ROMANOS

Rm 1, 1-15. El comienzo de la carta sirve a la vez de saludo, de presentación del Apóstol y de introducción a toda la epístola. Todo el pasaje presenta una temática sin orden sucesivo, de acuerdo con el estilo de San Pablo en algunas de sus epístolas y particularmente en ésta que comentamos. Tres son los temas de los que se habla aquí: la presentación del propio Pablo y sus proyectos de viaje a Roma (vv. 1.5.9-15); quiénes son los destinatarios inmediatos de la epístola y cuál era su situación (vv. 6-7.8, también, aunque en menor medida, vv. 11.15); y, finalmente, lo que San Pablo pretende comunicar a los fieles de Roma, que viene a constituir el contenido del saludo (vv. 2-4.15, y también, aunque en menor medida, v. 9).

Rm 1, 1-2. La palabra «evangelio», que San Pablo utiliza con mucha frecuencia, sirve en este texto para indicar la finalidad de su vocación: ha sido designado para predicar el Evangelio de Dios. No se refiere, como es evidente, a los Evangelios escritos, sino que alude a una realidad compleja y profunda, expresada ya por Jesucristo Nuestro Señor en su predicación. Decía de Sí mismo que había venido a traer la Buena Nueva (cfr. Mt 11, 5; Mc 1, 14-15; Lc 4, 18; etc.), como habían anunciado los Profetas (sobre todo Is 61, 1, citado por Jesús). «Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios; tan importante que, en relación a él, todo se convierte en lo demás, que es dado por añadidura (…). Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y del Maligno» (Evangelii nuntiandi, nn. 8 y 9). El mismo Jesucristo, en el momento de subir a los cielos, transmitió a los Apóstoles el encargo de anunciar la Buena Nueva (Mc 16, 15; cfr. Mt 28, 19-20) «como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (Dei verbum, 7). Para los Apóstoles esa Buena Noticia no es ya otra cosa que el mismo Jesucristo y su obra salvífica. Así el Evangelio, que la Iglesia recibe para transmitirlo a todas las generaciones, se centra en la vida y doctrina de Jesucristo, tal como nos la transmiten los Apóstoles. «Las promesas de la Nueva Alianza en Cristo, las enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, la Palabra de vida, las fuentes de la gracia y de la benignidad divina, el camino de salvación; todo esto le ha sido confiado. No es ni más ni menos que el contenido del Evangelio y de la evangelización…» (Evangelíi nuntiandi, n. 15). Así que podemos decir con Santo Tomás (cfr. S.Th. I-II, q. 108, a. 1; Comentario sobre Rm 1, 1) que el contenido central del Evangelio es la unión entre el hombre y Dios, unión que es perfecta en Cristo, pero imperfecta en nosotros. La superioridad del Evangelio sobre la Ley antigua consiste en la gracia del Espíritu Santo, que Cristo nos transmite. Por tanto, el Evangelio, al cual los Apóstoles se entregan, es a la vez un conjunto de verdades reveladas por Nuestro Señor, el poder salvador de la gracia y la actividad misma de la Iglesia.

Rm 1, 1. El Apóstol se dirige a los fieles de Roma utilizando, de sus dos nombres -Saulo y Pablo-, el que había empleado a partir de su primer viaje misionero (cfr. Hch 13, 9); un nombre romano que manifestaba su ciudadanía (cfr. Hch 16, 37; Hch 22, 25-28). Por otro lado, no era infrecuente que los judíos llevaran dos nombres: uno nacional, hebreo o arameo, y otro griego o latino, que empleaban en sus relaciones con otras gentes del Imperio Romano. El mismo Nuevo Testamento nos proporciona algunos ejemplos: Juan-Marcos, Simeón-Niger (Hch 13, 1), Tabita-Dorcás (Hch 9, 36), etc. Pablo, que poseía la ciudadanía romana por nacimiento, se sentía también profundamente enraizado en el pueblo de Israel. Era de la tribu de Benjamín (Rm 11, 1; Flp 3, 5) y llevaba el nombre de un ilustre representante de aquella tribu: el rey Saúl, hijo de Cis (Hch 13, 21). Bien podía manifestar con orgullo su auténtica ascendencia hebrea (cfr. 2Co 11, 22; Ga 1, 13-14), pero había decidido también hacerse todo para todos para salvar por lo menos a algunos (cfr. 1Co 9, 22).
San Pablo quiere hablar de Cristo y de su Evangelio salvador, pero no puede evitar una alusión a su persona y a su misión. Lo hace con tres palabras llenas de contenido: es el «siervo» de Jesucristo, «apóstol» (enviado) por una vocación divina, «designado» por Dios para una misión específica: la predicación del Evangelio. Estas palabras resumen la historia de su vocación. En cada una de ellas se encierra además algo del misterio que Pablo expondrá en su epístola: la misericordia de Dios, que salva, justifica a los hombres, los santifica y envía.
«Siervo»: Este título, que es utilizado también por Santiago (St 1, 1), por San Pedro (2P 1, 1) y San Judas (Judas 1, 1), proviene del AT. Allí los grandes Profetas y guías del pueblo elegido se declararon «siervos de Yahwéh» (cfr. p. ej. Samuel en 1S 3, 9 s.; Abrahán, Sal 104, 6; David, 2S 24, 10; Moisés, Aarón, Salomón, etc.), y todo el pueblo de Israel es llamado siervo del Señor (Is 49, 3), pero en particular destaca la figura del Mesías «siervo» de Dios hasta la entrega total de sí mismo (Is 41, 9; Is 42, 1; Is 49, 6; Is 53, 11). La expresión «siervo de Dios» en el mundo religioso hebreo equivale a «adorador de Dios», el que le rinde culto. No tenía, por tanto, el carácter de degradación infrahumana que se dio en el ámbito griego y romano. Al decir San Pablo que es «siervo de Jesucristo» está declarando implícitamente que le rinde culto divino.
«Apóstol»: Esta palabra designaba a los predicadores del Evangelio, y especialmente a los doce discípulos escogidos por Jesús (cfr. Mt 10, 2-4 y Mc 3, 16-19). Lógicamente, fue aplicada también a Matías cuando llegó a ser uno de los Doce (Hch 1, 25). Pablo recibió del mismo Cristo, que se le apareció en el camino de Damasco (Hch 26, 16-18; Ga 1, 15-16), la llamada a la fe y la misión de predicar. Al denominarse «apóstol por vocación», San Pablo quiere expresar su igualdad con los Doce -p. ej. Pedro, Santiago y Juan, que él llama las «columnas» de la Iglesia (Ga 2, 9)-, al haber recibido la llamada del mismo Cristo, como los demás Apóstoles (cfr. Hch 9, 3-18), y no de los jefes de la comunidad de Antioquía (Hch 13, 2-3).
«Designado»: Se refiere a la misión confiada a San Pablo de predicar el Evangelio a los gentiles. También pudiera indicar el designio eterno de Dios sobre él, y en este sentido el Apóstol puede decir que fue «designado» desde el seno de su madre (Ga 1, 15; cfr. Jr 1, 5; Is 49, 1).
San Juan Crisóstomo comenta así el versículo: «Si Pablo recuerda constantemente su vocación es para atestiguar su agradecimiento. Este don, que él no buscaba, le llegó de sorpresa; no hizo más que obedecer y seguir el impulso divino. En cuanto a los fieles, ellos también, dice él mismo, han sido llamados a la santidad» (Hom. sobre Rm, 1).

Rm 1, 3-4. Hoy día se considera suficientemente demostrado que en Rm 1, 3-4, San Pablo cita un trozo de alguna fórmula o himno cristológico -como en 1Tm 3, 16, o Flp 2, 6-11-, probablemente usado ya en la más antigua liturgia cristiana. En estos dos versículos nos ofrece San Pablo lo que podríamos considerar una cristología resumida: Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, es el Hijo, enviado por su Padre Dios (v. 3). Desde toda la eternidad Cristo es Dios igual al Padre y, en la plenitud de los tiempos, ha asumido una naturaleza humana que primero fue pasible (v. 3) y luego glorificada (v. 4).
La Encarnación no supuso ningún cambio para el Verbo ni en su naturaleza divina -que ni perdió ni se alteró-, ni en cuanto Persona distinta del Padre y del Espíritu Santo. Sin embargo, por la Encarnación asumió una naturaleza humana, naciendo de Madre Virgen (cfr. Lc 1, 27.35) y se hizo -el que era Hijo de Dios- Hijo de David, del linaje de David. La expresión «según la carne» señala precisamente el aspecto frágil y pasible, el estado de anonadamiento y humillación que el Hijo de Dios tomó al encarnarse (cfr. Jn 1, 14 y nota correspondiente; Flp 2, 7).
Durante la vida de Cristo en la tierra antes de la Resurrección, su Humanidad, aun estando unida al Verbo, no estaba plenamente glorificada, ni en cuanto a su alma, ni -sobre todo- en cuanto a su cuerpo. Además, si bien es cierto que durante este periodo de su vida Él manifestó suficientemente su divinidad con milagros (cfr. Jn 2, 11) y con palabras confirmadas por esos mismos milagros (cfr. Jn 10, 37 ss.), también es claro que era sobre todo su naturaleza humana la que quedaba de continuo más patente. A partir de la Resurrección, su Humanidad -en su alma y en su cuerpo- fue plenamente glorificada y, como consecuencia, se hizo más manifiesta aun su naturaleza divina. Tanto el cambio real que mediante la Resurrección aconteció en la Humanidad de Cristo, como la mayor manifestación de su divinidad que facilitaba el ser reconocido como Dios, vienen resumidos -en frase densa- en esta expresión paulina: «Manifestado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación por la resurrección de entre los muertos».
Las palabras «según el Espíritu de santificación» se pueden referir tanto a la naturaleza divina de Cristo (lo mismo que «según la carne» se referían a la naturaleza humana), como a la acción del Espíritu Santo, cuya eficacia se manifiesta más a partir de la Resurrección y, de manera eminente, a partir de Pentecostés (cfr. Jn 7, 39 y nota correspondiente).

Rm 1, 5. Aquí hace referencia San Pablo a la misión que, ya desde el mismo momento de su conversión, le encargó Dios Padre a través de Jesucristo (cfr. Hch 9, 15) y que expone con toda claridad en la Epístola a los Gálatas (cfr. Ga 2, 7). Dentro de la misión universal que le correspondía, por ser apóstol llamado por el mismo Cristo, San Pablo recibió una misión específica: ser Apóstol de los Gentiles. Misión que ahora recuerda en el inicio de esta carta para fundamentar por qué se dirige a los fieles de Roma, iglesia que él no había fundado.
La finalidad y el resultado del ministerio apostólico es procurar «la obediencia de la fe»: al creer, la inteligencia y la voluntad del hombre se someten y obedecen a la autoridad de Dios, aceptando libremente las verdades que Él propone. Hablando de esta obediencia que es propia de la fe dice el Conc. Vaticano II: «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cfr. Rm 16, 26; comp. con Rm 1, 5; 2Co 10, 5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece 'el homenaje total de su entendimiento y voluntad' (Dei Filius, cap. 3), asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede 'a todos gusto en aceptar y creer la verdad' (De gratia, can., 7; Dei Filius, Ibid.)» (Dei verbum, 5).

Rm 1, 7. «Llamados a ser santos»; Literalmente «llamados santos». No se trata sólo de un modo de hablar, sino que la frase de San Pablo expresa una realidad profunda: los cristianos han sido «llamados», de igual manera que lo fueron repetidamente los israelitas por medio de Moisés (Nm 10, 1-4). En el caso de los cristianos ésta es una llamada a formar el nuevo pueblo de Dios, que tiene como nota distintiva la santidad. A este respecto se puede recordar lo que afirmó el Conc. Vaticano II apoyándose precisamente en éste y otros textos paulinos: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cfr. Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss.), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cfr. Hb 13, 14), también es designado como Iglesia de Cristo (cfr. Mt 16, 18) (…). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos» (Lumen gentium, 9 y 40).
Esta realidad constituye el fundamento de la llamada universal a la santidad. Todos los cristianos, por haber recibido el Bautismo, han de vivir conforme a su condición, es decir, llamados a ser santos, buscando la santidad en toda su vida: En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo (Es Cristo que pasa, n. 128). Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Ts 4, 3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os lo recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos (Amigos de Dios, 294).
La fórmula «gracia y paz» parece ser una creación original de San Pablo, que reunió el modo habitual con el que los griegos encabezaban las cartas, deseándose las «gracias», y el de los hebreos, que ofrecían la «paz», Shalom. El Apóstol empleó esa fórmula con mucha frecuencia (cfr. p. ej. 1Co 1, 3; 2Co 1, 2; Ga 1, 3; Ef 1, 2; etc.). Se trata de un saludo cristiano, que hace referencia a los dones que la venida de Nuestro Señor nos trae. Mientras que paganos y judíos al saludar deseaban la prosperidad material o la buena suerte, los Apóstoles desean sobre todo un bienestar de orden más elevado: la benevolencia divina, que se manifiesta mediante el don de la gracia santificante, de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, y la paz interior que viene de la reconciliación con Dios operada por Cristo. Estos dones, según dice el Apóstol, vienen de Dios, Padre nuestro, y de Jesucristo, Señor, igual al Padre. La vida cristiana aparece insertada en la vida íntima de la Trinidad Beatísima, porque la «gracia y paz» vienen de la Bondad y Misericordia del Padre, a través de la Encarnación y Redención de Jesucristo.

Rm 1, 8. San Pablo, después de haber dirigido su saludo a los destinatarios de la epístola, levanta inmediatamente su espíritu en acción de gracias a Dios, pensando en la fidelidad y en la perseverancia de los cristianos: es algo natural para el Apóstol y que se repite, con diversas fórmulas, en casi todas sus cartas (cfr. p. ej. 1Co 1, 4-5; Ef 1, 15-16; Flp 1, 3-4; Col 1, 3-4; 1Ts 1, 2; etc.). El motivo de la acción de gracias es la fe de los cristianos de Roma, es decir, su fidelidad, y el número de las conversiones a pesar del ambiente humanamente difícil y lleno de inmoralidad. El grupo de cristianos de Roma debía constituir un ejemplo y un estímulo para todas las comunidades cristianas del Imperio; por esto el Apóstol dice que la fe de ellos es «alabada», es decir «célebre», «conocida» en todo el mundo.

Rm 1, 9. San Pablo pone a Dios por testigo de su afecto por los fieles de Roma y de sus continuas oraciones por ellos. La invocación a Dios, que recuerda un juramento y está llena de emoción religiosa, se rompe con una confidencia de su amor a Dios. Para San Pablo Dios es Aquél a quien él presta un servicio que equivale a un acto de culto (la palabra griega latreuo nos recuerda la adoración que se debe a Dios), con toda la fuerza de su ser. Es como si el Apóstol dijera: le doy la vida y todo mi espíritu, gasto por Él mi sudor y mi sangre y le sirvo hasta mi último aliento, trabajando y luchando por Él. La sinceridad de esta total dedicación está expresada en la palabra «espíritu», que se opone a «letra», a las meras formas exteriores, a las simples ceremonias sensibles (cfr. Rm 2, 9; Rm 7, 6; 2Co 3, 6) tan extendidas en el judaísmo. Algunos Padres de la Iglesia ven en estas palabras una alusión a la novedad de la vida del cristiano, que adora a Dios «en espíritu y en verdad», como Cristo mismo explicó a la samaritana (Jn 4, 23), e incluso una indicación de la presencia del Espíritu Santo. En este sentido dice p. ej. San Juan Crisóstomo: «Cuando Pablo dice 'a quien sirvo con todo mi espíritu en la predicación del Evangelio de su Hijo', mientras señala la gracia de Dios, pone en plena luz su humildad. La gracia de Dios, porque el Señor le confió una misión tan importante, la de predicar. Su humildad, porque atribuye toda la gloria de su victoria, no a sus esfuerzos, sino a la presencia del Espíritu Santo» (Hom. sobre Rm, 2). Esta unión entre la intimidad con Dios y el apostolado nos recuerda un elemento fundamental de la vida de todo cristiano: Es preciso que seas 'hombre de Dios', hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. -Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida 'para adentro' (Camino, 961).

Rm 1, 13. Sobre el deseo de San Pablo de extender su actividad a la parte occidental del Imperio romano cfr. Introducción a las Cartas de San Pablo, p. 5.

Rm 1, 14-15. «A griegos y a bárbaros»: Esta expresión indica la totalidad del mundo gentil. «Griego», en oposición a «bárbaro», significaba hombre culto y que hablaba la lengua griega. Para los griegos eran bárbaros todos los que hablaban otra lengua distinta del griego (cfr. Hch 28, 2; 1Co 14, 11). En este sentido, también aquellos romanos que sólo hablaban latín eran bárbaros. En la comunidad de Roma habría personas de estas dos condiciones. En otros lugares de las cartas, sin embargo, el término «griego» incluye a todos los gentiles, en contraposición a los judíos (cfr. Rm 1, 16; Rm 2, 9-10; Rm 10, 12; Hch 11, 20). El Evangelio es para todos los hombres, sin distinción de razas, de pueblos, o de culturas. A menudo, sin embargo, son las personas sencillas y humildes quienes están mejor dispuestas a recibir el mensaje de Cristo.

Rm 1, 16. San Pablo se refiere de nuevo al «Evangelio». El anuncio del poder salvador de la muerte de Cristo en la Cruz era para los judíos un motivo de escándalo y para los gentiles una necedad, mientras que un cristiano encuentra en la Cruz su fuerza y motivo de orgullo. El Apóstol cuando escribe a los romanos, acostumbrados al clamor de los desfiles triunfales y a la divinización de los emperadores, se limita a decir que «él no se avergüenza, para animarlos a que ellos tampoco se avergüencen y lleguen a gloriarse, como él hacía. Si hoy alguien se te acerca y te pregunta: 'Pero… ¿adoras a un crucificado?', lejos de agachar la cabeza y de sonrojarte de confusión, saca de este reproche ocasión de gloria, y que la mirada de tus ojos y el aspecto del rostro muestren que no tienes vergüenza. Si vuelven a preguntarte al oído: '¡Cómo!, ¿adorar al crucificado?', contesta: ¡Sí!, yo le adoro (…). Yo adoro y me glorío de un Dios crucificado que, con su Cruz, redujo al silencio a los demonios y eliminó toda superstición: ¡para mi su Cruz es el trofeo inefable de su benevolencia y de su amor!» (Hom. sobre Rm, 2).

Rm 1, 17. La expresión «justicia de Dios» es una de las más importantes empleadas por San Pablo y encierra en sí gran riqueza de significado. Hace referencia no sólo al atributo por el que Dios en sí mismo es justo, sino también a aquella perfección divina por la que Dios cumple las promesas. De este modo se revela cómo en el Evangelio se cumple lo que Dios había prometido en el Antiguo Testamento.
También se refiere «justicia de Dios» al estado de justicia en que el hombre es constituido en virtud de la gracia infundida por Dios. Se llama precisamente «justicia de Dios» porque el hombre no puede alcanzarla por sus propias fuerzas, sino que ha de recibirla de Dios gratuitamente (por eso es gracia). El hecho de que la «justicia» provenga de Dios no significa que sea exterior al hombre, pues por ella no somos solamente denominados justos, sino que realmente lo somos delante de Dios. Esta doctrina es enseñada, de modo solemne, por el Magisterio de la Iglesia al hablar de cuáles son las causas de la justificación del hombre: «Finalmente -dice el Concilio de Trento- la única causa formal es la 'justicia de Dios, no aquella con que Él es justo, sino aquella con que nos hace justos' (De Trinitate, XIV, 12, 15); es decir, aquella por la que, dotados por Él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos considerados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos» (De iustificatione, cap. 7).
«De la fe hacia la fe»: Así suele expresarse la Sagrada Escritura para indicar el crecimiento de una realidad viva (cfr. Sal 84, 8; 2Co 2, 16; 2Co 3, 18; Rm 6, 19). Aquí se habla de un progreso constante desde el conocimiento imperfecto de las verdades divinas que se nos da por la fe, en esta vida, al conocimiento perfecto en la gloria. El sentido global de la frase se descubre con la afirmación de San Pablo de que en el Evangelio se manifiesta la verdadera justicia, que comienza y se alimenta y crece por medio de la fe, hasta que por fin el creyente alcance la salvación eterna.
La frase «el justo vivirá de la fe» la toma San Pablo del profeta Habacuc (Ha 2, 4), y la aplica a la situación del cristiano. El Profeta quería decir que aquellos judíos que cumpliesen la ley de Dios y confiasen en sus promesas no sucumbirían ante la invasión de Babilonia. San Pablo aplica el texto a los justos del Nuevo Testamento: éstos, si permanecen firmes en su fe en el Evangelio, mantendrán la vida de la gracia y alcanzarán la eterna bienaventuranza. La fe de los buenos israelitas era figura de la fe de los buenos cristianos. El justo vivirá por la fe, la cual «es principio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios (Hb 10, 38) y llegar a ser hijos suyos» (De iustificatione, cap. 8).
La frase de San Pablo puede entenderse también en este otro sentido: el que es justo por la fe, vivirá. Así se acentúa que la fe es el principio de la justificación, y que el hombre justificado alcanzará la salvación.

Rm 1, 18-32. El Apóstol enseña que la justicia de Dios sólo viene por medio de la fe en Jesucristo, y afirma a la vez que ni los gentiles ni los judíos poseen esa justicia. San Pablo desarrolla esta doctrina desde aquí hasta Rm 3, 20. En el pasaje que comentamos expone la situación de los gentiles en dos etapas: en la primera (vv. 18-23) hace ver su culpabilidad, para hablar en la segunda (vv. 24-32) del castigo correspondiente. Así como la expresión «justicia de Dios» significa la acción divina por la que el Señor salva al hombre pecador, infundiéndole su gracia, la ira es el castigo que el Todopoderoso inflige al que se obstina en el pecado. Pues, como dice Santo Tomás, «se atribuye a Dios la ira y otras pasiones, por analogía con los efectos de sus acciones; y así, puesto que lo propio del airado es castigar, al castigo de Dios se le llama metafóricamente ira» (S.Th. I, q. 3, a. 2, ad 2).
Hay una relación entre la fe y la justicia de un lado, y el pecado y la ira de Dios, de otro. La doctrina paulina concuerda con el último testimonio que sobre Cristo dio Juan Bautista: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él» (Jn 3, 36).
En la predicación cristiana es frecuente hablar del modo como se compaginan, en Dios, su afán por la salvación de los pecadores (la «justicia de Dios» como instrumento de salvación) con el castigo de los pecados (la «ira de Dios»). Se trata de un misterio en el que se aúnan la más perfecta justicia con la más grande misericordia.

Rm 1, 18. «Que tienen aprisionada la verdad en la injusticia»; Comentando estas palabras escribe Santo Tomás: «El verdadero conocimiento de Dios, de por sí, inclina a los hombres hacia el bien. Sin embargo, este conocimiento de Dios puede quedar impedido, como si estuviera encadenado, por el afecto del hombre a la injusticia» (Comentario sobre Rm, ad loc.).
Es claro que aquí San Pablo habla de los gentiles que conocen a Dios pero que desprecian esa verdad acerca de Dios, impidiendo que produzca sus frutos naturales, que serían una vida recta. Podemos ver aquí una muestra de cómo el hombre es naturalmente religioso. Tiene un conocimiento de Dios que no es meramente teórico, sino que compromete toda su vida: que le une íntimamente a Dios. Cuando el hombre no sigue el impulso de su misma naturaleza está cometiendo una injusticia, pues a Dios se le debe dar culto porque es nuestro Creador.
«Todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» (Dignitatis humanae, 2).
Esta dependencia respecto de Dios no implica falta de libertad; por el contrario, será el rechazo de todas las obligaciones religiosas el que traiga consigo las vergonzosas servidumbres de que hablará enseguida San Pablo, ya que la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador (Conversaciones, 73).

Rm 1, 19-20. Dios puede ser conocido sin necesidad de revelarse de modo sobrenatural, como nos enseña el libro de la Sabiduría (Sb 13, 1-9), cuando afirma que los paganos, que, seducidos por la belleza, el poder y la fuerza de las criaturas, las tomaron por dioses, deberían saber cuánto les aventaja el Señor de todas ellas, pues fue el Autor mismo de la belleza que las creó, «pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). Este conocimiento de Dios que llamamos natural, ciertamente no es fácil, pero sí es posible y es la mejor preparación para recibir la revelación de las verdades sobrenaturales y para disponerse a honrar y dar culto al Creador. Por otro lado la Revelación confirma y asegura la certeza de este conocimiento natural: «Los cielos pregonan la gloria de Dios -exclama el Salmista-, y el firmamento anuncia las obras de sus manos» (Sal 19, 2). Recuerda San Agustín que en el hombre existe una huella del Creador, y que, como todos experimentamos, hemos sido hechos para conocer y amar a Dios y por tanto nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Él (cfr. Confesiones, I, 1, 1).
En resumen, podemos decir con Santo Tomás que -en el orden natural- las vías de acceso a la existencia de Dios son dos: una, la luz interior, por medio de la cual el hombre conoce; y la otra, unos signos externos de la sabiduría divina, es decir las criaturas sensibles, que son como un libro en el cual se pueden leer impresas las huellas del Creador (cfr. Comentario sobre Rm 1, 6).
Cualquiera que sea el camino que se siga, «Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas» (Dei Filius, cap. 2).
Recordando elementos principales de la doctrina cristiana sobre el hombre, el Conc. Vaticano II ha afirmado de nuevo que «la Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado 'a imagen de Dios', con capacidad para conocer y amar a su Creador», y que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva» (Gaudium et spes, 12 y 19). La mente humana, por tanto, incluso sólo por sus propias fuerzas, puede conocer distintas verdades de Dios. En primer lugar su existencia, y en segundo lugar algunos de sus atributos, que aquí San Pablo resume bajo tres conceptos: «las perfecciones invisibles de Dios», «su eterno poder» y «su divinidad». Nosotros conocemos diferentes perfecciones de Dios a través de las criaturas. Pero solamente en el Cielo, comenta Santo Tomás, veremos cómo estas múltiples perfecciones son una sola cosa en la esencia divina. Por eso las designa San Pablo como «las perfecciones invisibles de Dios». Además la contemplación de las cosas creadas nos sugiere la idea de un Creador Omnipotente que existe desde la eternidad y, por tanto, nos lleva a conocer su «eterno poder». Finalmente la palabra «divinidad» afirma la trascendencia de Dios: es la Causa por encima de todas las causas y el Fin Último de todas las cosas.
La posibilidad natural de conocer a Dios muestra la culpabilidad de los paganos que no quisieron adorarle. Su situación puede ser comparada con la de los ateos e incrédulos actuales que niegan o dudan de la existencia de Dios a pesar de que en cuanto hombres la reconocen de algún modo en el fondo de su conciencia. La culpabilidad de todos ellos radica precisamente (por eso son «inexcusables») en no admitirla a nivel racional o científico. Tanto en el paganismo antiguo como en el ateísmo de hoy aparece un elemento común: el negarse a dar culto al Creador.
Hay que tener en cuenta que, ciertamente, la postura de los ateos puede ser explicable en cierta medida por diversos factores personales, de ambiente, históricos, etc. Pero no se puede olvidar que todo esto no justifica el ateísmo, ya que un hombre puede desconocer sin culpa la existencia de Dios por un tiempo, pero no durante toda su vida, pues en algún momento la ignorancia desaparece o se hace culpable: «Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyendo el dictamen de su conciencia, no carecen de culpa» (Gaudium et spes, 19).

Rm 1, 21-23. Los gentiles conocieron a Dios, pero no le reconocieron como tal ni, por tanto, le tributaron el culto propio de adoración y acción de gracias. Como consecuencia cayeron en el politeísmo y en la idolatría que con tanta precisión describe San Pablo: dieron culto a figuras de hombres (así representaban a los dioses los griegos) o bien a figuras de animales (así eran los ídolos en Egipto y en otras culturas orientales).
En nuestros días no se da ya bajo esta forma la idolatría, pero hay manifestaciones a las que con razón se les puede calificar de idolátricas. La naturaleza religiosa que todo hombre posee, si no adora al Dios verdadero, tenderá inevitablemente a poner, en el lugar de Dios, a otras realidades que no son Dios. Unas veces el objeto de adoración será el hombre mismo, como señala el Conc. Vaticano II: «Hay quienes exaltan tanto al hombre que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, según parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios (…). Profesan (…) que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia» (Gaudium et spes, 19 y 20). En otras ocasiones serán las cosas buenas que Dios ha creado para servicio del hombre, aquellas a las que sin embargo el hombre se someterá como un esclavo: el dinero, el poder, la sensualidad.

Rm 1, 24-32. Del pecado de idolatría resulta el desorden moral que describe San Pablo: cada vez que el hombre se sitúa voluntariamente al margen de Dios, este error religioso trae como secuela el desorden moral no sólo en el mismo hombre, sino también en la sociedad.
Dios castiga el pecado de idolatría e impiedad retirando sus gracias: es lo que quiere decir el Apóstol cuando escribe que «los abandonó a los malos deseos de sus corazones» (v. 24), «los entregó a pasiones deshonrosas» (v. 26). San Juan Crisóstomo, explicando el sentido de estas palabras, comenta: «El Apóstol muestra aquí que la impiedad trae consigo la violación y el olvido de todas las leyes. Cuando Pablo dice que Dios les entrega, hay que entender que Dios deja hacer. Dios abandona al malvado, pero no le empuja al mal. Cuando en el fragor de la batalla el general se retira, entrega a sus soldados al enemigo, no porque él materialmente los encadene, sino porque les priva de la ayuda de su presencia. Dios actúa de la misma manera. Rebeldes a su ley, los hombres le han vuelto la espalda; Dios, que ha agotado su bondad, los abandona (…). ¿Qué podría hacer? ¿Emplear la fuerza, la violencia? Pero estos medios no hacen a los hombres virtuosos. No quedaba otro camino que dejar hacer» (Hom. sobre Rm, 3).
Tal vez Dios cuenta con que la experiencia del pecado mueva a los hombres al arrepentimiento. De todos modos, no ha de verse aquí una despreocupación de Dios respecto al hombre, ni mucho menos una injusticia, pues el Señor no abandona a los hombres si antes no es abandonado por ellos (cfr. De iustificatione, cap. 11).

Rm 1, 25. Al describir San Pablo la conducta blasfema de los gentiles que han dado culto y adorado a la criatura en lugar del Creador, no puede por menos de prorrumpir en unas palabras que constituyen un acto de desagravio. Las palabras del Apóstol nos enseñan a hacer un acto de desagravio ante cualquier ofensa a Dios.

Rm 1, 29-31. Habiendo descrito antes cómo los hombres han pecado contra los mandamientos que se refieren al honor de Dios y a su amor (vv. 21-23.25), pasa ahora a enumerar los pecados que van contra el amor al prójimo. Del amor a Dios se deriva el amor al prójimo; por tanto, si se falta contra el amor debido a Dios, objeto del primer mandamiento de la Ley, se acaba ofendiendo a los demás, violando el segundo precepto de la Ley (cfr. Mt 22, 34-39; Mc 12, 28-31; Lc 10, 25-28).
En la enumeración incluye San Pablo tanto pecados internos o de deseo (iniquidad, malicia, avaricia, envidia), como externos (homicidio, riñas); tanto pecados de comisión, quebrantamiento de un precepto (chismosos, calumniadores), como de omisión (desleales, despiadados).
La mención de los pecados que hace en estos versículos, como la que aparece en otras epístolas del Apóstol (cfr. 1Co 5, 11-13 y nota correspondiente; 1Co 6, 9-10; Ga 5, 19-21; cfr. también Ef 4, 31; Col 3, 8; 1Tm 1, 9-10 y 2Tm 3, 2-5), ha de servir de examen de conciencia para ver hasta qué punto se viven las exigencias de la vida cristiana. Pero no sólo afecta a los cristianos lo que aquí enseña San Pablo, pues todos los hombres, sin excepción, están sujetos a la ley natural, cuyos principios son inmutables, pues «las obligaciones morales de la ley natural se basan en la misma naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales: de las relaciones entre el hombre y Dios, entre hombre y hombre, entre los cónyuges, entre padres e hijos; de las relaciones esenciales de la comunidad -en la familia, en la Iglesia, en el Estado- resulta entre otras cosas que el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, la negación de la fe, el perjurio, el falso testimonio, el homicidio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, el abuso del matrimonio, el pecado solitario, el robo y la rapiña (…), todo ello está gravemente prohibido por el divino Legislador» (Pío XII, Alocución 18-IV-1952).

Rm 1, 32. Reviste particular gravedad la actitud de los que pecan y, teniendo conciencia de ello, no sólo no se arrepienten sino que cooperan a que no se arrepientan los demás. «Ya es un crimen -comenta el Crisóstomo- pecar contra su conciencia, pero es un crimen aún mayor alabar al culpable» (Hom. sobre Rm, 5). Es no sólo ir claramente en contra de lo que tantas veces inculca la Escritura, que hay que corregir al que yerra (cfr. 2S 12, 1 ss.; Mt 18, 12-17; Ga 6, 1 ss.), sino que supone una flagrante cooperación al mal, como hacían los falsos profetas (Jr 23, 11-16; Mt 7, 15). Este modo de cooperar al mal recibe el nombre de adulación. Quienes la ejercitan, «aunque no hablen mal del prójimo, le hacen no obstante mucho daño, porque, alabando sus pecados, le excitan, entre otras cosas, a perseverar en sus vicios» (Catecismo Romano, III, 9, 11).

Rm 2, 1. Se dirige ahora el Apóstol a los judíos para hacerles ver que, a pesar de su situación privilegiada, tampoco poseían la justicia de Dios. Y lo hace hablando, en un diálogo imaginario, al pueblo judío personificado, que manifiesta una actitud semejante a la de aquellos «que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9). Si los paganos, que sólo pueden conocer a Dios mediante la razón natural, son inexcusables de no haberle dado el culto debido y haber pecado, cuánto más inexcusables son los judíos que, habiendo recibido la Revelación sobrenatural, cometen los mismos pecados que reprueban en los gentiles. Las invectivas que San Pablo lanza contra los judíos (vv. 17-24) recuerdan aquellas que Nuestro Señor dirigió a los escribas y fariseos (cfr. Mt 23, 13-33).

Rm 2, 2-11. Tres son las verdades que contienen estos versículos: 1.ª) Dios es Remunerador y, por eso, hay una íntima conexión entre la conducta del hombre en esta vida, mérito o culpa, y la retribución futura, premio o pena (vid. especialmente vv. 2.5.7-10); 2.ª) Dios es un Juez justo e imparcial, ante el que no cuenta ser judío o gentil, sino el bien obrar de cada uno; 3.ª) cuándo ejercerá el Señor este juicio (v. 5, al que completa el v. 16).
Al hablar de que Dios es Remunerador, se describe el estado glorioso de los bienaventurados en el cielo («vida eterna», «gloria», «honor», «paz»: vv. 7.10) y la perpetuidad de su situación («incorrupción»: v. 7). Enseña también el Apóstol que la condición necesaria para alcanzar ese estado es «la perseverancia en el bien obrar» (v. 7). Esta afirmación es un eco de la predicación de Nuestro Señor Jesucristo: «Quien persevere hasta el fin, ése será salvo» (Mt 10, 22; cfr. Mt 24, 13).
Paralelamente, habla San Pablo del conjunto de males con que Dios castigará al pecador («la ira y la indignación»: v. 8) y de la triste situación de los condenados en el infierno («tribulación y angustia»; v. 9).
Este texto de San Pablo se esclarece a la luz de lo que dicen otros muchos textos de la Sagrada Escritura y lo que la Iglesia, en su predicación, ha enseñado respecto del juicio que hará el Señor y del tiempo en que lo llevará a cabo. Dos son los momentos «en los que a todos es preciso presentarse delante del Señor y dar cuenta de cada uno de los pensamientos, de las acciones y también de todas las palabras (…). El primero es (Hb 9, 27; Lc 16, 22; Si 11, 28) cuando cada uno de nosotros sale de esta vida, pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios, y allí se hace examen justísimo de todo lo que en cualquier tiempo el hombre haya hecho, dicho o pensado, y este juicio es el particular. Y el otro es (Mt 25, 32; Jl 3, 2) cuando en un solo día y en un solo lugar comparecerán al mismo tiempo todos los hombres ante el tribunal del Juez supremo, para que, viéndolo y oyéndolo todos los hombres de todos los siglos, sepa cada uno lo que acerca de cada hombre se ha decretado y juzgado» (Catecismo Romano, I, 8, 3).

Rm 2, 12-14. Los judíos recibieron de Dios la Ley por medio de Moisés; los paganos o gentiles, en cambio, sólo recibieron con la naturaleza racional los principios de la ley moral natural. Al actuar según la naturaleza cumplían los preceptos morales que el Decálogo de Moisés determinaba más detalladamente. Para los paganos, la ley moral natural era, por tanto, «ley para sí mismos». Lo que pide Dios a todo hombre es que cumpla la ley moral natural, es decir, aquella que «está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar» (Libertas praestantissimum, n. 8).
La Iglesia enseña que aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, es capaz de llegar al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente ese cometido. Para adquirir tales verdades el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuaden de que es falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero (cfr. Humani generis, n. 2). Precisamente para ayudar a los hombres a vencer estas dificultades y llegar más fácilmente al conocimiento de la ley natural, Dios quiso revelarla también de modo sobrenatural y, por consiguiente, la revelación divina del contenido de la ley natural es moralmente necesaria (cfr. Ibid.; Dei Filius, cap. 2). Así, los cristianos, que por medio de la fe y la doctrina de la Iglesia conocen con certeza la ley natural, están en las mejores condiciones para que «la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (Gaudium et spes, 43) y pueden enseñar a los demás lo que los hombres necesitan para vivir conforme a su naturaleza y así alcanzar la salvación.
Al afirmar que los gentiles cumplen los preceptos de la ley si siguen la naturaleza, el Apóstol no quiere decir que no hace falta la gracia sobrenatural para salvarse. Ciertamente la naturaleza humana ha quedado herida por el pecado original, pero no completamente viciada, ya que «la imagen de Dios, impresa en el alma humana, no puede ser destruida por el apego a los afectos terrenales hasta el punto de que no queden en ella ni siquiera unos rasgos aunque muy borrosos; y así, bien se puede decir que un pecador, a pesar de la impiedad de su vida, sabe y cumple siempre algo de la ley» (De spiritu et littera, XXVII, 48). Pero es imposible, en cambio, sin la gracia cumplir siempre todos los mandamientos de la ley natural.

Rm 2, 15. La afirmación contenida en este versículo tiene una importancia trascendental. Antes el Apóstol ha hablado de la existencia de una ley, de origen divino; ahora añade que está grabada en el corazón de todo hombre. La voz de esta ley «resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello» (Gaudium et spes, 16). La conciencia y la ley son elementos complementarios.
Por el origen divino de esta ley, que la conciencia aplica a cada caso, ésta ha sido llamada la voz de Dios, por ser el núcleo más íntimo y secreto donde el hombre se encuentra solo consigo mismo y con Dios. Esta voz le acompañará durante toda su vida y con ella se presentará ante el juicio de Dios (cfr. Gaudium et spes, 16; Pío XII, Alocución 23-III-1952).
Además de escuchar la voz interior de la ley divina, la conciencia moral necesita ser instruida por alguien dotado de autoridad, que ayude a concretar y determinar aquella ley. Esto mismo hará San Pablo con los primeros fieles de Roma (Rm 14, 1-7) y de Corinto (1Co 8, 1-13) en relación con las carnes de los animales inmolados a los ídolos, que les planteaban problemas morales. También nosotros tenemos necesidad de alguien que nos guíe, pues «para andar rectamente, cuando se camina de noche, esto es, cuando el fiel se adentra en el misterio de la vida cristiana, no son suficientes los ojos, se necesita una lámpara, se precisa una luz. Y esta luz de Cristo no deforma, no mortifica ni contradice la de nuestra conciencia; al contrario, la ilumina y la hace capaz de seguir a Cristo, por el recto camino de nuestra peregrinación hacia la visión eterna» (Pablo VI, Alocución 12-II-1969).

Rm 2, 25-29. Por medio de la circuncisión el hombre participaba en la Alianza de Dios con Abrahán (Gn 17, 10-11) y era heredero de las promesas. En virtud de aquella Alianza, el hebreo circuncidado quedaba obligado a cumplir la Ley de Moisés, especialmente los preceptos morales, término al que -según el plan divino- se encaminaban todas las ceremonias y demás preceptos de la Ley Antigua. Por consiguiente, la letra de la Ley y la circuncisión en la carne sólo eran importantes en la medida en que servían para cumplir estos designios divinos. De ahí que San Pablo afirme que la verdadera circuncisión no es la de la carne, sino la que él llama «circuncisión del corazón», a la que también denomina «espíritu» de la ley, en cuanto opuesto a «letra»; se podría vivir el contenido de la Ley sin tener ley escrita (vv. 14-16); y tener la verdadera circuncisión, siendo -como ocurría con los gentiles- incircuncisos según la carne.

Rm 3, 1-8. En todos estos versículos San Pablo va respondiendo a las objeciones que le plantea un interlocutor imaginario, procedente del judaísmo. La dificultad para entender este texto procede, en buena parte, de que la respuesta a cada una de las cuestiones suscita la objeción siguiente.
Primeramente (v. 1) el interlocutor dice que si tanto los judíos como los gentiles van a ser premiados o condenados por sus obras, entonces ¿dónde está la superioridad del judío? A lo que el Apóstol responde que al pueblo judío -y sólo a él- le había Dios confiado la Revelación con el fin de que la transmitiera a las demás naciones. Este designio divino no ha quedado anulado por el hecho de que algunos judíos hayan sido infieles a esta misión, pues fue al pueblo judío como tal -y no a cada uno de sus componentes- a quien se le había confiado. La fidelidad de Dios a sus promesas es independiente de la correspondencia humana; es más, la infidelidad de los hombres hace resaltar más la fidelidad divina (vv. 2-4).
Ante estas afirmaciones del Apóstol, el imaginario interlocutor plantea una nueva objeción y lo hace con una lógica excesivamente simplista y con una visión puramente humana: si el mal no perjudica para nada a Dios, sino que más bien redunda en gloria suya, entonces Dios es injusto al castigarlo (vv. 5 y 7). A esto San Pablo responde (v. 6) con una nueva pregunta que le sirve para subrayar lo absurdo del planteamiento: si Dios es injusto al castigar los pecados de los hombres, ¿cómo podría ser el juez universal? Este argumento era eficaz para un interlocutor judío, que conocía el Antiguo Testamento, donde se enseñaba esta verdad (cfr. Am 5, 18; Jl 4, 12 ss.). Finalmente (v. 8), contesta San Pablo -llevando hasta el límite el falso razonamiento de su interlocutor- que, en ese caso, habría que hacer el mal para obtener el bien. Quienes sostuvieran tales afirmaciones estarían evidentemente en el error.

Rm 3, 8. Los adversarios de San Pablo le acusan de haber dicho que se ha de obrar el mal, es decir, la mentira y la injusticia, para que de esa forma se manifieste el bien, o sea, la verdad y la justicia de Dios. Pero tal acusación es una calumnia contra la que el Apóstol reacciona vivamente, aunque no se detenga ahora en dar una respuesta a sus acusadores. San Pablo no enseña que el cristiano deba abandonarse al mal para conseguir de esa forma un bien. Sería como borrar los límites entre el bien y el mal, y justificar el mal para conseguir el bien.
La moral cristiana exige realizar el bien aun cuando para ello los fieles hayan de sufrir algún mal. Por consiguiente, el fin no justifica los medios y una acción sólo será integralmente buena cuando lo sean todos los elementos que concurren en ella: objeto, fin y circunstancias; y, en cambio, será mala si lo es cualquiera de esos elementos. Por tanto, ninguna acción moralmente mala puede ser llevada a cabo por ninguna causa, aunque parezca buena, ni por un fin aparentemente bueno, ni por una supuesta buena intención. Si se actuara con un criterio opuesto se produciría una subversión en toda la sociedad humana, en todas las leyes y en todas las costumbres (cfr. Contra mendacium, caps. 1 y 7).
Frente a la tendencia, siempre presente en los hombres, de justificar sus acciones acudiendo a las circunstancias, el Magisterio de la Iglesia ha recordado las consideraciones fundamentales que presiden la vida moral: «Dios quiere ante todo y siempre la intención recta, pero ésta no basta. Él quiere, además, la obra buena (…). No está permitido hacer el mal para que resulte un bien» (Pío XII, Alocución 18-IV-1952).

Rm 3, 9-18. El sentido general del pasaje es claro, aunque algunos detalles permanezcan oscuros. Los testimonios de la Escritura aducidos por San Pablo prueban de manera convincente la culpabilidad de los judíos, hasta tal punto que no les queda ya ningún motivo para gloriarse personalmente, aunque continúen siendo reales las especiales prerrogativas con que Dios distinguió al pueblo al que ellos pertenecen.
Tras una breve introducción (v. 9) pasa San Pablo a describir la apostasía universal de la que ya habló el salmista (vv. 10-12). Detalla a continuación los pecados, tanto de palabra (vv. 13-14) como de obra (v. 15), que los Profetas habían ya fustigado muchas veces (cfr. Is 5, 8-25; Is 59, 2-8; Jr 8, 8; Am 5, 21; Ml 2, 8). Concluye, por fin, enumerando los castigos, consecuencia de los pecados de que se habían hecho acreedores los culpables (vv. 16-18).
Tanto el alcance de los pasajes del Antiguo Testamento como la aplicación que el mismo Apóstol hace, parecen apuntar no solamente a los judíos, sino que describen más bien una situación universal y enuncian una norma aplicable a todos.

Rm 3, 10-12. Estas palabras ponen ante nuestros ojos el triste espectáculo, consecuencia del pecado original y de los pecados personales. En varias ocasiones leemos en el Antiguo Testamento esta queja llena de amargura: la maldad del hombre se difunde en toda la tierra, todos sus pensamientos son puro mal (cfr. Gn 6, 5-7). Particularmente dolorosa resulta la infidelidad del pueblo elegido, que abandona al Dios verdadero para adorar a los ídolos (cfr. 1R 19, 14.18), deja la fuente de aguas vivas para construir cisternas agrietadas (cfr. Jr 2, 13) y no se arrepiente de su maldad (cfr. Jr 8, 6). Es una situación no exclusiva de una época concreta: desde los tiempos de Noé -único justo en un mundo pervertido- hasta nuestros días siempre ha habido oposición a Dios (cfr. las lamentaciones de Sal 12, 2; Sal 55, 11-12; etc.).
Nunca han faltado, sin embargo, siervos fieles que «no doblaron sus rodillas ante Baal» y que han sido el instrumento para difundir nuevamente la salvación. Pero entonces ¿cómo se debe entender lo que San Pablo afirma al decir que «no hay un justo, ni siquiera uno»? Estas palabras no han de ser tomadas en sentido absoluto. Sabemos, en efecto, que además de la Humanidad Santísima de Jesús también la Virgen María estuvo exenta de todo pecado, aun venial (cfr. Conc. III de Constantinopla, De duabus in Christo voluntatibus et operationibus; De iustificatione, can., 23); y no sólo ellos sino que antes de Cristo hubo hombres justos y piadosos como Noé, Abrahán, Moisés, etc., que recibieron la gracia divina y obraron el bien en virtud de los méritos futuros de Cristo.

Rm 3, 13-18. El fin que Dios perseguía al enviar a los Profetas era despertar en los israelitas la conciencia de sus pecados a fin de que se arrepintieran. Algo semejante es lo que hace San Pablo -acudiendo a textos del Antiguo Testamento- en este pasaje respecto a sus hermanos de raza y, por extensión, a todos sus lectores.
La bondad y la santidad de una persona no consisten en que ésta ignore el mal o en que adopte una actitud de simpleza e ingenuo optimismo, olvidando que el pecado es el único verdadero mal que perjudica a los hombres y que, por tanto, habrá que corregirlo con energía, siempre que sea preciso. En efecto, cuando el corazón del hombre se ha endurecido y ha pactado internamente con el pecado, no hay más remedio que actuar como Cristo, a quien en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor; son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado (Es Cristo que pasa, n. 162).

Rm 3, 13. «Sepulcro abierto es su garganta»: Con esta comparación se quiere indicar, por una parte, que de la garganta de los impíos salen palabras que dan la muerte (cfr. Jr 5, 16); y, por otra, que en sus palabras se manifiestan la suciedad y corrupción que hay en su interior, ya que son «semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre» (Mt 23, 27).

Rm 3, 19-20. A modo de conclusión resume aquí el Apóstol todo el contenido de los anteriores capítulos sobre la situación de judíos y gentiles respecto de la justicia de Dios.

Rm 3, 21-22. La gran riqueza doctrinal de este texto, y en general de los vv. 21-26, está condensada en pocas líneas, según el estilo propio de San Pablo. El Apóstol nos revela fundamentalmente cómo se realiza la justificación del hombre: Dios Padre, fuente de todo bien, con su decreto redentor es causa eficiente de nuestra salvación; Jesucristo, al derramar su sangre en la Cruz, nos mereció esta salvación; la fe es el instrumento mediante el cual la Redención se hace efectiva en cada uno de nosotros.
La justicia de Dios es la acción con la cual Dios nos hace justos (cfr. De spiritu et littera, IX, 15). Tal justicia ya estaba anunciada en los libros del Antiguo Testamento -la Ley y los Profetas-, pero se ha manifestado ahora en Cristo y en el Evangelio. Desde este momento la salvación no dependerá del cumplimiento de la Ley mosaica, ya que ésta no es suficiente para ser justificados, sino de la fe en Jesucristo. «Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios por sus obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina de la Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, sea anatema» (De iustificatione, can., 1). No es la ley, por lo tanto, lo que salva, sino «la fe en Jesucristo». Esta expresión ha de entenderse conforme al sentir unánime y perpetuo de la Iglesia, esto es, «la fe es el principio de la humana salvación», y junto con ella es necesaria la cooperación de la voluntad humana para prepararse, disponerse, y así alcanzar la gracia de la justificación (cfr. Ibid., cap. 8 y can., 9).

Rm 3, 23-26. El Apóstol describe primeramente los elementos constitutivos del misterio redentor (vv. 23-25); todos los hombres necesitan ser liberados del pecado; Dios Padre tiene un plan redentor, que se realiza por medio del sacrificio expiatorio y cruento de la muerte de Cristo; la fe es condición necesaria para participar en la Redención obrada por Cristo; el sacrificio de la Cruz se inscribe en la Historia de la Salvación: antes de la Encarnación del Verbo, Dios había tolerado con paciencia los pecados de los hombres; en la plenitud de los tiempos ha querido -mediante el sacrificio de la Cruz- exigir la justa satisfacción de esos pecados a fin de que los hombres sean verdaderamente justos a los ojos de Dios y se manifiesten más claramente las perfecciones divinas.
«La Cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consustancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte» (Dives in Misericordia, 8).

Rm 3, 23. «Carecen de la gloria de Dios»: Esta expresión muestra la situación en que se encuentra el hombre cuando está en pecado. Al carecer de la vida de la gracia no está rectamente orientado al fin sobrenatural, se encuentra privado del derecho a la gloria que la gracia santificante confiere y por consiguiente no se manifiestan en él aquellas perfecciones divinas que se reflejan en la vida sobrenatural.

Rm 3, 24. Todos los hombres han sido justificados, esto es, han sido hechos «justos» (cfr. Rm 1, 17). Tal justificación se debe a una acción gratuita de Dios, que San Pablo expresa con redundancia: «gratuitamente» y «por su gracia», con lo que indica a la vez el origen -la benevolencia divina- y el nuevo estado en que el hombre es constituido. Tan importante es la afirmación de que la gracia es un don que Dios concede sin mérito nuestro, que el Concilio de Trento, al utilizar este texto de San Pablo, quiso definir su sentido, explicando que nada de aquello que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia por la que el hombre es justificado (cfr. Rm 11, 16; De iustificatione, cap. 8).
El nuevo estado del hombre, el llevar consigo el nuevo principio de actividad que es la gracia, le exige una colaboración activa y libre. De esta manera el hombre en gracia merece mediante sus obras: «Porque es tanta la bondad de Dios para con los hombres, que quiere que sean méritos nuestros los que son dones suyos» (Indiculus, cap. 9). El don gratuito de la gracia, por tanto, no quita la exigencia de corresponder; no hemos sido justificados por el cumplimiento de la ley ni por nuestra libre voluntad, pero esta justificación no se realiza sin nosotros, así que la gracia sana la voluntad y le ayuda a cumplir libremente la ley (cfr. De spiritu et littera, IX, 15).
La justificación por la gracia se alcanza «mediante la redención que está en Cristo Jesús». Enseña el Concilio de Trento que en la justificación del pecador se da «el paso del estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, Salvador nuestro» (De iustificatione, cap. 4). Esto ha sido posible gracias a que Nuestro Señor nos salvó dándose a Sí mismo como precio por nuestro rescate. La palabra griega que corresponde a «redención» indica precisamente un rescate que se paga para liberar a alguien de la esclavitud. Cristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado, pagando, por así decir, ese precio para hacernos libres (cfr. Rm 6, 23). Mediante su sacrificio, Cristo se hace nuestro Dueño, Mediador entre el Padre y el género humano: «Refugiémonos todos en Cristo; contra el pecado acudamos a Dios que libera: pongámonos en venta para ser redimidos con su sangre. Porque dice el Señor: 'Habéis sido vendidos gratis, y seréis rescatados sin dinero' (Is 52, 3). Sin pagar ningún precio de vuestro patrimonio, porque lo pagué yo. Esto dice el Señor: Él pagó el precio, no con plata, sino con su sangre» (In Ioann. Evang, 41, 4).
Por la Creación ya pertenecíamos del todo a Dios Padre y, por lo tanto, también a Cristo, en cuanto Dios, «pero, además, rectamente se le llama Señor Nuestro en cuanto hombre, por haber sido nuestro Redentor al habernos librado de la esclavitud de los pecados» (Catecismo Romano, I, 3, 11).
Y así, por medio de la Encarnación, que culmina en el sacrificio redentor, «Dios ha otorgado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de una manera definitiva (…) y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la sagrada liturgia: ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» (Redemptor Hominis, 1).

Rm 3, 25. El «propiciatorio» era la cubierta o tapa del Arca, que estaba en el centro del Sancta Sanctorum del Templo (cfr. Ex 25, 17-22). El propiciatorio era de oro macizo, con las figuras de dos querubines en sus extremos, uno en frente del otro. Tenía dos misiones: una la de ser como el trono de Dios (cfr. Sal 80, 2; Sal 99, 1), desde donde hablaba a Moisés en la época del éxodo de Egipto (cfr. Nm 7, 89; Ex 37, 6). La otra misión era la de implorar a Dios el perdón de los pecados mediante el rito del sacrificio expiatorio en la fiesta del «gran día de la expiación» (cfr. Lv 16, 1 ss.); en ese día, el Sumo Sacerdote rociaba el propiciatorio con la sangre de los animales sacrificados como víctimas para el perdón de los pecados del sacerdote y del pueblo.
San Pablo afirma que Dios ha puesto a Jesús como el verdadero propiciatorio, del cual era simple figura el propiciatorio del Antiguo Testamento.
Ni ángel ni hombre podían reparar la inmensa malicia que constituye el pecado, la ofensa a la infinita majestad de Dios. La Trinidad Beatísima decidió «que la virtud infinita del Hijo de Dios, revistiéndose de la flaqueza de nuestra carne, quitase la gravedad infinita del pecado, y nos reconciliase con Dios por medio de su sangrienta muerte» (Catecismo Romano I, 3, 3).
Este sacrificio expiatorio, prefigurado en los ritos sacrificiales cruentos del Antiguo Testamento (cfr. Lv 16, 1 ss.), había sido enunciado por Juan el Bautista al señalar a Cristo como el Cordero de Dios (cfr. Jn 1, 29 y nota); al sacrificio de la Cruz se había referido el mismo Cristo al afirmar que el Hijo del Hombre había venido al mundo a «dar su vida en redención por muchos» (Mt 20, 28).
En la Santa Misa se renueva a diario este sacrificio, uno de cuyos fines, el expiatorio, lo expresa así la liturgia de la Iglesia: «Este sacrificio, Señor, nos purifique de todo pecado, pues es el mismo que en el ara de la Cruz quitó los pecados del mundo» (Misal Romano, en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, oración sobre las ofrendas).

Rm 3, 26. En todo el tiempo anterior a la venida de Cristo los pecados de los hombres quedaban sin satisfacer, ya que tanto los ritos con que el hombre intentaba aplacar la ira divina, como aquellos establecidos por Dios mismo en la Antigua Ley, no eran en absoluto suficientes, pues la ofensa infinita a Dios que el pecado entraña no podía ser expiada por tales medios. Por tanto, aquellos justos del Antiguo Testamento realmente lo eran en virtud de la fe en el futuro Mesías, manifestada en la observancia de los ritos establecidos por Dios.
Durante todo ese tiempo el Señor difería el castigo «tolerando los pecados». Ese «tiempo de la paciencia de Dios» duró hasta que llegó la era mesiánica, «el tiempo presente», es decir, el comprendido entre la primera y la segunda venida de Cristo o parusía. Sobre Dios justo y justificador cfr. nota a Rm 1, 17.

Rm 3, 27-31. Estas palabras están dirigidas al mismo interlocutor imaginario del comienzo del capítulo. Dios, aun siendo Señor de todos los pueblos, manifestó una especial predilección por el pueblo de Israel. Apoyándose en este hecho los judíos pensaban falsamente que sólo ellos podían llegar a la bienaventuranza porque gozaban del favor divino. De aquí se seguía una actitud de orgullo que les llevaba a despreciar a los demás pueblos. Después de la venida de Cristo el motivo que dio ocasión a este orgullo quedó excluido; no es que haya sido destruido o anonadado, explica San Juan Crisóstomo, sino que ha envejecido, ha sido superado (cfr. Hom. sobre Rm, 7), ya que Dios ha establecido un único camino de salvación para todos los hombres: la «ley de la fe» de que habla el Apóstol. Este nuevo camino exige de los judíos que olviden su antiguo orgullo y que adopten una disposición de humildad, puesto que Dios ha querido abrir las puertas de la salvación a todos los hombres.
Por consiguiente, ningún hombre -ni siquiera el judío- es justificado por las obras de la Ley. Es la fe la que justifica; no la fe «sola», como sin razón interpretaba Lutero, sino la fe que obra por medio de la caridad (cfr. Ga 5, 6); la fe que no es confianza presuntuosa de ser justificado por los propios méritos, sino una aceptación firme y viva de lo que Dios ha revelado, y que mueve a la esperanza en los méritos de Cristo y al arrepentimiento de los propios pecados. Será por tanto «en virtud de la fe» -y no por la circuncisión- como los judíos serán justificados, y será «por medio de la fe» como los incircuncisos conseguirán la salvación. Podría parecer que la Ley ha quedado anulada, pero no es así, sino que la fe ratifica la Ley dándole su verdadero sentido y llevándola a la perfección. Porque, como preparación que era del Evangelio, la Ley mosaica recibe de Cristo la plenitud que no tenía: el precepto de la caridad ilumina el sentido que Dios había dado a la Ley, pero que no se descubre hasta la manifestación de Cristo, pues «la caridad es la plenitud de la ley» (Rm 13, 10). San Pablo condensa de alguna manera toda esta doctrina en el v. 28, que viene a ser la afirmación fundamental del pasaje.

Rm 4, 1-25. Termina aquí San Pablo de exponer lo que había comenzado a explicar en Rm 1, 18: la justicia no viene ni por la naturaleza ni por la Ley, sino por la fe. Es lo que se denomina, por esta razón, «justicia de la fe».
El Apóstol confirma estas afirmaciones con la autoridad de las Escrituras, poniendo el ejemplo de Abrahán. Éste no fue justificado por las obras de la Ley sino por la fe (vv. 1-8), tal como lo dice Gn 15, 6 y lo confirma David en los Salmos (cfr. vv. 6-8).
Hace notar también el Apóstol (vv. 9-12) que la justicia que recibió Abrahán no fue obra de la circuncisión, ya que recibió esa justicia (Gn 15, 6) cuando aún no se había circuncidado (Gn 17, 10). Por tanto, según el plan de Dios, la circuncisión era sólo señal y no causa de esa justicia.
Pasa después San Pablo (vv. 13-17a) a señalar la relación entre el objeto de la fe de Abrahán, la promesa (es decir, la promesa que le hizo Dios de ser padre de muchas gentes y de que en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra, cfr. Gn 12, 1-3; Gn 15, 5-6), y las obras realizadas según la Ley, poniendo de relieve el carácter absolutamente gratuito de aquella promesa. Concluye finalmente (17b-22) haciendo un elogio de la firmeza de la fe que tuvo el Padre de los creyentes, al confiar en el cumplimiento de una promesa que humanamente parecía imposible.
La fe de Abrahán es modelo de la fe cristiana. Lo que a él se le prometió se ha cumplido en nosotros al creer en Cristo, que murió y resucitó por nosotros (vv. 22-25).

Rm 4, 3. Las palabras de Gn 15, 5-6, que Dios dirige a Abrahán («Mira al cielo y cuenta las estrellas si puedes. Así será tu descendencia») dan la respuesta a un interrogante implícitamente contenido en los versículos anteriores de la carta; y son, a la vez, una introducción al relato de la vida de fe de Abrahán que el Apóstol desarrollará a continuación. Cabe preguntarse, en efecto, cuál fue el sentido de la vida del Patriarca, qué es lo que «encontró» el que es padre según la carne y según la fe del pueblo elegido, cuando obedeció a la llamada divina. La gloria de Abrahán, grande para todas las generaciones del pueblo de Israel (cfr. Si 44, 19; Jn 8, 33.39.53), no es una simple gloria humana, sino una gloria «ante Dios». Yahwéh, cuando el Patriarca, ya anciano, se veía próximo a la muerte sin poder tener hijos (cfr. Gn 15, 2-3), le mandó salir de su tienda, mirar al cielo y contar, si podía, las estrellas. Dios le aseguró solemnemente que así de numerosa sería su descendencia. En aquel momento Abrahán «creyó a Dios» y Dios se lo contó «como justicia» (Gn 15, 6); recompensó la fe de Abrahán y, gracias a ella, le concedió la justificación.
Al decir «le fue contado», Dios aparece como un Señor que anota en un libro las deudas, es decir, los méritos y deméritos de sus siervos. Pero en el caso de Abrahán, Dios anotó en la columna de los méritos, no sus obras, sino su confianza, y por esto se dice que esta confianza se le contó como justicia, como un sueldo debido. De esta forma se resalta el carácter gratuito de la justificación, pues, como en el caso de Abrahán, la fe se cuenta como justicia por puro favor divino. Toda la historia de Abrahán, y en concreto el episodio de la promesa que Dios le hizo, es un ejemplo de cómo actúa Dios: saca al alma humana de la ignorancia, la lleva luego a la fe y la impulsa al cumplimiento de una misión sobrenatural de alcance insospechado. Dios no hace acepción de personas, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia (…). La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él y pone en nosotros el amor con que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro (Es Cristo que pasa, n. 33).

Rm 4, 5. El acto de fe es el primer paso para alcanzar la justificación, el estado de gracia. El Magisterio de la Iglesia afirma que, de ordinario, los que se encaminan hacia la fe se disponen para la justicia misma, en el sentido de que, movidos y ayudados por la divina gracia, se orientan libremente hacia Dios porque creen en la verdad de la Revelación, y, en primer lugar, que Él, por su gracia, justifica al impío «mediante la redención que está en Cristo Jesús» (Rm 3, 24). Este primer acto de fe mueve al reconocimiento y dolor de los pecados cometidos; a confiar en la misericordia de Dios y a amarle sobre todas las cosas; al deseo de los sacramentos y al propósito de una vida santa (cfr. De iustificatione, cap. 6). Dios tiene en cuenta esa fe «como justicia», es decir, como merecedora de un premio. No son, por tanto, las obras buenas las que producen la justificación, sino que es la justificación la que hace que las obras sean buenas y meritorias cara a la vida eterna. La fe abre delante de nosotros perspectivas nuevas.

Rm 4, 9-12. Dios prescribió la circuncisión como sello de la Alianza entre Él y Abrahán y la descendencia de éste: «Dijo Dios a Abrahán: Guarda mi alianza, tú y tu descendencia, de generación en generación. La alianza que habéis de guardar conmigo, tu descendencia también, es ésta: todos vuestros varones serán circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre vosotros y Yo» (Gn 17, 9-11). La circuncisión reviste una singularísima significación en el pueblo elegido, aunque otros pueblos de la antigüedad y del presente la practican. Por este rito religioso se efectúa la incorporación al pueblo elegido. Era una figura de la purificación y de la justificación que obraría el Bautismo cristiano cuando llegara la plenitud de los tiempos.

Rm 4, 13-14. Dios hizo a Abrahán la promesa de una descendencia innumerable (cfr. Gn 15, 56) varios siglos antes de que la Ley mosaica fuese dada al pueblo de Israel por medio de Moisés. Por tanto, la promesa hecha a Abrahán no estaba vinculada a la Ley, sino a la fe del Patriarca. De ahí que los herederos de la promesa sean quienes siguen la fe de Abrahán.

Rm 4, 15. La Ley Antigua, dando al hombre un conocimiento más exacto de la ley natural, sin darle la ayuda especial que confiere la gracia para cumplirla, «produce la ira» de Dios, porque el pecado se comete al quebrantar la sola ley natural; pero cobra carácter de «transgresión», por el desprecio de una ley explícita de Dios.

Rm 4, 24-25. La fe de la que habla San Pablo incluye, como verdades fundamentales, la Muerte redentora de Cristo y su Resurrección, pues ambos acontecimientos están indisolublemente unidos, como dos aspectos de la manifestación de la justicia y de la misericordia de Dios.

Rm 5, 1-5. No puede dejar de conmovernos este texto, en el que se afirma que Dios nos ayuda, con las palabras del Apóstol, a contemplar el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana (Amigos de Dios, 205) . La fe, la esperanza y la caridad se suceden actuando en nosotros, contribuyendo así al crecimiento de la vida de la gracia en el cristiano: En efecto, la fe nos hace conocer y es garantía de las cosas que esperamos (cfr. Hb 11, 1); la esperanza nos da la seguridad de alcanzarlas y aviva en nosotros el amor de Dios; la caridad, por su parte, da fuerza y vigor al ejercicio de las otras dos virtudes teologales. El fruto definitivo de este crecimiento en el amor, en la fe y en la esperanza es la paz inalterable propia de la vida eterna.
Mientras estamos en esta vida, en cambio, gozamos de una cierta paz en medio de las tribulaciones. Por tanto, la paz alcanzable mientras vivimos en la tierra no puede consistir en la tranquilidad de quien no quiere tener problemas, sino en la firmeza llena de esperanza (la «virtud probada») de quien se sobrepone a las tribulaciones y se mantiene fiel mediante la paciencia. Las tribulaciones son necesarias porque a través de ellas es como crecen normalmente las virtudes (cfr. St 1, 2-4; 1P 1, 5-7); y, por eso, son llamadas providenciales (Flp 1, 19; Col 1, 24) y producen el gozo y la felicidad (1Ts 1, 6).
«Quien espera algo con gran fuerza -comenta Santo Tomás- para conseguirlo está dispuesto a sufrir todas las dificultades y amarguras. Así, por ejemplo, un enfermo, si desea ardientemente la salud, toma de buena gana la medicina amarga que le sanará. Una señal, pues, de la ardiente esperanza que por mérito de Cristo poseemos es que no sólo nos gloriamos de la esperanza de la gloria futura, sino también de los males que sufrimos por alcanzarla» (Comentario sobre R, ad loc.).
Quien vive de fe, de esperanza y de caridad sabe que el dolor no es algo carente de sentido, sino un medio querido por Dios para su perfección. Perfección que consiste «en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios que (…) queramos con toda nuestra voluntad y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere su Majestad (…). Pues esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quienes amamos. Y verdaderamente es así, que aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces» (Libro de las Fundaciones, cap. 5).

Rm 5, 5. El amor del que se habla aquí es, a la vez, el amor con que Dios nos ama -que se manifiesta en el envío del Espíritu Santo-, y el amor que Dios pone en nuestras almas para que le podamos amar. El Concilio II de Orange, citando a San Agustín, resume así esta enseñanza: «Amar a Dios es exclusivamente un don de Dios. El mismo, que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos. Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien amamos con el Padre y el Hijo, derrama la caridad en nuestros corazones» (De gratia, can., 25; cfr. In Ioann. Evang., 102, 5).

Rm 5, 6-11. A la amistad que reinaba en el Paraíso entre Dios y el hombre sucedió la enemistad introducida por el pecado de Adán. Dios, al prometer un futuro Redentor, ofreció de nuevo su amistad al género humano. La medida de este amor de Dios por nosotros se pone de manifiesto en la «reconciliación» de que habla el Apóstol, que tuvo lugar en la Cruz cuando Cristo, dando muerte en sí mismo a la enemistad, estableció la paz y nos reconcilió con Dios (cfr. Ef 2, 15-16).
La petición del Padrenuestro -«perdonamos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»-, es una invitación a imitar esta conducta de Dios con nosotros, pues en el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con Dios nuestro Padre, «que reconcilió consigo al género humano, muy enemigo y contrario suyo, redimiéndolo de la eterna condenación por medio de la muerte de su Hijo» (Catecismo Romano, IV, 14, 19).

Rm 5, 12-21. Cuatro enseñanzas importantes sobresalen en este pasaje: 1) el pecado de Adán y sus consecuencias, entre las que destaca la muerte (vv. 12-14); 2) el contraste entre los efectos del pecado original y los frutos de la Redención de Cristo (vv. 15-19); 3) el papel que desempeña la Ley de Moisés en relación con el pecado (especialmente vv. 13.20) adelantando así lo que se describirá más ampliamente en el cap. 7; 4) la victoria final del reino de la gracia (vv. 20-21). Las enseñanzas señaladas están estrechamente unidas por una idea: solamente Jesucristo puede justificarnos y llevarnos a la salvación. El Apóstol habla de Adán, por ser éste «figura del que había de venir», es decir, de Jesús, el Mesías, que es la verdadera cabeza del género humano; y subraya al mismo tiempo que Cristo, mediante su obediencia y sumisión a la voluntad del Padre, se contrapone a la desobediencia y rebeldía de Adán, devolviéndonos con creces la felicidad y la vida eterna que habíamos perdido por el pecado de nuestros primeros padres.
Asistimos al enfrentamiento de dos reinos: el reino del pecado y de la muerte, y el reino de la justicia y de la gracia. Estos reinos se establecieron por Adán y por Cristo y se extienden a toda la humanidad.
Al ser la sobreabundancia de la gracia de Cristo la afirmación de mayor relieve, el pecado de Adán es descrito sin detenerse en detalles. San Pablo lo supone como una verdad muy conocida. Todos los cristianos han leído o han escuchado el relato del Génesis (Gn 3, 1-24), y han encontrado en varios textos de la Sagrada Escritura la confirmación y la explicación de lo que la experiencia universal manifiesta: todos los hombres son mortales, el género humano está sometido a una larga serie de penalidades (cfr. Sb 2, 23-24; Sal 51, 7; Jb 14, 4; Gn 8, 21; etc.).

Rm 5, 12-14. La frase podría ser completada del siguiente modo: así como el pecado entró en el mundo por obra de un solo hombre, así también la justicia nos llega por un solo hombre: Jesucristo. Adán, el primer hombre, es figura del «nuevo Adán»; aquél encerraba en sí toda la humanidad que había de ser engendrada a partir de él; el «nuevo Adán» es «primogénito de toda la creación», es «cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1, 15.18) porque es el Verbo encarnado y redentor. Con Adán nos unen vínculos que vienen de la carne y de la sangre; con Cristo nos unen los vínculos de la fe y de los sacramentos.
Dios, en su infinita bondad, cuando elevó a Adán a la participación de la vida divina, decretó también que nuestro primer padre nos transmitiera su naturaleza humana con todos los dones que la perfeccionaban y con la gracia que la santificaba. Pero Adán cometió un pecado al quebrantar el mandamiento de Dios en el paraíso, y perdió inmediatamente la santidad y la justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios le había amenazado. Hecho mortal, caído bajo el poder del diablo, Adán «fue mudado en peor», según el cuerpo y el alma (cfr. De peccato originali, can., 1). Desde entonces Adán y sus descendientes transmiten la naturaleza humana despojada de los dones sobrenaturales, en estado de enemistad con Dios, lo cual incapacita a los hombres para alcanzar la bienaventuranza eterna.
La existencia del pecado original es una verdad de fe, que ha reiterado solemnemente Pablo VI: «Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa (…). Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno» (Credo del Pueblo de Dios, n. 16).
Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia personal: cuando examinamos nuestro corazón comprobamos esa inclinación al mal y nos sentimos anegados por muchos males, que no pueden tener origen en nuestro santo Creador (cfr. Gaudium et spes, 13). El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros nos convence de la profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueve a luchar contra el pecado.
¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera…
Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después…, mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas…
Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo
(cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros… Y nosotros le pagamos con una cruz.
¿Necesitas más motivos para la contrición?
(Via Crucis, IV. n. 2).

Rm 5, 13-14. Tanto el mandamiento impuesto por Dios a Adán como la Ley mosaica amenazaban con pena de muerte a sus transgresores. No puede decirse lo mismo para el periodo que va desde Adán hasta Moisés. En este tiempo los hombres también pecaron en contra de la ley natural inscrita en el corazón de todos (cfr. Rm 2, 12 ss.). Sin embargo, no pecaron con «una transgresión semejante a la de Adán», ya que la ley natural no amenaza explícitamente con pena de muerte. Si no obstante también ellos tenían que morir, esto prueba -concluye el Apóstol- que la muerte no se debe a los pecados personales sino al pecado original. Otra prueba que suelen añadir los Padres de la Iglesia es la muerte de los niños antes de llegar al uso de razón.
La muerte es consecuencia del pecado original, porque éste comportó la pérdida del don preternatural de la inmortalidad (cfr. Gn 2, 17; Gn 3, 19). Adán incurrió en ella al quebrantar, con un acto personal, un mandamiento preciso dado por Dios. Posteriormente, con la Ley mosaica, había también algunos preceptos cuya sanción para los transgresores era la muerte (cfr. p. ej. Ex 21, 12 ss.; Lv 24, 16). Desde Adán hasta Moisés no existía ninguna ley que dijese: si tú pecas, morirás. Sin embargo, también en este periodo, todos los hombres morían, incluso quienes no habían pecado con «una transgresión semejante a la de Adán», es decir, con un pecado actual. Por tanto, la muerte es debida a un pecado -el pecado original-, que es propio de cada uno, y que, sin embargo, no es actual. Este pecado es la causa de la muerte, y la universalidad de ésta es prueba de la universalidad de aquél. Así resume esta enseñanza el Conc. Vaticano II: «La Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado (Sb 1, 13; Sb 2, 23-24; Rm 5, 21; Rm 6, 23; St 1, 15), será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina» (Gaudium et spes, 18).

Rm 6, 1-11. El reinado universal del pecado, que se estableció a partir de Adán, no es la única realidad presente en este mundo. Cuando el pecado fue colmado, es decir, cuando llenó su medida, la gracia traída por Jesucristo sobreabundó. Por medio del Bautismo esa gracia llega a cada uno de nosotros y nos libra del dominio del pecado. Al recibir este sacramento, los cristianos morimos, es decir, se destruye en nosotros la culpa, renunciamos definitivamente al pecado y nacemos a una nueva vida.
«El Señor -recuerda San Ambrosio a los recién bautizados-, que quiere que sus beneficios permanezcan, que los planes insidiosos de la serpiente sean disueltos y que sea eliminado al mismo tiempo aquello que resultó dañado, dictó una sentencia contra los hombres: 'Tierra eres y a la tierra has de volver' (Gn 3, 19), e hizo al hombre sujeto de la muerte (…). Le fue dado el remedio: el hombre moriría y resucitaría (…). ¿Me preguntas cómo? (…). Presta atención, pues para que también en este siglo fuera disuelto el lazo del diablo, fue instituido un rito por el que el hombre muriera estando vivo y resucitara también estando vivo… Gracias a la inmersión en agua, se borra la sentencia: 'Tierra eres y a la tierra has de volver'» (De Sacramentis, II, 6).
Este pasaje, que revela las verdades fundamentales relativas al Bautismo, nos recuerda, al mismo tiempo, la profunda significación del rito establecido por Cristo, los efectos espirituales que produce en los fieles y las grandes consecuencias que conlleva la recepción de este sacramento para toda la vida cristiana. Al Bautismo, en efecto, se le puede aplicar lo que Santo Tomás comenta a propósito de todos los sacramentos: «Hay que tener presente que en la santificación se pueden distinguir tres aspectos: su causa propia, que es la Pasión de Cristo; su forma, que consiste en la gracia y virtudes; y su último fin, que es la vida eterna. Los sacramentos significan todas estas realidades. Por tanto, el sacramento es, a la vez, signo rememorativo de la Pasión de Cristo que ya pasó, signo manifestativo de la gracia que se produce en nosotros mediante esa Pasión, y anuncio y prenda de la gloria futura» (S.Th. III, q. 60, a. 3, c.).
En el caso concreto del Bautismo, las diversas realidades que el sacramento significa adquieren un matiz específico: un nuevo nacimiento que supone antes una muerte simbólica. En nosotros se reproduce, por tanto, no sólo la Pasión, Muerte y sepultura de Cristo, representadas por la inmersión en el agua (vv. 3-4.6); sino también la nueva vida, la vida de la gracia, que se infunde en el alma como participación de la Resurrección de Cristo (vv. 4-5). La participación en la Resurrección del Señor a una vida inmortal es como una semilla que nos llevará en el futuro a la resurrección gloriosa de nuestros cuerpos.
El bautizado es, por tanto, una nueva criatura, un recién nacido a una vida nueva, un ser que acaba de pasar de las tinieblas a la luz. La vestidura blanca, símbolo de la inocencia y de la gracia, y la vela encendida, símbolo de la luz de Cristo, constituyen representaciones que la Iglesia emplea en la liturgia bautismal para significar estas realidades.
En efecto, en el Bautismo Dios «borra toda mancha de culpa tanto original como personal» (Ritual del sacramento de la Penitencia, praenot. n. 5), y remite también la pena debida por estos pecados. Al ser bautizado en el nombre de las tres divinas Personas, el cristiano recibe una manifestación del amor gratuito del Padre, una participación en el misterio pascual del Hijo, y una comunicación de la nueva vida en el Espíritu (cfr. Instrucción sobre el Bautismo de los niños, 20-X-1980, n. 9). El Bautismo, que es llamado también «puerta de la vida espiritual», hace que el hombre quede unido a Cristo y a la Iglesia por medio de la gracia, por la que somos hechos hijos de Dios y herederos de su gloria. Finalmente, al bautizado se le conceden, además de las virtudes infusas y los dones sobrenaturales, «las gracias necesarias para vivir cristianamente, y se imprime en su alma el carácter sacramental que le hace cristiano para siempre» (Catecismo de la Doctrina Cristiana, n. 250).
El carácter bautismal es como el sello de nuestra vocación cristiana, y nos hace participar del sacerdocio de Cristo y nos transforma en sujetos capaces de recibir los demás sacramentos.

Rm 6, 4. El simbolismo de la sepultura y de la resurrección se entiende mejor si se considera que antiguamente, y más aún en los tiempos apostólicos, el Bautismo se solía administrar principalmente por inmersión en el agua. En algunos casos, la inmersión era completa y hasta se repetía tres veces invocando sucesivamente a cada una de las tres divinas Personas. «Te preguntaron: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? Dijiste: Creo, y fuiste sumergido, esto es, fuiste sepultado. De nuevo te preguntaron: ¿Crees en nuestro Señor Jesucristo y en su Cruz? Dijiste: Creo. Y otra vez fuiste sumergido. Esta vez has sido sepultado con Cristo, y el que es sepultado con Cristo con Cristo resucita. Por tercera vez te preguntaron: ¿Crees en el Espíritu Santo? Dijiste: Creo, y por tercera vez fuiste sumergido, para que así la triple confesión te absolviera del múltiple lazo de la vida pasada» (De Sacramentis, II. 7).
El modo que ordinariamente se emplea hoy para administrar este sacramento, derramando agua sobre la cabeza (bautismo por infusión), se usaba ya en los tiempos apostólicos y se generalizó más tarde por razones prácticas.

Rm 6, 5. Así como el injerto y la planta forman una sola cosa y poseen una unidad de vida, así los cristianos, injertados o incorporados por el Bautismo en Cristo, formamos una sola cosa con Él y participamos ya ahora de su vida divina. Somos, además, injertados «con la semejanza de su muerte», ya que Cristo murió en la Cruz físicamente, mientras que nosotros, en el Bautismo, morimos a la vida del pecado espiritualmente. Así lo explica San Juan Crisóstomo: «El Bautismo es para nosotros lo que la cruz y la sepultura fueron para Cristo; pero hay una diferencia: el Salvador murió en su carne, fue sepultado en su carne, mientras que nosotros debemos morir espiritualmente. Por eso el Apóstol no dice que nosotros somos 'injertados en él con su muerte'; sino 'con la semejanza de su muerte'» (Hom. sobre Rm, 10).

Rm 6, 9-10. Jesucristo quiso someterse a las consecuencias del pecado, sin ser Él pecador. El lazo de la muerte quedó roto, tanto para Él como para todos los suyos, con su Muerte voluntaria en la cruz y su Resurrección: escapaba así, ya para siempre, del dominio de la muerte. Cristo, resucitando glorioso, ha alcanzado el triunfo definitivo: «Para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre» (Hb 2, 14-15). Ha ganado, por tanto, para su Humanidad y para nosotros una nueva vida.
En todos los que hemos sido bautizados se reproducen de alguna manera estos mismos acontecimientos de la vida de Cristo. «Nuestros antiguos pecados han sido eliminados por obra de la gracia. Ahora, para permanecer muertos al pecado después del Bautismo, se precisa el esfuerzo personal aunque la gracia de Dios continúe ayudándonos poderosamente» (Hom. sobre Rm, 11). Este esfuerzo personal se concretará en un propósito: Que nunca muramos por el pecado; que sea eterna nuestra resurrección espiritual (Santo Rosario, misterio glorioso).

Rm 6, 12-13. Nuestro cuerpo, unido sustancialmente al alma, es un instrumento que -como una pluma para el escritor- puede servir para practicar obras de justicia y de piedad o para combatir contra el espíritu. Es cierto que es un cuerpo «mortal», pero, comenta San Juan Crisóstomo, «no es en absoluto una substancia perversa, puesto que puede ser un arma de santidad y de justicia (…). Nuestro cuerpo está situado entre el vicio y la virtud. Es un arma que podemos libremente destinar para un uso u otro. El soldado que combate para la defensa de su patria emplea las mismas armas que el criminal que atenta contra la vida de sus conciudadanos (…). Así pues, el cuerpo puede ser instrumento del bien o del mal según la elección del alma y no por una disposición natural» (Hom. sobre Rm, 11).

Rm 7, 1-4. San Juan Crisóstomo señala la delicadeza de la comparación, que manifiesta un gran respeto hacia la Ley mosaica: «Pablo habla de la Ley como de un marido, y de los fieles como de una mujer. Pero su conclusión no es coherente con las afirmaciones anteriores, porque debería concluir enseguida: la Ley no os dominará más, porque la Ley murió. Sin embargo (…) para no irritar a los judíos afirma sencillamente (…): Vosotros habéis muerto para la Ley» (Hom. sobre Rm, 12). San Pablo y aquellos a los que se dirige estaban, antes de la Redención, sujetos a la Ley (representada por el marido). Una vez que por el Bautismo han participado de la muerte de Cristo (cfr. Rm 6, 3-4) están «muertos» para la Ley, y esto quiere decir que están libres de la Ley. Libres, sin embargo, para el bien, para dar frutos de vida santa, es decir, para «fructificar» para Dios, en virtud de la nueva unión entre ellos y Cristo.

Rm 7, 4. En sus epístolas San Pablo describe la Iglesia con la imagen del cuerpo. Incluso llega a decir de ella que «es el cuerpo de Cristo». Con esta expresión enseña el Apóstol la relación profunda de la Iglesia con Cristo y, a la vez, las relaciones de los cristianos entre sí. Sobre el concepto de Iglesia como Cuerpo de Cristo, cfr. Introducción a la «Teología» de San Pablo, pp. 78-81.

Rm 7, 5. El término «carne» indica, en éste como en otros muchos textos de San Pablo, la debilidad humana y, por tanto, la condición del hombre después del pecado original, la sede de la concupiscencia, de las pasiones desordenadas que incitan al pecado (cfr. Introducción a la «Teología» de San Pablo, pp. 46-47).

Rm 7, 6. La gracia de la Cruz libera al hombre de la tiranía del pecado. Sin la gracia el hombre, tras el pecado original, no sería capaz de evitar todos los pecados. Con la ayuda de la gracia, en cambio, puede aspirar a servir a Dios voluntariamente, no por miedo al castigo sino por amor filial, no según las amenazas de las antiguas Escrituras sino con la novedad del espíritu de filiación divina (cfr. 2Co 3, 6). Ésta es la libertad de espíritu que viven los cristianos: hacen lo que Dios quiere porque ellos también lo quieren. «Nosotros (…) sostenemos que la voluntad humana es ayudada por Dios para vivir rectamente de muchas maneras, porque el hombre, además de haber sido creado con voluntad libre y además de la doctrina que le enseña cómo debe vivir, recibe también el Espíritu Santo. Éste infunde en el alma la complacencia y amor de aquel sumo e inconmutable Bien que es Dios (…) para que así con esta gracia, que es como una prenda del don gratuito futuro, se enardezca para unirse a su Creador y se encienda en ansias de llegar a la participación de la verdadera luz. Así recibirá su bien de aquel mismo de quien recibió el ser» (De spiritu et littera, III, 5).

Rm 7, 7-13. La novedad de la vida cristiana contrasta con la letra de la Ley de Moisés. La Ley era ocasión de muerte (v. 5), aunque no es intrínsecamente mala (cfr. Rm 3, 20; Rm 4, 15; Rm 5, 13.20). Junto a la Ley, el Apóstol menciona otras dos realidades: el pecado y el hombre. Expone sus mutuas relaciones, mostrando a la vez la naturaleza de cada una de estas realidades: la «Ley» es la Ley de Moisés, aunque también puede referirse al precepto que Dios impuso a nuestros primeros padres (v. 11); el «pecado» es presentado como alguien que seduce (v. 11), que se opone a Dios (v. 13), o también puede referirse al pecado original con todas sus consecuencias, sobre todo la concupiscencia (vv. 7-8); por el «yo» puede entenderse en estos versículos 7-13 -como se desprende de los verbos en perfecto y aoristo- el mismo Pablo antes de su conversión, o la humanidad en general antes de la Redención de Cristo, o los judíos sometidos a la Ley mosaica.
La Ley no es mala, al contrario es santa, justa y buena (cfr. v. 12). Es, según una comparación de San Juan Crisóstomo, como un médico que niega a un enfermo algo que le hace daño: si el enfermo, a pesar de todo, lo toma, la culpa no es del médico sino del enfermo mismo (cfr. Hom. sobre Rm 12). La bondad de la Ley consiste en que es un don de Dios, está dirigida a Él, manifiesta el orden establecido por la Sabiduría divina, prohíbe todos los males, ayuda al hombre a conocer con claridad sus deberes y sobre todo prepara la venida del Redentor (Rm 3, 19 s.; Rm 5, 20; Ga 3, 19.24). Sin embargo, es insuficiente, porque no proporciona los medios para vencer al pecado. Esta insuficiencia, paradójicamente, resalta la bondad de la Ley: nos remite, en efecto, a la gracia de Cristo y a los medios sobrenaturales.
En este sentido, los Padres de la Iglesia insisten en que la Ley es sólo ocasión del pecado, le hace conocer la gravedad de su acción y aumenta así su culpabilidad. «Antes de la Ley -comenta San Juan Crisóstomo-, los pecadores bien sabían que estaban pecando; pero después de la Ley lo saben mucho mejor (…). En efecto, se tiene mucha menor culpa cuando se peca sólo contra la luz de la razón que cuando se peca, a la vez, contra esta luz y contra la Ley, que le añade una claridad todavía mayor» (Hom. sobre Rm, 12). Pero esto no nos debe llenar de pesimismo. A pesar de todo, la conciencia de la malicia del pecado que la Ley proporciona lleva a buscar la gracia de Dios. «Por esta promesa, es decir, mediante el beneficio de la gracia divina -dice San Agustín-, es cumplida perfectamente la Ley (…). La Ley fue dada para que la gracia fuese buscada; y la gracia fue concedida para que la Ley fuese practicada», (De spiritu et littera, XIX, 34).

Rm 7, 11. Después de la transgresión del precepto por nuestros primeros padres, Dios pregunta, en primer lugar a Adán y luego a Eva, por qué lo han hecho. La mujer responde: «La serpiente me sedujo, y comí» (Gn 3, 13). En el pecado original hubo un fraude un engaño por parte del diablo, que aquí se define como una «seducción». El tentador presentó el mal -la desobediencia y el orgullo- como un bien: «¡Ciertamente no moriréis! Sabe Dios que en cualquier tiempo que comiereis de él (del fruto prohibido) se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4-5). «Satanás -comenta Juan Pablo II- promete al hombre la omnipotencia y la omnisciencia divinas, esto es, la autosuficiencia e independencia absolutas. Pero el hombre no es hombre sino porque puede 'elegir' a Dios a cuya imagen ha sido creado. Sin embargo, el primer Adán se elige a sí mismo en lugar de Dios; cede a la tentación y se encuentra miserable, frágil, débil, 'desnudo', 'esclavo del pecado' (cfr. Jn 8, 34)» (Hom. 8-III-1981).
«El hombre pone en duda, en el pecado original y en todo pecado, el don y el Amor que Dios le ofrece en la Creación. Poniendo en duda, en su corazón, el significado más profundo de la donación, es decir, el amor como agente específico de la Creación y de la Alianza originaria (cfr. Gn 3, 5), el hombre da las espaldas al Dios-Amor, al 'Padre'. En cierto sentido, lo echa fuera de su corazón. Al mismo tiempo, pues, separa su corazón y casi lo corta de todo lo que viene del Padre, y queda en él lo que viene del mundo» (Audiencia general Juan Pablo II, 30-IV-1980).
La consideración de las tremendas consecuencias del pecado nos ayuda, por contraste, a apreciar la infinita misericordia de Dios, que se manifiesta en Cristo. El hombre sólo puede llegar a «ser como Dios» de verdad, si nace de Dios como hijo en el Hijo Unigénito.

Rm 7, 14-25. De los versículos 14 al 25, el «yo» que habla -como se desprende de los verbos en presente- ya no es Pablo antes de la conversión, sino después de ella; pero no sólo él, sino todos los hombres redimidos por la gracia de Cristo. Tenemos aquí una descripción, viva y dramática, de la lucha que todo hombre, incluso el cristiano, experimenta en su interior. Estas palabras reproducen una experiencia universal: hay en nuestros miembros una «ley», una inclinación, que lucha y se opone a la ley de nuestro espíritu (cfr. v. 23), es decir, al bien espiritual que Dios nos hace desear con su gracia. La misma expresión «ley del pecado que está en mis miembros» subraya la fuerza con que nuestros sentidos, apetitos y pasiones se niegan a seguir los preceptos del espíritu. Sin embargo, no se trata de un poder irresistible. La Iglesia enseña, en efecto, que también en los bautizados permanece el fomes peccati o concupiscencia, esto es, el deseo vehemente de apetencias terrenas o sensuales. La concupiscencia, «como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y enérgicamente la resisten con la gracia de Jesucristo» (De peccato originali, can., 5).
Los judíos sólo podían cumplir la Ley de Moisés por la gracia divina, que podía concedérseles anticipadamente en virtud de los méritos de Cristo. Sin la gracia eran como esclavos, vendidos «al pecado». Después de Cristo, quien no acepte su Redención se encuentra en una situación semejante, pues «en el estado de naturaleza corrompida el hombre necesita la gracia habitual que sana la naturaleza para evitar todo pecado. Y esta curación se da, en la vida presente, en la parte espiritual del hombre, sin que sane del todo el apetito carnal, y por esto el Apóstol dice en Rm 7, 25 hablando del hombre sanado por la gracia: 'Yo mismo sirvo con el espíritu a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado'. En este estado el hombre puede evitar el pecado mortal (…). Pero no puede evitar todos los pecados veniales, a causa de la corrupción de los movimientos de la sensualidad» (S.Th. I-II, q. 109, a. 8, c.).
De aquí viene la necesidad de la ayuda de Dios para perseverar en el bien y la exigencia de luchar personalmente para ser fieles. El Catecismo Romano, al considerar que aun después del Bautismo el hombre está sometido a varias penalidades y, entre ellas, a la concupiscencia, explica que Dios ha querido la permanencia de la muerte y del dolor, cuyo origen es el pecado, para que alcancemos una unión mística y real con Cristo, que quiso padecer y morir; mientras que la concupiscencia queda, con la debilidad del cuerpo, la enfermedad y los sufrimientos; «para que (…) tengamos campo abundante y materia para la virtud, de donde saquemos después frutos más ricos de gloria y premios más excelentes» (Catecismo Romano, II, 2, 48). Infelix ego homo!, quis me liberabit de corpore mortis huius? -¡Pobre de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? -Así clama San Pablo. -Anímate: Él también luchaba (Camino, 138).

Rm 7, 14. El hombre, después del pecado original, quedó sujeto a las pasiones y expuesto al asalto constante de la concupiscencia, «vendido como esclavo al pecado». Sanado por la gracia de Cristo en el Bautismo, está libre de la esclavitud, pero no completamente: permanece en nosotros la concupiscencia, que nos inclina al pecado, y cada vez que ofendemos a Dios aumenta en nosotros aquella esclavitud. Si, en cambio, correspondemos a la gracia, ésta nos hace más y más libres. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna (Amigos de Dios, 33).

Rm 8, 1-13. La situación del hombre en este mundo, tras el pecado original, está regida por dos polos de atracción: o busca a Dios por encima de todas la cosas y lucha, con la gracia de Dios, contra las inclinaciones de la propia concupiscencia; o se deja vencer y guiar por las pasiones desordenadas de la carne. El primer modo de comportarse es la vida según el espíritu; el segundo, la vida según la carne. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal (Amigos de Dios, 200).
La gracia santificante es la raíz de la vida «según el espíritu» de que habla el Apóstol en este pasaje. No se trata del mero hecho de estar en gracia, ni se reduce a unas cuantas prácticas piadosas. La vida según el espíritu -vida espiritual o sobrenatural- es un vivir según Dios que informa toda la conducta del cristiano: sus pensamientos, anhelos, deseos y obras se ajustan a lo que el Señor pide de él en cada instante y se realizan al impulso de las mociones del Espíritu Santo.
La fuente de donde brota la vida «según la carne» de que habla San Pablo es la triple concupiscencia, consecuencia del pecado original: «Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida» (1Jn 2, 16). En la vida presente no es posible suprimir del todo esta raíz que ininterrumpidamente produce nuevos brotes. El cristiano ha sido librado del pecado original por el Bautismo (cap. 6) y de la sujeción a las leyes ceremoniales de la Ley mosaica con la venida de Cristo (cap. 7), pero este enemigo de nuestra vida en Jesucristo -las concupiscencias de la carne- está presente aun después de haber recibido el Bautismo y estar ya bajo la Ley del Espíritu. «Es necesario someterse al espíritu, entregarnos de corazón y esforzarnos por mantener la carne en el puesto que le corresponde. De esta forma nuestra carne se volverá espiritual. Por el contrario, si cedemos a la vida cómoda, ésta haría descender nuestra alma al nivel de la carne y la volvería carnal» (Hom. sobre Rm, 13).

Rm 8, 3. La cláusula «lo hizo» se ha añadido, pues la frase en el texto original está incompleta.
El hombre no podía liberarse del pecado por sí mismo, ni siquiera con la ayuda de la Ley Antigua. Pero lo que es imposible para los hombres no lo es para Dios: de hecho, liberó del pecado al hombre enviando a su propio Hijo para que Éste, al encarnarse, venciera con su muerte al pecado. Nosotros, si nos unimos a los méritos de Cristo y participamos de su Resurrección, podemos también vencer al pecado.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al asumir la naturaleza humana, quiso tomar una carne semejante a la del pecado, aunque no el pecado mismo. Podía haber tomado una carne gloriosa, pero «siendo tres los estados del hombre, a saber, el de inocencia, el de culpa y el de gloria, Cristo asumió del estado de gloria la visión beatifica; del de inocencia la exención del pecado, mientras que del de culpa asumió la necesidad de sujetarse a las penalidades de esta vida» (S.Th. III, q. 13, a. 3, ad 2). Estas penalidades -el hambre, el cansancio, el sufrimiento y sobre todo la muerte- constituyen la «carne pecadora». Al asumirlas, Cristo se ha hecho semejante a nosotros, facilitándonos así que podamos entenderle mejor y dándonos la certeza de que no nos abandona aun cuando nos encontremos en esas situaciones.

Rm 8, 10-11. El cristiano, una vez justificado, vive en gracia de Dios y espera con seguridad su futura resurrección; en él vive Cristo mismo (cfr. Ga 2, 20; 1Co 15, 20-23). Sin embargo, no le es ahorrada la experiencia de la muerte, secuela del pecado original (cfr. Rm 5, 12; Rm 6, 23). Junto con el dolor, la concupiscencia y otras penalidades, la muerte permanece aun después del Bautismo para que luchemos y para que nos asemejemos a Cristo. En este sentido, casi todos los intérpretes entienden que la expresión «el cuerpo está muerto a causa del pecado» equivale a decir que el cuerpo humano está destinado a la muerte a causa del pecado. Tan segura es la muerte que el Apóstol considera que el cuerpo ya «está muerto».
San Juan Crisóstomo hace una penetrante observación: si Cristo vive en el cristiano, allí está también el Espíritu divino, la Tercera Persona de la Trinidad. Donde no está este divino Espíritu, allí reina de verdad la muerte, y con ella la ira de Dios, el rechazo de las leyes, la separación de Cristo, el destierro de este huésped. Y añade: «Pero cuando se tiene en sí al Espíritu, ¿qué bienes nos pueden faltar? Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu, se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud. Esto es lo que Pablo llama dar muerte a la carne» (Hom. sobre Rm, 13).

Rm 8, 14-30. La vida del cristiano es una participación en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Al ser nosotros, por adopción, verdaderamente hijos de Dios, tenemos -por decirlo así- un derecho a participar también en su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (vv. 14-18). Esta vida divina en nosotros, iniciada en el Bautismo por la regeneración en el Espíritu Santo, se desarrolla y crece bajo la dirección de este Espíritu, que nos hace cada vez más conformes a la imagen de Cristo (vv. 14.26-27). Así, nuestra filiación adoptiva es ya ahora una realidad -poseemos ya las primicias del Espíritu (v. 23)-; pero sólo al final de los tiempos, con la resurrección gloriosa de nuestro cuerpo, nuestra redención llegará a su plenitud (vv. 23-25). Mientras tanto estamos en un estado de espera -no carente de padecimientos (v. 18), gemidos (v. 23) y flaquezas (v. 26)-, caracterizado por una cierta tensión entre lo que ya poseemos y somos, y lo que aún anhelamos. En este anhelo nuestro participa la creación entera, cuyo destino está, según el querer de Dios, íntimamente ligado al nuestro, esperando ella también su transformación al final del mundo (vv. 19-22). Todo esto se desarrolla según un plan de Dios, establecido desde toda la eternidad y llevado a cabo en el tiempo bajo la tutela segura de la divina Providencia (vv. 28-30).

Rm 8, 14-15. Así sentía el espíritu de filiación divina un hombre de Dios que enseñó a vivir a millares de personas este rasgo capital de la vocación cristiana: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo… -Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende…, a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos
(Camino, 267).
Este sentido de la filiación divina tomó una forma peculiar e intensa en la vida del Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en una ocasión bien precisa de 1931: En momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible -de lo que hoy contempláis hecho realidad-, sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración (Apuntes, VI, 3). 18. «Por tanto -comenta San Cipriano-, ¿quién no va a esforzarse por lograr tan gran gloria, por hacerse amigo de Dios, por gozar enseguida con Cristo, por recibir los premios divinos tras los tormentos y suplicios de la tierra? Si es una gloria para los soldados de este mundo volver triunfantes a su patria después de abatir al enemigo ¿cuánta mayor y plausible gloria será, una vez vencido el diablo, volver triunfantes al cielo (…); llevar allá los trofeos victoriosos (…); sentarse al lado de Dios cuando venga a juzgar, ser coheredero con Cristo, equipararse a los ángeles y disfrutar con los Patriarcas, con los Apóstoles y con los Profetas de la posesión del Reino de los Cielos? (…). Un espíritu asentado en estos pensamientos sobrenaturales permanece fuerte y firme, y persiste inmóvil contra los ataques del demonio y las amenazas del mundo, un espíritu fortalecido por una sólida y segura fe en lo futuro (…). ¡Qué dignidad y qué seguridad partir de aquí gozoso (…), cerrar en un instante los ojos que veían a los hombres y al mundo, para ver a Dios y a Cristo! (…). Estas consideraciones debe hacerse la mente, esto debe meditarse día y noche. Si la persecución encuentra así preparado al soldado de Dios, no habrá poder capaz de derribar un espíritu dispuesto de tal manera para la pelea» (Epist. ad Fortunatum, 13).

Rm 8, 19-21. Para dar mayor énfasis a sus palabras, San Pablo recurre a una metáfora, presentando la creación entera, el universo material, como un ser vivo, en una persona que, entre gemidos y dolores, con impaciencia, está a la espera de algo: levanta la cabeza, alarga el cuello y fija atentamente la mirada en el horizonte.
En efecto, según el querer de Dios, el mundo material esta estrechamente vinculado al hombre y a su destino. «La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado 'a imagen de Dios', con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios» (Gaudium et spes, 12).
La vanidad a la que se ve sujeta la creación no es tan sólo la corrupción y la muerte, sino sobre todo el desorden introducido por el pecado del hombre. Los bienes materiales deberían ser, según el plan de Dios, medios para que el hombre alcanzara el último fin de su existencia. Al emplearlos desordenadamente, desligados de su relación a Dios, el hombre los convierte en instrumentos de pecado, y, por tanto, sometidos a la consecuencia de éste.
«¿Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de la 'creación entera que hasta ahora gime y sufre toda ella con dolores de parto' y 'anhela la manifestación de los hijos de Dios', acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante nuestro siglo, en cuanto al dominio del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá él mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión 'a la vanidad'? (…). El mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo el que 'gime y sufre' y 'anhela la manifestación de los hijos de Dios'?» (Redemptor Hominis, 8).
Restablecer el orden querido por Dios y conducir a su plenitud el mundo entero es principalmente fruto de la acción del Espíritu Santo Vivificador, verdadero Señor de la historia: Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena.
La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios
(Es Cristo que pasa, n. 130).

Rm 8, 28. El sentido de la filiación divina nos ayuda a descubrir que todos los acontecimientos de nuestra vida son dirigidos por la amabilísima Voluntad de Dios. Él, que es nuestro Padre, nos concede lo que más nos conviene y espera que descubramos su amor paternal tanto en los acontecimientos favorables como en los adversos: «Fíjate bien -señala San Bernardo- que no dice que las cosas sirvan al capricho, sino que cooperan al bien. No al capricho, sino a la utilidad; no al placer, sino a la salvación; no a nuestro deseo, sino a nuestro provecho. En este sentido, cooperan siempre todas las cosas a nuestro bien, aun incluyendo la misma muerte, aun el mismo pecado (…). ¿Acaso no cooperan los pecados al bien de aquel que con ellos se vuelve más humilde, más fervoroso, más solícito, más precavido, más prudente?» (De fallacia et brevitate vitae, 6). Con este convencimiento, lleno de esperanzado optimismo, superaremos todas las dificultades: Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.

Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad! (Via Crucis, IX, n. 4.

Rm 8, 29. Cristo es llamado «primogénito» por muchos motivos. Es el «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15) porque su generación es eterna y porque «todo fue hecho por él» (Jn 1, 3). Es también el nuevo Adán y, por tanto, la cabeza del género humano en la obra de la redención (cfr. 1Co 15, 22.45). Es «el primero en renacer de entre los muertos» (Col 1, 18; Ap 1, 5) y, por tanto, la cabeza de todos los que han alcanzado la gloria y esperan su futura resurrección (1Co 15, 20.23). Es, por último, el «primogénito entre muchos hermanos», porque, en el orden de la gracia, nos hace participar de su filiación divina: mediante la gracia habitual, en efecto, llegamos a ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. «Porque así como Dios quiso comunicar a los demás su natural Bondad, concediéndoles una participación de esa Bondad, de modo que Él fuera no sólo bueno sino también autor de los bienes; así el Hijo de Dios quiso comunicar a los demás una filiación semejante a la suya, de modo que fuera no sólo hijo, sino el primogénito de los hijos» (Comentario sobre Rm, ad loc.).
De esta profunda realidad, que Santo Tomás describe, viene el deseo cristiano de imitar a Cristo: la filiación divina nos mueve a reproducir en nosotros las palabras y gestos del Hijo Unigénito. Señor que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias… Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti.
Seremos otros Cristos, el mismo Cristo,
ipse Christus (Via Crucis, VI).

Rm 8, 31-39. Los escogidos saldrán victoriosos de todos los ataques, peligros y padecimientos, no por su propia fuerza, sino por la virtud omnipotente de Aquél que los ha amado desde toda la eternidad, y que no dudó en entregar a la muerte a su mismo Hijo Unigénito para su salvación. Es cierto que todavía, mientras vivimos, no hemos alcanzado la salvación, pero tenemos seguridad de que la alcanzaremos precisamente porque Dios no dejará de darnos todas las gracias necesarias para que suceda así: basta que nosotros queramos recibir estos beneficios divinos. Nada de lo que nos puede ocurrir podrá apartarnos del Señor: ni el temor de la muerte, ni el amor de la vida, ni los ángeles malos, ni los príncipes de los demonios, ni las potestades del mundo, ni los tormentos que nos hacen sufrir, ni aquellos sufrimientos que nos amenazan, ni todo lo más terrible y funesto que pueda sucedernos. «Pablo mismo -recuerda San Juan Crisóstomo- tuvo que luchar contra numerosos enemigos. Los bárbaros le atacaban, sus propios guardianes le tendían trampas, hasta los fieles, a veces en gran número, se levantaron contra él, y sin embargo Pablo triunfó de todo. No olvidemos que el cristiano fiel a las leyes de su Dios vencerá tanto a los hombres como a Satanás mismo» (Hom. sobre Rm, 15).
Éste es el motivo por el cual vivimos como hijos de Dios, sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: El Señor quiere que estemos en el mundo y que le amemos, sin ser mundanos. El Señor desea que permanezcamos en este mundo -que ahora está tan revuelto, donde se oyen clamores de lujuria, de desobediencia, de rebeldías que no llevan a ninguna parte-, para que enseñemos a la gente a vivir con alegría (…). No tengas miedo al mundo paganizado, porque el Señor nos busca justamente para que seamos levadura, sal y luz en medio de este mundo. No te preocupes, que el mundo no te hará daño, a no ser que a ti te dé la gana. Ningún enemigo de nuestra alma puede nada, si nosotros no queremos consentir. Y no consentiremos, con la gracia de Dios y la protección de nuestra Madre del cielo (Apuntes, VI, 3).

Rm 8, 31. Esta exclamación del Apóstol nos revela toda la realidad del amor de Dios Padre, que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta. Dios está con nosotros, está siempre a nuestro lado. Es éste un grito de confianza, lleno de optimismo, a pesar de las miserias personales, apoyado firmemente en la conciencia de nuestra filiación divina. Esta lucha del hijo de Dios (…) es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas. En nuestro caso, además, como Dios -insisto- no pierde batallas, nosotros, con Él, nos llamaremos vencedores (…).
Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes
(cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rm 8, 31). Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él (Amigos de Dios, 219).

Rm 8, 38-39. «Ángeles», «principados»: Son nombres de diversas jerarquías angélicas (cfr. Ef 1, 21; Ef 3, 10), pero podrían estar referidos también a los ángeles caídos, a los demonios (cfr. 1Co 15, 24; Ef 6, 12). «Potestades»: puede ser sinónimo de «ángeles» y «principados».
«Altura» y «profundidad» designan quizá aquellas fuerzas cósmicas que, según la cultura de aquella época, ejercían un cierto influjo sobre la vida de los hombres.
Con esta enumeración de fuerzas poderosísimas -reales o supuestas-, superiores a nosotros. San Pablo quiere expresar de manera viva que nada ni nadie, ninguna criatura, es más fuerte que el amor de Dios por nosotros.

Rm 9, 1-Rm 11, 36. San Pablo aborda en los caps. 9-11 de Romanos, como indicamos en el título de la sección, «el plan de Dios sobre el pueblo elegido». El Apóstol hace hondas consideraciones y explica que Israel como pueblo, en general, no ha aceptado el Evangelio, habiendo sido, sin embargo, el primer destinatario de las promesas divinas de salvación

Rm 9, 3. Hay una contradicción aparente entre lo que se dice aquí -«yo mismo pediría a Dios ser anatema de Cristo»-, y lo que antes (cfr. Rm 8, 31 ss.) era el motivo de la esperanza cristiana: nada nos puede separar de la caridad de Cristo. Pero esta contradicción se resuelve con facilidad, porque las dos consideraciones son complementarias. El amor de Dios nos mueve a amar a los demás con tal intensidad que desearíamos sufrir cualquier dolor a condición de que los demás estén unidos a Dios. No se trata de la separación definitiva, es decir, de la condenación eterna, sino de estar dispuestos a renunciar a todo favor material o espiritual que Dios nos pueda conceder. Esto significa estar dispuestos a sufrir la condenación pública, a ser entregados a las mayores afrentas y a ser considerados como unos malhechores, como lo fue Jesucristo. Algunos autores han interpretado la frase en el sentido de que el Apóstol estaría dispuesto a renunciar incluso a la felicidad eterna. Es evidente que nos encontramos ante una expresión hiperbólica, propia de los orientales, del tipo de aquélla que pronunció Moisés cuando intercedió ante Dios por los israelitas que habían caído en la idolatría: «Perdónales su pecado, o si no lo haces, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32, 31-32). Tanto Moisés como San Pablo saben que Dios los ama y los protege y que no es posible separar la visión de Dios de la felicidad inefable, pero quieren expresar que la salvación del pueblo elegido está por encima de su propio bien personal.

Rm 9, 4-6. Los israelitas son los descendientes de Jacob, a quien Dios puso el nombre de Israel (cfr. Gn 32, 29). Esta condición de ser hijos de Israel es el fundamento de los privilegios que Dios les concede a lo largo de la Historia Sagrada: en primer lugar el rango de pueblo de Dios, elegido como hijo adoptivo de Yahwéh (cfr. Ex 4, 22; Dt 7, 6); también recibir la gloria de Dios que habitó en medio de ellos (cfr. Ex 25, 8; Dt 4, 7; Jn 1, 14); tener el honor de poder tributar al Dios Único y Verdadero el auténtico culto, y recibir de Él la Ley de Moisés, la cual explicitaba los principios de la ley moral natural y otros aspectos de la Voluntad divina; finalmente, haber sido el depositario de las reiteradas promesas mesiánicas.
Pero, sobre todo, la gran dignidad del pueblo elegido se pone de manifiesto en que el mismo Dios quiso asumir una naturaleza humana con todo lo que era característico de la raza israelita. Jesucristo, como verdadero hombre, desciende «según la carne» de los israelitas, y es a la vez verdadero Dios porque es «sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos».
También en otras epístolas de San Pablo se encuentran afirmaciones parecidas, relativas al núcleo mismo del misterio de la Encarnación, en las que se subrayan al mismo tiempo las dos naturalezas y la única Persona de Cristo (cfr. Rm 1, 3-4; Flp 2, 6-7; Col 2, 9; Tt 2, 13-14).
En el pasaje que estamos comentando, esta afirmación aparece en forma de doxología o glorificación de Dios, una de las más solemnes con que en el AT se ensalzaba a Yahwéh (cfr. Sal 41, 14; Sal 72, 19; Sal 106, 48; Ne 9, 5; Dn 2, 20; etc.). Llamar a Jesucristo «Dios bendito por los siglos» es una de las maneras más explícitas y expresivas de afirmar su divinidad.

Rm 9, 10-13. Contra toda previsión y al margen del derecho de primogenitura vigente entre los Patriarcas, Dios escoge no al primogénito Esaú, sino a su hermano gemelo Jacob como heredero de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia. Así se cumple el anuncio hecho a su madre Rebeca: «El mayor servirá al menor» (Gn 25, 23). En efecto, Isaac, al bendecir a su hijo Jacob, le constituye en señor de su hermano (cfr. Gn 27, 29). Esta elección, hecha antes del nacimiento, manifiesta con toda claridad el carácter completamente gratuito de la vocación del Patriarca, que aún no había podido hacer nada para merecerla. La preferencia que Dios mostró por el menor de los hermanos, según el profeta Malaquías (Ml 1, 2-3), debía recordar siempre a los judíos, descendientes del mismo Jacob, que también su vocación como pueblo elegido era una muestra del amor de predilección de Yahwéh -«amé a Jacob y odié a Esaú»-; así les movía al agradecimiento.
A la luz de estos ejemplos de la Historia Sagrada puede entenderse mejor que el Apóstol explique a los judíos que la llamada de los gentiles a la fe no ha de considerarse sorprendente.
Santo Tomás, al comentar este pasaje, señala la diferencia entre nuestro modo de amar y el de Dios: «La voluntad del hombre se mueve al amor atraída por el bien que encuentra en la cosa amada y por eso la elige con preferencia a otra (…). La voluntad de Dios, en cambio, es la causa de cualquier bien que se encuentra en una criatura (…). De ahí que Dios no ame a un hombre por encontrar en él un bien que le mueva a escogerle, sino que más bien le antepone a los demás y lo escoge, porque lo ama» (Comentario sobre Rom, ad loc.).
El Señor hizo notar a los Apóstoles el carácter gratuito de la vocación al decirles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16).
Es más, el ejemplo de Jacob, la vocación de los Apóstoles, la elección misma de San Pablo, y la de tantos otros en el transcurso de la historia, muestran que Dios se complace en elegir precisamente a aquellos que a los ojos de los hombres pueden parecer menos aptos. Te reconoces miserable. Y lo eres. -A pesar de todo -más aún: por eso- te buscó Dios.
-Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la 'obra' es suya. -A ti sólo te pide docilidad
(Camino, 475).

Rm 9, 13. La expresión «odié a Esaú» ha de entenderse a la luz de la constante enseñanza de la Sagrada Escritura: Dios ama a todas sus criaturas y no odia a nadie ni a nada de lo que ha creado (cfr. Sb 11, 24). En este sentido, Dios ama también a Esaú, pero si comparamos este amor con el amor de predilección por Jacob, parece odio. Es éste un modo de hablar frecuente entre los semitas, empleado a veces también por el Señor, cuando compara p. ej. el amor que a Él se le debe con el amor hacia los padres (cfr. Mt 10, 37 y Lc 14, 26).

Rm 9, 14-33. La elección del pueblo de Israel entre todos los pueblos, el endurecimiento y castigo del Faraón, la salvación o reprobación individual representadas en la alegoría de la vasija de barro, son otros tantos ejemplos que manifiestan la existencia de un profundo misterio: la predestinación. La fe nos enseña que Dios, todopoderoso y omnisciente, no sólo conoce todos los acontecimientos futuros, sino que con su infalible voluntad los dispone para la consecución del fin establecido: la Sabiduría divina, dice la Sagrada Escritura, «se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna todo el universo con suavidad» (Sb 8, 1).
Dios establece desde toda la eternidad que las criaturas racionales lleguen a la felicidad eterna movidas por la gracia y mediante su libre cooperación. La esencia del misterio consiste en que nuestra inteligencia de criaturas, tan limitada, no consigue entender del todo cómo se compaginan la infalibilidad del designio divino y la libertad humana. La intervención libre del hombre es necesaria «porque la bebida de la humana salvación, que está compuesta de nuestra flaqueza y de la virtud divina, tiene ciertamente en sí misma poder para aprovechar a todos, pero si no se bebe, no cura» (Conc. de Quierzy, Doctrina de libero arbitrio hominis et de praedestinatione, cap. 4). Y también es una realidad misteriosa que Dios, a pesar de su voluntad salvífica universal, permite que algunos se condenen.
Como somos libres, se podría pensar que la salvación o la condenación dependen exclusivamente de nosotros; por el contrario, si la voluntad de Dios es realmente infalible, la salvación o la condenación parece depender sólo de su arbitrio. Frente a estas dos posturas equivocadas, la Iglesia ha precisado a lo largo de los siglos la doctrina. Contra quienes insistían demasiado en la fuerza de la libertad humana, el Magisterio afirmó que «debemos por bondad de Dios predicar y creer que por el pecado del primer hombre de tal manera quedó inclinado y debilitado el libre albedrío que en adelante nadie puede amar a Dios como se debe, ni creer en Dios, ni obrar por Dios lo que es bueno, sino sólo aquél a quien previniere la gracia de la divina misericordia» (De gratia, Conclusión). Añadió también, con palabras de San Agustín, que cuando los hombres siguen libremente el querer de Dios, aun cuando lo que hacen lo hagan voluntariamente, su voluntad, sin embargo, es de Aquél que dispone y manda lo que quieren (cfr. Ibid., can 23; In Ioann. Evang., 19, 19). Más gráficamente, amar a Dios es un don de Dios.
«Dios omnipotente quiere que todos los hombres sin excepción se salven (cfr. 1Tm 2, 4), aunque no todos se salvan. Ahora bien, que algunos se salven es don del que salva; pero que algunos se pierdan, es merecimiento de los que se pierden» (Conc. De Quierzy, Doctrina de libero arbitrio hominis et de praedestinatione, cap. 3). En otro lugar enseña el Magisterio: «Confiadamente confesamos la predestinación de los elegidos para la vida, y la predestinación de los impíos para la muerte; sin embargo, en la elección de los que han de salvarse, la misericordia de Dios precede al buen merecimiento; en la condenación, en cambio, de los que han de perecer, el merecimiento malo precede al justo juicio de Dios (…). Pero que hayan sido algunos predestinados al mal por el poder divino, es decir, como si no pudieran ser otra cosa, no sólo no lo creemos, sino que si hay algunos que quieren creer tamaño mal, contra ellos, como el Sínodo de Orange, decimos anatema con toda detestación» (Conc. III de Valence, De praedestinatione, can., 3).
En el misterio de la predestinación se manifiestan tres verdades sumamente alentadoras. En primer lugar, la absoluta libertad y generosidad de Dios al concedernos su gracia sin ningún mérito por nuestra parte. Porque así como todos los hombres somos pecadores delante de Él (cfr. Rm 3, 9 ss.), Él otorga su amor y su justificación por propia bondad y misericordia (vv. 15-16). En segundo lugar, que la voluntad salvífica de Dios es universal y abarca a la humanidad entera: Él quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1Tm 2, 4) y Cristo, enviado por el Padre para realizar la obra de nuestra Redención, murió en la Cruz por todos los hombres. En tercer lugar que Dios, en la obra de nuestra salvación, cuenta con nuestra libre correspondencia, que con su gracia previene y despierta. En este sentido el hombre siempre puede oponerse a la gracia que recibe de Dios. La obra de nuestra salvación es, pues, un continuo e íntimo entramado de la gracia divina, que antecede, y de la correspondencia humana, cuya libre decisión es preparada por Dios.
Por eso nada hay que temer por parte de Dios: Él es un Padre que no quiere condenar a sus hijos. San Agustín, después de sondear este misterio, concluía con una exhortación a la esperanza y a la oración: «Vosotros, por tanto, debéis esperar que la misma perseverancia en la obediencia os vendrá del Padre de las luces (cfr. Jb 1, 17), del cual viene toda dádiva y todo don perfecto, y debéis pedirla en vuestras oraciones diarias, y al hacerlo debéis estar seguros de que no estáis alejados de la predestinación de su pueblo, porque Él os da la posibilidad misma de actuar así» (De dono perseverantiae, 22, 62).

Rm 9, 18. Dios, al distribuir libremente su gracia de modo desigual entre los hombres, desea que esa variedad contribuya a la belleza y perfección de sus obras. Esta distribución desigual de la gracia incluye también el don de la perseverancia final, que no es exigible por el hombre sino que Dios lo da a quien quiere. A todos, sin embargo, concede la gracia de la conversión y el arrepentimiento, y abre las puertas de la salvación. Pero si el hombre rechaza estos dones en uso de su libertad, Dios respeta esa decisión humana.
Sólo en sentido permisivo se puede decir que Dios es causa del endurecimiento del corazón, aunque propiamente la responsabilidad de este endurecimiento es exclusiva del pecador. Santo Tomás lo explica con esta comparación: «El sol, aunque de por sí sea capaz de iluminar todos los objetos, si encuentra un obstáculo en algún cuerpo lo deja en tinieblas, como por ejemplo, cuando una casa tiene las ventanas cerradas. Desde luego el sol no es la causa de la oscuridad, porque no es por voluntad suya por lo que la luz no entra en el interior; la oscuridad se debe sólo al hombre que cierra la ventana. Así Dios, en su juicio, no infunde la luz de la gracia a los que interponen obstáculos» (S.Th. I-II, q. 79, a. 3).
La unión en Dios de la justicia con la infinita misericordia es otro misterio insondable. Nos bastará considerar que, de todos modos, Dios siempre ofrece oportunidades de conversión y arrepentimiento. La Iglesia nos invita por esto a no cerrar nuestro corazón a las invitaciones divinas: «¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor!: no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 95, 8).

Rm 9, 20-23. La imagen del alfarero que modela el barro para hacer vasijas de todo tipo aparece varias veces en los Libros Sagrados. Era algo que debía resultar familar a todo hebreo. En los Profetas indica el poder divino sobre la historia: el alfarero es Dios y la vasija es el pueblo elegido (cfr. Is 29, 16; Is 45, 9; Jr 18, 6 ss.). En los Libros sapienciales la misma idea se aplica a cada fiel, que está sometido a Dios como está el barro en manos del alfarero, porque en cuanto a los hombres, «a todos los hizo del polvo; de la tierra fue creado Adán. Con su gran saber el Señor los diferenció e hizo distintos sus caminos. Como la arcilla del alfarero está en sus manos, para que la plasme y la modele según su beneplácito, así está el hombre en manos de Aquél que lo hizo y que le retribuirá según su juicio» (Si 33, 10-13; cfr. Sb 15, 7). No se puede pedir cuentas a Dios por su actuación; la Voluntad divina está muy por encima de lo que el hombre puede comprender. Pero no por eso quedan mermadas nuestra libertad y responsabilidad personales. Contamos con la seguridad de que Dios no puede querer sino nuestro bien.
Haciendo referencia a la imagen del alfarero. San Juan Crisóstomo comenta: «Con estas palabras el Apóstol no quiere destruir el libre albedrío, sino mostrar solamente cómo debemos obedecer a Dios. Cuando se trata de pedir cuentas a Dios sobre su modo de obrar, tenemos que ser como la arcilla: no debemos ni contestar, ni preguntar, tampoco hablar, ni siquiera pensar, sino tener la flexibilidad de la arcilla que cede a la presión de las manos del alfarero y viene a ser lo que él quiere (…). Adorad a Dios y con vuestra docilidad imitad la arcilla (…). Dios no hace nada de modo ciego o al azar, aunque vosotros no conozcáis los secretos de su sabiduría» (Hom. sobre Rm, 16).

Rm 9, 30-33. El verdadero Israel no es propiamente el que desciende de Abrahán «según la carne» (cfr. Rm 9, 7) y que buscaba justificarse por sus obras y no por su fe; el verdadero Israel es el resto del que habían hablado los profetas, la porción de Israel que, conforme al ejemplo de Abrahán, vivía de la fe, y la parte de los gentiles que -lo mismo que el resto de Israel- había aceptado el Evangelio de Jesucristo. Así, la Iglesia, constituida por una porción de Israel y otra de los gentiles, es el verdadero Israel, que se constituye a partir de Cristo no por los lazos de la sangre sino del espíritu.

Rm 10, 6-8. San Pablo cita y aplica aquí unas palabras del Deuteronomio: «Estos mandamientos -habla Moisés al pueblo de Israel- que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo para que tengas que decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? (…) ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está muy cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica» (Dt 30, 11-14). La Ley que Dios otorgó a Moisés, en efecto, manifestaba claramente la voluntad divina y hacía más accesible su cumplimiento. Con la Encarnación, el Verbo de Dios, la Palabra hecha carne, ha habitado entre nosotros, mostrándonos el camino para llegar a Dios. Para el cristiano la vida y la doctrina del Verbo encarnado son ahora los preceptos y mandamientos divinos. Jesucristo al descender del Cielo en la Encarnación nos trajo la gracia y la verdad, y al resucitar de entre los muertos ha vencido la muerte, y al subir al Cielo y enviarnos, junto al Padre, el Espíritu Santo, ha culminado su obra redentora.

Rm 10, 9. Al menos desde el siglo III a.C. tenemos documentado que los hebreos no pronunciaban, por respeto, el nombre de Yahwéh, sino que lo sustituían generalmente por el de Señor. Los primeros cristianos, al aplicar a Cristo el título de Señor, hacían profesión de fe en la divinidad de Jesús.

Rm 10, 10. Es indispensable que en el acto de fe intervenga la libre voluntad humana, como explica Santo Tomás al comentar este pasaje: «Muy a propósito dice que se cree con el corazón. Porque todo lo demás que se refiere al culto externo de Dios, el hombre puede hacerlo contra su voluntad, pero no puede creer si no quiere. En efecto, el entendimiento de un creyente no está obligado a adherirse a la verdad por una necesidad racional, como en el caso de una ciencia, sino que es movido por la voluntad» (Comentario sobre Rm, ad loc.).
Pero para vivir de fe es necesaria, además de la aceptación interior, la profesión externa del hombre, que, al estar compuesto de alma y cuerpo, tiende por naturaleza a expresar con palabras lo que concibe en su corazón; la profesión externa puede ser incluso obligatoria cuando así lo exige el honor debido a Dios o el bien del prójimo. En el caso, por ejemplo, de una persecución estamos obligados a profesar externamente la fe, hasta con peligro de muerte, si, al ser interrogados sobre la fe, de nuestro silencio se pudiera deducir que no tenemos fe o que no es la verdadera, dando ocasión, por nuestro mal ejemplo, a que otros se alejaran de ella. Pero no hay que pensar sólo en circunstancias tan extremas y graves; también en la vida diaria hemos de observar esta conducta. En ninguna de estas situaciones -ordinarias o extraordinarias- nos faltará la ayuda de Dios para confesar valientemente nuestra fe (cfr. Mt 10, 32-33; Lc 12, 8).

Rm 10, 14-21. Las palabras del Apóstol podrían resumirse en la siguiente argumentación: los judíos no tienen excusa para no invocar a Cristo como Señor, ya que si no creen en Él es por su rebeldía, pues la palabra de la predicación sí les ha llegado.

Rm 10, 14-17. Fe, conversión de vida y sacramentos constituyen la finalidad de la evangelización realizada por la Iglesia desde el principio, cumpliendo así el mandato del Señor: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16). Los Hechos de los Apóstoles narran muchos detalles de esa primera evangelización, a la que acompañaban los prodigios obrados por los Apóstoles en virtud del poder recibido de Jesucristo.
El mismo día de Pentecostés asistimos ya a la predicación vibrante de San Pedro y podemos admirar los milagros que se realizan: Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados (…). Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe (Es Cristo que pasa, n. 127). Es el mismo Dios quien realiza los milagros por manos de los Apóstoles; y quien, sirviéndose de la palabra de Pedro y de los Once, revela los misterios; y, finalmente, quien mueve interiormente la voluntad de los oyentes. El resultado de esta triple actuación divina es el acto de fe de aquellos que han escuchado la predicación apostólica. «Para llegar a la fe -dice Santo Tomás- se requieren dos cosas: la proposición de las verdades (…) y el asentimiento del que cree a las cosas propuestas» (S.Th. II-II, q. 6, a. 1, c). Añade después que, en cuanto al primero de estos elementos, la fe proviene de Dios, que revela las verdades, o bien inmediatamente, como a los Apóstoles y a los Profetas, o bien mediante los predicadores de la fe por Él enviados (cfr. Rm 10, 15). Hablando del segundo elemento dice que, en el asentimiento del hombre a las verdades de la fe, intervienen motivos externos al hombre mismo, como los milagros y las exhortaciones del que expone las verdades de fe. Pero ninguno de estos motivos es suficiente: viendo un mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no. Es necesario, por tanto, la presencia de algo que mueva desde el interior del hombre. Desde luego, tampoco es suficiente -aunque sí necesaria- la actuación de la voluntad libre de la persona, por ser la fe un acto sobrenatural. De ahí que sea preciso que Dios mueva interiormente a la voluntad mediante la gracia (cfr. S.Th. ibid.).
Siguiendo el ejemplo de Jesucristo, «la constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea su responsabilidad en la Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús (…). Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa frase de Jesús: 'Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado' (Jn 7, 16)» (Catechesi Tradendae, 6).
No basta limitarse a dar buen ejemplo. Es necesaria la acción apostólica, a través de la palabra. Tenemos la misión de hablar en nombre de Dios: los discípulos del Señor «han de dar testimonio de Cristo en todo lugar y, a quien la pidiese, deben dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1P 3, 15)» (Lumen gentium, 10).
Así se comportaban los primeros cristianos. Siempre que leemos los Hechos de los Apóstoles, nos emociona la audacia, la confianza en su misión y la sacrificada alegría de los discípulos de Cristo. No piden multitudes. Aunque las multitudes vengan, ellos se dirigen a cada alma en concreto, a cada hombre, uno a uno: Felipe, al etíope (cfr. Hch 8, 26-40); Pedro, al centurión Cornelio (cfr. Hch 10, 1-48); Pablo, a Sergio Paulo (cfr. Hch 13, 6-12) (Lealtad a la Iglesia).
Los que aceptan el mensaje del Evangelio se sienten movidos a ello cuando los que lo anuncian dan a la vez testimonio: «Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo (…). Esta ley enunciada un día por San Pablo conserva hoy todo su vigor. Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje (…). La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (cfr. 1Co 2, 1-5)» (Evangelii nuntiandi, nn. 41-42).

Rm 10, 20-21. La posibilidad misma de corresponder a la gracia divina es ya un don gratuito de Dios. Así lo enseña la Iglesia en su Magisterio: «Si alguno dice que la gracia de Dios puede conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia es la que hace que Dios sea invocado por nosotros, contradice al profeta Isaías o al Apóstol, que dice lo mismo: 'Fui hallado por los que no me buscaban, me manifesté a los que no preguntaban por mi' (Rm 10, 20; cfr. Is 65, 1)» (De gratia, can., 3).
La raíz de la misericordia divina la encontramos en el amor que Dios tiene por los hombres, descrito con rasgos humanos en la parábola del hijo pródigo. «Leemos, en efecto, que cuando el Padre divisó de lejos al hijo que volvía a casa, le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó (…). Se puede decir, por tanto, que el amor hacia el hijo, el amor que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su amor (…). Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, hacia toda miseria humana y, singularmente, hacia toda miseria moral o pecado» (Dives in Misericordia, 6).

Rm 11, 2-5. Cuando Israel cayó en la idolatría, Dios suscitó al profeta Elías, que echó en cara al rey los pecados del pueblo, que adoraba a los ídolos y seguía a los falsos profetas (cfr. 1R 19, 9-18). El rey, en vez de escuchar al profeta, lo persiguió y Elías tuvo que huir al monte Horeb, donde se queja ante Dios contra Israel. Yahwéh, en su respuesta a Elías, anuncia un castigo: los hijos de Israel morirán a espada, pero no todos. Dios se reservará siete mil, precisamente aquellos que se han mantenido fieles a Él. San Pablo recuerda este episodio como una muestra de cómo Dios ha intervenido en la historia de la salvación mediante algunos hombres que ha ido eligiendo. En efecto, incluso en los momentos en los que más abundaban los pecados, el Señor se ha reservado a algunas personas fieles. Éstas han sido instrumentos suyos para reavivar y difundir el conocimiento de la recta doctrina, el amor a las leyes divinas, el verdadero culto al Creador: así hizo con Noé y su familia, cuando toda la tierra estaba llena de maldad (Gn 5, 5-8); con Abrahán, cuando casi se había perdido la noticia de Dios entre los hombres (Jos 24, 2 ss.); e idéntica conducta observó con el pueblo de Israel cuando cayó en la idolatría.
Los Profetas llaman a los que se mantienen fieles a Yahwéh con el nombre de «resto de Israel» (cfr. Jr 3, 14; Ez 9, 8; Am 3, 12; Is 4, 2-3; Mi 4, 7; So 2, 7.9) y vaticinan que este «resto» se encontrará, primero, entre los deportados a Babilonia, luego entre los que vuelvan del destierro y, finalmente, tras el regreso del exilio, entre los servidores de Dios, una vez diezmado y purificado el pueblo todavía infiel.
Lo mismo sucede ahora, explica San Pablo, ante la predicación del Evangelio. El pueblo de Israel en general no lo acepta y no entra a formar parte de la Iglesia, pero un reducido número de judíos sí que han creído. Ellos son el «resto» de Israel, que Dios ha elegido para que en ellos se cumplieran las promesas. La conversión del propio Pablo constituye un ejemplo y una prenda de este retorno del pueblo de Israel a su Dios, tal como invita el profeta Oseas: «Vuelve, Israel, a Yahwéh tu Dios, que por tu iniquidad has sucumbido» (Os 14, 2).
A lo largo de la historia de la Iglesia no han faltado estas situaciones de alejamiento de Dios y, como consecuencia, de generalizada corrupción de costumbres. Cada vez que esto sucede, a los cristianos que se mantienen fieles les puede amenazar la misma tentación de desesperanza que a Elías. Pero se debe reaccionar con un optimismo realista y vigilante, sin caer en estériles lamentaciones. Los cristianos han de considerar, en la presencia del Señor, que Dios quiere servirse precisamente de ellos, de su vida santa, para dar remedio a la situación: Un secreto. -Un secreto a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. -Dios quiere un puñado de hombres 'suyos' en cada actividad humana. –Después… 'pax Christi in regno Christi' -La paz de Cristo en el reino de Cristo (Camino, 301).

Rm 11, 16-24. «La Iglesia es el terreno de labor, el campo de Dios. En este campo crece el viejo olivo, cuya raíz santa fueron los Patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cfr. Rm 11, 13-26)» (Lumen gentium, 6).
El buen olivo representa la comunidad de los fieles del AT y, a la vez, el Israel de Dios que es la Iglesia. Las ramas naturales que han quedado son los judíos convertidos al Cristianismo; las ramas desgajadas son los judíos incrédulos que rechazaron a Cristo; las ramas del acebuche, injertadas en el buen olivo son los gentiles que, habiendo salido de una raíz silvestre, han pasado a ocupar el lugar de los judíos infieles a la gracia, para ser unidos en la misma fe con los Patriarcas y con los Profetas, y tener parte en las bendiciones prometidas.
Esta comparación se aparta de lo que ordinariamente sucede en el trabajo de jardinería, en el que se suele injertar una rama de un árbol bueno en un árbol silvestre. San Pablo, de intento, no tiene en cuenta esta ley, para poner de relieve el carácter gratuito del designio cumplido por Dios.
Dios quiere un árbol completo, desea que se llene su casa (cfr. Lc 14, 23). De ahí que el lugar que han dejado los judíos ha venido a ser ocupado por los gentiles, pues la casa no era de los israelitas -aunque ellos eran sus moradores primeros- sino de Dios, cuyo designio era que el pueblo judío invitara a los gentiles a que llenaran la casa de Dios. «Esta enseñanza -comenta San Juan Crisóstomo- no está solamente en boca de Pablo, ya nos la habían dado las parábolas de Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: un rey celebra las bodas de su hijo; los convidados rehúsan la invitación al banquete, y entonces el monarca hace llamar en su lugar a cuantos están en las encrucijadas de los caminos. Un hombre tenía una viña y la arrienda a unos viñadores; éstos matan a su hijo heredero y la viña es entregada a otras manos (…). Por estos ejemplos queda patente que el orden natural pedía que los judíos entrasen primero en la Iglesia y que los gentiles debían seguirles» (Hom. sobre Rm, 19).
La comparación persigue un doble fin: por un lado, corregir la jactancia de los cristianos venidos de la gentilidad, pues si las ramas naturales y escogidas han sido arrancadas, mucho más fácilmente lo podrán ser aquellas que son extrañas y postizas; por otro lado, se quiere animar a los judíos y fomentar su esperanza, ya que, si las ramas del olivo silvestre han sido injertadas contra naturaleza, con más facilidad podrán ser de nuevo unidas las que son ramas naturales.
Para todos los que hemos recibido con el Bautismo la vocación cristiana, esta invitación ha de llevarnos a la humildad y al agradecimiento, que nos alejará de todo espíritu de ingratitud y presunción.
«Así debemos obrar también nosotros si queremos salvarnos y conservar la gracia de Dios hasta la muerte, poniendo en Él solamente nuestra confianza (…). El demonio una vez nos tienta de presunción, otra de desconfianza; cuando nos asegura que no hemos de temer las caídas, entonces es cuando hemos de temer, porque si el Señor dejara un solo instante de socorrernos con su gracia, entonces es cuando estaríamos perdidos. Y cuando nos tiente de desesperación, poniendo los ojos en Dios, hemos de decirle: A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre confundido (Sal 31, 2) ni privado de vuestra gracia. Estos actos de desconfianza en nosotros mismos y de confianza en Dios hemos de ejercitarlos hasta el último instante de nuestra vida, rogando siempre al Señor que nos dé la Santa humildad» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 9).

Rm 11, 25-32. Todos anhelamos el momento en que se cumplan aquellas palabras que Cristo -en tono conminatorio y a la vez consolador- dirigió a los escribas y fariseos: «Así, pues, os aseguro que no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt 23, 39). «La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y le servirán como un solo hombre (So 3, 9)» (Nostra aetate, 4). La conversión de los judíos es un secreto –un misterio, dice el texto (v. 25)– del porvenir, que ocurrirá cuando se haya alcanzado la finalidad de la Encarnación del Verbo.
Esa conversión seguirá a la de los gentiles, que es como el preludio de aquélla. Jesucristo anuncia que «Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» (Lc 21, 24; cfr. también nota a este lugar), insinuando, en cierta manera, que los mismos judíos se convertirán al final de los tiempos.
Sin embargo, cuando la Iglesia en su predicación menciona las señales principales del fin del mundo, sólo se refiere al anuncio del Evangelio por todo el mundo, la apostasía y el anticristo, sin indicar nada acerca de la conversión de los judíos (cfr. Catecismo Romano, I, 8, 7). Lo que en cambio sí hace la Iglesia -y nosotros con ella- es pedir al Señor que escuche sus oraciones «para que el pueblo de la Antigua Alianza llegue a conseguir la plenitud de la Redención» (Misal Romano, Liturgia del Viernes Santo, oración de los fieles).

Rm 11, 29. Dios no se vuelve atrás de sus actos y mantiene la llamada dirigida a los judíos para hacer de ellos el pueblo elegido. No importa su desobediencia y sus pecados; Dios los amará para siempre, según las promesas que hizo a los Patriarcas y por los méritos que lograron con su correspondencia fiel (cfr. Rm 9, 4-5). Precisamente por este amor inalterable de Dios es posible que «todo Israel» se salve. La vocación divina, que es eterna, no se puede perder; pero los hombres podemos rechazar la llamada divina. La inmutabilidad del designio de Dios nos da la seguridad de que, aunque hayamos abandonado por un momento al Señor, siempre podemos volver a nuestra anterior fidelidad: Él nos espera.

Rm 11, 33-36. La bondad admirable de Dios, tanto con los judíos como con los gentiles, permitiendo su desobediencia, para apiadarse de ellos y tener compasión de sus miserias, arranca del Apóstol encendidas exclamaciones, que evocan las del Libro de Isaías: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor. Porque así como los cielos se levantan sobre la tierra, así se levantan mis caminos sobre los vuestros, y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» (Is 55, 8-9). Cuando los designios de la Providencia divina parecen desconcertantes e incomprensibles a los ojos humanos, se iluminan si tenemos en cuenta la grandeza de Dios, que supera nuestra inteligencia, y el poder y fidelidad divinos que triunfan sobre los obstáculos que el hombre puede poner: cuanto parecía comprometer la realización de los planes, eso justamente contribuye a llevarlos a cabo.
La actitud justa del entendimiento del hombre ante estas realidades ha de ser la de la humildad, que le llevará a entender que los misterios de Dios, luminosos en sí, resultan oscuros para nosotros, precisamente por la limitación de nuestra inteligencia. Así, como recuerda Fray Luis de Granada, hay que evitar decir «que no puede ser lo que nosotros no podemos entender (…), porque ¿qué cosa hay más conforme a razón que sentir altísimamente del que es Altísimo y atribuirle el más alto y mejor ser de cuantos nuestro entendimiento pueda alcanzar? (…). Así que el no entender nosotros la alteza de este misterio tiene rastro y olor de ser cosa de Dios, pues por ser, como decimos, infinito, necesariamente ha de ser incomprensible» (Introducción al Símbolo de la Fe, parte IV).

Rm 12, 1-Rm 15, 33. Estos cuatro capítulos constituyen la parte que podemos llamar moral de la Epístola a los Romanos. Sobre el contenido de esta parte cfr. Introducción especial a las Epístolas de San Pablo a los Gálatas y a los Romanos, pp. 88-91.

Rm 12, 1. En el Nuevo Testamento se hace una clara llamada al ofrecimiento de los cristianos, ya no por medio de animales, como ocurrió en la Antigua Ley para los judíos, sino de sí mismos. El nuevo culto ha de ser espiritual -como recordó Jesucristo a la samaritana-, no puramente material; ha de ser vivo, santo (no simplemente exterior y formal) y agradable a Dios (cfr. Jn 4, 23). «Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de suerte que todos los que a este pueblo pertenecen, por estar santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan a sí mismos como 'hostia viva, santa, agradable a Dios' (Rm 12, 1)» (Presbyterorum ordinis, 2).
El fundamento de este sentido sacerdotal de la vida del cristiano lo encontramos en el Sacramento que nos incorpora a Jesucristo como miembros suyos, pues todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, 'para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo' (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre (Es Cristo que pasa, n. 96).
A diario el cristiano puede y debe ofrecerse juntamente con Cristo en la Santa Misa, pues «para que la oblación, con la cual en este Sacrificio los fieles ofrecen al Padre Celestial la víctima divina, alcance su pleno efecto (…) es preciso que se inmolen a sí mismos como hostias (…) y, deseosos de asemejarse a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de Él mismo» (Mediator Dei, 25). La consecuencia será que toda la vida cristiana y la lucha que comporta quedarán empapadas de un profundo sentido sacerdotal: «Si yo -escribía Orígenes- renuncio a todo lo que poseo, si llevo la cruz y sigo a Cristo, he ofrecido un holocausto en el altar de Dios. O si doy a quemar mi cuerpo en el fuego de la caridad (…) he ofrecido un holocausto en el altar de Dios (…); si mortifico mi cuerpo y me abstengo de toda concupiscencia, si el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo, entonces he ofrecido un holocausto en el altar de Dios y me hago sacerdote de mi propio sacrificio» (In Lv hom., 9, 9).

Rm 12, 4-5. La multiplicidad que se da en toda sociedad bien organizada la encontramos también -por voluntad divina- en la Iglesia. Corresponde esta variedad a las diferentes necesidades de la comunidad cristiana, que no es un agregado amorfo de personas, trabajando cada una por su cuenta para salvarse, sino un cuerpo ordenado. En él cada uno cumple un papel definido y coopera al bien de todos, a la vez que busca su propio bien espiritual. Tal variedad es, además, coherente y útil para que se realice la voluntad de Dios de santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino formando un pueblo que se constituye y gobierna sobre la base de dicha admirable variedad. Esta distinción la estableció el Señor en orden a la edificación de la Iglesia. Por eso entre los Pastores y los demás fieles hay una mutua ayuda sobrenatural (cfr. Lumen gentium, 9 y 32).
Cada uno de nosotros ha de sentir la responsabilidad de aportar -con su lucha interior, con sus virtudes- nueva savia al resto de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo (cfr. Introducción a la «Teología» de San Pablo, pp. 78-81). Por lo tanto, no son del todo exactas esas formas de discurrir, que distinguen las virtudes personales de las virtudes sociales. No cabe virtud alguna que pueda facilitar el egoísmo; cada una redunda necesariamente en bien de nuestra alma y de las almas de los que nos rodean (…). Todos hemos de sentirnos solidarios y, en el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos (Amigos de Dios, 76).

Rm 12, 6-8. «Dones»: Llamados también carismas, designan unas gracias divinas especiales y transitorias, concedidas no tanto para el bien personal de quien las recibe, como para el bien general de la Iglesia. Puede decirse que el que introdujo esta palabra (carisma) en el NT fue San Pablo.

Rm 12, 9-21. «Después de haber hablado el Apóstol de aquellos dones que no son comunes a todos, aquí enseña que la caridad es el don común a todos» (Comentario sobre Rm, ad loc.). La verdadera caridad se manifiesta de muy diversas formas, de acuerdo con las necesidades y las posibilidades de cada uno; siempre se ha de distinguir por buscar el bien y huir del mal (v. 9); se ha de ejercitar con los que ya son cristianos (vv. 10-16) y con los que aún no poseen la misma fe (vv. 17-21); precisamente, el ejercicio de la caridad con estos últimos facilitará su acercamiento a la fe. No siempre podremos hacer a los demás todo el bien que quisiéramos: por la limitación de nuestras fuerzas, por la lejanía; por otras obligaciones más urgentes, etc. Sólo Dios, que es infinitamente perfecto y omnipotente, hace el bien a todos y siempre, aunque no a todos otorga los mismos dones: a unos más, a otros menos, según el designio de su Sabiduría.
Aun teniendo en cuenta las propias limitaciones, los efectos del amor a los demás han de informar todas nuestras acciones, pensamientos y palabras. Es claro que las primeras consecuencias de la caridad han de consistir en no juzgar a nadie, no hablar mal de nadie, no escandalizar con palabras injuriosas y, mucho menos, con malos ejemplos y consejos. Pero, junto a esto, ha de haber siempre actos positivos de esta virtud. No es posible hacer una enumeración completa de estos actos, pero, desde luego, bajo «este nombre de amor -afirma fray Luis de Granada-, entre otras muchas cosas, se encierran señaladamente estas seis: amar, aconsejar, socorrer, sufrir, perdonar y edificar. Las cuales obras tienen tal conexión con la caridad, que el que más tuviere de ellas tendrá más caridad, y el que menos, menos (…). Pues según esta orden podrá cada uno examinar cuánto tiene y cuánto le falta de la perfección de esta virtud. Porque el que ama, podemos decir que está en el primer grado; el que ama y aconseja, en el segundo; el que ayuda, en el tercero; el que sufre, en el cuarto; el que perdona y sufre, en el quinto; y el que sobre todo esto edifica con sus palabras y buena vida, que es oficio de varones perfectos y apostólicos, en el postrero» (Guía de pecadores, I, II, cap. 16).

Rm 12, 12. El amor de Dios causa en nosotros, junto a la alegría interior, una gran fortaleza y tenaz perseverancia. Como consecuencia, «se sufre la tribulación con gozo y esperanza porque se sabe que lo que ha sido prometido a cambio es un bien mucho mayor» (Pseudo-Ambrosio, Comm. in Epist. ad Rm, ad loc.). En este clima podemos sacar provecho sobrenatural del sufrimiento que suele acompañar a la vida cristiana: Todo un programa, para cursar con aprovechamiento la asignatura del dolor, nos da el Apóstol: 'spe gaudentes' -por la esperanza, contentos, 'in tribulatione patientes' -sufridos, en la tribulación, 'orationi instantes' -en la oración, continuos (Camino, 209).
En particular, la alegría mantenida aun en medio de las dificultades es la señal más clara de que el amor de Dios informa todas nuestras acciones, pues -como comenta San Agustín- «en aquello que se ama, o no se siente la dificultad o se ama la misma dificultad (…). Los trabajos de los que aman nunca son penosos» (De bono viduitatis, 21, 26).

Rm 12, 13. «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (1Jn 4, 20). De modo parecido se puede decir que los cristianos, «servidores del Señor», si no sirven a sus hermanos a quienes ven, tampoco pueden servir a Dios. Por eso servir a Dios, en efecto, quiere decir en último término saber tener compasión de «las necesidades de los santos» para darles alivio, y ofrecer solícitamente hospitalidad a los forasteros, como hicieron los Patriarcas Abrahán y Lot (Gn 18, 2-5; Gn 19, 2-3; cfr. Hb 13, 2).

Rm 12, 21. Mientras vivimos en este mundo comprobamos a menudo la existencia del mal, a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos. A veces la actitud espontánea, la reacción primera, puede ser semejante a la de los discípulos del Señor ante los samaritanos, cuando éstos se negaron a recibir a Cristo: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9, 54). Jesús les invita a la mansedumbre. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rm 12, 21). Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean (Es Cristo que pasa, n. 182).

Rm 13, 1-7. Jesús mismo afirmó delante de Pilato que toda autoridad viene de Dios (Jn 19, 11; cfr. Pr 8, 15-16; Sb 6, 3). Pues, siendo Dios el autor del orden social, creó al hombre como un ser que necesita vivir y desarrollarse en una comunidad, en la cual puede conseguir más perfecta y rápidamente su fin último. «Es evidente -recuerda el Conc. Vaticano II- que la comunidad política y la autoridad pública tienen su fundamento en la naturaleza humana, y que, por ello, pertenecen al orden preestablecido por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes queden a la libre decisión de los ciudadanos» (Gaudium et spes, 74).
Precisamente por su origen divino, a la autoridad civil, cuando se ejerce dentro de los límites del orden moral y busca el bien común, se le debe obedecer en conciencia. Faltar a este deber de obediencia es una transgresión contra el cuarto mandamiento del Decálogo, ya que, como explica Santo Tomás, «la generación natural no es el único motivo por el que se puede llamar padre a una persona. Existen otras razones diversas según las cuales algunos son llamados así, y a cada una de estas especies de paternidad se debe su correspondiente respeto (…). Los reyes y príncipes son llamados padres porque deben mirar por el bien de su pueblo. También a éstos los honramos con nuestra sumisión. Y esto no sólo por miedo, sino por amor; ni sólo por consideraciones humanas, sino en conciencia. La razón de ello se funda en que, como dice el Apóstol en el mismo pasaje (Rm 13, 1), toda autoridad proviene de Dios; por lo cual hay que dar a cada uno lo que le es debido» (Exp. de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la Ley, IV). Y entre las cosas debidas a la autoridad están la honra, el respeto, el temor reverencial y el pagar los tributos, porque es justo, de obligación grave, contribuir a la subsistencia de todo lo que permite que vivamos con seguridad, nos protege de la violencia y del desorden, y asegura una vida más humana.
Así vivieron los cristianos desde el comienzo sus obligaciones sociales, a pesar de las persecuciones y del odio (cfr. Quod apostolici; Diuturnum illud; Immortale Dei). Un hermoso testimonio de la heroicidad de los primeros fieles en vivir estas virtudes nos lo proporciona San Justino Mártir, a mediados del siglo II: «Como hemos aprendido de Él (Cristo), nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados (…). De aquí que adoramos sólo a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás, reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, se halle también que tenéis un arte de gobierno lleno de sabiduría» (Apología I, 17). Y Tertuliano, tan vehemente en su ataque al mundo pagano, escribía que los fieles oraban, en sus asambleas, también por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por el bienestar temporal y por la paz (cfr. Apologeticum, 39, 1 ss.). De esta forma han de vivir los cristianos el precepto del Señor: «Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21).

Rm 13, 8-10. Para poder cumplir con perfección los Mandamientos de Dios el hombre es movido interiormente por el amor a Dios y al prójimo. Pues cuando el amor nos mueve damos con gusto lo debido -y aún más- a aquel que amamos. En su predicación al pueblo decía San Juan de Ávila: «Los que no sois letrados, no penséis que por eso no podéis ir al paraíso; estudiad estos dos mandamientos, y cuando los hubiereis cumplido, haced cuenta que habéis cumplido todo lo que manda la Ley y los Profetas, y los Evangelios, y los Apóstoles, y cuanto os amonestan infinitos libros que escritos hay, pues el Señor ha enviado a la tierra su palabra compendiada (cfr. Rm 9, 28)» (Sermones, domingo 12 después de Pentecostés).
Una relación parecida a la que hay entre los mandamientos de la Ley y el amor es la que se da entre las virtudes de la caridad y la justicia. Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad (…). La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos (…). La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo (…); pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad (Amigos de Dios, 172-173).

Rm 13, 11-14. En la Liturgia de Adviento la Iglesia utiliza este texto inspirado para ayudarnos a preparar la venida del Señor. En efecto, Cristo vino al mundo por la Encarnación, pero viene también a las almas por la gracia y vendrá al final de los tiempos como Juez. Jesucristo, levantándose como el sol, ahuyentó las tinieblas con su venida al mundo, y va disipando los restos de oscuridad que quedan en las almas a medida que se adueña más y más del corazón de los hombres.
El cristiano ha de luchar por mantenerse despierto: «Hay un sueño propio del alma y otro propio del cuerpo (…). El sueño del alma consiste en olvidarse de Dios (…). En cambio, el alma que está despierta comprende por quién ha sido hecha (…). Pero, así como el que duerme (…), aunque haya salido ya el sol y caliente ya el día, no obstante, él se halla como en la noche, porque no está despierto para ver ya el día nacido; así también algunos, estando presente Cristo y predicada la verdad, se hallan en el sueño del alma (…). Vuestra vida y vuestras costumbres deben estar despiertas en Cristo para que las perciban otros, los dormidos paganos, y así, al ruido de vuestra vigilia, se levanten y sacudan el sueño y comiencen a decir con vosotros en Cristo: Dios, Dios mío, desde que amanece estoy en vela por Ti» (Enarrationes in Psalmos, 62, 4).

Rm 13, 13-14. La necesidad de convertirse a una vida nueva es siempre una exigencia para las almas que por el Bautismo se han incorporado a la Iglesia. Dios se sirve a veces de la Escritura Santa para despertar a los hombres de su letargo espiritual. Concretamente, el Señor se valió de estas palabras inspiradas que, hiriendo el corazón de San Agustín, le llevaron a dar el último paso para romper las ataduras de la carne. Así describe este hecho crucial en su vida: «Me sentía aún cautivo de mis iniquidades y me recriminaba diciéndome: ¿hasta cuándo voy a continuar diciendo ¡mañaña!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en este mismo momento? (…). De pronto oí una voz que repetía muchas veces: 'Toma y lee, toma y lee' (…). Me levanté (…) y volví al lugar donde había dejado el códice del Apóstol. Lo tomé, pues; lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que me vino a los ojos». Después de transcribir las palabras de estos versículos, añade: «No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto me decidí y, como si mi corazón hubiera quedado iluminado por una luz clara, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas» (Confesiones, VIII, 12, 28-29).

Rm 13, 14. Todos los cristianos se revisten de Cristo en el Bautismo (Ga 3, 27). Partiendo de esta inicial configuración con Jesucristo, los fieles lograrán una creciente transformación en el Señor mediante la recepción frecuente de los sacramentos, especialmente del sacramento de la Penitencia: 'Induimini Dominum Jesum Christum' -revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. -En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos (Camino, 310).

Rm 14, 1-3. Entre los cristianos de la comunidad de Roma, algunos, por influjo del judaísmo, se abstenían de los alimentos prohibidos por la Antigua Ley. Otros, en cambio, los "fuertes" en la fe, sabían que Jesucristo les había liberado de las observancias de la Ley de Moisés -como la prohibición de ciertos alimentos- y de la sujeción al calendario judaico, a los sábados, plenilunios y otras fiestas. Estos segundos tenían, como confirmación de su creencia, los decretos del concilio de Jerusalén (cfr. Hch 15, 28-29). Los primeros, en número más reducido, eran considerados "débiles" por los segundos, pues se sentían todavía atados por los preceptos mosaicos: ayunaban en determinados días, se abstenían de comer carne, de beber vino, etc. (cfr. Col 2, 16.20-22).
En sí mismas, nada malo tenían estas prácticas, puesto que, por ejemplo, el mismo Santiago el Menor, obispo de Jerusalén, según nos dice el historiador Eusebio (Historia Eclesiástica, 23, 5), se abstenía habitualmente, como mortificación personal, del vino, de los licores y de la carne (cfr. también las costumbres de los nazireos: Lc 1, 1). Pero los «débiles» se escandalizaban de la libertad de espíritu de los otros y los juzgaban pecadores. Y éstos, a su vez, despreciaban a los «débiles» y no hacían caso de su escándalo. Unos y otros pecaban contra la caridad. San Pablo se dirige paternalmente a ambos, exhortando a los débiles a no juzgar temerariamente a los fuertes, y apelando a los fuertes para que no desprecien a los débiles. Los fuertes tenían razón, en teoría, pero, en la práctica, lo importante es no ser ocasión de escándalo (cfr. v. 21 y 1Co 8, 7-13).

Rm 14, 4-12. Las consideraciones y consejos dirigidos a los fieles de Roma fundamentan aquella máxima tradicional en la Iglesia: «Unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, caridad en todas» (cfr. Ad Petri Cathedram; Unitatis redintegratio, 4). Estas palabras señalan los límites entre los cuales se puede ejercer la libertad de los cristianos: por un lado lo establecido por la legítima autoridad, por otro la exigencia de vivir la caridad con todos. La libertad de los «fuertes» terminaba donde empezaba la exigencia de la caridad, que les llevaba a no escandalizar a los «débiles», y el error de los «débiles» consistía en considerar como obligatorio algo que en realidad era indiferente y de libre uso.
El amor a la libertad, rectamente entendido, jamás entraña un peligro para la fe. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje (…). Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a valorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios (…). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (Libertas praestantissimum, nn. 37 y ss.), que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios (Amigos de Dios, 32).
La libertad es «signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido 'dejar al hombre en manos de su propia decisión' (Si 15, 14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de mera coacción externa» (Gaudium et spes, 17). Por tanto, el ejercicio de la libertad consiste en obedecer a la conciencia rectamente formada para, con la ayuda de la gracia, lograr el fin último y procurarse los medios adecuados. Precisamente el hombre será juzgado por su obediencia o desobediencia a la ley escrita en su corazón. «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios» (Ibid., n. 16 s.). Por esto siempre debe ser obedecido su dictamen, aunque sea equivocado, y siempre debe ser respetado por los demás, porque Dios es el único juez y escrutador del corazón humano y nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás (cfr. Ibid., n. 28).
«El hombre justo, cuando no puede excusar ni el hecho ni la intención del que, por otra parte, él conoce como persona de bien, no sólo no los juzga, sino que rechaza tal idea de su espíritu y remite el juicio a Dios. Nuestro Salvador en la cruz, no pudiendo excusar plenamente el pecado de los que le crucificaban, al menos disminuyó su malicia, alegando su ignorancia. Cuando no podamos excusar de pecado, compadezcámonos de él, atribuyéndolo a la causa más excusable, como ignorancia o flaqueza» (Introducción a la vida devota, III, cap. 28).

Rm 14, 7-9. No nos pertenecemos ni somos dueños de nuestra propia vida. Dios, Uno y Trino, nos ha creado, y Jesucristo nos ha librado del pecado redimiéndonos con su Sangre. Por todo ello, Él es nuestro señor, y nosotros sus siervos, entregados a Él en cuerpo y alma. De modo parecido a como el esclavo no era dueño de sí mismo, sino que toda su persona y actividad redundaba en beneficio de su señor, así todo lo que somos y tenemos no está destinado, en último término, para nuestro uso y provecho, sino que vivimos y morimos para la gloria de Dios. Él es señor de nuestra vida y de nuestra muerte. Comentando estas palabras dice San Gregorio Magno: «Los santos, pues, no viven ni mueren para sí. No viven para sí porque en todo lo que hacen buscan ganancias espirituales, pues orando, predicando y perseverando en las buenas obras, desean aumentar los ciudadanos de la patria celestial. Ni mueren para sí, porque, ante los hombres, glorifican con su muerte a Dios, al cual se apresuran a llegar muriendo» (In Ezechielem homiliae, II, 10).

Rm 14, 13-21. Siempre hay obligación de evitar en nuestra conducta todo lo que pueda servir de tropiezo o escándalo para los demás. Sin embargo, esto no quiere decir que debamos dejar de cumplir lo que Dios nos manda, u obrar en contra de nuestra conciencia. Jesucristo predicó la doctrina que el Padre le había encomendado, incluso cuando algunos fariseos se escandalizaban (cfr. Mt 15, 14). Se trataba entonces, como también ocurre hoy con frecuencia, de un falso escándalo, consistente en buscar contradicciones como argumento para no aceptar la verdad. En tal caso no puede hablarse, por tanto, de verdadero escándalo. La cuestión es distinta cuando se trata de acciones de suyo indiferentes, pero que pueden producir extrañeza y aun escándalo en otras personas, por su falta de formación o su manera de pensar. En este sentido Jesucristo mandó a San Pedro pagar el tributo para evitar el escándalo (cfr. Mt 17, 21).
La situación que presenta el pasaje que comentamos es un ejemplo del segundo caso. Aunque el no hacer ya distinción de alimentos era lícito, sin embargo, podía parecer una transgresión. En casos semejantes, no basta, desde luego, no hacer el mal, sino que es necesario evitar incluso lo que pueda tener apariencia de mal: No dudo de tu rectitud. -Sé que obras en la presencia de Dios. Pero, ¡hay un pero!: tus acciones las presencian o las pueden presenciar hombres que juzguen humanamente… Y es preciso darles buen ejemplo (Camino, 275).
Desde luego, no hay obligación de evitar el escándalo que proviene de la malicia de quienes se escandalizan -el llamado escándalo farisaico.

Rm 14, 22-23. Jesucristo, al declarar puros todos los alimentos, señaló que «las cosas que salen del hombre, ésas son las que hacen impuro al hombre» (Mc 7, 15; cfr. Mt 15, 16-20). El Apóstol aplicará esta enseñanza de Cristo a las carnes inmoladas a los ídolos y a las prácticas judaicas (cfr. 1Co 8, 8; Tt 1, 15). Aquí en concreto afirma que «nada hay impuro en sí mismo» (v. 14) y que «todas las cosas, en efecto, son puras» (v. 20). Por tanto, la conducta de los «fuertes» de suyo es indiferente. Puede, sin embargo, volverse mala si produce escándalo a los hermanos (cfr. vv. 20-21; 1Co 8, 9-13), ya que el valor moral de una acción se determina también, aunque no principalmente, por la intención de quien la cumple y por las circunstancias que la acompañan.
A veces puede ocurrir que la persona no sea consciente de que está actuando mal y piense, de buena fe, que obra bien. Se trata entonces de una conciencia cierta, pero no recta, pues no se ajusta al orden moral objetivo. Refiriéndose a este punto de doctrina, se dice en el texto que «todo lo que no es conforme a la fe es pecado» (v. 23). En este caso, la palabra «fe» designa la seguridad en el juicio de la conciencia que preceptúa lo que hay que hacer o prohíbe alguna acción.
Siendo la conciencia la norma inmediata de actuación, su dominio no es, sin embargo, absoluto. En primer lugar porque, si se equivoca en su decisión, debe, en cuanto le sea posible, adaptarse a la verdad y rectificar; y en segundo lugar, porque tiene la obligación de conocer y seguir la voluntad divina. «El Divino Salvador ha traído al hombre ignorante y débil su verdad y su gracia: la verdad para indicarle el camino que le conduce a su meta; la gracia, para conferirle la fuerza de poder alcanzarla. Recorrer este camino significa, en la práctica, aceptar la voluntad y los mandamientos de Cristo, y conformar a ellos su vida, esto es, cada uno de los actos internos y externos que la libre voluntad humana escoge y determina» (Pío XII, Alocución 23-III-1952).

Rm 15, 1.3. La regla que debe presidir la conducta cristiana es la del amor mutuo. Este amor de caridad se inspira en las palabras mismas del Señor: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34; cfr. nota a Jn 13, 34-35). Jesucristo se puso como ejemplo: debemos amarnos como nos amó Él (cfr. Jn 15, 12-13; 1Jn 3, 16; 1Jn 4, 11; Ef 5, 1-2); es decir, hasta dar la vida, con abnegación (Jn 15, 13; 1Jn 3, 16; Rm 5, 8). San Pablo insiste en esa abnegación del Señor que llevó nuestros pecados en su cuerpo y por cuya heridas hemos sido curados (cfr. 1P 2, 24; Is 53, 5-6): sus sufrimientos habían sido profetizados en el Antiguo Testamento; «Me devora el celo de tu casa, y caen sobre mí los insultos de los que te insultan (…). Me dieron hiel por comida, en mi sed me dieron a beber vinagre» (Sal 69, 10.22; cfr. Jn 2, 17; Mt 27, 34.48).
Se trata de vivir la caridad con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5-8): Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo (cfr. Flp 2, 6-7) para poder servirnos, porque sólo en esa misma dirección se abren los afanes que merecen la pena. El amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio (Amigos de Dios, 236).

Rm 15, 4. La excelencia de la Sagrada Escritura y su carácter sagrado provienen de que tiene a Dios como autor. De esta realidad surge inmediatamente la unidad de toda la Escritura, pues su único Autor quiso que hubiese en ella unidad de contenido: el AT contiene en profecía y figura las realidades del NT, y en éste alcanzan su cumplimiento y plenitud las profecías y figuras del AT. Por ser palabra del mismo Dios, tiene la máxima autoridad. «Toda escritura divinamente inspirada es también provechosa para la enseñanza, para la reprensión, para la educación en la justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto y esté dispuesto y a punto para toda obra buena» (2Tm 3, 16). Esta fuerza y este poder no son sólo para instruir en la fe, sino también para avivar la esperanza y consolarnos en las pruebas interiores y exteriores: los ejemplos que encontramos en la Escritura nos invitan a la paciencia y al mismo tiempo son consuelo que nos anima al combate. Al contemplar esos ejemplos, se va asentando en nuestra alma esta sencilla verdad: si Dios pide sacrificio a los suyos es porque les prepara una recompensa mayor.
Apoyado en estas verdades, el Conc. Vaticano II enseña: «En los Libros Sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (Dei verbum, 21).

Rm 15, 8-13. «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios, pero ya que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo mandó el Señor» (Hch 13, 46-47). Así se expresaban Pablo y Bernabé, dirigiéndose a los judíos que se oponían a su predicación. El mismo Cristo afirmó que no había sido enviado sino para buscar las ovejas perdidas de la casa de Israel, y éste fue también el alcance de la primera misión de los Apóstoles (cfr. Mt 15, 24; Mt 10, 5). Los planes de Dios, sin embargo, no eran exclusivistas: los judíos, una vez convertidos, predicarían la buena nueva a los gentiles. Después de la Resurrección, Jesucristo envía a sus discípulos a todas las gentes (cfr. Mt 28, 18 ss.). Los que anunciaban el Evangelio eran judíos que habían aceptado a Cristo, y, en su predicación, se dirigían siempre en primer lugar a los judíos y después a los gentiles.
A estos designios divinos cumplidos por Cristo se refieren las palabras que comentamos. Con la venida a la tierra del Dios hecho hombre se da cumplimiento a las promesas hechas a los hebreos, manifestándose así la fidelidad de Dios. Con la entrada de los gentiles a la Iglesia se manifiesta la misericordia de Dios hacia todos los hombres, puesto que sus bendiciones llegan también a quienes no pertenecen al pueblo de Israel según la carne. De modo gráfico lo explicaba Nuestro Señor Jesucristo en la parábola de los dos hijos (Mt 21, 28-32). Llama al hijo mayor (los gentiles), que se niega, pero luego se arrepiente, se acoge a la misericordia de su padre y va a la viña. El hijo menor (gran parte del pueblo judío), en cambio, se muestra dispuesto, pero luego no va. La dureza de corazón de muchos judíos fue tal que ni siquiera se movieron a penitencia viendo el arrepentimiento y conversión de los gentiles.

Rm 15, 16. Cristo «fue hecho ministro de la circuncisión» (v. 8), es decir, se dirigió a los judíos para anunciarles el Evangelio del Reino y llevarles la salvación. San Pablo, dentro de la misión universal confiada a los Apóstoles, fue escogido para anunciar el Evangelio de Cristo a los gentiles (cfr. Rm 1, 5). Junto a la predicación de la buena nueva, la misión del Apóstol incluía un cometido propiamente sacerdotal, que consistía en santificar a los gentiles para transformarlos en ofrenda agradable a Dios (cfr. Ef 3, 6-9).
Antes sólo el pueblo judío podía ser considerado un pueblo santo, un pueblo sacerdotal (cfr. Ex 19, 5-6). Después de Cristo también los gentiles son ofrenda «grata, santificada en el Espíritu Santo». Cada uno de los cristianos, sintiéndonos parte integrante de esta «ofrenda de los gentiles», apliquemos a nuestra vida el contenido de lo que decía San Agustín: «En ti está lo que debes ofrecer y cumplir. Saca de tu corazón, como de un arca, el incienso de la alabanza; ofrece de la reserva de tu conciencia el sacrificio de la fe. Y enciende con la caridad todo lo que ofreces. Que en ti estén las ofrendas que debes sacrificar en alabanza de Dios» (Enarrationes in Psalmos, 55, 19). De este modo, la conciencia de haber sido llamados a participar del sacerdocio de Cristo nos ayudará a ofrecer toda nuestra vida: «Adviertan los fieles cristianos a qué dignidad los ha elevado el sagrado Bautismo (…), y no se olviden de ofrecerse, juntamente con su divina Cabeza clavada en la Cruz, a sí mismos, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades» (Mediator Dei, 25).

Rm 16, 1-16. La larga serie de afectuosos saludos que el Apóstol envía nos hace descubrir que los primeros cristianos constituían una gran familia y que realmente se consideraban y se trataban como «hermanos» (cfr. Hch 15, 23; Rm 1, 13; 1Co 1, 10; St 1, 2; 2P 1, 10; 1Jn 3, 13; etc.). A esa gran familia pertenecían, como sugieren los mismos nombres, personas de diversas regiones y culturas: griegos como Andrónico, Olimpas, Asincrito, Hermes; gentes de Asia Menor o del mundo helénico, como Epéneto, Perside, Patrobas; latinos como Junia, Ampliato, Prisca, Julia, Urbano; judíos como Herodión, María, Trifena, Trifosa, etc. En ellos encontramos también una gran variedad de condición social. La mayoría de los nombres corresponden probablemente a personas de condición humilde, esclavos y libertos, como se desprende de las lápidas de los monumentos antiguos. Pero había también gente de buena posición social como Prisca, de familia romana noble, Aristóbulo y Narciso, que tenían una «casa», es decir, una familia con numerosa servidumbre, Erasto, etc.
Todos se consideraban unidos por el vínculo de la caridad y de la común llamada a la santidad: por esto no dudaban en llamarse «santos» (cfr. Rm 1, 7; 1Co 1, 2; Hb 13, 24; Judas 1, 3; etc.). No eran perfectos y, como sabemos, tenían sus limitaciones (cfr. los desórdenes morales a que se hace referencia en el cap. 13 y las divisiones entre «fuertes» y «débiles» del cap. 14), pero el afán de santidad y la caridad los impulsaban al servicio mutuo y a poner a disposición de la Iglesia sus personas y sus bienes. Su entrega logró penetrar el mundo pagano y difundir la luz de la salvación. Eran familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído (Es Cristo que pasa, n. 30).

Rm 16, 1-2. Febe fue ciertamente la portadora de la carta de San Pablo. Era de Cencreas, el puerto oriental de Corinto. De ella se dice que estaba «al servicio» de la Iglesia de Cencreas, tal vez porque se ocupaba de la asistencia a los pobres y enfermos, y desarrollaba, eventualmente, algún oficio auxiliar en el Bautismo de las mujeres. Plinio el joven, en su carta al emperador Trajano, cita el ejemplo de dos de estas mujeres que servían a la comunidad cristiana (Epístola 10, 96).

Rm 16, 4. Aquila y Prisca eran un matrimonio muy conocido, según las noticias que nos dan otros pasajes del NT (cfr. Hch 18, 2.18; 1Co 16, 19; 2Tm 4, 19). Defendieron probablemente al Apóstol en Éfeso, en el motín promovido por Demetrio (cfr. Hch 19, 23-40). Prisca, o Priscila, ha sido relacionada con la familia romana de los Pudentes, del rango de los senadores. Según una antigua tradición, en la casa de Pudente, en Roma, se hospedó San Pedro.

Rm 16, 5. Epéneto era «primicia de Asia», es decir, el primer bautizado de esa provincia oriental del Imperio romano.

Rm 16, 13. Rufo es recordado por San Pablo con un cariño especial, que le lleva a afirmar que su madre era también, por el amor y la veneración, madre del Apóstol. Pudiera ser uno de los hijos de Simón Cireneo (cfr. Mc 15, 21).

Rm 16, 17-18. Se trata de predicadores judaizantes, con los que San Pablo se enfrentó en muchas iglesias locales de Oriente (cfr. 2Co 11, 13-15; Ga 1, 6-7; Flp 3, 18-19). Querían mantener la distinción entre alimentos puros e impuros, imponían la circuncisión y la observancia de los preceptos judaicos. Por esto se dice que servían no a Cristo, sino a su vientre, es decir a los alimentos. Solían introducirse en las comunidades cristianas haciendo alarde de religiosidad y predicando un estilo de vida que presentaban como si fuese más perfecto (cfr. 2Co 11, 21-23; Ga 2, 4; Ga 3, 1; Flp 3, 2-3).

Rm 16, 20. Uno de los frutos de la Redención obrada por Jesucristo es la victoria sobre el demonio. Así estaba profetizado en los comienzos de la historia de la salvación, cuando se anunció que el Mesías aplastaría la cabeza de la serpiente (cfr. Gn 3, 15). Del mismo modo, quienes están unidos a Cristo, participando de su poder, triunfan también sobre las insidias del diablo.
Grande es, desde luego, el poder de Satanás y continuos sus ataques, buscando a quien devorar (cfr. 1P 5, 8), pero no hemos de olvidar que su actuación se mueve dentro de los límites que Dios le permite. Además, contando con la ayuda del Señor, no debemos temer al demonio, sino apoyarnos en esta firme verdad: Dios puede más. Hasta que estas verdades no se asientan en el alma, puede ésta pasar un tiempo en que tema ser engañada por el diablo. Después, se llena de seguridad. Así le ocurrió a Santa Teresa, quien, una vez entendida esta estratagema del demonio, escribía: «Quedóme un señorío contra los demonios, bien dado del Señor de todos que no se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes, que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza (…). No entiendo estos miedos: ¡Demonio!, ¡demonio! Adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar. Sí, que sabemos que no se puede menear si el Señor no lo permite» (Libro de su vida, 25).

Rm 16, 23. Gayo, uno de los poquísimos cristianos de Corinto bautizados por San Pablo (cfr. 1Co 1, 14), había puesto su casa a disposición del Apóstol y de las reuniones de la comunidad.

Rm 16, 25-27. A diferencia de otras cartas, San Pablo termina esta epístola dirigiendo una grandiosa alabanza, o doxología, a Dios omnipotente y sabio por medio de Jesucristo.