Hch

Hch 1, 1-3

Como hizo cuando el Evangelio, también ahora antepone San Lucas un breve prólogo a su libro, aludiendo a la obra anterior, y recordando la dedicación a Teófilo, personaje del que no sabemos nada en concreto, pero que, en contra de la opinión de Orígenes, juzgamos con San Juan Crisóstomo sea persona real, no imaginaria, al estilo de "Filetea" (alma amiga de Dios) de que habla San Francisco de Sales. El título de ??at?ste (óptimo, excelentísimo) con que es designado en Lc 1, 3, título que solía darse a gobernadores, procónsules, etc., v.gr., a Félix y a Festo, procuradores de Judea (cf. Hch 23, 26; Hch 26, 25), parece indicar que sería persona constituida en autoridad. Está claro, sin embargo, dado el carácter de la obra, que San Lucas, aunque se dirige a Teófilo, no intenta redactar un escrito privado, sino que piensa en otros muchos cristianos que se encontraban en condiciones más o menos parecidas a las de Teófilo. Esta práctica de dedicar una obra a algún personaje insigne era entonces frecuente. Casi por las mismas fechas, Josefo dedicará sus Antigüedades judaicas (Hch 1, 8) y su Contra Apión (Hch 1, 1) a un tal Epafrodito.
Gramaticalmente, la construcción del prólogo es bastante intrincada. Ese "en el primer libro traté de..." parece estar pidiendo un "ahora voy a tratar de..." Es la construcción normal que encontramos en los historiadores griegos, quienes, además, suelen unir ambas partes mediante las conocidas partículas de. También Lucas usa la partícula µe? para la primera parte: t?? µe? p??t?? ????? pero falta la segunda, acompañada del habitual de, como todos esperaríamos. Esto ha dado lugar a una infinidad de conjeturas, afirmando, como hace, v.gr., Loisy, que en la obra principal de Lucas teníamos el período completo con el acostumbrado µe? de, pero un redactor posterior, que mutiló y retocó los Hechos con carácter tendencioso, dándole ese fondo de sobrenaturalismo que hoy tienen, suprimió la segunda parte con su correspondiente de, en la que se anunciaba el sumario de las cosas a tratar, quedando así truncada la estructura armoniosa de todo el prólogo. Naturalmente, esto no pasa de pura imaginación. La realidad es que en Lucas, como, por lo demás, no es raro en la época helenística, encontramos no pocas veces el µe? solitario, es decir, sin el correspondiente de (cf. Hch 3, 21; Hch 23, 22; Hch 26, 9; Hch 27, 21). Y en cuanto a la cuestión de fondo, nada obligaba a Lucas, como hay también ejemplos en otros autores contemporáneos, a añadir, después de la alusión a lo tratado en su primer libro, el sumario de lo que se iba a tratar en el siguiente. Por lo demás, aunque no de manera directa, en realidad ya queda indicado en los v.3-8, particularmente en este último, en que se nos da claramente el tema que se desarrollará en el libro.
Es de notar la expresión con que Lucas caracteriza la narración evangélica: "lo que Jesús hizo y enseñó," como indicando que Jesús, a la predicación, hizo preceder el ejemplo de su vida, y que la narración evangélica, más que a la información histórica, está destinada a nuestra edificación. En griego se dice: "comenzó a hacer y a enseñar," frase que muchos interpretan como si Lucas con ese "comenzó" quisiera indicar que el ministerio público de Jesús no era sino el principio de su obra, cuya continuación va a narrar ahora él en los Hechos. Es decir, dan pleno valor al verbo "comenzar." Ello es posible, pues de hecho la obra de los apóstoles es presentada como continuación y complemento de la de Jesús (cf. Hch 1, 8; Hch 9, 15); sin embargo, también es posible, como sucede frecuentemente en el griego helenístico y en los evangelios (cf. Mt 12, 1; Mt 16, 22; Lc 3, 8; Lc 14, 9; Lc 19, 45), que el verbo "comenzó" se emplee pleonásticamente y venga a ser equivalente a "se dio a..," pudiendo traducirse: "hizo y enseñó."
También es de notar la mención que Lucas hace del Espíritu Santo, al referirse a las instrucciones que Jesús da a los apóstoles durante esos cuarenta días que median entre la resurrección y la ascensión, y en que se les aparece repetidas veces (v.3; cf. Lc 24, 38-43; Jn 20, 27; Jn 21, 9-13). Son días de enorme trascendencia para la historia de la Iglesia, las postreras consignas del capitán antes de lanzar sus soldados a la conquista del mundo. De estos días, en que les hablaba del "reino de Dios," arrancan, sin duda, muchas tradiciones en torno a los sacramentos y a otros puntos dogmáticos que la Iglesia ha considerado siempre como inviolables, aunque no se hayan transmitido por escrito.
Si Lucas habla de que Jesús da esas instrucciones y consignas "movido por el Espíritu Santo," no hace sino continuar la norma que sigue en el evangelio, donde muestra un empeño especial en hacer resaltar la intervención del Espíritu Santo cuando la concepción de Jesús (Lc 1, 15.35.41.67), cuando la presentación en el templo (Lc 2, 25-27), cuando sus actuaciones de la vida pública (Lc 4, 1-14-18; Lc 10, 21; Lc 11, 13). Es obvio, pues, que también ahora, al dar Jesús sus instrucciones a los que han de continuar su obra, lo haga "movido por el Espíritu Santo." Algunos interpretan ese inciso como refiriéndose a la frase siguiente, es decir, a la elección de los apóstoles; y San Lucas trataría de hacer resaltar cómo los apóstoles, cuyas actuaciones bajo la evidente acción del Espíritu Santo va a describir en su obra, habían sido ya elegidos con intervención de ese mismo Espíritu. El texto griego (???? f?s ?µ??a? ??te???µe??? t??? ?pt?st????? d?a p?e?µat?? a???? ??? ??e???at? ??-e??µf3?) nada tendría que oponer gramaticalmente a esta interpretación, que es posible, igual que la anterior. Y hasta pudiera ser que San Lucas se refiera a las dos cosas, instrucciones y elección, hechas ambas por Jesús "movido por el Espíritu Santo."

Hch 1, 4-8

Es normal que Jesús, después de su resurrección, aparezca a sus apóstoles en el curso de una comida y coma con ellos (cf. Mc 16, 14; Lc 24, 30.43; Jn 21, 9-13; Hch 10, 41). De esa manera, la prueba de que estaba realmente resucitado era más clara. En una de estas apariciones, al final ya de los cuarenta días que median entre resurrección y ascensión, les da un aviso importante: que no se ausenten de Jerusalén hasta después que reciban el Espíritu Santo. Quería el Señor que esta ciudad, centro de la teocracia judía, fuera también el lugar donde se inaugurara oficialmente la Iglesia, adquiriendo así un hondo significado para los cristianos (cf. Ga 4, 25-26; Ap 3, 12; Ap 21, 2-22). Jerusalén será la iglesia-madre, y de ahí, una vez recibido el Espíritu Santo, partirán los apóstoles para anunciar el reino de Dios en el resto de Palestina y hasta los extremos de la tierra (cf. Hch 1, 8). Es probable que Lucas, para hacer resaltar esa idea, haya omitido en su evangelio la referencia a las apariciones en Galilea (cf. Lc 24, 6-7; Mt 16, 7).
Llama al Espíritu Santo "promesa del Padre," pues repetidas veces había sido prometido en el Antiguo Testamento para los tiempos mesiánicos (Is 44, 3; Ez 36, 26-27; Jl 2, 28-32), como luego hará notar San Pedro en su discurso del día de Pentecostés, dando razón del hecho (cf. Hch 2, 16). También Jesús lo había prometido varias veces a lo largo de su vida pública para después de que él se marchara (cf. Lc 24, 49; Jn 14, 16; Jn 16, 7). Ni se contenta con decir que recibirán el Espíritu Santo, sino que, haciendo referencia a una frase del Bautista (cf. Lc 3, 16), dice que "serán bautizados" en él, es decir, como sumergidos en el torrente de sus gracias y de sus dones. Evidentemente alude con ello a la gran efusión de Pentecostés (cf. Hch 11, 16), que luego se describirá con detalle (cf. Hch 2, 1-4).
La pregunta de los apóstoles de si iba, por fin, a "restablecer el reino de Israel" no está claro si fue hecha en la misma reunión a que se alude en el v.4, o más bien en otra reunión distinta. Quizá sea más probable esto último, pues la reunión del v.4 parece que fue en Jerusalén y estando en casa, mientras que ésta del v.6 parece que tuvo lugar en el monte de los Olivos, cerca de Betania (cf. v.9-12; Lc 24, 50). Con todo, la cosa no es clara, pues la frase "dicho esto" del v.9, narrando a renglón seguido la ascensión, no exige necesariamente que ésta hubiera de tener lugar en el mismo sitio donde comenzó la reunión. Pudo muy bien suceder que la reunión comenzara en Jerusalén y luego salieran todos juntos de la ciudad por el camino de Betania, llegando hasta la cumbre del monte Olívete, donde habría tenido lugar la ascensión. La distancia no era larga, sino el "camino de un sábado" (Hch 1, 12), es decir, unos dos mil codos, que era lo que, según la enseñanza de los rabinos, podían caminar los israelitas sin violar el descanso sagrado del sábado. En total, pues, poco menos de un kilómetro, si se entiende el codo vulgar (= 0, 450 m.), o poco más de un kilómetro, si se entiende el codo mayor o regio (= 0, 525 m.). La misma pregunta de si era "ahora cuando iba a restablecer el reino de Israel", parece estar sugerida por la anterior promesa del Señor de que, pasados pocos días, serían bautizados en el Espíritu Santo.
Hay autores, particularmente entre los que suponen un solo volumen original que incluía tercer evangelio y Hechos, que dicen ser este v.6 el que recoge el hilo de la narración interrumpida en Lc 24, 49. Mas sea de eso lo que fuere, es interesante hacer notar cómo los discípulos, después de varios años de convivencia con el Maestro, seguían aún ilusionados con una restauración temporal de la realeza davídica, con dominio de Israel sobre los otros pueblos. Así interpretaban lo dicho por los profetas sobre el reino mesiánico (cf. Is 11, 12; Is 14, 2; Is 49, 23; Ez 11, 17; Os 3, 5; Am 9, 11-15; Sal 2, 8; Sal 110, 2-5), a pesar de que ya Jesús, en varias ocasiones, les había declarado la naturaleza espiritual de ese reino (cf. Mt 16, 21-28; Mt 20, 26-28; Lc 17, 20-21; Lc 18, 31-34; Jn 18, 36). No renegaban con ello de su fe en Jesús, antes, al contrario, viéndole ahora resucitado y triunfante, se sentían más confiados y unidos a él; pero tenían aún muy metida esa concepción político-mesiánica, que tantas veces se deja traslucir en los Evangelios (cf. Mt 20, 21; Lc 24, 21; Jn 6, 15) y que obligaba a Jesús a usar de suma prudencia al manifestar su carácter de Mesías, a fin de no provocar levantamientos peligrosos que obstaculizasen su misión (cf. Mt 13, 13; Mt 16, 20; Mc 3, 11-12; Mc 9, 9). Sólo la luz del Espíritu Santo acabará de corregir estos prejuicios judaicos de los apóstoles, dándoles a conocer la verdadera naturaleza del Evangelio. De momento, Jesús no cree oportuno volver a insistir sobre el particular, y se contenta con responder a la cuestión cronológica, diciéndoles que el pleno establecimiento del reino mesiánico, de cuya naturaleza él ahora nada especifica, es de la sola competencia del Padre, que es quien ha fijado los diversos "tiempos y momentos" de preparación (cf. Hch 17, 30; Rm 3, 26; 1P 1, 11), inauguración (Mc 1, 15; Ga 4, 4; 1Tm 2, 6), desarrollo (Mt 13, 30; Rm 11, 25; Rm 13, 11; 2Co 6, 2; 1Ts 5, 1-11) y consumación definitiva (Mt 24, 36; Mt 25, 31-46; Rm 2, 5-11; 1Co 1, 7-8; 2Ts 1, 6-10). En tal ignorancia, lo que a ellos toca, una vez recibida la fuerza procedente del Espíritu Santo, es trabajar por ese restablecimiento, presentándose como testigos de los hechos y enseñanzas de Jesús, primero en Jerusalén, luego en toda la Palestina y, finalmente, en medio de la gentilidad.
Tal es la consigna dada por Cristo a su Iglesia con palabras que son todo un programa: "recibiréis la virtud del Espíritu Santo y seréis mis testigos...," lo que viene a significar que la Iglesia es concebida como una realización jerárquico-carismastica, que descansa en el principio del envío. El testimonio de esos "testigos" será testimonio del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 4; Hch 4, 31; Hch 5, 32; Hch 15, 28). Es un mandato y una promesa. Al reino de Israel, limitado a Palestina, opone Jesús la universalidad de su Iglesia y de su reino, predicha ya por los profetas (cf. Sal 87, 1-7; Is 2, 2-4; Is 45, 14; Is 60, 6-14; Jr 16, 19-21; So 3, 9-10; Za 8, 20-23) y repetidamente afirmada por él (cf. Mt 8, 11; Mt 24, 14; Mt 28, 19; Lc 24, 47).

Hch 1, 9-11

Narra aquí San Lucas, con preciosos detalles, el hecho trascendental de la ascensión de Jesús al cielo. Ya lo había narrado también en su evangelio, aunque más concisamente (cf. Lc 24, 50-52). Lo mismo hizo San Marcos (Mc 16, 19). San Mateo y San Juan lo dan por supuesto, aunque explícitamente nada dicen (cf. Mt 28, 16-20; Jn 21, 25).
Parece que la acción fue más bien lenta, pues los apóstoles están mirando al cielo mientras "se iba." Evidentemente, se trata de una descripción según las apariencias físicas, sin intención alguna de orden científico-astronómico. Es el cielo atmosférico, que puede contemplar cualquier espectador, y está fuera de propósito querer ver ahí alusión a alguno de los cielos de la cosmografía hebrea o de la cosmografía helenística (cf. 2Co 12, 2). Los dos personajes "con hábitos blancos" son dos ángeles en forma humana, igual que los que aparecieron a las mujeres junto al sepulcro vacío de Jesús (Lc 24, 4; Jn 20, 12).
En cuanto a la nube, ya en el Antiguo Testamento una nube reverencial acompañaba casi siempre las teofanías (cf. Ex 13, 21-22; Ex 16, 10; Ex 19, 9; Lv 16, 2; Sal 97, 2; Is 19, 1; Ez 1, 4). También en el Nuevo Testamento aparece la nube cuando la transfiguración de Jesús (Lc 9, 34-35). El profeta Daniel habla de que el "Hijo del Hombre" vendrá sobre las nubes a establecer el reino mesiánico (Dn 7, 13-14), pasaje al que hace alusión Jesucristo aplicándolo a sí mismo (cf. Mt 24, 30; Mt 26, 64). Es obvio, pues, que, al entrar Jesucristo ahora en su gloria, una vez cumplida su misión terrestre, aparezca también la nube, símbolo de la presencia y majestad divinas. Los dos personajes de "hábito blanco," de modo semejante a lo ocurrido en la escena de la resurrección (cf. Lc 24, 4), anuncian a los apóstoles que Jesús reaparecerá de nuevo de la misma manera que lo ven ahora desaparecer, sólo que a la inversa, pues ahora desaparece subiendo y entonces reaparecerá descendiendo. Alusión, sin duda, al retorno glorioso de Jesús en la parusía, que desde ese momento constituye la suprema expectativa de la primera generación cristiana, y cuya esperanza los alentaba y sostenía en sus trabajos (cf. Hch 3, 20-21; 1Ts 4, 16-18; 2P 3, 8-14).
Es claro que, teológicamente hablando, Jesús ha entrado en la Vida desde el momento mismo de la Resurrección, sin que haya de hacerse esa espera de cuarenta días hasta la Ascensión. Lo que se trata de indicar es que Jesús, aunque viviera ya en el mundo futuro escatológico, todavía se manifestaba en este mundo nuestro, a fin de instruir y animar a sus fieles.

Hch 1, 12-14

Estos versículos permiten dar una ojeada fugaz al embrión de la primitiva Iglesia. Los apóstoles, desaparecido de entre ellos el Maestro, vuelven del Monte de los Olivos a Jerusalén, "perseverando unánimes en la oración" (v.14; cf. Hch 2, 46; Hch 4, 24; Hch 5, 12), en espera de la promesa del Espíritu Santo hecha por Jesús.
A los apóstoles acompañaban algunas mujeres, que no se nombran, a excepción de la madre de Jesús, pero bien seguro son de aquellas que habían acompañado al Señor en su ministerio de Galilea (cf. Lc 8, 2-3), Y aparecen luego también cuando la pasión y resurrección (cf. Mt 27, 56; Lc 23, 55-24, 10). Y aún hay un tercer grupo, los "hermanos de Jesús." De ellos se habla también en el Evangelio, e incluso se nos da el nombre de cuatro: Santiago, José, Simón y Judas (cf. Mt 13, 55-56; Mc 6, 3). Entonces se habían mostrado hostiles a las enseñanzas de Jesús (Mc 3, 21-32; Jn 7, 5), pero se ve que, posteriormente, al menos algunos de ellos, habían cambiado de actitud. Parece que, junto con los apóstoles, gozaron de gran autoridad en la primitiva Iglesia, a juzgar por aquella expresión de San Pablo, cuando trata de defender ante los corintios su modo de proceder en la predicación del Evangelio: "¿No tenemos derecho a llevar en nuestras peregrinaciones una hermana, igual que los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?" (1Co 9, 5). Entre estos "hermanos del Señor" destacará sobre todo Santiago, al que Pablo visita después de convertido en su primera subida a Jerusalén (Ga 1, 19), y es, sin duda, el mismo que aparece en los Hechos como jefe de la iglesia jerosolimitana (cf. Hch 12, 17; Hch 15, 13; Hch 21,18; Ga 2, 9-12). La opinión tradicional es que este Santiago, "hermano del Señor" y autor de la carta que lleva su nombre, es Santiago de Alfeo, llamado también Santiago el Menor, que aparece en las listas de los apóstoles (cf. Mt 10, 2-4; Mc 3, 16-19; Lc 6, 14-16; Hch 1, 13). Sin embargo, aunque es la opinión más fundada (cf. Ga 1, 19), pruebas apodícticas no las hay, y son bastantes los autores que se inclinan a la negativa.
En cuanto a la expresión "hermanos de Jesús", a nadie debe extrañar, no obstante no ser hijos de María, pues en hebreo y arameo no hay un término especial para designar a los primos y primas, y se les llama en general "hermanos" y "hermanas," sea cual fuere el grado de parentesco (cf. Gn 13, 8; Gn 14, 16; Gn 29, 15; Lv 10, 4; Nm 16, 10; 1Cro 23, 22).
No es fácil saber si ese "aposento superior" donde ahora se reúnen los apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo es el mismo lugar donde fue instituida la eucaristía. El término que aquí emplea San Lucas (?tte????) es distinto del empleado entonces (ccvaycaov: cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12). Sin embargo, la significación de los dos términos viene a ser idéntica, designando la parte alta de la casa, lugar de privilegio en las casas judías (cf. 2R 4, 10), más o menos espacioso, según la riqueza del propietario. En el caso de la eucaristía expresamente se dice que era "grande," y en este caso se supone también que era grande, pues luego se habla de que se reúnen ahí unas 120 personas (cf. Hch 1, 15). Además, parece claro que San Lucas alude a ese lugar como a algo ya conocido y donde se reunían los apóstoles habitualmente. Incluso es probable que se trate de la misma "casa de María," la madre de Juan Marcos, en la que más adelante vemos se reúnen los cristianos (cf. Hch 12, 12).

Hch 1, 15-26

Tenemos aquí la primera intervención de Pedro, quien, en consonancia con lo predicho por el Señor (cf. Mt 16, 13-19; Lc 22, 32; Jn 21, 15-17). Lo mismo sucede en los siguientes capítulos de los Hechos, hasta el 15 inclusive (cf. Hch 2, 14.37; Hch 3, 5-12; Hch 4, 8; Hch 5, 3.29; Hch 8, 20; Hch 9, 32; Hch 10, 5-48; Hch 11, 4; Hch 12, 3; Hch 15, 7); posteriormente, San Lucas ya no vuelve a hablar de él, pues restringe su narración a las actividades de Pablo.
La expresión "en aquellos días" (v.15) es una fórmula vaga y, más o menos estereotipada (cf. Hch 6, 1; Hch 11, 27), que suple la falta de precisiones cronológicas.
Es curiosa esa necesidad, que en su discurso parece suponer Pedro, de tener que completar el número "doce," buscando sustituto de Judas. Se trataría de una necesidad de orden simbólico, al igual que habían sido doce los patriarcas del Israel de la carne (cf. Rm 9, 8; Ga 6, 16). Serán ellos, los "Doce," los que nos engendren para Cristo y constituyan los cimientos del nuevo pueblo de Dios.
Funda la necesidad de esa sustitución en que ya está predicha en la Escritura, y cita los salmos 69, 26 y 109, fundiendo las dos citas en una. Creen algunos que se trata de textos directamente mesiánicos, alusivos a Judas, que entrega al divino Maestro. Parece, sin embargo, a poco que nos fijemos en el conjunto del salmo, que esos salmos no son directamente mesiánicos, sino que el salmista se refiere, en general, al justo perseguido, concretado muchas veces en la persona del mismo salmista, quejándose ante Yahvé de los males que por defender su causa sufre de parte de los impíos, y pidiendo para éstos el merecido castigo. En los versículos de referencia pide que el impío sea quitado del mundo y quede desierta su casa, pasando a otro su cargo. San Pedro hace la aplicación a Judas, que entregó al Señor. No se trataría, sin embargo, de mera acomodación, sino que, al igual que en otras citas de estos mismos salmos (cf. Jn 2, 17; Jn 15, 25; Rm 11, 9-10; Rm 15, 3), tendríamos ahí un caso característico de sentido "plenior." Esas palabras del salmo, no en la intención expresada del salmista, pero sí en la de Dios, iban hasta los tiempos del Mesías, el justo por excelencia, y con ellas trataba Dios de ir esbozando el gran misterio de la pasión del Mesías, que luego, a través de Isaías, en los capítulos del "siervo de Yahvé," nos anunciara ya directamente. Sabido es que, en los planes de Dios, cual se manifiestan en el Antiguo Testamento, el pueblo judío y su historia no tienen otra razón de ser sino servir de preparación para la época de "plenitud" (cf. Mt 5, 17; 1Co 10, 1-11; Ga 3, 14; Col 2, 17). Los judíos, atentos sólo a la letra de la Escritura, no se dan cuenta de esta verdad (cf. 2Co 3, 13-18); no así los apóstoles, una vez glorificado el Señor (cf. Lc 24, 45; Jn 12, 16).
La condición que pone San Pedro es que el que haya de ser elegido tiene que haber sido testigo ocular de la predicación y hechos de Jesús a lo largo de toda su vida pública (v.21-22). Los apóstoles iban a ser los pilares del nuevo edificio (cf. Ef 2, 20), y convenía que fueran testigos de visu. De los dos presentados nada sabemos en concreto. Eusebio afirma que eran del número de los 72 discípulos (Lc 10, 1-24), cosa que parece muy probable, dado que habían de ser testigos oculares de la vida del Maestro. A nuestra mentalidad resulta un poco chocante el método de las suertes para la elección, pero tengamos en cuenta que era un método de uso muy frecuente en el Antiguo Testamento (cf. Lv 16, 8-9; Nm 26, 55; Jos 7, 14; 1S 10, 20; 1Cro 25, 8), en conformidad con aquello que se dice en los Proverbios: "En el seno se echan las suertes, pero es Dios quien da la decisión" (Pr 16, 33). Piensan los apóstoles que la elección de un nuevo apóstol debía ser hecha de manera inmediata por el mismo Jesucristo y, acompañando la oración, juzgan oportuno ese método para que diera a conocer su voluntad.
No es fácil concretar el sentido de la expresión aplicada a Judas, de que "prevaricó" para irse a su lugar" (v.25). Generalmente se interpreta como un eufemismo para indicar el infierno (cf. Mt 26, 24; Lc 16, 28); pero muy bien pudiera aludir simplemente a la nueva posición que él escogió, saliendo del apostolado, es decir, el lugar de traidor, con sus notorias consecuencias, el suicidio inclusive, predichas ya en la Escritura.
En cuanto a la alusión que se hace a su muerte, diciendo que "adquirió un campo... y precipitándose reventó..." (v. 18-19), Parece difícilmente armonizable con lo que dice San Mateo de que Judas "se ahorcó" y son los sacerdotes quienes adquieren el campo para sepultura de peregrinos (Mt 27, 3-8). Para la mayoría de los exegetas modernos se trata de dos relatos independientes el uno del otro, que circulaban en tradiciones orales y que coinciden en lo sustancial, pero no en pequeños detalles. Sin embargo, otros autores, particularmente los antiguos, creen que ambos relatos se pueden armonizar y reconstruyen así la escena: los sacerdotes adquieren el campo con dinero de Judas, al que, por tanto, en cierto sentido, puede atribuirse su adquisición, y sería en ese campo donde habría sido enterrado Judas, el cual habría ido ahí a ahorcarse, como refiere Mateo, pero en el acto de ahorcarse se habría roto la cuerda o la rama a que estaba atada, cayendo el infeliz de cabeza y reventando por medio.
Una tradición antigua coloca este lugar de la muerte de Judas en el valle de Ge-Hinnom o de la Gehenna, al sur de Jerusalén. No está claro si estos dos versículos alusivos a la muerte de Judas forman parte del discurso de Pedro o son un inciso explicatorio de Lucas. Más bien parece esto último, pues interrumpen el discurso y, hablando a un auditorio perfectamente conocedor del hecho, bastaba una simple alusión y no tenía Pedro por qué detenerse en dar tan detallados pormenores. Además, puesto que hablaba en arameo, no tiene sentido eso de "se llamó en su lengua Hacéldama, que quiere decir campo de sangre." En cambio, todo se explica perfectamente si, parecido a como hace en otras ocasiones (cf. Hch 9, 12; Lc 23, 51), es Lucas quien inserta esas noticias para ilustrar a sus lectores no palestinenses, ignorantes del hecho y de las lenguas semitas. En cuanto al nombre "Hacéldama," Lucas parece derivarlo de la sangre de Judas, mientras que Mateo parece que lo deriva del precio con que se compró el campo, que fue la sangre de nuestro Señor. Quizás eran corrientes ambas etimologías.

Hch 2, 1-13

Escena de enorme trascendencia en la historia de la Iglesia la narrada aquí por San Lucas. A ella, como a algo extraordinario, se refería Jesucristo cuando, poco antes de la ascensión, avisaba a los apóstoles de que no se ausentasen de Jerusalén hasta que llegara este día (cf. Hch 1, 4-5). Es ahora precisamente cuando puede decirse que va a comenzar la historia de la Iglesia, pues es ahora cuando el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre ella para darle la vida y ponerla en movimiento. Los apóstoles, antes tímidos (cf. Mt 26, 56; Jn 20, 19), se transforman en intrépidos propagadores de la doctrina de Cristo (cf. Hch 2, 14; Hch 4, 13-19; Hch 5, 29).
Es probable que este hecho de Pentecostés haya sido coloreado en su presentación literaria con el trasfondo de la teofanía del Sinaí y quizás también con la de la confusión de lenguas en Babel, a fin de hacer resaltar más claramente dos ideas fundamentales que dirigirán la trama de todo el libro de los Hechos, es a saber, la presencia divina en la Iglesia (v.1-4) y la universalidad de esta Iglesia, representada ya como en germen en esa larga lista de pueblos enumerados (v.5-13). El trasfondo veterotestamentario se dejaría traslucir sobre todo en las expresiones "ruido del cielo..., lenguas de fuego como divididas..., oía hablar cada uno en su propia lengua," máxime teniendo en cuenta las interpretaciones que a esas teofanías daban muchos rabinos y el mismo Filón.
Pero, haya o no-trasfondo de narraciones veterotestamentarias en su presentación literaria, de la historicidad del hecho no hay motivo alguno para dudar. Veamos cuáles son las afirmaciones fundamentales de Lucas.
Se comienza por la indicación de tiempo y lugar: "el día de Pentecostés, estando todos juntos..." (v.1). Esa fiesta de Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías llamadas de "peregrinación," pues en ellas debían los israelitas peregrinar a Jerusalén para adorar a Dios en el único y verdadero templo que se había elegido. Las otras dos eran Pascua y los Tabernáculos. Estaba destinada a dar gracias a Dios por el final de la recolección, y en ella se le ofrecían los primeros panes de la nueva cosecha. Una tradición rabínica posterior añadió a este significado el de conmemoración de la promulgación de la Ley en el Sinaí; y, en este sentido, los Padres hablan muchas veces de que, así como la Ley mosaica se dio el día de Pentecostés, así la Ley nueva, que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo y ha de sustituir a la Ley antigua, debía promulgarse en ese mismo día. Es posible que Lucas, comenzando precisamente por hacer notar la coincidencia del hecho cristiano con la fiesta judía, esté tratando ya de hacer resaltar la misma idea. Los judíos de Palestina solían llamarla la fiesta de las "semanas" (hebr. shabuoth), pues había de celebrarse siete "semanas" después de Pascua (cf. Lv 23, 15; Nm 28, 26; Dt 16, 9); en cambio, los judíos de la diáspora parece que la designaban con el término griego pentecosté (= quincuagésimo), por la misma razón de tener que celebrarse el "quincuagésimo" día después de Pascua. Había seria discusión sobre cuándo habían de comenzar a contarse esos "cincuenta" días, pues el texto bíblico está oscuro, y no es fácil determinar cuál es ese día "siguiente al sábado" (Lv 23, 11.15), que debe servir de base para comenzar a contar. Los fariseos, cuya interpretación, al menos en época posterior, prevaleció, tomaban la palabra "sábado," no por el sábado de la semana pascual, sino por el mismo día solemne de Pascua, 15 de Nisán, que era día de descanso "sabático"; en consecuencia, el día "siguiente al sábado" era el 16 de Nisán, fuese cual fuese el día de la semana. No así los saduceos, que afirmaban tratarse del "sábado" de la semana, y, por consiguiente, el día "siguiente al sábado" era siempre el domingo, y la fiesta de Pentecostés (cincuenta días más tarde) había de caer siempre en domingo.
En cuanto al lugar en que sucedió la escena, parece claro que fue en una casa o local cerrado (v.1-2), probablemente la misma en que se habían reunido los apóstoles al volver del Olívete, después de la ascensión (Hch 1, 13), y de la que ya hablamos al comentar ese pasaje. Si ahora estaban reunidos todos los 120 de cuando la elección de Matías (Hch 1, 15), o sólo el grupo apostólico presentado antes (Hch 1, 13-14), no es fácil de determinar. De hecho, en la narración sólo se habla de los apóstoles (Hch 2, 14.37), pero la expresión "estando todos juntos" (v.1) parece exigir que, si no el grupo de los 120, al menos estaban todos los del grupo apostólico de que antes se habló. Es posible que el episodio de la elección de Matías (Hch 1, 15-26) proceda de una fuente distinta, en cuyo caso desaparecería la ambigüedad del "todos" (v.1), pues el pasaje, Hch 2, 1-13 podría considerarse como continuación de Hch 1, 13-14. La expresión "todos juntos" (?µ??) tiene directamente sentido local; pero probablemente esté insinuando también, en consonancia con el "unánimes" de Hch 1, 14, la unanimidad de mentes y corazones que suponía la unión local, lo cual puede ser un nuevo indicio del trasfondo sinaítico de esta narración (cf. Ex 19, 8).
La afirmación fundamental del pasaje está en aquellas palabras del v-4: "quedaron todos llenos del Espíritu Santo." Todo lo demás, de que se habla antes o después, no son sino manifestaciones exteriores para hacer visible esa gran verdad. A eso tiende el ruido, como de viento impetuoso, que se oye en toda la casa (v.2). Era como el primer toque de atención. A ese fenómeno acústico sigue otro fenómeno de orden visual: unas llamecitas, en forma de lenguas de fuego, que se reparten y van posando sobre cada uno de los reunidos (v.3). Ambos fenómenos pretenden lo mismo: llamar la atención de los reunidos de que algo extraordinario está sucediendo. Y nótese que lo mismo el "viento" que el "fuego" eran los elementos que solían acompañar las teofanías (cf. Ex 3, 2; Ex 24, 17; 2S 5, 24; 2R 19, 11; Ez 1, 13) y, por tanto, es obvio que los apóstoles pensasen que se hallaban ante una teofanía, la prometida por Jesús pocos días antes, al anunciarles que serían bautizados en el Espíritu Santo (Hch 1, 6-8). Es clásica, además, la imagen del "fuego" como símbolo de purificación a fondo y total (cf. Is 6, 5-7; Ez 22, 20-22; Sal 16, 3; Sal 17, 3; Sal 65, 10; Sal 118, 12; Pr 17, 3; Pr 30, 5; So 2, 5), y probablemente eso quiere indicar también aquí. El texto, sin embargo, parece que, con esa imagen de las "lenguas de fuego," apunta sobre todo al don de lenguas, de que se hablará después (v.4).
Qué es lo que incluye ese "quedaron llenos del Espíritu Santo," que constituye la afirmación fundamental del pasaje, no lo especifica San Lucas. El se fija sólo en el primer efecto manifiesto de esa realidad, y fue que "comenzaron a hablar en lenguas extrañas," pero no por propia iniciativa, sino "según que el Espíritu les movía a expresarse." No cabe duda, sin embargo, que la causa no se extiende sólo al efecto ahí puesto de relieve, es decir, en orden a hablar en lenguas. Esa misma expresión "llenos del Espíritu Santo" se repetirá luego de Pedro (Hch 4, 8), Pablo (Hch 9, 17; Hch 13, 9), Esteban (Hch 6, 5; Hch 7, 55), Bernabé (Hch 11, 24) Y otros (Hch 4, 31) con un significado de mucha más amplitud, significado que evidentemente también queda insinuado aquí. Añadamos que si Lucas habla de que la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles tuvo lugar en Pentecostés (Hch 1, 8; Hch 2, 4), ello no se opone a que ya antes (cf. Jn 20, 22-23) hayan recibido el Espíritu Santo. Es una nueva efusión del Espíritu sobre ellos, o mejor, un nuevo aspecto de la actuación en ellos de ese Espíritu, en orden a la difusión del Reino de Dios en el mundo, que va a comenzar.
La glosolalía: Por lo que se refiere concretamente al don de "hablar en lenguas" concedido a los Apóstoles (v.4), es mucho lo que se ha discutido y sigue discutiéndose. Trataremos de recoger las principales opiniones, advirtiendo de lo que nos parece más probable.
Entre los críticos racionalistas suele explicarse este pasaje de los Hechos como alusivo a una oración a Dios en estado de excitación psíquica, mezclando sonidos inarticulados con palabras en desorden, sea de la propia lengua, sea de otra extraña de la que se conocen algunas frases. Insisten en hacer notar que este fenómeno de la glosolalía era algo corriente en el helenismo, especialmente en los cultos orgiásticos y en los oráculos de las Sibilas; por tanto, es lógico que lo encontremos también en la Iglesia primitiva (Hch 2, 4-6; Hch 10, 46; Hch 19, 6; 1Co 12, 10; 1Co 14, 2-39). Lo característico de este pasaje de los Hechos es que, sea por el autor del libro, sea ya antes en las fuentes que le sirven de base, un simple episodio de glosolalía - que es lo que habría sido el hecho primitivo - se transformó en un verdadero milagro lingüístico, introduciendo tales variantes, que hacen hablar a los Apóstoles las diversas lenguas de los oyentes. El hecho real habría sido mucho más simple; de ahí esas anomalías que encontramos en la narración, señalando, por una parte, la admiración por oírles hablar cada uno en su lengua materna (v.6), y, por otra, la acusación de que están borrachos (v.13).
Afirmamos, por nuestra parte, que no creemos que haya base para suponer tal libertad en el proceder de Lucas, adulterando de ese modo el hecho primitivo. Sin embargo, hay bastantes cosas en que estamos de acuerdo. Creemos, desde luego, que ese "hablar en lenguas" era una oración a Dios, no una oración en frío y con el espíritu en calma, sino más bien en estado de excitación psíquica bajo la acción del Espíritu Santo. Podríamos encontrar antecedentes, más o menos cercanos de este fenómeno, en el antiguo profetismo de Israel (cf. Nm 11, 25-29; 1S 10, 5-6; 1S 19, 20-24; 3R 22, 10), como parece insinuar luego el mismo San Pedro al citar la profecía de Joel (v. 16-17). Su finalidad era llamar la atención y provocar el asombro de los infieles, disponiéndoles a la conversión (cf. Hch 8, 1-21-9; 1Co 14, 22), y al mismo tiempo servir de consuelo a los fieles al verse así favorecidos con la presencia del Espíritu Santo. Bajo este aspecto, queda descartada esa opinión, que fue bastante común en siglos pasados, de entender el "don de lenguas" concedido a los Apóstoles como un don permanente para poder expresarse en varias lenguas en orden a la predicación del Evangelio (Orígenes, Crisóstomo, Agustín); o, con la modalidad que interpretaban otros, como un don para que, aunque hablasen una sola lengua, la suya nativa, ésta fuese entendida por los oyentes, cada uno en su lengua respectiva (Cipriano, Gregorio Niseno, Beda). El texto bíblico no da base para esas suposiciones. Se trata de un "hablar en lenguas" según que (?a???) el Esp?ritu Santo les movía a expresarse, lo que indica que el milagro ha de ponerse en los labios de los Apóstoles, y no simplemente en los oídos de los que escuchaban (cf. Mc 16, 17). Ni se hace referencia para nada a la predicación; al contrario, los Apóstoles aparecen "hablando en lenguas" no sólo después que acude la muchedumbre (v.6), sino ya antes, cuando están solos (v.4), y el texto da a entender que el don fue concedido no sólo a los Apóstoles, sino a "todos los reunidos" (v.1), incluso las piadosas mujeres (Hch 1, 14), que, sin duda, formaban parte también del grupo. En esa oración proclamaban "las grandezas de Dios" (v.11; cf. Hch 10, 46).
Más difícil resulta el precisar si se está aludiendo a una oración a Dios en lenguas extrañas realmente existentes, como podía ser el latín, persa, macedonio, egipcio..., o más bien a una oración en lenguaje semejante al que describen los autores místicos, mezcla de palabras y de sonidos inarticulados, que nada tiene que ver con las lenguas vivas corrientes entre los hombres. Tendríamos así cierto parecido con fenómenos entonces corrientes en el helenismo, cosa muy en consonancia con la "sincatábasis" o condescendencia divina en su actuación con los hombres. A esta última opinión se inclinan hoy muchos exegetas (Wikenhauser, Lyonnet, Cerfaux..); otros, en cambio, se inclinan más a lo primero (Prat, Vosté, Ricciotti...). Ni faltan quienes (Belser, Jacquier, Alio...) creen necesario distinguir entre el caso de Pentecostés, en que se trataría efectivamente de lenguas vivas reales, y los restantes casos, en que se aludiría más bien a un lenguaje extático, semejante al de los autores místicos; pues en Pentecostés, al contrario que en los restantes casos (cf. 1Co 14, 2), los oyentes entendían directamente a los Apóstoles sin necesidad de intérprete (cf. Hch 2, 6-11). De ahí también que, en el caso de Pentecostés, se hable de "otras lenguas" (v.4), mientras que en los demás casos se habla simplemente de "hablar en lenguas" (cf. Hch 10, 46).
Ambas opiniones tienen su pro y su contra. Desde luego, no vemos motivo para separar de los casos restantes el caso de Pentecostés, dado el modo como se expresa San Pedro: "Descendió el Espíritu Santo sobre ellos, igual que sobre nosotros al principio..." (Hch 11, 15). Decir que la analogía se refiere al don mismo del Espíritu, no a la manera como éste manifestaba su presencia, nos parece simplemente una escapatoria. Ni creemos que haya de urgirse la diferencia entre "hablar en lenguas" y "hablar en otras lenguas." Parecería, pues, que se trata de lenguas humanas realmente existentes, como se da a entender en Hch 2, 6-11. Pero, de otra parte, San Pablo considera este "hablar en lenguas" como una oración a Dios (1Co 14, 2), de la que ni el mismo que la recita tiene clara inteligencia, si no hay quien interprete (1Co 14, 1; Co, 14 9-19.28). Esto parece colocarnos en claro terreno de lengua ininteligible, semejante a la de los fenómenos místicos y en consonancia con fenómenos entonces corrientes en el helenismo.
La opción entre una y otra explicación no resulta fácil. Por supuesto, nos inclinaríamos abiertamente a la segunda manera de ver, de no existir el pasaje relativo a Pentecostés. Con todo, quizás también el caso de Pentecostés pudiera traerse hacia esta interpretación en el sentido de que, al revés que en los casos aludidos por Pablo que habla de la necesidad de intérprete, aquí el intérprete habría sido directamente el Espíritu Santo, que dio suficiente inteligencia a los bien dispuestos, cual si se tratase de la "lengua materna" (v.6), y en cambio dejó a oscuras a los restantes a causa de su mala disposición (v.13). Para los que se inclinan a la primera interpretación (el "glosólalo" usaba de lenguas realmente existentes), la explicación podría ser ésta: entre los asistentes a la escena de Pentecostés los habría de esas regiones (partos, medos, elamitas...) cuyas lenguas hablaban los Apóstoles, y para éstos el fenómeno no podía ser sino de admiración (v.6); en cambio, los habría también de otras partes, y para éstos eran "borrachos" (v.13). Cierto que en los casos aludidos por San Pablo parece darse por supuesto que es necesario el don de interpretación, si es que queremos que sea inteligible el lenguaje del glosólalo; pero tengamos en cuenta que San Pablo está escribiendo a los Corintios, a pocos años aún de la fundación de esa iglesia, y no es fácil que en las reuniones de la pequeña grey cristiana hubiese ya fieles, procedentes de diversas regiones, que pudiesen entender al glosólalo. En caso de que los hubiese habido, tendríamos nuevamente repetición de lo de Pentecostés; en caso contrario, la impresión general que produce el glosólalo es la de "borrachos" (Hch 2, 13); o, como se expresa San Pablo, "dirán que estáis locos" (1Co 14, 33). Por lo demás, el mismo San Pablo da a entender que el lenguaje del glosólalo es un lenguaje bien articulado, que puede ser traducido con exactitud, comparable al lenguaje asirio ante judíos que lo ignoran (cf. 1Co 14, 21).
Queda, por fin, una última cuestión: ¿quiénes eran esos "judíos, varones piadosos de toda nación..., partos, medos, elamitas...," que residían entonces en Jerusalén y presenciaron el milagro de Pentecostés? Parecería obvio suponer que se trataba de peregrinos de las regiones ahí enumeradas (v.9-11), venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta de Pentecostés. Sabemos, en efecto, que era una fiesta a la que concurrían judíos de todo el mundo de la diáspora (cf. Hch 20, 16; Hch 21, 27), dado que caía en una época muy propicia para la navegación (cf. Hch 27, 9). Sin embargo, la expresión de San Lucas en el v.5: "estaban domiciliados en Jerusalén" (?sa? de ?at??????te?) parece aludir claramente a una residencia habitual, y no tan sólo transitoria, con ocasión de la fiesta de Pentecostés: Por eso, juzgamos más probable que se trata de judíos nacidos en regiones de la diáspora, pero que, por razones de estudios (cf. Hch 22, 3; Hch 23, 16) o de devoción, habían establecido su residencia en Jerusalén, ya que el vivir junto al templo y el ser enterrado en la "tierra santa" era ardiente aspiración de todo piadoso israelita. Entre ellos, además de judíos de raza, había también "prosélitos," es decir, gentiles incorporados al judaísmo por haber abrazado la religión judía y aceptado la circuncisión (cf. v.11). Todo esto no quiere decir que no se hallasen también presentes peregrinos llegados con ocasión de la fiesta, mas ésos no entrarían aquí en la perspectiva de San Lucas. El se fija en los de residencia "habitual," los mismos a quienes luego se dirigirá San Pedro (v.14), probabilísimamente en arameo, como, en ocasión parecida, hace San Pablo (Hch 22, 2), lengua que todos parecen entender (v.37).
La enumeración de pueblos (v.9-11) se hace, en líneas generales, de este hacia oeste, con excepción de "cretenses y árabes" al final, cosa que no deja de sorprender y a lo que se han dado diversas explicaciones. Probablemente se trate de una adición posterior, quizás hecha por el mismo Lucas, a un documento anterior. Tampoco es claro si el inciso "judíos y prosélitos" (v.11) está refiriéndose a judíos y prosélitos, en general, de los pueblos antes mencionados, o solamente a judíos y prosélitos de entre los romanos, último pueblo de la lista.
No es fácil saber cuál fue la causa de haber acudido todos esos judíos y prosélitos al lugar donde estaban reunidos los apóstoles. La expresión de San Lucas en el v.6: "hecha esta voz" (?e??µ???? de t?? f???? ta?t??) es oscura. Comúnmente suele interpretarse este inciso como refiriéndose al ruido (????) de que se habló en el v.2, que, por consiguiente, se habría oído no sólo en la casa donde estaban los apóstoles, sino también en la ciudad. Algunos autores, sin embargo, creen que el "ruido como de viento impetuoso" (v.2) se oyó sólo en la casa; y si la muchedumbre acude, no es porque oyera el "ruido," sino porque se corrió la voz, sin que se nos diga cómo, de lo que allí estaba pasando. Es la interpretación adoptada en la traducción que hemos dado del v.6 en el texto.

Hch 2, 14-36

Este discurso de Pedro inaugura la apologética cristiana, y en él podemos ver el esquema de lo que había de constituir la predicación o kerigma apostólico (cf. Hch 3, 12-26; Hch 4, 9-12; Hch 5, 29-32; Hch 10, 34-43; Hch 13, 16-41). Como centro, el testimonio de la resurrección y exaltación de Cristo (Hch 2, 31-33), en consonancia con lo que ya les había predicho el Señor (cf. Hch 1, 8.22); y girando en torno a esa afirmación fundamental, otras particularidades sobre la vida y misión de Cristo (v.22.33), para concluir exhortando a los oyentes a creer en él como Señor y Mesías (v.36). Contra la aceptación de esa tesis se levantaba una enorme dificultad, cual era la pasión y muerte ignominiosa de ese Jesús Mesías; y a ella responde San Pedro que todo ocurrió "según los designios de la presciencia de Dios" (v.23), y, por tanto, no fue a la muerte porque sus enemigos prevalecieran sobre él (cf. Jn 7, 30; Jn 10, 18), sino porque así lo había decretado Dios en orden a la salvación de los seres humanos (cf. Jn 3, 16; Jn 14, 31; Jn 18, 11; Rm 8, 32). La misma solución dará también San Pablo (cf. Hch 13, 27-29).
En este discurso de Pedro, como, en general, en todos los discursos de los apóstoles ante auditorio judío, se da un realce extraordinario a la prueba de las profecías. Más que insistir en presentar los hechos, se insiste en hacer ver que esos hechos estaban ya predichos en la Escritura. Así, por ejemplo, el fenómeno de "hablar en lenguas" predicho ya por Joel (v.16), y lo mismo la resurrección y exaltación de Jesús, predichas en los salmos (v.25.34). Se hace, sí, alusión al testimonio de los hechos (v.22.32.33), pero con menos realce. Ello se explica por la extraordinaria veneración que los judíos sentían hacia la Escritura, cuyas afirmaciones consideraban de valor irrefragable.
La entrada en materia (v.16) se la proporciona a Pedro la burla de los que atribuían a embriaguez el fenómeno de la glosolalía. Rechaza esa posibilidad por no ser aún "la hora de tercia" (= nueve de la mañana), momento de la oración matutina (cf. Hch 3, 1), antes del cual los judíos no tenían costumbre de tomar nada. Por lo que toca a los tres pasajes escriturísticos citados en este discurso de Pedro (v.16.25.34), notemos lo siguiente. El pasaje de Joel (Jl 2, 28-32) es ciertamente mesiánico, aludiendo el profeta a la extraordinaria intervención del Espíritu Santo que tendrá lugar en los tiempos del Mesías. Con razón, pues, San Pedro hace notar el cumplimiento de esa promesa en la efusión de Pentecostés, comienzo solemne de las que luego habrían de tener lugar en la Iglesia a lo largo de todos los siglos. Sin embargo, la última parte de esa profecía (Jl 2, 30-32) no parece haya de tener aplicación hasta la etapa final de la época mesiánica, cuando tenga lugar el retorno glorioso de Cristo. ¿Por qué la cita aquí San Pedro? Late aquí un problema que, aunque de tipo más general, no quiero dejar de apuntar, y es que para los profetas no suele haber épocas o fases en la obra del Mesías, sino que lo contemplan todo como en bloque, en un plano sin perspectiva, hasta el punto de que, a veces, mezclando promesas mesiánicas y los últimos destinos de los pueblos, dan la impresión de que todo ha de tener lugar en muy poco tiempo. Es el caso de Joel. Pedro, en cambio, sabía perfectamente, después de la revelación evangélica, que dentro de la época mesiánica había una doble venida de Cristo, y que entre una y otra ha de pasar un espacio de tiempo más o menos largo (cf. 2P 3, 8-14); si aquí cita también la segunda parte de la profecía de Joel, es probabilísimamente a causa de las últimas palabras del profeta: "...antes que llegue el día del Señor, grande y manifiesto; y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará," sobre las que quiere llamar la atención. Para Joel, en efecto, igual que para los profetas en general, ese "día del Señor" es el "día de Yahvé," con alusión a la época del Mesías, sin más determinaciones (cf. Is 2, 12; Jr 30, 7; So 1, 14; Am 5, 18; Am 8, 9; Am 9, 11); pero, en la terminología cristiana, precisadas ya más las cosas, el "día del Señor" es el día del retorno glorioso de Cristo en la parusía (cf. Mt 24, 36; 1Ts 5, 2; 2Ts 1, 7-10; 2Ts 2, 2; 2Tm 4, 8), y es a Cristo a quien Pedro, en la conclusión de su discurso, aplicará ese título de "Señor" (v.36), ni hay otro nombre, como dirá más tarde (cf. Hch 4, 12), por el cual podamos ser salvos. Lo mismo dirá San Pablo, con alusión evidente al texto de Joel: "Uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan, pues todo el que invocare el nombre del Señor será salvo" (Rm 10, 12-13). Ninguna manifestación más expresiva de la fe de los apóstoles en la divinidad de su Maestro, que esta equivalencia Cristo-Yahvé, considerando como dicho a él lo dicho de Yahvé.
Respecto del segundo de los textos escriturísticos citados por Pedro (Sal 16, 8-11), que aplica a la resurrección de Jesucristo (v.25-32), notemos que la cita está hecha según el texto griego de los Setenta, de ahí el término ades (v.27), que para los griegos era la mansión de los muertos, correspondiente al sheol de los judíos. Notemos también que en el original hebreo la palabra correspondiente a corrupción (v.27) es shahath, término que puede significar corrupción, pero también fosa o sepulcro.
Mucho se ha discutido modernamente acerca del sentido mesiánico de este salmo, citado aquí por San Pedro, y que luego citará también San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia, aplicándolo igualmente a la resurrección de Cristo (cf. Hch 13, 35). Ambos apóstoles hacen notar, además, que David, autor del salmo, no pudo decir de sí mismo esas palabras, puesto que él murió y experimentó la corrupción. De su sepulcro, como de cosa conocida, habla varias veces Josefo.
No está claro, sin embargo, en qué sentido ha de afirmarse la mesianidad de este salmo. Afirmar el carácter directamente mesiánico de todo el salmo, como fue opinión corriente entre los expositores antiguos, es no atender al contexto general del salmo, que en ocasiones parece referirse claramente a circunstancias concretas de la vida del salmista (cf. v.3-4); querer establecer una división, como si en los siete primeros versículos hablase el salmista en nombre propio y, en los cuatro últimos, que son los citados en los Hechos, lo hiciese en nombre del Mesías, parece un atentado contra la unidad literaria del salmo; ir sólo hacia un sentido mesiánico típico, como si el salmista, al expresar su firme confianza de permanecer siempre unido a Yahvé, que le librará del poder del sheol y le mostrará los caminos de la vida, fuese "tipo" de Cristo, rogando al Padre que no abandonase su alma en el sheol ni permitiese que su cuerpo viese la corrupción, parece, además de restar fuerza a muchas expresiones del salmo, desvirtuar un poco las palabras de los príncipes de los apóstoles, cuando afirman que David "habló de la resurrección de Cristo" (v.31). Quizás la opinión más acertada sea aplicar también aquí la noción de sentido "pleno," que ya aplicamos a otras citas de los salmos hechas por San Pedro, cuando la elección de Matías (cf. Hch 1, 15-26). En efecto, no sabemos hasta qué punto iluminaría Dios la mente del salmista en medio de aquella oscuridad en que los judíos vivían respecto a la vida de ultratumba; pero es evidente que esa ansia confiada que manifiesta de una vida perpetuamente dichosa junto a Yahvé es un chispazo revelador de la gran verdad de la resurrección que Cristo, con la suya propia, había de iluminar definitivamente. El fue el primero que logró de modo pleno la consecución de esa gloriosa esperanza que manifiesta el salmista, y por quien los demás la hemos de lograr. A su resurrección, como a objetivo final, apuntaban ya, en la intención de Dios, las palabras del salmo.
La tercera de las citas escriturísticas hechas por Pedro es la del salmo (Sal 110, 1), que aplica a la gloriosa exaltación de Cristo hasta el trono del Padre (v.34-35). Es un salmo directamente mesiánico, que había sido citado también por Jesucristo para hacer ver a los judíos que el Mesías debía ser algo más que hijo de David (cf. Mt 22, 41-46). San Pablo lo cita también varias veces (cf. 1Co 15, 25; Ef 1,20; Hb 1, 13). El razonamiento de Pedro es, en parte, análogo al de Jesús, haciendo ver a los judíos que esas palabras no pueden decirse de David, que está muerto y sepultado, sino que hay que aplicarlas al que resucitó y salió glorioso de la tumba, es decir, a Jesús de Nazaret, a quien ellos crucificaron.
La conclusión, pues, como muy bien deduce San Pedro (v 36), se impone: Jesús de Nazaret, con el milagro de su gloriosa resurrección, ha demostrado que él, y no David, es el "Señor" a que alude el salmo 110, y el "Cristo" (hebr. Mesías) a que se refiere el salmo 16. Entre los primitivos cristianos llegó a adquirir tal preponderancia este título de "Señor," aplicado a Cristo, que San Pablo nos dirá que confesar que Jesús era el "Señor" constituía la esencia de la profesión de fe cristiana (cf. Rm 10, 9; 1Co 8, 5-6; 1Co 12, 3).
En el libro de los Hechos se da con muchísima frecuencia este título a Jesús (cf. Hch 4, 33; Hch 7, 59-60; Hch 8, 16; Hch 9, 1; Hch 11, 20-24, etc.), reflejo sin duda de lo que sucedía en las comunidades cristianas primitivas. Ni hay base para suponer, en contra de lo que sostiene Bousset y otros críticos, que este título habrían comenzado a dárselo a Cristo los cristianos procedentes de la gentilidad bajo el influjo del helenismo, trasladando a Jesús lo que los gentiles hacían con sus dioses y reyes más o menos divinizados. Si hubiera sido así, ¿cómo explicar que incluso en las comunidades griegas existiera la invocación aramea "Maranatha" (Ven, Señor), de que tenemos claro testimonio en 1Co 16, 22?. Eso no puede tener otra explicación sino la de suponer que, antes ya de que el cristianismo entrara en el mundo griego, Jesús era invocado con el título de Señor ("Maran"), término que, al igual que "amen" y "aleluya," habría seguido en uso incluso en las comunidades de habla griega. Lo más probable es que ese título, intensamente ligado con la función mesiánica de Jesús, le haya sido aplicado por las primitivas comunidades palestinenses, partiendo de la Biblia y de la historia evangélica (cf. Mt 22, 43-45) al fin de hacer resaltar su soberanía de rey Mesías. Los dos títulos, "Señor y Cristo," vienen a ser en este caso palabras casi sinónimas, indicando que Jesús de Nazaret, rey mesiánico, a partir de su exaltación, ejerce los poderes soberanos de Dios. No que antes de su exaltación gloriosa no fuera ya "Señor y Mesías" (cf. Mt 16, 16; Mt 21, 3-5; Mt 26, 63; Mc 12, 36), pero es a partir de su exaltación únicamente cuando se manifiesta de manera clara y decisiva esta su suprema dignidad mesiánica y señorial (cf. Flp 2, 9-11). Es decir, no se trata de afirmar, en términos de ontología, que Jesús, por lo que respecta a su persona, comenzara a ser Señor y Mesías en la resurrección y que antes no lo era, sino que se trata de afirmar el hecho existencial de señorío que comienza a ejercer Cristo a partir precisamente de su resurrección, una vez cumplida su obra en la tierra (cf. Flp 2, 9-11).

Hch 2, 37-41

Vemos que la reacción de los oyentes ante el discurso de Pedro es muy parecida a la que habían mostrado los oyentes de Juan Bautista. Como entonces (cf. Mt 3, 7), también ahora, además de los compungidos y bien dispuestos (v.37), aparecen otros que siguen mostrando su oposición al mensaje de Cristo, contra los que Pedro previene diciendo: "Salvaos de esta generación perversa" (v.40). La expresión parece estar inspirada literariamente en Dt 32, 5, y la volvemos a encontrar en Flp 2, 15. Con esta grave sentencia parece insinuar que la gran masa del pueblo judío quedará fuera de la salud mesiánica, y habrá que buscar ésta separándose de ellos (cf. Rm 9, 1-10, 36).
Las condiciones que Pedro propone a los bien dispuestos, que preguntan qué deben hacer, son el "arrepentimiento" y la "recepción del bautismo en nombre de Jesucristo" (v.38). Con ello conseguirán la "salud" (cf. Hch 2, 21.47; Hch 4, 12; Hch 11, 14; Hch 13, 26; Hch 15, 11; Hch 16, 17.30-31), la cual incluye la "remisión de los pecados" y el "don del Espíritu" (v.38) o, en frase equivalente de otro lugar, la "remisión de los pecados y la herencia entre los santificados" (Hch 26, 18). Ese "don del Espíritu" no es otro que el tantas veces anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento (cf. Jr 31, 33; Ez 36, 27; Jl 3, 1-2) y prometido por Cristo en el Evangelio (cf. Lc 12, 12; Lc 24, 49; Jn 14, 26; Jn 16, 13), don que solía exteriorizarse con los carismas de glosolalía y milagros (cf. Hch 2, 4; Hch 8, 17-19; Hch 10, 45-46; Hch 19, 5-6), pero que suponía una gracia interior más permanente que, aunque no se especifica, parece consistía, como se desprende del conjunto de las narraciones, en una fuerza y sabiduría sobrenaturales que capacitaban al bautizado para ser testigo de Cristo (cf. Hch 1, 8; Hch 2, 14-36; Hch 4, 33; Hch 5, 32; Hch 6, 10; Hch 11, 17).
Esta "promesa" del don del Espíritu, de que habla el anteriormente citado profeta Joel (v.14), está destinada no sólo a los judíos, sino también a "todos los de lejos" (v.39), expresión que es una reminiscencia de Is 57, 19, y que claramente parece aludir, no a los judíos de la diáspora, sino a los gentiles (cf. Hch 22, 21; Ef 2, 13-17). Vemos, pues, que, contra el exclusivismo judío, San Pedro proclama abiertamente la universalidad de la salud mesiánica, cosa que, por lo demás, podíamos ver ya aludida en la cita "sobre toda carne," de Joel (v.17). Únicamente que a los judíos está destinada "en primer lugar" (Hch 3, 26), frase que usa también varias veces San Pablo (cf. Hch 13, 46; Rm 1, 16; Rm 2, 9-10), y con la que se da a entender que el don del Evangelio, antes que a los gentiles, debía ser ofrecido a Israel, la nación depositaría de las promesas mesiánicas (cf. Rm 3, 2; Rm 9, 4), como aconsejaba, además, el ejemplo de Cristo (cf. Mt 10, 6; Mc 7, 27). Incluso después que el Evangelio se predicaba ya abiertamente a los gentiles, San Pablo seguirá practicando la misma norma (cf. Hch 13, 5.46; Hch 14, 1; Hch 16, 13; Hch 17, 2.10.17; Hch 18, 4.19; Hch 19, 8; Hch 28, 17.23).
Acerca del bautismo "en el nombre de Jesucristo," que San Pedro exige a los convertidos (v.38), se ha discutido bastante entre los autores. Desde luego, es evidente que se trata de un bautismo en agua, igual que lo había sido el bautismo de Juan (cf. Mt 3, 6.16; Jn 3, 23), pues Pedro está dirigiéndose a un auditorio judío, que no conocía otro bautismo que el de agua, tan usado entre los prosélitos y por el Bautista, y, por tanto, en ese sentido habían de entender la palabra "bautizaos." Más adelante, en el caso del eunuco etíope y en el del centurión Cornelio, expresamente se hablará del agua (cf. Hch 8, 38; Hch 10, 47).
Ni hacen dificultad las palabras de Cristo contraponiendo su bautismo en Espíritu Santo al bautismo en agua de Juan (cf. Hch 1, 5); pues dichas palabras no están refiriéndose a ningún rito de bautismo, sino a la abundante efusión del Espíritu en que iban a ser como sumergidos los Apóstoles en Pentecostés (cf. Hch 2, 1-4).
Más difícil es determinar el sentido de la expresión "en el nombre de Jesucristo." La misma fórmula se repite varias veces en los Hechos (cf. Hch 8, 16; Hch 10, 48; Hch 19, 5). Esta expresión ha sido objeto de muchas discusiones. Para muchos autores no se alude con esas palabras a fórmula alguna determinada del bautismo, sino que es simplemente el modo de designar el bautismo cristiano para distinguirlo de otros ritos análogos, como el del Bautista o el de los prosélitos. La fórmula, según estos autores, habría sido siempre la fórmula trinitaria, como se prescribe en Mt 28, 19 y como tiene también la Didaché en 7, 1-3, no obstante que poco después hable de bautizados "en el nombre del Señor" (9, 5), con cuya expresión es evidente que no quiere indicar otra cosa sino los bautizados "con el bautismo cristiano." Sin embargo, son bastantes los teólogos y exegetas que creen que ésa era la fórmula con que entonces se administraba el bautismo, y que luego se habría desarrollado, dentro aún de la época apostólica, en la fórmula trinitaria de Mt 28, 19-20. Es posible, escribe el P. Benoit, que la fórmula bautismal indicada por Mateo "responda al uso litúrgico de su tiempo, hacia los años 70-80; Mateo la habría reproducido espontáneamente tal como se había ya desarrollado..., lo cual no equivale a poner en duda la revelación de la Trinidad por Cristo ni que el mandato de bautizar se remonte hasta El". Y, ciertamente, es poco probable que Jesús mismo hiciera esa alusión tan precisa a la Trinidad con anterioridad a Pentecostés, si tenemos en cuenta el proceso histórico como fue desarrollándose la Revelación. Por lo demás, el cambio de fórmula no supone ninguna alteración fundamental de pensamiento, pues la incorporación y como posesión por Cristo que supone la fórmula "en el nombre de Jesucristo," está significando al mismo tiempo retorno al Padre mediante la acción del Espíritu (cf. Hch 1, 4-5; Hch 2, 38; 1Co 6, 11; Ef 1, 3).
Lo que se dice que "se bautizaron y se convirtieron aquel día unas tres mil personas" (v.41), llama un poco la atención, pues no hubiera sido tarea fácil bautizar en aquel mismo día tres mil personas. Es posible que el inciso "en aquel día" se refiera directamente a los que se convirtieron merced al discurso de Pedro, y que después fueron sucesivamente bautizados en aquel día o en los siguientes.

Hch 2, 42-47

Bellísimo retrato de la vida íntima de la comunidad cristiana de Jerusalén, este que aquí nos presenta San Lucas. Con términos muy parecidos vuelve a ofrecérnoslo (Hch 4, 32-37; Hch 5, 12-16. Son los llamados hoy comúnmente "sumarios," que probablemente proceden de una fuente más primitiva, pero que Lucas recoge y encuadra en su libro, sirviéndole al mismo tiempo como fórmulas literarias de transición para unir unas narraciones con otras. Las ideas fundamentales de estos sumarios son: asistencia asidua a la enseñanza de los Apóstoles, unión o "koinonia," fracción del pan y oraciones.
Podríamos decir que aparecen ya aquí en acción los tres elementos quizás más característicos de la vida de la Iglesia: enseñanza jerárquica, unión de caridad, culto público y sacramental.
Ante todo, la enseñanza de los Apóstoles. Se trata de una instrucción o catequesis que completaba la formación cristiana de los recién convertidos y los sensibilizaba en su ser de cristianos, de modo que tomasen conciencia de su incorporación a la obra de bendiciones de Cristo, con la consiguiente alegría que eso llevaba consigo. Esta predicación o catequesis, más íntima y pormenorizada que la simple proclamación del kerigma, continuará también en otras comunidades fuera de Jerusalén, una vez que el cristianismo se vaya difundiendo (cf. Hch 11, 26; Hch 20, 20), siendo muy de notar que esta predicación aparece estrechamente unida a la "fracción del pan" (Hch 2, 42; Hch 20, 7-12), y no como en el judaísmo, que la hacía en las sinagogas (Hch 15, 21) y dejaba la liturgia para el Templo.
Por lo que toca a la unión o koinonia, hay no pocas dificultades de interpretación. El término koinonia es una expresión que en el segundo sumario se sustituye por "tenían un corazón y un alma sola" (Hch 4, 32), y que algunos exegetas traducen por "vida en común"; más o menos con el significado con que esta expresión suele usarse en las Órdenes religiosas. Desde luego, precisar el sentido y alcance de la "koinonia" aquí aludida por San Lucas no es tarea fácil. Quizás, en orden a perfilar esa idea de koinonia, nos den algo de luz los términos mismos con que solían designarse entre sí los cristianos. Se denominaban: creyentes (Hch 2, 44; Hch 4, 32; Hch 5, 14; Hch 18, 27; Hch 19, 18; Hch 21, 20), discípulos (Hch 6, 1-2; Hch 9, 10.19.25.36.38; Hch 11, 29; Hch 13-52, 14, 22; Hch 15, 10; Hch 16, 1; Hch 18, 23.27; Hch 19, 1; Hch 20, 1; Hch 21, 4), hermanos (Hch 1, 15; Hch 6, 3; Hch 9, 30; Hch 11, 1; Hch 12, 17; Hch 15, 1.23.32.40; Hch 16, 2.40; Hch 17, 14; Hch 18, 18.27; Hch 21, 7.16; Hch 28, 14-15), santos (Hch 9, 13.32.41; Hch 26, 10), cuatro nombres en que podemos ver como compendiada la koinonia: creyendo en Cristo, del que eran fervientes discípulos, vivían una vida de hermandad, separados del mundo para dedicarse al Señor.
Pero, aparte esa unión de espíritus y de corazones a que les empujaba su fe en Cristo, ¿hay también vida en común, incluso respecto de los bienes materiales? Si nos fijamos en el texto de los Hechos tal como está redactado actualmente, todo da la impresión de que era así, pues los v.44-45 parecen ser explicación de la "koinonia" del v.42. Sin embargo, es posible, como suponen algunos exegetas, que los v.44-45 no pertenecieran primitivamente a este sumario, sino al segundo (Hch 4, 32-35), donde no aparece el término koinonia, y habrían sido introducidos aquí posteriormente a fin de relacionar la "enseñanza de los Apóstoles" con esta especie de comunismo cristiano. Tampoco el v.43, sin conexión lógica ni con lo que precede ni con lo que sigue, sería de este lugar, sino más bien del tercer sumario (Hch 5, 12-16), en clara relación con lo narrado anteriormente (Hch 5, 1-10). No podríamos, pues, alegar estos v.44-45 como explicación de la koinonia cristiana.
Pero, haya o no-relación directa entre koinonia y los v.44-45, lo cierto es que en estos versículos, y lo mismo en Hch 4, 32-37, se hace referencia a la comunidad de bienes entre los fieles de la iglesia de Jerusalén. ¿Qué alcance tenía esta práctica? Todo hace suponer que la venta de los propios bienes llevando el precio a los Apóstoles no fue nunca una norma obligada, como se da a entender expresamente en el caso de Ananías (Hch 5, 4); también el elogio que se hace de Bernabé (Hch 4, 36-37) da a entender que no todos lo hacían, e incluso sabemos de cristianos que poseían casas en Jerusalén (cf. Hch 12, 12; Hch 21, 16). A lo que parece, se trata simplemente de que algunos cristianos, cuando la comunidad era todavía muy reducida, impulsados por el ejemplo de Cristo y de sus Apóstoles, que habían vivido de una bolsa común (cf. Jn 12, 6; Jn 13, 29), pretendían seguir formando una comunidad parecida, en consonancia además con las exhortaciones que frecuentemente había hecho el mismo Jesús a vender los bienes terrenos y dar su precio a los pobres, cosa que Lucas pone muy de relieve en su evangelio (cf. Lc 3, 11; Lc 6, 30; Lc 7, 5; Lc 11, 41; Lc 12, 33-34; Lc 14, 14; Lc 16, 9; Lc 18, 22; Lc 19, 8). Por lo demás, esa práctica parece que no pasó de un entusiasmo primerizo de corta duración, y no consta que se introdujera en otras iglesias fuera de Jerusalén. Desde luego, no se introdujo en las iglesias fundadas por San Pablo (cf. 1Co 1, 21-22; 1Co 16, 2), ni hubiera sido de fácil adaptación para dimensiones universales. Incluso en la iglesia de Jerusalén no debió de ser de muy buenos resultados, pues es muy probable que a eso se deba, al menos en gran parte, la general pobreza de la comunidad de Jerusalén, que obligó a San Pablo a organizar frecuentes colectas en su favor (cf. Hch 11, 29; Rm 15, 25-28; 1Co 16, 1-4; 2Cro 8, 1-9; Ga 2, 10).
En cuanto a qué quiera significar San Lucas con la expresión "fracción del pan" (v.42), han sido muchas las discusiones. Reconocemos que la expresión "partir el pan," acompañada incluso de acción de gracias y de oraciones, de suyo puede no significar otra cosa que una comida ordinaria al modo judío, en que el presidente pronunciaba algunas oraciones antes de partir el pan (cf. Mt 14, 19; Mt 15, 36). Probablemente ése es el sentido que tiene en Hch 27, 35. Sin embargo, también es cierto que en el lenguaje cristiano, como aparece en los documentos primitivos, fue la expresión con que se designó la eucaristía, y su recuerdo se conservará a través de todas las liturgias, aunque, a partir del siglo II, se haga usual el nombre "eucaristía," prevaleciendo la idea de agradecimiento (eucaristía) sobre la de convite (fracción del pan). Los textos de San Lucas son, desde luego, poco precisos, limitándose simplemente a señalar el hecho de la "fracción del pan," sin especificar en qué consistía ni qué significaba ese rito.
Sin embargo, estos textos reciben mucha luz de otros dos de San Pablo, que son más detallados y expresivos: 1Co 10, 16-21; 1Co 11, 23-29. Téngase en cuenta, en efecto, que San Lucas es discípulo y compañero de San Pablo; si, pues, en éste la expresión "partir el pan" significaba claramente la eucaristía, ese mismo sentido parece ha de tener en San Lucas. Tanto más que, en el caso de la reunión de Tróade (Hch 20, 7), se trata de una iglesia paulina, y la reunión la preside el mismo San Pablo; y, en cuanto a este texto, referente a la iglesia de Jerusalén, todo hace suponer la misma interpretación, pues, si se tratase de una comida ordinaria en común, no vemos qué interés podía tener San Lucas en hacer notar que "perseveraban asiduamente en la fracción del pan," ni en unir ese dato a los otros tres señalados: enseñanza de los apóstoles, unión, oraciones. Y esto vale no sólo para el v.42, sino también para el v.46; pues, si la "fracción del pan," de que se habla en el v.42, alude a la eucaristía, no vemos cómo en el v.46, que refleja una situación idéntica, esa misma expresión tenga un significado diferente. Tanto más, que estos v.43-47 parecen no ser sino explicación del v.42. Lo que sucede es que en este v.46 se alude también a una comida en común que, en consonancia con la situación creada por la comunidad de bienes (v.44-45), hacían diariamente "con alegría y sencillez de corazón" esos primeros fieles de Jerusalén, unida a la cual tenía lugar la "fracción del pan."
Al lado, pues, de la liturgia tradicional del Antiguo Testamento, a la que esos primeros fieles cristianos asisten con regularidad (v.46), comienza un nuevo rito, el de la "fracción del pan," para cuya celebración parece que los fieles se repartían "por las casas" particulares en grupos pequeños (v.46). Se trataría probablemente de casa de cristianos más acomodados, lo suficientemente espaciosa para poder tener en ellas esa clase de reuniones. Entre ellas estaría la de María, la madre de Juan Marcos (Hch 12, 12), lo mismo que más tarde, fuera de Jerusalén, aquellas iglesias "domésticas" a que frecuentemente alude San Pablo en sus cartas (1Co 16, 19; Ga 4, 15).
San Lucas hace notar también que perseveraban "en las oraciones" (v.42). La construcción gramatical de la frase, uniendo ambos miembros por la conjunción copulativa "y," parece indicar que se trata no de oraciones en general, sino de las que acompañaban a la "fracción del pan." De cuáles fueran estas oraciones, nada podemos deducir. La Didaché, y más todavía San Justino, nos describirán luego todo con mucho más detalle, pero no es fácil saber qué es lo que de esto podemos trasladar con certeza a los tiempos a que se refiere San Lucas.
No es fácil precisar hasta dónde esos primitivos cristianos pensaban en el aspecto sacrificial de la eucaristía en cuanto recuerdo y como reproducción de la muerte de Cristo, cosa en que luego insistirá Pablo (cf. 1Co 10, 16-21; 1Co 11, 23-26). Más bien parece que se considera la eucaristía en perspectiva escatológica, como una anticipación del banquete mesiánico (cf. Mt 8, 11; Lc 22, 30); de ahí la idea de alegría que parece presidir la celebración de la eucaristía (Hch 2, 46), en contraste con la seriedad y circunspección que piden los textos de Pablo (1Co 11, 27-29). Son aspectos distintos de la eucaristía, que en modo alguno se excluyen uno al otro, y el mismo Pablo, que tanto hace resaltar el aspecto sacrificial, no omite aludir a la perspectiva escatológica, como lo demuestra su expresión "hasta que El venga" (1Co 11, 26), dando a entender que ese acto sacrificial seguirá haciéndose hasta el momento en que Jesús vuelva a encontrarse ostensible y definitivamente con los suyos.
Llama un poco la atención el "temor" que se apodera de todos, de que se habla en el v.43. Probablemente no se trata sino de ese sentimiento, mezcla de admiración y de reverencia, que surge espontáneo en el hombre ante toda manifestación imprevista de orden sobrenatural. A él se alude frecuentemente en el Evangelio con ocasión de los milagros de Jesucristo (cf. Mt 9, 8; Mt 14, 26; Mc 5, 43; Lc 9-43)· Este "temor" afectaría también a los convertidos, particularmente en algunas ocasiones (cf. Hch 5, 10-11), pero sobre todo había de afectar a los no convertidos, que con ello se sentían cohibidos para impedir el nuevo movimiento religioso dirigido por los apóstoles.
Es muy de notar la frase con que San Lucas termina la narración: "cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos" (v.47), con la que da a entender que el conjunto de todos los fieles cristianos constituían una especie de "unidad universal," en la que se entraba por la fe y el bautismo (cf. Hch 2, 38-39), y dentro de la cual únicamente se obtendrá la "salud" en el día del juicio (cf. Hch 2, 21; Hch 4, 12). Es la misma idea que encontramos en Hch 13, 48: "creyendo cuantos estaban ordenados a la vida eterna." Muy pronto se hará usual el término "iglesia" para designar esta unidad universal (cf. Hch 5, 11; Hch 8, 3; Hch 9, 31; Hch 20, 28), llamada también por San Pablo "Israel de Dios" (Ga 6, 16), y por Santiago "nuevo pueblo de Dios" (cf. Hch 15, 14).
Una última observación. Desde hace algunos años, a partir de los descubrimientos de Qumrán, se ha comenzado a hablar de probables influencias qumránicas en las comunidades cristianas. No vemos inconveniente en afirmar, escribe el P. Arnaldich, que las comidas comunitarias cristianas "se inspiraran en las costumbres existentes en el judaísmo precristiano, siendo la influencia de los esenios de Qumrán acaso más directa por proceder de allí gran parte de los que se sentaban a la mesa. En cuanto a los bienes en común, no cabe duda de que existen analogías y discrepancias".
Creemos que en esta cuestión hemos de proceder con mucha cautela. "A priori" hemos de suponer que existan semejanzas. Ambas comunidades, la de Qumrán y la cristiana, viven en una atmósfera mesiánica, conscientes de encontrarse ya en los últimos tiempos; ambas se presentan como el verdadero Israel, en que se cumplen las profecías antiguas; ambas ponen las condiciones de penitencia y bautismo para incorporarse a la comunidad; ambas aparecen dirigidas por personajes en escala jerárquica; ambas tienen sus ritos de culto a Dios fuera del templo oficial judío; ambas hablan de comidas comunitarias y de bienes en común. Pero será muy difícil probar que esas afinidades han de explicarse por dependencia de los cristianos respecto de Qumrán, y no más bien por coincidencia de circunstancias y porque ambas comunidades están enraizadas en el AT. Por lo demás, las diferencias son fundamentales. Fijémonos sólo en que, como dice Gerfaux, mientras Qumrán "descartaba" inexorablemente de la santa comunidad a los lisiados, ciegos, enfermos, para los cristianos, en cambio, los miserables eran llamados los primeros al reino de Dios. Ni para explicar la comunidad de bienes y las comidas en común de la primitiva comunidad cristiana, es necesario recurrir a Qumrán, como ya expusimos antes.

Hch 3, 1-11

Es una escena llena de colorido, que trae a la memoria aquella otra similar de la curación del ciego de nacimiento hecha por Jesús (cf. Jn 9, 1-41). También ahora, como entonces, los dirigentes judíos, que no pueden negar el milagro, se encuentran en situación sumamente embarazosa (cf. Hch 4, 14-16), dada su pertinacia en no creer. Es de notar la frecuencia con que, en estos primeros tiempos de la Iglesia, Pedro y Juan aparecen juntos (cf. Hch 4, 13; Hch 8, 14; Jn 20, 2-9; Jn 21, 7; Ga 2, 9). Ya durante la vida terrena de Jesús parece que sucedía lo mismo (cf. Jn 13, 24; Jn 18, 15; Lc 22, 8). Eran dos grandes enamorados del Maestro, unidos íntimamente en el mismo ideal, aunque cada uno con temperamento y genio distintos. En esta ocasión, los dos suben juntos al templo para la oración a la hora de nona, es decir, a las tres de la tarde. Era la hora del sacrificio vespertino, con sus largos ritos, que duraba desde que el sol empieza a declinar, hacia las tres de la tarde, hasta su ocaso. Había también el sacrificio matutino, con los mismos ritos del de la tarde (cf. Ex 29, 39-42), que comenzaba al salir el sol y duraba hasta la hora de tercia, es decir, las nueve de la mañana. En sentido amplio, pues, aunque no muy exacto, solían designarse las horas de oración como hora de tercia y hora de nona (cf. Hch 10, 3.30), y los judíos acudían numerosos al templo para estar presentes allí durante esas horas de la oración oficial (cf. Lc 1, 8-10). Los cristianos, a pesar de su fe en Cristo y de los nuevos ritos que tenían ya propios (cf. Hch 2, 42-44), no habían roto aún con el judaísmo, cosa que les costará bastante, hasta que los acontecimientos y la voz del Espíritu Santo les vayan indicando otra cosa (cf. Hch 10, 14; Hch 11, 17; Hch 15, 1; Hch 21, 28). El milagro tiene lugar junto a la puerta llamada "Hermosa," donde se sentaba a pedir limosna el pobre tullido (v.2.10). En ningún otro documento antiguo se da este nombre a una puerta del templo. Probablemente se trata de la puerta que los rabinos llamaban "puerta de Nicanor," que ponía en comunicación el atrio de los gentiles con el atrio de las mujeres y, a través de éste, con el atrio de los israelitas, sobrepasando en mucho a las otras en valor y hermosura, según testimonio de Josefo. Era puerta de extraordinario tránsito y, por consiguiente, muy a propósito para colocarse junto a ella a pedir limosna. Miraba hacia Oriente, que era hacia donde caía el llamado "pórtico de Salomón," lugar preferido para reuniones públicas (cf. Hch 5, 12; Jn 10, 23), Y que, también en esta ocasión, va a servir de escenario para el discurso de San Pedro (v.11).

Hch 3, 12-26

En este segundo discurso de Pedro al pueblo podemos distinguir dos partes principales: una, de carácter apologético, haciendo ver que el milagro obrado en el cojo de nacimiento es debido a Jesucristo, a quien los judíos crucificaron, pero Dios resucitó de entre los muertos, de todo lo cual ellos son testigos (v. 12-16); y otra, de carácter parenético, exhortando a sus oyentes al arrepentimiento y a la fe en Jesús, si quieren tener parte en las bendiciones mesiánicas (v. 19-26).
Entre una y otra parte, como tratando de atenuar el pecado de los judíos y así captar mejor su benevolencia, dice (v. 17-18) que obraron por ignorancia y con su acción, sin darse cuenta, contribuyeron a que se cumplieran las profecías que hablan de un Mesías paciente (cf. Is 53, 1-12; Sal 21, 2-19). De modo parecido se expresará también San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia (Hch 13, 27); por lo demás, a sí mismo aplicará la misma doctrina, aduciendo cierta ignorancia como excusa de su antigua incredulidad (cf. 1Tm 1, 13). Disculpa análoga había ya aducido Jesús respecto de los que le crucificaban (cf. Lc 23, 34). Claro que esta ignorancia, como es obvio, no bastaba a excusarles de todo pecado, pues en mayor o menor grado, según los casos, eso sólo Dios lo sabe, era una ignorancia culpable, habiendo Jesús probado suficientemente su misión divina (cf. Jn 15, 22-24; Jn 19, 11).
Son de notar, en la primera parte del discurso, los títulos mesiánicos que se dan a Jesús: "siervo de Dios" (v.13), "santo" y "justo" (v.14), que revelan un cristianismo muy enraizado aún en el judaísmo, y que constituyen una prueba de la exactitud con que reproduce sus fuentes San Lucas. De nuevo volveremos a encontrar estos títulos más adelante (cf. Hch 4, 27.30; Hch 7, 52; Hch 22, 14; 1P 3, 18; 1Jn 2, 1). Parece que fueron títulos mesiánicos muy en uso en la primera generación cristiana. Fue Isaías quien primeramente, en estrofas enternecedoras, habló del "siervo de Yahvé," preanunciando sus sufrimientos y su triunfo (Is 42, 1; Is 49, 3; Is 50, 10; Is 52, 13; Is 53, 11), y en ese misterioso "siervo de Yahvé" reconocen los cristianos a Jesús, tratando de disipar la repugnancia que experimentaba el judaismo contemporáneo en aceptar la idea de un Mesías paciente (cf. Hch 2, 23; Hch 8, 32-33; Hch 17, 3; Lc 24, 26; 1Pe 1, 11). La glorificación que Dios le otorga (v.13) es su resurrección (v.15), con todas las consecuencias que eso lleva consigo (cf. Hch 2, 32-33). No parece caber duda de que la comunidad cristiana primitiva, al aplicar a Jesús el título de "Siervo de Dios," no pensaba simplemente en título honorífico, especie de ingreso en la familia de Dios, colaborando en sus planes (cf. Gn 26, 24; Jos 24, 29; 2S 3, 18; Jr 27, 6), sino que apuntaba directamente al "Siervo de Yahvé" de Isaías, varón de dolores en favor de los demás (cf. Hch 8, 30-35), evocando así bajo ese término el valor expiatorio y salvífico de la pasión y muerte de Jesús (cf. Hch 5, 30-31; Hch 20, 28). En cuanto a los títulos de "santo" y "justo" (v.14), están inspirados también en el Antiguo Testamento (cf. Is 53, 11; Jr 23, 5; Sal 16; 10), y en el Evangelio habían sido aplicados ya con frecuencia a Jesucristo (cf. Mt 27, 19; Lc 1, 35; Lc 4, 34; Lc 23, 47; Jn 6, 69).
Se le aplica también otro título, el de "autor (???????) de la vida" (v.15), en contraposición a Barrabás, asesino o destructor de la misma. ¿De qué vida se trata, la vida física o la vida sobrenatural? Parece claro, a pesar de que la contraposición con Barrabás homicida invitaría a pensar lo contrario, que en la intención de Pedro se trata de la vida sobrenatural, es decir, de la "salud" mesiánica en toda su extensión, incluyendo la vida gloriosa futura. Vendría a ser el mismo sentido que Jesucristo da a la palabra "vida," cuando dice que ha venido al mundo para que sus ovejas tengan vida y vida abundante (cf. Jn 10, 10.28; Jn 17, 2-3). Expresiones semejantes tenemos (Hb 2, 10; Hb 12, 2), donde se llama a Jesucristo "autor de la salud" y "autor de la fe," que vendrían a tener el mismo sentido. Por lo demás, el mismo Pedro parece darnos la interpretación auténtica, al repetir poco después ante el sanedrín, en un contexto muy semejante, que Jesús es autor de la salud o príncipe que nos salva, al igual, aunque en plano más elevado, que lo había sido Moisés respecto de los israelitas (cf. Hch 7, 25.35). Es de notar el paralelismo latente en todos estos primeros capítulos de los Hechos entre Moisés y Cristo (cf. Hch 3, 22; Hch 7, 35-53) paralelismo que conviene tener muy en cuenta, al tratar de precisar el sentido de la expresión "autor de la vida," aplicada a Cristo. La expresión está recogida en la liturgia del tiempo pascual: Dux vitae mortuus regnat vivus.
La afirmación fundamental de Pedro en esta primera parte de su discurso es que no ha obrado el milagro con el cojo de nacimiento en virtud de sus fuerzas naturales o en virtud de los méritos de su piedad (v.12), sino por la fe en Jesucristo (v.16). En varias ocasiones, con motivo de sus milagros, Jesús había urgido la necesidad de la fe, como condición previa para realizarlos (cf. Mt 9, 28-29; Mc 5, 36; Mc 6, 5-6; Mc 9, 23; Lc 8, 50). La diferencia está en que Jesús obraba milagros en su propio nombre, exigiendo únicamente la fe en los que iban a ser curados, mientras que los apóstoles han de hacerlos invocando la autoridad de Jesús y apoyados en la fe en él. Con sólo tener fe como un grano de mostaza, les había dicho, podréis trasladar las montañas (cf. Mt 17, 20; Mt 21, 21; Mc 16, 17-18). Esa fe tenía ciertamente Pedro al ordenar el milagro en el nombre de Jesucristo (v.6), pero es posible que secundariamente la tuviera también el discapacitado por habérsela comunicado el impulso autoritario de Pedro. Es probable, como aconseja la comparación con Hch 14, 8-10, que el texto aluda sobre todo a esta fe del tullido.
En cuanto a la segunda parte del discurso (v. 19-26), es toda ella una apremiante exhortación al arrepentimiento y a la fe en Jesús como Mesías, del que dice que ha sido destinado "primeramente" a los judíos (v.20-26), y a quien vuelve a designar con el título de "siervo de Dios" (v.26). De esta prioridad de los judíos en la bendición mesiánica ya hablamos al comentar Hch 2, 39, a cuyo lugar remitimos.
Una cosa importante, sin embargo, conviene hacer notar, y es que Pedro en este discurso, al referirse a la bendición mesiánica, suele hablar en tiempo futuro, diciendo a los judíos que se arrepientan "a fin de que lleguen los tiempos del refrigerio..., de la restauración... y Dios envíe a Jesús, el Mesías" (v. 19-21). No hay duda que alude con esto a la parusía o segunda venida del Señor, prometida por los ángeles el día de la ascensión, a la que seguirán "tiempos de refrigerio" y de "restauración de todas las cosas." Hasta que lleguen esos tiempos, Cristo seguirá retenido en el cielo (v.21), aquel cielo al que subió en su ascensión (cf. Hch 1, 11; Hch 2, 33-34). Sobre esta restauración de todas las cosas en la parusía y glorificación de los elegidos vuelve a hablar San Pedro en su segunda carta (2P 3, 12-13), y de ella habla también San Pablo con extraordinario dramatismo (Rm 8, 19-23). Parece que San Pedro, al unir la conversión de los judíos a la parusía (v. 19-20), se refiere simplemente a que dicha conversión impulsara a Cristo a venir, pues lo que le retarda es la "espera de que todos vengan a penitencia" (2P 3, 9). Aunque también es posible que haya aquí alusión directa al "misterio," de que habla San Pablo en Rm 11, 25-26, refiriéndose a que antes de la parusía ha de tener lugar la conversión de los judíos.
Repetidas veces dice San Pedro que todo esto estaba predicho por los profetas (v.21-24). Ello no ha de aplicarse solamente a los tiempos de la parusía, sino a los tiempos mesiánicos en general, cuya triunfal manifestación y como coronación se efectuará en la parusía. De hecho, la cita que hace de Dt 18, 15-19 la aplica a Jesucristo a partir ya de su encarnación, en quien los judíos deben creer si quieren alcanzar la salud (v.22-23). También la promesa hecha a Abraham (Gn 12, 3; Gn 22, 18), que cita a continuación (v.25), ha comenzado a cumplirse ya, y es necesario decidirse a la conversión para participar en esa "bendición" prometida a la descendencia de Abraham (v.26). Esta "bendición" no es otra que la salud mesiánica, extendida a judíos y gentiles (cf. Ga 3, 8), la misma de que Pedro había hablado ya en su primer discurso de Pentecostés (cf. Hch 2, 38-40), aunque de suyo la expresión podría también traducirse: "...os bendiga, apartando a cada uno de sus maldades" (cf. Rm 11, 26), con cuya traducción, incluso el arrepentimiento se consideraría ya como una gracia de Jesús, y no simplemente como consolación para recibir la "bendición." La expresión "hijos de los profetas y de la alianza" (v.25), un poco oscura, no significa otra cosa sino que ellos, los judíos, son antes que nadie los beneficiarios y herederos de la alianza, en favor de los cuales hablaron los profetas; o dicho de otra manera, a ellos de manera especial pertenecen los oráculos de los profetas y la alianza de Dios con los antiguos patriarcas (cf. Mt 8, 12; Jn 4, 22; Rm 3, 2).
Referente al texto del Deuteronomio antes citado, que Pedro aplica a Jesucristo (v.22-23), hay que notar lo que ya dijimos respecto de otras citas hechas también por Pedro en anteriores discursos (cf. Hch 1, 20; Hch 2, 25-28), es, a saber, que no parece que el texto del Deuteronomio sea directamente mesiánico, pues si algo vale en hermenéutica la ley del contexto, habrá que afirmar que Moisés, con esas palabras, no piensa en ningún profeta particular y determinado, sino en la institución de los profetas, que Dios establece en Israel para que prosigan la obra que él comenzó y tenga el pueblo a quién consultar sin necesidad de acudir a hechiceros y adivinos, como hacían los gentiles. Sin embargo, no por eso queda excluido todo sentido mesiánico. Aunque el autor sagrado, al consignar aquellas palabras en el Deuteronomio, no pensara en la persona del Mesías, sino sólo en la institución de los profetas, tal sería el sentido literal histórico, Dios, autor principal de la Escritura, iba mucho más lejos, apuntando sobre todo al que había de ser término de los profetas y consumador de su obra, en razón del cual y para prepararle el camino suscitaba todos los otros profetas.

Hch 4, 1-22

El milagro del cojo de nacimiento, magníficamente aprovechado por Pedro en su discurso (cf. Hch 3, 16), estaba dando mucho que hacer a las autoridades religiosas judías, que, de una parte, no podían negar el hecho (v. 14-16), y, de otra, se obstinaban en no creer, metiéndose por el único camino que parecía quedarles abierto: tapándolo con tierra y que nadie vuelva a hablar del asunto (v.17-18).
A esta solución, que tratan de imponer por la fuerza, responden Pedro y Juan con admirable valentía, diciendo que hay que obedecer a Dios antes que a los seres humanos, y que ellos no callarán (v. 19-20). La misma respuesta darán más tarde, cuando vuelvan a urgirles el mandato (cf. Hch 5, 29). Y es que, aunque hay que obedecer a las autoridades legítimas (cf. 1P 2, 13-14; Rm 13, 1-17; Tt 3, 1), tenían orden de predicar el Evangelio (cf. Hch 1, 8; Mt 28, 19-20; Lc 24, 47), y contra un mandato divino no pueden alegarse leyes humanas. Esa misma valentía habían demostrado antes, cuando les preguntaban con qué poder y en nombre de quién habían hecho el milagro (cf. v.7). Es admirable la respuesta de Pedro, diciendo que en nombre de Jesucristo Nazareno, a quien ellos crucificaron, y que no hay otro nombre por el cual podamos ser salvos (v.9-12). Palabras de enorme alcance, en que se omite toda mención de la Ley, en la que no se puede ya confiar para conseguir la salud. Es el mismo principio que se aplicará en el concilio de Jerusalén para resolver la grave cuestión allí planteada (cf. Hch 15, 10-11), y el que luego desarrollará San Pablo al insistir sobre la universalidad de la salud cristiana, sin barreras de razas ni de clases sociales (cf. Rm 10, 11-12; Ga 3, 26-28). San Pedro aplica aquí a Jesucristo una cita de Sal 118, 22, que ya el mismo Jesús se había aplicado a sí mismo (cf. Mc 12, 10), diciendo que, aunque rechazados por los judíos, él es la piedra angular de la nueva casa de Israel (v.1,1). Es muy de notar la expresión "ningún otro nombre nos ha sido dado...," haciendo resaltar la excelsa dignidad de Jesucristo. En la misma línea de pensamiento hemos de interpretar las expresiones de bautizar o predicar "en su nombre" (cf. Hch 2, 38; Hch 3, 6; Hch 5, 40; Hch 8, 16; Hch 9, 16.34; Hch 10, 48; Hch 16, 18; Hch 19, 5; Hch 26, 17-18), invocar "su nombre" (cf. Hch 2, 21; Hch 10, 43; Hch 22, 16), padecer "por su nombre" (cf. Hch 5, 41; Hch 9, 16; Hch 15, 26; Hch 21, 13; Hch 23, 11), etc. Y es que para la mentalidad de los antiguos, sobre todo entre los semitas, el nombre era como la exteriorización de la realidad profunda del ser al que afectaba (cf. Mt 1, 21; Hch 19, 13), y no simplemente una etiqueta exterior, como acontece actualmente entre nosotros. Late en esos textos la que pudiéramos llamar teología del nombre, y ellos son quizá la prueba más clara de que desde el principio la comunidad cristiana reconocía como Dios al Cristo exaltado a la derecha del Padre.
Interesante hacer notar que San Lucas, antes de darnos estas magníficas respuestas de Pedro, dice que éste responde "lleno del Espíritu Santo" (v.8). Se cumple así lo que el Señor había prometido para después de su muerte (cf. Mt 10, 19; Lc 12, 11-12; Jn 16, 7-15), y en que se viene haciendo hincapié desde el comienzo del libro de los Hechos (cf. Hch 1, 5-8; Hch 2, 4.38). Con razón se ha llamado a este libro, ya desde antiguo, el evangelio del Espíritu Santo.
Acerca de los personajes que intervienen en estos interrogatorios a los dos apóstoles, conviene que hagamos algunas aclaraciones. Se habla primeramente de "sacerdotes, oficial del templo y saduceos" (v.1) que, indignados de su predicación al pueblo, les meten en la cárcel hasta el día siguiente, pues era ya tarde (v.2-3).
Se trataba evidentemente de un arresto preventivo, en espera de las decisiones definitivas que habría de tomar el sanedrín al día siguiente. Los "sacerdotes" a que ahí se alude, eran, sin duda, los que estaban entonces de turno, conforme a la costumbre introducida ya en tiempo de David de atender el servicio del templo por semanas (cf. 1Cro 24, 1-19; Lc 1, 5). El "oficial (st?at????) del templo," del que se vuelve a hablar en Hch 5, 24-26, era un sacerdote encargado de vigilar el buen orden del culto, turnos de guardia, manifestaciones populares, etc., cargo de gran importancia en esos tiempos de tanta efervescencia religiosa y política. En cuanto a los "saduceos," no se ve claro por qué se mencionen al lado de los "sacerdotes" y del "oficial del templo," pues, en cuanto tales, no tenían función alguna en el mismo. Es probable que entre los oyentes de Pedro hubiera saduceos y, dada su odiosidad contra el dogma de la resurrección (cf. Hch 23, 6-9), fuesen ellos, al oír hablar a Pedro de la resurrección de Jesús, quienes interviniesen cerca de los encargados del orden en el templo para que arrestasen a los apóstoles. Tanto más que en esta época su influencia era extraordinaria, pues todas las grandes familias sacerdotales, a las que estaba prácticamente reservado el cargo de sumo sacerdote, pertenecían al partido de los saduceos, siendo por tanto árbitros de cuanto al templo concernía. Por lo demás, los saduceos aparecen siempre en los Hechos como enemigos encarnizados de los cristianos, al contrario de los fariseos, que, en general, se muestran bastante más favorables (cf. Hch 5, 17.34; Hch 15, 5; Hch 23, 7-10). Claro que también entre los fariseos había encarnizados enemigos del nombre cristiano, como prueba el caso de Pablo (confróntese Hch 26, 5-11).
Los que al día siguiente se reúnen para decidir qué solución había de tomarse, quedan enumerados en el v.5: "príncipes (?????te? equivalente a a???e?e?? de otros lugares), ancianos y escribas," es decir, los tres grupos o clases de miembros que constituían el sanedrín, consejo supremo de Israel, compuesto de 71 miembros en recuerdo de Moisés y los 70 ancianos (cf. Nm 11, 16-17), con potestad no sólo religiosa, sino también civil, hasta donde se lo permitían las autoridades romanas. El grupo de los "príncipes" o "sumos sacerdotes" (a???e?e??) comprendía ora los que ya habían estado investidos de tal dignidad, ora los miembros principales de las familias de entre las que solía ser elegido el sumo sacerdote; era, pues, el grupo representativo de la aristocracia sacerdotal. El segundo grupo, o de los "ancianos" (p?esß?te???), representaba la aristocracia laica, y se componía de ciudadanos que, por su prestigio o influencia, podían aportar una eficaz contribución a la dirección de los asuntos públicos. El tercer grupo era el de los "escribas" o doctores de la Ley, pertenecientes en su gran mayoría a los fariseos, aunque había también algunos de tendencia saducea. Del sanedrín se habla también en los Evangelios cuando la pasión de Jesucristo (Mc 15, 1; Jn 11, 47), y los judíos expresamente reconocen que Roma no les había dejado el derecho a imponer la pena de muerte (Jn 18, 31).
El presidente nato de este tribunal era el sumo sacerdote, que a la sazón era Caifás (v.6), el mismo que cuando la pasión de Cristo (cf. Jn 18, 13). Fue sumo sacerdote del año 18 al 36 de nuestra era, depuesto por el legado de Siria L. Vitelio, quien puso en su lugar a Jonatán, hijo de Anas. Sin embargo, este título es aplicado aquí a Anás (v.6), sin duda por la excepcional autoridad que Anás conservó después de su deposición por Valerio Grato el año 15 de nuestra era. También en los Evangelios se le da ese título, aunque allí juntamente con Caifás (cf. Lc 3, 2). Había sido nombrado sumo sacerdote por P. Sulpicio Quirino el año 6, permaneciendo nueve años en el cargo. Josefo dice de él que era considerado, en su tiempo, como el "más feliz" de su nación. Poseía inmensas riquezas, gracias sobre todo al establecimiento de tiendas o puestos con monopolio de venta de ciertos artículos requeridos para los sacrificios, e incluso después de su deposición seguía siendo el verdadero amo del sanedrín a través de Caifás, su yerno, y de los cinco hijos que le sucedieron en el sumo pontificado.
De los otros dos personajes nombrados, "Juan y Alejandro" (v.6), no tenemos noticias. Quizás haya que leer "Jonatán y Eleazar," como tienen algunos códices, en cuyo caso se trataría de dos hijos de Anás, que sabemos fueron también sumos sacerdotes. Desde luego eran "del linaje de jefe de los sacerdotes " (a???e?at????), es decir, de aquellas familias de entre las cuales solía elegirse el sumo sacerdote.

Hch 4, 23-31

Esta hermosa oración, la primera que conocemos de la Iglesia cristiana, si exceptuamos aquella brevísima de cuando la elección de Matías (cf. Hch 1, 24-25), expresa, después de una invocación general a Dios (v.24), dos ideas principales: que la muerte de Jesús, al mismo tiempo que es prueba de la hostilidad del mundo, es cumplimiento de lo decretado de antemano por Dios (v.25-28), y que necesitan el auxilio divino para anunciar libremente el Evangelio y para poder hacer milagros que atestigüen la verdad de su predicación (v.29-30; cf. Hch 18, 9-10; Hch 28, 31; 1Ts 2, 2; Ef 6, 18-20). Por vez primera los apóstoles experimentan el cumplimiento de las repetidas predicciones del Señor sobre las persecuciones que debían sufrir (cf. Mc 13, 9; Jn 16, 1-4), Y se dirigen a Dios Padre en nombre de su Hijo, pidiendo su protección y fortaleza para proseguir en el cumplimiento de la misión que tenían encomendada (cf. Hch 1, 8).
No está del todo claro en boca de quién hayamos de poner esta oración. El texto dice que Pedro y Juan, conminados por el sanedrín a que no siguiesen hablando en nombre de Jesús, vinieron "a los suyos, que, en oyéndolos, a una levantaron la voz a Dios," prorrumpiendo en esa oración (v.23-24). El término "los suyos" puede muy bien indicar la comunidad cristiana en general, apóstoles y fieles, reunidos en el lugar de costumbre (cf. Hch 1, 13; Hch 2, 1), posiblemente en casa de María, la madre de Juan Marcos (cf. Hch 12, 12). Sin embargo, las peticiones que en la oración se hacen a Dios (v.29-30), más que a los fieles en general, parecen mirar a los apóstoles, pues a ellos pertenece, no a los fieles, la misión de predicar y hacer milagros que confirmen esa predicación. Por eso, no sin fundamento, opinan muchos que ese "los suyos," a los que se juntan Pedro y Juan, aluda no a los cristianos en general, sino a los apóstoles, en boca de los cuales habría que poner esta oración. Habían sido conminados por las autoridades judías a no hablar más en nombre de Jesús, y querían asegurarse de seguir contando con la aprobación de Dios, a quien debían obedecer antes que a los humanos. La respuesta de Dios no se hizo esperar, produciéndose un fenómeno, no igual pero sí análogo al de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-4), con una energía del Espíritu, que los impulsó a predicar el Evangelio con mayor fuerza y empuje (v.31; cf. Hch 1, 8; Hch 6, 10).
Desde luego, hay que reconocer que las peticiones de la oración (v.29-30) apuntan claramente a los apóstoles, pero nada hay en el texto que nos impida admitir la presencia también de otros fieles durante aquella oración. Algunos hablan de que fue una oración carismática, bajo el influjo colectivo del Espíritu Santo (cf. 1Co 12, 3-11; 1Co 14, 2), pues pronuncian todos a una (?µ???µad??) las mismas palabras (v.24). Creemos, sin embargo, que muy bien puede tomarse la expresión en sentido un poco amplio, significando simplemente que todos los asistentes eran de los mismos sentimientos, y se asociaban, repitiendo incluso las mismas palabras, a la oración que en voz alta dirigía a Dios alguno de los apóstoles, probablemente Pedro.
La oración comienza aludiendo al Sal 2, 1-2, cuyas predicciones ven cumplidas en Jesucristo (v.25-28). El salmo es, en efecto, mesiánico, aludiendo a la conspiración de los poderes mundanos contra la soberanía de Dios y de su Cristo. Esa conspiración la había experimentado Jesús y la estaban experimentando ahora sus apóstoles.

Hch 4, 32-37

De nuevo presenta aquí San Lucas una descripción sumaria de la vida de la comunidad cristiana, muy semejante a la que ya nos ofreció en Hch 2, 42-47. Vuelve a insistir, con expresiones realmente encantadoras, en la unión fraternal de todos los fieles, que les llevaba incluso a poner sus bienes en común (v.32). La consecuencia era que no había ningún necesitado entre ellos, pues los que tenían posesiones las vendían, y ponían el precio a los pies de los apóstoles, para que repartieran a cada uno según sus necesidades (v.34-35). Si aquí San Lucas vuelve a repetir casi el mismo relato, parece ser preparando lo que va a decir de Bernabé (v.36-37) y de Ananías y Safira (Hch 5, 1-11), pues antes de hablar de las luces y sombras de un cuadro, conviene presentar el conjunto del cuadro.
Acerca de esta comunidad de bienes y cómo no debe entenderse en sentido absoluto, ya hablamos al comentar Hch 2, 42-47, a cuyo lugar remitimos. Por lo que toca a Bernabé, se hace mención especial no sólo por su acto de generosidad, desprendiéndose de sus bienes (V-37) como, sin duda, habían hecho también otros (v.34), sino por ser personaje que desempeñará un papel importante en esos primeros tiempos de la Iglesia. Era de la tribu de Leví, y natural de la isla de Chipre (v.36). Su nombre aparecerá varias veces en los siguientes capítulos de los Hechos (cf. Hch 11, 22; Hch 12, 25; Hch 13, 1-2; Hch 15, 2.39), y San Pablo elogiará su desinterés al predicar el Evangelio, viviendo de su trabajo para no ser gravoso a los fieles (cf. 1Co 9, 6).
Su verdadero nombre era José (v.36), e ignoramos con qué ocasión le pusieron los apóstoles el sobrenombre de Bernabé (?a???ßa?), con el que aparecerá ya únicamente en adelante. La etimología que se nos da, "hijo de la consolación" (v.36), ha sido muy discutida. Fijándonos en la palabra "consolación," parecería habría que derivarlo de la forma aramea bar-nahmá (= hijo de consolación), pero falta la letra b, que se halla en ßa?-??ßa5. Quizás, como quieren algunos, al pasar al griego la forma aramea, la m se convertía en b; o quizás, como dicen otros, hay que derivarlo no de barnahmá, sino de bar-nebuah ( = hijo de profecía), y si se dice "hijo de consolación" es porque en el Nuevo Testamento el profeta tiene como misión la de exhortar y consolar (cf. 1Co 14, 3). Eso había de hacer Bernabé (cf. Hch 11, 23), que ciertamente es contado entre los profetas (cf. Hch 13, 1).

Hch 5, 1-11

Este relato de lo acaecido a Ananías y Safira es, sin duda, impresionante. Constituye, además, una prueba de que, incluso en la edad de oro de la Iglesia había algunas sombras. Nueva confirmación la tenemos poco después en las murmuraciones de los helenistas contra los hebreos (cf. Hch 6, 1). El grave castigo impuesto a los dos esposos debía contribuir a acrecentar el respeto debido a la Iglesia y a mantener la disciplina, ambas cosas muy necesarias en una comunidad incipiente. Podemos admitir, como interpretan algunos Santos Padres, que fue un castigo temporal, a fin de librarles de la pena eterna (cf. 1Co 5, 5; 1Co 11, 32).
El pecado de estos dos esposos no estaba en que vendieran o no vendieran el campo, ni en que, una vez vendido, retuvieran o no retuvieran una parte del precio. Todo eso estaban en perfecta libertad para poder hacerlo (v.4). Su pecado estaba en que, una vez vendido, llevaron cierta parte (µ???? t?) a los apóstoles (v.2), dando a entender explícita o implícitamente que aquélla era la ganancia total (cf, v.8), y que hacían como había hecho Bernabé (cf. Hch 4, 37) y tantos otros (cf. Hch 4, 34). Era, pues, una mentira (v.3-4); mentira que, más que de avaricia, procedía probablemente de hipocresía y vanagloria, para no ser menos que tantos otros cristianos que se expropiaban íntegramente de sus bienes. En otras palabras, querían pasar por generosos y a la vez quedarse con una parte del dinero. Desde luego no es el mismo caso que el de Acán, apropiándose objetos dados al anatema y severamente castigado (cf. Jos 7, 1-26), no obstante la referencia que a este caso suelen hacer los críticos.
San Pedro les echa en cara su pecado con expresiones muy duras, que ya desde antiguo han llamado la atención: "engañar al Espíritu Santo" (v.3), "tentarle" (v.9), "mentir a Dios" (v.4). Algunos Santos Padres, a vista de estas expresiones, creen que Ananías había hecho voto de entregar a la Iglesia todos sus bienes, y, al retener ahora parte del precio, se hacía culpable no sólo de mentira, sino también de sacrilegio. Pero no hay indicios de tal voto; más aún, a ello parece oponerse el que, como dice Pedro, Ananías era libre de hacer esa entrega (v.4). Probablemente, lo que con esas expresiones se quiere significar es que tratar de engañar a los apóstoles equivalía a tratar de engañar al Espíritu Santo, verdadero principio rector de la Iglesia, bajo cuyo influjo y dirección estaban actuando ellos (cf. Hch 1, 8; Hch 2, 4.33.38; Hch 4, 8.31). Y nótese, de paso, la equivalencia que hace Pedro entre "mentir al Espíritu Santo," tratando de engañarle (v.3) y "mentir a Dios" (v.4), claro testimonio de la divinidad del Espíritu Santo.
San Lucas termina de narrar esta escena, diciendo que "un gran temor se apoderó de toda la iglesia y de cuantos oían tales cosas" (v.11). Por primera vez encontramos en los Hechos el término "iglesia" para designar la comunidad cristiana, término que, en adelante, se hará frecuentísimo, sea en su sentido universal (cf. Hch 8, 3; Hch 9, 31; Hch 20, 28), sea en sentido de iglesia local (cf. Hch 8, 1; Hch 11, 22; Hch 13, 1; Hch 14, 27; Hch 15, 41)· El empleo de este término, por lo demás, lo ponen ya los Evangelios en boca de Jesucristo (cf. Mt 16, 18; Mt 18, 17), aunque sería muy difícil concretar qué término arameo usaría el Señor.
Es muy probable que la razón de esta preferencia de la comunidad cristiana primitiva por el término "iglesia," con preferencia a cualquier otro, haya sido para proclamarse, incluso en el nombre, como la comunidad "mesiánica." En efecto, es éste un término que los LXX usan con mucha frecuencia, traducción del hebreo qahal, al referirse a la asamblea de Yahvé. A veces la traducción no es e????s?a, sino s??a???? (cf. Num 16, 3; Dt 5, 22); pero ciertamente hay preferencia por ekklesia, particularmente en aquellos pasajes en que se alude a la comunidad o asamblea de Israel con cierto aire religioso y solemne (cf. 1Cro 2, 8; Ne 8, 2), y más todavía cuando se hace referencia a la comunidad del desierto (cf. Dt 4, 10; Dt 9, 10; Dt 23, 2; Dt 31-30; Sal 22, 26).
La preferencia de los LXX por ekklesia quizá esté motivada, aparte la razón de asonancia (qahal-ekklesia), por la etimología misma de la palabra (ek-kaleo) que sugiere la idea de convocación por parte de Dios; y eso era, en efecto, el Qehal Yahve: un pueblo convocado por Dios como instrumento de sus bendiciones. Los judío-cristianos helenistas, educados en la lectura de los LXX, habrían escogido para autodesignarse el término ekklesia, con preferencia a cualquier otro, a fin de proclamarse, incluso en el nombre, como la comunidad mesiánica o pueblo de Dios escatológico; tanto más que, en la mentalidad judía de entonces, la comunidad mesiánica era esperada como una reproducción de la asamblea del desierto (cf. 2M 2, 7-8; Is 40, 3-5; Os 2, 16; Si 36, 13), y el mismo Pablo habla de los acontecimientos en esa comunidad del desierto como tipo de las realidades cristianas (cf. 1Co 10, 1-11). También Esteban recoge en su discurso el término ekklesia al referirse a la asamblea del desierto (cf. Hch 7, 38), precisamente mientras está haciendo un paralelo entre Moisés y Cristo, rechazados ambos por su pueblo, y ambos también constituidos por Dios jefes y salvadores.

Hch 5, 12-16

Nueva descripción "sumaria" de la vida de la comunidad, de forma parecida a como ya se había hecho en Hch 2, 42-47 y Hch 4, 32-35.
Un verdadero derroche de milagros, si es lícito hablar así, el que aquí deja entender la narración de San Lucas que hacían los apóstoles (v.1a.15). Buena respuesta a la oración que en este sentido habían hecho al Señor (cf. Hch 4, 30). Es natural que el número de fieles creciese más y más (v.14) y que la fama saliese muy pronto fuera de Jerusalén (v.16), dando sin duda ocasión a que la Iglesia comenzase a extenderse por Judea.
Esos "otros" que no se atrevían a unirse a los apóstoles (v.13) serían los ciudadanos de cierta posición, que se mantenían apartados por miedo al sanedrín (cf. Hch 4, 17-18; Hch 5, 28), en contraste con la masa del pueblo, que abiertamente se mostraba bien dispuesta (cf. v.13). Las reuniones solían tenerse en el "pórtico de Salomón" (v.12), lugar preferido para reuniones públicas de carácter religioso, y donde ya Pedro, a raíz de la curación del cojo de nacimiento, había tenido el discurso que motivó su primer arresto por parte del sanedrín (cf. Hch 3, 11).

Hch 5, 17-33

Los rápidos progresos de la Iglesia (v.14), y la estima que ante el pueblo iban adquiriendo los apóstoles (v.13), provocan una fuerte reacción por parte del sanedrín, que tratará de impedir por todos los medios la difusión del naciente cristianismo.
La orden parte de los saduceos, y entre ellos el sumo sacerdote (v.17), es decir, de los mismos que iban también a la cabeza cuando el primer arresto (cf. Hch 4, 1.6), como ya hicimos resaltar al comentar ese pasaje. Los meten en la cárcel (v.18), en espera de poder convocar el sanedrín, que es el que debía tomar las oportunas decisiones. Exactamente igual que habían hecho la primera vez (cf. Hch 4, 3.5). Pero, durante la noche, el ángel del Señor saca fuera a los apóstoles, sin que los centinelas advirtieran nada anormal (cf. v.19.23). Una liberación análoga, aunque narrada con más detalle, tendrá lugar con San Pedro más adelante (cf. Hch 12, 6-10).
Todavía estaba amaneciendo y ya se hallaban otra vez predicando en los pórticos del templo (v.21). A esa misma hora, poco más o menos, se reunía también el sanedrín para deliberar sobre el asunto (v.21). Ni debe extrañar que lo hicieran tan de madrugada; lo mismo había sucedido cuando el proceso de Jesús (cf. Lc 22, 66). Y es que en Oriente la actividad diaria comienza muy temprano. La sorpresa de los sanedritas debió de ser extraordinaria, al enterarse de que los apóstoles ya no estaban en la cárcel (v.22-25). Con suma cautela, para no alborotar al pueblo, los trae ante el sanedrín el "oficial del templo" (v.26), el mismo que había intervenido ya también cuando el primer arresto (cf. Hch 4, 1), y, sin aludir para nada a la huida milagrosa, sobre cuyo asunto preferían, sin duda, el silencio, se les acusa de desobedecer la orden de no predicar en el nombre de Jesús y de que con su predicación estaban intentando traer sobre ellos "la sangre de ese hombre" (v.28). La orden ya nos era conocida (cf. Hch 4, 17-18), pero esta última acusación aparece aquí por primera vez. Lo que el sumo sacerdote parece querer decir es que Jesús fue condenado en nombre de la Ley, y tratar de presentarlo ahora como inocente y a las autoridades judías como culpables (cf. Hch 2, 23; Hch 3, 13-15; Hch 1, 4-10) era excitar al pueblo contra esas autoridades, con peligro de desórdenes públicos e incluso con peligro de la intervención violenta de Roma. Idéntico razonamiento se había hecho ya en vida de Jesús cuando se trataba de condenarle a muerte, y precisamente por Caifás, el mismo que lo hace también ahora (cf. Jn 11, 47-50). Sin pretenderlo, estaba confesando la tremenda realidad de aquel grito que durante la pasión de Jesús dirigieron los judíos a Pilato: "Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (Mt 27, 25).
La respuesta de los apóstoles se da por boca de Pedro (cf. Hch 1, 15; Hch 2, 14; Hch 3, 12; Hch 4, 6; Hch 5, 3.15). Valientemente les vuelve a decir que ellos son los culpables de la muerte de Jesús (v.30), a quien Dios resucitó de entre los muertos, constituyéndole "príncipe y salvador" de Israel, y que seguirán predicando en su nombre, pues es preciso obedecer a Dios antes que a los seres humanos (v.20; cf. Hch 4, 19). Añade, además, que, junto con ellos, también el Espíritu Santo da testimonio de Jesús (v.32), testimonio que aparece manifiesto en la extraordinaria profusión con que ha sido derramado sobre los fieles, señal evidente de aprobación de la doctrina que ellos predican (cf. Hch 1, 8; Hch 2, 4.33; Hch 4, 6.31; Hch 5, 3).
Era de presumir la reacción que tales respuestas producirían en el sanedrín. San Lucas dice que "rabiaban de ira y trataban de quitarlos de delante" (v.33; cf. Hch 7, 54).

Hch 5, 34-42

La violenta reacción del sanedrín fue calmada por Gamaliel, personaje de gran autoridad, del que hablan con elogio los escritos rabínicos posteriores. Fue maestro de San Pablo (cf. Hch 22, 3), y era considerado como el representante más autorizado de la escuela de Hi-llel, más benigna y comprensiva en la interpretación de la Ley que la otra escuela, entonces también en boga, la escuela de Shammai. Antiguas tradiciones cristianas hablan de que más tarde se convirtió al cristianismo; pero es difícil de creer, pues, si así fuera, difícilmente se explicaría la manera elogiosa con que de él habla el Talmud.
Su intervención, más que en simpatía por los cristianos, de la cual no consta, parece inspirada en un sentimiento de imparcialidad y de prudencia, muy de acuerdo con su carácter tolerante y pronto a favorecer las corrientes populares, y de acuerdo también con la actitud general del partido fariseo, mucho menos hostil al naciente cristianismo que el partido de los saduceos, como ya hicimos notar más arriba al comentar Hch 4, 1. Apoyándose en la experiencia histórica, propone su dilema: o los apóstoles son unos embaucadores ordinarios, y entonces podemos estar seguros que nada conseguirán, como nada consiguieron Teudas y Judas el Galileo, o realmente son portadores de una misión divina, en cuyo caso no sólo es inútil, sino que sería impío oponernos a ellos (v.38-39). Admite, pues, la posibilidad de que el movimiento cristiano provenga de Dios; ello demuestra en Gamaliel una gran amplitud de miras, que ciertamente faltaba en muchos otros componentes del sanedrín.
Ante ese razonamiento de Gamaliel, el sanedrín, sin duda con la esperanza de que pronto caería todo en el olvido, se contentó con volver a intimar la orden dada ya anteriormente: decir a los apóstoles que no hablasen más en el nombre de Jesús (v.40). Pero antes, con una lógica difícil de entender, se les hace azotar (v.40). La misma lógica con que había procedido Pilato en el proceso de Jesús, al declarar que no hallaba en él delito alguno, por lo que, después de azotado, le soltará (cf. Lc 23, 14-16). Esta flagelación se aplicaba con bastante frecuencia entre los judíos, y San Pablo dice haberla recibido cinco veces (cf. 2Co 11, 24). Estaban permitidos hasta 40 azotes, pero los rabinos los habían limitado a 39 para evitar el riesgo de sobrepasar el límite permitido (cf. Dt 25, 3).
La conducta de los Apóstoles después de esos azotes y esa conminación del sanedrín, está indicada en los v.41-42: contentos de haber sido dignos de padecer por Jesús, no cesaban de anunciarle por todas partes. De esta alegría en las persecuciones se habla con frecuencia en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 10-12; Lc 6, 22-23; Rm 5, 3-5; 2Co 8, 2; Flp 1, 29; Col 1, 24; 1Ts 1, 6; Hb 10, 32-36; St 1, 2.12; 1P 1, 6); y, en cuanto a lo de anunciar a Jesús, será conveniente recordar que ése es y seguirá siendo el tema fundamental, y como centro de gravedad, de la predicación apostólica. Hay en esto una visible diferencia con la predicación de Jesús. La predicación de Jesús, tal como se refleja en los Evangelios (cf. Mt 4, 17; Mt 5, 20; Mc 1, 15; Mc 10, 14; Lc 11, 20; Lc 16, 16; Jn 3, 5), había tenido como centro de gravedad el "reino de Dios"; ahora la predicación de los apóstoles, sin que por eso se omitan las alusiones al "reino" (cf. Hch 1, 3; Hch 8, 12; Hch 14, 22; Hch 19, 8; Hch 20, 25; Hch 28, 23.31), ha pasado ese centro de gravedad a la persona misma de Jesucristo. Y es que, a partir de la muerte y resurrección de Jesucristo, ya no es concebible el "reino de Dios" sin referencia a la persona de Jesucristo, a través del cual Dios ejerce ahora su "reinado" (cf. Hch 4, 11-12; Hch 13, 32-39; Flp 2, 9-11; 1Co 15, 22-28).
Referente a las insurrecciones de Teudas y de Judas el Galileo, a que alude Gamaliel (v.36-37), conviene advertir que son también mencionadas por Josefo, pero no siempre hay coincidencia de fechas, y ello ha dado motivo a algunos críticos para afirmar que el discurso de Gamaliel es pura invención del autor de los Hechos, quien habría caído en el anacronismo de anticipar en más de cuarenta años el episodio de Teudas, que por los años 33-36, tiempo en que se supone hablaba Gamaliel, ni siquiera habría tenido lugar. En efecto, según los Hechos, lo de Teudas es anterior a lo de Judas Galileo (v.36-37), mientras que, según Josefo, la insurrección de Teudas tuvo lugar el año 45 de la era cristiana, siendo procurador Cuspío Fado (3.44-46), y la de Judas Galileo habría tenido lugar el año 6-7 de nuestra era, a raíz del censo hecho en Judea por el legado de Siria P. Sulpicio Quirino, al ser depuesto Arquelao y comenzar la serie de procuradores, el primero de los cuales fue Coponio, que en esos momentos actuaba ya junto con Quirino.
No hay dificultad de conciliación por lo que se refiere a Judas el Galileo. También los Hechos hablan de que fue en los días del "empadronamiento" (v.37). Fue éste un censo muy movido, que motivó muchas revueltas. La rebelión fue sofocada con no poco trabajo, y los secuaces de Judas, aunque "dispersados" (v.37), continuaron trabajando en la oscuridad, dando origen al partido de los zelotes, que tanto dio que hacer a los romanos, y cuyo desenlace fue la destrucción de Jerusalén el año 70. Mayor dificultad hay por lo que se refiere a Teudas. Hemos de reconocer que con los datos que actualmente poseemos la conciliación con Josefo no es fácil. Lo más probable es que no se trate del mismo personaje, y que el Teudas de tiempos anteriores a Judas Galileo, a que alude Gamaliel, no tenga nada que ver con el Teudas de tiempos del procurador Fado, a que alude Josefo. El nombre de Teudas era bastante corriente entre los judíos, y nada tendría de extraño que, entre los numerosos agitadores que turbaron la paz de Palestina a la muerte de Herodes, hubiera algún Teudas, que sería el aludido por Gamaliel. Josefo da el nombre de varios de estos agitadores, y aunque explícitamente no nombra a ningún Teudas, bien pudiera ser, como creen algunos autores, que el nombre ?e?d??, forma abreviada de Te?d????, no sea sino la traduccisn al griego del hebreo Matías, nombre que sí da Josefo. Pero, sea de esto lo que fuere, una cosa juzgamos cierta, y es que, en caso de verdadero desacuerdo entre Lucas y Josefo, todas las presunciones están a favor de Lucas, siempre cuidadosísimo en sus datos, al contrario de Flavio Josefo, "compilador bastante distraído, en el que se hallan numerosas contradicciones, incluso entre sus propios escritos" (Ricciotti), y que por error, habría colocado después de la muerte de Herodes Agripa (44 d.C.) un episodio que habría tenido lugar después de la muerte de Herodes el Grande (4 a.C.).

Hch 6, 1-7

Ha pasado ya, evidentemente, algún tiempo desde los acontecimientos narrados en el capítulo anterior. Es probable que para las narraciones que ahora comienzan San Lucas se haya valido de fuentes conservadas en Antioquía, procedentes de los cristianos helenistas llegados allí a raíz de la persecución suscitada contra ellos cuando la lapidación de San Esteban (cf. Hch 8, 1; Hch 11, 19). Desde luego, estas narraciones, relativas a la institución de los diáconos y a San Esteban, se desenvuelven con puntos de vista más universalistas que las narraciones de los anteriores capítulos, en que el horizonte estaba limitado a Jerusalén y al templo. La unión con lo anterior se hace con la frase genérica: "Por aquellos días..." (v.1).
El incidente aquí narrado indica que, dentro mismo de la Iglesia, se habían ido formando dos grupos, no siempre en perfecta inteligencia entre sí: el de los palestinenses o hebreos y el de los helenistas. Ello no era nuevo, pues también dentro del judaísmo los helenistas, judíos nacidos en tierra extranjera, cuya lengua habitual era el griego, eran tenidos por los de Palestina, cuya lengua habitual era el arameo, en menos estima que los nacidos en la Tierra Santa, existiendo entre ellos cierto distanciamiento y como división. A lo que parece, esa misma manera de ver seguían teniendo muchos dentro de la Iglesia, en la que, ya desde un principio, entraron no sólo judíos palestinenses, sino también judíos helenistas o de la diáspora, con residencia o de paso en Jerusalén (cf. Hch 2, 8-11.41). Y una consecuencia fue que en el servicio cotidiano, es decir, en la distribución de los medios ordinarios de sustento que cada día se hacía a los indigentes (cf. Hch 2, 45; Hch 4, 35), las "viudas" de los helenistas (en Oriente las "viudas," faltas de la protección del varón, quedaban en situación muy difícil) no eran suficientemente atendidas (v.1).
La queja de los helenistas, a juzgar por el proceder consiguiente de los apóstoles (v.2-s), parece que tenía serio fundamento. Algunos han querido deducir del texto bíblico que los encargados de esa distribución eran los mismos apóstoles, pues tratan de disculparse diciendo que no pueden descuidar la predicación por atender a esos menesteres materiales (v.2), y que, al no poder hacerlo ellos bien, conviene buscar otra solución (v.3). Pero tal deducción va más allá de lo que exige el texto. En él no se dice que los apóstoles, dadas sus otras ocupaciones, deban dejar ese servicio, sino que no pueden asumirlo. Más bien se supone que el servicio lo venían desempeñando otros, que serían los responsables de la negligencia en cuestión; y esos otros, contra los que iban dirigidas las quejas de los helenistas, eran "hebreos" (v.1), es decir, judíos nacidos en Palestina. Una variante del códice Beza lo dice aún más expresamente: "las viudas de aquéllos, en el servicio de los hebreos, eran mal atendidas." (v.1). El oficio que para sí reservan los apóstoles en las reuniones de la comunidad es dirigir las oraciones y tener la catequesis (v.4; cf. Hch 2, 42).
La propuesta hecha por los apóstoles de que la comunidad misma elija siete de sus miembros para ponerlos al frente de ese servicio, tiene cierto parecido con lo hecho por Moisés buscando también colaboradores para su trabajo (cf. Ex 18, 13-26) y fue muy bien recibida (v.5). Con razón se ha hecho notar el método democrático, pero al mismo tiempo jerárquico, de la elección: "elegid de entre vosotros a los que constituyamos" (v.3). Y, en efecto, los siete elegidos por la multitud son constituidos en su cargo por los apóstoles, cuando éstos, "orando, les impusieron las manos" (v.6). No sabemos con certeza el porqué del número siete. Se han intentado dar muchas explicaciones. Desde luego, siete era un número sagrado para los judíos (cf. Gn 21, 28; Is 11, 2; Ap 1, 4), y quizá no sea necesario buscar otras razones.
Los siete llevan nombres griegos, y de uno expresamente se dice que era "prosélito" de Antioquía (v.5), es decir, pagano de nacimiento, pero incorporado luego al judaísmo por haber abrazado la religión judía y aceptado la circuncisión. Es probable que también los otros seis, dados sus nombres, pertenecieran al grupo de los helenistas, que fue el grupo que había presentado las quejas. Con todo, el argumento no es seguro, pues tenemos el caso incluso de algunos apóstoles, como Andrés y Felipe, con nombres griegos, y, sin embargo, eran nativos de Palestina. Del primero, Esteban, San Lucas habla luego ampliamente (cf. Hch 6, 8 - Hch 8, 2); también habla de Felipe (cf. Hch 8, 5.26.40; Hch 21, 8). De los otros cinco no vuelve a hablar, y nada sabemos. Algunos Santos Padres, como San Jerónimo y San Agustín, dicen que Nicolás, el prosélito de Antioquía, fue el fundador de la secta de los nicolaítas (cf. Ap 2, 6.15); pero otros, como Clemente Alejandrino y Eusebio, niegan que tenga fundamento tal afirmación, motivada probablemente por la identidad de nombre.
El rito por el que fueron constituidos en su oficio por los apóstoles fue la oración y la imposición de manos (v.6). Por primera vez hablan aquí los Hechos de una verdadera ordenación litúrgica. El rito de la "imposición de manos" puede tener otros significados (cf. Hch 8, 17-18; Hch 13, 3; Hch 28, 8), pero puede tener también el de cierta consagración en orden a una función pública en la Iglesia, como vemos ser el caso en algunos pasajes de las pastorales (cf. 1Tm 4, 14; 1Tm 5, 22; 2Tm 1, 6), y como, atendido el contexto, creemos ser aquí. Ni hemos de restringir esa función a la meramente material de distribución de socorros o "servir a las mesas" (v.1-2), sino que ha de extenderse bastante más. De hecho, el mismo San Lucas nos presenta poco después a Esteban y a Felipe como entregados al ministerio de la palabra (cf. Hch 6, 10; Hch 8, 5; Hch 21, 8). El hecho mismo de que los apóstoles les confieran el cargo por la imposición de manos unida a la oración (v.6) induce a pensar que no se trataba sólo de una función administrativa, sino de algo más elevado y espiritual. La queja de los helenistas (v.1) habría sido ocasión de que los apóstoles, al mismo tiempo que pensaban en poner remedio a aquella necesidad concreta de tipo administrativo, pensasen en algo más completo y permanente, la institución de los diáconos, que fuesen sus auxiliares en la celebración de los divinos misterios y en la predicación del Evangelio.
Es verdad que el texto de los Hechos no emplea el término diácono, como vemos que lo emplea San Pablo (cf. Flp 1, 1; 1Tm 3, 8-13), sino sólo el de diaconia (servicio) y diaconein (v.1-2); pero eso puede ser debido a que estamos precisamente en los comienzos y todavía el término diácono no tenía el sentido técnico que adquirirá más tarde. Mas, aunque falte el término, los siete ejecutan las mismas funciones que los diáconos de las epístolas de San Pablo, y la importancia que San Lucas atribuye al incidente de la queja de los helenistas da la impresión de que se daba cuenta que estaba describiendo el origen del cargo. Por lo demás, los Padres y escritores antiguos han visto siempre en estos siete la institución de los "diáconos," hasta el punto de que, a mediados aún del siglo III, en Roma y otras partes, el número de diáconos estaba limitado a siete, en recuerdo sin duda de éstos, que se consideraban los primeros.
Ni a esto se opone el que, antes ya de estos siete, hubiese habido en la comunidad de Jerusalén diáconos hebreos, encargados del reparto de socorros a las personas necesitadas. El texto bíblico parece suponer más bien que los había, y sería de la actuación de esos diáconos hebreos de lo que se quejan precisamente los helenistas. Mas esos diáconos hebreos, o mejor, esos encargados de la diaconia cotidiana (v.1), tendrían exclusivamente la función y el reparto de las ayudas materiales, y la queja de los helenistas habría sido la ocasión de que los apóstoles pensaran en la institución más completa y permanente. Esta institución en Jerusalén con los siete, y de ahí se habría extendido el caso a otras comunidades, pues San Pablo habla del diácono Esteban, cita de Filipos (Flp 1, 1), y en las pastorales se da como regularmente establecido en todas las iglesias hermanas (v 3, 8-13).
Al no poseer una determinada asignación para la diaconía o servicio de las mesas en aquellas circunstancias concretas, pero no al diaconado eclesiástico de que habla Pablo; es cierto que luego Esteban y Felipe aparecen dedicados al ministerio de la palabra, pero esto no sería porque hubiesen recibido en esa ocasión tal ministerio, sino porque ya lo tenían antes. Otros, como P. Gáchter, van al extremo opuesto, y no sólo afirman que fue designación para un ministerio permanente en la Iglesia, sino que añaden que ese ministerio no fue el diaconado, sino un ministerio de mucha más amplitud, que abarcaba todo lo relativo a la cura de almas dentro del grupo helenista, tarea idéntica a la que vemos que desempeñan en la iglesia de Efeso los llamados obispos (cf. Hch 20, 28). Añade Gáchter que probablemente entonces, o poco más tarde, habrían sido elegidos también siete hebreos, con las mismas funciones y prerrogativas respecto del grupo palestinense que los anteriores respecto del grupo helenista. Estos siete hebreos serían los que luego aparecen de improviso en la Iglesia de Jerusalén con el nombre de presbíteros (cf. Hch 11, 30).
Desde luego, esta interpretación de Gáchter es posible, pero creemos que hay que suplir muchas cosas. En cuanto a la opinión de Wikenhauser, parece quedar excluida, al menos en la intención de Lucas, por la solemnidad misma de esa imposición de manos unida a la oración (v.6).
Como final de la narración, San Lucas, igual que en capítulos anteriores (cf. Hch 2, 41.47; Hch 4, 4; Hch 5, 14), vuelve a señalar los continuos progresos de la Iglesia (v.7). Esta vez, además, nos da el dato concreto de que entre los convertidos había "numerosa muchedumbre de sacerdotes." Probablemente estos sacerdotes pertenecían a la clase modesta, del tipo de Zacarías (cf. Lc 1, 5), y no a las grandes familias sacerdotales, todas del partido de los saduceos, enemigos encarnizados del naciente cristianismo (cf. Hch 4, 1; Hch 5, 17). Por lo demás, su adhesión a la fe cristiana no impedía que siguieran ejerciendo sus funciones sacerdotales, al igual que los simples fieles e incluso los apóstoles seguían asistiendo a los actos de culto en el templo (cf. Hch 2, 46; Hch 3, 1; Hch 21, 20-26), pues entre judaísmo y cristianismo no se había producido aún la ruptura.

Hch 6, 8-15

Comienza el choque entre judaísmo y cristianismo. Hasta ahora ha habido, es cierto, persecuciones contra los apóstoles, pero era cosa del sanedrín, que no quería que hablasen en nombre de Jesús (cf. Hch 4, 1-3; Hch 5, 28); el pueblo, por el contrario, los aplaudía y tenía en gran estima (cf. Hch 5, 13.26). Y es que Pedro y los apóstoles exigían, sí, la fe en Jesús, pero seguían observando fielmente el mosaísmo (cf. Hch 2, 38; Hch 3, 1; Hch 10, 14; Hch 11, 1-3); ahora, en cambio, el grupo de los helenistas, cuyo portavoz podemos ver en Esteban, parece moverse con más libertad, y los judíos comienzan a darse cuenta que peligra su situación de privilegio. No sólo matarán a Esteban (cf. Hch 7, 54-58), sino que desencadenarán una persecución contra la Iglesia, persecución que, a lo que parece, iba dirigida contra los helenistas, no contra los palestinenses, que pueden permanecer libremente en Jerusalén (cf. Hch 8, 1-3). Ese grupo de los helenistas será el que en Antioquía comience a predicar también a los gentiles y a admitirlos en la Iglesia (cf. Hch 11, 20-21), y dos helenistas, Bernabé y Saulo, serán luego, a pesar de la oposición que encuentran (cf. Hch 15, 1-2), los principales promotores de dicho movimiento (cf. Hch 11, 22-26; Hch 13, 3; Hch 15, 12).
No se dice sobre qué versaban concretamente las disputas con Esteban; lo que sí se dice es que los que disputaban con él eran sobre todo judíos helenistas, pues pertenecían a la "sinagoga llamada de los libertos, cirenenses..." (v.9). Alude aquí San Lucas a sinagogas que tenían en Jerusalén los judíos de la diáspora y que les servían de punto de reunión, según los diversos lugares de origen. No está claro de cuántas sinagogas se trata. Probablemente son tres: la de los "libertos," de procedencia romana, descendientes de aquellos prisioneros judíos que Pompeyo llevó a Roma como esclavos en el año 63 a. C., y que luego habían conseguido su libertad; la de los "cirenenses y alejandrinos," provenientes de las florecientes colonias judías de Cirenaica y Egipto; y la de "los de Cilicia y Asia," provincias romanas del Asia Menor, que albergaban numerosos judíos llegados allí atraídos por el comercio. También pudiera ser, sin embargo, que se aluda a una sola sinagoga, la llamada de los "libertos," y a ella estarían agregados los cuatro grupos nacionales que se mencionan; o incluso que se trate de cinco sinagogas distintas. Entre los de "Cilicia" estaría, sin duda, Saulo, natural de Tarso, a quien luego vemos presente cuando la lapidación de Esteban (cf. Hch 7, 58).
Esos judíos helenistas reaccionan violentamente contra la predicación de Esteban, probablemente antiguo compañero de sinagoga; pues, aunque de su vida anterior nada sabemos, la índole de su discurso y la manera de citar la Escritura dan la impresión de una formación alejandrina, que recuerda a Filón. Al no poder vencerle, recurren a falsos acusadores, a fin de excitar al pueblo, que hasta entonces se había mantenido favorable a los apóstoles (v. 10-12).
Las acusaciones contra él son muy graves, imputándole el haber proferido palabras contra el templo y contra la Ley (v. 11-14), dos cosas que son la base del nacionalismo judío, que luego se alegarán también contra San Pablo (cf. Hch 21, 28) y, en parte, habían sido ya alegadas contra Jesucristo (cf. Mc 14, 58). Se trata de testigos "falsos" y, por tanto, no sabemos cuáles serían en realidad los términos empleados por Esteban en su predicación; sin embargo, como permite suponer la índole del discurso que luego pronunciará en su defensa (cf. Hch 7, 1-53), parece que no todo era invención. Fuesen cuales fuesen los términos empleados, a buen seguro que su predicación dejaba traslucir, como lo deja traslucir su discurso, que el Mesías Jesús había implantado una nueva acción espiritual y que el templo de Jerusalén y la Ley de Moisés debían dejar paso a un templo más espiritual y a una ley más universal. Únicamente que sus acusadores desfiguraban y exageraban las cosas a fin de impresionar más al pueblo, como si Esteban afirmase simplemente que Jesús había venido para destruir materialmente el templo y abolir la Ley de Moisés.
Como es obvio, la impresión producida en la muchedumbre fue muy fuerte. Ninguna acusación más a propósito para unir a todos los judíos, dirigentes y pueblo, en un frente común contra Esteban. Por eso, todos ya unidos, se lanzan sobre él y "le llevan ante el sanedrín" (v.12), cuyos miembros rectores, dados sus viejos recelos contra el cristianismo (cf. Hch 4, 17-18; Hch 5, 28-40), se alegrarían, sin duda, de que, por fin, también el pueblo comenzase a oponerse a la nueva doctrina. Entre tanto, Esteban, según dice San Lucas, estaba como transfigurado por la alegría de padecer persecución por el nombre de Jesús. Eso parece querer significar la expresión "como el rostro de un ángel" (v.15). Se trata, sin duda, de una especie de transfiguración (cf. Ex 34, 29-35; Mt 17, 2), probablemente en relación con la visión de la gloria de Dios, de que se habla en Hch 7, 55-56. Incluso es probable, bajo el punto de vista literario, que este v.15 estuviera unido a los v.55-56, cuya narración quedó interrumpida para dar lugar a la inserción del discurso, que procedía de otra fuente.

Hch 7, 1-53

Este largo discurso de Esteban, el más extenso de los conservados en el libro de los Hechos, es un recuento sumario de la historia de Israel, particularmente de sus dos primeras épocas, la patriarcal (v.1-10) y la mosaica (v. 17-43). De los tiempos posteriores apenas se recoge otra cosa que lo relativo a la construcción del templo, para tener ocasión de recalcar precisamente que Dios no habita en casas hechas por mano de hombre (v.44-50). A estas tres fases o partes, en que queda dividida la historia de Israel, sigue la parte de argumentación propiamente dicha, haciendo resaltar que, al igual que sus padres, también ahora los judíos se han mostrado rebeldes a Dios, dando muerte a Jesucristo (v.51-53).
A primera vista extraña un poco la orientación y estructura de este discurso, que parece no tener nada que ver con el caso presente. Se había acusado a Esteban de proferir palabras contra Dios, contra la Ley y contra el templo (cf. Hch 6, 11-13), Y a esto es a lo que debe responder ante el sanedrín (cf. Hch 7, 1). Pues bien, todos esperaríamos un discurso de circunstancias, en que fuera respondiendo a esas acusaciones; y, sin embargo, no parece hacer la menor alusión a dichas acusaciones, quedando incluso en penumbra cuál pueda ser el fin concreto a que apunta en su discurso.
La mayoría de los críticos dicen no tratarse de un discurso auténtico de Esteban, sino que es obra del autor de los Hechos, exponiendo ahí, por boca de Esteban, sus puntos de vista teológicos. Sin embargo, no vemos por qué esos puntos de vista, que se suponen de Lucas, no pueden ser ya de Esteban; ni vemos razón para negar que, en lo sustancial, el discurso sea de Esteban. Ciertamente, no se hace la defensa de una manera directa y basándose en razonamientos, como esperaríamos nosotros, sino indirectamente, a base de una exposición de hechos y citas de la Biblia. Era un procedimiento muy en uso entre los doctores judíos, y vemos que es el mismo que usa San Pablo en su discurso de Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13, 16-41), aunque con la diferencia de que San Pablo pudo terminar el discurso y Esteban hubo de interrumpirlo. En esa exposición de hechos se trasluce ya desde un principio la tesis, con más o menos claridad, pero es sólo al final cuando debe quedar del todo patente. En el caso de Esteban nos falta precisamente ese final, en el que a buen seguro pensaba aludir directamente a las acusaciones; con todo, la tesis se ve ya desde un principio. Se le había acusado de proferir palabras contra Dios, contra Moisés y contra el templo, y probablemente eso es lo que le induce a comenzar con la llamada de Dios a Abraham y seguir con la historia de Moisés y la del templo, hablando de cada uno de los tres puntos con la más profunda reverencia. La consecuencia era clara: sus acusadores no estaban en lo cierto. Pero al mismo tiempo va preparando otra consecuencia: la de que es posible una ley más universal y un templo más espiritual, tal como se presentan en la nueva obra establecida por Jesucristo. A ese fin apunta cuando recuerda a sus oyentes que los beneficios de Dios en favor de Israel son ya anteriores a la Ley de Moisés y que también fuera del templo puede Dios ser adorado (cf. v.2-16.48-49); y cuando insiste en la rebeldía de Israel contra todos los que Dios le ha ido enviando como salvadores (cf. v.g. 25.39.52), al igual que han hecho ahora con Jesucristo (v.52). Estas ideas, verdaderamente revolucionarias para la mentalidad judía de entonces, serán luego más ampliamente desarrolladas por San Pablo (cf. Rm 2, 17-29; Rm 4, 10-19; Ga 3, 16-29; Hb 3, 1-6; Hb 9, 23-28), que es casi seguro estuvo presente al discurso de Esteban (cf. v.60), y que bien pudo ser de quien recibió la información San Lucas.
Son de notar, en la parte del discurso relativa a Moisés (v.17-43), algunas expresiones que más bien parecen recordarnos a Jesucristo, tales como "le negaron" o el término "redentor" (v.35), expresiones que nunca se aplican a Moisés en ningún otro libro de la Biblia.
Ello parece tener su explicación en que Esteban, al narrar los hechos de la vida de Moisés, proyecta sobre él la imagen de Jesucristo, del que Moisés sería tipo o figura. Por eso, le viene muy bien el texto de Dt 18, 15, citado en sentido mesiánico, que atribuye al Mesías un papel análogo al de Moisés (v.37). Por lo demás, este texto había sido citado ya también por San Pedro y aplicado a Jesucristo (cf. Hch 3, 22).
Otra cosa digna de notar en este discurso de Esteban son las divergencias entre algunas de sus afirmaciones y la narración bíblica correspondiente. Algunas son tan acentuadas, que en los tratados sobre inspiración bíblica, al hablar de la inerrancia, no puede faltar nunca alguna alusión a este discurso de Esteban y a sus, al menos aparentes, inexactitudes históricas. Primeramente, enumeraremos estas "inexactitudes," y luego trataremos de dar la explicación.
Quizás la más llamativa sea su afirmación de que Jacob fue sepultado en Siquem en un sepulcro que Abraham había comprado a los hijos de Emmor (v.16). Pues bien, según la narración bíblica, quien fue sepultado en ese lugar no fue Jacob, sino José, y el campo no había sido comprado por Abraham, sino por Jacob (cf. Gn 33, 19; Jos 24, 32); de Jacob se dice expresamente que fue sepultado en la gruta de Macpela, junto a Hebrón, donde ya lo habían sido también Abraham e Isaac (cf. Gn 49, 29-32; Gn 50, 13). Otra diferencia es la relativa a la muerte de Teraj, padre de Abraham; según la afirmación de Esteban, Abraham salió de Jarán después de morir su padre (v.4), mientras que, a juzgar por los datos del Génesis, éste debió de vivir todavía bastante tiempo después de partir Abraham para Palestina, pues muere a los doscientos cinco años (Gn 11, 32), y cuando Abraham sale para Palestina debía de tener sólo ciento cuarenta y cinco (cf. Gn 11, 26; Gn 12, 4). Igualmente hay divergencia entre la cifra de cuatrocientos años de estancia en Egipto, señalada por Esteban (v.6), y la de cuatrocientos treinta indicada en el Éxodo (Ex 12, 40), así como en el número de personas que acompañaban a Jacob cuando bajó a Egipto: setenta y cinco según Esteban (v.14), y setenta según la narración bíblica (cf. Gn 46, 27; Ex 1, 5). La hay también al decirnos que Dios aparece a Abraham estando todavía en Mesopotamia (v.2), contra lo que expresamente se dice en el Génesis de que la aparición tuvo lugar cuando Abraham estaba ya en Jarán (Gn 11, 31-12, 4). Añadamos que, según Esteban, es un "ángel" quien aparece a Moisés y le da la Ley (v.30. 38.53), mientras que en el Éxodo es Yahvé mismo quien habla a Moisés (cf. Ex 19, 3.9.21; Ex 24, 18; Ex 34, 34-35). Ni debemos omitir la mención que se hace de Babilonia (v.43) en la cita de un texto de Amos, el cual, sin embargo, no habla de Babilonia, sino de Damasco (cf. Am 5, 27).
La explicación de todas estas divergencias no es cosa fácil. Hay autores que tratan de armonizarlas a todo trance, aunque sus explicaciones, a veces, parecen tener bastante de artificial y apriorístico. Así, por ejemplo, hablan de que, aunque los restos de Jacob fueran depositados en la cueva de Macpela junto a Hebrón, bien pudo ser que, con ocasión del traslado de los restos de José a Siquem, fueran también trasladados allí los de Jacob; y que, además del campo comprado junto a Hebrón, Abraham hubiese comprado anteriormente otro campo junto a Siquem, como parece dar a entender el hecho de que allí edificó un altar al Señor (cf. Gn 12, 6-7), lo que supone que tenía en aquel lugar terrenos de su propiedad. En cuanto a la cifra de doscientos cinco años para la muerte de Teraj, nótese que el Pentateuco samaritano dice que Teraj murió de ciento cuarenta y cinco años, en perfecta armonía con lo afirmado por Esteban; y es que en la cuestión de números, el texto hebreo, particularmente en el Pentateuco, ha sufrido muchas alteraciones y no es fácil saber a qué atenernos. Lo mismo se diga del número cuatrocientos treinta para los años de estancia de los israelitas en Egipto, y del número 70 al computar las personas que bajaron a ese país con Jacob; de hecho, en Ex 12, 40, se da también el número cuatrocientos como años de estancia en Egipto, que, por lo demás, es número redondo, y, en cuanto al número de los que acompañaban a Jacob, los setenta ponen 75, igual que Esteban. Menor dificultad ofrecería aún lo de la aparición en Mesopotamia, pues probablemente Abraham recibió órdenes de Dios dos veces (cf. Gn 15, 7). Y por lo que respecta a que sea un ángel y no Yahvé quien aparece a Moisés, dicen que tampoco debe urgirse demasiado la divergencia, pues es opinión común de los teólogos, defendida ya por Santo Tomás, que en las apariciones de Dios referidas en el Pentateuco era un ángel el que se aparecía, el cual representaba a Yahvé y hablaba en su nombre. Y, en fin, el poner Babilonia en vez de Damasco no era sino interpretar la profecía a la luz de la historia, como era costumbre entre los rabinos. Por lo demás, el sentido no cambia en nada, pues para ir a Babilonia desde Palestina había que atravesar Siria y el territorio de Damasco.
Tal es, a grandes líneas, la explicación que de estas divergencias suelen dar muchos de nuestros comentaristas bíblicos, particularmente los antiguos. No cabe duda que en estas explicaciones hay mucho de verdad, como es lo que se dice referente a alteraciones del texto bíblico en la cuestión de números y a la sustitución de Damasco por Babilonia; pero, a veces, como al querer explicar la compra del campo en Siquem por Abraham, creemos que hay mucho de apriorístico. Todo induce a creer que, en los puntos divergentes, Esteban no depende del texto bíblico, sino de tradiciones judías entonces corrientes, escritas u orales, que circulaban paralelas a las narraciones bíblicas, y que sus mismos oyentes aceptaban prácticamente en calidad de sustitución de la Biblia. Así, por ejemplo, por lo que se refiere a la duración de la estancia de los israelitas en Egipto, parece que circulaban dos corrientes, la de cuatrocientos y la de cuatrocientos treinta años; de hecho, Filón, al igual que Esteban, pone la cifra de cuatrocientos, el libro de los Jubileos la de 430, y Josefo unas veces va con los de cuatrocientos y otras con los de cuatrocientos treinta.
Por lo que se refiere a esa manera de hablar de Esteban, como si no hubiera sido Yahvé mismo, sino un ángel, quien se presentaba a Moisés, quizás mejor que la explicación antes dada, sea preferible explicarlo, atendiendo a que en las tradiciones judías de entonces, a fin de que resaltase la trascendencia divina, no se admitía comunicación directa entre Dios y Moisés, sino sólo a través de los ángeles. Vestigios de esta concepción los tenemos también en otros lugares del Nuevo Testamento (cf. Ga 3, 19; Hb 2, 2).

Hch 7, 54-60

Duras eran las acusaciones que Esteban había lanzado contra los judíos en su discurso (cf. v.25.39-43.51), pero quizás ninguna hiriera tanto su sensibilidad como la de que "no observaban la Ley" (v.53). Eso no lo podían tolerar quienes hacían gala de ser fieles observadores de la misma; por eso, llenos de rabia, interrumpen el discurso (v.54), y Esteban puede hablar ya sólo a intervalos, y esto sin seguir el hilo de su razonamiento (v.56.59-60).
La afirmación de que estaba viendo a Jesucristo en pie, a la derecha de Dios (v.56), les acabó de enfurecer, provocando un verdadero tumulto (v.57). Esa afirmación era como decir que Jesús de Nazaret, a quien ellos habían crucificado, participaba de la soberanía divina, lo cual constituía una blasfemia inaudita para los oídos judíos. Si hasta ahora el proceso había seguido una marcha más o menos regular: conducción ante el sanedrín (Hch 6, 12), acusación de los testigos (Hch 6, 13-14), defensa del acusado (Hch 7, 1-53), a partir de este momento la cosa degenera en motín popular. No consta que el Sumo Sacerdote, como presidente del sanedrín, pronunciara sentencia formal de condenación; es probable que no, y que el proceso quedara ahí interrumpido ante la actitud tumultuaria de los asistentes que, sin esperar a más, se arrojan sobre Esteban y, sacándole de la ciudad, le apedrearon (v.57-58). De otra parte, el sanedrín a buen seguro que veía todo eso con buenos ojos, pues con ello evitaba su responsabilidad ante la autoridad romana, que no permitía llevar a cabo la ejecución de una sentencia capital sin su aprobación (cf. Jn 18, 31).
Hay autores, sin embargo, que creen que hubo verdadera sentencia condenatoria del sanedrín, aunque sin la normal votación, pues la manifestación tumultuaria de los jueces contra el acusado (v.57) valía más que una votación. De hecho, la lapidación se lleva a cabo, no de modo anormal, sino conforme a las prescripciones de la Ley contra los blasfemos, sacándole de la ciudad (cf. Lv 24, 14-16) y comenzando los testigos a arrojar las primeras piedras (cf. Dt 17, 6-7). Probablemente esos testigos (v.58) son los mismos que presentaron la acusación contra Esteban en el sanedrín (cf. Hch 6, 13-14) Y ahora, conforme era costumbre, se despojan de sus mantos (v.58) para tener más libertad de movimientos al arrojar las piedras. Incluso se ha querido ver en Saulo, a cuyos pies depositan sus mantos los testigos (v.58) y del que se hace notar expresamente que aprobaba la muerte de Esteban (v.6o), un representante oficial del sanedrín para la ejecución de la sentencia. El mismo Saulo, ya convertido, dirá más tarde ante Agripa que él "daba su voto" cuando se condenaba a muerte a los cristianos (cf. Hch 26, 10). ¿No habrá aquí una alusión a su papel oficial cuando la sentencia y lapidación de Esteban?
Todo esto es posible, pues la narración de Lucas es demasiado concisa. Pero, desde luego, por ninguna parte encontramos indicios, ni en el texto bíblico ni en la tradición, de que Saulo formase parte o tuviese cargo alguno en el sanedrín. En cuanto a la frase "daba su voto," aun suponiendo que se refiera a la condena de Esteban, puede entenderse en sentido metafórico, significando simplemente que Saulo era uno de los instigadores de esa persecución contra los cristianos. Y si los testigos depositan sus mantos a los pies de Saulo, ello no prueba que éste tuviese en aquel acto una representación oficial, sino que puede ser simplemente porque "destacaba ya entre sus coetáneos" como enemigo encarnizado de los cristianos (cf. Hch 22, 19-20; Ga 1, 13-14). Mas, sea lo que fuere de Saulo y de la representación que allí pudiera tener, la narración de Lucas no excluye que para la lapidación de Esteban hubiera una sentencia formal del sanedrín. En ese caso, surge enseguida la dificultad de cómo se iba a atrever el sanedrín a ejecutar una sentencia de muerte sin haber sido confirmada por el procurador romano. Sería el mismo caso que el de Jesucristo (cf. Mc 14, 64; Jn 18, 31), y aquí por ninguna parte aparece la intervención del procurador. Quizás la explicación pudiera estar en que se hallase entonces vacante el cargo de procurador, como lo sería, por ejemplo, durante el tiempo comprendido entre la destitución de Pilato, a principios del año 36, y la llegada de su sucesor Marcelo. En efecto, sabemos que en el año 62, durante una vacancia semejante, en el intervalo entre la muerte del procurador Festo y la llegada de su sucesor Albino, el sanedrín ordenó la lapidación de Santiago, obispo de Jerusalén.
La muerte de Esteban, encomendando su alma al Señor (v.59) y rogando por sus perseguidores (v.6o), ofrece un sorprendente paralelo con la de Jesucristo en la primera y séptima de sus palabras desde la cruz, conservadas únicamente por San Lucas (cf. Lc 23, 34.46). Extraordinaria grandeza de ánimo la de este primer mártir del cristianismo, que, como su Maestro, muere rogando por los que estaban quitándole la vida. Su oración iba a ser eficaz. Hermosamente dice San Agustín: Si Stephanus non orasset, Ecclesia Paulum non haberet.

Hch 8, 1-3

La muerte de Esteban fue el comienzo de una persecución general contra la iglesia de Jerusalén (v.1), que casi es tanto como decir contra la totalidad del cristianismo de entonces, puesto que fuera de la ciudad (cf. Hch 5, 16) apenas si habría sido predicado el Evangelio. El impulso inicial de esta persecución debió partir, más que del sanedrín, de los miembros de aquellas mismas sinagogas que provocaron el levantamiento contra Esteban (cf. Hch 6, 9-12), y Saulo era su principal instrumento (v.3); él mismo aceptará más tarde esta responsabilidad (cf. Ga 1, 13-14). Claro es que tal persecución, que seguirá en aumento (cf. Hch 9, 1), gozaba de la plena aprobación del sanedrín (cf. Hch 22, 5; Hch 26, 10).
Pero la persecución, al dispersar a los fieles fuera de Jerusalén, produjo un efecto que los perseguidores no habían previsto; es, a saber, el de provocar la difusión del cristianismo fuera de la zona de Jerusalén, o sea, en las regiones de Judea y Samaría, al sur y al norte de la ciudad santa (v.1.4), e incluso en regiones mucho más apartadas, como Fenicia, Siria y Chipre (cf. Hch 11, 19). Con esto, dando así cumplimiento a la profecía de Cristo (cf. Hch 1, 8), comienza una segunda etapa en la historia de la fundación de la Iglesia; la tercera comenzará con la fundación de la iglesia de Antioquía (cf. Hch 11, 20).
Causa extrañeza la frase "todos, fuera de los apóstoles, se dispersaron..." (v.1), y se han intentado diversas explicaciones. Desde luego, parece claro que ese "todos" no ha de tomarse en sentido estricto, sino como locución hiperbólica (cf. Mt 3, 5; Mc 1, 33), mirando a aquellos cristianos destacados más expuestos a las iras de los perseguidores. Además, todo hace suponer que la persecución iba dirigida sobre todo contra los cristianos de procedencia helenista, como Esteban, y no contra los de procedencia palestinense, que seguían observando fielmente el mosaísmo (cf. Hch 11, 2; Hch 21, 20-24). Así se explica por qué los apóstoles puedan quedar en Jerusalén y aparezcan luego actuando libremente (cf. Hch 8, 14; Hch 11, 2). Si Lucas hace mención explícita de ellos, parece ser que era porque quería hacer constar que todos los apóstoles quedaron en Jerusalén. Una antigua tradición conservada por Eusebio habla de una orden del Señor a sus apóstoles, poco antes de la ascensión, mandando que no abandonasen Jerusalén hasta pasados doce años. Mas sea de eso lo que fuere, está claro que entre los apóstoles, que se quedan, y los helenistas dispersados no había divergencias ni rozamientos (cf. Hch 8, 14; Hch 11, 22), aunque sí pudiera haber puntos de vista distintos, como trataremos de explicar al comentar Hch 21, 17-26 y Ga 2, 11-14.
Una noticia intercala aquí San Lucas en este breve relato de la persecución contra la Iglesia, y es la relativa a la sepultura de Esteban (v.2). Los "varones piadosos," que se encargan de recoger y dar sepultura a su cuerpo, no parece que fueran cristianos, pues los contrapone a "todos" del versículo anterior, que habían huido; por lo demás, difícilmente los habría designado con esa expresión, sino más bien con la de "hermanos" o "discípulos." Probablemente eran judíos helenistas, de tendencias más moderadas que los perseguidores, e incluso amigos personales de Esteban. Algo parecido había sucedido con el cadáver de Jesucristo (cf. Jn 19, 38-39).

Hch 8, 4-8

Con toda naturalidad, y como sin darle importancia, nos cuenta aquí San Lucas un hecho trascendental en la historia de la Iglesia primitiva, al comenzar ésta a desprenderse del judaísmo para extender su acción por el mundo todo (v.4-5). Nos había dicho antes que los huidos de Jerusalén se habían dispersado por las "regiones de Judea y Samaria" (v.1); si ahora sólo habla de la predicación en Samaría, y no de la predicación en Judea, no es porque dicha predicación no tuviese lugar también en Judea (cf. Ga 1, 22; 1Ts 2, 14), sino porque ésa no interesa ya al plan que se ha propuesto de ir preparando la evangelización del mundo gentil, para lo que la evangelización de los samaritanos era un primer paso.
Este Felipe que predica en Samaria (v.5) no es el apóstol Felipe (cf. Hch 1, 13), pues a los apóstoles se les supone en Jerusalén (v.1.14), sino el diácono Felipe, segundo en la lista después de Esteban (cf. Hch 6, 5). Este mismo Felipe aparece más tarde en Cesárea y es llamado "evangelista" (cf. Hch 21, 8). Probablemente de él recibió San Lucas la información que aquí nos transmite sobre la evangelización en Samaría.
No está claro cuál fuera la ciudad de Samaria en que predica Felipe, pues la expresión de San Lucas "bajó a la ciudad de la Samaria" (..e?? t?? ?t???? t?? Saµa??a?) resulta oscura. La interpretación más obvia es la de que aquí "Samaria," lo mismo que en los v.9 y 14, indica la región y no la ciudad de tal nombre; ésta, sin embargo, a juicio de muchos autores, quedaría indicada automáticamente bajo la designación "la ciudad," pues no se ve qué otra ciudad en la región, a excepción de Samaría, la capital, tuviese tanta importancia que pudiese ser designada como la ciudad de Samaría. Quizás entre los judíos no era designada directamente por su nombre, debido a que dicha ciudad se llamaba en aquel tiempo Sebaste (= Augusta), nombre que le había sido impuesto por Herodes el Grande en homenaje al emperador Augusto, y ese nombre sabía a idolatría.
Resulta extraño, sin embargo, que se aluda aquí a la ciudad de Sebaste o Samaría, pues era ésta en esa época una ciudad helenista en que la mayoría de sus habitantes eran paganos, y San Lucas en este pasaje trata de darnos la evangelización de los "samaritanos" (cf. v.25) en el sentido judío de la palabra: hermanos de raza y de religión, aunque separados de la comunidad de Israel y considerados como herejes (cf. Mt 10, 5-6; Lc 9, 52-53; Jn 4, 9). Por eso, otros autores creen que no se trata de "Sebaste," la capital de Samaría, sino de alguna otra ciudad, quizás Sicar, la ciudad que ya era conocida en la tradición evangélica por el episodio de la samaritana (cf. Jn 4, 5). Desde luego, la buena acogida que los samaritanos hacen a Felipe (v.6-8) recuerda la que no muchos años antes habían hecho a Jesús (cf. Jn 4, 39-42). Algunos códices, en lugar de "bajó a la ciudad," tienen "bajó a una ciudad" (..e?? p???? t?? Saµa??a?), lo cual apoyaría esta interpretación.

Hch 8, 9-25

Como vemos, antes que Felipe, otro predicador había llamado fuertemente la atención de los samaritanos. Tratábase de un tal Simón, que con sus magias y sortilegios tenía maravillados a todos (v.9-11), y que va a ser ocasión del primer encuentro del cristianismo con las prácticas mágicas, tan extendidas por el mundo greco-romano de entonces (cf. Hch 13, 8; Hch 16, 16; Hch 19, 13-19).
Ante la predicación de Felipe, también Simón se pasa a la nueva doctrina y recibe el bautismo (v.13). Parece, sin embargo, que su fe no era todo lo auténtica y sincera que fuera de desear, pues poco después trata de comprar con dinero (de ahí el nombre "simonía" para designar el tráfico de cosas santas) el poder comunicar el Espíritu Santo por la imposición de manos, al igual que lo hacían Pedro y Juan (v. 18-19). Esto hace suponer que él, mago de profesión, no veía en el cristianismo sino una magia superior a la suya, cuyos secretos deseaba conocer. Le habían impresionado extraordinariamente los milagros de Felipe (v.13), y ahora le impresionan no menos los efectos de la imposición de manos por Pedro y Juan (v.18), y quiere que le inicien en los secretos de la nueva doctrina para poder también él realizar todo eso. Incluso su petición a los apóstoles de que rueguen por él al Señor (v.24) no es indicio cierto de un verdadero cambio en su espíritu, pues probablemente lo único que él teme es que esas imprecaciones de Pedro (v.22-23), a quien considera como un mago más fuerte que él, produzcan su efecto. Algunos códices, sin embargo, suponen que hubo verdadero arrepentimiento, pues completan el v.24 añadiendo que "lloró abundantemente durante mucho tiempo."
De la vida ulterior de Simón puede decirse que apenas sabemos nada con certeza, pues la historia anda mezclada con la leyenda. De él hablan Justino, Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Eusebio y otros muchos escritores antiguos, considerándole como jefe de una de las principales sectas "gnósticas," a las que parece hacerse ya alusión en varios lugares del Nuevo Testamento (cf. 1Tm 1, 14; 1Tm 6, 20; 2Tm 2, 16-19; Tt 3, 9; 2P 2, 17-19). Es probable que la expresión un poco misteriosa con que le designan los samaritanos, "poder de Dios llamado grande" (v.10), sea ya de tipo "gnóstico," considerando a Simón como una emanación del Dios supremo, uno de aquellos "eones" que, según las doctrinas gnósticas, eran como intermediarios entre Dios y la materia.
Intercalados dentro de la narración de este episodio sobre Simón Mago, encontramos algunos otros datos históricos más generales, de gran interés doctrinal, que conviene hacer resaltar.
Notemos, en primer lugar, cómo la dirección suprema de la marcha y desarrollo de la predicación cristiana, incluso de la que realizan en países extraños los cristianos helenistas, la llevan los apóstoles desde Jerusalén. Eso sucede ahora, al tener noticia de la predicación de Felipe en Samaría (v.14), y eso sucederá más tarde, al enterarse de la predicación en Antioquía (cf. Hch 11, 22). De otra parte, el que "envíen a Pedro y a Juan" (v.14) no supone, como algunos han querido deducir, ninguna superioridad del colegio apostólico sobre Pedro, sino que indica simplemente que todos los apóstoles, de común acuerdo (cf. Hch 1, 15; Hch 2, 14), juzgan conveniente que vayan Pedro y Juan a Samaría para ver de cerca las cosas y completar la obra del diácono Felipe.
En segundo lugar, notemos la clara separación que aparece entre el bautismo que administra Felipe (v. Hch 12.16), y la imposición de manos para conferir el Espíritu Santo que realizan los apóstoles (v.1y-18). Ya en el primer discurso de Pedro, en Pentecostés, se hablaba del "bautismo en el nombre de Jesucristo" y de "recibir el don del Espíritu Santo" (cf. Hch 2, 38). Exactamente, las dos mismas cosas que aquí. Pero entonces ese "don del Espíritu" parecía estar unido al bautismo, y no se hablaba para nada de "imposición de manos"; mientras que ahora se establece clara separación entre ambos ritos, y sólo a este segundo se atribuye el "don del Espíritu" (cf. v. 16-20). Algo parecido encontraremos más tarde durante la predicación de Pablo en Efeso (cf. Hch 19, 5-6). Lo más probable es que también en el caso de Pedro (Hch 2, 38) el "don del Espíritu" haya de atribuirse no al bautismo, sino a la imposición de manos. Si entonces no se habla de ella, es, probablemente, porque en un principio, cuando comienzan a predicar y bautizar los apóstoles, ese rito iba unido al del bautismo, aunque parece que no tardó en separarse, como vemos en el caso de los samaritanos, debido quizás al hecho de que la misión y poder de "bautizar" se hizo más general, mientras que la de "imponer las manos" debió de seguir bastante restringida (cf. Hch 8, 14-15). Pablo tiene, desde luego, ese poder (cf. Hch 19, 5), no así el diácono Felipe (cf. Hch 8, 5-20). Al comentar el discurso de Pedro (cf. Hch 2, 38) explicamos ya en qué consistía ese "don del Espíritu."
Con mucha razón la tradición exegética cristiana ha visto en esta "imposición de manos," que parece pertenecía al catálogo de verdades elementales de la catequesis cristiana (cf. Hb 6, 2), los primeros vestigios de la existencia de un sacramento que, por entonces, no tendría aún nombre propio con que ser designado, pero que, desde el siglo v, será llamado universalmente sacramento de la "confirmación." En realidad, esa imposición de manos venía a ser como nuevo Pentecostés para cada cristiano, convirtiéndolo en adulto en la fe, capacitado no ya sólo para vivir en sí mismo la vida de Cristo, cosa que tenía por el bautismo, sino también para difundirla, trabajando por el reino de Dios.

Hch 8, 26-40

He aquí un nuevo episodio de la expansión de la fe cristiana fuera de Jerusalén. No son ya sólo los samaritanos (v.4-25), también un etíope, ministro de la reina Candace, se adhiere a la nueva doctrina y es bautizado (v.26-38). Probablemente este episodio tiene lugar inmediatamente o poco después de la predicación en Samaría. Quizás Felipe se hallaba todavía en Samaría cuando recibe la orden del ángel (v.26; cf. Hch 5, 19), o quizá estaba ya en Jerusalén, adonde habría vuelto con Pedro y Juan (v.25), una vez terminado su viaje misional en aquella región. El camino que descendía "de Jerusalén a Gaza" (v.26) era el camino que llevaba hasta Egipto, de donde se bajaba a Etiopía. Por él iba "sentado en su coche" el eunuco etíope, ministro de la reina Candace (v.27-28). El término "Candace" era el nombre genérico de las reinas de Etiopía, algo así como "César" para los emperadores romanos y "Faraón" para los antiguos reyes de Egipto.
La intervención de Felipe con el etíope (v.30) no tenía nada de extraño, a pesar de que para él era un desconocido, pues, tratándose de un lugar desierto (v.26), es normal, particularmente en Oriente, que dos viandantes que se encuentran traben enseguida conversación (cf. Lc 24, 15). Se nos dice que iba leyendo al profeta Isaías (v.28) y que Felipe "oyó leer" (v.30), lo que supone que la lectura, como era costumbre, se hacía en voz alta, bien directamente por él o bien por algún esclavo. La cita de Isaías (v.32-33) sigue la versión griega de los Setenta, pero sustancialmente concuerda con el hebreo. El texto (Is 53, 7-8) es ciertamente mesiánico, alusivo a la pasión del Mesías, y, partiendo de este texto, Felipe evangeliza al etíope (v.35). Sin duda, la exposición sería bastante larga, aunque no sea aquí consignada, instruyendo al etíope en los puntos esenciales de la fe cristiana, pues vemos que éste pide espontáneamente el bautismo (v.36), lo que demuestra que conocía ya sus efectos. Probablemente fue un bautismo por "inmersión," que parece era el habitual (cf. Rm 6, 4; Col 2, 12), aunque bien pudo ser que hubiese sólo "semiinmersión," como indican ciertas representaciones de las catacumbas romanas, en que el bautizado aparece con el agua hasta media pierna. La Didaché, obra de extraordinario valor, pues pertenece a la primera generación cristiana, da esta norma en orden a la administración del bautismo: "Si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente. Si no tuvieres una ni otra, derrama agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (VII 2-3).
Según el texto bíblico de nuestro comentario, que es el de bastantes códices y el de la Vulgata Clementina, el etíope, antes de ser bautizado, hizo una espléndida confesión de la divinidad de Jesucristo (v.37). Este versículo, sin embargo, falta en los principales códices griegos, y puede decirse que lo excluyen casi todas las ediciones críticas modernas. Probablemente comenzó como una nota marginal, inspirada en la liturgia del bautismo, y pasó después al texto. San Ireneo conoce ya este versículo 73, pero parece totalmente ignorado de la tradición oriental, cosa que difícilmente se explicaría si fuese auténtico.
De la vida posterior del eunuco etíope nada sabemos con certeza. Antiguas tradiciones hablan de que se convirtió en el primer apóstol de su país, y como tal es considerado en algunas leyendas de Etiopía. Tampoco sabemos con certeza si era de origen pagano o de origen judío. Eusebio, al que han seguido otros muchos, lo considera como el primer convertido entre los gentiles, cosa, además, que parece pedir el orden mismo de la narración de Lucas, quien, después de hablar del bautismo de los samaritanos (v.5-25)·, daría un paso más hacia la universalidad, refiriendo el bautismo de un gentil (v.26-39).
Parece extraño, sin embargo, que Felipe no pusiera ningún reparo a este ingreso de un gentil en el cristianismo, como vemos que hará luego Pedro (cf. Hch 10, 14.28); además, Pedro mismo, en su discurso del concilio de Jerusalén, da claramente a entender que fue él quien primero predicó el Evangelio a los gentiles (cf. Hch 15, 7). Decir, como han hecho algunos, que este episodio del eunuco etíope (v.26-40) es cronológicamente posterior a la conversión de Cornelio (Hch 10, 1-11, 18) y que Lucas, como hace en ocasiones semejantes, lo anticipa para terminar lo relativo a Felipe, nos parece bastante arbitrario. Lo más probable es que se trate, si no ya de un judío -cosa no imposible-, pues las colonias judías eran muy numerosas no sólo en Egipto, sino también más al sur, al menos de un "prosélito" del judaísmo. El hecho de que había venido "para adorar en Jerusalén" (v.27) y que "iba leyendo al profeta Isaías" (v.28), da derecho a suponerlo. Ni hace dificultad lo de ser "eunuco" (v.27), pues, aunque en Dt 23, 1 se prohíbe la admisión de los "eunucos" en el judaísmo, parece que se observaba cierta tolerancia en este punto, particularmente tratándose de países paganos (cf. Is 56, 3-5; Jer 38, 7-12; Sb 3, 14). Por lo demás, la palabra "eunuco" puede estar usada aquí, como a veces en otros documentos (cf. Gn 39, 1-9)" en sentido simplemente de funcionario de palacio, y el paso hacia la universalidad queda dado, tratándose de un país tan lejano como Etiopía.
Por lo que respecta a Felipe, una vez cumplida su misión con el etíope, milagrosamente es trasladado a Azoto (v.39-40; cf. 1R 18, 12; Ez 3, 12-14; Dn 14, 36), y de allí, dirigiéndose hacia el norte, evangeliza las ciudades costeras hasta llegar a Cesárea, en la que parece fija su residencia (cf. Hch 21, 8). En esta misma ciudad, sede de los procuradores romanos de Judea, tendrá lugar muy pronto la conversión de Cornelio (cf. Hch 10, 1), y en ella más tarde estará preso San Pablo dos años (cf. Hch 24, 23-27).

Hch 9, 1-2

Hasta aquí apenas se había hablado de Saulo, sino incidentalmente (cf. Hch 7, 58; Hch 8, 1.3); ahora comienza a convertirse en el personaje central de las narraciones de los Hechos.
El relato, con ese "respirando aún" (v.1), enlaza con Hch 8, 3, en que Saulo había sido ya presentado como perseguidor de la Iglesia, pero cuya narración había sido interrumpida para dar lugar a la de los hechos de Felipe (Hch 8, 4-40). Su estado de ánimo contra los cristianos sigue siendo el mismo de entonces, lo que parece insinuar que nos hallamos aún a poco tiempo de distancia de la muerte de Esteban. Extraña un poco el hecho de que acuda al "sumo sacerdote" pidiéndole cartas para actuar contra los cristianos de Damasco (v.1-2), pues ¿qué autoridad podía tener éste en una ciudad como Damasco, que estaba tan lejos de Jerusalén y en una región gobernada directamente por Roma? La respuesta no es difícil. Sabemos, en efecto, que el sanedrín tenía teóricamente jurisdicción, no sólo sobre los judíos de Palestina, sino sobre todos los judíos de la diáspora (cf. Dt 17, 8-13), y Josefo nos cuenta que las autoridades romanas habían reconocido ese derecho. También el libro de los Macabeos nos cuenta que Roma concedió a los judíos el derecho de extradición (cf. 1M 15, 21). Eso es lo que ahora pide Pablo. Esos judío-cristianos son transgresores de la Ley, verdaderos apóstatas religiosos, y, de no enmendarse, deben ser conducidos a Jerusalén para ser juzgados por el sanedrín. Aunque en este pasaje se habla sólo del "sumo sacerdote" (v.1), está claro que queda incluido todo el sanedrín, como por lo demás se dice expresamente en otro lugar de los Hechos (cf. Hch 22, 5; Hch 26, 12). Las penas que imponía el sanedrín podían ser varias, aunque no la pena de muerte, como ya explicamos al comentar Hch 7, 54-60.
El hecho de que las cartas vayan dirigidas "a las sinagogas" (v.2) indica que los cristianos de Damasco no formaban aún una comunidad distinta de las comunidades judías, sino que seguían frecuentando la sinagoga, cosa que, por lo demás, se dice casi explícitamente respecto de Ananías (cf. Hch 22, 12). La misión de Pablo consistía en desenmascarar a estos judíos peligrosos, y llevarlos atados a Jerusalén. Son llamados los del "camino" (v.2), término que reaparecerá en otros varios lugares de los Hechos (cf. Hch 18, 25-26; Hch 19, 9.23; Hch 22, 4; Hch 24, 14, 22), aludiendo al estilo o modo de vida que caracterizaba a la nueva comunidad cristiana. Era éste un camino que conducía a la vida (cf. Hch 5, 20; Hch 11, 18; Hch 13, 48), dé la que Cristo es el principal líder (cf. Hch 3, 15).
No sabemos cuándo había comenzado a haber cristianos en Damasco. Algunos autores hablan de que quizás fuera a raíz de la dispersión con motivo de la muerte de Esteban (cf. Hch 8, 1; Hch 11, 19); pero es posible que la cosa sea ya más de antiguo, y que hayamos de remontarnos a los convertidos por Pedro en Pentecostés (cf. Hch 2, 5).

Hch 9, 3-9

La conversión de Saulo, narrada concisamente aquí por San Lucas, es uno de los acontecimientos capitales en la historia del cristianismo. La Iglesia le dedica una fiesta especial el día 25 de enero. El famoso perseguidor, a quien se aparece directamente Jesús, queda convertido en apóstol, de la misma categoría que los que habían visto y seguido al Señor en su vida pública (cf. 1Co 9, 1; 1Co 15, 5-10; Ga 1, 1).
Además del presente relato, San Lucas nos ofrece otras dos veces la narración del hecho, puesta en boca de Pablo (cf. Hch 22, 6-11; Hch 26, 12-19), con ligeras diferencias. También se describe este hecho al principio de la carta a los Gálatas (cf. Ga 1, 12-17).
No pocos autores, más que de "conversión," prefieren hablar de "vocación," encuadrando el caso de Pablo en la línea de las vocaciones proféticas de los grandes personajes bíblicos, particularmente Jeremías, con cuya "vocación" por Dios el caso de Pablo ofrece no pocos paralelos. Nos parece bien. El mismo Pablo lo entiende así (cf. Ga 1, 15-16).
Esta conversión o vocación de Pablo es presentada por Lucas con bastante detalle. ¿Qué pensar de la historicidad de estos relatos? Es éste un punto actualmente muy discutido, al que necesitamos referirnos antes de pasar a la exégesis. La opinión de los críticos acatólicos apenas deja nada en pie. Serían relatos muy elaborados por Lucas con fines apologéticos. También algunos autores católicos, sin que pongan en duda la realidad de la intervención divina cambiando totalmente a Pablo, atribuyen mucho a la obra literaria de Lucas e insisten en que la verdadera realidad de los hechos nunca podremos reconstruirla. El modo como los presenta Lucas, narrando tres veces el mismo acontecimiento, cada vez con menos extensión, pero creciendo en intensidad, indica que se trata de un artificio literario. Lo que en realidad Lucas trata de inculcar en los lectores es la legitimidad de la misión de Pablo entre los gentiles, que va acentuándose de la primera a la tercera narración; de ahí esa serie de intervenciones divinas que intercala; la manera como están presentados los hechos ha de atribuirse al genio literario de Lucas y a su intención teológica. Se supone, pues, una gran libertad histórica en el modo de proceder de Lucas. Es lo que también supone P. Gachter, distinguiendo entre "visión" y "vocación" como actos cronológicamente distanciados, no obstante que en los relatos de Lucas aparezcan como simultáneos. Lo más probable, dice Gachter, es que en la "visión" de Damasco, que cambió totalmente el rumbo de Pablo, éste no recibiera ninguna "misión" determinada, que le convirtiera en apóstol de los gentiles, sino que aquello no fue sino el punto de partida. La conciencia de estar destinado al apostolado entre los gentiles le habría venido más tarde, durante sus misiones entre los judíos de la diáspora.
¿Qué decir a todo esto? ¿Hay base para todas estas suposiciones? Cierto que para una recta interpretación de los textos de Lucas es necesario que nos preguntemos sobre su intención al componer el relato, y que esa intención o finalidad -por lo demás, no siempre fácil de descubrir- ha podido influir en ciertas expresiones y adaptaciones. Pero, como ya expusimos en la introducción general al libro, a base siempre de que no queden sustancialmente desfigurados los hechos, que Lucas, por su proximidad a los acontecimientos, tenía posibilidades de conocer. Creemos que existe un grave peligro de que pasemos demasiado fácilmente del orden literario al orden histórico, fiados en anomalías del texto más o menos reales, que pueden tener otra explicación. Considerar como simples procedimientos literarios de Lucas lo que en realidad viene a ser una depero ante el rechazo de los judíos (v.19) quedan solos los "gentiles" (v.21); finalmente, en el tercero ya no se habla sino de "envío a los gentiles" (v.17). Formación de la historia, nos parece bastante arbitrario, al menos en la condición actual de los conocimientos sobre el carácter literario del libro de los Hechos.
Después de estos preliminares, vengamos ya al relato de Lucas. El hecho tuvo lugar probablemente en el año 36, "catorce años" antes del concilio de Jerusalén. Saulo y sus acompañantes estaban ya cerca de Damasco (cf. Hch 22, 6). Era hacia el mediodía (cf. Hch 22, 6; Hch 26, 13). De repente una luz fulgurante los envuelve y caen a tierra (cf. Hch 9, 4; Hch 22, 7; Hch 26, 14). Es de creer, aunque el texto bíblico explícitamente no lo dice, que el viaje lo hacían a caballo, no a pie, y, por tanto, la caída hubo de ser más violenta y aparatosa. Surge entonces el impresionante diálogo entre Jesús y Saulo: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?" (cf. Hch 9, 4-6; Hch 22, 7-10; Hch 26, 14-18). Parece, a juzgar por la frase de Jesús "duro es para ti pelear contra el aguijón" (cf. Hch 26, 14), que, en un primer momento, Pablo trató de resistir a la gracia, como caballo que se encabrita ante el pinchazo, pero pronto fue vencido y hubo de exclamar: "¿Qué he de hacer, Señor?" (cf. Hch 22, 10; Hch 26, 19). Sin duda, este modo de proceder del Señor en su conversión influyó grandemente en él, para que luego en sus cartas insistiera tanto en que la justificación no es efecto de nuestro esfuerzo o de las obras de la Ley, sino puro beneficio de Dios (cf. Rm 3, 24; 1Co 15, 10; Ga 2, 16; 1Tm 1, 12-16; Tt 3, 5-7). También la pregunta "¿Por qué me persigues?" debió de hacerle pensar en alguna misteriosa compenetración entre Cristo y sus fieles, que le impulsará a formular la maravillosa concepción del Cuerpo místico, otro de los rasgos salientes de su teología (cf. 1Co 12, 12-30; Ef 1, 22-23; Col 1, 18).
No parece caber duda que San Pablo en esta ocasión vio realmente a Jesucristo en su humanidad gloriosa. Aunque el texto bíblico no lo dice nunca de modo explícito, claramente lo deja entender, cuando contrapone a Saulo y a sus acompañantes, diciendo que éstos "oyeron la voz, pero no vieron a nadie" (cf. Hch 9, 7), y en Hch 26, 16 se dice expresamente: "para esto me he aparecido a ti." Por lo demás, el mismo Pablo, aludiendo sin duda a esta visión, dirá más tarde a los Corintios: "¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, Señor nuestro?" (1Co 9, 1); y algo más adelante: "Apareció a Cefas, luego a los Doce... últimamente, como a un aborto, se me apareció también a mí" (1Co 15, 5-9). Y nótese que esas apariciones a los apóstoles eran reales y objetivas (cf. Hch 1, 3; Hch 10, 41), luego también la de Pablo, cosa, además, que exige el contexto, pues si es que algo valían esas apariciones para probar la resurrección de Cristo, es únicamente en la hipótesis de que éste se apareciera con su cuerpo real y verdadero. No creemos que haya base para reducir la misión de Pablo simplemente a una experiencia interna, conforme sostienen algunos autores.
Nada tiene, pues, de extraño que, terminada la visión, Pablo quedara como anonadado, sin ganas ni para comer (cf. Hch 9, 9), atento sólo a pensar y rumiar sobre lo acaecido, que trastornaba totalmente el rumbo de su vida. El estado de ceguera (cf. Hch 9, 8) contribuía a aumentar más todavía esta su tensión de espíritu. Sólo después del encuentro con Ananías, pasados tres días, habiendo vuelto a tomar alimento, de nuevo "cobra fuerzas" (v.19). Estas abstenciones de comer y beber han sido siempre frecuentes en personas místicas, y Pablo parece que fue una de ellas, a juzgar por algunos testimonios de sus cartas (cf. Hch 20, 22-23; Hch 22, 17-21; 2Co 12, 2-9).
Aludimos antes a pequeñas diferencias en los relatos de la conversión de Saulo, y conviene que ahora las especifiquemos. Es la primera que, según una de las narraciones, los compañeros de Saulo "oyen la voz" pero "no ven a nadie" (cf. Hch 9, 7), mientras que, según otra de esas narraciones, "no la oyen" pero "ven la luz" (cf. Hch 22, 9). Asimismo, según una de las narraciones, esos compañeros "estaban de pie atónitos" (cf. Hch 9, 7), mientras que, según otra, "caen todos por tierra" (cf. Hch 26, 14). Añádase que, en una de las narraciones, es Dios quien comunica directamente a Saulo el futuro de la actividad a que le destina (cf. Hch 26, 16-18), mientras que, en las otras dos, la comunicación se hace a Ananías y, sólo a través de él, a Saulo (cf. Hch 9, 15-16; Hch 22, 14-15).
Evidentemente, nada de todo esto es incompatible con la historicidad de los relatos; al contrario, estas ligeras diferencias reflejan los diferentes auditorios y son más bien garantía de historicidad. Pablo no tenía por qué, en su discurso ante Festo y Agripa, tercera de las narraciones (Hch 26, 16-18), hacer mención de Ananías; lo que importaba era destacar que había habido revelación de Dios, pero el que esa revelación hubiera sido hecha directamente o mediante algún enviado era cosa que en nada cambiaba el hecho ni afectaba a su argumentación. En cuanto a si los compañeros de Saulo "oyeron" (Hch 9, 7) o "no oyeron" (Hch 22, 9) la voz de Jesús, téngase en cuenta que la palabra "oír" (????e??) puede tomarse en el sentido simplemente de "oír," o sea, percibir el sonido material, y también en el de "entender," o sea, captar el significado (cf. 1Co 14, 2). Parece que los compañeros de Saulo "oyeron la voz" (Hch 9, 7); pero, al contrario que éste, no "entienden" su significado (Hch 22, 9), del mismo modo que "vieron la luz" (Hch 22, 9), pero no distinguen allí ningún personaje. Quizá podamos ver insinuada esta diferencia de significado en la misma construcción gramatical, pues mientras en Hch 9, 7 "oír" está construido con genitivo (..t?? f????), en Hch 22, 9 está con acusativo (.t?? f????). Y, en fin, por lo que toca a si "cayeron a tierra," parece que ciertamente "cayeron todos" en un primer momento (Hch 26, 14); pero, en un segundo momento de la escena, cuando Pablo, mucho más afectado, seguía todavía en tierra, los compañeros "estaban ya de pie" (Hch 9, 7). Por lo demás, ese "estaban de pie atónitos" (e?st??e?sa? ??e??) podría también traducirse (?st?µ? = e?µ?) por "habían quedado atónitos," en cuyo caso desaparece la dificultad. Hagamos todavía una observación. Eso de "caer en tierra" era algo como inherente a los que recibían una visión divina (cf. Ez 1, 28; Ez 43, 3; Dn 8, 17) y, como ya antes dijimos, en nada cambiaría la historicidad del relato, aunque por lo que toca a esos pequeños detalles se tratase de simple relleno literario.

Hch 9, 10-19

Llegado Saulo a Damasco, adonde han tenido que llevarle "conducido de la mano" (cf. Hch 9, 8; Hch 22, 11), se hospeda en la casa de un tal Judas (v.11), personaje del que nada sabemos, y que muy bien pudiera ser el dueño de la posada donde acostumbraban a parar los judíos que pasaban por la ciudad. Esta casa estaba en la calle llamada Recta (v.11), calle conocidísima, que atravesaba por completo la ciudad de este a oeste, y de la que se conserva todavía el trazado en la actual Damasco.
Mientras Saulo seguía a la espera (cf. Hch 9, 6; Hch 22, 10) en casa de Judas, el Señor se aparece a Ananías y le ordena que vaya a visitarle (v.11). Tampoco de Ananías sabemos gran cosa. Desde luego, debía ser uno de los cristianos más notables de Damasco, quizás el jefe de la comunidad. Estaba perfectamente enterado de la actividad persecutoria de Saulo, así como del motivo de su venida a Damasco (cf. v.13-14), aunque parece que nada sabía de lo que le había acontecido en el camino. Su fe cristiana no era obstáculo para que siguiese observando fielmente la Ley mosaica y fuese muy estimado de sus correligionarios (cf. Hch 22, 12). La aparición del Señor (v.10) debió ser en sueños, como solían ser de ordinario (cf. Hch 16, 9-10; Hch 18, 9; Hch 27, 23), y en ella el Señor le da a conocer cuál era el papel que tenía destinado a Saulo (cf. Hch 9, 15-16; Hch 22, 14-15). Toda la tercera parte del libro de los Hechos (Hch 13, 1-28, 31), narrando las actividades apostólicas de Pablo, es el mejor comentario a estas palabras del Señor a Ananías. El elemento nuevo de este programa es que Saulo tendrá que predicar sobre todo a los gentiles: "ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel" (cf. Hch 9, 15; Hch 26, 17-18). El mismo se designará más tarde como Apóstol de los Gentiles (cf. Rm 1, 5; Rm 11, 13; Ga 2, 7-8), aunque tampoco olvidará nunca a sus compatriotas los judíos (cf. Hch 17, 2; Hch 18, 4; Hch 19, 9; Rm 11, 14). Con el término "reyes" se alude, sin duda, no sólo al rey Agripa (cf. Hch 26, 2), sino también a otros magistrados romanos con los que Pablo se encontrará a lo largo del relato que va a seguir (cf. Hch 13, 7; Hch 18, 12; Hch 24, 10; Hch 25, 6). Es posible que Lucas, al poner determinadas palabras en boca del Señor, esté bajo el influjo de ciertos textos profetices (cf. Jr 1, 10) e incluso bajo el influjo de la realidad, tal como sabía habían sucedido las cosas en Pablo.
En el encuentro con Saulo, Ananías da a entender que conoce perfectamente lo que a aquél había acaecido en el camino y cómo había quedado ciego (v.17), lo cual parece suponer que también esto se lo reveló el Señor en la aparición, aunque el relato de Lucas no lo haga notar de modo explícito. Su misión para con Saulo es doble: " recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo" (v.17); doble es también la acción que realiza sobre él: "imposición de manos" (v.17) y "bautismo" (v.18). Esto último no se dice de modo explícito que fuese realizado por Ananías; pero claramente se deja entender, puesto que ningún otro miembro de la comunidad cristiana aparece ahí en escena, ni el texto bíblico da pie para suponer que el "bautismo" tuvo lugar, no durante la visita de Ananías, sino más tarde. Ese bautismo era necesario, como dirá el mismo Ananías, para que Saulo "lavase sus pecados" (Hch 22, 16).
Un punto queda oscuro, y es si esa efusión del Espíritu Santo sobre Saulo fue algo que precedió al "bautismo," como parece suponerse en los v.17-18, o más bien fue posterior al "bautismo," como parece exigir la naturaleza de la cosa e incluso puede verse insinuado en el v.12, al señalar como finalidad de la "imposición de manos" únicamente la recuperación de la vista. No nos atrevemos a responder categóricamente a este punto. Más natural parece lo segundo (cf. Hch 8, 16); sin embargo, ciertamente no fue así en el caso de Cornelio (cf. Hch 10, 44-48). Quizás también en el caso de Saulo haya que poner una excepción.
Queremos aludir a una última cuestión. Por primera vez en los Hechos se designa aquí a los cristianos con el apelativo "santos" (v.13), denominación que se hará bastante corriente en la Iglesia primitiva (cf. Hch 9, 32.41; Hch 26, 10; Rm 12, 13; Rm 15, 26; Rm 16, 2; 1Co 16, 1; 2Co 8, 4; Flp 4, 21; Ga 1, 4). Dios es el "Santo" por excelencia (cf. Is 6, 3), y de esa "santidad" participan, según se repite frecuentemente en el Antiguo Testamento, aquellos que se acercan a él o le están especialmente consagrados (cf. Ex 19, 6; Lv 11, 44-45; Lv 19, 2; Lv 20, 26; Lv 21, 6-8). Parece que la idea primera del término "santidad," como indica la raíz de la voz semítica "qodex" (qds = cortar, separar), es la de separación o trascendencia sobre todo lo común y profano; a esta idea va unida la de pureza o ausencia de todo pecado. Con mucha razón, pues, es aplicado este término a los cristianos, nuevo "pueblo santo" que sustituye al antiguo Israel (cf. 1P 2, 9), sobre los que visiblemente desciende el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 17-38; Hch 4, 31; Hch 8, 15), quedando separados del resto de los hombres y pasando por medio del bautismo a una especie de consagración a Dios, libres de su pasado profano y culpable.

Hch 9, 19-25

Así es Saulo. La misma fogosidad que antes había empleado para perseguir a la Iglesia emplea ahora, una vez convertido, para defenderla. No es extraño que los judíos de Damasco estuviesen llenos de estupor (v.20-21) y tratasen de acabar con él (v.23).
Esta estancia de Saulo en Damasco, no obstante que la narración de los Hechos la presenta de una manera continua (v. 10-25), parece que tuvo dos etapas, y entre una y otra hay que colocar la ida a la Arabia, de que se habla en la carta a los Gálatas (Ga 1, 17). Tenía que rehacer su espíritu a la luz de su nueva fe y de las revelaciones que el Señor le iba comunicando (cf. Hch 26, 16), y para eso nada mejor que algún tiempo de retiro en la solitaria Arabia. No sabemos cuánto tiempo permaneció en ese retiro de Arabia, pero sí que desde ahí "volvió de nuevo a Damasco" (Ga 1, 17), y que todo incluido -primera estancia en Damasco, retiro en Arabia, segunda estancia en Damasco- forma un total de tres años (cf. v.25-26; Ga 1, 18). La ida a la Arabia habrá que colocarla entre los v.21 y 22, y así queda explicada esa aparente contradicción en que parece incurrir San Lucas al hablar de "pocos días" (v.18) y de "bastantes días" (v.23), refiriéndose a la estancia de Saulo en Damasco.
El tema de la predicación de Saulo era que Jesús es "el Hijo de Dios" (v.20) y que es "el Mesías" (v.22). La expresión "hijo de Dios," aplicada a Jesús, sólo vuelve a aparecer otra vez en los Hechos (Hch 13, 33), pues aunque se lee también en Hch 8, 37, probabilísimamente ese texto no es auténtico, como ya en su lugar hicimos notar. Todo da la impresión de que fue un título cristológico, muy poco corriente en las primitivas comunidades cristianas. Sostienen algunos críticos, como Bultmann y Dibelius, que este título comenzó a ser atribuido a Cristo bajo el influjo del helenismo, donde era frecuente hablar de hijos de los dioses; sin embargo, todos los indicios están a favor de que tal título le fue dado a Jesús ya durante su vida terrena, dado el modo como se expresan los Evangelios (cf. Mt 3, 17; Mt 4, 3; Mt 14, 33; Mt 16, 16; Mt 17, 5; Mt 26, 63; Mt 27, 40; Mc 1, 11; Mc 3, 11; Mc 5, 7; Mc 9, 7; Mc 15, 39; Lc 4, 41; Lc 9, 35; Lc 22, 70; Jn 1, 49; Jn 10, 36; Jn 17, 1; Jn 20, 31). De suyo, el título no connota necesariamente la divinidad (cf. Ex 4, 22; Jr 3, 19; Dt 32, 8; Sal 89, 7; Jb 1, 6), y ha de ser el contexto el que nos indique hasta dónde debemos llevar esa "filiación." Evidentemente, hay muchos casos en que el título "Hijo de Dios," aplicado a Jesucristo, tiene claramente sentido divino (cf. Mt 28, 19; Jn 1, 1; Ga 4, 4-6; Col 1, 13-17; Hb 1, 2-8); pero hay otros que pueden ser explicados simplemente en sentido de filiación moral, resultante de una elección divina que establece relaciones de particular intimidad entre Dios y su creatura (cf. Mt 4, 3; Mc 3, 11; Mc 15, 39), al estilo de lo que sucede cuando el título era aplicado al pueblo de Israel o a los-ángeles en el Antiguo Testamento. Por lo que hace a los dos pasajes de los Hechos (Hch 9, 20; Hch 13, 33), es imposible precisar el alcance que se pretende dar al significado de la expresión; probablemente ahí el título de "Hijo de Dios" es considerado simplemente como título más o menos equivalente al de Mesías, con referencia a su exaltación como rey universal de las naciones. De hecho, ése fue el tema normal de la predicación de Pablo ante auditorio judío (cf. Hch 17, 3; Hch 18, 5; Hch 26, 23), lo mismo que había sido también el de Pedro (cf. Hch 2, 36; Hch 3, 18; Hch 4, 26).
La estratagema de su fuga de Damasco (v.24-25) nos la cuenta también el mismo San Pablo en su segunda carta a los Corintios (2Co 11, 32-33). La cosa no era difícil. Aun hoy hay en Damasco casas adosadas a los muros de la ciudad, cuyas ventanas dan al exterior. Extraña un poco la mención del etnarca de Aretas, tratando de capturar a Pablo (2Co 11, 32), pues la narración de los Hechos habla simplemente de los judíos (v.23-24). Sin embargo, está claro que una cosa no se opone a la otra, pues es lógico que los judíos trataran de lograr y lograran el apoyo del etnarca. Más difícil es explicar el porqué de la presencia de ese representante de Aretas en Damasco, ciudad sujeta al dominio romano desde tiempos de Pompeyo, a mediados del siglo I a. C. Algunos creen que se trata simplemente de un delegado o representante de Aretas para defender los intereses de los nabateos residentes en Damasco; pero, en tal caso, ¿cómo, sin protesta de las autoridades romanas, un extraño iba a atribuirse tales poderes, atreviéndose a poner guardia a las puertas de la ciudad? Por eso, juzgamos más probable que en esas fechas Damasco estuviera realmente bajo el poder de Aretas y no bajo las autoridades romanas. De hecho, se han encontrado monedas de Damasco con la efigie de Augusto (31 a. C.-I4 d. C.), de Tiberio (14-37), Nerón (54-68), Vespasiano (69-79), etc., pero no se han encontrado con la efigie de Calígula (37-41) ni de Claudio (41-54). Ello parece ser indicio de que entre los años 37-54 Damasco no estuvo bajo el dominio de los romanos. Lo más probable es que hubiera sido cedida espontáneamente a Aretas por Calígula, precisamente para hacer una política contraria a la de Tiberio, como sabemos que hizo en otros casos. De ser esto así, nos encontramos con un dato importantísimo para la cronología de San Pablo, pues la fuga de Damasco habrá que colocarla entre los años 37 (muerte de Tiberio) al 40 (muerte de Aretas).

Hch 9, 26-30

Es la primera vez que Saulo sube a Jerusalén después de su conversión. El motivo de esta visita, como dice el mismo San Pablo, fue "para conocer (?st???sa?) a Pedro," con quien permaneció "quince días" (Ga 1, 18). De los demás apóstoles sólo vio a Santiago, el hermano del Señor (Ga 1, 19).
No parece que le fue fácil llegar en seguida hasta los apóstoles, pues, dadas sus anteriores actividades persecutorias, había recelos sobre su conversión (v.26). Aunque habían pasado ya tres años (cf. Ga 1, 18), y la noticia de su conversión había, sin duda, llegado a Jerusalén, la información debía ser escasa e incontrolada, debido quizás a la guerra entre Aretas y Herodes Antipas, que habría interrumpido las comunicaciones. Fue Bernabé, a quien Pablo había hecho partícipe de sus confidencias, quien le sirvió de intermediario, conduciéndole "a los apóstoles" (v.27). No sabemos si serían conocidos ya de antes. Ello es posible, pues Bernabé era natural de Chipre (cf. Hch 4, 36), isla que estaba en constante comunicación con Tarso, la patria de Saulo. De todos modos, se hicieron grandes amigos, y juntos trabajarán en Antioquía (Hch 11, 22-30) y en el primer viaje apostólico de Pablo (Hch 13, 1-14, 28); se separarán al comienzo del segundo viaje apostólico (Hch 15, 36-40), pero no por eso se romperá la amistad (cf. 1Co 9, 6; Col 4, 10). El que se diga que "le condujo a los apóstoles" (v.27) no se opone a la afirmación de Pablo de haber visto solamente a Pedro y a Santiago (Ga 1, 18-19), sino que Lucas esquematiza las cosas nombrando a "los apóstoles" en general.
Disipados los recelos merced a la valiosa intervención de Bernabé, Saulo comienza, a moverse libremente "predicando el nombre del Señor y discutiendo con los helenistas" (v.28-29). Probablemente muchos de estos "helenistas" eran los mismos que habían discutido ya antes con Esteban (cf. Hch 6, 9-10), del que Saulo toma ahora sobre sí la obra.
La reacción de los "helenistas" fue la de tratar de acabar con él (v.29), lo mismo que habían hecho con Esteban; pero los fieles le aconsejan salir de Jerusalén, conduciéndole hasta Cesárea, y de allí, probablemente por mar, lo envían a Tarso, su patria (v.30). Es probable que esta determinación fuese tomada no sólo para evitar el peligro que amenazaba la vida de Pablo, sino pensando también en que su presencia en Jerusalén podía dar origen a otra persecución como la que había seguido a la predicación de Esteban (cf. Hch 8, 1), y quedar turbada la paz de que entonces gozaba la Iglesia (cf. v.31). Además, fue durante este tiempo cuando tuvo lugar la visión del Señor, en que se le ordenaba dirigir su predicación hacia los gentiles (cf. Hch 22, 17-21), lo que indudablemente también apresuró su partida. De las actividades de Pablo en Tarso nada sabemos. Parece que permaneció allí unos cuatro o cinco años, y que es durante esa época cuando recorrió "las regiones de Siria y de Cilicia" (Ga 1, 21), es de creer que con fines misionales (cf. Hch 15, 41). De Tarso le irá a sacar Bernabé para que le ayude en la evangelización de Antioquía (cf. Hch 11, 25).

Hch 9, 31-43

Terminado lo relativo a la conversión y primeras actividades de Saulo (Hch 9, 1-30), vuelve San Lucas a ocuparse de las actividades de Pedro, a quien en capítulos anteriores ha ido dejando siempre en Jerusalén (cf. Hch 5, 42; Hch 8, 1.14.25). Como pórtico a sus narraciones presenta una hermosa vista global de la situación de la Iglesia, gozando de paz y llena de los consuelos del Espíritu Santo (v.31). Se habla no sólo de Judea y Samaría, sino también de "Galilea," lo que indica que también en esa región había ya comunidades cristianas, aunque nada se haya dicho anteriormente de cómo y cuándo fueran fundadas. Esta "paz" de que goza la Iglesia quizás haya de atribuirse, al menos en gran parte, a las circunstancias políticas de aquellos momentos. En efecto, parece que nos hallamos entre los años 39-40, precisamente cuando Calígula, en sus ansias de divinización, trataba de que se colocase una estatua suya en el templo de Jerusalén, cosa que tenía totalmente preocupados a los judíos y a la que se oponían por todos los medios, sin dejarles tiempo para ocuparse de los cristianos.
Aprovechando este período de paz, Pedro va "por todas partes" visitando a los fieles (v.32). Nótese el término "santos" con que éstos son designados, y que ya explicamos al comentar (Hch 9, 13). Entre los lugares visitados se habla de Lida, ciudad situada en la llanura de Sarón, a unos 50 kilómetros de Jerusalén y 15 del Mediterráneo, donde cura a un paralítico (v.32-35). Se habla también de Joppe, la actual Jafa, puerto importante a unos 18 kilómetros al norte de Lida, en que resucita a una mujer llamada Tabita (v.36). Había sido Tabita "rica en buenas obras y en limosnas" (v.37), cuya muerte lloraban desconsoladamente las "viudas" de la localidad (v.39). Es chocante la expresión "los santos y las viudas" (v.40), pues es evidente que también las "viudas" debían contarse entre los "santos"; parece que son mencionadas aparte, debido a que ellas tenían un motivo especial de desconsuelo. No creemos que formasen ya entonces, como parece que acaeció más tarde, una institución o especie de orden religiosa dentro de la Iglesia (cf. 1Tm 5, 9-10), sino que se trataba simplemente de "viudas" que habían quedado desamparadas con la muerte del marido, y recibían limosnas de Tabita (cf. Hch 6, 1).
Durante su estancia en Joppe, Pedro se hospeda en casa de un tal Simón, de oficio curtidor (v.43). Este oficio, aunque no prohibido, era considerado por los judíos como impuro a causa del continuo contacto con cuerpos muertos (cf. Lv 11, 39). A pesar de ello, Pedro se hospeda en esa casa. Parece que San Lucas, al consignar este hecho, trata de prepararnos para el episodio del capítulo siguiente, en que Pedro habrá de ir aún mucho más lejos contra los prejuicios judíos.

Hch 10, 1-8

Hemos llegado al punto culminante del libro de los Hechos. Está claro que, a los ojos de Lucas, la conversión del centurión Cornelio, dado el realce con que la cuenta (Hch 10, 1-11, 18), no es un hecho aislado, sino un hecho de alcance universal, íntimamente ligado a la entrada de los gentiles en la Iglesia, como se afirmará de modo explícito en el concilio de Jerusalén (cf. Hch 15, 7.14). Se había predicado, es verdad, en Samaría (Hch 8, 4-25), pero los samaritanos, aunque enemigos de los judíos (cf. Lc 9, 53; Jn 4, 9), estaban muy ligados a ellos por razones de origen, y se gloriaban de ser seguidores de Moisés. Ahora se abre una nueva fase en la historia de la Iglesia, de amplitud mucho más universal. Judíos y gentiles, sin necesidad de la circuncisión, podrán sentarse a la misma mesa y participar juntos de las bendiciones mesiánicas. Cornelio será el punto de partida. Así se lo hace saber el Espíritu Santo a Pedro (Hch 10, 15.20.44), y así, a pesar de su repugnancia, obrará éste en consecuencia (Hch 10, 14.28.47; Hch 11, 8-17). Ni hay base para suponer, conforme hacen gran número de críticos, que todo este capítulo, de tanta importancia en relación con el universalismo de la Iglesia, sea pura creación de la comunidad primitiva y de Lucas, que buscaron apoyarse en Pedro.
Habitaba este centurión en Cesárea (v.1), ciudad que había sido edificada por Herodes el Grande en honor de Augusto, y que, a la sazón, era sede del procurador romano. Estaba a unos 100 kilómetros de Jerusalén, en la costa del Mediterráneo, y no debe confundirse con la otra Cesárea, llamada Cesárea de Filipo, junto al Hermón. Es natural que siendo sede del procurador tuviese amplia guarnición de soldados. Pertenecía Cornelio a la cohorte (cada "cohorte" incluía unos 600 hombres) denominada "itálica" (v.1), sin duda por estar formada por voluntarios itálicos. Era gentil de origen, pero "piadoso y temeroso de Dios" (v.2; cf. v.22.35), expresiones que le señalan como un simpatizante del judaísmo (cf. Hch 13, 16.26.50; Hch 17, 4), aunque sin llegar a la condición de "prosélito," pues ciertamente no estaba circuncidado (cf. Hch 11, 3). Algunos autores han sugerido la hipótesis de que quizás se trate del mismo centurión que asistió a la crucifixión de Cristo (cf. Mt 27, 54); eso es posible, pero la hipótesis no tiene en su favor dato alguno positivo. En las mismas condiciones de Cornelio se encontraban, más o menos, todos los de su casa (cf. v.7.24; Hch 11, 14).
A este centurión se aparece un ángel del Señor, ordenándole que envíe mensajeros a Joppe en busca de Pedro, y que escuche sus palabras (cf. v.5.22). Es de notar que la aparición se presenta como respuesta a su oración: "Tus oraciones han sido recordadas...; envía, pues, mensajeros..." (v.4-5), lo que parece indicar que estaba pidiendo a Dios le manifestase el camino a seguir para serle aceptado. La oración tiene lugar a la "hora de nona" (v.3), precisamente la hora del sacrificio vespertino entre los judíos (cf. Hch 3, 1), lo que confirma su condición de simpatizante del judaísmo, a cuyas costumbres procuraba acomodarse.

Hch 10, 9-23

De Cesárea, de donde parten los mensajeros de Cornelio, hasta Joppe, donde residía Pedro, hay unos 50 kilómetros. Habían partido de Cesárea por la tarde (cf. v.3. 7), y, al día siguiente, hacia la hora de "sexta," es decir, hacia mediodía, llegaban a Joppe (v.9).
Precisamente mientras ellos se estaban acercando a la ciudad, Pedro, hospedado en casa de Simón el curtidor, había subido a la terraza de la casa, y allí, como era costumbre entre los judíos (cf. 2R 23, 12; Jdt 8, 5; Jr 19, 13; So 1, 5; Sal 55, 18), había comenzado su oración (v.9). Durante esa oración, caído en éxtasis, ve una extraña visión, relacionada en cierto sentido con el "hambre" que entonces sentía: una especie de mantel que colgaba de lo alto, sobre el que había multitud de animales en completa mescolanza, al tiempo que oía una voz ordenándole que se levantase, matara y comiera (v. 1 1-13). La reacción de Pedro, muy parecida a la que en circunstancias semejantes había mostrado el profeta Ezequiel (cf. Ez 4, 14), es tajante: "De ninguna manera...; jamás he comido cosa alguna impura" (v.14; cf. Lv 11, 1-47). Pero de nuevo oye la voz: "Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú impuro" (v.16). Y así todavía una tercera vez (v.16).
Al salir del "éxtasis," Pedro estaba pensativo y dudoso sobre el significado de aquella visión (v.17). No era fácil comprender que se le pudiera mandar violar la Ley, que distinguía entre animales puros e impuros, de los que estaba prohibido comer (cf. Lv 11, 1-47). La misma Sagrada Escritura alaba el gesto de Eleazar y el de los siete hermanos Macabeos, que prefirieron morir antes que violar esta ley (cf. 2M 6, 18-7, 42). Pero a Pedro se le añadía: "Lo que Dios ha purificado...," con lo que claramente parecía indicársele que quedaban abolidas esas prescripciones legales y que no había ya por qué distinguir entre alimentos puros e impuros. Además de este significado, que constituiría el sentido directo de la visión, Pedro debió pensar en la posibilidad de algún otro significado más profundo en orden a la relación entre judíos y gentiles, tanto más que la cuestión de los alimentos constituía precisamente el nudo gordiano de estas relaciones.
Mientras Pedro andaba con estos pensamientos, llaman a la puerta los mensajeros de Cornelio, y el Espíritu le ordena resueltamente: "Ahí están unos hombres...; baja y vete con ellos sin vacilar, porque los he enviado yo" (v. 18-20). Comienza la interpretación abierta del Espíritu Santo, que será quien vaya dirigiendo visiblemente toda la escena, hasta el punto de que Pedro, para justificarse luego ante los que critican su modo de proceder, no tendrá otra respuesta sino "¿quién era yo para oponerme a Dios?" (Hch 9, 17). Es natural, pues, que ante esa orden del Espíritu Santo, Pedro no sólo reciba a los mensajeros, sino que se atreva a hospedarlos en la misma casa (v.23), no obstante tratarse de incircuncisos, con los que no era lícito a ningún judío establecer convivencia.

Hch 10, 23-33

La salida de Pedro para Cesárea fue "al día siguiente" de haber llegado los mensajeros de Cornelio (v.23); Y no llegó en ese mismo día, sino "al otro" (v.24), con lo que se explica que Cornelio hable luego de "cuatro días" desde que había tenido lugar la visión (v.30), pues los días incompletos, según era entonces corriente, se contaban como completos (cf. Jn 2, 19; 1Co 15, 4).
Pedro se hace acompañar de "algunos hermanos" de Joppe (v.23), concretamente "seis" (cf. Hch 11, 12), sin duda para que fuesen testigos de todo, en previsión de las censuras que su modo de proceder podría provocar, como de hecho sucedió (cf. Hch 11, 1-3). Al llegar a Cesárea, el recibimiento que le hace Cornelio es de sumo respeto: "postrándose a sus pies, le adoró" (v.25). La expresión es un poco fuerte y, tratándose de un romano, actitud bastante extraña, pero se ve que Cornelio quiso acomodarse a la usanza hebrea en señal de particular deferencia y respeto (cf. Gn 33, 3; 1S 24, 9; Est 3, 2), tanto más que, para él, Pedro era un enviado de Dios, anunciado de antemano (cf. v.6; cf. Ap 19, 10; Ap 22, 8-9). Desde luego, no parece que en el gesto de Cornelio, a quien se alaba como "piadoso y temeroso de Dios" (v.2), hayamos de suponer intención alguna idolátrica, como en el caso de los licaonios con Saulo y Bernabé (cf. Hch 14, 12). Ni la respuesta de Pedro ordenándole levantarse, pues él "también era hombre" (v.26), exige necesariamente otra cosa.
Desde el primer momento, dada su manera de expresarse, Pedro demuestra conocer ya el significado profundo de la misteriosa visión tenida anteriormente, pues no habla de alimentos, sino de que Dios "le ha mostrado que a ningún hombre debía llamar manchado o impuro" y que por eso se ha atrevido a entrar en casa de Cornelio (v.28-29; cf. Hch 15, 9). Cuándo le hubiese mostrado Dios ese significado profundo de la visión, no se dice de modo explícito, pero es claro que fue al llegar los mensajeros de Cornelio y decirle el Espíritu Santo que los ha enviado él y que vaya con ellos (v.20). Pedro vio claro que la misteriosa visión era un símbolo por el que Dios le daba a entender que, frente a las prescripciones judías, no había ya por qué distinguir entre puro e impuro, trátese de animales o trátese de hombres. Al volver a oír de labios de Cornelio (v.30-32) lo mismo que le habían contado ya sus mensajeros (v.22), Pedro se ratifica en la misma idea.

Hch 10, 34-43

Es éste el primer discurso de Pedro ante un auditorio no judío. La construcción gramatical en el texto original griego de los Hechos es bastante irregular. Probablemente esa incoherencia de las frases haya de atribuirse al propio Pedro, máxime si hubo de hablar en griego, lengua que no le era familiar. La autoridad de Pedro, así como la importancia de la escena, harían que esas frases quedasen bien grabadas en la memoria de los oyentes, y así llegasen a Lucas, quien las habría insertado en su relato sin atreverse a modificarlas en lo más mínimo.
Podemos distinguir en este discurso de Pedro: una especie de exordio, en que presenta la idea fundamental de aquel momento (v.34-36), y una exposición o resumen de la vida de Jesús (v.37-41), a quien Dios constituye juez de vivos y muertos (v.42) y del que dan testimonio todos los profetas (v.43).
Por lo que respecta al discurso, la afirmación fundamental es clara: absoluta igualdad de todos los seres humanos ante Dios, trátese de esta o de aquella nación, de judíos o de gentiles (v.34-35). Incluso podemos ver insinuada la superioridad que, no obstante esa igualdad, compete en cierto sentido a los judíos, que tienen el privilegio de que a ellos haya sido destinado en primer lugar el mensaje evangélico (v.36; cf. Hch 3, 26; Hch 13, 46; Rm 1, 16; Rm 3, 2). Cuando Pedro dice: "En verdad reconozco (?p ??? e?a? ?ata?aµß???µa?) que no hay en Dios acepción de personas" (v.34), está claro, dado el contexto (cf. Hch 10, 14.28; Hch 11, 17), que se está refiriendo a una convicción adquirida entonces, merced a la misteriosa visión de Joppe (Hch 10, 11-16), aclarada con el relato de lo acaecido a Cornelio (Hch 10, 20-23). No que antes de ese momento Pedro creyese que había en Dios "acepción de personas," prefiriendo injustamente unos a otros, lo cual sería contra la afirmación explícita de la Escritura (cf. Dt 10, 17), sino que hasta entonces, al igual que los judíos en general, consideraba muy natural que Dios, dueño absoluto de sus dones, prefiriese la nación judía a todas las otras, puesto que así él lo había determinado (cf. Gn 17, 7; Ex 19, 4-6; Si 36, 14).
Es cierto que ya Jesucristo, en varias ocasiones y de varias maneras, había dicho que todas las naciones estaban llamadas a formar parte de su reino (cf. Mt 8, 11; Mc 16, 15-16; Jn 10, 16; Hch 1, 8); es más, Pedro mismo en sus anteriores discursos daba por supuesta esta misma verdad, al afirmar que la bendición mesiánica estaba destinada no sólo a los judíos, sino también "a los que están lejos" (cf. Hch 2, 38) o, como dice en otra ocasión, a los judíos "en primer lugar" (cf. Hch 3, 26), con lo que daba a entender que también estaba destinado a otros, es decir, a los gentiles. Pero todo eso en nada se oponía a que, bajo el influjo de su formación judaica, siguiese estableciendo aún clara separación entre judíos y gentiles.
En efecto, tengamos en cuenta que ya en el Antiguo Testamento había profecías de índole universalista, anunciando que judíos y gentiles formarían un solo pueblo bajo la dirección del Mesías (cf. Is 2, 2-4; Is 49, 1-6; Jl 2, 27; Am 9, 12; Mi 4, 1). Los judíos, como es obvio, conocían perfectamente esas profecías, pero las interpretaban siempre en el sentido de que los gentiles habían de sujetarse a la circuncisión y observar la Ley mosaica. Ellos eran el pueblo único, superior a todos los otros, a quienes podían, sí, recibir en su seno, pero sólo en la medida en que consintiesen renunciar a su nacionalidad para hacerse judíos religiosa y nacionalmente. Y esta mentalidad seguía aun después de su conversión a Cristo. Para un judío, todo incircunciso, por muy simpatizante que fuera con el judaísmo, como era el caso de Cornelio (cf. Hch 10, 2.22), era considerado como impuro, con el que no se podía comer a la misma mesa. Y ésta era la idea que seguía teniendo Pedro hasta la visión divina, cuando lo de Cornelio (cf. Hch 10, 14.28; Hch 11, 5-17), la que tenían los fieles de Jerusalén (cf. Hch 11, 3), y la que bastante tiempo más tarde, cuando las cosas ya estaban claras, querían seguir manteniendo algunos judío-cristianos, que logran incluso intimidar a Pedro (cf. Ga 2, 12). A cambiar esa mentalidad viene precisamente la visión celeste a, Pedro: que prescinda de esos prejuicios de pureza legal, pues "lo que Dios ha purificado, no ha de llamarse impuro" (cf. Hch 10, 15.18). En el concilio de Jerusalén, aludiendo a esta visión, Pedro concretará que es "por la fe" como Dios, sin necesidad de la circuncisión, ha purificado el corazón de los paganos (cf. Hch 15, 9).
Presentada, como exordio de su discurso, esta verdad fundamental, Pedro ofrece a continuación a sus oyentes un breve resumen de la vida pública de Jesucristo, insistiendo particularmente en el hecho de sus milagros y de su muerte y resurrección (v.37-41). Les dice, además, que ellos, los apóstoles, "testigos de su resurrección elegidos de antemano por Dios", han recibido el encargo de predicar al pueblo y de testificar que ese Jesús de Nazaret ha sido constituido por Dios "juez de vivos y muertos" (v.42). No dice que ha sido constituido "Señor y Mesías," como en su primer discurso ante auditorio judío (cf. Hch 2, 36), sino "juez de vivos y muertos," prerrogativa que para auditorio gentil era más fácil de entender. La expresión "vivos y muertos," usada también en otros lugares de la Escritura (cf. 2Tm 4, 1; 1P 4, 5), pasará luego al Símbolo de los Apóstoles, y en ella podemos ver una confirmación de la doctrina expuesta por San Pablo de que los hombres de la última generación, que vivan en el momento de la parusía, no morirán (cf. 1Co 15, 51; 1Ts 4, 15-17). De éstos que se hallen con "vida," y de los "muertos" que habrán de resucitar para el juicio, ha sido constituido "juez" Jesucristo (cf. Mt 13, 41-43; Jn 5, 22).
Otra razón añade Pedro, exhortando a sus oyentes a creer en Jesucristo, y es el testimonio de los profetas (cf. Is 49, 6; Za 9, 9) de que por la fe en su nombre es como obtendremos la remisión de nuestros pecados o, lo que es lo mismo, la salud mesiánica (v.43). Nueva prueba de las excelsas prerrogativas de que está investido Jesús de Nazaret. A esta fe, necesaria para obtener la salud, había aludido ya Pedro en sus anteriores discursos ante auditorio judío (cf. Hch 2, 38; Hch 3, 16; Hch 4, 12).

Hch 10, 44-48

Con razón ha sido llamada esta escena el "Pentecostés de los gentiles." Es Pedro mismo quien establece equiparación entre ambos fenómenos (cf. Hch 10, 47; Hch 11, 15; Hch 15, 8); ni creemos, contra lo que algunos afirman, que el "hablar en lenguas" de aquí (v.46) haya de interpretarse de diversa manera que el "hablar en lenguas" de entonces (Hch 2, 4).
El Espíritu Santo desciende no sólo sobre Cornelio, sino sobre todos los de su casa, familia y servidumbre, que se hallaban más o menos en las mismas condiciones de su amo (cf. Hch 10, 2-7.24.33-44; Hch 11, 15). Hay otros varios lugares en que se alude a estos casos de conversión colectiva (cf. Hch 16, 15.31.34; Hch 18, 8; 1Co 1, 16). El fenómeno tuvo lugar, a lo que parece, mientras Pedro estaba todavía hablando, es decir, antes de terminar su discurso (cf. Hch 10, 44; Hch 11, 15). Los judío-cristianos que habían acompañado a Pedro desde Joppe (cf. Hch 10, 23; Hch 11, 12), no salían de su asombro, viendo que a los gentiles, sin necesidad de pasar antes por Moisés, así se concedían los dones del Espíritu Santo (v.45). No parece que entre estos que se asombran hayamos de incluir también a Pedro, pues las anteriores revelaciones le habían dado ya claramente a conocer que en Dios no había "acepción de personas" (cf. v.15.28.34). Desde luego, el texto nada dice de él. Con todo, no cabe duda que esta nueva intervención del Espíritu fue también para Pedro una clara señal de cuál era la voluntad divina, obligándole más y más a dar el gran paso respecto de los gentiles. De hecho, el mismo Pedro lo reconoce así (Hch 10, 47; Hch 11, 17).
Por lo que respecta al bautismo "en el nombre de Jesucristo," que Pedro ordena administrar (v.48), remitimos a lo dicho al comentar Hch 2, 38. Notemos únicamente que no es Pedro quien bautiza, sino que encarga hacerlo, lo que parece indicar que los apóstoles habían confiado esa misión a otros (cf. Hch 19, 5; 1Co 1, 14-17). Notemos también que es éste el único caso en que, antes del bautismo, habían recibido ya los recién convertidos al Espíritu Santo (v.44). Algunos añaden también el caso de Pablo (cf. Hch 9, 17-18), pero ya indicamos, al comentar ese pasaje, que el texto de los Hechos no está claro a este respecto. Es natural que la efusión del Espíritu fuese algo posterior al bautismo, que es la puerta de entrada en la Iglesia (cf. Hch 2, 38; Hch 8, 1 6; Hch 19, 5-6); si no fue así en el caso de Cornelio, era porque quería Dios manifestar públicamente ante Pedro y los demás judíos asistentes a la escena que también los gentiles, sin necesidad de la circuncisión, podían ser agradables a sus ojos y entrar en la Iglesia. Por eso Pedro, ante tal testimonio, ordena bautizarlos, para que así queden agregados a la comunidad cristiana (cf. Hch 10, 47).

Hch 11, 1-18

Es natural esta reacción de la comunidad cristiana de Jerusalén (v.1-3). Lo realizado por Pedro era algo que se salía totalmente de los cauces por los que había discurrido hasta entonces la predicación evangélica. Propiamente no se le reprocha el que haya predicado a los gentiles, e incluso que los haya bautizado, sino el que haya "entrado a los incircuncisos y comido con ellos" (v.3), promiscuidad humillante para Israel, a quien las Escrituras habían reservado siempre una condición de privilegio. Indirectamente se le reprocha también el que los haya bautizado, no precisamente por razón del bautismo, cosa que se había hecho ya desde un principio en la Iglesia (cf. Hch 6, 5), sino por haberlos bautizado siendo impuros, es decir, sin pasar antes por la circuncisión.
El reproche se lo hacen "los que eran de la circuncisión" (v.2), frase cuya amplitud de significado no es fácil de concretar. Desde luego, no puede interpretarse como contraposición a otro grupo que procediese del gentilismo, tal como se usa en Col 4, 11, pues no es creíble que en la comunidad de Jerusalén hubiese por esas fechas fieles incircuncisos. Tampoco juzgamos creíble que fuese la iglesia entera de Jerusalén, con los apóstoles a la cabeza, la que de modo poco menos que oficial hiciese ese reproche a Pedro; lo más probable es que se aluda a aquellos fieles de la iglesia jerosolimitana que estaban especialmente apegados a las observancias mosaicas, y cuyas tendencias volverán a aparecer varias veces en esos primeros años de la Iglesia (cf. Hch 15, 1.5; Ga 2, 4.12). Aunque no debemos olvidar que todos los judío-cristianos, en general, como eran los que componían la comunidad de Jerusalén, estaban dominados más o menos por la misma mentalidad. El caso de Pedro, que en el capítulo precedente hemos comentado, es muy instructivo a este respecto (cf. Hch 10, 14-28-34). Y es que era muy difícil a los judíos, aun después de convertidos a la fe, dejar a un lado sus prerrogativas de pueblo elegido, haciendo tabla rasa de todo un sedimento de siglos, para resignarse a una situación de igualdad con los aborrecidos "paganos." Dios no tiene prisa, y a su hora se conseguirá el objetivo. Para ello, el Espíritu Santo se encargará de ir dando los toques oportunos, como el que acaba de dar a Pedro para la admisión de Cornelio; con todo, deberá pasar aún bastante tiempo hasta que esa verdad adquiera forma clara en el alma de los judíos convertidos a Cristo (cf. Hch 21, 20-24).
La defensa de Pedro ante el reproche que le hacen se reduce a hacerles ver que había estado guiado en cada paso por Dios, y que no haber bautizado a Cornelio y los suyos hubiera sido desobedecer a Dios (v.2-17). Su argumentación no tenía réplica; de ahí, la conclusión del relato: "Al oír estas cosas callaron y glorificaron a Dios, diciendo: Luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida" (v.18).

Hch 11, 19-26

Enlazando con Hch 8, 1, cuenta aquí San Lucas los orígenes de la iglesia de Antioquía, al afirmar que fueron los dispersados con ocasión de la muerte de Esteban los que evangelizaron esta ciudad (v.19). Era Antioquía, capital de la provincia romana de Siria, la tercera ciudad del imperio por su importancia, después de Roma y Alejandría. Contaba entonces, a lo que parece, alrededor del medio millón de habitantes, y en ella eran muy numerosos los judíos, que gozaban incluso de bastantes privilegios. Eran célebres en el mundo entero sus jardines de Dafne, a unos 10 kilómetros de la ciudad, con sus bosques sagrados y su templo de Apolo.
A esta ciudad llegan esos dispersados con ocasión de la muerte de Esteban (v.19), al igual que otros se habían dispersado por Judea y Samaría (cf. Hch 8, 1.4). En un principio no predican sino a los "judíos" (v.16), pero hubo algunos que comenzaron a predicar también a los "griegos" (v.20). No está claro en el relato de Lucas si estos de los dispersados que predican a los "griegos" constituyen una misión posterior y distinta a la de los que "sólo predicaban a los judíos." Bien puede ser que sí, pero bien puede ser también que se trate del mismo grupo de "dispersados," entre los que algunos, de espíritu más universalista, se decidieron a extender su predicación también a los "griegos". "Lo que sí parece cierto es que antes había tenido lugar ya la conversión de Cornelio (Hch 10, 1-48), pues San Lucas la ha referido antes, y no hay motivo alguno para negar valor cronológico a la narración. Además, las palabras de Pedro en el concilio de Jerusalén: "Determinó Dios que por mi boca oyesen los gentiles la palabra del Evangelio" (Hch 15, 7), claramente dan a entender que fue él quien primero dio ese paso de admisión de los gentiles en la Iglesia. La admisión de Cornelio habría sido, pues, el punto de partida para esa nueva orientación que en Antioquía comienza a darse a la predicación del Evangelio. Nunca se dice, es verdad, que los predicadores de Antioquía hubiesen tenido noticia de la conversión de Cornelio, pero ello parece evidente, pues el hecho había tenido enorme repercusión (cf. Hch 11, 1-2), y la manera de expresarse de Pedro en el concilio de Jerusalén así lo aconseja.
La predicación obtiene muy halagüeños resultados, pues "la mano del Señor estaba con los predicadores" (v.21), es decir, se notaba a través de diversas señales y prodigios una especial intervención por parte de Dios (cf. Hch 4, 30). Llegada la noticia a Jerusalén, envían allá a Bernabé, "hombre bueno y lleno del Espíritu Santo" (v.22-24), del cual ya teníamos referencias en los capítulos anteriores (cf. Hch 4, 36-37; Hch 9, 27). No se especifica cuál era concretamente la misión de Bernabé; pero, ciertamente, no era sólo en orden a informar a los apóstoles, pues vemos que no regresa a Jerusalén. Más bien debió confiársele el que se hiciese cargo personalmente de la situación, asegurándose de que la doctrina que se predicaba era exacta y procurando evitar los roces con los cristianos procedentes del judaísmo. La misión era en extremo delicada, pero Bernabé la debió llevar a cabo con sumo tacto y clara visión de la realidad, pues, en poco tiempo, una "gran muchedumbre" se convierte al Señor (v.24). Y otro gran mérito suyo fue que, viendo que la mies era abundante, va a Tarso en busca de Saulo, el futuro gran apóstol, a quien sabía libre de prejuicios judaicos y con una misión para los gentiles (cf. Hch 9, 15; Hch 22, 21), trabajando luego juntos durante un año en Antioquía (v.25-26; cf. Hch 9, 30). El había sido quien le había introducido ante los apóstoles (Hch 9, 27), y él es ahora quien le introduce definitivamente en el apostolado.
El éxito es tal que, desde este momento, el centro de gravedad de la nueva religión, hasta entonces en Jerusalén, puede decirse que comienza a trasladarse a Antioquía. Aquí nos encontramos con una "muchedumbre numerosa" de creyentes (v.26), y de aquí partirán luego las grandes expediciones apostólicas de Pablo por Asia Menor y Europa, que darán ya un carácter plenamente universal a la nueva religión, con comunidades cristianas florecientes en las principales ciudades del imperio (cf. Hch 13, 1-21). Fue precisamente en Antioquía, a raíz de la predicación de Bernabé y Saulo, donde a los convertidos a la nueva fe comienza a dárseles el nombre de "cristianos" (v.26). Y es que hasta entonces, al menos ante el gran mundo, no se les distinguía de los judíos, dado que la nueva religión se predicaba sólo a judíos, y, para los que se convertían, la Ley y el templo seguían conservando todo su prestigio (cf. Hch 2, 46; Hch 3, 1; Hch 15, 5; Hch 21, 20). Es ahora cuando, con la conversión también de gentiles, comienzan a aparecer ante el mundo como algo distinto y adquieren personalidad pública. De ahí la creación de un nombre especial, el de cristianos. Parece que fue el pueblo gentil de Antioquía el que primero comenzó a usar este nombre para designar a los seguidores de la nueva religión, considerando sin duda el apelativo "Cristo" (Ungido) como nombre propio, de donde derivaron el adjetivo "cristiano." Ni es de creer que este nombre se diese solamente a los fieles de origen gentil, como han afirmado algunos. Lo mismo los textos de los Hechos (Hch 11, 26; Hch 26, 28) que el de la carta de San Pedro (1P 4, 16), únicos tres lugares de la Escritura en que aparece este nombre, parecen tener claramente sentido general.
Según algunos autores, habría sido también en Antioquía donde comienza a dársele a Jesucristo el título de "Señor." Mientras hasta aquí se habría hablado de Jesús como "Cristo" o "Mesías" (cf. Hch 2, 31; Hch 3, 20; Hch 4, 26; Hch 5, 42; Hch 8, 5; Hch 9, 22), ahora se comenzaría a hablar de él como "Señor." De hecho, la predicación se hace "anunciando al Señor Jesús" (v.20), y los antioquenos "se convierten al Señor" (v.21.24), y Bernabé les exhorta a "perseverar fieles al Señor" (v.23). Y es que el título "Cristo" (= Mesías) respondía más bien a una concepción judía, y decía muy poco a un auditorio gentil; por eso se habría preferido el de "Señor" (Kúpios), título entonces muy usado para designar ora al emperador (cf. Hch 25, 26), ora a otras personas de elevado rango. Con frecuencia se unía también a nombres de divinidades, por lo que, en la mentalidad popular, tal título estaba como revestido de cierto color sagrado, y era muy apto para aplicarlo a Jesucristo.
Creemos, sin embargo, que la conclusión va demasiado lejos. No negamos que ante el auditorio gentil de Antioquía fuera preferido el título de "Señor," como más expresivo que el de "Mesías"; pero ciertamente no comenzó entonces a aplicarse ese título a Jesucristo, como ya explicamos ampliamente al comentar Hch 2, 36.

Hch 11, 27-30

Varias veces aluden los historiadores romanos a los estragos causados por el hambre en diversas regiones del imperio bajo el reinado de Claudio (41-54). También Josefo se refiere al mismo tema en tres ocasiones, haciendo notar que fue sobre todo en tiempos del procurador Tiberio Alejandro (a. 46-48) cuando más gravemente el hambre afectó a Palestina. Está, pues, en perfecta armonía con los documentos profanos esa alusión de Lucas al hambre predicha por Agabo, "... que vino bajo Claudio" (v.28).
Lo que ya no está tan claro es el nexo cronológico entre predicción de Agabo, colecta para Jerusalén y hambre bajo Claudio. Desde luego, no creemos, en contra de lo que algunos han querido deducir, que las palabras "la cual vino bajo Claudio" demuestren que, al tiempo de esa predicción, Claudio no reinaba aún y, por tanto, la bajada de Agabo a Antioquía haya de ponerse antes del año 41. Tampoco es necesario que la colecta de Antioquía coincida exactamente con la época de mayor carestía en Palestina, que, al decir de Josefo, habría sido en los años 45-48 bajo los procuradores Cuspio Fado y Tiberio Alejandro. Más bien creemos, atendido el conjunto del relato, que nos hallamos hacia el año 44, pues es el año en que murió Herodes; y la vuelta de Pablo y Bernabé a Antioquía, una vez entregada la colecta en Jerusalén, parece relacionada cronológicamente con la muerte de Herodes (cf. Hch 12, 23-25). Habría sido entonces, años 43-44, cuando tuvo lugar la predicción de Agabo y la colecta para Jerusalén. Eran también años de carestía, como, en general, durante todo el reinado de Claudio; aunque el agobio mayor, por lo que se refiere a Palestina, viniera luego en los años 45-48, a cuya etapa más crítica aludiría (en futuro) la profecía de Agabo. Los fieles de Antioquía no habrían esperado a esa etapa más crítica para organizar y enviar su colecta, sino que lo habrían hecho antes, en previsión del futuro; tanto más que, sin duda, tenían noticia de la penuria, agravada ahora por las carestías, en que se desenvolvía la comunidad de Jerusalén, penuria que seguirá también en el futuro y que obligará a San Pablo a organizar frecuentes colectas en su favor (cf. Rm 15, 26; 1Co 16, 1; Ga 2, 10).
Llama la atención que la colecta sea enviada "a los presbíteros" (v.30), sin mencionar para nada a los apóstoles. ¿Quiénes eran estos "presbíteros"? Desde luego, parece claro que se trata de los mismos personajes de que se vuelve a hablar más adelante, juntamente con los apóstoles, y que constituían una especie de colegio o senado que ayudaba a éstos en el gobierno de la comunidad jerosolimitana (cf. Hch 15, 2.4.6.22.23; Hch 16, 4; Hch 21, 18). El hecho de que los "apóstoles" no sean aquí aludidos quizá sea debido a que, por ser tiempos de persecución (cf. Hch 12, 1-2), o bien estaban en la cárcel, como expresamente se nos dice de Pedro (Hch 12, 4), o bien se habían ausentado ya de Jerusalén, como vemos que hace el mismo Pedro, una vez liberado (Hch 12, 17). También pudiera ser que no se aluda a ellos simplemente porque se trataba de un asunto de orden material, como era la distribución de limosnas, y los apóstoles ya anteriormente habían mostrado su propósito de dejar a otros esos menesteres (cf. Hch 6, 2). La cosa es dudosa.
Mas sea como fuere, ciertamente la misión de los "presbíteros" cristianos, que en este lugar aparecen por primera vez, no debe reducirse a funciones exclusivamente de administración temporal, pues poco después les vemos intervenir en funciones de tipo doctrinal y de gobierno (cf. Hch 15, 6; Hch 16, 4; Hch 21, 18-23). Pablo y Bernabé, tomando, sin duda, por modelo lo que se hacía en Jerusalén, los ponen al frente de las comunidades por ellos fundadas (Hch 14, 23); y en las pastorales se habla de ellos como de algo regularmente establecido en todas las iglesias (cf. 1Tm 5, 17-19; Tt 1, 5). A estos "presbíteros" hay que equiparar los "obispos," de que se habla en otros lugares (cf. Hch 20, 28; Flp 1, 1; 1Tm 3, 2; Tt 1, 7), pues, según todos los indicios, se trata de términos sinónimos e intercambiables, sin que haya que ver en ellos todavía la diferencia que tales nombres indicarán más tarde. Parece ser que, mientras duró el templo y con él el sacerdocio de la antigua Ley, el término sacerdotes (?e?e??) quedó reservado para los ministros del culto mosaico, adoptando los cristianos para, sus sacerdotes o dignatarios locales el de "presbíteros" u "obispos," términos de uso entonces bastante corriente en organizaciones judías y griegas. Con esos términos quedarían significados los presbíteros en el sentido actual, es decir, los sacerdotes del segundo grado de la jerarquía; los obispos, en el sentido que nosotros entendemos esa palabra, habrá que buscarlos en Tito, Timoteo, Marcos, Lucas y otros colaboradores de los apóstoles, quienes, a juzgar por los datos que nos ofrecen las pastorales, estaban revestidos, al menos al final de la vida de San Pablo, de amplios poderes para establecer "diáconos" y "presbíteros-obispos" en las iglesias particulares. El valor prácticamente sinónimo entre "presbítero" y "obispo," lo mismo en los Hechos que en las Epístolas paulinas, atestigua un período de organización y de jerarquía todavía inicial, pues unos cincuenta años más tarde, en las cartas de San Ignacio de Antioquía, existirá ya una clara distinción de términos, apareciendo el "obispo" en el vértice de la jerarquía, y debajo de él los "presbíteros" y "diáconos".
La colecta es enviada por medio de Bernabé y Saulo (v.30). Es esta la segunda vez que San Pablo visita Jerusalén después de su conversión; suele llamarse "viaje de las colectas." Anteriormente había hecho ya una primera visita a la ciudad santa, partiendo desde Damasco (cf. Hch 9, 26). Hay autores que quieren identificar este "viaje de las colectas" con el de Ga 2, 1-10, igual que hemos identificado el que hizo desde Damasco (Hch 9, 26) con el de Ga 2, 18. Sin embargo, como en su lugar explicaremos, no es con este de las colectas, sino con el que hizo para asistir al concilio de Jerusalén (Hch 15, 2-30) con el que debe identificarse el de Ga 2, 1-10. Lo que sucede es que, en la carta a los Gálatas, salta del primer viaje (Ga 1, 18) al tercero (Ga 2, 1), sin mencionar el "viaje de las colectas," debido a que no pretende dar una lista completa de sus viajes, sino sólo recordar aquellos que interesan a su propósito de hacer ver que no ha recibido su evangelio de los hombres, sino mediante revelación de Jesucristo; y para esa finalidad de nada servía recordar el "viaje de las colectas," sin alcance alguno doctrinal.

Hch 12, 1-5

La expresión "por aquel tiempo" (v.1), aunque algo imprecisa, indica cierta concatenación de lo que va a seguir con los hechos precedentes; y más aún, atendido el v.25, del que parece deducirse que, durante los hechos aquí narrados, los comisionados de Antioquía, Bernabé y Saulo (cf. Hch 11, 30), estaban en Jerusalén.
El Herodes aludido (v.1) es Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande, el asesino de los inocentes (Mt 2, 16), y sobrino de Herodes Antipas, el que hizo matar a Juan Bautista (Mt 14, 1-12). Era hijo de Aristóbulo, a quien su propio padre, Herodes el Grande, hizo matar en el año 7 a. C., cuando el pequeño Agripa tenía solamente tres años. Fue enviado a Roma con su madre Berenice, y educado en la corte imperial. Muerta su madre, llevó una vida desordenada y aventurera, hasta el punto de que Tiberio, poco antes de su muerte, en el año 37 d. C., le hizo encarcelar. Al subir al trono Calígula (a. 37-41), su compañero en el desenfreno, le colmó de beneficios y le nombró rey, dándole algunos territorios en la Palestina septentrional, que habían pertenecido a Filipo y Lisanias, como tetrarcas (cf. Lc 3, 1). Poco después, en el año 39, al caer en desgracia Herodes Antipas, le agregó los territorios de Galilea y Perea. Más tarde, Claudio, en seguida de subir al trono, a principios del año 41, le añadió Judea y Samaría, de modo que prácticamente logra volver a reunir bajo su cetro todos los territorios que habían pertenecido a su abuelo, Herodes el Grande. Hijos suyos fueron Herodes Agripa II, Berenice y Drusila, personajes de quienes San Lucas hablará más adelante (cf. Hch 24, 24; Hch 25, 13).
Este era el hombre que iba a enfrentarse con la naciente Iglesia. Muy hábil para ganarse el favor de los poderosos, procuraba ganarse también las simpatías y afecto de sus súbditos. Josefo cuenta a este respecto detalles muy interesantes. Parece que su persecución contra los cristianos, más que de animosidad personal contra ellos, procedía de este su deseo de congratularse más y más con los judíos (cf, v.3). Al contrario que en la anterior persecución, cuando la muerte de Esteban (cf. Hch 8, 1), parece que ahora se busca sobre todo a los apóstoles (v.2-3); sin duda que éstos, después de lo de Cornelio y de la predicación en Antioquía, admitiendo a los gentiles, se habían ido enajenando el apoyo popular, de que gozaban en un principio (cf. Hch 2, 47; Hch 4, 33; Hch 5, 13), de ahí ese "viendo que esto era grato a los judíos" (v.3). Quería ahora el pueblo que se fuera directamente a los jefes, pues la nueva religión se seguía difundiendo de manera alarmante y peligraban los privilegios de Israel.
Es curioso que San Lucas, que tan por menudo cuenta la muerte de Esteban cf. Hch 6, 8-7.60), no dé detalle alguno sobre la muerte de Santiago, contentándose con decir que fue ejecutado "por la espada" (v.2) es decir, decapitado. Probablemente ello es debido a una razón de tipo literario; es, a saber: la de no desviar la atención del lector del tema principal, que, en todo el pasaje, es Pedro. Este Santiago decapitado por Herodes es Santiago el Mayor, hermano de San Juan, y uno de los tres predilectos del Señor (cf. Mc 5, 37; Mc 9, 2; Mc 14, 33)· No debe confundirse con Santiago el Menor, hijo de Alfeo (cf. Mt 10, 3), del cual se hablará luego en el v.17. Fue el primero de los apóstoles que derramó su sangre por la fe; con su martirio queda cumplida la predicción del Señor de que "bebería su cáliz" (cf. Mt 20, 23). Una venerable tradición lo considera como el primer evangelizador de España. Sin embargo, los testimonios son bastante tardíos, y, desde luego, resulta muy difícil creer que antes del año 44, fecha de su muerte, se predicase ya públicamente a los gentiles el evangelio en España, cuando vemos que San Lucas considera como una novedad lo de Antioquía (cf. Hch 11, 20-26), y que, incluso años más tarde, se discuta aún agriamente la cosa, que resolverá de modo definitivo el concilio de Jerusalén (cf. Hch 15, 1-29).
Por lo que respecta al encarcelamiento de Pedro, nos dice San Lucas que era "por los días de los Ázimos" (v.4; cf. Hch 20, 6; Mt 26, 17), es decir, durante las fiestas pascuales (14-21 de Nisán), llamadas también de los "Ázimos," porque en esos días estaba prohibido comer pan fermentado (cf. Ex 12, 6-20). La guardia que Herodes manda poner en la cárcel es severísima, destinando cuatro escuadras de soldados al efecto (v.4). Cada escuadra se componía de cuatro soldados, dos de los cuales quedaban de guardia fuera de la puerta del calabozo (v.10), y los otros dos permanecían continuamente junto al preso (v.6). No todas las escuadras estaban de servicio al mismo tiempo, sino que, conforme era costumbre, se iban alternando de tres en tres horas, es decir, en cada una de las cuatro partes en que estaba dividido el día (prima, tercia, sexta y nona) y en cada una de las cuatro correspondientes vigilias de la noche. Sin duda, Herodes tomaba todas estas precauciones para evitar que se repitiera la inexplicable evasión llevada a cabo anteriormente por el mismo Pedro (cf. Hch 5, 19) y de la que seguramente estaba informado.
Pero mientras así era encarcelado Pedro y se tomaban todas esas precauciones, la Iglesia "oraba con mucho fervor a Dios por él" (v.5).

Hch 12, 6-17

Toda esta escena de la liberación de Pedro es de un subidísimo realismo y está llena de colorido. Probablemente San Lucas recibió su información directamente del mismo Pedro; y, por lo que se refiere a los animados incidentes en casa de María, la madre de Juan Marcos (v.1a-17), muy bien pudo ser el mismo Marcos, sin duda testigo ocular, quien le contara todos esos pintorescos detalles.
De este Juan Marcos, primo de Bernabé (cf. Col 4, 10), se vuelve a hablar luego en el v.25- Acompañará a Bernabé y Pablo al principio de su primer viaje apostólico (cf. Hch 13, 5); pero luego les abandonará, cuando los dos misioneros, dejando Chipre, pasan a Asia (cf. Hch 13, 13). Al comenzar el segundo viaje apostólico, Pablo no quiere llevarle consigo, a pesar de las instancias de Bernabé, por lo que se produjo cierto disentimiento entre ambos apóstoles, embarcándose para Chipre con Bernabé (cf. Hch 15, 37-39). Más tarde le volvemos a encontrar entre los colaboradores de San Pablo (cf. Col 4, 10; Flm 24; 2Tm 4, 11). También aparece como discípulo y colaborador de San Pedro (1P 5, 13). Es el autor del segundo evangelio. Debía ser de familia algo acomodada, pues vemos que su madre poseía casa en Jerusalén, lo suficientemente amplia para que sirviera de lugar de reunión a los cristianos (v.12). Es probable que sea la misma casa en que, después de la ascensión del Señor, se reunían los apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 13).
A esta casa de María, madre de Juan Marcos, llega Pedro, una vez liberado de la prisión, probablemente la torre Antonia, lugar en que ciertamente fue encarcelado más tarde San Pablo (cf. Hch 22, 24). Es natural que los reunidos en casa de María, ante lo insólito del caso, no dieran crédito en seguida a lo que decía la criada. La exclamación "es su ángel" (v.15) llama un poco la atención. Parece suponer en aquellos cristianos la idea de ángeles que toman la voz de sus protegidos, una especie de "doble" espiritual. Desde luego, el judaísmo, bajo cuyo influjo estaban aquellos primeros cristianos, tenía por aquella época una angelología muy desarrollada; aunque, por lo demás, también Jesucristo, en líneas generales, había hablado de ángeles destinados a la custodia de los seres humanos (cf. Mt 18, 10).
Pedro, como es natural, no quiere detenerse en casa de María. Una medida de elemental prudencia exigía que saliese cuanto antes de Jerusalén. Por eso, después de avisar a los reunidos que "cuenten todo a Santiago," él se fue "a otro lugar" (v.17). Este Santiago es indudablemente el mismo que luego vemos aparecer al frente de la iglesia de Jerusalén (Hch 15, 13-21; Hch 21, 18; 1Co 15, 7; Ga 2, 9-12) y a quien San Pablo llama "hermano del Señor" (Ga 1, 19). Como ya explicamos al comentar Hch 1, 14, creemos que se trata del apóstol Santiago, llamado el Menor. No sabemos si estaba escondido en la ciudad o se había alejado de ella.
En cuanto a poder concretar ese "otro lugar" a que se dirige San Pedro, se han hecho muchas hipótesis. Lo más probable es que se trate de Antioquía o de Roma. Algunos prefieren Antioquía, pues bastantes testimonios antiguos y también la liturgia le consideran como el primer obispo de esa ciudad, y parece que hubo de ser en esta ocasión cuando fuera a residir allí. Desde luego, no cabe duda de que San Pedro estuvo en Antioquía (cf. Ga 2, 11); pero que fuera precisamente en esta ocasión, eso ya no consta. El hecho de que no se le mencione luego entre los personajes de esa iglesia (cf. Hch 13, 1-3), más bien es argumento en contra. Lo más probable es que ese "otro lugar" sea Roma. Es precisamente la época en que nos encontramos. Ciertamente extraña que Lucas no cite a Roma por su nombre; pero, como en otras ocasiones parecidas (cf. Lc 9, 56), quizás sea ello debido a una razón de tipo literario, la de no verse como obligado a continuar narrando hechos de Pedro. Despide así a su personaje, dejando sin señalar ese "otro lugar"; en adelante, el centro de sus narraciones será únicamente Pablo. Si vuelve a nombrar a Pedro es sólo incidentalmente y, desde luego, en relación con los hechos de Pablo (cf. Hch 15, 7-12). Advirtamos, sin embargo, que esa alusión incidental a Pedro es para nosotros de gran valor, demostrando que hacia el año 49, en el concilio apostólico, Pedro estaba de nuevo en Jerusalén. Es la última vez que su nombre aparece en los Hechos.

Hch 12, 18-23

El proceder de Herodes con los guardias, al enterarse que habían dejado escapar a Pedro (v.19), no debe extrañar. Era el habitual en estos casos (cf. Hch 16, 27; Hch 27, 42). Ciertamente que intentarían convencerle de que no había habido negligencia ni complicidad por parte de ellos, pero es natural que la cosa no fuera fácil. El hecho de que los soldados no parecen enterarse de lo acaecido hasta que "se hizo de día" (v.18), demuestra que la huida de Pedro debió tener lugar en la cuarta y última vigilia de la noche; pues, de lo contrario, los soldados del relevo siguiente se habrían dado cuenta de la ausencia del prisionero y habrían dado la voz de alarma antes de que se hiciese de día. El castigo, sin embargo, es probable que se aplicase a las "cuatro escuadras de soldados" (cf. v.4), pues ¿cómo constaba a Herodes con certeza en qué momento había escapado Pedro?
La bajada de Herodes a Cesárea (v.19) debió ser poco después de terminadas las fiestas de Pascua (cf. v.4). Cesárea, ciudad que ya nos es conocida por lo de Cornelio (cf. Hch 10, 1), era su residencia habitual, igual que lo fue luego de los procuradores romanos que le sucedieron en el gobierno de Judea (cf. Hch 23, 23-24; Hch 25, 1-4). En esta ciudad iba a acabar muy pronto sus días. San Lucas nos cuenta con bastante detalle las circunstancias de su muerte (v.20-23). También Josefo se refiere a este mismo hecho de la muerte de Herodes en Cesárea. Entre uno y otro hay perfecta coincidencia en lo sustancial: un solemne acto público en que Herodes se presenta deslumbradoramente vestido, adulaciones por parte del pueblo (evidentemente no judíos) aclamándole como a un dios, agrado de Herodes ante esas aclamaciones blasfemas, súbita muerte del rey.
Hay, sin embargo, dos diferencias: la de que, según los Hechos, ese solemne acto público era una recepción a una embajada de tirios y sidonios, mientras que, según Josefo, eran unas fiestas en honor de Claudio; y la de que, según los Hechos, "le hirió el ángel del Señor... y expiró," mientras que, según Josefo, fue atacado súbitamente de fuertes dolores intestinales y, trasladado a su palacio, murió al cabo de cinco días de agonía. Pero, en realidad, ambas diferencias son fácilmente conciliables. En efecto, las fiestas en honor del emperador no solamente no excluían la legación de tiros y sidonios, sino que más bien eran una oportuna ocasión para recibir tal embajada; tendríamos únicamente que las fuentes de información son distintas en Josefo y en Lucas. Y en cuanto al "ángel del Señor" que hiere al rey, muy bien puede considerarse simplemente como una manera de hablar de Lucas, atribuyendo directamente a Dios, causa primera, lo que en nuestro lenguaje ordinario atribuimos a causas humanas, que es lo que haría Josefo. Ello es frecuente en la Biblia. Como, en fin de cuentas, es Dios quien en su admirable providencia -salva la libertad humana- lo mueve y orienta todo, los autores sagrados, que miran las cosas desde un plano muy alto, dan un salto hasta la causa primera, sin detenerse en la parte externa y visible de las causas segundas. Lo más probable, a juzgar por los datos que da Josefo, es que se trate de un ataque de apendicitis con determinadas complicaciones. Desde luego, Lucas nunca dice que ese "ángel del Señor" que hiere a Herodes fuese visible ni al rey ni a los espectadores; y el hecho de que le hiere "al instante" (pa?a???µa) de recibir los honores divinos, pero muere "comido de gusanos," parece exigir algún intervalo de tiempo antes de la muerte.
Esta noticia de Josefo referente a la muerte de Herodes es para nosotros de un valor extraordinario, sobre todo por lo que respecta a cuestiones de cronología. Dice, en efecto, Josefo, en el lugar antes citado, que Herodes murió "después de cumplirse tres años de su reinado sobre toda Judea," cuando estaba celebrando en su reino grandes fiestas en honor del emperador. Esto nos lleva claramente a la primavera - verano del año 44. A principios de ese año había regresado Claudio triunfante de su expedición a las Islas Británicas, celebrándose en Roma grandes festejos en su honor. Estos festejos se fueron extendiendo luego a las diversas provincias del imperio, y es obvio que Herodes, como rey vasallo, hubiese de asociarse a la alegría general.
La embajada de tirios y sidonios, a que alude San Lucas (v.20-21), habría tenido lugar durante esas fiestas. Al parecer, por lo que puede leerse entre líneas, los habitantes de Tiro y de Sidón, dos puertos de mucho tráfico en la antigüedad, tenían irritado a Herodes, probablemente por rivalidades comerciales con el puerto de Cesárea. Hasta es posible que, como represalia, Herodes hubiese puesto restricciones a la tradicional exportación a Fenicia del trigo de Palestina, que tan abundantemente se producía, particularmente en la llanura de Sarón (cf. 1R 5, 9-11; Ez 27, 17). Por eso, tratan ahora los tirios y sidonios de arreglar las cosas y llegar a una avenencia, debido a que "su región se abastecía del territorio del rey" (v.20).

Hch 12, 24-25

Dos importantes noticias nos da San Lucas en esta breve perícopa: que la palabra del Señor se difundía más y más (v.24), y que Bernabé y Saulo, cumplido su ministerio, regresaron a Antioquía, llevando consigo a Juan Marcos (v.25).
La primera noticia es como un resumen de la situación antes de pasar a un nuevo tema, tal como acostumbra a hacer Lucas (cf. Hch 6, 7; Hch 9, 31). Con la muerte del perseguidor, la Iglesia ha recobrado la libertad. Sabemos, en efecto, que Claudio quiso entregar el reino de Herodes a su hijo Agripa II, joven de diecisiete años, a la sazón educándose en Roma, pero fue disuadido por sus consejeros y hubo de abandonar la idea, pasando de nuevo esos territorios a ser gobernados por procuradores, el primero de los cuales fue Guspio Fado (a.44-46). Las luchas más o menos manifiestas entre los judíos y los nuevos procuradores tuvieron como efecto el que la Iglesia gozase de más libertad.
En cuanto a la segunda noticia, claramente se ve la intención de Lucas de continuar la narración de Hch 11, 29-30. El hecho de que haya diferido la continuación hasta este momento induce a pensar que, durante los hechos anteriormente narrados (prisión de Pedro y muerte de Herodes), Bernabé y Saulo se hallaban en Jerusalén, y que su vuelta a Antioquía ha de colocarse, casi con toda certeza, en la segunda mitad del año 44. Probablemente fue en esta ocasión, estando en Jerusalén, cuando San Pablo tuvo la célebre visión a que alude en su segunda carta a los Corintios, que dice haberle acaecido "catorce años antes" (2Co 12, 2-4). Esta carta, como en su lugar demostraremos, está escrita, según todos los indicios, a fines del año 57.

Hch 13, 1-3

Comienza una nueva etapa en la historia de la Iglesia, con extensión de la predicación evangélica al mundo gentil. Propiamente esta etapa había comenzado ya con la predicación a los gentiles en Antioquía (Hch 11, 20-26), después del arranque inicial dado por Pedro (Hch 10, 1-11, 18); pero es ahora, al iniciarse las grandes expediciones apostólicas a través del imperio romano, cuando de hecho esa predicación adquiere carácter plenamente universal.
La escena que aquí reproduce San Lucas (v.1-3) es el punto de partida para esas grandes expediciones. Nos hallamos en la iglesia de Antioquía, cuya fundación e importancia ya nos son conocidas (cf. Hch 11, 19-30). Bernabé y Saulo habían regresado de Jerusalén, cumplida la misión que se les había encomendado sobre las colectas (Hch 12, 25). El Espíritu Santo, lo mismo que en otras ocasiones de importancia (cf. Hch 2, 4; Hch 8, 29; Hch 10, 19; Hch 15, 28; Hch 16, 6-7; Hch 20, 23), es también aquí quien toma la decisión. En efecto, mientras la iglesia se hallaba reunida, "celebrando la liturgia en honor del Señor (?e?t???????t?? de a?t?? t? ?????) y ayunando," dice el Espíritu Santo a través de alguno de los profetas allí presentes: "Segregadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado" (v.2). No se dice ahí explícitamente cuál es esa "obra," pero por la continuación del relato se ve claramente que se trataba del apostolado entre los gentiles, y que así lo entendieron los allí reunidos (v.3). De Saulo ya Dios había revelado anteriormente que había sido elegido para este apostolado (cf. Hch 9, 15; Hch 22, 21; Hch 26, 17); de Bernabé nada sabíamos a este respecto, a no ser que queramos verlo insinuado en el hecho de haber sido elegido por los apóstoles para que fuese a Antioquía, una vez que se tuvo noticia de que había comenzado allí la predicación a los gentiles (cf. Hch 11, 22).
Ante esa orden del Espíritu Santo, "después de orar y ayunar, les impusieron las manos y los despidieron" (v.3). Probablemente, como parece insinuar ese "después de orar y ayunar," esto se hizo en una reunión posterior, no en la misma en que habían recibido la orden del Espíritu Santo.
Hasta aquí, si nos quedamos en estas líneas generales, la cosa no ofrece grave dificultad. Pero hay en la narración de San Lucas algunos puntos oscuros, que han dado lugar a muchas discusiones, y que conviene analizar. Nos referimos sobre todo a poder concretar quiénes son esos "profetas y doctores" que parecen estar a la cabeza de la iglesia de Antioquía (v.1), y cuál es el significado de la "imposición de manos" sobre Pablo y Bernabé (v.3).
Referente a los "profetas y doctores," se nos da el nombre de cinco, repartidos en dos grupos: uno de tres y otro de dos. Suponen algunos que los tres primeros serían "profetas," y los dos últimos, "doctores"; pero nada podemos afirmar con certeza. Ocupa el primer lugar de la lista Bernabé, que debía ser algo así como el administrador apostólico de aquella iglesia (cf. Hch 11, 22-24); el último lo ocupa Saulo, el antiguo perseguidor convertido, que había sido llevado allí por Bernabé (cf. Hch 11, 25). De los otros tres (Simeón, Lucio y Manahem) nada sabemos, sino lo que aquí dice San Lucas. El hecho de que Lucio se presente como "de Cirene" da derecho a pensar que pertenezca al grupo de dispersados con ocasión de la muerte de Esteban que evangelizaron Antioquía (cf. Hch 11, 20). De Manahem se dice que era "hermano de leche (s??t??f??) del tetrarca Herodes," lo cual puede interpretarse, o en sentido más general de "educado juntamente," o en sentido más estricto, en cuanto que su madre hubiera sido elegida para nodriza del pequeño Herodes. Evidentemente se trata de Herodes Antipas, el que aparece cuando la vida pública de Jesucristo (cf. Mc 6, 14; Lc 23, 8), único de los Herodes que llevó el título de "tetrarca."
Supuestos estos datos, la cuestión fundamental, y fuertemente debatida, es la de determinar cuál es el cargo u oficio que late bajo los nombres "profetas y doctores." De "profetas," no de "doctores," se habla también en (Hch 11, 27-28; Hch 15, 32). Parece que desarrollaban su misión sobre todo en la liturgia comunitaria, y eran designados con esos nombres por razón de su función: los que anuncian el mensaje bajo el impulso e iluminación del Espíritu (= profetas), y los dedicados a la instrucción cristiana ordinaria explicando la parádosis o tradición apostólica (= doctores). A ellos alude también Pablo (cf. 1Co 12, 28; Ef 4, 11) y la Didaché (Did. 13, 1-3; Did. 15, 1-2), obra perteneciente a la primera generación cristiana, no posterior quizá a los mismos evangelios sinópticos.
Según todos los indicios, estos "profetas" y "doctores" pertenecían al ministerio regular eclesiástico y, en definitiva, eran los que, junto con los apóstoles, llevaban en un principio la dirección de las comunidades. Hay un texto en la Didaché, que creo puede darnos bastante luz en toda esta cuestión. El texto viene a continuación de una instrucción relativa a la eucaristía, y dice así: "Elegios, pues, obispos y diáconos dignos del Señor..., pues también ellos os administran el ministerio de los profetas y doctores." Y añade: "No les despreciéis, pues ellos son los honorables entre vosotros, juntamente con los profetas y doctores" (Hch 15, 1-2). Parece claro que el autor de la Didaché, al menos por lo que se refiere a su comunidad, está escribiendo en el momento de transición del ministerio de profetas y doctores al de obispos y diáconos. No porque éstos hayan de excluir a aquéllos, sino porque aquéllos, ordinariamente de condición itinerante (cf. Did. 11, 1-13, 7), no estaban siempre de asiento en la comunidad, y para la "fracción del pan" se necesitaba algo más estable. De ahí ese: "elegíos, pues, ...," a continuación de la instrucción sobre la eucaristía, y de ahí también ese: "No les despreciéis..," pues los obispos y diáconos, por eso de ser clero indígena, nacido de la misma comunidad, tenían peligro de ser menos respetados que los profetas y doctores, generalmente misioneros ambulantes venidos de fuera. Tendríamos, pues, explicada la relación entre profetas-doctores de una parte, y obispos-diáconos de otra, no siendo éstos sino como prolongación y representantes de aquéllos en las iglesias locales. Del carácter sacerdotal de los "profetas" no parece caber duda, pues son llamados "jefe de los sacerdotes," y podían celebrar la eucaristía lo mismo que los obispos (cf. Did. 10, 7; Did 13, 3).
En resumen, estos "profetas" y "doctores" que dirigen la liturgia comunitaria en Antioquía, no son simples carismáticos en el sentido que hoy suele darse a esta palabra - personas privadas o públicas a quienes el Espíritu Santo favorece con gracias especiales-, sino personas que pertenecían al ministerio regular eclesiástico y que, aun sin estar favorecidas con gracias especiales, eran designadas con esos nombres por razón de la misión que desempeñaban. Claro está que eso no era obstáculo para que, en ocasiones, fuesen favorecidas también con dones especiales (cf. Hch 11, 28); mas eso era de carácter puramente transitorio, como lo era el don de lenguas o el don de hacer milagros, mientras que el ser "profeta" o "doctor" era de carácter permanente, y para eso bastaba lo que en lenguaje moderno llamaríamos hoy "gracia de estado." En cabeza, antes que el "profeta" y el "doctor," estaba el "apóstol" (cf. 1Co 12, 28), encargado, a lo que parece, de difundir el Evangelio allí donde no había sido aún predicado (cf. Did. 11, 3-6). Poco más adelante (cf. Hch 14, 4.34) vemos que Pablo y Bernabé son llamados "apóstoles."
Referente a cuál sea el significado de la "imposición de manos" sobre Bernabé y Saulo (v.3), la opinión tradicional, con terminología al uso, ha querido ver en ese rito como su consagración episcopal, a fin de que pudiesen fundar nuevas iglesias y ordenar sacerdotes, como vemos que de hecho harán luego (cf. Hch 14, 23). Dicho rito vendría a tener el mismo significado que en Hch 6, 6, con la diferencia de que allí era en orden al diaconado, y aquí en orden al episcopado.
Sin embargo, conforme es opinión hoy bastante general entre los autores, más bien nos inclinamos, atendido el contexto, a que en este caso la imposición de manos no es para conferir ningún oficio o cargo permanente, sino que tiene un sentido mucho más general; es, a saber: el de implorar sobre Bernabé y Saulo la bendición de Dios en orden a la misión que iban a comenzar, algo semejante a cuando la imposición de manos de Jesucristo sobre los niños (cf. Mt 19, 13-15) o la de los patriarcas sobre sus hijos (cf. Gn 48, 14, 15), pidiendo la bendición de Dios sobre ellos en orden a su vida futura. Así parece exigirlo, además, el modo como termina San Lucas la descripción del viaje: "Regresaron a Antioquía, de donde habían salido, encomendados a la gracia de Dios, para la obra que habían realizado" (Hch 14, 26). Desde luego, sería bastante extraño que Bernabé y Saulo careciesen de una potestad que ciertamente tendrían los otros "profetas y doctores" del grupo, puesto que se la conferían a ellos; tanto más, que Bernabé, primero en la lista, parece debía de ser el principal en la iglesia de Antioquía (cf. Hch 11, 22-26).
Una última pregunta: ¿quiénes son los que "imponen las manos" a Bernabé y a Saulo? ¿Son todos los fieles de la asamblea, o son sólo los "profetas y doctores"? Es evidente que en toda esta narración (v.1-3), aunque se supone la presencia de fieles, San Lucas, a quienes tiene directamente en el pensamiento es a los "profetas y doctores" del v.1, que serían los que "celebraban la liturgia. y ayunaban" (v.2), y los que "después de orar y ayunar, imponen las manos a Bernabé y a Saulo y los despiden" (v.3). Sin embargo, aunque Lucas no lo afirme explícitamente, es de suponer que, al menos por lo que se refiere a la "oración" y "ayuno," sería también cosa de los fieles. Quizás haya de decirse lo mismo respecto de la "imposición de manos."

Hch 13, 4-12

Comienza el primero de los tres grandes viajes misionales de Pablo. Al principio de este primer viaje, el jefe moral de la expedición parece ser Bernabé, nombrado siempre el primero (cf. Hch 12, 25; Hch 13, 1-2-7); Pero muy pronto los papeles se invierten, y Pablo aparecerá continuamente en cabeza (Hch 13, 9-13.16.43-50). Llevan con ellos, en condición de auxiliar (v.5), a Juan Marcos, primo de Bernabé, y que ya nos es conocido (cf, Hch 12, 12.25). Probablemente estamos en el año 45, y el viaje durará hasta el 49.
La primera etapa del viaje será Chipre, patria de Bernabé (cf. Hch 4, 36). En esta isla eran muy numerosas las colonias judías, particularmente a partir de Herodes el Grande, que tomó en arriendo de Augusto las abundantes minas de cobre allí existentes, con cuya ocasión se trasladaron a la isla muchos judíos. Los misioneros, saliendo de Antioquía, habían embarcado rumbo a Chipre en Seleucia (v.4), considerada como el puerto de Antioquía, de la que distaba unos 25 kilómetros, y situada en la desembocadura del Orontes. Llegados a Salamina, el puerto principal de Chipre en la costa oriental, comienzan a "predicar la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos" (v.5). Tal será la táctica constante de Pablo: comenzar dirigiéndose primero a los judíos (cf. Hch 13, 14; Hch 14, 1; Hch 16, 13; Hch 17, 2.10.17; Hch 18, 4.19; Hch 19, 8; Hch 28, 17), y ello no sólo porque era una manera práctica de poder introducirse fácilmente en las nuevas ciudades adonde llegaba, sino en virtud del principio de que el don del Evangelio debía ser ofrecido "en primer lugar" a Israel, la nación depositaria de las promesas mesiánicas (cf. Hch 2, 39; Hch 3, 26; Hch 13, 46; Rm 1, 16).
No sabemos si el resultado de la predicación en Salamina fue abundante, ni cuánto tiempo duró la predicación en esa ciudad. Tampoco sabemos si al "atravesar de Salamina a Pafos" (v.6), puerto occidental de Chipre, en el extremo opuesto de la isla, a unos 150 kilómetros de Salamina, se detuvieron a predicar en los pueblos que encontraban al paso. Es de suponer que sí, pues las colonias judías debían ser numerosas en todos esos lugares; pero la narración de San Lucas nada dice a este respecto.
De la predicación en Pafos tenemos ya datos más concretos. Era Pafos la capital política de la isla, residencia del procónsul romano, a la sazón un tal Sergio Pablo (v.7). Entre las personas de que estaba rodeado el procónsul había un judío, de nombre Barjesús (= hijo de Jesús o Josué), considerado como "mago" (v.6). Parece que entre los griegos era conocido con el nombre de Elimas (v.8), probablemente forma griega del árabe "alim" (de donde el moderno "ulema"), que equivale a sabio o también mago, pues en Oriente el término "mago" no tenía el sentido peyorativo de charlatán o hechicero que hoy tiene entre nosotros, sino el de hombre instruido en las ciencias filosófico-naturales, conocedor de los secretos de la naturaleza. Si en la narración de San Lucas se le llama también "falso profeta" (v.6), ello es debido probablemente a que, en ocasiones, quizás, pretendiera derivar de su ciencia conclusiones de tipo religioso, presentándose como enviado de Dios y conocedor del futuro.
Este Barjesús se oponía abiertamente a la conversión del procónsul (v.8), que mostraba "deseos de oír la palabra de Dios" (v.7). La razón de esa oposición no se especifica. Quizás fuera simplemente por no perder su posición ante el procónsul, si éste se convertía; o quizás fuera por cuestión de principio, oponiendo, como judío, doctrina a doctrina, es decir, negando a Pablo que Jesús de Nazaret fuera el Mesías y exponiendo, a su vez, ante el procónsul las esperanzas mesiánicas tal como él y el pueblo judío las entendían. Desde luego, la reacción de Pablo contra él es fuerte (v.10); y no fueron sólo palabras, sino también hechos, haciendo que quedase ciego temporalmente (v.11; cf. Dt 28, 29). La expresión "hijo del diablo" (v.10) quizás se la sugiriese a Pablo el nombre mismo del mago, como diciendo: más que Barjesús o "hijo de salvación," lo que eres es Bar-Satán o "hijo de perdición." Por lo demás, también Jesucristo llamó así a los judíos que se oponían a su predicación (cf. Jn 8, 44).
El procónsul, a vista de lo acaecido, "creyó" (v.12). La opinión tradicional interpreta ese "creyó" en todo su amplio sentido, y no sólo como adhesión puramente intelectual, de tipo platónico, sin llevar las cosas a la práctica ni hacerse cristiano. Cierto que Lucas no dice que se bautizara, como hace en otras ocasiones (cf. Hch 2, 41; Hch 18, 8), ni quedan huellas en la historia antigua de la conversión de este personaje, que, sin duda, pertenecía a una de las principales familias del imperio; pero tampoco en otras ocasiones Lucas especifica lo del bautismo (cf. Hch 4, 4; Hch 11, 21), y el que no queden huellas de su conversión puede explicarse debido a que en esa época no había surgido aún en Roma la cuestión de los cristianos, y un noble, aunque fuese procónsul, podía hacerse cristiano o de cualquiera otra religión, sin que nadie se preocupara sobre el particular.
Es en esta ocasión, a partir del encuentro con el procónsul, cuando en la narración de los Hechos comienza a darse a Saulo el nombre de Pablo (v.6), que ya será el único nombre con que se le designará en adelante. Desde antiguo se ha discutido si es que toma este nombre por primera vez en recuerdo de la conversión de tan caracterizado personaje, o lo tenía ya de antes juntamente con el de Saulo. Parece mucho más probable esto último, pues era entonces frecuente entre los judíos, y orientales en general, el uso de doble nombre (cf. Hch 12, 12; Hch 13, 1; Col 4, 11), uno hebreo, que se empleaba en familia, y otro greco-latino, para el trato con el mundo gentil. Tal debió de ser el caso de Pablo, quien, además del nombre hebreo Shaul, habría tenido ya desde el principio el nombre latino de Paulus. Esto para él era tanto más necesario cuanto que, por su condición de ciudadano romano (cf. Hch 22, 25-28), su nombre tenía que ser inscrito en los registros públicos, y no es fácil, dado el odio de los romanos contra los judíos, que tal inscripción se hiciese con nombre hebreo. Sin embargo, no habría comenzado a usar el nombre latino sino ahora, al iniciar sus grandes viajes apostólicos, en que tiene que ponerse en contacto con el mundo romano. Cumple así la norma que él mismo proclamará más tarde: "me hice judío con los judíos..., gentil con los gentiles..., todo para todos, a fin de ganarlos a todos" (1Co 9, 20-22).
Carece de todo fundamento histórico la opinión sostenida por algunos autores, quienes, apoyándose en la etimología (paulus = pequeño), creen que Saulo quiso ser llamado Pablo por modestia y humildad. Tampoco tiene fundamento alguno la opinión reflejada en algunos apócrifos de que fue llamado así por ser de corta estatura.

Hch 13, 13-15

Los misioneros, dejando Chipre, pasan al Asia Menor. Es de notar que Pablo aparece ya en cabeza de la expedición desde el primer momento (v.13.16). La primera ciudad de que se hace mención en su recorrido es Perge de Panfilia (v.13), ciudad a unos 12 kilómetros del mar, situada a orillas del río Gestro. No sabemos si desembarcarían directamente en Perge, subiendo por el Cestro, o, de modo parecido a como harán a la vuelta (cf. Hch 14, 25), desembarcarían en Atalía, puerto principal de aquella región, y de allí subirían por tierra a Perge. Tampoco sabemos si se detuvieron a predicar en Perge, como vemos que ciertamente hicieron a la vuelta (cf. Hch 14, 25).
Más sea como fuere, allí debieron detenerse poco. Su plan era internarse más adentro, atravesando la cadena montañosa del Taurus. Esto debió de asustar a Juan Marcos, el cual, "apartándose de ellos, se volvió a Jerusalén" (v.13). Desde luego, se necesitaba valor para atravesar aquellas sierras, sin comodidad alguna, con caminos malísimos, expuestos al continuo peligro de salteadores y bandoleros; y este valor parece que faltó al joven Marcos. Acordándose sin duda de la tranquila casa de su madre en Jerusalén (cf. Hch 12, 12), decidió volverse allá. Algunos autores hablan de que quizás influyera también en su decisión el ver que Pablo había suplantado a Bernabé, su primo, como jefe de la expedición; pero no tenemos datos que confirmen esta suposición. Una cosa es cierta, y es que a Pablo no le sentó bien esta retirada de Marcos, pues luego, pensando en ella, no querrá admitirle como compañero en su segundo viaje misional (cf. Hch 15, 38).
Solos ya Pablo y Bernabé, "dejando atrás Perge, llegan a Antioquia de Pisidia" (v.14). La distancia entre Perge y Antioquia es de unos 160 kilómetros, y el viaje, a través de las escarpadas montañas del Taurus, debió de ser extraordinariamente penoso. En el recuento que Pablo hará más adelante de las penalidades sufridas por el Evangelio (cf. 2Co 11, 23-28), es probable que ocupe un lugar preferente este viaje desde Perge a Antioquía. Se llamaba Antioquía de Pisidia para distinguirla de la homónima en Siria (cf. Hch 13, 1). Parece que en un principio perteneció a Frigia, pero después del establecimiento de la dominación romana y consiguientes cambios de fronteras debió de considerarse como formando parte de Pisidia, tal como se supone en los Hechos. Políticamente pertenecía a la provincia romana de Galacia, igual que las ciudades de Iconio, Derbe y Listra, evangelizadas poco después.
Como ya habían hecho en Chipre (cf. Hch 13, 5), y será táctica constante de Pablo, los misioneros se dirigen primero a los judíos "entrando en la sinagoga en día de sábado" (v.14). Era norma muy a propósito para empezar a dar a conocer sus doctrinas, pues la sinagoga era frecuentada no sólo por los judíos de raza, sino también por los no judíos que simpatizaban con la religión de Israel, y que se dividían en la clase inferior, de los "temerosos de Dios" (cf. Hch 10, 2; Hch 13, 16-50), y la superior, de los "prosélitos" cf. Hch 2, 11; Hch 6, 5). No es probable que los dos viajeros llegasen a Antioquía precisamente el sábado; por tanto, la noticia de su llegada sería ya conocida de muchos, razón por la que, sin duda, acudirían más numerosos a la reunión sinagogal, curiosos de saber cuáles eran esas doctrinas nuevas que parece traían.
En la sinagoga, después de la recitación del Skema (Dt 6, 4-9; Dt 11, 13-21; Nm 15, 37-41), que era como un solemne acto de fe en el Dios verdadero, se leía un trozo de la Ley y otro de los Profetas; a continuación tenía lugar una plática u homilía, que, generalmente, versaba sobre el pasaje leído, y que podía ser pronunciada por cualquiera de los asistentes. El archisinagogo, que era quien presidía la reunión, acostumbraba a invitar a los que juzgaba mejor preparados, particularmente si eran forasteros. Tal sucedió en el caso actual (v.15). Algo parecido había sucedido cuando Jesucristo se presentó por primera vez en su pueblo de Nazaret, después de haber dado comienzo a su vida pública cf. Lc 4, 16-22).

Hch 13, 16-41

Este discurso de Pablo es el primero de los que San Lucas nos ha conservado por escrito, y lo transmite con bastante más extensión que hará luego para discursos posteriores (cf. Hch 14, 1-3; Hch 17, 2-3; Hch 18, 4-5; Hch 19, 8). Parece quiere presentarlo como el discurso tipo, en compendio, de las predicaciones de Pablo ante auditorio judío.
El discurso tiene tres partes claramente señaladas por la repetición del apostrofe "hermanos" (v.26.38), que responde al inicial "varones israelitas y los que teméis a Dios" (v.16). La primera parte (v. 16-25) es un recuento de los admirables beneficios de Dios sobre Israel, desde Abraham hasta el Bautista. Era éste un exordio muy grato a los oídos judíos, y que vemos había sido empleado también por Esteban (cf. Hch 7, 1-43); con la diferencia de que Pablo evita toda alusión a la ingratitud de la nación elegida, mientras que Esteban hace de esa ingratitud precisamente su principal argumento. La segunda parte (v.26-37) es una demostración de la mesianidad de Jesucristo, rechazado por su pueblo, pero en quien se cumplen las profecías alusivas al Mesías. Toda esta segunda parte, salpicada de citas bíblicas, sigue un proceso muy parecido al empleado también en sus discursos por San Pedro (cf. Hch 2, 22-35; Hch 3, 13-26). Por fin, en una tercera parte (v.38-41), se sacan las consecuencias de lo dicho, es a saber, que es necesario creer en Jesucristo si queremos ser justificados, terminando con una grave advertencia tomada del profeta Habacuc (1, 5) contra aquellos que no quieran creer (v.41). Se refería Habacuc a los judíos sus contemporáneos, a quienes amenazaba con la invasión de los caldeos, si no se convertían al Señor, y San Pablo hace la aplicación a los tiempos presentes. La intención parece evidente: como entonces se mostraron sordos a la llamada de Dios, y Jerusalén fue tomada y los judíos enviados al destierro, así ahora, si no admiten el mensaje de bendición, vendrá un nuevo y terrible castigo contra el pueblo elegido. De este castigo hablará luego más concretamente en sus cartas (cf. Rm 11, 7-27; 1Ts 2, 16).
Tal es el esquema de este discurso de Pablo en Antioquía de Pisidia. Las ideas son típicamente paulinas. Son de notar sobre todo los v.38-39, afirmando que la justificación se obtiene por la fe en Jesús y no por las obras de la Ley (cf. Hch 15, 11; Rm 3, 21-26; Ga 3, 11).
En la segunda parte, que es la fundamental, la prueba evidente de la mesianidad de Jesús es su resurrección, testificada por los apóstoles y predicha ya en la Escritura (v.30-37). La cita del Sal 16, 10: "No permitirás que tu Santo vea la corrupción," es la misma que en su discurso de Pentecostés hizo también San Pedro, y que ya entonces comentamos (cf. Hch 2, 25-31). Las otras dos citas (Sal 2, 7; Is 55, 3) son propias de San Pablo, y no es fácil ver su relación a la resurrección. Parece que con la cita de Isaías: "Yo os cumpliré las promesas santas y firmes hechas a David," San Pablo trata únicamente de preparar la verdadera prueba, que es la que va a dar en el versículo siguiente, como diciendo: Dios, según Isaías, cumplirá las promesas hechas a David; pues bien, una de éstas, conforme dice el mismo Dios en Sal 16, 10, es que el Mesías será preservado de la corrupción. También pudiera ser que San Pablo esté pensando en que a David se le prometió no sólo que el Mesías nacería de su descendencia, sino que tendría un trono eterno (cf. 2S 7, 12-13; Sal 89, 29-38; Is 9, 7; Dn 7, 14; Lc 1, 32-33), lo cual supone, si es que Jesús era el Mesías, que no podía quedar en el sepulcro, sino que había de resucitar.
En cuanto a la cita del Sal 2, 7: "Tú eres mi hijo, yo te engendré hoy," se ha discutido mucho. Desde luego, se trata de un texto directamente mesiánico, pero ¿qué relación tiene con la resurrección? A primera vista parece que lo que el salmista afirma no es la resurrección de Cristo, sino su calidad de Hijo de Dios, y ésta la tiene desde el momento mismo de la encarnación. De hecho, muchos exegetas interpretan este v.33 como alusivo a la encarnación, dando al verbo a??at? µ? el sentido de "suscitar," y traduciendo "habiendo suscitado a Jesús...," y no "resucitando a Jesús," como hemos traducido nosotros. Sería un caso parecido al de Hch 3, 22, que ya comentamos en su lugar. Sin embargo, dado el contexto de todo este pasaje, parece claro que San Pablo está aludiendo a la resurrección de Cristo, y en ese sentido interpreta el texto del salmista. Ni para eso hay que forzar nada las palabras del salmo. No se trata allí, a lo que creemos (cf. Hch 2, 36; Hch 9, 20), de afirmar la filiación natural divina del Mesías en su sentido ontológico, sino de proclamar su exaltación como rey universal de las naciones. Pues bien, San Pablo no hace más que concretar aquella exaltación del Mesías, aplicándola a la resurrección de Jesucristo. Y, en efecto, fue ésta como su entronización mesiánica, al entrar en la gloria del Padre y aparecer como Hijo de Dios (cf. Rm 1, 4).

Hch 13, 42-52

Parece que el discurso de Pablo en la sinagoga produjo grave impresión, y que no todo quedó claro; pues le ruegan que vuelva a hablarles sobre el asunto al sábado siguiente (v.42). Seguramente el punto que necesitaba de más aclaración era el que había tocado últimamente sobre la justificación por la fe en Jesús y no por las obras de la Ley (v.38-39). Consecuencias muy graves parecían deducirse de tales afirmaciones.
Al sábado siguiente se reunió "casi toda la ciudad" para escuchar a Pablo (v.44). Sin duda, a lo largo de la semana se había ido corriendo la noticia de lo interesante que resultaba el nuevo predicador y de su independencia frente a la Ley. Se presentaba rodeado ya de bastantes adictos, judíos y prosélitos, que, sin esperar a esta nueva reunión sinagogal del sábado, habían sido ulteriormente instruidos por él durante la semana (v.43). No se nos da el tema del discurso de Pablo; pero, a juzgar por la reacción tan distinta de judíos (v.45) y gentiles (v.48), parece claro que insistió en lo de la justificación por la fe en Jesús, quien, con su muerte y resurrección, había traído la redención a todos los hombres indistintamente, aboliendo de este modo la Ley de Moisés. Estas serán las ideas machaconamente repetidas en sus cartas, y es lógico que lo fueran también en sus predicaciones orales. Los judíos se dan cuenta de la gravedad de tales afirmaciones; pues, si la fe en Jesucristo tenía idéntico valor para todos y también los gentiles podían ser partícipes de los bienes mesiánicos sin pasar por la circuncisión y la Ley, caían automáticamente por su base todas aquellas prerrogativas religioso-raciales, de que tan orgullosos se mostraban (cf. Hch 10, 28.34). Por eso, "viendo a la muchedumbre, se llenaron de envidia e insultaban y contradecían a Pablo" (v.45; cf. Hch 17, 5).
Ante este proceder, Pablo proclama con valentía la solemne declaración que volverá a repetir en otras ocasiones: "A vosotros os habíamos de anunciar primero la palabra de Dios, mas, puesto que la rechazáis..., nos volvemos a los gentiles" (v.46; cf. Hch 18, 6; Hch 19, 8; Hch 28, 28). Esta preferencia cronológica de los judíos en la evangelización con respecto a los gentiles fue siempre respetada por Pablo, incluso después de esta declaración, y de ella ya hablamos al comentar Hch 2, 39 y Hch 13, 5. En apoyo de su decisión de pasarse a predicar a los gentiles, alude a una orden del Señor (v.47), que parece ser una cita algo libre de Is 49, 6. Cierto que el texto de Isaías se refiere al Mesías, no a Pablo, pero puede muy bien aplicarse a los predicadores del Evangelio, por medio de los cuales cumple el Mesías la profecía (cf. Hch 1, 8). También pudieran entenderse esas palabras, no como cita de Isaías, sino como dirigidas directamente a Pablo, aludiendo a la orden del Señor a raíz de su conversión (cf. Hch 9, 15; Hch 26, 17-18).
Esta solemne declaración de Pablo de abandonar a los judíos y volverse a los gentiles produjo en éstos gran alegría (v.48), viendo que se les abrían las puertas de la salvación sin las trabas mosaicas. Parece, aunque el texto nada dice explícitamente, que la estancia de Pablo y Bernabé en Antioquía se prolongó bastante tiempo, quizás varios meses, pues, de lo contrario, no se explicaría fácilmente la frase de que "la palabra del Señor se difundía por toda la región" (v.49). Los judíos no permanecieron inactivos, sino que valiéndose de algunas mujeres de distinguida posición social, que estaban afiliadas al judaismo (v.50), logran influir en los magistrados para que se les expulse de la ciudad, promoviendo una sublevacisn popular contra los dos predicadores (v.50). Pablo y Bernabé hubieron de salir de allí, dirigiéndose a Iconio, pero no sin antes realizar el gesto simbólico de sacudir el polvo de sus pies contra sus perseguidores (v.51; cf. Hch 18, 6), conforme a la recomendación de Jesús (cf. Mt 10, 14; Mc 6, 11; Lc 9, 5; Lc 10, 11).

Hch 14, 1-7

Iconio, al sudeste de Antioquía, distaba de esta ciudad unos 130 kilómetros. Llama la atención el que Lucas, tan cuidadoso para decirnos que Perge estaba en Panfilia (Hch 13, 12), Antioquía en Pisidia (Hch 13, 14), Listra y Derbe en Licaonia (Hch 14, 6), no dé indicación alguna geográfica respecto de Iconio. Probablemente ello es intencionado, debido a que, en un principio, esta ciudad perteneció a Frigia, pero posteriormente fue agregada al distrito administrativo de Licaonia, aunque sus habitantes seguían considerándose como "frigios," cuya lengua hablaban, no el licaonio. Por eso, Lucas, acomodándose al modo popular de hablar, no la considera como de Licaonia, al decir que de Iconio "huyeron a las ciudades de Licaonia, Listra y Derbe" (v.6); pero tampoco quiere poner explícitamente que fuera una ciudad de Frigia.
Los hechos se desarrollaron más o menos como en Antioquía de Pisidia: se comienza por predicar en la sinagoga (v.1), sigue una gran oposición por parte de los judíos (v.2; cf. Hch 18, 6; Hch 19, 9; Hch 28, 24), y, al fin, después de haber morado bastante tiempo en la ciudad (v.3), los dos predicadores, explícitamente designados con el nombre de "apóstoles" (v.4, 14), hubieron de salir de allí, dirigiéndose a las ciudades de Licaonia, Listra y Derbe (v.4-7).
Es de notar la expresión "la palabra de su gracia" (v.3) para designar la predicación evangélica. Con ello se da a entender que la "salud" que ofrece el cristianismo es puro don de Dios (cf. Hch 15, 11; Hch 20, 24.32). Se nos dice que se convirtió gran número de "judíos y griegos" (v.1). De suyo el término "griegos," en contraposición a "judíos," designa simplemente los gentiles (cf. Hch 21, 28; Rm 1, 16); sin embargo, dado que se trata de conversión en la sinagoga, es probable que se esté aludiendo a prosélitos o "adoradores de Dios" igual que en Hch 13, 43.
Durante la estancia en Iconio habría tenido lugar la conversión de Tecla, célebre personaje de la literatura cristiana primitiva, del que se habla extensamente en el apócrifo del siglo II Hechos de Pablo y Tecla. Se trata de una joven rica, convertida al cristianismo por San Pablo, a cuya conversión se oponen su madre y el futuro marido, dando esto lugar a graves persecuciones contra el apóstol y a otras muchas complicaciones y peripecias. Es probable que en toda esta narración, llena evidentemente de detalles legendarios, haya algún fondo histórico, aunque muy difícil de concretar.

Hch 14, 8-20

Listra y Derbe eran dos ciudades de Licaonia, pertenecientes políticamente a la provincia romana de Galacia. Estaban al sudeste de Iconio. Listra distaba de Iconio unos 40 kilómetros, y Derbe distaba de Listra unos 50. Listra fue la ciudad natal de Timoteo, a quien San Pablo conoció ya durante esta su primera visita a la ciudad (cf. Hch 16, 1-2; 2Tm 1, 5).
Referente a la estancia en Derbe nada sabemos en detalle, sino que "fue evangelizada e hicieron muchos discípulos" (v.21). Al contrario, por lo que se refiere a la estancia en Listra, la información es más abundante. Aquí tuvo lugar la curación de un tullido de nacimiento, que motivó un gran revuelo entre la muchedumbre, hasta el punto de considerar a Pablo y Bernabé como dioses en forma humana y pretender ofrecerles sacrificios (v.8-13). A Pablo, que era el que llevaba la palabra (v.12), llamaban Hermes (Mercurio de los latinos, considerado como portavoz o mensajero de los dioses); a Bernabé, que parece había guardado un majestuoso silencio, llamaban Zeus (Júpiter de los latinos). Había una leyenda muy extendida en el mundo greco-romano, según la cual, dos pastores frigios, Filemón y Baucis, habían sido recompensados con la inmortalidad por haber dado hospedaje en su cabaña a Zeus y a Hermes, que se presentaban como simples viandantes y habían sido rechazados en todas partes. Algo semejante debieron pensar de Pablo y Bernabé los habitantes de Listra.
Al principio, Pablo y Bernabé no se dieron cuenta de que les estaban tomando por dioses, pues el pueblo se expresaba en licaonio (v.11); mas no tardaron en enterarse, sobre todo al ver que se preparaban a ofrecerles sacrificios. Entonces, con un gesto usual entre los judíos (cf. Mt 26, 65), rasgaron sus vestiduras en señal de disgusto e indignación ante aquella manifestación idolátrica (v.14.), y exhortaban a la multitud a que, dejados los ídolos, se convirtiesen al Dios vivo, autor y proveedor de todas las cosas visibles, a través de las cuales puede ser conocido (v.15-17; cf. Hch 17, 24-31; Rm 1, 19-20). Breve discurso, que constituye una teodicea en síntesis, en que se atiende sobre todo al argumento físico de orden y causalidad, como más fácil de entender por el pueblo rudo. Aparece aquí, en sus rasgos esenciales, el Dios de la revelación cristiana: un Dios viviente, que tiene en sí mismo la vida y la comunica a este universo que El ha creado; un Dios solícito de la salvación de todos los seres humanos, y no sólo de un pueblo aislado; y que, si permitió que los gentiles "siguiesen su camino," no es porque los abandonase a su suerte, como pensaban los judíos, sino porque esperaba el momento señalado en su providencia y sabiduría.
Este discurso parece que obtuvo su efecto y dejaron a los dos misioneros que prosiguieran su evangelización sin ser molestados. No sabemos cuánto duraría este tiempo de paz; pero judíos venidos de Antioquía e Iconio logran producir alboroto también en Listra contra la predicación de Pablo, quien, después de apedreado y dejado por muerto, "sale con Bernabé camino de Derbe" (v.19-20).
De la predicación en Derbe, como ya hicimos notar antes, nada sabemos en detalle. Parece que debió desarrollarse con normalidad, sin especiales hostilidades ni persecuciones; pues, cuando más tarde Pablo recuerda las persecuciones padecidas "en Antioquía, Iconio y Listra" (2Tm 3, 11), nada dice de Derbe.

Hch 14, 21-28

Terminada la evangelización de Derbe, Pablo y Bernabé determinan regresar a Antioquía de Siria, iglesia que había sido escenario de sus primeros trabajos apostólicos (cf. Hch 11, 22-26), y de la que habían partido para este su primer gran viaje misional (cf. Hch 13, 1-3).
El regreso va a hacerse siguiendo el mismo camino que habían traído, pero en sentido inverso: Derbe-Listra-Iconio-Antioquía de Pisidia-Perge (v.21-25). De allí bajarán a Atalía, puerto principal de la región, embarcando para Siria, y llegando a Antioquía (v.25-26). Parece que estamos a fines del año 48 o principios del 49. El viaje había comenzado, según todas las probabilidades, en el año 45.
La razón de que eligieran este camino de regreso es manifiesta. Podían haber hecho el viaje mucho más directamente atravesando la cordillera del Taurus por las "Ciliciae portae" y bajando luego a Siria, como vemos que hará Pablo al comenzar su segundo viaje (cf. Hch 15, 41); pero evidentemente querían volver a pasar por las comunidades recientemente fundadas para fortalecerlas en la fe (v.22; cf. Hch 15, 32.41; Hch 16, 5; Hch 18, 23) Y completar su organización. En este sentido tenemos el dato importantísimo de que, al pasar por estas comunidades, "constituían presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos" (v.23) De quiénes sean y qué signifique este nombre de "presbíteros" ya hablamos al comentar Hch 11, 30. Quizás a alguno extrañe que se atrevan a volver por las mismas ciudades, siendo así que de muchas de ellas hubieron de salir huyendo; pero téngase en cuenta que el verdadero apóstol no rehuye el peligro cuando lo pide el bien de las almas, y que más que predicar públicamente es probable que se limitasen a la organización de las comunidades, por lo que podían pasar casi inadvertidos en la ciudad. Llegados a Antioquía, reúnen a la iglesia y cuentan "cuánto había hecho Dios con ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe" (v.27). La noticia era de enorme trascendencia y debió llenar de contento a la iglesia de Antioquía, compuesta en gran parte de gentiles (cf. Hch 11, 20-26). No todos, sin embargo, participaban del mismo entusiasmo. Algunos judío-cristianos, demasiado apegados aún al judaísmo, no compartían esas alegrías. Los incidentes narrados en el capítulo siguiente, que dieron lugar al concilio de Jerusalén, son buena prueba de ello.

Hch 15, 1-2

Parece que esos "bajados de Jerusalén" (v.1), que así logran turbar la paz de la iglesia de Antioquía (v.2), se presentaban como enviados de los apóstoles, pues éstos, una vez enterados de lo sucedido en Antioquía, se creen en la obligación de decir que no tenían comisión alguna suya (cf. v.24). Sus afirmaciones eran tajantes: "Si no os circuncidáis conforme a la Ley de Moisés, no podéis ser salvos" (v.1), o lo que es lo mismo, para poder participar de la "salud" traída por Cristo hay que incorporarse antes a Moisés, practicando la circuncisión y observando la Ley. El pacto de Dios con Abraham, del que los judíos se mostraban tan orgullosos (cf. Mt 3, 9; Jn 8, 33), no podía ser abolido, puesto que las promesas de Dios no pueden fallar. Estaba muy bien la fe en Cristo, pero había que pasar por Moisés. ¿No había dicho el mismo Jesús que no había venido a abrogar la Ley, sino a cumplirla? (cf. Mt 5, 17-18).
Estas y otras razones aducirían sin duda esos defensores de la obligatoriedad de la Ley. Como ellos, más o menos abiertamente, pensaban muchos de los fieles procedentes del judaísmo. Ya con el caso de Cornelio habían surgido murmuraciones y descontento (cf. Hch 11, 2-3), Pero hubieron de aquietarse ante la afirmación de Pedro de que era una orden expresa de Dios (cf. Hch 11, 17-18). Ese fermento latente sale ahora a la superficie ante la dimensión que iban tomando las cosas con el rumbo que habían dado a su predicación Pablo y Bernabé, admitiendo en masa a los gentiles, primeramente en Antioquía (cf. Hch 11, 22-26), y, luego, a través de Asia Menor (cf. Hch 13, 4 - Hch 14, 25).
La reacción de los antioquenos frente a las exigencias de los que habían bajado de la iglesia madre de Jerusalén fue muy viva: "una agitación y disputa no pequeña" (v.2). Era el choque entre un mundo viejo y otro nuevo, que proporcionará no pocas persecuciones y disgustos a Pablo. La cuestión era muy grave y podía comprometer la futura propagación de la Iglesia, pues difícilmente el mundo se hubiera hecho judío, aceptando las prácticas mosaicas, máxime la circuncisión.

Hch 15, 2-5

Visto como se pusieron las cosas en Antioquía (v.1-2), es natural que se terminara por enviar comisionados a la iglesia de Jerusalén. La cuestión era de tal naturaleza que estaba pidiendo una intervención de las autoridades supremas. Se comisionó a Pablo y a Bernabé, acompañados de algunos otros de entre ellos, para que subiesen a Jerusalén y consultasen a los apóstoles y presbíteros (v.2). Estos "presbíteros" han sido ya mencionados en Hch 11, 30, y, como entonces hicimos notar, debían formar una especie de senado o colegio que asistía a los apóstoles en el gobierno de la comunidad.
El viaje de Pablo y Bernabé a través de Fenicia y Samaría tuvo algo de triunfal, "contando la conversión de los gentiles y causando grande gozo a todos los hermanos" (v.3). Se ve que estas comunidades de Fenicia y Samaría no participaban de las ideas judaizantes de los que habían bajado de Jerusalén y turbado la paz en Antioquía. Llegados a Jerusalén, fueron recibidos por la comunidad con particular deferencia, asistiendo los "apóstoles y presbíteros" (v.4). Era ésta una reunión de recibimiento y saludo, y en ella Pablo y Bernabé cuentan "cuanto había hecho Dios con ellos," es decir, los excelentes resultados de su predicación en Antioquía y a través de Asia Menor. Dan cuenta también, como es obvio, de la finalidad específica por la que habían subido a Jerusalén, o sea, la cuestión de si debían imponerse o no las observancias mosaicas a los gentiles hechos cristianos. Allí mismo algunos judío-cristianos, procedentes de la secta de los fariseos -no sabemos si son los mismos o distintos de los que habían bajado a Antioquía-, se levantan para defender la obligatoriedad de tales observancias (v.5); pero la cuestión fue aplazada para ser examinada más detenidamente en una reunión posterior.

Hch 15, 6-12

Es evidente que la reunión en que Pedro pronuncia su discurso es una reunión pública, a la que asisten también los fieles (cf. v.12 y 22). Lo que no está tan claro es si antes de esa reunión hubo otra reunión privada de sólo los apóstoles y presbíteros. Es lo que algunos quieren deducir del v.6, en que se habla de que "se reunieron los apóstoles y presbíteros," sin aludir para nada a la comunidad de los fieles. Y encuentran una confirmación en Ga 2, 2-7, donde San Pablo dice que expuso su evangelio "en particular (?at ?d?a?) a los que figuraban..., los cuales nada le impusieron."
Desde luego, es obvio suponer que, durante los días que Pablo y Bernabé estuvieron en Jerusalén, no una, sino varias veces hablarían en particular con los apóstoles acerca del tema de la Ley mosaica; y eso basta para explicar el "en particular a los que figuraban" de Ga 2, 2. Pero de ahí no se sigue que hayamos de suponer una reunión privada de sólo los apóstoles y presbíteros, preliminar a la sesión pública; más bien creemos que ya desde el v.6 se habla de la misma reunión pública, como aconseja la lectura sin prejuicios del texto bíblico. Si se alude de modo especial a los apóstoles (Ga 2, 6-10) o a "los apóstoles y presbíteros" (v.6), es porque, en resumidas cuentas, son ellos los que han de resolver el asunto (cf. v.23) y a los que, en realidad, habían sido enviados Pablo y Bernabé (cf. v.2). La multitud, aunque asista, se deja de lado, y sólo se alude a ella cuando interviene (cf. v.12.22).
En esa reunión pública se produjo una "larga discusión" (v.6), y es de creer que la voz cantante la llevarían los judío-cristianos del v.5, por un lado, y Pablo y Bernabé, por el otro, con la consiguiente división entre los fieles asistentes. Al fin, se levanta a hablar Pedro, quien había dejado Jerusalén con ocasión de la persecución de Herodes (cf. Hch 12, 17), pero por este tiempo, según vemos, estaba de vuelta en la ciudad.
El discurso de Pedro, que sólo nos ha llegado en resumen esquemático, parte del hecho de la conversión de Cornelio (v.7-9), deduciendo que allí quedó ya claramente manifestada la voluntad de Dios respecto del ingreso de los gentiles en la Iglesia, y que sería "tentarle" tratar de exigir a éstos ahora las prescripciones mosaicas, yugo pesadísimo que ni los mismos judíos eran capaces de soportar (v.10). Y aún va más lejos, añadiendo que no sólo los gentiles, sino incluso los judíos que se convierten, se salvan por la "gracia de Jesucristo" y no por la observancia de la Ley (v.11), expresión que parecería ser de San Pablo (cf. Rm 3, 24; Ga 2, 16; Ef 2, 8-9). La idea de la Ley como "yugo pesado," que ningún judío había soportado íntegramente, la encontramos también en otros lugares de la Escritura, en boca de Jesucristo (Jn 7, 19), Esteban (Hch 7, 53), Pablo (Rm 2, 17-24; Ga 5, 1; Ga 6, 13); querer imponer ahora este "yugo" a los recién convertidos sería "tentar a Dios" (v.10; cf. Mt 4, 7), es decir, tratar de exigir de él nuevas señales de su voluntad, siendo así que ya la había manifestado claramente en el caso de Cornelio, al enviar sobre él y los suyos el Espíritu Santo sin exigirles para nada las prescripciones mosaicas.
Cuando Pedro terminó su discurso, "toda la muchedumbre calló" (v.12), es decir, cesaron las discusiones y apreciaciones personales que habían prolongado la "discusión" precedente (cf. v.7). Era el silencio de quien nada encuentra ya que objetar. Sólo se oía a Pablo y a Bernabé, que, aprovechando la ocasión favorable, hablaban de los frutos recogidos por ellos entre los gentiles (v.12; cf. Hch 14, 3.27), lo que confirmaba aún más la tesis de Pedro.

Hch 15, 13-21

De este Santiago, "hermano del Señor," jefe de la comunidad jerosolimitana y presidente del Concilio, ya se habló anteriormente (cf. Hch 12, 17). Como entonces hicimos notar, se trata, según todas las probabilidades, de Santiago el Menor, uno de los apóstoles; ni sería fácil explicar su papel preponderante en esta reunión, al lado de Pedro y Juan (cf. Ga 2, 9), de no ser un apóstol. Era renombrado por su devoción a las observancias de la Ley (cf. Hch 21, 18-20; Ga 2, 12), de él habla en este sentido Eusebio, citando un testimonio de Hegesipo. Sin duda los judaizantes del v.5, acobardados por el discurso de Pedro, concibieron ciertas esperanzas al ver que se levantaba a hablar Santiago.
Su discurso es un modelo de equilibrio y, mientras por una parte confirmó la opinión que se tenía de él como hombre muy ligado al judaísmo, por otra decepcionó grandemente la secreta esperanza de los judaizantes. En sustancia se muestra totalmente de acuerdo con Pablo, en el sentido de que no deben ser molestados con las prescripciones mosaicas los gentiles que se convierten (v. 14-19); pero, de otra parte, como fervoroso admirador de las tradiciones de Israel, sugiere que se les exija, para facilitar las buenas relaciones entre todos, étnico-cristianos y judío-cristianos, la abstención de cuatro cosas hacia las que los judíos sentían una repugnancia atávica, conforme habían oído repetir constantemente en las sinagogas al explicarles la Ley de Moisés: idolotitos, fornicación, ahogado y sangre (v. 20-21; cf. Hch 13, 27). Tal parece ser la ilación entre los v.20 y 21, insinuada por el "pues." Cierto que la discusión tenía como objeto central el tema de la circuncisión; pero Santiago, supuesta ya la no obligatoriedad de la circuncisión, creyó oportuno añadir, por razones de convivencia social, cuatro exigencias.
De estas cuatro exigencias, recogidas luego en el decreto apostólico (v.29), ya hablaremos entonces. Ahora baste añadir que Santiago, para demostrar su tesis, que es la de Pedro, parte no como éste del hecho de la conversión de Cornelio, sino de las profecías. Viene a decir en sustancia que lo que Pedro demostró partiendo de los hechos, es decir, la llamada de los gentiles a la bendicion mesiánica estaba ya predicha en los profetas (v. 14-18); de donde, queda reforzada la tesis de Pedro, de que no hay por qué imponer a los gentiles que se convierten la observancia de la ley judía (v.16). El texto citado, a excepción de las últimas palabras, que estarían tomadas de Isaías, o más probablemente son una reflexión del mismo Santiago, se halla en Amos (Am 9, 11-12), conforme a la versión griega de los Setenta, bastante diferente del texto hebreo, que lee: "a fin de que posean los restos de Edom...," en lugar de: "busquen los demás seres humanos al Señor...". Propiamente, lo mismo en una que en otra lección, lo que aquí se predice es la conversión de las gentes en general, pero no se determina en qué condiciones, si ha de ser sujetándose a las prescripciones mosaicas o quedando libres; por tanto, para que la prueba de las profecías concluya, hay que unirla al hecho contado por Pedro. No conviene separar. De hecho, el mismo Santiago parece establecer claramente esa unión (v.14-15). Se habla en plural "los profetas" (v.15), aunque luego se haga referencia sólo a un profeta, igual que en Hch 7, 42 y Hch 13, 40; pues es alusión a la colección de los doce profetas menores.

Hch 15, 22-29

Terminado el discurso de Santiago, la cosa pareció ya suficientemente clara: a los cristianos procedentes del paganismo no debe imponérseles la obligación de la circuncisión y demás prescripciones de la Ley mosaica; pero, en atención a sus hermanos procedentes del judaísmo, con los que han de convivir, deben abstenerse de ciertas prácticas (uso de idolotitos, sangre, ahogado, fornicación), que para éstos, dada su educación, resultaban particularmente abominables. En ese sentido está redactado el decreto, que suscriben con su autoridad los "apóstoles y presbíteros" (v.23-29).
Es de notar la frase "ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros" (v.28), con la que dan a entender que toman esa decisión bajo la infalible guía del Espíritu Santo y no de Pedro (cf. Hch 1, 8; Jn 14, 26). La parte más positiva y fundamental del decreto está en las palabras "no imponer ninguna otra carga..." (v.28). La frase es poco precisa; pero, dado el contexto, es lo suficientemente clara para que veamos en ella una rotunda afirmación de que los gentiles que se convierten no quedan obligados a la circuncisión ni, en general, a las prescripciones mosaicas. De eso era de lo que se trataba (cf. v.26), y a eso se habían venido refiriendo Pedro y Santiago en sus discursos (cf. v. 10.19); por tanto, en ese sentido ha de interpretarse la frase general: "no imponer ninguna otra carga." Además, el hecho de que públicamente se alabe en el decreto a Pablo y Bernabé (cf. v.25-20) y se desautorice a los defensores de la obligatoriedad de la circuncisión (cf. v.24; cf. Hch 15, 1), nos confirma en la misma idea. Añádase el testimonio explícito de Pablo en su carta a los Gálatas, quien sólo recoge esta parte más positiva y fundamental de la decisión apostólica: "ni Tito fue obligado a circuncidarse..., nada añadieron a mi evangelio..., nos dieron a mí y a Bernabé la mano en señal de comunión" (Ga 2, 3-9).
En cuanto a la parte negativa o disciplinar del decreto (v.29), se recogen las cuatro prohibiciones que había aconsejado Santiago (cf. v.20). La única diferencia, aparte el cambio de orden respecto de la "fornicación," es que Santiago habla de "contaminaciones de los ídolos," y aquí se habla de "idolotitos"; en realidad se alude a la misma cosa, es decir, a las carnes sacrificadas a los ídolos, parte de las cuales, en el uso de entonces, quedaban reservadas para el dios y sus sacerdotes, pero otra parte era comida por los fieles, bien allí junto al templo o bien luego en casa, e incluso era llevada para venta pública en el mercado. Santiago, para designar estas carnes, emplea un término de sabor más judío, indicando ya en el nombre que se trataba de algo inmundo; comer de ellas era considerado como una apostasía de la obediencia y culto debidos a Yahvé, una especie de idolatría (cf. Ex 34, 15; Nm 25, 2). También estaba prohibido en la Ley de Moisés, y los judíos lo consideraban como algo abominable, el uso de la sangre como alimento, pues, según la mentalidad semítica, la sangre era la sede del alma y pertenecía sólo a Dios (cf. Gn 9, 4; Lv 3, 17; Lv 17, 10; Dt 12, 16; 1S 14, 32). Esta prohibición llevaba consigo otra, la de los animales "ahogados" y muertos sin previo desangramiento (cf. Lv 17, 13; Dt 12, 16). Era tanta la fidelidad judía a estas prescripciones y tanta su repugnancia a dispensarse de ellas, que todas tres (idolotitos, sangre, ahogados) se hallaban incluidas en los preceptos de los hijos de Noé o "preceptos noáquicos," que, según la legislación rabínica, debían ser observados incluso por los no israelitas que habitasen en territorio de Israel.
Referente a la "fornicación" (p???e?a), última de las cuatro prescripciones del decreto apostólico (v.29), se ha discutido mucho sobre cuál sea el sentido en que deba interpretarse. Hay bastantes autores que entienden esa palabra en su sentido obvio de relación sexual entre hombre y mujer no casados. Pero arguyen otros: si tal fuese el sentido, ¿a qué vendría hablar aquí de la "fornicación"? Porque, en efecto, lo que se trata de resolver en esta reunión de Jerusalén es si los étnicos-cristianos habían de ser obligados a la observancia de la Ley mosaica, conforme exigían los judaizantes, o, por el contrario, debían ser declarados libres. Aunque la solución es que, de suyo, no están obligados (v. 10.19.28), entendemos perfectamente que se prohíban los idolotitos, sangre y ahogado, pues su uso era execrado por los judíos, incluso después que se habían hecho cristianos, y es natural que, por el bien de la paz, se impusiesen también esas prescripciones a los étnico-cristianos que habían de convivir con ellos. Ello no es otra cosa que la aplicación de aquella condescendencia caritativa, que tan maravillosamente para circunstancias parecidas expone San Pablo: "Si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no escandalizar a mi hermano" (1Co 8, 13). Pero la prohibición de la fornicación pertenece al derecho natural, y aunque ciertamente era vicio muy extendido en el mundo pagano, no se ve motivo para que se hable aquí de ella no sólo en el decreto apostólico (v.29), sino incluso en el discurso de Santiago (v.20), de sabor totalmente judío. Por eso, muchos otros autores, y esto parece ser lo más probable, creen que en este contexto la palabra "fornicación" tiene el sentido particular de "uniones ilícitas según la Ley," consideradas por los judíos como incestuosas (cf. Lv 18, 6-18) y muy execradas por ellos, en cuyo caso esta prohibición está en perfecta armonía con las tres anteriores. Tanto más es aconsejable esta interpretación cuanto que en la Ley la prohibición de matrimonios entre consanguíneos (Lv 18, 6-18) viene a continuación de las prohibiciones de sacrificar a los ídolos (Lv 17, 7-8) y de comer sangre y ahogado (Lv 17, 10-16), y todas cuatro prescripciones son exigidas no sólo a los judíos, sino incluso a los gentiles que vivieran en territorio judío (cf. Lv 17, 8. 10.13; Lv 18, 26). Santiago, y lo mismo luego el decreto apostólico, no harían sino imitar esta práctica legal judía, adaptándola a una situación similar de los cristianos gentiles que vivían en medio de comunidades judío-cristianas. Cierto que los étnico-cristianos a quienes iba dirigido el decreto, no era fácil que entendieran la palabra "fornicación" en ese sentido; pero para eso estaban los portadores de la carta, que eran quienes debían promulgar y explicar el decreto (cf. v.25-27).
El decreto, aunque dirigido a las comunidades de "Antioquía, Siria y Cilicia" (v.23), tiene alcance más universal, pues vemos que San Pablo lo aplica también en las comunidades de Licaonia (Hch 16, 4) y Santiago lo considera como algo de carácter general (Hch 21, 25). Claro es que donde las circunstancias sean distintas y no haya ya motivo de escándalo dicho decreto no tiene aplicación, y, de hecho, San Pablo parece que muy pocas veces lo aplicó en las comunidades por él fundadas. Con todo, dada la veneración suma con que se miraba el decreto apostólico, la observancia de las cuatro prohibiciones se mantuvo largo tiempo en muchas iglesias, aunque no hubiese ya motivo de escándalo, y así vemos que en el año 177 los mártires de Lyón declaran que ellos, como cristianos, no podían comer sangre.
Para llevar el decreto a Antioquía, Siria y Cilicia son elegidos algunos delegados que acompañen a Pablo y a Bernabé, de los que explícitamente se nos dan los nombres: Judas, llamado Barsabas, y Silas (v.22.27). De Judas no volvemos a tener ninguna otra noticia; Silas, en cambio, aparecerá luego como compañero de San Pablo (cf. Hch 15, 40; Hch 16, 19; Hch 17, 4-10; Hch 18, 5), y parece claro que debe identificarse con el Silvano nombrado en las epístolas paulinas (1Ts 1, 1; 2Ts 1, 1; 2Co 1, 19).

Hch 15, 30-35

El decreto apostólico es leído solemnemente en una "reunión pública" de la iglesia antioquena (v.30). Sin duda que los dos comisionados, Judas y Silas, darían toda clase de ulteriores explicaciones, conforme se les había encomendado (cf. v.27). El hecho es que los fieles antioquenos se "llenan de consuelo" (v.31), con lo que se da a entender que quedaron tranquilos de que iban por el buen camino y no tenían necesidad de sujetarse a la Ley mosaica, como se les había querido imponer (cf. v.1.24).
No sabemos cuánto tiempo permanecieron en Antioquía Judas y Silas, "exhortando y confirmando a los fieles" (v.32). El texto pone sólo la frase genérica de que, "pasado algún tiempo, fueron despedidos en paz... a aquellos que los habían enviado" (v.33). Lo de que "también ellos eran profetas" (v.32), parece una alusión evidente a los "profetas y doctores" de Hch 13, 1, Pablo y Bernabé, en cambio, se quedan en Antioquía "enseñando y evangelizando la palabra del Señor" (v.35). Parece que fue durante este tiempo cuando tuvo lugar el incidente con Pedro, de que se habla en Ga 2, 11-14, pues Bernabé, que se halla también allí (cf. Ga 2, 13), se va a separar muy pronto de Pablo (cf. v.39) y no parece, a juzgar por los datos que tenemos, que volvieran a estar nunca juntos en Antioquía. La razón de la omisión por San Lucas del incidente se quedó simplemente en incidente sin otras consecuencias. Para Pablo, sin embargo, era oportuno contarlo, pues ese "resistir a Pedro" era una prueba más de la independencia de su autoridad apostólica, que venía defendiendo ante los Gálatas.

Hch 15, 36-41

Abiertas las puertas del Evangelio a los gentiles, era necesario reemprender la obra de la predicación. Así lo comprendió Pablo, y así lo indica a Bernabé (v.36).
Pero he aquí que surge entre ambos una discusión sobre si llevar con ellos o no a Marcos (v.37-39). Este Marcos ya nos es conocido, pues les había acompañado al principio del anterior viaje, y luego los había abandonado (cf. Hch 13, 5-13). La discusión debió ser muy viva, pues el texto bíblico habla de "fuerte excitación de ánimo" (pa????sµ??). Sin duda que el conciliador Bernabé (cf. Hch 9, 27) quería dar ocasión a su primo para que reparase su falta; pero Pablo, más severo (cf. Hch 23, 3; 2Co 10, 1-11, 15; Ga 1, 6-3, 4), no quería exponerse a una nueva deserción.
La discusión, en vez de acabar en un acuerdo, acabó en una separación, dividiéndose el campo que habían de visitar. Y mientras Bernabé, acompañado de Marcos, marcha a Chipre, de donde era nativo, Pablo, tomando por compañero a Silas, emprende el viaje por tierra hacia las ciudades de Licaonia y Pisidia anteriormente evangelizadas (v.39-40). No se crea, sin embargo, que la separación dejara rastros de rencor, pues Pablo recordará siempre a Bernabé con deferencia (cf. 1Co 9, 6; Ga 2, 9); y en cuanto a Marcos, del que la condescendencia de Bernabé logró hacer un gran misionero, le vemos luego entre los colaboradores de San Pablo y muy apreciado por éste (cf. Col 4, 10; Flm 24; 2Tm 4, 11). De todos modos, Bernabé, una vez separado de Pablo, desaparece de la historia de los orígenes del cristianismo, sin que Lucas vuelva a hablar de él. Sólo leyendas tardías hablan de su predicación en Chipre y de que fue martirizado en Salamina, cuyo sepulcro se habría encontrado no lejos de esta ciudad a fines del siglo v, en tiempos del emperador Zenón.
Las primeras iglesias visitadas por Pablo, acompañado de Silas, son las de "Siria y Cilicia" (v.41). La expresión es demasiado genérica, sin que sea fácil concretar de qué iglesias se trata y por quién habían sido fundadas. Bien pudiera ser que hubieran sido fundadas por el mismo Pablo durante su larga estancia en Tarso después de la conversión (cf. Hch 9, 30; Hch 11, 25), como parece insinuarse en Ga 1, 21. Desde luego, la existencia de comunidades cristianas en estas regiones la hallamos atestiguada en el encabezamiento mismo del decreto apostólico (v.23). Es curioso que aquí no se hable para nada del decreto apostólico, a pesar de que iba dirigido a estas iglesias (cf. Hch 15, 23), y, sin embargo, se habla luego de él, al atravesar Licaonia (cf. Hch 16, 4). Es una de las anomalías de que suelen hablar los críticos.

Hch 16, 1-5

Atravesado el Taurus por las "Ciliciae portae," los dos viajeros, Pablo y Silas, llegan a Derbe y luego a Listra (v.1), ciudades de Licaonia que habían sido ya evangelizadas en el anterior viaje misional de Pablo (cf. Hch 14, 6-20). No quedan noticias de la estancia en Derbe; en cambio, de la estancia en Listra nos queda la interesante noticia de la entrada de Timoteo en el séquito de Pablo (v.2-5). Parece que Timoteo era entonces todavía bastante joven, pues unos trece o quince años más tarde Pablo dirá de él que está aún en la juventud (cf. 1Tm 4, 12; 2Tm 2, 22). Probablemente era huérfano de padre, habiendo sido educado por su madre, Eunice, y su abuela, Loide, ambas fervientes judías (cf. 2Tm 1, 5; 2Tm 3, 15). Se había hecho cristiano, junto con su madre y su abuela, durante la estancia anterior de Pablo en Listra; pero por ser hijo de padre gentil no estaba circuncidado (v.3). Durante la ausencia de Pablo parece que se había mostrado cristiano muy activo, pues es "elogiado por los hermanos de Listra e Iconio" (v.2).
Estos antecedentes contribuyeron a que Pablo pusiese en él los ojos y le eligiese entre sus colaboradores. Pero surgía una dificultad, la de que siendo hijo de mujer judía y estando incircunciso hubiese sido considerado por los judíos como apóstata, y toda relación con ellos iba a resultar imposible. Esto no podía agradar a Pablo, quien, como de costumbre (cf. Hch 13, 5; Hch 14, 1), pensaba seguir dirigiendo primeramente su predicación a los judíos (cf. Hch 16, 13; Hch 17, 1-2; Hch 18, 4). Por eso determina circuncidarle "a causa de los judíos que había en aquellos lugares" (v.3). Ello no se opone a lo que había sostenido en el concilio de Jerusalén defendiendo la no obligatoriedad de la circuncisión (cf. Hch 15, 2.12) y no permitiendo la circuncisión de Tito (cf. Ga 2, 3-5), Pues allí era cuestión de principio, es decir, si la circuncisión era o no necesaria para conseguir la salvación, mientras que aquí no se trata de necesidad doctrinal, sino simplemente de norma práctica en cosa de suyo indiferente (cf. Ga 5, 6), haciéndose gentil con los gentiles y judío con los judíos, a fin de ganar a todos para Cristo (cf. 1Co 9, 20). Además, en el caso de Tito, los padres eran ambos gentiles y no había ese motivo de escándalo que en el caso de Timoteo, hijo de mujer judía. Expresamente dirán a Pablo más adelante los presbíteros de la iglesia de Jerusalén: "Ya ves, hermano, cuántos millares de creyentes hay entre los judíos, y todos son celadores de la Ley... Cuanto a los gentiles que han creído, ya les hemos escrito..." (Hch 21, 20-25). Es decir, los gentiles podían considerarse libres de la circuncisión, y nadie tenía por qué extrañarse de que no la practicaran; los judíos, en cambio, al menos en la iglesia de Jerusalén, seguían observando fielmente las prescripciones mosaicas (cf. Hch 15, 11), y el no hacerlo con Timoteo hubiera traído especiales dificultades para el apostolado entre ellos.
Dejada Listra, Pablo continúa su viaje, visitando las demás ciudades (Iconio y Antioquía de Pisidia) evangelizadas en el viaje anterior, comunicándoles las decisiones de los apóstoles y presbíteros en el concilio de Jerusalén (v.4-5).

Hch 16, 6-10

Parece, aunque la narración de Lucas es demasiado concisa y no nos permite formarnos ideas claras, que Pablo y sus compañeros, una vez visitadas las comunidades fundadas en el viaje anterior, intentaron seguir adelante en dirección oeste, es decir, hacia la provincia procónsular de Asia, muy poblada y llena de colonias judías, cuya capital era Éfeso. Pero, impedidos por el Espíritu Santo, se dirigieron hacia el norte y "atravesaron la Frigia y el país de Galacia" (v.6), llegando hasta los confines de Misia, con intención de detenerse a predicar en Bitinia (v.7), pensando sin duda en las importantes ciudades de Nicea y Nicomedia, donde había florecientes colonias judías. También este su propósito es impedido por el Espíritu Santo (v.7), y entonces, atravesando Misia, bajan hasta Tróade (v.8), importante puerto del mar Egeo, que era centro de comunicaciones entre Asia Menor y Macedonia, a unos 18 kilómetros al sur de la antigua Troya homérica. Evidentemente, el Espíritu Santo guiaba a los misioneros hacia Europa.
Los nombres de las regiones aquí señaladas por San Lucas nos son perfectamente conocidos, lo que nos permite trazar esa reconstrucción del itinerario de Pablo a través de Asia Menor, que acabamos de presentar. Hay, sin embargo, un punto oscuro, y es la expresión "país de Galacia" (v.7), que no todos interpretan de la misma manera. La expresión vuelve a aparecer más adelante, en el itinerario del tercer viaje de Pablo, quien de nuevo atraviesa "el país de Galacia y la Frigia" (Hch 18, 23). No cabe duda que los destinatarios de la carta a los Gálatas son los habitantes de este "país de Galacia," por el que en estos sus dos viajes atraviesa San Pablo; pero ¿cuál es ese "país de Galacia"?
Sabemos que, en la época romana, Galacia era el nombre de una región en el centro de Asia Menor, situada entre Bitinia al norte, Capadocia al este, Frigia al oeste, y Licaonia al sur. Parece que debe su nombre a una tribu celta procedente de las Galias, que, a fines del siglo III a. C., después de haber recorrido la península balcánica, atravesó el Helesponto y fue a establecerse en esa región del Asia Menor. En el año 189 a. C., cuando los romanos comenzaban a extender sus dominios por esas regiones, estuvieron en lucha con éstos, siendo vencidos por el cónsul Cneo Manlio Vulso, aunque siguieron como reino independiente con ciertas limitaciones. Cuando Pompeyo, en su expedición por Asia, años 66-62 a. C., reorganizó todas esas regiones, estableciendo las provincias de Bitinia, Cilicia, etc., Galacia continuó, al igual que Armenia y Capadocia, como reino independiente, aliado de los romanos, e incluso fue ensanchado su territorio a costa de las regiones vecinas. Fue Augusto, en el año 25 a. C., quien, muerto el rey Aminta, la convirtió en provincia romana, con capital en Ancira (hoy Ankara), y comprendiendo no sólo la Galacia propiamente dicha, sino también territorios de Pisidia, Frigia, Licaonia, El carácter heterogéneo de esta provincia queda claramente reflejado en alguna de las inscripciones encontradas en nuestros días, las cuales, en vez de hablar simplemente de "legado de la provincia de Galacia," hablan de: Legatus provinciae Galatiae, Pisidiae, Phrygiae, Lycaoniae, Isauriae et Paphlagoniae.
A vista de estos datos, es fácil ya entender en qué está la discusión. Todo se reduce a concretar si ese "país de Galacia," por el que atraviesa San Pablo, es la región de Galacia propiamente dicha, o se alude en general a la provincia romana de Galacia, que, además de la Galacia etnográfica, incluía también otras regiones. En este último caso, el "país de Galacia" visitado por San Pablo podía ser muy bien la parte meridional de la provincia de Galacia, en la que se hallaban, además de otras, las ciudades de Listra, Derbe, Iconio y Antioquía de Pisidia, evangelizadas ya en el primer viaje. Es la opinión que defienden bastantes autores modernos. Según ellos, San Pablo no parece que subiera nunca hasta la Galacia propiamente dicha o Galacia etnográfica, sino que visitó únicamente la parte meridional de la provincia de Galacia. Los habitantes de estas regiones, y no los auténticos gálatas, serían los destinatarios de la carta de San Pablo.
Creemos, sin embargo, mucho más probable, con la mayoría de los autores antiguos y modernos, que el "país de Galacia" visitado por San Pablo es la verdadera Galacia etnográfica, como insinúa la misma expresión "país de Galacia"; y, por consiguiente, que ésos son los destinatarios de la carta a los Gálatas. Téngase en cuenta, en efecto, que Pablo procedía de Derbe y Listra (v.1-5), ciudades que pertenecían a la provincia de Galacia; al hablar, pues, a continuación, de que atravesó "Frigia y el país de Galacia" (v.6), no puede entenderse simplemente de la provincia de Galacia, en la que ya se hallaba, sino de otras regiones de la misma provincia. Además, el término "gálatas," con que designa en su carta a los habitantes de este país (Ga 3, 1), difícilmente podría ser aplicado a los habitantes de Pisidia o Licaonia, pues la incorporación administrativa de estas regiones a la provincia de Galacia no suprimía en modo alguno su apelativo particular de "pisidios" o "licaonios," como muestran las inscripciones.
En este "país de Galacia" parece que Pablo, a juzgar por algunos datos de la carta a los Gálatas, hubo de detenerse durante algún tiempo. Su intención debió de ser "atravesar" simplemente esa región en dirección a Bitinia (v.6-7); pero una enfermedad le habría obligado a detenerse, sin que sepamos por cuánto tiempo, siendo ello causa de la evangelización de los gálatas (cf. Ga 4, 13-15). Terminada la estancia y misión entre los gálatas, intenta ir a Bitinia; pero, ante la prohibición del Espíritu Santo, baja hasta el puerto de Tróade, donde tiene lugar la visión en que se le indica su nuevo campo de trabajo (v.6-10).
Es de notar, aquí por primera vez en la narración de los Hechos, el uso de la primera persona de plural: "buscamos cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios nos llamaba.." (v.10); lo que quiere decir que Lucas, autor del libro, se presenta al menos desde este momento como compañero de Pablo. La manera de entrar en escena: "al instante buscamos...," parece suponer cierta intimidad con el grupo que seguía al Apóstol, y que no se conocieron ahí por primera vez. No consta si le hubiese acompañado ya desde Antioquía; lo más probable es que no, sino que llegó a Tróade independientemente por asuntos personales. De hecho, parece que se queda en Filipos, pues en Hch 16, 17 termina la narración en primera persona de plural, volviéndose luego a unir al Apóstol años más tarde, cuando éste vuelve a pasar por esta ciudad (cf. Hch 20, 5-6). Hasta se ha propuesto la hipótesis de que el "médico" Lucas (cf. Col 4, 14), enterado de la enfermedad que aquejó a San Pablo en Galacia, había ido en su busca, no alcanzándole sino cerca de Tróade. Desde luego, puede haber en esto su parte de fantasía, pero la cosa no es imposible.

Hch 16, 11-15

El recorrido seguido por Pablo y sus acompañantes está indicado con todo detalle en los v.11-12. De Tróade, en las costas de Asia, pasan a Neápolis, en las costas de Europa, salvando una distancia de unos 230 kilómetros. Logran hacer la travesía en menos de dos días, e incluso es probable, a juzgar por la lectura del texto, que hicieran una breve parada en Samotracia, pequeña isla situada a mitad de camino. Debieron tener, pues, un tiempo muy favorable; pues para ese mismo recorrido, en sentido inverso, tardarán en otra ocasión cinco días (cf. Hch 20, 6). De Neápolis suben a Filipos, distante unos 15 kilómetros. Una ramificación de la famosa vía Egnatia unía ambas ciudades, y a buen seguro que ése fue el camino seguido por Pablo.
Era entonces Filipos ciudad bastante floreciente. Debía su nombre a Filipo, el padre de Alejandro Magno, quien la había edificado en el lugar de un antiguo poblado llamado Krenides (= fuentes), debido a las abundantes fuentes que lo rodeaban. Muy cerca de sus muros se dio la célebre batalla en que los partidarios de César vencen a los asesinos del dictador, Bruto y Casio, dando así fin para siempre a los últimos sueños de la libertad republicana. Sucedía esto en el otoño del año 42 a. C., y los vencedores eran Antonio y Octavio. En recuerdo de esta victoria, después de la derrota de Antonio en Accio (31 a. C.), Octavio, único dueño del imperio, elevó la ciudad a la categoría de "colonia," estableciendo en ella numerosos veteranos de sus tropas, con todos los privilegios del "ius italicum."
La narración de Lucas, en perfecta consonancia con la historia profana, da expresamente a Filipos el título de "colonia romana" (v.12), y habla de "pretores" (st?at????) y de "lictores" (?aßd?????), que como a tal le correspondían (cf. v.20.22.35.38). Se dice también que es "la primera ciudad de esta parte (p??t? t?? µe??d??) de Macedonia" (v. 12), expresión oscura, cuyo significado más probable es el de que, para quien entraba en Macedonia por Neápolis (ciudad que hasta tiempos de Vespasiano perteneció a Tracia), era Filipos la primera ciudad que se encontraba. Algunos autores, sin embargo, prefieren traducir "ciudad del primer distrito de Macedonia," leyendo p??t??, en vez de p??t? t??, y viendo aquí una alusión a la división de Macedonia en cuatro distritos hecha por el cónsul Pablo Emilio en el 168 a. C.. Otros, sin tantas complicaciones, creen ver en el adjetivo "primera" (p??t?) simplemente un término helenístico de honor, equivaliendo más o menos a "insigne" o "preeminente," con lo que desaparecería toda dificultad. La cuestión es dudosa.
Los judíos debían de ser poco numerosos en Filipos, pues ni siquiera tenían un edificio para sinagoga, reuniéndose los sábados para la oración en un lugar junto al río, fuera de la ciudad (v.13). No podemos concretar si se tratase de un "oratorio" cubierto, o totalmente al aire libre. La narración de Lucas llama a este lugar p??se???, nombre que también nos es conocido por los autores romanos. La vecindad del agua era necesaria para las diversas abluciones prescritas por el judaismo.
A este lugar acude Pablo, conforme a su norma de comenzar la predicación dirigiéndose primeramente a los judíos. No va a encontrar un auditorio numeroso, sino sólo "algunas mujeres," entre las que se hace mención especial de una llamada Lidia, "temerosa de Dios," es decir, pagana de nacimiento, pero afiliada al judaísmo (v.13-14; cf. Hch 10, 2). Quizá el nombre Lidia, más que nombre personal, fuera un sobrenombre geográfico, debido a que era natural de Tiatira, ciudad de Lidia, en Asia Menor (cf. Ap 2, 18). La arqueología ha demostrado que era ésta una ciudad en que florecía la industria de la púrpura, y la narración de Lucas dice precisamente que Lidia, procedente de esa ciudad, era "purpuraría" (v.14).
La conversión de Lidia, al igual que en bastantes otros casos (cf. Hch 10, 44; Hch 16, 33; Hch 18, 8; 1Co 1, 16), lleva consigo la de toda la familia (v.15). Debía estar en situación económica bastante desahogada, y no le pareció justo que, teniendo ella una casa cómoda y espaciosa, los misioneros que le habían dado la fe viviesen en pobres posadas de mercaderes, como seguramente lo estaban haciendo Pablo y los suyos. De ahí su invitación a que "entrasen en su casa" (v.15). Pablo rehusa la invitación, como claramente queda insinuado en ese "nos obligó" (v.15). Y es que era norma del Apóstol Pablo no aceptar ayuda material de sus evangelizados (cf. Hch 20, 33-35; 1Ts 2, 9; 2Ts 3, 8; 1Co 9, 15), y quería seguirla también en Filipos; pero, ante la delicada insistencia de Lidia, fue preciso ceder. Más adelante, el mismo Apóstol recordará que sólo con los filipenses había hecho excepción de esta norma (cf. 2Co 11, 9; Flp 4, 15), y es fácil suponer que la principal suministradora de soporte y ayuda material seguía siendo la hospitalaria Lidia.

Hch 16, 16-24

Es probable que entre el episodio inicial de la conversión de Lidia (v. 13-15) y este episodio de la posesa, que motiva una persecución contra los misioneros (v. 16-24), pasase bastante tiempo. La carta a los Filipenses habla de varios colaboradores que ayudaron a San Pablo en la evangelización (cf. Flp 2, 25; Flp 4, 3), y presupone allí una comunidad cristiana floreciente, con "obispos y diáconos" a la cabeza (Flp 1, 1), que no es fácil se formara sin una estancia más o menos prolongada del Apóstol en la ciudad. San Lucas habría omitido los detalles de la fundación de esta iglesia, saltando del episodio inicial, conversión de Lidia, al episodio final, que fue ocasión de que los misioneros tuviesen que partir. Cierto que en el v.12 encontramos la expresión "algunos días," pero esta expresión, más que al tiempo total de estancia en Filipos, parece aludir claramente a los días transcurridos hasta que se presentó ocasión favorable para comenzar a predicar la buena nueva, que fue al primer sábado después de la llegada.
La joven esclava que tenía "espíritu pitónico" (v.16) era evidentemente, según se desprende del modo de hablar de San Pablo, una posesa, cuyos oráculos y adivinaciones eran debidos a influjo diabólico (v.18). San Lucas conserva la expresión "espíritu pitónico," de origen pagano, en sentido general de espíritu de adivinación, sin que el uso de esa expresión signifique, ni mucho menos, que el evangelista creía en la existencia o realidad de Pitón. Los gritos de la esclava, siguiendo a los misioneros (v.17), a pesar de que parecían ceder en alabanza de éstos, no agradan a Pablo, quien no quería tales colaboraciones para la obra del Evangelio; de ahí que, "molestado," ordenara al demonio salir de la posesa (v.18). Algo parecido había hecho Jesucristo en circunstancias similares (cf. Mc 1, 25; Mc 3, 12; Lc 4, 35).
Pero la cosa no acabó ahí. Inmediatamente surge la persecución contra los predicadores, pues la posesa procuraba a sus amos grandes ganancias con sus adivinaciones, y ahora quedaba cortada esa fuente de ingresos (v.19). Claro que esa razón, igual que sucede en otras ocasiones (cf. Hch 19, 24), no podía alegarse públicamente, pero era fácil inventar otras. El hecho es que los amos de la esclava "cogen a Pablo y a Silas, y los llevan al foro ante los magistrados" (v.19). Las acusaciones que contra ellos presentan están hábilmente escogidas: perturbación de orden público y peligro para las instituciones romanas (v.20-21). Era natural que en una "colonia," como era Filipos (cf. v.12), orgullosa de su organización al estilo de Roma, estas acusaciones apareciesen extraordinariamente graves. No se dice expresamente cuáles eran esas "costumbres" (v.21; cf. Hch 6, 14; Hch 15, 1; Hch 21, 21; Hch 26, 3; Hch 28, 17); pero se ve claro que los acusadores no hacen distinción entre cristianos y judíos. Y aunque era cierto que los judíos podían practicar libremente su religión (cf. Hch 18, 14-15) no les conceden derecho a que traten de arrastrar a sus costumbres a los romanos. Por eso, la muchedumbre se levantó enseguida contra ellos; y los jueces, dejados llevar sin duda por esta excitación general y creyendo que se trataba de vulgares alborotadores, sin más interrogatorios ni formalidades ordenaron el castigo de los azotes (v.22). Era la primera vez que autoridades romanas se declaraban contra los predicadores de la nueva religión y la primera persecución de la que no eran responsables los judíos. No sabemos por qué los ataques van dirigidos sólo contra Pablo y Silas, sin que se haga mención de Timoteo ni de Lucas, que ciertamente formaban también parte del grupo. Bien pudo ser porque Timoteo y Lucas no se hallasen presentes cuando Pablo y Silas fueron apresados, o también porque los que interesaban eran únicamente los jefes.
Después de la pena de los azotes, Pablo y Silas son encarcelados y sometidos a una vigilancia especial, con los pies bien "sujetos en el cepo" (v.23-24). La perspectiva era terrible, pues los así encadenados sólo podían estar echados en el suelo, o a lo más sentados; y en este caso se daba el agravante de que tenían el cuerpo totalmente llagado por los azotes. Más adelante, como a algo que le ha quedado muy grabado, aludirá San Pablo a estos sufrimientos en Filipos (cf. 1Ts 2, 2).

Hch 16, 25-40

Desde luego, debía resultar extraño a los presos de la cárcel de Filipos el que dos compañeros de prisión, en un calabozo, a medianoche, en vez de imprecaciones y conjuros, irrumpieron en cantos de alabanza a Dios. Es lo que hacían Pablo y Silas, y en voz alta, pues los demás presos "los oían" (v.25). Sin duda se acordaban de aquellas palabras del Señor: "bienaventurados cuando os excomulguen y maldigan... Alegraos en aquel día y regocijaos" (Lc 6, 23). Pero no sólo debía existir esa razón general. Probablemente se acordaban también de que, tal vez en casa de Lidia, a esas mismas horas, los hermanos de Filipos estarían reunidos para celebrar, en medio de oraciones y cánticos, la cena del Señor (cf. Hch 20, 7; 1Co 11, 20; Ef 5, 19; Col 3, 16), y querían unirse a ellos en la medida de lo posible.
Todavía resonaban esos cantos de alabanza a Dios, cuando de repente se produce un gran terremoto, que conmueve los cimientos de la cárcel y "se abren las puertas y se sueltan los grillos" (v.26). No cabe duda que Lucas presenta este terremoto como algo milagroso, de modo parecido a Hch 4, 31, pues un terremoto ordinario no abre puertas y suelta grillos. El carcelero, al ver abiertas las puertas de la cárcel, trata de suicidarse, pues supone que se han escapado los presos (v.27), quedando él expuesto a la infamia y a la pena de muerte (cf. Hch 12, 19). Tranquilizado por Pablo, se arroja "tembloroso" a sus pies, arrepentido sin duda de haber tratado como vulgares malhechores a enviados del cielo, e instruido en la nueva fe, "es bautizado él con todos los suyos" (v.28-33; cf. Hch 8, 36-38). Y aún hace más: sube los dos prisioneros a su casa, "les pone la mesa, y se regocija con toda su familia de haber creído en Dios" (v.34). Se ve claro que su conversión fue total, pues no teme en exponerse a la muerte, tratando con tanta liberalidad a dos presos respecto de los cuales había recibido el encargo de que los "guardase con cuidado" (cf. v.23). No es improbable que esa cena, tan generosamente ofrecida por el carcelero a los dos presos, sirviese al mismo tiempo para introducir a éste en el acto principal del culto litúrgico, la eucaristía, que Pablo habría celebrado (cf. Hch 20, 7-11); pero, con certeza, nada puede afirmarse. El cambio de actitud en el carcelero se debe evidentemente a la impresión recibida por lo del terremoto y escenas subsiguientes, pero esa semilla caía en terreno ya en cierto modo preparado; pues podemos dar por seguro que había oído hablar de la doctrina que los dos misioneros predicaban, y que, precisamente por motivos de religión, habían sido metidos en la cárcel. El terremoto habría acabado de abrirle los ojos, no pudiendo dudar que se trataba de una verdadera intervención divina en favor de los dos encarcelados.
Ni fue sólo el carcelero el que cambió de actitud. Cambiaron también los jueces, que muy de mañana envían orden a la cárcel de que sean puestos en libertad los dos presos (v.35). ¿Fue también el terremoto lo que hizo cambiar de actitud a los jueces? Es probable que sí, sea que el terremoto se dejase sentir también en la ciudad, sea que se enterasen de él por referencias. Pero, aun prescindiendo del terremoto, es muy posible que los jueces, después de los acontecimientos, reflexionaran sobre lo hecho, reconociendo que habían obrado con demasiada precipitación, no muy en conformidad con las normas romanas (cf. Hch 25, 16), y quisiesen deshacerse de aquel asunto, que podría ocasionarles serios disgustos. Y esto mucho más, si en el intermedio habían recibido nuevas informaciones sobre los presos, que no eran precisamente dos vulgares perturbadores del orden. Podemos incluso hasta suponer que en estas informaciones tuviese gran parte Lidia, la cual no es creíble que se resignase a quedar inactiva, y, siendo mujer de consideración, fácilmente podría llegar hasta los jueces.
La cosa, sin embargo, se complicó más de lo que esperaban los jueces, pues los dos prisioneros no quisieron salir así, sin más, de la cárcel, sino que, alegando que eran ciudadanos romanos y que habían sido azotados y encarcelados sin previo juicio, exigieron que vinieran los jueces mismos a sacarlos (v.36-37). El efecto fue inmediato: los jueces, cediendo totalmente, van en persona a la cárcel, presentan sus excusas, y les ruegan que se alejen de la ciudad (v.38-39). Era lógico este miedo de los jueces, pues las leyes Valeria y Porcia prohibían bajo penas muy severas atar o azotar a un ciudadano romano sin previo juicio. Y aquí no había habido ni siquiera proceso. Las consecuencias podían ser muy graves y extenderse a toda la "colonia," como había sucedido en casos análogos. Precisamente no mucho tiempo antes, en el año 44, Claudio había privado a los de Rodas de sus privilegios por haber crucificado ciudadanos romanos.
A alguno podrá parecer un poco extraño que los dos acusados hayan aguardado hasta este momento para alegar su ciudadanía romana. Más adelante, en una ocasión parecida, San Pablo la alega desde un principio, y con ello evita que le azoten (cf. Hch 22, 25). ¿Por qué aquí no hizo lo mismo? La respuesta puede ser doble. Es posible que de hecho trataran de alegarla, pero, como todo sucedía en medio de un tumulto (cf. v.22), no lograran hacerse oír, interpretando los jueces sus voces como las habituales lamentaciones de la gente condenada a los azotes; aunque también es posible que prefiriesen dejar hacer y aceptar el sufrimiento por amor de Jesucristo (cf. Hch 14, 22; 1Ts 3, 3; 2Co 7, 4). Si ahora alegan su ciudadanía romana y exigen de los jueces una reparación pública, lo hacen, más que pensando en ellos, para salvaguardar delante de los paganos el crédito moral, de la comunidad cristiana, que no convenía apareciese fundada por dos charlatanes aventureros, caídos bajo el peso de la justicia y sacados secretamente de la cárcel.
Obtenida esa reparación, no tienen ya inconveniente en marchar. La comunidad cristiana de Filipos quedaba asegurada, y Pablo tenía por norma no oponerse a las autoridades establecidas (cf. Rm 13, 1-7). Pero antes quiso saludar y despedirse de los hermanos, reunidos en casa de Lidia (v.40). Lucas parece ser que se quedó en Filipos, pues en las narraciones siguientes no vuelve a aparecer ya la primera persona de plural hasta cuando Pablo, en el tercer viaje misional, de nuevo pasa por esta ciudad (cf. Hch 20, 5). En cuanto a Timoteo, la cosa es dudosa. Bien pudo ser que, partidos Pablo y Silas, él, de momento, se quedara en Filipos; aunque, desde luego, debió ser por muy poco tiempo, pues poco después le vemos con ellos en Berea (cf. Hch 17, 14). Además, en Tesalónica, que es a donde se dirigen Pablo y Silas, Timoteo aparece luego como persona conocida (cf. 1Ts y 2Ts 1, 1), y parece darse a entender que fue uno de los fundadores de aquella comunidad.

Hch 17, 1-9

De Filipos, siguiendo la vía Egnatia, los dos misioneros marchan a Tesalónica, pasando por Anfípolis y Apolonia (v.1). No parece que se detuvieran a predicar en estas dos últimas ciudades, y si se las menciona es sólo como etapas de viaje hasta Tesalónica, distante de Filipos unos 150 kilómetros.
Era Tesalónica ciudad de gran movimiento comercial, a cuyo puerto llegaban naves procedentes de todos los puntos del Mediterráneo. Era la sede del gobernador romano de la provincia de Macedonia. La ciudad había sido fundada por Casandro, en el 315 a. C., que le dio ese nombre en honor de su mujer Tesalónica, hermana de Alejandro Magno. Ya bajo el dominio romano, Augusto la había declarado "ciudad libre," como recompensa por la ayuda que le prestó antes de la batalla de Filipos. Estaba gobernada, al igual que toda "ciudad libre" entre los romanos, por una asamblea popular (d?µ?e), a cuyo frente estaban cinco o seis magistrados, que San Lucas llama "politarcas" (v.6-8), término que no conocíamos por los autores profanos, pero que ahora las inscripciones arqueológicas han demostrado que era el usual en Macedonia y regiones limítrofes, con lo que se confirma la exactitud histórica de los Hechos y la buena información de San Lucas. Su población era una mezcla de griegos, romanos y judíos, en proporción que no es fácil determinar. Desde luego, la colonia judía debía de ser bastante numerosa, pues poseían una sinagoga (v.1). También en la actual Thessaloniki son muy numerosos los judíos, aunque procedentes en su mayoría de los expulsados de España por los Reyes Católicos.
Los dos misioneros se hospedaron en casa de un tal Jasón (v.6), personaje que debía de ser muy conocido, pues, al contrario que en otras ocasiones (cf. Hch 18, 2; Hch 21, 16), se introduce su nombre en el relato sin ninguna explicación (v.5). Es posible que sea aquel mismo del que San Pablo envía saludos a los romanos, escribiendo desde Corinto, y que pone entre sus "parientes," o sea, de la misma tribu (cf. Rm 16, 21). A fin de no ser gravosos a nadie, trabajaban día y noche, como el mismo Pablo recordará más tarde (cf. 1Ts 2, 9; 2Ts 3, 8); y ni aun así debía sobrarles mucho, pues hubieron de aceptar ayuda material de los de Filipos (cf. Flp 4, 16). Probablemente ese trabajo manual era el de "fabricación de tiendas," igual que luego en Corinto (cf. Hch 18, 3).
Como de costumbre, Pablo comienza su predicación por los judíos, acudiendo durante tres sábados a la sinagoga para "discutir con ellos sobre las Escrituras" (v.2). En tres puntos insistía sobre todo: que el Mesías, contrariamente a las creencias tradicionales judías, tenía que padecer; que debía resucitar; y que ese Mesías era Jesús de Nazaret (v.3). El resultado fue que "algunos de ellos se dejaron convencer, y se incorporaron a Pablo y Silas" (v.4). Entre ellos habrá que poner a Segundo y a Aristarco, que, más adelante, aparecerán como colaboradores de San Pablo (cf. Hch 20, 4; Col 4, 10). Sin embargo, no debieron de ser muchos los convertidos, pues las dos cartas que luego escribirá Pablo a esta comunidad de Tesalónica dan la impresión de que estaba compuesta, si no exclusivamente, al menos en su inmensa mayoría, de cristianos procedentes del gentilismo (cf. 1Ts 1, 9; 1Ts 2, 14-16).
De éstos dice San Lucas que se convirtió "una gran muchedumbre" (v.4). No es probable que la conversión de esa "muchedumbre" haya tenido lugar únicamente durante ese período de los tres sábados aludidos antes (v.3-4). Creemos que esos "tres sábados" pueden referirse más bien al tiempo de discusión con los judíos, sin que ello implique necesariamente que la permanencia de Pablo en Tesalónica no fuese más larga. Habría sucedido aquí algo parecido a lo que sucedió en Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13, 46-49) y sucederá también luego en Corinto (cf. Hch 18, 6-7) Y en Efeso (cf. Hch 19, 8-10), es decir, que, rechazado por los judíos, Pablo habría seguido en Tesalónica dedicado a la predicación entre los gentiles; pues es difícil que en sólo tres semanas se hubiera formado esa comunidad cristiana tan floreciente, que suponen las cartas a los Tesalonicenses (cf. 1Ts 1, 3-8). Lucas, sin descender a detalles sobre esta segunda etapa de la labor misional de San Pablo, se habría contentado con añadir que "se convirtió también una gran muchedumbre de prosélitos griegos y no pocas mujeres principales."
No tardó, sin embargo, en surgir la persecución. Como antes en Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13, 45), también ahora los judíos "se llenan de envidia" ante el éxito de la predicación de Pablo con los gentiles (v.5). Con pena lo recordará más tarde el Apóstol al escribir a los Tesalonicenses (1Ts 2, 16). Los hombres de que se valen para provocar el alboroto son esos maleantes, gente desocupada, que merodean por las plazas, dispuestos a ir con el que más pague. Ellos son los que, azuzados por los judíos, se dirigen a la casa de Jasón en busca de Pablo y de Silas, y, al no hallarlos, "arrastran a Jasón y a algunos de los hermanos," llevándolos ante los "politarcas" o magistrados de la ciudad (v.5-6; cf. Hch 19, 31). Las acusaciones, que lanzan, a gritos, son graves: que perturban el orden (v.6; cf. Hch 24, 5) y que obran contra los decretos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús (v.7; cf. Hch 25, 8). En sustancia son las mismas acusaciones que habían sido lanzadas ya contra Jesús mismo (cf. Lc 23, 2; Jn 19, 12). Es posible que Pablo, en sus predicaciones, hablara alguna vez de reino mesiánico (cf. Hch 19, 8; Hch 28, 23), o de alguna otra manera se refiriera a Jesús como rey; pero lo que él decía en sentido espiritual, sofísticamente lo convierten en acusación política. Los magistrados, sin embargo, no se precipitan, como antes habían hecho los de Filipos (cf. Hch 16, 22). Sin duda se dieron perfecta cuenta del valor de aquellas acusaciones en boca de gente maleante, que muestra tanto celo por la tranquilidad pública y por el César; y como, por otra parte, tampoco podían mostrarse indiferentes ante acusaciones tan graves, se contentan con "exigir fianza de Jasón y de los demás," y los dejan ir libres (v.8-9). No se dice en qué consistió esa "fianza"; probablemente bastó una promesa formal, con depósito quizá de algún dinero, de que no perturbarían la paz pública ni maquinarían contra el Estado.
Con todo, para evitar nuevos desórdenes, aquella misma noche Pablo y Silas parten para Berea (v.10). Algo se debieron de calmar los ánimos, aunque no del todo; pues, a juzgar por lo que dice el Apóstol en su carta a los Tesalonicenses, la persecución debió de seguir (cf. 1Ts 2, 14).

Hch 17, 10-15

Es posible que la intención de Pablo fuera continuar sirviéndose de la vía Egnatia y, una vez evangelizada Tesalónica, seguir hasta Dirraquio y Roma (cf. Rm 1, 13; Rm 15, 22). Pero la manera como hubo de salir de aquella ciudad habría inducido a los fieles tesalonicenses a "encaminarle hacia Berea" (v.10), ciudad un poco a trasmano, oppidun devium, como la llama Cicerón. Allí, al menos de momento, quedaba más en la sombra, libre de las persecuciones de sus enemigos.
Distaba Berea de Tesalónica unos 8o kilómetros. Un poco más al sur se hallaba el majestuoso Olimpo. Como de costumbre (cf. Hch 13, 5), Pablo comenzó por presentarse en la sinagoga, donde fue bien recibido; pues, al decir de San Lucas, los judíos de Berea eran "más nobles de espíritu que los de Tesalónica" y, ávidos de conocer la verdad, "consultaban diariamente las Escrituras" para ver si era así como Pablo decía (v.11).
No sabemos cuánto tiempo duró este apostolado tranquilo en Berea, lo que sí se nos dice es que el trabajo fue fructífero, y no sólo se convirtieron "muchos judíos," sino también "mujeres griegas de distinción y no pocos hombres" (v.12). Entre ellos habrá que poner, sin duda, a Sópatros, que más tarde acompañará a Pablo en un viaje a Jerusalén (cf. Hch 20, 4). Pero la consabida persecución de parte de los judíos no podía faltar. Efectivamente, enterados los judíos de Tesalónica de que Pablo estaba predicando en Berea, envían allá comisionados que logran alborotar la ciudad (v.13). A fin de prevenir ulteriores complicaciones, los hermanos de Berea hacen partir a Pablo camino del mar, acompañándole hasta Atenas (v.14-15).
No es fácil concretar si este viaje hasta Atenas fue por mar o por tierra. La frase de San Lucas que en el texto hemos traducido por "camino del mar" (e?? ep? t?? ???asa?) no resuelve la cuestión. Bien pudo ser que llegaran "hasta el mar," como parece decir el texto, pero no para embarcarse, sino para tomar la vía que bajaba desde Tesalónica a lo largo de la costa y que luego se internaba en Tesalia y llegaba hasta Atenas. Así se explicaría mejor lo que se dice en el versículo siguiente de que "los que conducían a Pablo le llevaron hasta Atenas," pues tratándose de un viaje marítimo no se ve, una vez tomado el barco, qué razón de ser podía tener ese acompañamiento para tener que volver luego el punto de partida. Con todo, la mayoría de los autores se inclinan a suponer que el viaje fue por mar, dado que para éste bastaban tres días, mientras que por tierra se necesitaban al menos doce. No hay datos suficientes para una solución definitiva.
Una vez en Atenas, Pablo, al despedir a sus acompañantes, les encarga que dijeran a Silas y a Timoteo que vinieran cuanto antes a reunirse con él (v.15). Estos se habían quedado en Berea (v.14), no sabemos por qué. Quizá para terminar de organizar aquella comunidad y para seguir de cerca en contacto con la de Tesalónica, que Pablo llevaba tan en el corazón. Lo cierto es que ahora quiere que vayan cuanto antes a reunirse con él, y así lo encarga.
Pero ¿cuándo se reunieron de hecho con Pablo? Si atendemos a la narración de los Hechos, parece ser que no en Atenas, donde sólo se habla de Pablo (Hch 17, 16.34; Hch 18, 1), sino más tarde, en Corinto (Hch 18, 5). Sin embargo, a esto parece oponerse lo que el mismo Pablo dice en su carta a los Tesalonicenses: "No pudiendo sufrir más, determinamos quedarnos solos en Atenas, y enviamos a Timoteo... para confirmaros y exhortaros en vuestra fe" (1Ts 3, 1-2). Evidentemente se trata de esta estancia en Atenas que siguió a su salida de Berea, y parece claro que Timoteo estaba con él, pues dice que lo envían a Tesalónica, aun a trueque de "quedar solos." Más aún, el plural "enviamos a Timoteo..." nos inclinaría a suponer que también estaba Silas, pues la carta está escrita en nombre de los tres (cf. 1Ts 1, 1).
Diversas hipótesis se han propuesto a fin de armonizar estas noticias. Suponen muchos que Timoteo y Silas se reunieron efectivamente con Pablo en Atenas, conforme a la orden recibida; pero después Timoteo fue enviado a Tesalónica, y Silas a otra parte, quizá a Filipos o a Berea, volviendo luego a bajar juntos a encontrarse con el Apóstol, cuyo encuentro habría tenido lugar en Corinto. Desde luego, la hipótesis es posible. Con todo, la noticia de Lucas en Hch 18, 5, anunciando la llegada de Timoteo y Silas, parece hacer referencia claramente a Hch 17, 14-15, sin dejar lugar al encuentro de Atenas. Por eso, juzgamos más fundado explicar todo suponiendo una contraorden de Pablo, quien, ante nuevas noticias recibidas, habría mandado aviso a Timoteo de que, antes de venir a juntarse con él, fuera a Tesalónica a tranquilizar aquella iglesia. Algo parecido habría hecho con Silas. El plural "enviamos" (1Ts 3, 2) podría explicarse, aunque esté solamente refiriéndose a Pablo, como acontece en otros lugares (cf. 2Co 10, 7-11; 2Co 13, 1-6). La misma expresión: "determinamos quedarnos solos...," tiene así mucha más fuerza que si incluimos también a Silas.

Hch 17, 16-21

Esta página de los Hechos sobre la estancia de Pablo en Atenas es una de las descripciones más realistas que se conservan sobre la vida de la Atenas de entonces. Aunque había descendido mucho, pues ya no era ni siquiera capital de la provincia romana, la ciudad conservaba aún vestigios de su antigua grandeza. Por todas partes se veían monumentos, templos, estatuas, y a ella acudían extranjeros de todas las partes del mundo, amantes de la cultura.
En su ágora famosa, situada a los pies del Areópago y próxima a la Acrópolis, se discutía de todo. Allí se encontraba el pórtico, la Estoa, que dio a los estoicos su nombre. De ellos, juntamente con los epicúreos, habla expresamente San Lucas (v.18). Eran dos escuelas filosóficas rivales, entonces muy en boga, los estoicos, que profesaban un panteísmo materialista, penetrados de una elevada idea del deber y aspirando a vivir de acuerdo con la razón, indiferentes ante el dolor, y los epicúreos, también materialistas, pero menos especulativos, que ponían el fin de la vida en buscar prudentemente el placer. A los atenienses agradaba oír estas discusiones de sus filósofos, acudiendo diariamente al ágora, donde podían oír además las últimas novedades traídas por extranjeros que allí llegaban. La frase de San Lucas a este respecto, en total armonía con las fuentes profanas, es sumamente expresiva: "Todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y oír novedades" (v.21).
La impresión de San Pablo, al entrar en Atenas, fue de indignación y profundo dolor: "se consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos" (v.16). Todos aquellos templos, estatuas y monumentos no eran simplemente creaciones artísticas, como lo son hoy después de haber quedado vaciados de todo contenido religioso, sino que eran testimonios de la idolatría triunfante, ídolos en servicio activo, blasfemias permanentes contra el Dios verdadero, y eso no podía menos de exasperar su espíritu de apóstol de Cristo. Como de costumbre (cf. Hch 13, 5), Pablo comenzó su predicación en la sinagoga antes que en ningún otro lugar (v.17), pero parece que los resultados no debieron de ser muy espléndidos, pues el texto no añade dato alguno. Debió de tener más bien una acogida fría, dirigiéndose entonces al ágora y hablando a "todos los que les salían al paso" (v.17). Tampoco en estos paseantes del ágora debió de encontrar Pablo mucho entusiasmo, dado el silencio de la narración a este respecto y el escaso resultado final con que tuvo que salir de Atenas (cf. v.34). Los únicos que, a título de curiosidad, parecieron interesarse algo por la predicación de Pablo fueron "algunos filósofos epicúreos y estoicos" (v.18), a quienes debían de sonar a nuevo las cosas que Pablo decía. Se le designa con el despectivo nombre de "charlatán", con el que parecen querer dar a entender que, aunque bien provisto de palabras, carecía de verdadero pensamiento filosófico. Sobre todo les sonaba a nuevo eso de "Jesús y la resurrección," de que hablaba Pablo (v.18), viendo probablemente en esos dos términos (Jesús-Resurrección) una pareja normal de dioses, varón y hembra, análoga a tantas otras de las que poblaban sus templos. Por eso, para poder oírle mejor, libres del ruido de la multitud, le llevan al Areópago, colina situada al sur del ágora, donde, según la leyenda, se habían reunido los dioses para juzgar a Marte y donde, en tiempos antiguos, tenía sus sesiones el tribunal supremo de Atenas. Es posible que este lugar, entonces solitario, sirviera a estos filósofos corrientemente para sus disputas filosóficas. Ahí va a tener Pablo su discurso. No parece que fueran muchos los oyentes, sino un pequeño grupo de "filósofos epicúreos y estoicos que deseaban saber qué quería decir con esas cosas" que predicaba en el ágora (v. 18-20).

Hch 17, 22-34

Es admirable este discurso de Pablo, lo mismo por la doctrina que contiene como por la habilidad con que la presenta. La conclusión a que trata de llegar será la misma de siempre, la de que sus oyentes crean en el mensaje de bendiciones traído por Jesucristo (v.31); pero aquí, al contrario que en sus discursos ante auditorio judío (cf. Hch 13, 16-41; Hch 17, 3), el camino no va a ser sobre la base de citas de Sagrada Escritura, sino a base de abrir los ojos ante el mundo que nos rodea, creado y ordenado maravillosamente por Dios.
Comienza, conforme era norma en la oratoria de entonces, con una caplatio benevolentiae, elogiando a sus oyentes como "sumamente religiosos" (v.22). Le da pie a ello la inscripción que al pasar por las calles de Atenas acababa de leer en un ara: "Al dios desconocido" (v.23). Esa misma inscripción le sirve también para entrar suavemente en materia: "Eso que sin conocer veneráis es lo que yo os anuncio."
Su discurso puede resumirse así: Dios, creador de todas las cosas y de los hombres, puede y debe ser conocido por éstos (v.24-28); pero, de hecho, los hombres no le han conocido, adorando en cambio estatuas de oro, de plata y de piedra (v.29). Son los "tiempos de la ignorancia" (v.30). Dios, sin embargo, y aquí deja Pablo el campo de la razón natural para entrar en el de la revelación sobrenatural, no se ha desentendido del mundo, sino que, fingiendo no ver esos "tiempos de ignorancia" para no tener que castigar, manda a todos los seres humanos que "se arrepientan," enviando al mundo a Jesucristo, a quien ha constituido juez universal, cuya misión ha quedado garantizada por su resurrección de entre los muertos (v.30-31).
Las dos ideas fundamentales que Pablo hace resaltar en este discurso, conocimiento de Dios por la sola razón natural e importancia de la resurrección de Cristo para la credibilidad del Evangelio, las encontramos de nuevo claramente en sus cartas (cf. Rm 1, 19-23; 1Co 15, 14-15). También podemos ver en ellas, al menos insinuadas, esas otras ideas subalternas de la unidad de la especie humana y de la providencia de Dios en la historia, señalando a cada pueblo la duración de su existencia y los límites de sus dominios (v.26; cf. Rm 5, 12-21; Ef 1, 10-11). Parece que, mientras Pablo se mantuvo en el terreno filosófico, como fue a lo largo de toda la primera parte (v.24-29), sus oyentes le escucharon con más o menos curiosidad y atención. Incluso les agradarían esas citas de poetas griegos, de las que se vale para recalcar la idea de que Dios no está lejano a nosotros, como algo a que no es posible llegar, sino que vivimos como inmersos en él y somos linaje suyo v.13. Pero, al entrar en la segunda parte del discurso (v.30-31), que para Pablo era la más esencial, la cosa cambió totalmente. Comenzaba el elemento sobrenatural, y de esto aquellos orgullosos filósofos ni siquiera quisieron oír. La manera como lo cuenta San Lucas no puede ser más expresiva: "Cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reír, otros dijeron: Te oiremos sobre esto otra vez" (v.32). Y Pablo ni siquiera pudo continuar el discurso.
La impresión que debió de causar en San Pablo este fracaso de Atenas tuvo que ser tremenda. Era la primera vez que se encontraba el mensaje cristiano con los representantes de la cultura pagana y el encuentro no pudo ser más desesperanzador. Pablo había intentado valerse incluso de las armas del buen decir, como lo muestran el exordio de su discurso y las alusiones a antiguos poetas griegos, y como resultado obtiene, no ya oposición y ataque, cosa que hubiera llevado mejor, sino la indiferencia más absoluta, con ese aire de superioridad despectiva que están rezumando aquellas frases: "unos se echaron a reír, y otros dijeron: Te oiremos sobre esto otra vez." A buen seguro que este fracaso de Atenas contribuyó grandemente a que, en adelante, rechace en su predicación como inútiles las "artificiosas palabras" y los "persuasivos discursos de sabiduría humana," pues "plugo a Dios salvar a los hombres por la locura de la predicación" (cf. 1Co 1, 17.21; 1Co 2, 4).
A pesar del fracaso, todavía logró convertir algunos, entre los cuales "estaban Dionisio Areopagita y una mujer llamada Damaris" (v.34). Nada más sabemos de esta mujer Damaris. Tampoco sabemos apenas nada de Dionisio Areopagita, quien, a juzgar por el sobrenombre, debía de ser miembro del Areópago. Eusebio dice que fue el primer obispo de Atenas, y una leyenda posterior lo identificó con otro Dionisio, obispo de París, martirizado en 250. Durante mucho tiempo se le atribuyeron diversos tratados teológico-místicos, que gozaron de gran difusión en la Edad Media, y que aparecen bajo su nombre; pero hoy está demostrado que esos escritos no son anteriores al siglo V.

Hch 18, 1-11

Corinto, capital de la provincia romana de Acaya, era a la sazón una de las ciudades de más intenso movimiento comercial del mundo antiguo. A ello contribuía su privilegiada posición geográfica, pues, situada en el estrecho istmo que une a Grecia propiamente dicha con el Peloponeso, servía de verdadero lazo de unión entre Oriente y Occidente a través de sus dos puertos: el de Cencreas, mirando a Asia, en el mar Egeo, y el de Lequeo, mirando a Italia, en el mar Jónico. Para barcos de poco tonelaje se había hecho un pasaje terrestre adecuado, basándose en poleas y ruedas, pudiendo ser transportados de un puerto a otro sin necesidad de hacer el largo rodeo del Peloponeso. Nerón intentó hacer el corte del istmo y unir los dos mares a través de un canal, pero la obra quedó paralizada a los dos kilómetros, no llegando a realizarse dicho proyecto hasta fines del siglo pasado, en 1893.
En esta ciudad "de dos mares," como la llaman los autores antiguos, parece que, en la época de San Pablo, había bastantes habitantes de origen latino. La antigua ciudad griega había sido totalmente arrasada por los romanos en el 146 a. C., al conquistar aquellas regiones, y sólo después de un siglo de desolación, en el 44, había sido reedificada por un decreto de Julio César, acudiendo a ella gran número de colonos de origen itálico. Con todo, atraídos por su comercio, poco a poco se habían establecido también gentes griegas y de otras razas, comprendidos los judíos, que, al igual que en tantas otras ciudades, disponían al menos de una sinagoga. Junto a una vida comercial intensa reinaba la más desenfrenada corrupción de costumbres. En la cima del Acrocorinto estaba el templo de Afrodita, donde más de mil sacerdotisas, alojadas en confortables edificios adyacentes, ejercían la prostitución sagrada en honor de la diosa. Ya respecto de la antigua ciudad griega era proverbial la inmoralidad de Corinto, y los autores hablan de "corintizar" como sinónimo de vida licenciosa, y de "enfermedad corintia" para señalar ciertas consecuencias patológicas del vicio deshonesto. Y esta fama continuó. Podemos decir que Corinto era algo así como la capital de la lujuria en el mundo mediterráneo. A Corinto acudían, para gastar alegremente el dinero, gentes de las más apartadas regiones; de ahí el dicho proverbial recordado por Horacio: "No todos pueden ir a Corinto," aplicado a quienes tienen que renunciar a una cosa por falta de dinero. No lejos de sus muros tenían lugar cada dos años los famosos juegos ístmicos (cf. 1Co 9, 24-27), que, en ocasiones, podían hasta casi competir con los universalmente renombrados juegos olímpicos, celebrados cada cuatro años en la no lejana ciudad de Olimpia.
Tal era la ciudad en la que entraba San Pablo al salir de Atenas (v.1). Su estado de ánimo podemos verlo reflejado en aquellas palabras que él mismo escribirá más tarde a los corintios: "Me presenté a vosotros en debilidad, temor y mucho temblor" (1Co 2, 3). El fracaso de Atenas (cf. Hch 17, 32-33), la intranquilidad por la suerte de los tesalonicenses (cf. 1Ts 3, 1-2) y la extremada corrupción de la ciudad en que entraba, debieron, de momento, de acobardarle bastante. Quizá hasta pudiera pensarse también, para explicar este estado psicológico de abatimiento, en algún recrudecimiento de su misteriosa enfermedad aludida en 2Co 12, 7-9.
Sea como fuere, San Pablo comienza por buscar medios de subsistencia, uniéndose en el trabajo a un matrimonio judío, Priscila y Aquila, que habían llegado de Roma expulsados por Claudio y se dedicaban a la "fabricación de tiendas" (v.2-3). Probablemente este matrimonio, dada la intimidad con que desde el principio parece unirse a ellos San Pablo, era ya cristiano. Si San Lucas recalca lo de "judío" es para explicar el porqué habían sido expulsados de Roma. Debía de ser un matrimonio de condición económica bastante desahogada, pues luego lo vemos en Efeso (Hch 18, 18; 1Co 16, 19) y Roma (Rm 16, 3-5; 2Tm 4, 19), habitando en casas lo suficientemente espaciosas para poder ser utilizadas como lugar de reunión de los cristianos. El oficio de "fabricantes de tiendas" (s????p????) ha de entenderse probablemente como fabricantes de esas telas o tejidos toscos, aptos para tiendas, que los viajeros en Oriente solían llevar frecuentemente consigo para prepararse refugio durante la noche. A esta tela, fabricada de ordinario con pelos de cabra, se le daba a veces el nombre de cilicio, debido a que su fabricación era algo muy extendido en Cilicia, patria de Pablo, donde abundaban mucho las cabras montesas de pelo áspero y duro, a propósito para esas telas. Allí, quizás en casa todavía de su padre, debió de aprender Pablo este oficio, que luego no se avergonzó de ejercer a lo largo de sus años de apostolado para no ser gravoso a sus evangelizados ni poner obstáculo a la difusión del Evangelio (cf. Hch 20, 34; 1Co 4, 12; 1Co 9, 12-18; 2Co 11, 7-12; 2Co 12, 13; 1Ts 2, 9; 2Ts 3, 8). Juzgamos menos probable la opinión de algunos autores, entre ellos San Juan Crisóstomo, que interpretan el s????p???? como "curtidor," es decir, preparador de pieles (s??t?t?µ??) para la construcción de tiendas.
La predicación, en un principio, estuvo restringida sólo a la sinagoga (v.4), e incluso esto con ciertas limitaciones, como claramente lo da a entender lo que se dice a continuación, de que fue, una vez que llegaron de Macedonia Silas y Timoteo, cuando "se dio del todo a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Mesías" (v.5; cf. Hch 2, 36; Hch 5, 42; Hch 8, 5; Hch 9, 22; Hch 17, 3; Hch 18, 28; Hch 26, 23). No se dice el porqué de esa actividad misional limitada; quizá fuera debido, al menos en parte, a ese estado psicológico de abatimiento a que aludimos antes, o también a la necesidad de continuo trabajo para ganarse el sustento. Ahora, al llegar de Macedonia (cf. Hch 17, 14-15) sus fieles colaboradores Silas y Timoteo, recobra nuevos ánimos con las buenas noticias que le traen de aquellas iglesias (cf. 1Ts 3, 5-8), e incluso puede gozar de más independencia del trabajo material, gracias a los subsidios enviados por la comunidad de Filipos (cf. 2Co 11, 9; Flp 4, 15), que seguramente le trajeron también ellos. El resultado de su predicación a los judíos, sin embargo, debió de ser muy escaso, y Pablo, ante la resistencia agresiva de que es objeto, determina dejar la sinagoga y dirigirse hacia los gentiles, estableciendo su centro de acción "en casa de un prosélito de nombre Ticio Justo" (v.6-7).
En esta nueva etapa de su predicación, que no excluye a los judíos, parece que obtuvo resultados algo más lisonjeros. Entre los convertidos se nombra expresamente al "archisinagogo Crispo con toda su familia" y se alude, en general, a "muchos corintios" (v.8). Más tarde nos dará Pablo en sus cartas los nombres de algunos de ellos: Estéfanas, Fortunato, Acaico, Gayo, Erasto, Cloe y Febe (cf. 1Co 1, 11.14.16; 1Co 16, 17; Rm 16, 1.23). En su mayoría debían de ser de condición social humilde (cf. 1Co 1, 26-29), y algunos incluso esclavos (cf. 1Co 7, 21-22). Sin duda que, en medio de aquel ambiente tan corrompido de Corinto y con la enemiga encarnizada de los judíos, el apostolado debió de ser duro y proporcionaría enormes sinsabores a San Pablo. San Lucas no lo dice de manera explícita, pero suficientemente lo deja entender al hablar de la visión con que el Señor hubo de animar al Apóstol: "No temas, sino habla y no calles; yo estoy contigo y nadie se atreverá a hacerte mal, porque tengo yo en esta ciudad un pueblo numeroso" (v.9-10). Confortado con esta visión, Pablo se anima a seguir predicando, y prolonga su estancia en Corinto. El texto habla de que "moró allí un año y seis meses" (v.11), y es probable que en este cómputo no estén incluidos los "bastantes días" (v.18) que continuó en la ciudad después de su acusación ante Gallón. Muchos autores, sin embargo, creen que el "año y seis meses" se refiere a todo el tiempo de estancia en Corinto. Mas sea de eso lo que fuere, la estancia es, desde luego, prolongada, pues abarca al menos año y medio.
La actividad misional de Pablo durante este largo período apenas nos es conocida. Parece que no sólo se limitó a Corinto, sino que se extendió también a otras ciudades fuera de la capital (cf. 2Co 1, 1; 2Co 11, 10). Durante esta permanencia en Corinto escribió las dos cartas a los Tesalonicenses, con un breve intervalo entre la primera y la segunda.

Hch 18, 12-17

Esta comparecencia de Pablo ante Galión es un dato histórico de gran importancia para la cuestión cronológica de la vida del Apóstol. Lucio Junio Anneo Galión, hermano de Séneca, había nacido en Córdoba hacia el año 3 de la era cristiana. De él hablan varios autores antiguos, presentándolo como un hombre docto y de carácter afable, aunque de complexión enfermiza. Complicado en una conjuración contra Nerón, hubo de darse la muerte por orden de éste, poco después del suicidio de su hermano Séneca.
Respecto al tiempo de su proconsulado en Corinto tenemos datos bastante concretos gracias a una inscripción hallada en Delfos, que reproduce una carta del emperador Claudio a esta ciudad, confirmando sus antiguos privilegios. La carta está escrita en "la 26a aclamación imperial" de Claudio y en tiempo en que Galión era "procónsul de Acaya." De estos dos datos podemos deducir con bastante certeza que el encuentro de Pablo con Galión debió de tener lugar en la primavera-verano del año 52. Parece que Pablo llevaba ya en Corinto al menos "año y medio" (v.11), y, por tanto, su llegada a la ciudad debió de tener lugar a principios del 51 o quizás a fines del 50. Los judíos, que ya desde un principio le habían declarado la guerra (v.6), quieren aprovecharse de la inexperiencia del nuevo procónsul que acababa de llegar, tomándole de sorpresa; algo parecido a lo que más adelante intentarán hacer con Porcio Festo los de Jerusalén (cf. Hch 25, 2).
La acusación de que "obraba contra la ley" (v.13), sin especificar de qué ley se trataba, la judía o la romana, era un tanto ambigua, confiando quizás con ello hacer más impresión en el procónsul, que, enseguida, había de pensar en la ley romana. Además, podían escudarse en que el que obraba contra la ley judía obraba también, en cierto sentido, contra la ley romana, en cuanto que la religión judía era una religión legal, protegida por las leyes romanas. Sin embargo, Galión no se prestó a estas ambigüedades, y llevó enseguida la cuestión a la ley judía, por lo que ni siquiera dejó hablar a Pablo, que "se disponía a defenderse" (v.14). Su respuesta, rehuyendo toda competencia en cuestiones de interpretación de la ley judía (v.14-15), es semejante a la de Pilato (cf. Jn 18, 31), aunque más razonada y más firme. También Porcio Festo se expresará de modo parecido más adelante (cf. Hch 25, 18-19). La actitud de Galión está rezumando desprecio hacia los judíos, cosa que era bastante común entre los patricios romanos de entonces. Por eso, no se contenta con decir que "no quiere ser juez en tales cuestiones" (v.15), sino que "los echa de su tribunal" (v.16), y no hace caso de que allí mismo, en presencia suya, golpeen a Sostenes, el jefe de la sinagoga (v.17). Esto no quiere decir que apoyara las ideas profesadas por Pablo; a buen seguro que, para él, éste no era sino otro judío tan despreciable como los otros, englobado en ese desprecio general a toda la raza.
De Sostenes, el jefe de la sinagoga golpeado delante mismo del tribunal de Galión, nada más sabemos. Es posible que fuera el principal instigador de la acusación contra San Pablo y, por eso, fracasado tan ruidosamente el intento, contra él se desahogarán de modo especial las iras de los presentes. Tampoco sabemos quiénes son estos que se echan sobre él, si judíos o gentiles; más probable parece esto último, pues apenas es creíble que los judíos, por muy excitados que los supongamos ante el fracaso, golpeasen en público a su propio archisinagogo. Quizás la desgracia ayudó a Sostenes a convertirse a la nueva fe, si es que es él aquel Sostenes a quien San Pablo en otra ocasión llama "hermano" (1Co 1, 1).

Hch 18, 18-22

Después del encuentro con Gallón, Pablo se quedó todavía en Corinto "bastantes días" (v.18). Nada sabemos de las actividades desarrolladas durante este tiempo, pero es de creer que pudo moverse con libertad sin ser ya molestado por los judíos. Cuando consideró suficientemente asegurada la fundación de aquella iglesia, determinó regresar a Antioquía punto de partida de su expedición apostólica, "embarcándose para Siria" (v.18). No sabemos si le acompañarían Timoteo y Silas. De Timoteo, que ciertamente acompañaba al Apóstol en Corinto (v.5), no se vuelve a hablar hasta el siguiente viaje apostólico de Pablo, cuando se encontraba en Éfeso (cf. Hch 19, 22); de Silas ya no vuelven a hablar los Hechos, y parece que se encontraba en Roma hacia el año 63-64, cuando San Pedro escribió su primera carta (cf. 1P 5, 12). Los que ciertamente le acompañaron hasta Éfeso fueron Priscila y Aquila (v. 18-19).
La partida fue de Cencreas, el puerto oriental de Corinto. Ahí, antes de partir, "se rapó la cabeza, porque había hecho voto" (v.18). La noticia no deja de ser curiosa y algo desconcertante. Parece, desde luego, que esa acción señalaba el cumplimiento del tiempo para el cual se había hecho el voto, y es casi seguro que se trata del voto del "nazireato." De este voto se habla en Nm 6, 1-21, y siempre fue tenido en gran estima por los israelitas (cf. Jc 13, 2-5; 1S 1, 11; 1M 3, 49; Lc 1, 15). Josefo habla de que era corriente entre los judíos, cuando sufrían alguna enfermedad o se encontraban en algún peligro, "hacer voto, treinta días antes de aquel en que ofrecerían sacrificios, de abstenerse de vino y de cortarse el cabello." Pasados esos treinta días, el "nazir" había de presentarse en el templo, cortando allí el cabello y ofreciendo determinados sacrificios. Sabemos que, incluso después de haberse convertido al cristianismo, muchos judíos seguían fieles a esa práctica (cf. Hch 21, 23-24). Parece que cuando el voto se había hecho en país extraño, lejano de Jerusalén, estaba permitido cortarse el cabello en el lugar de residencia y llevarlo luego a Jerusalén para ser quemado en el templo y ofrecer el sacrificio prescrito. Tal sería nuestro caso.
Pero ¿quién había hecho el voto? El texto no está claro a este respecto. Algunos autores creen que se trata de Aquila, que es el último mencionado; sin embargo, juzgamos mucho más probable que se trata de Pablo, que es el personaje principal y el que viene constituyendo el sujeto lógico de toda la narración. Además, si se tratase de Aquila, no vemos razón para que San Lucas hiciese notar ese dato, al que no le daría ninguna significación; mientras que si se trata de Pablo, es natural que lo haga notar, pues dicho voto sería la razón de por qué "no consintió" quedarse más tiempo en Éfeso a pesar de la insistencia que le hacían (v.20), dado que, a causa del voto, había de subir cuanto antes a Jerusalén. Desde luego, llama algo la atención el que Pablo, que tanto recalca en sus cartas nuestra independencia de la Ley, hiciese ese voto del "nazireato"; ello sólo prueba el profundo arraigo, también en él, de esa costumbre judía, que tampoco estaba prohibida al cristiano. Probablemente habría hecho ese voto en alguno de los momentos de persecución y desaliento, que tanto debieron de abundar durante su estancia en Corinto (cf. Hch 18, 9-10; 1Co 2, 3).
Hay autores que relacionan el voto de que se habla aquí con el mencionado en Hch 21, 23-27, diciendo que probablemente se trata del mismo voto: hecho en Cencreas (Hch 18, 18) y acabado de cumplir en Jerusalén (Hch 21, 26-27). No parece sostenible esta hipótesis, si no es violentando los textos.
La parada en Éfeso (v.19) debió de ser motivada únicamente por exigencias de carga y descarga de la nave. Con todo, Pablo aprovechó la ocasión para presentarse en la sinagoga y "conferenciar con los judíos" (v.18). De nuevo en el mar, desembarcó en Cesárea y, "después de subir y saludar a la iglesia, bajó a Antioquía" (v.22). No se especifica cuál es esa iglesia, a la que Pablo sube a saludar, pero parece evidente que se trata de la iglesia de Jerusalén, la iglesia madre, a la que Pablo trató siempre con suma veneración (cf. Ga 2, 9-10; Rm 15, 25-27). Por lo demás, si se tratase simplemente de la iglesia de Cesárea, no es fácil que San Lucas hablara de "subir," término técnico entre los judíos para indicar el viaje a Jerusalén, ciudad más elevada que el resto del país, ni que luego hablase de "bajar," refiriéndose a Antioquía.
La estancia de Pablo en Jerusalén debió de ser breve. Muy pronto salió para Antioquía, ciudad de la que había partido para este largo recorrido misional. Estamos probablemente a fines del año 52 o principios del 53.

Hch 18, 23-28

Terminado el segundo viaje misional, Pablo se detuvo "algún tiempo" en Antioquía (v.23), pero enseguida piensa en un tercer viaje. El centro va a ser Éfeso, la capital de la provincia romana de Asia, que había visitado sólo brevísimamente al fin de su anterior viaje, y a la que había prometido volver (cf. Hch 19-21). El camino seguido queda indicado en la frase "atravesando sucesivamente el país de Galacia y la Frigia" (v.23). Es la misma expresión, aunque en orden inverso, empleada ya por San Lucas con ocasión del segundo viaje (cf. Hch 16, 6). Como allí explicamos, somos de parecer que ese "país de Galacia" es la Galacia etnográfica o Galacia propiamente dicha, y no simplemente la provincia romana de Galacia, territorialmente mucho más amplia. Parece que Pablo, saliendo de Antioquía, en Siria, se dirigió directamente a Galacia, atravesando la cordillera del Taurus por las "Ciliciae portea"; pero, en vez de virar hacia la izquierda, en dirección a Derbe, como en el viaje anterior (cf. Hch 16, 1), continuó directamente hacia el norte, entrando en Galacia por su lado oriental. Esta segunda visita de Pablo a Galacia se halla confirmada en Ga 4, 13, donde Pablo recuerda a los Gálatas, que estaba enfermo cuando los evangelizó "por primera vez" (t? p??te???), expresión que supone haberles hecho ya una segunda visita, cuando escribió la carta. De Galacia se habría dirigido hacia el sudoeste, "atravesando Frigia" (v.23) y llegando así a Éfeso.
Parece que la intención de Pablo en esta primera parte de su viaje misional, atravesando Galacia y Frigia, no fue la de fundar nuevas comunidades, sino la de "confirmar en la fe" a las ya existentes (v.23). El laconismo de Lucas es extremado, limitándose a darnos escuetamente la noticia, sin añadir detalles de ninguna clase. No sabemos quiénes acompañarían al Apóstol. Sabemos que, una vez en Éfeso, estaban con él Timoteo, Erasto, Gayo, Aristarco (Hch 19, 22-29) Y probablemente Tito (cf. 2Co 2, 12-13; 2Co 7, 6; 2Co 12, 18); pero ¿le acompañaban ya desde Antioquía, al menos algunos de ellos? Imposible poder dar contestaciones categóricas. Lo que sí nos dice Lucas es que, mientras Pablo recorría estas "regiones altas" de Galacia y Frigia (cf. Hch 19, 1), un nuevo predicador, con el que sin duda Pablo no contaba, estaba ayudando a su obra de evangelización en Éfeso y Corinto: Apolo, "judío de origen alejandrino, varón elocuente, conocedor de las Escrituras" (v.24).
Es interesante este caso de Apolo. San Lucas dice que "estaba bien informado del camino del Señor y enseñaba con exactitud lo que toca a Jesús," pero que "sólo conocía el bautismo de Juan" (v.25). En otras palabras, era verdad lo que enseñaba sobre Jesús y su doctrina, pero no era toda la verdad, hasta el punto de ignorar un elemento tan esencial como es el bautismo cristiano. Su formación cristiana debía ser muy parecida a la de esos "discípulos" que San Pablo encontrará en Éfeso, y que tampoco conocían sino "el bautismo de Juan" (Hch 19, 1-3). Es posible que este cristianismo incompleto de Apolo y de los "discípulos" de Éfeso refleje el de la iglesia de Alejandría en esa época, que habría comenzado quizás con discípulos que habían escuchado en Palestina las predicaciones del Bautista, y que no conocían de Jesús sino unos cuantos hechos de su vida. Algunos textos del cuarto evangelio, escrito en Éfeso a fines de siglo, sugieren también la idea de que seguían existiendo adeptos del Bautista, más o menos distanciados de los cristianos, por lo que el evangelista, a fin de conducirlos hasta el fin en la fe, tanto habría insistido en hacer resaltar el perfecto acuerdo entre el Bautista y Jesús y la subordinación de aquél a éste (cf. Jn 1, 15.29-36; Jn 3, 26-30; Jn 5, 33; Jn 10, 41). Más sea de esto lo que fuere, ciertamente la formación de Apolo era incompleta; por eso, Priscila y Áquila, que oyeron sus razonamientos en la sinagoga de Éfeso, "le tomaron aparte y le expusieron más completamente el camino de Dios" (v.26). Es de creer, aunque el texto nada dice, que, al igual que luego los "discípulos" que encuentra Pablo (Hch 19, 5), también aquí ahora Apolo fue bautizado, quizás por Áquila mismo. Determinando después pasar a Acaya, no sabemos si por asuntos particulares o para ejercer el apostolado, los fieles de Éfeso escribieron a los de Corinto para que le recibiesen, siendo allí de gran utilidad a la iglesia (v.27-28). Estas cartas informativas o de recomendación eran frecuentes en la diáspora judía (cf. Hch 28, 21), y también entre los cristianos (cf. Rm 16, 1-2; 2Co 3, 1; Col 4, 10).
A este Apolo se refiere varias veces San Pablo en sus cartas, siendo tenido por él en alta estima (cf. 1Co 1, 12; 1Co 3, 4-6.22; 1Co 4, 6; 1Co 16, 12; Tt 3, 13). Quizás debido a este su importante papel en la difusión del Evangelio es por lo que San Lucas juzgó oportuno intercalar en los Hechos este episodio sobre él, interrumpiendo la narración del viaje del Apóstol.

Hch 19, 1-20

Era Éfeso, capital de la provincia romana de Asia, una de las ciudades más importantes del mundo de entonces, rivalizando con Corinto, Antioquía y Alejandría. A ella venían a confluir las grandes vías procedentes de las regiones interiores de Asia para su comunicación con Occidente, siendo con frecuencia llamada "la gran metrópoli de Asia" (? p??t? ?a? µe??st? µ?t??p???? t?? ?s?a?).
Entre sus cosas más notables estaba el templo de Artemisa o Diana, considerado como una de las siete maravillas del mundo, verdadero centro de peregrinaciones, y que confería a esta ciudad una autoridad particular en la religiosidad pagana. También se distinguía por la abundancia de sus libros de magia, hasta el punto de que tal clase de libros eran conocidos vulgarmente con el nombre de "escritos efesinos" (ta ?f?s?a ???µµata).
Cuando Pablo llegó a Éfeso, Apolo no estaba ya en esta ciudad, sino en Corinto (v.1). Parece que el Apóstol tropezó muy pronto con esos "discípulos" que sólo conocían el bautismo de Juan, y que él acabó de instruir y bautizó (v.1-7). Su situación, en orden a formación religiosa, era muy semejante a la de Apolo (cf. Hch 18, 25), aunque no es de creer que formasen parte del mismo grupo, pues en ese caso apenas se concibe que no hubiesen sido ya adoctrinados por Apolo, una vez que lo fue él por Priscila y Aquila. Quizás habían llegado a Éfeso posteriormente.
Pablo, en un primer momento, supone desde luego que estos "discípulos" han recibido ya el bautismo (cf. v.3), y su pregunta de "si han recibido el Espíritu Santo" (v.2) se refiere evidentemente a si han recibido además ese "don del Espíritu," de que ya habló Pedro en su primer discurso del día de Pentecostés (cf. Hch 2, 38), y que en el caso de los samaritanos aparece claramente como algo separado del bautismo (cf. Hch 8, 16-20). Sobre la naturaleza de este "don" y su relación con el bautismo, hablamos ya al comentar esos dos pasajes. La respuesta de los interpelados: "Ni siquiera hemos oído del Espíritu Santo" (v.2), parece que va más lejos que la pregunta, como diciendo: no ya sólo nada sabemos que se comunique o no se comunique el Espíritu Santo, pero ni siquiera de su existencia. Sin embargo, se hace muy difícil admitir esa consecuencia, si es que tenían algún conocimiento, aunque fuera muy ligero, del Antiguo Testamento. Lo más probable es que se trate, no de la existencia, sino de la efusión de ese Espíritu, es decir, de la realización de las profecías mesiánicas (cf. Hch 2, 17-18.33).
Ante la respuesta de que sólo habían recibido el "bautismo de Juan" (v.3), Pablo completa la instrucción de esos "discípulos," diciendo que el bautismo de Juan era sólo un bautismo de arrepentimiento (ß?pt?sµa µeta???a?), de carácter provisional, cuya finalidad era preparar al pueblo para recibir a Jesús y el bautismo cristiano. Así instruidos, los "discípulos" se bautizan (v.6); Después Pablo, en acto distinto, como en el caso de los samaritanos (Hch 8, 16-20), impone las manos sobre los ya bautizados, descendiendo el Espíritu Santo sobre ellos, con la consiguiente manifestación de carismas (v.6).
Simultáneamente a estos hechos, Pablo comenzó, como de costumbre, su actuación en la sinagoga de los judíos, "conferenciando y discutiendo acerca del reino de Dios"; y así, "durante tres meses" (v.8). El resultado, como antes en Corinto (Hch 18, 6), tampoco aquí fue halagüeño; y Pablo, dejando la sinagoga, se estableció en la "escuela" o auditorium de un tal Tirano, donde no ya sólo los sábados, como en la sinagoga, sino "todos los días" por espacio de "dos años," predicó el reino de Dios, tanto a judíos como a griegos (v.9-10). La recensión "occidental" añade al final del v.g: "desde la hora quinta hasta la décima" (once de la mañana a cuatro de la tarde), noticia que puede muy bien ser auténtica, y ciertamente es muy verosímil, pues los antiguos eran muy madrugadores (cf. Mc 15, 1.25), y esas serían las horas en que Tirano, terminadas sus lecciones, dejaba libre el local. De este Tirano, probablemente algún retórico griego, nada más sabemos; ni si cedía su "escuela" a Pablo gratuitamente o subalquilada. Es muy probable que el resto del tiempo lo dedicase Pablo a su trabajo manual (cf. Hch 20, 34).
El apostolado de Pablo en Éfeso durante estos "dos años" debió de ser muy intenso. El mismo lo resumirá así más tarde, hablando a los presbíteros de esa iglesia: "Vosotros sabéis bien cómo me conduje con vosotros todo el tiempo desde que llegué a Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con lágrimas y en tentaciones que me venían de las asechanzas de los judíos; cómo no omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicándoos y enseñándoos en público y en privado, dando testimonio a judíos y a griegos sobre la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús" (Hch 20, 18-21). San Lucas apenas da detalles; pero claramente deja entender que fue un apostolado fecundo, de modo que sus frutos se notaron también fuera de Éfeso, en otras ciudades de la provincia de Asia (v.10). Concuerda con esto lo que por estas fechas escribe Pablo mismo a los Corintios: "Me quedaré en Éfeso hasta Pentecostés, porque se me ha abierto una puerta grande y prometedora" (1Co 16, 8-9); era la puerta que daba hacia el interior de la provincia de Asia, cuya capital era Éfeso, a la que constantemente acudían para sus negocios gentes de las otras ciudades de la provincia. Sin duda que muchas de estas gentes, instruidas por Pablo en Éfeso, volverían a sus respectivos domicilios difundiendo allí lo que habían aprendido. Tal parece ser el caso de Epafrás, fundador de la iglesia de Colosas (cf. Col 1, 7; Col 4, 12), y el de Filemón, cristiano hacendado de la misma ciudad (cf. Flm 1.19). Hasta es posible que, durante esta larga estancia en Éfeso, Pablo mismo hiciera breves salidas a las ciudades vecinas para predicar la buena nueva; y si no él, podía mandar a alguno de sus colaboradores, como Timoteo, Erasto, Gayo, etc., que entonces le acompañaban (cf. v.22.29). Desde luego, debió de ser en esta época cuando se fundaron las iglesias de que se habla al principio del Apocalipsis (Ap 2, 1-3, 22; cf. 1Co 16, 19).
Al éxito del apostolado contribuían, sin duda, los "milagros extraordinarios que Dios obraba por mano de Pablo, de suerte que hasta los pañuelos y delantales que habían tocado su cuerpo, aplicados a los enfermos, hacían desaparecer de ellos las enfermedades y salir a los espíritus malignos" (v. 11-12; cf. Hch 5, 16; Hch 16, 18). Tratábase de esos grandes pañuelos usados en Oriente para secarse la frente o cubrirse la cabeza; y de los delantales que, sujetos a mitad del cuerpo, los trabajadores ponían delante para protegerse durante el trabajo. Con razón, algunos autores han visto aquí un argumento para defender el culto de las reliquias, que más tarde se desarrollará en la Iglesia, pues Dios se vale de esos objetos como instrumentos para obrar milagros por el hecho de estar relacionados con Pablo.
Este poder taumatúrgico de Pablo era demasiado llamativo para que no suscitase intentos de plagio. De hecho, así sucedió. Algunos exorcistas judíos, hijos de un tal Esceva, perteneciente a una de las familias sacerdotales de entre las que se solían elegir los sumos sacerdotes, visto el poder de Pablo sobre los demonios, se imaginaron que podían hacer lo mismo, con tal de emplear en sus exorcismos el nombre de aquel misterioso Jesús predicado por Pablo. Así lo intentan hacer (v.13-14), pero con resultados que no esperaban, de modo que, "desnudos y heridos, tuvieron que huir de aquella casa" (v.15-16).
El hecho fue público y conocido en toda la ciudad, tanto por los judíos como por los griegos, "apoderándose de todos un gran temor," y convenciéndose de la gran potencia del nombre de Jesús, cuyos profanadores eran así castigados (v.17). Una consecuencia ulterior fue lo que a continuación cuenta San Lucas, de que muchos de los que habían creído venían y repudiaban abiertamente sus artes mágicas (v.18), uniéndose a ellos "bastantes profesionales de la magia," seguramente paganos, que, impresionados por el caso, traían sus libros y los quemaban en público, dispuestos a dejar el oficio (v.19). Añade San Lucas que el precio de los escritos quemados se calculó en unas "cincuenta mil monedas de plata" (v.19), suma elevadísima, que corresponde a unas 46.000 pesetas oro. La cosa, sin embargo, no debe extrañar, dada la enorme difusión, como ya indicamos más arriba, que la magia y la superstición tenían en Efeso. Tratábase generalmente de pergaminos, papiros, tablillas, etc., que contenían fórmulas mágicas para infinidad de circunstancias de la vida, y que los devotos llevaban incluso, a veces, colgadas del cuello como amuletos. Parece que los neófitos cristianos seguían sin haberse desvinculados totalmente de esas prácticas, y fue el fracaso de los exorcistas judíos lo que les acabó de abrir los ojos en este punto.

Hch 19, 21-40

Habían transcurrido "dos años" (v.10) y "tres meses" (v.8) de estancia en Éfeso, cuando Pablo piensa en dejar la ciudad. Sus planes están perfectamente reflejados en los v.21-22: ir a Jerusalén, después de haber visitado las iglesias de Macedonia y Acaya, y luego partir para Roma; pero antes se detendrá todavía "algún tiempo" en Asia, enviando delante, camino de Macedonia, a dos de sus auxiliares, Timoteo y Erasto. Estas noticias se completan con lo que el mismo Pablo dice a los Romanos, de que la visita a Macedonia y Acaya era sobre todo para recoger limosnas en favor de los fieles de Jerusalén (Rm 15, 25-28), y que la ida a Roma era ya un antiguo deseo suyo (Rm 1, 13-15).
No sabemos con exactitud lo que se prolongaría este "algún tiempo" (v.22) que Pablo se detuvo en Éfeso. Es probable que algunos meses, los cuales, añadidos a los "dos años" y "tres meses" anteriores, completarían el trienio, en números redondos, de que habla luego Pablo en su discurso de Mileto (cf. Hch 20, 31). Es durante estos meses cuando escribió la actual primera carta a los Corintios (cf. 1Co 16, 1-9), aunque anteriormente les había ya escrito otra, hoy perdida (cf. 1Co 5, 9). Parece que, durante estos meses, incluso hizo un rapidísimo viaje a Corinto, y a su vuelta escribió una carta severísima "con muchas lágrimas" (cf. 2Co 2, 4-11; 2Co 7, 8-12; 2Co 13, 1-2), que tampoco se ha conservado.
Un incidente imprevisto aceleró su partida de Éfeso, el motín de los plateros de la ciudad contra él (v.23-40). El relato de este incidente, unido a lo anterior con la vaga indicación cronológica "por aquellos días" (v.23; cf. Hch 6, 1), es una de las páginas más vividas de los Hechos, y de una precisión psicológica admirable: la arenga del platero Demetrio, que ve arruinado el negocio y sabe explotar el sentimiento religioso del pueblo hacia su diosa, la manifestación callejera en que muchos no saben ni por lo que concurren, la frustrada intervención del judío Alejandro para que el furor popular no envuelva a los judíos con los cristianos, el atinado discurso del "secretario" que logra calmar los ánimos de la muchedumbre..., son pinceladas tomadas de la vida real con acierto insuperable. Lucas no describe aquí como testigo ocular, pues entonces no se hallaba con el Apóstol en Éfeso, pero pudo muy bien recoger estos datos de testigos oculares, tales como Aristarco (v.29), en cuya compañía hará luego el viaje a Roma (cf. Hch 20, 4; Hch 27, 2), o quizás de Pablo mismo.
Con razón se ha hecho notar, en alabanza de la exactitud histórica de Lucas, la espléndida confirmación que los descubrimientos arqueológicos han suministrado a esta página de los Hechos. Con frecuencia en inscripciones se mencionan corporaciones de obreros (s??e??as?a?), que tenían gran influencia en la vida social de las ciudades griegas; de una de estas corporaciones en Éfeso, la de los plateros, debía de ser jefe Demetrio. El objeto principal de su industria eran los "templos en plata de Artemisa" (v.24), es decir, miniaturas del templo de la diosa, que luego vendían a devotos y peregrinos. Son muchos los templos de esta clase, en barro o piedra, que se han encontrado en las excavaciones arqueológicas; si no se han encontrado en plata ni otros metales preciosos, ello es debido, sin duda, a que fueron desapareciendo ya en tiempos antiguos a causa de su valor intrínseco. También aparece siempre en las inscripciones el apelativo de "grande" (µe????) ? "máxima" (µ???st?) dado a Artemisa, exactamente como la nombran siempre los Hechos (v.27.28.34.35). Igual se diga de la expresión "guardiana (?e??????) de la gran Artemisa" (v.35), título con que se designa a Éfeso.
En cuanto a los nombres de "asiarcas" (v.31) y de "secretario" (v.35), han recibido también espléndida confirmación en las inscripciones. El nombre "asiarca" (?s?a ????, que manda en Asia) era el título con que se designaba a los magistrados que regulaban el culto y las fiestas religiosas de la provincia de Asia; con análogas funciones hallamos en la provincia de Galacia los "galatarcas," en la de Bitinia los "bitinarcas," etc. Eran personajes de gran importancia social, elegidos entre las personas más influyentes de la provincia; su cargo duraba un año, pero continuaban ostentando este título honorífico también después de haber cesado en sus funciones. El hecho de que algunos de los asiarcas fuesen "amigos" de Pablo (v.31), es indicio de la gran notoriedad de Pablo y del prestigio de que gozaba (cf. v. 10.17.26). El "secretario" o escriba (??aµµate??) era un alto funcionario, que tenía gran influencia en los acontecimientos de la ciudad, encargado no sólo de dar fe de los actos oficiales, sino de preparar leyes, decretos, y aun de dirigir los asuntos públicos, verdadero lazo de unión entre la ciudad y las autoridades imperiales, de las cuales la principal, en las provincias senatoriales como Asia, era el "procónsul." También este "secretario," al igual que algunos de los asiarcas, parece que sentía al menos cierta simpatía por el Apóstol, pues, aunque directamente no habla sino de Gayo y Aristarco (v.37), está claro que, con sus atinadas reflexiones, mira sobre todo a Pablo, que es contra quien se había provocado el alboroto.
El peligro en que Pablo se vio envuelto debió de ser muy grave, y a él parece que alude cuando escribe más tarde a los Corintios: "No queremos, hermanos, que ignoréis la tribulación que nos sobrevino en Asia., al esperar tanto que desesperábamos ya de salir con vida... y temimos como cierta la sentencia de muerte" (2Co 1, 8-9). Es probable que a este mismo incidente aluda también cuando, refiriéndose a Prisa y a Aquila, escribe a los Romanos: "Por salvar mi vida expusieron su cabeza" (Rm 16, 4). Quizás este matrimonio, en cuya casa debía estar hospedado Pablo (cf. Hch 18, 3.19.26), logró arrancarle de la furia de los agitadores mediante alguna peligrosa estratagema cuando éstos iban en su busca y, al no poder llevarle a él, arrastraron consigo hacia el teatro a Gayo y Aristarco (v.29). Claro que también es posible que todos estos peligros a que Pablo alude, sean anteriores a este motín de los plateros, cosa que no podemos resolver de modo definitivo por falta de datos. Desde luego, ya antes del motín de los plateros debió de estar su vida en peligro (cf. 1Co 15, 32); incluso es posible, como suponen bastantes autores, que Pablo pasara algún tiempo en la cárcel de Éfeso, pues, escribiendo a los Corintios, habla de sus "encarcelamientos" en plural (2Co 11, 23), y cuando escribe a los Romanos manda saludos para Andrónico y Junia, "mis compañeros de cautiverio" (Rm 16, 7); ahora bien, hasta la fecha en que fueron escritas estas dos cartas, la única prisión de Pablo que conocemos es la de Filipos (Hch 16, 23-40). Con todo, por lo que toca a concretar una prisión del Apóstol en Efeso, las pruebas no son decisivas y, desde luego, caso de haber tenido lugar, este encarcelamiento debió de ser muy breve, pues, de lo contrario, difícilmente Lucas lo hubiera pasado por alto en su narración.

Hch 20, 1-5

Cuando, gracias a la prudente intervención del "secretario" de la ciudad, cesó el tumulto de los plateros, Pablo hizo reunir a los fieles y, despidiéndose de ellos, partió para Macedonia (v.1), pasando por Tróade (cf. 2Co 2, 12). Era el itinerario que había proyectado con antelación (cf. Hch 19, 21).
No sabemos cuánto tiempo se detuvo en Macedonia ni qué ciudades visitó; San Lucas se contenta con decir que, "atravesando aquellas regiones, los exhortaba con largos discursos" (v.2). Desde luego, fue aquí, en Macedonia, donde se encontró con Tito, que le informó acerca del estado de la comunidad de Corinto, con cuya ocasión Pablo escribió la actual segunda carta a los Corintios (cf. 2Co 2, 12-13; 2Co 7, 5-9; 2Co 9, 2-4). Es de creer que visitaría al menos las iglesias de Filipos, Tesalónica y Berea, fundadas en el anterior viaje apostólico (cf. Hch 16, 12-17, 14); también es probable que fuera en esta ocasión cuando llegó hasta la Iliria o Dalmacia y el Epiro, viajes que parecen suponer sus cartas (cf. Rm 15, 19; 2Tm 4, 10; Tt 3, 12).
Recorridas esas regiones, Pablo bajó a Grecia, donde se detuvo "tres meses" (v.3). Tampoco aquí Lucas nos da detalles del apostolado de Pablo durante estos tres meses, ni si visitó Atenas, de tan poco gratos recuerdos para él (cf. Hch 17, 32-33). Desde luego, no cabe duda que visitó Corinto, conforme había prometido varias veces (cf. 1Co 16, 5-7; 2Co 9, 4; 2Co 12, 14), hospedándose en casa de un tal Gayo, a quien había convertido y bautizado (cf. Rm 16, 23; 1Co 1, 14). Fue estando en Corinto cuando escribió la carta a los Romanos (cf. Hch 19, 21; Rm 15, 25-28; Rm 16, 1), y probablemente también la carta a los Gálatas.
Estos tres meses pasados en Corinto parece corresponden al invierno (cf. 1Co 16, 5-6), disponiéndose luego a "embarcar para Siria" (v.3), a comienzos de la primavera (cf. v.6), a fin de llevar a Jerusalén las colectas que, en favor de los pobres de la iglesia madre, iba recogiendo desde hacía tiempo en Galacia, Macedonia y Acaya (cf. 1Co 16, 1; 2Co 8, 1-7; Rm 15, 25-26).
Enterado, sin embargo, quizás por algún amigo, que "los judíos tramaban asechanzas contra él", decidió hacer el viaje por tierra, inmensamente más largo, pues le forzaba a volver a pasar por Macedonia (v.3). La conjura de los judíos consistiría, sin duda, en que pensaban acabar de una vez con él, asestándole un golpe bien dado en algún rincón oscuro de la nave, arrojando luego su cuerpo al mar. La ocasión no podía ser más propicia; pues, como era inminente la Pascua (cf. v.6), las naves que marchaban hacia Siria y Palestina de los diversos puertos del Mediterráneo iban llenas de peregrinos judíos, y hubiera sido fácil encontrar cómplices y encubridores. En su viaje por tierra, la cosa era más difícil. Pablo, pues, decide hacer el viaje por tierra, aunque renunciando a poder estar en Jerusalén para la Pascua. Le acompañan siete de sus colaboradores (v.4), algunos de cuyos nombres vuelven a aparecer en sus cartas (cf. Rm 16, 21; Ef 6, 21; Col 4, 7; 2Tm 4, 12.20; Tt 3, 12), y que, sin duda, habían sido elegidos por las diversas iglesias, secundando los deseos de Pablo de no querer administrar por sí solo dineros ofrecidos para beneficencia (cf. 1Co 16, 3-4; 2Co 8, 20-21). En un momento del viaje, que no podemos precisar, se dividió el grupo, acelerando algunos de ellos la marcha y esperando a los demás en Tróade (v.5). Tampoco se ve claro quiénes son los que se adelantan: si solamente Tíquico y Trófimo, o todos los siete antes mencionados, quedando atrás únicamente Pablo y Lucas, que se le habría juntado en Filipos.

Hch 20, 6-12

El presente relato de Lucas es de importancia extraordinaria en orden a la historia de la iglesia primitiva. Lo mismo que en Jerusalén (cf. Hch 2, 42-46), también aquí, en Tróade, se reúnen los fieles para "partir el pan" (v.7.11); expresión, como ya explicamos entonces, con la que claramente se alude al rito eucarístico. Este es el hecho realmente importante, que conviene destacar; lo demás, incluso la resurrección de un muerto, como Eutico (v.9-12; cf. 1R 17, 21-23; 2R 4, 34-36), ya no son sino datos episódicos.
Pablo, a quien desde Filipos acompaña Lucas, que de nuevo vuelve a usar en la narración la primera persona de plural (v.5-6; cf. Hch 16, 10-40), pasa en esta ciudad las fiestas pascuales o de los Ázimos (cf. Ex 12, 15), dirigiéndose luego a Tróade, en cuyo viaje emplean "cinco días" (v.6). Son de notar estos "cinco días" para un recorrido en el que sólo se habían empleado "dos" en una ocasión anterior (cf. Hch 16, 11); quizás se deba a que los vientos eran contrarios, o quizás también a que se detuvieron algún tiempo en Neápolis, ciudad que servía de puerto a Filipos, antes de coger la nave. En Tróade, ciudad que Pablo había visitado ya por lo menos dos veces (cf. Hch 16, 8; 2Cro 2, 12), se detienen "siete días" (v.6), y es en esta ciudad donde tiene lugar la reunión para "partir el pan," a que aludimos antes.
La reunión se celebra "el primer día de la semana" (v.7), es decir, el día siguiente al sábado, correspondiente a nuestro domingo (dies dominica, señorial o del Señor), nombre que no tardará en aparecer en los documentos cristianos (cf. Ap 1, 10) y que parece debe su origen a ser el gran día en que resucitó el Señor. El modo como se expresa San Lucas: "El domingo, estando nosotros reunidos para partir el pan...," da la impresión de que no fue por mera coincidencia el que la reunión tuviera lugar en domingo, sino que era normal el tenerla cada domingo. Desde luego, para tiempos algo posteriores tenemos de ello testimonios explícitos, y es obvio suponer que también lo fuera ya así en la época apostólica. San Pablo mismo, recomendando a los Corintios la colecta para los pobres de Jerusalén (1Co 16, 2), da claramente a entender que también en Corinto había cada domingo reunión de los fieles, reunión de cuya naturaleza o finalidad nada se dice, pero que, sin duda, sería para la "fracción del pan," igual que la de Tróade. Si en la iglesia de Jerusalén esta, "fracción del pan" se hacía diariamente (cf. Hch 2, 46), eso debió de ser sólo en un principio, cuando los cristianos, pocos aún en número, renunciando a la propiedad de sus bienes, hacían sus comidas en común "con alegría y sencillez de corazón," siendo natural que, unida a esa comida ordinaria, hicieran también la "fracción del pan." No consta que en tiempos posteriores, cambiadas las circunstancias, continuara esa reunión diaria para la "fracción del pan"; más probable parece que, al igual que en otras iglesias, también en Jerusalén hubiera una reunión dominical para "partir el pan."
Otro dato interesante es que esa reunión tenía lugar por la tarde, pues Pablo "prolongó su discurso hasta la medianoche" (v.7) y, después de partir el pan, todavía "prosiguió la plática hasta el amanecer" (v.11). No está claro si se trata de la noche del sábado al domingo o de la del domingo al lunes. Si contamos a la manera greco-romana, es evidente que se trataría de la noche del domingo al lunes, pues de una reunión que comenzaba el sábado por la tarde no podría decirse: "el domingo, estando nosotros reunidos..." (v.7); sin embargo, es muy posible que San Lucas, acomodándose al cómputo judío, comenzase a contar el nuevo día, no desde la medianoche, como los griegos o romanos, sino desde la puesta del sol del día anterior; en cuyo caso, la noche de referencia habrá de ser la del sábado al domingo. Con ello tendremos, además, mayor conformidad con el tiempo en que resucitó el Señor, que fue también en la noche de un sábado a un domingo. Ni es obstáculo contra esta interpretación el que, como Pablo había de partir "al día siguiente" (v.7), si contamos a la manera judía, el "día siguiente" a la noche del sábado al domingo seria el lunes y, por tanto, Pablo habría permanecido en Tróade, una vez terminada la reunión eucarística, durante todo el domingo, cosa que parece contraria al conjunto de la narración (cf. v.7.11). Y digo que no es obstáculo, pues ese "al día siguiente" puede muy bien significar, incluso para un judío, el tiempo siguiente a la noche, prescindiendo de todo método de computación en los días (cf. Hch 23, 31-32).

Hch 20, 13-16

Descripción minuciosa, la que aquí hace Lucas, de la ruta seguida por Pablo al dejar Tróade. Parece incluso que la nave, una simple nave de cabotaje, que luego dejarán cuando hayan de internarse en el mar (Hch 21, 2), estaba más o menos a disposición del grupo de Pablo, pues es éste quien parece fijar las escalas del navío (cf. v.13.16).
Al salir de Tróade, la comitiva se divide en dos grupos, y mientras unos hacen el viaje hasta Assos por mar, Pablo con otros lo hace por tierra (v.13), habiendo de recorrer a pie o en cabalgadura unos 40 kilómetros. Ignoramos las razones que indujeron a Pablo a escoger el camino por tierra, después de haber hecho embarcar a sus compañeros y haberse citado con ellos en Assos. Quizá fue para seguir más tiempo con los hermanos de Tróade, que así podían acompañarle en el camino, o quizá por otras razones. Sólo podemos hacer conjeturas. Una vez en Assos, juntos ya todos los del grupo, navegan hacia Mitilene, capital de la isla de Lesbos, situada en su costa oriental. De Mitilene siguen navegando hacia el sur, pasando al día siguiente frente a la isla de Quío, y, al siguiente, frente a la de Samos (v.15), dejando a su izquierda a Éfeso, en la costa asiática, donde Pablo no quería detenerse (v.16). Siguiendo hacia el sur, se detienen en Mileto (v.1s), a unos 50 kilómetros de Éfeso, donde la estancia se prolongó algunos días.
La razón de por qué Pablo no quería tocar el puerto de Éfeso era, nos dice Lucas, porque deseaba estar en Jerusalén para Pentecostés (v.16), y una escala en aquella ciudad, de tantos conocidos para él (cf. Hch 19, 10), inevitablemente se habría trocado en una estancia larga. Poco después, dirá el mismo Pablo que va a Jerusalén como empujado por una fuerza irresistible de su espíritu, aunque previendo las graves tribulaciones que allí le esperan (cf. Hch 20, 22-23).

Hch 20, 17-38

Este discurso de Pablo en Mileto es de tonos realmente conmovedores, pudiéndose decir que ocupa entre sus discursos el mismo lugar que el de la cena entre los de Jesucristo. Todo él rezuma celo, ternura, desinterés, amor entrañable a las almas, siendo una de las páginas que más al vivo nos dan a conocer la grandeza del corazón de Pablo. Si hubiéramos de reducirlo a esquema, podríamos distinguir tres partes: Evocación de sus tres años de apostolado en Éfeso (v. 18-21); presentimiento de separación definitiva, quizá la de la muerte (v.22-27); exhortación a la vigilancia y al trabajo apostólico desinteresado (v.28-3 5).
Pablo, aunque no había querido detenerse en Éfeso (v.16), no quiso alejarse de aquellas regiones sin despedirse de la comunidad efesina. Para ello manda llamar a los "presbíteros" de aquella iglesia (v.17), que puntualmente acuden a la llamada (v.18).
Estos "presbíteros" (p?esß?te???) son los mismos que luego, en el v.28, serán llamados "obispos" (ep?s??p??), y se trata, como ya explicamos al comentar Hch 11, 30, de simples sacerdotes, no de obispos en el sentido actual de la palabra. San Pablo les dice que han sido puestos en su cargo "por el Espíritu Santo" (v.28), con lo que da a entender que los apóstoles, al constituir superiores jerárquicos en las comunidades cristianas, obraban como mandatarios de Cristo y transmisores de la voluntad divina (cf. Hch 15, 28); les dice, además, que han sido puestos "para apacentar la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre" (v.28). Este término "apacentar" (p??µa??e??) es el mismo que había empleado también el Señor (cf. Jn 21, 16), e indica que la misión de estos "presbíteros-obispos" era, dentro de su campo: velar por los intereses espirituales de los fieles.
En cuanto a la expresión "Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre," (...pe??ep???sat? d?a t?? a?µat?? t?? ?d???), notemos que es una clara afirmación de la divinidad de Jesucristo, pues es únicamente Jesucristo, no el Padre ni el Espíritu Santo, quien ha derramado su sangre por los seres humanos (cf. Mt 26, 28; Ef 1, 7; 1P 1, 19). La expresión tiene gran parecido con Tt 2, 13-14: "del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio."
Los "lobos rapaces" que entrarán en el rebaño confiado a estos presbíteros-obispos (v.29; cf. Mt 7, 15), y los seres humanos perversos que "se levantarán de aquella misma comunidad" (v.30), parece ser una alusión profética a las sectas judaizantes y gnósticas que pulularán en aquellas regiones y de que son claro testimonio las cartas pastorales (cf. 1Tm 1, 3-4; 1Tm 4, 1-3; 1Tm 6, 20-21; 2Tm 2, 16-19; Tt 3, 9) y otros escritos neotestamentarios (cf. 2P 2, 17-19; Judas 4-19; Ap 2, 12-25). También en las cartas a los Efesios y a los Colosenses denuncia Pablo tales gérmenes (cf. Ef 5, 6-7; Col 2, 8.16). Deben, pues, los presbíteros-obispos vigilar atentamente contra estos peligros, a imitación de Pablo, que día y noche, de manera totalmente desinteresada, no ha cesado de exhortarles (v.31-34). E insistiendo en lo del desinterés, añade una sentencia o logion de Jesucristo: "Mejor es dar que recibir" (v.35), que no encontramos en los Evangelios, y que quizá Pablo sacó de la catequesis apostólica común, que ciertamente no fue recogida íntegramente en los Evangelios escritos. Otras sentencias o máximas parecidas (agrafa), de mayor o menor autoridad histórica, se encuentran en las obras de los primeros escritores cristianos y en los papiros.
Pablo, al pronunciar este discurso, lo hace con el presentimiento de que no volverá a pasar por Éfeso (v.25); y así lo entienden sus oyentes, siendo esto precisamente lo que más motivó el profundo llanto de éstos (v.37-38). El presentimiento, sin embargo, no se cumplió; pues Pablo, como sabemos por las epístolas pastorales, volvió a pasar por Efeso (cf. 1Tm 1, 3; 2Tm 4, 20). Aunque sus palabras "sé que no veréis..." (v.25) parecen ser claramente una rotunda afirmación, no son, en ese contexto, sino una simple conjetura, fundada probablemente en el odio que cada vez más le iban mostrando los judíos (cf. v.3-19) y en las "predicciones de cadenas y tribulaciones" que repetidamente le hacía el Espíritu (v.23), como luego le seguirá haciendo en el resto del viaje hacia Jerusalén (cf. Hch 21, 10-11), y que parecían ser indicio de que no lograría escapar con vida. Eso, sin embargo, no le daba seguridad, pues poco antes ha dicho que va a Jerusalén "encadenado por el Espíritu, sin saber lo que allí le sucederá" (v.22). Además, caso de salir con vida, sabemos que tenía plan de marchar a la evangelización de España (cf. Rm 15, 19-24). El que San Lucas recoja, sin explicaciones de ningún género, estos presentimientos del Apóstol, que luego, al menos en parte, resultaron fallidos, demuestra que escribía en fecha anterior a las mencionadas epístolas pastorales y antes que San Pablo volviese a Oriente después de su prisión romana.

Hch 21, 1-16

Al dejar Mileto y volver de nuevo a coger la nave, parece que el grupo que acompañaba a Pablo (cf. Hch 20, 4) se restringió bastante; al menos eso insinúa el hecho de que no vuelvan a ser mencionados sino Trófimo (Hch 21, 19) y Aristarco (Hch 27, 2), además de Lucas implícitamente, en cuanto que la narración continúa en primera persona de plural. Hay quienes creen que Timoteo partió de Mileto para Éfeso, donde lo encontramos más tarde (cf. 1Tm 1, 3); sin embargo, téngase en cuenta que Timoteo ciertamente estuvo con Pablo en Roma (cf. Col 1, 1; Flp 1, 1; Flm 1), y lo mismo hay que decir de Tíquico (Ef 6, 21; Col 4, 7).
La descripción de la ruta seguida por Pablo sigue siendo muy detallada. De Mileto navegan rumbo a la isla de Cos, célebre por su templo de Esculapio y la aneja escuela de medicina; al día siguiente llegan a Rodas, otra hermosa isla más al sur, célebre por su Coloso, una de las siete maravillas del mundo; de allí a Pátara, ciudad de Licia, en la costa asiática, frente a Rodas (v.1). En Pátara dejan la navegación de cabotaje y embarcan en una nave que salía para Fenicia (v.2), con rumbo a Tiro, donde la nave "había de dejar su carga" (v.3).
Es en Tiro donde se van a detener "siete días" (v.4), debido seguramente a exigencias del servicio de la nave, tiempo que Pablo aprovecha para ponerse en contacto con aquella iglesia. Había sido fundada por los helenistas dispersos con ocasión de la muerte de Esteban (cf. Hch 11, 19), y probablemente había sido ya visitada por Pablo en otras ocasiones (cf. Hch 15, 3). Algunos de los fieles "movidos del Espíritu" (v.4), es decir, iluminados por el Espíritu Santo sobre los sufrimientos y las privaciones que esperaban a Pablo en Jerusalén, y de allí es que intentan disuadirlo de ese viaje, llevados sin duda de su afecto que sentían hacia él. Pablo no les hace caso y, después de una despedida afectiva, vuelve a subir a la nave, navegando hasta Tolerada (v.7), la actual Acre, en la bahía situada al pie del monte Carmelo. En Tolemaida se detienen solamente "un día," dejando ya la nave que los había traído desde Pátara (v.7), saliendo a continuación para Cesárea (v.8). No está claro si este viaje hasta Cesárea lo hicieron ya por tierra o continuaron todavía por mar en otra nave. Los "preparativos," de que se habla en el v. 15, parecen suponer que fue en Cesárea cuando acabó el viaje por mar.
La estancia en Cesárea duró "varios días" (v.10), hospedándose Pablo y los suyos "en casa de Felipe, el evangelista" (v.8). De este Felipe, que era "uno de los siete," se ha hablado ya anteriormente (cf. Hch 6, 5; Hch 8, 5-40). No es fácil precisar qué incluye ese término "evangelista" con que lo designa San Lucas; probablemente se trata del carisma de "evangelista," de que Pablo habla en sus cartas (cf. Ef 4, 11; 2Tm 4, 5). La misión de estos "evangelistas" debía de ser la de propagadores ambulantes de la buena nueva o "evangelio," ocupando junto con los "apóstoles" el puesto de vanguardia de la predicación cristiana. Vemos que Felipe estaba casado y tenía "cuatro hijas vírgenes que profetizaban" (v.9); es de los pocos casos (cf. Lc 1, 55-Lc 2, 36) en que el Nuevo Testamento habla del carisma de profecía concedido a mujeres. Parece que Lucas, al hacer notar que eran "vírgenes," relaciona estrechamente este carisma con su virginidad, que habrían escogido con deliberado propósito como estado permanente, para vivir más íntegramente consagradas al Señor (cf. 1Co 7, 34-35).
En cuanto a la profecía simbólica de Ágabo, atándose los pies y las manos con el cinto de Pablo (v.11), su anuncio concordaba en sustancia con el de los carismáticos de Tiro (cf. v.4) y con lo que el mismo Pablo había dicho ya en su discurso de Mileto (cf. Hch 20, 23). Esta clase de profecías, acompañando las palabras con gestos y acciones simbólicas, habían sido muy frecuentes en los antiguos profetas judíos (cf. 1S 15, 27-28; Is 20, 2-4; Jr 13, 1-11; Ez 4, 1-17). Parece que este Ágabo es el mismo de quien ya se habló en Hch 11, 28; si San Lucas lo presenta de manera indeterminada (t?d...p??f?t?? ???µat? ??aß??) debe ser debido a que toma esta narración de alguna parte, quizá de su mismo Diario de viaje, en que se hablaba de Ágabo por primera vez, y San Lucas olvidó que ya había hablado de él. La contestación de Pablo a los que, después de la profecía de Ágabo, intentaban disuadirle de su viaje a Jerusalén, es digna de quien, como él, está entregado totalmente a Jesucristo, pero que tiene también un corazón sensible; por eso, al mismo tiempo que se declara "dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir por el nombre de Jesús," les ruega que no lloren ni le supliquen que deje el viaje, pues con ello no hacen más que "quebrantar su corazón" (v.13).
Desde Cesárea, Pablo y los suyos van a comenzar la última etapa del viaje, que les llevará hasta Jerusalén. La distancia era de 102 kilómetros, y podía hacerse perfectamente en dos jornadas. Los "preparativos" de que se habla (v.15) implicaban el hallar acémilas para los del grupo y las ofrendas, que probablemente eran voluminosas, pues no serían sólo en dinero, sino también en objetos de diversa índole. Quizá a eso sea debido también, por razones de mayor seguridad, el que vayan con ellos "algunos discípulos de Cesárea," quienes, además, se preocupan de buscarles alojamiento en casa de Mnasón, un antiguo discípulo, originario de Chipre (cf. Hch 4, 36; Hch 11, 20), cuyas ideas de judío-cristiano helenista eran sin duda más abiertas que las de los judío-cristianos palestinenses, quienes difícilmente hubieran admitido en su casa cristianos no circuncidados (cf. Hch 11, 2-3), como ciertamente lo eran algunos del grupo de Pablo (cf. Hch 21, 19).

Hch 21, 17-26

Es ésta la quinta vez, después de su conversión, que Pablo visita Jerusalén (cf. Hch 9, 26; Hch 11, 30; Hch 15, 4; Hch 18, 22). Pronto, aquí en Jerusalén, va a comenzar su largo cautiverio, de algo más de cuatro años, que le obligará a interrumpir esa prodigiosa actividad que ha venido desarrollando desde que, junto con Bernabé, comenzó su primer gran viaje misional, partiendo de Antioquía para Chipre (cf. Hch 13, 3-4).
El primer encuentro de Pablo con los cristianos de Jerusalén fue cordial y plenamente amistoso (v.17). Era, sin embargo, un recibimiento privado, en el que no faltaría un buen grupo de cristianos helenistas, como Mnasón, que, enterados de la llegada de los misioneros, acudieron presurosos a saludarles, alegrándose con ellos de los grandes éxitos de la predicación entre los gentiles. El encuentro oficial tuvo lugar al día siguiente, cuando "Pablo y los suyos visitan a Santiago, reuniéndose allí todos los presbíteros" (v.18). Era éste un momento sumamente importante, que ya de tiempo traía preocupado a San Pablo, pensando en el cual había escrito a los Romanos: "Os exhorto... a que me ayudéis con vuestras oraciones a Dios para que me libre de los incrédulos en Judea y que el servicio que me lleva a Jerusalén sea grato a los santos" (Rm 15, 31). Es probable que fuera en esta entrevista cuando entregó las colectas, que habían sido la ocasión del viaje. No sabemos cómo serían recibidas; es de creer que bien (cf. Hch 24, 17), aunque quizá el gesto no resultó tan eficaz como se hubiera podido esperar. Lo cierto es que los reunidos, aunque, alegres, "glorifican a Dios" ante las noticias que cuenta Pablo sobre la expansión de la Iglesia entre los gentiles (v.20), allí mismo muestran cierto desacuerdo con su manera de proceder respecto al modo de hablar de la Ley, solicitando de él una deferencia hacia los ritos judíos (v.24). Ni parece ser sólo para evitar complicaciones a causa de algunos judío-cristianos más exaltados, como en Hch 15, 5, pues hablan de manera general: "todos son celadores de la Ley" (v.20); y los mismos reunidos muestran compartir, más o menos, la misma opinión, de ahí aquellas palabras finales: "Cuanto a los gentiles... ya hemos escrito..." (v.25), como quien dice: ésos que sigan con la libertad otorgada en el concilio de Jerusalén (Hch 15, 28-29), pero los judío-cristianos que no dejen el mosaísmo.
No era verdad que Pablo, como se decía en Jerusalén, exigiese a los judíos convertidos que "renunciasen a Moisés" y que "no circuncidasen a sus hijos" (v.21); pero no cabe duda que su predicación, enseñando que la única fuente de justificación es la fe y que la circuncisión y ley mosaica no conferían al judío ninguna ventaja sobre el gentil (cf. Rm 1, 16; Rm 3, 22; Rm 4, 9-12; 1Co 7, 17-20; Ga 5, 6), llevaba claramente a esas conclusiones. Pablo no insistía en esos principios precisamente para que los judíos dejasen las observancias mosaicas, pues incluso él mismo parece que, en general, siguió observándolas (cf. Hch 16, 3; Hch 18, 18; Hch 23, 6; Hch 24, 11-14; Hch 25, 8; Hch 26, 4-5; Hch 28, 17), sino para asegurar la libertad de los convertidos de la gentilidad, que difícilmente hubieran admitido esas prácticas y que, además, no tenían por qué admitirlas (cf. Ga 2, 11-16).
No había, desde luego, diferencia alguna sustancial entre Pablo y la iglesia de Jerusalén, a cuya cabeza estaba Santiago; pero había bastante diferencia de matices, debido, sin duda, a las diversas circunstancias de la iglesia de Jerusalén y aquellas en que Pablo venía actuando. Para ambas partes era verdad inconcusa que la salud había de buscarse no en la observancia del mosaísmo, sino en la fe en Jesucristo, y esto lo mismo gentiles que judíos (cf. Hch 15, 11); también era admitido por todos que la observancia de las prácticas mosaicas no estaba prohibida a los judíos que se convertían, siendo sólo bastante más tarde, probablemente después del 70, cuando dicha práctica comenzó a considerarse como ilícita. Pero, supuesta esa identidad en lo fundamental, no cabe duda que Pablo mostraba más libertad que la iglesia de Jerusalén respecto de la observancia de la Ley; y mientras él hacía resaltar a cada paso la idea universalista donde "no había judío ni griego" (Ga 3, 28) y donde Cristo, derribado "el muro de separación, de dos pueblos había hecho uno" (Ef 2, 14), los fieles de Jerusalén, con Santiago a la cabeza, seguían estrechamente apegados al mosaísmo y celosos observadores de sus prescripciones. ¿Sería porque consideraban esas prácticas mosaicas, en un judío, como condición necesaria de mayor perfección, o sería simplemente, sin precisar tanto, por cierto atavismo venerable que no había por qué abandonar? La respuesta es difícil, dada la escasez de datos; pero del hecho no puede dudarse (cf. Hch 11, 1-18; Ga 2, 12).
Pues bien, lo que "Santiago y los presbíteros" de la iglesia de Jerusalén (v. 18) piden a Pablo es que aparezca ante el pueblo como fiel observador de la Ley (v.24), dando a entender, además, a través del conjunto de la narración (v.20-25), que nada ven de criticable en esa exigencia del pueblo. El voto de los cuatro varones a los que Pablo ha de asociarse, purificándose con ellos y pagándoles los gastos que el cumplimiento del voto llevaba consigo (v.23-24), era, sin duda alguna, el voto del "nazireato," de que ya hablamos al comentar Hch 18, 18. Probablemente, debido a lo de las colectas, Pablo disponía en esa ocasión de relativamente abundantes fondos, por lo que le era fácil tomar sobre sí ese padrinazgo. De hecho, puesto que lo que se le pide en nada contradecía sus principios doctrinales, Pablo acepta la proposición (v.26), cumpliendo aquello de "hacerse judío con los judíos... y todo para todos, a fin de salvarlos a todos" (1Co 9, 20-22).
No está claro cuál era concretamente el papel de Pablo, además de lo de pagar los gastos. Lo que se dice, de que "se purificó con ellos" y luego entró en el templo (v.26), no exige necesariamente que también él hiciese voto de nazireato, cuya duración mínima parece que era de treinta días, basta que, como padrino que pagaba los gastos, se asociase con los cuatro que tenían el voto, sometiéndose por devoción personal a alguno de los ritos secundarios en conexión con ese voto, máxime que, viniendo de países paganos, necesitaba también de ciertas purificaciones antes de entrar en el templo. Parece que, debido a la gran afluencia de peregrinos, sobre todo en tiempos de fiestas, era costumbre notificar de antemano en el templo la terminación del voto, a fin de fijar, de acuerdo con los sacerdotes, el día en que debían ofrecerse los sacrificios prescritos; esto es lo que habría hecho Pablo en nombre de sus cuatro patrocinados (v.26). Si luego se habla de "siete días" (v.27), parece es debido a que, de hecho, ése debió ser el plazo para la terminación total de las obligaciones del voto.

Hch 21, 27-40

Lucas cuenta la prisión de Pablo con todo género de detalles. No sabemos si sería testigo ocular, pues la narración en primera persona de plural desaparece poco después de la llegada a Jerusalén (Hch 21, 18) y no reaparece hasta el momento de embarcar para Roma en Cesárea (Hch 27, 1). Mas sea de eso lo que fuere, pudo muy bien recibir la información de testigos inmediatos, como, sin duda, lo fueron muchos de entre los fieles.
Eran días en que Jerusalén rebosaba de peregrinos, debido a ser las fiestas de Pentecostés (cf. Hch 20, 1.6). Entre ellos había también de la provincia romana de Asia (v.27), particularmente de Éfeso (cf. v.29), que conocían perfectamente las actividades misionales de Pablo en aquellas regiones, y a quien consideraban como apóstata del judaísmo, al que era necesario eliminar (cf. Hch 19, 9; Hch 20, 19). La ocasión no podía ser más propicia. En Jerusalén, y más concretamente en los atrios del templo, rebosantes de peregrinos enfervorizados, iba a ser muy fácil acabar con él. Bastaría con dar la voz de alarma, cosa que hicieron ellos, lanzándose sobre Pablo y acusándole a gritos de que por todas partes iba hablando "contra el pueblo, contra la ley y contra el templo" e incluso se había atrevido a "introducir en él a los gentiles" (v.28). Este último extremo no parece que fuese cierto; pero, con pretexto de que habían visto a Pablo acompañado del ex pagano Trófimo por la ciudad (v.29), se imaginaron que también lo había introducido en el templo, con lo que se proponían excitar mucho más las iras de la multitud. Las otras acusaciones, en sustancia, son las mismas que habían lanzado ya contra Esteban (Hch 6, 11-14) y antes contra Jesucristo (Mt 26, 61).
Las acusaciones surtieron un efecto fulminante. Y no ya sólo los que entonces estaban en los atrios del templo, sino que muy pronto se propagó fuera la noticia, y "se agolpó allí toda la ciudad" (v.30), arrastrando a Pablo "fuera del templo," es decir, fuera del atrio interior, para poder obrar más libremente contra él. Su intención era "matarle" (v.31); por eso no es extraño que los levitas de servicio se apresurasen a "cerrar las puertas" de dicho atrio interior (v.30), a fin de que con el derramamiento de sangre y consiguientes tumultos no quedase profanado ese lugar. La cosa, sin embargo, no pudo llevarse a efecto, pues, enterado del tumulto el tribuno o jefe de la guarnición romana en Jerusalén, cuya residencia estaba en la torre Antonia, se personó enseguida allí con sus tropas (v.31-32), quitándoles a Pablo de entre las manos.
La primera disposición del tribuno es ordenar a sus soldados que amarren a Pablo (v.33), a quien, sin duda, consideró como autor o causa del tumulto, queriendo ante todo enterarse de qué se trataba. Como no pudo sacar nada en claro a causa del alboroto, ordena llevarlo a la fortaleza o torre Antonia (v.34), para allí más tranquilamente examinar el caso. Antes de entrar en la fortaleza, precisamente al subir las escaleras de entrada, Pablo pide al tribuno que le deje hablar al pueblo, cosa que éste le concede, no sin antes mostrar su admiración porque le hablase en griego (v.35-40). Parece que el tribuno tenía fuertes sospechas de que se trataba de un famoso revolucionario, de origen egipcio, que poco antes había soñado con apoderarse de Jerusalén, a cuyo efecto había reunido en el desierto una gran multitud de "sicarios," para lanzarse luego sobre la ciudad; de este egipcio debía de constarle al tribuno que no sabía griego, de ahí su extrañeza al oír hablar en esa lengua a Pablo.
Obtenido el permiso, Pablo hace señal al pueblo de que quiere hablar, produciéndose un "gran silencio" (v.40), que todavía fue "mayor" cuando oyeron que les hablaba "en lengua hebrea" (Hch 22, 2).
La expresión "lengua hebrea," al igual que en otros pasajes del Nuevo Testamento (cf. Jn 5, 2; Jn 19, 17), ha de entenderse "arameo," que era el idioma usual en Palestina a, partir de la vuelta de la cautividad.

Hch 22, 1-21

Este discurso de Pablo al pueblo de Jerusalén es, en realidad, una autobiografía apologética. Obra maestra de sutileza apostólica, lo que Pablo pretende hacer ver a los excitados judíos es que él no es un enemigo de la Ley, como se le ha acusado (cf. Hch 21, 28), sino que siempre fue celoso observador de la misma, y si ahora se ha hecho cristiano y ha extendido su campo de acción a los gentiles, ha sido por expreso mandato del cielo.
Podemos distinguir claramente tres partes: devoción y celo por la Ley antes de su conversión (v.1-5); conversión al cristianismo merced a una intervención expresa del cielo y a los buenos oficios de Ananías, varón muy acreditado entre los judíos (v.6-16); orden de ir a predicar a los gentiles, recibida mientras estaba orando en el templo (v. 17-21). Se ve clara en Pablo la intención de hacer resaltar todo lo que podía elevarle a los ojos de los judíos; de ahí la insistencia en su educación judía, en la intervención de Ananías, y en que fue precisamente estando en el templo cuando recibió el encargo de ir a predicar a los gentiles. También él podía haber añadido algo semejante a lo que dijo Pedro en ocasión parecida: ante tales señales "¿quién era yo para oponerme a Dios?" (Hch 11, 17).
Para el comentario a los diversos datos sobre su vida que aquí nos ofrece San Pablo, remitimos a Hch 9, 1-30. Notemos únicamente que la aludida visión en el templo "al volver a Jerusalén" (v. 17-21), aunque unida literariamente a la escena de la conversión, de hecho tiene lugar a tres años de distancia (cf. Hch 9, 23-30; Ga 1, 18). En cuanto al efecto del discurso, los judíos parece que escucharon a Pablo con bastante sosiego; fue sólo al hablarles de que se le había ordenado ir a predicar a los gentiles (v.21), cuando estalló el alboroto. Ese era precisamente el punto grave de fricción, y aquel auditorio no estaba aún en condiciones de digerirlo.

Hch 22, 22-30

Pablo no ha logrado convencer a los judíos. La idea de que los gentiles pudiesen ser equiparados a ellos, los hijos de Abraham, el pueblo elegido, no les cabía en la cabeza. Su protesta no puede ser más teatral: gritos, agitación de los mantos, polvo al aire..., es el desahogo de la ira impotente (v.22-23).
Ante tal actitud de la muchedumbre, el tribuno ve que se complica la situación en vez de aclararse, tanto más que él probablemente no había entendido nada del discurso en arameo de Pablo. Por eso, para abreviar y acabar de una vez con aquellas incertidumbres, ordena que sea metido en la torre Antonia y se recurra al método corriente de los azotes, con lo que el reo no tardará en confesar la verdad (v.24). Este método de la tortura, como medio de inquisición, estaba prohibido por las leyes romanas, al menos desde tiempos de Augusto, pero con frecuencia ha sido practicado no sólo en tiempos antiguos, sino también después. Mas, cuando todo estaba preparado para comenzar los azotes, sucede lo imprevisto: el reo declara que es ciudadano romano (v.25).
El estupor primeramente del centurión y luego del tribuno es fácilmente explicable. Lo que menos podían ellos imaginarse es que aquel judío alborotador, a quien se disponían a castigar, fuese un ciudadano romano. Algo parecido había sucedido en Filipos, aunque con la diferencia de que allí Pablo hizo su declaración después de haber sido ya azotado (Hch 16, 37-39). Las leyes Valeria y Porcia, como entonces explicamos, prohibían atar y someter a los azotes a un ciudadano romano; por eso el tribuno, aun sin haber llegado a los azotes, teme haber incurrido en responsabilidad por el solo hecho de haberle "mandado atar" (v.29).
No es fácil saber cómo los antepasados de Pablo habrían adquirido el derecho de ciudadanía romana, pues él declara tenerla ya por nacimiento (v.28), y Tarso, patria de Pablo, no tenía de iure ese privilegio, como lo tenía, por ejemplo, Filipos (cf. Hch 16, 12.21). El tribuno, de nombre Claudio Lisias (cf. Hch 23, 26), declara haberla adquirido "por una gran suma" (v.28). Sabemos, en efecto, que en tiempos de Claudio (a.41-54), hubo gran tráfico de ese privilegio, y que Mesalina, mujer de Claudio, se labró con ello una gran fortuna; es probable que fuera precisamente entonces cuando la adquirió el tribuno, de ahí su nombre romano de Claudio unido al griego de Lisias. Quizás alguno de los antepasados de Pablo la había adquirido también por compra, pasando a ser un derecho de familia, o quizás esa ciudadanía había tenido origen como recompensa por algún servicio prestado al Estado o por alguna otra causa para nosotros desconocida.
Aclarado lo de ciudadano romano, el tribuno quiere salir cuanto antes de aquella situación embarazosa, y determina llevar a Pablo ante el sanedrín para saber con seguridad de qué era acusado por los judíos (v.30). Así lo hace al día siguiente, para lo cual "soltó a Pablo" de sus cadenas y mandó "reunir el sanedrín" (v.30). No está claro a qué cadenas o ligaduras se alude al decir que "fue soltado," pues no es creíble que sean aquéllas con que fue atado en orden a la flagelación (v.25), ya que nos hallamos "al día siguiente," ni de otra parte parece pueda aludirse a las cadenas normales de un preso bajo custodia militaris (cf. Hch 21, 33), pues éstas las llevaban siempre los presos, incluso fuera de la cárcel y teniendo que hablar en público (cf. Hch 26, 29). Quizás para cuando estaban en la cárcel había otra clase de cadenas más gruesas, y de éstas sería de las que fue soltado, o quizás se trate de las cadenas normales, pero de las que el tribuno habría querido soltar a Pablo en un acto especial de deferencia hacia él, no queriendo que un ciudadano romano compareciese delante de sus enemigos judíos en aquella condición menos digna.

Hch 23, 1-11

La comparecencia de Pablo ante el sanedrín no significa que el tribuno hubiese trasladado su causa a este tribunal, el supremo entre los judíos, de cuya composición y atribuciones ya hablamos al comentar Hch 4, 5. Lo que el tribuno únicamente pretendía era enterarse bien de cuáles eran las acusaciones contra Pablo (cf. Hch 22, 30) y quizás, por lo que pudiera ocurrir, enredar también en el asunto a otras autoridades, pues era un caso que le causaba preocupación (cf. Hch 22, 29). No envía, pues, simplemente a Pablo al sanedrín, sino que va él acompañándole; y, terminada la sesión, con él vuelve a la fortaleza Antonia (v.10). La sesión del sanedrín no sabemos dónde vendría lugar, aunque no, desde luego, en el recinto sagrado del ejemplo, como parece era lo normal, pues en ese caso no hubiera podido estar presente el tribuno.
Pablo, bajo la protección del tribuno, comienza dirigiéndose al sanedrín simplemente con el tratamiento de "hermanos" (v.1), menos respetuosamente de como lo había hecho Pedro (Hch 4, 6) y Esteban (Hch 7, 2) e incluso el mismo Pablo cuando se dirigió al pueblo en general (Hch 22, 1). Probablemente no se trata de mera coincidencia, sino que es algo intencionado, deseando dar a entender que no consideraba a los sanedritas como jueces ni superiores. Esto no podía agradar a los miembros de aquel tribunal, y menos aún cuando comenzó afirmando solemnemente que "siempre se había conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencia" (v.1). Sin duda era ésa la tesis que Pablo se proponía demostrar: cómo, lo mismo antes que después de su conversión, había procedido siempre con sinceridad delante de Dios (cf. Hch 26, 2; Flp 3, 6; 1Tm 1, 13).
Mas, apenas enunciada la tesis, hubo de interrumpir su discurso, debido a un acto de violencia por parte de Ananías, sumo sacerdote y presidente del tribunal, quien manda golpear a Pablo en la boca (v.2), indignado por aquella actitud y manifestaciones, que eran una clara condena ante el tribuno de la conducta de los judío respecto del preso. Pablo tampoco calla y, llevado de su tempera mentó impulsivo (cf. Ga 1, 8; Ga 5, 12), responde vivamente al sume sacerdote: "Dios te herirá a ti, pared blanqueada" (v.3). La expresión recuerda otra parecida de Jesucristo contra los escribas y fariseos, pero dicha en forma general (Mt 23, 27), y tiene ya precedentes en Ez 13, 10-15. La reacción de Pablo, aun sin querer, nos hace pensar en otra muy distinta de Jesús ante un ultraje parecido (cf. Jn 18, 23), comparando las cuales se expresaba ya así San Jerónimo: "¿Dónde está aquella paciencia del Salvador, que, conducido como un cordero a la muerte, no abrió su boca, sino que respondí" con dulzura a la que le pegaba: Si he hablado mal, muéstrame en qué y si bien, ¿por qué me pegas ? No tratamos con esto de denigrar al Apóstol, no, sino de predicar la gloria del Señor, el cual, sufriendo en su carne, supera la injuria y la fragilidad de la carne.". Y, en verdad, la explicación no es otra sino que Jesús es Jesús y Pablo no es más que Pablo (cf. Hch 15, 37-39). Decir, como es frecuente en muchos comentarios, que no se trata de una respuesta violenta, sino simplemente de una profecía, anunciando el castigo divino que iba a venir sobre Ananías, pues que de hecho murió asesinado por lo zelotas judíos en el año 66, nos parece que es andar buscando explicaciones bastante endebles, que, además, no hacen ningún falta. Lo que Pablo añade, de que "no sabía que fuese el sumo sacerdote" (v.5), causa cierta extrañeza, pues, aun en el caso poco probable de que no le conociera de vista, parece debía distinguirle al menos por la vestimenta, e incluso por el puesto de presidencia que, sin duda, ocuparía. Se han dado a esto varias explicaciones. Lo más probable es que efectivamente, aunque oyó la orden, no vio de quién procedía, estando quizás en ese momento con la vista hacia otra parte del sanedrín; su enérgica respuesta iría dirigida, según eso, no directamente a Ananías, sino al no identificado sanedrita, fuese el que fuese. En realidad, también es posible que su afirmación tenga un sentido irónico, como diciendo: no creía yo que pudiera ser el sumo sacerdote quien usa de estos procedimientos.
Terminado este incidente (v.2-5), es casi seguro que Pablo reanudó su discurso, aunque Lucas nada diga explícitamente de ello. Les hablaría quizás de su vida de ferviente fariseo anterior a la conversión, para detenerse luego en la visión de Damasco, que fue la que orientó sus actividades por nuevos caminos. La hipótesis de los fariseos: "¿Y qué si le habló un espíritu o un ángel?" (v.9), parece incluir una alusión a esa visión de Damasco, de la que, por tanto, es de creer que Pablo les había hablado; sin embargo, también podría explicarse esa referencia de los fariseos simplemente con suponer que lo de Damasco era algo ya del dominio público, máxime después del discurso de Pablo al pueblo el día anterior (cf. Hch 22, 7-10). En todo caso, reanudado o no el discurso, Pablo se dio cuenta enseguida de que por el camino de una defensa normal allí no se podía conseguir nada; cambia, pues, de táctica y, con extraordinaria habilidad de abogado, lleva la cuestión a un terreno que le iba a favorecer.
En efecto, sabiendo que de los miembros del sanedrín "unos eran saduceos y otros fariseos" (v.6), decide lanzarlos a la lucha mutua, de modo que, enredados en sus interminables discusiones habituales, pasase a un segundo plano lo que había constituido el objeto principal de la reunión. Ello fue fácil. Bastó con que se proclamara "fariseo e hijo de fariseos" y afirmara que si sufría persecución era precisamente por defender lo que constituía la esperanza de Israel, "la resurrección de los muertos" (v.6; cf. Hch 4, 2; Hch 24, 15; Hch 26, 6-8; Hch 28, 20), para que se dividiese la asamblea, produciéndose un gran altercado entre fariseos y saduceos (v.7). Con esa alusión a la "resurrección de los muertos" había puesto el dedo en la llaga; era algo que los saduceos no admitían, y sobre lo que sostenían interminables discusiones con los fariseos. Ya a Jesús, en son de burla contra la resurrección y como objeción insoluble, le habían propuesto el caso de la mujer que había tenido siete maridos (cf. Mt 22, 23-28). Unido a este dogma de la resurrección de los muertos, estaba el de la existencia de ángeles y espíritus, cosa que también negaban los saduceos (v.8); para ellos nada de vida de ultratumba, ni de ángeles buenos o malos, ni de resurrección de muertos. Su proceder podemos verlo inspirado en aquel principio del Eclesiastés en Qo 3, 9-22: ante la incertidumbre de cómo Dios dará a cada uno según sus obras, no le queda al ser humano sino gozar de su trabajo.
Los fariseos, al contrario, defendían ardientemente no sólo la existencia de espíritus buenos y malos, sino también la futura resurrección de los muertos; la esperanza mesiánica la concretaban, precisamente, apoyándose en algunos textos bíblicos (Dn 12, 1-3; 2M 7, 9), en esa creencia en la resurrección de los justos, destinados a formar parte del reino venidero.
Pablo, pues, al declararse fariseo e hijo de fariseos y decir que está sometido a juicio por defender la esperanza mesiánica, la resurrección de los muertos, une en cierto modo su causa a la de los fariseos, cosa que evidentemente agradó a éstos (v.9), mientras que enfureció todavía más a los saduceos. Cierto que por lo que los judíos se habían levantado contra Pablo no era porque defendiese o no defendiese la resurrección de los muertos, sino por su manera de comportarse respecto de la Ley y del templo (cf. Hch 21, 28); con todo, muy bien podía expresarse de la manera que lo hacía, pues, en última instancia, su punto de divergencia con los judíos estaba en si Jesús había o no resucitado de entre los muertos. También para Pablo la esperanza mesiánica estaba concretada en la creencia en la resurrección de los justos (cf. 1Ts 4, 13-18), y esta esperanza había comenzado a realizarse con la resurrección de Cristo, primicias de nuestra resurrección (cf. 1Co 15, 12-22); si los fariseos no cristianos rechazaban a Jesús y esperaban otro Mesías futuro, eso no impedía el que entre él y ellos hubiera un elemento común en el orden ideológico, y ese elemento fue el que trató de aprovechar Pablo para sembrar la discordia entre los jueces. Se ve que, aunque había sido arrebatado hasta el tercer cielo (2Co 12, 2), continuaba sabiendo de las cosas de la tierra.
Al darse cuenta el tribuno de que no era posible sacar nada en claro, sino que, al contrario, el tumulto se agravaba, decidió llevar de nuevo a Pablo a la torre Antonia (v.10). Al día siguiente por la noche, Pablo tiene una visión del Señor, animándole, como antes en Corinto (cf. Hch 18, 9-10), a que tuviese ánimo, pues lo mismo que en Jerusalén debía dar también testimonio de él en Roma (v.11). Esta orden confirmó a Pablo en sus antiguos deseos de visitar Roma (cf. Hch 19, 21), y contribuyó quizás, más tarde, a su decisión de apelar al Cesar (Hch 25, 11).

Hch 23, 12-22

La trama está perfectamente urdida: conseguir del tribuno que vuelva a llevar a Pablo al sanedrín con pretexto de examinar más a fondo el caso, y en el camino darle muerte (v.15). Para ello se juramentan más de cuarenta hombres, añadiendo toda una serie de maldiciones de Dios sobre sus cabezas, si no cumplían el juramento, e incluso comprometiéndose a no comer ni beber hasta haberlo matado (v.12). Claro que este voto imprecatorio de "no comer ni beber" era de un rigor más aparente que real, pues, caso de no poder llegar a realizar sus propósitos, no era difícil desligarse de tales juramentos.
Los conjurados acuden con su propuesta "a los sumos sacerdotes y a los ancianos" (v.14), es decir, a dos de los tres grupos que formaban el sanedrín (cf. Hch 4, 5); y es que el tercer grupo, el de los escribas, estaba compuesto en su mayor parte de fariseos, y éstos ya se habían mostrado favorables a Pablo (cf. v.9). Con todo, al hablar al tribuno, deberían hablar en nombre del sanedrín (v.16), que es como se daba más peso a la petición.
Todo hacía presagiar que la conjura iba a tener éxito; pero se ve que no todos los conjurados guardaron debidamente el secreto, y la noticia llegó a oídos de un sobrino de Pablo que estaba en Jerusalén, el cual la comunicó a su tío, y éste la hizo llegar al tribuno (v.16-21). No sabemos qué hacía este sobrino de Pablo en Jerusalén, y si su estancia en la ciudad santa era sólo de paso o de modo permanente, donde se habría establecido quizás la hermana del Apóstol con ocasión de los estudios de éste en su juventud (cf. Hch 22, 3); tampoco se dice si era o no cristiano, aunque de creer es que sí. Lo cierto es que este sobrino de Pablo, del que no tenemos ninguna otra noticia, descubre la conjura de los judíos contra su tío, evitando así una muerte que parecía segura. El tribuno, dándose cuenta de la situación, ordena al joven que no diga nada de lo que le ha comunicado a él (v.22) y determina quitarse de encima aquella enojosa cuestión, descargando sobre otros la responsabilidad.

Hch 23, 23-35

Llama la atención la fuerte escolta, nada menos que 470 soldados, con que el tribuno hace acompañar a Pablo (v.25). Parece demasiada escolta para un preso. Pero téngase en cuenta que el caso de Pablo, después que averiguó que era ciudadano romano, traía preocupado al tribuno (cf. Hch 22, 29); Y más todavía al ver el encono de los judíos contra él, de que era testimonio fehaciente la conjura que acababa de descubrir. Es lógico, pues, que tomase todas las precauciones, máxime que la comitiva había de atravesar por lugares despoblados y entre montañas, donde eran muy fáciles las emboscadas.
La hora de partida quedó determinada para "la tercera vigilia de la noche" (v.23), es decir, tres horas después de puesto el sol, teóricamente las nueve, pues, en la manera de contar de entonces en Palestina, el sol se ponía siempre a las seis de la tarde, siendo las horas más o menos largas, según la estación del año en que nos encontrásemos. En atención al preso, para él y sus soldados de guardia personal, mandó también el tribuno "preparar cabalgaduras" (v.24). Hecho eso, redacta la carta de presentación o, como se decía entonces, el elogium, que, según la ley romana, había que enviar al magistrado superior cuando otro inferior le remitía algún acusado. Es lo que habrá de hacer también el procurador Festo cuando remita a Pablo a Roma (cf. Hch 25, 26). Con ese escrito el superior quedaba ya enterado, a grandes líneas, del caso. El redactado en esta ocasión por el tribuno Lisias nos lo conserva literalmente San Lucas (v.26-30), y es sustancioso y conciso, cual corresponde al estilo militar. En líneas generales responde bien a la realidad, aunque se ocultan hábilmente algunos pormenores que podían perjudicar al tribuno, como es el encadenamiento de Pablo para someterlo a los azotes, y el haber descubierto, únicamente entonces y no antes, como deja entrever la carta (v.27), que era romano.
La comitiva hace la primera parada en Antípatris (v.31), a 63 kilómetros de Jerusalén, en las estribaciones de la cadena montañosa de Judea, donde comenzaba ya la llanura abierta hasta el mar. La ciudad había sido reconstruida totalmente por Herodes el Grande, y la había llamado así en honor de su padre Antípatro. La mayor parte del trayecto lo harían seguramente "de noche" (v.31), pero es de creer, dada la distancia, que a esta ciudad llegaron bien avanzado ya el día. Desde aquí regresaron a Jerusalén los 400 soldados de a pie, pues había desaparecido el peligro de emboscadas, y siguen sólo los 70 de caballería (v.32). La distancia hasta Cesárea era de 39 kilómetros.
Llegados a Cesárea, el acusado y su elogium son presentados al procurador Félix, quien quiere enterarse de qué provincia era, cosa que no se decía en el elogium, ordenando a continuación que el preso fuese custodiado en el "pretorio de Herodes" hasta que fuese examinada su causa, una vez que llegasen los acusadores (v.33-35). Este "pretorio de Herodes" era el mismo palacio en que habitaba y administraba justicia el procurador, de ahí su denominación de pretorio, mansión regia erigida por Herodes el Grande cuando reconstruyó la ciudad de Cesárea, y que contaba también con dependencias para guardar presos, en una de las cuales fue metido Pablo en espera de la solución de su causa.

Hch 24, 1-21

Del procurador Félix, ante quien es presentada la causa de Pablo, tenemos bastantes datos por los historiadores profanos. Era hermano de Palante, el célebre favorito de Agripina, la madre de Nerón, y había sido nombrado procurador de Judea al final del reinado de Claudio (13 octubre del 54). Tácito, aludiendo a su condición de liberto, calificó su gobierno con una frase durísima, diciendo que "ejerció el poder de un rey con el espíritu de un esclavo, recurriendo a todo género de crueldades y lascivias." Tenía la manía de emparentarse con familias reales, de ahí que Suetonio lo describa como "el marido de tres reinas," una de las cuales es la Drusila mencionada en Hch 24, 24, hermana de Agripa II, y que antes había sido mujer de Aziz, rey de Emesa.
Los acusadores de Pablo llegaron "cinco días después" que éste, y Félix, haciendo llamar al acusado, mandó abrir la sesión (v.1-2). Al frente de los acusadores venía el sumo sacerdote Ananías, a quien acompañaban "algunos ancianos," es decir, miembros del sanedrín que, al contrario que otros (cf. Hch 23, 9), se habían mostrado siempre acérrimos enemigos de Pablo (cf. Hch 23, 2.14). Traían como abogado a un tal Tértulo, personaje para nosotros desconocido, pero lo mismo su nombre que su modo de hablar, "en esta nación" (v.3), parecen indicar que no era judío; seguramente había sido buscado por estar más práctico que los judíos en el derecho romano.
El discurso de Tértulo (v.2-8), del que evidentemente no tenemos más que un resumen, está hecho con habilidad, cual corresponde a un abogado de oficio, aunque con un exordio demasiado adulatorio (v.3-4), en evidente contraste con la realidad de los hechos. Compárese con el exordio no menos hábil, pero mucho más sobrio, que luego hará Pablo (v. 10). Las acusaciones (v.5-8) las reduce a tres puntos: instigador de tumultos por todas partes (cf. Hch 21, 27-28); cabecilla de la secta de los nazarenos, término despectivo con que los judíos designaban a los cristianos (cf. Hch 11, 26), que no veían en el cristianismo sino una secta o partido dentro del judaismo; profanador del templo, con referencia al hecho que había motivado la detención del acusado (cf. Hch 21, 28-29). Los dos primeros cargos tenían más bien aspecto político, en cuanto encerraban una amenaza al orden público por el que tan solícitos se mostraban los romanos; el tercero era de carácter religioso, pero incluía una violación que la ley romana también sancionaba. Como es natural, los judíos allí presentes afirmaron ser verdad todo lo dicho por su abogado.
La defensa que hace Pablo, una vez que el procurador le hizo señal de que podía hablar, es perfecta, apelando sencillamente a los hechos y refutando cada uno de los tres cargos que le había hecho Tértulo. Comienza diciendo que habla con confianza, sabiendo que Félix lleva ya muchos años gobernando aquel país, y, por tanto, ha de estar práctico en semejantes cuestiones (v.10). Hábil captatio benevolentiae, aunque sin faltar a la verdad. Luego va refutando los cargos de alborotador (v.12-13), cabecilla sectario (v.14-16), profanador del templo (v. 17-18), haciendo notar al final la ausencia de los que debieran estar allí como testigos, puesto que fueron los que provocaron su detención (v.19; cf. Hch 21, 27), y añadiendo que los judíos mismos en el sanedrín no habían hallado en él crimen alguno (v.20-21).
En esta defensa de Pablo es de notar, sobre todo, lo que dice respecto de la segunda acusación, la de cabecilla de la secta (p??t?st?t?? t?? a???se??) de los nazarenos. Admite que él sigue de todo corazón el camino o forma de vida que los judíos llaman "secta," al igual que se hablaba de la "secta" de los fariseos (Hch 15, 5; Hch 26, 5) o de los saduceos (Hch 5, 17), pero niega que eso sea separarse o renegar del judaísmo; al contrario, sigue sirviendo al Dios de sus padres, y creyendo en la Ley y en los Profetas, y teniendo "la esperanza que ellos mismos tienen de la resurrección de los justos y de los malos" (v.14-15). En resumen, que el cristianismo no es una secta o facción del judaísmo, sino que es el mismo judaísmo que entra en posesión de su esperanza secular; y los judíos, al rechazar a Cristo, reniegan de su propia tradición religiosa (cf. Rm 3, 31; Rm 10, 4). En cierto sentido, también aquí, como antes ante el sanedrín (Hch 23, 6), une su causa a la teología de los fariseos.

Hch 24, 22-27

La solución de Félix, "difiriendo la causa" (v.22), no deja de ser extraña. Parece que, a vista de la defensa de Pablo y del elogium de Lisias, lo lógico hubiera sido la absolución; tanto más que su larga experiencia de las cosas judías (cf. v.10), y viviendo en Cesárea, donde de antiguo existía una comunidad cristiana (cf. Hch 8, 40; Hch 10, 1-48; Hch 21, 8-14), Félix "estaba bien informado de lo referente al cristianismo" (v.22), y hubo de darse perfecta cuenta de lo fútiles que resultaban las acusaciones judías. Con todo, lo mismo que sucederá más tarde (cf. v.27), una grave dificultad andaba de por medio, y era el no disgustar al sanedrín; algo parecido a Pilato respecto de Jesús (cf. Jn 19, 12), con la diferencia de que aquí se trataba de un ciudadano romano, y Félix no se atreve a poner a Pablo en manos de los judíos, por lo que recurre al cómodo expediente de diferir la decisión, con el pretexto de que ya resolvería "cuando bajase a Cesárea el tribuno Lisias" (v.22), cosa, sin embargo, de la que parece no volvió a acordarse.
El régimen de detención a que queda sometido San Pablo (v.23) es bastante suave. Se trataba de la llamada custodia militaris, que generalmente tenía lugar dentro de alguna fortaleza, como en este caso (cf. Hch 23, 35), o también en casas privadas (cf. Hch 28, 16). El detenido estaba sujeto a un soldado mediante una cadena, que iba del brazo derecho del preso al izquierdo del soldado; parece incluso que, en lugares cerrados y seguros, se prescindía a veces de esta cadena. Desde luego, los así detenidos podían moverse con bastante libertad, recibir visitas, etc. Más suave aún era la llamada custodia libera, de ordinario sólo para personas distinguidas, bajo la fianza simplemente de algún personaje de cierta autoridad que se comprometía a responder del detenido. Una y otra eran muy diferentes de la custodia publica, equivalente a nuestras cárceles, como aquella en que metieron a Pablo en Filipos (cf. Hch 16, 23).
Pasados algunos días, Félix, acompañado de Drusila, tiene una entrevista con Pablo (v.24). Era esta Drusila la hija menor de Herodes Agripa I (cf. Hch 12, 1), hermana de Agripa II y de Berenice (cf. Hch 25, 13), casada con Aziz, rey de Emesa, del que se había separado para unirse a Félix. Murió junto con su hijo Agripa bajo la lava del Vesubio en el año 79. Es muy probable que la entrevista fuera buscada por Drusila, que muchas veces había oído hablar de Pablo y de sus ideas revolucionarias, y tuvo curiosidad de conocerle personalmente. Se habló de "la fe en Cristo" (v.24) Y parece que lo mismo Félix que Drusila escuchaban, si no con interés, sí con atención; mas cuando Pablo comenzó a hablar de "la justicia, la continencia y el juicio venidero," eran temas que les afectaban demasiado directamente, y ya no quisieron seguir escuchando; el procurador se despide de Pablo con la fórmula cortés, de que "cuando tenga tiempo, ya le volverá a llamar" (v.25). Claro que ese tiempo nunca llegó, pues, aunque volvió "a hacerle llamar muchas veces," no fue para que le aclarase estos temas, sino para ver si lograba que "le diese dinero" (v.26). Sin duda pensó que quien había conseguido entre sus seguidores abundantes cantidades para limosnas (cf. Hch 24, 17), también podía conseguirlas para obtener su libertad. Se ve en todo esto al hombre venal y disoluto, que nos pintan los historiadores profanos.
Y así pasan dos años, al fin de los cuales es llamado a Roma por Nerón, sucediéndole en el cargo Porcio Festo; pero, "queriendo congraciarse con los judíos, dejó a Pablo en la prisión" (v.27). Este último inciso parece dar por supuesto que Félix, al fin de esos dos años, debía haber dado libertad a Pablo, y que, si no lo hizo, fue contra todo derecho, para no desagradar a los judíos, de quienes podía temer protestas que le perjudicasen en Roma ante el emperador. Y es que probablemente ese término "dos años" (d?et?a) está tomado como término técnico en derecho para designar la duración máxima de una detención preventiva, de modo que, pasado ese tiempo, si no había condenación, el detenido debía quedar en libertad; eso es lo que debió de suceder después en Roma, donde es probable que ni se presentasen siquiera los acusadores (cf. Hch 28, 30).

Hch 25, 1-12

El odio de los judíos contra Pablo, no obstante haber pasado ya dos años de prisión desde el proceso ante Félix, seguía tan rabioso como el primer día. Por eso, llegado Festo a Jerusalén (v.1), tratan de aprovecharse de la inexperiencia del nuevo procurador, presentando en seguida sus acusaciones contra Pablo (v.2); y, como cosa en que no se veía malicia alguna, le piden que haga conducirlo a Jerusalén para que sea juzgado allí (v.3), con lo que, sin duda, el nuevo procurador haría una cosa gratísima al pueblo y se ganaría el reconocimiento de toda la nación. La propuesta no dejaba de ser tentadora para un gobernante que va a comenzar sus funciones. Sin embargo, lo que los judíos pretendían era asesinar a Pablo en el camino (v.3), como ya lo habían intentado sin resultado en otra ocasión (cf. Hch 23, 15). Los que tales propuestas hacían a Festo eran "los sumos sacerdotes y los principales de los judíos" (v.2), términos que se corresponden con "sumos sacerdotes y ancianos" de Hch 23, 14, y cuyo significado explicamos allí.
La contestación de Festo, cortés pero firme, era simplemente una apelación a la ley: la causa ha sido llevada al tribunal de Cesárea, y allí debe ser tratada; aquellos, pues, que tengan alguna nueva acusación que hacer, que bajen a Cesárea (v.4-5).
Efectivamente, a los pocos días se tiene el proceso en Cesárea (v.6). Las acusaciones que contra Pablo lanzan los judíos no se concretan en el texto de Lucas (v.7); pero, a juzgar por la defensa que hace Pablo (v.8), se reducían a tres puntos principales: delitos contra la Ley, contra el templo y contra el César, es decir, las mismas en sustancia que habían sido ya alegadas en el primer proceso (cf. Hch 24, 5-6), con la diferencia de que aquí se habla de delitos "contra el César," y allí de "promotor de sediciones." Probablemente es lo mismo, aunque aquí se intenta dar a la acusación una forma más dramática, a fin de impresionar al procurador. También es posible que esta acusación de delitos "contra el César" fuera presentada en forma análoga a como se había hecho en Tesalónica (cf. Hch 17, 7), cosa que incluso podemos ver insinuada en el v.19.
La conclusión que de todo esto saca Festo es que allí no hay crimen alguno del que le corresponda juzgar a él como gobernador, sino que se trata simplemente de un litigio religioso (cf. v. 18-19), y, por tanto, más que de competencia suya, de competencia del sanedrín. Con todo, puesto que se trata de un ciudadano romano, no puede reenviarle a esa jurisdicción sin consentimiento del acusado; eso es lo que ahora pide a Pablo, diciéndole "si quiere subir a Jerusalén para ser allí juzgado," y prometiéndole su presencia en los debates para hacerle ver que no le dejaba desamparado (v.9); con ello, además, "daría gusto a los judíos" (v.9), conciliando así su conciencia de juez con las exigencias de su política.
Pablo, que se estaba dando cuenta de que el procurador trataba de declinar su competencia, y sabía que si volvía a manos del sanedrín su muerte de una u otra forma era segura (cf. Hch 23, 15-16; Hch 25, 3), protesta contra esa proposición del procurador, y dice que "está ante el tribunal del César, y que en él debe ser juzgado" (v.10). Este "tribunal del César," a que aquí alude Pablo, es el tribunal del procurador, que juzgaba y administraba justicia en nombre del César. Pablo no quiere que le sustraigan de esa autoridad romana, que era la autoridad imperial; pero, visto que en los tribunales subalternos su causa no acababa nunca de resolverse, en gracia a los judíos, decide recurrir al privilegio que, como a ciudadano romano, le correspondía: apelar directamente al César (v.11).
Pronunciada la solemne fórmula, ipso fació quedaban abolidas todas las jurisdicciones subordinadas a la del emperador; el juez debía interrumpir el proceso, sin que pudiera ya sentenciar ni en favor ni en contra; su misión, salvo en casos extremadamente raros, por razones de seguridad pública, era simplemente la de dar curso a la apelación y preparar el viaje del acusado a Roma. Es lo que hizo Festo, después de la consulta protocolaria con sus consejeros (v.12). A buen seguro que a los acusadores judíos no gustó nada esta solución. Cierto que les quedaba la posibilidad de trasladarse también ellos a Roma para sostener las acusaciones; pero las dificultades prácticas, aunque no fuera más que por la distancia y dispendios, eran tan grandes, que disuadían a cualquiera de intentarlo.

Hch 25, 13-27

No se trata de un nuevo proceso, pues, después de la apelación al César, nada se podía resolver ya en tribunales subalternos (cf. Hch 26, 32); se trata simplemente de un acto de deferencia que Festo quiso tener hacia el rey Agripa, una vez que éste mostró deseos de conocer a Pablo (v.22). Con ello, además, entretenía a sus huéspedes, que llevaban ya con él varios días (v.14); de ahí el carácter más o menos espectacular que se da al acto (v.23). Incluso podía obtenerse un fin práctico; pues Agripa, como más enterado en las cosas judías, podría luego ayudar con sus observaciones a redactar el elogium con que había que acompañar al detenido al enviarlo al César; de hecho, al comenzar el acto, ése es el único motivo de la reunión que aduce Festo (v.26-27). Claro que ello no significa nada, pues los anteriores motivos, no eran para ser proclamados en público.
Los dos personajes, huéspedes de Festo, ante los cuales va San Pablo a exponer su causa, nos son bastante conocidos por los historiadores profanos, sobre, todo por Josefo, y su conducta no tiene nada de recomendable. Eran hermanos, hijos de Heredes Agripa, el que hizo matar a Santiago (Hch 12, 2), pero vivían juntos incestuosamente desde hacía ya bastantes años; incluso en Roma era conocido el hecho, provocando las sátiras de Juvenal.
Por lo que hace al rey Agripa, éste se había educado en Roma, y tenía diecisiete años cuando en el 44 murió su padre (cf. Hch 12, 23). Claudio quiso nombrarlo rey enseguida, dándole los mismos territorios del difunto; pero, por ser todavía demasiado joven, se le opusieron sus consejeros, por lo que hubo de restablecer de nuevo en Judea el régimen de los procuradores, cuyos nombres fueron: Cuspio Fado (a. 44-46), Tiberio Alejandro (a. 46-48), Ventidio Cumano (a. 48-53), Antonio Félix (a. 53-60), Porcio Festo (a. 60-61), Lucio Albino (a. 62-64) y Gesio Floro (a. 64-66). Llegado a mayor edad, en el 49, le nombró rey de Calcis, pequeño territorio junto a Damasco, concediéndole, además, la superintendencia del templo de Jerusalén y el derecho a nombrar sumo sacerdote; más tarde, en el 53, le permutó ese territorio por otro más amplio, que comprendía las antiguas tetrarquías de Filipo y Lisania (cf. Lc 3, 1); finalmente, en el 54, Nerón le añadió algunas ciudades de Galilea y de Perea. Según la cronología que antes hemos defendido (cf. Hch 24, 27), el encuentro con San Pablo habría tenido lugar en el año 60. Más tarde, en el 66, comenzada la guerra judía, Agripa se mostró partidario de los romanos, por lo que éstos, una vez terminada la guerra, recompensaron su fidelidad con nuevos territorios. Murió hacia el año 92, siendo el último de los Herodes en la historia.
Este Agripa, a pesar de su fidelidad a Roma, se mostró siempre interesado por las cosas judías y leal para su nación, cuyos intereses defendió no pocas veces ante el emperador. Nada tiene, pues, de extraña la noticia de que mostrara deseos de ver a San Pablo (v.22), del que, sin duda, habría oído hablar muchas veces.

Hch 26, 1-32

El presente discurso de Pablo coincide, en sus líneas generales, con el pronunciado ante el pueblo judío, cuando le hicieron prisionero (Hch 22, 1-21). Ello es natural, pues en ambos casos se trata de un discurso en propia defensa, y lo más noble es presentar abiertamente los hechos: antes de la conversión (v.4-11), en la conversión (v.12-18), después de la conversión (v.18-23).
Una cosa, sin embargo, hace resaltar en este discurso, que allí no aparece; y es la de que está detenido por defender "la esperanza judía," la resurrección de los muertos, inaugurada con la resurrección de Jesucristo (v.6-8.22-23). Es la misma idea que ya desarrolló en su discurso ante el sanedrín (cf. Hch 23, 6-8) y en su discurso ante el procurador Félix (cf. Hch 24, 15); y con la que, como entonces hicimos notar, liga en cierto sentido su causa a la de los fariseos. Se trata de hacer ver que el cristianismo no es algo que rompe con el judaísmo, sino que es el mismo judaísmo en su última etapa de desarrollo, tal como había sido anunciado ya por Moisés y los profetas. Esta idea profunda no puede menos de traernos a la memoria aquella expresión terminante de Jesucristo: "No penséis que he venido a abrogar la Ley y los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla" (Mt 5, 17). La expresión "herencia entre los santificados" (v.18) es corriente en Pablo (cf. Ef 1, 14; Ga 1, 12). Dicha "herencia" no es sino la vida eterna (cf. Mt 25, 34; Rm 8, 10-17), de la que actualmente el Espíritu Santo constituye la garantía de lo que se iba a recibir (cf. 2Co 1, 22), y de la que era figura la tierra prometida.
Por lo demás, este discurso de Pablo no ofrece dificultades especiales, pues se alude a hechos de su vida comentados ya en otro lugar (cf. Hch 9, 1-30). Notemos únicamente el bello exordio o captatio benevolentiae con que Pablo inicia su discurso (v.2-3), parecido al del discurso ante Félix (cf. Hch 24, 10) y no menos hábil que el del Areópago (cf. Hch 17, 22-23). Notemos también que Pablo, bajo custodia miliíaris (cf. Hch 24, 23), hubo de pronunciar su discurso, atado con una cadena a un soldado (v.29).
La reacción de los dos principales espectadores, Festo y Agripa, queda maravillosamente reflejada en el relato de Lucas. La de Festo es la de un pagano noble, más o menos escéptico en cuestiones religiosas (cf. Hch 25, 19), sin enemiga alguna contra Pablo, que cree está perdiendo el tiempo con cuestiones bizantinas (v.24); la de Agripa, en cambio, es la de un judío erudito, que, en parte al menos, está percibiendo la fuerza de la argumentación de Pablo, pero, demasiado atado por compromisos morales, quiere salir de aquella situación embarazosa y busca una evasiva (v.28). En nuestra terminología de hoy, quizá pudiéramos traducir así su respuesta: "¡Vaya! ¡Qué poco te cuesta a ti convertirme!" La contestación de Pablo (v.29), haciendo un juego de palabras con el "poco más" de Agripa, revela al vivo toda la grandeza moral del Apóstol, que cortés pero valientemente sabe ir siempre al fondo de las cosas.
Mas a Agripa no le interesaba seguir, máxime estando allí presente Berenice, la cómplice de todos sus enredos; por eso, sin atender siquiera a la respuesta de Pablo, da por terminada la sesión (v.50). La conclusión fue que también Agripa, al igual que antes Festo (cf. Hch 25, 25), reconoce la inocencia de Pablo, diciendo incluso que "podía ponérsele en libertad, si no hubiera apelado al César" (v.32).

Hch 27, 1-6

Llegó el momento de ir a Roma, visita con que Pablo había soñado muchas veces (cf. Hch 19, 21; Rm 1, 13; Rm 15, 22). Claro que no va en plan libre de evangelizador, conforme él había pensado, sino en plan de prisionero; con todo, incluso así, tiene la promesa divina de que también en Roma podrá dar testimonio de Jesucristo, al igual que lo había hecho en Jerusalén (cf. Hch 23, 11; Hch 27, 24).
No sabemos cuánto tiempo pasaría desde la solemne sesión ante el rey Agripa y el embarque para Italia; es probable que muy poco, el suficiente para que el procurador Festo organizase la expedición. Al frente iba el centurión Julio, de la cohorte "Augusta" (v.1), probablemente una cohorte de puesto permanente en Palestina, igual que la cohorte "itálica," de que se habló anteriormente (Hch 10, 1); también pudiera ser, conforme opinan muchos, que no se trate de una cohorte de puesto en Palestina, sino de un cuerpo de pretorianos de Roma, los "augustanos" a que aluden Tácito (Ann. 14, 19) y Suetonio (Nero 25), que, a menudo, eran enviados desde Roma a provincias para diferentes misiones. El centurión Julio, personaje hoy para nosotros desconocido, habría ido con alguna de estas misiones a Oriente, incluso pudiera ser que de escolta de honor para Festo; y ahora, de vuelta a Italia, habría recibido el encargo de trasladar hasta Roma a Pablo y "a algunos otros presos" (v.1). No sabemos qué clase de presos eran éstos; es posible que se trate de vulgares criminales condenados a ser expuestos a las fieras en el anfiteatro.
Para el traslado de los presos no disponía Julio de medio especial de transporte, sino que había de aprovechar alguna de las embarcaciones que hacían la travesía hasta Italia. A falta de otra más directa, tomó una nave de Adramicia, puerto no lejos de Tróade, en Misia (cf. Hch 16, 8), que zarpaba de Cesárea para su puerto de origen, costeando el Asia Menor; en alguno de estos puertos de Asia pensaba, sin duda, encontrar otras naves que partieran para Italia, como en efecto sucedió (v.6). A Pablo acompañaban Lucas, que vuelve a usar en su narración la primera persona de plural (v.1), interrumpida en Hch 21, 18, y Aristarco (v.2), otro de los colaboradores de Pablo (cf. Hch 19, 29; Hch 20, 4; Col 4, 10). Quizá estos dos compañeros de Pablo figuraban como pasajeros privados, puesto que se trataba de una nave de flete público; o quizá fueron admitidos por Julio, que fingió considerarlos como esclavos de Pablo, a quien, por su condición de ciudadano romano, la ley permitía ser atendido en su prisión por un par de esclavos.
Zarpando de Cesárea, la nave hace su primera escala en Sidón, importante puerto de Fenicia (cf. Hch 12, 20), y Julio permite a Pablo que baje a tierra para visitar a los cristianos de aquella comunidad (v.3; cf. Hch 11, 19; Hch 21, 3). Es curioso el término "amigos" (v.3) para designar a los cristianos; probablemente es debido a que Lucas, al hablar así, se coloca en el punto de vista de Julio. De Sidón, a causa de los vientos contrarios, no pudieron ir directamente a las costas de Licia, navegando a occidente de Chipre, sino que hubieron de seguir hacia el norte y bordear Cilicia y Panfilia hasta llegar a Mira (v.4-5). Mira era la capital de Licia y el mejor puerto de la región; en él hacían escala con frecuencia las naves que procedían de la costa fenicia o egipcia, buscando refugio contra la tempestad o contra el viento del oeste. Aquí precisamente es donde encuentra Julio una nave alejandrina que iba a zarpar para Italia, y a ella traslada a sus presos (v.6). Esta nave, por lo que luego se dice, era una nave de carga que transportaba trigo (cf. v. 10, 38), y debía de ser bastante grande, pues, además de la carga, llevaba 276 personas (v.37).
Comienza así el largo viaje de travesía del Mediterráneo, cuyo relato constituye uno de los documentos más interesantes de que disponemos sobre la navegación en la antigüedad. Expertos marinos modernos lo han sometido a minucioso examen bajo el aspecto histórico y náutico, y lo han encontrado de una exactitud admirable hasta en los detalles más insignificantes, cosa que revela en Lucas no sólo un testigo ocular, sino también un atento observador.

Hch 27, 7-44

Desde la salida misma del puerto de Mira, la navegación comenzó a ser difícil. Debido a ser el viento contrario, la nave hubo de emplear "varios días" (v.7), hasta llegar a la altura de Gnido, en la punta sudoccidental del Asia Menor, distancia que normalmente podía ser salvada en un día o poco más. La dificultad se hizo todavía mayor al dejar las costas de Asia y entrar en mar abierto, por lo que los marineros determinaron bajar hacia el sur, doblando Creta por su extremo oriental, constituido por el promontorio de Salmón, y navegando luego a lo largo de la costa meridional de la isla hasta llegar a la bahía llamada Puerto Bueno, no lejos de la ciudad de Lasea (v.7-8). En todo esto transcurrió "bastante tiempo" (v.9), mucho más del que habían previsto al comenzar el viaje, de modo que, al anclar la nave en Puerto Bueno, había pasado ya "el Ayuno," es decir, el día del Kippur o Expiación (Lv 16, 29-31), que se celebraba el día 10 del mes Tishri (fines de septiembre-principios de octubre), por lo que la travesía hasta Italia resultaba ya muy peligrosa. Lo más prudente era invernar en algún puerto de Creta, y luego, al comenzar la primavera, reemprender el viaje. Tal fue la determinación general, como claramente se desprende del v.10. Pero ¿cuál iba a ser ese puerto?
Pablo, a quien, no obstante su condición de prisionero, el centurión tenía en gran estima (cf. v.3.31.43), opinaba que no se debía salir de Puerto Bueno, que era donde se encontraban (v.10); en cambio, los técnicos y la mayoría de los tripulantes eran de parecer que se llegase hasta Fenice, un poco más a occidente, en la misma costa meridional de Creta, puerto mucho más cómodo y más adecuado para invernar (v.10-11). Es probable que Pablo, al obrar así, se dejase guiar no sólo de su experiencia personal en peligros de mar (cf. 2Co 11, 25-26), sino también de alguna iluminación especial sobrenatural, anticipo de la visión con que luego le favorecerá el Señor (v.21-26). Pero el centurión, que, por ser allí el oficial de mayor graduación y pertenecer la nave a la flota mercante imperial, era a quien, en última instancia, tocaba decidir, "dio más crédito" a los técnicos que a Pablo (v.11), y ordenó levar anclas. Al principio todo iba bien, pues soplaba viento del sur, que les hacía muy fácil mantenerse próximos a la costa (v.13); pero de pronto, como es frecuente en aquellas zonas del Mediterráneo, la escena cambió radicalmente, desencadenándose un viento huracanado procedente del nordeste (el "euroaquilón") que les separaba de la isla y al que no pudieron resistir (v.14). La nave quedó "a merced del viento," arrastrada cada vez más hacia el sur, con peligro de ir a encallar directamente en la gran "Sirte" líbica (v.17), enorme ensenada entre Tripolitania y Cirenaica, llena de bancos de arena movediza, terror de los antiguos navegantes, pues caer dentro de ella era perder la nave y la vida.
Así estuvieron durante "varios días" (v.20.27), con la nave a merced de la furia de los elementos por el mar "Adriático", y sin que "aparecieran el sol ni las estrellas" (v.20). Era ésta una de las cosas que más temían los navegantes de entonces, y por la que se consideraba tan peligrosa la navegación durante el invierno; pues, desprovistos como estaban de brújula, una vez que perdían de vista la costa, solamente las referencias astronómicas podían servirles de orientación. Para defenderse en la medida de lo posible, fueron usando de todos los medios a su alcance, como recoger a bordo el esquife para que no chocara contra la nave (v.16), ceñir el casco de ésta, plegar las velas, aligerar la carga (v.17-18); pero, en realidad, habían perdido ya "toda esperanza de salvación" (v.20).
Solamente Pablo, afianzado en su mundo espiritual, parecía estar tranquilo, sin dejarse abatir por la situación. Recuerda a sus compañeros de barco que mejor hubiera sido no salir de Puerto Bueno, en Creta, como él aconsejaba (v.21); pero, con todo, que no teman, pues el Señor le ha prometido en una visión que ninguno perecerá (v.32-36). Parece que esta exhortación de Pablo debió de tener lugar el día 13, a contar desde la salida de Puerto Bueno, pues a continuación se habla de la "decimocuarta noche" (v.27), que fue cuando comenzaron a descubrir señales de tierra (v.27-29). El peligro, sin embargo, no había acabado, pues no era fácil que la nave pudiese resistir los embates de las olas durante toda la noche; es por eso por lo que los marineros tratan de huir (v.30), cosa que evita Pablo, denunciándolo al centurión y a los soldados (v.31-32). Su serenidad, en aquellos momentos de excitación e incertidumbre, tiene todavía un gesto admirable: mientras esperaban la luz del día y con ella la posibilidad de salvación, recomienda a todos que tomen alimento, con lo que estarán en mejores condiciones para las fatigas del desembarco, pues llevaban ya "catorce días" sin comer (v-33-34)·Claro que esto de "sin comer" (v.21·33) no ha de tomarse en sentido estricto, cosa muy difícil de explicar, máxime teniendo que luchar continuamente contra el temporal; se debe tratar más bien de que en todo aquel tiempo no habían hecho ninguna comida formal y en reposo, como entonces la podían hacer. Y, en efecto, animados con el ejemplo de Pablo, todos "tomaron alimento" (v·35-38). En la acción de Pablo, dadas las expresiones empleadas: "dar gracias..., partir el pan," han visto algunos el rito de la eucaristía (cf. Hch 2, 42), que Pablo habría celebrado para confortamiento suyo y de sus compañeros cristianos; con todo, dado el contexto, más bien parece que se alude simplemente al piadoso uso ceremonial de todo buen israelita antes de las comidas (cf. Mt 14, 19; Mc 8, 6).
Llegado el día, comenzaron enseguida los preparativos para el desembarco (v.39-40); pero, al tratar de acercarse a la playa, la nave encalló de proa en la arena, mientras a popa era destrozada por los golpes de las olas (v.41). Esto significaba el naufragio, aunque a pocos pasos ya de tierra. Los soldados, para evitar responsabilidades si se les escapaban los presos (cf. Hch 12, 19; Hch 16, 27), decidieron matar a éstos; pero el centurión, que quería salvar a Pablo, les prohibió que lo hicieran, con lo que, aunque con dificultad, todos pudieron llegar a tierra (v.42-44).

Hch 28, 1-10

La isla de Malta, en la que los náufragos lograron tomar tierra, había sido antiguamente colonia de Cartago, pasando luego a los romanos, y perteneciendo a la sazón a la provincia de Sicilia. Tenía como primer magistrado a un representante del pretor de Sicilia, denominado "el principal" (v.7), título que aparece también en varias inscripciones allí encontradas (primus Melitensium). La lengua de sus habitantes parece que era la lengua púnica, igual que la de los cartagineses sus colonizadores. Si San Lucas los llama "bárbaros" (v.2), es precisamente por razón de la lengua (cf. 1Co 14, 11), no por razón de cultura y civilización; su comportamiento con los náufragos (v.2.10) indica bien que no tenían nada de "bárbaros" en el sentido que hoy damos a esta palabra.
El lugar de desembarco fue probablemente una pequeña ensenada, denominada hoy "bahía de San Pablo," bastante al norte de la isla, en la costa que mira hacia oriente (Hch 28, 1-3). Es interesante notar la reacción de los malteses al ver una víbora colgada de la mano de San Pablo: "Sin duda que éste es un homicida, pues, escapado del mar, la Justicia no le consiente vivir" (v.4). Aluden, sin duda, con un modo de pensar muy extendido en el mundo greco-romano de entonces, a la justicia (d???) divina personificada, que interviene para castigar a los malhechores, testimonio espontáneo de la razón natural a favor de la divina Providencia. Se ha dicho, contra la historicidad de esta escena, que en la isla de Malta no existen serpientes venenosas. Y, desde luego, así parece ser en la actualidad, conociéndose sólo tres especies de serpientes, ninguna de ellas venenosa. Los malteses atribuyen su desaparición a un milagro de Pablo; lo más probable es que, debido a ser una isla pequeña y densamente poblada, las especies venenosas, como más perseguidas por el hombre, han terminado por desaparecer de la isla. Así ha sucedido también en otras regiones con algunos animales dañinos.
Al ver los malteses que, a pesar de la mordedura de la víbora, no se cumplían sus previsiones de una muerte fulminante, pasan al extremo opuesto y, con un razonamiento análogo al de los licaonios de Listra (cf. Hch 14, 11-13), concluyen que allí no se trata de ningún homicida, ni siquiera de un hombre, sino de un ser sobrehumano, un dios (v.6). No hay duda que la noticia de este episodio de la víbora se extendería rápidamente por todo el contorno, contribuyendo a que los náufragos más fácilmente fueran encontrando hospedaje, incluso "por tres días," en casa del mismo Publio, el "principal" de la isla (v.7). No está claro si ese hospedaje "por tres días" en casa de Publio incluye a todos los náufragos o sólo a un grupo, entre los cuales estaría Pablo, y sin duda alguna, el centurión; más probable parece que se trate de todos los náufragos, a los que Publio, como representante de la autoridad romana, habría hospedado en su casa y dependencias hasta que fueran encontrando otro hospedaje.
Pablo no permaneció inactivo. Muy pronto le vemos curando de su enfermedad al padre de Publio (v.8) y, extendida su fama de taumaturgo, curando también a otros muchos enfermos de la isla (v.9). De si predicó o no a los isleños acerca de la nueva religión, nada dice San Lucas; sólo tradiciones ya tardías hablan de ello, señalando incluso que fue Publio el primer obispo de la comunidad cristiana allí fundada por San Pablo. Desde luego, el silencio de Lucas no es nunca una negación, y es no sólo posible, sino casi seguro que Pablo, igual que hacía siempre, aprovechó su estancia en Malta para predicar a Cristo; tanto más, que fue una estancia larga, de "tres meses" (v.11), y no parece que su condición de prisionero fuera para ello obstáculo, dada la liberalidad con que a lo largo de todo el viaje procedió siempre con él el centurión. Ni se diga que pudo ser dificultad lo de la lengua, pues está claro que, aunque la lengua local fuera el púnico, que sería lo que hablaban los primeros isleños que encontraron (cf. v.2), sin duda había muchísimos que hablaban griego o latín, con los que fácilmente se podían entender; era el mismo caso de otras muchas regiones evangelizadas por el Apóstol (cf. Hch 14, 11). De hecho, la cariñosa despedida, al embarcar de nuevo camino de Roma (v.10), indica que se había llegado a bastante intimidad entre náufragos e isleños.

Hch 28, 8-15

Apenas transcurrido lo más crudo del invierno, comenzaban ya las naves a salir de los puertos camino de sus destinos respectivos. Lo normal era esperar hasta comienzos de la primavera, a mediados de marzo; pero, tratándose de trayectos cortos, no muy alejados de las costas, esta fecha podía adelantarse bastante. Probablemente ese fue nuestro caso, y la nave alejandrina, en la que embarcó el centurión con sus presos (v.11) debió de partir de Malta a fines o quizás mediados de febrero (cf. Hch 27, 9.27; Hch 28, 11). Esta nave llevaba por emblema en la proa la imagen de los Dióscuros (v.11), los gemelos Castor y Pólux, dioses protectores de los navegantes.
El breve trayecto hasta Siracusa, y de aquí a Regio y Pozzuoli, a través del estrecho de Mesina, se hizo sin novedad (v. 12-13). En Pozzuoli, puerto entonces de gran movimiento comercial, próximo al de Nápoles, dejaron la nave, disponiéndose a hacer por tierra el resto del viaje hasta Roma. Es probable que, debido a razones de servicio en relación con los prisioneros, el centurión hubiera de hacer ahí escala, parada que se habría prolongado hasta "siete días" para complacer a Pablo, a quien así se lo rogaron los cristianos de aquella localidad (v.14). Esta parada de siete días en Pozzuoli dio tiempo para que los cristianos de Pozzuoli notificasen a los de Roma de la llegada de Pablo, y de cómo estaba para salir hacia ellos.
La noticia de la llegada de Pablo hizo que salieran a su encuentro algunos de los muchos amigos que, según se desprende de la carta a los Romanos (Rm 16, 1-15), tenía en la capital del Imperio. Algunos de éstos llegaron hasta el Foro de Apio, a unos 65 kilómetros de Roma; otros se quedaron en Tres Tabernas, a unos 49 kilómetros, lugar de descanso para viajeros, mencionado por Cicerón, donde la vía Apia tenía una bifurcación que iba a Anzio. Pablo, al verlos, "dio gracias a Dios y cobró ánimo" (v.15). No cabe duda que esta acogida por parte de los fieles de Roma, que así demostraban su simpatía hacia él, debió de servirle de gran consuelo (cf. Rm 1, 10-12), después de tantos sufrimientos y peligros. La comitiva, aumentada ahora con los que habían salido al encuentro de Pablo, continúa acercándose a Roma, siguiendo la vía Apia. La entrada debió de ser por la puerta Capena, muy cerca de la actual puerta de San Sebastián.
Estamos probablemente a mediados de marzo del año 61, cuando Nerón llevaba ya casi siete años en el trono imperial.

Hch 28, 16-31

Los tres primeros días de estancia en Roma (cf. v.17) debió de dedicarlos Pablo a dejar clara ante las autoridades romanas su posición jurídica de prisionero en custodia militaris. El texto de los Hechos se contenta con decir: "Permitieron a Pablo morar en casa particular, con un soldado que tenía el encargo de guardarle" (v.16); pero, naturalmente, esto supone que para llegar ahí hubo que hacer antes toda una serie de trámites burocráticos. El centurión Julio, como encargado de los presos, era quien desempeñaba el papel más esencial; tanto más, que la documentación escrita es posible que desapareciera toda cuando el naufragio (cf. Hch 27, 44). No se nos dice quién fue el oficial destinado a recibir a los presos; es casi seguro que fuera el prefecto del pretorio, a la sazón Afranio Burro, filósofo estoico, amigo de Séneca y, como éste, antiguo preceptor de Nerón; y si no él en persona, algún sustituto. Los informes del centurión sobre Pablo debieron de ser buenos, como era de esperar (cf. Hch 25, 25; Hch 26, 32; Hch 27, 3), y, en consecuencia, éste quedó sometido a una custodia militaris muy benigna (cf. Hch 24, 23), permitiéndole incluso vivir en casa particular, aunque siempre bajo la custodia de un soldado (v.16). A encontrar esta casa particular, tomada en alquiler (v.30), le ayudarían, sin duda, los cristianos de la ciudad, más conocedores de la situación. Una tradición bastante antigua sitúa esta casa en el lugar donde está ahora la iglesia de Santa Maña in vía Lata, junto al actual corso Umberto; pero dicha tradición no ofrece suficiente fundamento. En plan de conjetura, más bien cabría pensar que esta casa estuviera en las proximidades de la vía Nomentana, que era donde estaba el Castro Pretorio, y en donde residían los soldados pretorianos que tenían que turnarse para hacer guardia a Pablo.
Arregladas las cosas de su situación jurídica y concluidos los primeros saludos a la comunidad cristiana, Pablo convoca a los principales de la colonia judía de Roma, para aclarar también ante ellos su posición (v.17). Lo que ante todo trata de hacerles ver, resumiendo la historia de su detención, es que no tenía la menor hostilidad hacia la nación judía ni había apelado al César para acusarla (v 7-19); si estaba preso, era únicamente por "la esperanza de Israel" (v.20), es decir, por ser fiel al judaísmo en su firme creencia de la resurrección de los justos, destinados a formar parte del reino mesiánico (cf. Hch 23, 6; Hch 24, 15-21; Hch 26, 6-7). La respuesta de los judíos es bastante ponderada y no carente de cierta deferencia hacia Pablo: aparecen cual si sólo conocieran el cristianismo de lejos, sin aludir para nada al de Roma, y desean que el mismo Pablo, en algún día convenido, les haga una amplia exposición de su pensamiento (v.21-22).
Efectivamente, convenido el día, vinieron a casa de Pablo numerosos judíos y, conforme a su modo habitual de proceder ante auditorio judío (cf. Hch 13, 22-37; Hch 17, 2-3; Hch 18, 5), éste trata de persuadirles, con razones sacadas de la Ley y los profetas, de que Jesús era el Mesías (v.23). La reacción de los judíos fue la misma de otras ocasiones: algunos creyeron, pero otros rehusaron creer, dando motivo a Pablo para que volviera a repetir lo que ya había dicho en Antioquía de Pisidia y en Corinto, es a saber, que los obstinados judíos serían sustituidos por los gentiles (v.24-29; cf. Hch 13, 46; Hch 18, 6). Esta incredulidad judía respecto del mensaje evangélico la ve ya vaticinada Pablo en el profeta Isaías (Is 6, 9-10). Es el mismo texto profético que había citado también el Señor con idéntica aplicación (cf. Mt 13, 14-15), y lo mismo San Juan (Jn 12, 40). No parece, sin embargo, dado el contexto, que este texto de Isaías sea un texto directamente mesiánico, como si el profeta, al consignar aquellas palabras, pensase en los judíos de tiempos del Mesías; creemos que se alude más bien a los judíos contemporáneos del profeta, cuya ceguera y obcecación éste les echa en cara. Para justificar la cita habrá que aplicar aquí, al igual que hemos hecho con algunos otros textos (cf. Hch 1, 20; Hch 2, 25-28), la noción de sentido "pleno," en cuanto que lo que el hagiógrafo dice de la incredulidad judía, con alusión a lo que ve suceder en su tiempo, va en la intención de Dios hasta la incredulidad con su Ungido en los tiempos mesiánicos. Y es que el hecho mesiánico es el gran acontecimiento al que Dios quiso ordenar no sólo muchos hechos de la historia israelítica, de ahí el sentido típico, sino también muchas expresiones bíblicas que en su sentido literal histórico no llegan tan lejos.
La estancia de Pablo en Roma se prolongó "dos años enteros" y, a pesar de su condición de prisionero, pudo "predicar el reino de Dios con toda libertad" y recibir a cuantos venían a él (v.30-31).
Así, con este esquematismo desconcertante, y sin que parezca aludir para nada a si se celebró o no el proceso ante el César, termina San Lucas el libro de los Hechos. Ha sido opinión muy común la de considerar este final tan brusco como indicio claro de que el libro fue concluido antes de que terminase el proceso de Pablo, razón por la cual San Lucas no habría podido aludir a él. Pero, como ya explicamos en la introducción general al libro, más bien creemos que, en el momento en que Lucas escribía, Pablo no estaba ya preso, y que son razones de carácter literario las que le inducen a terminar de ese modo. Por lo demás, tampoco es cierto que no diga nada sobre el resultado del proceso, pues la expresión "dos años" (d?et?a-biennium), al igual que en Hch 24, 27, parece estar tomada como término técnico para indicar la duración máxima de una detención preventiva. Su afirmación, pues, de que Pablo "permaneció dos años enteros" en prisión vendría a equivaler a que permaneció bajo custodia militaris la totalidad del plazo en que debía juzgarse su causa, y que luego, sin necesidad de proceso, seguramente por no haberse presentado los acusadores (cf. Hch 25, 12), quedó automáticamente en libertad, cosa en que Lucas no insiste, porque supone de todos conocido que Pablo andaba por entonces evangelizando libremente.
Durante estos "dos años" de prisión en Roma escribió Pablo las llamadas cartas de la cautividad (Col, Ef, Flm, Flp), expresando, en repetidas ocasiones, su confianza de próxima liberación (cf. Flp 1, 25; Flp 2, 24; Flm 1, 22).