidad y en su condición de Señor y Salvador de las iglesias.
A lo largo del libro, Jesucristo se presentará además como el enviado de Dios para enseñar cómo han de comportarse los cristianos de entonces -y de todos los tiempos- (caps. 2-3), y para consolarlos en medio de la persecución, con el anuncio de los designios divinos relativos al futuro del mundo y de la Iglesia (caps. 4-22).

Ap 1, 1-3. Este prólogo presenta ya el contenido general del libro, su autoridad y el efecto que se espera produzca en quien lo lea o escuche.
El contenido es la revelación hecha por Jesucristo acerca del sentido de lo que está sucediendo y de los que sucederá después (cfr. Ap 1, 19; Ap 4, 1). La autoridad le viene al libro de su autor, Juan: a él se le ha comunicado, de forma sobrenatural, la revelación de Jesucristo, y él da testimonio con fidelidad de todo lo que ha visto. El libro tiene como finalidad mover al lector a prepararse al encuentro definitivo con Cristo, guardando lo que este escrito dice. De ahí que haya de considerarse dichoso quien lo lea, lo escuche y lo cumpla.
A través de las acciones y palabras de Jesucristo, Dios comunicó al hombre toda su voluntad de salvación. Sin embargo, Cristo sigue hablando a su Iglesia después de la Resurrección mediante revelaciones como la que presenta el Apocalipsis, o las que recibió San Pablo (cfr. Ga 1, 15-16; etc.). Estas revelaciones completan y actualizan la acción salvadora de Jesús en situaciones concretas que vive la Iglesia. Cuando dichas revelaciones nos llegan por medio de un autor inspirado tienen valor universal, es decir, son revelación pública y forman parte del mensaje de salvación que Cristo encomendó a sus apóstoles para que lo proclamasen por todo el mundo (cfr. Mt 28, 18-20 y par.; Jn 17, 18; Jn 20, 21). Con la muerte del último Apóstol queda cerrada la divina Revelación pública (cfr. Dei verbum, 4).

Ap 1, 1. «Revelación de Jesucristo»: Revelación en griego se dice apocalipsis, y de ahí que a este libro de la Sagrada Escritura se le designe con tal nombre. La revelación implica siempre el desvelar algo que antes estaba oculto; en este caso, lo que va a suceder en el futuro. Éste lo conoce Dios Padre (el texto griego emplea aquí el artículo determinado, con el que el NT suele referirse a Dios Padre), y Jesucristo, como Hijo, participa de ese conocimiento que transmite al autor del libro. Se dice «revelación de Jesucristo» no sólo porque Juan la recibe por medio de Jesucristo, sino también porque nuestro Señor es el objeto principal, el principio y el fin de esta revelación. Él es, en efecto, el que ocupa el centro de esas visiones grandiosas, en las que se rompen los velos que ocultan el más allá y se disipan las sombras para dar paso a la Luz, que es el mismo Jesucristo (cfr. Ap 21, 23; Ap 22, 5).
«Pronto»: En cuanto a la prontitud con que todo va a ocurrir, hay que tener en cuenta que la noción del tiempo en la Sagrada Escritura, y en especial en el Apocalipsis, no coincide exactamente con la nuestra, pues tiene un valor más cualitativo que cuantitativo. En este sentido podemos decir que «para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2P 3, 8). Es decir, al señalar que algo ocurrirá en seguida no se quiere precisar una fecha inmediata, sino sencillamente que ocurrirá, e incluso que en cierto sentido está ya sucediendo. Por último, se debe considerar que la proximidad de los hechos anunciados fortalecía a cuantos sufrían persecución y les llenaba de esperanza y de consuelo.

Ap 1, 3. El Apocalipsis es una invitación urgente a tomar en serio la vida cristiana, guardando fielmente cuanto el Señor ha querido mostrarnos a través de los escritos apostólicos, en este caso por medio de San Juan.
El libro va destinado, al parecer, a las reuniones litúrgicas, en las que alguien lee y los demás escuchan. Refleja así el puesto preferente de la Sagrada Escritura en la Liturgia: «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada Liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei verbum, 21). De aquí que «en la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada Escritura es sumamente grande. Pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos» (Sacrosanctum concilium, 24).
Las circunstancias del momento reclamaban las exhortaciones y avisos de este escrito. Son palabras que exigen una respuesta decidida y pronta, que apague dudas y titubeos. Por otra parte, constituyen una seria amenaza para cuantos obstaculizan el Reino de Dios que ha de venir, y que en cierto modo ha llegado ya.

Ap 1, 4-8. Tras el prólogo (vv. 1-3), una breve consideración (vv. 4-8) introduce el conjunto de las siete cartas que abarcan la primera parte del libro (Ap 1, 4-3.22). Esa introducción se inicia con un saludo a las siete iglesias del Asia Menor, situadas al oeste de la península entonces llamada Asia proconsular, cuya capital era Éfeso.
El saludo tiene la forma habitual de las cartas del Nuevo Testamento: desea la gracia y la paz de parte de Dios y de Jesucristo (vv. 4-5; cfr. 1Ts 1, 1; 2Ts 1, 2; etc.), presenta la figura y la obra salvífica de nuestro Señor (vv. 5-8) y su proyección en la historia de todos los tiempos.

Ap 1, 4. Aunque existían otras iglesias locales en Asia Menor, Juan escribe solamente a siete, porque ese número simbolizaba la totalidad; así, como explica Primasio, antiguo autor eclesiástico: «Escribe a las siete iglesias, esto es, a la única iglesia septiforme» (Commentariorum super Apoc, I, 1).
La gracia y la paz son los bienes mesiánicos por excelencia (cfr. Rm 1, 7). En esta forma de salutación quedan recogidos los saludos habituales de griegos (jaire, gracia) y judíos (shalom, paz); pero aquí esos términos expresan la gracia, el perdón y la paz alcanzados por la obra redentora de Cristo. En efecto, San Juan desea a los destinatarios estos bienes de parte de Dios, de los siete espíritus y de Jesucristo.
La denominación de Dios como «aquel que es, que era y que ha de venir» amplía el nombre de «Yahwéh» -«Yo soy el que soy»- revelado a Moisés (cfr. Ex 3, 14), y pone de relieve que Dios es el Señor de la historia, del presente, del pasado y del futuro, y que en todo tiempo está actuando para salvar.
Los «siete espíritus» representan precisamente el poder de Dios, su omnisciencia y su intervención sobre los acontecimientos de la historia. En Za 4, 10 se simboliza el poder divino en «los siete ojos de Yahwéh que recorren la tierra». Más adelante, en el Apocalipsis (cfr. Ap 5, 6), San Juan indica que los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra son los siete ojos del Cordero, es decir, de Cristo. Con este simbolismo, que ya aparece en el Antiguo Testamento, se enseña que Dios Padre actúa por su Espíritu, y que éste ha sido comunicado a Cristo, y por Cristo a los hombres. De ahí que cuando San Juan desea la gracia y la paz de parte de los siete espíritus de Dios es equivalente a decir de parte del Espíritu Santo, que ha sido enviado a la Iglesia tras la muerte y Resurrección de Cristo. La tradición patrística, en efecto, ha visto representados en los siete espíritus el Espíritu septiforme con sus siete dones, como se contemplan en Is 11, 1-2, según la traducción latina de San Jerónimo -la Vulgata-.

Ap 1, 5-6. Se aplican a Jesucristo tres títulos mesiánicos tomados del Sal 89, 28-38, pero con un sentido nuevo a la luz de la fe cristiana. Jesucristo es «el testigo fiel» del cumplimiento de las promesas hechas por Dios en el Antiguo Testamento de un Salvador, hijo de David (cfr. 2S 7, 4; Ap 5, 5), porque, efectivamente, con Cristo ha llegado la salvación. Por eso, más adelante San Juan llamará a Jesucristo el «Amén» (Ap 3, 14), que es como decir que, con la obra de Cristo, Dios ha ratificado y cumplido su Palabra; y le llamará también el «Fiel y Veraz» (Ap 19, 11), porque en Jesucristo se hace patente la fidelidad de Dios y la verdad de sus promesas. Así se ha manifestado en la Resurrección de Jesús, que le constituye «primogénito de los muertos», en cuanto que su Resurrección ha sido la victoria de la que participarán cuantos estén unidos a Él (cfr. Col 1, 18). Cristo es también «príncipe de los reyes de la tierra» pues a Él pertenece el dominio universal, que se manifestará plenamente en su segunda venida, pero que ya ha comenzado a actuar venciendo el poder del pecado y de la muerte.
La segunda parte del v. 5 y todo el v. 6 tiene la forma de un canto de alabanza a Jesucristo, y nos recuerda aquellas palabras suyas, referidas a su inmenso amor por nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). El amor de Cristo por nosotros le llevó, con una generosidad sin límites, a entregar su vida en sacrificio cruento, redimiéndonos de este modo de nuestros pecados. Nosotros no podíamos redimirnos. «Todos los hombres, comenta San Agustín, eran cautivos del diablo y servían a los demonios; pero ya han sido rescatados de esa cautividad. Pudieron venderse a sí mismos, pero no fueron capaces de redimirse. Llegó el Redentor y pagó el precio: derramó su Sangre y compró con ella el orbe de la tierra» (Enarrationes in Psalmos, 95, 5).
El Señor no se contentó con librarnos de nuestros pecados, sino que nos hizo participar de su dignidad real y sacerdotal. «Cristo Señor, Pontífice de entre los hombres (cfr. Hb 5, 1-5), del nuevo pueblo 'hizo (…) un reino y sacerdotes para su Dios y Padre' (Ap 1, 6; cfr. Ap 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquél que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cfr. 1P 2, 4-10)» (Lumen gentium, 10).

Ap 1, 7. La obra de Cristo no ha terminado. Él ha congregado su pueblo santo sobre la tierra para la salvación definitiva, y su manifestación gloriosa a todo el mundo será al final de los tiempos. Aunque el texto dice, en presente, «viene rodeado de nubes», se ha de entender en futuro: el profeta contempló las cosas venideras como si ya estuvieran presentes (cfr. Dn 7, 13). Será el día del triunfo definitivo, cuando aquellos que crucificaron a Jesús, «los que le traspasaron» (cfr. Za 12, 10; Jn 19, 37), verán atónitos la grandeza y la gloria del Crucificado.
«Las Sagradas Escrituras atestiguan que son dos las venidas del Hijo de Dios: una, cuando por nuestra salvación tomó carne y se hizo hombre en el vientre de la Virgen; y la otra, cuando al fin del mundo venga a juzgar a todos los hombres (…) y así como desde el principio del mundo fue siempre muy deseado de todos aquel día del Señor, en que se revistió de carne humana, porque tenían puesta en este misterio la esperanza de su redención, así también, después de la muerte del Hijo de Dios y de su ascensión al Cielo, deseemos nosotros, con afecto vehemente, el otro día del Señor, 'aguardando la felicidad prometida y la venida gloriosa del gran Dios' (Tt 2, 13)» (Catecismo Romano, I, 8, 2).
Al comentar este pasaje del Apocalipsis dice San Beda: «El que vino oculto y para ser juzgado en su primera venida, vendrá entonces de manera manifiesta. Por eso (Juan) trae a la memoria estas verdades, a fin de que lleve bien estos padecimientos aquella Iglesia que ahora es perseguida por sus enemigos y que entonces reinará con Cristo» (Explanatio Apocalypsis, lib. I, cap. 1).
La alegría de quienes han sabido aguardar con esperanza esta manifestación de Cristo, contrastará con el duelo de quienes hayan rechazado hasta el final el amor y la piedad de Dios. «En ese momento todas las tribus de la tierra prorrumpirán en llantos. Y verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (Mt 24, 30).

Ap 1, 8. La venida del Señor glorioso, la culminación de su señorío, está garantizada por el poder de Dios, dueño absoluto del mundo y su destino. Alfa y Omega son la primera y última letra del alfabeto griego; en este pasaje se utilizan para proclamar que Dios es el principio y el fin de todas las cosas, del mundo y de la historia; el que está presente en todos los tiempos: antes, ahora y en lo sucesivo.

Ap 1, 9-20. Tras el saludo a las iglesias (vv. 4-8) el autor expone el motivo de escribirles: se lo ha ordenado el Señor glorioso (vv. 9-20), pues ha tenido una visión de Cristo resucitado acerca de su Iglesia.
En la Sagrada Escritura es frecuente que el mensaje divino se transmita a los profetas en forma de visión (cfr. Is 6, 1-13; Ez 1, 4-2.15; etc.; Za 1, 7-2.9; etc.). Encontramos relatos de visiones divinas especialmente en «libros de revelación» o «apocalipsis», como en los capítulos de Daniel 8-12, y también en otros escritos judíos y cristianos, de época inmediatamente anterior y posterior a Jesucristo, que, aunque no incluidos en el canon de la Biblia, intentaban mantener el ánimo de los fieles en medio de las persecuciones.
La visión profética auténtica consiste esencialmente en una elevación singular por parte de Dios del entendimiento del profeta, para que perciba así lo que Dios quiere comunicarle (cfr. S.Th. II-II, q. 173, a. 3). En el Apocalipsis, San Juan, al narrar sus visiones, da a conocer el mensaje que ha recibido de Cristo resucitado, que sigue hablando y comunicándose con su Iglesia, entre otros medios, a través de las exhortaciones y enseñanzas contenidas en el libro.

Ap 1, 9-11. Como otros profetas y apóstoles (cfr. Ez 3, 12; Hch 10, 10; Hch 22, 17; 2Co 12, 2-3), Juan se siente arrebatado por la fuerza divina, y, extasiado, escucha la voz del Señor, como el sonido de una trompeta. Es una comparación que de una forma analógica señala el poder y la fuerza de la voz de Dios.
Se enumeran aquí las siete iglesias, elegidas según algunos autores por estar en circunstancias especiales. Simbolizan a la Iglesia universal, y por eso las palabras que contienen las siete cartas están dirigidas a todos los cristianos -que de una forma o de otra- se encuentren en situaciones similares a las de aquellas iglesias del Asia proconsular.
En más de una ocasión vemos el desvelo de los apóstoles por la Iglesia, concretada en las cartas que dirigen a los fieles de sus comunidades. Lo mismo que San Pablo, los demás apóstoles sintieron la solicitud por todas las iglesias (cfr. 2Co 11, 28; 1Ts 2, 2). San Pedro escribe a los presbíteros que apacienten el rebaño de Dios, que les ha sido confiado, «gobernando no a la fuerza, sino de buen grado según Dios; no por mezquino afán de lucro, sino de corazón; no como tiranos sobre la heredad del Señor, sino haciéndoos modelo de la grey» (1P 5, 2-3).
Llevado de esa solicitud pastoral, San Juan se muestra solidario de las penas y gozos de los cristianos de entonces. Sus palabras de consuelo proceden, por tanto, de quien conoce bien, porque así se lo enseñó Jesucristo y luego lo experimentó en su vida, que la fidelidad al Evangelio exige abnegación e incluso el martirio. Comunión y solidaridad son expresión de la realidad inefable del Cuerpo Místico de Cristo: todos los cristianos están unidos entre sí y con Jesucristo, cabeza de dicho Cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 18; Ef 4, 16; etc.). Las palabras del vidente de Patmos reflejan su profundo amor a Cristo y a la Iglesia. Recordemos que «la caridad es, por consiguiente, la virtud que nos une -más estrechamente que toda otra virtud- con Cristo, en cuyo celestial amor abrasador, tantos hijos de la Iglesia se alegraron de sufrir injurias por Él y soportar y superar todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento, hasta derramar su sangre» (Mystici corporis, n. 33).
El Señor, ya al principio de su predicación predijo cuánto se sufriría por su causa. Por ejemplo, en el Sermón de la Montaña, había dicho: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron» (Mt 5, 11-12).
«Día del Señor»: Corresponde al Domingo, dies dominica, el día que la Iglesia estableció como sagrado desde la época apostólica -en lugar del sábado de la Ley Mosaica-, por ser en ese día cuando resucitó Jesucristo. «En este día, exhorta el Concilio Vaticano II, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden la Pasión, Resurrección y la Gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los 'ha engendrado de nuevo -mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos- a una esperanza viva' (1P 1, 3)» (Sacrosanctum concilium, 106). Por ello el Domingo ha de ser santificado, no sólo asistiendo a la Santa Misa, sino también dedicando nuestro tiempo a otras prácticas de piedad, al descanso y a aquellas actividades que fomenten la unión y el trato cordial con los demás, especialmente con la propia familia.

Ap 1, 12-16. En esta primera visión los candelabros representan a las iglesias en oración y recuerdan el candelabro de los siete brazos -la menoráh-, que lucía en el Templo, y que de modo detallado nos describe Ex 25, 31-40. En medio de los siete candelabros, como velando y gobernando las iglesias, aparece un misterioso personaje con forma de hombre. La expresión «Hijo de hombre» tiene su origen en Dn 7, 14, donde -lo mismo que aquí- alude a alguien que se presenta como Juez escatológico. Además, los diversos rasgos de su figura expresan su grandeza: la «túnica talar» simboliza su sacerdocio (cfr. Ex 28, 4; Za 3, 4); el ceñidor de oro, su realeza (cfr. 1M 10, 89); los cabellos blancos, su eternidad (cfr. Dn 7, 9); «sus ojos como llama de fuego» expresan su ciencia divina (cfr. Ap 2, 23) y sus pies de metal aluden a su fortaleza y estabilidad.
Las siete estrellas representan a los ángeles de las siete iglesias (cfr. v. 20), que el Señor tiene en su mano como signo de su poder sobre ellas y de su providencia. Por último, el resplandor de su rostro recuerda las teofanías del Antiguo Testamento, mientras que la espada de su boca simboliza la fuerza de su palabra (cfr. Hb 4, 12).
Es interesante recordar que el título «Hijo del Hombre» lo había usado el Señor para referirse a sí mismo (cfr., p. ej., Mt 9, 6; Mc 10, 45; Lc 6, 22), y que en el Evangelio de San Juan ese título se refiere siempre a la condición divina y trascendente de Cristo (cfr. p. ej., Jn 1, 51; Jn 3, 14; Jn 9, 35; Jn 12, 23).
Las versiones latinas traducen literalmente el «metal precioso» por «oricalco», aleación brillante de bronce y oro

Ap 1, 17-19. La manifestación de la gloria de Cristo, como la de Dios, hace sentir al hombre su pequeñez e indignidad, hasta el punto de no poder mantenerse en pie en su presencia. Así les sucedió a los israelitas en el Sinaí (cfr. Ex 19, 16-24), y a los apóstoles en el Tabor (cfr. Mc 9, 2-8 y par.). Es también la reacción de quien percibe la presencia divina mediante una visión (cfr. Ez 2, 1 ss.; Dn 8, 18; etc.), y, en el caso del Apocalipsis, la presencia de Cristo glorioso en medio de su Iglesia. Pero la primera palabra de Cristo resucitado hacia los suyos es de paz y confianza (cfr. p. ej., Mt 28, 5.10), ahora acompañada del gesto protector de poner su mano derecha sobre la cabeza del vidente.
Cristo resucitado se presenta como el que da seguridad al cristiano, no sólo porque Él tiene dominio absoluto sobre todo -es el primero y el último- sino también porque Él ha participado de la condición mortal del hombre. Por su muerte y Resurrección ha vencido a la muerte y tiene poder sobre ella y sobre el misterioso mundo del más allá, el Hades, o lugar de los muertos (cfr. Nm 16, 33). Cristo vive. Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (Es Cristo que pasa, 102).
La visión que tiene San Juan está orientada al bien de toda la Iglesia, por lo que recibe la misión de escribir lo que ve: lo relacionado con el presente y lo que atañe al futuro. El presente incluye la situación de las iglesias en aquel momento y la gloria de Cristo que cuida de ellas (caps. 2-3); el futuro se refiere a las tribulaciones que va a vivir la Iglesia y a la plena instauración del reinado de Cristo en su segunda venida, que supondrá la victoria definitiva sobre los poderes del mal (cfr. caps. 4-22).

Ap 1, 20. Para descubrir el contenido y el mensaje de la revelación que San Juan recibe y quiere comunicar en su libro, es preciso conocer el significado oculto, misterioso, que se contiene bajo las imágenes de la visión. Al afirmar que a él se lo desvela el mismo Jesucristo, está indicando que ésa es la verdadera interpretación, y a la vez invita a que en ese mismo sentido se interpreten las figuras de las demás visiones, de las que, normalmente, no dará una explicación como en este caso.
Los ángeles de las siete iglesias pueden significar a los obispos que están al frente de ellas, o a los ángeles custodios que velan sobre cada una, o a las mismas iglesias en cuanto que tienen una dimensión celeste y están ante Dios como los ángeles. En cualquier caso, lo más acertado es pensar que los ángeles de las iglesias, a quienes luego se dirigen las cartas, son los que gobiernan y cuidan a cada iglesia en nombre de Jesucristo. Él es el único Señor, y por eso tiene las estrellas -ángeles- en su mano derecha. En el Antiguo Testamento aparece el «ángel de Yahwéh» como el encargado de guiar al pueblo de Israel (cfr. Ex 14, 19; Ex 23, 20; etc.), y, según el mismo libro del Apocalipsis, los ángeles son los encargados de gobernar el mundo material (cfr. Ap 7, 1; Ap 14, 18; Ap 16, 5). En conclusión, por mediación de los «ángeles» se ejerce el cuidado amoroso y el gobierno de Cristo sobre cada iglesia; pero no es fácil precisar si se trata propiamente de ángeles o de los obispos, o de ambos.
La representación de las iglesias por medio de los candelabros puede estar motivada por la contemplación de la Iglesia desde su dimensión litúrgica, es decir, en cuanto que constantemente permanece en alabanza a Cristo como un candelabro encendido. Recuerda el candelabro de los siete brazos -menoráh- que ardía sin interrupción ante Yahwéh (cfr. Ex 27, 20; Lv 24, 3 ss.), y que también Zacarías contempla en sus visiones (cfr. Za 4, 1 ss.). La imagen de los candelabros es apropiada también a las iglesias, ya que éstas son luz del mundo (cfr. Mt 5, 14; Flp 2, 15; etc.).

Ap 2, 1-3. Estos capítulos constituyen la primera parte del libro. Contienen siete cartas a las iglesias antes mencionadas (cfr. Ap 1, 11), y representadas cada una por un ángel al que se dirige la carta respectiva. En ellas hablan Jesucristo -mencionado de diversos modos- y el Espíritu Santo. Por eso terminan con la advertencia de que «el que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». La primera parte de esta fórmula recuerda otras expresiones semejantes del Señor en los Evangelios (cfr. p. ej., Mt 11, 15; Mt 13, 9.43; Mc 9, 23), mientras que la segunda parte subraya la acción del Espíritu Santo en las iglesias: hay que estar dentro de la Iglesia, sentir con la Iglesia, para poder oír lo que el Espíritu dice, y que va a quedar consignado por escrito en el libro. Éste, por tanto, se ha de recibir como verdadera palabra de Dios. De esta forma hay que comprender toda la Sagrada Escritura: «Puesto que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación. Así, pues, toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena (2Tm 3, 16-17)» (Dei verbum, 11).
Aunque diversas entre sí, estas cartas tienen un esquema similar: se menciona el pasado y su contraste con el presente, se formulan unas amenazas y unas promesas que terminan con una exhortación a la penitencia y a la conversión, con la advertencia de la proximidad del momento final y el triunfo definitivo de Cristo.

Ap 2, 1. Éfeso era una ciudad portuaria con gran actividad comercial. Se consideraba, en aquella época, la mayor metrópoli del Asia Menor. Entre las ciudades del próximo Oriente sólo Alejandría le sobrepasaba en población. En el aspecto religioso se distinguía por el culto a la diosa Artemisa o Diana (cfr. Hch 19, 23 ss.).
San Pablo predicó en Éfeso durante casi tres años con notable éxito. Cuenta San Lucas que allí «la palabra del Señor se propagaba con fuerza y se robustecía» (Hch 19, 20). Fue la ciudad cristiana más importante de esta zona en la antigüedad, sobre todo tras la caída de Jerusalén en el año 70. San Juan vivió en Éfeso sus últimos años y allí se venera su tumba.
En las cartas del libro del Apocalipsis, Cristo se presenta a cada iglesia con unos atributos determinados, que guardan cierta relación con la situación en que vive dicha iglesia. A la iglesia de Éfeso, Cristo se le presenta con los símbolos descritos en la visión del capítulo anterior (cfr. Ap 1, 12.16). Las siete estrellas en la mano derecha del Señor significan su dominio sobre toda la Iglesia, ya que Él es quien puede dar órdenes a los ángeles que rigen el destino de cada una de ellas. Cristo caminando en medio de los candelabros manifiesta su vigilancia y cuidado amoroso sobre las iglesias, simbolizadas en el candelabro por su oración y vida litúrgica. Puesto que la iglesia de Éfeso era la principal de las siete, Cristo se presenta a esta iglesia como el Señor de todas ellas.

Ap 2, 2-3. Estos versículos constituyen una alabanza a la iglesia de Éfeso por haber tenido paciencia en la prueba y por resistir a los falsos apóstoles. Dos actitudes, la paciencia o constancia y la santa intransigencia, que son virtudes básicas para un cristiano. En efecto, la paciencia es la firme constancia en el bien, sin ceder ante el mal; esta virtud hace que los cristianos sean «perfectos e íntegros, sin defecto alguno» (St 1, 4). Es más, «nos gloriamos -afirma San Pablo- en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza» (Rm 5, 3-4). En la Epístola a los Hebreos leemos: «Pues necesitáis paciencia para conseguir los bienes prometidos cumpliendo la voluntad de Dios» (Hb 10, 36). La paciencia, por otra parte, es la primera manifestación que San Pablo señala al hablar de la caridad (cfr. 1Co 13, 4) y una de las notas que adornan al verdadero apóstol (cfr. 2Co 6, 4; 2Co 12, 12). El Señor afirma que mediante la paciencia llegaremos a salvar nuestras almas (cfr. Lc 21, 19). Como decía San Cipriano, la paciencia «es la que proporciona a nuestra fe un fundamento firmísimo; permite que nuestra esperanza crezca hasta lo más alto; dirige nuestros actos para que podamos mantenernos en el camino de Cristo mientras avanzamos con su ayuda; en fin, hace que perseveremos siendo hijos de Dios» (De bono patientiae, XX).
Otra cualidad de la iglesia de Éfeso, que se repite en el v. 6, es resistir con fortaleza a los falsos apóstoles. Por otros escritos del Nuevo Testamento, en especial por los de San Pablo (cfr. 2Co 3, 1; Ga 1, 7; Col 2, 8; etc.) y de San Juan (cfr. 1Jn 2, 19; etc.), sabemos que algunos falseaban el mensaje cristiano interpretándolo torcidamente, tras la apariencia de piedad o de preocupación por los pobres. En nuestro caso, se habla de los nicolaítas, secta herética difícil de determinar. De todas formas, lo importante es destacar la energía de los cristianos de Éfeso en rechazar aquel error. Si esto falta, se da lugar a una falsa tolerancia que es señal cierta de no tener la verdad. Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un… hombre sin ideal, sin honra y sin Fe (Camino, 394).

Ap 2, 4. «No le acusó de falta de caridad -comenta San Francisco de Sales-, sino de que no era como al principio, tan fervoroso, tan dispuesto, tan fecundo, así como solemos declarar de un hombre que de valiente, jovial y gallardo se ha trocado en abatido, triste y decaído» (Tratado del amor de Dios, lib. 4, cap. 22). El Señor, por tanto, se queja de que se ha enfriado en el amor de la primera época.
Para evitar este peligro, al que todos estamos expuestos, es preciso vigilar, rectificar cada día, volver una y otra vez a Dios nuestro Padre. El amor divino, la caridad, no puede apagarse, ha de permanecer ardiendo, cada vez más encendido.

Ap 2, 5. Se exhorta a la conversión, a un cambio de actitud que comporta tres momentos. Primero es preciso el reconocimiento de la propia culpa, la humildad de saberse un pobre pecador: «Reconocer el propio pecado, es más -yendo al fondo de la consideración de la propia personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios» (Reconciliatio et Paenitentia, 13). Luego viene el «dolor de amor» o contrición, que nos mueve a cambiar de conducta. Y por último están las obras de penitencia, que nos llevan a una nueva vida más cerca de Dios, en intimidad entrañable con nuestro Señor.
La llamada a la conversión es una constante en la tarea evangelizadora: «Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia, que continúa la obra redentora de su divino Fundador» (Ibid., n. 23). La amenaza consiste en que, si no cambia de conducta, la iglesia de Éfeso perderá su preeminencia entre aquellas iglesias o, quizá, desaparecerá.

Ap 2, 6. Sobre los nicolaítas ver nota a Ap 2, 14-16.

Ap 2, 7. La imagen del árbol de la vida (cfr. también Ap 22, 2) alude a Gn 2, 9; Gn 3, 22, donde aparece aquel árbol en medio del Paraíso, fuera del alcance del hombre, como símbolo de la inmortalidad. Ahora es Cristo quien dispone del fruto de aquel árbol y lo promete a quien consiga la victoria. Es la promesa de una felicidad sin fin, más que la amenaza del castigo, lo que constituye un estímulo en la lucha de cada día, procurando vencer la batalla presente, pues no sabemos si esa batalla, quizás pequeña, será la última y definitiva: No podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más rápido, cada vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a superarnos, porque en esta competición la única meta es la llegada a la gloria del cielo. Y si no llegásemos al cielo, nada habría valido la pena (Es Cristo que pasa, 77).

Ap 2, 8. Esmirna está situada a unos sesenta kilómetros al norte de Éfeso. También es una ciudad portuaria y, en aquella época, de las principales de la región, distinguiéndose por su fidelidad a Roma, y por el culto que allí se tributaba al emperador. Cristo se presenta a esta iglesia como verdadero Dios «el Primero y el Último» (cfr. Ap 1, 8), esto es, como Aquél que siempre ha existido y nunca dejará de existir. Frente a la divinización del emperador, especialmente cultivada en Esmirna, los cristianos de aquella ciudad vivían con especial intensidad su fe en que sólo Cristo es verdaderamente Señor y Dios, y que como tal se ha manifestado sobre todo en su Resurrección gloriosa.
Por eso recuerda, además, que estuvo muerto pero que ahora ha vuelto a la vida. La forma de los verbos resalta que la muerte de Cristo fue algo transitorio, mientras que su vivir es algo permanente y definitivo (cfr. Ap 1, 18).

Ap 2, 9. Los cristianos de Esmirna tuvieron que soportar la persecución y la pobreza, debida, sin duda, a que rehusaban participar en las actividades relacionadas con el culto al emperador. La situación de pobreza puede convertirse en verdadera riqueza, ya que el Señor se complace en lo que es pobre y pequeño (cfr. 1Co 1, 27-28; St 2, 5). Un antiguo autor cristiano escribía: «Dícese que la mayor parte de nosotros somos pobres. Esto no es un oprobio, sino más bien constituye una gloria, pues el espíritu se rebaja con el lujo y se robustece con la frugalidad. Por otra parte, ¿puede ser pobre quien nada necesita, quien no anhela los bienes ajenos, quien es rico a los ojos de Dios? Es pobre de verdad el que teniendo mucho, desea más (…). Así como el viajero camina más gustoso cuando va menos cargado, del mismo modo, en esa carrera de la vida, es más feliz el pobre libre de embarazos, que el rico agobiado por el peso de las riquezas» (Minucio Félix, Octavius, 36, 3-6).
A esto se añadía la calumnia de algunos judíos, que acusaban a los cristianos de agitadores ante los paganos y las autoridades, y que ejercían gran influencia en la población del imperio romano. Así lo refleja el Martirio de San Policarpo, que narra cómo, unos cincuenta años después de escribirse el Apocalipsis, el santo obispo de Esmirna fue martirizado porque los judíos de la ciudad incitaron al pueblo a pedir su muerte (cfr. Mart. Pol., XII, XIII, XVII, XVIII).
Puesto que colaboraban de esa forma con la idolatría, en lugar de defender a los adoradores del verdadero Dios, no merecían el título honorífico de «judíos», sino más bien el de servidores de Satanás, el adversario de Dios. Oponiéndose a los cristianos, tenían la misma actitud que los que se habían opuesto a Jesucristo, por lo que fueron calificados de hijos del Diablo (cfr. Jn 8, 44). Tales judíos, aunque se llamen así, no son realmente miembros del Pueblo de Dios, pues como enseña San Pablo «no todos los descendientes de Israel son Israel, ni por ser descendientes de Abrahán según la carne todos son hijos (…). Esto es, no los que son hijos de la carne, esos son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son considerados descendencia» (Rm 9, 6-8). El nuevo y verdadero Israel es la Iglesia de Jesucristo, que «reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abrahán según la fe (cfr. Ga 3, 7), están incluidos en la vocación del mismo patriarca» (Nostra aetate, 4).
La dura acusación de este pasaje del Apocalipsis se refiere a aquellos judíos que en tal circunstancia concreta denunciaban con calumnias a los cristianos, por lo que no ha de aplicarse a los judíos en general, de igual modo que «aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (cfr. Jn 19, 6), sin embargo lo que se hizo en su pasión no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras» (Nostra aetate, 4).

Ap 2, 10. La iglesia de Esmirna no recibe ningún reproche del Señor, sino palabras de ánimo: su situación ha sido prevista por Dios, y aunque por poco tiempo -«diez días» (cfr. Dn 1, 12)- todavía aumentará la gravedad de la prueba. De ahí que se exhorte a ser fieles hasta el final, hasta la muerte, para obtener la corona de los vencedores (cfr. 1Co 9, 25; Flp 3, 14; 1P 5, 4). La imagen está tomada de las competiciones deportivas de la época, en las cuales se recibía una corona hecha con hojas de laurel o con flores lozanas, que simbolizaba la perennidad de la gloria, pero en realidad era algo muerto y caduco.
Encontramos aquí, además, todo un programa de vida: la fidelidad a los compromisos adquiridos, la lealtad permanente al amor de Cristo. Para salvarse es necesaria la perseverancia hasta el final, vivir -en palabras de Santa Teresa de Jesús- «con una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la vida eterna), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabajase lo que se trabajase, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino, siquiera no tenga devoción para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección, cap. 21, 2). «Es fácil -recordaba Juan Pablo II- ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura toda la vida» (Hom., 27-I-1979).

Ap 2, 11. «Muerte segunda»: Hace referencia a la condenación definitiva. Más adelante se explica en qué consiste y quiénes la padecerán (cfr. Ap 20, 6.14; Ap 21, 8).

Ap 2, 12-13. Pérgamo, a unos sesenta kilómetros al norte de Esmirna, es famosa, entre otras cosas, por sus templos. Fue la primera ciudad del Asia Menor en la que se erigió un templo al «divino Augusto» y a la «divina Roma» (año 29 a.C.). Poseía un altar monumental, de mármol blanquísimo, dedicado a Zeus. Además era lugar de peregrinación de enfermos que acudían al templo de Esculapio, dios de la salud y los milagros. Por todo ello se le designa como lugar donde tiene su trono Satanás. Pérgamo era conocida también por su gran biblioteca y su industria de pieles para escribir, llamadas pergaminos precisamente por el nombre de la ciudad.
Cristo se presenta a esta iglesia como juez -aquel cuya palabra es eficaz para separar el bien del mal, para premiar o castigar (cfr. Ap 1, 16; Ap 19, 15.21; Hb 4, 12)-, precisamente porque dentro de ella está mezclada la verdad con el error, los que perseveran en la verdadera doctrina con los que mantienen la doctrina de los nicolaítas (cfr. v. 15).
La carta comienza elogiando la fidelidad de esta iglesia, incluso en medio de la persecución que costó la vida a Antipas. No sabemos con seguridad quién era Antipas: antiguas tradiciones hacen referencia a su tortura por el fuego en tiempos de Domiciano. Los emperadores exigían el título de Kyrios, Señor, que comportaba el reconocimiento de su condición divina. Esto suponía un culto idolátrico que un cristiano no podía aceptar. Por ello Tertuliano afirma que no había inconveniente alguno en dar el título de Kyrios –Señor- al emperador, si ese título se refiere a su poder temporal, pero que en modo alguno se le podía titular así si se pretende un sentido distinto y religioso «ut dominum dei vice dicam», como si hiciera las veces de Dios (cfr. Apologeticum, XXXIV).
El nombre dado a ese cristiano muerto por la fe, «mi testigo fiel», era y es un título honorífico de primer orden para el creyente, pues se aplica a quien permanece fiel a la fe en Cristo, aunque en ello le vaya la vida. En los primeros tiempos, cuando la Iglesia era especialmente perseguida, muchos cristianos, siguiendo el ejemplo de San Esteban, el protomártir (cfr. Hch 7, 55-60), derramaron su sangre en testimonio valiente y heroico de la fe. Su muerte serena y llena de esperanza fue un medio fecundo para la expansión del cristianismo, hasta el punto de que Tertuliano afirmaba que la sangre de los mártires era semilla de cristianos (cfr. Apologeticum, CXCVII). También San Justino refiere que cuanto más crecía el número de los mártires más se multiplicaban los cristianos. Ocurre lo mismo que con la vid cuando es podada: las ramas en que se produce el corte florecen con un nuevo retoño (cfr. Diálogo con Trifón, 110, 4).

Ap 2, 14-16. Después de alabar su fidelidad, se expone aquello que hay que corregir: la tolerancia con los que participan en los banquetes cultuales paganos, así como en sus ritos de «fornicación sagrada». Para ello se sirve de la comparación con Balaán, que aconsejaba a las mujeres moabitas que se casaran con los israelitas y les atrajesen al culto de Beelfegor, dios de Moab (cfr. Nm 31, 16). Respecto a los nicolaítas algunos autores antiguos opinan que fue una herejía suscitada por Nicolás, uno de los primeros siete diáconos (cfr. Hch 6, 5); sin embargo, esta opinión no parece tener fundamento serio. El error de aquellos herejes era explicable en una sociedad donde los cristianos convivían con los paganos, entre los que abundaban los banquetes sagrados en honor de los ídolos, así como los ritos de índole erótica. Es una situación combatida en más de una ocasión (cfr. p. ej. Rm 14, 2.15; 1Co 8-10; 2Co 2, 16).
Como en Ap 2, 5 se vuelve a exhortar a la conversión, lo mismo que ocurrirá en casi todas las cartas restantes. Juan Pablo II afirma que «en todas las épocas históricas esta invitación constituye la base misma de la misión de la Iglesia» (Alocución, 28-II-82). El Romano Pontífice señala, además, el origen de la conversión: «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer a Dios de este modo, quienes lo 'ven' así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, in statu conversionis; es este estado el que traza la componente profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris» (Dives in Misericordia, 13).

Ap 2, 17. En la promesa del maná escondido que recibirán los vencedores, se puede ver la contraposición con el pecado de participar en los banquetes idólatras. También San Pablo contrapone los sacrificios hechos a los ídolos con el sacrificio eucarístico, y enseña que no se puede «beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios (…), participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios» (1Co 10, 21). Por otra parte, San Juan nos refiere en otro lugar cómo el Señor alude al maná al hablar de la Eucaristía (cfr. Jn 6, 31-33). Aquel alimento que Yahwéh proporcionó a su Pueblo en el desierto es llamado «pan del cielo» (cfr. Ex 16, 4) y también «pan de los ángeles» (cfr. Sal 78, 25), siendo objeto de veneración depositado en el Arca de la Alianza (cfr. Hb 9, 4). Al decirnos aquí que se trata del maná escondido, se alude a la índole divina y sobrenatural del premio de la bienaventuranza celestial, del cual se participa aquí de manera incoada en la Sagrada Comunión y de forma plena en la vida eterna.
La «piedrecita blanca» hace referencia a la costumbre de mostrar una piedra, sellada de forma adecuada, como contraseña o billete de entrada para poder participar en una fiesta o banquete. El nombre esculpido indica en nuestro caso la participación del cristiano en los bienes que el Señor concede sólo a los vencedores.
Por otra parte la circunstancia de que sólo el que recibe la piedra conoce lo que hay escrito en ella, alude a la relación personal e íntima que hay entre Dios que llama y el hombre que es llamado. Repasad con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Is 43, 1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! (Amigos de Dios, 312).

Ap 2, 18. Tiatira, situada a unos sesenta y cinco kilómetros al sudeste de Pérgamo, era la menos importante de las siete ciudades mencionadas, pero tenía florecientes industrias de fundición, tejidos y tintorería. En Hch 16, 13-15, se refiere la conversión de Lidia, dedicada al comercio de púrpura y originaria de Tiatira. Había numerosos grupos gremiales, que con frecuencia celebraban fiestas patronales en honor de los dioses. Esto constituía un peligro para los cristianos, ya que se veían obligados a tomar parte en dichos festejos.
Jesucristo se presenta explícitamente como el «Hijo de Dios». Es la única vez que en el Apocalipsis se le da este título, aunque se trata de una verdad expresada con frecuencia al decir que Dios es Padre de Cristo (cfr. Ap 1, 6; Ap 2, 28; Ap 3, 5.21; Ap 14, 1). Como Hijo de Dios, Jesucristo aparece revestido de los atributos propios de la divinidad: la ciencia divina, por la que es capaz de conocer lo más íntimo del hombre (cfr. v. 23), y el poder (cfr. nota Ap 1, 14-15). Son los atributos que se van a manifestar especialmente en su actuación de cara a la iglesia de Tiatira.

Ap 2, 19. Se alaban, en primer lugar, las buenas obras de esta iglesia, entre las que se destacan las realizadas en servicio (diakonía) de los pobres (cfr. Hch 11, 28; Rm 15, 25.31; 1Co 16, 15; 1P 4, 10; etc.). A diferencia de Éfeso, sus «últimas obras» son más perfectas que las de antes, es decir, progresan en la virtud.

Ap 2, 20-23. De nuevo recrimina el Señor la tolerancia de aquellos cristianos frente a la participación de algunos creyentes en los cultos paganos, por lo que implicaba de idolatría y perversión moral. Al parecer se trata de la misma herejía de los nicolaítas, esta vez simbolizados con la figura de Jezabel, la esposa del rey Acab, que indujo a gran parte del pueblo al pecado de idolatría (cfr. 1R 16, 31; 2R 9, 22). Pudiera ser que se tratara de una mujer real -designada simbólicamente con ese nombre bíblico- que se hacía pasar por profetisa y engañaba a muchos, atrayéndolos a la participación en los ritos y banquetes idólatras. Ante tal situación no era admisible el silencio, pues cuando debiendo señalar el error no se hace, se cae en cierta complicidad con él.
Se pone de manifiesto la paciencia de Dios, que ha esperado su enmienda, condenando por fin la obstinación en su pecado. Es una condena que han de tener en cuenta quienes se empecinan en el mal, pues «cuanto más retrasamos salir del pecado y volver a Dios, amonestaba el Santo Cura de Ars, mayor es el peligro en que nos ponemos de perecer en la culpa, por la sencilla razón de que son más difíciles de vencer las malas costumbres adquiridas. Cada vez que despreciamos una gracia, el Señor se va apartando de nosotros, quedamos más débiles, y el demonio toma mayor ascendiente sobre nuestra persona. De aquí concluyo que, cuanto más tiempo permanecemos en pecado, en mayor peligro nos ponemos de no convertirnos nunca» (Sermones escogidos, Domingo cuarto de Cuaresma).
El castigo será terrible: postrará a Jezabel en el lecho con dolorosa enfermedad (cfr. Ex 21, 18; Jdt 8, 3; 1M 1, 5). Les advierte que lo mismo ocurrirá con sus seguidores, para ver si de esa forma se arrepienten de sus actos. Es decir: que el Señor sigue esperando la conversión, sirviéndose del mismo castigo como ocasión para que el pecador recapacite y se arrepienta.

Ap 2, 24-28. El conocimiento de «las profundidades de Satanás» era otro aspecto de la herejía nicolaíta, que pretendía poseer doctrinas secretas para la salvación. Ese tipo de conocimientos lo relacionan algunos con el gnosticismo, que ya entonces se propagaba por Oriente
A cuantos no han seguido esas doctrinas se les exhorta a que perseveren en las buenas obras hasta la llegada del Señor: o bien al fin de los tiempos, o bien en el momento en que cada uno se ha de encontrar con Él después de la muerte.
La promesa hecha a los vencedores está tomada del Salmo segundo (cfr. Sal 2, 9), y consiste en participar de la soberanía y el poder de Cristo, alcanzando entonces una comunión plena con Él.
La «estrella de la mañana» es una expresión que en otro pasaje se aplica a Jesucristo (cfr. Ap 22, 16). Con estas palabras se insiste, posiblemente, en esa comunión perfecta con el mismo Señor del que persevera hasta el fin. Al simbolismo del poder que se dará a los vencedores, indicado en los vv. 26 y 27, se añade ahora, en el v. 28, la participación en la Resurrección y la Gloria de Cristo, expresada por la imagen de la «estrella de la mañana», que anuncia el día, esto es, la vuelta a la vida, la resurrección.

Ap 3, 1. Sardes, unos cincuenta kilómetros al sureste de Tiatira, era un importante nudo de comunicaciones, y famosa por su acrópolis inexpugnable. Herodoto describe a sus habitantes como gente inmoral y licenciosa (cfr. Historia 1, 55). Probablemente este ambiente habría influido también en los cristianos.
Cristo se presenta ahora como el que posee la plenitud del Espíritu para actuar y transformar las iglesias, santificándolas desde dentro (cfr. nota a Ap 1, 4). También se presenta como Señor y Soberano de la Iglesia universal (cfr. nota a Ap 2, 1), mostrando así que siempre está dispuesto a infundir nueva vida.
A la iglesia de Sardes le recrimina que vive de nombre pero de hecho está muerta, significando que, aunque mantiene apariencias cristianas mediante prácticas exteriores, sin embargo la mayoría de sus miembros -no todos (cfr. v. 4)- están alejados de Cristo, sin vida interior, en situación de pecado. Quien vive de esta forma está muerto. Ya nuestro Señor había descrito la situación del hijo pródigo como una muerte: «Este hijo mío -exclama el padre de la parábola- estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15, 24); y lo mismo San Pablo invita a los cristianos a ofrecerse a Dios «como quienes, muertos, han vuelto a la vida» (Rm 6, 13). Ahora, en este pasaje del Apocalipsis, se nos dice que esta situación de muerte, espiritual pero real, se debe a que las obras de aquella iglesia no eran buenas ante Dios (v. 2); eran obras que producían la muerte interior, lo que llamamos pecado mortal. «Siguiendo la tradición de la Iglesia -señala Juan Pablo II-, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam) (…). El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su principio vital: es un pecado mortal, o sea un acto que ofende gravemente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de destrucción» (Reconciliatio et Paenitentia, 17).

Ap 3, 2-3. La vigilancia es necesaria siempre, pero especialmente en determinadas circunstancias. Así ocurre en Sardes, donde todavía hay un grupo que no ha caído en la muerte del pecado. Ante esa situación es preciso reaccionar y confirmar en la fe a los que están en peligro. Conviene recordar cuanto en un principio se aprendió, rememorar las enseñanzas recibidas y tratar de conformar con ellas la propia vida. Aquí no sólo se exhorta a la conversión, sino que se concreta el modo de realizarla: confrontando y adecuando la vida con la Palabra de Dios. Y es que nadie está seguro, -enseña comentando este pasaje San Josemaría Escrivá- si deja de pelear consigo mismo. Nadie puede salvarse solo. Todos en la Iglesia necesitamos de esos medios concretos que nos fortalecen: de la humildad, que nos dispone a aceptar la ayuda y el consejo; de las mortificaciones, que allanan el corazón, para que en él reine Cristo; del estudio de la Doctrina segura de siempre, que nos conduce a conservar en nosotros la fe y a propagarla (Es Cristo que pasa, 81).
«Vendré como un ladrón»: Esta imagen se halla también en otros escritos del Nuevo Testamento (cfr. Mt 24, 42-51; Mc 13, 36; Lc 12, 39 ss.; 1Ts 5, 2; 1P 3, 10). No se quiere decir que el Señor esté al acecho para sorprender desprevenido al hombre, como un cazador que trata de abatir su presa. Se trata sencillamente de una advertencia a que vivamos en gracia de Dios, preparados para rendir cuentas al Señor. De ese modo, no correremos el riesgo de encontrarnos con las manos vacías en el momento de la muerte. Llegará aquel día, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo (Amigos de Dios, 40).

Ap 3, 4-5. En medio de aquel ambiente corrompido existen cristianos que no se han contaminado con los cultos y costumbres inmorales de los paganos, y que mantienen, por tanto, su fidelidad cristiana, simbolizada en el vestido blanco. De esta forma podrán seguir a Cristo en su triunfo y formar parte de la Iglesia de los santos. En más de una ocasión las visiones de San Juan hablarán de los bienaventurados vestidos con túnicas blancas (cfr. Ap 7, 9.13; Ap 15, 6; Ap 19, 14). Con este color se simboliza no sólo la pureza, sino también la alegría del triunfo.
El símbolo del «libro de la vida», frecuente en el Apocalipsis (cfr. Ap 13, 8; Ap 17, 8; Ap 20, 12.15; Ap 21, 27; etc.), es una imagen tomada del Antiguo Testamento, donde se afirma que los que pertenecen al pueblo de Israel son registrados en «el libro de la vida», llamado también «el libro de Dios» (cfr. Sal 69, 29; Ex 32, 32 ss.). Los que están escritos en él tendrán parte en las promesas de salvación (cfr. Is 4, 3), mientras que aquellos que no sean fieles a la Ley serán excluidos del Pueblo de Dios y borrados del «libro de la vida». Además del Apocalipsis, en otros libros del Nuevo Testamento se utiliza también esta imagen (cfr., p. ej., Lc 10, 20; Flp 4, 3).
El nombre de los vencedores permanecerá escrito en el «libro de la vida», donde figuran los que han sido fieles a Cristo, lo mismo que figuraban aquellos que pertenecían al pueblo de Israel.
Por último, en el día del juicio, los cristianos que hayan permanecido fieles, gozarán del testimonio de Cristo en su favor (cfr. Mt 10, 32; Lc 12, 8).

Ap 3, 7. Filadelfia pertenecía a la provincia de Lidia y se encuentra a unos cuarenta y cinco kilómetros al sureste de Sardes. Su situación geográfica le constituía en una puerta de acceso a toda la Frigia. Por eso dirá el autor sagrado que hay en ella una puerta abierta, expresión que también usa San Pablo para referirse a las posibilidades en el apostolado (cfr. 1Co 16, 2; 2Co 2, 12; Col 4, 3).
Había sufrido un terremoto hacia el año 17 d.C., circunstancia a la que se alude con la promesa de que se hará sólida columna del templo de Dios (v. 12). Al ser reconstruida, se le cambió de nombre, Neocesarea, aunque fue un nombre que pronto cayó en desuso. En cambio, el nombre que aquí se promete (cfr. v. 12), el nombre de Dios y el de la nueva Jerusalén, el nombre nuevo, permanecerá para siempre. En Filadelfia había un grupo numeroso e influyente de judíos a los que se refiere el v. 9, donde se habla de que muchos de ellos acabarán convirtiéndose y reconociendo a la Iglesia, Esposa muy amada de Jesucristo.
Los títulos con que Jesucristo se denomina manifiestan claramente su divinidad: el calificativo de «el Santo» es propio de Yahwéh, como vemos con frecuencia en el Antiguo Testamento (cfr. Lv 11, 44; Jos 24, 19; Is 6, 3; Is 13, 6; Jb 6, 10; etc.). En cuanto al título «el Veraz», el Verdadero -empleado también por San Juan en su Evangelio (cfr., p. ej., Jn 1, 9; Jn 4, 23; Jn 7, 28; Jn 15, 1; Jn 17, 3)-, evoca la firmeza y la constancia, la fidelidad (émet en hebreo) del Señor en cumplir sus promesas (cfr. Sal 86, 15; Sal 116, 1-19; Sal 135, 1-21). Por otra parte, la expresión «el que tiene la llave de David», con poder de abrir y cerrar, significa la soberanía absoluta de Cristo en el Reino mesiánico. Esta misma metáfora había sido utilizada por el Señor al conferir el primado a San Pedro (cfr. Mt 16, 19) y al transmitir sus poderes al Colegio Apostólico (cfr. Mt 18, 18).

Ap 3, 8-12. Elogia la fidelidad de estos cristianos a pesar de sus limitaciones. Como premio se les concede una puerta abierta, que el enemigo no podrá cerrar. Con esta metáfora se les asegura el éxito apostólico, por encima de las dificultades que los enemigos suscitarán (cfr. 1Co 16, 9; 2Co 2, 12; Col 4, 3). También se pueden interpretar esas palabras como una promesa de tener libre la entrada en el Reino.
Sobre la «sinagoga de Satanás», cfr. la nota a Ap 7, 9. La promesa de que los enemigos reconocerán su derrota y acatarán al vencedor recuerda a Is 49, 23 y Is 60, 14, donde se predice el homenaje y acatamiento que las naciones profesarán al Pueblo elegido. Antes, sin embargo, sobrevendrá una tribulación de alcance universal, tal como se describe más adelante (cfr. cap. Ap 8-9 y 16). Entonces serán protegidos los que permanecieron fieles. En cuanto a la llegada inminente que se anuncia, recordemos lo dicho en Ap 1, 1 respecto a la amplitud con que debemos considerar el valor temporal de estas frases (cfr. también Ap 22, 12.20). Al final, después de la lucha y de la victoria, la iglesia de Filadelfia será columna del templo, es decir ocupará un lugar preeminente (cfr. Ga 2, 9).
Al decir que no ha negado el nombre de Jesús, a pesar de sus pocas fuerzas, se está señalando de forma implícita que la fortaleza para vencer le ha venido de Dios, que muchas veces actúa y triunfa por medio de la debilidad y la limitación del hombre. Ya San Pablo decía en este sentido a los fieles de Corinto: «Considerad si no, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios» (1Co 1, 26-29).

Ap 3, 14. Laodicea se encuentra en los confines de Frigia, a unos sesenta y cinco kilómetros al sureste de Filadelfia. Es mencionada también por San Pablo cuando recomienda a los de Colosas que se intercambien las cartas que les escribió a ellos y a los de Laodicea (cfr. Col 4, 16).
Jesucristo recibe el título de «Amén». Es una denominación que encontramos en Is 65, 16 aplicada a Yahwéh. Con una expresión similar habla San Pablo de Cristo en 2Co 1, 20. En ambos textos se trata de un nombre divino que, aplicado a Cristo, supone una afirmación de su naturaleza divina. El «Amén» hace referencia a la verdad, y está en relación con el título de «Veraz» de la carta anterior. Destaca la condición estable y firme, leal e inmutable del Señor. Por eso lo que sigue, «el testigo fiel y veraz», es una aposición que aclara el significado genuino del apelativo «Amén» (cfr. Ap 1, 5).
La interpretación más adecuada de la frase «el principio de la creación» es la que ve en ella una expresión del papel que Jesucristo tiene en la creación: pues «todo fue hecho por él» (Jn 1, 3), y por tanto es el creador de cielos y tierra junto con el Padre y el Espíritu Santo.

Ap 3, 15-16. Las circunstancias prósperas en que vivía Laodicea pudieron contribuir a la situación de laxitud y de tibieza recriminadas. Recuerda la actitud que había adoptado también Israel en los momentos de prosperidad: cuando todo iba bien, el pueblo se olvidaba de Yahwéh cayendo en una vida relajada y muelle (cfr. p. ej., Dt 31, 20; Dt 32, 15; Os 13, 6; Jr 5, 7).
La existencia de aguas termales, próximas a la ciudad, da pie a esa comparación tan expresiva, que es una seria amenaza contra la tibieza. Así se manifiesta la repugnancia divina ante la mediocridad y el aburguesamiento. Como observa Casiano, uno de los fundadores del monaquismo occidental, es preciso sacudir con energía esos principios de tibieza: «Nadie atribuya su descarrío a un repentino derrumbamiento, sino (…) a haberse apartado de la virtud poco a poco, por una pereza mental prolongada. De ese modo es como comienzan a ganar terreno insensiblemente los malos hábitos, y sobreviene una situación extrema. 'El derrumbamiento viene precedido por un deterioro y éste por un mal pensamiento' (Pr 16, 18). Sucede lo mismo que con una casa: se viene abajo un buen día sólo en virtud de un antiguo defecto en los cimientos o por una desidia prolongada de sus moradores» (Collationes, VI, 17).
Tibieza y mediocridad espirituales son muy afines. En cualquier caso no son camino de vida cristiana. En palabras del Fundador de la Universidad de Navarra: 'In medio virtus…' -En el medio está la virtud, dice la sabia sentencia, para apartarnos de los extremismos. -Pero no vayas a caer en la equivocación de convertir ese consejo en eufemismo para encubrir tu comodidad, cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento.
Medita aquellas palabras de la Escritura Santa: '¡ojalá fueras frío, o caliente! Mas por cuanto eres tibio y no frío, ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca'
(Surco, 541).

Ap 3, 17-19. La iglesia de Laodicea no se daba cuenta de su peligrosa situación espiritual. El florecimiento de su industria y comercio, así como la falta de persecuciones, le hacía creerse rica y sin necesidad de nada, uniendo a la tibieza el orgullo y la soberbia. Los fieles de aquella iglesia habían caído en el peligro de autosuficiencia que toda riqueza lleva consigo, y que movió al Señor a decir que difícilmente entrarán los ricos en el Cielo (cfr. Mt 19, 23), destacando a menudo el peligro de apegamiento a los bienes materiales (cfr. Lc 1, 53; Lc 6, 24; Lc 12, 21; Lc 16, 19-31; Lc 18, 23-25). Engreídos por su buena posición económica no caían en la cuenta de la necesidad de la gracia divina, en comparación de la cual todos los bienes del mundo no valen nada. En este sentido dice San Pablo: «Cuanto era para mí ganancia, por Cristo lo estimo como pérdida. Aún más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo…» (Flp 3, 7-8).
En Laodicea existía una importante industria textil, dedicada en especial a la fabricación de tejidos de lana negra. En lugar de ponerse esos tejidos han de vestirse con las vestiduras blancas, que sólo el Señor puede facilitar y que son el distintivo de los elegidos (cfr., p. ej., Mt 17, 2 y par.; Ap 3, 4-5; Ap 7, 9). Por otra parte, Laodicea era famosa también por sus oculistas, tales como Zeuxis y Filetos, que habían conseguido un colirio de gran eficacia. Jesucristo ofrece un colirio todavía mejor: con él percibirán los laodicenses la gravedad de su estado. Esta seria amenaza no proviene de la ira de Dios sino de su amor de Padre que, precisamente porque ama, reprende y corrige: «Al que Yahwéh ama le corrige, y aflige al hijo que le es más querido» (Pr 3, 12). Tras citar estas palabras, la Epístola a los Hebreos añade: «Lo que sufrís sirve para vuestra corrección. Dios os trata como a hijos, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si se os privase de la corrección, que todos han recibido, seríais bastardos y no hijos» (Hb 12, 7-8).
«Ten, pues, celo»: Equivale a decir: Sal, por tanto, de la tibieza y entra en el fervor de la caridad, en el celo ardiente por la gloria de Dios.

Ap 3, 20-21. La imagen de Cristo llamando a la puerta es de las más bellas y enternecedoras de la Biblia. Recuerda al Cantar de los Cantares, en donde el esposo exclama: «¡Ábreme, hermana mía, amada mía, inmaculada mía! Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de escarcha de la noche» (Ct 5, 2). Es un modo de expresar el afán divino que nos llama a una intimidad mayor, y lo hace de mil formas a lo largo de nuestra vida. Hay que estar a la escucha y abrir las puertas a Cristo. Poéticamente evoca esta escena un escritor del siglo de Oro español:
«¡Cuántas veces el ángel me decía:
'Alma, asómate ahora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía!'
¡Y, cuántas, Hermosura soberana,
'mañana le abriremos', respondía,
para lo mismo responder mañana!»
(Lope de Vega, Rimas sacras, Soneto 18).
El Señor espera nuestra correspondencia a su llamada, y cuando nos esforzamos en responder reavivando la vida interior, llega a producirse el gozo inefable de la intimidad con Él. Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta en nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa -aunque no es cosa de sentimientos-, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo (Ap 3, 20). ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo? (…). La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso. Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida contemplativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa (cfr. Sal 106, 1) (Es Cristo que pasa, 8).
Jesucristo afirma que los que venzan se sentarán con Él en su trono. Una respuesta parecida había dado a San Pedro cuando prometió a los apóstoles que se sentarían en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (cfr. Mt 19, 28; Mt 20, 20 ss.). Por «trono» se entiende la potestad soberana que Cristo ha recibido del Padre. Por tanto, la promesa de sentarse en él es un modo de expresar la participación en el triunfo y realeza de Cristo por parte de quienes le son fieles (cfr. 1Co 6, 2-3).

Ap 4, 1. Se inicia la segunda parte del Apocalipsis, que comprende el resto del libro hasta el Epílogo. El autor describe las visiones que conciernen al porvenir de la humanidad y, sobre todo, a su final con el triunfo definitivo de nuestro Señor Jesucristo en su segunda venida. Comienza con una solemne introducción (caps. 4-5), para pasar, como en una primera sección (Ap 6, 1-Ap 11, 14), a las visiones de los siete sellos y de las seis primeras trompetas, en las que contempla los acontecimientos previos al combate final, con la victoria definitiva de Cristo. El combate comienza con el toque de la séptima trompeta y se va desarrollando, como en una segunda sección (Ap 11, 15-Ap 22, 5), hasta la derrota completa de la bestia y el establecimiento definitivo del Reino de Dios en la Jerusalén celestial.
En la visión introductoria (caps. 4-5) se describe, en primer lugar, la grandeza de Dios en el Cielo, su gloria, reconocida y cantada por todas las criaturas (cap. 4). Sólo Él tiene en sus manos los destinos del mundo y de la Iglesia. Nadie los puede conocer, excepto Jesucristo, que, por su muerte y Resurrección, nos desvela los planes divinos de salvación. Todo esto viene expresado en el cap. 5 con la imagen del Cordero que tiene poder para abrir el libro y sus siete sellos.

Ap 4, 1-3. Cristo resucitado y glorioso, que había hablado antes a San Juan (cfr. Ap 1, 10-13), le invita ahora, en una nueva visión, a subir al cielo para contemplar los decretos de Dios sobre el mundo. «Tener una visión», «ser elevado al cielo» o «caer en éxtasis» son tres formas diversas de expresar una misma realidad: que Dios revela algo al autor del libro. Puesto que de ahora en adelante va a tratar de cosas que pertenecen a los designios divinos, totalmente trascendentes al conocimiento humano, el autor emplea la imagen de «subir al cielo», para poder contemplar allí las cosas que pertenecen al ámbito celeste, es decir, a Dios. «Subir al cielo» es equivalente a «caer en éxtasis», lo que significa ser poseído de forma extraordinaria por el Espíritu Santo, para percibir lo que Dios quiere manifestarle mediante una revelación (cfr. nota a Ap 1, 10).
Se le va a revelar «lo que ha de suceder después», es decir, los acontecimientos relacionados con el futuro, pero que ya han comenzado a realizarse en el tiempo en que vive el autor del libro, y que culminarán al final de la Historia. La revelación que recibe le desvela el sentido último de lo que ya está sucediendo en el tiempo, pues el desenlace final está garantizado por el poder de aquel que se lo revela: Jesucristo.
En la descripción del Cielo resalta ante todo la majestad y la soberanía de Dios. El Cielo es presentado con la imagen del trono, tomada de los profetas Isaías (cfr. Is 6, 1) y Ezequiel (cfr. Ez 1, 26-28; Ez 10, 1). El aspecto de Dios se compara a los colores vivos de las piedras preciosas, evitando así representaciones antropomórficas. La mención del arco iris alrededor del trono no sólo viene a destacar el aspecto celeste de Dios, sino que también recuerda que es el mismo Dios misericordioso que prometió no destruir a la humanidad (cfr. Gn 9, 12-17).

Ap 4, 4. La soberanía que Dios ejerce sobre el mundo -representada en el trono- es participada por algunos que, en la visión, se contemplan también sentados en tronos. Se les describe simbólicamente como veinticuatro ancianos que forman una especie de Senado o consejo celestial de Dios. A lo largo del libro estos veinticuatro ancianos aparecen con frecuencia, siempre junto a Dios, tributándole gloria y adoración (cfr. Ap 4, 10; Ap 5, 9; Ap 19, 4), ofreciéndole las oraciones de los fieles (cfr. Ap 5, 8), o explicando al autor del libro lo que está viendo (cfr. Ap 5, 5; Ap 7, 13). No sabemos exactamente si representan a los ángeles o a los santos en el Cielo. Los Santos Padres y los comentaristas recientes los interpretan en ambos sentidos.
El número simbólico de veinticuatro y la forma de describirlos nos inclinan a pensar que se trata de los santos glorificados. Son doce más doce, es decir, el número de las Tribus de Israel más el de los Apóstoles. A éstos ya había prometido el Señor que se sentarían en tronos (cfr. Mt 19, 28). Los veinticuatro ancianos representarían pues, a la Iglesia celeste, que incluye el antiguo y el nuevo Israel, y que, en el Cielo, tributa a Dios la alabanza perfecta, e intercede por la Iglesia en la tierra. También se ha visto el número veinticuatro como reflejo de las veinticuatro clases sacerdotales del judaísmo, destacándose así el aspecto de la liturgia celeste (cfr. 1Cro 24, 7-18; 1Cro 25, 1.9-13). En cualquier caso, las vestiduras blancas significan que han conseguido la salvación definitiva (cfr. Ap 2, 5); y las coronas de oro, el premio que han merecido (cfr.Ap 2, 10), o su posición eminente entre los cristianos, que tienen la promesa, si salen vencedores, de sentarse en el trono de Cristo (cfr. Ap 3, 21).
Con las visiones de carácter simbólico, el Apocalipsis muestra la unión entre la Iglesia triunfante y la Iglesia militante, y en concreto la relación entre la alabanza a Dios que se realiza en el cielo y la que, en la tierra, tributamos al Señor en la Liturgia. Así lo enseña también el Concilio Vaticano II: «En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios (…). Cantamos al Señor el himno de la gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él» (Sacrosanctum concilium, 8).

Ap 4, 5. Esta visión se parece a las teofanías del Antiguo Testamento, en especial a la del Sinaí. Allí también la presencia del Señor se manifestó con relámpagos y truenos (cfr. Ex 19, 16). La tempestad simboliza también de ordinario el poder y la majestad de Dios que se revela (cfr. Sal 18, 14; Sal 50, 3; etc.) y despliega su poder salvífico. Más adelante el autor volverá a mencionar, con mayor detalle, los signos de la manifestación de Dios, dando así un carácter progresivo al contenido del libro (cfr. Ap 8, 5; Ap 11, 19; Ap 16, 18; etc.). Considerar el fuego como expresión del Espíritu de Dios ha pasado a ser tradición común en la Iglesia. Sobre los siete espíritus, cfr. nota a Ap 1, 4

Ap 4, 6-7. Para describir la majestad de Dios en el Cielo, San Juan emplea elementos simbólicos cuya significación, a veces, no es fácil de determinar. Así ocurre con la imagen del mar transparente como el cristal, y con los cuatro seres vivos en medio y alrededor del trono. Podemos pensar que ese cuadro viene a ser como una réplica celeste de la disposición del templo construido por Salomón, en el que ante el sancta sanctorum, lugar de la presencia de Dios, había una gran pila de agua para las purificaciones, llamada mar de bronce, y figuras de animales, doce toros (cfr. 1R 7, 23-26; 2Cro 4, 2-5). Esta semejanza entre el Cielo y el templo sería expresión de la relación entre la liturgia terrena y la celestial (cfr. nota a Ap 4, 4).
El mar transparente se puede entender también como alusión al dominio absoluto de Dios sobre todos los poderes del mundo. En efecto, el mar en la tradición bíblica es con frecuencia símbolo de los poderes tenebrosos (cfr. Ap 13, 1; Ap 21, 1). Pero ante Dios es totalmente transparente, es decir, Dios tiene dominio sobre él, de igual forma que, según Gn 1, 2, el espíritu de Dios operaba sobre la superficie de las aguas.
Por otra parte, en Ap 15, 2 se dice que sobre ese mar transparente se mantendrán en pie los bienaventurados alabando al Señor: como los israelitas pasaron el mar Rojo, así pasarán también, por encima de ese mar sólido, los vencedores de la bestia, para llegar hasta Dios.
El autor del Apocalipsis se apropia las imágenes con que los profetas describían la gloria de Yahwéh. La representación de los cuatro seres y el aspecto de cada uno depende estrechamente del profeta Ezequiel, en su visión del «carro de Yahwéh» transportado por cuatro seres celestes, ángeles, que representan la inteligencia, la nobleza, la fuerza y la agilidad (cfr. Ez 1, 10; Ez 10, 12; Is 6, 2).
La tradición cristiana, ya desde San Ireneo, ha considerado a los cuatro seres como representación de los cuatro evangelistas, ya que ellos son los portadores de la figura de Jesucristo: el hombre simboliza a San Mateo, cuyo evangelio comienza con la genealogía humana de Cristo; el león a San Marcos que inicia su obra hablando de la voz que clama en el desierto, donde se oye el rugido del león; el toro hace referencia a los sacrificios del Templo, lugar donde sitúa San Lucas el principio de su relato; el águila representa a San Juan, que se remonta hasta lo más alto para contemplar la divinidad del Verbo.

Ap 4, 8-11. El canto de los cuatro seres es el mismo que oye el profeta Isaías a los serafines de seis alas, en su visión de Dios en el Templo de Jerusalén (cfr. Is 6, 1-3). San Juan modifica el final del cántico introduciendo el nuevo nombre de Dios, a partir del significado de Yahwéh (cfr. nota a Ap 1, 4). Los cuatro seres, que por el número cuatro simbolizan el gobierno de todo el universo, tienen la iniciativa en la adoración y en la alabanza. Pero a ellos se une todo el pueblo de Dios representado en los veinticuatro ancianos, es decir, la Iglesia triunfante en el Cielo. Arrojar las coronas significa reconocer que su triunfo se debe a Dios, y a Él solo pertenece el poder. El motivo fundamental de la alabanza es aquí la obra creadora de Dios. Al narrar esta visión, el autor del Apocalipsis está invitando a la Iglesia peregrina aún en la tierra a unirse a la adoración y a la alabanza que en el Cielo se tributa a Dios creador.
La Iglesia hace suya esta alabanza en la liturgia eucarística: al final del Prefacio, se repite el canto angélico del Sanctus como preparación inmediata a la recitación del Canon. Este canto angélico, común en el cielo y en la tierra, nos hace pensar en el aspecto trascendente de la Misa, donde el culto a Dios rebasa las fronteras del espacio y del tiempo, alcanzando un valor que incide positivamente en el mundo entero.
En efecto, todos los cristianos, por la Comunión de los santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus… (Es Cristo que pasa, 89). Sobre esta intercomunicación de alabanza y de gratitud, de gracias y de perdón, que se da en la celebración eucarística dice el Santo Cura de Ars: «La Santa Misa alegra a toda la corte celestial, alivia a las pobres ánimas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellas derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos» (Sermones escogidos, Domingo segundo después de Pentecostés).

Ap 5, 1-5. El libro sellado contiene los misteriosos designios salvíficos de Dios que nadie en el mundo puede desvelar (v. 3). Sólo Cristo resucitado podrá tomar el libro y mostrar su contenido (v. 6-7). Por ello, es alabado por los cuatro seres, por los ancianos (v. 8-10), por una inmensa multitud de ángeles (v. 11-12) y por la creación entera (v. 13-14).
La imagen de un libro -o un rollo-, conteniendo los misteriosos designios de Dios sobre la humanidad, la había usado especialmente el profeta Daniel (cfr. Dn 12, 4-9; también Is 29, 11), afirmando que la profecía estaría sellada hasta los últimos tiempos. San Juan toma ahora esa imagen para mostrar que con Cristo ha comenzado ese final, y por tanto se van a revelar los designios de Dios. El número de siete sellos acentúa el carácter oculto de su contenido; estar escrito por las dos caras subraya su riqueza.
Conocer cuanto hay escrito en él, el designio de Dios, afecta profundamente al autor del Apocalipsis, y a todo hombre, pues significa descubrir el sentido de la vida, y liberar al hombre de la angustia frente a las vicisitudes de la historia y la oscuridad del final. De ahí que el autor del Apocalipsis llore angustiosamente porque nadie puede abrir el libro
Al estar cerrado se retrasa la manifestación de la salvación de los hombres y el consuelo de la Iglesia. Pero pronto cesan las lágrimas al saber que Cristo, llamado aquí «león de la tribu de Judá» y «vástago de David» (cfr. Gn 49, 9; Is 11, 1.10), ha triunfado y, precisamente por su triunfo, es capaz de abrir los siete sellos.
Ese triunfo de Cristo contempla la Iglesia cuando «cree que Cristo, muerto y resucitado por todos da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su altísima vocación (…). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro» (Gaudium et spes, 10). «En realidad -añade el Concilio- el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5, 14), es decir, de Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de la vocación» (Gaudium et spes, 22).

Ap 5, 6-7. La razón del poder de Cristo para abrir el libro está en su muerte y Resurrección, realidad expresada con la figura del Cordero, de pie, erguido y triunfante, y al mismo tiempo inmolado, sacrificado. Ya en el cuarto Evangelio, Juan el Bautista llama a Cristo «Cordero de Dios» (Jn 1, 29.36). En el Apocalipsis llega a ser la denominación más frecuente: Cristo es el Cordero exaltado hasta el trono de Dios y actuando con poder sobre el Universo (cfr. Ap 5, 8.12-13; Ap 6, 1.16; Ap 7, 9-10; Ap 13, 8; Ap 15, 3; etc.). Es por tanto un título cristológico característico de los escritos de San Juan, tan lleno de profundidad y riqueza teológica, que la Iglesia lo mantiene con especial veneración. Así lo usa con frecuencia en la Liturgia, especialmente en la Santa Misa, cuando después del rito de la paz, invoca al Cordero de Dios por tres veces, y en el momento de la Comunión lo presenta ante los fieles como Aquél que quita el pecado del mundo, al tiempo que proclama dichosos a los invitados a su banquete nupcial (cfr. Ap 19, 9).
La imagen del Cordero evoca al cordero pascual, con cuya sangre se tiñeron los dinteles de las casas judías, como señal para librarles del castigo divino que el Ángel de Yahwéh infligió a Egipto (cfr. Ex 12, 7.13). A la figura del Cordero se refiere San Pablo al decir que «Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado» (1Co 5, 7). En un momento cumbre del profetismo del AT, Isaías presenta al Mesías bajo la figura del Siervo paciente de Yahwéh, que «era llevado al sacrificio como un cordero» (Is 53, 6). San Pedro, apoyado en Is 53, 12, afirma que el Señor «llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia» (1P 2, 24).
Junto a este aspecto expiatorio, el Apocalipsis destaca el poder triunfal del Cordero resucitado, al colocarlo de pie sobre el trono, en el centro de la visión: su poder está representado en los cuernos y su conocimiento en los ojos. Todo ello en plenitud, expresada a través del número siete. También los siete espíritus del Cordero indican la plenitud del Espíritu que Cristo posee y envía a su Iglesia (cfr. nota a Ap 1, 4 y Ap 4, 5). Culmina así la descripción de Cristo resucitado y triunfante, que, en su victoria, desvela el misterio de Dios.

Ap 5, 8-10. La grandeza de Cristo-Cordero viene reconocida y proclamada por el culto que recibe, en primer lugar, de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos; luego de todos los ángeles y por fin de la creación entera (vv. 11-13). Son tres momentos que San Juan señala para destacar la alabanza de la Iglesia celestial, a la que se une la Iglesia peregrina en la tierra, mediante la oración simbolizada en la imagen de las copas de oro. Más adelante, en Ap 15, 7 ss., se vuelve a hablar de siete copas, cuyo contenido es la ira de Dios, suscitada por el clamor de los justos, cruelmente atormentados por los agentes del mal.
Así se subraya con fuerza el valor de las plegarias de quienes son fieles a la voluntad divina. En efecto, «la oración fervorosa del justo puede mucho» (St 5, 16), pues «la oración del humilde traspasa las nubes, y no descansa hasta que llega a su destino, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada» (Si 35, 21).
El «cántico nuevo» proclama que sólo Cristo dispone de los destinos de mundo y de los hombres, y esto es así en razón de su propio sacrificio como víctima propiciatoria por excelencia. En efecto, Cristo conquista con su sangre un Pueblo inmenso, formado por gentes de todo el mundo, que viene a ser su Pueblo santo y elegido, alcanzando así su culmen aquel Pueblo que iniciaba su historia en el Sinaí (cfr. Ex 19, 6; 1P 2, 9 ss.). Al decirse que han sido rescatados de todos los pueblos y razas se está manifestando la universalidad de la salvación, los planes redentores del Señor «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4). Esta voluntad divina no nos exime del esfuerzo y la lucha por merecer la salvación, pues como enseña San Agustín: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermo, 169, 11). Así lo expresaba otro autor en la antigüedad, Juan Casiano: «Sabemos que Dios proporciona a cada cual ocasión de salvarse: a unos de una manera, a otros de otra. Pero el responder esforzada o remisamente a esa voluntad de salvación depende de nosotros» (Collationes, III, 12).
«Compraste para Dios»: En numerosos e importantes manuscritos griegos se lee «nos compraste para Dios», e incluso en algunos cambia también la lectura del versículo siguiente: «nos hiciste un reino… y reinaremos». La antigua traducción latina, la Vulgata, recogió esta lectura en la que resalta que los que entonan el cántico son hombres, la Iglesia triunfante en el Cielo. La nueva versión oficial de la Iglesia, la Neovulgata, sigue el texto griego que parece más probable. El sentido, en realidad, no cambia.

Ap 5, 11-14. La gran muchedumbre de ángeles rodeando el trono como guardia de honor, proclama la plenitud de la perfección divina de Cristo, el Cordero. En efecto, se enumeran siete atributos que reflejan la plena posesión de la naturaleza divina por parte del Cordero (v. 12).
Después del canto de las criaturas espirituales e invisibles, resuena el himno de los seres materiales y visibles. Este cántico (v. 14) difiere del anterior porque se dirige además al que está sentado en el trono. Así se ponen a un mismo nivel a Dios y al Cordero, cuya divinidad se proclama. De esta forma culmina la alabanza universal, cósmica, en honor del Cordero. El Amén rotundo de los cuatro vivientes, junto con la adoración de los veinticuatro ancianos, cierra esta visión preparatoria.
Como en otros pasajes del Apocalipsis, se habla del oficio de los ángeles en el Cielo, poniendo de relieve su adoración y alabanza ante el trono de Dios (cfr. Ap 7, 11), su misión como ejecutores de los designios divinos (cfr. Ap 11, 15; Ap 16, 17; Ap 22, 6; etc.) y su intercesión ante el Señor en favor de los hombres (cfr. Ap 8, 4).
La Iglesia siempre profesó especial devoción a los santos ángeles, como nos recordaba el Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, 50). Su existencia y su misión están ampliamente atestiguadas por las Sagradas Escrituras y la enseñanza de la Iglesia. En efecto, por otros textos de la Biblia conocemos que son enviados por Dios para que custodien y protejan a los hombres: «Yo mandaré un ángel ante ti para que te defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto. Acátale y escucha su voz» (Ex 23, 20). Haciéndose eco de estas palabras, el Catecismo Romano afirma que «la Providencia de Dios ha dado a los Ángeles la misión de guardar al linaje humano y de socorrer a cada hombre (…). Han sido designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para la defensa de la salvación de cada uno de los hombres» (Catecismo Romano, IV, 9, 4.6). Es corriente en la piedad cristiana la devoción al Santo Ángel de la guarda, aprendida quizá desde niños, pero que no se ha de abandonar de mayores, sino que conviene seguir cultivando: Ten confianza con tu Ángel Custodio. Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día (Camino, 562).

Ap 6, 1-Ap 11, 14. Tras presentar su visión del Cielo y, sobre todo, a Cristo resucitado con el poder de revelar los misterios del plan de Dios (caps. 4-5), el autor comienza ahora a exponer dicha revelación de una forma progresiva, según se van abriendo cada uno de los siete sellos (caps. 6-7). Al llegar al séptimo sello, el definitivo, se iniciará otra serie de visiones o revelaciones, simbolizadas en el toque sucesivo de siete trompetas, siendo el sonido de la última de ellas (cfr. Ap 11, 15) el que da entrada a la descripción de los combates finales de Cristo y los suyos contra los poderes del mal, la bestia y sus seguidores. El sonido de la séptima trompeta representa la consumación del Misterio de Dios (cfr. Ap 10, 7).
Esta sección presenta en primer lugar, al hilo de la apertura de los seis primeros sellos, el advenimiento del día de la ira de Dios (cfr. Ap 6, 17), precedido de una serie de calamidades naturales y sociales que anticipan el juicio de Dios sobre toda la humanidad. Esta circunstancia da pie al autor para introducir ya, por adelantado, la visión de los salvados en el cielo (cap. 7). Con ello se nos ofrece una clave de fe para interpretar la historia humana con todas sus tragedias: éstas sirven como aviso de lo que será el juicio de Dios, que, por otra parte, dará la salvación plena a los que le sean fieles.
A continuación, y al compás del sonar de las trompetas que anuncian la venida de Dios, se describe otra serie de catástrofes comparables a las plagas de Egipto. Éstas tienen como finalidad, lo mismo que las anteriores, mover a los hombres a conversión. Pero inútilmente, pues no se convertirán, por lo que serán reos de la ira del Señor, que juzgará a su tiempo a cada uno (cfr. Ap 9, 20-21; Ap 11, 18).
Al final de esta sección el autor resalta, como paso a la sección siguiente, el carácter profético de sus palabras ante lo que parece la victoria del mal, simbolizada en la muerte de los dos testigos (cfr. Ap 11, 1-13). Es una victoria provisional del mal en este mundo, una victoria sólo aparente, pues los mártires son glorificados en el Cielo, y Cristo, que ya ha vencido en su muerte y Resurrección, vencerá definitivamente en su segunda venida. El Cordero se enfrentará y triunfará sobre la bestia. Hasta entonces es tiempo de conversión, de optar por Él o contra Él. No hay término medio.

Ap 6, 1-8. Los cuatro primeros sellos tienen unos rasgos comunes: al ser abiertos, aparece cada vez un caballo de distinto color, montado por un jinete; y siempre es uno de los cuatro seres el que, con su voz de mando, da paso a cada uno de los cuatro caballos.
De éstos, los tres últimos son de fácil identificación: el segundo jinete lleva una espada que significa la guerra; el tercero una balanza, símbolo en este caso del hambre; y el cuarto -por el color del caballo- representa la peste. Son castigos divinos anunciados ya en el Antiguo Testamento: «Enviaré contra vosotros el hambre y las bestias feroces, que te dejarán sin hijos; la peste y la sangre pasarán por ti, y haré venir sobre ti la espada. Yo, Yahwéh, he hablado» (Ez 5, 17). Jesucristo se expresó de forma similar en el discurso escatológico: «Cuando oigáis rumores de guerras y revoluciones no os aterréis (…), habrá grandes terremotos y peste y hambre en diversos lugares» (Lc 21, 9.11).
El primer jinete, en cambio, presenta alguna dificultad de interpretación: los rasgos con que es descrito hacen pensar en una potencia al servicio de Dios. En efecto, el color blanco es símbolo de pertenencia al mundo celeste y de la victoria obtenida con la ayuda de Dios (cfr., p. ej., Ap 13, 4.5.18; Ap 14, 14; Ap 20, 11). La corona que le es dada y la frase «salió con el gesto victorioso del que va a vencer» vienen a expresar el triunfo del bien sobre el mal (cfr. Ap 2, 7.11.17.28; Ap 3, 5.12; etc.). Finalmente, el arco que tiene en sus manos manifiesta la relación de este primer caballo con los otros tres: éstos serán como flechas lanzadas desde lejos, que cumplen, de este modo, los designios de la justicia divina.
La figura de este primer jinete, ya «victorioso» y que «va a vencer», nos remite a la victoria de Cristo en su Pasión y Resurrección, tal como San Juan ha señalado antes (cfr. Ap 5, 5), y anuncia la victoria final del Verbo de Dios que aparecerá más adelante (cfr. Ap 19, 11). Así, el primer jinete es como una clave que confiere significación específicamente cristiana a las escenas aterradoras que contiene el libro. El Papa Pío XII escribía a propósito de este jinete: «Es Jesucristo. El inspirado evangelista no sólo vio las ruinas ocasionadas por el pecado, la guerra, el hambre y la muerte; vio también, en primer lugar, la victoria de Cristo. No cabe la menor duda de que la marcha de la Iglesia a través de los siglos es un via crucis, pero también ha sido siempre una marcha triunfal. La Iglesia de Cristo, los hombres de la fe y del amor cristianos, son siempre los que llevan la luz, la redención y la paz a la humanidad sin esperanza. Jesucristo ayer y hoy y el mismo por los siglos (Hb 13, 18)» (Alocución, 15-XI-1946).

Ap 6, 4. La espada que lleva el jinete del caballo rojo simboliza la guerra (cfr. Mt 10, 34). Por una parte alude a las guerras que en esa época se daban en el Imperio romano. Pero también se refiere a la guerra en general, terrible azote de la humanidad y que al fin de los tiempos será uno de los signos que anuncien previamente la destrucción del mundo (cfr. Mt 24, 6 y par.).
En nuestra época la Iglesia se ha pronunciado con frecuencia sobre la guerra. Así, el Concilio Vaticano II afirma que «en la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquellas palabras: 'De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra, y jamás se llevará a cabo la guerra' (Is 2, 4)» (Gaudium et spes, 78).

Ap 6, 5-6. Con una desorbitada subida -quizá diez veces más de lo normal- del precio del trigo y la cebada, alimentos básicos en la época, se anuncia un período de hambre. En efecto, si tenemos en cuenta que una «medida» (en griego joinix) equivale a 920 gr. y que un denario era el sueldo de una jornada de trabajo agrícola (cfr. Mt 20, 13), nos podemos hacer una idea de lo que aquellos precios podrían suponer.
El hambre ciertamente es consecuencia del pecado y en este sentido se puede considerar un «castigo». De ahí que la Iglesia recuerde a todos el deber ineludible de aliviar las necesidades de los demás, pues es una forma de luchar contra el pecado. «El Concilio urge a todos, particulares o autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: 'Alimenta al que muere de hambre, porque si no lo alimentas, lo asesinas' (Graciano, Decretum 21, 86) (…), comuniquen y ofrezcan sus bienes, ayudando principalmente a los pobres, tanto individuos como pueblos, para que puedan ayudarse por sí mismos, y desarrollarse posteriormente» (Gaudium et spes, 69).

Ap 6, 8. «Caballo macilento»: El cuarto caballo tiene un extraño color, que algunos traducen por verdusco, ceniciento o bayo. Se trataría de un color cadavérico. La Muerte es personificada en el jinete siniestro que lo monta, símbolo que se acentúa al ir acompañado por el Hades o Sheol, el lugar tenebroso donde reposan los muertos (cfr. Ap 1, 18).
Es de destacar que, en medio de tan terrible castigo. Dios tiene piedad de los hombres, y la mayoría -las tres cuartas partes- sobrevivirán a estas pruebas.

Ap 6, 9-11. En esta visión contempla San Juan a todos aquellos que han dado su vida cruentamente por la causa de Dios. Incluye a los mártires del Antiguo Testamento, desde Abel hasta Zacarías (cfr. Mt 23, 35-37; Hb 11, 35-40), y a los mártires cristianos de todos los tiempos; los ve debajo del altar de los holocaustos en el que sacrificaban las víctimas en honor de Dios y cuya sangre se vertía allí, recogiéndose bajo el altar. Aquí se trata como de una réplica celeste de aquel altar, queriendo decir que los mártires están muy cerca de Dios y que su muerte ha sido una ofrenda de máximo valor (cfr. Flp 2, 17; 2Tm 4, 6).
La presencia de los mártires en el Cielo prueba que, cuando el hombre muere, su alma recibe el premio o el castigo inmediatamente después de su muerte. El juicio divino sobre cada alma comienza a cumplirse ya, aun cuando sólo después de la resurrección universal de todos los muertos se llegará al cumplimiento pleno, en alma y cuerpo, del premio o del castigo.
La petición de los mártires a Dios es un clamor pidiendo justicia. De él habla el Señor en el Evangelio (cfr. Lc 18, 7), y constituye el eco de aquel primer clamor que se levantaba hasta Dios por la sangre de Abel (cfr. Gn 4, 10). Estamos ante un hecho que parece contradecir la oración de Cristo en la Cruz (cfr. Lc 23, 24) y la de Esteban en su martirio (cfr. Hch 7, 60). Pero en realidad no es así. «Esta oración de los mártires -dice Sto. Tomás- no es otra cosa que su deseo de obtener la resurrección de su cuerpo y la compañía de los santos que van a salvarse, y el consentimiento que prestan a la divina justicia que castiga a los inicuos» (S.Th. III, q. 72, a. 3, ad 1). Se trata, por tanto, de una plegaria para que se instaure el Reino de Dios y su justicia, brillando así la santidad divina y su fidelidad.

Ap 6, 12-17. Se anuncian los acontecimientos previos a la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Pero aún no es el fin, aunque ya está más cerca. Las terribles imágenes con que se representan los acontecimientos finales están tomadas del estilo y lenguaje específicos empleados ya en el Antiguo Testamento (cfr. p. ej., Am 8, 9; Is 13, 9 ss.; Is 34, 4; Is 50, 3; Jb 3, 4). De esta forma los Profetas trataban de prevenir al pueblo, al mismo tiempo que le consolaban con la seguridad de la victoria final de Dios. Ante acontecimientos tan terribles, los hombres huyen y se esconden, e incluso desean la muerte. Jesús habla así también a las mujeres de Jerusalén, que lloraban a su paso, camino del Calvario bajo el peso de la cruz (cfr. Lc 23, 30).
En el v. 15 se nombran siete grupos sociales que abarcan todo el género humano, desde los más poderosos hasta los más débiles. Nadie se escapará al inapelable juicio de Dios. Es el dies irae, el día de la cólera del Cordero. El Cordero simboliza la inocencia y la inmolación de Cristo, pero también es una figura de realeza mesiánica, subrayada aquí con el poderío de su furor.

Ap 7, 1-17. Este capítulo consta de dos visiones destinadas a mostrar la protección divina sobre los cristianos y la situación gloriosa de los mártires. Se presenta el triunfo de la Iglesia entera compuesta por hombres venidos de los cuatro puntos cardinales (vv. 9-12). No es tan claro, sin embargo, quiénes son los ciento cuarenta y cuatro mil, tomados de las doce tribus de Israel, que un ángel marca con el sello del Dios vivo (vv. 1-8). Para algunos comentaristas, se trataría solamente de los cristianos provenientes del hebraísmo (judeo-cristianos). Otros, en cambio, afirman que constituyen el nuevo Israel del que habla San Pablo en Ga 6, 17; serían todos los bautizados, considerados según la doble situación en que se encuentran, militante primero (vv. 1-8) y triunfante después (vv. 9-17). Más probable es que se trate de los judíos convertidos al cristianismo, para distinguirlos de aquellos que no se convirtieron. Son el «resto de Israel» (cfr. Is 4, 2-4; Ez 9, 1; etc.). San Pablo afirma que constituyen una prueba del carácter irrevocable de la elección divina (cfr. Rm 11, 1-5) y una primicia de la restauración escatológica (cfr. Rm 11, 25-32).
Por otra parte, los ciento cuarenta y cuatro mil no están ausentes en la siguiente visión, ya que lo que Juan contempla es una enorme multitud «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas», lo que supone que también aquellos se encuentran incluidos.
En conclusión, la visión de los vv. 9-17 alcanza a toda la Iglesia sin distinciones; en cambio, la visión de los vv. 1-8 puede referirse sólo a una parte de ella: aquellos judíos que, al convertirse al cristianismo, constituyen el núcleo originario de la Iglesia, que acoge como iguales a todos los que se convierten después, sin pasar previamente por la observancia de la Ley mosaica.

Ap 7, 1-8. En la tradición judía los ángeles se dividen en dos categorías: los de la presencia y santificación, y los encargados de las fuerzas de la naturaleza. En la escena aparecen ambos órdenes.
Según la costumbre de la época, la marca significaba la pertenencia a la persona propietaria del sello. En este pasaje se quiere indicar que los ciento cuarenta y cuatro mil pertenecen a Dios, y que, por tanto, Él los va a proteger como propiedad suya. Se ve así cumplido lo que había anunciado el profeta Ezequiel (cfr. Ez 9, 1-7), respecto a los habitantes de Jerusalén: algunos serían sellados en la frente con una tau, última letra del alfabeto hebreo, y a ellos no los alcanzaría el castigo que iba a sobrevenir sobre todos los demás. Queda reflejada la particular providencia que Dios ejerce sobre los que son suyos, no sólo en virtud de la creación, sino por un nuevo título.
Los Padres de la Iglesia han visto en esta señal un tipo del carácter bautismal de los fieles, destinados por la vocación cristiana a la vida eterna. En efecto, estas personas preservadas son los judíos convertidos al cristianismo, y que, por tanto, se distinguen por razón del Bautismo de aquellos judíos que rechazaron a Cristo y no se bautizaron.
En la enumeración de las tribus hay cierta diferencia con la que se suele hacer, según el orden de Gn 29, 31-35. El hecho de poner en primer lugar a Judá se debe a que de esta tribu nació el Mesías, como ha recordado poco antes San Juan (cfr. Jn 5, 5). Por otra parte, la supresión de la tribu de Dan obedece, sin duda, a que esta tribu se hizo idólatra y acabó desapareciendo. Para completar entonces el número de doce, se desdobla la tribu de José en la de éste y la de Manasés, su primogénito.
El número de los sellados (12 x 12 x 1.000) significa plenitud y, en nuestro caso, designa una gran multitud, presentada como el nuevo Israel. Están incluidos en este número todos los descendientes de Jacob que reciben el Bautismo, sin distinción de tiempo. Desde luego no ha de entenderse este número en su estricta literalidad, como si se salvaran sólo ciento cuarenta y cuatro mil personas. En esta escena no están incluidos explícitamente todos aquellos que, proviniendo de los gentiles, se incorporan a la Iglesia a lo largo de la historia. Aparecerán en la visión siguiente.

Ap 7, 9-17. El Papa Juan Pablo II comenta así este pasaje: «Las personas vestidas de blanco, a las que Juan ve con mirada profética, son los redimidos y constituyen una 'muchedumbre inmensa', cuyo número es incalculable y cuya proveniencia es variadísima. La sangre del Cordero que se ha inmolado por todos, ha ejercitado en cada ángulo de la tierra su universal y eficacísima virtud redentora, aportando gracia y salvación a esa 'muchedumbre inmensa'. Después de haber pasado por las pruebas y de ser purificados en la sangre de Cristo, ellos -los redimidos- están a salvo en el Reino de Dios y lo alaban y bendicen por los siglos» (Hom., 1-XI-1981). Esa muchedumbre incluye a todos los redimidos y no sólo a los mártires, pues se dice que han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero, no en su propia sangre.
De todos modos, cada hombre ha de unirse a la Pasión de Cristo por medio del sufrimiento, como expone San Agustín no sin cierta gracia: «Muchos son mártires en cama. Yace el cristiano en el lecho, le atormentan los dolores, reza, no se le escucha, o quizá se le escucha, pero se le prueba, se le ejercita, se le flagela para que sea recibido como hijo. Se hace mártir en cama y le corona el que por él estuvo pendiente en la Cruz» (Sermo, 286, 8).
Es consolador y estimulante saber que los que han llegado al Cielo constituyen una multitud inmensa. A la luz de esta visión hay que interpretar los pasajes de Mt 7, 14 y Lc 13, 24 en los que pudiera parecer que se afirma que serán muy pocos los que se salvan, ya que el valor infinito de la preciosa Sangre de Cristo, es instrumento eficaz para que se cumpla la voluntad de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4).
En los vv. 14-17 aparecen los bienaventurados en dos situaciones: la primera, antes de la resurrección de la carne (v. 14), y la segunda, cuando, después de la resurrección universal, el cuerpo se haya unido al alma (vv. 15-17). Destaca en esta segunda situación la condición de los cuerpos gloriosos, en virtud de la cual no podrán padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna, pues nada les podrá causar daño. Es el don de la impasibilidad, propia de los cuerpos de los bienaventurados en el Cielo (cfr. Catecismo Romano, I, 12, 13).
La finalidad de la revelación de esta escena consoladora es fomentar el afán de imitar a estos cristianos, que fueron como nosotros y que ahora se encuentran ya victoriosos en el Cielo. Para lograrlo la Iglesia nos invita a pedir: «Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires; concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria» (Misal Romano, Colecta de los Santos Protomártires de la Santa Iglesia Romana).

Ap 8, 1-2. El silencio anuncia la llegada del final, pues representa la espera paciente del Señor, que parece retrasarse en realizar los designios de su justicia, lo que en cierto modo es desconcertante. Sin embargo, «no tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2P 3, 9).
Con el séptimo sello se inicia un nuevo septenario, el de las siete trompetas. La séptima, a su vez, dará paso a las siete copas (cfr. Ap 11, 15); Pero antes, se va a narrar (cfr. 8-9) cuanto acontece al sonar las seis primeras trompetas, que vienen a ser la ejecución de los juicios de Dios sobre el mundo. Se da un cierto paralelismo con las plagas de Egipto (cfr. Ex 7, 14-Ex 12, 34). Antes del toque de la séptima trompeta el autor presenta una especie de intervalo (cfr. Ap 10, 1-Ap 11, 14).
Las trompetas se usaban en el pueblo de Israel no sólo en la guerra (cfr. Jos 6, 5), sino también en la liturgia del templo para proclamar la presencia de Yahwéh (cfr. Sal 47, 6). De modo parecido, en los relatos sobre la segunda venida del Señor, se habla del sonido de trompeta para indicar la inmediata intervención divina (cfr., p. ej., Mt 24, 31; 1Co 15, 52; 1Ts 4, 15).

Ap 8, 3-5. Las oraciones de los santos, que antes (Ap 5, 8) se identificaban con las copas, se unen aquí a los perfumes que se elevan del incensario de oro. Se habla así de la intercesión que los santos ejercen ante Dios, en el Cielo, en favor de los hombres. El Concilio Vaticano II recuerda que «la Iglesia siempre ha creído que los apóstoles y los mártires de Cristo, que dieron el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, se encuentran más unidos a nosotros en Cristo, y los ha venerado con un particular afecto junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos Ángeles, implorando piadosamente la ayuda de su intercesión» (Lumen gentium, 50). Por su parte, el Concilio de Trento recomienda que se enseñe a los fieles la conveniencia de recurrir a la intercesión de los santos, puesto que «es bueno y provechoso invocarles humildemente y recurrir a sus plegarias» (De sacris imaginibus).
La eficacia de la oración de intercesión aparece ya en el Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, se habla de cómo la plegaria de Moisés obtenía, alzadas sus manos al Cielo, la victoria de los israelitas contra Amalee (cfr. Ex 17, 8 ss.). Por otra parte, la evocación del altar de los perfumes, recuerda elementos del culto del pueblo de Israel (cfr. Ex 29, 13; Jr 21, 6; Sal 141, 2; etc.), que fue figura del culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) anunciado por Jesucristo.
Como respuesta a las oraciones de los santos, el Señor vuelve a intervenir manifestando su presencia como en el Sinaí (cfr. nota a Ap 4, 5). El gesto del ángel recuerda Ez 10, 2, donde el profeta se llena las manos de brasas encendidas y las arroja sobre Jerusalén. Ahora, con esta lluvia de fuego, se inicia la intervención de Dios sobre la tierra y la humanidad, descrita mediante los toques de las trompetas y los sucesos que se narran a continuación.

Ap 8, 6-12. El sonido de las cuatro primeras trompetas forma una cierta unidad, separada del sonar de las siguientes por una visión intermedia (v. 13). Lo mismo ocurría con los cuatro primeros sellos. Los castigos que introducen las trompetas recuerdan las plagas de Egipto. No hay porqué buscar una correspondencia histórica en cada toque de trompeta, pues hay un orden lógico, más que cronológico. En estas intervenciones divinas se ha de ver sencillamente una manifestación más del poder y de la justicia de Dios. La destrucción desencadenada es mayor que la que se produjo cuando se abrieron los cuatro primeros sellos, ya que ahora afecta a un tercio de la tierra, en lugar de sólo a una cuarta parte (cfr. Ap 6, 8). De todas formas, la misericordia divina atempera el castigo e impide el aniquilamiento total.
Dentro del orden lógico que clasifica los elementos del cosmos en tierra, aguas y cielo, el toque de la primera trompeta provoca el castigo del mundo vegetal (v. 7). La descripción es paralela al relato de la séptima plaga en Ex 9, 13-35.
Los toques de las dos trompetas siguientes repercuten sobre las aguas marítimas y fluviales (vv. 10-11). Como resultado de la contaminación de las aguas, muchos hombres perecieron. Estas dos calamidades tienen relación con la primera plaga, que nos narra Ex 7, 19-25.
Después de herir a la tierra y a las aguas, al sonar la cuarta trompeta son afectados los espacios siderales. Entonces el esplendor de su luz experimenta un oscurecimiento, que disminuye en un tercio su fulgor. Las consecuencias de este castigo recuerdan, en cierto modo, lo referido en Ex 10, 21-29.

Ap 8, 13. Es un breve tránsito a las tres últimas trompetas. El águila, que puede ser figura de un ángel, deja oír desde la altura su lamento por toda la tierra. Son tres gritos de pesar, tres ayes de horror y de compasión ante los acontecimientos que ocurrirán al sonar las últimas trompetas. Con esta impresionante imagen se llama la atención del lector, y se crea un ambiente de expectación y ansiedad por lo que va a suceder después.
«Habitantes de la tierra»: Se refiere a los hombres idólatras (cfr. Ap 3, 10), que persiguen a los creyentes. No se encuentran, por tanto, incluidos los fieles, sino sólo los que se dejaron seducir por los enemigos de Cristo (cfr. Ap 6, 10; Ap 11, 10; Ap 13, 8.12.14; Ap 17, 2-8).

Ap 9, 1-Ap 11, 19. El toque de las dos trompetas siguientes afectará directamente a los hombres; sus efectos son más horrorosos que los anteriores, presentando un crescendo que pone de manifiesto el poder divino. Resuenan inmediatamente, una detrás de otra (Ap 9, 1-21). En cambio, el sonar de la séptima tardará un poco más (Ap 11, 15-19), e irá precedido de varias visiones (Ap 10, 1-Ap 11, 14), que de modo anticipado anuncian hechos posteriores, narrados en los caps. 12-22.

Ap 9, 1-2. La interpretación más extendida de la «estrella» caída del cielo a la tierra, considera que designa a uno de los ángeles caídos, seguramente al mismo Satanás, del que Jesucristo había dicho: «Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10, 18), y del que más adelante se dirá también que fue arrojado a la tierra (cfr. nota a Ap 12, 13). Subyace la concepción de que los demonios habitan encerrados en las profundidades, debajo de la tierra. El autor quiere expresar que, al sonar la quinta trompeta, Dios va a permitir a las fuerzas demoníacas desatarse con ferocidad extraordinaria, para hacer terrible daño a los hombres que no reconocen a Dios (cfr. v. 4). Podrán actuar durante un tiempo y en forma limitada a las órdenes del «ángel del abismo» (v. 11), que sería el mismo a quien se le da la llave del pozo, el príncipe de los demonios.
Como contrarréplica, casi al final del Apocalipsis, el autor contempla que, tras la victoria de Cristo, Satanás y sus secuaces serán de nuevo encerrados en el pozo del abismo (cfr. Ap 20, 1-3).

Ap 9, 3-6. Para describir a los demonios y el daño que van a causar, San Juan recuerda lo que fue la octava plaga en Egipto, la de las langostas (cfr. Ex 10, 14 ss.), pero dejando claro que ahora se trata de otra realidad mucho más terrible y de otro orden. Es tal el daño que causan al hombre, que éste deseará morir, pero habrá de soportar el mal durante un tiempo determinado. Los «cinco meses», tiempo de vida de las langostas, expresan la limitación temporal de esos sufrimientos.

Ap 9, 7-12. Los rasgos con que son presentadas las langostas denotan que se trata de una imagen terrorífica que designa a los demonios, de manera semejante a como el profeta Joel designaba al ejército invasor (cfr. Jl 1, 2-Jl 2, 17). Las coronas de oro son características de los vencedores; el rostro humano, de seres inteligentes; la forma del cabello y los dientes simbolizan la ferocidad; la coraza de hierro indica la condición de guerreros fuertemente armados; y, finalmente, el ruido que producen y las colas de escorpión expresan la extremada crueldad. Obedecen a un jefe que es Satanás cuyo nombre denota destrucción y exterminio. Contrasta con el nombre de Jesús, que significa Yahwéh salva.

Ap 9, 13-19. Lo mismo que antes, Dios permite la actuación de los agentes del mal, para hacer justicia y ofrecer a los demás hombres la oportunidad de arrepentirse (vv. 20-21). El altar de oro que está ante el trono de Dios tiene la misma forma que el altar del Templo (cfr. Ex 37, 26; Am 3, 14), con sus cuatro esquinas pronunciadas, y los cuatro cuernos en medio de los cuales resuena la voz que origina estos castigos.
El autor inspirado nos transmite esta nueva y aterradora visión. La cifra exhorbitante de jinetes da idea de la magnitud del mal. El río Éufrates, en cierto modo fronterizo del mundo bíblico, era el lugar de donde solían venir las invasiones que asolaban a Israel (cfr. Is 7, 20; Jr 46, 10; etc.). En aquellos momentos también provenía de aquella zona la amenaza de los partos contra Roma.
Los demás detalles recuerdan otras descripciones de ruina y desolación (cfr. Gn 19, 24-28), o de seres monstruosos (cfr. Jb 41, 11). El fuego, humo y azufre son también elementos que indican la índole infernal de los ejércitos de monstruos.

Ap 9, 20-21. Encontramos ahora la razón última de los castigos descritos en el Apocalipsis: mover a los hombres a conversión, como en el caso de las llamadas a penitencia a las iglesias del Asia Menor (cfr. Ap 2, 5.16.21; Ap 3, 3; etc.). Pero el autor del Apocalipsis muestra la pertinacia de los hombres en apartarse de Dios y entregarse a los ídolos, auténticos espantajos frente a la grandeza infinita de Yahwéh, el Dios vivo (cfr., p. ej., Sal 113, 1-9; Jr 10, 3-5).
La idolatría es, en definitiva, la raíz de los demás pecados, pues al apartarse de Dios, el hombre queda sometido a las fuerzas del mal, que no sólo desde fuera, sino también desde dentro del hombre, lo empujan a toda clase de pecados y perversiones. Es la misma idea que expone San Pablo en la Carta a los Romanos, cuando se refiere a los hombres que, al apartarse de Dios, fueron abandonados a sus propias pasiones y cayeron en las acciones más abominables (cfr. Rm 1, 18-32).
Dios, a través del castigo, busca la conversión de los pecadores. Sin embargo, el resultado es, a veces, el endurecimiento de sus corazones. Ocurre lo mismo que con las plagas de Egipto, cuando el Faraón en lugar de arrepentirse se empecinó en la persecución de los israelitas. Los castigos divinos, por tanto, tienen una finalidad medicinal y ejemplar, válida para todos los hombres, sin excluirnos nosotros. Jesús advierte que aquellos galileos que perecieron a manos de Pilatos, o los que murieron sepultados por el derrumbamiento de la torre de Siloé, no eran más culpables que los demás hombres. Por ello afirma el Señor que si no hacemos penitencia todos igualmente pereceremos (cfr. Lc 13, 1-5).

Ap 10, 1. Tras los acontecimientos que siguen al toque de la sexta trompeta (cfr. Ap 9, 13-21), y antes de que suene la séptima (cfr. Ap 11, 15), encontramos esta nueva visión -introducida como un paréntesis- en la que el autor aparece situado de nuevo en la tierra (cfr. Ap 10, 4), igual que cuando escribe las siete cartas (cfr. Ap 1, 4-Ap 3, 22). Las visiones anteriores, descritas a partir del cap. 4, y las posteriores (cfr. cap. 12) se presentan como si el vidente estuviese en el Cielo. Ello muestra que ahora se trata de un inciso, con el que se prepara al lector para conocer el toque de la séptima trompeta, la definitiva.
En esta visión intercalada San Juan reitera su condición de profeta, mediante la acción simbólica de comerse un pequeño libro (cfr. Ap 10, 8-11), y recuerda el testimonio de los antiguos profetas, representados por los dos testigos (cfr. Ap 11, 1-13).
Aunque no se dice el nombre del ángel, puede pensarse en Gabriel porque se le llama «poderoso» (en hebreo geber), y Gabriel (en hebreo gabri'el) significa «fuerza de Dios», o «varón de Dios» (cfr. Dn 8, 15), o «Dios se manifiesta fuerte». En cualquier caso, Gabriel es el nombre que se da al ángel encargado de explicar las profecías mesiánicas a Daniel, y de comunicar las noticias de parte de Dios a Zacarías (cfr. Lc 1, 19) y a la Santísima Virgen (cfr. Lc 1, 26). Realizó una función paralela al ángel que aparece en Ap 8, 3-5, que suele identificarse como San Miguel. Los rasgos impresionantes con que se le describe acentúan su naturaleza celestial y su poder.

Ap 10, 2. El pequeño libro abierto que lleva el ángel es distinto del libro cerrado y con siete sellos de la visión de Ap 5, 2. Ahora es un libro semejante al rollo de la visión descrita por el profeta Ezequiel (cfr. Ez 2, 9-Ap 3, 1), destinado a ser comido por el vidente. Está abierto, lo que quiere decir que puede conocerse su contenido. Con la imagen de comerse el libro se significa que la palabra que luego sale de la boca del profeta, proviene en definitiva de Dios. Refleja también la convicción de que Dios comunica su palabra, habla en forma de un escrito. De ahí que esta imagen sirva al mismo tiempo para fundamentar la fe en la inspiración divina de los escritos sagrados -la Biblia- y comprender su verdadero alcance: estos libros son sagrados porque son en sí mismos palabra de Dios que llega a la Iglesia en forma escrita a través de autores inspirados, y la Iglesia lo proclama así al leerlos públicamente.
No se nos dice cuál es el contenido de ese pequeño libro, señal de que lo único que intenta el autor con esa imagen es resaltar su condición de profeta. En cambio sí se quiere señalar que sus profecías afectan a toda la creación: a la tierra y al mar (cfr. v. 6).

Ap 10, 3-7. La voz del ángel, como la voz de Dios en el Antiguo Testamento, es comparada al rugido del león (cfr. Os 11, 10; Am 1, 2; Am 3, 8) y al estruendo del trueno, que sobrecogen al hombre. Según el texto, cada trueno encierra su propio mensaje, y el hecho de ser siete significa que en ellos queda expresada la totalidad de la revelación divina. Pero esta revelación todavía ha de quedar en secreto y sólo se desvelará al final de los tiempos. La imagen de sellar el libro sirve para expresar que esa revelación no ha de hacerse pública, y que, por tanto, es inútil querer averiguarla. Pertenece al misterio que Dios no ha querido comunicar, como ocurre con el tiempo de la Parusía del Señor y del fin del mundo (cfr. Mt 24, 36).
Con un gesto y una fórmula solemne de juramento el ángel asegura que va a llegar el establecimiento definitivo del Reino de Dios, cuando ya no habrá más tiempo para este mundo de ahora. Pero no se indica ninguna fecha del momento en que sucederá: sólo se dice que será cuando el Misterio de Dios, su designio de salvación, llegue a su plenitud; cuando sea el tiempo de la siega (cfr. Mt 13, 24-30), porque tanto el bien como el mal -el trigo y la cizaña- se habrán manifestado plenamente (cfr. 2Ts 2, 6 ss.).
En la perspectiva del Apocalipsis, el final de los tiempos viene señalado por el toque de la séptima trompeta, que se describirá más adelante (cfr. Ap 11, 15), y con el que se cumplen los tres ayes que ha enumerado en Ap 8, 13 y Ap 9, 13. Ahora se resalta la certeza de que sucederá, motivo de esperanza para la Iglesia, y llamada a conversión para todos los hombres: «Pero hay algo, queridísimos, que no debéis olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2P 3, 8-9).

Ap 10, 8-11. Cfr. nota a Ap 10, 2. El libro descrito por Ez 2, 8-Ez 3, 3, al comerlo, es dulce como la miel; pero cuando Ezequiel va a profetizar, su corazón está lleno de amargura y ardores (cfr. Ez 3, 14). La misma imagen de los dos sabores se recoge aquí: sin duda para significar que la profecía comprende, por una parte, gracia y bendición –salvación-, y por otra, juicio y condenación. También cabe interpretar la dulzura como reflejo de la victoria de la Iglesia, y la amargura como reflejo de sus padecimientos.
Aunque no se dice el contenido del libro que se da a comer a San Juan, es razonable suponer que se refiere al pasaje de los dos testigos que viene a continuación, antes del toque de la séptima trompeta; vendría a ser un oráculo profético, introducido aquí como anticipación de los combates escatológicos definitivos, al mostrar que el mal triunfa aparentemente en la tierra.

Ap 11, 1-13. Comienza la profecía relacionada con el contenido del libro dado a comer a San Juan. Esta profecía (Ap 11, 1-13) es un preámbulo para los acontecimientos que siguen a la séptima y última trompeta (Ap 11, 15 ss.). La profecía se refiere a la tribulación de la Iglesia, simbolizada en el Santuario y altar de Jerusalén. La tribulación se debe, en último término, a las fuerzas del mal, es decir, a la bestia, figura del Anticristo, que hace su aparición en la Ciudad Santa (cfr. Ap 11, 7). Durante un tiempo determinado, el tiempo de la historia, hay momentos en que prevalecen las fuerzas adversas que llevan a muchos a la prevaricación. Entonces aparecen también los testigos del verdadero Dios, que predican penitencia (Ap 11, 3-6), por lo que son martirizados con gran regocijo para sus adversarios (cfr. 11, 7-10). Pero Dios interviene en favor de esos mártires, subiéndolos al Cielo y diezmando de muerte a sus enemigos; por temor, los supervivientes reconocen a Dios (cfr. Ap 11, 11-13).
Esta enseñanza profética del Apocalipsis refleja una convicción similar a la que leemos en la segunda Carta a los Tesalonicenses: «Que nadie os engañe de ningún modo, porque primero ha de venir la apostasía y manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es adorado, hasta el punto de sentarse en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios» (2Ts 2, 3-4). El autor del Apocalipsis, usando imágenes y lenguaje del Antiguo Testamento, está indicando, como había hecho Jesucristo (cfr. Mc 13, 14-32), que la destrucción de Jerusalén, y las catástrofes que la acompañaron son signo y figura del fin del mundo y advertencia para todos los hombres, especialmente para el pueblo judío, llamado también a participar, como tal pueblo, en la salvación de Cristo (cfr. Rm 11, 25-26).

Ap 11, 1-2. La imagen de la caña para medir está tomada del profeta Ezequiel, aunque se emplea en otro sentido: indica que una parte de la Ciudad Santa va a ser preservada por Dios de la devastación de los gentiles. En esa parte está simbolizada la Iglesia, comunidad de los adoradores de Dios en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4, 23).
Jerusalén fue hollada por los gentiles, en tiempos de Antíoco Epifanes, que profanó el Templo e introdujo en él la estatua de Zeus Olímpico (cfr. 1M 1, 54); y, sobre todo, por los romanos, que destruyeron el Templo y la ciudad, sin dejar piedra sobre piedra (cfr. Mt 24, 21; Mc 13, 14-23; Lc 21, 20-24). Tomando pie de estos acontecimientos, San Juan profetiza que nunca ocurrirá lo mismo con la Iglesia, pues ésta ha sido preservada por Dios del poder de sus enemigos (cfr. Mt 16, 16-18). Los cristianos podrán sufrir persecuciones de un tipo o de otro, con violencia física o moral, pero la Iglesia no podrá ser vencida porque Dios la protege: «La Iglesia 'va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios' (San Agustín, De civitate Dei, XVIII, 51, 2), anunciando la Cruz del Señor hasta que venga (cfr. 1Co 11, 26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo su esplendor al final de los tiempos» (Lumen gentium, 8).
Los cuarenta y dos meses que se establecen como el tiempo durante el que los gentiles pisotearán la Ciudad Santa, representan el tiempo de la persecución. Es un número simbólico equivalente a tres años y medio, o «un tiempo, dos tiempos y medio tiempo», es decir, «media semana de años» -la mitad de siete-, que significa el tiempo en imperfección, el tiempo del correr de la historia sin llegar a su culminación. El tiempo como perfección y totalidad se expresaría con el número siete (cfr. Gn 1, 2-Gn 2, 3), o el setenta (cfr. Dn 9, 24). El profeta Daniel utilizaba este mismo simbolismo temporal para indicar el tiempo de la persecución (cfr. Dn 7, 25; Dn 12, 7). Lo mismo hace el autor del Apocalipsis, aquí y en el versículo siguiente, donde expresa ese mismo tiempo en días, mil doscientos sesenta: significa el tiempo de sufrimientos de la Iglesia en la historia (cfr. Ap 12, 6.14; Ap 13, 5), que nunca es el definitivo, sino siempre transitorio, previo al triunfo último de Cristo y de su Iglesia.

Ap 11, 3-6. El tiempo de la tribulación coincide con el tiempo durante el que profetizan los dos testigos. Estos invitan a la conversión, según el significado del vestido de saco con el que se presentan. Están bajo una especialísima protección de Dios que, sin embargo, no les ahorra el sufrimiento ni la muerte; pero al final son glorificados. En el Apocalipsis no se determina la identidad de esos dos testigos. Se les llama «olivos», como a Zorobabel, príncipe del linaje de David, y a Josué, sumo sacerdote (cfr. Za 3, 3-14). Pero se les asignan los rasgos de Elías, que «cerró» los cielos para que no lloviese (cfr. 1R 17, 1-3; 1R 18, 1), y de Moisés, que transformó las aguas en sangre (cfr. Ex 7, 14-16). También los enemigos de Elías y de Moisés habían sido devorados por el fuego que bajó del cielo (cfr. 2R 1, 10; Nm 16, 35). Pero, puesto que los dos testigos dan testimonio de Jesucristo y mueren mártires, la tradición los ha identificado con San Pedro y San Pablo, martirizados en Roma, que sería la ciudad a la que aquí aludiría, en forma simbólica, el Apocalipsis. Algunos comentaristas en la antigüedad (p. ej., Ticonio y San Beda) identificaron a los dos testigos con el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero esta interpretación no tuvo gran eco. San Jerónimo (Epist., 59) dice que los testigos son Elías y Henoc, y así lo entiende también, entre otros, San Gregorio Magno (Moralia, 9, 4).
En realidad, San Juan utiliza un tema bastante frecuente en los libros apocalípticos, en los que suelen aparecer Elías y Henoc, u otras series de personajes, como adversarios del Anticristo. Presenta ciertamente a esos dos testigos con rasgos de Elías y Moisés, que en la Transfiguración del Señor dieron testimonio de Él (cfr. Mt 17, 1-8 y par.). Pero, tanto por el tiempo que dura su prueba, como por todo el contexto, apunta más bien al testimonio profético de la Iglesia, simbolizado en algunos testigos más excelsos. Estos han participado de la muerte de Cristo, ocurrida en Jerusalén, y también de su Resurrección gloriosa. Pero es toda la Iglesia, en el tiempo de su historia, la que tiene encomendada esa función profética de llamar a los hombres a la conversión en medio de los ataques del mal: «El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad, y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cfr. Hb 13, 15)» (Lumen gentium, 12). La Iglesia proclama el mensaje de salvación, para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia (cfr. Jn 17, 3; Lc 24, 47; Hch 2, 38) (Sacrosanctum concilium, 9).

Ap 11, 7-10. El Profeta Daniel había simbolizado con la imagen de cuatro bestias a los imperios del mundo enemigos del pueblo de Israel. En el Apocalipsis la bestia representa al enemigo de la Iglesia y de Dios. Más adelante se desarrollará y concretará el simbolismo de las bestias, su relación con la serpiente o Satanás (cfr. Ap 13, 2), y su derrota por Cristo, el Cordero de Dios (cfr. Ap 14, 1; Ap 19, 19-21).
El simbolismo de la bestia se anticipa en este pasaje para enseñar que habrá un momento, o varios, antes del final definitivo, en que aparentemente triunfen las fuerzas del mal. Por el martirio son acalladas las voces de los testigos de Jesucristo que predican la conversión, y muchos se alegrarán de ello, e incluso harán burla de los que, con su palabra o con su vida, les resultaban incómodos, a pesar de que es únicamente el amor lo que mueve al cristiano a dar su testimonio de la salvación de Cristo. «Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por Él y por sus hermanos (cfr. 1Jn 3, 16; Jn 15, 13). Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores. Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor. Y si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres, y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (Lumen gentium, 42).
La «gran ciudad», cuyo nombre no se dice, parece ser Jerusalén, que en Is 1, 10 es llamada Sodoma por su perversión. Mas cuando el autor del Apocalipsis nos dice que «simbólicamente es llamada Sodoma y Egipto, donde también su Señor fue crucificado» (v. 8), podemos entender a Jerusalén como tipo de cualquier ciudad, y aun nación, donde reina la perversidad -de ello son símbolos Sodoma y Egipto, en Sb 19, 14-17-, se persigue y aniquila a los cristianos (cfr. Hch 9, 5). En este sentido, San Jerónimo (Epist., 17) interpretaba que los nombres de Sodoma y Egipto tenían un sentido místico o figurado, y que significaban el mundo entero como ciudad del diablo y de los malvados.
Más adelante, San Juan identificará a la Roma de su tiempo con esa «gran ciudad» (cfr. Ap 17, 9).
El tiempo del triunfo del mal es limitado. Se determina como «tres días y medio», para indicar su brevedad y provisionalidad en comparación con los mil doscientos sesenta días, tres años y medio, que dura el testimonio profético (cfr. nota a Ap 11, 1-2).

Ap 11, 11-13. Los que han dado su vida por el testimonio de Jesucristo participarán también, por la fuerza del Espíritu Santo, de su Resurrección y Ascensión al Cielo. Esto es lo que describe el autor del Apocalipsis mediante alusiones al Antiguo Testamento, llenas de profundo significado. El soplo de vida que alza «sobre sus pies», o resucita a los testigos, manifiesta el poder del Espíritu de Dios, tal como lo evocaba el profeta Ezequiel en la visión de los huesos secos que se convierten en seres vivientes (cfr. Ez 37, 1-14). La voz que ordena subir al Cielo recuerda el final de la vida del profeta Elías (cfr. 2R 2, 11), o de otros santos personajes del Antiguo Testamento, como Henoc (cfr. Gn 5, 24; Si 44, 16); según algunas tradiciones judías (cfr. Flavio Josefo, Antiquitates iudaicae, IV, 8, 48), todos ellos fueron llevados al cielo, después de su paso por la tierra.
La glorificación de los testigos contrasta con el castigo de sus enemigos, orientado a la conversión a Dios. El terremoto, con el que se representa el castigo, da idea de su carácter repentino e imprevisible; el número de los que mueren en él simboliza una gran multitud –mil-, de todas las condiciones –siete-.
La profecía de los dos testigos es una llamada al cristiano para dar testimonio de Jesucristo en medio de las persecuciones, incluso con el martirio. Deja bien claro que Dios no abandona a los que toman partido por Él, y lo manifiestan con valentía. Si ha ocurrido así con los profetas del Antiguo Testamento, más lo será en la época presente: en ésta se han inaugurado los tiempos mesiánicos, arreciarán las persecuciones, pero está más cerca el final del mundo.

Ap 11, 14. Las tribulaciones correspondientes a las tres últimas trompetas quedan especialmente resaltadas al hacerlas coincidir con los tres ayes anunciados desde el Cielo (cfr. Ap 8, 13) que, como grito de lamentación, acentúan su carácter terrible. Ahora se acaba de describir el segundo Ay, como algo ya sucedido, y se anuncia el tercero. De este modo se vuelve a tomar, tras el paréntesis de Ap 10, 1-Ap 11, 13, el hilo de la narración en torno al sonido de las trompetas, y se advierte acerca de la importancia de lo que viene a continuación.

Ap 11, 15. La séptima trompeta abre una nueva sección en la que van a ser presentados, primero, la culminación del enfrentamiento entre Satanás y los poderes del mal contra Cristo y la Iglesia (cfr. Ap 12, 1-Ap 16, 16), y después los combates definitivos, con la victoria de Cristo y el establecimiento total de su reinado (cfr. Ap 16, 17-Ap 22, 5). Todo ello viene precedido de una introducción, en la que se anuncia la llegada definitiva del reinado de Cristo (cfr. Ap 11, 15-19).
El enfrentamiento entre Satanás y Cristo comienza a describirse con la lucha entre el dragón o serpiente y las bestias, de una parte, y el Mesías, la Mujer y sus hijos, de otra (cfr. 12, 1-Ap 13, 18). A continuación aparece el Cordero, Cristo glorioso, y se anuncia el momento del juicio (cfr. Ap 14, 1-20). Éste se desarrolla al hilo de una serie de siete copas o plagas (cfr. Ap 15, 1-Ap 16, 16); con la séptima se da paso a una nueva presentación de los contendientes, y a los combates finales (cfr. Ap 16, 17).
Según se había anunciado antes (cfr. Ap 9, 17), el toque de la séptima trompeta significa que se ha consumado el misterioso plan de Dios sobre el mundo. Así lo proclaman las voces celestes como mensaje revelado: se ha cumplido el designio divino de que Cristo reine eternamente sobre todo el universo. Del mismo modo que en otros lugares del Nuevo Testamento (cfr. Hch 4, 25-28), también en este pasaje del Apocalipsis se enseña que con el reinado efectivo de Cristo se cumplen las palabras proféticas del salmo segundo. La culminación de la historia humana es la plenitud del reinado de Cristo; en la perspectiva del Apocalipsis se contempla ese momento como presente. Así se ofrece a la Iglesia la gran palabra de esperanza y de consuelo, pues ella «constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino; y, mientras va creciendo paulatinamente, anhela al mismo tiempo el reino consumado, y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria» (Lumen gentium, 5). El mismo Jesucristo nos enseña a pedir constantemente al Padre: «Venga a nosotros tu reino».

Ap 11, 16-18. Ante la revelación de Dios, brota la adoración y acción de gracias de su pueblo, representado por los veinticuatro ancianos (cfr. Ap 4, 4). Aunque la escena se desarrolla en ámbito celestial, representa también la respuesta de la Iglesia ante la lucha victoriosa del Redentor, que culminará en su segunda venida. Entonces Dios establecerá con poder su soberanía absoluta; acabará el tiempo en el que, con inmensa paciencia, permitía que los hombres se rebelaran contra Él; y todos los hombres que han existido serán juzgados. Es la fe que profesa la Iglesia al proclamar que cree en Jesucristo, «que de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).
El autor del Apocalipsis nos traslada a ese momento final en el que habrá culminado la acción de Dios en la historia humana. Por ello ya no habla de Dios con referencia al futuro, como hacía antes -«el que es, el que era, el que ha de venir» (Ap 1, 4.8; Ap 4, 8)- sino con relación al presente y al pasado -«el que es y el que era»- (v. 17).
En ese momento final de la historia se despliega la justicia de Dios que, en cuanto significa la condenación de los que se le oponen, es llamada «cólera» o «ira» de Dios (cfr. Rm 1, 18). Sólo Dios tiene poder para implantar esa justicia definitiva, como cantan los salmos 96 y 98.
Los hombres se dividen en dos grupos: aquellos que son recompensados y los que son destruidos, de manera semejante a como describe el Señor el Juicio Final en Mt 25, 31-46. Los primeros son los que a lo largo de los tiempos -Antigua y Nueva Alianza- han dado testimonio de Cristo (los profetas), los que han sido santificados por el Bautismo y han vivido buscando la santidad (los santos), y todos los que, de cualquier condición, han mantenido el temor de Dios con sinceridad de corazón. Los segundos, los que destruyen la tierra, son aquellos que no han guardado la ley de Dios impresa en la misma creación, y han contribuido, con su pecado, a la corrupción del mundo, sirviendo a los poderes del mal (cfr. Ap 19, 2). Que Dios los destruirá no quiere decir que los aniquilará, sino que los privará de todo poder de obrar el mal y les dará el castigo merecido. Sobre el Juicio Final, cfr. notas a Mt 25, 31-46.

Ap 11, 19. El vidente presenta el santuario o templo celeste -lugar más propio de la presencia de Dios- en paralelismo con el santuario de Jerusalén, del que hablaba poco antes (cfr. Ap 11, 1-2). La apertura del santuario y la aparición del Arca de la Alianza significan que se han cumplido los tiempos mesiánicos, ha culminado la acción salvífica de Dios. En efecto, el Arca de la Alianza era el símbolo de la elección y salvación de Israel, y de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Según una tradición judía, recogida en 2M 2, 4-8, el arca había sido escondida por Jeremías antes de la destrucción de Jerusalén, y aparecería cuando viniese el Mesías. El autor del Apocalipsis utiliza este dato para asegurarnos que Dios no se ha olvidado de su alianza, sino que ha sido sellada definitivamente en el cielo, donde está el arca.
Con frecuencia, los autores antiguos entendieron que el arca era la Santísima Humanidad de Cristo, y San Beda explica que así como el maná se guardaba en el arca antigua, así la divinidad de Cristo está oculta en su Cuerpo santo (cfr. Explanatio Apocalypsis, lib. XI, cap. 19).
La alianza celeste es la alianza nueva y eterna realizada por Jesucristo (cfr. Mt 26, 26-29 y par.), y que se va a manifestar plenamente en su segunda venida con el triunfo de la Iglesia, tal como el Apocalipsis va a describir a continuación. La presencia del arca en el santuario celeste es símbolo de la trascendencia del reino mesiánico, que supera las dimensiones humanas: «La espera vigilante y activa de la venida del Reino es también la de una justicia totalmente perfecta para los vivos y los muertos, para los hombres de todos los tiempos y lugares, que Jesucristo, constituido juez supremo, instaurará (cfr. Mt 24, 29-44.46; Hch 10, 42; 2Co 5, 10). Esta promesa, que supera todas las posibilidades humanas, afecta directamente a nuestra vida en el mundo, porque una verdadera justicia debe alcanzar a todos y debe dar respuesta a los muchos sufrimientos padecidos por todas las generaciones. En realidad, sin la resurrección de los muertos y el juicio del Señor, no hay justicia en el sentido pleno de la palabra. La promesa de la resurrección satisface gratuitamente el afán de justicia verdadera que está en el corazón humano» (Libertatis conscientia, n. 60).
Los fenómenos atmosféricos que acompañan la aparición del arca recuerdan los de la teofanía del Sinaí, y expresan la intervención efectiva de Dios (cfr. Ap 4, 5; Ap 8, 5) que, ahora, va a ir acompañada también del castigo de los malvados, tal como indica la alusión al terremoto y a la fuerte granizada (cfr. Ex 9, 13-35).

Ap 12, 1-17. Comienza la presentación de los contendientes en los combates escatológicos, en los que culminan la acción de Dios y la del adversario, el demonio. El autor describe los personajes y el combate mismo mediante tres signos, que suscitan el interés del lector. El primer signo es la Mujer y su descendencia, incluido el Mesías (Ap 12, 1-2); el segundo, la serpiente que luego transmite su poder a las bestias (Ap 12, 3); el tercero, los siete ángeles con las siete copas (Ap 15, 1).
Se describen sucesivamente tres combates en los que participa la serpiente: 1) contra el Mesías que nace de la Mujer (Ap 12, 1-6); 2) contra San Miguel y sus ángeles (Ap 12, 7-12); 3) contra la Mujer y el resto de sus hijos (Ap 12, 13-17). No podemos entender estos combates como en una sucesión cronológica. Son más bien diversos cuadros puestos uno junto a otro, porque tienen una profunda relación entre sí: siempre el mismo enemigo, el diablo, lucha contra los proyectos de Dios y contra aquellos de los que Dios se sirve para realizarlos.

Ap 12, 1-2. La misteriosa figura de la Mujer ha sido interpretada desde el tiempo de los Santos Padres como referida al antiguo pueblo de Israel, a la Iglesia de Jesucristo, o a la Santísima Virgen. Cualquiera de estas interpretaciones tiene apoyo en el texto, pero ninguna de ellas es coincidente en todos los detalles. La Mujer representa el pueblo de Israel, puesto que de él procede el Mesías, e Isaías lo comparaba a «la mujer encinta, cuando llega el parto y se retuerce y grita en sus dolores» (Is 26, 17).
También puede representar a la Iglesia, cuyos hijos se debaten en lucha contra el mal por dar testimonio de Jesús (cfr. v. 17). En este sentido escribía San Gregorio: «El sol representa la luz de la verdad, y la luna la mutabilidad de lo temporal; la Iglesia santa está como revestida de sol porque es protegida por el esplendor de la verdad sobrenatural, y tiene la luna bajo sus pies, porque está por encima de los bienes temporales» (Moralia, 34, 12).
Y puede referirse también a la Virgen María, en cuanto que ella dio real e históricamente a luz al Mesías, nuestro Señor Jesucristo (cfr. v. 5). Así escribe San Bernardo: «En el sol hay color y esplendor estables; en la luna sólo resplandor completamente incierto y mutable, pues nunca permanece en el mismo estado. Con razón, pues, María se presenta vestida de sol, ya que ella penetró el profundo abismo de la sabiduría divina más allá de cuanto pudiera creerse» (De B. Virgine, 2).
La figura de la Mujer refleja, por tanto, rasgos propios de la Santísima Virgen, de la Iglesia y del antiguo Israel, por lo que podemos ver en ella incluidas las tres realidades. En efecto, San Lucas, al narrar la Anunciación, ve a María como la representación del resto fiel de Israel: a ella le dirige el ángel el saludo dado en Sb 3, 15 a la hija de Sión (cfr. notas a Lc 1, 26-31). Y San Pablo en Ga 4, 4 ve en una mujer, María, la alegoría de la Iglesia que es nuestra madre. Por otra parte, no es infrecuente en la literatura judía no canónica contemporánea del Apocalipsis, personificar a la comunidad en la figura de una mujer. Así, también el texto sagrado del Apocalipsis deja abierto el camino para ver en esa mujer directamente a la Santísima Virgen, cuya maternidad conllevaría el dolor del Calvario (cfr. Lc 2, 35), y había sido ya profetizada como una «señal» en Is 7, 14 (cfr. Mt 1, 22-23). Y, al mismo tiempo, ver también al pueblo de Dios, a la Iglesia, como representada en la figura de María.
El Concilio Vaticano II ha enseñado solemnemente que María es tipo o figura de la Iglesia, pues «en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre. Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin conocer varón, bajo la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la antigua serpiente sino al mensajero de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno» (Lumen gentium, 63).
Los rasgos con los que aparece la Mujer representan la gloria celeste con que ha sido revestida, así como su triunfo al ser coronada con doce estrellas, símbolo del pueblo de Dios -de los doce patriarcas (cfr. Gn 37, 9) y de los doce apóstoles-. De ahí que, prescindiendo de aspectos cronológicos sólo aparentes en el texto, la Iglesia haya visto en esta mujer gloriosa a la Santísima Virgen, «asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial, ensalzada por el Señor como reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59). La Santísima Virgen es ciertamente la gran señal, pues, como escribe San Buenaventura, «Dios no hubiese podido hacerla mayor. Dios hubiese podido hacer un mundo más grande y un cielo mayor; pero no una madre mayor que la misma Madre» (Speculum, cap. 8).

Ap 12, 3-4. San Juan describe al diablo (cfr. v. 9) basándose en rasgos simbólicos, tomados del Antiguo Testamento. La serpiente o dragón proviene de Gn 3, 1-24, pasaje latente desde Ap 12, 3 hasta el final del libro. El color rojo y las siete cabezas con las siete diademas indican que despliega todo su poder para hacer la guerra. Los diez cuernos, en Dn 7, 7, representan a los reyes enemigos del pueblo de Israel; en Daniel se habla además de un cuerno para indicar a Antíoco IV Epifanes, del que también se dice, para resaltar sus victorias, que precipita las estrellas del cielo sobre la tierra (cfr. Dn 8, 10). Satanás ha arrastrado con él a otros ángeles, como se narrará más adelante (Ap 12, 9). En resumen, con estos símbolos se quiere poner de relieve sobre todo el enorme poder de Satanás. «Al diablo se le llama serpiente, escribe San Cipriano, porque arrastrándose sigilosamente y engañando con una imagen de paz, se acerca por senderos sueltos, y es tal su astucia y tan cegadora su falacia (…), que quiere hacer pasar la noche por día, el veneno en vez de la medicina. De tal manera que mintiendo con cosas parecidas, echa a perder la verdad con sutileza. Por eso se transfigura en ángel de luz» (De Unitate Ecclesiae, I-III).
Tras la caída de nuestros primeros padres se entabla la guerra entre la serpiente y su linaje contra la mujer y el suyo: «Pondré enemistad -dijo Dios a la serpiente- entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza, mientras tú le herirás en el calcañar» (Gn 3, 15). Jesucristo es el descendiente de la mujer que llevará a cabo la victoria sobre el demonio (cfr. Mc 1, 23-26; Lc 4, 31-37; etc.). De ahí que el poder del mal centre todas sus fuerzas en destruir a Cristo (cfr. Mt 2, 13-18), o en torcer su misión (cfr. Mt 4, 1-11 y par). La forma en que describe San Juan esa enemistad aludiendo a los orígenes es sumamente expresiva.

Ap 12, 5. Con el nacimiento de Jesucristo se cumple el proyecto de Dios anunciado por los profetas (cfr. Is 66, 7) y por los Salmos (cfr. Sal 2, 9), y se inicia la victoria definitiva sobre el demonio. Esta victoria se decide de modo eminente en la vida terrena de Jesús, que culmina con su Pasión, Resurrección y Ascensión al Cielo. San Juan resalta sobre todo el triunfo de Cristo que, como confiesa la Iglesia, «está sentado a la derecha del Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).

Ap 12, 6. La figura de la Mujer evoca la imagen de la Iglesia, pueblo de Dios. Israel se refugió en el desierto al escapar del Faraón, así también la Iglesia tras la victoria de Cristo. El desierto representa el ámbito de soledad e íntima unión con Dios. Allí Dios cuidaba personalmente de su pueblo, librándole de los enemigos (cfr. Ex 17, 8-16) y alimentándole con las codornices y el maná (cfr. Ex 16, 1-36). Una protección similar tiene ahora la Iglesia, contra la que no podrán los poderes del infierno (cfr. Mt 16, 18), y a la que Cristo alimenta con su Cuerpo y su Palabra, durante el tiempo de su peregrinaje en la historia, que es un tiempo de lucha y aspereza, como el de Israel por el desierto, pero limitado -mil doscientos sesenta días (cfr. nota a Ap 11, 3).
Aunque la figura de la Mujer, en este versículo, parece hacer referencia directamente a la Iglesia, sigue estando presente de alguna forma la imagen individual de la Mujer que ha dado a luz al Mesías, la Santísima Virgen. Ella ha experimentado, como ninguna otra criatura, la especialísima unión con Dios y su protección de los poderes del mal, incluso de la muerte. De tal forma que, como enseña el Concilio Vaticano II, «entretanto (mientras la Iglesia peregrine en la tierra), la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2P 3, 10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo» (Lumen gentium, 68).

Ap 12, 7-9. La lucha entre la serpiente y sus ángeles contra Miguel y los suyos, y la derrota de aquélla, aparecen íntimamente relacionadas con la muerte y glorificación de Cristo (cfr. vv. 5.11). Al mismo tiempo, la mención de Miguel y de la serpiente antigua, así como los efectos de la lucha -el ser arrojados del cielo-, hacen pensar en el origen del demonio. Éste, que era una criatura angélica muy excelsa, según algunas tradiciones judías (cfr. Vida latina de Adán y Eva, 12-16) se convirtió en diablo cuando Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26; Gn 2, 7). El demonio no aceptó la dignidad concedida al hombre. Miguel, en cambio, obedeció, pero el diablo y otros ángeles, al considerar al hombre inferior a ellos, se rebelaron contra Dios. Entonces el diablo y sus seguidores angélicos fueron arrojados al infierno y a la tierra, por lo que no cesan de tentar al hombre para que, pecando, se vea también privado de la gloria de Dios.
A la luz de esta tradición, en el Apocalipsis se pone de relieve que, en efecto, Cristo, nuevo Adán, verdadero Dios y verdadero hombre, al ser glorificado merece y recibe la adoración debida, por lo que el diablo es definitivamente derrotado. El proyecto divino abarca la creación y la redención. Cristo, «imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas» (Col 1, 15-16), es el causante de la derrota del diablo en una batalla que abarca toda la historia, pero que ha tenido su momento definitivo en la Encarnación, Muerte y Glorificación del Señor: «Ahora es el juicio de este mundo -dice Jesús refiriéndose a los acontecimientos pascuales-, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31-33). Y, ante la noticia traída por los discípulos de que en su nombre son sometidos los demonios, Jesucristo exclama: «Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10, 18).
En Dn 10, 13 y Dn 12, 1 se dice que el arcángel San Miguel es el que defiende, de parte de Dios, al pueblo elegido. Su nombre significa «¿Quién como Dios?», y su función es velar por los derechos divinos frente a quienes quieren usurparlos, como los tiranos de los pueblos, o el mismo Satán al intentar hacerse con el cuerpo de Moisés según la carta de San Judas (v. 9). De ahí que también en el Apocalipsis aparezca San Miguel como el que se enfrenta con Satanás, la serpiente antigua, aunque la victoria y el correspondiente castigo los decide Dios o Cristo. La Iglesia, por ello, invoca a San Miguel como su guardián en las adversidades y contra las asechanzas del demonio (cfr. Liturgia de las Horas, 29 de septiembre, Himno del Oficio de Lecturas).
Los Santos Padres interpretan estos versículos del Apocalipsis como testimonio de la lucha entre Miguel y el diablo al principio de la historia, que fue consecuencia de la prueba que hubieron de pasar los espíritus angélicos. Y, a la luz del Apocalipsis, entendieron, como referidas a aquel momento primordial, las palabras que el profeta Isaías pronunciara contra el rey de Babilonia: «¡Cómo has caído de los cielos, Lucero (o Lucifer), hijo de la aurora! ¡Has sido abatido a tierra, dominador de naciones!» (Is 14, 12). También vieron en este pasaje del Apocalipsis la lucha que Satanás sostiene contra la Iglesia a lo largo de la historia y que se radicalizará al final de los tiempos: «El cielo es la Iglesia, escribe San Gregorio, que en la noche de la vida presente, mientras posee en sí misma las innumerables virtudes de los santos, brilla como las radiantes estrellas celestes; pero, la cola del dragón arroja las estrellas a la tierra (…). Las estrellas que caen del cielo a la tierra son aquellas que habiendo perdido la esperanza de las cosas celestiales, codician bajo la guía del diablo el ámbito de la gloria terrena» (Moralia, 32, 12).

Ap 12, 10-12. Con la Ascensión de Cristo a los Cielos ha quedado inaugurado el Reino de Dios, y, por ello, las criaturas celestiales prorrumpen en un cántico de alegría. El demonio ha sido privado de su poder sobre el hombre, en cuanto que éste, por la obra redentora de Cristo y la fe, puede salir del mundo del pecado. Esta realidad gozosa se expresa diciendo que ya no hay lugar para el acusador. Satán, que como su nombre significa y el Antiguo Testamento enseña, acusaba al hombre ante Dios (cfr. Jb 1, 6; Jb 3, 12): frente al proyecto divino de la creación, podía presentar como victoria suya a cualquier hombre que hubiese desfigurado en sí la imagen y semejanza de Dios por el pecado. Ahora, tras la Redención, se ha acabado ese poder de Satanás, pues como escribe San Juan: «Si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el justo. Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2, 1-2). Además, al ascender al cielo, Cristo nos envía al Espíritu Santo como «intercesor y abogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel 'acusador', del que el Apocalipsis dice que 'acusa a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios'» (Dominum et Vivificantem, 67).
Aunque Satanás ha perdido ese poder de actuar en el mundo, todavía le queda un tiempo, desde la Resurrección del Señor hasta el final de la historia, en el que puede obstaculizar entre los hombres la obra de Cristo. Por ello actúa cada vez con más furor, al ver que se le acaba el tiempo, intentando que cada hombre y la sociedad se alejen de los planes y mandatos de Dios.
Con esta especie de canto entonado desde el Cielo, el autor del Apocalipsis advierte a la Iglesia de las dificultades que se le avecinan a medida que se acerca el final de los tiempos.

Ap 12, 13-17. El ataque de la serpiente se contempla ahora desde la situación de la Iglesia que sufre. La Mujer que da a luz un Hijo varón es imagen de la Madre del Mesías, la Virgen María, y de la Iglesia que, «cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es constituida Madre por la palabra de Dios fielmente recibida» (Lumen gentium, 64). Mediante la Iglesia los cristianos se incorporan a Cristo, contribuyendo al crecimiento de su Cuerpo (cfr. nota a Ef 4, 13). En este sentido puede decirse que la Iglesia es la Mujer que engendra a Cristo.
La lucha que soporta la Iglesia contra los poderes del mal viene aquí descrita con representaciones del Éxodo, ya que también aquél fue el momento de máximo peligro para el pueblo de Israel. Dios lo llevó entonces por el desierto «sobre alas de águila» (Ex 19, 4), es decir, de forma extraordinaria, superior a las posibilidades humanas. Cuando el profeta Isaías anuncia la liberación del cautiverio en Babilonia, también dice que «subirán con alas de águila…» (Is 40, 31). La Iglesia, a lo largo de la historia, goza de esa misma protección divina para vivir la unión con su Señor representada por el desierto. El período de «un tiempo, dos tiempos y medio tiempo», que es lo mismo que tres años y medio, es considerado -por lo menos a partir de Dn 7, 25- como el tiempo convencional de cualquier persecución.
El río de agua simboliza las fuerzas destructivas del mal, que proceden del demonio. Al igual que en el desierto del Sinaí la tierra tragó a los que se rebelaban contra Dios (cfr. Dt 11, 5), así serán anuladas esas fuerzas en su ataque contra la Iglesia, pues, como prometió el Señor «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). No debe extrañarnos, por tanto, que la Iglesia sufra persecuciones: No es algo nuevo, comenta San Josemaría Escrivá. Desde que Jesucristo nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia (El fin sobrenatural de la Iglesia).
La Iglesia es santa, pero quienes viven en ella -los cristianos, el «resto de su descendencia»- experimentan el ataque del Maligno, pues éste no cesa en su empeño de vencer. Por lo tanto «urge al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero asociado al misterio pascual, configurado en la muerte de Cristo, llegará corroborado por la esperanza a la resurrección» (Gaudium et spes, 22).

Ap 12, 18. La mayor parte de los manuscritos griegos, aunque no los más antiguos, traen este versículo en primera persona: «Y me detuve…», referido al vidente. La Neovulgata, sin embargo, ha preferido la tercera persona, en cuyo caso el versículo se refiere a la serpiente, que se presenta así como haciendo surgir los poderes del mal, encarnados en las bestias que se describen a continuación.

Ap 13, 1-18. Satanás, la serpiente antigua, lanza su ataque por medio de las bestias a las que comunica su poder (cfr. vv. 2.12). Las bestias representan los poderes históricos en los que de una u otra forma se encarnan las fuerzas del mal. La primera bestia (vv. 1-10) simboliza el poder político exacerbado hasta suplantar a Dios; la segunda (vv. 11-12), aquellas fuerzas del mal que defienden, justifican y propagan tal deificación del poder, presentándolo como bueno. Estas bestias aluden de forma inmediata al imperio romano, pero éste es considerado a la vez, en algunos aspectos, como instrumento de una potencia diabólica que, traspasando aquel tiempo concreto, se cierne constantemente sobre el hombre y se manifiesta con más fuerza a medida que se avecina el final de la historia.
El diablo, para hacer la guerra a los hijos de la Mujer, además de atacarlos individual y personalmente, se sirve de instrumentos socio-políticos y culturales, que usurpan el puesto del verdadero Dios. Como escribe Juan Pablo II: «Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo (…) encuentra en las diversas épocas históricas, y especialmente en la época moderna, su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica -como sistema de pensamiento-, ya sea en su forma práctica -como método de lectura y de valoración de los hechos-, y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus últimas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo» (Dominum et Vivificantem, 56).

Ap 13, 1-4. San Juan describe la primera bestia con los rasgos que empleó el profeta Daniel para designar los imperios que avasallaron al pueblo de Israel, y especialmente los sucesores de Alejandro Magno -sobre todo Antíoco Epifanes- simbolizados en la cuarta bestia de la visión del profeta (cfr. Dn 7, 7-8). En círculos judíos y cristianos contemporáneos al Apocalipsis ya se reinterpretaba la cuarta bestia de Daniel, viendo en ella al imperio romano; el mismo autor del Apocalipsis lo hace explícito más adelante diciendo que las siete cabezas y los diez cuernos son otros tantos emperadores y reyes (cfr. Ap 17, 9-12). La herida de una de las cabezas puede aludir a alguna crisis política concreta, como el asesinato de César o los disturbios tras la muerte de Nerón, que fue superada por el imperio. La mayoría de los Santos Padres vieron en la bestia al Anticristo, y así escribe San Ireneo: «En la bestia que surge está compendiada toda maldad y toda mentira, de modo que concentrada y cumplida en ella toda la fuerza de la apostasía, sea arrojada al horno del fuego» (Adversus haereses, V, 29).
En cualquier caso, el texto sagrado denuncia el pecado de idolatría ante el poder político, al que se le confieren atributos propios de Dios, con quien nadie puede compararse. La exclamación «¿Quién como la bestia?» es una contrarréplica del significado del nombre del arcángel Miguel, «¿Quién como Dios?». Con razón, pues, la descripción de la cabeza de la bestia coincide con la de la serpiente (cfr. Ap 12, 3), mostrando así su indudable parentesco y similitud. En efecto, «la idolatría es una forma extrema del desorden introducido por el pecado. Al sustituir la adoración del Dios vivo por el culto de la creatura, falsea las relaciones entre los hombres y conlleva diversas formas de opresión» (Libertatis conscientia, n. 39).

Ap 13, 5-8. La palabra blasfema y los actos de violencia de la bestia muestran el origen satánico de su poder. La bestia actúa a lo largo de la historia -cuarenta y dos meses o tres años y medio-, y se hace presente en todo el mundo. Sólo los que, por la gracia de Dios, reconocen y siguen a Cristo tendrán fuerza para no adorar a la bestia, o, en otras palabras, para resistir el absolutismo de los poderes políticos cuando éstos se arrogan lo que corresponde a Dios y a su ley.
La fe cristiana es el gran resorte de la verdadera libertad, fe que «la Iglesia ha experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especialmente en los pequeños y los pobres. Por la fe éstos saben que son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: 'vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí' (Ga 2, 20b). Tal es su dignidad que ninguno de los poderosos puede arrebatársela; tal es la alegría liberadora presente en ellos…» (Libertatis conscientia, n. 21). De esta forma, la Iglesia es siempre, en medio de la comunidad política, «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana» (Gaudium et spes, 76).

Ap 13, 9-10. San Juan deja el lenguaje de la visión y habla directamente al lector, invitándole a reconocer, en el momento histórico en que vive, la verdad que él le manifiesta de parte de Dios. Los destinatarios inmediatos del libro pudieron ver en la terrible persecución de Domiciano (años 95-96) el poder satánico desatado contra la Iglesia. Pero la invitación se dirige a todo el que lee el libro en cualquier tiempo; también en nuestra época que «ha visto surgir los sistemas totalitarios y unas formas de tiranía que no habrían sido posibles en la época anterior al progreso tecnológico. Por una parte, la perfección técnica ha sido aplicada a perpetrar genocidios, por otra, unas minorías practicando terrorismo que causa la muerte de numerosos inocentes, pretenden mantener a raya a naciones enteras.
»Hoy el control puede alcanzar hasta la intimidad de los individuos; y las dependencias creadas por los sistemas de prevención pueden representar también amenazas potenciales de opresión…» (Libertatis conscientia, n. 14).
El Apocalipsis, utilizando las mismas palabras que Jeremías dirigía a los malvados (cfr. Jr 15, 2; Jr 43, 11), las aplica ahora a los tiempos finales. De este modo, se ha de entender que, ante los ataques de la bestia, San Juan exhorte a resistir con firmeza, aceptando las consecuencias de la persecución, sin doblegarse y con fe. «En el sufrimiento -enseña Juan Pablo II comentando Rm 5, 3- está contenida una particular 'llamada a la virtud', que el hombre debe ejercitar. Ésta es la virtud de la perseverancia al 'soportar lo que molesta y hace daño'. Haciendo esto, el hombre hace brotar la esperanza, que mantiene en él la convicción de que el sufrimiento no lo vencerá ni lo privará de su dignidad» (Salvifici doloris, 23).

Ap 13, 11-17. Más adelante (cfr. Ap 16, 13; Ap 19, 20 y notas) esta segunda bestia será identificada con el falso profeta, ya que, en efecto, su papel es seducir a los hombres para que adoren a la primera bestia. Realiza, con el poder del mal, prodigios semejantes a los de los profetas -como Elías, que hizo bajar fuego del cielo (cfr. 1R 18, 38)-, e incluso parece imitar la fuerza del Espíritu que da vida, animando las imágenes de la bestia. Ejerce además un despotismo feroz, privando de los medios de subsistencia a quienes no se le someten y llevan su marca. «El que surja de la tierra, escribe San Gregorio, indica la soberbia de la gloria terrena; y el que tenga dos cuernos semejantes a los del cordero, quiere decir que mediante una santidad hipócrita simula tener sabiduría, la vida que el Señor tiene realmente» (Moralia, 33, 20).
No sabemos si el autor se refiere a una persona concreta, como el asiarca encargado de promover el culto al emperador en Asia Menor, o a un grupo, como los sacerdotes paganos que realizaban y propagaban tal culto. Parece cierto que bajo la imagen de la bestia se contemplan las implicaciones religioso-políticas de la divinización del emperador, con graves consecuencias para los cristianos, que no podían aceptarlo. En definitiva, esta bestia es símbolo de los regímenes que rechazan a Dios y exaltan falsamente al hombre. Hoy existen otras formas de poder, que de alguna manera podían ser sucesoras de aquellos, como el ateísmo militante, tanto en la forma de secularismo ateo, como de materialismo dialéctico. San Hipólito describe así la marca y el sello de la bestia: «Niego al Creador del cielo y de la tierra, niego el bautismo, niego la adoración acostumbrada a Dios por mi parte. A ti (Bestia) me adhiero, en ti creo» (De consummat.).
Conviene notar el carácter engañoso del materialismo al estilo de la bestia, pues «si a veces habla también del 'espíritu' y de las 'cuestiones del espíritu', por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia (…). Según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de 'ilusión idealista' que ha de ser combatida con los modos y métodos oportunos, según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarla de la sociedad y del corazón mismo del hombre» (Dominum et Vivificantem, 56).

Ap 13, 18. El autor del Apocalipsis da el nombre de la bestia según el procedimiento llamado gematría, que consiste en sustituir el nombre por el valor numérico de las letras que lo componen. Hay que tener en cuenta que, tanto en hebreo como en griego, se utilizan las letras del alfabeto con valor numérico. La cifra de 666 cuadra con el nombre de César-Nerón en hebreo. Algunos manuscritos traen 616, que correspondería a César-Dios en griego. En cualquier caso, la clave de interpretación exacta de esta cifra se desconoce en la Tradición, por lo que se han propuesto distintos nombres.

Ap 14, 1-Ap 16, 21. Se presenta ahora al Cordero y el juicio de Dios como anticipación de su victoria. El tema se prolonga hasta el cap. 17, donde aparecerán de nuevo los poderes del mal, bajo otras imágenes, como objeto del juicio de Dios. Primero muestra al Cordero y su acompañamiento (cfr. Ap 14, 1-5); en seguida expone el anuncio y descripción anticipada del juicio final (Ap 14, 6-20); mientras resalta la gloria del Cordero (cfr. Ap 15, 1-4), presenta el desarrollo del juicio al hilo del derramamiento de las siete copas del furor de Dios (cfr. Ap 15, 5-Ap 16, 21).
Frente a los poderes del mundo que se oponen a Dios y a la Iglesia, inducidos por Satanás, está Cristo resucitado con los suyos, que cantan su gloria y su triunfo. Estos son los que participan de la salvación que ya ha sido realizada, pero que culminará con la instauración plena del Reino de Dios: las bodas del Cordero y la Jerusalén celestial (cfr. cap. Ap 21-22). Entretanto, frente a los poderes adversos, la Iglesia contempla a Cristo «Cordero inocente, que con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él, Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios 'me amó y se entregó a sí mismo por mí' (Ga 2, 20)» (Gaudium et spes, 22).

Ap 14, 1-3. El lugar en que está el Cordero es sumamente significativo: en el monte Sión, en Jerusalén, donde según el Antiguo Testamento tenía Dios su morada entre los hombres (cfr. Sal 74, 2; Sal 132, 15; etc.), y donde, según algunas tradiciones judías, había de aparecer el Mesías reuniendo allí a los suyos. Se trata por tanto de un lugar idealizado que representa a la Iglesia, protegida por Cristo y congregada en torno a Él. Allí están los que pertenecen a Cristo y al Padre, y llevan por tanto su marca: hijos de Dios. Estos son un número inenarrable, pero completo en sí mismo: el pueblo de Dios representado en una cifra que es el resultado de multiplicar 12 (las tribus) por 12 (los apóstoles) por 1.000 (número desorbitado) (cfr. Ap 7, 3 ss.).
Los ciento cuarenta y cuatro mil no están todavía en el cielo, de donde proviene el potente ruido, sino en la tierra, aunque rescatados de su poder que es el de la bestia (cfr. Ap 13, 13-14). El ruido del cielo refleja la fuerza y el poder de Dios; y la voz celeste se expresa por la suavidad de la música litúrgica. Es un cántico nuevo, porque ahora canta la salvación de Cristo (cfr. Ap 15, 3-4), como el que en el Antiguo Testamento cantaba las maravillas de Dios (cfr. p. ej., Sal 33, 3; Sal 40, 4; Sal 96, 1). Sólo los que pertenecen a Cristo pueden asociarse a este cántico, uniéndose de este modo a la liturgia celestial: «Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima, especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual 'la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales', celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la Divina Majestad, y todos los redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cfr. Ap 5, 9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino» (Lumen gentium, 50).

Ap 14, 4-5. El texto se refiere a los que están en disposición de participar en las bodas del Cordero (cfr. Ap 19, 9; Ap 21, 2), porque no se han manchado con la idolatría, sino que han sido preservados para Él. Ya San Pablo compara a cada cristiano con una virgen casta (cfr. 2Co 11, 2), y presenta a la Iglesia como la Esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 21-32). El autor del Apocalipsis se refiere a todos los miembros de la Iglesia en cuanto que son santos, llamados a la santidad; pero el simbolismo que emplea conlleva una realidad profunda: que la virginidad y celibato por el Reino de los Cielos es una realización singular y un signo evidente de esa dimensión esponsalicia de la Iglesia. Enseña el Concilio Vaticano II, a propósito de la castidad de los religiosos, que «de esta forma ellos recuerdan a todos los cristianos aquel maravilloso matrimonio establecido por Dios, y que ha de revelarse totalmente en la vida futura, por el que la Iglesia tiene a Cristo por esposo único» (Perfectae caritatis, 12).
Los ciento cuarenta y cuatro mil son también los que se han identificado plenamente con Cristo, muerto y resucitado, negándose a sí mismos y poniendo todas sus fuerzas en el empeño apostólico (cfr. Mt 10, 38). Son finalmente los que Cristo, con su Sangre, ha hecho propiedad suya y del Padre -como Israel que era primicia de los frutos de Yahwéh (cfr. Jr 2, 3)-, es decir, los que forman un pueblo santo como aquel resto de Israel descrito por Sb 3, 13: «No cometerán más injusticia, no dirán mentiras y no se encontrará en su boca lengua engañosa». Si bien el profeta dice estas palabras de quienes no han de invocar a los dioses falsos, el Apocalipsis las aplica a quienes no se someten a la bestia, a los que viven con total sinceridad unidos a Cristo.

Ap 14, 6-20. La presencia victoriosa de Cristo al final de los tiempos –Parusía- llevará consigo el juicio de toda la humanidad. En este pasaje del Apocalipsis, para llamar a todos a conversión, se anuncia solemnemente en un cuadro en que aparecen siete personajes: tres ángeles que anuncian el juicio (cfr. vv. 6.8.9), el Hijo del Hombre que lo realizará (cfr. v. 14), y otros tres ángeles que intervienen en su ejecución (cfr. vv. 15.17.19). De esta forma muestra San Juan que se trata de un anuncio definitivo que concierne a toda la humanidad.
La Iglesia nos advierte que «como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr. Hb 9, 27), si queremos entrar con Él a las nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos (cfr. Mt 25, 31-46); (…). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer 'ante el tribunal de Cristo para que cada uno reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, bueno o malo' (2Co 5, 10); y al fin del mundo 'los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de vida; y los que practicaron el mal, para resurrección del juicio' (Jn 5, 29; cfr. Mt 25, 46)» (Lumen gentium, 48).

Ap 14, 6-7. «Otro ángel»: Se indica que ese ángel es distinto de los que hacen sonar las trompetas (cfr. Ap 11, 15), aunque pertenece a la misma serie de mensajeros divinos de los últimos tiempos. Su mensaje, dado desde lo alto del cielo, llega a todos los habitantes de la tierra, y consiste en una llamada a reconocer y adorar a Dios como Creador de todas las cosas. Supone, por tanto, que todo hombre «tiene capacidad para conocer y amar a su Creador» (Gaudium et spes, 12); y a su anuncio se le llama «evangelio eterno», porque tal reconocimiento de Dios será ratificado y premiado el día del Juicio, y tendrá, por tanto, validez para siempre (cfr. Hch 14, 15 ss.; 1Ts 1, 9).

Ap 14, 8. Desde la perspectiva del final se contempla como si ya hubiera ocurrido la caída del poder que entonces perseguía a la Iglesia: la Roma absolutista y pagana que, por extender por todo el mundo el culto al emperador, hizo a los pueblos objeto de la cólera de Dios. Se llama a Roma la gran Babilonia, porque esta antigua ciudad era, desde la deportación de los judíos el año 587 antes de Cristo, símbolo del poder pagano perseguidor del pueblo de Dios.

Ap 14, 9-11. Se anuncia y se describe simbólicamente el castigo de los adoradores de la bestia, es decir, de los que se han sometido a la idolatría. El «fuego y azufre» es una imagen tomada de Gn 19, 24 para resaltar el horror del castigo: como el que padecieron Sodoma y Gomorra, pero que, en este caso, será eterno y públicamente manifiesto ante Cristo y los ángeles.
La existencia de un castigo eterno para los réprobos y de un premio eterno para los elegidos es un dogma de fe, definido solemnemente por el Magisterio de la Iglesia en el Concilio Ecuménico Lateranense IV: «Jesucristo (…) ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras -buenas o malas-: aquellos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna» (De fide catholica, cap. 1).
En el infierno habrá castigo espiritual -desasosiego permanente- y tormento corporal, porque el hombre es espíritu y materia. No sabemos cómo es el infierno, pero de estas palabras del Apocalipsis -como de las del Señor en Mt 25, 41, y de otros pasajes de la Sagrada Escritura- puede deducirse que allí habrá penas de daño y de sentido.

Ap 14, 12. Como en Ap 13, 10 se exhorta a los fieles para que se mantengan firmes en la tribulación, con la esperanza de que Dios dará a cada uno su merecido. Tal actitud de paciencia no significa inhibirse de la lucha contra los poderes del mal, y del esfuerzo por conseguir y «garantizar las condiciones para el ejercicio de una auténtica libertad humana» (Libertatis conscientia, n. 31). A este respecto enseña el Concilio Vaticano II: «La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por el perfeccionamiento de esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un destello del mundo nuevo» (Gaudium et spes, 39).
En este pasaje del Apocalipsis, se dice a los cristianos que en aquella situación concreta de persecución, la lucha de quienes guardan los mandamientos y mantienen la fe, no ha de ser una respuesta violenta. Esta enseñanza es aplicable a cualquier situación que reclama una liberación en sentido temporal: «Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos (cfr. Mt 5, 44; Lc 6, 27-28.35). La liberación según el espíritu del Evangelio es, por tanto, incompatible con el odio al otro, tomado individual o colectivamente, incluido el enemigo» (Libertatis conscientia, n. 77).

Ap 14, 13. La bienaventuranza divina anuncia el gozo de los que terminan su vida siendo fieles a Cristo. Los maestros judíos enseñaban que «cuando un hombre muere no lo acompañan la plata ni el oro, las piedras preciosas ni las perlas, sino la ley y las buenas obras» (Pirquè Abot, VI, 9). No se trata solamente de que los justos sean premiados por sus obras, sino de que éstas -de algún modo- permanecen con ellos; como enseña la Iglesia, «los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre 'el reino eterno y universal; reino de verdad y de vida; reino de santidad y de gracia; reino de justicia, de amor y de paz'» (Gaudium et spes, 39).
La muerte entendida así no es un final, sino un tránsito, un paso, comparado con la Pascua por San Bernardo: «A este paso a la vida, los pobres infieles llaman muerte, pero los fíeles ¿qué han de llamarle sino Pascua? Porque se muere al mundo para vivir por completo para Dios. Se entra al lugar del tabernáculo admirable, a la casa de Dios» (Divini amoris, cap. 15).

Ap 14, 14-20. La descripción anticipada del Juicio Final se presenta en dos escenas: la siega (cfr. Ap 14, 14-16) y la vendimia (cfr. Ap 14, 17-20), siguiendo, sin duda, la profecía de Joel acerca del juicio de Dios sobre los pueblos enemigos de Israel: «¡Despiértense y suban las naciones al valle de Josafat! Que allí me sentaré yo para juzgar a todas las naciones circundantes. Meted la hoz, porque la mies está madura; venid, pisad, que el lagar está lleno, y las cavas rebosan, tan grande es su maldad» (Jl 4, 12-13).
En la primera escena es el mismo Cristo, bajo el título de Hijo del Hombre (cfr. Dn 7, 13), quien va a realizar el juicio presentado con la imagen de la siega, como en la parábola del trigo y la cizaña (cfr. Mt 13, 24-30). En la segunda es un ángel, emisario de Dios, quien hace la vendimia y prepara el lagar para que sea pisado por Dios -siguiendo la profecía de Is 63, 3 que dice; «Sólo yo he pisado el lagar»-, o bien por Cristo, según se dirá más adelante en Ap 19, 15. En cualquier caso se enseña que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ha recibido el poder de realizar el Juicio Universal que, según la tradición judía, se desarrollaría a las puertas de Jerusalén (cfr. p. ej., Za 14, 4), y con un espantoso baño de sangre (cfr. Ap 14, 20).
En ambas escenas se resalta la presencia de un ángel que da la orden (cfr. vv. 15.18). El hecho de que este ángel salga del Santuario y del altar significa que ese final está relacionado con las oraciones de los santos y de los mártires, que mueven a Cristo a actuar (cfr. Ap 8, 3-4). Por eso la Iglesia, inmediatamente después de que se ha hecho presente Cristo en el altar por la Consagración de las especies eucarísticas, clama por su segunda venida -la Parusía-, que será su triunfo definitivo: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Misal Romano, Aclamación Eucarística después de la Consagración).

Ap 15, 1. La tercera señal (cfr. las otras dos en Ap 12, 1.3) es especialmente solemne -«grande y admirable»-, porque anuncia la llegada del desenlace final de la tensión existente entre las bestias y los seguidores del Cordero, entre los poderes del mal y la Iglesia de Jesucristo. Este desenlace se presenta con el simbolismo del número siete repetido por tercera vez, tras los siete sellos (cfr. Ap 5, 1) y las siete trompetas (cfr. Ap 8, 2). Se destaca así su carácter definitivo: «culmina la ira de Dios».
Como ha hecho al exponer los dos septenarios anteriores, también aquí el autor anuncia primero el elemento septenario. Se trata de las siete plagas, que enseguida recuerdan los castigos de Dios al Faraón antes del Éxodo. Luego presenta una escena de cuño litúrgico (cfr. Ap 15, 2-8), que sirve de motivación al desarrollo del septenario tal como se describe a continuación (cfr. Ap 16, 1-17). El último elemento del septenario, la última plaga, sirve para introducir los combates decisivos y el triunfo pleno de la Iglesia (cfr. caps. Ap 17-22).

Ap 15, 2-4. La imagen del mar de cristal con fuego puede evocar el paso del mar Rojo en el Éxodo. Entonces, según el libro de la Sabiduría, los elementos de la naturaleza cambiaron sus propiedades (cfr. Sb 19, 6-7), de forma que para los israelitas el mar se quedó terso y sólido como el cristal, mientras que para los egipcios se convirtió en fuego castigador. Pero el mar de cristal puede evocar también el mar de bronce, para las purificaciones de quienes debían actuar en el culto del Templo, situado ante el Sancta Sanctorum (cfr. nota a Ap 4, 6-7). En cualquier caso, el autor designa a los que han sido salvados del poder del mal en actitud de acción de gracias y de alabanza a Dios, entonando un cántico en el que se contempla al mismo tiempo, fundiéndose en una sola realidad, la salvación del Éxodo y la Redención de Cristo. Ésta realiza plenamente a aquélla, mostrando el designio de Dios en favor de todos los hombres y de todos los pueblos (cfr. v. 4; Ef 3, 4-7). De ahí que algunos escritores cristianos antiguos, como Primasio, vieran en el mar de cristal un símbolo del Bautismo -prefigurado en el Mar Rojo-, que hace a los cristianos puros y sinceros. La mención del fuego indica la donación del Espíritu Santo (cfr. Commentariorum super Apoc, XV, 2).
Toda acción salvífica de Dios tiene como finalidad última una dimensión sobrenatural, aunque conlleve metas humanas nobles, pues «si Dios saca a su pueblo de una densa esclavitud económica, política y cultural, es con miras a hacer de él, mediante la alianza en el Sinaí 'un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 6). Dios quiere ser adorado por hombres libres. Todas las liberaciones ulteriores del pueblo de Israel tienden a conducirle a esta plena libertad que no puede encontrar más que en la comunión con su Dios» (Libertatis conscientia, n. 44).

Ap 15, 5-8. A continuación del cántico de alabanza, y como su consecuencia, se describe la intervención divina, en términos semejantes a los utilizados al narrar el sonido de la séptima trompeta (cfr. Ap 11, 19). Se muestra así la conexión entre ambos pasajes. La diferencia está en que, en lugar del arca, ahora aparece la tienda del testimonio. Ambas debían de permanecer ocultas hasta los tiempos mesiánicos, según relata 2M 2, 4-8; y, cuando se descubriesen, volvería a manifestarse la gloria de Dios, como en la consagración del templo hecha por Salomón. En aquellos momentos, a causa de la nube -símbolo de la gloria divina- los sacerdotes no pudieron continuar su culto (cfr. 1R 8, 10-11).
Con la aparición de la tienda va a culminar también la realización de los proyectos de Dios. El autor del Apocalipsis nos presenta así la inminencia de la Parusía del Señor, tal como se describirá más adelante.
Las siete copas de oro son el instrumento para arrojar las plagas sobre el mundo; por eso se dice que están llenas del furor de Dios, esto es, están colmadas de la justicia divina que se va a manifestar plenamente. De ahí que las copas de oro sean a la vez símbolo de las oraciones de los santos, que motivan la intervención divina (cfr. nota a Ap 5, 8), y de sus consecuencias: victoria del bien y castigo de los poderes del mal. Las copas significan propiamente las oraciones de los santos; su contenido no son las plagas, sino los efectos de la oración: la actuación de Dios que lleva consigo el consuelo -como un perfume- para los justos, y el castigo -el furor de Dios- para los que siguen a la bestia, los que obran la iniquidad.

Ap 16, 1. Los acontecimientos que se producen cuando se derraman las siete copas del furor de Dios, son presentados con un esquema similar al del relato de los efectos del sonido de las siete trompetas. En ambos casos las imágenes se inspiran en las plagas de Egipto; las cuatro primeras intervenciones se relacionan con elementos de la naturaleza (cfr. Ap 16, 2-9, par. de Ap 8, 6-12), la quinta y la sexta con fuerzas o poderes que actúan en la historia (cfr. Ap 16, 10-16, par. de Ap 9, 1-21), y la séptima como culminación del final. La diferencia más importante está en que allí quedaba afectada una tercera parte de los elementos y aquí la totalidad, como significando que la medida de la intervención divina va en aumento hasta el final.
El furor de la ira de Dios se traduce en los males que sobrevienen a la humanidad: Dios no los causa directamente; los permite, esperando la conversión de los hombres. Los males son fruto del pecado, y la ira de Dios se manifiesta precisamente entregando a los hombres a las apetencias de sus corazones idólatras, tal como explica San Pablo en Rm 1, 18-32. A medida que avanza la historia de la humanidad parece que va creciendo también la manifestación del pecado, cuyos efectos son las nuevas plagas que se ciernen en el mundo de hoy. «Es necesario añadir, escribe Juan Pablo II, que en el horizonte de la civilización contemporánea -especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico- los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro que conlleva de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que no son sólo económicos, sino también, y ante todo, éticos. Pero en el horizonte de nuestra época se vislumbran signos de muerte aún más sombríos, se ha difundido el uso -que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en institución- de quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte» (Dominum et Vivificantem, 57).

Ap 16, 2-9. Las plagas de Egipto, magnificadas, sirven al autor del Apocalipsis para resaltar el carácter terrorífico de los males que van a venir sobre la humanidad por no convertirse a Dios. La misma naturaleza creada, por boca de su ángel, reconoce la justicia del castigo, y lo mismo los verdaderos adoradores de Dios representados por el altar (cfr. vv. 5-7).
El conjunto nos muestra cómo los elementos de la naturaleza se vuelven contra el hombre con la amenaza de una destrucción total. Aunque con imágenes y lenguaje un tanto lejanos a nuestra mentalidad, el texto es una advertencia para cada tiempo, también para el nuestro. En efecto, «la segunda mitad de nuestro siglo -como en proporción con los errores y transgresiones de nuestra civilización contemporánea- lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos pensar en este período sino en términos de una incomparable acumulación de sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la humanidad» (Salvifici doloris, 8).
El Apocalipsis se sitúa en el horizonte del final: Dios ya ha intervenido haciéndose definitivamente presente -por eso le llama «el que es y el que era»-, obrando grandes cosas y dando oportunidad de conversión. Pero la perspectiva no es de superficial optimismo, sino de juicio severo ante la infidelidad y falta de correspondencia a la gracia (cfr. v. 9).

Ap 16, 10-11. La bestia es la misma «estrella del cielo caída en la tierra», recluida en las profundidades del abismo, cuya aparición comienza a narrarse con el toque de la quinta trompeta (cfr. nota a Ap 9, 1-2). El sentido de la vida humana que quiere ofrecer la bestia, la exacerbación del poder que se ensaña con la Iglesia, queda desvelado como un sin sentido total que lleva al hombre a la desesperación. Constantemente se comprueba, y cada vez con más evidencia a medida que avanza la historia, que «cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye. Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo» (Libertatis conscientia, n. 19).

Ap 16, 12-16. Los reyes de Oriente, los partos, eran la gran amenaza para el imperio romano, y aquí, en paralelismo con la descripción del toque de la sexta trompeta (cfr. Ap 9, 14), son símbolo de un poder inmenso y terrorífico. Este poder se va a unir ahora al resto de los reyes de la tierra y van a ser embaucados por las fuerzas del mal, que tienen su origen en Satanás -la serpiente-, en la bestia, y en el falso profeta. Todas estas fuerzas malignas forman una terna, los «tres espíritus inmundos» (v. 13), que aparecen como remedo blasfemo de la Santísima Trinidad.
La congregación de los reyes de la tierra representa el momento culminante de la victoria final de Cristo, que ocurrirá después de ser derramada la séptima copa, en la que serán derrotados sus enemigos en orden inverso al que presentan ahora: primero los reyes (cfr. Ap 19, 18), luego la bestia y el falso profeta (cfr. Ap 19, 20) y, por último, el Diablo (cfr. Ap 20, 10). Así se cumplirán plenamente las palabras del Salmo 2: «Se han alzado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y su Cristo (…). Los regirá con vara de hierro y como a vaso de alfarero los romperá» (Sal 2, 3.9). Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la diestra del Padre. Es el terrible anuncio de lo que aguarda a cada uno, cuando la vida pase, porque pasa; y a todos, cuando la historia acabe, si el corazón se endurece en el mal y en la desesperanza (Es Cristo que pasa, 186).
En medio de la profecía, el autor del Apocalipsis introduce una exhortación a la vigilancia y la fidelidad (v. 15), semejante a la que dio en Ap 3, 1-3.18, ya que Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer (Es Cristo que pasa, 186), como se percibe en el mismo Salmo 2: «Ahora, reyes, entendedlo bien; dejaos instruir, los que juzgáis en la tierra…» (Sal 2, 10).
El nombre de Harmagedón significa en hebreo «la montaña de Meguiddo», lugar en que fue derrotado el rey Josías (cfr. 2R 23, 21 ss.), y que se había convertido en símbolo de derrota para los ejércitos reunidos (cfr. Ap 12, 11).

Ap 16, 17. La acción simbólica de derramar la séptima y última copa en el aire significa la universalidad de sus efectos, que alcanzan a toda la tierra. El carácter definitivo queda proclamado por la voz celeste que, por salir del santuario y del templo, expresa la trascendencia de Dios, las oraciones de los santos y la intervención divina irreversible en la historia humana.
Con la secuencia de la séptima copa se introduce la última escena del libro, en la que se describen los combates finales, la victoria de Cristo y la instauración completa de su reinado. Se presenta en tres cuadros: por un lado la ramera (porné), o Babilonia (cfr. Ap 16, 19; Ap 17, 5; Ap 18, 8.10.25), ya mencionada antes (cfr. Ap 14, 8), y su juicio, condenación y destrucción por el fuego (cfr. caps. 17-18). En el centro, la victoria de Cristo, el Cordero, «Señor de señores y Rey de reyes» (Ap 17, 14), con las alabanzas y descripción de sus combates (cfr. caps. 19-20). Por otro lado, el triunfo de la novia (nymphé) y esposa del Cordero (cfr. Ap 19, 7), la Iglesia o Jerusalén celestial (cfr. caps. 21-22).

Ap 16, 18-21. La intervención de Dios se expresa mediante los fenómenos de la tormenta, como en la teofanía del Sinaí (cfr. Ex 19, 16) y en pasajes anteriores del Apocalipsis (cfr. Ap 4, 5; Ap 8, 5; Ap 11, 9). Ahora estos fenómenos aparecen agudizados por un terremoto, acentuándose su novedad con las palabras del profeta Daniel: nunca los hubo en tan gran medida (cfr. Dn 12, 1). Se quiere significar así que la intervención de Dios llega a su punto culminante, conmoviéndose ante ella la tierra y el mar. Los enormes granizos -un talento equivalía a cuarenta kilogramos- recuerdan la séptima plaga de Egipto (cfr. Ex 9, 24) y representan el carácter del castigo. Sobre todo, se conmueve la gran ciudad, Roma, cuya sentencia de ruina ya está decretada.
Estos acontecimientos son la última llamada a la conversión; llamada inútil, pues los hombres ante esos horrores en vez de convertirse y volverse a Dios, blasfeman su nombre, enfurecidos ante tales desgracias.

Ap 17, 1-Ap 19, 10. En este primer cuadro de la escena final se presenta, inicialmente, a la ciudad de Roma (designada como la célebre ramera, la gran ciudad, la gran Babilonia) y su castigo y relación con la bestia (símbolo del poder absolutista anticristiano encarnado en algunos emperadores, cfr. Ap 13, 18). Tal es el contenido del cap. 17. A continuación se contempla la caída de Roma, como castigo divino ya realizado, al que siguen, de un lado lamentaciones (cfr. cap. 18), y de otro cantos de alegría entre los justos (cfr. cap. 19).

Ap 17, 1-6. Un ángel acompaña al vidente para explicarle la visión. De nuevo las imágenes evocan al Antiguo Testamento: la gran ramera recuerda a las ciudades de Tiro y de Nínive, llamadas rameras por Isaías y Nehemías (cfr. Is 23, 16-7; Ne 3, 4). Las muchas aguas, como se explica en Ap 17, 15, representan los pueblos sobre los que domina la gran ramera. Algunos autores han visto en esta imagen una alusión a su futura caída, que acarrearía el hundimiento del mundo antiguo.
La metáfora de la prostitución se aplicaba en el Antiguo Testamento a la alianza con potencias extranjeras y a la idolatría (cfr. Ez 16, 15.23-24; Ez 23, 1-20). En nuestro caso, el poderío y la influencia de Roma era prácticamente universal, dada la extensión de su Imperio. Se le llama Babilonia (v. 5), por ser esta urbe el prototipo de las ciudades enemigas de Dios (cfr. v. 5; Is 21, 9; Jr 51, 1-19). Viene descrita con tres pinceladas que reflejan su inmensa riqueza, su nefasto influjo (v. 4) y sus horrendos crímenes contra los mártires cristianos (cfr. v. 6) a los que, según el historiador romano Tácito, «se aplicaban diversos métodos de escarnecimiento: se les cubría de piel para que fueran devorados por los perros, o se les clavaba en la cruz, o se les quemaba vivos, para que ardiendo sirvieran de antorchas en la noche» (Anales, XV, 44).
En la imagen de la gran ramera, y el poderoso influjo que ejerce, se ha visto también significada la lujuria. Así explica el pasaje, por ejemplo, San Juan de la Cruz: «Es de notar que dice se embriagaron. Porque por poco que se beba del vino de ese gozo, luego al punto se ase el corazón y embelesa y hace el daño de oscurecer la razón como a los ávidos de vino. Y es de manera que, si luego no se toma alguna triaca contra este veneno con que se eche fuera presto, peligro corre la vida del alma» (Subida al Monte Carmelo, lib. 3, cap. 22).

Ap 17, 7-8. El ángel va a explicar el significado de la bestia (v. 8), de sus siete cabezas (v. 1) y de sus diez cuernos (v. 10), y finalmente desvelará quién es la gran ramera (v. 18). Sin embargo sus palabras siguen siendo enigmáticas, de acuerdo con el estilo apocalíptico, en el que los autores hablan en clave, para evitar el peligro de ser descubiertos y duramente castigados.
La expresión «existía pero ya no existe» (v. 8) viene a ser como contraposición y parodia de «aquel que es, que era y que ha de venir» (Ap 1, 4). Designa al Anticristo que camina hacia su perdición (v. 11), según refiere también San Pablo al llamarlo «el hijo de la perdición» (2Ts 2, 3). Al hablar de que la bestia reaparecerá, se alude, según algunos intérpretes, a la leyenda que hablaba del regreso de Nerón al frente de los partos para vengarse de sus enemigos de Roma. En realidad, el autor sagrado da a entender más bien que la bestia, que había desaparecido, retornará a luchar contra los cristianos (cfr. Ap 11, 7; Ap 13, 1 ss.).

Ap 17, 9-15. En el v. 9 San Juan advierte que lo que está escribiendo tiene un sentido profundo y oculto, lleno de sabiduría. También se puede traducir, como hacen muchos autores modernos: «aquí es precisa la inteligencia, tener sabiduría». En cualquier caso es una invitación al lector a interpretar lo que lee, descubriendo un significado que no se dice explícitamente: la ramera es la ciudad de Roma (cfr. Ap 13, 18 sobre el nombre del emperador): se desprende fácilmente de la mención de las siete colinas sobre las que se asienta la ciudad. Plinio el Viejo la describía como «complexa septem montes» (Historia naturalis, 3, 9), abrazada por siete montes.
Las siete cabezas de la bestia (cfr. Ap 17, 3) simbolizan además a siete reyes. Por los datos que da el autor podemos decir que se refiere a siete emperadores. El sexto, el que vive cuando escribe San Juan, sería Domiciano, y los cinco primeros Calígula (37-41), Claudio (41-54), Nerón (54-68), Vespasiano (69-78) y Tito (79-81); y el séptimo Nerva (96-98). La bestia hace el número ocho, aunque también puede considerársele uno de los siete, pues será tan cruel como uno de ellos: Nerón. Los diez reyes (v. 12) simbolizan a los que Roma constituía reyes en las naciones conquistadas, quedando bajo el poder y el control del emperador.
La imagen del Cordero con que se designa a Jesucristo (cfr. Ap 5, 6) contrasta aquí con la bestia. Aquél, en su aspecto humilde, ha sido constituido, por su muerte y Resurrección, Rey y Señor de todo el universo (cfr. Hch 2, 32-36) y reina ya efectivamente en el corazón de los cristianos. Por eso su victoria sobre los poderes del mal, por fuertes que se presenten, está asegurada. Con razón, pues, enseñaba Pío XI que en la Iglesia «ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra sobre todas las cosas creadas (…). Se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres, porque con su eminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús» (Quas primas, n. 6).

Ap 17, 16-18. Con palabras tomadas de Ezequiel -cuando profetizaba la destrucción de Jerusalén, precisamente por parte de aquellos reinos con los que Judá había hecho alianzas idolátricas en vez de confiar en Yahwéh (cfr. Ez 16, 30-41; Ez 23, 25-29)-, San Juan predice ahora el castigo de Roma, también por parte de aquellos pueblos que, como ella y bajo su influjo, sirven a la bestia, es decir, han caído en el absolutismo idolátrico, que impide el ejercicio de la libertad de las conciencias. Dios se sirve de las fuerzas del mal para castigar a aquellos mismos que las sirven.

Ap 18, 1-3. Se contempla la caída y ruina de Roma, según el uso profético de vaticinar un acontecimiento futuro como si hubiera ocurrido. En primer lugar se anuncia su caída (vv. 1-3). Luego se exhorta al pueblo de Dios para que salgan de la ciudad y así se libren de los terribles castigos que se avecinan (vv. 4-8). Siguen las lamentaciones de los reyes que se aliaron con Roma (vv. 9-10), el llanto de los mercaderes que se enriquecían a su costa (vv. 11-17a) y el asombro de los marineros (17b-19). Por último se manifiesta el gozo de cuantos sufrieron bajo su yugo y ahora contemplan la justicia de Dios.
Con palabras que recuerdan las profecías del Antiguo Testamento cuando vaticinaban el fin de las ciudades enemigas (cfr. Is 13, 21-22; Is 21, 9; Jr 50, 30; Ez 43, 25), San Juan describe la situación final de Roma como un lugar inhabitable. Entre los pecados, causa de su ruina, que se achacan a la gran ciudad, figura el lujo desenfrenado (cfr. también vv. 7.12-14). Una situación así conduce a la degradación y autodestrucción de una sociedad, como puede observarse en la historia de las civilizaciones y en nuestros días. El afán de consumismo y de poseer es, sin duda, una de las lacras de nuestra época. Ya lo denunciaba Pío XI al decir que «la gran enfermedad de la Edad Moderna, fuente principal de los males que todos deploramos, es la falta de reflexión, aquella efusión continua y verdaderamente febril hacia las cosas externas, esa inmoderada ansia de riquezas y placeres, que poco a poco debilita en los ánimos los más nobles ideales y los sumerge en las cosas terrenas y transitorias y no les permite levantarse a las consideraciones de las cosas eternas» (Mens nostra, n. 6).

Ap 18, 4-8. San Juan traslada aquí la escena en que Jeremías profetiza el castigo de Babilonia, y el cuidado de Dios por su pueblo, al ordenarle que abandone la ciudad que va a ser destruida (cfr. Jr 51, 6.45). El tema recuerda también la huida de Lot de Sodoma (cfr. Gn 19, 12 ss.), y la recomendación de Jesús a los suyos ante la futura caída de Jerusalén (cfr. Mt 24, 16 ss.).
La imagen del amontonamiento de los pecados hasta el Cielo recuerda la Torre de Babel (cfr. Gn 18, 20). Es un modo de señalar la gravedad del pecado, que es, sobre todo, una ofensa a la divinidad, y por eso «está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre» (Reconciliatio et Paenitentia, 18). En consecuencia, al oscurecerse la percepción de la grandeza de Dios, se pierde el sentido del pecado: como añade Juan Pablo II, «mi Predecesor Pío XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una ocasión que 'el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado'» (Ibid.).
El castigo ordenado por Dios y ejecutado por mediadores, guarda proporción con la gravedad del pecado cometido: la expresión «el doble» no indica una cantidad determinada, sino la dureza del castigo, como en Is 40, 2, Jr 16, 18, etc.
San Juan de Ávila, apoyándose en este pasaje, enseña que para vencer una tentación fuerte es muy provechoso pensar en el amor que hemos de tener a Dios, pero «si con esto no se quita, abajad al infierno con el pensamiento, y mirad aquel fuego vivo cuan terriblemente quema» (Audi, filia, cap. 10).

Ap 18, 9-19. Para describir el castigo de Roma, el autor del Apocalipsis recurre, al parecer, a los oráculos del profeta Ezequiel sobre la caída de Tiro. En ambos casos se presentan las lamentaciones de los reyes aliados (cfr. Ez 26, 15-18), de los mercaderes y de los marineros que ven arruinados sus negocios (cfr. Ez 27, 9-36). Cada uno de estos grupos pronuncia, en distinta perspectiva de tiempo, una elegía por la gran ciudad: los reyes en futuro (cfr. v. 10), los mercaderes en presente (cfr. v. 11) y los marineros en pasado (cfr. v. 18). La redacción adquiere así una gran viveza narrativa, y el castigo aparece como inminente y a la vez realizado.

Ap 18, 20-24. En contraste con los lamentos anteriores resalta ahora la invitación a la alegría y al gozo, cuya respuesta tenemos en Ap 19, 1-8, donde se narra cómo los elegidos entonan dichosos los cantos de alabanza al Señor Todopoderoso. El gesto de arrojar la gran piedra al mar tiene el carácter de acción profética, y procede de Jr 51, 60-64, que vaticina de ese modo el hundimiento total de Babilonia. Como signo de gran desgracia lo encontramos también en Lc 17, 2 y par.
Se describe con detalle el silencio y la oscuridad sepulcrales en que quedará sumida la gran ciudad. Las razones de tan tremendo castigo son su opulencia, su idolatría y especialmente el hecho de que allí fueron atormentados y asesinados los mártires cristianos. Como a Jerusalén, se le llama «Ciudad de sangre» (cfr. Ez 24, 6), y así como la antigua capital de Israel había sido acusada por Jesús de asesinar a los profetas y enviados de Dios, por lo que recaería sobre ella toda la sangre derramada (cfr. Mt 23, 25), así también Roma será castigada por derramar la sangre de los mártires.

Ap 19, 1-4. La alegría de los justos al ser abatido el poder que los perseguía, se manifiesta en alabanzas que culminan en el grito «aleluya», repetido tres veces. En el pasaje siguiente (vv. 6-8) se cantará el establecimiento del reino de Dios, y las nupcias ya eminentes del Cordero.
Por vez primera, y única en el Nuevo Testamento, aparece la palabra aleluya. Es un término hebreo (hallelu-yah), usado especialmente en los salmos (cfr., p. ej., Sal 111, 1-10; Sal 114, 1-8; Sal 115, 1-18), que significa «alabad a Yahwéh». La Iglesia lo ha recogido, sin traducirlo, para manifestar sobre todo su gozo y alabanza a Dios por la Resurrección de Cristo. Por eso se usa con profusión en el tiempo litúrgico de la Pascua, y también muchos otros días, tanto en la Liturgia de las Horas, como en la celebración eucarística.
El motivo de este canto de alabanza está en que la salvación nos viene de Dios y sus juicios son rectos, como se deduce del castigo infligido a la gran ramera, convertida en un fuego cuya humareda no cesará jamás.

Ap 19, 5-8. La nueva invitación a la alabanza recuerda especialmente a los salmos, algunas de cuyas expresiones se toman al pie de la letra (cfr. Sal 93, 1; Sal 97, 1; Sal 115, 2; Sal 135, 1.20). La respuesta adquiere aquí una particular grandiosidad, como una sinfonía coral de todos los elegidos. El motivo ahora no es sólo la destrucción y superación del mal, sino la plena instauración del reino de Dios, que es amor y se manifiesta en un banquete de bodas. En el Antiguo Testamento Yahwéh era designado con el título de Esposo (cfr., p. ej., Is 54, 6; Jr 2, 3; Ez 16, 7-8; Os 2, 16), y en el Nuevo se considera a la Iglesia Esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 22-33). Así pues, la Iglesia «se representa como la inmaculada esposa del Cordero inmaculado (Ap 19, 7; Ap 21, 2 y Ap 9, 1; Ap 22, 17), a la que Cristo amó y se entregó por ella, para santificarla (Ef 5, 26), la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la alimenta y cuida (Ef 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso ver unida a sí y sujeta por el amor y la fidelidad (cfr. Ef 5, 24), a la que, finalmente, enriqueció para siempre con los tesoros celestiales…» (Lumen gentium, 6). Por ello, enseña Juan Pablo II, «el amor redentor se transforma, diría, en amor esponsalicio. Cristo, al darse a sí mismo a la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa…» (Alocución, 18-VII-1982).
Cuando en este pasaje del Apocalipsis se cantan las bodas del Cordero en la perspectiva del final de la historia, se está mostrando a la Iglesia de todos los tiempos, y también el destino y tarea diarios de los cristianos: preparar su vestido nupcial, mediante las buenas obras, la alabanza, la vida santa, para entrar en el banquete de bodas. Los que viven alejados de la idolatría, del lujo desenfrenado, de los pecados en general de la «gran ciudad», pueden cantar ya su triunfo uniéndose a la alabanza y alegría de los coros celestes. Una vez más, vemos la íntima relación entre la liturgia celestial, que San Juan nos refiere, y la liturgia terrena. Esa unión estrecha nos sugiere que participar en la liturgia, sobre todo en la Santa Misa, es introducirse, ya en esta vida, en el ámbito de lo divino y trascendente. De ahí que el Concilio Vaticano II nos diga que «la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el Bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman la cena del Señor» (Sacrosanctum concilium, 10). A su vez, Juan Pablo II nos exhorta: «Alimentaos de este Pan eucarístico, que os hará caminar por las rutas del mundo siempre unidos en la fe de los padres, siempre fieles a Dios y a su Iglesia, siempre activos en la construcción del Reino de Dios, considerándoos privilegiados si alguna vez el Señor permite que vuestra fe sea sometida a dura prueba. Sólo el que persevera será digno de participar en el banquete nupcial del Cordero» (Radiomensaje, 22-VII-1984).

Ap 19, 9. Por mandato del ángel que le acompaña en la visión (cfr. Ap 17, 1), San Juan escribe, con la garantía de la verdad de Dios, por qué son dichosos, bienaventurados, los cristianos (v. 9). En la Santa Misa el sacerdote proclama una bienaventuranza similar, justamente antes de distribuir la Sagrada Comunión: «Dichosos los llamados a la Cena del Señor» (en latín Agni, del Cordero). De este modo se resalta que la Eucaristía es realmente «prenda de la gloria venidera».

Ap 19, 10. Con esta escena, en la que parece concluir el acompañamiento del ángel en la visión (cfr. también Ap 22, 8-9), el autor recalca una vez más la condición profética del cristiano en el mundo: dar testimonio de Jesús, difundiendo su enseñanza y su doctrina con la conducta y con la palabra.

Ap 19, 11-Ap 20, 15. A la narración profética, en forma de anuncio, de la caída de Babilonia -imagen de Roma-, sigue ahora la descripción de Cristo, que se muestra con poder (vv. 11-16) para vencer plena y definitivamente las fuerzas del mal, que alimentaban a la gran ciudad. La derrota de esas fuerzas es presentada en orden inverso al de su aparición a lo largo del libro: en una primera fase son vencidos los reyes de la tierra -que primero se aliaron con la gran ciudad y luego se rebelaron contra ella (vv. 17-18)-, y la bestia y el falso profeta a quienes los reyes entregaron su soberanía (vv. 20-21; cfr. Ap 17, 16-17). Después, en un segundo combate escatológico, la serpiente antigua o Satanás, que era quien había dado poder a la bestia (cfr. Ap 20, 1-10; Ap 13, 2). Sólo entonces se celebrará el juicio universal (Ap 20, 11-15).
De esta manera, el Apocalipsis muestra el origen del mal y sus progresivas manifestaciones. La más inmediata, y la primera en ser destruida, es la sociedad opulenta, desenfrenada en el lujo y el poder, idolátrica, donde son perseguidos y martirizados los cristianos. Está simbolizada en la Roma pagana. A esta ciudad la sostienen los poderes absolutistas divinizados, intransigentes con la libertad y dignidad humanas -especialmente con la religión-, y las ideologías ateas y materialistas, que propagan y sostienen tales poderes. Son la bestia y el falso profeta. Pero a un nivel más profundo y misterioso, como origen último de esas manifestaciones históricas, está Satanás, representado en el dragón o serpiente antigua. El mensaje del Apocalipsis es que Cristo está por encima de todas esas fuerzas, y su victoria -que ya ha comenzado con su muerte y Resurrección- culminará al final de los tiempos, aunque se despliega en la historia mediante la santidad de la Iglesia.

Ap 19, 11-16. La visión de Cristo glorioso y vencedor es parecida a la que presentaba al comienzo del libro: fijándose en las diversas partes del cuerpo, aunque sin seguir un esquema rígido (cfr. Ap 1, 5.12-16), lo identifica, al parecer, con el jinete que monta un caballo blanco, mencionado justamente al abrirse el primero de los siete sellos (cfr. Ap 6, 2). Ahora va a narrar la victoria que antes señalaba, simbolizada por el color blanco. Primero presenta a Cristo en una dimensión estática (vv. 11-14), y luego en perspectiva dinámica: las acciones que lleva a término (vv. 15-16).
Los dos títulos «Fiel y Veraz» están íntimamente relacionados. En el Antiguo Testamento se da con mucha frecuencia el título de «fiel» a Yahwéh (cfr.Dt 32, 4; Sal 144, 13), y se habla a menudo de su fidelidad (cfr. p. ej., Sal 117, 2). Cuando se aplica dicho título a Cristo en el Nuevo Testamento, se sugiere su divinidad (cfr. 1Ts 5, 24; Ap 1, 5; Ap 3, 14), y se enseña que, por Cristo, Dios ha cumplido fielmente las promesas hechas en el Antiguo Testamento. Por otra parte, ese nombre que sólo Él conoce alude a su condición divina y trascendente, siempre misteriosa e inalcanzable para el hombre.
Otro título es el de «Verbo de Dios». Sólo San Juan utiliza este nombre (cfr. Jn 1, 1-18), que hace referencia a Jesucristo como el Revelador, como la Palabra del Padre (cfr. Jn 1, 18). En cuanto a los títulos de «Rey de reyes y Señor de señores», cfr. nota a Ap 17, 14. Por «muslo» probablemente ha de entenderse estandarte, pues ambas palabras son muy parecidas en hebreo, o bien la túnica que cubre esa parte del cuerpo.
La sangre en el vestido del vencedor hace referencia, no a su Pasión, sino a su victoria sobre los enemigos, a los que pisotea como el viñador hace en el lagar. Es una imagen ya usada por los profetas del Antiguo Testamento (cfr., p. ej., Is 63, 1-6; Jr 49, 11-12). En cuanto a la espada que sale de su boca, se refiere a la Palabra de Dios, llamada espada de dos filos (cfr. Hb 4, 4). Es un modo de exponer la omnipotencia y el juicio divinos.

Ap 19, 17-21. Después de describir a Cristo y a su ejército, se detalla la preparación del combate final y su desenlace. La llamada del ángel convocando a las aves del cielo evoca el pasaje de Ez 39, 17-20, donde con la misma imagen se indica quiénes van a ser los vencidos. Ahora son personas de toda clase y condición que siguieron a la bestia y al falso profeta, es decir, que sirvieron a las fuerzas que éstos representan.
El estanque de fuego con azufre, que volverá a aparecer en Ap 20, 10.14 como destino final de los poderes del mal, es el infierno, llamado en otros lugares del Nuevo Testamento la gehenna (cfr., p. ej., Mt 5, 22; Mt 10, 28; Mc 9, 42; Lc 12, 5). Es también el destino final de los hombres que merezcan condenación en el juicio de Dios (cfr. Ap 20, 15), aunque ahora el autor del libro sólo contempla el castigo terreno de la muerte que van a sufrir (v. 21) (cfr. Mt 10, 28 y nota).
La circunstancia de ser arrojados vivos al fuego pone el énfasis en lo terrible del castigo. Se trata de la pena de sentido que, junto con la pena de daño, o separación para siempre del Señor, constituye el tormento del infierno. El tormento de los sentidos es terrible, pero mucho peor es perder a Dios. Por eso afirma San Juan Crisóstomo: «La pena del infierno es en verdad insufrible. Pero si alguno fuera capaz de imaginar diez mil infiernos, nada sería ese sufrimiento en comparación de la pena que produce haber perdido el cielo y ser rechazado por Cristo» (Hom. sobre S. Mateo, 28).

Ap 20, 1-3. El triunfo del Cordero se manifiesta en que Roma, la gran ramera, ya fue destruida (cap. 18); luego han sucumbido la bestia y su profeta (cap. 19); queda aún el dragón del que se habló en el cap. 12, y cuya derrota conlleva el desenlace final del combate allí mencionado.
La batalla entre Satanás y Dios viene presentada en dos momentos: en el primero se cuenta que Satanás es dominado y privado temporalmente de su poder (vv. 1-3); en el segundo se narra su ataque último contra la Iglesia y su destino final (vv. 7-10). Entre esos dos momentos se sitúa el reinado de Cristo y los suyos durante mil años (vv. 4-6). Como culminación del segundo momento llega el Juicio Universal, con la condenación de los impíos (vv. 11-18) y la instauración de un mundo nuevo (cap. Ap 21, 1-8).
El abismo designa un lugar misterioso, distinto del estanque de fuego o infierno. Satanás es llamado también «la serpiente antigua», por ser el mismo que en los albores de la humanidad sedujo a nuestros primeros padres (cfr. Gn 3, 1-19).
El tiempo durante el que está encadenado Satanás coincide con el del reinado de los santos con Cristo: mil años (cfr. v. 4), y se opone al «poco tiempo» durante el que podrá actuar de nuevo. Tal oposición es significativa y puede querer expresar simplemente, de forma simbólica, que el poder de Cristo es muy superior al de Satanás -como «mil años» respecto a «poco tiempo»-, y que el poder diabólico acabará irremisiblemente, aunque en algún momento se presente con fuerza insospechada.

Ap 20, 4-6. El poder de juzgar pertenece propiamente a Jesucristo, que lo ha recibido del Padre (cfr. p. ej., Jn 5, 22; Jn 9, 39; Hch 10, 42). Pero al mismo tiempo el Señor hace participar de su poder a los Apóstoles, a quienes promete que se sentarán en doce tronos para juzgar a las tribus de Israel (cfr. Mt 19, 28). También los demás cristianos participarán del poder de juzgar que tiene Cristo (cfr. 1Co 6, 2-3).
El período de «mil años» ha sido objeto de diversas interpretaciones. Una de ellas, llamada milenarista, sustentada por algunos antiguos escritores eclesiásticos, propugnaba -entendiendo al pie de la letra- que después de una resurrección de los muertos Cristo reinaría en la tierra durante mil años: la Iglesia nunca ha aceptado tal interpretación. Como las demás cifras en el Apocalipsis, también el número mil se ha de entender en un sentido más simbólico que aritmético. Puede indicar el periodo que abarca desde la Encarnación de Cristo hasta el final de la historia o Parusía. También cabe considerar ese milenio como expresión de un mundo futuro tras la segunda venida del Señor, o tomarlo como símbolo de magnitud contrapuesta a «poco tiempo». Finalmente, podría pensarse que el autor del Apocalipsis agrupa dos concepciones existentes en el judaísmo de su tiempo: la que entendía el final de los tiempos como un reino mesiánico intramundano, y la que consideraba ese final como un futuro trascendente a este mundo, con la aparición de un mundo nuevo: nuevos cielos y nueva tierra.
Nuestro Señor Jesucristo presenta la instauración del reino mesiánico en dos etapas: su primera venida, en la que muestra su poder contra el demonio e inaugura el Reino de Dios; y su segunda venida, al final de los tiempos, en que el Reino se instaurará en plenitud. De ahí que, entre todas las explicaciones del milenio, la más acertada parece ser la que ya propuso San Agustín. Según él, ese milenio abarca el tiempo que transcurre desde la Encarnación del Hijo de Dios hasta su venida al fin de los siglos. Durante ese tiempo la actividad del demonio está recortada y en cierto modo encadenada. Cristo reina en la Iglesia triunfante de modo pleno, y de forma incoada en la Iglesia militante. El poder del demonio ha perdido su soberanía y el hombre puede escapar de él. Así, aunque «quiere hacer daño, no puede porque este poder está bajo otro poder (…) ya que Quien da facultad al tentador, da también su misericordia al que es tentado. Ha limitado al diablo los permisos de tentar» (De Serm. Dom. in monte, II, 9, 34). En realidad, «el demonio -decía el Cura de Ars- es un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a quienes se le acercan demasiado» (Sermones escogidos, Domingo primero de Cuaresma).
La primera resurrección se entiende entonces de forma espiritual, aplicándola al Bautismo, que regenera al hombre y le da nueva vida, librándolo del pecado y haciéndole hijo de Dios. La segunda resurrección es la que tendrá lugar al final de los tiempos, cuando el cuerpo recobre la vida, y el ser humano goce para siempre, en alma y cuerpo, de la dicha eterna. Los demás muertos de que se habla aquí son aquellos que no recibieron el Bautismo. También estos resucitarán el último día para ser juzgados según sus obras.
Sobre el sacerdocio de que se habla en el v. 6 véase la nota a Ap 1, 6.

Ap 20, 7-10. Dios permitirá que la acción diabólica sea especialmente intensa en los últimos días. Así lo enseñó también el Señor, cuando predijo para ese tiempo una tribulación como no la hubo nunca (cfr. Mt 24, 21-22). Por su parte San Pablo menciona al hombre inicuo que llegará a sentarse en el Templo y a proclamarse Dios (cfr. 2Ts 2, 3-8).
El autor del Apocalipsis se apoya de nuevo en Ez 38-39 para describir el combate final. Gog y Magog son nombres pertenecientes a los pueblos del Norte, cercanos al Mar Negro, cuya invasión fue tan desoladora que vino a ser el prototipo de las invasiones más crueles y feroces. Se describe su avance por la llanura de Esdrelón, escenario de tantas batallas, para subir hacia las montañas de Judá, en una de cuyas colinas se asienta Jerusalén, símbolo de la Ciudad amada, de la Iglesia. Sin embargo, ese avance poderoso y destructor es cortado repentinamente por el poder omnímodo de Dios.
Con el lanzamiento del diablo al estanque de fuego y azufre se termina la acción del mal sobre la tierra. Allí, junto con la bestia y el falso profeta, los impíos serán atormentados eternamente. Una vez más las Sagradas Escrituras enseñan la duración eterna del castigo divino (cfr. p. ej., Mt 18, 8; Mt 25, 41.46).

Ap 20, 11-15. Apartado el demonio, raíz de todos los males, es presentada -como tras el combate anterior- la escena de la resurrección y el juicio, esta vez universales. El trono blanco es símbolo del poder de Dios, que juzga a vivos y muertos. En otros textos del Nuevo Testamento, el Juez supremo es Cristo por encargo del Padre (cfr. p. ej., Mt 16, 27; Mt 25, 31-46; Hch 17, 31; 1Co 5, 10). La huida del cielo y la tierra significa su desaparición -puesto que también las criaturas irracionales han sido afectadas por el pecado (cfr. Rm 8, 19 ss.)-, para dar paso a los nuevos cielos y a la nueva tierra (cfr. 2P 3, 13; Rm 8, 23).
El autor contempla entonces la resurrección universal, en la que todos los hombres serán juzgados por Dios según sus obras. El juicio viene descrito con la imagen de dos libros: en uno están consignadas las acciones de los hombres, como en Dn 7, 10 y otros pasajes del Antiguo Testamento (cfr. p. ej., Is 65, 6; Jr 22, 30). En el libro segundo están contenidos los nombres de los predestinados a la vida eterna: concepción inspirada también en Dn 12, 1 (cfr. además, p. ej., Ex 32, 32). De esta forma se significa que el hombre no puede conseguir la salvación por sus propias fuerzas, sino que es Dios quien le salva, pero al mismo tiempo es necesario que sus obras correspondan al destino que Dios le ha marcado, pues, de otro modo, corre el peligro de que su nombre sea borrado del libro de la vida (cfr. Ap 3, 5), es decir, de ser condenado. De esta forma, con la imagen de dos libros en el Juicio Final, el autor del Apocalipsis nos enseña dos verdades cuya relación siempre queda en el ámbito del misterio: la gracia de la predestinación y la libertad.
En cuanto al hades o infierno, hay que aclarar que no se trata del infierno propiamente dicho, sino del Sheol, nombre que los judíos daban al lugar tenebroso donde iban los muertos.
Sobre la verdad del Juicio Final, enseña Pablo VI: «Subió al Cielo y vendrá de nuevo, esta vez con gloria, para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes hayan correspondido al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes le hayan rechazado hasta el fin, al fuego inextinguible (…). Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo, tanto los que todavía deben ser justificados en el Purgatorio, como las que desde el instante en que dejan los cuerpos son llevadas por Jesús al Paraíso como hizo con el Buen Ladrón, constituyen el Pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será definitivamente vencida en el día de la Resurrección, cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos» (Credo del Pueblo de Dios, nn. 12 y 28).

Ap 21, 1-Ap 22, 15. Eliminadas todas las fuerzas del mal, incluso la muerte, el autor contempla ahora, como momento culminante del libro, la instauración plena del Reino de Dios: un mundo nuevo sobre el que habitará una nueva humanidad -la nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 1-4)-, garantizado por la Palabra del Dios eterno y todopoderoso (cfr. Ap 21, 5-8).
La atención recae especialmente en la humanidad nueva -el Pueblo de Dios- presentada como Esposa del Cordero, y descrita detalladamente como una ciudad admirable en la que reinan Dios Padre y Cristo (cfr. Ap 21, 9-Ap 22, 6). Esa maravillosa realidad contrasta tanto con la situación presente de la Iglesia peregrinante, que sólo es posible vislumbrarla por la fe en las palabras de quienes hablan de parte de Dios (cfr. Ap 22, 6-9). Al mismo tiempo, la fe constituye un estímulo eficaz para que el cristiano siga esforzándose en alcanzar la santidad y la recompensa eterna (cfr. Ap 22, 10-15).

Ap 21, 1-4. El profeta Isaías había descrito los tiempos mesiánicos como un cambio tan radical de la situación del pueblo de Israel, que lo expresaba diciendo que Dios iba a crear nuevos cielos y nueva tierra, una Jerusalén nueva que se llamaría «Regocijo», donde jamás se oiría el llanto, donde Dios se haría presente aun antes de invocarlo y donde todo volvería a ser como en el Paraíso antes del pecado (cfr. Is 65, 12-25). Éste es el esquema que sigue ahora el autor del Apocalipsis para describir el futuro Reino de Dios. La imagen de los nuevos cielos y la nueva tierra, entendidos en un sentido físico, era corriente en muchos escritos judaicos más o menos contemporáneos del Apocalipsis (cfr. 1 Enoc 72, 1; 1 Enoc 91, 16), y parece reflejarse también en 2P 3, 10-13; Mt 19, 28. Cuál sea la naturaleza de los nuevos cielos y la nueva tierra no se nos dice en ningún texto sagrado. Pero en cualquier caso habrá una profunda «renovación» del mundo presente, que quedó afectado por el pecado del hombre y los poderes del mal (cfr. Gn 2, 8-Gn 3, 24; Rm 8, 9-13), de tal modo que toda la creación quedará «recapitulada» en Cristo (cfr. Ef 1, 10; Col 1, 16-20). Se dice que no existe el mar, probablemente porque en la literatura judaica representaba el abismo, el lugar de los poderes demoníacos, adversos a Dios.
La humanidad que habitará este mundo nuevo, representada en la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, es el conjunto de los salvados, todo el pueblo de Dios (cfr. vv. 12-14): un Pueblo santo dispuesto para vivir en comunión plena de amor con Dios, tal como refleja la imagen de la novia engalanada (cfr. v. 9). En este pueblo se cumplirá plenamente la promesa de la Nueva Alianza (cfr. Ez 37, 27), según la cual Dios estará presente impidiendo todo signo de mal, de sufrimiento y de dolor, que pertenecen al mundo presente.
Este pasaje del Apocalipsis alimenta la fe y la esperanza de la Iglesia -no sólo en la generación contemporánea de San Juan, sino a lo largo de toda la historia- mientras camina aún por este mundo, valle de lágrimas. Así lo proclama el Concilio Vaticano II: «Ignoramos el tiempo en que ocurrirá la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo afeada por el pecado pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habitará la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebosar todos los anhelos de paz que surgen del corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre, se verán libres de la servidumbre de la vanidad» (Gaudium et spes, 39).

Ap 21, 5-8. Por primera y única vez en todo el Apocalipsis habla ahora el mismo Dios, desde su señorío absoluto, para ratificar lo que se acaba de exponer. Cuando, tanto el autor que escribe como los lectores, estamos todavía en este mundo de dolor, Dios afirma que está haciendo (en presente) el mundo nuevo. Existe alguna relación, por tanto, entre el sufrimiento humano actual y el mundo futuro que está surgiendo por la misericordia de Dios.
En efecto, aunque ese mundo nuevo llegará a su plenitud en el último día, ya ahora, desde que Jesucristo murió y resucitó, se ha iniciado la renovación final. «Ha comenzado el reino de la vida, enseña San Gregorio de Nisa, y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otra generación, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué generación habla? De la que no procede de la sangre, ni del amor carnal, ni del amor humano, sino de Dios. ¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este ser lo engendra la fe; la regeneración del Bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la Sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el Reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del Paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos» (Oratio I in Christi resurrectionem). Pero recordemos que «el reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección» (Gaudium et spes, 39).
La promesa del mundo futuro es tan cierta que, aunque aún no se ha realizado en su plenitud, se puede afirmar categóricamente que ya está cumplida -«Hecho está»-: lo garantiza el mismo Dios, Señor de toda la historia (cfr. nota a Ap 1, 8).
«Al sediento»: Tener sed representa la actitud requerida en el hombre para participar de los bienes del Reino, que Dios da gratuitamente. La imagen, tomada de Is 55, 1, refleja aquí el ansia de la búsqueda de Dios y de lo infinito, que sólo puede ser saciada por la gracia de Cristo, por el Espíritu Santo en nosotros, simbolizado por San Juan en el agua de la vida (cfr. p. ej., Jn 4, 10; Jn 7, 38).
Con la gracia de Cristo y los dones del Espíritu el cristiano puede considerarse vencedor, partícipe de la victoria del Señor frente al pecado y los poderes del mal, y partícipe también, por tanto, de la dignidad de hijo de Dios en Cristo. De ahí que el título de «hijo de Dios» -que en 2S 7, 14 se aplica, casi con las mismas palabras que en este pasaje del Apocalipsis, al sucesor de David, y en Sal 2, 7 al Mesías- aquí San Juan lo extiende a todos los cristianos, llamados a participar en la victoria de Cristo.
En contraste con las bienaventuranzas, se anuncia la condenación de los que no tendrán parte en el Reino futuro porque, debido a su persistencia en la vida de pecado, reciben la condenación eterna. Por eso debemos estar vigilantes, como enseñaba San Agustín: «Todo hombre teme la muerte corporal; pero hay pocos que teman la muerte del alma (…). El hombre mortal se esfuerza por no morir, y el hombre destinado a vivir eternamente ¿no se ha de esforzar en no pecar?» (In Ioann. Evang., 49, 2).

Ap 21, 9-21. En paralelismo de contraste con el castigo de la ciudad perversa, Babilonia, o la ramera (cfr. Ap 17, 1), se presenta ahora la instauración, llegada del cielo, de la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, o la Esposa. Es significativa la misma forma de comenzar en las dos ocasiones.
El autor hace ahora gala de una maestría literaria verdaderamente excepcional: tras la introducción del v. 9, describe la Ciudad Santa al hilo de tres motivos literarios que, después de indicar las medidas de la extensión de la Ciudad, repite en orden inverso, aunque con cierta libertad. La descripción sugiere las impresiones que va teniendo un caminante que se acerca a una ciudad, y de lejos ve su resplandor -la ciudad y la gloria de Dios (vv. 10-11)-, al aproximarse observa los muros y las puertas (vv. 12-13), y al llegar las piedras de los cimientos (v. 14). Una vez dentro contempla su grandeza -las medidas (vv. 15-16)-; entonces aprecia la magnitud y riqueza de los muros (vv. 17-18), de las piedras de los cimientos y las puertas (vv. 19-21); y se extasía ante la iluminación que procede de la gloria de Dios (Ap 21, 22-Ap 2, 5).
Aquí se aplican a la Ciudad los títulos de Novia y Esposa que normalmente designan a la Iglesia (cfr. Ap 19, 7). Se explica perfectamente en el contexto de imágenes empleadas, pues la ciudad representa a la Iglesia, la comunidad de los elegidos vista en su unión indisoluble, plena, con el Cordero.

Ap 21, 10-14. La visión se asemeja a la del profeta Ezequiel cuando contemplaba la nueva Jerusalén y el futuro Templo (cfr. caps. Ez 40-42). Pero en San Juan se destaca (cfr. también Ap 21, 2) que la Ciudad baja del cielo, expresando así que la instauración plena, y tan anhelada, del reino mesiánico se va a realizar por el poder de Dios y conforme a su voluntad.
La descripción de la Ciudad Santa comienza por el exterior. Es lo primero que se contempla y lo que la hace plaza fuerte e inexpugnable. Así se habla de las murallas, las puertas y los cimientos. Los nombres de las tribus de Israel y de los Doce Apóstoles expresan la continuidad entre el antiguo Pueblo elegido y la Iglesia de Cristo, y al mismo tiempo se indica la novedad de la Iglesia, que se asienta sobre los Doce Apóstoles del Señor (cfr. Ef 2, 20). La disposición de las puertas, de tres en tres y mirando a los cuatro puntos cardinales, indica la universalidad de la Iglesia, a la que han de concurrir todas las gentes para salvarse. En este sentido enseña San Agustín que «fuera de la Iglesia Católica se puede encontrar todo menos la salvación» (Sermo ad Cassar., 6).

Ap 21, 15-17. Las medidas son meramente simbólicas y representan diversos aspectos de la Ciudad Santa. Así, la base cuadrada indica su solidez y estabilidad, lo mismo que la forma cúbica, resultante de la idéntica longitud, anchura y altura.
El Sancta sanctorum del Templo, descrito en 1R 6, 19 ss., también tenía forma de cubo. Los números son igualmente simbólicos: los 12.000 estadios indican al pueblo elegido con sus doce tribus y, al mismo tiempo, la gran multitud de naciones que forman el nuevo pueblo. Los 144 codos -también múltiplo de doce- que mide la muralla, son muy poco en relación con la altura de la Ciudad celeste. Con ello se quiere decir que las murallas eran más bien ornamentación que defensa. Los enemigos ya han sido derrotados y no hay nada que temer.
Se aclara que las medidas son humanas, a pesar de que es el ángel quien las utiliza. De todas formas son medidas cuya magnitud indica, mediante la hipérbole, la grandeza y magnificencia de la Jerusalén celestial.

Ap 21, 18-21. Las descripciones recuerdan a las de Ezequiel, pero las superan en la belleza y colorido. Cada una de las piedras preciosas manifiesta el valor de la Ciudad Santa, y lo mismo las grandes perlas de sus puertas. Algunos Padres de la Iglesia han visto en estas descripciones la multiplicidad y valor de los dones divinos, presentes de alguna forma en el alma en gracia.
Como es habitual en el libro, subyacen referencias al Antiguo Testamento: Tb 13, 17 habla de la reconstrucción de Jerusalén con piedras preciosas como el zafiro y la esmeralda, que recuerdan también la ornamentación del pectoral que llevaba el Sumo Sacerdote (cfr. Ex 28, 17-20) y las vestiduras del rey de Tiro (cfr. Ez 28, 13). Así, pues, las piedras preciosas aluden a los rasgos sacerdotales y reales de la ciudad.

Ap 21, 21b-27. A través de los muros y puertas, el autor nos ha introducido en el interior de la Ciudad hasta la plaza, también de una riqueza impresionante. Pero, sorprendentemente, allí no hay Templo. Contrasta con la Jerusalén descrita por Ezequiel, cuyo centro era el Templo (cfr. caps. Ez 40-42). El Templo en Jerusalén, o la Tienda del Tabernáculo en el desierto, representaban la morada de Dios, el signo visible de la presencia divina -llamada shekináh por los hebreos-, que se manifestaba en el descenso de la nube de la gloria de Dios.
En la Jerusalén celestial ya no hay necesidad de esa morada divina, pues el mismo Dios Padre y el Cordero están siempre presentes. La divinidad no ha de recordarse mediante el Templo, signo de su presencia invisible, pues los bienaventurados verán siempre a Dios cara a cara. Esta visión de Dios constituye la gran felicidad de los justos. «No hay lengua que pueda explicar la bienaventuranza que goza, ni la ganancia de que es dueña el alma que ha tornado a su propia nobleza y que puede, en adelante, contemplar a su Señor» (Ad Theodorum lapsum, I, 13).
En las teofanías de Yahwéh, una luz esplendente manifestaba la gloria divina. Por eso, la presencia de Dios llenará de claridad a la Jerusalén celestial, sin que haya necesidad ni de sol ni de luna. Junto a Dios Padre, con el mismo rango y dignidad, está el Cordero, cuya gloria también reluce con fuerza, revelándose, una vez más, la condición divina de Jesucristo.
Esa luz iluminará a todos los hombres, que rendirán homenaje al Señor, cumpliéndose así las profecías mesiánicas de Isaías (cfr. Is 60, 3.5.11; caps. 65-66).
Las puertas de la Ciudad Santa estarán abiertas durante el día, es decir, siempre, porque allí no habrá nunca más noche, como tampoco habrá nada impuro: sólo entrarán los santos.

Ap 22, 1-5. Si el agua de la vida es símbolo del Espíritu Santo (cfr. Ap 21, 6), con razón algunos Padres de la Iglesia y autores modernos ven en este pasaje una significación trinitaria: el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, representado por el río que surge del trono de Dios y del Cordero.
Los árboles siempre verdes (cfr. Sal 1, 3), con frutos y con hojas medicinales, son una imagen del gozo de la vida eterna (cfr. Ez 47, 1-12; Sal 46, 5).
También se recoge la profecía de Za 14, 11, donde se promete que nunca habrá ya anatema alguno: el terrible herem de las guerras hebreas que, para evitar la contaminación de los cultos idolátricos paganos, asolaba ciudades y campos, prendiéndoles fuego y exterminando a hombres y animales. Ya todo será paz y seguridad. Se ve cumplido el anhelo de todo hombre: la visión de Dios, imposible de realizar en la tierra. Ahora lo contemplarán todos los bienaventurados (cfr. 1Co 13, 12), siendo semejantes a Él por verle tal cual es (cfr. 1Jn 3, 2). El nombre de Dios sobre sus frentes expresa su pertenencia al Señor (cfr. Ap 13, 16-17).

Ap 22, 6-9. Las visiones del autor concluyen con la reafirmación de la veracidad de las palabras escritas (vv. 5-9), y con una solemne admonición de amenaza y de bienaventuranza ante la certeza de su cumplimiento (vv. 10-15).
La veracidad de cuanto se ha dicho tiene su fundamento en Dios, que es la verdad misma. Así suele presentar San Juan la autoridad y verdad de su enseñanza (cfr. Ap 1, 1.9; Jn 19, 35; 1Jn 1, 1 ss.). Tiene conciencia de haber escrito del mismo modo que hablaban los profetas, inspirados por «el Dios de los espíritus de los profetas». De ahí que su escrito se presente como «profecía».
Insiste al mismo tiempo en la inminencia de la venida del Señor: tres veces lo repite en estas últimas líneas (vv. 7.12 y 20), expresando de esa forma la certeza de su llegada, y creando así un clima de vigilia y de esperanza, que mantiene alerta al lector del libro (cfr. nota a Ap 1, 1 sobre la prontitud de la llegada divina).
Precisamente porque este escrito tiene carácter profético, Dios llama bienaventurados a quienes creen y proclaman lo que contiene el libro. Es la actitud que exigía Jesucristo ante la palabra del Padre y la suya: cuando una mujer proclama dichosa a su Madre, Santa María, el Señor responde que dichosos más bien son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11, 28), y asegura que el que escucha su palabra y la cumple es como quien edifica sobre cimientos de piedra (cfr. Mt 7, 24). También Santiago advierte: «Habéis de ponerla en práctica, y no sólo escucharla, engañándoos a vosotros mismos» (St 1, 22).

Ap 22, 10-15. A diferencia de otras revelaciones (cfr. Ap 10, 4; Dn 8, 26), Dios expresa su voluntad de que todos conozcan las que San Juan acaba de escribir; los cristianos habían de sentirse consolados y llenos de ánimo y fortaleza en las pruebas que tendrían que padecer. Se ha de culminar el camino emprendido (v. 11), porque el final se acerca: no deja de haber una cierta ironía en esas palabras, que ridiculizan a quienes se empeñan en permanecer en una conducta depravada, sin querer reconocer el propio pecado y rectificar a tiempo. En cualquier caso, se presenta la realidad del juicio que hará Jesucristo en su segunda venida, quien al ejercer esa potestad judicial exclusiva de Dios, aparece con los atributos divinos (cfr. nota a Ap 1, 8). De ahí la confianza del cristiano ante el juicio, como escribía Sta. Teresa de Jesús: «Plegue a su Majestad que nos lo dé a entender antes que nos saque de esta vida, porque será gran cosa a la hora de la muerte ver que vamos a ser juzgados de quien habremos amado sobre todas las cosas. Seguros podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia; pues es a la que tanto amamos y nos ama» (Camino de perfección, cap. 40, 8).
Las vestiduras lavadas con la sangre del Cordero (cfr. nota a Ap 7, 14) son un modo de expresar que los justos se han purificado, aplicándoseles los méritos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Ap 22, 16. Jesucristo, de modo solemne, se dirige a los creyentes y ratifica la autenticidad del contenido profético del libro. De esta forma comienza el epílogo, en el que quedarán también expresados el testimonio de la Iglesia (v. 17), del autor del escrito (vv. 18-19), y, de nuevo, antes del saludo epistolar, la confirmación por parte de Cristo (v. 20).
Los títulos aplicados a Jesús resaltan su linaje hebreo y davídico, condición imprescindible para el que había de ser el Mesías. En lugar de «raíz», en otros pasajes se habla de vástago o retoño que brota verde y pujante del añoso tronco de Jesé (cfr. Is 11, 1). En cuanto a la estrella o lucero de la mañana, es otra metáfora para designar al Mesías, según el pasaje de Nm 24, 17.

Ap 22, 17. La Esposa es la Iglesia que, en respuesta a la promesa de Cristo (cfr. Ap 22, 12), ansía ardientemente y suplica la venida del Señor. La Iglesia ora movida por el Espíritu Santo, de tal forma que las voces de ambos se funden en una misma llamada. Se invita a cada cristiano a unirse a esa misma oración, y a encontrar en la Iglesia el don del Espíritu, simbolizado en el agua de la vida (cfr. Ap 21, 6), que hace gustar anticipadamente los bienes del reino. Bajo estas expresiones se percibe el contexto litúrgico de la Iglesia en oración y celebración sacramental.

Ap 22, 18-19. Con expresiones similares a las de Dt 4, 2 (cfr. también Dt 13, 1; Pr 30, 6), el autor del Apocalipsis advierte ahora la inmutabilidad del contenido del libro: precisamente porque también es revelación de Dios. Nadie podrá manipularla, añadiendo o quitando, sin que Dios mismo le tome debida cuenta. Lo que dice aquí San Juan sobre el contenido de su libro es aplicable a toda la Revelación divina. De ahí que San Pablo escribiese a los gálatas que es digno de anatema, de excomunión, quien se atreva a modificar el Evangelio, el mensaje de fe recibido, incluso aunque se apareciera un ángel (cfr. Ga 1, 8).
La Iglesia, receptora y custodia de la Revelación hecha por Cristo, guarda fielmente, con la asistencia del Espíritu Santo, lo que ha recibido. Como enseña San Vicente de Lerins, «en la Iglesia católica hay que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos (…). La misma naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido recibido de los padres» (Commonitorio, 1 y 6). Tan intocable es el depositum fidei que «la verdadera actividad ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad al diálogo, búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y cristiano; pero de ningún modo significa renunciar o causar perjuicio de alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente confesada y enseñada por la Iglesia» (Redemptor Hominis, 6).

Ap 22, 20. Cristo mismo responde a la súplica de la Iglesia y del Espíritu: «Sí, voy enseguida». La idea se repite siete veces a lo largo del libro (cfr. Ap 2, 16; Ap 3, 11; Ap 16, 15; Ap 22, 7.12.17.20), indicando así la firmeza y seguridad de esa promesa. Apoyado en este pasaje, exhorta Juan Pablo II: «Sea, pues, Cristo vuestro punto seguro de referencia, el fundamento de una confianza que no conoce vacilaciones. Que la invocación apasionada de la Iglesia: 'Ven, Señor Jesús', se convierta en el suspiro espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende siempre al 'todavía no' del cumplimiento prometido» (Hom., 18-V-1980).
Aquella invocación -¡Ven, Señor Jesús!- era como una jaculatoria de los primeros cristianos que incluso quedó plasmada en arameo, la lengua que hablaban Jesús y los apóstoles: Marana-tha (cfr. 1Co 16, 22; Didaché, X, 6). Hoy, traducida a nuestros idiomas, se repite como aclamación en la Santa Misa, después de la elevación. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza con la del cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: 'El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida' (…).
»Sostenidos por esta certeza, reanudamos la marcha por los caminos del mundo, sintiéndonos más unidos y solidarios entre nosotros y, al mismo tiempo, llevando en el corazón el deseo que se ha hecho más ardiente de comunicar a los hermanos, envueltos todavía en las sombras de la duda y del desconsuelo, el 'gozoso anuncio' de que en el horizonte de su existencia ha surgido 'la estrella radiante de la mañana' (Ap 22, 16); el Redentor del hombre, Cristo Señor» (Hom., 18-V-1980).