Juan

Jn 1, 1-18. Estos versículos constituyen el prólogo o introducción al cuarto Evangelio; son un bello canto que, antes del relato de la vida terrena de Jesucristo, ensalza y proclama su divinidad y eternidad. Jesús es el Verbo Increado, el Dios Unigénito que asume nuestra condición humana y nos brinda la posibilidad de ser hijos de Dios, esto es, de participar real y sobrenaturalmente de la misma vida divina.
El apóstol Juan subraya particularmente en todo su Evangelio la divinidad del Señor: no comenzó a existir al hacerse hombre, sino que antes de tomar carne en las entrañas virginales de María, antes que todas las criaturas, existía en la eternidad divina como Verbo consubstancial al Padre y al Espíritu Santo. Esta es la verdad luminosa, gracias a la cual se pueden valorar las palabras y los hechos de Jesús recogidos a lo largo del cuarto Evangelio.
San Juan llega a contemplar la divinidad de Jesucristo y a expresarla como el Verbo de Dios, después de haber sido testigo de su ministerio público y de sus apariciones tras la Resurrección. Al poner este poema como prólogo del Evangelio, el Apóstol nos ofrece la clave para entender con profundidad todo cuanto va a escribir a continuación; tiene una función semejante a los dos primeros capítulos de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, que nos introducen en la contemplación de la vida de Jesús, narrando el nacimiento virginal y algunos episodios relevantes de su infancia; si bien se parece más, por su estructura y contenido, a los pasajes introductorios de otros libros del N.T., como Col 1, 15-20, Ef 1, 3-14 y 1Jn 1, 1-4.
Es evidente que el prólogo constituye un grandioso himno a Cristo. No sabemos si lo compuso San Juan con ocasión de escribir el Evangelio, o si tomó pie de algún himno litúrgico existente, que adaptaría para que sirviese de introducción a su libro. Lo cierto es que en la documentación cristiana sólo aparece como prólogo del cuarto Evangelio.
El prólogo de San Juan nos recuerda el primer capítulo del Génesis por varios motivos: 1) la coincidencia en las primeras palabras, En el principio..., que en el Evangelio se refieren al principio absoluto, esto es, a la eternidad, mientras que en el Génesis se refieren al principio concreto de la creación y del tiempo. 2) El paralelismo en la función que desempeña el Verbo: en el Génesis Dios va creando todos los seres mediante su palabra; en el Evangelio se dice que todo fue hecho por el Verbo (Palabra) de Dios. 3) En el Génesis la obra creadora de Dios culmina con la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios; en el Evangelio, la obra del Verbo Encarnado culmina en la elevación del hombre –como una nueva creación– a la dignidad de hijo de Dios.
Como enseñanzas principales que aparecen en el prólogo pueden apreciarse: 1) la divinidad y eternidad del Verbo; 2) la Encarnación del Verbo y su manifestación como hombre; 3) la intervención del Verbo en la creación y en la obra salvífica de la humanidad; 4) el comportamiento diverso de los hombres ante la venida del Salvador: unos la aceptan con fe y otros le rechazan; 5) por último, Juan Bautista es el testigo de la presencia del Verbo en el mundo.
La Iglesia ha dado siempre especial importancia a este Prólogo. Han sido muchos los Santos Padres y escritores de la antigüedad cristiana que lo comentaron ampliamente, y durante siglos se ha leído al final de la Santa Misa, como instrucción y meditación permanentes.
Este prólogo tiene forma de poema. La doctrina se va exponiendo en versos, agrupados en estrofas (vers. 1-5; 6-8; 9-13; 14-18). Como una piedra lanzada a un estanque produce unas ondas que se van ampliando, así la idea expresada al principio de cada estrofa suele ir ampliándose en los versos sucesivos sin perder el punto de partida. Es un modo de explicar las cosas muy típico de los antiguos pueblos, que favorece la inteligencia progresiva de los conceptos, y que Dios quiso utilizar para facilitarnos la penetración en estos misterios centrales de nuestra Fe.
1. El texto sagrado llama Verbo al Hijo de Dios. Una analogía o comparación con las cosas humanas puede ayudarnos a entender la noción de «Verbo» o «Palabra»: así como un hombre al conocerse forma en su mente una imagen de sí mismo, así Dios Padre al conocerse engendra al Verbo Eterno. Este Verbo de Dios es uno y único, no puede existir otro porque en Él se expresa toda la esencia de Dios. Por eso el Evangelio no le llama simplemente «Verbo», sino «el Verbo». Del Verbo se afirman tres verdades: que es eterno, que es distinto del Padre, y que es Dios. «Afirmar que existía en el principio equivale a decir que existía antes de todas las cosas» (De Trinit. 6, 2). Por otra parte, al señalar que estaba junto a Dios, es decir junto al Padre, nos enseña que la persona del Verbo es distinta de la del Padre, e indica a la vez su relación de intimidad con Él, tan grande que tiene la misma naturaleza divina: es consustancial al Padre (cfr Conc. de Nicea, Símbolo, DS, 125).
El Papa Pablo VI, con motivo del Año de la Fe (1967-1968), ha resumido esta verdad acerca de la Trinidad Santísima en el llamado Credo del Pueblo de Dios (n. 11) con estas palabras: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, esto es, homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: por tanto, igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno no por confusión de la sustancia (que no puede hacerse), sino por la unidad de la persona».
«En el principio»: «No significa otra cosa sino que fue siempre y es eterno (...). Porque si es Dios, como de verdad lo es, no hay nada antes que Él; si es Creador de todas las cosas, entonces Él mismo es el primero; si es Dominador y Señor de todo, todo es posterior a Él: las criaturas y los siglos» (Hom. sobre S. Juan, 2, 4).

Jn 1, 3. El prólogo, después de mostrar que el Verbo está en el seno del Padre, pasa a tratar de su relación con las criaturas. Ya en el Antiguo Testamento la Palabra de Dios aparece como fuerza creadora (cfr Is 55, 10-11), como Sabiduría que estaba presente en la creación del mundo (cfr Pr 8, 22-26). Aquí se da un progreso en la Revelación divina: se nos manifiesta que la Creación ha sido realizada por el Verbo; esto no quiere decir que el Verbo sea un instrumento subordinado e inferior al Padre, sino que es principio activo junto con el Padre y el Espíritu Santo. La acción creadora es común a las tres Personas divinas de la Santísima Trinidad: «El Padre que engendra, el Hijo que nace, y el Espíritu Santo que procede son consustanciales, coiguales, coomnipotentes y coeternos: son un solo principio de todas las cosas; Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales» (Conc. Lateranense IV, De fide catholica, DS, 800). De ello se deduce, entre otras cosas, la huella de la Trinidad en la creación y, por tanto, la bondad radical de las cosas creadas.

Jn 1, 4. A continuación se exponen dos verdades fundamentales sobre el Verbo: que es la Vida y que es la Luz. Aquí se trata de la vida divina, fuente primera de toda vida, de la natural y de la sobrenatural. Y esa Vida es luz de los hombres, porque recibimos de Dios la luz de la razón, la luz de la fe y la luz de la gloria, que son participación de la Inteligencia divina. Sólo la criatura racional es capaz de conocer a Dios en este mundo, y de contemplarle después gozosamente en el Cielo por toda la eternidad. También la Vida (el Verbo) es luz de los hombres en cuanto los ilumina sacándolos de las tinieblas, esto es, del mal y del error (cfr Is 8, 23; Is 9, 1.2; Mt 4, 15-16; Lc 1, 74). Jesús dirá más adelante: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida»(Jn 8, 12; Jn 12, 46).
Los versículos 3 y 4 pueden leerse con otra puntuación, hoy generalmente abandonada, aunque en la antigüedad tuvo bastantes defensores. Según esa puntuación podría traducirse así:
«3 Todo fue hecho por él
y sin él no se hizo nada;
4 cuanto ha sido hecho en él, era vida,
y la vida era la luz de los hombres».
Esta lectura indicaría que todo lo que ha sido creado es vida en el Verbo, es decir, que todos los seres reciben el ser y el operar, el vivir, por el Verbo, no siendo posible sin Él la existencia.

Jn 1, 5. «Recibieron»: El verbo original griego, que el texto latino traduce por comprehenderunt, significa abrazar o abarcar una cosa como rodeándola con los brazos; pero este acto se puede hacer con intención de buena acogida (abrazo amigable), o de hostilidad (acción de sofocar o asfixiar a otro apretándole). Caben, pues, dos posibles traducciones del versículo: la que hemos adoptado, o bien la que expresaría que las tinieblas no pudieron apagar o sofocar la luz. Con esta última interpretación se indicaría que Cristo y su Evangelio siguen brillando entre los hombres a pesar de la oposición del mundo, venciéndolo, según las palabras de Jesús: «Confiad: yo he vencido al mundo»(Jn 16, 33; cfr Jn 12, 31; 1Jn 5, 4). En todo caso, el versículo expresa la resistencia, la pugna de las tinieblas contra la luz. Qué sean la luz y las tinieblas lo irá aclarando San Juan a lo largo del Evangelio; por lo pronto, en los versículos 9 al 11 ya se refiere a la lucha entre ambas; y posteriormente por tinieblas designará el mal y las potencias del maligno, que oscurecen la mente del hombre y obstaculizan el conocimiento de Dios (cfr Jn 12, 15-46; 1Jn 5, 6).
San Agustín (In Ioann. Evang., 1, 19) comenta así este pasaje: «Puede ser que haya unos corazones insensatos, todavía incapaces de recibir esa Luz, porque el peso de sus pecados les impide verla; que no piensen, sin embargo, que la Luz no existe porque no la puedan ver: es que ellos mismos, por sus pecados, se han hecho tinieblas. Hermanos míos, es como si un ciego está frente al sol. El sol está presente, pero el ciego está ausente del sol. Así todo hombre necio, todo hombre inicuo, todo hombre sin religión, tiene un corazón ciego. ¿Qué puede hacer? Que se limpie, y verá a Dios; verá la Sabiduría presente, porque Dios es la Sabiduría misma, y está escrito: 'Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios'». No hay duda de que el pecado entenebrece la mirada espiritual del hombre, incapacitándole para ver y gustar las cosas de Dios.

Jn 1, 6-8. Después de considerar la divinidad del Verbo se pasa a tratar de la Encarnación, y se comienza por hablar de Juan Bautista, que aparece en un momento histórico concreto como el testigo directo de Jesucristo ante los hombres (Jn 1, 15.19-36; Jn 3, 22 ss.). Así dirá San Agustín: «Porque (el Verbo Encarnado) era hombre y ocultaba su divinidad, le precedió un gran hombre con la misión de dar testimonio a favor del que era más que hombre» (In loann. Evang., 2, 5).
Todo el Antiguo Testamento es una preparación para la venida de Cristo. Así los Patriarcas y Profetas anunciaron de diversas maneras la salvación que vendría por el Mesías. Pero Juan Bautista, el más grande de los nacidos de mujer (cfr Mt 11, 11), pudo señalar con el dedo al propio Mesías (cfr Jn 1, 29), siendo el testimonio del Bautista la culminación de todas las profecías anteriores.
La misión de Juan Bautista como testigo de Jesucristo es tan importante que los Evangelios Sinópticos comienzan la narración del ministerio público de Jesús por ese testimonio del Bautista. Los discursos de San Pedro y los de San Pablo, recogidos en los Hechos de los Apóstoles, también aluden al testimonio de Juan (Hch 1, 22; Hch 10, 37; Hch 12, 24). El cuarto Evangelio lo menciona hasta siete veces (Jn 1, 6.15.19.29.35; Jn 3, 27; Jn 5, 33). Sabemos, además, que el Apóstol San Juan había sido discípulo del Bautista antes de serlo del Señor, y que precisamente el Bautista fue quien le había encaminado hacia Cristo (cfr Jn 1, 37 ss.).
El Nuevo Testamento, pues, nos enseña la trascendencia de la misión del Bautista, al mismo tiempo que la clara conciencia de éste de no ser más que el Precursor inmediato del Mesías, al cual no es digno de desatar la correa de sus sandalias (cfr Mc 1, 7); por eso el Bautista insiste en su papel de testigo de Cristo y en su misión de preparar el camino al Mesías (cfr Lc 1, 15-17; Mt 3, 3-12). El testimonio de Juan Bautista permanece a través de los tiempos, invitando a todos los hombres a abrazar la fe en Jesús, la Luz verdadera.

Jn 1, 9. «Era la luz verdadera»: Los Santos Padres, las antiguas versiones y la mayoría de los comentaristas actuales entienden que el sujeto de «era» es «el Verbo». En este caso la frase podría traducirse: «el Verbo era la Luz verdadera». Otra interpretación, por la que se inclinan bastantes autores modernos, pone como sujeto de «era» a la Luz. De este modo la traducción sería: «Existía la Luz verdadera». En definitiva, el contenido es casi el mismo.
«Que viene a este mundo»: Según el texto griego no está claro a qué se refieren estas palabras. Cabe aplicarlas bien a «la luz», bien a «todo hombre». En el primer caso es la Luz (el Verbo) la que viniendo a este mundo ilumina a todos los hombres. En el segundo caso son los hombres los que al venir a este mundo, al nacer, son iluminados por el Verbo. El texto latino de la Neovulgata ha optado por la primera interpretación.
Se llama al Verbo «la luz verdadera» porque es la luz originaria de la que procede toda otra luz o revelación de Dios. Al venir el Verbo al mundo, éste queda plenamente iluminado por la auténtica Luz. Los profetas y todos los otros enviados de Dios, incluido Juan el Bautista, no eran la verdadera luz, sino el reflejo, los testigos de la Luz del Verbo.
Ante la plenitud de esta luz que es el Verbo, se pregunta San Juan Crisóstomo: «¿Cómo es que tantos hombres permanecen envueltos en tinieblas? Porque no todos los hombres creen en Jesucristo ni le rinden el culto augusto que le es debido. ¿Cómo, pues, puede decirse que ilumina a todo hombre? Sí, Él ilumina a todos según la disposición y la voluntad de cada uno. En cuanto depende del Verbo, ilumina a todos. Pero si libremente los hombres cierran los ojos de su alma a esta luz, si rechazan sus rayos, entonces el que permanezcan en tinieblas no se debe a la naturaleza de la luz, sino a la maldad de corazón de quien se priva de este don de la gracia» (Hom. sobre S. Juan, 8, 1).

Jn 1, 10. El Verbo está en el mundo como el artífice que gobierna lo que ha hecho (cfr In Ioann. Evang., 2, 10). El término «mundo» en el Evangelio de San Juan indica, además de todo lo creado, el conjunto de los hombres; así Cristo vino a salvar a la humanidad entera: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). Pero en cuanto que una gran parte de los hombres han rechazado la Luz, es decir a Cristo, «mundo» significa también todo aquello que se opone a Dios (cfr Jn 17, 14-15). Los hombres que, obcecados por sus culpas, no reconocen en el mundo la obra del Creador (cfr Rm 1, 18-20; Sb 13, 1-15), quedan apegados sólo al mundo y gustan exclusivamente de las cosas que son del mundo» (Hom. sobre S. Juan, 7). Pero el Verbo, «luz verdadera», vino para revelarnos la verdad acerca del mundo (cfr Jn 1, 3; Jn 18, 37) y salvarnos.

Jn 1, 11. Por «los suyos» se entiende, en primer lugar, el pueblo judío, que había sido elegido por Dios como pueblo de su propiedad (Dt 7, 6-7) para que en él naciera Cristo. También puede entenderse toda la humanidad, pues le pertenece al haber sido creada por Él y al extender a ella su obra redentora. De ahí que el reproche por no recibir al Verbo hecho hombre ha de entenderse no sólo dirigido a los judíos sino también a todos los que, llamados por Dios a su amistad, le rechazan. «Cristo ha venido; pero por una misteriosa y terrible desgracia no todos lo han conocido, no todos lo han aceptado (...). Es el cuadro de la humanidad tal como, después de veinte siglos de cristianismo, se abre ante nosotros. ¿Cómo es posible? ¿Qué quiere decir? No pretenderemos sondear una realidad inmersa en misterios que nos trascienden: el misterio del bien y del mal. Pero podemos recordar que la economía de Cristo, para que su luz se difunda, debe desplegarse en una subalterna, pero necesaria, cooperación humana: la de la evangelización, la de la Iglesia apostólica y misionera, que si registra resultados incompletos, razón de más para ser ayudada e integrada por todos» (Pablo VI, Audiencia general, 4-XII-74).

Jn 1, 12. Recibir al Verbo es aceptarle por la fe, porque por la fe Cristo habita en nuestros corazones (cfr Ef 3, 17). Creer en su Nombre significa creer en su Persona, en Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios. Es decir, «los que creen en su nombre son aquellos que guardan íntegro el nombre de Cristo, de tal manera que no disminuyen nada de su divinidad o de su humanidad» (Comentario sobre San Juan, in loc.).
«Les dio poder» equivale a «les concedió» a través de un don: la gracia santificante; «porque no está en nuestro poder hacernos hijos de Dios» (Ibidem). Este don se extiende por el Bautismo a todos los hombres sin limitación de raza, edad, cultura, etc. (cfr Hch 10, 45; Ga 3, 28). La única condición exigida es la fe.
«El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...) Él es Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia» (De incarnatione contra arríanos, 8). Se trata del nacimiento a la vida sobrenatural, en la que «todos gozamos de la misma dignidad: esclavos y libres, griegos, bárbaros y asiáticos, sabios e incultos, hombres y mujeres, niños y viejos, ricos y pobres... ¡Tan grande es la fuerza de la fe en Cristo, tan poderosa la gracia!» (Hom. sobre S. Juan, 10, 2).
«La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: 'Dios les dio poder para llegar a ser sus hijos'. Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna (cfr Jn 4, 14)» (Redemptor Hominis, 18).

Jn 1, 13. El nacimiento de que se habla aquí es una verdadera generación espiritual que se realiza en el Bautismo (cfr Jn 3, 6 ss). En vez del texto en plural adoptado, que se refiere al nacimiento sobrenatural de los hombres, algunos Santos Padres y versiones antiguas presentan la lectura en singular: «el que no ha nacido de la sangre sino de Dios ha nacido». En este caso el texto se referiría a la generación eterna del Verbo y al nacimiento virginal de Jesús, por obra del Espíritu Santo, de las entrañas purísimas de María, esto es, hablaría de la virginidad de María en el parto. Aunque la segunda lectura sea muy sugestiva, sin embargo la documentación (manuscritos griegos, versiones antiguas, referencias de los escritores eclesiásticos, etc.) muestra que el texto en plural fue el más común, imponiéndose desde el siglo IV. Además, en los escritos de San Juan se dice con frecuencia que los creyentes han nacido de Dios (cfr Jn 3, 3-6; 1Jn 2, 29; 1Jn 3, 9; 1Jn 4, 7; 1Jn 5, 1.4.18).
El contraste entre el nacimiento natural de los hombres (que es por la sangre y el querer humano) y el sobrenatural (que viene de Dios) hace ver que los que creen en Jesucristo son constituidos hijos de Dios no sólo en cuanto criaturas, sino sobre todo por el don gratuito de la fe y de la gracia.

Jn 1, 14. Este es un texto central acerca del misterio de Cristo. En él se expresa de manera concentrada la realidad insondable de la Encarnación del Hijo de Dios. «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4, 4).
La palabra «carne» designa al hombre en su totalidad (cfr Jn 3, 6; Jn 17, 2; Gn 6, 3; Sal 57, 5); de modo que la frase «y el Verbo se hizo carne» es igual a «y el Verbo se hizo hombre». Precisamente el término teológico «Encarnación» surgió sobre todo a partir de este texto. El sustantivo carne tiene una poderosa fuerza expresiva frente a aquellas herejías que niegan la verdadera naturaleza humana de Cristo. Por otra parte «carne» acentúa la condición pasible y mortal del Salvador que habitó entre nosotros tomando nuestra naturaleza, y evoca el llamado «Canto de la consolación» (Is 40, 1-11), donde se contrapone la caducidad de la carne a la perennidad del Verbo de Dios: «Toda carne es hierba / y todo su esplendor como flor del campo / ... la hierba se seca, la flor se marchita, / pero la palabra de nuestro Dios / permanece eternamente» (Is 40, 7-8). Esto no significa que la asunción de la Humanidad por el Verbo sea precaria y provisional.
«Y habitó entre nosotros»: El verbo griego que emplea San Juan correspondiente a «habitó» significa etimológicamente «plantar la tienda de campaña» y, de ahí, habitar en un lugar. El lector atento de la Escritura recuerda espontáneamente el tabernáculo de los tiempos de la salida de Egipto, en el que Yahwéh mostraba su presencia en medio del pueblo de Israel mediante ciertos signos de su gloria, como la nube posada sobre la tienda (cfr p. ej. Ex 25, 8; Ex 40, 34-35). En multitud de pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que Dios «habitará en medio del pueblo» (cfr p. ej. Jr 7, 3; Ez 43, 9; Si 24, 8). A las señales de la presencia de Dios, primero en la Tienda del Santuario peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del «Emmanuel» o «Dios-con-nosotros» (Is 7, 14; cfr Mt 1, 23) se cumple plenamente en este habitar del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres. Por eso al leer con religiosa admiración las palabras del Evangelio «y habitó entre nosotros», o al rezar el Ángelus, es buena ocasión para hacer un acto de fe profundo y agradecido, y de adorar a la Humanidad Santísima del Señor.
«Al recordar que 'el Verbo se hizo carne', es decir, que el Hijo de Dios se hizo hombre, debemos tomar conciencia de lo grande que se hace todo hombre a través de este misterio; es decir, ¡a través de la Encarnación del Hijo de Dios! Cristo, efectivamente, fue concebido en el seno de María y se hizo hombre para revelar el amor eterno del Creador y Padre, así como para manifestar la dignidad de cada uno de nosotros» (Juan Pablo II, Alocución en el rezo del Ángelus, Santuario de Jasna Góra, 5-VI-79).
Aunque el anonadamiento del Verbo al tomar la naturaleza humana ocultaba en cierto modo su naturaleza divina, de la que nunca se despojó, sin embargo los Apóstoles vieron la gloria de su divinidad a través de su Santísima Humanidad, pues se manifestó en la Transfiguración.(Lc 9, 32-35), en los milagros (Jn 2, 11; Jn 11, 40) y especialmente en la Resurrección (cfr Jn 3, 11; 1Jn 1, 1). La gloria de Dios, que resplandecía en el antiguo Santuario del desierto o en el Templo de Jerusalén, no era sino un anticipo imperfecto de la realidad de la gloria divina manifestada a través de la Santísima Humanidad del Unigénito del Padre. El Apóstol San Juan habla con solemnidad en primera persona del plural: «hemos visto su gloria», pues se cuenta entre los testigos que presenciaron la vida de Cristo y, en particular, su Transfiguración y la gloria de su Resurrección.
La palabra «Unigénito» expresa muy aptamente la generación eterna y única del Verbo por el Padre. Los tres primeros Evangelios habían subrayado el nacimiento temporal de Cristo, en cambio San Juan completa la visión poniendo de relieve la generación eterna.
Los términos «gracia y verdad» son sinónimos de «bondad y fidelidad», dos atributos que en el Antiguo Testamento se aplican constantemente a Yahwéh (cfr p. ej. Ex 34, 6; Sal 117; Sal 137; Os 2, 16-22). Así, la gracia viene a ser la manifestación del amor de Dios por los hombres, de su bondad, de su misericordia, de su piedad. La verdad implica la permanencia, la lealtad, la constancia, la fidelidad. Jesús, que es el Verbo de Dios hecho hombre, esto es, Dios mismo, es por ello «el Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad»; es «el pontífice misericordioso y fiel» (Hb 2, 17). Estas dos cualidades, el ser bueno y fiel, son como el compendio y la síntesis de la grandeza de Cristo. Y son también, de forma correlativa, aunque en grado infinitamente menor, las cualidades primordiales de todo cristiano, como expresamente lo dijo el Señor cuando alabó al «siervo bueno y fiel» (Mt 25, 21).
Como explica el Crisóstomo: «Después de haber dicho el evangelista que quienes le recibieron han nacido de Dios y son hijos de Dios, indica la causa de ese honor inefable: que el Verbo se ha hecho carne, y el Señor ha tomado la forma de siervo. Porque siendo verdadero Hijo de Dios, se ha hecho Hijo del Hombre, para hacer a los hombres hijos de Dios» (Hom. sobre S. Juan, 11, 1).
El profundo misterio de Cristo fue expresado por el Magisterio de la Iglesia mediante una definición solemne en el año 451, en el célebre texto del Concilio Ecuménico de Calcedonia: «Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre, de alma racional y cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad –semejan te en todo a nosotros, menos en el pecado (Hb 4, 15)–; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (DS, 301).

Jn 1, 15. Más adelante (Jn 1, 19-36) se da a conocer en el Evangelio la misión de Juan Bautista como testigo de la mesianidad y divinidad de Jesús, que aquí resume de modo muy concentrado. Según los planes de Dios, así como los Apóstoles darán testimonio de Jesús después de su Resurrección, el Bautista será el testigo elegido para anunciar a Cristo en el momento de iniciar el ministerio público (cfr nota a Jn 1, 6-8).

Jn 1, 16. «Gracia por gracia»: Puede entenderse, con San Juan Crisóstomo y otros Santos Padres, como la substitución de la economía salvífica del Antiguo Testamento por la nueva economía de la gracia traída por Cristo. También puede indicar una superabundancia de dones otorgados por Jesús: a unas gracias se añaden otras, y todas brotan de la fuente inagotable que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se acaba nunca. «Él no tiene el don recibido por participación, sino que es la misma fuente, la misma raíz de todos los bienes: la Vida misma, la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado, permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la misma perfección» (Hom. sobre S. Juan, 14, 1).

Jn 1, 17. Aparece aquí, por primera vez en el Evangelio de San Juan, el nombre de Jesucristo, identificado con el Verbo del que nos viene hablando.
Mientras la Ley dada por Moisés se limitaba a señalar el camino que el hombre debía seguir (cfr Rm 8, 7-10), la Gracia traída por Jesucristo tiene el poder de salvar a aquellos que la reciben (cfr Rm 7, 25). «El pecado no tendrá más poder sobre vosotros porque no estáis bajo la ley sino bajo la gracia» (Rm 6, 14). Por la «gracia hemos sido hechos agradables a Dios no ya solamente como siervos, sino también como hijos y amigos» (Hom. sobre S. Juan, 14, 2).
Sobre «la gracia y la verdad» puede verse la nota a Jn 1, 14.

Jn 1, 18. «A Dios nadie lo ha visto jamás». Todas las visiones que los hombres han tenido de Dios en este mundo han sido indirectas, ya que sólo contemplaron la gloria divina, esto es, el resplandor de su grandeza: por ejemplo, Moisés vio la zarza ardiendo (Ex 3, 6); Elías sintió la brisa en el monte Horeb (1R 19, 11- 13); Isaías contempló el esplendor de su majestad (Is 6, 1-3). Pero al llegar la plenitud de los tiempos, esa manifestación de Dios se hace más próxima y casi directa, ya que Jesucristo es la imagen visible del Dios invisible (cfr Col 1, 15); es la revelación máxima de Dios en este mundo, hasta el punto de que asegura: «el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). «Por medio de esta revelación, la verdad profunda acerca de Dios y de la salvación del hombre se nos hace patente en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de la revelación completa» (Dei verbum, 2).
Ninguna Revelación más perfecta puede hacer Dios de Si mismo que la Encarnación de su Verbo eterno. Por eso escribe admirablemente San Juan de la Cruz: «En darnos a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez y no tiene más que hablar» (Subida al Monte Carmelo, lib. II, cap. 22).
«El Dios Unigénito»: Algunos manuscritos griegos y versiones traen la lectura «el Hijo Unigénito», o también «el Unigénito». La primera lectura es preferible por estar mejor apoyada en los códices. Por lo demás, aunque el sentido no cambia sustancial- mente, el texto adoptado tiene un contenido más rico, pues manifiesta de nuevo explícitamente la divinidad de Cristo.

Jn 1, 19-34. Este pasaje forma una unidad, que empieza y termina hablando del testimonio del Bautista. Así se subraya la misión que Dios le encomendó de testimoniar, con su vida y con su palabra, que Jesucristo es el Mesías e Hijo de Dios. El Precursor exhorta a la penitencia viviendo él mismo ese espíritu de austeridad que predicaba; señala a Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y lo proclama con valentía ante los judíos. La recia figura del Bautista es modelo de la fortaleza con que hemos de confesar a Cristo: «Todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra, el hombre nuevo de que se revistieron por el Bautismo...» (Ad gentes, 11).

Jn 1, 19-24. En un ambiente de intensa expectación mesiánica, el Bautista aparece como una figura rodeada de un prestigio extraordinario; prueba de ello es que las autoridades judías envían personajes cualificados (sacerdotes y levitas de Jerusalén) a preguntarle si es el Mesías.
Llama la atención la gran humildad de Juan: se adelanta a sus interlocutores afirmando: «No soy el Cristo». Se considera tan pequeño delante del Señor que dirá: «No soy digno de desatar la correa de sus sandalias» (v. 27). Toda la fama de que disfrutaba la pone al servicio de su misión de Precursor del Mesías y, con olvido total de sí mismo, afirma que «conviene que él crezca y yo disminuya» (Jn 3, 30).

Jn 1, 25-26. «Bautizar»: Significaba originariamente sumergir en el agua, bañar. El rito de la inmersión expresaba entre los judíos la purificación legal de quienes hubieran contraído alguna impureza prevista por la Ley. Existía también el bautismo de los prosélitos, que era uno de los ritos de incorporación de los gentiles al pueblo judío. En los manuscritos del Mar Muerto se habla de un bautismo como rito de iniciación y purificación de los adeptos a la secta judaica de Qumran, que existía en tiempos de Nuestro Señor.
El bautismo de Juan tenía un marcado carácter de conversión interior. Las palabras de exhortación que pronunciaba el Bautista y el reconocimiento humilde de los pecados por parte de los que acudían a él disponían para recibir la gracia de Cristo. El bautismo de Juan constituía, pues, un rito de penitencia muy apto para preparar al pueblo a la venida del Mesías, cumpliéndose con ello las profecías que hablaban precisamente de una purificación por el agua ante el advenimiento del Reino de Dios en los tiempos mesiánicos (cfr Za 13, 1; Ez 36, 25; Ez 37, 23; Jr 4, 14). El bautismo de Juan, sin embargo, no tenía poder para limpiar el alma de los pecados, como hace el Bautismo cristiano (cfr Mt 3, 11; Mc 1, 4).
«Uno a quien no conocéis»: En efecto, Jesús no se había manifestado aún públicamente como el Mesías e Hijo de Dios; aunque algunos lo conociesen en cuanto hombre, San Juan Bautista puede afirmar que realmente no le conocían.

Jn 1, 27. El Bautista declara la primacía de Cristo sobre él por medio de la comparación del esclavo que desata la correa de las sandalias de su señor. Para acercarnos a Cristo, a quien Juan anuncia, es preciso imitar al Bautista. Como dice San Agustín: «Entenderá estas palabras quien imite la humildad del Precursor... El mérito más grande de Juan es, hermanos míos, este acto de humildad» (In loann. Evang., 4, 7).

Jn 1, 28. Se refiere a la ciudad de Betania que estaba situada en la orilla oriental del Jordán, frente a Jericó, distinta de la Betania donde vivía la familia de Lázaro, cerca de Jerusalén (cfr Jn 11, 18).

Jn 1, 29. Por primera vez en el Evangelio se llama a Cristo «Cordero de Dios». Este nombre alude al sacrificio redentor de Cristo. Ya Isaías había comparado los sufrimientos del Siervo de Yahwéh, el Mesías, con el sacrificio de un cordero (cfr Is 53, 7); por otro lado, la sangre del cordero pascual, rociada sobre las puertas de las casas, había servido para librar de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (cfr Ex 12, 6-7). Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero, Cristo, víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Por esto, San Pablo dirá que «nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1Co 5, 7). La expresión «Cordero de Dios» indica también la inocencia inmaculada del Redentor (cfr 1P 1, 18-20; 1Jn 3, 5).
El texto sagrado dice «el pecado del mundo», en singular, para manifestar de modo absoluto que quitó todo género de pecados. Cristo, en efecto, vino a librarnos del pecado original, que es el que en Adán alcanzó a todos los hombres, y de todos los pecados personales.
El libro del Apocalipsis nos revela que Jesús está triunfante y glorioso en los Cielos como el «Cordero inmolado» (Ap 5, 6-14), rodeado de los santos, los mártires y vírgenes (Ap 7, 9.14; Ap 14, 1- 5), de quienes recibe alabanza y gloria por ser Dios (Ap 7, 10).
Siendo la Sagrada Comunión la participación en el Sacrificio de Cristo, los sacerdotes pronuncian estas palabras del Bautista antes de administrar la Sagrada Comunión, para suscitar en los fieles el agradecimiento al Señor por haberse entregado a la muerte para nuestra salvación y dársenos como alimento de nuestras almas.

Jn 1, 30-31. Juan Bautista declara aquí la superioridad de Jesús al decir que existía ya antes de él, a pesar de haber nacido después. Muestra así la divinidad de Cristo, engendrado por el Padre desde toda la eternidad y nacido de María Virgen en el tiempo. Es como si el Bautista dijese: «... aunque yo he nacido antes que Él, a Él no le limitan los lazos de su nacimiento; porque aun cuando nace de su madre en el tiempo, fue engendrado por el Padre fuera del tiempo» (In Evangelio homiliae, VII).
Con las palabras del v. 31 el Precursor no pretende negar el conocimiento personal que tenia de Jesús (cfr Lc 1, 36 y Mt 3, 14), sino poner de manifiesto que llegó a conocer por revelación divina el momento de proclamar públicamente la condición del Señor como Mesías e Hijo de Dios, y que comprendió también que su propia misión de Precursor no tenía otra finalidad que dar testimonio de Jesucristo.

Jn 1, 32-34. Para confirmar la divinidad de Jesucristo, el evangelista recoge el testimonio del Precursor sobre el Bautismo de Jesús (véanse los otros Evangelios que describen con más detalle cómo ocurrió el Bautismo, cfr Mt 3, 13-17 y par.). Es uno de los momentos cumbres de la vida del Señor en el que se revela el misterio de la Santísima Trinidad (cfr nota a Mt 3, 16).
La paloma es símbolo del Espíritu Santo, del que se dice en Gn 1, 2 que revoloteaba sobre las aguas. Con esta señal se cumplen las profecías de Is 11, 2-5; Is 42, 1-2, según las cuales el Mesías estaría lleno de la fuerza del Espíritu Santo. El Bautista pone de manifiesto la gran diferencia entre su bautismo y el de Cristo; en Jn 3, Jesús hablará de este nuevo Bautismo en el agua y en el Espíritu (cfr Hch 1, 5; Tt 3, 5).
«El Hijo de Dios»: es de notar que la expresión lleva artículo en el texto original, lo cual quiere decir que Juan Bautista confiesa ante sus oyentes el carácter sobrenatural y trascendente de la mesianidad de Cristo, tan distante de la idea político-religiosa que se habían forjado los dirigentes del judaísmo.

Jn 1, 35-39. Tras las palabras del Bautista, estos dos discípulos, movidos interiormente por la gracia, se acercaron al Señor. El testimonio de Juan es un ejemplo de las gracias especiales que Dios otorga para atraer a los suyos. A veces Dios dirige una llamada directa y personal que remueve interiormente las almas y les invita a su seguimiento; otras veces, como en este caso, quiere servirse de alguien que está a nuestro lado, que nos conoce y nos sitúa frente a Cristo.
En los dos discípulos existía ya el deseo de ver al Mesías; las palabras de Juan les mueven a buscar la amistad con el Señor: no es el interés meramente humano sino la personalidad de Cristo lo que les atrae. Quieren conocerle, tratarle, ser adoctrinados por Él y gozar de su compañía. «Venid y veréis» (cfr Jn 1, 42; Jn 11, 34): dulce invitación a iniciar la amistosa familiaridad que buscaban. Necesitarían tiempo y trato personal con Cristo para afianzarse más en su vocación. El Apóstol San Juan, uno de los protagonistas en esta escena, deja constancia del momento en que tuvo lugar dicho episodio: «Era alrededor de la hora décima», las cuatro de la tarde aproximadamente.
La fe cristiana no se reduce a una mera curiosidad intelectual sino que es toda una vida que no entenderá quien realmente no la viva; por eso el Señor no les explica de momento cuál es su modo de vida, sino que les invita a que convivan con Él un día. Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje diciendo que el Señor habla de un modo elevado y místico, porque lo que Dios es en su gloria o en su gracia no puede saberse sino por experiencia, pues las palabras no alcanzan a explicarlo. A ese conocimiento se llega por las buenas obras (a la invitación de Cristo obedecieron inmediatamente, y, como premio, «vieron»), por el recogimiento y aplicación de la mente a la contemplación de las cosas divinas, por el querer gustar la dulzura de Dios, por la asiduidad en la oración. A todo esto invitó el Señor cuando dijo «venid y veréis», y todo ello pudieron alcanzarlo los discípulos cuando, haciendo caso al Señor, efectivamente «fueron» y pudieron conocer por experiencia personal lo que con las solas palabras no hubieran entendido (cfr Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 1, 40-41. El Evangelista nos indica ahora el nombre de uno de los dos discípulos que habían protagonizado la escena anterior; volverá a hablar de Andrés con motivo de la multiplicación de los panes (cfr Jn 6, 8) y de la última Pascua (cfr Jn 12, 22).
No se sabe a ciencia cierta quién era el segundo de los discípulos; pero ya desde los primeros siglos de la era cristiana se considera que es el propio Evangelista. La viveza del relato, el detalle de consignar la hora en que sucedían estos hechos, e incluso la tendencia de Juan por quedar en el anonimato (cfr Jn 19, 16; Jn 20, 2; Jn 21, 7.20), parecen confirmarlo.
«El Apóstol Juan, que vuelca en su Evangelio la experiencia de toda una vida, narra aquella primera conversación con el encanto de lo que nunca se olvida. Maestro, ¿dónde habitas? Díceres Jesús: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron donde habitaba, y se quedaron con Él aquel día.
»Diálogo divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea» (Es Cristo que pasa, 118).
Aquellas horas que habían pasado junto al Señor producen pronto los primeros frutos de apostolado. Andrés, sin poder ocultar su gozo, comunica a Simón Pedro la noticia de haber encontrado al Mesías y le lleva hasta Él. Como entonces, también ahora es urgente hacer que otros conozcan al Señor.
«Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él» (Es Cristo que pasa, 1).

Jn 1, 42. ¡Cuánto nos gustaría contemplar cómo era la mirada de Jesús! Aquí, por las palabras que pronuncia el Señor, aparece como imperiosa y entrañable. En otras circunstancias, con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como en el caso de Mateo (Mt 9, 9); o se llenará de amor, como en el encuentro con el joven rico (Mc 10, 21); o de ira y de tristeza, viendo la incredulidad de los fariseos (Mc 2, 5); de compasión, ante el hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 13); sabrá remover el corazón de Zaqueo, produciendo su conversión (Lc 19, 5); se enternecerá ante la fe y la grandeza de ánimo de la pobre viuda que dio como limosna todo lo que poseía (Mc 12, 41-44). Su mirada penetrante ponía al descubierto el alma frente a Dios, y suscitaba al mismo tiempo el examen y la contrición. Así miró Jesús a la mujer adúltera (Jn 8, 10), y así miró al mismo Pedro que, después de su traición (Lc 22, 61), lloró amargamente (Mc 14, 72).
«Te llamarás Cefas»: Poner el nombre equivalía a tomar posesión de lo nombrado (cfr Gn 17, 5; Gn 32, 28; Is 62, 2). Así, p. ej., Adán, constituido dueño de la creación, puso nombre a todas las cosas (Gn 2, 20). «Cefas» es transcripción griega de una palabra aramea que quiere decir piedra, roca. De aquí que, escribiendo en griego, San Juan haya explicado el significado del término empleado por Jesús. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone al Apóstol para indicar la función de Vicario suyo, que le será revelada más adelante (Mt 16, 16-18): Simón estaba destinado a ser la piedra, la roca de la Iglesia.
Los primeros cristianos consideraban tan significativo este nuevo nombre que lo emplearon sin traducirlo (cfr Ga 2, 9.11.14); después se hizo corriente su traducción –Pedro–, que ocultó el antiguo nombre del Apóstol –Simón–,
«Hijo de Juan»: La antigua documentación manuscrita ofrece variantes, como «hijo de Jonás», etc.

Jn 1, 43. «Sígueme» es el término usual de Jesús para llamar a sus discípulos (cfr Mt 4, 19; Mt 8, 22; Mt 9, 9). En vida de Jesús la invitación a seguirle implicaba acompañarle en su ministerio público, escuchar su doctrina, imitar su modo de vida... Una vez que el Señor subió a los Cielos, el seguimiento no es ya, evidentemente, un acompañamiento físico por los caminos de Palestina, sino que «el cristiano debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mi» (Es Cristo que pasa, 103). En cualquier caso, la invitación del Señor comporta siempre un ponerse en camino; es decir, la exigencia de una vida de esfuerzo y de lucha por cumplir en cada momento la Voluntad divina aunque requiera una entrega abnegada y generosa.

Jn 1, 45-51. El Apóstol Felipe no puede menos de transmitir a su amigo Natanael (Bartolomé) el gozo de su descubrimiento, lleno de emoción (v. 45). «Natanael (...) había oído por las Escrituras que el Cristo debía venir de Belén, del pueblo de David. Así lo creían los judíos y lo había anunciado, tiempo atrás, el profeta: 'Y tú, Belén, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe, que apacentará a mi pueblo, Israel' (Mi 5, 2). Por tanto, al escuchar que provenía de Nazaret se turbó y dudó, al no encontrar cómo compaginar las palabras de Felipe con la predicción profética» (Hom. sobre S. Juan, 20, 1).
Piense el cristiano que al transmitir su fe a otros, éstos pueden presentarle dificultades. ¿Qué debe hacer? Lo que hizo Felipe: no confiar en sus propias explicaciones, sino invitarles a acercarse personalmente hasta Jesús: «Ven y verás» (v. 46). El cristiano, pues, debe poner a sus hermanos los hombres delante del Señor a través de los medios de la gracia que Él mismo ha dado y la Iglesia administra: frecuencia de Sacramentos y práctica de la piedad cristiana.
Natanael, hombre sincero (v. 47), acompaña a Felipe hasta Jesús. Se entabla el contacto personal con el Señor (v. 48). Y el resultado es la fe del nuevo discípulo, fruto de su buena acogida a la gracia, que le llega a través de la Humanidad de Cristo (v. 49).
Según podemos deducir de los Evangelios, Natanael es el primer Apóstol que hace una confesión explícita de fe en Jesús como Mesías y como Hijo de Dios. Más tarde San Pedro, de modo más solemne, reconocerá la divinidad del Señor (cfr Mt 16, 16). Aquí (v. 51) Jesús evoca un texto de Daniel (Dn 7, 13) para confirmar y dar profundidad a las palabras que ha pronunciado el nuevo discípulo.

Jn 2, 1 Caná de Galilea parece que debe identificarse con la actual Kef Kenna, situada a 7 kilómetros al Noroeste de Nazaret.
Entre los invitados se menciona en primer lugar a Santa María. No se cita a San José, cosa que no se puede atribuir a un olvido de San Juan: este silencio –y otros muchos del Evangelio- hace suponer que el Santo Patriarca había muerto ya.
Las fiestas de boda tenían larga duración en Oriente (Gn 29, 27; Jc 14, 10.12.17; Tb 10, 1). Durante ellas parientes y amigos iban acudiendo a felicitar a los esposos; en los banquetes podían participar hasta los transeúntes. Él vino era considerado elemento indispensable en las comidas y servía además para crear un ambiente festivo. Las mujeres intervenían en las tareas de la casa; la Santísima Virgen prestaría también su ayuda: por eso pudo darse cuenta de que iba a faltar vino.

Jn 2, 2. «Para demostrar la bondad de todos los estados de vida (...) Jesús se dignó nacer de las entrañas purísimas de la Virgen María; recién nacido recibió la alabanza que salió de los labios proféticos de la viuda Ana e, invitado en su juventud por los novios, honró las bodas con la presencia de su poder» (San Beda, Hom. 13, para el 2° Domingo después de la Epif.). Esta presencia de Cristo en las bodas de Caná es señal de que Jesús bendice el amor entre hombre y mujer, sellado con el matrimonio. Dios, en efecto, instituyó el matrimonio al principio de la creación (cfr Gn 1, 27-28), y Jesucristo lo confirmó y lo elevó a la dignidad de Sacramento (cfr Mt 19, 6).

Jn 2, 3. En el cuarto Evangelio la Madre de Jesús –éste es el título que le da San Juan– aparece solamente dos veces. Una en este episodio, la otra en el Calvario (Jn 19, 25). Con ello se viene a insinuar el cometido de María Virgen en la Redención. Entre los dos acontecimientos, Caná y el Calvario, hay varias analogías. Se sitúan uno al comienzo y el otro al final de la vida pública, como para indicar que toda la obra de Jesús está acompañada por la presencia de María Santísima. Su título de Madre adquiere resonancias especialísimas: María actúa como verdadera Madre de Jesús en esos dos momentos en los que el Señor manifiesta su divinidad. Al mismo tiempo, ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacía los hombres: en un caso intercede cuando todavía no ha llegado «la hora»; en el otro ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes, representados en el Calvario por el discípulo amado.
«En la vida pública de Jesús aparece significativamente su Madre ya desde el principio, cuando, en las bodas de Caná de Galilea, movida por la misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cfr Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cfr Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cfr Lc 2, 19.51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cfr Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la Cruz como Madre al discípulo con estas palabras: 'Mujer, he ahí a tu hijo' (cfr Jn 19, 26-27)» (Lumen gentium, 58).

Jn 2, 4. Para el significado de las palabras de este versículo véase lo dicho en el epígrafe dedicado a Santa María en la Introducción al Evangelio de San Juan (pp. 76 ss.). Por lo demás, el relato evangélico del diálogo entre Jesús y su Madre no nos revela todos los gestos, las inflexiones de la voz, etc., que dieron el tono exacto a las palabras. A nuestro oído, por ejemplo, la contestación de Jesús suena dura, como si dijera «éste es un asunto que no nos concierne». En realidad no es así.
«Mujer» es un título respetuoso, que venía a ser equivalente a «señora», una manera de hablar en tono solemne. Este nombre volvió a emplearlo Jesús en la Cruz, con gran afecto y veneración (Jn 19, 26).
La frase «¿qué nos va a ti y a mí?» corresponde a una manera proverbial de hablar en Oriente, que puede ser empleada con diversos matices. La respuesta de Jesús parece indicar que si bien, en principio, no pertenecía al plan divino que Jesús interviniera con poder para resolver las dificultades surgidas en aquellas bodas, la petición de Santa María le mueve a atender esa necesidad. También se puede pensar que en ese plan divino estaba previsto que Jesús hiciera el milagro por intercesión de su madre. En todo caso, ha sido Voluntad de Dios que la Revelación del Nuevo Testamento nos dejara esta enseñanza capital: la Virgen Santísima es tan poderosa en su intercesión que Dios atenderá todas las peticiones por mediación de María. Por eso la piedad cristiana, con precisión teológica, ha llamado a Nuestra Señora «omnipotencia suplicante».
«Todavía no ha llegado mi hora»: El término «hora» lo utiliza Jesucristo alguna vez para designar el momento de su venida gloriosa (cfr Jn 5, 28), aunque generalmente se refiere al tiempo de su Pasión, Muerte y Glorificación (cfr Jn 7, 30; Jn 12, 23; Jn 13, 1; Jn 17, 1).

Jn 2, 5. La Virgen María, como buena madre, conoce perfectamente el valor de la respuesta de su Hijo, que para nosotros podría resultar ambigua («qué nos va a ti y a mi»), y no duda que Jesús hará algo para resolver el apuro de aquella familia. Por eso indica de modo tan directo a los sirvientes que hagan lo que Jesús les diga. Podemos considerar las palabras de la Virgen como una invitación permanente para cada uno de nosotros; «en eso consiste toda la santidad cristiana: pues la perfecta santidad es obedecer a Cristo en todas las cosas». (Comentario sobre San Juan, in loc.).
Con esta misma actitud rezaba el Papa Juan Pablo II en el santuario mariano de Knock, al consagrar a la Virgen al pueblo irlandés: «En este momento solemne escuchamos con atención particular tus palabras: 'Haced lo que os diga mi Hijo'. Y deseamos responder a tus palabras con todo el corazón. Queremos hacer lo que nos dice tu Hijo y lo que nos manda; pues tiene palabras de vida eterna. Queremos cumplir y poner por obra todo lo que viene de Él, todo lo que está contenido en la Buena Nueva, como lo hicieron nuestros antepasados durante siglos. (...) Por ello hoy (...) confiamos y consagramos a Ti, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, nuestro corazón, conciencia y obras, a fin de que estén en consonancia con la fe que profesamos. Confiamos y consagramos a Ti a todos y cada uno de los que constituyen el pueblo irlandés y la comunidad del Pueblo de Dios que habita en estas tierras» (Homilía en el Santuario mariano de Knock, 30- IX-79).

Jn 2, 6. La metreta correspondía a unos 40 litros. La capacidad de cada uno de estos cántaros era, por tanto, de 80 a 120 litros; en total 480-720 litros de vino de la mejor calidad. San Juan subraya la abundancia del don concedido por el milagro, como hará también cuando la multiplicación de los panes (Jn 6, 12-13). Una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia, por eso en ella ve el Evangelista el cumplimiento de las antiguas profecías: «el mismo Yahwéh dará la felicidad y la tierra dará sus frutos», anunciaba el Salmo (Sal 85, 13); «las eras se llenarán de buen trigo, los lagares rebosarán de mosto y de aceite puro» (Jl 2, 24; cfr Am 9, 13-15). Esa abundancia de bienes materiales es un símbolo de los dones sobrenaturales que Cristo nos alcanza con la Redención: más adelante, San Juan destacará aquellas palabras del Señor: «Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10; cfr Rm 5, 20).

Jn 2, 7. «Hasta arriba»: El Evangelista vuelve a subrayar con este detalle la sobreabundancia de los bienes de la Redención y, al mismo tiempo, indica con cuánta exactitud obedecieron los sirvientes, como insinuando la importancia de la docilidad en el cumplimiento de la Voluntad de Dios, aun en los pequeños detalles.

Jn 2, 9-10. Jesús hace los milagros sin tacañería, con magnanimidad; por ejemplo, en la multiplicación de los panes y los peces (cfr Jn 6, 10-13), donde sacia a unos cinco mil hombres y todavía sobran doce canastos. En este milagro de Caná no convirtió el agua en cualquier vino, sino en uno de excelente calidad.
Los Santos Padres han visto en el vino de calidad, reservado para el final de las bodas, y en su abundancia una figura del coronamiento de la Historia de la Salvación: Dios había enviado a los patriarcas y profetas, pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su propio Hijo, cuya doctrina lleva a la perfección la Revelación antigua, y cuya gracia excede las esperanzas de los justos del A. Testamento. También han visto en este vino bueno del final el premio y el gozo de la vida eterna, que Dios concede a quienes, queriendo seguir a Cristo, han sufrido las amarguras y contrariedades de este vida (cfr Comentario sobre San Juan, in loc.).

Jn 2, 11. Antes del milagro los discípulos ya creían que Jesús era el Mesías; pero todavía tenían un concepto excesivamente terreno de su misión salvífica. San Juan atestigua aquí que este milagro fue el comienzo de una nueva dimensión de su fe, que hacía más profunda la que ya tenían. El milagro de Caná constituye un paso decisivo en la formación de la fe de los discípulos. «María aparece como Virgen orante en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene también un efecto de gracia: que Jesús, realizando el primero de sus 'signos', confirme a los discípulos en la fe en Él» (Marialis cultus).
«¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...).
»Para conocer bien la gran bondad de María recordemos lo que refiere el Evangelio (...).Faltaba el vino, con el consiguiente apuro de los esposos. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo a favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?». (Sermones Abreviados, Sermón 48: De la confianza en la Madre de Dios).

Jn 2, 12. Por lo que se refiere a los «hermanos» de Jesús, cfr nota a Mt 12, 46-47 y a Mc 6, 1-3.

Jn 2, 13. «Pascua de los judíos»; Era la fiesta religiosa más importante del pueblo del Antiguo Testamento, prefiguración de la Pascua cristiana (cfr nota a Mt 26, 2). La Pascua judía se celebraba el 14 del mes de Nisán y a continuación venía la semana festiva de los Ácimos (pan sin levadura).' Según la Ley de Moisés, en tales días todo israelita debía «presentarse ante el Señor» (Ex 34, 23; Dt 16, 16). Esto explica la piadosa costumbre de la peregrinación al Templo de Jerusalén para estas fiestas, la gran aglomeración de gente y la afluencia de vendedores, que abastecían las necesidades de los peregrinos, pero que daban lugar a serios abusos.
«Jesús subió a Jerusalén»; Con ello hace pública manifestación de su observancia de la Ley de Dios. Pero, según muestran los hechos que ocurren a continuación, se ve que Jesucristo acude al Templo como quien es: el Hijo Unigénito, que debe velar por el decoro y honor debidos a la Casa de su Padre. «Y desde entonces Jesús, el Ungido de Dios, comienza siempre por reformar los abusos y purificar del pecado; tanto cuando visita a su Iglesia, como cuando visita al alma cristiana» (Orígenes, Homilías sobre San Juan, 1).

Jn 2, 14-15. Todo israelita tenía que ofrecer como sacrificio en la fiesta de la Pascua un buey o una oveja, si era rico, o dos tórtolas o dos pichones, si era pobre (Lv 5, 7). Además, debía pagar cada año medio siclo, si había cumplido los 20 años. El medio siclo, que equivalía al jornal de un obrero, era una moneda especial, llamada también moneda del Templo (Ex 30, 13); las demás monedas en uso (denarios, dracmas, etc.) por llevar impresa la efigie de autoridades paganas, eran consideradas impuras. Con ocasión de la Pascua, cuando el concurso de gente era mayor, el atrio exterior del Templo o patio de los gentiles se llenaba de vendedores, cambistas, etc., con las consecuencias imaginables: ruido, vocerío, mugidos, estiércol... Ya los profetas habían fustigado tal abuso (cfr Za 14, 21) introducido con el permiso tácito de las autoridades del Templo que obtenían así buenos ingresos. Cfr notas a Mt 21, 12-13 y Mc 11, 15-18.

Jn 2, 16-17. «El celo de tu casa me consume»: Se trata de una cita del Salmo (Sal 69, 10). Jesús acaba de hacer una afirmación trascendental: «no hagáis de la casa de mi Padre un mercado». Llamando a Dios Padre suyo y actuando con gran fortaleza, se proclama ante todos el Mesías Hijo de Dios. El celo de Jesús por la gloria de su Padre no pasó inadvertido a los discípulos, que vieron en su conducta cumplidas las palabras del Salmo 68.

Jn 2, 18-22. El Templo de Jerusalén, que había sustituido al antiguo Santuario que los israelitas portaban en el desierto, era el lugar escogido por Dios durante el Antiguo Testamento para manifestar de una manera especial su presencia en medio del pueblo. Pero esa realidad antigua era sólo una figura o anticipo imperfecto de la realidad plena de la presencia de Dios entre los hombres, que es el Verbo de Dios hecho carne. Jesús, en el cual «habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9), es la plena presencia de Dios aquí en la tierra y, por lo tanto, el verdadero Templo de Dios. Jesús identifica el Templo de Jerusalén con su propio Cuerpo, y de este modo se refiere a una de las verdades más profundas sobre sí mismo: la Encarnación. Después de la Ascensión del Señor a los Cielos esa presencia real y especialísima de Dios en medio de los hombres se continúa en el sacramento de la Sagrada Eucaristía.
El comportamiento y las expresiones de Cristo cuando echaba a los vendedores del Templo manifiestan claramente que Él es el Mesías anunciado por los profetas. Por esto se acercan algunos judíos y le piden una señal de su poder (cfr Mt 16, 1; Mc 8, 11; Lc 11, 29). La respuesta de Jesús (v. 20), que quedó oscura hasta el momento de su Resurrección, la intentaron transformar las autoridades judías en una invectiva contra el Templo, digna de la pena de muerte (Mt 26, 61; Mc 14, 58; cfr Jr 26, 4 ss.); la utilizaron después con sarcasmo contra el Señor agonizante en la Cruz (Mt 27, 40; Mc 15, 29) y, más tarde, les bastó oírla repetir a San Esteban para acusarle frente al Sanedrín (Hch 6, 14).
En las palabras pronunciadas por Jesús no hay nada despectivo, como pretenderían después los falsos testigos. El milagro que les ofrece, al que llama «la señal de Jonás» (cfr Mt 16, 4), será su propia Resurrección al tercer día. Para indicar la grandiosidad del milagro de su Resurrección, Jesús recurre a una metáfora: es como si dijera: ¿Veis este Templo? Pues bien, imaginadlo destruido. ¿No sería un gran milagro reconstruirlo en tres días? Esto haré yo como señal. Porque vosotros destruiréis mi Cuerpo, que es el Templo verdadero, y yo lo volveré a levantar al tercer día.
La declaración de que Jesús es el Templo de Dios quedó encubierta para todos. Judíos y discípulos pensaron que el Señor hablaba de volver a edificar el Templo que Herodes el Grande había empezado a construir en el 19-20 a. C. Los discípulos entendieron después el verdadero sentido de la expresión.

Jn 2, 23-25. Los milagros de Jesús movieron a muchos judíos a reconocer que en Él había unos poderes divinos y extraordinarios. Pero esto no es aún la perfecta fe teologal. Jesús conocía la limitación de aquella fe. Además, la adhesión de los judíos se mostraba generalmente superficial, ávida de manifestaciones extraordinarias. Por eso Jesús desconfía de ellos (cfr Jn 6, 15.26). «Muchos ahora son iguales. Tienen el nombre de fieles, pero son volubles e inconstantes», comenta el Crisóstomo (Hom. sobre S. Juan, 23, 1).
El conocimiento que tiene Jesús del interior del hombre es una prueba más de su divinidad. Así, por ejemplo, Natanael y la Samaritana le reconocieron como el Mesías, rendidos ante la evidencia del poder sobrenatural que Jesucristo mostraba al conocer su intimidad (cfr Jn 1, 49; Jn 4, 29).

Jn 3, 1-21. Nicodemo era miembro del Sanedrín de Jerusalén (cfr Jn 7, 50). Debía ser también hombre culto, probablemente escriba o doctor de la Ley: Jesús, dirigiéndose a él, le llama maestro de Israel. Podríamos calificarle, por tanto, de intelectual: es un hombre que razona, que indaga, que busca la verdad como una de las tareas fundamentales de su vida. Lo hace, naturalmente, moviéndose dentro de los planteamientos propios de la mentalidad judaica de su tiempo. Para entender las cosas divinas, sin embargo, hace falta la humildad, no basta la razón. Cristo va, en primer lugar, a elevar a Nicodemo al plano de esa virtud; por ello Jesús no responde inmediatamente a sus preguntas, sino que le hace ver cuán lejos está aún de la verdadera sabiduría: «¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras?». Nicodemo debe reconocer que, no obstante sus estudios, es todavía ignorante en las cosas de Dios. Como comenta Santo Tomás de Aquino «el Señor no le reprende para injuriarle, sino porque confiaba aún en su ciencia; por eso quiso, haciéndole pasar por la humillación, convertirlo en morada del Espíritu Santo» (Comentario sobre S. Juan, in loc.). Por el desarrollo de la conversación es evidente que Nicodemo dio ese paso de humildad, y se colocó ante Jesús como un discípulo ante el Maestro. Entonces el Señor le descubre los misterios de la fe. Nicodemo sería desde ese momento mucho más sabio que todos sus colegas que no dieron ese paso.
La ciencia humana, por muy grande que sea. es minúscula ante las verdades –sencillamente enunciadas pero profundísimas– de los artículos de la fe (cfr Ef 3, 15-19; 1Co 2, 9). Las verdades divinas deben ser recibidas con la sencillez de un niño (sin la cual no podemos entrar en el Reino de los Cielos), para después ser meditadas durante toda la vida, y estudiadas con la admiración del que sabe que la realidad divina siempre supera nuestra pobre inteligencia.

Jn 3, 1-2. A lo largo del diálogo entrañable de aquella noche Nicodemo muestra gran delicadeza: se dirige a Jesús con respeto y le llama Rabbí, Maestro mío. Posiblemente había sido removido por los milagros y por la predicación de Cristo, y tenía necesidad de saber. Ante la enseñanza del Señor su manera de reflexionar y pensar es todavía poco sobrenatural, pero es humanamente noble. Su visita de noche, «por temor a los judíos» (Jn 19, 39), es muy comprensible dada su condición de miembro del Sanedrín; de todos modos, se arriesga y va.
Cuando los fariseos intentaron detener a Jesús (Jn 7, 32), fracasando en su propósito a causa de la admiración del pueblo, Nicodemo se opuso a aquella manera injusta de actuar que condenaba a un hombre antes de juzgarle, y se enfrentó con entereza a los demás (Jn 7, 50-53); tampoco tuvo miedo, en la hora más difícil, de honrar el Cuerpo muerto del Señor (Jn 19, 39).

Jn 3, 3-8. A la pregunta inicial de Nicodemo, que muestra todavía su duda acerca de Jesús (¿un profeta o el Mesías?), el Señor le contesta de manera insospechada: Nicodemo esperaba que le hablase de Él, de su misión, y, en cambio, Jesús le revela una verdad asombrosa: hay que nacer de nuevo. Se trata de un nacimiento espiritual por el agua y el Espíritu Santo: es un mundo nuevo el que se abre ante los ojos de Nicodemo.
Las palabras del Señor también constituyen un horizonte sin límites para el adelantamiento espiritual de cualquier alma cristiana, que se deja dócilmente conducir por la gracia divina y los dones del Espíritu Santo, infundidos en el Bautismo y corroborados por los Sacramentos; junto con la apertura del alma a Dios, el cristiano debe asimismo apartar las apetencias egoístas y las inclinaciones de la soberbia, para poder ir entendiendo lo que Dios le enseña en su interior. «Por eso se ha de desnudar el alma de su entender, gustar y sentir, para que echado todo lo que es disímil y disconforme a Dios, venga a recibir semejanza de Dios, y así se transforme en Dios. Dios no siempre comunica el ser sobrenatural, porque no todas las almas están en gracia, y las que están no en igual grado. De donde, a aquélla se comunica Dios más, que está más aventajada en amor. De manera que el alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitudes naturales, para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia.
»Esto quiso dar a entender San Juan cuando dijo (...): 'quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos' (Jn 3, 5)» (Subida al Monte Carmelo, lib. II, cap. 5).
Jesús subraya con fuerza la nueva condición del hombre: ya no se trata de nacer de la carne, del linaje de Abrahán (cfr Jn 1, 13), sino de renacer por obra del Espíritu Santo, por medio del agua. El Señor habla aquí por primera vez del Bautismo cristiano, confirmando la profecía de Juan Bautista (cfr Mt 3, 11; Jn 1, 33): ha venido a instituir un Bautismo en el Espíritu Santo.
«Nicodemo –dice San Agustín– no saboreaba todavía ni este espíritu ni esta vida (...). No conoce otro nacimiento que el de Adán y Eva, e ignora el que se origina de Cristo y de la Iglesia. Sólo entiende de la paternidad que engendra para la vida. Existen dos nacimientos: mas él, sólo de uno tiene noticia. Uno es de la tierra y otro es del Cielo; uno de la carne y otro del Espíritu; uno de la mortalidad, otro de la eternidad; uno de hombre y mujer, y otro de Cristo y de la Iglesia. Los dos son únicos. Ni uno ni otro se pueden repetir» (In loann. Evang., 11, 6).
El Señor habla de los efectos maravillosos que la fuerza del Espíritu Santo produce en el alma del bautizado. Así como cuando sopla el viento nos damos cuenta de su presencia, oímos su silbido pero no sabemos de dónde surgió ni dónde terminará, así sucede también con el Espíritu Santo, que es «soplo» (pneuma) divino, y que se nos da en el nuevo nacimiento del Bautismo: no se sabe por qué camino el Espíritu penetra en el corazón, pero da a conocer su presencia por el cambio en la conducta del que lo recibe.

Jn 3, 10-12. Ante la perplejidad de Nicodemo, Jesús ratifica el valor de sus palabras, y le explica que habla de las cosas del Cielo porque procede del Cielo, y para hacerse entender usa comparaciones e imágenes terrenas. Sin embargo, este lenguaje no es suficiente para aquellos que adoptan una postura de incredulidad.
Comenta el Crisóstomo: «Con razón Cristo no dijo: no entendéis, sino: no creéis. Porque si alguien no quiere admitir aquello que se puede percibir con la mente, a éste se le acusaría con razón de estupidez; pero si alguien no admite aquello que no se percibe con la mente sino con la fe, éste ya no peca por estupidez, sino por incredulidad» (Hom. sobre S. Juan, 27, 1).

Jn 3, 13. Afirmación solemne de la divinidad de Jesús. Nadie sube al Cielo y, por tanto, nadie puede conocer perfectamente los secretos de Dios, sino el mismo Dios que se encarnó y bajó del Cielo: Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo del Hombre profetizado en el Antiguo Testamento (cfr Dn 7, 13), al cual ha sido concedido señorío eterno sobre todos los pueblos, naciones y lenguas.
Al encarnarse el Verbo no deja de ser Dios. Y así, aunque está en la tierra en cuanto hombre, no por eso deja de estar en el Cielo en cuanto Dios. Sólo después de la Resurrección y Ascensión, Jesucristo está en el Cielo también en cuanto hombre.

Jn 3, 14-15. La serpiente de bronce, alzada por Moisés en un mástil, era el remedio indicado por Dios para curar a quienes eran mordidos por las serpientes venenosas del desierto (cfr Nm 21, 8-9). Jesucristo compara este hecho con su Crucifixión, para explicar así el valor de su exaltación en la Cruz, que es salvación para todos los que le miren con fe. En este sentido podemos decir que en el buen ladrón se cumple ya el poder salvífico de Cristo en la Cruz: ese hombre descubrió en el Crucificado al Rey de Israel, al Mesías, que de inmediato le promete estar en el Paraíso aquel mismo día (cfr Lc 23, 39-43).
El Hijo de Dios ha tomado nuestra naturaleza humana para dar a conocer los misterios ocultos de la vida divina (cfr Mc 4, 11; Jn 1, 18; Jn 3, 1-13; Ef 3, 9) y para librar del pecado y de la muerte a quienes le miren con fe y amor (cfr Jn 19, 37; Ga 3, 1) y acepten la cruz de cada día.
La fe de la cual nos habla el Señor no se reduce simplemente a la aceptación intelectual de las verdades que Él nos ha enseñado, sino que lleva consigo reconocerle como Hijo de Dios (cfr 1Jn 5, 1), participar de su misma Vida (cfr Jn 1, 12), y entregarnos por amor, haciéndonos así semejantes a Él (cfr Jn 10, 27; 1Jn 3, 2). Pero esta fe constituye un don de Dios (cfr Jn 3, 3.5-8), a quien debemos pedir que la fortalezca y acreciente, como hicieron los Apóstoles: «Señor, auméntanos la fe» (Lc 17, 5). Siendo la fe un don divino, sobrenatural y gratuito, es, al mismo tiempo, una virtud, un hábito bueno, susceptible de ser ejercitado personalmente y, por tanto, robustecido a través de ese ejercicio. De ahí que el cristiano, que ya posee el don divino de la fe, ayudado por la gracia deba hacer actos explícitos de fe para que esta virtud crezca en él.

Jn 3, 16-21. Con estas palabras cargadas de sentido se sintetiza cómo la Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres (cfr supra Introducción al Evangelio según San Juan, apartado sobre la caridad). «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito por su salvación. Toda nuestra religión es una revelación de la bondad, de la misericordia, del amor de Dios por nosotros. 'Dios es amor' (cfr 1Jn 4, 16), es decir, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y todo lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. 'Él me ha amado' escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado, y se ha sacrificado por mí (Ga 2, 20)» (Pablo VI, Homilía en la Fiesta de Corpus Christi, 13 de junio de 1974).
La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: «Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3, 16), si nos espera –¡cada día!– como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15, 11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia» (Amigos de Dios, 251).
«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es –si se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad (...). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe 'apropiarse' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha 'merecido tener tan grande Redentor' (Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia Pascual), si 'Dios ha dado a su Hijo', a fin de que él, el hombre, 'no perezca sino que tenga vida eterna'!
»{...). La Iglesia, que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta razón la Revelación se ha cumplido en el misterio pascual, que a través de la cruz y la muerte conduce a la resurrección» (Redemptor hominis, 10).
Jesucristo exige como primer requisito para participar de su amor la fe en Él. Con ella pasamos de las tinieblas a la luz y entramos en camino de salvación. «Quien no cree ya está juzgado» (vers. 18). «Las palabras de Cristo son a un tiempo palabras de juicio y de gracia, de muerte y de vida. Porque solamente dando muerte a lo que es viejo podemos alcanzar la nueva vida; esto vale primeramente para las personas, pero también tiene vigencia para los diferentes bienes de este mundo, que están marcados al mismo tiempo con el pecado del hombre y la bendición de Dios (...). Nadie de por sí y por sus propias fuerzas se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud, todos tienen necesidad de Cristo modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador. Verdaderamente, el Evangelio ha sido en la historia humana, incluso la temporal, fermento de libertad y de progreso, y continúa ofreciéndose sin cesar como fermento de fraternidad, de unidad y de paz» (Ad gentes, 8).

Jn 3, 22-24. El Evangelista, poco más adelante (Jn 4, 2), aclara que no era Jesús mismo quien bautizaba, sino sus discípulos. Probablemente el Señor quiso que desde el primer momento se ejercitaran en la tarea de exhortar a la conversión. Aquel rito no era todavía el Bautismo cristiano –pues éste sólo comienza después de la Resurrección de Cristo (cfr Jn 7, 39; Jn 16, 7; Mt 28, 19)-, sino que «ambos bautismos, el de San Juan Bautista y éste de los discípulos del Señor (...) tenían por finalidad acercar a esos bautizados a Cristo (...) y preparar el camino para la fe futura» (Hom. sobre S. Juan, Z9, l).
El Evangelio indica el lugar y el momento concreto en que ocurrió este episodio. Ainón en arameo significa «fuentes». Salin estaba situada al Noroeste de Samaría, al Sur de la ciudad de Scitópolis o Betshan, cerca de la margen occidental del Jordán, a unos veinte kilómetros al Sur del lago de Genesaret.
Señala el Evangelio que «todavía Juan no había sido encarcelado» (v. 24), completando así los datos de los sinópticos (Mt 4, 12; Mc 1, 14). Sabemos, por tanto, que el ministerio público de Jesús empezó cuando todavía continuaba el de Juan Bautista, y sobre todo, que entre ellos no había ninguna competencia; al contrario, el Bautista, que preparaba la venida del Señor, tuvo el gozo de contemplar personalmente cómo sus propios discípulos se iban tras de Jesús (cfr Jn 1, 37).

Jn 3, 27-28. Juan Bautista habla aquí de modo simbólico, como a veces habían hecho los profetas y también hará Nuestro Señor. El Esposo es Jesucristo. Por otros pasajes del Nuevo Testamento sabemos que la Iglesia es designada con el título de Esposa (cfr Ef 5, 24-32; Ap 19, 7-9). Este símbolo de los esponsales expresa la unión por la que Cristo incorpora a Sí a la Iglesia, y la comunión de vida por la cual la Iglesia es santificada y participa de la misma vida divina. El Bautista se alegra porque ve que ya está comenzando la actuación del Mesías, y reconoce la infinita distancia que hay entre su condición y la de Cristo. Por eso su gozo es completo cuando Jesucristo va convocando a los hombres y éstos se van tras Él.
El «amigo del esposo» se refiere al que, según la costumbre de los esponsales judíos, solía acompañar al novio en los primeros momentos de su matrimonio y participaba de forma especial en los festejos y alegría de las nupcias. No obstante, como aclara el Bautista, había una gran diferencia entre él y el esposo, verdadero protagonista del gozoso acontecimiento.

Jn 3, 30. El Bautista entendió su misión de Precursor, que debía desaparecer ante la llegada del Mesías, y la cumplió fielmente y con humildad. Del mismo modo, el cristiano ha de evitar en toda tarea apostólica el protagonismo personal, y dejar que sea a Cristo a quien busquen los hombres; ha de vaciarse cada vez más de sí mismo para que Cristo llene toda su vida. «Es necesario que Cristo crezca en ti, para que progreses en su conocimiento y amor: porque cuanto más lo conoces y lo amas, tanto más crece Cristo en ti (...). Por ello es necesario que los hombres que progresan de este modo disminuyan su propia estimación, porque cuanto más penetra alguien en la grandeza divina tanto más considera pequeña la condición humana» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 3, 31-36 Este párrafo nos revela la divinidad de Cristo, su relación con el Padre y con el Espíritu Santo, y la participación en la vida eterna y divina de los que creen en Jesucristo. Fuera de la fe no hay vida ni margen para la esperanza.

Jn 4, 1-3. Comienza ya a aparecer la hostilidad de los fariseos contra Jesús. El Señor, como no había llegado aún el tiempo de su Pasión, se retira al Norte de Palestina, a Galilea, donde la influencia de los fariseos era menor. Con ello Jesucristo evita que le maten antes del tiempo señalado por Dios Padre.
La Providencia divina no exime al creyente de que ejercite la inteligencia y la voluntad, a imitación de Cristo, para descubrir con prudencia lo que Dios quiere de él. «Esta sabiduría de corazón, esta prudencia no se convertirá nunca en la prudencia de la carne a la que se refiere San Pablo (cfr Rm 8, 6): la de aquellos que tienen inteligencia, pero procuran no utilizarla para descubrir y amar al Señor. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación (...). Sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes. Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultar razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios» (Amigos de Dios, 87).

Jn 4, 4 5. Había dos caminos usuales para ir de Judea a Galilea. El más corto pasaba por la ciudad de Samaría. El otro, junto al Jordán, era más largo. Jesús recorre el de Samaría, tal vez no sólo por ser el más corto y frecuentado, sino también para tener ocasión de predicar a los samaritanos. Al aproximarse a Samaría, cerca de Sicar, la actuar Askar, al pie del monte Ebal, tiene lugar el encuentro de Jesús con la samaritana.

Jn 4, 6. Los Evangelios, y en especial el de San Juan, narran a veces detalles que pueden parecer irrelevantes, pero no lo son. Jesús, como nosotros, se fatiga realmente, necesita reponer fuerzas, siente hambre y sed; pero aun en medio del cansancio no desprecia ocasión para hacer el bien a las almas.
«Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena; Jesucristo, perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Atanasiano) está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino para buscar algo de comer. Y tiene sed (...).
»Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas- Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha –una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado– para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos» (Amigos de Dios, 176 y 201).

Jn 4, 7. Jesús ha venido a salvar lo que estaba perdido. No
ahorrará ningún esfuerzo para conseguirlo. Proverbiales eran los odios entre judíos y samaritanos; pero Jesucristo no excluye a nadie, sino que su amor se extiende a todas las almas, y por todas y cada una va a derramar su sangre. Inicia el diálogo con esta mujer mediante una petición, que indica la gran delicadeza de Dios con los hombres: Dios Omnipotente pide un favor a la pobre criatura humana. «Dame de beber»: Jesús pide de beber no sólo por la sed física sino porque tenía sed de la salvación de los hombres, por amor a ellos. Estando enclavado en la Cruz volvió a decir: «Tengo sed» (Jn 19, 28).

Jn 4, 9. La respuesta de la samaritana hace posible el diálogo y muestra la acogida que en su alma va teniendo la acción de la gracia: la misma aceptación de hablar con Cristo, que era judío, no deja de ser el primer paso en la transformación que empieza a operarse. Después (v. 11), al no tomar por banales las palabras de Jesús, da otro paso en su apertura a la intervención divina. Afloran sus sentimientos religiosos, que ahora se reavivan («nuestro padre Jacob» v. 12). Apremiada por Jesús responde con verdad: «No tengo marido» (v. 17); y descubierta la intimidad de su conciencia por el Señor, hace un acto de fe: «Veo que tú eres un profeta» (v. 19).

Jn 4, 10. Como en el diálogo con Nicodemo, Jesús toma ocasión de expresiones usuales, dichas en sentido material e inmediato, para presentar la doctrina sobre realidades más profundas. La experiencia constata la absoluta necesidad del agua para la vida humana; de modo semejante, la gracia de Jesucristo es absolutamente necesaria para la vida sobrenatural. El agua que verdaderamente puede saciar la sed del hombre no es la de aquel pozo ni ninguna otra, es la gracia de Cristo, el agua viva que colma la vida espiritual.
Una vez más, valiéndose de las preocupaciones y tareas humanas, Jesús suscita el afán por las realidades y necesidades sobrenaturales: como llevó a San Pedro y a otros apóstoles de sus faenas de pesca a los trabajos apostólicos de pescadores de hombres, conduce a la samaritana de su tarea de ir a buscar agua hasta el deseo de encontrar esa agua superior, que «salta hasta la vida eterna» (v. 14).

Jn 4, 13-14. La respuesta del Señor es sorprendente y de gran interés para aquella mujer. Tiene delante a alguien mayor que Jacob; le ofrece un agua capaz de saciar la sed de una vez para siempre. Cristo se está refiriendo a la transformación que realiza en cada hombre la participación de la vida divina, la gracia santificante, la presencia del Espíritu Santo, el don más excelente que habrían de recibir cuantos creyesen en Él.
Son muchas las ansiedades que bullen en nuestro interior, intensos los deseos de felicidad y paz; quien recibe al Señor y se une a Él como los sarmientos a la vid (cfr Jn 15, 4-5), no sólo sacia su sed, sino que además se transforma en fuente de agua viva (cfr Jn 7, 37-39).

Jn 4, 16-19. Aunque la mujer no podía aún captar el sentido profundo de aquellas palabras, Jesús aprovecha el interés creciente de la samaritana para irle manifestando su condición divina: conoce su vida, los secretos de su corazón, lee en su conciencia. Le presta así el motivo inmediato para su confesión inicial de fe: «Veo que tú eres un profeta». Aquí está ya el comienzo de su conversión.

Jn 4, 20. El origen del pueblo samaritano se remonta a la época de la conquista de Samaria por parte de Asiria, siglo VIII a. C., (cfr 2R 13, 24-31). Estaba formado por extranjeros que muy pronto llegaron a fusionarse con los israelitas de la región. Al final del exilio de Babilonia intentaron asociarse a los judíos por razones de carácter político, y contribuir a la restauración del Templo de Jerusalén, pero no fueron aceptados. Desde entonces la hostilidad entre judíos y samaritanos fue permanente (cfr Esd 4, 1 ss.; Jn 4, 9).
En esta ocasión, la samaritana, convencida de estar ante quien tiene autoridad, propone al Señor una de las cuestiones más vitales que afectaban a la vida religiosa de ambos pueblos: la legitimidad del lugar donde debía darse culto a Dios; los judíos sostenían que sólo el Templo de Jerusalén debía considerarse legitimo; por el contrario, los samaritanos reclamaban esta legitimidad también para el santuario levantado en el monte Garizín, apoyándose en la interpretación de algunos pasajes del Pentateuco (cfr Gn 12, 7; Gn 33, 20; Gn 22, 2).

Jn 4, 21-24. Jesús no se limita a responder a la pregunta, sino que aprovecha la ocasión para confirmar el valor de las enseñanzas impartidas por los profetas y reafirmar así la verdad revelada: los samaritanos ignoran gran parte de los designios divinos porque prescinden de toda revelación que no se halle en los cinco primeros libros de las Sagradas Escrituras, en la Ley de Moisés; los judíos, en cambio, están más cerca de la verdad al aceptar todo el Antiguo Testamento. Pero unos y otros deben abrirse a la nueva Revelación de Jesucristo. Con la llegada del Mesías, a quien ambos pueblos esperaban, y que es la verdadera morada de Dios en medio de los hombres (cfr Jn 2, 19), se inicia la Nueva Alianza, que es definitiva, y en la que Garizín o Jerusalén quedan superados; lo que agrada al Padre es que todos acepten al Mesías, su Hijo, el nuevo Templo de Dios, con un culto que brota del corazón del hombre (cfr Jn 12, 1; 2Tm 2, 22) y que suscita el mismo Espíritu de Dios (cfr Rm 8, 15).
Por esta razón, la Iglesia enseña de modo solemne que mediante el Bautismo nos hacemos verdaderos adoradores de Dios: «Por el Bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos 'por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!' (Rm 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre» (Sacrosanctum concilium, 6).

Jn 4, 25-26. La samaritana ha llegado a la última etapa de su conversión: del reconocimiento de sus pecados ha pasado a aceptar la doctrina verdadera: adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero aún le falta reconocer a Jesús como el Mesías; ella confiesa con sencillez su ignorancia en este punto. Ante esta favorable disposición, Jesús se revela con claridad como el Mesías: «Yo soy, el que habla contigo».
Las palabras del Señor son particularmente significativas: declara que es el Mesías, y lo hace diciendo «Yo soy», expresión que evoca la que Yahwéh había empleado para revelarse a Moisés (cfr Ex 3, 14), y que en boca de Jesús apunta a una revelación no sólo de su mesianidad sino también de su divinidad (cfr Jn 8, 24.27; Jn 18, 6).

Jn 4, 27. «Jesucristo, Señor Nuestro, a lo largo de su vida terrena, ha sido cubierto de improperios, le han maltratado de todas las maneras posibles. ¿Os acordáis? Propalan que se comporta como un revoltoso y afirman que está endemoniado (cfr Mt 11, 18). En otra ocasión interpretan mal las manifestaciones de su Amor infinito, y le tachan de amigo de pecadores (cfr Mt 9, 11).
»Más tarde, a Él, que es la penitencia y la templanza, le echan en cara que frecuenta la mesa de los ricos (cfr Lc 19, 7). También le llaman despectivamente fabri filius (Mt 13, 55), hijo del trabajador, del carpintero, como si fuera una injuria. Permite que le apostrofen como bebedor y comilón... Deja que le acusen de todo, menos de que no es casto. Les ha tapado la boca en eso, porque quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras: un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar todo el mundo para purificarlo.
»A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor. Él puso de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos en lo que relata San Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Jn 4, 6), cansado del camino, se sentó sobre el brocal del pozo (...).
»Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed.
»Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad, mientras volvían los Apóstoles de la ciudad, y mirabantur quia cum muliere loquebatur (Jn 4, 27), se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!» (Amigos de Dios, 176).

Jn 4, 28-30. La transformación que la gracia opera en esa mujer es maravillosa. El pensamiento de la samaritana se centra ahora solamente en Jesús y, olvidándose del motivo que le había llevado al pozo, deja su cántaro y se dirige al pueblo, deseando comunicar su descubrimiento. «Los Apóstoles, cuando fueron llamados, dejaron las redes, ésta deja su cántaro y anuncia el Evangelio, y no llama solamente a uno, sino que remueve toda la ciudad» (Hom. sobre S. Juan, 33). Toda conversión auténtica se proyecta necesariamente hacia los demás, en un deseo de hacerles partícipes de la alegría de haberse encontrado con Jesús.

Jn 4, 32-38. El Señor aprovecha la ocasión para hablar de un alimento espiritual: cumplir la voluntad de Dios. Acaba de realizar la conversión de una mujer pecadora, y esto sacia las ansias de su espíritu. La conversión de las almas ha de servir de alimento a los Apóstoles y también a todos los que por la ordenación sacerdotal son asociados sacramentalmente al ministerio de Cristo (cfr 1Co 4, 9-15; 2Co 4, 7-12; 2Co 11, 27-29). La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos inminentes, y otras recolección de lo que otros sembraron. Los Apóstoles recogerán lo que Patriarcas y Profetas y sobre todo Cristo sembraron con generosidad. Y, a su vez, tendrán que preparar el terreno, con la misma entrega, para que otros puedan cosechar.
Pero no sólo los ministros, sino todos los fieles están llamados a tomar parte en la tarea apostólica: «Los cristianos tienen diferentes dones. Por ello deben colaborar en el Evangelio cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de que, 'buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente' dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia» (Ad gentes, 28).

Jn 4, 39-42. El episodio presenta todo un proceso de evangelización que se inicia con el entusiasmo de la samaritana. «Lo mismo sucede hoy a los que están fuera y no son cristianos: comienzan sus amigos cristianos por darles noticias de Cristo, como hizo aquella mujer, lo mismo que hace la Iglesia; luego vienen a Cristo, esto es, creen en Cristo por esta noticia y, finalmente, Jesús se queda con ellos dos días, y con esto creen mucho más y con más firmeza que Él es en verdad el Salvador del mundo» (In Ioann. Evang., 15, 33).

Jn 4, 46. San Juan habla de un funcionario real, probablemente
al servicio de Herodes Antipas que, aunque fuera solamente tetrarca o gobernador de Galilea (cfr Lc 3, 1), podía recibir también el título de rey (cfr Mc 6, 14). Se trata por tanto de una persona de alto rango (v. 51), que residía en Cafarnaún, ciudad aduanera. Por esto supone San Jerónimo que debía ser un palatinus, un cortesano de palacio, como sugiere el término griego correspondiente.

Jn 4, 48. Jesús parece dirigirse no tanto al funcionario real como a la gente de Galilea que acudía a Él sólo para pedir milagros y ver prodigios. En otra ocasión el Señor reprochará a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún su incredulidad (Mt 11, 21- 23), porque los milagros que hizo allí hubieran movido a penitencia a las ciudades fenicias de Tiro y Sidón, e incluso a la misma Sodoma. Los galileos en general estaban más dispuestos a ver manifestaciones extraordinarias que a escuchar su palabra. Más adelante, después del milagro de la multiplicación de los panes, buscarán al Señor para hacerle rey, pero no todos prestarán fe al anuncio de la Eucaristía (Jn 6, 15.53.62). Jesús pide una fe recia y pura, que, aunque se apoye en milagros, no los exige. Sin embargo, Dios sigue en todos los tiempos haciendo milagros, que sirven para reafirmar la fe.
«No soy 'milagrero'. –Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe.– Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, '¡apostólicos!'– que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. –Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!» (Camino, 583).

Jn 4, 49-50. A pesar de la actitud aparentemente fría de Jesús, el «noble» insiste manifestando su sufrimiento interior: «Señor, baja antes de que se muera mi hijo». Aunque imperfecta, su fe había sido suficiente para recorrer los 33 kilómetros que separan Cafarnaún de Caná; y, no obstante su elevada posición, se había acercado al Señor pidiendo ayuda. A Jesús le agrada la perseverancia y la humildad de este hombre. La petición hecha con fe alcanza su objetivo:
«'Si habueritis fidem, sicut granum sinapis!'.–¡Sí tuvierais fe tan grande como un granito de mostaza!...
–¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!» (Camino, 585).
Los Santos Padres comparan este milagro al del siervo del Centurión (Mt 8, 5-13; Lc 7, 1-10), resaltando la fe sorprendente que desde el primer momento manifiesta el oficial romano, en contraste con la imperfecta fe inicial del personaje de Cafarnaún. San Juan Crisóstomo comenta: «Allí (en el caso del Centurión romano), la fe era ya robusta, por eso Jesús prometió ir para que nosotros aprendamos la devoción de aquel hombre; aquí la fe era todavía imperfecta, y no sabía con claridad que Jesús podía curar estando lejos: así que el Señor, negándose a bajar, quiso con esto enseñar a tener fe» (Hom. sobre S. Juan, 35).

Jn 4, 53. El milagro de la curación es fuerza convincente que atrae a la fe a aquel hombre y con él a toda su familia. Todo buen padre de familia debe aprovechar los episodios domésticos para procurar que los suyos vengan a la fe. Así dice San Pablo: «Si alguno no cuida de los suyos y principalmente de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel» (1Tm 5, 8). Cfr Hch 16, 14, donde se narra que Lidia se cuidó de que con ella se bautizara toda su familia; en Hch 18, 8 se refiere la misma actitud de archisinagogo Crispo, y en Hch 16, 33 la del guardián de la cárcel.

Jn 5, 1. No es posible determinar con certeza de qué fiesta se trata; probablemente se refiere a la Pascua, conocida incluso en el mundo grecorromano como la fiesta nacional del pueblo judío. Pero también podría referirse a otras fiestas, como la de Pentecostés. (Sobre esta cuestión véase CRONOLOGIA DE LA VIDA DEL SEÑOR, apartado 3, Duración del ministerio público).

Jn 5, 2. A esta piscina se le llama también «probática» por estar situada, en las afueras de Jerusalén, junto a la puerta Probática o de las Ovejas (cfr Ne 3, 1-32; Ne 12, 39), por la que entraba el ganado que se destinaba a los sacrificios del Templo. A finales del siglo XIX se encontraron vestigios de la piscina: excavada en roca, era de forma rectangular y estaba rodeada de cuatro galerías o porches, y un quinto porche dividía el estanque en dos mitades casi cuadradas.

Jn 5, 3-4. Los Santos Padres enseñan que esa piscina prefigura el Bautismo cristiano. Pero señalan que mientras que en la piscina de Betzata se curaban las enfermedades del cuerpo, en el Bautismo se curan las del alma; allí era de vez en cuando y para un solo enfermo; en el Bautismo es siempre y para todos; en ambos casos se manifiesta el poder de Dios por medio del agua (cfr Hom. sobre San Juan, 36, 1).
La edición Sixto-Clementina de la Vulgata recoge, como segunda parte del vers. 3 y constituyendo todo el vers. 4, el siguiente pasaje: 3b «exspectantium aquae motum 4 Angelus autem Domini descendebat secundum tempus in piscinam et movebatur aqua. Et qui prior descendisset in piscinam post motionem aquae sanus fiebat a quacumque detinebatur infirmitate» (3b «que aguardaban el movimiento del agua. 4 Pues un ángel del Señor descendía de vez en cuando a la piscina y movía el agua. El primero que se metiera en la piscina después del movimiento del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese»). La Neovulgata, en cambio, omite en su texto todo este pasaje, consignándolo sólo en nota a pie de página. Tal omisión se funda en que no viene en importantes códices y papiros griegos, ni en muchas versiones antiguas.

Jn 5, 14. Posiblemente el paralitico había acudido al Templo para dar gracias a Dios por su curación. Jesús le sale al encuentro y le recuerda que más importante que la salud del cuerpo es la salud del alma.
El Señor acude al santo temor de Dios como aliciente en la lucha contra el pecado: «no peques más para que no te ocurra algo peor». Este buen temor que nace del respeto a nuestro Padre Dios se compagina perfectamente con el amor. Lo mismo que los hijos aman y respetan a los padres, y procuran evitarles disgustos también por temor al castigo, de modo semejante nosotros hemos de luchar contra el pecado en primer lugar porque es una ofensa a Dios, pero también porque podemos ser castigados en esta vida y, sobre todo, en la otra.

Jn 5, 16-18. La Ley de Moisés señalaba el sábado como el día de descanso semanal. De esta forma los judíos pensaban imitar la manera de obrar de Dios en la Creación. Observa Santo Tomás de Aquino que Jesús rechaza la estrecha interpretación que daban los judíos: «Estos, queriendo imitar a Dios, no hacían nada en sábado, como si Dios en este día hubiera dejado de actuar en absoluto. Es verdad que en sábado descansó de la creación de nuevas criaturas, pero siempre y de forma continua actúa, conservándolas en el ser... Dios es causa de todas las cosas en el sentido de que también las hace subsistir; porque si en un momento dado se interrumpiera su poder, al instante dejarían de existir todas las cosas que la naturaleza contiene» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).
«Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo»: Ya hemos dicho que Dios no deja de actuar después de la Creación. Como el Hijo actúa junto con el Padre, que con el Espíritu Santo son un solo Dios, por esta razón Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, puede decir que no deja de trabajar. Estas palabras de Jesús hacen referencia implícita a su naturaleza divina, y así lo entendieron los judíos, quienes, considerándolas una blasfemia, quisieron darle muerte. «Todos –comenta San Agustín– llamamos a Dios 'Padre Nuestro que estás en los Cielos' (Is 63, 16; Is 64, 8). No se enfurecían, por tanto, porque dijese que Dios era su Padre, sino porque le llamaba Padre de manera muy distinta de como le llaman los hombres. Mirad cómo los judíos ven; los arríanos en cambio no quieren ver. Estos dicen que el Hijo no es igual al Padre, y de aquí surge una herejía que aflige a la Iglesia. Ved cómo hasta los mismos ciegos y los mismos que mataron a Cristo entendieron el sentido de las palabras del Señor» (In loann. Evang., 17, 16). Nosotros llamamos a Dios Padre nuestro porque somos hijos adoptivos por la gracia; Jesucristo llama a Dios Padre suyo porque es el Hijo por naturaleza. Por eso dice después de resucitar: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20, 17), distinguiendo así con claridad esas dos maneras distintas de ser hijos de Dios.

Jn 5, 19. Jesús habla de la igualdad y al mismo tiempo de la distinción entre el Padre y el Hijo. Los dos son iguales: todo el poder del Hijo es el poder del Padre, las obras del Hijo son las obras del Padre. Al mismo tiempo son dos Personas distintas: por eso el Hijo hace lo que ha visto hacer al Padre.
No hay que entender estas palabras del Señor en el sentido de que el Hijo vea lo que el Padre hace y que después repita lo que ha visto, como un discípulo que imita al maestro; sino que con esta frase se indica la comunicación de poderes del Padre al Hijo por generación. Se emplea el verbo «ver» porque el hombre conoce a través de los sentidos, especialmente de la vista; decir que el Hijo ve lo que hace el Padre es un modo de hablar de los poderes que desde toda la eternidad recibe de Él (cfr Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 5, 20-21. Cuando se dice que el Padre muestra al Hijo «todo lo que Él hace» se indica que Cristo puede hacer lo mismo que el Padre. Así, cuando Jesucristo realiza obras que son propias de Dios, está testificando con ellas su Divinidad (cfr Jn 5, 36).
«Obras mayores»: Pueden referirse a los milagros que Jesús realizará en su vida y al poder de juzgar. Pero el milagro por excelencia de Jesús es su propia Resurrección, causa y primicia de la nuestra (cfr 1Co 15, 20 ss.) y de la adquisición para nosotros de la vida sobrenatural. El poder vivificador de Cristo es total, lo mismo que el del Padre. Esta enseñanza se desarrolla a lo largo de los versículos siguientes hasta el 29.

Jn 5, 22-30. El poder de juzgar también ha sido dado por el Padre al Verbo Encarnado. El juicio será condenatorio para quien no crea en Cristo y en su palabra (cfr Jn 3, 18). Es necesario reconocer el señorío de Jesucristo, sabiendo que sólo al aceptar al Hijo hecho hombre honramos al Padre; el que no honra a Jesús, tampoco honra al Padre (v. 23). Por esta aceptación de Cristo, de su palabra, poseemos la vida eterna y somos librados de la condenación. Él, asumida ya de modo inseparable su Humanidad, es constituido juez, y su juicio es justo porque busca cumplir la Voluntad del Padre que le envió, y no hace nada por cuenta propia; es decir, su voluntad humana está perfectamente identificada con su voluntad divina: por eso puede afirmar Jesús que no hace su voluntad sino la Voluntad del que le envió.

Jn 5, 22. Dios, por ser el Creador del mundo, es el Juez supremo de todas las criaturas. Sólo Él puede saber con toda profundidad si estas criaturas cumplen con el fin que Él les ha marcado. Jesucristo, Verbo Encarnado, recibe los poderes divinos (cfr Mt 11, 27; Mt 28, 18; Dn 7, 14), entre ellos el de juzgar a los hombres. Ahora bien, la Voluntad de Dios es que éstos se salven: Cristo no vino para un juicio de condenación, sino de salvación (cfr Jn 12, 47). Únicamente el que no acepte esta misión divina del Hijo se coloca a si mismo fuera del ámbito de la salvación. Como enseña el Magisterio: «Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesucristo lo proclama ante los judíos que le echan en cara el haber violado el descanso del sábado al curar al paralítico (...). Esta potestad supone el derecho a imponer premios y castigos a los hombres, aun en esta vida» (Quas primas, DS, 3677). Jesucristo, por tanto, es Juez de vivos y muertos, y retribuirá a cada uno según sus obras (cfr 1P 1, 17).
«Cierto que de todas nuestras culpas hemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro Juez? El Padre (...) todo juicio lo ha dado al Hijo. Consolémonos, pues, ya que el Eterno Padre ha puesto nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor. San Pablo nos anima con estas palabras: ¿Quién será el que condene? Cristo, Jesús, el que murió (...) es quien (...) intercede por nosotros (Rm 8, 34). ¿Quién es el juez que nos ha de condenar? El mismo Salvador que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo y, en consecuencia, murió y, no contento con ello, ahora en el Cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 3).

Jn 5, 24. Escuchar la palabra de Cristo y creer en el que le ha enviado, es decir en el Padre, son dos expresiones íntimamente relacionadas. Lo que dice Jesucristo es revelación divina; por eso, aceptar las palabras de Jesús equivale a creer en Dios Padre: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquel que me ha enviado (...). Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha dado un mandato de lo que he de decir y hablar» (Jn 12, 44.49).
El que tiene fe está en camino de vida eterna, porque participa, ya en esta vida terrena, de la vida divina que es eterna; pero no la ha conseguido definitivamente –porque puede perderla–, ni en plenitud: «Queridos, ahora somos hijos de Dios pero aún no se ha manifestado lo que seremos (...), cuando se manifieste seremos semejantes a Él» (1Jn 3, 2). Para el que se mantiene firme en la fe, y vive conforme a sus exigencias, el juicio divino no será condenatorio sino salvador.
Vale la pena, por tanto, esforzarse, apoyados en la gracia, por llevar una existencia coherente con la fe: «Sí se procura con tanto empeño, con tanto trabajo y con tanto esfuerzo vivir aquí un poco más, ¿cuánto debe hacerse por vivir eternamente?» (De Ver. Dom. Serm., 64).

Jn 5, 25-30. Con estos vv. se cierra la primera parte del discurso del Señor, que abarca de 5, 19 a 5, 47, y cuyo núcleo esencial es la revelación acerca de su relación con el Padre. Para entender las afirmaciones que aquí hace el Señor hay que tener presente que Él, por ser una única Persona (divina), un sólo sujeto de operaciones, un único Yo, expresa en palabras humanas no sólo los sentimientos que tiene como hombre, sino también la realidad más profunda de su ser: es el Hijo de Dios, tanto en su eterna generación por el Padre, como en su generación en el tiempo al asumir la naturaleza humana. De aquí que Jesucristo tenga una conciencia tan viva y profunda –inimaginable para nosotros– de su Filiación, que le lleva a tratar al Padre con una intimidad singularísima, con amor y, a la vez, con respeto; es consciente al mismo tiempo de su igualdad con el Padre; por eso, cuando habla de que el Padre le ha dado la vida (v. 26), o le ha dado el poder (v. 27), no es que ha recibido una parte, sino la totalidad de la misma vida –«en sí mismo»– o del mismo poder, sin que el Padre los pierda.
«Ves cómo muestra la igualdad y cómo la única diferencia consiste en que uno es el Padre y otro el Hijo. Porque la expresión 'ha dado' introduce esta sola diferencia y demuestra que todo lo demás es igual. De ahí se sigue que Él (Cristo) hace todas las cosas con la misma potestad y con el mismo poder que el Padre y que no toma su fuerza sino de Él. Porque tiene la misma vida que el Padre» (Hom. sobre S. Juan, 39, 3).
Nos maravilla en estos pasajes del Evangelio cómo en la estrechez del lenguaje humano Jesucristo ha expresado los sentimientos de su único Yo: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha asumido en el tiempo (y a partir de ese momento para siempre) la naturaleza humana. Es un misterio que el cristiano debe contemplar, aunque no lo pueda comprender; sólo puede sentirse inundado por una luz tan potente que supera su capacidad de entendimiento, pero llena su alma de fe y de deseos de adoración.

Jn 5, 31-40. A Jesús, por ser el Hijo de Dios, le bastaba su propia autoridad para dar validez a sus palabras (cfr Jn 8, 18); pero, como otras veces, se acomoda a los usos de los hombres y condesciende con la forma de pensar de sus oyentes. Así, anticipándose a la posible objeción de los judíos de que el testimonio de una persona en su propia causa no es suficiente (cfr Dt 19, 15), explica que sus palabras quedan avaladas por cuatro testimonios: el de San Juan Bautista, el de los milagros, el del Padre, y el de las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento.
Juan Bautista había dado testimonio de que Jesús era el Hijo de Dios (Jn 1, 34). Aunque Jesús no tenía necesidad de recurrir al testimonio de un hombre, ni siquiera al de un gran profeta, aquel testimonio fue dado en atención a los judíos, para que reconociesen al Mesías. Jesús puede mostrarles además un testimonio mejor que el del Bautista: los milagros que realiza, y que son, para quien quiera reconocerlos con mirada limpia, señales inequívocas de su poder divino, de que procede del Padre; los milagros de Jesús son, pues, testimonios del Padre acerca de su Hijo, que ha enviado al mundo. En otras ocasiones el Padre manifiesta la divinidad de Jesús: en el Bautismo (cfr Jn 1, 31-34), en la Transfiguración (cfr Mt 17, 1-8) y, más tarde, ante toda la multitud (cfr Jn 12, 28-30).
Jesús apela también a otro testimonio divino: el que se encuentra en las Sagradas Escrituras. Estas hablan de Él, pero los judíos no son capaces de penetrar su verdadero sentido, porque las leen sin dejarse iluminar por Aquel a quien Dios ha enviado y en quien se cumplen todas las profecías. «El fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico, anunciarla proféticamente (cfr Lc 24, 44; Jn 5, 39; 1P 1, 10), representarla con diversas imágenes (cfr 1Co 10, 11) (...). Por eso los cristianos deben recibir estos libros (Antiguo Testamento) con devoción, porque expresan un vivo sentido de Dios, contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación» (Dei verbum, 15).

Jn 5, 41-47. Jesús echa en cara a sus oyentes tres impedimentos que tienen para reconocerle como el Mesías e Hijo de Dios: la falta de amor a Dios, la búsqueda de gloria humana y la interpretación interesada de los textos sagrados. La defensa que ha hecho Jesús de su propia actuación y de las relaciones con el Padre, podría hacer pensar a sus adversarios que pretendía gloria humana. Pero los testimonios aducidos por Jesús (el Bautista, los milagros, el Padre y las Escrituras) ponen en evidencia que no es Él quien busca su gloria, y que los judíos le persiguen no por amor a Dios ni por defensa del honor divino, sino por motivos que no son rectos, o por una visión meramente humana.
El Antiguo Testamento, en efecto, lleva al reconocimiento de Jesucristo (cfr Jn 1, 45; Jn 2, 17.22; Jn 5, 39.46; Jn 12, 16.41); sin embargo, los judíos permanecen en la incredulidad por sus disposiciones interiores, pues reducen las promesas mesiánicas de los libros sagrados a una esperanza nacionalista. Tales concepciones, nada sobrenaturales, les cierran el alma a las palabras y a las acciones de Jesús, y les impiden ver que en Él se están cumpliendo las antiguas profecías (cfr 2Co 3, 14-16).

Jn 6, 1. Se refiere al segundo lago formado por el Jordán. En los Evangelios suele denominarse unas veces «Lago de Genesaret» (Lc 5, 1), por la localidad del mismo nombre situada en la orilla Noroeste del lago; otras «Mar de Galilea» (Mt 4, 18; Mt 15, 29; Mc 1, 16), por el nombre de la región en que se encuentra. San Juan lo llama también «Mar de Tiberiades» (cfr Jn 21, 1), debido a la ciudad de ese nombre fundada por Herodes Antipas en honor del emperador Tiberio. En tiempo de Jesucristo había alrededor de este lago varias ciudades: Tiberiades, Magdala, Cafarnaún, Betsaida, etc.; su ribera fue con frecuencia escenario de la predicación del Señor.

Jn 6, 2. Aunque San Juan no refiere más que siete milagros y no menciona otros que narran los Sinópticos, en este versículo, y más expresamente al final de su Evangelio (Jn 20, 30; Jn 21, 25), dice que fueron muchos los milagros realizados por el Señor; la selección de esos siete es debida a que el Evangelista, queriendo mostrar algunas facetas del misterio de Cristo, escoge –inspirado por Dios– aquellos que le van mejor a su propósito. Narra ahora el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que está en relación directa con los discursos de Cafarnaún, en los que Jesús se presenta a Sí mismo como «el pan de vida» (Jn 6, 35.48).

Jn 6, 4. El Evangelio de San Juan suele mencionar las fiestas judias cuando refiere muchos de los acontecimientos del ministerio público del Señor. Aquí estamos ante uno de estos casos (cfr Introducción).
Poco antes de esta Pascua Jesús realiza el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, prefigurando la Pascua cristiana y el misterio de la Sagrada Eucaristía, como Él mismo explica en el discurso que comienza en el v. 26, donde promete darse como alimento de nuestra alma.

Jn 6, 5-9. Jesús es sensible a las necesidades espirituales y materiales de los hombres. Aquí le vemos tomando la iniciativa para satisfacer el hambre de aquella multitud que le sigue.
Con estos diálogos y el milagro que va a realizar, Jesús enseña también a sus discípulos a confiar en Él ante las dificultades que encontrarán en sus futuras tareas apostólicas, emprendiéndolas con los medios que tengan, aunque sean insuficientes, como en este caso lo eran los cinco panes y los dos peces. Él aportará lo que falta. En la vida cristiana hay que poner al servicio del Señor lo que tengamos, aunque nos parezca muy poco. El Señor sabrá multiplicar la eficacia de esos medios tan insignificantes.
«Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndonos de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas» (Es Cristo que pasa, 160).

Jn 6, 10. El Evangelista transmite un detalle a primera vista intrascendente: «En aquel lugar había mucha hierba». Esto indica que el milagro ocurrió en plena primavera palestinense, en días muy próximos a la Pascua, como ha dicho en el vers. 4. Aunque en Palestina son muy escasos los prados, existe, aun hoy, una verdadera pradera en la orilla oriental del lago de Genesaret, llamada el-Balihah, donde podían sentarse los cinco mil hombres y donde, por tanto, pudo ocurrir este milagro.

Jn 6, 11. El relato del milagro comienza casi con las mismas palabras con que los Sinópticos y San Pablo narran la institución de la Eucaristía (cfr Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19; 1Co 11, 25). Tal coincidencia indica que el milagro, además de ser una muestra de la misericordia de Jesús con los necesitados, es figura de la Sagrada Eucaristía, de la cual hablará el Señor poco después (cfr Jn 6, 26-59).

Jn 6, 12-13. La abundancia de detalles refleja el realismo de la narración: el nombre de los Apóstoles que hablan con el Señor (vv. 5.8), la clase de los panes que eran de cebada (v. 9), el muchacho que llevaba esas provisiones (v. 9) y, por último, Jesús que manda recoger los trozos.
El milagro denota el poder divino de Jesús sobre la materia, y la esplendidez con que lo realiza evoca la abundancia de los bienes mesiánicos que los profetas habían predicho (cfr Jr 31, 14).
El mandato de recoger los trozos sobrantes enseña que los bienes materiales, por ser dones de Dios, no se deben desperdiciar, sino que han de ser usados con espíritu de pobreza (cfr nota a Mc 6, 42). En este sentido explica Pablo VI que «después de haber alimentado con liberalidad a la muchedumbre, el Señor recomienda a sus discípulos recoger lo que ha sobrado para que nada se pierda (cfr Jn 6, 12). ¡Qué hermosa lección de economía, en el sentido más noble y más pleno de la palabra, para nuestra época dominada por el derroche! Lleva consigo además la condena de toda una concepción de la sociedad en la que hasta el mismo consumo tiende a convertirse en su propio bien, despreciando a los que se ven necesitados y en detrimento, en definitiva, de los que creen ser sus beneficiarios, incapaces ya de percibir que el hombre está llamado a un destino más alto» (Discurso a los participantes en la Conferencia mundial de la Alimentación, 9-XI-74).

Jn 6, 14-15. La fe que el milagro suscita en aquellos hombres es todavía muy imperfecta: le reconocen como el Mesías prometido en el Antiguo Testamento (cfr Dt 18, 15), pero piensan en un mesianismo terreno y nacionalista, quieren hacerle rey porque consideran que el Mesías ha de librarlos de la dominación romana.
El Señor, que más adelante (vv. 26-27) explicará el verdadero sentido de la multiplicación de los panes y los peces, se limita a huir de aquel lugar, para evitar una proclamación popular ajena a su verdadera misión. En el diálogo con Pilato (cfr Jn 18, 36) explicará que su Reino «no es de este mundo».
«Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yavé (cfr Mt 4, 8; Lc 4, 5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cfr Mt 22, 21; Mc 12, 17; Jn 18, 36) (...). La perspectiva de su misión es mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cfr Lumen gentium, 8)» (Juan Pablo II, Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1, 4).
No se puede, pues, confundir el cristianismo con una ideología social o política, por noble que sea. «No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura–, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está (...) sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.
»El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte- la eficacia salvadora del Señor» (Es Cristo que pasa, 183).

Jn 6, 16-21. Parece que los discípulos estaban desconcertados porque había oscurecido, el mar se iba agitando, y Jesús no llegaba. Pero el Señor no les abandona, sino que cuando ya habían remado unos cinco kilómetros, Jesús llega inesperadamente andando sobre las aguas para robustecer su fe todavía débil (cfr notas a Mt 14, 22-23 y Mc 6, 48.52).
Al meditar este episodio, la tradición cristiana ha visto en la barca una figura de la Iglesia, que tendrá que soportar muchas dificultades y a la que el Señor ha prometido su asistencia a lo largo de los siglos (cfr Mt 28, 20); por eso la Iglesia permanecerá firme y segura para siempre. Santo Tomás de Aquino comenta: «Aquel viento es figura de las tentaciones y de la persecución que padecerá la Iglesia por falta de amor. Porque, como dice San Agustín, cuando se enfría el amor, aumentan las olas y la nave zozobra. Sin embargo el viento, la tempestad, las olas y las tinieblas no conseguirán que la nave se aparte de su rumbo y quede destrozada» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 6, 26. El Señor comienza corrigiendo la falta de rectitud de intención que les movía a seguirle, preparándoles así para entender la doctrina del discurso eucarístico. «Me buscáis, comenta San Agustín, por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados sólo por intereses temporales! (...). Apenas se busca a Jesús por Jesús» (In Ioanni Evang., 25, 10).
Comienza en este versículo el llamado Discurso del Pan de Vida, que se prolonga hasta el versículo 59. Se abre con una introducción a modo de diálogo entre Jesús y los judíos (vv. 26- 34), donde el Señor se revela como el que viene a traer los dones mesiánicos. Sigue la primera parte del discurso (vv. 25-47), en la que Jesús se presenta como el Pan de Vida, en cuanto que la fe en Él es alimento para la vida eterna. En la segunda parte (vv. 48-59) Cristo revela el misterio de la Eucaristía: Él es el Pan de Vida que se da sacramentalmente como verdadera comida.

Jn 6, 27. El alimento corporal sirve para la vida en este mundo; el espiritual sostiene y desarrolla la vida sobrenatural, que continúa para siempre en el Cielo. Este alimento, que sólo Dios puede darnos, consiste principalmente en el don de la fe y la gracia santificante. Incluso, por infinito amor divino, en la Sagrada Eucaristía se nos da como alimento del alma el mismo autor de esos dones: Jesucristo.
«A éste lo confirmó con su sello Dios Padre»: Con esta frase alude el Señor a la autoridad por la que sólo Él puede dar a los hombres los dones mencionados: porque siendo Dios y hombre, la naturaleza humana de Jesús es el instrumento por el que actúa la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Santo Tomás de Aquino comenta así esta frase: «Lo que el Hijo del Hombre dará, lo posee en cuanto supera a todos los demás hombres por su singular y eminente plenitud de gracia (...). Cuando un sello se imprime en la cera, ésta recibe toda la forma del sello. Así el Hijo recibió toda la forma del Padre. Y esto de dos modos: uno eterno (generación eterna), del cual no se habla aquí porque el sello y lo sellado son de distinta naturaleza. El otro, que es el que hay que entender aquí, es el misterio de la Encarnación, por la que Dios Padre imprimió en la naturaleza humana el Verbo, que es resplandor y sello de su substancia, como dice Hebreos 1, 3» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 6, 28-34. El diálogo entre Jesús y sus oyentes recuerda el episodio de la mujer Samaritana (cfr Jn 4, 11-15). Allí se habla de un agua que salta hasta la vida eterna; aquí de un pan que baja del Cielo para dar la vida al mundo. Allí la mujer se preguntaba si Jesús podía ser superior a Jacob, aquí la gente si se puede comparar con Moisés (cfr Ex 16, 13). «El Señor se presentaba de tal forma, que aparecía superior a Moisés: jamás tuvo Moisés la audacia de decir que él daba un alimento que no perece, que permanece hasta la vida eterna. Jesús promete mucho más que Moisés. Este prometía un reino, una tierra con arroyos de leche y miel, una paz temporal, hijos numerosos, la salud corporal y todos los demás bienes temporales (...); llenar su vientre aquí en la tierra, pero de manjares que perecen; Cristo, en cambio, prometía un manjar que, en efecto, no perece sino que permanece eternamente» (In Ioann. Evang., 25, 12).
Los interlocutores de Jesús sabían que el maná –alimento que diariamente recogían los judíos en su caminar por el desierto (cfr Ex 16, 13 ss.)– era símbolo de los bienes mesiánicos; por eso piden al Señor que realice un portento semejante. Pero no podían ni siquiera sospechar que el maná era figura de un gran don mesiánico sobrenatural que Cristo trae a los hombres: la Sagrada Eucaristía. Jesús, con este diálogo y la primera parte del discurso eucarístico (vv. 35-47), intenta llevarles ante todo a un acto de fe en Él, para después revelarles abiertamente el misterio de la Sagrada Eucaristía. En efecto, Él es «el pan que ha bajado del Cielo y da la vida el mundo» (v. 33). También San Pablo explica que el maná y los demás prodigios que acaecieron en el desierto eran prefiguración clara de Jesucristo (cfr 1Co 10, 3-4).
La actitud incrédula de aquellos judíos les incapacitaba para aceptar la revelación de Jesús. Para reconocer el misterio de la Eucaristía es necesaria la fe, como ha vuelto a resaltar el Papa Pablo VI: «Ante todo queremos recordar una verdad, de vosotros bien sabida, pero muy necesaria para eliminar todo veneno de racionalismo, verdad que muchos católicos han sellado con su propia sangre y que célebres Padres y Doctores de la Iglesia han profesado y enseñado constantemente, esto es, que la Eucaristía es un altísimo misterio, más aún, hablando con propiedad, como dice la Sagrada Liturgia, el misterio de fe. (...). Es, pues, necesario que nos acerquemos particularmente a este misterio, con humilde reverencia, no buscando razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina» (Mysterium fideí).

Jn 6, 35. Ir a Jesús es creer en Él, porque al Señor nos acercamos por la fe. Con la imagen de la comida y la bebida expresa Jesús que Él es quien realmente sacia todas las nobles aspiraciones del hombre: «¡Qué hermosa es nuestra Fe Católica! Da solución a todas nuestras ansiedades, y aquieta el entendemiento y llena de esperanza el corazón» (Camino, 582).

Jn 6, 37-40. Jesús revela con claridad que Él es el Enviado del Padre. Ya antes lo había anunciado San Juan Bautista (Jn 3, 33-36), y el mismo Jesús lo afirmó en el diálogo con Nicodemo (Jn 3, 17-21) y lo proclamó ante los judíos en Jerusalén (Jn 5, 20-30). Puesto que Jesús es el enviado del Padre, el pan de vida que bajó del Cielo para dar la vida al mundo, todo el que cree en Él tiene la vida eterna, pues la Voluntad de Dios es que todos se salven por medio de Jesucristo. En las palabras de Jesús se contienen tres misterios: 1) el de la fe en Jesucristo, que es ir a Jesús aceptando sus milagros (señales) y sus palabras; 2) el de la resurrección de los creyentes, que se inicia en esta vida por la fe y se cumplirá plenamente en el Cielo; 3) el de la predestinación, que es el designio de la Voluntad de nuestro Padre del Cielo, de que todos los hombres puedan salvarse. Estas palabras solemnes del Señor llenan de esperanza al creyente.
San Agustín, comentando los vv. 37 y 38, ensalza el valor de la humildad de Jesús, modelo perfecto de la humildad del cristiano, al no querer hacer su voluntad, sino la del Padre que le envió: «¡Qué misterio hay aquí tan grande! (...). Yo he venido humilde, Yo he venido a enseñar la humildad; Yo soy el maestro de la humildad. El que viene a Mí, se incorpora a Mi; el que viene a Mí se hace humilde, y el que se adhiere a Mi será humilde, porque no hace su voluntad, sino la de Dios» (In Ioann. Evang., 25, 15 y 16).

Jn 6, 42. Es la segunda y última vez que San Juan menciona a San José en su Evangelio, dejando constancia de la opinión común, aunque equivocada, de los que conocían a Jesús y le consideraban hijo de José (cfr Jn 1, 45; Lc 3, 23; Lc 4, 22; Mt 13, 55). El Señor, concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, sólo tiene como Padre al mismo Dios (cfr nota a Jn 5, 18). Sin embargo, San José hizo las veces de padre de Jesús en la tierra, según los planes divinos (cfr notas a Mt 1, 16.18). Por eso se llama a José padre de Jesús y, ciertamente, cumplió su misión de cuidar del Señor con singular fidelidad. San Agustín explica así la paternidad de José: «A José no sólo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno. ¿Cómo era padre? Tanto más profundamente padre cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual. Por eso dice San Lucas: 'se pensaba que era padre de Jesús'. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios» (Sermo 51, 20).
En este versículo, como en algunas otras ocasiones (cfr Jn 7, 42; Jn 4, 29), San Juan consigna la ignorancia de la gente, al mismo tiempo que él y los lectores de su Evangelio conocen la verdad acerca de Jesús. En nuestro caso, la objeción de los judíos no es directamente rebatida, sino que queda simplemente consignada, contando con que para el lector cristiano –a quien dirige el Evangelio– ya no constituye ninguna dificultad.

Jn 6, 44-45. El ir a Cristo hasta encontrarlo es un don gratuito que ningún hombre con sus solas fuerzas puede conseguir, aunque todos deben estar bien dispuestos para recibirlo. El Magisterio de la Iglesia ha vuelto a recordar esta doctrina en el Concilio Vaticano II: «Para dar la respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios que prepare y ayude junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueva el corazón, lo convierta a Dios, abra los ojos del alma y dé a todos la suavidad para aceptar y creer la verdad» (Dei verbum, 5).
Al decir Jesús que «todos serán enseñados por Dios», evoca a Is 54, 13 y Jr 31, 33ss., donde ambos profetas se refieren a la futura Alianza que establecerá Dios con su pueblo cuando llegue el Mesías, con cuya Sangre quedará sellada para siempre, y que Dios escribirá en sus corazones (cfr Is 53, 10-12; Jr 31, 31-34). Es interesante destacar que San Juan, que no relata la institución de la Eucaristía, conserve aquí estas palabras del Señor, que insinúan el establecimiento de la Nueva y Eterna Alianza.

Jn 6, 46. Los hombres sólo podemos conocer a Dios Padre a través de Jesucristo, porque Él es el único que le ha visto y ha venido para revelárnoslo. Ya había dicho San Juan en el prólogo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). Más tarde dirá Jesús a Felipe en la Ultima Cena: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9), porque Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, y nadie va al Padre sino por él (cfr Jn 14, 6).
En efecto, en Jesucristo culmina la Revelación de Dios a los hombres: «Pues envió a su Hijo, Verbo eterno, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cfr Jn 1, 1-18). Jesucristo, Verbo hecho carne, 'hombre enviado a los hombres', habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de salvación que el Padre le encargó (cfr Jn 5, 36; Jn 17, 4). Quien ve a Jesucristo ve al Padre (cfr Jn 14, 9)» (Dei verbum, 4).

Jn 6, 48. Con esta solemne declaración repetida frente a las dudas de los oyentes (cfr Jn 6, 35.41.48), Jesús empieza la segunda parte de su discurso, en el que directamente revela el gran misterio de la Sagrada Eucaristía. Las palabras de Cristo son de un realismo tan fuerte que excluyen cualquier interpretación en sentido figurado: si Cristo no estuviera realmente presente bajo las especies del pan y del vino, este discurso carecería absolutamente de sentido y de fuerza. Sin embargo, aceptada por la fe la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sus palabras resultan inequívocas y muestran el infinito y entrañable amor de Cristo por nosotros.
Es tan grande este misterio que ha sido siempre piedra de toque de la fe cristiana. «Este es el Sacramento (misterio) de nuestra fe», se proclama inmediatamente después de la Consagración en la Santa Misa. Ya para ciertos oyentes directos de Jesús este discurso fue motivo de escándalo (cfr vv. 60-66). A lo largo de la historia algunos han intentado mitigar el sentido obvio de las palabras del Señor. El Magisterio de la Iglesia ha vuelto en nuestros días a exponer la doctrina sobre este excelso misterio: «Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen una 'realidad', que con razón denominamos ontológica; porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su 'realidad' física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar.
»Por ello los Padres tuvieron gran cuidado de advertir a los fieles que al considerar este augustísimo Sacramento, confiaran no en los sentidos que se fijan en las propiedades del pan y del vino, sino en las palabras de Cristo, que tienen tal fuerza que cambian, transforman, 'transelementan' el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre; porque, como más de una vez lo afirman los mismos Padres, el poder que realiza esto es la misma fuerza de Dios omnipotente que al principio del tiempo creó el universo de la nada» (Mysterium fidei).
Sobre la Santísima Eucaristía véanse también las notas a Mt 26, 26-29; Mc 14, 22.24.25 y Lc 22, 16-20.

Jn 6, 49-51 El maná del Éxodo era figura de este Pan –el mismo Jesucristo– que alimenta a los cristianos en su peregrinar por este mundo. La comunión es el maravilloso banquete en el que Cristo se nos da a Sí mismo: «El pan que yo os daré es mí carne para la vida del mundo». Estas palabras son la promesa de la institución de la Eucaristía en la Ultima Cena: «Esto es mi Cuerpo que es entregado por vosotros» (1Co 11, 22). Las expresiones «para la vida del mundo», «por vosotros» aluden al valor redentor de la inmolación de Cristo en la Cruz. Ya en algunos sacrificios del Antiguo Testamento, que eran figura del de Cristo, parte de la carne ofrecida servía después de alimento y significaba la participación en el rito sagrado (cfr Ex 11, 3-4). Así, cuando comulgamos, participamos del sacrificio de Jesucristo. Por eso canta la Iglesia en la Liturgia de las Horas en la fiesta del Corpus Christi: «Oh sagrado banquete en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de la Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la futura gloria» (Antífona del «Magníficat» en las Segundas Vísperas).

Jn 6, 52. Los oyentes entienden perfectamente el sentido propio y directo de las palabras del Señor; pero no creen que tal afirmación pueda ser verdad; de haberlo entendido en sentido figurado o simbólico no les hubiera causado tan gran extrañeza ni se hubiera producido la discusión. Jesús después insistirá en su afirmación confirmando lo que ellos habían entendido (cfr vv. 54-56).

Jn 6, 53. Jesús reitera con gran fuerza la necesidad de recibirle en la Eucaristía para participar en la vida divina, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. Ningún padre se contenta con dar la existencia a sus hijos, sino que les proporciona alimentos y medios para que puedan llegar a la madurez. «Recibimos a Jesucristo en la Sagrada Comunión para que sea alimento de nuestras almas, nos aumente la gracia y nos dé la vida eterna» (Catecismo de la Doctrina Cristiana, 289).

Jn 6, 54. Jesús afirma claramente que su Cuerpo y su Sangre son prenda de la vida eterna y garantía de la resurrección corporal. Santo Tomás de Aquino da esta explicación: «El Verbo da vida a las almas, pero el Verbo hecho carne vivifica los cuerpos. En este Sacramento no se contiene sólo el Verbo con su divinidad sino también con su humanidad; por lo tanto, no es sólo causa de la glorificación de las almas, sino también de los cuerpos» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).
El Señor emplea una expresión más fuerte que el mero comer (el verbo original podría traducirse por «masticar»), expresando así el realismo de la Comunión: se trata de una verdadera comida. No cabe, pues, una interpretación simbólica, como si participar en la Eucaristía fuera tan sólo una metáfora, y no el comer y beber realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
«Estas invitaciones, estas promesas y estas amenazas nacen todas del gran deseo que tiene (Jesús) de unirse a nosotros en este Sacramento. Pero ¿por qué desea tanto Jesucristo que vayamos a recibirle en la sagrada Comunión? He aquí la razón: El amor (...) siempre aspira y tiende a la unión y, como dice Santo Tomás, 'los amigos que se aman de corazón quisieran estar de tal modo unidos que no formaran más que uno solo'. Esto ha pasado con el inmenso amor de Dios a los hombres, que no esperó a darse por completo en el Reino de los Cielos, sino que aun en esta tierra se dejó poseer por los hombres con la más íntima posesión que se pueda imaginar, ocultándose bajo las apariencias de pan en el Santísimo Sacramento. Allí está como tras de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías (cfr Ct 2, 9). Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregársenos completamente y vivir así unido con nosotros» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 2).

Jn 6, 55. Así como el alimento corporal es necesario para la vida terrena, la sagrada Comunión es necesaria para mantener la vida del alma. Por esto la Iglesia ha exhortado siempre a recibir este Sacramento con frecuencia: «Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen activamente en el Sacrificio de la Misa, se alimenten con corazón puro y santo de la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo nuestro Señor por tan gran don. Recuerden estas palabras: 'El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificarse de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves, a los que está sujeta la humana fragilidad' (Decr. de la S. Congregación del Concilio de 20-XII-1905)» (Mysterium Fidei).
«El Salvador instituyó el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, que contiene realmente su Carne y su Sangre, para que el que coma de Él viva eternamente; por eso, todo aquel que usa devota y frecuentemente de este Sacramento asegura de tal manera la salvación de su alma, que es casi imposible que ninguna suerte de mala afición le ocasione la muerte. No se puede estar alimentado por esta carne de vida y vivir de los afectos de la muerte (...). Los cristianos que sean condenados quedarán sin saber qué replicar cuando el justo Juez les haga ver lo insensatos que fueron al morir espiritualmente, pudiendo haber conservado con tanta facilidad la salud del alma comiendo del Cuerpo que Él les dejó para este fin. Miserables, les dirá, ¿cómo es que estáis muertos, habiéndoos mandado comer el fruto y manjar de la vida?» (Introducción a la vida devota, p. II, c. 20, 1).

Jn 6, 56. El efecto más importante de la Sagrada Eucaristía es la unión íntima con Jesucristo. El mismo nombre de Comunión indica esta participación unitiva en la Vida del Señor: si en todos los sacramentos, por medio de la gracia que nos confieren, se consolida nuestra unión con Jesús, ésta es más intensa en la Eucaristía, puesto que no sólo, nos da la gracia, sino al mismo Autor de la gracia: «Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con Él y entre nosotros. 'Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de un único pan' (1Co 10, 17)» (Lumen gentium, 7). Precisamente por ser la Eucaristía el sacramento que mejor significa y realiza nuestra unión con Cristo, es a la vez donde toda la Iglesia muestra y lleva a cabo su unidad: Jesucristo «instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por el cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2).

Jn 6, 57. En Cristo, el Verbo encarnado y enviado al mundo, «habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9) por la inefable unión de su naturaleza humana con la naturaleza divina en la Persona del Verbo. Al recibir nosotros en este sacramento la Carne y la Sangre de Cristo indisolublemente unidas a su divinidad, participamos en la misma vida divina de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Nunca apreciaremos lo suficiente la intimidad y cercanía con Dios mismo –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, que se nos ofrece en el banquete Eucarístico.
«Siendo esto así, habíamos de confesar que el alma no puede hacer ni pensar cosa más grata a Jesucristo como hospedar en su corazón, con las debidas disposiciones, a huésped de tanta majestad, porque de esta manera se une a Jesucristo, que tal es el deseo de tan enamorado Señor. He dicho que hay que recibir a Jesús no con las disposiciones dignas, sino con las debidas, porque, si fuese menester ser digno de este sacramento, ¿quién jamás podría comulgar? Sólo un Dios podría ser digno de recibir a un Dios. Digo dignas en el sentido en que convienen a la mísera criatura vestida de la pobre carne de Adán. Ordinariamente hablando, basta con que el alma se encuentre en gracia de Dios y con vivo deseo de aumentar en ella el amor a Jesucristo» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 2).

Jn 6, 58. Por tercera vez (cfr Jn 6, 31-32 y Jn 6, 49) Jesús compara el verdadero pan de vida, su propio Cuerpo, con el maná, con el que Dios había alimentado a los hebreos diariamente durante cuarenta años en el desierto. Así, hace una invitación a alimentar frecuentemente nuestra alma con el manjar de su Cuerpo.
«¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual!
–Hijo –te he respondido–, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué seria yo, si no hubiera comulgado?» (Camino, 534).

Jn 6, 60-62. El misterio eucarístico aparece incomprensible a muchos de los oyentes. Jesucristo exige de sus discípulos que acepten sus palabras por ser Él quien las dice. En esto consiste el acto sobrenatural de la fe: «en que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos» (Dei Filius, cap. 3).
Como en otras ocasiones, Jesucristo habla de acontecimientos futuros, preparando así la fe de sus discípulos: «Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis» (Jn 14, 29).

Jn 6, 63. Jesús dice que no podemos aceptar este misterio pensando de modo carnal, es decir, atendiendo exclusivamente a lo que aprecian nuestros sentidos o partiendo de una visión de las cosas meramente natural. Sólo quien escucha sus palabras y las recibe como revelación de Dios, que es «espíritu y vida», está en disposición de aceptarlas.

Jn 6, 66. La promesa de la Eucaristía, que había provocado en aquellos oyentes de Cafarnaún discusiones (v. 52) y escándalo (v. 61), acaba produciendo el abandono de muchos que le habían seguido. Jesús había expuesto una verdad maravillosa y salvífica, pero aquellos discípulos se cerraban a la gracia divina, no estaban dispuestos a aceptar algo que superaba su mentalidad estrecha. El misterio de la Eucaristía exige un especial acto de fe. Por eso, ya San Juan Crisóstomo aconsejaba: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia (...). Observemos esta misma conducta respecto al misterio (Eucarístico), no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras. Porque su palabra no puede engañar» (Hom. sobre S. Mateo, 82).

Jn 6, 67-71. Este pasaje es parecido al de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (cfr Mt 16, 13-20; Mc 8, 27-30), donde también el Príncipe de los Apóstoles se adelanta en nombre de los Doce a expresar su fe en que Jesús es el Mesías. Frente a la incredulidad de otros oyentes, los Apóstoles no se escandalizan de lo que el Señor ha dicho, sino que muestran tener ya una confianza muy arraigada en el Maestro, al que no quieren abandonar. Las palabras de Simón Pedro (v. 68) no sólo son una adhesión humana, sino una verdadera fe sobrenatural, aunque todavía imperfecta, fruto de una moción interna de la gracia divina (cfr Mt 16, 17).
Aunque los Doce asienten entonces, más tarde Judas traicionaría al Maestro. La previsión por parte de Jesús de esta futura infidelidad ensombrece la alegría de la adhesión de los Doce. Los cristianos debemos tener la humildad de reconocernos capaces de traicionar al Señor si abandonamos los medios que nos ha dejado para permanecer unidos a Él. Las palabras de Pedro (v. 68) son una hermosa jaculatoria para repetir a la hora de la prueba.

Jn 6, 68. Simón Pedro expresó los sentimientos de los Apóstoles, que, al perseverar junto al Maestro, iban conociéndole más hondamente y uniendo sus vidas a la de Él. «Buscad a Jesús esforzándoos en conseguir una fe personal profunda que informe y oriente toda vuestra vida; pero sobre todo que sea vuestro compromiso y vuestro programa amar a Jesús, con un amor sincero, auténtico y personal. Él debe ser vuestro amigo y vuestro apoyo en el camino de la vida. Sólo Él tiene palabras de vida eterna» (Juan Pablo II, Discurso a los Estudiantes del Instituto «Miguel Ángel»),

Jn 6, 69. «El Santo de Dios»: Así parece ser la frase original, según consta en la mayoría de los códices griegos y versiones antiguas más importantes. «El Santo» es una de las expresiones que designan al Mesías (cfr Mc 1, 24; Lc 1, 35; Lc 4, 34; Hch 2, 27; Sal 16, 10), o al mismo Dios (cfr Is 6, 3; Is 43, 15; 1P 1, 15; 1Jn 2, 20; etc.). La lectura «el Cristo, el Hijo de Dios» de algunas versiones, entre ellas la Vulgata, está apoyada en manuscritos griegos menos importantes, y vendría a ser una explicación del significado mesiánico de la frase original.

Jn 7, 1-3. Los parientes más cercanos solían llamarse entre los judíos con el nombre de hermanos (cfr notas a Mt 12, 46-47 y Mc 6, 1-3). Estos parientes de Jesús seguían sin comprender su doctrina y su misión (cfr Mc 3, 31); no obstante, como los milagros realizados en Galilea eran patentes (cfr Mt 15, 32-39; Mc 8, 1-10.22-26), le sugieren que se manifieste públicamente en Jerusalén y en toda Judea. Con ello quizá buscaran el triunfo temporal de Jesús, que podía halagar la vanidad familiar.

Jn 7, 2. El nombre de esta fiesta evoca el tiempo que los hebreos pasaron en el desierto, habitando en tiendas de campaña (cfr Lv 23, 34-36). Durante los ocho días que duraba la fiesta (cfr Ne 8, 13-18), al comienzo del otoño, se conmemoraba la protección que los israelitas habían recibido de Dios a lo largo de aquellos cuarenta años del Éxodo. Por coincidir con la terminación de las cosechas, estas fiestas se llamaban también de la Recolección (cfr Ex 23, 16).

Jn 7, 6-8. Cuando los judíos que vivían lejos acudían a Jerusalén para celebrar las principales fiestas religiosas, solían hacerlo formando caravanas. Jesús había seguido esta costumbre en otras ocasiones (cfr Lc 2, 41-45); pero esta vez no quiere acudir a la Ciudad Santa en medio del bullicio. Sabe que no era el momento adecuado para manifestarse públicamente en Jerusalén, pues los doctores de la Ley, a los que había reprendido con severidad (cfr Jn 5, 42-47), intentaban desacreditarle ante el pueblo y deshacerse de Él (cfr Jn 7, 1). El Señor no quiere adelantar el tiempo fijado por el Padre, ya que ha venido a cumplir fielmente su Voluntad (cfr Jn 4, 34; Jn 12, 33; Jn 13, 1). En cambio, los allegados de Jesús podían subir a Jerusalén porque nada tenían que temer.
Sobre el concepto de «mundo» cfr notas a Jn 1, 10 y Jn 15, 18-
19.

Jn 7, 10. Al no subir con la antelación acostumbrada, las primeras caravanas que llegasen de Galilea anunciarían que Jesús no estaría presente en aquella festividad y, en consecuencia, los
miembros del Sanedrín desistirían de tomar medidas contra Él (cfr Jn 7, 1). Al subir más tarde, las autoridades judías no se atreverían a causarle daño por temor a una revuelta popular (cfr Mt 26, 5). Jesús, posiblemente en compañía de sus discípulos, llega a Jerusalén pasando inadvertido al pueblo, «como a escondidas». Mediada ya la fiesta, al cuarto o quinto dia, comenzó a predicar en el Templo (cfr 7, 14).

Jn 7, 12. Una vez más Jesús aparece como signo de contradicción, según la profecía del anciano Simeón en el Templo (cfr Lc 2, 34). La opinión de los hombres se divide. Lo que no cabe es la indiferencia. También el cristiano, si vive con seriedad su fe, suscitará quizás opiniones contradictorias. «De todo aquel en quien brilla alguna gracia –afirma San Agustín– unos dicen que es bueno y otros que no lo es, sino que engaña a las gentes. Que esto se diga de Dios sirve de consuelo para todo aquel cristiano de quien se diga lo mismo» (In Ioann. Evang., 28, 12).

Jn 7, 15-16. El Evangelista no se detiene aquí en precisar cuál era la predicación de Jesucristo, pero sí nos informa acerca de la Profunda admiración que causaban sus explicaciones entre los .ludios, incluidos los doctores de la Ley (cfr Lc 2, 47; Lc 4, 22; Jn 7, 46). Ellos, que no le habían visto en las escuelas de los maestros de la Ley. se maravillan y se plantean esa pregunta que comportaba una malicia disimulada: ¿no estaba interpretando la Ley por su propia cuenta, sin atender a la enseñanza oficial de los «maestros»? Es entonces cuando el Señor aprovecha la ocasión para exponer brevemente su dignidad mesiánica (Jn 7, 16-24): Él no inventa nada de lo que enseña, su doctrina es divina, es la que el Padre le ha dado a conocer (cfr Jn 5, 30; Jn 8, 28; Jn 12, 49; Jn 14, 10.24). Por ser verdadero Dios y verdadero Hombre, puede hablar de las cosas de Dios con autoridad singular: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18).

Jn 7, 17-18. Para discernir el origen divino de la doctrina de Jesús se requiere rectitud de intención. Jesús, por su parte, propone un criterio para reconocer la legitimidad de su actuación: Él no se adjudica la grandeza y sublimidad de su doctrina y de sus obras (cfr Jn 8, 54), sino que busca sólo la glorificación del Padre, y expone la doctrina que le ha sido entregada (cfr Jn 7, 16). Jesús había hecho milagros portentosos, en Él se podían ver cumplidas las profecías, y sus adversarios nada falso podían encontrar en su doctrina ni en su conducta. ¿Por qué, entonces, no creen en Él? Por no tener las disposiciones interiores adecuadas, ya que se dejan arrastrar del apasionamiento que les impide juzgar con serenidad, y atribuyen las obras de Jesús al príncipe de los demonios (cfr v. 20). Sin embargo, a quien se esfuerce por cumplir fielmente la Voluntad de Dios según su propia conciencia, el Señor le dará luces nuevas que le hagan descubrir a Cristo y su doctrina.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, la Iglesia, en su actuación apostólica, no busca su triunfo humane, sino el bien de las almas y la gloria de Dios. «Dios es glorificado plenamente desde el momento en que los hombres reciben total y conscientemente la obra salvadora de Dios, que completó en Cristo. Así, por dicha actividad apostólica se cumple el propósito de Dios, al que Cristo obediente y amorosamente sirvió paca gloria del Padre que le envió, a fin de que todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo y se coedifique en un único templo del Espíritu Santo» (Ad gentes, 7).

Jn 7, 19-24. Jesús da razón de las curaciones hechas en sábado. En tal día, por ejemplo, había curado al paralítico de la piscina de Betzata (Jn 5, 1-18), al hombre de la mano seca (Mt 12, 10-13 y par.), a la mujer encorvada (Lc 13, 10-17), y a un hidrópico (Lc 14, 1-6). El Señor compara su actuación con el cumplimiento de dos preceptos de la Ley, aparentemente opuestos: por un lado, el descanso sabático, y por otro, la obligación de circuncidar al octavo día, aunque caiga en sábado. La conclusión es clara: si es lícito circuncidar en sábado, con mayor razón será lícito curar milagrosamente en sábado. Por eso les pide que juzguen rectamente y descubran su poder salvador, que intenten comprender el sentido profundo de sus obras, aunque en apariencia parezca que van contra la Ley.

Jn 7, 27. A lo largo de este capítulo aparecen frecuentemente las dudas y el desconcierto de los judíos. Discuten entre ellos si Jesús es el Mesías, o un profeta, o un impostor (v. 12), no saben de dónde le viene su sabiduría (v. 15), le contestan irritados (vv. 19-20) y se extrañan de la actitud del Sanedrín (v. 26). Sin embargo, a pesar de las señales que han visto (milagros, doctrina), se resisten a creer que Jesús es el Mesías. Posiblemente unos pensaban que era de Nazaret, hijo de José y de María, lo cual no se avenía con la idea común derivada del vaticinio de Isaias (Is 53, 1-8), de que se desconocería el origen del Mesías, a excepción de su estirpe davídica y su lugar de nacimiento, Belén (cfr Mt 2, 5 que cita Mi 5, 2; cfr Jn 7, 42). Jesús, en realidad, cumplía estas predicciones proféticas aunque la mayoría de los judíos no estaban bien informados, pues desconocían su nacimiento virginal en Belén y su ascendencia davídica. Otros, en cambio, debían de conocer mejor la estirpe davídica de Jesús, su nacimiento en Belén, etc., pero no querían aceptar sus palabras, porque llevaban consigo las exigencias de una conversión moral y mental a la que se cerraban culpablemente.

Jn 7, 28-29. Jesús se refiere con cierta ironía al conocimiento superficial que de Él tienen aquellos judíos, basado en las apariencias: Él afirma, no obstante, que procede del Padre que le ha enviado, a quien sólo Él conoce, precisamente por ser el Hijo de Dios (cfr Jn 1, 18).

Jn 7, 30. Los judíos entendieron que Jesús se hacía igual a Dios, y esto era considerado una blasfemia, que según la Ley debía ser castigada con la muerte por lapidación (cfr Lv 24, 15-16.23).
No es la primera vez que San Juan refiere la hostilidad de los judíos (cfr Jn 5, 10) ni será la última (cfr Jn 8, 59; Jn 10, 31-33). Subraya esta hostilidad porque así se dio de hecho y quizá también para resaltar la libertad de Jesús que, cumpliendo la Voluntad del Padre, se entregará en manos de sus enemigos cuando llegue su «hora» (cfr Jn 18, 4-8). «El Señor no hace referencia a la hora en que se le obligaría a morir, sino a la hora en que se dejaría matar. Esperaba el tiempo en que había de morir, como esperó también el tiempo en que había de nacer» (In Ioann. Evang., 31, 5).

Jn 7, 31-32. En Jesús se va cumpliendo la profecía del anciano Simeón a la Santísima Virgen: está siendo signo de contradicción para su mismo pueblo (cfr Lc 2, 34). Algunos creen (v. 31), otros dudan (vv. 41-42), otros lo rechazan violentamente (v. 44-48). Creen, como dice San Agustín, los pobres y los humildes, los que reconocen su enfermedad y rápidamente desean la medicina; los poderosos y soberbios, en cambio, se ponen furiosos. No sólo no reconocen al médico, sino que además quieren quitarle la vida (cfr In Ioann. Evang., 31, 7).

Jn 7, 33-34. Este vaticinio se refiere a la Muerte y a la Ascensión de Jesús. Al decir «donde yo estoy» indica el estado glorioso de su Alma, del que gozará también su Cuerpo después de su Resurrección. Los judíos que le rechazaban se cerraban a sí mismos la posibilidad de ir al Cielo. Después, sin embargo, Jesús, movido de infinita caridad, pedirá al Padre que les perdone porque no saben lo que hacen (cfr Lc 23, 34). Y así, en Pentecostés, muchos se arrepentirán de su pecado y Dios les perdonará (cfr Hch 2, 37), quedando entonces para ellos abierta la puerta de la Gloria; pero otros se obstinarán en su pecado de incredulidad.

Jn 7, 37-39. Cada uno de los ocho días que duraba la fiesta de los Tabernáculos el Sumo Sacerdote se dirigía a la fuente de Siloé y, en una copa de oro, traía al Templo agua con la que rociaba el altar, recordando el agua que prodigiosamente manó en el desierto y pidiendo a Dios abundantes lluvias (cfr Ex 17, 1-7). Mientras tanto, se cantaba un pasaje del profeta Isaías (cfr Is 12, 3) que anunciaba la venida del Salvador y con Él la efusión de los dones celestiales; también se leía Ez 47, que habla de los torrentes de agua que brotarán del Templo. Jesús, que había presenciado este rito, rodeado sin duda de una gran multitud, puesto que era el día más solemne de la fiesta, anuncia al pueblo que aquel tiempo venturoso ha llegado: «Si alguno tiene sed venga a mí y beba...». Esta invitación evoca también la Sabiduría divina, que dice: «Venid a mí los que me deseáis y saciaos» (Si 24, 19; cfr Pr 9, 4-5). El Señor se presenta como Aquel que puede saciar el corazón del hombre y darle la paz (véase también Mt 11, 28). A este propósito exclama San Agustín: «Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (Confesiones, 1, 1, 1).
A su vez, las palabras de Jesús que conserva el versículo 37 suscitaban a San Alfonso M. de Ligorio las siguientes consideraciones, que constituyen un entrañable comentario, lleno de amor por nuestro Salvador: «Tenemos en Jesucristo tres fuentes de gracias. La primera es de misericordia, en la que nos podemos purificar de todas las manchas de nuestros pecados (...). La segunda fuente es de amor; quien medita en los sufrimientos e ignominias de Jesucristo por nuestro amor, desde el nacimiento hasta la muerte, es imposible que no se sienta abrasado en la feliz hoguera que vino a encender por la tierra en los corazones de todos los hombres (...). La tercera fuente es de paz; quien desee la paz del corazón venga a mí, que soy el Dios de la paz» (Meditaciones para el Adviento, med. 8).
Por otra parte, al hablar Jesús de los «ríos de agua viva» que brotarán de su seno, se está refiriendo probablemente a la profecía de Ez 36, 25 ss., en la que se anuncia que en los tiempos mesiánicos el pueblo será purificado con agua pura, recibirá un Espíritu nuevo y se les cambiará el corazón de piedra por un corazón de carne. En efecto, Jesús, una vez exaltado como corresponde a su condición de Hijo de Dios, enviará en Pentecostés al Espíritu Santo, que transformará interiormente a todos los que creen en Él. «Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón» (Es Cristo que pasa, 130).
Que el Espíritu Santo viniera visiblemente el día de Pentecostés no quiere decir que ya antes no hubiera actuado: En el Antiguo Testamento los profetas hablan movidos por el Espíritu Santo (cfr 2P 1, 21) y son innumerables los pasajes del Nuevo Testamento en los que está presente su acción. Así, cubre con su sombra a la Santísima Virgen en la Anunciación (cfr Lc 1, 35); mueve a Zacarías a pregonar las grandezas del Señor (cfr Lc 1, 67-79) y a Simeón a proclamar que ya había llegado Aquel que es la salvación de todas las gentes (cfr Lc 2, 25-38).
Pero –se pregunta San Agustín–, «¿cómo entender la frase del Evangelista 'todavía no había sido dado el Espíritu Santo ya que Jesús aún no había sido glorificado', sino en el sentido de que aquella dádiva o efusión del Espíritu Santo habría de comunicarse en el futuro, después de la glorificación de Cristo, como jamás lo había sido antes?» (De Trinitate, 4, 20). El Señor se refería, por tanto, a la venida del Espíritu Santo después de su Ascensión al Cielo, efusión que San Juan ve anticipada simbólicamente en la transfixión, cuando del costado de Cristo brota sangre y agua (Jn 19, 34). Los Santos Padres han considerado en este hecho el nacimiento de la Iglesia y la fuerza santificadora de los Sacramentos, especialmente del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía.

Jn 7, 40-43. El título «el Profeta» alude a Dt 18, 18, que predice la venida de un profeta en los últimos tiempos al que todos deberán escuchar (cfr Jn 1, 21; Jn 6, 14); a su vez, «el Cristo» («el Mesías») era el título más corriente en el Antiguo Testamento para designar al futuro Salvador enviado por Dios. El pasaje muestra una vez más la diversidad de opiniones acerca de Jesús. Muchos judíos ignoraban –sin tomarse ninguna molestia para averiguar la verdad– que había nacido en Belén, la ciudad de David, donde, según Miqueas (Mi 5, 2) debía nacer el Mesías. Tal ignorancia culpable constituía en ellos una excusa para aceptarle como el Cristo. Otros, sin embargo, ante los milagros de Jesús, entienden que Él debe ser el Mesías. También a lo largo de la historia hay diversas opiniones acerca de Jesucristo: algunos lo consideran exclusivamente como un hombre extraordinario, sin querer comprender que su grandeza le viene precisamente de ser el Hijo de Dios.

Jn 7, 46. La verdad se abrió paso en los ánimos sencillos de los servidores del Sanedrín y en cambio chocó contra la terquedad de los fariseos. «He aquí que los fariseos y los escribas no sacaron provecho ni al contemplar los milagros ni al leer las Escrituras; en cambio, los servidores, sin estas ayudas, fueron captados por un solo discurso, y los que salieron a prender a Jesús volvieron prendidos por su poder. Y no dijeron: no pudimos a causa del gentío; sino que pregonaron la sabiduría de Cristo. No solamente es de admirar su prudencia, porque no necesitaron de signos, sino que fueron conquistados por la sola doctrina; no dijeron, en efecto, 'Jamás hombre alguno ha hecho tales milagros', sino, 'Jamás habló así hombre alguno'. Es de admirar también su convencimiento: van a los fariseos, que se oponían a Cristo, y les hablan de esta manera» (Hom. sobre S. Juan, 9).

Jn 8, 1-11. Este episodio falta en bastantes códices antiguos, pero lo conservaba la Vulgata cuando el Magisterio de la Iglesia definió el Canon de los libros sagrados en el Concilio de Trento. Por lo tanto, la canonicidad y la inspiración de este texto están fuera de toda duda. La Iglesia lo ha utilizado y sigue utilizándolo en la liturgia. La reciente edición de la Neovulgata lo incluye en este mismo lugar.
San Agustín explicaba ya las dudas acerca de este pasaje diciendo que la gran misericordia de Jesús, manifestada con esta mujer, parecía a algunos espíritus, exageradamente rigoristas, que podría dar pie a un relajamiento de las exigencias morales. De aquí que muchos copistas lo suprimieran de sus manuscritos (cfr De coniugiis adulterinis, 2, 6).
Al comentar el episodio de la mujer adúltera, Fray Luis de Granada escribe, entre otras, esta consideración general acerca de la misericordia de Jesús: «Tales, pues, conviene que sean, hermano mío, tus entrañas, tales tus obras y tus palabras, si quieres ser un hermosísimo traslado de este Señor. Y por esto no se contenta el Apóstol con mandarnos que seamos misericordiosos, sino, dice, que nos vistamos, como hijos de Dios, de entrañas de misericordia (cfr Col 3, 12). Mira, pues, tú cuál estaría el mundo si todos los hombres trajesen este vestido.
»Todo esto se ha dicho para que, por estas obras tan señaladas, se conozca algo de aquel tan grande piélago de la bondad y misericordia de nuestro Salvador, la cual en estas obras tan claramente resplandece, pues (...) no podemos en esta vida conocer a Dios por Sí, sino por sus obras (...). Mas aquí también conviene avisar que nunca de tal manera nos transportemos en mirar la divina misericordia, que no nos acordemos de la justicia; ni de tal manera miremos la justicia, que no nos acordemos de la misericordia; porque ni la esperanza carezca de temor, ni el temor de la esperanza» (Vida de Jesucristo, 13, 4°).

Jn 8, 1. Sabemos que Nuestro Señor se retiró varias veces por la noche a orar al Monte de los Olivos (cfr Jn 18, 2; Lc 22, 39), situado al Este de Jerusalén. El valle del torrente Cedrón (Jn 18, 1) lo separa de la colina donde estaba edificado el Templo. Era desde antiguo lugar de oración: allí fue David a adorar a Dios en el duro trance de la revuelta de Absalón (2S 15, 32) y allí el profeta Ezequiel contempló la gloria de Yahwéh que entraba en el nuevo Templo (Ez 43, 1-4). Al pie del monte se encontraba un huerto, cuyo nombre era Getsemaní, o «lugar de aceite», una finca cerrada con plantación de olivos. La tradición cristiana ha rodeado el lugar de respeto y lo ha conservado como sitio de oración. A fines del siglo IV se construyó una iglesia, sobre cuyos restos se edificó la actual. Perduran aún unos pocos olivos milenarios que bien pueden ser retoños de los del tiempo del Señor.

Jn 8, 6. La pregunta de los escribas y fariseos esconde una insidia: como el Señor se había manifestado repetidas veces comprensivo con los que eran considerados pecadores, acuden ahora a Él con este caso para ver si también se muestra indulgente, y así poder acusarle de no respetar uno de los preceptos terminantes de la Ley (cfr Lv 20, 10).

Jn 8, 7. La respuesta de Jesús alude al modo de practicar la lapidación entre los judíos: los testigos del delito tenían que arrojar las primeras piedras, después seguía la comunidad, como para borrar colectivamente el oprobio que recaía sobre el pueblo (cfr Dt 17, 7). La cuestión, que le plantean desde un punto de vista legal, Jesús la eleva al plano moral –que sostiene y justifica el legal– interpelando a la conciencia de cada uno. No viola la Ley, dice San Agustín, y al mismo tiempo no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido: «Mirad qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador. Sufra el castigo aquella pecadora, pero no por mano de pecadores; ejecútese la Ley, pero no por sus transgresores» (In Ioann. Evang., 33, 5).

Jn 8, 11. «Sólo dos se quedan allí: la miserable y la Misericordia. Y el Señor, después de haber clavado el dardo de su justicia en el corazón de los judíos, ni se digna mirar siquiera cómo van desapareciendo, sino que aparta de ellos su vista y vuelve otra vez a escribir con el dedo en la tierra. Cuando se marcharon todos y quedó sola la mujer, levantó los ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la mansedumbre. ¡Qué aterrada debió de quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor: 'Quien de vosotros esté sin pecado, que lance contra ella la piedra el primero', porque temía ser castigada por Aquel en el que no podía hallarse pecado alguno. Mas el que había alejado de sí a sus enemigos con las palabras de la justicia, mirándola con ojos de misericordia, le pregunta: ¿No te ha condenado nadie? Contesta ella: Nadie, Señor. Y Él: Ni yo mismo te condeno; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque en mí no hallaste pecado alguno. 'Ni yo mismo te condeno'. Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú a los pecadores? Claro que no. Mira lo que sigue: Vete y no peques más en adelante. Por tanto, el Señor dio sentencia de condenación contra el pecado, pero no contra la mujer» (In Ioann. Evang., 33, 5-6).
Jesús, siendo el Justo, no condena; en cambio aquéllos, siendo pecadores, dictan sentencia de muerte. La misericordia infinita de Dios nos ha de mover a tener siempre compasión de quienes cometen pecado, porque también nosotros somos pecadores y necesitamos el perdón de Dios.

Jn 8, 12. Comienza ahora otra disputa entre Jesús y los fariseos. El escenario es el recinto del Templo, más exactamente el patio llamado «atrio de las mujeres», que precedía al de los israelitas y al de los sacerdotes, donde estaba el altar de los holocaustos (cfr nota a Lc 1, 21).
La ocasión es la misma fiesta de los Tabernáculos (cfr Jn 7, 2), en la cual, durante la primera noche, se iluminaba intensamente el atrio de las mujeres con cuatro enormes lámparas que daban cierta claridad por toda Jerusalén. Con ello recordaban la nube luminosa, señal de la presencia de Dios, que guió a los israelitas por el desierto a su salida de Egipto. Fue probablemente en esta fiesta cuando Jesús habló de sí mismo como «la Luz». Por otra parte, la imagen de la luz es frecuente en el Antiguo Testamento para designar al Mesías: El profeta Isaías predijo que una gran luz iluminaría a los pueblos que estaban sumidos en tinieblas, empezando por las tribus del Norte (Is 9, 1-6; cfr Mt 4, 15- 16); que el Mesías había de ser no sólo el Rey de Israel, sino luz de las gentes (Is 42, 6; Is 49, 6); y David hablaba de Dios como luz que ilumina el alma del justo y le da fortaleza (Sal 27, 1). Esta imagen era, pues, muy conocida en tiempos de Jesucristo: la emplea Zacarías (Lc 1, 78), y el anciano Simeón (Lc 2, 30-32) para manifestar su gozo al ver que se estaban cumpliendo las profecías antiguas.
El Señor se aplica a sí mismo esta imagen bajo un doble aspecto: es luz que ilumina la inteligencia por ser la plenitud de la Revelación divina (cfr Jn 1, 9.18); y es también luz que ilumina el interior del hombre para que pueda aceptar esa Revelación y hacerla vida suya (cfr Jn 1, 4-5). Jesús pide, por tanto, que se le siga para llegar a ser hijos de la luz (cfr Jn 12, 36), aunque sabe que muchos le rechazarán para que no sean descubiertas sus malas obras (cfr Jn 3, 20).
«Mirad, pues, la conformidad perfecta entre las palabras del Señor y lo que dice el Salmo: 'En ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz' (Sal 36, 10). El salmista une la luz con la fuente de la vida, y el Señor habla de una 'luz de vida'. Cuando tenemos sed, buscamos una fuente, cuando estamos en tinieblas, buscamos una luz (...). Con Dios es distinto: es la luz y es la fuente. El que te ilumina para que veas, ése mismo es el manantial para que bebas» (In Ioann. Evang., 34, 6).

Jn 8, 13-18. Los fariseos intentan desvirtuar la fuerza de los argumentos de Jesús: según ellos se apoya sólo sobre su propia palabra, y nadie da testimonio válido en su propio favor; por lo tanto, su testimonio no tiene fuerza alguna, piensan ellos.
En una circunstancia parecida (cfr Jn 5, 31 ss.), Jesús había aducido un cuádruple testimonio en su favor: la predicación de Juan Bautista, los milagros que Él mismo realizaba, las palabras del Padre en el momento del Bautismo en el Jordán, y la Sagrada Escritura. Aquí Jesús afirma el valor de su testimonio (v. 14) porque está unido al del Padre. Esto equivale a decir que su testimonio es más que un testimonio humano. «Habla para decir que viene de Dios, que es Dios, y que es Hijo de Dios, pero no lo dice abiertamente, porque une siempre la humildad con la profundidad. Dios merece que se tenga fe en Él» (Hom. sobre S. Juan, 51).

Jn 8, 19. Los fariseos, que se resistían a admitir el origen divino de Jesús, piden ahora una prueba que confirme la veracidad de sus palabras. La pregunta que hacen a Jesús es insidiosa y malintencionada, pues ellos piensan que no puede mostrarles al Padre.
Conocer a Jesús, es decir, creer en Él y aceptar el misterio de su divinidad, es conocer también al Padre. Jn 12, 44-45 repite la misma enseñanza con otras palabras. En este mismo sentido dirá el Señor a Felipe en tono de reproche: «¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Jesús es la manifestación visible de Dios invisible, la revelación máxima y definitiva de Dios a los hombres (cfr Hb 1, 1-3). Jesucristo «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su Muerte y gloriosa Resurrección, con el envió del Espíritu de la Verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte, y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei verbum, 4).

Jn 8, 20. «Gazofilacio»: Venía a ser como el cepillo de nuestras iglesias, y se hallaba situado en el atrio de las mujeres. Para más detalle véase la nota a Lc 21, 1-4.

Jn 8, 21-24. Al comenzar su ministerio público, Jesús se presentó con los rasgos propios del Mesías prometido; algunos le reconocen como tal y se adhieren a Él (cfr Jn 1, 12-13; Jn 4, 42; Jn 6, 69; Jn 7, 41); pero las autoridades hebreas, aun esperando la venida del Mesías (cfr Jn 1, 19 ss.), persisten en su actitud de repulsa frente a Jesús. De ahí la advertencia que ahora les dirige: Él se va adonde ellos no pueden ir, esto es, se marchará al Cielo de donde procede (cfr Jn 6, 41 ss.) y ellos continuarán esperando al Mesías anunciado por los profetas; pero ni encontrarán al Mesías porque le buscan fuera de Jesús, ni ahora le pueden seguir porque no le creen. Vosotros sois de este mundo –viene a decirles el Señor–, no por estar en la tierra sino por vivir bajo el influjo del príncipe de este mundo (cfr Jn 12, 31; Jn 14, 30; Jn 16, 11), por ser vasallos y realizar sus obras (cfr Jn 15, 19); por esto moriréis en vuestros pecados. «Todos hemos nacido con pecado –comenta San Agustín–; todos durante la vida hemos añadido otros al pecado de origen, y nos hemos hecho más del mundo de lo que éramos cuando nacimos de nuestros padres. ¿Dónde estaríamos si Aquel que no tiene sombra de pecado no hubiese venido para destruir todo pecado? Los judíos, por no creer en Él, fueron justamente sentenciados: Moriréis en vuestros pecados» (In Ioann. Evang., 38, 6).
La salvación que Cristo trae será aplicada a cuantos creen en su divinidad. La divinidad viene declarada al decir Jesús «Yo soy», porque esta expresión, repetida en otras ocasiones (cfr Jn 8, 28; Jn 13, 19), estaba reservada a Yahwéh en el Antiguo Testamento (cfr Dt 32, 39; Is 43, 10-11), donde Dios, al revelar su Nombre, y con él su esencia, 'dice a Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Con esta expresión tan profunda Dios dice de Sí mismo que es el Ser supremo en sentido absoluto y pleno, que no depende de ningún otro ser, y del cual todos dependen en su ser y en su existir. Así, pues, al decir Jesús de Sí mismo «Yo soy» revela que es Dios.

Jn 8, 25. Poco antes Jesús había hablado de su origen celeste y de su naturaleza divina (cfr vv, 23-24); pero los judíos se resisten a aceptar esa revelación; por eso buscan ahora una declaración aún más explícita: «¿Tú quién eres?». La respuesta del Señor puede entenderse de diversas maneras, pues el texto griego admite dos sentidos: 1) el Señor confirma lo que había proclamado inmediatamente antes (cfr vv. 23-24) o a lo largo de su enseñanza en Jerusalén, y así se puede traducir: «absolutamente», o bien, «en primer lugar lo que os estoy diciendo». Esta es la interpretación de la Neovulgata. 2) Jesús indica que Él es el «Principio», término que San Juan utiliza también en el Apocalipsis para designar al Verbo, causa de toda criatura (Ap 3, 14; cfr Ap 1, 8). Con ello expresa Jesús su origen divino: ésta es la interpretación de la Vulgata. En cualquier caso, Cristo manifiesta de nuevo su divinidad, reafirmando lo que ha dicho antes, pero sin volver a repetir las palabras que ya han escuchado.
Esta misma pregunta de los judíos se plantea a muchos hombres de nuestro tiempo: «¿Quién era Jesús? Nuestra fe exulta y grita: es Él, es Él, el Hijo de Dios hecho hombre; el Mesías que esperábamos: es el Salvador del mundo, es, finalmente, el Maestro de nuestra vida; es el Pastor que conduce a los hombres a sus pastos en el tiempo, a sus destinos más allá del tiempo; es la alegría del mundo; la imagen del Dios invisible; el Camino, la Verdad y la Vida; es el Amigo íntimo, el que nos conoce incluso de lejos y penetra nuestros pensamientos; es el que nos puede perdonar, consolar, curar, incluso resucitar; y es Aquel que volverá, juez de todos y de cada uno, en la plenitud de su gloria y de nuestra felicidad eterna» (Pablo VI, Audiencia general, 1l-XII-1974).

Jn 8, 26-27. «El que me ha enviado»: Expresión que se encuentra muy frecuentemente en el Evangelio de San Juan para referirse a Dios Padre (cfr Jn 5, 37; Jn 6, 44; Jn 7, 28; Jn 8, 16).
Los judíos que escuchaban a Jesús no entendían a quién se estaba refiriendo al decir «el que me ha enviado»; pero San Juan explica, al narrar este episodio, que Cristo habla de Dios Padre, de quien procede.
«Les hablaba del Padre»: Esta es la lectura de la mayoría de los códices griegos, entre ellos los más importantes. Otros códices griegos y algunas versiones, como la Vulgata, leen «llamaba Dios a su Padre».
«Lo que le he oído»: Jesús tiene un conocimiento connatural del Padre, y según este conocimiento habla a los hombres; no conoce por revelación o por inspiración como los profetas o los hagiógrafos, sino de un modo infinitamente superior. Por eso podía decir que nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo (cfr Mt 11, 27).
Acerca de la ciencia que Jesucristo tenía durante su vida en la tierra véase nota a Lc 2, 52.

Jn 8, 28. El Señor se refiere a su Pasión y Muerte: «Y yo, cuando
sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto señalando de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 32-33). Completando a los Sinópticos y a las Cartas de San Pablo, el cuarto Evangelio presenta la Cruz, sobre todo, como un trono regio en el que Cristo «puesto en alto» ofrece a todos los hombres los frutos de la salvación (cfr Jn 3, 14-15; cfr también Nm 21, 9 ss.; Sb 16, 6).
Jesús dice que, llegado aquel momento, los judíos conocerían quién era Él y la estrecha unión que tenía con el Padre, porque muchos de ellos descubrirían, merced a su Muerte seguida de su Resurrección, que era el Mesías, el Hijo de Dios (cfr Mt 15, 39). Tras la venida del Espíritu Santo serán miles las personas que crean en Él (cfr Hch 4, 4).

Jn 8, 30-32. A los judíos que entonces creen en Jesús les pide mucho más que la fe momentánea producida por un entusiasmo superficial; se trata de ser verdaderos discípulos, de modo que las palabras de Jesús informen sus vidas para siempre. El fruto de esa fe profunda será el conocimiento de la verdad y una vida auténticamente libre.
El conocimiento de la verdad de que habla Cristo no es sólo intelectual, sino más bien la maduración en el alma de la semilla de la Revelación divina. Esta culmina en las palabras de Cristo, y es una verdadera comunicación de vida sobrenatural (cfr Jn 5, 24): el que cree en Jesús, y a través de Él en el Padre, recibe el maravilloso don de la vida eterna. Conocer la verdad, en definitiva, es conocer al mismo Cristo, Dios encarnado para nuestra salvación, sentir que el Dios inaccesible se ha hecho hombre, Amigo nuestro, vida nuestra.
Ese conocimiento es el único que realmente nos hace libres, porque nos saca del estado de apartamiento de Dios, de pecado y, por tanto, de la esclavitud del demonio y de todas las ataduras de nuestra naturaleza caída, y nos introduce en la senda de la amistad divina, de la gracia, del Reino de Dios. Por eso esta libertad no solamente es luz que nos marca el camino, sino gracia, fuerza que nos da la posibilidad de recorrerlo a pesar de nuestras limitaciones.
«Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: 'Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la ver dad, como una condición de auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda la que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en Cristo, han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de constricción exterior!» (Redemptor Hominis, 12).
«Cristo mismo une, de modo particular, la liberación con el conocimiento de la verdad: 'Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32). Esta frase atestigua sobre todo el íntimo significado de la libertad con la que Cristo nos libera. Liberación significa transformación interior del hombre, consecuencia del conocimiento de la verdad. La transformación es, por tanto, un proceso espiritual en el cual el hombre progresa 'en la justicia y santidad verdaderas' (Ef 4, 24) (...). La verdad tiene importancia no sólo para el crecimiento de la conciencia humana, haciendo más profunda de este modo la vida interior del hombre; la verdad tiene también un significado y una fuerza profética; ella constituye el contenido del testimonio y exige un testimonio. Encontramos esta fuerza profética de la verdad en la enseñanza de Cristo: Como Profeta, como testigo de la verdad, Cristo se opone repetidamente a la no-verdad; lo hace con gran fuerza y decisión, y a menudo no duda en censurar lo falso» (Juan Pablo II, Audiencia general del 21-11-1979).
Santo Tomás de Aquino explica el profundo contenido de estas palabras del Señor del siguiente modo: «liberar en este pasaje no se refiere a quitar cualquier angustia (...), sino que propiamente significa hacer libre, y esto de tres modos: primero, la verdad de la doctrina nos hará libres del error de la falsedad (...); segundo, la verdad de la gracia librará de la esclavitud del pecado: 'La ley del espíritu de vida que está en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte' (Rm 8, 2); tercero, la verdad de la eternidad en Cristo Jesús nos librará de la corrupción (cfr Rm 8, 21)» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).
«La verdad os hará libres»: «Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» (Amigos de Dios, 26).

Jn 8, 33-34. Durante siglos el pueblo de Israel había estado sometido a otras naciones (Egipto, Babilonia, Persia...), y en aquel momento se encontraba bajo la dominación de Roma. Por ello estos judíos entendieron que Jesús se refería a una esclavitud o dominio político, al que habían estado sometidos de hecho, aunque nunca lo hubieran aceptado. Además, por pertenecer al pueblo escogido por Dios, se consideraban libres de los errores y aberraciones morales de los pueblos gentiles.
Ellos pensaban que la verdadera libertad estaba basada en el hecho de pertenecer al pueblo elegido. El Señor responde que ser del linaje de Abrahán no basta, sino que la verdadera libertad consiste en no ser esclavos del pecado. Tanto judíos como gentiles estaban sometidos a la esclavitud del pecado original y de los pecados personales (cfr Rm 5, 12; Rm 6, 20 y Rm 8, 2). Sólo Cristo, el Hijo de Dios, podía liberar de esa triste situación (cfr Ga 4, 21- 51); pero los judios que le escuchaban no entendieron la obra redentora que Cristo estaba realizando y que culminaría con su Muerte y Resurrección.
«El Salvador -comenta San Agustín- manifestó con estas palabras, no que quedaríamos libres de los pueblos dominadores, sino del demonio; no de la cautividad del cuerpo, sino de la malicia del alma» (Sermo 48).

Jn 8, 35-36. Las palabras esclavo e hijo evocan a los dos hijos de Abrahán: Ismael, nacido de la esclava (Agar), que no tendrá parte en la herencia; e Isaac, nacido de la libre (Sara), que será heredero de las promesas de Dios (cfr Gn 21, 10-12: Ga 4, 28-31). No basta la descendencia carnal de Abrahán para heredar las promesas de Dios y salvarse, sino que es preciso identificarse, por la fe y la caridad, con Jesucristo, el verdadero y propio Hijo del Padre, el único que puede hacernos hijos de Dios y de este modo traernos la verdadera libertad (cfr Rm 8, 21; Ga 4, 31). Cristo da «poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios» (Jn 1, 12-13). Así, el hombre que se identifica con Cristo se hace hijo de Dios y obtiene la libertad propia de los hijos.
«La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! (Rm 8, 21) (...). ¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que Él nos ha redimido (cfr Ga 4, 31). Por eso enseña: Sí el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana» (Amigos de Dios, 27 y 35).

Jn 8, 37-41. El Señor responde a la objeción de los judíos: Efectivamente son hijos de Abrahán, pero sólo en sentido natural, según la carne, circunstancia carente ya de valor, pues lo que ahora cuenta es la aceptación de Jesús como Enviado del Padre. Espiritualmente los interlocutores de Jesús están muy lejos de tener la verdadera filiación de Abrahán: éste se alegró al ver al Mesías (cfr Jn 8, 56); por su fe fue justificado (cfr Rm 4, 1 ss.), y su fe le movió a llevar una conducta consecuente (cfr St 2, 21-24); por esto llegó a alcanzar el gozo de la eterna bienaventuranza (cfr Mt 8, 11; Lc 16, 24). En cambio, aquellos judíos «eran sus descendientes carnales, pero habían degenerado no imitando la fe de aquel de quien eran hijos» (In loann. Evang., 42, 1). Los que viven de la fe –dice San Pablo–, son los verdaderos hijos de Abrahán y junto con él serán bendecidos por Dios (cfr Ga 3, 7-9). Aún más, los que ahora discuten con el Señor no sólo rechazan su doctrina, sino que sus obras denuncian otra filiación radicalmente distinta: «Vosotros hacéis las obras de vuestro padre», expresión que contiene de forma velada la acusación de ser hijos del diablo (cfr v. 44).
La falsa seguridad que sentían los judíos por descender de Abrahán puede tener su paralelismo en un cristiano que se contentara con estar bautizado y con hacer algunas prácticas religiosas, abandonando las exigencias que lleva consigo la fe en Jesucristo.

Jn 8, 42-44. Al decir los judíos que son hijos de Dios se basan en algunas afirmaciones del Antiguo Testamento (cfr Ex 4, 22; Dt 32, 6; Is 63, 16; Jr 3, 4; Jr 31, 9; Ml 1, 6). Sin embargo, la actitud que toman frente a Jesús contradice esa condición de hijos de Dios, que debería llevarles a aceptar a Jesús, puesto que es el Enviado del Padre. Precisamente por rechazar al Hijo Unigénito actúan como partidarios o hijos del enemigo de Dios, el diablo. Este, al oponerse al Señor, que es la Verdad, es padre de la mentira: en efecto, mintiendo sedujo a nuestros primeros padres, y engaña a cuantos, al seguir sus insinuaciones, cometen un pecado.

Jn 8, 48. Los judíos, en lugar de responder a la argumentación de Jesús, le atacan insultándole. Ya con anterioridad habían difundido la calumnia de que era un endemoniado, que estaba fuera de sí (cfr Mc 3, 21) y que echaba los demonios en nombre del príncipe de los demonios (cfr Mc 3, 22; Mt 12, 24). Al decir que era «un samaritano» querían llamarle hereje, violador de la Ley, semipagano. Los samaritanos, en efecto, eran considerados por los judíos como prototipo de perversión religiosa (sobre el origen del pueblo samaritano y las causas de su enemistad con los judíos cfr nota a Lc 9, 52-53 y Jn 4, 20-21).

Jn 8, 50. Jesús, frente a; las violentas acusaciones, actúa con paciencia, mientras defiende con firmeza la verdad divina. «Cuando hacía falta dar doctrina –dice San Juan Crisóstomo– y doblegar
la soberbia de sus enemigos, se mostraba firme; cuando, en cambio, tenía que sufrir un insulto, actuaba con gran mansedumbre; así nos enseña a defender los derechos de Dios y olvidarse de los propios» (Hom. sobre S. Juan, 54). Jesús deja aquella disputa al juicio divino, porque no busca fama humana. San Pablo repetirá esta enseñanza del Señor para subrayar su rectitud de intención en el apostolado (cfr 1Co 4, 3-5) y la benevolencia que se debe practicar con todos (cfr Rm 12, 19-20).

Jn 8, 51-53. «Jamás verá la muerte»: El Señor promete la vida eterna a quienes acojan su enseñanza y permanezcan fieles a ella.
El pecado, como enseña el cuarto Evangelio, es muerte del alma; y la gracia santificante, vida (cfr Jn 1, 4.13; Jn 3, 15.16.36; etc.). Por la gracia tenemos el comienzo de la vida eterna, la prenda de la Gloria que alcanzaremos más allá de esta vida terrena y que es la Vida verdadera. Los judíos, obcecados en su hostilidad, no quieren escuchar las palabras del Señor y por eso no le entienden.

Jn 8, 55. El conocimiento de que habla el Señor implica algo más que un mero saber o entender. De este conocimiento ya se habla en el Antiguo Testamento, donde el verbo «conocer» denota amor, fidelidad, entrega generosa. El amor a Dios es consecuencia del conocimiento cierto que de Él tengamos y, al mismo tiempo, conocemos mejor a Dios a medida que le amamos más.
Jesús, cuya Humanidad Santísima estaba unida íntimamente –aunque sin confusión– con su Divinidad en la única Persona del Verbo, no podía dejar de afirmar su conocimiento singular e inefable del Padre. Pero este lenguaje verdadero de Jesús se hacía absolutamente incomprensible para quienes se cerraban a la fe, hasta el punto de considerarlo como blasfemo (cfr v. 59).

Jn 8, 56. Jesús se presenta como el cumplimiento de las esperanzas de los patriarcas del Antiguo Testamento. Ellos se mantuvieron fieles anhelando ver el día de la Redención. Refiriéndose a la fe de los patriarcas exclama San Pablo: «Todos ellos murieron en la fe, sin haber recibido los bienes que se les había prometido, sino contemplándolos de lejos y saludándolos, y confesando al mismo tiempo ser peregrinos y huéspedes sobre la tierra» (Hb 11, 1-2.13). Entre ellos sobresale Abrahán, nuestro padre en la fe (cfr Ga 3, 7), que recibe la promesa de ser padre de un pueblo numeroso, el pueblo elegido, del que nacerá el Mesías.
El futuro cumplimiento de las promesas mesiánicas fue ya para Abrahán causa de inmensa alegría: «Abrahán, nuestro padre, teniendo la certeza de que se cumpliría la antigua promesa y esperando contra toda esperanza, recibió en el nacimiento de su hijo Isaac las primicias proféticas de la alegría mesiánica. Tal alegría se encuentra como transfigurada a través de una prueba de muerte, cuando su hijo único le es devuelto vivo, prefigurando la Resurrección del Hijo Único de Dios que había de venir, prometido para un sacrificio en el que se realizaría la Redención. Abrahán exultó al pensar que vería el día de Jesucristo, el día de la Salvación: 'él lo vio y se alegró'» (Pablo VI, Exhortación Apostólica «Gaudete in Domino», 9-V-1975).
Jesús se mueve en un plano superior al de los patriarcas, pues éstos sólo vieron proféticamente, «de lejos», el día de Cristo, esto es, el acontecimiento de la Redención, mientras Él es quien lo lleva a cabo.

Jn 8, 58. La respuesta de Jesús a la observación escéptica de los judíos encierra una revelación de su divinidad. Al decir «antes que Abrahán naciese. Yo soy», se está refiriendo el Señor a su eternidad, propia de la naturaleza divina. Por eso exclama San Agustín: «Reconoced al Creador, distinguid la creatura. Quien hablaba era descendiente de Abrahán, pero para que Abrahán fuese hecho, antes que Abrahán Él era» (In Ioann. Evang., 43, 17).
Los Santos Padres evocan, en relación con las palabras de Cristo, la solemne teofanía del Sinaí: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14), y también la distinción que San Juan hace en el prólogo de su Evangelio entre un mundo que «fue hecho» y el Verbo que «era» desde toda la eternidad (cfr Jn 1, 1-3). La expresión «Yo soy», empleada por Jesús de manera absoluta, equivale, pues, a afirmar su eternidad y su divinidad. Cfr nota a Jn 8, 21-24.

Jn 9, 2-3. La pregunta de los discípulos se hace eco de las opiniones de los judíos sobre la causa de la enfermedad y de las desgracias en general: se consideraban castigo de los pecados personales (cfr Jb 4, 7-8; 2M 7, 18), o de las faltas de los padres, que recaían sobre los hijos (cfr Tb 3, 3).
Sabemos por la Revelación (cfr Gn 3, 16-19; Rm 5, 12; etc.) que el origen de todas las desgracias que aquejan a la humanidad es el pecado: el pecado original y los sucesivos pecados personales. Sin embargo, esto no quiere decir que cada desgracia o enfermedad tenga su causa inmediata en un pecado personal, como si Dios enviara o permitiera los males en relación directa con cada pecado cometido. El dolor, que acompaña tantas veces la vida del justo, puede ser un medio que Dios le envía para purificarse de sus imperfecciones, para ejercitar y robustecer sus virtudes y para unirse a los padecimientos de Cristo Redentor que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que merecían nuestros pecados (cfr Is 53, 4; 1P 2, 24; 1Jn 3, 5). En este sentido, la Santísima Virgen, San José y todos los santos han experimentado intensamente el dolor como participación en el sufrimiento redentor de Cristo.

Jn 9, 4-5. El «día» se refiere a la vida terrena de Jesús. De aquí la urgencia que a Sí mismo se impone de realizar la Voluntad del Padre antes de que llegue su muerte, que compara con la noche. También puede entenderse que la noche se refiere al final de este mundo; en este sentido el pecado significa que la Redención de los hombres realizada por Cristo debe ser continuada por la Iglesia a lo largo de los tiempos, y que también los cristianos deben esforzarse por extender el Reino de Dios.
»El tiempo es un don de Dios: es una interpelación del amor de Dios a nuestra libre y - puede decirse– decisiva respuesta. Debemos ser avaros del tiempo, para emplearlo bien, con la intensidad en el obrar, amar y sufrir. Que no exista jamás para el cristiano el ocio, el aburrimiento. El descanso si, cuando sea necesario (cfr Mc 6, 31), pero siempre con vistas a una vigilancia que sólo en el último día se abrirá a una luz sin ocaso» (Pablo VI, Homilía 1-1-76. IX Jornada mundial de la paz).
Jesús se proclama la Luz del mundo porque su vida entre los hombres nos ha dado el sentido último del mundo, de la vida de cada hombre y de la humanidad entera. Sin Jesús toda la creación está a oscuras, no encuentra el sentido de su ser, ni sabe a dónde va. «El misterio del hombre sólo se esclarece realmente en el misterio del Verbo Encarnado (...). Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (Gaudium et spes, 22). Jesús nos advierte –y esto lo dirá más claramente en Jn 12, 35-36– de la necesidad de dejarnos iluminar por esa luz que es Él mismo (cfr Jn 1, 9 -12).

Jn 9, 6-7. La curación se realiza en dos etapas: la acción de Jesús sobre los ojos del ciego y el mandato de lavarse en la piscina de Siloé. Nuestro Señor había utilizado también la saliva para curar a un sordomudo (cfr Mc 7, 33) y a un ciego (cfr Mc 8, 23). La piscina de Siloé era un estanque construido por el rey Ezequías en el siglo VII a. C. para el abastecimiento de agua a Jerusalén (cfr 2R 20, 20; 2Cro 32, 30); los profetas consideraban estas aguas como una muestra del favor divino (cfr Is 8, 6; Is 22, 11). San Juan, apoyándose en el sentido amplio de la etimología de Siloé, lo aplica a Jesús, que es el «Enviado» del Padre. El Señor actúa por medio de la materia para producir efectos que superan la naturaleza de esa misma materia. Algo semejante hará con los Sacramentos: a unos medios materiales conferirá por su palabra el poder de la regeneración sobrenatural del hombre.
El mandato que el Señor da al ciego evoca el milagro de Naamán, general sirio que fue curado de su lepra cuando, por indicación del profeta Eliseo, se lavó siete veces en las aguas del Jordán (cfr 2R 5, 1 ss.). Aquél había titubeado antes de obedecer; el ciego, en cambio, obedece con prontitud y sin replicar.
«¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad» (Amigos de Dios, 193).

Jn 9, 8-34. Después de narrar el milagro, el Evangelio refiere las dudas de los vecinos y conocidos del ciego (vv. 8-12) y la investigación que hacen los fariseos: interrogatorio al ciego curado (vv. 13-17), a sus padres (vv. 18-23) y de nuevo al ciego, a quien terminan condenando y expulsándole de su presencia (vv. 24-34). El pasaje contiene tal precisión de detalles que manifiesta claramente la espontaneidad de un testigo que ha presenciado y vivido el suceso.
Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto simbolizado en este milagro el sacramento del Bautismo, en el cual, por medio del agua, el alma queda limpia y recibe la luz de la fe: «Lo envía a la piscina, que se llama de Siloé, para que se lave y para que sea iluminado, es decir, para que sea bautizado y reciba en el bautismo la iluminación plena» (Comentario sobre S. Juan, ad loc.).
El episodio refleja, por otra parte, las diversas posturas ante el Señor y sus milagros. El ciego, de corazón sencillo, cree en Jesús como enviado, profeta (vv. 17.33) e Hijo de Dios (vv. 17.33.38). Los fariseos, en cambio, se obstinan en no querer ver ni creer, incluso ante la evidencia de los hechos (vv. 24-34).
En este milagro Jesús se revela de nuevo como luz del mundo. Se comprueba la afirmación del Prólogo: «Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1, 9). No sólo da la luz a los ojos del ciego, sino que le ilumina interiormente llevándole a un acto de fe en su divinidad (v. 38). A la vez queda patente el drama profundo de quienes se obcecan en su ceguera, tal como lo había anunciado en el diálogo con Nicodemo: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas» (Jn 3, 19).

Jn 9, 14-16. Los fariseos aducen la misma acusación que en la curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 10) y que en otras ocasiones: Jesús es un transgresor de la Ley porque no guarda el sábado al curar a los enfermos (cfr Lc 13, 16; Lc 14, 5...). Cristo había enseñado muchas veces que la observancia del descanso sabático (cfr Ex 20, 8.11; Ex 21, 13; Dt 5, 14) no se opone a la obligación de hacer el bien (cfr Mt 12, 3-8; Mc 2, 28; Lc 6, 5). Por encima de todos los preceptos está la caridad, el bien de los hombres (cfr nota a Mt 12, 3-8). En cambio, cuando la norma se antepone de manera ciega a las obligaciones ineludibles de justicia y caridad, se cae en el fanatismo, que siempre se opone al Evangelio, y aun a la recta razón. Es lo que les ocurre a los fariseos en este caso: se cierran en sus ideas hasta el punto de no querer ver la mano de Dios en un hecho que muestra de modo razonable que sólo puede ser realizado por el poder divino. El dilema que se les plantea sobre Jesús –de si es un hombre de Dios por los milagros que hace, o un pecador por no observar el sábado (cfr Mc 3, 23-30)– sólo es posible dentro de una mentalidad completamente dominada por el fanatismo religioso. La interpretación equivocada del cumplimiento de algunos preceptos les había llevado a no comprender lo esencial de la Ley: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Los fariseos, para no aceptar la divinidad de Jesús, rechazan la única interpretación correcta del milagro. El ciego, en cambio –como las almas abiertas sin prejuicio a la verdad–, encuentra en el milagro un apoyo firme para confesar que Cristo obra con poder divino (Jn 9, 33): «Ciertamente Cristo apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos» (Dignitatis humanae, 11).

Jn 9, 24. «Da gloria a Dios»: Solemne declaración, a modo de juramento, con la que se exhortaba a decir la verdad. Sin embargo, los fariseos no buscaban la verdad, sino intimidar al ciego para que se desdijese de lo confesado. Ahora fuerzan su conciencia advirtiéndole: «Nosotros sabemos que este hombre es pecador». Explicando este pasaje, escribe San Agustín: «¿Qué pretenden con decir: Da gloria a Dios? Que niegue el beneficio recibido. Esto no es ciertamente dar gloria a Dios, sino más bien blasfemar contra Dios» (In loann. Evang., 44, 11).

Jn 9, 25-34. Todo el interrogatorio muestra que el milagro fue tan patente que ni siquiera los adversarios pudieron negarlo. Nuestro Señor durante su ministerio público hizo muchos milagros, manifestando así su omnipotencia sobre todas las cosas o, lo que es lo mismo, su divinidad.
Ante la actitud racionalista que no acepta, por un falso principio filosófico, la intervención sobrenatural de Dios en este mundo y, por tanto, la posibilidad del milagro, el Magisterio de la Iglesia ha enseñado siempre la existencia y el valor de los milagros: «Quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su Revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos de la Revelación divina y acomodados a la inteligencia de todos». «Si alguno dijere que no puede darse ningún milagro y que por lo tanto todas las narraciones sobre ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las fábulas o los mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y que con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión cristiana, sea anatema» (Dei Filius, cap. 3 y can. 4; DS, 3009.3024).

Jn 9, 29. El hecho milagroso es igualmente válido para todos, pero la contumacia de aquellos fariseos no se rinde ante la significación del hecho, ni siquiera después de las averiguaciones realizadas con los padres y el propio ciego. «El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos» (Es Cristo que pasa, 71).
En todo este episodio así como hay un proceso de profundízación en la fe por parte del ciego, que comienza reconociendo a Jesús como Profeta (v. 17) y culmina en la confesión de su divinidad (v. 35), hay también un proceso contrario de obstinación en aquellos judíos: desde la duda (v. 16), pasando por la afirmación blasfema de que Jesús es un pecador (v. 24), hasta terminar expulsando al mendigo (v. 34). Es preciso que los hombres estemos atentos a ese gran enemigo, la soberbia, que ciega los ojos e impide ver hasta lo más evidente.

Jn 9, 34. Después del exilio de Babilonia (siglo VI a. C.) existía entre los judíos la costumbre de expulsar de la sinagoga a quienes cometían ciertos delitos. Se hacía de dos formas: la exclusión temporal durante 30 días como medida disciplinar, y la exclusión definitiva, que se pondría en práctica con frecuencia contra los judíos que se convirtieron al cristianismo. Aquí parece que se refiere a esta expulsión definitiva, tal como lo habían acordado (v. 22), y se puede comprobar por otros datos del Evangelio (cfr Jn 12, 42; Jn 16, 2; Lc 6, 22).

Jn 9, 35-38. No parece casual este encuentro con Jesús. Los fariseos han echado de la sinagoga al ciego curado; pero el Señor, además de acogerle, le ayuda a hacer un acto de fe en su divinidad. «Lavada finalmente la faz del corazón y purificada la conciencia, lo reconoce no sólo hijo de hombre, sino Hijo de Dios» (In Ioann. Evang., 44, 15). Este diálogo nos recuerda el que Jesús había mantenido con la samaritana (cfr Jn 4, 26).

Jn 9, 39. Ante el contraste entre la fe del ciego y la obstinación de los fariseos, el Señor pronuncia esta sentencia. Él no ha sido enviado para condenar al mundo, sino para salvarlo (cfr Jn 3, 17); pero su presencia entre nosotros comporta ya un juicio, porque cada hombre ha de tomar frente a Él una de estas dos actitudes: de aceptación o de rechazo. Cristo ha sido puesto para ruina de unos y salvación de otros (cfr Lc 2, 34). De este modo, se establece una diferenciación entre los hombres (cfr Jn 3, 18-21; Jn 12, 47-48). Por una parte, los humildes de corazón (cfr Mt 11, 25) que, reconociendo sus miserias, acuden a Jesús en busca del perdón: éstos gozarán de aquella luz. Por otra parte, los que, satisfechos de sí mismos, piensan que no necesitan de Cristo ni de su palabra; éstos que dicen ver son en realidad unos ciegos. De esta manera somos los hombres quienes con la fe o la repulsa de Jesús preparamos nuestra suerte última.

Jn 9, 40-41. Las palabras de Jesús produjeron una fuerte impresión entre los fariseos, deseosos de encontrar en sus enseñanzas algún motivo de condena. Dándose cuenta de que se refería a ellos, le vuelven a preguntar. La respuesta del Señor es clara: ellos pueden ver pero no quieren; de ahí su culpabilidad. «Si conocieseis vuestra ceguera y os tuvierais por ciegos y acudieseis al médico, no tendríais pecado, porque yo vine a quitar el pecado; pero porque decís vemos, por eso permanece vuestro pecado. ¿Por qué? Porque diciendo vemos no acudís al médico y así quedaréis en vuestra ceguera» (In Ioann. Evang., 45, 17).

Jn 10, 1-18. La imagen del Buen Pastor evoca un tema preferido de la predicación profética en el Antiguo Testamento: el pueblo elegido es llamado el rebaño, y Yahwéh es su pastor (cfr Sal 23). El nombre de pastores se aplicaba también a los reyes y a los sacerdotes. Jeremías dirige una dura amenaza a estos pastores que dejan que se pierdan las ovejas, y promete en nombre de Dios nuevos pastores que de verdad apacienten las ovejas de modo que nunca más sean angustiadas ni afligidas (cfr Jr 23, 1-6; cfr también Jr 2, 8; Jr 3, 15; Jr 10, 21; Is 40, 1-11). Ezequiel reprocha a los pastores sus delitos y pereza, la avidez y el olvido de sus propios deberes: Yahwéh les quitará el rebaño y Él mismo cuidará de sus ovejas. Más aún: suscitará un Pastor único, descendiente de David, que las apacentará, y estarán seguras (Ez 34). Jesús se presenta como ese Buen Pastor que cuida de sus ovejas, busca la extraviada, cura la herida y carga sobre sus hombros la extenuada (cfr Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7), cumpliéndose en Él las antiguas profecías.
El arte cristiano se inspiró muy pronto en esta figura entrañable del Buen Pastor y dejó así representado el amor de Cristo por cada uno de nosotros.
Además del título de Buen Pastor, Cristo se aplica a sí mismo la imagen de la puerta por la que se entra en el aprisco de las ovejas que es la Iglesia. «La Iglesia -enseña el Concilio Vaticano II– es un redil cuya única y obligada puerta es Cristo (cfr Jn 10, 1-10). Es también una grey de la que el mismo Dios se profetizó pastor (cfr Is 40, 11; Ez 34, 11-55), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, el Buen Pastor y príncipe de los Pastores (cfr Jn 10, 11; 1P 5, 4) que dio su vida por las ovejas (cfr Jn 10, 11-15)» (Lumen gentium, 6).

Jn 10, 1-2. Se puede dañar al rebaño calladamente y a escondidas, o bien de forma descarada y con abuso de poder. Los enemigos del rebaño de Cristo –así lo atestigua la Historia de la Iglesia- han empleado ambos sistemas: unas veces se introducen en el redil ocultándose para hacer daño desde dentro; otras lo hacen desde fuera, abierta y violentamente. «¿Quién es el buen pastor? El que entra por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se comporta como el mercenario, que viendo venir al lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño» (Es Cristo que pasa, 34).

Jn 10, 3-5. En aquellos tiempos era costumbre reunir al oscurecer varios rebaños en un mismo recinto. Allí permanecían toda la noche bajo la custodia de un guarda. Al amanecer, cada pastor llegaba, le abría el guarda, y llamaba a sus ovejas, que se incorporaban y salían del aprisco tras él; les hacía oír frecuentemente su voz para que no se perdieran, y caminaba delante para conducirlas a los pastos. El Señor hace uso de esta imagen, tan familiar a sus oyentes, para mostrarles una enseñanza divina: ante voces extrañas, es necesario reconocer la voz de Cristo –actualizada de continuo por el Magisterio de la Iglesia– y seguirle, para encontrar el alimento abundante de nuestras almas. «Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro infinito de ciencia: la Palabra de Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de Cristo, que se administra en los Sacramentos; el testimonio y el ejemplo de quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con sus vidas un camino de fidelidad a Dios» (Es Cristo que pasa, 34).

Jn 10, 6. Cristo, con pedagogía divina, desarrolla e interpreta la imagen del pastor y del rebaño, para que todos los hombres, si tienen buenas disposiciones, puedan llegar a entender. Pero los judíos no entendieron el alcance de las palabras del Señor, como ocurrió cuando les prometió la Eucaristía (Jn 6, 41-43) o les habló del «agua viva» (Jn 7, 40-43), o con ocasión de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 45-46).

Jn 10, 7. Después de haber prefigurado a la Iglesia como un redil, Jesús desarrolla la comparación y se llama a Sí mismo «puerta de las ovejas». Al redil entran los pastores y las ovejas. Tanto unos como otras han de entrar por la puerta que es Cristo. «Yo –predicaba San Agustín– queriendo llegar hasta vosotros, es decir, a vuestro corazón, os predico a Cristo: si predicara otra cosa, querría entrar por otro lado. Cristo es para mí la puerta para entrar en vosotros: por Cristo entro no en vuestras casas, sino en vuestros corazones. Por Cristo entro gozosamente y me escucháis hablar de Él. ¿Por qué? Porque sois ovejas de Cristo y habéis sido comprados con su Sangre» (In Ioann. Evang., 47, 2.3).

Jn 10, 8. El severo reproche que Jesús hace a cuantos vinieron antes que Él no incluye a Moisés, ni a los profetas (cfr Jn 5, 39.45; Jn 8, 56; Jn 12, 41), ni al Bautista (cfr Jn 5, 33), porque éstos anunciaron al futuro Mesías y le prepararon el camino. A quienes alude es a los falsos profetas y embaucadores del pueblo, entre ellos algunos maestros de la Ley, ciegos y guías de ciegos (cfr Mt 23, 16- 24), que impedían al pueblo el acceso a Cristo, como lo habían mostrado poco antes cuando la curación del ciego de nacimiento (cfr Jn 9).

Jn 10, 11-15. «El buen Pastor da su vida por sus ovejas»: «Habla aquí Jesús –comenta San Juan Crisóstomo– de su Pasión, y muestra que iba a ocurrir para salvación del mundo, y que la sufriría voluntaria y libremente» (Hom. sobre S. Juan, 59, 3). Antes el Señor ha hablado de pastos abundantes, ahora de dar su misma vida: «Hizo lo que había dicho –comenta San Gregorio–, dio su vida por sus ovejas, y entregó su Cuerpo y Sangre en el Sacramento para alimentar con su carne a las ovejas que había redimido» (In Evangelia homiliae, 14, ad loc.). Los asalariados, en cambio, huyen ante el peligro, y dejan que el rebaño se pierda. «¿Quién es el mercenario? El que ve venir al lobo y huye. El que busca su gloria, no la gloria de Cristo; el que no se atreve a reprobar con libertad de espíritu a los pecadores (...). Tú callas, no repruebas. Tú eres mercenario; has visto venir al lobo y has huido (...) porque te has callado; y has callado, porque has tenido miedo» (In Ioann. Evang., 46, 8).
«Recuerden que su ministerio sacerdotal (...) está ordenado –de manera particular– a la gran solicitud del Buen Pastor, que es la solicitud por la salvación de todo hombre. Todos debemos recordar esto: que a ninguno de nosotros es lícito merecer el nombre de 'mercenario', o sea, uno 'de quien no son propias las ovejas', uno que 've venir al lobo, abandona las ovejas y huye, porque es asalariado y no le importan las ovejas'. La solicitud de todo buen pastor es que los hombres 'tengan vida, y la tengan en abundancia', para que ninguno se pierda, sino que tengan la vida eterna. Esforcémonos para que esta solicitud penetre profundamente en nuestras almas: tratemos de vivirla. Sea ella la que caracterice nuestra personalidad, y esté en la base de nuestra identidad sacerdotal» (Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia, 7).
El Buen Pastor conoce a cada una de sus ovejas, las llama por su nombre. En esta entrañable figura se entrevé una exhortación a los futuros pastores de la Iglesia, como más tarde explicará San Pedro: «Que apacentéis la grey de Dios puesta a vuestro cargo, velando sobre ella con afectuosa voluntad, según Dios, no por sórdido interés, sino gratuitamente» (1P 5, 2).
«La santidad de la Esposa de Cristo se ha demostrado siempre –como se demuestra también hoy– por la abundancia de buenos pastores. Pero la fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos. Hay mercenarios que callan, y hay mercenarios que hablan palabras que no son de Cristo. Por eso si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor, al que entra por la puerta ejercitando su derecho, al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo» (Es Cristo que pasa, 34).

Jn 10, 16. «Un solo rebaño, con un solo pastor»: La misión de Cristo es universal aunque su predicación se dirigiera de hecho, en una primera etapa, a las ovejas de la casa de Israel, como Él mismo manifestó a la mujer cananea (cfr Mt 15, 24), y enviara a los Apóstoles, en su primera misión (cfr Mt 10, 6), a predicar a los israelitas. Ahora, sin embargo, pensando en los frutos de su muerte redentora (v. 15), revela que éstos se aplicarán «a otras ovejas que no son de este redil», es decir, de Israel. En efecto, los Apóstoles, después de la Resurrección, serán enviados por Cristo a todas las gentes (cfr Mt 28, 19) para predicar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc 16, 15), comenzando por Jerusalén y siguiendo por Judea, Samaría y hasta los confines de la tierra (cfr Hch 1, 8). De este modo se cumplirán las antiguas promesas sobre el reinado universal del Mesías (cfr Sal 2, 7; Is 2, 2-6; Is 66, 17-19). La universalidad de la salvación hace exclamar a San Pablo: «Recordad cómo en otro tiempo vosotros... estabais lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo» (Ef 2, 11- 13; cfr Ga 3, 27-28; Rm 3, 22).
La unidad de la Iglesia se da bajo una sola cabeza visible, porque «el Señor entregó todos los bienes de la Nueva Alianza –enseña el Concilio Vaticano II– a un solo Colegio Apostólico, presidido por Pedro, para construir un solo cuerpo de Cristo en la tierra, al que es necesario que se adhieran todos los que ya pertenecen de algún modo al pueblo de Dios» (Unitatis redintegratio, 3). El deseo constante de los católicos es que todos los hombres vengan a la verdadera Iglesia, que siendo «único rebaño de Dios, como estandarte levantado ante las naciones, peregrina llena de esperanza hacia la patria celestial, ofreciendo el Evangelio de la paz a todo el género humano» (Ibid., 2).

Jn 10, 17-18. Jesús explica ahora la libre voluntad con que se entrega a la muerte para bien de su rebaño (cfr Jn 6, 51). Cristo, por haber recibido pleno poder, tiene libertad para ofrecerse en sacrificio expiatorio, y se somete voluntariamente al mandato de su Padre en un acto de perfecta obediencia.
«Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor. Pero el tesoro preciosísimo de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores» (Amigos de Dios, 26).

Jn 10, 19-21. El Evangelista ha hecho notar varias veces (cfr Jn 6, 53; Jn 7, 12.25-27.31.40.43) que ante las palabras del Señor surgen reacciones contrapuestas, según la disposición de los oyentes. En este caso unos rechazan su enseñanza renovando la calumnia de que estaba endemoniado (Jn 7, 20; Jn 8, 48), y que realizaba milagros en virtud del príncipe de los demonios (cfr Mt 9, 34; Mt 12, 24; Mc 3, 22; Lc 11, 15); otros, en cambio, se van abriendo a la luz, y reconocen el poder divino de quien puede curar a un ciego (cfr Jn 9).
Nunca han faltado reacciones semejantes a lo largo de la historia. «Jesús: por dondequiera que has pasado no quedó un corazón indiferente.–O se te ama o se te odia.
»Cuando un varón-apóstol te sigue, cumpliendo su deber, ¿podrá extrañarme –¡si es otro Cristo!– que levante parecidos murmullos de aversión o de afecto?» (Camino, 687).

Jn 10, 22. Esta fiesta conmemora un episodio de la historia de Israel (cfr 1M 4, 36-59; 2M 12, 19; 2M 10, 1-8): Judas Macabeo, en el año 165 a. C., después de haber liberado Jerusalén de la dominación de los reyes de la dinastía Seléucida de Siria, purificó el Templo de las profanaciones de Antíoco Epífanes (1M 1, 54). Desde entonces, el día 25 del mes de Kisleu (noviembre-diciembre) y durante la semana siguiente, se celebraba en toda Judea el aniversario de la dedicación del altar. Solía llamarse también «Fiesta de las luces» porque era costumbre encender lámparas, símbolo de la Ley, y ponerlas en las ventanas de las casas (cfr 2M 1, 18).

Jn 10, 24-25. Cuando aquellos judíos preguntan a Jesús si es el Mesías, «hablaban así, comenta San Agustín, no por el deseo de conocer la verdad, sino para preparar el camino de la calumnia» (In Ioann. Evang., 48, 3). Ya en otras ocasiones Jesús se había manifestado con sus palabras y sus obras como el Hijo Único de Dios (Jn 5, 19 ss.; Jn 7, 16 ss.; Jn 8, 25 ss.). También se había dado a conocer explícitamente como Mesías y Salvador a la samaritana (Jn 4, 26) y al ciego de nacimiento (Jn 9, 37) ante las buenas disposiciones de éstos. Ahora reprocha a sus interlocutores que se resistan a reconocer las obras que Él realiza de parte de su Padre (cfr Jn 5, 36; Jn 10, 38). Otras veces había aludido Jesucristo a las obras como medio para distinguir a los verdaderos profetas de los falsos: «Por sus obras los conoceréis» (Mt 7, 16; cfr Mt 12, 33).

Jn 10, 26-29. Es cierto que la fe y la vida eterna no se pueden merecer por las solas fuerzas naturales del hombre: son un don gratuito de Dios. Pero el Señor a nadie niega su gracia para creer y para salvarse, porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4). Ahora bien, si uno pone obstáculos al don de la fe, es culpable de su incredulidad. A este propósito enseña Santo Tomás de Aquino: «puedo ver gracias a la luz del sol; pero si cierro los ojos, no veo: esto no es por culpa del sol sino por culpa mía, porque al cerrar los ojos impido que me llegue la luz solar» (Comentario sobre S. Juan, ad loc.).
Por el contrario, los que no oponen resistencia a la gracia divina llegan a creer en Jesús, son conocidos y amados por el Señor, entran bajo su protección y permanecen fieles ayudados por su gracia, prenda de la vida eterna que finalmente recibirán del Buen Pastor. Es verdad que en este mundo tendrán que luchar y sufrirán heridas; pero si se mantienen unidos al Buen Pastor nadie ni nada arrebatará de las manos de Cristo a sus ovejas, porque más fuerte que el Maligno es nuestro Padre Dios. La esperanza de que el Señor nos concederá la perseverancia final se basa no en nuestras propias fuerzas sino en la misericordia divina; tal esperanza debe constituir un motivo continuo de lucha por corresponder a la gracia y ser fieles cada día a las exigencias de nuestra fe.

Jn 10, 30. Jesús manifiesta la identidad sustancial entre Él y el Padre. Antes había proclamado a Dios como Padre suyo «haciéndose igual a Dios»; por esto los judíos habían pensado varias veces en darle muerte (cfr Jn 5, 18; Jn 8, 59). Ahora habla acerca del misterio de Dios, que los hombres sólo podemos conocer por revelación. Después volverá a desvelar ese misterio, sobre todo en la Ultima Cena (Jn 14, 10; Jn 17, 21-22). El Evangelista ya lo contempla al comienzo del Prólogo (cfr Jn 1, 1 y nota).
«Escucha –nos invita San Agustín– al mismo Hijo: 'Yo y el Padre somos uno'. No dijo 'Yo soy el Padre', ni 'Yo y el Padre es uno mismo'. Sino que en la expresión 'Yo y el Padre somos uno' hay que fijarse en las dos palabras: 'somos' y 'uno' (...). Porque si son uno entonces no son diversos, y si 'somos', entonces hay un Padre y un Hijo» (In Ioann. Evang., 36, 9). Jesús revela su unidad sustancial con el Padre en cuanto a la esencia o naturaleza divina, pero al mismo tiempo manifiesta la distinción personal entre el Padre y el Hijo. «Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres Personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia máxima y gloria propia de la Esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad» (Credo del Pueblo de Dios, 10).

Jn 10, 31-33. Los judíos entienden que Jesús afirma ser Dios, pero interpretan sus palabras como una blasfemia. Blasfemo le llamaron cuando perdonó los pecados del paralítico (Mt 9, 1-8) y acusándole de blasfemo le condenarán también cuando confiese solemnemente su divinidad ante el Sanedrín (Mt 26, 63-65). Nuestro Señor manifestó, pues, su naturaleza divina; pero aquellos oyentes rechazaron esta revelación del misterio de Dios Encarnado, cerrándose ante las pruebas que Jesús les ofrecía. Por eso le acusan de que, siendo hombre, se hace Dios. La fe se apoya en argumentos razonables –milagros y profecías– para creer que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios, aunque nuestro entendimiento limitado nos impida comprender cómo puede ser esto. El Señor, en efecto, para reafirmar su Divinidad, acude a dos argumentos que sus adversarios no podrán rebatir: el testimonio de la Sagrada Escritura –profecías– y el de sus propias obras –milagros-.

Jn 10, 34-36. El Evangelio nos ha mostrado ya varias respuestas del Señor a objeciones de los judíos. Ahora Jesús recurre con paciencia a una argumentación que para ellos tenía fuerza decisiva: la autoridad de la Sagrada Escritura. Cita el salmo 81 en el que Dios reprocha a unos jueces su actuación injusta, a pesar de haberles recordado: «Dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo» (Sal 82, 6). Si, según este salmo, los hijos de Israel son llamados dioses e hijos de Dios, con cuánta mayor razón ha de ser llamado Dios Aquél que ha sido santificado y enviado por Dios. En efecto, la naturaleza humana de Cristo al ser asumida por el Verbo queda santificada plenamente y viene al mundo para santificar a los hombres. «Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Mas Él asumió la entera naturaleza humana cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, pero sin el pecado. Pues Cristo dijo de sí mismo que era Aquél a quien el Padre santificó y envió al mundo» (Ad gentes, 3).
Con el uso que hace Jesús de la Sagrada Escritura (cfr Mt 4, 4.7.10; Lc 4, 1.17 etc.) nos enseña el carácter divino de la misma. Por esto cree y afirma la Iglesia que «la revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que escritos por inspiración del Espíritu Santo (Jn 20, 31; 2Tm 3, 16; 2P 1, 19-21; 2P 3, 15-16) tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia (...). Como todo lo que afirman los hagiógrafos o autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros Sagrados enseñan sólida, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos Libros para nuestra salvación» (Dei verbum, 11).

Jn 10, 37-38. Las obras a las que se refiere el Señor son sus milagros, en los que se manifiesta el poder de Dios. Jesús presenta sus palabras y sus obras como una unidad, en la que los milagros confirman sus palabras y éstas explican el sentido de los milagros. Por eso, cuando afirma que es el Hijo de Dios, acredita esta revelación con los milagros que realiza. Así pues, si nadie puede negar el hecho de los milagros, justo es reconocer la veracidad de sus palabras.

Jn 10, 41-42. En contraste con la oposición de unos (cfr Jn 10, 20.31.39), está la adhesión de otros, que van a buscarle allí donde se ha retirado. La actividad preparatoria de San Juan Bautista continúa dando sus frutos: quienes habían aceptado la predicación del Bautista ahora buscan a Cristo, y creen al ver que en Él se cumplen las palabras del Precursor cuando anunciaba que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios (Jn 1, 34).
La labor que se hace en nombre del Señor nunca es inútil. «Así, mis queridos hermanos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que nuestro trabajo no es vano en el Señor» (1Co 15, 58). Así como la palabra y el ejemplo del Bautista sirvieron para que más tarde creyeran muchos en Jesús, el ejemplo apostólico de los cristianos nunca quedará baldío aunque a veces no se vea en seguida el resultado. «Sembrar. –Salió el sembrador... Siembra a voleo, alma de apóstol. –El viento de la gracia arrastrará tu semilla si el surco donde cayó no es digno... Siembra, y está cierto de que la simiente arraigará y dará su fruto» (Camino, 794).

Jn 11, 1-45. Este capítulo refiere uno de los milagros más relevantes de Jesús. Lo ha recogido el cuarto Evangelio, confirmando así el poder de Jesús sobre la muerte, que los evangelios sinópticos habían mostrado con la resurrección de la hija de Jairo (Mt 9, 25 par.) y del hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 12).
El Evangelista presenta en primer lugar las circunstancias del hecho (v. 1-16); después el diálogo de Jesús con las hermanas de Lázaro (v. 17-37); finalmente la resurrección de éste a los cuatro días de su muerte (v. 38-45). Betania distaba sólo unos tres kilómetros de Jerusalén (v. 18). Jesús, en los días anteriores a su Pasión, frecuentó la casa de esta familia, con la que tenía gran amistad. San Juan hace notar los sentimientos de afecto de Jesús (v. 3.5.36) al describir su emoción y dolor por la muerte del amigo.
La resurrección de Lázaro es ocasión para que el Señor muestre su poder divino sobre la muerte, y dé así una prueba de su Divinidad, para confirmar la fe de sus discípulos y manifestarse como la Resurrección y la Vida. La mayor parte de los judíos, a excepción de los saduceos (cfr Mt 22, 23), creían en la futura resurrección de los muertos. Esa es la fe que confiesa también Marta (cfr v. 24).
La vuelta de Lázaro a la vida, aparte de ser un hecho real, histórico, viene a ser un signo de nuestra resurrección futura. Pero Cristo, con su resurrección gloriosa por la que es el «primogénito de entre los muertos» (1Co 15, 20; Col 1, 18; Ap 1, 5), es también la causa de nuestra resurrección y modelo de la misma. En eso se distingue su resurrección de la de Lázaro, puesto que «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más» (Rm 6, 9), mientras que Lázaro sólo vuelve a la vida terrena para tener que morir otra vez.

Jn 11, 2. En los Evangelios aparecen varias mujeres con el nombre de María. Aquí se trata de María de Betania, la hermana de Lázaro (v. 2), la misma que después ungió al Señor, también en Betania, en casa de Simón el leproso (cfr Jn 12, 1-8; Mc 14, 3): el indefinido o aoristo «ungió» expresa una acción pasada respecto del tiempo en que escribe el Evangelista, aunque la unción fuera posterior a la resurrección de Lázaro.
¿María de Betania, María Magdalena y la mujer «pecadora» que ungió los pies del Señor en Galilea (cfr Lc 7, 36), son una, dos o tres mujeres? Aunque a veces se tiende a identificar a las tres, parece más probable que se trate de personas distintas. En primer lugar hay que diferenciar la unción de Galilea (Lc 7, 36) realizada por la «pecadora», de la unción de Betania llevada a cabo por la hermana de Lázaro (Jn 12, 1); tanto por el tiempo en que tienen lugar, como por los detalles específicos, son claramente distintas (cfr nota a Jn 12, 1). Por otra parte, en los Evangelios no hay ningún indicio positivo de que María de Betania fuera la misma que la «pecadora» de Galilea. Tampoco hay base firme para identificar a María Magdalena con la «pecadora», de la cual no se da el nombre; la Magdalena aparece entre las mujeres que siguen a Jesús en Galilea, de la que había expulsado siete demonios (cfr Lc 8, 2) y a la que Lucas presenta en su narración como un personaje no conocido todavía, ni da ningún otro dato que permita relacionar a ambas mujeres.
Por último, María de Betania y María Magdalena tampoco se pueden identificar, pues Juan distingue las dos mujeres: nunca llama a la hermana de Lázaro María Magdalena, ni a ésta, que está junto a la Cruz (Jn 19, 25), que acude al sepulcro y a la que se aparece el Señor resucitado (Jn 20, 1.11-18), la relaciona para nada con María de Betania.
La razón de que algunas veces se haya confundido a María de Betania con María Magdalena se debe, de un lado, a la identificación de ésta con la «pecadora» de Galilea, por relacionar la posesión diabólica de la Magdalena con la condición pecadora de la que hizo la unción de Galilea; y, de otro lado, a la confusión de las dos unciones: la hermana de Lázaro sería la «pecadora» protagonista de la única unción. De este modo se ha concluido, sin base sólida, en la confusión de las tres mujeres en una, aunque la interpretación mejor fundada y más común entre los exégetas es que se trata de tres mujeres distintas.

Jn 11, 4. La gloria de que habla aquí Cristo, dice San Agustín, «no fue una ganancia para Jesús, sino provecho para nosotros. Por tanto, dice Jesús que la enfermedad no es de muerte, porque aquella muerte no era para muerte, sino más bien con vistas a un milagro, por el que los hombres creyeran en Cristo y evitaran así la verdadera muerte» (In Ioann. Evang., 49, 6).

Jn 11, 8 10. La lapidación era la pena capital que se aplicaba a los blasfemos (cfr Lv 24, 16). Hemos visto que al menos dos veces intentaron lapidar a Jesús. La primera porque había proclamado su filiación divina y su existencia eterna al afirmar que «era» antes que Abrahán (Jn 8, 58-59). La segunda por manifestar su unidad con el Padre (cfr Jn 10, 30-31).
Estos intentos de las autoridades judías resultaron fallidos porque aún no había llegado la hora de Jesús, esto es, el tiempo designado por el Padre para su Muerte y Resurrección. Cuando llegue la Crucifixión será la hora de sus enemigos «y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). Pero hasta ese momento es el tiempo de la luz, en que el Señor podía caminar sin peligro de muerte.

Jn 11, 16. Las palabras de Tomás recuerdan las de los Apóstoles en el Cenáculo, dispuestos a todo, incluso a morir por su Maestro (cfr Mt 26, 31-35). Ya con ocasión del discurso del Pan de Vida, cuando muchos de los discípulos abandonaron al Señor, los Doce permanecieron fieles (cfr Jn 6, 67-71), y le siguieron a pesar de sus debilidades. Pero cuando Jesús, después de la traición de Judas Iscariote, se deje prender en Getsemaní sin resistencia alguna, prohibiendo incluso la defensa por las armas (cfr Jn 18, 11), se desconcertarán y abandonarán al Maestro. Sólo San Juan permanecerá fiel en la hora suprema del Calvario.

Jn 11, 18. «Quince estadios»: Unos tres kilómetros.

Jn 11, 21-22. Según interpreta San Agustín, la petición de Marta es un ejemplo de oración confiada y de abandono en manos del Señor que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Por eso, «no le dijo: Te ruego ahora que resucites a mi hermano (...). Solamente dijo: Sé que todo lo puedes y haces cuanto quieres; pero hacerlo queda a tu juicio, no a mis deseos» (In Ioann. Evang., 49, 13). Lo mismo ha de decirse acerca de las palabras de María que poco más adelante relata San Juan (v. 32).

Jn 11, 24-26. Estamos ante una de esas definiciones concisas que el Señor dio de sí mismo, y que San Juan nos trasmite con fidelidad (cfr Jn 10, 9.14; Jn 14-16; Jn 15, 1): Jesús es la Resurrección y la Vida. Es la Resurrección porque con su victoria sobre la muerte es causa de la resurrección de todos los hombres. El milagro que va a realizar con Lázaro es un signo de ese poder vivificador de Cristo. Así, por la fe en Jesucristo que resucitó el primero de entre los muertos, el cristiano está seguro de resucitar él también un día, como Cristo (cfr 1Co 15, 23; Col 1, 18). Por eso para el creyente la muerte no es el final, sino el paso a la vida eterna, un cambio de morada como dice uno de los Prefacios de la Liturgia de difuntos: «La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».
Al decir que es la Vida, Jesús se refiere no sólo a la que empieza en el más allá, sino también a la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino.
«Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido, 'al llegar la plenitud de los tiempos' (cfr Ga 4, 4), de la Virgen María, es el cumplimiento final de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la 'suerte' que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta 'suerte divina' se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la 'suerte humana' en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad, a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta meta: 'Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí... no morirá para siempre'. En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y después resucitado, 'brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección..., la promesa de la futura inmortalidad' (Misal Romano, Prefacio de difuntos 7), hacia la cual el hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que está sujeta la materia» (Redemptor Hominis, 18).

Jn 11, 33-36. Podemos contemplar la profundidad y delicadeza de los sentimientos de Jesús. Si la muerte corporal del amigo arranca lágrimas al Señor, ¿qué no hará la muerte espiritual del pecador, causa de su condenación eterna? «Cristo lloró: llore también el hombre sobre sí mismo. ¿Por qué lloró Cristo sino para enseñar al hombre a llorar?» (In Ioann. Evang., 49, 19). Lloremos nosotros también, pero por nuestros pecados, para que volvamos a la vida de la gracia por la conversión y el arrepentimiento. No despreciemos las lágrimas del Señor, que llora por nosotros, pecadores: «Jesús es tu Amigo. –El Amigo. –Con corazón de carne, como el tuyo. –Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro...
»–Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti» (Camino, 422).

Jn 11, 41 -42. Pensemos –aunque sea un misterio insondable– que en los sentimientos de Jesucristo está gravitando su conciencia de ser el Hijo Unigénito y coeterno del Padre. De ahí que Cristo tenga de su filiación divina un sentido infinitamente superior al que podamos tener los demás hombres, y cuando Él dice «Padre», lo dice con una intensidad y autenticidad inefables. Así, cuando los Evangelios presentan a Jesús en oración, siempre destacan que empieza con la invocación «Padre» (véase nota a Lc 11, 1-2), reflejando su amor y confianza singulares (cfr Mt 11, 25 y par.). Esos sentimientos han de darse también, de algún modo, en nuestra propia oración, puesto que por el Bautismo nos unimos a Cristo y en Él llegamos a ser hijos de Dios (cfr Jn 1, 12; Rm 6, 1 -11; Rm 8, 14-17). De aquí que debamos orar siempre con espíritu filial y con gratitud por los muchos beneficios recibidos de nuestro Padre Dios.
El milagro de la resurrección de Lázaro, realmente extraordinario, es una prueba de que Jesús es el Hijo de Dios, enviado al mundo por el Padre. Y así, cuando Lázaro resucita, aumenta la fe de los discípulos (v. 15), de Marta y María (vv. 26.40) y de la multitud (vv. 36.45).

Jn 11, 43. Jesús llama a Lázaro por su nombre. Aunque verdaderamente estaba muerto, no había perdido su identidad personal: Los difuntos siguen existiendo pero de otro modo, pues pasan de la vida mortal a la vida eterna. Por eso, Jesucristo afirma que Dios «no es Dios de muertos sino de vivos», pues para Él todos viven (cfr Mt 22, 32; Lc 20, 38).
Este pasaje se puede aplicar a la resurrección espiritual del alma en pecado que recobra la gracia. Dios quiere nuestra salvación (cfr 1Tm 2, 4), por tanto, jamás hemos de desanimarnos en nuestro afán y esperanza por alcanzar esa meta: «Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: 'jam foetet, qua- triduanus est enim' –hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús.
»Si oyes la inspiración de Dios y la sigues –'Lazare, veni foras!' –¡Lázaro, sal afuera!–, volverás a la Vida» (Camino, 719).

Jn 11, 44. Los judíos amortajaban lavando y ungiendo el cuerpo del difunto con aromas para retardar algo la descomposición y atenuar el hedor; después envolvían el cadáver con lienzos y vendas, cubriéndole la cabeza con un sudario. Era un sistema parecido al que se empleaba en Egipto, pero sin proceder a un embalsamamiento completo que implicaba la extracción de ciertas vísceras.
La tumba de Lázaro debía de consistir en una habitación subterránea que comunicaba con la superficie por una escalera, cuya puerta estaba tapada con una losa. Lázaro fue movido por una fuerza sobrenatural hasta la entrada. Como ya había ocurrido en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 42-43), debido al estupor, nadie se movió hasta que las palabras del Señor rompieron el ambiente de silencio y temor que se había creado.
San Agustín ve en la resurrección de Lázaro una figura del Sacramento de la Penitencia: Como Lázaro de la tumba «sales tú cuando te confiesas. Pues ¿qué quiere decir salir sino manifestarse como viniendo de un lugar oculto? Mas para que te confieses, Dios da una gran voz, te llama con una gracia extraordinaria. Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede desatado de sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar. ¿Qué quiere decir desatadle y dejadle andar?: Lo que desatareis en la tierra, será desatado también en el cielo» (In Ioann. Evang., 49, 24). El arte cristiano recoge esta comparación, ya desde los primeros siglos, en las catacumbas, donde encontramos unas cincuenta y tres representaciones de la resurrección de Lázaro, simbolizando así el don de la vida de la gracia por medio del sacerdote, que otra vez repite ante el pecador: «Lázaro, sal afuera».

Jn 11, 45-48. Una vez más Jesús, tal como el anciano Simeón había predicho, aparece como signo de contradicción (cfr Lc 2, 34; Jn 7, 12.31.40; Jn 9, 16; etc.): ante el milagro de la resurrección de Lázaro unos creen en Él (v. 45) y otros le denuncian a sus enemigos (vv. 46-47). Estas actitudes diversas confirman lo dicho en la parábola del rico Epulón: «... tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite» (Lc 16, 31).
«Nuestro lugar»: Con esta expresión, u otras semejantes («el lugar», «este lugar»), se designaba el Templo, lugar sagrado por excelencia y, por extensión, toda la Ciudad Santa, Jerusalén (cfr 2M 5, 19; Hch 6, 14).

Jn 11, 49-53. Caifás ejerció el sumo pontificado desde el año 18 al 36 d. C. (cfr la cronología de la Muerte de Cristo en la Introducción). Caifás es el instrumento de Dios para profetizar la Muerte redentora del Salvador, pues una de las funciones del sumo sacerdote era consultar a Dios para guiar al pueblo (cfr Ex 28, 30; Nm 27, 21; 1S 23, 9; 1S 30, 7-8). En este caso las palabras de Caifás tienen un doble sentido: uno, pretendido por él mismo, es su intención de dar muerte a Cristo con el pretexto de garantizar la tranquilidad y supervivencia política de Israel; otro, querido por el Espíritu Santo, es el anuncio de la fundación del nuevo Israel, la Iglesia, mediante la Muerte de Cristo en la Cruz; Caifás no captó este sentido. De esta manera el último pontífice de la Antigua Alianza profetiza la investidura del Sumo Sacerdote de la Nueva, sellada con su propia Sangre.
Cuando el Evangelista afirma que Cristo iba a morir «para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (v. 52), se refiere a lo que el Señor había dicho acerca de los efectos salvíficos de su muerte (cfr Jn 10, 14-15). Ya los profetas habían anunciado la futura congregación de los israelitas fieles a Dios para formar el nuevo pueblo de Israel (cfr Is 43, 5; Jr 23, 3-5; Ez 34, 23; Ez 37, 21-24). Estos vaticinios se cumplieron con la Muerte de Cristo que, al ser exaltado en la Cruz, atrae y reúne al verdadero Pueblo de Dios, formado por todos los creyentes, sean o no israelitas. El Concilio Vaticano II se apoya en este pasaje al hablar de la universalidad de la Iglesia: «Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse al mundo entero y a lo largo de todos los siglos, para que se cumpla el designio de la voluntad de Dios, que creó al principio una sola naturaleza humana y determinó finalmente congregar en la unidad a sus hijos, que estaban dispersos (cfr Jn 11, 52). Para eso envió Dios a su Hijo, a quien hizo su heredero universal (cfr Hb 1, 2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios» (Lumen gentium, 13).
En el siglo IV, San Juan Crisóstomo explicaba a sus fieles la catolicidad de la Iglesia con estas palabras: «¿Qué quiere decir 'para reunir los que estaban cerca' y 'los que estaban dispersos'? Que los hizo un solo cuerpo. Quien reside en Roma sabe que los cristianos de la India son miembros suyos» (Hom. sobre S. Juan, 65, 1).

Jn 11, 54. Aún no había llegado la hora de su muerte; por eso Jesús actúa con prudencia poniendo los medios humanos para no precipitar los acontecimientos.

Jn 11, 55. Siendo la Pascua la fiesta más solemne de los judíos, los fieles llegaban unos días antes a Jerusalén para prepararse a su celebración por medio de abluciones, ayunos y ofrendas: prácticas que no eran tanto exigidas por la ley mosaica como por la piedad del pueblo. Los mismos ritos de la Pascua, con la inmolación del cordero, servían de purificación y expiación por los pecados. La Pascua de los judíos era figura de la Pascua cristiana, pues, como nos enseña el Apóstol San Pablo, nuestro cordero pascual es Cristo (cfr 1Co 5, 7), el cual se ofreció de una vez para siempre al eterno Padre en la Cruz para expiar por nuestros pecados. Pablo VI recordaba esta verdad gozosa de nuestra fe: «¿Se sacrificó? Pero, ¿es que existe todavía una religión que se exprese en sacrificios? No, los sacrificios de la antigua ley y de las religiones paganas ya no tienen razón de ser; pero de un sacrificio, un sacrificio válido, único y perenne, sí que tiene siempre necesidad el mundo para la redención del pecado humano; (...) y es el sacrificio de Cristo sobre la cruz, el que borra el pecado del mundo; sacrificio que la Eucaristía actualiza en el tiempo, dando , a los hombres de esta tierra la posibilidad de participar en él» (Alocución del 17-VI-1976).
Si los judíos se preparaban con tantos ritos y abluciones para celebrar la Pascua, ¡qué no hemos de hacer nosotros para celebrar o participar en la Santa Misa y recibir a Cristo –nuestra Pascua– en la Eucaristía! «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?» (Es Cristo que pasa, 91).

Jn 12, 1. Jesús visita de nuevo a sus amigos de Betania. Con- mueve ver cómo el Señor tiene esta amistad, tan divina y tan humana, que se manifiesta en un trato frecuente.
«Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... –Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María– Y después ya no preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario» (Camino, 322).

Jn 12, 2-3. Parece que hubo dos unciones del Señor en ocasiones distintas y por motivos diferentes: La primera, al principio de su ministerio público, en Galilea, relatada por San Lucas (Lc 7, 36-50); la segunda, al final de su vida, en Betania, narrada aquí por San Juan, y que sin duda es la misma que relatan San Mateo (Mt 26, 6-13) y San Marcos (Mc 14, 3-9). Tanto por el tiempo en que sucedieron, como por las circunstancias particulares, ambas unciones se distinguen con claridad: En el primer caso se trató de una manifestación de arrepentimiento a la que siguió el perdón; en el segundo caso fue una muestra delicada de amor, que Jesús interpretó además como anticipación de su unción para la sepultura (v. 7).
Aunque las unciones de que fue objeto Jesús tuvieron una relevancia muy especial, deben ser consideradas dentro de los usos de la hospitalidad entre los orientales; véase la nota a Mc 14, 3-9.
La libra era una medida de peso equivalente a unos trescientos gramos; el denario, como hemos indicado en otras ocasiones, era la paga diaria de un obrero agrícola; por tanto, el valor del frasco de perfume equivaldría al salario de todo un año.
«¡Qué prueba tan clara de magnanimidad el derroche de María! Judas se lamenta de que se haya echado a perder un perfume que valía –con su codicia, rha hecho muy bien sus cálculos– por lo menos trescientos denarios.
»El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generoso con Dios y con nuestros hermanos (...). No seáis mezquinos ni tacaños con quien tan generosamente se ha excedido con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin tasa. Pensad ¿cuánto os cuesta –también económicamente– ser cristianos? Pero, sobre todo, no olvidéis que Dios ama al que da con alegría (2Co 9, 7-8) (Amigos de Dios, 126).

Jn 12, 4-6. Por este pasaje y por Jn 13, 29 sabemos que Judas era el que administraba el dinero. Con pequeños hurtos –no daría para más la exigua bolsa de Jesús y los Doce– se habían ido preparando en Judas las disposiciones que contribuyeron a la traición final; esta queja por la generosidad de la mujer es una hipocresía. «Con frecuencia los servidores de Satanás se disfrazan de servidores de la justicia (cfr 2Co 11, 14-15). Por eso (Judas) ocultó su malicia bajo capa de piedad» (Comentario sobre S. Juan, ad loc.).

Jn 12, 7-8. Además de alabar el gesto magnánimo de María, el Señor anuncia veladamente la proximidad de su muerte, y hasta se vislumbra que será tan inesperada que apenas habrá tiempo para embalsamar su cuerpo tal como solían hacerlo los judíos (Lc 23, 56). Jesús no niega el valor de la limosna que tantas veces recomendó (cfr Lc 11, 41; Lc 12, 33), ni la preocupación por los pobres (cfr Mt 25, 40), sino que descubre la hipocresía de aquellos que, como Judas, aducen falsamente motivos nobles para no dar a Dios el honor debido (ver también notas a Mt 26, 8-11; Mc 14, 3- 9).

Jn 12, 9-11. La noticia de la resurrección de Lázaro tuvo gran eco entre la gente de Judea y los que subían a Jerusalén por la Pascua; muchos creyeron en Jesús (Jn 11, 45), otros le buscaban (Jn 11, 56) quizá más por curiosidad (Jn 12, 9) que por fe. Seguir a Cristo exige de cada uno de nosotros mucho más que un entusiasmo superficial y pasajero. Acordémonos de aquellos «que, cuando oyen la palabra, al momento la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y después, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, se escandalizan enseguida» (Mc 4, 16-17).

Jn 12, 13. Cuando la muchedumbre utiliza las palabras «Bendito el que viene en nombre del Señor», tomadas del Sal 118, 26, está aclamando a Jesús como el Mesías. La frase «el rey de Israel», que no recogen los Sinópticos, subraya la condición real de Cristo: el Mesías es el rey de Israel por antonomasia. Sin embargo, anteriormente Jesús había huido de quienes querían hacerle rey porque actuaban con una visión meramente terrena (Jn 6, 14- 15). Más adelante explicará ante Pilato (Jn 18, 36) la verdadera naturaleza de su reinado: «No es de este mundo». «Jesucristo, enseña San Agustín, no se hizo rey de Israel para imponer un tributo o para formar un poderoso ejército; se hizo rey de Israel para dirigir a las almas, para dar consejos de vida eterna, para conducir al Reino de los cielos a quienes están llenos de fe, de esperanza y de amor» (In loann. Evang., 51, 4).
«Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey» (Es Cristo que pasa, 181).

Jn 12, 14-16. Los Apóstoles, después de la Resurrección de Jesús, comprenderán el sentido de muchos de los episodios de la vida del Señor, que antes no habían entendido del todo (cfr Jn 2, 22). Así, en la entrada triunfal en Jerusalén entre el entusiasmo del pueblo que le aclama como Mesías, verán cumplidas las profecías del Antiguo Testamento (cfr por ej. además de Za 9, 9, que cita el propio Evangelio, Gn 49, 10-11). Veánse notas a Mt 21, 1-5; Mc 11, 1-11 y Lc 19, 30-35.

Jn 12, 17-19. El Evangelio deja constancia del efecto que tuvo la resurrección de Lázaro en el desenlace de la vida del Señor. Los testigos del milagro ven en Jesús al Mesías enviado por Dios, y con su fe arrastran a una gran multitud de los peregrinos que habían acudido a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Los fariseos, en cambio, se obstinan en su obcecación, que les lleva a buscar la muerte de Cristo (cfr Jn 11, 53).

Jn 12, 20-23. Esos «griegos» acuden precisamente a Felipe pues, al parecer, éste, que tiene nombre griego, debía entender su lengua y les podía servir de intérprete. Si esto es así, estamos ante uno de los momentos trascendentales en que hombres de una cultura no judía acuden en busca de Cristo: son como primicias de la expansión de la fe cristiana en el mundo helénico. Así se entiende mejor la exclamación del Señor en el v. 23, acerca de su propia glorificación, que no sólo consiste en ser exaltado a la diestra del Padre (cfr Flp 2, 6-11), sino también en atraer a todos los hombres hacia Sí (cfr Jn 12, 32).
También en otras ocasiones Jesús habla de «la hora». Unas veces se refiere al fin de los tiempos (cfr Mc 13, 32; Jn 5, 25); otras, como aquí, al momento de la Redención a través de su Muerte y de su Glorificación (cfr Mc 14, 41; Jn 2, 4; Jn 4, 23; Jn 7, 30; Jn 8, 20; Jn 12, 27; Jn 13, 1; Jn 17, 1).

Jn 12, 24-25. Leemos aquí la aparente paradoja entre la humillación de Cristo y su exaltación. Así «fue conveniente que se manifestara la exaltación de su gloria de tal manera, que estuviera unida a la humildad de su pasión» (In Ioann. Evang., 51, 8).
Es la misma idea que enseña San Pablo al decir que Cristo se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, y que por eso Dios Padre lo exaltó sobre toda criatura (cfr Flp 2, 8- 9). Constituye una lección y un estímulo para el cristiano que ha de ver en todo sufrimiento y contrariedad una participación en la Cruz de Cristo que nos redime y nos exalta. Para ser sobrenaturalmente eficaz, debe uno morir a sí mismo, olvidándose por completo de su comodidad y su egoísmo. «Si el grano de trigo no muere queda infecundo. –¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? –¡Que Jesús bendiga tu trigal!» (Camino, 199).

Jn 12, 26. El Señor ha hablado de su sacrificio como condición para entrar en la gloria. Y lo que vale para el Maestro, también se aplica a sus discípulos (cfr Mt 10, 24; Lc 6, 40). Jesucristo quiere que cada uno de nosotros le sirva. Es un misterio de los designios divinos que Él –que es todo, que tiene todo y no necesita de nada ni de nadie– quiera necesitar nuestro servicio para que su doctrina y la salvación operada por Él lleguen a todos los hombres.
«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr Rm 13, 14) (...).
»En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr Flp 3, 20)» (Amigos de Dios, n. 300).

Jn 12, 27. Ante la evocación de la muerte que le espera, Jesucristo se turba y se dirige al Padre con una oración muy parecida a la de Getsemaní (cfr Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42). De este modo el Señor, en cuanto hombre, busca filialmente apoyo en el amor y en el poder de su Padre Dios, para fortalecerse y ser fiel a su misión. Es un consuelo para nosotros, tantas veces débiles en el momento difícil de la prueba; entonces, como Jesús, hemos de apoyamos en la fuerza de Dios: «porque Tú eres mi fortaleza y mi refugio» (Sal 31, 4).

Jn 12, 28. La «gloria» en la Sagrada Escritura indica la santidad y el poder de Dios: la «gloria de Dios» habitaba en el santuario del desierto y en el Templo de Jerusalén (cfr Ex 40, 35; 1R 8, 11). La voz del Padre que dice «lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré» es una ratificación solemne de que en Jesucristo habita la plenitud de la divinidad (cfr Col 2, 9; Jn 1, 14) y que, a través de su Pasión, Muerte y Resurrección, se hará patente en su misma Humanidad santísima que Jesús es el Hijo de Dios (cfr Mc 15, 39).
El episodio evoca otras manifestaciones divinas: el Bautismo de Cristo (cfr Mt 3, 13-17 y par.) y su Transfiguración (Mt 17, 1-5 y par.), donde Dios Padre también da testimonio de la Divinidad de Jesús.

Jn 12, 31-33. Jesús enseña las consecuencias que van a seguirse de su Pasión y Muerte. «Es el juicio de este mundo», es decir, de los que permanezcan sirviendo a Satanás, «príncipe de este mundo». Aunque «mundo» es el conjunto de hombres que Cristo viene a salvar (cfr Jn 3, 16-17), también significa con frecuencia todo lo que se opone a Dios (véase nota a Jn 1, 10), y en este sentido se toma aquí. Al ser clavado en la Cruz, Jesús es el signo supremo de contradicción para todos los hombres: los que le reconocen como Hijo de Dios se salvan (cfr Lc 23, 39-43); los que le rechazan se condenan. Cristo crucificado es la manifestación máxima del amor del Padre (cfr Jn 3, 14-16; Rm 8, 32), la señal puesta en alto, prefigurada por la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto (cfr Jn 3, 14; Nm 21, 9).
Así pues, el Señor desde la Cruz es el Juez universal que condenará al mundo (cfr Jn 3, 17) y al demonio (cfr Jn 16, 11); en realidad ellos mismos provocan su condenación al no aceptar ni creer en el amor divino. El Señor desde la Cruz atrae a todos los hombres, pues todos pueden contemplarlo crucificado.
«Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Es Cristo que pasa, 183). Cada cristiano, siguiendo a Cristo, ha de ser una bandera enarbolada, una luz puesta sobre el candelero: bien unido por la oración y mortificación a la Cruz, en cada momento y circunstancia de la vida, ha de manifestar a los hombres el amor salvador de Dios Padre.
«Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación. Primogénito y Señor de toda criatura.
»Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» (Es Cristo que pasa, 105b).

Jn 12, 32. «Atraeré a todos hacia mi»: La Vulgata Latina, siguiendo a importantes manuscritos griegos, traduce omnia, todo, todas las cosas. La Neovulgata, apoyándose en otros manuscritos también importantes y más numerosos que los anteriores, ha optado por omnes, a todos. Las razones para elegir una u otra variante no son definitivas; es más, teológicamente ambas son ciertas y no se excluyen, pues Cristo atrae hacia sí a toda la creación pero especialmente al hombre (cfr Rm 8, 18-23).

Jn 12, 34-36. La cuestión que plantean a Jesús apunta al misterio del Mesías. Jesús no da una explicación directa, tal vez porque sólo después de su Resurrección podrían entenderla. Ahora se limita a insinuar que su presencia entre ellos es luz suficiente para que vayan entreviendo el misterio del Cristo y crean en Él.
«Para merecer esa luz de Dios hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios (Jn 6, 70). Si actuamos de verdad así, si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad» (Es Cristo que pasa, 45).

Jn 12, 37-40. El Evangelista hace un resumen de la repulsa de Jesús por parte de los judíos, explicando el motivo de la incredulidad de muchos de ellos, a pesar de haber sido testigos de los milagros y de las palabras del Señor. Cita dos profecías de Isaías. De la primera (Is 53, 1) se deduce que la fe es un don de Dios que no podemos merecer con nuestras obras ni alcanzar con nuestra razón; esto no quiere decir que los motivos en que se apoya –milagros, profecías, etc.– no sean claros, o que la doctrina de fe se oponga a la razón. Pero además, es preciso que libre y voluntariamente cooperemos con ese don de Dios. Así lo enseña el Magisterio de la Iglesia: «Aunque el asentimiento de la fe no es un movimiento ciego del alma, nadie, sin embargo, puede adherirse a la predicación evangélica –como es necesario para salvarse– sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad. Por eso la fe es en sí misma –aunque no actúe por la caridad (cfr Ga 5, 6)– don de Dios y su acto es una obra que pertenece a la salvación; por este acto el hombre presta a Dios mismo obediencia libre, consintiendo y cooperando con su gracia, a la que podría resistir» (Dei Filius, cap. 3, DS, 3010).
Con la segunda profecía (Is 6, 9-10), a la que aluden también otros libros del Nuevo Testamento (cfr Mt 13, 14; Mc 4, 12; Lc 8, 10; Hch 28, 26; Rm 9, 1-13; Rm 11, 18), explica San Juan que la incredulidad de los judíos, posible escándalo para los primeros cristianos, ya estaba prevista y anunciada: «Algunos murmuran dentro de sí y a veces, cuando tienen ocasión, dicen en voz alta: ¿Qué hicieron los judíos o qué culpa tuvieron, si era necesario para que se cumplieran las palabras del profeta Isaías? A esto respondemos que el Señor, que conoce el futuro, predijo por el profeta la infidelidad de los judíos; la predijo, pero no fue culpable de ella. Como tampoco Dios obliga a nadie a pecar porque conozca los pecados futuros de los hombres (...). Pecaron, pues, los judíos, sin ser forzados por Aquél que odia el pecado; y a la vez, Aquél, a quien nada se le oculta, predijo que habían de pecar. Si hubiesen querido obrar bien, no hubiesen sido impedidos a hacerlo; pero entonces también lo hubiera previsto Dios que conoce lo que cada uno va a hacer, y cuál es el premio que por sus obras ha de recibir» (In Ioann. Evang., 53, 4).

Jn 12, 42-43. El Señor había alabado en repetidas ocasiones a los que se acercaban a Él confesando su fe, como la hemorroísa (Lc 8, 43-48), el centurión (Mt 8, 8-10), la mujer cananea (Mt 15, 21- 28) o San Pedro (Mt 16, 16-17). Pero en este momento de tensión esos judíos principales no tienen la valentía de confesarle públicamente (cfr también Jn 7, 13); se dejan vencer por el miedo de ser excomulgados de la comunidad judía (cfr Jn 9, 22) y de enfrentarse con graves dificultades en la sociedad (cfr Jn 5, 44).
Con frecuencia a los cristianos nos pueden surgir contrariedades al ser consecuentes con las exigencias de la fe (1P 5, 9): «¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? Tú... ¡adelante!
»–Repite las palabras del salmo: 'El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... "Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum"– Aunque me vea cargado de enemigos, no flaqueará mi corazón'» (Camino, 482).

Jn 12, 44-50. Con estos versículos termina San Juan el relato de la predicación pública del Señor. Recopila algunos temas fundamentales desarrollados en capítulos anteriores: necesidad de la fe en Cristo (v. 44); unidad y distinción entre el Padre y el Hijo (v. 45); Jesús como Luz y Vida del mundo (vv. 46.50); juicio de los hombres según su aceptación o repulsa del Hijo de Dios (vv. 47- 49). En los capítulos siguientes recoge las enseñanzas de Jesús a sus Apóstoles en la Ultima Cena, y los relatos de la Pasión y Resurrección.

Jn 12, 45. Cristo, el Verbo Encarnado, es uno con el Padre (cfr Jn 10, 30); es «el esplendor de su gloria» (Hb 1, 3), «la imagen perfecta de Dios invisible» (Col 1, 15). En Jn 14, 9 Jesús se expresa casi con las mismas palabras al decir: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Al mismo tiempo que habla de la unidad con el Padre, aparece de forma clara la distinción entre las personas divinas: el Padre, que envía, y el Hijo, que es enviado.
En la Santísima Humanidad de Cristo está como escondida su Divinidad, que posee con el Padre en unidad del Espíritu Santo (cfr Jn 14, 7-11). En teología suele llamarse «circuminsesión» la realidad divina por la cual, en virtud de la unidad entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, «el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Pro Iacobitis, DS, 1331).

Jn 12, 47. Cristo ha venido a salvar al mundo ofreciéndose en sacrificio por nuestros pecados y trayéndonos la vida sobrenatural (cfr Jn 3, 17). Pero al mismo tiempo ha sido constituido Juez de vivos y muertos (cfr Hch 10, 42): da su sentencia en el juicio particular que acontece inmediatamente después de la muerte, y al final de los tiempos, en su segunda venida o Parusía, en el juicio universal (cfr Jn 5, 22; Jn 8, 15-16 y nota a Jn 15, 22-25).

Jn 13, 1-38. San Juan dedica una gran parte de su Evangelio (cap. 13-17) a narrar las enseñanzas de Jesús a los Apóstoles durante la Última Cena. En esta sección relata además algunos hechos que no aparecen en los Sinópticos, como el lavatorio de los pies; y omite la institución de la Eucaristía, ya transmitida por los otros Evangelios y por San Pablo (cfr Mt 26, 26-28 y par.; 1Co 11, 23-27), y de la que el mismo San Juan ha hablado en el cap. 6. En los capítulos 13 al 17 el Evangelista recuerda extensamente las palabras del Señor en ocasión tan solemne.
El cap. 13 comienza con una descripción de la importancia del momento (vv. 1-3). A continuación se narra el lavatorio de los pies (vv. 4-11), y la explicación de Jesús a este hecho (vv. 12-17). Refiere después la denuncia del que le iba a entregar (vv. 18-32), y termina con la enseñanza del mandamiento nuevo (vv. 33-35) y el anuncio de la negación de Pedro (vv. 36-38).

Jn 13, 1. Las familias hebreas inmolaban un cordero la víspera de la Pascua, según el mandato divino recibido a la salida de Egipto, cuando Dios los libró de la esclavitud del Faraón (Ex 12, 3-14; Dt 16, 1-8). Esta liberación prefigura la que Jesucristo vendría a realizar: redimir a los hombres de la esclavitud del pecado, mediante su sacrificio en la Cruz (cfr 1, 29). Por tanto, la celebración de la Pascua hebrea era el marco más adecuado para instituir la nueva Pascua cristiana.
Jesús sabia cuanto iba a ocurrir y que su Muerte y Resurrección eran inminentes (cfr Jn 18, 4); por eso sus palabras adquieren un tono especial de confidencia y amor hacia aquellos que dejaba en este mundo. Llegado este momento, rodeado de los que ha elegido y han creído en Él, les deja sus últimas enseñanzas e instituye la Eucaristía, fuente y centro de la vida de la Iglesia. «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdos, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte» (Pablo VI, Homilía de la Misa del Jueves Santo ).
Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en la frase: «los amó hasta el fin». Esto indica la intensidad del amor de Cristo que llega hasta dar su vida (cfr Jn 15, 13); pero ese amor no termina con su muerte porque Él vive, y desde su resurrección gloriosa nos sigue amando infinitamente: «No sólo hasta aquí nos amó quien nos ama siempre y sin fin. No se puede pensar que la muerte haya puesto fin al amor de aquél que no se extinguió con la muerte» (In Ioann. Evang., 55, 2).

Jn 13, 2. Los Evangelios refieren que la presencia y la acción del diablo aparecen a lo largo de la actividad de Jesús (cfr Mt 4, 1 -11; Lc 22, 3; Jn 8, 44; Jn 12, 31; etc.). Satanás es el enemigo (Mt 13, 39), el Maligno (1Jn 2, 13). Santo Tomás de Aquino (cfr Comentario sobre S. Juan, ad loc.) nos hace notar cómo, en este pasaje, por un lado se destaca la malicia de Judas que no se rinde ante tanta prueba de amor, y, por otro, se subraya la bondad de Cristo que supera esa maldad diabólica al lavar también los pies de Judas, a quien tratará como amigo hasta en el momento supremo de la traición (Lc 22, 48).

Jn 13, 3-6. Jesús, consciente de ser el Hijo de Dios, se humilla voluntariamente hasta realizar la tarea propia de los siervos de la casa. Este pasaje recuerda el himno cristológico de la carta de San Pablo a los Filipenses: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no consideró codiciable tesoro el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo...» (Flp 2, 6-7).
Cristo había dicho que Él vino al mundo para servir y no para ser servido (Mc 10, 45). En esta escena nos enseña lo mismo con un hecho concreto, exhortándonos así a servirnos los unos a los otros con toda humildad y sencillez (cfr Ga 6, 2; Flp 2, 3): «Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
»Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres» (Amigos de Dios, 103).
Pedro comprende de manera particular lo profundo de la humillación del Señor, y se rebela, como ya lo hizo en otras circunstancias, oponiéndose a la idea del sufrimiento de Cristo (cfr Mc 8, 32 y par.). Comenta San Agustín: «¿Quién no se llena de estupor al ver sus pies lavados por el Hijo de Dios? (...). ¿Tú? ¿A mí? Más que explicadas merecen ser meditadas estas palabras, no vaya a ser que la lengua no sea capaz de expresar lo poco que nuestra mente puede comprender de su verdadero sentido» (In Ioann. Evang., 56, 1).

Jn 13, 7-14. Aquel gesto del Señor tenía un profundo significado que San Pedro no podía entender entonces, como tampoco había sospechado antes los planes salvíficos de Dios a través de la inmolación de Cristo (cfr Mt 16, 22 ss.). Después de la Resurrección, los Apóstoles entenderán ese misterio del servicio del Redentor. Jesús, mediante el lavatorio de los pies, expresaba de modo sencillo y simbólico que no había «venido a ser servido, sino a servir». Su servicio, como ya les había dicho en otra ocasión, consiste sobre todo en «dar su vida en redención por muchos» (Mt 20, 28; Mc 10, 45).
Dice el Señor a los Apóstoles que ya están limpios, porque han aceptado sus palabras y le han seguido (cfr Jn 15, 3), a excepción de Judas que había decidido traicionarle. Así comenta este pasaje San Juan Crisóstomo: «Estáis limpios porque habéis recibido mi palabra, habéis recibido la luz, estáis libres de los errores judíos. Dice el Profeta: 'Lavaos, purificaos, arrojad de vuestras almas la perversidad' (Is 1, 16) (...). Jesucristo llama puros a los Apóstoles, según lo que dijo el Profeta, porque ya han arrojado toda malicia de sus corazones y han vivido con su Maestro en pureza de espíritu y de corazón» (Hom. sobre S. Juan, 70, 3).
Por otra parte, cuando el Señor habla de la limpieza de los Apóstoles, en este momento inmediato a la institución de la Sagrada Eucaristía, está aludiendo a la necesidad de tener el alma limpia de pecado para recibirle. San Pablo repite esta enseñanza cuando dice: «quien coma o beba el cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor» (1Co 11, 27). La Iglesia, basada en estas enseñanzas de Jesús y de los Apóstoles, establece que para comulgar es preciso confesarse previamente, si hay conciencia, o duda positiva, de pecado grave.

Jn 13, 15-17. Toda la vida de Jesús fue ejemplo de servicio a los hombres, cumpliendo la Voluntad del Padre hasta la muerte en la Cruz. Aquí nos promete el Señor que, imitándole a Él, el Maestro, en un servicio desinteresado que siempre implica sacrificio, encontraremos la verdadera felicidad que nadie nos podrá arrebatar (cfr Jn 16, 22; Jn 17, 13). «Os he dado ejemplo, insiste Jesús, hablando a sus discípulos después de lavarles los pies, en la noche de la Cena. Alejemos del corazón el orgullo, la ambición, los deseos de predominio; y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y la alegría enraizadas en el sacrificio personal» (Es Cristo que pasa, 94).

Jn 13, 18. Levantar el calcañar o talón del pie indica la acción de golpear brutalmente. De ahí el sentido metafórico de enemistad violenta. En la traición de Judas se cumplen las palabras del Sal 41, 10, donde el salmista se queja amargamente de la traición de un amigo. Una vez más el Antiguo Testamento prefigura las realidades que tienen su plenitud en el Nuevo.
El cristiano, por el Bautismo, ha sido hecho hijo de Dios y llamado a compartir los bienes divinos, no sólo en el Cielo, sino ya en la tierra: ha recibido la gracia, participa del Banquete eucarístico..., comparte con sus hermanos los cristianos la amistad de Jesús. Por eso, el pecado de quien ha sido regenerado por el Bautismo no deja de ser en cierto modo una traición semejante a la de Judas. Nos queda, sin embargo, el arrepentimiento que, confiando en la misericordia divina, nos encaminará a recobrar la amistad de Dios perdida.
«Reacciona. –Oye lo que te dice el Espíritu Santo: 'Si inimicus meus maledixisset mihi, sustinuissem utique'. –Si mi enemigo me ofende, no es extraño, y es más tolerable. Pero, tú... 'tu vero homo unanimis, dux meus, et notus meus, qui simul mecum dulces capiebas cibos' – ¡tú, mi amigo, mi apóstol, que te asientas a mi mesa y comes conmigo dulces manjares!» (Camino, 244).

Jn 13, 19. Jesús anuncia de antemano a los Apóstoles la traición de Judas. Así ellos, cuando vieron verificadas las predicciones de Cristo, pudieron comprender que tenía ciencia divina y que, efectivamente, en Él se habían cumplido las Escrituras del Antiguo Testamento (cfr Jn 2, 22). Sobre la expresión «Yo soy» véase nota a Jn 8, 21-24.

Jn 13, 21. El dolor de Cristo es proporcionado a la gravedad de la ofensa. Judas era uno de los elegidos por Jesús para ser Apóstol: durante tres años había tenido un trato familiar e íntimo con Él, le había seguido a todas partes, había visto sus milagros, oído su doctrina divina y experimentado la ternura de su corazón... Y después de todo esto, en el momento decisivo, Judas no sólo abandona al Maestro sino que le traiciona y le vende. La traición de un íntimo es mucho más dolorosa y cruel que la de un extraño porque supone una falta de lealtad. También la vida espiritual del cristiano es verdadera amistad con Cristo; por eso se asienta sobre la lealtad, la honradez y la fidelidad a la palabra dada.
Judas había decidido entregar a Jesús y se puso de acuerdo con los príncipes de los sacerdotes (cfr Mt 26, 14; Mc 14, 10-11; Lc 22, 3-6). La tentación, consumada ya en el corazón de Judas, venía preparándose tiempo atrás, como vemos en la unción de Betania cuando protestó contra el gesto de amor de María; San Juan comenta entonces que lo hizo no por amor a los pobres sino porque era ladrón (cfr Jn 12, 6).

Jn 13, 23. En aquel tiempo en las ocasiones solemnes solían comer recostados sobre una especie de diván llamado triclinio. Se apoyaban sobre el costado izquierdo para comer con la mano derecha. De este modo era fácil reclinarse en el que estaba a la izquierda y hablar de forma confidencial. Lo que leemos en este versículo es un detalle que indica la intimidad y confianza que el Maestro y el discípulo amado tenían entre sí (cfr Jn 19, 27; Jn 20, 2; Jn 21, 23), modelo del amor de Jesús por todos sus verdaderos discípulos, y de éstos por el Maestro.

Jn 13, 26-27. El bocado que le ofrece Jesús es muestra de amistad y, por tanto, invitación a enmendar sus perversas maquinaciones. Judas, sin embargo, desecha esta oportunidad. «Bueno es lo que recibió –comenta San Agustín–, pero lo recibió para su perdición, porque el que era malo recibió con mala disposición lo que era bueno» (In Ioann. Evang., 61, 6). La entrada de Satanás indica que desde ese momento Judas se abandona completamente a la tentación diabólica.

Jn 13, 29. «Todos estos detalles se han conservado para decirnos: si se os ultraja, no os indignéis. Pensad en el culpable y llorad su violencia natural. El que daña el bien de otro, el calumniador, ¿qué intereses hiere primero? Los suyos propios, sin duda (...). Jesucristo llena de sus beneficios a Judas el traidor, lava sus pies, le reprocha sin acritud, le censura con discreción, busca ganar su corazón, le honra hasta comer con él, hasta abrazarle; e incluso cuando Judas no recapacita, Jesucristo no cesa en su buen empeño» (Hom. sobre S. Juan, 71, 4).

Jn 13, 30. La indicación de que «era de noche» no es sólo una simple referencia cronológica, sino que alude a las tinieblas como imagen del pecado, del poder tenebroso que en aquel instante iniciaba su hora (cfr Lc 22, 53). El contraste entre luz y tinieblas, oposición del mal al bien, es muy frecuente en la Biblia, especialmente en el cuarto Evangelio, donde, ya desde el Prólogo, se nos dice que Cristo es la Luz verdadera que las tinieblas no recibieron (cfr Jn 1, 5).

Jn 13, 31-32. Esta glorificación se refiere sobre todo a la gloria que Cristo recibirá a partir de su exaltación en la Cruz (Jn 3, 14; Jn 12, 32). San Juan subraya que la muerte de Cristo es el comienzo de su triunfo; tanto es así que la misma crucifixión se podría considerar como el primer paso de la subida hacia el Padre. Al mismo tiempo es glorificación del Padre, pues Cristo, aceptando voluntariamente la muerte por amor, como acto supremo de obediencia a la Voluntad divina, realiza el mayor sacrificio con el que el hombre puede dar gloria a Dios. El Padre corresponderá a esta glorificación que Cristo le tributa glorificándole a Él, como Hijo del Hombre, es decir, en su Santísima Humanidad, a través de la Resurrección y exaltación a su diestra. De esta forma la gloria que el Hijo da al Padre es a la vez gloria para el Hijo.
Así también el discípulo de Cristo encontrará su mayor motivo de gloria en la identificación con la actitud obediente del Maestro. San Pablo lo enseña claramente al decir: «En cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo...» (Ga 6, 14).

Jn 13, 33. A partir de este versículo el Evangelista relata lo que suele llamarse el discurso de la Cena. En él pueden distinguirse tres partes. En la primera el Señor comienza proclamando el Mandamiento Nuevo (vers. 33-35) y anuncia las negaciones de Pedro (vers. 36-38). Les explica después que su Muerte va a ser el tránsito hacia el Padre (cap. 14), con quien es uno por ser Dios (vers. 1-14). También les anuncia que después de su Resurrección les enviará el Espíritu Santo, que les guiará enseñándoles y recordándoles cuanto les había dicho (vv. 15-31).
La segunda parte del discurso está contenida en los capítulos 15 y 16. Promete Jesucristo que quienes crean tendrán una nueva vida de unión con Él, tan íntima como la que tienen los sarmientos con la vid (Jn 15, 1-8). Para alcanzar esa unión es necesario practicar el Mandamiento Nuevo del Señor (vers. 9-18). Les previene de las contradicciones que habrán de sufrir, y les anima con la promesa del Espíritu Santo que les defenderá y consolará (vers. 18-27). La acción del Paráclito o Consolador les conducirá eficazmente al cumplimiento de la misión que Jesús les ha encomendado (Jn 16, 1-15). Fruto de la presencia del Espíritu Santo será la plenitud del gozo (vers. 16-33).
La tercera parte (cap. 17) recoge la oración sacerdotal de Jesús en la que ruega al Padre por su glorificación a través de la Cruz (vers. 1-5). Pide también por sus discípulos (vers. 6-19) y por todos los que por medio de ellos creerán en Él, para que, permaneciendo en el mundo sin ser del mundo, esté en ellos el amor de Dios y den testimonio de que Cristo es el enviado del Padre (vers. 20-26).

Jn 13, 34-35. Cristo, después de anunciar su partida (v. 33), resume sus preceptos en uno solo: el Mandamiento Nuevo. Volverá a repetirlo otras veces en el discurso de la Cena (cfr Jn 15, 12.17); y San Juan en su primera carta insistirá en la necesidad de vivir este mandato del Señor y en las exigencias que comporta (cfr 1Jn 2, 8; 1Jn 3, 7-21).
El amor al prójimo estaba ya mandado en el Antiguo Testamento (cfr Lv 19, 18), y Jesús lo ratifica dándole el lugar que le corresponde en el conjunto de la Ley: el segundo mandamiento. Este es semejante al primero: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cfr Mt 22, 37-40). Pero Jesús da al precepto del amor fraterno un sentido y un contenido nuevos al decir «como yo os he amado». El amor al prójimo que se pedía en la Antigua Ley alcanzaba también de algún modo a los enemigos (Ex 23, 4-5); sin embargo, el amor que predica Jesús es muchísimo más exigente e incluye devolver bien por mal (cfr Mt 5, 43-44), porque la medida del amor cristiano no está en el corazón del hombre, sino en el corazón de Cristo, que entrega su vida en la Cruz por la redención de todos (cfr 1Jn 4, 9-11). En esto consiste la novedad de la enseñanza de Jesús, y bien puede decir el Señor que es su mandamiento, expresión de su última voluntad, la cláusula principal de su testamento.
No puede separarse el amor al prójimo del amor a Dios: «El mandamiento supremo de la ley es amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo (cfr Mt 22, 37-40). Cristo hizo suyo este mandamiento del amor al prójimo y lo enriqueció con un nuevo sentido al querer identificarse él mismo con los hermanos como objeto único de la caridad, diciendo: 'En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis' (Mt 25, 40). Cristo, pues, al asumir la naturaleza humana, unió consigo mismo, con cierta solidaridad sobrenatural, a todo el género humano como una sola familia y estableció la caridad como distintivo de sus discípulos con estas palabras: 'En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros'» (Apostolicam actuositatem, 8).
Siendo Cristo la misma pureza, la sobriedad, la humildad, sin embargo no pone como distintivo para sus seguidores ninguna de estas virtudes, sino la caridad: «El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.
»No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, Él no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es –debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos– el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos» (Amigos de Dios, 223).
Así ocurría realmente entre los cristianos de los primeros siglos en medio de la sociedad pagana, de modo que, como escribe Tertuliano a fines del siglo II, todos podían decir al ver la vida de aquellos fieles: «Mirad cómo se aman» (Apologeticus, XXXIX).

Jn 13, 36-38. Una vez más Pedro habla a su Maestro con sencillez y sincera disposición de seguirle hasta la muerte. Pero aún no estaba preparado. El Señor, comenta San Agustín, «establece aquí una dilación; no destruye la esperanza, sino que la confirma diciendo 'me seguirás más tarde'. ¿Para qué te apresuras, Pedro? Aún no te había fortalecido la piedra con la dureza de su entraña: no te desplomes ahora con tu presunción. Ahora no puedes seguirme, pero no desesperes, luego lo harás» (In Ioann. Evang., 66, 1). En efecto, en esos momentos el entusiasmo de Pedro es ardiente, pero poco firme. Más tarde adquirirá la fortaleza que se asienta en la humildad. Entonces, cuando no se considere digno de morir como su Maestro, morirá en una cruz, cabeza abajo, clavando en la tierra de Roma esa piedra sólida que pervive en los que le suceden y que es el fundamento sobre el que se edifica, indefectible, la Iglesia.
Las negaciones de Pedro, signo de su debilidad, fueron ampliamente compensadas por su profundo arrepentimiento. «Que cada cual tome ejemplo de contrición y si ha caído no se desespere, sino que siempre confié en que puede hacerse digno del perdón» (S. Beda, In Ioann. Evang. expositio, in loc.).

Jn 14, 1-3. Al parecer, el anuncio de las negaciones de Pedro ha entristecido a los discípulos. Jesús les anima diciendo que se marcha para prepararles una morada en los Cielos, pues, a pesar de sus miserias y claudicaciones, finalmente perseverarán. La vuelta a la que se refiere Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo o Parusía (cfr 1Co 4, 5; 1Co 11, 26; 1Ts 4, 16-17; 1Jn 2, 28) y el encuentro con cada alma tras la muerte: Cristo nos ha preparado la morada celestial mediante su obra redentora. Por ello, sus palabras pueden considerarse dirigidas no sólo a los Doce, sino a cuantos crean en Él a lo largo de los tiempos. El Señor llevará consigo hasta su gloria a cuantos han creído en Él y le han sido fieles.

Jn 14, 4-7. Los Apóstoles no entendían con profundidad lo que Jesús les estaba enseñando; de ahí la pregunta de Tomás. El Señor explica que Él es el camino hacia el Padre. «Era necesario decirles 'Yo soy el Camino' para demostrarles que en realidad sabían lo que les parecía ignorar, porque le conocían a Él» (In Ioann. Evang., 66, 2).
Jesús es el camino hacia el Padre: por su doctrina, pues observando su enseñanza llegaremos al Cielo; por la fe que suscita, porque vino a este mundo para que «todo el que crea en Él tenga vida eterna» (Jn 3, 15); por su ejemplo, ya que nadie puede ir al Padre sino imitando al Hijo; por sus méritos, con los que nos posibilita la entrada en la patria celestial; y sobre todo es el camino porque Él revela al Padre con quien es uno por su naturaleza divina.
«Los niños pequeños, a fuerza de oír hablar a sus madres y de balbucir vocablos con ellas, aprenden a hablar; nosotros, permaneciendo junto a nuestro Salvador, mediante la meditación, considerando sus palabras, sus acciones y sus afectos, aprenderemos, mediante su gracia, a hablar, a actuar y a querer como Él. –Es necesario detenerse aquí (...); no podremos llegar hasta Dios Padre sino por este camino (...); tampoco la Divinidad podría ser bien contemplada por nosotros en este bajo mundo si no se hubiese unido a la Humanidad sagrada del Salvador, cuya vida y muerte son el objeto más proporcionado, suave, delicioso y útil que podemos elegir para nuestras meditaciones» (Introducción a la vida devota, p. II, c. 1, 2).
«Ego sum vía: Él es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.
»Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar» (Amigos de Dios, 127).
Las palabras de Jesús van más allá de la pregunta de Tomás, al responder «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Ser la Verdad y la Vida es lo propio del Hijo de Dios hecho hombre, del que San Juan dice en el Prólogo a su Evangelio que está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Él es la Verdad porque con su venida al mundo se muestra la fidelidad de Dios a sus promesas, y porque enseña verdaderamente quién es Dios y cómo la auténtica adoración ha de ser «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Él es la Vida por tener desde toda la eternidad la vida divina junto al Padre (cfr Jn 1, 4), y porque nos hace, mediante la gracia, partícipes de esa vida divina. Por todo ello dice el Evangelio: «Esta es la vida eterna: Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3).
Con su respuesta, Jesús está «como diciendo: ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida. Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible; pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios» (De verb. Dom. Serm., 54).

Jn 14, 8-11. Las palabras del Señor siguen resultando misteriosas para los Apóstoles, que no acaban de entender la unidad del Padre y del Hijo. De ahí la insistencia de Felipe. Por eso Jesús «reprende al apóstol porque aún no le conoce, cuando resulta que sus obras eran propias de Dios: caminar sobre las olas, mandar a los vientos, perdonar pecados, resucitar a los muertos. Este es el motivo de la reprensión: el no haber conocido su condición de Dios a través de su humana naturaleza» (De Trinitate, lib. 7).
Es cierto que la visión del Padre a que se refiere Jesucristo en este pasaje es una visión de fe, pues a Dios nadie le ha visto jamás tal cual es (cfr Jn 1, 18; Jn 6, 46). Todas las manifestaciones de Dios o teofanías han sido mediatas, sólo un reflejo de la grandeza divina. La manifestación suprema de Dios Padre la tenemos en Cristo Jesús, el Hijo de Dios enviado a los hombres. «Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su Muerte y gloriosa Resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino, a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte, y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei verbum, 4).

Jn 14, 12-14. Antes de partir de este mundo, el Señor promete a los Apóstoles que les hará partícipes de sus poderes para que la salvación de Dios se manifieste por medio de ellos. Las obras que realizarán son los milagros hechos en el nombre de Jesucristo (cfr Hch 3, 1-10; Hch 5, 15-16; etc.), y sobre todo, la conversión de los hombres a la fe cristiana y su santificación, mediante la predicación y la administración de los sacramentos. Se pueden considerar obras mayores que las de Jesús en cuanto que por el ministerio de los Apóstoles el Evangelio no sólo fue predicado en Palestina, sino que se difundió hasta los extremos de la tierra; pero este poder extraordinario de la palabra apostólica procede de Jesucristo que ha subido al Padre: después de pasar por la humillación de la Cruz, Jesús ha sido glorificado y desde el Cielo manifiesta su poder actuando a través de los Apóstoles.
El poder de los Apóstoles dimana, pues, de Cristo glorificado. El Señor lo expresa al decir: «y lo que pidáis al Padre en mi nombre eso haré...». «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo» (In Ioann. Evang., 72, 1).
Jesucristo es nuestro intercesor en el Cielo, por eso nos promete que todo lo que pidamos en su Nombre, Él lo hará. Pedir en su Nombre (cfr Jn 15, 7.16; Jn 16, 23-24) significa apelar al poder de Cristo resucitado, creyendo que Él es omnipotente y misericordioso porque es verdadero Dios; y significa también pedir aquello que conviene a nuestra salvación, porque Jesucristo es el Salvador. Así «lo que pidáis» se entiende como lo que es bueno para el que pide. Cuando el Señor no concede lo que se pide es porque no conviene para nuestra salvación. De ese modo se muestra igualmente Salvador cuando nos niega lo que le pedimos y cuando nos lo concede.

Jn 14, 15. El auténtico amor ha de manifestarse con obras. «Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama» (Hom. sobre S. Juan, 74). Por eso Jesús quiere hacernos comprender que el amor a Dios, para serlo de veras, ha de reflejarse en una vida de entrega generosa y fiel al cumplimiento de la Voluntad divina: el que recibe sus mandamientos y los guarda, ése es quien le ama (cfr Jn 14, 21). El mismo San Juan nos exhorta en otro pasaje a que «no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad» (1Jn 3, 18), y nos enseña que «el amor de Dios consiste en que cumplamos sus mandamientos» (1Jn 5, 3).

Jn 14, 16-17. El Señor promete a los Apóstoles en diversas ocasiones que les enviará el Espíritu Santo (cfr Jn 14, 26; Jn 16, 7-14; Mt 10, 20). Aquí les anuncia que un fruto de su mediación ante el Padre será la venida del Paráclito. El Espíritu Santo, en efecto, vendrá sobre los discípulos tras la Ascensión del Señor (cfr Hch 2, 1-13), enviado por el Padre y por el Hijo. Al prometer aquí Jesús que por medio de Él, el Padre les enviará el Espíritu Santo está revelando el misterio de la Santísima Trinidad.
Paráclito significa etimológicamente «llamado junto a uno» con el fin de acompañar, consolar, proteger, defender... De ahí que Paráclito se traduzca por Consolador, Abogado, etc. Jesús habla del Espíritu Santo como de «otro Paráclito», porque será dado a los discípulos en lugar suyo como Abogado o Defensor que les asista, ya que Él va a subir a los Cielos. En 1Jn 2, 1 se llama Paráclito a Jesucristo: «Abogado tenemos ante el Padre: Jesucristo, el Justo». Cristo, por tanto, es también nuestro Abogado y Mediador en el Cielo junto al Padre (cfr Hb 7, 25). El Espíritu Santo cumple ahora el oficio de guiar, proteger y vivificar a la Iglesia, «porque, como sabemos –comenta el Papa Pablo VI–, dos son los elementos que Cristo ha prometido y otorgado, aunque diversamente, para continuar su obra (...): el apostolado y el Espíritu. El apostolado actúa externa y objetivamente; forma el cuerpo, por así decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras visibles y sociales; mientras el Espíritu Santo actúa internamente, dentro de cada una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando, vivificando, santificando» (Discurso, En la apertura de la tercera sesión del Concilio Vaticano 2, 14 IX-64, 3).
El Paráclito es nuestro Consolador mientras caminamos en este mundo en medio de dificultades y bajo la tentación de la tristeza. «Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara» (Es Cristo que pasa, 128).

Jn 14, 18-20. En varios momentos de la Cena se trasluce la tristeza de los Apóstoles ante las palabras de despedida del Señor (cfr Jn 15, 16; Jn 16, 22). Jesús les habla con ternura, llamándoles hijitos (Jn 13, 33) y amigos (Jn 15, 15), y les promete que no quedarán solos, pues les enviará el Espíritu Santo y Él mismo volverá a estar con ellos. En efecto, le verán de nuevo después de la Resurrección, cuando se les aparezca durante cuarenta días hablando con ellos del Reino de Dios (cfr Hch 1, 3). Al subir a los Cielos dejaron de verle; no obstante Jesús sigue en medio de sus discípulos, según había prometido (cfr Mt 28, 20), y le veremos cara a cara en el Cielo. «Entonces podremos ver lo que ahora creemos. También ahora está Él entre nosotros, y nosotros en Él; pero ahora lo creemos, entonces lo conoceremos, y aunque ahora le conozcamos por la fe, entonces le conoceremos por la contemplación. Mientras vivimos en este cuerpo corruptible que le pesa al alma, como sucede ahora, estamos peregrinando hacia el Señor: caminamos en la fe y no en la visión. Pero entonces le veremos directamente, tal cual es» (in Ioann. Evang., 75, 4).

Jn 14, 22-23. Era creencia común entre los judíos que cuando llegara el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. Los Apóstoles entienden las palabras de Jesús como una manifestación reservada sólo a ellos, y se extrañan. De ahí la pregunta de Judas Tadeo. Puede observarse la confianza de los Apóstoles en el trato con el Señor, cómo le preguntan lo que no saben y le consultan sus dudas. Es un ejemplo de cómo hemos de dirigirnos a quien es también nuestro Maestro y Amigo.
La respuesta de Jesús es en apariencia evasiva, pero en realidad, al apuntar el modo de esa manifestación, explica por qué no se manifiesta al mundo: Él se da a conocer a quien le ama y guarda sus mandamientos. Dios se había manifestado repetidas veces en el Antiguo Testamento y había prometido su presencia en medio del pueblo (cfr Ex 29, 45; Ez 37, 26-27; etc.). En cambio aquí nos habla Jesús de una presencia en cada persona. A esta presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno de nosotros es templo del Espíritu Santo (cfr 2Co 6, 16-17). San Agustín, al considerar la cercanía inefable de Dios en el alma, exclama: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!; he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad» (Confesiones, 10, 27, 38).
Jesús se refiere a la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, renovada por la gracia: «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» (Amigos de Dios, 306).

Jn 14, 25-26. Jesús ha expuesto con claridad su doctrina, pero los Apóstoles no podían entenderla plenamente; la entenderán después, cuando reciban el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad que les guiará hasta la verdad completa (cfr Jn 16, 13). «En efecto, el Espíritu Santo enseñó y recordó: enseñó todo aquello que Cristo no había dicho por superar nuestras fuerzas, y recordó lo que el Señor había enseñado y que, bien por la oscuridad de las cosas, bien por la torpeza de su entendimiento, ellos no habían podido conservar en la memoria» (Teofilacto, Comentario a San Juan, ad loc.).
El término que traducimos por «recordar» incluye también la idea de «sugerir»: El Espíritu Santo traerá a la memoria de los Apóstoles lo que ya habían escuchado a Jesús, pero con una luz tal que les capacitará para descubrir la profundidad y riqueza de lo que habían visto y escuchado. Así, «los Apóstoles comunicaron a sus oyentes los dichos y los hechos de Jesús con aquella mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo (cfr Hch 2, 22) y la enseñanza del Espíritu de la Verdad» (Dei verbum, 18).
«Cristo no ha dejado a sus seguidores sin guía en la tarea de comprender y vivir el Evangelio. Antes de volver a su Padre prometió enviar su Espíritu Santo a la Iglesia: 'Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho'. Este mismo Espíritu guía a los sucesores de los Apóstoles, vuestros Obispos unidos al Obispo de Roma, a quien se le encargó mantener la fe y 'predicar el Evangelio a toda criatura' (Mc 16, 15). Escuchad su voz, pues os transmite la palabra del Señor» (Juan Pablo II, Homilía en el Santuario mariano de Knock, 30-IX-79).
En los Evangelios han quedado escritos, bajo el carisma de la inspiración divina, los recuerdos y la comprensión que tenían los Apóstoles, después de Pentecostés, de aquellas cosas de las que habían sido testigos. De ahí que dichos escritos sagrados «narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente hasta el día de la Ascensión (cfr Hch 1, 1-2)» (Dei verbum, 11). Por eso la Iglesia ha recomendado insistentemente la lectura de la Sagrada Escritura y especialmente de los Evangelios. «Ojala fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo»

Jn 14, 27. Desear la paz era, y es también hoy, la forma usual de saludo de los hebreos y de los árabes. Ese mismo saludo que empleaba Jesús, lo siguieron usando los Apóstoles, según vemos por sus cartas (cfr 1P 1, 3; 3Jn 1, 15; Rm 1, 7; etc.), y de él continúa sirviéndose la Iglesia en la Liturgia; así, por ejemplo, antes de la Comunión el celebrante desea a los presentes la paz, condición para participar dignamente del Santo Sacrificio (cfr Mt 5, 23), y a su vez, fruto del mismo.
El saludo ordinario del pueblo hebreo recobra en boca del Señor su sentido más profundo; la paz es uno de los dones mesiánicos por excelencia (cfr Is 9, 7; Is 48, 18; Mi 5, 5; Mt 10, 22; Lc 2, 14; Lc 19, 38). La paz que nos da Jesús trasciende por completo la del mundo (véase nota a Mt 10, 34-37), que puede ser superficial y aparente, compatible con la injusticia. En cambio, la paz de Cristo es sobre todo reconciliación con Dios y entre los hombres, uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr Ga 5, 22-23), «es serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencillez del corazón, vínculo de amor, unión de caridad: no puede adquirir la herencia de Dios quien no cumpla su testamento de paz, ni puede vivir unido a Cristo quien está separado del cristianismo» (De verb. Dom. Serm., 58).
«Cristo es 'nuestra paz' (Ef 2, 14). Hoy y siempre, Él nos repite: 'Mi paz os dejo, mi paz os doy'. Nunca en la historia de la humanidad se había hablado tanto de la paz y se la ha deseado tanto como en nuestros días (...). Y sin embargo se constata más y más cómo la paz es amenazada y destruida (...). La paz es un resultado de muchas actitudes y realidades convergentes; es el resultado de preocupaciones morales, de principios éticos, basados en el mensaje del Evangelio y corroborados por él.
»En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1971, mi venerado predecesor, Pablo VI, el peregrino de la paz, decía: 'La verdadera paz debe fundarse en la justicia, en el sentido de la dignidad inviolable del hombre, en el reconocimiento de una igualdad indeleble y deseable entre los hombres, en el principio básico de la fraternidad humana, es decir, en el respeto y amor debido a cada hombre, porque es hombre'. Este mismo mensaje lo he repetido yo en México y en Polonia. Lo repito aquí en Irlanda. Todo ser humano tiene derechos inalienables que deben ser respetados. Toda comunidad humana –étnica, histórica, cultural o religiosa– tiene derechos que deben ser respetados. La paz está amenazada siempre que uno de estos derechos es violado. La ley moral, guardiana de los derechos del hombre, protectora de la dignidad de la persona humana, no puede ser dejada de lado por ninguna persona, ningún grupo, ni por el mismo Estado, por ningún motivo, ni siquiera por la seguridad o en interés de la ley o del orden público. La ley de Dios está muy por encima de todas las razones de Estado. Mientras existan injusticias en cualquier campo que afecte a la dignidad de la persona humana, bien sea en el campo político, social o económico, bien sea en la esfera cultural o en la religiosa, no habrá verdadera paz (...). La paz no puede ser establecida por la violencia, la paz no puede florecer nunca en un clima de terror, de intimidación o de muerte. El mismo Jesús dijo: 'Quien toma la espada, a espada morirá' (Mt 26, 52). Esta es la palabra de Dios, la que ordena a los hombres de esta generación violenta desistir del odio y la violencia y arrepentirse» (Juan Pablo II, Homilía durante la celebración de la liturgia de la Palabra en Drogheda, 29-IX-79).
El gozo y la paz que nos trae Cristo han de caracterizar el estado de ánimo de un creyente: «Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz. No es de Dios lo que roba la paz del alma.
»Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de la tribulación» (Camino, 258).

Jn 14, 28. Jesucristo, en cuanto Hijo Unigénito de Dios, posee la gloria divina desde la eternidad, pero durante el tiempo de su vida en la tierra esa gloria está velada y oculta tras su Santísima Humanidad (cfr Jn 17, 5; Flp 2, 7). Sólo se manifiesta en algunas ocasiones, como en los milagros (cfr Jn 2, 11), o en la Transfiguración (cfr Mt 17, 1-8 y par.). Va a ser ahora, mediante la Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, cuando Jesús va a ser glorificado, también en su Cuerpo, volviendo al Padre y entrando en su gloria. Por eso, su salida de este mundo debía ser causa de alegría para los discípulos; pero éstos no entienden bien las palabras del Señor, y se entristecen porque les afecta más la pena de la separación física del Maestro que el pensamiento de la gloria que le espera.
Cuando Jesús dice que el Padre es mayor que Él, está considerando su naturaleza humana; así, en cuanto hombre, Jesús va a ser glorificado ascendiendo a la derecha del Padre. Jesucristo «es igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad» (Símbolo Atanasiano). Exhorta San Agustín: «Reconozcamos pues la doble naturaleza de Cristo: la una, por la que es igual al Padre, que es la divina; y la humana, que le hace inferior al Padre. Una y otra naturaleza no constituyen dos sino un solo Cristo...» (In Ioann. Evang., 78, 3). Sin embargo, aunque el Padre y el Hijo son iguales en naturaleza, eternidad y dignidad, también pueden entenderse las palabras del Señor considerando que «mayor» se refiere al origen: Sólo el Padre es «principio sin principio», mientras que el Hijo procede eternamente del Padre por generación también eterna. Jesucristo es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero (cfr Símbolo Niceno-Constantinopolitano).

Jn 14, 30. Es cierto que el mundo es bueno porque ha salido de las manos del Creador, y que tanto le amó Dios que le entregó a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3, 16). Sin embargo, por mundo se entiende en este pasaje el conjunto de los hombres que rechazan a Cristo; por ello, príncipe de ese mundo es el demonio (cfr Jn 1, 10; Jn 7, 7; Jn 15, 18-19). Este se opone a la obra de Jesús ya desde el comienzo de su vida pública en las tentaciones del desierto (cfr Mt 4, 1-11 y par). Ahora, en la Pasión, vuelve a aparecer para obtener la victoria sobre Cristo, aunque sea momentánea y aparente. Esta es la hora del poder de las tinieblas, en la que, sirviéndose del traidor (cfr Lc 22, 53; Jn 13, 27), el demonio consigue que prendan al Señor y le crucifiquen.

Jn 15, 1. La comparación del pueblo elegido con una vid había sido utilizada ya en el Antiguo Testamento: En el Sal 79 se habla de la ruina y de la restauración de la viña arrancada de Egipto y plantada en otra tierra; y en el cántico de Isaías (Is 5, 1- 7) Dios se queja de que su viña, a pesar de los cuidados amorosos, haya producido agraces en lugar de uvas. Jesús había utilizado estas imágenes en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-43) para significar el rechazo del Hijo por parte de los judíos y la llamada a los gentiles. Aquí, sin embargo, la comparación tiene un sentido distinto, más personal: Cristo se presenta como la verdadera vid, porque a la vieja vid, al antiguo pueblo elegido, ha sucedido el nuevo, la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (cfr 1Co 3, 9). Hace falta estar unidos a la nueva y verdadera Vid, a Cristo, para producir fruto. No se trata ya tan sólo de pertenecer a una comunidad sino de vivir la vida de Cristo, vida de la Gracia, que es la savia vivificante que anima al creyente y le capacita para dar frutos de vida eterna. Esta imagen de la vid, por otra parte, ayuda a comprender la unidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, en el que todos los miembros están íntimamente unidos con la Cabeza, y en ella, unidos también los unos con los otros (1Co 12, 12-26; Rm 12, 4-5; Ef 4, 15-16).

Jn 15, 2. El Señor describe dos situaciones: la de aquellos que, aun estando unidos a la vid con vínculos externos, no dan fruto; y la de quienes, aun dando fruto, pueden dar más. Esto nos enseña también la Epístola de Santiago al decir que no basta la fe (St 2, 17). Aunque es cierto que la fe es el comienzo de la salvación y sin la fe no podemos agradar a Dios, también es verdad que la fe viva ha de dar el fruto de las obras. «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Así pues, se puede decir que para dar frutos gratos a Dios no basta haber recibido el Bautismo y profesar externamente la fe, sino que hace falta participar de la vida de Cristo por la Gracia y colaborar en su obra redentora.
Jesús utiliza el mismo verbo para hablar de la poda de los sarmientos y de la limpieza de los discípulos en el versículo siguiente; al pie de la letra habría que traducir: «A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto». Queda así claro que Dios no se contenta con una entrega a medias. Por esto purifica a los suyos a través de la contradicción y las dificultades, que son como una poda, para que den más fruto. Aquí podemos ver una explicación del porqué del sufrimiento: «¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos?–Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, 'ut fructum plus afferas'– para que des más fruto.
»¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!» (Camino, 701).

Jn 15, 3. Jesús al lavar los pies a Pedro ya había dicho que sus Apóstoles estaban limpios, aunque no todos (cfr Jn 13, 10). Ahora vuelve a referirse a esa limpieza interior por virtud de las enseñanzas que han aceptado. «Pues la palabra de Cristo purifica en primer lugar de los errores, instruyendo (cfr Tt 1, 9) (.»); en segundo lugar purifica los corazones de los afectos terrenos, encendiéndolos por las cosas celestiales (...); finalmente la palabra purifica por el vigor de la fe: pues 'purificó sus corazones por la fe' (Hch 15, 9)» (Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 15, 4-5. Sigue el Señor sacando consecuencias de la comparación de la vid y los sarmientos. Ahora subraya la inutilidad de quien se aparta de Él, lo mismo que la del sarmiento separado de la vid. «Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente (Sal 104, 15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad. Porque sin mí no podéis hacer nada» (Amigos de Dios, 254).
La vida de unión con Cristo necesariamente transciende el ámbito individual del cristiano para proyectarse en beneficio de los demás: de ahí brota la fecundidad apostólica, ya que «el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior» (Amigos de Dios, 239). El Concilio Vaticano II, citando el presente pasaje de San Juan, enseña cómo debe ser el apostolado de los cristianos: «Puesto que Cristo, enviado por el Padre, es la fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan con Cristo. Lo afirma el Señor 'El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada'. Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, sobre todo mediante la participación activa en la Sagrada Liturgia. Los laicos deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios» (Apostolicam actuositatem, 4).

Jn 15, 6. Quien no está unido a Cristo por medio de la Gracia tendrá, finalmente, el mismo destino que los sarmientos secos: el fuego. Es claro el paralelismo con otras imágenes de la predicación del Señor acerca del Infierno: las parábolas del árbol bueno y del malo (Mt 8, 15-20), de la red barredera (Mt 13, 49-50), del invitado a las bodas (Mt 22, 11-14), etc. San Agustín comenta así este pasaje: «Los sarmientos de la vid son de lo más despreciable si no están unidos a la cepa; y de lo más noble si lo están (...). Si se cortan no sirven de nada ni para el viñador ni para el carpintero. Para los sarmientos una de dos: o la vid o el fuego. Si no están en la vid, van al fuego: para no ir al fuego, que estén unidos a la vid» (In Ioann. Evang., 81, 3).

Jn 15, 9-11. El amor de Cristo a los cristianos es reflejo del amor que las tres divinas Personas tienen entre sí y hacia los hombres: «Amemos a Dios porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19).
La seguridad de que Dios nos ama es la raíz de la alegría y gozo cristianos (v. 11), pero al mismo tiempo exige nuestra correspondencia fiel, que debe traducirse en un deseo ferviente de cumplir la Voluntad de Dios en todo, es decir, sus mandamientos, a imitación de Jesucristo que cumplió la Voluntad del Padre (cfr Jn 4, 34).

Jn 15, 12-15. Insiste Jesús en el «mandamiento nuevo», cumpliéndolo Él mismo al dar su vida por nosotros. Véase nota a Jn 13, 34-35.
La amistad de Cristo con el cristiano, que el Señor manifiesta de modo particular en este pasaje, ha sido resaltada en la predicación de Mons. J. Escrivá de Balaguer: «La vida del cristiano que se decide a comportarse de acuerdo con la grandeza de su vocación, viene a ser como un prolongado eco de aquellas palabras del Señor: ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer cuantas cosas oí de mi Padre (Jn 15, 15). Prestarse dócilmente a secundar la Voluntad divina, despliega insospechados horizontes (...) 'nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos'» (Amigos de Dios, 35).
«Hijos de Dios, Amigos de Dios (...). Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, 'participaremos en la dicha de la divina amistad' (n. 300); si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt –canta la Liturgia de las Horas– et amici Deifacti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios (Responsorio de la segunda lectura, del oficio en la Dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo).
»Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A Él acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos (...). Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse 'al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo' (n. 258)» (Amigos de Dios, Presentación de A. del Portillo, pp. 25-26).

Jn 15, 16. Tres ideas están contenidas en estas palabras del Señor. Una, que la llamada a los Apóstoles y también a todo cristiano no proviene de buenos deseos, sino de la elección gratuita de Cristo. No han sido los Apóstoles los que han elegido al Señor como Maestro, según la costumbre judía de elegirse un rabino, sino que fue Cristo quien los escogió a ellos. La segunda idea es que la misión de los Apóstoles y de todo cristiano consiste en seguir a Cristo, buscar la santidad y contribuir a la propagación del Evangelio. La tercera enseñanza se refiere a la eficacia de la súplica hecha en nombre de Cristo; por eso la Iglesia acostumbra a terminar las oraciones de la Sagrada Liturgia con la invocación 'Por Jesucristo Nuestro Señor'.
Las tres ideas señaladas se unen armónicamente: la oración es necesaria para que la vida cristiana sea fecunda, pues es Dios quien da el incremento (cfr 1Co 3, 7); y la obligación de buscar la santidad y ejercer el apostolado deriva de que es el mismo Cristo quien nos ha llamado a realizar esta misión.
«Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena.
»Esto es mucho..., pero es poco. –Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo» (Camino, 942).

Jn 15, 18-19. Jesús afirma que entre Él y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de acuerdo: quien vive en el pecado aborrece la luz (cfr Jn 3, 19-20). Por eso han perseguido a Cristo y perseguirán también a los Apóstoles. «La hostilidad de los perversos suena como alabanza para nuestra vida –dice San Gregorio–, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo. Demuestra que no es amigo de Dios quien busca complacer a los que se oponen a Él: y quien se somete a la verdad luchará contra lo que se opone a la verdad» (In Ezechielem homiliae, 9).

Jn 15, 22-25. El Señor advierte que los que le niegan no tendrían pecado si Él no se hubiera revelado, si la Luz no hubiera iluminado las tinieblas; pero ahora ya no tienen excusa (cfr Jn 9, 41; Mt 12, 31 ss.). «Este pecado consiste –afirma San Agustín– en no creer las palabras y las obras de Cristo, pues no tenían pecado antes de que les hablara e hiciera entre ellos milagros. Pero ahora habla de este pecado de incredulidad en cuanto que es también la raíz de los demás. Si creyesen en Él les serian perdonados también los otros pecados» (In Ioann. Evang., 91, 1).
No se explica el odio a Cristo, «que pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), sin un influjo profundo en los hombres del odio diabólico a Dios: por eso en Jesús se cumple de manera eminente la hostilidad contra Dios que ya estaba vaticinada en el Antiguo Testamento: «No se burlen de mi mis enemigos falaces que me odiaron sin motivo» (Sal 35, 19).

Jn 15, 26-27. Los Apóstoles volverán a recibir el encargo de dar testimonio de Jesucristo momentos antes de la Ascensión (cfr Hch 1, 8). Ellos han sido testigos del ministerio público, Muerte y Resurrección de Cristo, condición para formar parte del Colegio Apostólico, como se ve en la elección de Matías en sustitución de Judas (cfr Hch 1, 21-22). Pero será con la venida del Espíritu Santo cuando se iniciará la predicación pública de los Doce y la vida de la Iglesia.
Todo cristiano ha de ser también un testigo vivo de Cristo, y la Iglesia entera es un testimonio perenne de Jesucristo: «La misión de la Iglesia se realiza mediante la actividad con la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y el amor del Espíritu Santo, se hace presente de hecho a todos los hombres y pueblos, y los conduce a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo con el ejemplo de su vida y su predicación, con los sacramentos y con los demás medios de la gracia» (Ad gentes, 5).

Jn 16, 2-3. El fanatismo puede arrastrar hasta hacer creer que es lícito el crimen para servir la causa de la religión. Es lo que les ocurría a estos judíos que persiguieron hasta la muerte a Jesús y luego a la Iglesia. Un caso típico de ese falso celo fue el de Pablo de Tarso (cfr Hch 22, 3-16), pero al conocer su error se convirtió en uno de los más fervientes apóstoles de Cristo. Como predijo el Señor, la Iglesia ha sufrido repetidas veces tal odio fanático y diabólico. Otras veces ese falso celo no es tan manifiesto sino que se muestra en la oposición sistemática e injusta a las cosas de Dios. «En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá 'los buenos' llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. –Y dile: 'Edissere nobis parabolam' –explícame la parábola.
»Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada» (Camino, 695).
En estos casos, como también lo advirtió Nuestro Señor, quienes persiguen a los verdaderos servidores de Dios piensan agradarle: esos perseguidores confunden la causa de Dios con unas concepciones deformadas de la religión.

Jn 16, 4. Ahora el Señor no profetiza sólo su muerte (cfr Mt 16, 21-23), sino también las persecuciones que padecerán sus discípulos. Predice las contrariedades para que cuando lleguen no se escandalicen ni se desalienten: al contrario, serán ocasión de mostrar la fe.

Jn 16, 6-7. El pensar que les va a dejar solos llena de tristeza a los Apóstoles. El Señor les consuela con la promesa del Paráclito, el Consolador. Más adelante (v. 20 s.) les asegura que aquella tristeza se convertirá en un gozo que nadie podrá arrebatarles.
Jesús habla del Espíritu Santo tres veces en el Sermón de la Cena. En la primera (Jn 14, 15 ss.) afirma que vendrá otro Paráclito (abogado, consolador) enviado por el Padre para que esté siempre con ellos; en la segunda (Jn 14, 26) dice que Él mismo enviará, de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que les enseñará todo; en la tercera (Jn 16, 6-7) descubre totalmente el plan de salvación y anuncia que el fruto de su Ascensión al Cielo será el envío del Espíritu Santo.

Jn 16, 8-12. La palabra «mundo» designa aquí a los que no han creído en Cristo y le han rechazado. A éstos el Espíritu Santo les acusará de pecado por su incredulidad. Les argüirá de justicia porque mostrará que Jesús era el Justo que jamás cometió pecado alguno (cfr Jn 8, 46; Hb 4, 15), y por eso es glorificado junto al Padre. Por último argüirá de juicio al hacer patente que el Demonio, príncipe de este mundo, ha sido vencido mediante la Muerte de Cristo, por la cual el hombre es rescatado del poder del Maligno y capacitado, por la gracia, para vencer sus asechanzas.

Jn 16, 13. El Espíritu Santo es el que lleva a la plena comprensión de la verdad revelada por Cristo. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, el Señor «habiendo enviado por ultimo al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino» (Dei verbum, 4). Cfr nota a Jn 14, 25- 26.

Jn 16, 14-15. Jesucristo revela aquí algunos aspectos del misterio de la Santísima Trinidad. Enseña la igualdad de naturaleza de las tres divinas Personas al decir que todo lo que tiene el Padre es del Hijo, que todo lo que tiene el Hijo es del Padre (cfr Jn 17, 10) y que el Espíritu Santo posee también aquello que es común al Padre y al Hijo, es decir, la esencia divina. Acción propia del Espíritu Santo será glorificar a Cristo, recordando y aclarando a los discípulos lo que el Maestro les enseñó (Jn 16, 13). Los hombres, al reconocer al Padre a través del Hijo movidos por el Espíritu, glorifican a Cristo; y glorificar a Cristo es lo mismo que dar gloria a Dios (cfr Jn 17, 1.3-5.10).

Jn 16, 16-22. Antes había consolado el Señor a los discípulos asegurándoles que después de su partida les enviaría el Espíritu Santo (v. 7). Ahora les da otro motivo de consuelo: su marcha no será definitiva, sino que volverá a estar con ellos. Sin embargo, los Apóstoles no acaban de entender lo que les quiere decir, y se preguntan unos a otros por el sentido de las palabras del Maestro. El Señor no les da una explicación directa, quizás porque no serían capaces de entender, como ya en otras ocasiones (cfr Mt 16, 21-23 y par.). En cambio, insiste en la alegría que vendrá después de esa tristeza que ahora les embarga. Y así les anuncia que, después de las tribulaciones, tendrán un gozo cumplido que no perderán jamás (cfr Jn 17, 13). Se refiere ante todo a la alegría de la Resurrección (cfr Lc 24, 41), pero también al encuentro definitivo con Jesús en el Cielo. Esta imagen de la mujer que da a luz, que es muy frecuente en el Antiguo Testamento para expresar el dolor intenso, suele emplearse también, sobre todo en los Profetas, para significar el alumbramiento del nuevo pueblo mesiánico (cfr Is 21, 3; Is 26, 17; Is 66, 7; Jr 30, 6; Os 13, 13; Mi 4, 9-10). Las palabras de Jesús, que recoge el presente pasaje del Evangelio, parecen tener una relación con tales profecías, de las cuales constituirían su cumplimiento. El nacimiento del pueblo mesiánico –la Iglesia de Cristo– comporta dolores intensos no sólo a Jesús, sino también, en su medida, a los Apóstoles. Pero esos dolores, como de parto, se verán compensados por el gozo de la consumación del Reino de Cristo: «Porque estimo –dice San Pablo– que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).

Jn 16, 23-24. Véase nota a Jn 14, 12-14.

Jn 16, 25-30. Como se ve también en otros pasajes de los Evangelios, Jesús explicaba su doctrina a los Apóstoles detenidamente y con más claridad que a las multitudes (cfr Mc 4, 10-12 y par.). De esta forma los iba preparando para enviarlos a predicar el Evangelio por todo el mundo (cfr Mt 28, 18-20). Sin embargo, también realiza el Señor esa instrucción a los Apóstoles por medio de figuras o parábolas, incluso en la intimidad del discurso de la Cena: la vid, la mujer que da a luz, etc. Esta forma de enseñar despierta la curiosidad de los Apóstoles que, como no acaban de entender, quieren preguntarle más (cfr vv. 17-18). Jesús les anuncia que va a llegar el momento en que les hable con toda claridad, y así puedan comprenderle del todo. Esto ocurrirá después de la Resurrección (cfr Hch 1, 3). Pero ya ahora, por el hecho de conocer sus pensamientos, les está manifestando una vez más que es Dios, pues sólo Dios puede conocer lo que hay en el interior del hombre (cfr Jn 2, 25). Por otra parte, la frase del v. 28 «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» resume el misterio de su Persona (cfr Jn 1, 14; Jn 20, 31).

Jn 16, 31-32. Jesús modera el entusiasmo de los Apóstoles, que se manifiesta en una espontánea profesión de fe, con una pregunta que tiene un doble aspecto. Por una parte, es como un reproche por haber tardado tanto en creer en Él; es cierto que en ocasiones anteriores han manifestado su fe en el Maestro (cfr Jn 6, 68-69; etc.), pero hasta ahora no reconocen claramente que Él es el enviado del Padre. Por otro lado, se refiere a la inestabilidad de aquella fe: creen y, sin embargo, poco después lo abandonarán en manos de sus enemigos. Jesús exige una fe firme: no basta que se manifieste en momentos de entusiasmo, sino que es necesario que se pruebe ante las dificultades.

Jn 16, 33. El Concilio Vaticano II enseña a propósito de este pasaje: «El Señor Jesús, que dijo: Confiad, yo he vencido al mundo, no prometió por estas palabras a su Iglesia una victoria completa en el tiempo presente. Sin embargo, se alegra el Sacrosanto Concilio de que la tierra, fecundada con la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor que llena todo el orbe» (Presbyterorum ordinis, 22).

Jn 17, 1-26. Al final del discurso de la Cena (caps. 13-16) comienza la llamada Oración sacerdotal de Cristo, que ocupa todo el cap. 17. Se denomina oración sacerdotal porque Jesús se dirige a su Padre en un diálogo emocionado, en el que, como Sacerdote, le ofrece el sacrificio inminente de su Pasión y Muerte. De esta forma nos revela elementos esenciales de su misión redentora y nos sirve de modelo y de enseñanza: «Hubiera podido el Señor, Unigénito y coeterno del Padre, orar en silencio si era necesario, pero quiso manifestarse al Padre como suplicante porque es nuestro Maestro (...). De ahí que esta oración por los discípulos no sólo fue útil a quienes la oyeron, sino a todos los que habíamos de leerla» (In Ioann. Evang., 104, 2).
La Oración sacerdotal consta de tres partes: en la primera (vv. 1-5) Jesús pide la glorificación de su Santísima Humanidad y la aceptación por parte del Padre de su sacrificio en la Cruz. En la segunda (vv. 6-19) ruega por sus discípulos, a los que va a enviar al mundo a proclamar la obra redentora que Él está a punto de consumar. Por último (vv. 20-26) ruega por la unidad entre todos los que han de creer en Él a lo largo de los siglos, hasta alcanzar la plena unión con Él mismo en la gloria.

Jn 17, 15. La palabra «gloria» designa aquí el esplendor, el poder y el honor propios de Dios. El Hijo es Dios igual al Padre, y desde su Encarnación y nacimiento, principalmente en su Muerte y Resurrección, ha manifestado su divinidad: «Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre» (Jn 1, 14). La glorificación de Jesucristo abarca un triple aspecto; primero, sirve para gloria del Padre, porque Cristo, obedeciendo el decreto redentor de Dios (cfr Flp 2, 6 ss.), da a conocer al Padre y lleva a término así la obra salvífica divina (v. 4). Segundo, Cristo es glorificado porque su Divinidad, que ha estado velada voluntariamente, por fin va a manifestarse a través de su Humanidad que, después de la Resurrección, se mostrará revestida del mismo poder divino sobre toda creatura (vv. 2.5). Tercero, Cristo, con su glorificación, ofrece al hombre la posibilidad de alcanzar la vida eterna, conocer a Dios Padre y a Jesucristo, su Hijo Unigénito; lo cual redunda en glorificación del Padre y de Jesucristo, al mismo tiempo que implica la participación del hombre en la gloria divina (v. 3).
«El Hijo te glorifica haciendo que te conozcan todos aquellos que le has confiado. Es verdad que si la vida eterna es el conocimiento de Dios, tanto más tendemos a vivir cuanto más progresamos en este conocimiento (...). La alabanza de Dios no tendrá fin allí donde el conocimiento del mismo Dios será pleno; y porque en el Cielo este conocimiento será completo, también será completa la glorificación de Dios» (In Ioann. Evang., 105, 3).

Jn 17, 6-8. Nuestro Señor ha rogado al Padre por Sí mismo; ahora ruega por sus Apóstoles, que serán los continuadores de su obra redentora en el mundo. Al orar por ellos, Jesús describe algunas prerrogativas de los que van a formar el Colegio Apostólico.
En primer término, la elección: «Tuyos eran...». Dios Padre los había escogido desde toda la eternidad (cfr Ef 1, 3-4) y, en su momento, Jesús les comunicó esta elección: «El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que Él quiso, constituyó a doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cfr Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-42); a estos Apóstoles (cfr Lc 6, 13) los instituyó a modo de Colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cfr Jn 21, 15-17)» (Lumen gentium, 19). Por otro lado, los Apóstoles gozaron del privilegio de escuchar directamente de Jesucristo la doctrina revelada. Mediante esa doctrina recibida con docilidad, llegaron a conocer que Jesús había salido del Padre y que, por tanto, es el enviado de Dios (v. 8); es decir, alcanzaron el conocimiento de las relaciones entre el Padre y el Hijo.
El cristiano, también discípulo, va adquiriendo por la vida de fe, con el trato de Jesucristo, el conocimiento de Dios y de las cosas divinas.
«Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere elevarnos a su intimidad» (Es Cristo que pasa, 109).

Jn 17, 11-19. Jesús ahora pide al Padre para los suyos cuatro cosas: la unidad, la perseverancia, el gozo y la santidad. Al pedir que los guarde en su nombre (v. 11) está rogando que perseveren en la doctrina recibida (cfr v. 6) y en comunión íntima con Él. Consecuencia inmediata de esta comunión es la unidad: «Para que sean uno como nosotros»; la unidad que pide para los discípulos es reflejo de la que existe entre las tres Personas divinas.
Ruega, además, que ninguno de ellos se pierda, que el Padre los guarde y proteja, lo mismo que Él los protegió mientras estuvo con ellos. En tercer lugar, de la unión con Dios y de la perseverancia en su amor surge la participación en el gozo completo de Cristo (v. 13). En esta vida cuanto mejor conozcamos a Dios y más íntimamente estemos unidos a Él, mayor dicha tendremos. En la vida eterna nuestra alegría será completa, porque el conocimiento y amor a Dios habrán llegado a su plenitud.
Por último, ruega el Señor por los que, viviendo en medio del mundo, no son del mundo, para que sean santos de verdad (v. 17) y lleven a cabo la misión que Él les encomienda, como Él ha realizado la que recibió del Padre (v. 18).

Jn 17, 12. «Para que se cumpliera la Escritura»: Es una alusión a lo que, poco antes (Jn 13, 18), había dicho a los Apóstoles citando explícitamente el texto sagrado: «El que come el pan conmigo levantará contra mí su calcañar» (Sal 41, 10). La finalidad de ésta y otras alusiones de Cristo a la traición de Judas es consolidar la fe de los Apóstoles, manifestando que conocía todo de antemano y que las Escrituras lo habían anunciado ya.
De todos modos, Judas se perdió por su culpa y no porque Dios le determinara a ello; así, su traición debió de ir preparándose poco a poco, mediante pequeñas infidelidades, a pesar de que Nuestro Señor en muchas ocasiones le ayudó para que pudiera arrepentirse y volver al buen camino (cfr nota a Jn 13, 21-32); sin embargo, Judas no correspondió a esas gracias y se perdió por su propia voluntad. Dios, que ve lo futuro, predijo la traición de Judas en la Escritura; Cristo, como verdadero Dios, conocía esa perdición, y la anuncia ahora a sus discípulos con inmenso dolor.

Jn 17, 14-16. «Mundo» en la Sagrada Escritura tiene varias acepciones. La primera designa el conjunto de la creación (Gn 1, 1 ss.), y dentro de ella la humanidad, los hombres, a quienes Dios ama entrañablemente (Pr 8, 31). En este contexto se entiende el ruego del Señor: «no pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (v. 15). «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr Gn 1, 7 y ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios» (Conversaciones, 114).
En segundo lugar, «mundo» indica los bienes de la tierra, de suyo caducos y que pueden presentar oposición a los bienes del espíritu (cfr Mt 16, 26).
Finalmente, porque los hombres malos han sido esclavizados por el pecado y por el demonio, «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31; Jn 16, 11), el «mundo» es considerado a veces como enemigo de Dios y contrario a Cristo y a sus seguidores (Jn 1, 10). En este sentido el mundo es malo, -y por eso Jesús no es del mundo, ni lo son sus discípulos (v. 16). También a esa acepción peyorativa se refiere la doctrina tradicional que considera el mundo, junto con el demonio y la carne, como enemigos del alma frente a los cuales hay que estar en constante vigilancia. «El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer –que nada vale–, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad» (Camino, 708).

Jn 17, 17-19. Jesús pide la santidad para sus discípulos. El único Santo es Dios, de cuya santidad participan las personas y las cosas. «Santificar» consiste en consagrar y dedicar algo a Dios, excluyéndolo de los usos profanos; en este sentido Dios dice a Jeremías: «Antes que tú salieras del seno materno yo te santifiqué, te constituí profeta para las naciones» (Jr 1, 5). La consagración a Dios exige la perfección o santidad del don consagrado. De ahí que una persona consagrada deba tener la santidad moral, ejercitarse en las virtudes morales. Ambas cosas –consagración y perfección– pide aquí el Señor para sus discípulos, porque las necesitan para cumplir su misión sobrenatural en el mundo.
«Por ellos yo me santifico...»: Estas palabras quieren decir que Jesucristo, que ha cargado con los pecados de los hombres, se consagra al Padre por medio de su sacrificio en la Cruz. Por éste todos los cristianos quedan santificados: «Por eso también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12). En efecto, después de la muerte de Cristo, los hombres mediante el Bautismo se hacen hijos de Dios, participes de la naturaleza divina y capaces de alcanzar la santidad a la que han sido llamados (cfr Lumen gentium, 40).

Jn 17, 20-23. Por ser Cristo quien pide por la Iglesia, su oración es infaliblemente eficaz, de manera que la verdadera Iglesia de Jesucristo siempre será una y única. La unidad es, por tanto, una propiedad esencial de la Iglesia. «Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, el culto, y el vínculo de la comunión jerárquica» (Credo del Pueblo de Dios, 21). Además, la petición de Jesús enseña cuáles son los fundamentos de la unidad y los efectos que se conseguirán con ella:
La fuente de donde brota la unidad de la Iglesia es la unión íntima de las tres Personas divinas, entre las que hay una donación y amor mutuos. «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno (...) como nosotros también somos uno, abriendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, muestra cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta que el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar plenamente su identidad si no es en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24). La unidad está también basada en la unión de los fieles con Jesucristo y por Él con el Padre (v. 23): En efecto, la plenitud de la unidad -consummati in unum– se alcanza por la gracia sobrenatural que nos viene de Cristo (cfr Jn 15, 5).
Los frutos de la unidad de la Iglesia son, por una parte, que el mundo crea en Cristo y en su misión divina (vv. 21.23); y por otra, que los mismos cristianos y todos los hombres reconozcan la especial predilección de Dios, que ama a los fieles con un amor que es reflejo del que las divinas Personas tienen entre sí. De este modo, la oración de Jesús alcanza a toda la humanidad, ya que todos los hombres son invitados al favor de Dios (cfr 1Tm 2, 4). «Los has amado como me amaste a mí»: Esta frase, como explica Santo Tomás de Aquino, «no indica estricta igualdad en el amor, sino el motivo y la semejanza. Es como si dijera: el amor por el que me amaste a mí es la razón y la causa por las que los amaste a ellos, pues, precisamente porque me amas a mi amas a quienes me aman» (Comentario sobre S. Juan, in loc.). Junto a esta explicación precisa de la Teología, hay que ponderar la fuerza expresiva de las palabras de Cristo que suponen el amor ardiente de su corazón por los hombres. En todo el discurso de la Ultima Cena no podemos sino vislumbrar de lejos la profunda realidad de los sentimientos de Jesucristo, cuya grandeza de alma supera la medida limitada de nuestros corazones humanos. Una vez más hemos de rendirnos ante el misterio de Dios hecho hombre.

Jn 17, 20. A la Iglesia, por la que Cristo pide, pertenecen todos aquellos que a lo largo de los siglos han de creer en Él por la predicación de los Apóstoles. «La misión divina, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin del mundo (cfr Mt 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en cualquier tiempo el principio de toda vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles se cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada» (Lumen gentium, 20).
El origen y el fundamento apostólico de la Iglesia se llama «Apostolicidad», propiedad esencial que confesamos en el Credo. Consiste en que el Papa y los Obispos son sucesores de Pedro y los Apóstoles, conservan su autoridad y proclaman la misma doctrina. «Este Sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido por institución divina a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cfr Lc 10, 15)» (Lumen gentium, 20).

Jn 17, 21. La unión de los cristianos con Cristo causa la unidad de ellos entre sí. Esta unidad de la Iglesia beneficia, en definitiva, a toda la humanidad, pues siendo la Iglesia una y única, aparece como signo levantado ante las naciones para invitar a creer en Jesucristo como enviado divino que viene a salvar a todos los hombres. La Iglesia continúa en el mundo esa misión salvadora por su unión con Cristo. Por ello convoca a todos a integrarse en su misma unidad y, mediante ésta, a participar en la unión con Cristo y con el Padre.
El Concilio Vaticano II, hablando de los fundamentos del ecumenismo, relaciona la unidad de la Iglesia con su universalidad: «Casi todos, aunque de manera distinta, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y de esta manera se salve para gloria de Dios» (Unitatis redintegratio, 1). Este carácter universal es otra nota de la Iglesia, denominada «Catolicidad». «Desde hace siglos la Iglesia está extendida por todo el mundo; y cuenta con personas de todas las razas y condiciones sociales. Pero la catolicidad de la Iglesia no depende de la extensión geográfica, aunque esto sea un signo visible y un motivo de credibilidad. La Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama.
»En el siglo II, los cristianos definían Católica a la Iglesia, para distinguirla de las sectas que, utilizando el nombre de Cristo, traicionaban en algún punto su doctrina. La llamamos Católica, escribe San Cirilo, no sólo porque se halla difundida por todo el orbe de la tierra, de uno a otro confín, sino porque de modo universal y sin defecto enseña todos los dogmas que deben conocer los hombres, de lo visible y de lo invisible, de lo celestial y de lo terreno. También porque somete al recto culto a toda clase de hombres, gobernantes y ciudadanos, doctos e ignorantes (S. Cirilo, Catechesis, 18, 23)» (Hom. Lealtad a la Iglesia).
Todo cristiano debe tener los mismos sentimientos que Jesucristo, anhelando la unidad que Él pide al Padre. «Instrumento privilegiado para la participación en la búsqueda de la unidad de todos los cristianos es la oración. Jesucristo mismo nos ha dejado su último deseo de unidad por medio de una oración al Padre (Jn 17, 21).
«También el Concilio Vaticano II nos ha recomendado insistentemente la oración en favor de la unidad de los cristianos, defendiéndola como 'el alma de todo movimiento ecuménico' (Unitatis redintegratio, 8). Como el alma al cuerpo, así la oración da vida, coherencia, espíritu, finalidad al movimiento ecuménico.
»La oración nos pone, ante todo, frente al Señor; nos purifica en las intenciones, en los sentimientos, en nuestro corazón, y produce la 'conversión interior', sin la cual no existe verdadero ecumenismo (cfr Unitatis redintegratio, 7).
»La oración, además, nos recuerda que la unidad, en definitiva, es un don de Dios; don que debemos pedir y al que debemos prepararnos para que se nos conceda» (Juan Pablo II, Audiencia General, 17-I-1979).

Jn 17, 22-23. Jesús tiene la gloria, manifestación de la divinidad, porque es Dios, igual al Padre (cfr nota a Jn 17, 1-5). Al decir Cristo que comunica su gloria está indicando que por medio de la gracia nos hace partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4). La gloria y la justificación por la gracia aparecen en la Sagrada Escritura estrechamente unidas: «A los que Dios predestinó también los llamó. Y a quienes ha llamado también los ha justificado, y a los que ha justificado también los ha glorificado» (Rm 8, 30). La transformación por la gracia consiste en que los cristianos se hacen cada vez más semejantes a Cristo, que es la imagen del Padre (cfr 2Co 4, 4; Hb 1, 2-3). De este modo, al comunicar Cristo su gloria hace que los fieles se unan con Dios por la participación en la misma vida sobrenatural, que es la raíz de la santidad de los cristianos y de la Iglesia: «Ahora entenderemos mejor cómo (...) uno de los aspectos capitales de su santidad es esa unión centrada en el misterio del Dios Uno y Trino: un cuerpo y un espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación; uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo; uno el Dios y Padre de todos, el que está sobre todos y gobierna todas las cosas y habita en todos nosotros (Ef 4, 4-6)» (Hom. Lealtad a la Iglesia).

Jn 17, 24. Cristo termina esta oración pidiendo la bienaventuranza para todos los cristianos. El término que utiliza –«quiero» en vez de «ruego»– expresa que está pidiendo lo más importante, que coincide con la Voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr 1Tm 2, 4); es, en definitiva, la misión de la Iglesia: la salvación de las almas.
Mientras estamos en la tierra participamos de la vida de Dios por el conocimiento (fe) y por el amor (caridad); pero sólo en el Cielo conseguiremos la plenitud de esa vida sobrenatural, al contemplar a Dios tal cual es (cfr 1Jn 3, 2), cara a cara (cfr 1Co 13, 9-12). Por eso, la Iglesia apunta hacia la eternidad, es escatológica; es decir, que teniendo en este mundo todos los medios para enseñar la verdadera doctrina, tributar a Dios el verdadero culto y comunicar la vida de la gracia, mantiene viva la esperanza en la plenitud de la vida eterna: «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la que conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celestial, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida al hombre y que por él alcanza su fin, encuentre en Cristo su definitiva perfección (cfr Ef 1, 10; Col 1, 20; 2P 3, 10-13)» (Lumen gentium, 48).

Jn 17, 25-26. La revelación que Dios ha hecho de sí mismo por Jesucristo nos introduce en la participación de la vida divina que culminará en el Cielo: «Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados a participar por la gracia aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz sempiterna» (Credo del Pueblo de Dios, 9).
Para participar del amor mutuo de las Personas divinas Cristo nos ha revelado todo lo que debemos conocer: en primer lugar el misterio de su ser y de su misión y, con ello, a Dios mismo –«les he dado a conocer tu nombre»–; así se cumple lo que había anunciado: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11, 25).
Cristo continúa dando a conocer el amor del Padre por medio de la Iglesia en la que Él está siempre presente: «y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Jn 18, 1. El capítulo anterior, en el que se habla de la gloria del Hijo de Dios (cfr Jn 17, 1.4.10.22.24), es un pórtico espléndido con el que San Juan presenta la Pasión y Muerte del Señor como una glorificación: subraya la libertad de Jesús al aceptar su Muerte (Jn 14, 31) y permitir que le apresen sus enemigos (Jn 18, 4.11). El relato muestra la superioridad del Señor sobre los que le juzgan (Jn 18, 20-21) o le condenan (Jn 19, 8.12); y la serenidad majestuosa ante el dolor físico, que hace pensar, más que en los tormentos que Jesús padece, en la Redención y en el triunfo de la Cruz.
Los capítulos 18 y 19 narran la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. Son acontecimientos tan importantes y decisivos que todos los escritos del Nuevo Testamento, de una forma o de otra, tratan de ellos. Así, los Evangelios sinópticos los relatan extensamente. En el libro de los Hechos, junto con la Resurrección, constituyen el núcleo de los discursos de los Apóstoles. San Pablo explica el valor redentor del sacrificio de Jesucristo, y las epístolas católicas hablan de su Muerte salvadora. Lo mismo ocurre en el Apocalipsis, donde el gran Triunfador, el que está en el trono celestial, es el Cordero sacrificado, Cristo Jesús. Hay que decir, además, que los escritores sagrados siempre que hablan de la Muerte del Señor se refieren a continuación a su gloriosa Resurrección.
En el Evangelio de San Juan se citan cinco lugares o escenarios de los hechos acaecidos. El primero (Jn 18, 1-12) es Getsemaní, donde prenden a Jesús. Luego (Jn 18, 13-27) el Señor es llevado a casa de Anás, donde comienza el proceso religioso, y Pedro le niega ante los criados del Pontífice. El tercer lugar es el Pretorio (Jn 18, 28-19, 16), donde se desarrolla el proceso ante el procurador romano, que San Juan narra con amplitud, destacando el verdadero carácter de la realeza de Cristo, así como la repulsa de los judíos que piden la crucifixión del Señor. A continuación (Jn 19, 17- 37) se narran los hechos ocurridos tras la sentencia injusta del procurador, centrándose en los episodios del Calvario. Por último (Jn 19, 31-42), como hacen los otros Evangelios, San Juan relata la sepultura del Señor en el sepulcro sin estrenar, que José de Arimatea tenía cerca del Calvario.
Todos estos sucesos culminan con la glorificación de Jesús a la que Él mismo se había referido (cfr Jn 17, 1-5): la Resurrección y exaltación junto al Padre (caps. 20-21).
He aquí los consejos que da Fray Luis de Granada para meditar la historia de la Pasión de Nuestro Señor: «Hay otras cinco cosas a que podemos tener respecto cuando pensamos en la sagrada Pasión (...). Lo primero, aquí podemos inclinar nuestro corazón a dolor y arrepentimiento de nuestros pecados, para lo cual se nos da un grande motivo en la Pasión del Salvador, pues es cierto que todo lo que padeció por los pecados lo padeció, de tal manera que, si no hubiera pecados en el mundo, no fuera necesario este tan costoso remedio. De manera que los pecados, así los tuyos como los míos, como los de todo el mundo, fueron los verdugos que le ataron, y le azotaron, y le coronaron de espinas, y le pusieron en la Cruz. Por donde verás cuánta razón tienes aquí para sentir la grandeza y malicia de tus pecados, pues realmente ellos fueron la causa de tantos dolores, no porque ellos necesitasen a padecer al Hijo de Dios, sino porque de ellos tomó ocasión la divina justicia para pedir tan grande satisfacción.
»Y no sólo para aborrecer el pecado, sino también para el amor de las virtudes, tenemos aquí grandes motivos en los ejemplos de las virtudes de este Señor, que señaladamente resplandecen en su sagrada Pasión, en las cuales también debemos poner los ojos para provocarnos a la imitación de ellas, y particularmente en la grandeza de su humildad, obediencia, mansedumbre y silencio, con todas las demás, porque ésta es una de las más altas y provechosas maneras que hay de meditar la sagrada Pasión, que es por vía de imitación.
»Otras veces debemos poner los ojos en la grandeza del beneficio que el Señor aquí nos hizo, considerando lo mucho que nos amó, y lo mucho que nos dio, y lo mucho que le costó lo que nos dio (...). Otras veces conviene levantar por aquí los ojos al conocimiento de Dios, esto es, a considerar la grandeza de su bondad, de su misericordia, de su justicia y de su benignidad, y señaladamente de su ardentísima caridad, la cual en ninguna otra obra resplandece más que en su sagrada Pasión. Porque como sea mayor argumento de amor padecer males por el amigo que hacerle bienes, y Dios podía lo uno y lo otro (...), plugo a su divina bondad vestirse de naturaleza en que pudiese padecer males, y tan grandes males, para que estuviese el hombre del todo certificado de este amor, y así se moviese a amar a quien tanto le amó.
»Otras veces, finalmente, puede considerar por aquí la alteza del consejo divino y la conveniencia de este medio, que la sabiduría de Dios escogió, para remedio del género humano; esto es, para satisfacer por nuestras culpas, para inflamar nuestra caridad, para fortalecer nuestra paciencia, para confirmar nuestra esperanza para curar nuestra soberbia, nuestra avaricia y nuestros regalos, y para inclinar nuestras almas a la virtud de la humildad (...), al aborrecimiento del pecado y al amor de la Cruz» (Vida de Jesucristo, 15).

Jn 18, 1-2. «Dicho esto» es una fórmula frecuente en el cuarto Evangelio para indicar que comienza un nuevo episodio relacionado con lo que se acaba de narrar (cfr Jn 2, 12; Jn 3, 22; Jn 5, 1; Jn 6, 1; Jn 13, 21...).
El Cedrón (etimológicamente turbio, negro) es una vaguada que sólo lleva agua en época de lluvias; separaba Jerusalén del monte de los Olivos, en cuya falda se encontraba el huerto de Getsemaní (cfr Mt 26, 32; Lc 21, 37; Lc 22, 39). La distancia del Cenáculo al huerto de Getsemaní era de unos mil doscientos metros.

Jn 18, 3. Como Judea estaba bajo el dominio de los romanos, había en Jerusalén una guarnición, compuesta de una cohorte (600 soldados) acuartelada en la torre Antonia, al mando de un tribuno. El Evangelista, al decir que Judas tomó «la cohorte», se expresa de un modo popular, que toma el todo por la parte; no quiere decir, por tanto, que fueran los 600 soldados en busca del Señor.
Es de suponer que los judíos, que tenían su propia guardia del Templo –los llamados «servidores de los pontífices»–, habrían solicitado algún apoyo de la cohorte. Judas intervino indicando al jefe de la guardia el lugar y la persona a la que iban a prender.

Jn 18, 4-9. Solamente el cuarto Evangelio recoge este episodio ocurrido antes del prendimiento, y que nos recuerda aquellas palabras del Salmo: «Retrocederán mis enemigos el día que yo clame» (Sal 56, 10). Resplandece la majestad del Señor que se entrega voluntaria y libremente. Esto, sin embargo, no quiere decir que aquellos judíos queden exentos de culpa. San Agustín comenta así este pasaje: «Los perseguidores, que venían con el traidor a prender a Jesús, encontraron al que buscaban y le oyeron decir Yo soy. ¿Por qué no le prendieron, sino que retrocedieron y cayeron? Porque así lo quiso quien podía hacer lo que quería. Si no lo hubiera permitido, nunca hubieran realizado su intento de apresarle, pero tampoco Él hubiera cumplido su misión. Ellos buscaban con odio al que querían matar; Jesús, en cambio, nos buscaba con amor queriendo morir. Y así, después de manifestar su poder a quienes sin poder hacerlo querían prenderlo, le apresarán y de este modo cumplirá su deseo por medio de quienes lo ignoraban» (In Ioann. Evang., 112, 3).
Por otra parte, emociona contemplar a Jesús pendiente del cuidado de sus discípulos, cuando era Él quien corría peligro. Había prometido que ninguno de los suyos se perdería, excepto Judas Iscariote (cfr Jn 17, 12; Jn 6, 39): aunque aquella promesa se refería más bien a preservarlos de la condenación eterna, el Señor se preocupa aquí también de la suerte inmediata de sus discípulos, que todavía no estaban preparados para afrontar el martirio.

Jn 18, 10-11. Una vez más se manifiesta el temperamento impetuoso y la lealtad de Pedro que, con riesgo de su vida, defiende al Maestro. Pedro, sin embargo, no había entendido aún los planes salvíficos de Dios; sigue resistiéndose a la idea del sacrificio de Cristo, como ya lo había hecho en el momento del primer anuncio de la Pasión (Mt 16, 21-22). Cristo no aceptó aquella defensa violenta. Sus palabras aluden a la oración en el huerto (cfr Mt 26, 39), en la que había aceptado libremente la Voluntad del Padre, entregándose sin resistencia a llevar a cabo la Redención por la Cruz.
Hemos de acatar la Voluntad de Dios con la docilidad y prontitud con que Jesús afronta la Pasión. «Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios» (Camino, 774).

Jn 18, 13-18. Jesús es llevado a casa de Anás que, aunque ya no era Sumo Pontífice, conservaba una gran influencia religiosa y política en el pueblo (cfr nota a Lc 3, 2). Los dos discípulos, Simón Pedro y otro, probablemente el propio Juan, están desconcertados; no saben qué hacer y le siguen de lejos. Su adhesión y afecto por Jesús no eran aun suficientemente sobrenaturales; a la valentía y lealtad de antes sucede ahora el desánimo. Esta situación desembocará en la triple negación de Pedro. El cristiano, por nobles que sean sus sentimientos, tampoco tendrá la fortaleza para ser fiel a las exigencias de la fe si no fundamenta su vida en una piedad profunda.

Jn 18, 19-21. En este primer interrogatorio durante la noche –preparación del juicio posterior ante el Sanedrín (Lc 22, 66-71)– Jesús insiste en el carácter público y notorio de su predicación y de su conducta: todo el pueblo ha podido escuchar sus palabras y contemplar sus milagros; de ahí que, a veces, le hayan aclamado como Mesías (cfr Jn 12, 12-19 y par.). Los mismos pontífices habían vigilado su actividad en el Templo y en las sinagogas; pero, como no quieren ver (cfr Jn 9, 39-41), ni creer (cfr Jn 10, 37-38), atribuyen algo oculto y siniestro a los planes de Jesús.

Jn 18, 22-23. Una vez más vemos cómo Jesús se muestra sereno y dueño de sí durante toda la Pasión. Ante la injusta agresión de aquel sirviente, el Señor responde con mansedumbre, pero sin dejar de defender la legitimidad de su conducta y señalar la injusticia de que es objeto. Esa ha de ser nuestra reacción ante quienes nos hieran de algún modo. La ponderada defensa de los propios derechos es compatible con la mansedumbre y la humildad (cfr Hch 22, 25).

Jn 18, 25-27. Las negaciones de Pedro aparecen narradas con más brevedad que en los Evangelios sinópticos. Pero en todos vemos esta muestra de la humildad y sinceridad de los Apóstoles que les lleva a contar sus propias debilidades. No se habla aquí acerca del arrepentimiento de Pedro, aunque se da por supuesto al mencionar el canto del gallo: de la misma brevedad del relato se deduce que el suceso era muy conocido de los primeros cristianos. Después de la Resurrección quedará más patente el alcance del perdón de Jesús, que confirma a Pedro en su misión de Príncipe de los Apóstoles (cfr Jn 21, 15-17).
«En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día» (Es Cristo que pasa, 75).

Jn 18, 28. Los Sinópticos relatan también el proceso ante Pilato, pero San Juan le da mayor relieve y amplitud: la sección de Jn 18, 28-19, 16 ocupa el centro de las cinco partes en que el Evangelista divide el relato de la Pasión (cfr nota a Jn 18, 1). Va describiendo con detalle y de forma armónica lo ocurrido en el pretorio, destacando la majestad de Jesucristo, como Rey mesiánico y, a la vez, el rechazo por parte de los judíos.
Son siete episodios marcados por las salidas y entradas de Pilato en el pretorio. Primero (vv. 29-32) los judíos plantean de modo genérico la acusación: es un malhechor. Sigue el diálogo de Pilato con Jesús (vv. 36-37), que culmina con la afirmación de Cristo: «Yo soy Rey». A continuación Pilato intenta salvar al Señor (vv. 38-40), preguntando si quieren que suelte al «Rey de los judíos».
El momento central del relato (Jn 19, 1-3) recoge la coronación de espinas, en la que los soldados saludan a Cristo en tono de burla como «Rey de los judíos». Se narra a continuación que el Señor sale fuera coronado de espinas y con el manto de púrpura (vv. 4-7). Es la escena desgarradora del Ecce Homo. Ahora la acusación de los judíos se centra en que Jesús se ha hecho Hijo de Dios. De nuevo Pilato, dentro del pretorio, dialoga con Jesús (vv. 8-12) e intenta averiguar algo más sobre su origen divino. Entonces los judíos concentran su odio en una acusación directamente política: «El que se hace Rey va contra el César» (Jn 19, 12). Por último (vv. 13-16), de modo solemne, con indicación del lugar y la hora, San Juan narra cómo Pilato señala a Jesús y dice: «He ahí a vuestro Rey». Los representantes de los judíos rechazan abiertamente a quien era y es el verdadero Rey anunciado por los profetas.
«Pretorio»: Así llamaban los romanos a la residencia oficial del Pretor, o a la de otros altos magistrados de las provincias del Imperio, como el caso del Procurador o Prefecto en Palestina. La residencia habitual de Pilato estaba en Cesarea marítima, pero en las grandes solemnidades solía trasladarse a Jerusalén con un fuerte contingente de tropas para poder intervenir con eficacia si se producía algún motín. En Jerusalén, en los años de Cristo y siguientes, el Procurador se alojaba en el Palacio de Herodes (en la parte occidental de la ciudad alta), o bien en la torre Antonia (fortaleza adosada al ángulo noroeste de la explanada del Templo). No se sabe con certeza cuál de ambos edificios es el Pretorio que menciona el Evangelio, aunque lo más probable es que sea la torre Antonia.
«Para no contaminarse»: Las tradiciones judaicas del tiempo (Mishnáh, tratado Ohalot 7, 7) establecían que entrar en casa de un gentil o pagano causaba la impureza legal de siete días (cfr Hch 10, 28); esa impureza les hubiera impedido celebrar la Pascua. No deja de sorprender que los Pontífices judíos hagan compatible este escrúpulo con la maquinación criminal contra Jesús. Se cumplen, una vez más, las palabras que el Señor les había dicho tiempo atrás: «¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello» (Mt 23, 24).

Jn 18, 29-32. San Juan ha omitido parte del interrogatorio que tuvo lugar en casa de Caifás, narrado por los Sinópticos (Mt 26, 57-66 y par.). Por estos sabemos que la reunión en casa de Caifás concluye con la declaración de que Jesús es reo de muerte por la pretendida blasfemia de proclamarse el Hijo de Dios (cfr Mt 26, 65-66). En la Ley de Moisés la blasfemia se castigaba con la lapidación (cfr Lv 24, 16), pero no proceden a lapidarlo –cosa que seguramente podían hacer, aun bajo el dominio romano, como pudo ocurrir con la adúltera (cfr Jn 8, 1-11), y ocurrió poco después con San Esteban (cfr Hch 7, 54-60)– porque necesitaban contar con la adhesión del pueblo, y sabían que muchos tenían a Jesús como Profeta y Mesías (cfr Mt 24, 45-46; Mc 12, 12; Lc 20, 19). No se atrevieron, pues, a seguir ese procedimiento, sino que con maliciosa astucia van a conseguir cambiar una causa religiosa en una cuestión política, comprometiendo en ella la autoridad del Imperio romano; prefirieron presentar denuncia ante el procurador de que Jesús era un revolucionario que conspiraba contra el César, al declararse como el Mesías y Rey de los judíos; de este modo evitaban el riesgo ante el pueblo, y se aseguraban la condena de Jesús a muerte de cruz por parte de la autoridad romana.
El Señor había profetizado varias veces este tipo de muerte (cfr Jn 3, 14; Jn 8, 28; Jn 12, 32-33), y San Pablo explicará que «Cristo nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero» (Ga 3, 13; cfr Dt 21, 23).

Jn 18, 33-34. A Pilato no le incumbe intervenir en cuestiones religiosas, pero como la acusación que le presentan contra Jesús afecta al orden público y político, su interrogatorio comienza obviamente con la averiguación de la denuncia fundamental: «¿Eres tú el Rey de los judíos?».
Jesús, al contestar con una nueva pregunta, no rehúye la respuesta, sino que quiere, como siempre, dejar en claro el carácter espiritual de su misión. Realmente la respuesta no era fácil, pues, desde la perspectiva de un gentil, un Rey de los judíos era sencillamente un conspirador contra el Imperio; por el contrario, desde la perspectiva de los judíos nacionalistas, el Rey Mesías era el libertador político-religioso que les conseguiría la independencia. La verdad del mesianismo de Cristo transciende por completo ambas concepciones, y es lo que Jesús explica al procurador, aun sabiendo la enorme dificultad que entraña entender la verdadera naturaleza del Reino de Cristo.

Jn 18, 35-36. Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús se había negado a ser proclamado rey, porque la muchedumbre pensaba en un reino temporal (cfr Jn 6, 15). Sin embargo, Jesús entra triunfalmente en Jerusalén y acepta que le aclamen como Rey-Mesías. Ahora, en la Pasión, reconoce ante Pilato que Él es verdaderamente Rey, aclarando que su reino no es como los de la tierra. Por eso «los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14, 17).
»Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres» (Es Cristo que pasa, 180).

Jn 18, 37. Este es el sentido profundo de su realeza: Su reino es «el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz» (Prefacio de la Misa de Cristo Rey). Cristo reina sobre aquellos que aceptan y viven la Verdad por Él revelada: el amor del Padre (Jn 3, 16; 1Jn 4, 9). Se hace carne para manifestar esta Verdad, y para que los hombres puedan conocerla y aceptarla. Y así los que reconocen la realeza y soberanía de Cristo se someten a Él, que de ese modo reina sobre ellos con un reinado eterno y universal.
Por su parte, «la Iglesia, mirando a Cristo que da testimonio de la Verdad, siempre y en todas partes, debe preguntarse a sí misma, y en cierto sentido también al 'mundo' contemporáneo, de qué modo suscitar el bien desde el hombre, cómo liberar las energías del bien que hay en el hombre, para que sea más fuerte que el mal, que cualquier mal moral, social, etc.» (Juan Pablo II, Audiencia general del 21-II-1979).
Los cristianos, «si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas (...). Sí dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen» (Es Cristo que pasa, 181-182).
Jesús, mediante su Muerte y Resurrección, demuestra que el juicio llevado adelante contra Él por los hombres era falso, mentiroso; era Cristo quien decía la verdad, y no sus jueces y acusadores, y Dios respalda la verdad de Jesús, la verdad de sus palabras, de sus hechos, de su Revelación, mediante el milagro singular de su Resurrección gloriosa. Para los hombres, la realeza de Cristo puede resultar una paradoja: vive para siempre siendo muerto, vence siendo derrotado en el juicio y en la Cruz, la verdad, oprimida por unos días, sale victoriosa tras la muerte. «Jesucristo mismo, cuando compareció como prisionero ante el tribunal de Pilato y fue preguntado por él (...) ¿no respondió acaso: 'Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad'? Con estas palabras (...) era como si confirmase, una vez más, la frase ya dicha anteriormente: 'Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres'. En el curso de tantos siglos y de tantas generaciones, comenzando por los tiempos de los Apóstoles, ¿no es acaso Jesucristo mismo el que tantas veces ha comparecido junto a hombres juzgados a causa de la verdad y no ha ido quizá a la muerte con hombres condenados a causa de la verdad? ¿Acaso cesa Él de ser continuamente portavoz y abogado del hombre que vive 'en espíritu y en verdad'? (cfr Jn 4, 23s.). Del mismo modo que no cesa de serlo ante el Padre, así lo es también con respecto a la historia del hombre» (Redemptor Hominis, 12).

Jn 18, 38-40. En el interrogatorio se convence Pilato de la inocencia de Jesús (cfr Jn 19, 4.12). Probablemente se ha dado cuenta de que las acusaciones son en realidad una cuestión interna de los judíos en la que quieren implicarle, pero las autoridades judías están muy soliviantadas. La solución no es fácil e intenta la vía de las concesiones. En primer lugar recurre a un indulto pascual, proponiendo la alternativa entre un criminal y Jesús, pero no da resultado. Por eso intentará otros caminos para salvarle, que tampoco tendrán éxito. Esta conducta indecisa y cobarde le llevará a ceder ante la presión de los judíos y cometer una injusticia: la condena a muerte de un hombre de cuya inocencia está convencido.
«El misterio del dolor inocente es uno de los puntos más oscuros de todo el horizonte de la sabiduría humana; aquí queda atestiguado de la manera más patente. Incluso antes de descubrir algo de este problema nace en nosotros un irreprimible afecto hacia el inocente que sufre, hacia Él, Jesús (...) y hacia todos los inocentes, pequeños o adultos que sufren igualmente sin que su dolor tenga para nosotros un motivo. En el Vía Crucis encontramos al primero de la dolorosa procesión de los inocentes que sufren. Y este primer paciente irreprensible nos revela finalmente el secreto de su Pasión: es un sacrificio» (Pablo VI, Alocución del Viernes Santo, 12-IV-1974).

Jn 19, 1-3. Se cumple al pie de la letra lo que Cristo había anunciado «el Hijo del Hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán; y al tercer día resucitará» (Lc 18, 32 s.; cfr Mt 20, 18 s.).
La flagelación era uno de los castigos más duros previstos en el Derecho romano. Inclinado sobre un lugar de apoyo para no caer, el reo ofrecía sus espaldas desnudas al látigo o flagelo. Se solía aplicar también a los condenados a muerte de cruz. Así se extenuaba al delincuente y se aceleraba su muerte.
La coronación de espinas no formaba parte de la pena legal prevista, sino que los mismos soldados, llevados por su crueldad y afán de burla, lo añadieron por su cuenta. Se han descubierto en el enlosado que hay en la torre Antonia unos grabados que debieron utilizarse para el llamado «juego del rey». Consistía en echar suertes con los dados para elegir un rey de burlas entre los condenados, al que todos aclamaban entre chanzas antes de proceder a su ejecución.
San Juan sitúa este episodio en el centro de la narración acerca de lo ocurrido en el pretorio. Con ello pone de relieve que en la coronación de espinas resplandece la realeza de Cristo: aunque aquellos soldados sólo de modo sarcástico le aclamen como Rey de los judíos (cfr las notas a Mc 15, 15.16-19), el Evangelista nos da a entender que Jesucristo verdaderamente es Rey.

Jn 19, 5. Cristo, revestido con las insignias reales, nos hace vislumbrar, bajo aquella trágica parodia, la grandeza del Rey de Reyes. El mismo San Juan dirá en Ap 5, 12: «Digno es el Cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición».
«Mira cuál estaría aquel divino rostro: hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rasguñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes reciente y fresca, y por otras fea y denegrecida. Y como el santo Cordero tenía las manos atadas, no podía con ellas limpiar los hilos de sangre que por los ojos corrían; y así estaban aquellas dos lumbreras del Cielo eclipsadas y casi ciegas y hechas un pedazo de carne. Finalmente, tal estaba su figura, que ya no parecía quien era, y aun apenas parecía hombre, sino un retablo de dolores pintado por mano de aquellos crueles pintores y de aquel mal presidente, a fin de que abogase por Él ante sus enemigos esta tan dolorosa figura» (Vida de Jesucristo, 24).

Jn 19, 6-7. Al oír Pilato que los judíos acusan a Jesús de haberse proclamado Hijo de Dios, aumenta su temor, que probablemente se había iniciado por el aviso de su mujer, impresionada por un sueño, de que no se mezclase en la condena de «ese justo». Sin embargo el chantaje (cfr v. 12) que urden las autoridades judías puede más que esos sentimientos, y transige con la condena.
Aunque jurídicamente Jesús es clavado en la Cruz por un supuesto delito político (cfr nota a Jn 18, 29-32), en realidad la causa de su muerte fue por un motivo netamente religioso.

Jn 19, 8-11. Pilato se admira del silencio de Jesús que no se defiende, y cuando el Procurador afirma que tiene poder para condenarle o salvarle, entonces el Señor le explica algo que no esperaba: que todo poder en la tierra tiene su origen en Dios. Esta enseñanza lleva consigo que, consideradas las cosas en su verdad profunda, cuando en el lenguaje corriente (jurídico, político o social) se habla de la soberanía del rey o del pueblo, estos poderes no se pueden tomar como términos absolutos, sino relativos, subordinados a la soberanía absoluta de Dios: de ahí que ninguna ley humana pueda ser justa y por tanto verdadera, obligando en conciencia si no está de acuerdo con la ley divina.
«El que me ha entregado»: Se refiere a todos los que han urdido la muerte del Señor, esto es, a Judas Iscariote, Caifás, los jefes de los judíos, etc. (cfr Jn 18, 30-35). Ellos, en definitiva, son quienes llevan a Jesús hasta la Cruz. Lo cual no exime de culpabilidad a Poncio Pilato.

Jn 19, 13. «Litóstrotos»: literalmente significa «empedrado», «enlosado»; debía ser, pues, una plaza o patio pavimentado con losas. El vocablo hebreo «Gabbatá» no es el equivalente exacto del griego «Litóstrotos», sino que significa «sitio elevado». Pero en la práctica designaba el mismo lugar. La localización de este «Litóstrotos» es incierta, por la duda, ya apuntada, acerca de dónde estaba el pretorio: cfr nota a Jn 18, 28.
Gramaticalmente el texto griego permite esta otra traducción: «Pilato (...) sacó fuera a Jesús y lo sentó en el tribunal». En este caso, el Evangelista insinúa que Pilato, con ese gesto, habría querido poner en ridículo a las autoridades judías, haciendo una especie de entronización burlesca del «Rey de los judíos». Ello estaría en consonancia con la actitud de Pilato frente a los jefes del pueblo a partir de ese momento (vv. 14-22), y con la intencionalidad del autor inspirado, que vería aquí la entronización de Cristo como Rey.

Jn 19, 14. Se llamaba «Parasceve» al día de la preparación de la Pascua. La hora sexta comienza al mediodía. Hacia esa hora se retiraba de las casas todo pan fermentado, se sustituía por el pan ázimo que se empleaba ya en la cena pascual (cfr Ex 12, 15 ss.) y se sacrificaba oficialmente en el Templo el cordero. San Juan hace notar que a esa hora condenaron a Jesús, y subraya así la coincidencia de la condena a muerte del Señor con el momento en que se inmolaba el cordero: Cristo es el nuevo Cordero Pascual o, como dice San Pablo (cfr 1Co 5, 7), «Cristo, nuestra Pascua (es decir, nuestro Cordero Pascual), ha sido inmolado».
Parece encontrarse una dificultad en conciliar lo que dice San Juan sobre la hora sexta, con el dato de Mc 15, 25 acerca de que era la hora tercia cuando crucificaron a Jesús. Se puede explicar de varias maneras. La que parece más sólida es suponer que Marcos se refiere al final de la hora tercia y Juan al comienzo de la hora sexta: en ambos casos se trata aproximadamente del mediodía.

Jn 19, 15. La historia del pueblo de Israel ayuda a entender la trágica paradoja que supone la actitud de las autoridades judías en este momento. Los hebreos han sido siempre conscientes de su condición de Pueblo de Dios. Así, con orgullo afirman no tener otro Padre que Dios (cfr Jn 8, 4). En el Antiguo Testamento Yahwéh es el verdadero Rey de Israel (cfr Dt 33, 5; Nm 23, 21; 1R 22, 19; Is 6, 5); cuando, al seguir los usos de los pueblos limítrofes, piden un rey a Samuel (cfr 1S 8, 5.20), éste se resiste, ya que Israel sólo tiene un Soberano absoluto, que es Yahwéh (1S 8, 6-9). Pero, finalmente, Dios accede y designa Él mismo a quien había de ser rey sobre su pueblo. El primer elegido, Saúl, recibirá la unción sagrada, y lo mismo ocurrirá con David y sus sucesores. Con ese rito se expresaba claramente el carácter de vicario divino que tenía el rey israelita. Después de que aquellos reyes defraudaron las esperanzas del pueblo, éste esperaba cada vez con mayor ansiedad al rey mesiánico, al descendiente o «Hijo de David», al Ungido por excelencia o Mesías, que había de regir a su pueblo, liberarlo de sus enemigos y conducirlo al dominio universal (cfr 2S 7, 16; Sal 24, 7; Sal 44, 5; etc.). Por ese ideal lucharon heroicamente durante siglos rechazando el dominio extranjero.
También en los tiempos de Cristo se opusieron a Roma y a Herodes, al que consideraban rey ilegítimo por no ser hebreo. Sin embargo, en estos momentos de la Pasión, aceptan hipócritamente al emperador romano como a su verdadero y único rey. Se niegan a aceptar el «suave yugo» de Cristo (cfr Mt 11, 30) y echan sobre sus hombros el peso de la dominación romana. «Ellos mismos se sometieron al suplicio; por eso el Señor los entregó. Así, porque unánimemente rechazaron el reino divino, el Señor los dejó abatirse en su propia condena. Rechazando, pues, el imperio de Cristo, atrajeron sobre sí el del César» (Hom. sobre S. Juan, 83).
Una tragedia en cierto modo semejante ocurre a quienes habiendo sido bautizados, e integrados por tanto en el nuevo Pueblo de Dios, abandonan por el pecado impenitente la «ligera carga» de la soberanía de Cristo, para someterse a la terrible tiranía del demonio (cfr 2P 2, 21).

Jn 19, 17. El nombre de Calvario o Calavera parece aludir a la forma de cráneo que tiene el lugar.
San Pablo establece el paralelismo que hay entre la desobediencia de Adán y la obediencia de Cristo (cfr Rm 5, 12). Por esto la Iglesia, en la Exaltación de la Cruz del Señor, canta: «de donde vino la muerte, de allí surgió la vida» (Prefacio de la fiesta Exaltación de la Santa Cruz), para contrastar que así como en el árbol del paraíso venció el demonio, en el árbol de la Cruz fue vencido por Cristo.
San Juan es el único de los Evangelistas que dice claramente que Jesús llevó la Cruz a cuestas. Los otros tres mencionan la ayuda de Simón de Cirene. Véanse notas a Mt 27, 31 y Lc 23, 26.
La actitud decidida de Cristo ante la Cruz nos debe llevar a imitar en nuestra vida ordinaria el ejemplo del Maestro: «Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos cerca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés...» (Amigos de Dios, 129).
Como ya el anciano Simeón había profetizado, Jesús iba a ser «señal de contradicción» (Lc 2, 34): un estandarte elevado en lo alto que no deja lugar a la indiferencia, sino que provoca a todo hombre a decidirse en pro o en contra de Él y de su Cruz: «Marchaba, pues, Jesús hacia el lugar donde había de ser crucificado, llevando su cruz. Extraordinario espectáculo: a los ojos de la impiedad, grande irrisión; a los ojos de la piedad, gran misterio (...); a los ojos de la impiedad, la burla de un rey que lleva por cetro el madero de su suplicio; a los ojos de la piedad, un rey que lleva la cruz para ser en ella clavado, cruz que había de brillar en la frente de los reyes; en ella había de ser despreciado a los ojos de los impíos, y en ella habían de gloriarse los corazones de los santos; así diría después San Pablo: No quiero gloriarme sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo» (In Ioann. Evang., 117, 3).

Jn 19, 18. Conocer algunos pormenores sobre esta forma de muerte empleada en la antigüedad nos ayudará a entender mejor lo mucho que se humilló y quiso sufrir Jesucristo por nuestro amor. La crucifixión era una pena reservada a los esclavos y por los delitos más graves; era la forma de muerte más dolorosa y horrenda que se podía dar; tenía además un valor ejemplar de castigo público, y por eso solía hacerse en un sitio bien visible y dejar allí durante días el cuerpo del ajusticiado. Un testimonio de la infamia de este suplicio son las palabras de Cicerón: «Que un ciudadano romano sea atado es un abuso; que sea golpeado es un delito; que se le dé muerte es casi un parricidio; ¿qué diré, entonces, si es suspendido en cruz? ¡A hecho tan horrible no se puede dar en modo alguno un apelativo suficientemente adecuado!» (In Verrem, 2, 5, 66).
La muerte para un crucificado llegaba tras una agonía dolorosísima en la que concurrían la pérdida de sangre, la fiebre producida por las heridas, la sed y la asfixia, etc. A veces los verdugos le aceleraban la muerte quebrantándole las piernas, o dándole una lanzada, como en el caso del Señor. Así se entienden mejor aquellas palabras con las que San Pablo recordaba a los filipenses la humillación de Cristo en la Cruz: «Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de esclavo, haciéndose semejante a los hombres (...); se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).
San Juan pasa muy rápidamente sobre la circunstancia de los otros dos crucificados con Jesús, tal vez porque los Evangelios sinópticos han hablado ya de este hecho (véase notas a Lc 23, 39- 43).

Jn 19, 19-22. El «titulo» era el nombre técnico que en el Derecho romano expresaba la causa de la condena. Solía inscribirse en una tablilla para conocimiento público y era resumen del acta oficial que se remitía a los archivos del tribunal del César. Por eso, cuando los pontífices judíos piden a Pilato que cambie las palabras de la inscripción, el Procurador se niega aduciendo que la sentencia ha sido ya dictada y ejecutada y, por tanto, no puede modificarse: ése es el sentido de las palabras «lo que he escrito, escrito está». En el caso de Cristo, este título escrito en varios idiomas proclama su realeza universal, ya que lo podían leer todos los que desde diversos países habían venido a celebrar la Pascua; así se confirman las palabras del Señor: «Yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo» (Jn 18, 37).
El Papa Pío XI, al instaurar la fiesta de Cristo Rey, explica: «Se le llama Rey de la humana inteligencia, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia, cuanto porque Él es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de Él y recibir dócilmente la Verdad. Se dice además que es Rey de la voluntad humana no sólo porque en Él la voluntad humana está sometida a la santa y divina voluntad, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en deseos de las más nobles acciones. Finalmente se dice con verdad que Cristo es Rey de los corazones por su caridad, que excede a todo lo conocido, y por el atractivo que ejerce en las almas su mansedumbre y bondad: De nadie, en efecto, ha podido decirse hasta ahora, ni podrá decirse nunca, que haya sido amado como Jesucristo por la totalidad del género humano» (Quas primas).

Jn 19, 23-24. Se cumple así la profecía del Salmo (Sal 21), que describe de modo impresionante los sufrimientos del Mesías: «Se reparten mis vestiduras y echan suertes sobre mi túnica» (Sal 22, 19). La túnica sin costuras ha sido considerada por los Santos Padres como un símbolo de la unidad de la Iglesia (cfr por ejemplo San Agustín, In Ioann. Evang., 118, 4).

Jn 19, 25. Mientras que los Apóstoles, a excepción de San Juan, abandonan a Jesús en esta hora de oprobio, aquellas piadosas mujeres, que le habían seguido durante su vida pública (cfr Lc 8, 2-3), permanecen ahora junto al Maestro que muere en la Cruz (cfr nota a Mt 27, 55-56).
El Papa Juan Pablo II explica que la fidelidad de la Virgen se manifestó de cuatro modos: el primero, por la búsqueda generosa de lo que Dios quería de Ella (cfr Lc 1, 34); el segundo, mediante la captación rendida de la Voluntad divina (cfr Lc 1, 38); el tercero, por la coherencia de los actos de la vida con la decisión de la fe tomada; y, finalmente, mediante la prueba de la perseverancia. «Sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El fíat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fíat silencioso que repite al pie de la Cruz». (Homilía Catedral Méjico).
La Iglesia desde siempre ha reconocido la dignidad de la mujer y su importante cometido en la Historia de la Salvación. Basta recordar el culto que, desde los orígenes, el pueblo cristiano ha tributado a la Madre de Cristo, la Mujer por antonomasia, y la criatura más excelsa y más privilegiada que jamás ha salido de las manos de Dios. El último Concilio, dirigiendo un mensaje especial a las mujeres, dice entre otras cosas: «Mujeres que sufrís, que os mantenéis firmes bajo la cruz a imagen de María; vosotras, que tan a menudo, en el curso de la historia, habéis dado a los hombres la fuerza para luchar hasta el fin, para dar testimonio hasta el martirio, ayudadlos una vez más a conservar la audacia de las grandes empresas, al mismo tiempo que la paciencia y el sentido de los comienzos humildes» (Conc. Vaticano II, Mensaje del Concilio a la Humanidad. A las mujeres, 9).

Jn 19, 26-27. «La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz.–Los demás Apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo, se queda.
»–No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter» (Camino, 144).
El gesto del Señor, por el que encomienda a su Santísima Madre al cuidado del discípulo, tiene un doble sentido (véase Introducción al Evangelio de San Juan: «La Virgen María»). Por una parte, manifiesta el amor filial de Jesús a la Virgen María. San Agustín considera cómo Jesús nos enseña a cumplir el cuarto mandamiento: «Es una lección de moral. Hace lo que recomienda hacer, y, como buen Maestro, alecciona a los suyos con su ejemplo, a fin de que los buenos hijos tengan cuidado de sus padres; como si aquel madero que sujetaba sus miembros moribundos fuera también la cátedra del Maestro que enseñaba» (In Ioann. Evang. 119, 2).
Por otra parte, las palabras del Señor declaran que Santa María es nuestra Madre: «La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Victima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo» (Lumen gentium, 58).
Todos los cristianos, representados en San Juan, somos hijos de María. Dándonos Cristo a su Madre por Madre nuestra manifiesta el amor a los suyos hasta el fin (cfr Jn 13, 1). Al aceptar la Virgen al apóstol Juan como hijo suyo muestra su amor de Madre: «A ti, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo tuyo, desde lo alto de la Cruz indicó a un hombre y dijo: 'He ahí a tu hijo'. Y en aquel hombre te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a todos. Y Tú, que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: 'He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra' (Lc 1, 38), has concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, te acercas a todos, buscas maternalmente a todos. De esta manera se cumple lo que el último Concilio ha declarado acerca de tu presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia» (Homilía Basílica de Guadalupe).
«Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre» (Es Cristo que pasa, 140).
Este modo filial de tratar a María es el que sigue constantemente Juan Pablo II. Así, en su despedida de la Virgen de Czestochowa, oraba con estas palabras: «¡Madre de la Iglesia de Jasna Góra! Una vez más me consagro a Ti en tu materna esclavitud de amor: Totus tuus! ¡Soy todo tuyo! Te consagro la Iglesia entera, en todas partes, hasta los confines de la tierra. Te consagro la humanidad; te consagro los hombres, mis hermanos. Todos los pueblos y naciones. Te consagro Europa y todos los continentes. Te consagro Roma y Polonia unidas, a través de tu siervo, por un nuevo vínculo de amor. Madre, ¡acepta! Madre, ¡no nos abandones! Madre, ¡guíanos Tú!» (Alocución de despedida en el Santuario de Jasna Góra, 6-VI-79).

Jn 19, 28-29. También este detalle estaba predicho en el Antiguo Testamento: «Han puesto veneno en mi comida, y en mi sed me han dado a beber vinagre» (Sal 69, 22). Esto no quiere decir que a Jesús le dieron vinagre para aumentar los tormentos; era costumbre ofrecer agua mezclada con vinagre a los crucificados para mitigar la sed. Además de la natural deshidratación que producía el suplicio de la cruz, se puede ver también en la sed de Jesús una manifestación de su deseo ardiente por cumplir la voluntad del Padre y salvar a todas las almas. «Desde la Cruz ha clamado: sitio!, tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo» (Amigos de Dios, 202).

Jn 19, 30. Jesús, clavado en la Cruz, muere por todos los pecados y vilezas de los hombres. A pesar de los sufrimientos es una muerte serena, donde resplandece la majestad del Señor, que inclina la cabeza después de haber cumplido la misión encomendada. «¿Quién es capaz de morir cuando quiera, como Jesús murió cuando quiso? ¿Quién puede revestirse de la muerte cuando quiera, como Él se despojó de su carne cuando quiso? (...) ¡Cuánto debe esperarse o temerse el poder del que vendrá a juzgar, cuando tan grande apareció en el momento de morir!» (In Ioann. Evang., 119, 6).
«Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia» (Es Cristo que pasa, 95).

Jn 19, 31-32. Jesús muere el día de la preparación de la Pascua –Parasceve–, es decir, la víspera, cuando en el Templo se inmolaban oficialmente los corderos pascuales. Al subrayar esa coincidencia el Evangelista insinúa que el sacrificio de Cristo sustituía a los sacrificios de la antigua Ley e inauguraba la Nueva Alianza en su sangre (cfr Hb 9, 12).
La Ley de Moisés mandaba que los ajusticiados no permaneciesen colgados del madero al llegar la noche (Dt 21, 22-23); por eso los judíos piden a Pilato que les quiebren las piernas para acelerar la muerte y poderlos enterrar antes del anochecer, sobre todo porque el día siguiente era la solemnidad de la Pascua.
Sobre la fecha de la muerte de Jesús véase Introducción al presente volumen, parte I, § 4.

Jn 19, 34. Este hecho tiene una explicación natural. Lo más probable es que el agua que salió del costado de Cristo fuera el líquido pleural acumulado a causa de los tormentos.
Como en otras ocasiones, el cuarto Evangelio, en los hechos históricos que narra, contiene un significado profundo. San Agustín y la tradición cristiana ven brotar los sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús: «Allí se abría la puerta de la vida, de donde manaron los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no se entra en la vida que es verdadera vida (...). Este segundo Adán se durmió en la cruz para que de allí le fuese formada una esposa que salió del costado del que dormía. ¡Oh muerte que da vida a los muertos! ¿Qué cosa más pura que esta sangre? ¿Qué herida más saludable, que ésta?» (In Ioann. Evang., 120, 2). A su vez el Concilio Vaticano II ha enseñado: «La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Su comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado» (Lumen gentium, 3).
«Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos» (Es Cristo que pasa, 165).

Jn 19, 35. El Evangelio de San Juan se presenta como un testimonio veraz acerca de los sucesos de la vida del Señor y de su significado doctrinal y espiritual. Desde las palabras de Juan el Bautista al comienzo del ministerio público de Jesús (Jn 1, 19) hasta el párrafo conclusivo del Evangelio (Jn 21, 24-25), todo queda enmarcado en un testimonio de la realidad sublime del Verbo de Vida hecho carne. Aquí el Evangelista explícita su condición de testigo directo (cfr también Jn 20, 30-31; 1Jn 1, 1-3).

Jn 19, 36. Esta cita alude al precepto de la Ley de no romper ningún hueso al cordero pascual (cfr Ex 12, 46). Una vez más el Evangelio de San Juan nos enseña que Jesús es el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (cfr Jn 1, 29).

Jn 19, 37. Termina el relato de la Pasión con la cita de Za 12, 10, que preanunciaba la salvación por el sufrimiento y muerte misteriosos de un Redentor. El Evangelista evoca con este texto profético la salvación realizada por Jesucristo que, clavado en la Cruz, ha cumplido la promesa divina de redención (cfr Jn 12, 32). Todo aquél que le mire con fe recibe los frutos de su Pasión. Así, el buen ladrón, mirando a Cristo en la Cruz, reconoció su realeza, puso en Él su confianza y recibió la promesa del Cielo (cfr Lc 23, 42-43).
En la liturgia del Viernes Santo la Iglesia invita a contemplar y adorar la Cruz con estas palabras: «Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo», y desde los primeros tiempos de la Iglesia el Crucifijo es el signo que recuerda a los cristianos el momento supremo del amor de Cristo que, muriendo, nos libra de la muerte eterna. «Tu Crucifijo. –Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también» (Camino, 302).

Jn 19, 38-39. El sacrificio del Señor comienza a producir sus frutos. Así, los que antes tuvieron miedo ahora se confiesan valientemente discípulos de Jesús, y cuidan de su Cuerpo muerto con extremada delicadeza y generosidad. El Evangelista señala que José de Arimatea y Nicodemo emplearon una mezcla de mirra y áloe en cantidad verdaderamente espléndida. La mirra es una resina aromática de gran precio; y el áloe era un jugo extraído de las hojas de ciertas plantas. Su empleo constituía una manifestación de piedad hacia los difuntos.

Jn 19, 40. El cuarto Evangelio completa los datos de los Sinópticos sobre la sepultura del Señor. La Sagrada Escritura no prescribía un modo determinado de sepelio, por lo que los judíos se atenían a las costumbres de la época. Al Señor, probablemente, después de bajarlo con piedad de la Cruz, lo lavaron con cuidado (cfr Hch 9, 37), lo perfumaron y lo envolvieron en un lienzo, cubriendo su cabeza con un sudario (cfr Jn 20, 5-6). Pero, ante la inminencia del descanso sabático, no pudieron ungirle con bálsamo, cosa que pensaban hacer las mujeres pasado el sábado (cfr Mc 16, 1; Lc 24, 1). El mismo Jesús, cuando alabó el gesto de María en la unción de Betania, había anunciado veladamente que su cuerpo no sería embalsamado (cfr nota a Jn 12, 7).

Jn 19, 41. Los Santos Padres han comentado con frecuencia el detalle del huerto en sentido místico. Suelen enseñar que Cristo, apresado en un huerto –el de los Olivos– y sepultado en un huerto –el del Sepulcro–, nos ha redimido sobreabundantemente de aquel primer pecado cometido también en un huerto –el Paraíso–. Del sepulcro nuevo comentan que, siendo el cuerpo de Jesús el único que fue depositado allí, no habría duda de que era Él quien había resucitado y no otro. Observa también San Agustín: «Así como en el seno de María Virgen ninguno fue concebido antes ni después de Él, así en este sepulcro nadie fue sepultado ni antes ni después de Él» (In Ioann. Evang., 120, 5).
Acerca de la muerte y sepultura de Cristo la doctrina cristiana enseña, entre otras, las dos verdades siguientes: «Una, que el cuerpo de Cristo no sufrió corrupción en parte alguna, y sobre esto había vaticinado el profeta 'no permitirás que tu Santo experimente la corrupción' (Sal 16, 10; Hch 2, 31). La otra, (...) que la sepultura, la Pasión y la Muerte atañen a Jesucristo solamente en cuanto a su naturaleza humana, aunque también se atribuyen a Dios, porque es evidente que se predican con verdad de aquella Persona que al mismo tiempo es perfecto Dios y perfecto hombre» (Catecismo Romano, 1, 5, 9).

Jn 20, 1-2. Los cuatro Evangelios narran los primeros testimonios de las santas mujeres y de los discípulos acerca de la Resurrección gloriosa de Cristo. Tales testimonios se refieren, en un primer momento, a la realidad del sepulcro vacío (cfr Mt 28, 1- 15; Mc 16, 1 ss.; Lc 24, 1-12). Después relatarán diversas apariciones de Jesús Resucitado.
María Magdalena es una de las que asistían al Señor en sus viajes (Lc 8, 1-3); junto con la Virgen María le siguió valientemente hasta la Cruz (Jn 19, 25), y vio dónde habían depositado su Cuerpo (Lc 23, 55). Ahora, una vez pasado el reposo obligado del sábado, va a visitar la tumba. Notemos el detalle evangélico: «Al amanecer, cuando todavía estaba oscuro»; el amor y la veneración le hacen ir sin demora junto al Cuerpo del Señor.

Jn 20, 4. El cuarto Evangelio destaca que, aunque fueron las mujeres, y en concreto María Magdalena, las primeras en llegar al sepulcro, son los Apóstoles los primeros en entrar y percibir los detalles externos que muestran que Cristo ha resucitado (el sepulcro vacío, los lienzos «caídos», el sudario aparte). Dar testimonio de este hecho será punto esencial de la misión que les encomendará Cristo: «Seréis mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8; cfr Hch 2, 32).
Juan, que llegó antes –quizá porque era más joven–, no entró por deferencia hacia Pedro. Esto insinúa que ya entonces Pedro era considerado como cabeza de los Apóstoles.

Jn 20, 5-7. Las palabras que emplea el Evangelista para describir lo que Pedro y él vieron en el sepulcro vacío expresan con vivo realismo la impresión que les causó lo que allí encontraron, y cómo quedaron grabados en su memoria algunos detalles a primera vista irrelevantes. Hasta tal punto fueron significativas las características que presentaba el sepulcro vacío, que les hicieron intuir de algún modo la Resurrección del Señor. Algunos términos que aparecen en el relato necesitan ser explicados; la escueta traducción difícilmente puede expresar todo el contenido.
«Los lienzos caídos»: El participio griego que hemos traducido por «caídos» parece indicar que los lienzos habían quedado aplanados, como vacíos al resucitar y desaparecer de allí el cuerpo de Jesús, como si Este hubiera salido de los lienzos y vendas sin ser desenrollados, pasando a través de ellos (lo mismo que entró más tarde en el Cenáculo «estando cerradas las puertas»). Por ello, los lienzos estaban «caídos», «planos», «yacentes» según la traducción literal del griego, al salir de ellos el Cuerpo de Jesús que los había mantenido antes en forma abultada. Así se comprende la admiración y el recuerdo imborrable del testigo.
«El sudario... aparte, todavía enrollado, en un sitio»: La primera observación es que el sudario, que había envuelto la cabeza, no estaba encima de los lienzos, sino al lado. La segunda, más sorprendente, es que, como los lienzos, conservaba todavía su forma de envoltura, pero, a diferencia de aquellos, mantenía cierta consistencia de volumen, a manera de casquete, probablemente debido a la tersura producida por los ungüentos. Todo ello es lo que parece indicar el correspondiente participio griego, que hemos traducido por «enrollado».
De estos detalles en la descripción del sepulcro vacío se desprende que el cuerpo de Jesús tuvo que resucitar de manera gloriosa, es decir, trascendiendo las leyes físicas. No se trataba sólo de la reanimación del cuerpo, como por ejemplo, en el caso de Lázaro, que necesitó ser desligado de las vendas y demás lienzos de la mortaja para poder andar (cfr Jn 11, 44).

Jn 20, 8-10. Como les había dicho María Magdalena, el Señor no estaba en el sepulcro; pero los dos Apóstoles se dieron cuenta de que no podía tratarse de un robo, como ella suponía, pues vieron que los lienzos y el sudario se encontraban puestos de un modo especial (cfr nota a Jn 20, 5-7); al verlos así empezaron a entender lo que tantas veces les había explicado el Maestro acerca de su Muerte y Resurrección (cfr Mt 16, 21; Mc 8, 31; Lc 9, 22; etc.; cfr además notas a Mt 12, 39-40 y Lc 18, 31-40).
El sepulcro vacío y los demás datos que lo acompañan son señales perceptibles por los sentidos; la Resurrección, en cambio, aunque pueda tener efectos comprobables por la experiencia, requiere la fe para ser aceptada. La Resurrección de Cristo es un hecho real e histórico: nueva unión del cuerpo y del alma de Jesús. Pero, siendo una Resurrección gloriosa –no como la de Lázaro–, que está muy por encima de lo que podemos apreciar en esta vida, y supera, por tanto, los límites de la experiencia sensible, se requiere una ayuda especial de Dios –el don de la fe– para conocer y aceptar con certeza este hecho que, al mismo tiempo que es histórico, es sobrenatural. Por tanto, puede decirse con Santo Tomás de Aquino que «cada uno de los argumentos de por sí no bastaría para demostrar la Resurrección, pero, tomados en conjunto, la manifiestan suficientemente; sobre todo por el testimonio de la Sagrada Escritura (cfr especialmente Lc 24, 25-27), el anuncio de los Ángeles (cfr Lc 24, 4-7) y la palabra de Cristo confirmada con milagros» (cfr Jn 3, 13; Mt 16, 21; Mt 17, 22; Mt 20, 18) (S.Th. III, q. 55, a. 6 ad 1).
Además de las predicciones de Cristo acerca de su Pasión, Muerte y Resurrección (cfr Jn 2, 19; Mt 16, 21; Mc 9, 31; Lc 9, 22), ya en el Antiguo Testamento estaba anunciado el triunfo glorioso del Mesías y, en cierto modo, su Resurrección (cfr Sal 16, 9; Is 52, 13; Os 6, 2). Los Apóstoles empiezan a entender el verdadero sentido de la Sagrada Escritura después de la Resurrección del Señor, y más especialmente cuando reciben el Espíritu Santo, que ilumina plenamente sus inteligencias para comprender el contenido de la Palabra de Dios. Es de suponer la sorpresa y alborozo de todos los discípulos al oír contar a Pedro y Juan lo que habían visto en el sepulcro.

Jn 20, 11-18. Son conmovedores el cariño y la delicadeza de esta mujer preocupada por la suerte del Cuerpo muerto de Jesús. Leal en la Pasión, el amor de la que estuvo poseída por siete demonios (cfr Lc 8, 2) sigue siendo grande y encendido. El Señor la había librado del Maligno, y aquella gracia fructificó en correspondencia humilde y generosa.
Después de consolar a la Magdalena, Jesús le da un mensaje para los Apóstoles, a quienes llama con el apelativo entrañable de «hermanos». Tal mensaje supone un Padre común, aunque sea de modo esencialmente diferente: «Subo a mi Padre –por naturaleza– y a vuestro Padre» –que lo es por la adopción que os he ganado con mi muerte–. Grande es la misericordia y la comprensión de Jesús que, como Buen Pastor, se cuida de recoger a los discípulos que le habían abandonado en la Pasión y que estaban escondidos por miedo a los judíos (Jn 20, 19).
El ejemplo de María Magdalena, que persevera en la fidelidad al Señor en momentos difíciles, nos enseña que quien busca con sinceridad y constancia a Jesucristo acaba encontrándolo. El gesto familiar de Jesús que llama «hermanos» a sus discípulos, a pesar de haberle abandonado, nos debe llenar de esperanza en medio de nuestras infidelidades.

Jn 20, 15. El diálogo de Jesús con la Magdalena refleja el estado de ánimo de todos los discípulos, que no esperaban la Resurrección del Señor.

Jn 20, 17. «Suéltame»: En el texto original esta frase está construida en imperativo presente, que indica continuidad de la acción que se realiza. La frase negativa del texto griego, reflejada en la Neovulgata («noli me tenere»), indica que el Señor manda a la Magdalena que deje de retenerle, que le suelte, pues todavía tendrá ocasión de verle antes de la Ascensión a los cielos.

Jn 20, 19-20. Jesús se aparece a los Apóstoles la misma tarde del domingo en que resucitó. Se presenta en medio de ellos sin necesidad de abrir las puertas, ya que goza de las cualidades del cuerpo glorioso; pero para deshacer la posible impresión de que es sólo un espíritu, les muestra las manos y el costado: no queda ninguna duda de que es Jesús mismo y de que verdaderamente ha resucitado. Además les saluda por dos veces con la fórmula usual entre los judíos, con el acento entrañable que en otras ocasiones pondría en ese saludo. Con esas amigables palabras quedaban disipados el temor y la vergüenza que tendrían los Apóstoles por haberse comportado deslealmente durante la Pasión. De esta forma se ha vuelto a crear el ambiente de intimidad, en el que Jesús va a comunicarles poderes trascendentales.

Jn 20, 21. El Papa León XIII explicaba cómo Cristo transfirió su propia misión a los Apóstoles: «¿Qué quiso y qué buscó al fundar y conservar la Iglesia? Esto: transmitir la misma misión y el mismo mandato que había recibido del Padre para que Ella los continúe. Esto es claramente lo que se había propuesto hacer y esto es lo que hizo: 'Como el Padre me envió así os envío yo' (Jn 20, 21). 'Como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo' (Jn 17, 18) (...). Momentos antes de retornar al Cielo envía a los Apóstoles con la misma potestad con la que el Padre le había enviado; les ordenó que extendieran y sembraran por todo el mundo su doctrina (cfr Mt 28, 18). Todos los que obedezcan a los Apóstoles se salvarán; los que no les obedezcan perecerán (cfr Mc 16, 16) (...). Por eso ordena aceptar religiosamente y guardar santamente la doctrina de los Apóstoles como suya: 'Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia' (Lc 10, 16). En conclusión, los Apóstoles son enviados por Jesucristo de la misma forma que Él fue enviado por el Padre» (Satis Cognitum). En esta misión los Obispos son sucesores de los Apóstoles: «Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los Obispos, cuyo ministerio, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que constituidos en el orden del presbiterado fuesen cooperadores del Orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo» (Presbyterorum ordinis, 2).

Jn 20, 22-23. La Iglesia ha entendido siempre –y así lo ha definido– que Jesucristo con estas palabras confirió a los Apóstoles la potestad de perdonar los pecados, poder que se ejerce en el sacramento de la Penitencia. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: 'Recibid el Espíritu Santo...'. Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (De Paenitentia, sess. XIV, cap. 1).
El sacramento de la Penitencia es la expresión más sublime del amor y de la misericordia de Dios con los hombres, como enseña Jesús en la parábola del hijo pródigo (cfr Lc 15, 11-32). El Señor espera siempre con los brazos abiertos que volvamos arrepentidos, para perdonarnos y devolvernos nuestra dignidad de hijos suyos.
Los Papas han recomendado con insistencia que los cristianos sepamos apreciar y aprovechemos con fruto este Sacramento: «Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo» (Mystici Corporis).

Jn 20, 24-28. La duda del apóstol Tomás mueve al Señor a darle una prueba especial de la realidad de su cuerpo resucitado. Así confirma al mismo tiempo la fe de los que más tarde habían de creer en Él. «¿Es que pensáis –comenta San Gregorio Magno– que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas de la carne en su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección» (In Evangelio homiliae, 26, 7).
La respuesta de Tomás no es una simple exclamación, es una afirmación: un maravilloso acto de fe en la Divinidad de Jesucristo: «¡Señor mío y Dios mío!». Estas palabras constituyen una jaculatoria que han repetido con frecuencia los cristianos, especialmente como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía.

Jn 20, 29. El mismo San Gregorio Magno explica estas palabras del Señor: «Al decir San Pablo que 'la fe es el fundamento de las cosas que se esperan y un convencimiento de las que no se ven' (Hb 11, 1), resulta evidente que la fe versa sobre las cosas que no se ven, pues las que se ven ya no son objeto de la fe, sino de la experiencia. Ahora bien, ¿por qué a Tomás cuando vio y tocó se le dice: Porque has visto, has creído? Porque una cosa es lo que vio y otra lo que creyó. Es cierto que el hombre mortal no puede ver la divinidad; por tanto, él vio al Hombre y le reconoció como Dios, diciendo: 'Señor mío y Dios Mío'. En conclusión, viendo creyó, porque contemplando atentamente a este hombre verdadero exclamó que era Dios, a quien no podía ver» (In Evangelio homiliae, 27, 8).
Tomás, como todos los hombres, necesitó de la gracia de Dios para creer, pero además recibió una prueba singular; hubiera sido más meritoria su fe si hubiera aceptado el testimonio de los Apóstoles. Las verdades reveladas se transmiten normalmente por la palabra, por el testimonio de otros hombres que, enviados por Cristo y asistidos por el Espíritu Santo, predican el depósito de la fe (cfr Mc 16, 15-16). «Por consiguiente la fe viene por la predicación y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 10, 17). La predicación, pues, del Evangelio tiene las suficientes garantías de credibilidad, y el hombre al aceptarlo «ofrece a Dios el homenaje total de su entendimiento y voluntad asintiendo libremente a lo que Dios revela» (Dei verbum, 5).
«Nos alegra mucho lo que sigue: 'Bienaventurados los que sin haber visto han creído'. Sentencia en la que, sin duda, estamos señalados nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree» (In Evangelio homiliae, 26, 9).

Jn 20, 30-31. Tenemos aquí como un primer epílogo o conclusión del Evangelio de San Juan. Según la opinión más común, el evangelista añadiría más tarde el capítulo 21, donde narra acontecimientos tan importantes como la triple confesión de San Pedro, su confirmación en el Primado y también la profecía del Señor acerca de la muerte del discípulo amado. Aquí en estos vers. 30-31 se pone de manifiesto la finalidad que perseguía el autor inspirado al escribir su Evangelio: que los hombres crean que Jesús es el Mesías, el Cristo anunciado en el Antiguo Testamento por los profetas, el Hijo de Dios, y que, al creer esta verdad salvadora, centro de la Revelación, puedan participar ya aquí de la vida eterna (cfr Jn 1, 12; Jn 2, 23; Jn 3, 18; Jn 14, 13; Jn 15, 16; Jn 16, 23-26).

Jn 21, 1-3. Hay varios datos significativos en esta escena: los discípulos se encuentran «junto al mar de Tiberíades», en Galilea, cumpliendo así el mandato de Jesús resucitado (cfr Mt 28, 7); están juntos porque los lazos de fraternidad que los unen son muy fuertes; Pedro toma la iniciativa manifestando de alguna manera su autoridad; por último, se les ve dedicados de nuevo a su oficio de pescadores, probablemente en espera de nuevas instrucciones del Señor.
Al leer este episodio nos viene a la memoria la primera pesca milagrosa (cfr Lc 5, 1-11), donde el Señor prometió a Pedro hacerle pescador de hombres; aquí le va a confirmar en su misión de Cabeza visible de la Iglesia.

Jn 21, 4-8. Jesús resucitado va en busca de sus discípulos para animarlos y seguir explicándoles la gran misión que les ha encomendado. El relato describe una escena entrañable del Señor con los suyos: «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...). Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
»Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
»Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?» (Amigos de Dios, 265-266).

Jn 21, 9-14. Queda reflejada la honda impresión que debió de causar a los Apóstoles esta aparición de Jesús Resucitado y el recuerdo entrañable que guardaba de ella San Juan. Jesús manifiesta después de la Resurrección la misma delicadeza que había tenido durante su vida pública. Usa los medios materiales –las brasas, el pez, etc.–, que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con los discípulos.
Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han comentado con frecuencia este episodio en sentido místico: la barca es la Iglesia cuya unidad está simbolizada por la red que no se rompe, el mar es el mundo, Pedro en la barca simboliza la suprema autoridad en la Iglesia, el número de peces significa el número de los elegidos (cfr Comentario sobre S. Juan, in loc.).

Jn 21, 15-17. Jesucristo había prometido a Pedro el Primado de la Iglesia (cfr Mt 16, 16-19 y nota correspondiente). A pesar de las tres negaciones del Apóstol durante la Pasión, le confiere ahora el Primado prometido. «Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. Pedro ya ha aprendido, escarmentado en su propia miseria: está hondamente convencido de que sobran aquellos temerarios alardes, consciente de su debilidad. Por eso, pone todo en manos de Cristo. Señor, tú sabes que te amo» (Amigos de Dios, 267). La entrega del Primado a Pedro fue directa e inmediata. Así lo ha entendido siempre la Iglesia y lo definió en el Concilio Vaticano I: «Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor (...). Porque sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su rebaño, diciendo: 'Apacienta mis corderos'. 'Apacienta mis ovejas'» (Pastor Aeternus, DS, 3053).
El Primado es una gracia que se confiere a Pedro y a sus sucesores los Papas; es uno de los elementos fundacionales de la Iglesia para custodiar y proteger su unidad: «Para que el episcopado fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión (...) al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad, y un fundamento visible» (Pastor Aeternus, DS, 3051; cfr Lumen gentium, 18). Por tanto, el Primado de Pedro se perpetúa en todos y cada uno de sus sucesores por disposición de Cristo, no por costumbre o legislación humana.
En razón del Primado, Pedro, y cada uno de sus sucesores, es Pastor de toda la Iglesia y Vicario de Cristo en la tierra, porque desempeña la potestad vicaria del mismo Cristo. El amor al Papa, al que Santa Catalina de Siena llamaba «el dulce Cristo en la tierra», debe estar cuajado de oración, sacrificio y obediencia.

Jn 21, 18-19. Según la tradición, San Pedro siguió a su Maestro hasta morir crucificado, cabeza abajo. «Pedro y Pablo sufrieron martirio en Roma durante la persecución de Nerón a los cristianos, que ocurrió entre los años 64 al 68. El martirio de ambos Apóstoles lo recuerda San Clemente, sucesor del mismo Pedro en la Sede de la Iglesia Romana, que escribiendo a los Corintios les propone los ejemplos generosos de los dos atletas, con estas palabras: a causa de los celos y de la envidia, los que eran columnas principales y santísimas padecieron persecución y lucharon hasta la muerte» (Pablo VI, Exhortación Apostólica «Petrum et Paulum», 22-II-1967).
«Sígueme»: Esta palabra evocaría en el Apóstol su primera llamada (cfr Mt 4, 19) y las condiciones de entrega absoluta que el Señor impone a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). El propio San Pedro, en una de sus cartas, nos deja el testimonio de que la exigencia de la Cruz es necesaria para todo cristiano: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, dándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1P 2, 21).

Jn 21, 20-23. Según San Ireneo (Adversus haereses, 2, 22, 5; 3, 3, 4) San Juan vivió más tiempo que los demás Apóstoles, alcanzando hasta los tiempos de Trajano (años 98-117). Quizás el Evangelista escribió estos versículos para deshacer aquella opinión de que él no moriría. Según el texto, Jesús no responde a la pregunta de Pedro. Lo importante no es satisfacer la curiosidad acerca del futuro, sino servir con fidelidad al Señor siguiendo el camino que a cada uno le marca.

Jn 21, 24. Se apela al testimonio del discípulo «a quien Jesús amaba» como garantía de la veracidad de cuanto se ha escrito desde el comienzo del libro. Todo lo que este Evangelio dice debe ser retenido por los lectores como absolutamente verídico.
Muchos comentaristas modernos suponen que los versículos 24 y 25 fueron añadidos por unos discípulos del Apóstol, como conclusión al Evangelio, cuando empezó a difundirse, poco después de que San Juan lo hubiera acabado. En cualquier caso, el hecho es que ambos versículos aparecen en todos los manuscritos existentes del cuarto Evangelio.

Jn 21, 25. Lo que San Juan nos ha narrado bajo la inspiración del Espíritu Santo tiene una finalidad: fortalecer nuestra fe en Jesucristo mediante la consideración de lo que Él hizo y enseñó. Nunca agotaremos el rico e insondable contenido de la figura de Nuestro Señor, como tampoco lo agota el cuarto Evangelio. «Cuando comienza uno a interesarse por Jesucristo ya no le puede dejar. Siempre queda algo que saber, algo que decir; queda lo más importante. San Juan Evangelista termina su Evangelio precisamente así (Jn 21, 25). Es tan grande la riqueza de las cosas que se refieren a Cristo, tanta la profundidad que hemos de explorar y tratar de comprender (...), tanta la luz, la fuerza, la alegría, el anhelo que de Él brotan, tan reales son la experiencia y la vida que de Él nos viene, que parece inconveniente, anticientífico, irreverente, dar por terminada la reflexión que su venida al mundo, su presencia en la historia y en la cultura, la hipótesis, por no decir la realidad de su relación vital con nuestra propia conciencia, honestamente exige de nosotros» (Pablo VI, Audiencia General, 20 II 1974).