HEBREOS

Hb 1, 1-4. Los cuatro primeros versículos forman una especie de prólogo de la carta, que omite los saludos a los destinatarios y las expresiones de agradecimiento a Dios, habituales en las cartas paulinas. Como San Juan en el prólogo de su Evangelio, la carta se centra inmediatamente en el objeto principal de su exposición: la consideración de la divinidad de Jesucristo, Redentor nuestro. Se habla de Cristo como Hijo con filiación eterna, anterior a la creación y a la Encarnación; y se considera la misión de Cristo para salvar a todos los hombres tal y como conviene al Verbo que creó todas las cosas. Esta exposición culmina con la afirmación de la absoluta preeminencia de Cristo sobre los ángeles, tema del que se ocupa, con distintos matices, hasta el final del segundo capítulo.
Toda la epístola desarrollará bajo diferentes aspectos el tema enunciado en el prólogo: la excelsa condición de Cristo Hijo natural y eterno de Dios, Mediador universal, Sacerdote eterno. Por eso Santo Tomás dice que la materia de esta epístola es la «excelencia» de Cristo. En efecto, la Carta a los Hebreos se diferencia de las demás del corpus epistolar paulino, pues el Apóstol en algunas cartas (las «grandes epístolas» y las de la cautividad) trata de la gracia infundida en todo el Cuerpo Místico de la Iglesia; en otras (las pastorales) trata de la gracia concedida a algunos miembros principales (como eran Timoteo y Tito); en cambio en la Epístola a los Hebreos se considera la gracia en cuanto está en la Cabeza del Cuerpo Místico, es decir en Cristo. Esa excelencia -añade el Doctor Angélico- es manifestada por San Pablo desde cuatro aspectos: primero por la naturaleza de su origen, al llamarle verdadero hijo natural de Dios, cuando dice que nos ha hablado por medio de su Hijo; segundo, por la magnitud de su poder, cuando manifiesta que le instituyó heredero de todas las cosas; tercero, por la eficacia de su actividad, al afirmar que por Él hizo todos los siglos; y cuarto, por la excelsitud de su dignidad, cuando señala que Él es resplandor de su gloria (cfr. Comentario sobre Hb, prólogo y Hb 1, 1).
Cristo es presentado así como cumbre y plenitud de la Revelación salvífica, como ha recordado el Concilio Vaticano II: «Dios habló a nuestros padres en diversos momentos y de muchos modos por medio de los profetas. 'En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo' (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, el Verbo eterno, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cfr. Jn 1, 1-18) (…). Pues Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte, y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei verbum, 4).

Hb 1, 1. La Revelación divina, llamada con propiedad Palabra de Dios, se ha desarrollado en distintas etapas a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento. «Por esta revelación -enseña el Concilio Vaticano II-, Dios invisible (cfr. Col 1, 15; 1Tm 1, 17) habla a los hombres como amigo (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), movido por su gran amor, y mora con ellos (cfr. Ba 3, 38) para invitarles al trato con Él y recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se realiza con palabras y obras íntimamente relacionadas entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades significadas por las palabras, y las palabras, a su vez, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (Dei verbum, 2). La revelación es así una manifestación gradual de los misterios de Dios que da a conocer poco a poco, con una sabia pedagogía, su ser íntimo y su voluntad con vistas a la salvación eterna de todos los hombres. Porque, aunque haya un solo Dios y una sola salvación, sin embargo el hombre necesita ser formado por múltiples preceptos y son por tanto numerosas las etapas que conducen al hombre hacia Dios. Así puede constantemente progresar en la fe y encontrar la salvación completa en Cristo. Esta manifestación llena de misericordia, que Dios hace de sus misterios, se dirige al hombre para que todo el mundo «ante el anuncio salvador, escuchando crea, creyendo espere, esperando ame» (De catechizandis rudibus, 4, 8).
El Concilio Vaticano I al hablar de la Revelación recordó que aunque Dios «principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas (…), quiso sin embargo con su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, el sobrenatural, a Sí mismo y los decretos eternos de su voluntad» (Dei Filius, cap. 2). Esta revelación sobrenatural, según se dice en el mismo lugar (reafirmando lo que ya dijo el Concilio de Trento), se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que los Apóstoles recibieron de Cristo o del Espíritu Santo y que nos transmitieron a nosotros (cfr. Ibid.). A su vez el Evangelio de Cristo había sido prometido antes por los profetas y, más en general, por todo el Antiguo Testamento. A esto se refiere la epístola cuando dice que Dios habló en el pasado por boca de los profetas «en diversos momentos», es decir, en las distintas etapas de la historia del pueblo elegido y «de muchos modos», es decir, por medio de visiones, palabras, acciones y acontecimientos históricos.

Hb 1, 2. «La verdad íntima acerca de Dios y de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación» (Dei verbum, 2).
He aquí como San Juan de la Cruz comenta con belleza y hondura este versículo: «Y es como si dijera: Lo que antiguamente habló Dios en los Profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha quedado como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los Profetas ya lo ha hablado en Él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo.
»Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo:
»Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo Yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y revelado» (Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 22).
Los «últimos días» designan el tiempo que media entre la primera y la segunda venida de Cristo o Parusía. Estos días han empezado, porque se escucha y se ve la «Palabra» definitiva de Dios que es Jesucristo. La humanidad se encuentra ya, por tanto, en la edad final, en la «plenitud de los tiempos» (cfr. 1Co 10, 11; Ga 4, 4; Ef 1, 10).
Dios, al hablarnos por medio de su Hijo, nos revela claramente su voluntad salvífica, ya desde la Encarnación, porque viene al mundo la segunda Persona de la Trinidad, para redimirnos con su muerte y abrirnos el Cielo con su glorificación. Por tanto, Jesucristo es el profeta por antonomasia (cfr. nota a Jn 7, 40-43), porque con su Palabra perfecciona y lleva a término la misericordiosa revelación divina. La Encarnación y los demás acontecimientos de la vida del Señor son fuente de salvación, como se contiene en la misma enseñanza de Jesucristo.
Convenía que aquel Hijo que reveló perfectamente a Dios Padre fuera también el Verbo divino que había creado todas las cosas (cfr. Jn 1, 3). La actividad creadora del logos o Verbo divino no se contradice con la afirmación de que la creación venga de Dios Padre, puesto que las obras ad extra son comunes a las tres Personas divinas; tampoco se puede entender que el Verbo es un simple instrumento del Padre, sino que es consustancial a Él en todo.
«El único y propio Verbo del Padre bueno es el que ha organizado este universo. Siendo el Verbo bueno ha dispuesto el orden de todas las cosas (…). Estaba con Dios como Sabiduría, miraba al Padre como Verbo y creó el universo, dándole consistencia, orden y belleza. Siendo el poder mismo del Padre dio a todos los seres la fuerza de existir» (Oratio contra gentes, nn. 40. 46). No sólo el Verbo manifestó al Padre en la Creación, sino que actuó, junto con el Padre y el Espíritu Santo en la revelación del Antiguo Testamento, hasta el punto de que muchos Padres atribuyeron al Hijo -como «Ángel» o «Mensajero de Yahwéh»- las manifestaciones a Moisés y a los Profetas. San Ireneo escribe, por ejemplo, que Cristo prefiguró y anunció las cosas futuras por medio de «sus patriarcas y profetas», ejerciendo así de antemano su papel de Maestro, promulgando los mandamientos y normas divinas y acostumbrando a los suyos a obedecer a Dios Padre (cfr. Adversus haereses, XIV, 21). Existe, por lo tanto, una profunda armonía entre la manifestación de Dios en la Creación, en la revelación del Antiguo Testamento y en la del Nuevo: son revelación del mismo Dios y siempre actúa el Verbo. Tal actividad es de diferente modo: oculto y a través de los profetas, en el Antiguo Testamento; encarnado y por sí mismo, en el Evangelio. En este texto de Hebreos se unen la revelación sobre Jesucristo como Mediador y artífice de la Creación (cfr. Col 1, 15-18; 1Co 8, 6) con el pensamiento de que Dios nos ha hablado definitivamente en el Hijo, que «está en el seno del Padre» y que nos dio a conocer los misterios invisibles de la divinidad (cfr. Jn 1, 18).
«Los siglos», en el lenguaje de la Biblia suele equivaler a los seres creados, especialmente al mundo material; de modo que la frase «hizo también los siglos» puede ser traducida por: «hizo también los mundos».

Hb 1, 3a. Estas palabras, que describen la condición divina y la eternidad de Jesucristo, recuerdan el siguiente pasaje del libro de la Sabiduría: «(la Sabiduría) es un resplandor de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad» (Sb 7, 26). Lo que en el Antiguo Testamento era descrito como un atributo divino, se revela ahora como un Ser personal, la segunda Persona de la Trinidad, el Verbo Encarnado: Jesucristo.
Recurriendo a tres imágenes, se enseña que Jesucristo es perfecto Dios, idéntico al Padre. Al decir que el Hijo es «resplandor» de la gloria del Padre, señala que ambos son de la misma naturaleza. Así lo confesamos en el Símbolo de fe, cuando decimos que Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, es «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo Niceno-Constantinopolitano). «El autor quiere decir -escribe San Juan Crisóstomo- que Cristo tiene este resplandor por sí mismo, que no puede sufrir eclipse y que no es susceptible de aumentar ni disminuir» (Hom. sobre Hb, 2).
El Hijo es también «impronta» de la sustancia del Padre. El término impronta traduce la palabra griega character, de la cual viene la castellana carácter. Significa la marca dejada por un instrumento utilizado para grabar o sellar a fuego (por ejemplo, como hacen los anillos sobre el lacre, o los sellos en un documento, o los hierros de las divisas en el ganado). Esta palabra quiere indicar dos cosas: en primer lugar, la perfecta igualdad entre la marca y el sello y, en segundo lugar, la permanencia del signo grabado.
«Sustenta todas las cosas con su palabra poderosa»: El Hijo, por medio del cual han sido creadas todas las cosas, es también el que las sostiene en el ser. Dios Padre no se limita a crear sino que, mediante el Hijo, conserva el mundo y lo mantiene con una relación continua, directa e inmediata, sin la cual el mundo volvería a la nada, como explica Santo Tomás: «Con la remoción de la fuerza divina cesaría la existencia, el hacerse y el subsistir de cualquier criatura: (el Verbo) sustenta por tanto todas las cosas en cuanto a su existencia, y las sustenta también en cuanto a sus obras por ser la causa primera» (Comentario sobre Hb, 1, 2). Es coherente que el Padre quiera conservar en la existencia el mundo por medio del mismo Verbo por el cual lo creó.

Hb 1, 3b. Éste es el mensaje central de la Epístola a los Hebreos: Cristo, el Hijo consustancial al Padre, imagen perfecta de su sustancia, que creó y mantiene en el ser todas las cosas, al encarnarse efectuó la purificación de los pecados, y por su sacrificio fue glorificado hasta sentarse a la diestra del Padre y «recibir el nombre que está sobre todo nombre» (cfr. Flp 2, 6-11; Jn 1, 1.3.14). La obra de Jesucristo se presenta como una unidad de acciones misericordiosas y salvadoras, que se extienden desde la creación del mundo y del hombre hasta el estar sentado en la Gloria a la diestra del Padre. Creación y Redención son dos misterios profundamente vinculados. El Hijo, Verbo divino que crea, es el mismo que redime. «Conviene hablar en primer término -escribe San Atanasio- de la creación del universo y de Dios su Creador, para apreciar adecuadamente el hecho de que la nueva creación de este universo ha sido producida por el Verbo que la había creado en el origen. Porque no se verá contradicción alguna si el Padre realiza la salvación de la criatura en Aquél por quien la había producido» (De Incarnatione contra arianos, 1). Por esto la tradición de la Iglesia, haciéndose eco de varias expresiones del Nuevo Testamento (cfr. Ga 6, 15; 2Co 5, 17; Ef 4, 24; Col 3, 10), afirma que la Redención es una «nueva creación».
La expresión «sentarse a la diestra de la Majestad» equivale a «tener la dignidad de Dios», ya que «Majestad» es un término reverencial para indicar a Dios sin nombrarlo, como solían hacer los rabinos judíos, que le llamaban Señor, Altísimo, Poder, Gloria, etc. Sentarse en la presencia de Dios era prerrogativa de los reyes davídicos (cfr. 2S 7, 18; Ez 44, 3) y la derecha se consideraba el lugar de mayor consideración (cfr. Sal 45, 10). En el Salmo 110 se anuncia que Dios hará sentar al Mesías a su diestra, y a lo largo de su vida, Cristo había recordado varias veces aquella profecía para afirmar que Él era el Mesías y Dios (cfr. Mt 22, 44; Mt 26, 63-65; Jn 5, 17, 1-Jn 18, 40; Jn 10, 30-33). La exaltación del Hijo, sentado a la diestra del Padre, fue un tema constante de la predicación apostólica (cfr. Hch 2, 33; Rm 8, 34; 1P 3, 22; Ap 3, 21; Ef 1, 20). Como comenta San Juan Crisóstomo, cuando San Pablo dice que el Hijo se sentó a la diestra de la Majestad quiere aludir principalmente a la dignidad del Hijo que es igual a la del Padre. Y cuando afirma que está en las alturas, en los cielos, lejos de querer encerrar a Dios en unos límites materiales, quiere mostrarnos a Dios Hijo, que domina el universo y se eleva hasta el trono de su Padre (cfr. Hom. sobre Hb, 2).

Hb 1, 4. El prólogo se cierra con una afirmación de gran importancia, que introduce el contenido de los restantes versículos del primer capítulo: Cristo es superior a los ángeles. Esta comparación entre Cristo y los ángeles se justifica teniendo en cuenta la mentalidad de los judíos de entonces. En la época inmediatamente anterior al Nuevo Testamento la religiosidad popular judía había desarrollado mucho el culto a los ángeles, y existía, por lo tanto, el peligro de considerar a Jesús, por su naturaleza humana, de alguna manera inferior a las criaturas angélicas, que eran sólo espirituales. En los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 23, 9) vemos cómo los fariseos del Sanedrín pensaron que la predicación de San Pablo se debía a una revelación recibida de un ángel, y cómo la creencia en la existencia de los ángeles era ocasión de disputa entre fariseos y saduceos (cfr. Hch 23, 7). Por eso el autor de Hebreos quiere confirmar a los cristianos que venían del judaísmo que Jesucristo es mucho más que un ser angélico.
Cristo es superior a los ángeles -dice el autor inspirado- porque ha recibido, como le pertenece por naturaleza, el nombre de Hijo. Este nombre da razón cabal de su naturaleza divina, superior a cualquier criatura visible o invisible, material o espiritual, terrena o angélica, ya que el nombre indica la esencia de una cosa y, sobre todo en la Sagrada Escritura, se identifica a veces con ella. Así, por ejemplo, la expresión «en el nombre de» (cfr. Mt 28, 19; Hch 3, 6; Hch 4, 7; Hch 4, 12; etc.) indica no sólo la autoridad o el poder de la persona nombrada, sino la persona misma. Jesucristo, al ser Hijo natural de Dios, es superior a los ángeles por la gloria debida a su unión eterna con el Padre. En su condición de Hijo eterno de Dios siempre le perteneció (heredó) el título de Hijo y Señor. Pero, además, después de su Pasión y su Resurrección «ha sido hecho», por un nuevo título, superior a los ángeles mediante su exaltación gloriosa (cfr. 1Co 15, 24-27; Flp 2, 9-11). En este pasaje se contempla sobre todo la glorificación de Jesucristo en cuanto hombre; ya que esta expresión «ha sido hecho más excelente que los ángeles» no puede referirse -comenta San Juan Crisóstomo- a la esencia divina, ya que por ella el Hijo es igual al Padre y no admite variación, sino que es eternamente lo que es por generación: «Verbo eterno por naturaleza. Él no recibió su esencia divina por heredad. Estas palabras, que manifiestan su excelencia por encima de los ángeles, no se pueden referir sino a la naturaleza humana de la cual se ha revestido: ya que precisamente esa naturaleza es la que ha sido creada» (Hom. sobre Hb, 1)
Sobre la naturaleza y existencia de los ángeles cfr. nota a Lc 1, 11.

Hb 1, 5. Este versículo del Salmo 2 había sido entendido por la antigua exégesis hebraica en sentido mesiánico: el Mesías o Ungido debía ser rey de Israel y gozar de una particular protección de Dios. Por tanto, merecía ser llamado especialmente «Hijo de Dios», de modo análogo, pero más eminente, que los demás reyes y justos de Israel. Pero en Hb 1, 5 se hace una interpretación mucho más profunda: el Mesías, Jesucristo, es el Hijo eterno de Dios, engendrado «hoy», es decir en el continuo presente de la eternidad divina. Afirma la generación del Hijo por el Padre en el seno de la Trinidad, según la cual el Hijo procede eternamente del Padre y es imagen perfecta suya. Esta generación se diferencia radicalmente de la generación carnal, en la que un ser viviente engendra físicamente a otro semejante a él, y de la creación por la que Dios ha hecho libremente de la nada todas las cosas. Se diferencia de la generación física porque en la Trinidad, Padre e Hijo coexisten eternamente, y son un único y solo Dios y no dos dioses. Se diferencia de la creación porque el Hijo no ha sido hecho de la nada sino que procede eternamente del Padre.
Dios había creado a los ángeles en el tiempo, según la profesión de fe del Concilio Lateranense IV: «Firmemente creemos y sinceramente confesamos que uno solo es el verdadero Dios (…), Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por omnipotente virtud creó a la vez de la nada, desde el principio del tiempo, a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la mundana y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo» (De fide catholica, cap. 1).
El Hijo, en cambio, procede del Padre eternamente como los rayos luminosos vienen constantemente del sol o como el agua forma una sola cosa con el manantial del que brota.
«A ningún ángel se han dicho estas palabras -comenta Santo Tomás- sino sólo a Cristo. En ellas pueden observarse tres cosas. Primera, el modo de origen expresado en la voz 'dijo'. Se trata de un modo de generación que no es carnal, sino espiritual e intelectual. Segunda, esta generación es del todo singular, porque afirma 'Tú eres mi Hijo', como si dijera: aunque muchos otros se llaman hijos, ser Hijo natural sólo es propio de Él; los demás se llaman hijos de Dios porque participan del Verbo de Dios. Tercera, esta generación no es temporal, sino eterna» (Comentario sobre Hb, 1, 3).
La cita del Sal 2, 7 se completa con la profecía de Natán a David (2S 7, 14: «Yo seré para él Padre y él será para mí Hijo»). En ella se anuncia que un descendiente de David será el Mesías y que gozará para siempre del favor divino. Pero en el texto de Hebreos también se manifiesta mucho más claramente que el Mesías es Hijo de Dios en sentido verdadero y propio, por naturaleza, no por adopción (cfr. Lc 1, 32-33). En Cristo, por tanto, se unen dos realidades: es el Hijo de Dios y es el Mesías Rey.

Hb 1, 6. Con las palabras de Dt 32, 43, idénticas a las del Sal 96, 7, que cita según la antigua traducción griega llamada de los Setenta, se describe, como un mandato divino dirigido a los seres espirituales, la orden de la adoración del Hijo. Es otra prueba de su superioridad: los ángeles le deben adoración. «La adoración manifiesta la total superioridad sobre los ángeles: es la superioridad del dueño sobre sus siervos y sobre sus esclavos. Cuando Jesucristo ha salido del seno de su Padre para entrar en el mundo, Dios mandó a sus ángeles que le adoraran. Es lo que hace un monarca cuando introduce en su palacio un gran personaje y quiere que se le rinda honor: manda a sus grandes dignatarios que se inclinen en su presencia» (Hom. sobre Hb, 3).
Esta introducción del primogénito en el mundo ha sido interpretada constantemente por los Padres de la Iglesia y los escritores antiguos como una referencia a la Encarnación. Algunos autores ven también en este versículo una alusión a la segunda venida de Cristo, cuando el mundo venidero, a diferencia del mundo presente, esté especialmente sometido al Redentor. Esta interpretación relativa al fin de los tiempos, puede ilustrar el empleo del texto del Dt 32, 43, en el cual se habla a continuación de un juicio final de Dios.
La Humanidad de Cristo debe ser adorada ahora y siempre tanto por los ángeles como por los hombres, ya que en ella se adora a Jesucristo, que es una sola persona, la divina, con dos naturalezas, la divina y la humana; recibe así una sola adoración, que se dirige al mismo tiempo a la Divinidad y a la Humanidad.
La adoración debida a Cristo por encima de todo ser creado recuerda el pasaje: «Al nombre de Jesús dóblese toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10). Se trata de la Humanidad de Cristo glorificado. Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria (Santo Rosario, misterio glorioso).

Hb 1, 7-8. A diferencia del Hijo, que goza de la misma inmutabilidad divina del Padre, los ángeles poseen una naturaleza inferior aunque espiritual, representada, con las palabras del Sal 104, 4, por la mudable dirección del viento y la inestable forma del fuego. Dice Santo Tomás que esa doble comparación corresponde perfectamente a la naturaleza de los ángeles que son al mismo tiempo mensajeros y ministros. La imagen del viento corresponde al mensajero, la del fuego al ministro. «El aire puede recibir la luz y cualquier imagen asimismo transmite perfectamente lo que recibe y se mueve con velocidad. Son cualidades que también un buen mensajero debe poseer (…) y bien convienen a los ángeles porque reciben perfectamente las iluminaciones divinas al ser espejos limpísimos (…). Del mismo modo transmiten muy bien lo que se les ha dicho (…) y además son veloces (…). Son llama de fuego en cuanto son ministros porque el fuego entre todos los elementos es el más activo y el más eficaz. Por eso en el Salmo 104 allí donde se dice de los ángeles que son ministros de Dios se añade que Dios hace 'a sus ministros como llama de fuego'» (Comentario sobre Hb 1, 3).
El v. 8 del Salmo 45 (Sal 45, 8) se considera en Hb 1, 8 palabras de Dios Padre dirigidas al Hijo, cuyo trono está establecido por los siglos de los siglos. El término «Dios» se aplica a Jesucristo de modo expreso. Aunque el Nuevo Testamento suele usar el nombre de Señor para indicar la divinidad del Hijo, no renuncia sin embargo a llamarle Dios (cfr. Jn 1, 1; Jn 20, 28; Rm 9, 5; Tt 2, 13; 2P 1, 1), si bien reserva normalmente esta palabra para la Persona del Padre. El «trono» corresponde a Cristo y expresa su majestad, porque el trono como comenta Santo Tomás es sede real, pero también cátedra de maestro y tribunal de juez y todo eso conviene a Cristo que es nuestro Rey en cuanto Dios, y que sin embargo ha merecido el Reino también como hombre, por su pasión, su victoria y su resurrección (cfr. Comentario sobre Hb, 1, 4). Se subraya que ese trono se mantendrá por los siglos de los siglos según la profecía de Natán, (cfr. nota a Hb 1, 5), en el anuncio a la Virgen Santísima (cfr. Lc 1, 33) y en otro oráculo del libro de Daniel: «Su reino es un reino eterno, y todos los reyes le servirán y obedecerán» (Dn 7, 27).

Hb 1, 9. A través de las palabras del autor de Hebreos Dios mismo nos revela el sentido profundo del Salmo davídico. El salmista, también por inspiración divina, dirigiéndose al rey del pueblo elegido en el día de su boda, lo ensalza y lo alaba subrayando su belleza, su plenitud de dones espirituales, sus virtudes y su poder. Estas alabanzas desbordan los términos simplemente humanos. El rey de Israel aparece como un rey eterno, como un rey de justicia que odia la impiedad, y se afirma que ha sido ungido no con un simple óleo, sino con un óleo de «gozo», por encima de todos los demás príncipes y reyes. Todas esas prerrogativas, y en particular la alegría y el júbilo son propias de la venida del Mesías (cfr. Sal 21, 6; Sal 72, 1-7; Ct 5, 10-16; Is 44, 23; Is 51, 1; Is 52, 9; Is 54, 1; etc.). El Rey Mesías, por tanto, se perfila con características divinas. Precisamente el texto de la Epístola a los Hebreos lo confirma definitivamente. El Rey Mesías es Jesucristo, que por su unción ha sido constituido por encima de todos «los que tienen parte con él», es decir, por encima de todas las criaturas de las cuales se ha hecho «compañero» por la Encarnación. En efecto, al hacerse hombre, el Hijo eterno del Padre, tiene en cuanto hombre la plenitud absoluta de la gracia y de los dones divinos; pero, merced a él, los hombres pueden poseer también esas gracias y dones, pero no en plenitud. Algunos Padres han pensado que esta unción se refiere directamente a la generación eterna del Verbo; otros la aplican a su Encarnación. Sin duda, toda la exaltación de Cristo viene de su dignidad divina, pero, puesto que aquí se habla de una unción que es fruto del amor a la justicia y el odio a la iniquidad, parece más propio pensar que esta unción se refiere al favor divino manifestado a lo largo de toda la vida de Jesús, especialmente en su Bautismo (cfr. Lc 4, 18; Hch 10, 38) y en la glorificación después de la Resurrección (cfr. 1Tm 3, 16). Por otro lado el nombre mismo de Cristo, «Ungido», significa la plenitud del Espíritu Santo poseída por Jesús. «En estas palabras -escribe Santo Tomás- se trata de la unción espiritual por la que Cristo se encuentra lleno del Espíritu Santo» (Comentario sobre Hb, 1, 4). Es lo que afirma San Juan cuando dice del Verbo Encarnado que era «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). «Al nombre de Jesús se añadió también el de Cristo, que significa ungido (…). Fue ungido para desempeñar sus oficios, no por obra de algún mortal, sino por virtud del Padre Celestial, no con un ungüento terreno, sino con óleo espiritual; ya que se derramó sobre su alma santísima la plenitud y la gracia del Espíritu Santo y una abundancia tan grande de todos los dones como ninguna otra naturaleza creada pudo recibir. Esto lo manifiesta con elocuencia el Profeta cuando, hablando al mismo Redentor, dice: Has amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso te ungió Dios, tu Dios, con óleo de júbilo con preferencia a tus compañeros» (Catecismo Romano, I, 3, 7).

Hb 1, 10-12. A los argumentos anteriores (vv. 5-9) acerca de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, se añade ahora otra consideración: su poder de haber creado el mundo; así, en Hb 1, 10 vuelve a enlazar con la idea expresada en Hb 1, 2 (cfr. Comentario sobre Hb, 1, 5). El Sal 102, 26-28 que aquí se utiliza, es un salmo de lamentación y de confianza en el cual un justo afligido pide a Dios que escuche su oración y manifiesta su confianza en que ésta será atendida porque Dios es eterno, mientras que todas las cosas creadas son perecederas. Es ésta una idea muy frecuente en todo el Antiguo Testamento y que alimentó la piedad de los hebreos: por ejemplo, cfr. Sal 119, 89-91; Is 40, 8; Is 51, 6-8; Si 43, 26-32. En todos estos pasajes se subraya la eternidad de la «Palabra» divina frente a la mutabilidad de la Creación. En Hb 1, 10-12, las expresiones del Sal 102, 26-28, que estaban dirigidas a Yahwéh, se aplican a Jesucristo, que, por tanto, es considerado Dios, igual que el Padre. Es una manifestación más de la divinidad de Cristo, que expresan estos primeros versículos de la Epístola a los Hebreos.

Hb 1, 12. Para señalar la diferencia entre el Creador y la criatura la epístola, con las palabras del Sal 102, 13 afirma dos atributos propios del Creador: la eternidad y la inmutabilidad. El mundo que vemos, a diferencia de Dios, ha tenido un principio y tendrá un fin. La comparación con el manto y con el vestido nos dice que el mundo material es corruptible y posee carácter transitorio a pesar de su belleza y de su duración. Esta verdad básica de la revelación se opone directamente a los que consideran que el mundo es eterno, o a los que atribuyen al mundo y a la materia características divinas. Repetidamente el Magisterio ha condenado las teorías que afirman que «Dios es lo mismo que la naturaleza (…), que Dios se está haciendo en el hombre y en el mundo, y que todo es Dios y tiene la misma sustancia de Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo» (Syllabus, n. 1). Para los cristianos el universo creado no sólo no permanece en su imagen y forma, sino que al final de los tiempos experimentará una trasformación, que lo convertirá en «el nuevo Cielo y la nueva Tierra» (Ap 21, 1; cfr. Rm 8, 19; Is 65, 17; 2P 3, 13). Sólo Dios es eterno.

Hb 1, 14. La expresión «espíritus destinados al servicio», que podría traducirse por «espíritus ministeriales», es una definición muy ajustada de los ángeles, que son criaturas espirituales cuya función consiste en servir y adorar a Dios. En el Nuevo Testamento los ángeles, buenos y malos, reciben distintos nombres como «virtudes» (cfr. Rm 8, 38; 1Co 15, 24; Ef 1, 21), «potestades» (cfr. Col 1, 16; Ef 1, 21), «principados», «dominaciones», y «tronos». En el AT, los ángeles sirvieron a Dios como intermediarios para transmitir mensajes a los hombres (cfr. Gn 16, 7 ss. 1R 13, 18; Dn 8, 16-26; Dn 9, 21-27; etc.), protegerlos y a veces llevar a efecto los castigos de Dios. Desde la venida de Cristo, los ángeles «sirvieron» a nuestro Señor en la tierra (cfr. Mt 4, 11; Lc 22, 43), y ayudaron al desarrollo de la Iglesia primitiva (cfr. Hch 5, 19; Hch 12, 7-10). En Hb 1, 14 se subraya la función ministerial de los ángeles en orden a la salvación de los hombres; de igual modo, en el Evangelio se dice que los niños tienen su ángel en el Cielo (cfr. Mt 18, 10) y, en general, cada hombre tiene un ángel que le guarda (cfr. Hch 12, 15). La función ministerial es aplicación de la bienaventuranza de los ángeles, porque -explica Santo Tomás- no hay distinción entre ángeles que contemplan y ángeles que sirven, ya que «todos son ministros o administradores, en cuanto que los más elevados trasmiten la voluntad de Dios a los que están en medio; los que están en medio a los de rango inferior y éstos últimos a nosotros» (Comentario sobre Hb 1, 6). Tarea específica de los ángeles ministeriales es ayudarnos a alcanzar el Cielo, «porque la Providencia de Dios ha dado a los ángeles la misión de custodiar el género humano y de socorrer a cada hombre, para que no sufra ningún daño grave; porque así como los padres, cuando los hijos deben viajar por un camino malo y peligroso, hacen que les acompañen personas que cuiden y defiendan de los peligros, así el Padre Celestial en este viaje que emprendemos hacia la patria de los cielos, a cada uno de nosotros nos da ángeles para que protegidos por su poder y diligencia podamos evitar los lazos escondidos dispuestos por los enemigos (…). Así que ninguna desviación sea capaz de separarnos del camino que conduce al Cielo» (Catecismo Romano, XIV, 9, 4). Pero el servicio de los ángeles no se limita a esa tarea de asistencia de cada hombre, sino que, según enseña la fe de la Iglesia, los ángeles unen su oración a la oración de los fieles y llevan sus plegarias a Dios. Lo atestigua un antiguo escritor eclesiástico como Orígenes, fiel representante en esto de la doctrina ortodoxa: «Decimos que los ángeles suben para llevar las oraciones de los hombres a los lugares más puros del mundo, que son los celestes (…). Y de allí bajan a su vez, para traer a cada uno, según lo que merece, alguno de los beneficios que Dios les manda llevar (…). A estos, pues, según su oficio, hemos aprendido a llamarlos ángeles o mensajeros» (Contra Celso, V, 4). Es antigua e importante la devoción a los ángeles y a nuestro ángel custodio: Te pasmas porque tu Ángel Custodio te ha hecho servicios patentes. -Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti (Camino, 565).

Hb 2, 1-4. Empieza aquí una recomendación vibrante de prudencia y fidelidad. El tono y estilo directo de exhortación personal, frecuente por otro lado a lo largo de la epístola, indica que el autor conocía bien a los lectores de su carta y viceversa, y que por ello les podía hablar con gran confianza. Así no tiene reparo en manifestarles una cierta inquietud por la posibilidad de que actúen con ligereza ante el singular don que han recibido. Nadie debe olvidar que la apostasía puede originarse no sólo de una repulsa voluntaria y expresa a la fe, sino también de un descuido continuado de la enseñanza divina. Es una exhortación que recuerda aquella dirigida a los Corintios: «Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Co 6, 1). Los cristianos debemos recibir, según nuestra capacidad, la palabra de Dios; y es importante que nos esforcemos seriamente por llevarla a la práctica, de modo que el Evangelio tenga en nuestras vidas consecuencias de santidad cada vez mayores. Por otro lado, la práctica de la vida cristiana es el mejor camino para entender la fe con mayor profundidad.

Hb 2, 2-3. «El Apóstol ha explicado con anterioridad de muchas maneras la superioridad de Cristo sobre los ángeles. Aquí concluye afirmando que se debe mayor obediencia a la doctrina de Cristo, es decir, al NT, que al AT (…). En efecto, por el cumplimiento del mandato del ángel, por medio del cual había sido dada la Ley, se lograba la entrada en la patria (cfr. Ex 23, 20-22). Por eso se dice en Mt 19, 17: 'Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos'. Luego, si era necesario guardar los mandamientos de la Ley de Moisés, ahora es más necesario todavía obedecer a los mandamientos de Aquél, que es superior a los ángeles a través de los cuales se promulgó la Ley» (Comentario sobre Hb, 2, 1).
La Ley de Moisés no es considerada como un principio opuesto a la Redención y a la gracia de Cristo, sino como una primera etapa en el camino de la salvación y una especie de anticipación de la bienaventuranza definitiva. Por eso la Ley es también una manifestación de la misericordia de Dios. «Esta Ley -escribe Tertuliano- no fue promulgada por la severidad de su autor, sino por aquella suprema generosidad que decidió educar a un pueblo rebelde y ablandar con deberes precisos una fe que todavía no sabía obedecer» (Adversus Marcionem, 2, 19).
En la Antigua Alianza Dios dio solidez a su palabra estableciendo justos castigos contra toda prevaricación y desobediencia, como vemos por ejemplo en el caso de Datán, Coré, Abirón (cfr. Nm 16, 1-35), María la hermana de Moisés (cfr. Nm 12, 1-9), y más tarde Saúl (cfr. 1S 15, 9-23) y los reyes de Judá e Israel que fueron infieles. Por eso debemos tener un santo temor a la infidelidad a la Nueva Alianza establecida en Jesucristo: porque la palabra divina de salvación, promulgada por Jesucristo, reviste un valor incomparable. Es el mayor bien que el hombre puede recibir, porque con ella se hace capaz de conocer y glorificar a Dios y de conseguir al mismo tiempo su propia felicidad temporal y eterna.
Nos fue confirmada por quienes la habían oído». Estas palabras son una alusión explícita a la predicación de los apóstoles, que es la que confirma y transmite el anuncio de salvación iniciado por la predicación de Cristo (cfr. 1Co 11, 23; 1Co 15, 3).

Hb 2, 2. Se usa en este lugar una argumentación de menos a más, que era muy apreciada en la exégesis de los rabinos de aquellos tiempos. Según esta argumentación, el pasaje vendría a decir: si las transgresiones de los mandamientos de la Antigua Alianza, entregados por mediación de ángeles, eran severamente castigadas, con cuánta mayor razón habrá que respetar los de la Nueva Alianza, instaurada por el Hijo de Dios. El mismo razonamiento de menos a más aparece de nuevo en Hb 7, 21-22; Hb 9, 13-14; Hb 10, 28-29 y Hb 12, 25.
La «palabra anunciada por medio de ángeles» es la Ley mosaica. Según algunas tradiciones judías, la Ley fue entregada a Moisés en el Sinaí por uno o más ángeles. En el Nuevo Testamento se recoge esta tradición en Hch 7, 38.53 y Ga 3, 19.

Hb 2, 4. Las «señales, prodigios y milagros» son en cierto modo lo mismo: signos de la Revelación sobrenatural. Las «señales» pueden ser hechos naturales que, por el momento en que se producen, revisten un significado sobrenatural y manifiestan el poder de Dios. Los «prodigios» y «milagros», en cambio, exceden en grado diverso las posibilidades de la naturaleza; los prodigios parecen referirse a las manifestaciones del cielo como se dice en Hch 2, 19; mientras que los milagros indican en general todas las manifestaciones sensibles del poder divino, como la curación instantánea de un lisiado o la resurrección de un muerto.
Los milagros de Jesucristo permiten ver en Él la obra salvadora de Dios en favor de los hombres. Son como la acreditación que el Padre hace del Hijo (cfr. Hch 2, 22; Jn 3, 2). Las señales y prodigios acompañaron también desde el comienzo la predicación apostólica para confirmar su origen divino (cfr. Mc 16, 20; Hch 2, 43; Hch 4, 30; Hch 5, 12; etc.). Así se dice por ejemplo que Esteban «hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (Hch 6, 8) y que también la predicación de San Pablo era confirmada por señales y prodigios (cfr. Hch 14, 3; Rm 15, 19; 2Co 12, 12).
San Juan Crisóstomo predicaba: «¿Podía ocurrir que los que pretendían ser testigos de Dios no hayan sido más que unos impostores? ¡No!, os contesta San Pablo. Esta revelación no es un fruto del espíritu humano. Si los hombres hubieran imaginado estas verdades y estos misterios, ¿cómo podía la omnipotencia de Dios respaldar esta mentira con obras sobrenaturales? Dios, pues, intervino, mediante los prodigios de los Apóstoles, para apoyar su testimonio (…). Lo apoya no de palabra, lo que hubiera sido suficiente, puesto que Dios es digno de fe, sino que lo confirma con el testimonio más elevado de sus obras 'con diversos milagros'. Los más variados, dice el Apóstol, para manifestar la superior abundancia de dones espirituales que los cristianos han recibido respecto al antiguo pueblo judío, en el cual se dieron menos prodigios y señales menos maravillosas» (Hom. sobre Hb, 3).
Los comienzos de la Iglesia fueron realmente acompañados por un número extraordinario de milagros y de obras del Espíritu Santo (cfr. Hch 4, 31; Hch 10, 44; 1Co 12, 4-11). Una vez consolidada la predicación apostólica estas señales extraordinarias disminuyeron. Pero quedó y queda todavía la señal más excelente, que es la caridad (cfr. 1Co 13, 1).

Hb 2, 5-9. A través de la cita del Salmo 2 y de los otros salmos se considera la dimensión salvífica de la Encarnación. Los cristianos deben ser fieles a Cristo, porque Él, además de ser la causa y el comienzo de la salvación, ha sido constituido Señor del Universo, a quien todo le ha sido sometido. Dios Padre, en efecto, estableció como Señor del «mundo futuro» a Cristo y no a los ángeles.
Dios ha sometido todas las cosas a Cristo en cuanto hombre. En este sentido se aplican a Cristo las palabras del Sal 8, 1-10, ya que Él es la perfección de la humanidad, el hombre perfecto, y con su obediencia, humildad, y su Pasión y Muerte, mereció ser coronado de gloria y de honor (cfr. Flp 2, 6-11; 1P 2, 21-25). Así, por su Pasión y Muerte, Cristo es el Señor y todo le ha sido sometido, hasta la misma muerte (cfr. 1Co 15, 22-28). Sus enemigos han sido puestos como escabel de sus pies (cfr. Sal 8, 7; Sal 110, 1; Mt 22, 44), para que Él reconduzca todo al Padre, y Dios sea todo en todas las cosas.

Hb 2, 5. El «mundo futuro» era una expresión corriente entre los judíos para designar la época inmediatamente posterior a la venida del Mesías. Los rabinos distinguían tres periodos en la historia del mundo: el «mundo presente» que era el tiempo en el cual los hombres esperaban al Mesías; después, el «día del Mesías», momento en el que éste establecería su Reino; y el «mundo futuro» que empezaría con la resurrección de los muertos y el juicio de las naciones. Para muchos doctores de la Ley el «mundo futuro» se confundía en cierta medida con el «día del Mesías», que era como su fase inicial.
El autor de la epístola parece considerar que el mundo presente se hallaba confiado por Dios a la administración o gobierno de ángeles (cfr. Dt 32, 8; Dn 10, 13 ss.), pero que en el mundo por venir -es decir, en el Reino definitivo- se llevará a cabo el propósito inicial de Dios Creador: Cristo, Dios y Hombre verdadero, con su Humanidad glorificada, será el Rey de la Creación, y juntamente con Él, según el plan divino original, los ángeles y los hombres bienaventurados. El «mundo futuro», aunque ha comenzado ya con la Resurrección y Glorificación de Jesús, sin embargo, no alcanzará su plenitud hasta la segunda venida de Cristo y resurrección de la carne. Hasta entonces, se da la tensión entre el «mundo presente» y el «mundo futuro»: el primero está como herido de muerte, pero todavía existe; el segundo, ha comenzado ya, pero aún no ha alcanzado su plenitud.

Hb 2, 6. El Sal 8, 1-10 es un himno de alabanza a Dios por haber creado todas las cosas y en especial al hombre, a quien puso como dueño de toda la tierra. Las palabras del Salmo citadas alaban precisamente el amor solícito y providente que Dios muestra por el hombre al constituirle, a pesar de su debilidad, rey de la creación.
Sin embargo, en el texto de la epístola se nos revela que las palabras del Salmo tienen un sentido más profundo. Se refieren a Jesús (cfr. 1Co 15, 27; Ef 1, 22) y especialmente a su humillación. «Aunque estas palabras se pueden aplicar a todo hombre -comenta San Juan Crisóstomo- sin embargo convienen propiamente a Cristo. Pues las palabras 'todo lo sometiste bajo sus pies' (v. 8) le convienen más a Él que a nosotros, ya que el Hijo de Dios nos visitó a nosotros que no éramos nada y cuando asumió y amó para Sí lo que es nuestro, se hizo superior a todos» (Hom. sobre Hb, 4).
El autor de Hebreos utiliza el Sal 8, 1-10 para mostrar la superioridad de Cristo sobre los ángeles, descubriendo en las palabras del Salmo un profundo sentido mesiánico. En efecto, el hombre «coronado de gloria y honor» es Jesucristo resucitado y sentado a la derecha del Padre, y aquél a quien han sido sometidas todas las cosas es también el mismo Jesucristo (cfr. Hb 1, 13), como proclama San Pablo en 1Co 15, 27; Ef 1, 22; Flp 3, 21.

Hb 2, 7. Se cita el Sal 8, 5-7, aplicándolo a Jesucristo. Tal acomodación plantea algunos problemas lingüísticos y de sentido. Así, la expresión «sólo un poco inferior» está tomada seguramente en un sentido temporal, es decir, como se traducirá en el v. 9: «por un momento inferior». Véase nota a Hb 2, 9.

Hb 2, 8. Consecuente con la aplicación a Cristo de las palabras del Sal 8, 5-7, se afirma que Dios Padre sometió todas las cosas al dominio del Hijo. Esto no significa desigualdad o diferencia de poder o de naturaleza entre el Padre y el Hijo; es decir, como si el Hijo estuviera sometido al Padre, y Éste a su vez le concediera -como a un subordinado- el poder sobre el mundo. «Arrio argumenta así -escribe Santo Tomás-: el Padre sometió todo al Hijo; luego el Hijo es menor que el mismo Padre. Respondo que es cierto que el Padre sometió todo al Hijo según la naturaleza humana, en la que es menor que el Padre, como dice San Juan: 'el Padre es mayor que yo' (Jn 14, 28). Pero según la naturaleza divina, el mismo Cristo se sometió todas las cosas a Sí mismo» (Comentario sobre Hb 2, 2).
El dominio universal de Cristo está velado a los ojos de los hombres, y no se manifestará hasta su segunda venida como Señor y Juez de vivos y muertos. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino 'no es de este mundo'
(Jn 18, 36), aunque está en el mundo (…). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible se equivocaban (…). Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: 'haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos' (Mt 3, 2; Mt 4, 17); encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva (cfr. Lc 10, 9), y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino (cfr. Mt 6, 10) (Es Cristo que pasa, n. 180).

Hb 2, 9. La frase «a aquel que fue hecho por un momento inferior a los ángeles» se refiere a Jesús en el trance de su Pasión y Muerte, en el cual voluntariamente se humilla y se rebaja al dolor del castigo y a la muerte, penas a las que no están sometidos los ángeles.
Se ha traducido «por un momento» la voz griega que la Neovulgata vierte por «paulo minus» (un poco menos, un poco inferior), idéntica a la de Hb 2, 7 (cita de Sal 8, 6). Gramaticalmente, cualquiera de las dos traducciones castellanas son posibles, pero el contexto inclina a elegir la que hemos adoptado.
Cualquier criatura humana, incluido Cristo en cuanto hombre, puede ser considerado en cierto sentido como inferior a los ángeles. Esta inferioridad radica sobre todo en que el conocimiento humano es menos perfecto que el de los ángeles, ya que depende de los sentidos, y en la posibilidad de sufrir y de morir que no tienen los ángeles: «Los ángeles son impasibles e inmortales por naturaleza, de modo que cuando Cristo se dignó someterse a la pasión y a la muerte se rebajó en relación a ellos, no porque perdiera su plenitud o la disminuyera en algo, sino porque asumió nuestra debilidad. Se ha hecho inferior a los ángeles, no en cuanto a la divinidad ni en cuanto al alma, sino sólo respecto al cuerpo» (Comentario sobre Hb 2, 2).
La humillación de Cristo es un ejemplo constante que nos mueve a corresponder a su amor. San Juan Crisóstomo propone una consecuencia ascética: «Si aquel a quien adoran los ángeles ha consentido por amor vuestro hacerse por un tiempo inferior a ellos, vosotros debéis soportarlo todo por amor suyo» (Hom. sobre Hb, 4).
Uno de los efectos de la Pasión de Cristo ha sido su exaltación y glorificación. Porque Cristo ha vencido en la Cruz, en beneficio de todos los miembros del género humano, la Cruz es el único camino hacia la gloria: «Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la salvación -canta la Iglesia- ¡Oh Cruz que vences! ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que nos limpias de todo pecado! Aleluya» (Breviarium Romanum, Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, Antif. ad Laudes). Por la Pasión de Cristo la Cruz ya no es un patíbulo ignominioso, sino un trono de gloria. La tradición atribuye al Apóstol San Andrés estas alabanzas a la cruz en la que iba a morir: «Oh buena cruz, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (…) devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba, el que por ti me redimió» (Ex passione S. Andreae, lect.).
Cristo, por su muerte, ha sido coronado de gloria y honor y, al mismo tiempo, ha muerto para nuestro bien. La muerte y la glorificación de Jesús son la causa y el modelo de nuestra salvación y glorificación. Sacrificio, satisfacción y mérito están indisolublemente unidos en la obra redentora de Cristo y constituyen una «gracia de Dios», es decir, un don gratuito de Dios Padre. Santo Tomás explica que «aquí se describe la Pasión de Cristo de tres formas. En primer lugar, por su causa, porque dice 'por gracia de Dios'. Luego, por su utilidad, cuando dice 'en beneficio de todos'. En tercer lugar, por el modo de su desarrollo, cuando dice 'gustase'» (Comentario sobre Hb 2, 3). En efecto, Jesús, por voluntad del Padre, experimentó o «gustó» la muerte. Se describe la muerte de Jesús como una bebida amarga que nuestro Señor quiso beber poco a poco, en pequeños sorbos, casi saboreándola. El recuerdo del cáliz de la agonía es inevitable (cfr. Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42; Jn 18, 11; cfr. también Mt 20, 22s.; Mc 10, 38 ss.).
La tradición cristiana se ha detenido en la contemplación de las palabras «gustó la muerte», viendo reflejadas la realidad y la voluntariedad del sacrificio redentor. La muerte de Cristo aparece como un acto perfectamente libre y plenamente aceptado para expiar los pecados de todos los hombres. La expresión «gustar» señala también que se sometió a la muerte sin dejar de ser el Señor de la vida: «Esta expresión -afirma San Juan Crisóstomo- está llena de exactitud. No se dice 'a fin de que muriera', porque el Señor después de haber gustado la muerte, se detuvo en ella sólo un instante y enseguida resucitó (…). Ya que todos los hombres tenían miedo a la muerte, para que la experimentaran con confianza, Él mismo la gustó, sin que fuera necesario» (Hom. sobre Hb, 4).

Hb 2, 10. Después de haber mostrado los efectos de la muerte de Cristo, se subraya la conveniencia de esta humillación: Jesucristo debía hacerse en todo igual a sus hermanos los hombres para poderles ser útil.
Dios Padre, que es el principio y fin de todas las cosas, quería conducir a muchos hombres a la gloria por medio de su Hijo. Cristo debía ser el autor de esa salvación, y por ello fue conveniente que mediante la Pasión llegara a una absoluta perfección. Dios Padre «ha perfeccionado» a su Hijo en cuanto que al hacerse hombre y, por tanto, poder sufrir y morir, posee la absoluta capacidad para ser el representante del género humano. «Dios ha hecho un acto digno de su bondad hacia nosotros, al revestir a su Primogénito de un resplandor superior al de todos los hombres y al ponerle como modelo de gran atleta superior a todos. El sufrimiento es, por tanto, un medio para llegar a la perfección y una fuente de salvación» (Hom. sobre Hb, 4). Cristo, al obedecer de modo perfecto al Padre, con el ofrecimiento de su vida y sobre todo con su Pasión y Muerte, ofrece un sacrificio perfecto y sobreabundante para la remisión de los pecados de los hombres y para la satisfacción completa del Padre. Como premio a su obediencia, Cristo, en cuanto hombre, es constituido Cabeza de la Iglesia y Rey del Universo. En este sentido es «perfeccionado por el Padre».
A partir de la Redención de Cristo el sufrimiento humano también adquiere el carácter de camino de perfección. Porque el dolor es expiación de las culpas personales, estímulo para que el hombre demuestre su naturaleza espiritual y trascendente, ejerza su solidaridad con los demás hombres y, sobre todo, se una íntimamente con el sacrificio de Cristo. «El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia (…). Para poder percibir la verdadera respuesta al 'porqué' del sufrimiento tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente (…). Cristo nos hace entrar en el misterio, nos hace descubrir el porqué del sufrimiento en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino» (Salvifici doloris, 12-13).

Hb 2, 11. Para llevar a cabo la salvación de los hombres Cristo debía poseer, como ellos, una naturaleza humana. Por esto mismo sólo Cristo es «el verdadero santificador», es decir, el que ejerce la función del sacerdote que con ritos y sacrificios vuelve puras y agradables a Dios –santas- las cosas manchadas por el pecado. Es algo parecido a lo que decía el Señor en el Evangelio: «Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17, 19).
«Vienen todos de uno solo». Varias han sido las interpretaciones de estas palabras. La mayoría, pensando en el paralelismo entre el primer hombre y Cristo (cfr. Hch 17, 26; Rm 5, 15-19), opinan que ese «uno» es Adán; con lo cual el texto vendría a decir que Cristo y los demás hombres son hijos de Adán. Otra opinión, muy difundida, matiza que el «uno» se refiere a Dios, con lo que se subrayaría que la Humanidad Santísima de Cristo y la humanidad de los hombres son obra del mismo Creador y proceden por descendencia del primer hombre. En cualquier caso, con todo derecho, Cristo y los hombres pueden ser llamados «hermanos». «Por lo que se refiere a la generación divina -afirma el Catecismo Romano-, Cristo no tiene hermanos ni coherederos, porque es Hijo único del Padre, y nosotros somos obra de sus manos. Pero si atendemos al origen humano, no sólo llama Él a muchos con el nombre de hermanos, sino que también los considera como tales, para que juntamente con Él consigan la gloria de la herencia paterna» (Catecismo Romano, I, 3, 10). Por eso la liturgia nos enseña a rezar con confianza: «Señor Jesús, no permitas que aquellos a quienes llamas hermanos por tu Encarnación se alejen de ti por el pecado» (Liturgia de las Horas. Preces de vísperas del jueves de la segunda semana de Adviento).

Hb 2, 12. El Salmo 22 -que comienza con las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»- habla de los sufrimientos y de la glorificación del Mesías, como perfecto Siervo de Yahwéh. Cristo en la cruz recitó este Salmo apropiándoselo y enseñándonos, por tanto, que profetizaba su Pasión (cfr. Mt 27, 35.46; Mc 15, 34). Por esto es un Salmo sumamente venerado y utilizado por la tradición cristiana. En el culto de la sinagoga tenía una especial relevancia, y la liturgia de la Iglesia se sirve de él en los oficios del Jueves y Viernes Santo.
El Siervo de Yahwéh, después de haber sido liberado por Dios de los sufrimientos e injurias que le amenazan, expresa su gratitud a su liberador. Por esto quiere «anunciar», es decir, alabar, el nombre de Yahwéh delante de los fieles que se reúnen en el Santuario y que llama hermanos. Los evangelistas vieron cumplido este Salmo en la Pasión del Señor (cfr. Mt 27, 35 y Jn 19, 23-24 comparados con Sal 22, 19). Pero en Hb 2, 12 se aplican otros versículos del mismo Salmo (Sal 22, 23) no tanto a la Pasión del Señor como a la Revelación que Cristo hace del Padre: revela el nombre del Dios verdadero, es decir, su naturaleza íntima, su misericordia y su poder. Este pasaje de Hebreos evoca las palabras de Jesús en Jn 17, 6.26: «He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, me los confiaste y han guardado tu palabra (…). Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos y yo en ellos».

Hb 2, 13. Se citan dos versículos de Isaías, descubriendo su sentido mesiánico: lo que el profeta dijo siglos antes era un anticipo de los sentimientos de Cristo. Is 8, 17 manifiesta su confianza en Dios, a pesar de la amenaza de una invasión del Imperio asirio y de la infidelidad del pueblo de Israel, que acude a la superstición y a la magia, en lugar de convertirse a Dios. Las mismas palabras expresan la confianza de Cristo en Dios Padre.
En Is 8, 18 los hijos del profeta, cuyos nombres simbolizan el plan divino de salvación, son figura del pueblo cristiano que el Padre ha confiado a Cristo Salvador y Santificador (cfr. Jn 6, 37.39; Jn 17, 6.12).

Hb 2, 14. Como en el Prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1, 12-13), «sangre» y «carne» se refieren a la naturaleza humana considerada en su debilidad. Jesucristo ha asumido la naturaleza del hombre: «La ha asumido sin pecado pero con toda su capacidad de padecer, dado que tomó una carne semejante a la carne pecadora; participó así 'de la carne y de la sangre', es decir, asumió una naturaleza en la que pudiera padecer y morir, lo cual no habría podido hacer en una naturaleza divina» (Comentario sobre Hb 2, 4).
Cristo quiso someterse a la muerte, consecuencia del pecado, para destruirla y para destruir el poder del demonio. El Concilio de Trento enseña que, como efecto del pecado original, el hombre «incurrió en la ira e indignación de Dios y, por tanto, en la muerte (…) y con la muerte en el cautiverio del que tenía el poder de la muerte» (De peccato originali, can., 3; cfr. Rm 5, 12; Rm 6, 12-14; Rm 7, 5; etc.). Para explicar el poder del diablo sobre la muerte. Santo Tomás comenta: «Uno es el dominio que tiene el juez sobre la muerte, porque puede castigar con ella, y otro diferente es el de un criminal, que lo arrebata injustamente al asesinar (…). Dios tiene el imperio de la muerte conforme al primer modo, y el diablo, en cambio, lo tiene conforme al segundo, ya que seduce al hombre a pecar y le lleva a la muerte» (Comentario sobre Hb 2, 4).
La Iglesia canta, dirigiéndose a Cristo y a la Cruz: «¡Salve, oh altar! ¡Salve, oh Víctima, por la gloria de tu Pasión! En ella la Vida sufrió la muerte, y con la muerte devolvió la vida» (Himno Vexilla Regis). La muerte de Cristo, único que podía satisfacer por el pecado del hombre, elimina el pecado y convierte la muerte en camino hacia Dios. «Jesús destruyó al demonio -escribe San Alfonso María de Ligorio-, esto es, destruyó su poderío, ya que el demonio era dueño de la muerte a causa del pecado, es decir, que tenía potestad para dar la muerte temporal y eterna a todos los hijos de Adán infectados por el pecado. Y ésta fue la victoria de la Cruz: que Jesús, autor de la vida, muriendo nos alcanzó la Vida con su muerte» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 5, 1).

Hb 2, 15. Cristo no ha librado a los hombres de la muerte corporal sino de la muerte espiritual y, por tanto, también del miedo a la muerte, porque tenemos la certeza de la futura resurrección. El natural miedo del hombre a morir se explica fácilmente por el temor ante lo desconocido y por una repugnancia instintiva a lo que ella lleva consigo; pero puede ser también una manifestación de apegamiento excesivo al mundo. «No queriendo renunciar a sus deseos, el alma teme la muerte y la separación del cuerpo» (Oratio contra gentes, n. 3).
El temor, que a veces manifiestan ante la muerte algunos hombres del Antiguo Testamento, puede explicarse por la inseguridad de su destino después de esta vida, y el riesgo de una total separación de Dios. La Revelación cristiana asegura a los hombres la inmortalidad del alma, y a los que corresponden a la gracia la esperanza de la vida en Cristo. Enseña, pues, que la muerte física no separa de Dios. No debe ser por tanto temida por quienes verdaderamente buscan a Dios: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia», exclama San Pablo (Flp 1, 21). No tengas miedo a la muerte. –Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! (Camino, 739).

Hb 2, 16. «No asumió la naturaleza»: El texto original literalmente dice: «no tomó con la mano», «no agarró», «no tomó para sí». Indica que Cristo «asumió para Sí» una naturaleza humana y no una angélica. Así lo explica San Juan Crisóstomo: «¿Qué quiere decir 'tomó con la mano'? ¿por qué no dijo 'asumió', sino que utiliza esta expresión 'tomó con la mano'? Porque este verbo hace referencia a los que persiguen a sus adversarios, y ponen todos los medios para capturar a los fugitivos y apresar a los que se resisten. En efecto, la naturaleza humana había huido de Él y había huido muy lejos, porque dice 'estábamos muy lejos de Dios y casi sin Dios en el mundo' (Ef 2, 12). Por eso Él mismo nos persiguió y nos 'tomó para Sí'. El Apóstol hace ver que hizo todo esto por puro amor hacia los hombres, por caridad y por solicitud hacia nosotros» (Hom. sobre Hb, 2).
«Demuestra la alta dignidad del hombre el hecho de que Dios en su Bondad concedió ser hombre a Aquél que es al mismo tiempo verdadero y perfecto Dios; de modo que podemos gloriarnos de que el Hijo de Dios es hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne, lo que no se concede a los bienaventurados espíritus angélicos» (Catecismo Romano, I, 4, 11).

Hb 2, 17. Se menciona por primera vez el tema central de la epístola, es decir, el sacerdocio de Cristo. Jesucristo, por ser Dios y Hombre, es mediador único entre Dios y los hombres, privados de la amistad y vida divinas a causa del pecado; ejerce esa mediación como Sumo Sacerdote, y salva, por Amor, el abismo infranqueable entre la estirpe pecadora de Adán y Dios ultrajado.
Se alude claramente en primer lugar a la Humanidad del Señor, en nada diferente a sus hermanos los hombres, (excepto en el pecado, cfr. Hb 4, 15). «Estas palabras significan que Cristo ha sido criado y educado, que ha crecido, que ha sufrido todo lo que debía sufrir, y que finalmente ha muerto» (Hom. sobre Hb, 5). «Participó del alimento como nosotros -escribe Teodoreto de Ciro-, y soportó el trabajo; conoció la tristeza en su alma y lloró, y padeció la muerte» (Interpretatio Ep. ad Haebr, II).
Cristo Sacerdote puede comprender perfectamente al pecador y satisfacer la Justicia divina. «En el juez se desea por encima de todo misericordia -escribe Santo Tomás-. En el abogado se busca fidelidad. El Apóstol insinúa que en Cristo se hallan ambas cosas a causa de su Pasión. El género humano desea de Él misericordia en cuanto juez, y fidelidad en cuanto abogado» (Comentario sobre Hb 2, 4).
El sacerdocio de Cristo consiste en ofrecer una expiación, un sacrificio de reparación y de pacificación por los pecados de los hombres. De este modo satisface al Padre en lugar nuestro: «Cristo nos mereció la justificación y satisfizo a Dios Padre por nosotros» (De iustificatione, cap. 7).

Hb 2, 18. El dolor humano produce una especial y misteriosa unión con Cristo. «El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento. Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris, 19).
La finalidad principal del sufrimiento de Cristo en la Pasión fue la Redención de los hombres, pero nuestro Señor quiso sufrir también para darnos fuerza y ejemplo ante el dolor: «Jesucristo, al tomar sobre Sí nuestras flaquezas nos ha alcanzado una fortaleza que vence nuestra debilidad natural. Sometiéndose, en la noche anterior a la Pasión, a padecer en el huerto de Getsemaní aquellos temores, angustias y tristezas, nos mereció el valor de resistir las amenazas de los que quieren nuestra perversión; nos alcanzó el valor de vencer el tedio que experimentamos en la oración, en la mortificación y en otros ejercicios de piedad; y, finalmente, la fortaleza para sufrir con paz y alegría las adversidades» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 1).
El que sufre, y más todavía el pecador que hace penitencia, se sabe comprendido por Cristo, y esta comprensión humana y divina es una fuente de consuelo y de paciencia: También tú puedes sentir algún día la soledad del Señor en la Cruz. Busca entonces el apoyo del que ha muerto y resucitado. Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia (Via Crucis, XII, n. 2).

Hb 3, 1-Hb 4, 19. Este capítulo y el siguiente constituyen una nueva exhortación a los destinatarios de la epístola. El autor, después de haber confesado la divinidad de Cristo y después de haber mostrado su superioridad sobre los ángeles, manifiesta ahora la superioridad del Señor sobre Moisés, a quien todos los judíos consideraban como el verdadero fundador, libertador y legislador del pueblo elegido. Al desarrollar esta comparación, la epístola, lejos de cualquier polémica, utiliza palabras prudentes y moderadas. Consciente de que se dirige a cristianos que vienen del judaísmo, el texto sagrado no trata de disminuir o empañar la importancia del primer legislador y más grande profeta del Antiguo Testamento. Su propósito es sólo demostrar la excelencia incomparable de Jesucristo. El Señor mismo ya se había presentado de hecho como «nuevo Moisés», y así lo habían comprendido los que fueron testigos de sus obras y palabras (cfr. Mt 2, 4; Ex 7, 11; Mt 2, 15; Os 11, 1; Mt 5, 21.27.31.33; etc.).
San Juan Crisóstomo señala que la comparación se hace entre Moisés y Cristo en cuanto hombres; y más precisamente con Cristo en cuanto sacerdote, ya que el sacerdocio en Israel se remontaba a Moisés y todos los judíos tenían de Moisés un concepto grandioso. Al proceder así el hagiógrafo trata con suma delicadeza a los fieles que venían del judaísmo: «Establece los cimientos de la superioridad de Cristo, partiendo de la encarnación para remontarse hasta su divinidad; ahí ya la comparación es imposible. Comienza por situarles, en cuanto hombres, en el mismo plano (…). No muestra inmediatamente toda la superioridad de Jesús, porque temía que sus oyentes se rebelaran y cerraran sus oídos. Dado que estos hombres habían sido fieles judíos, el recuerdo de Moisés se hallaba profundamente grabado en sus corazones» (Hom. sobre Hb, 5).
Moisés, según las ideas del judaísmo, representa toda la Ley y es, para los cristianos, figura de Cristo, el nuevo legislador. Por esto, la tradición ha señalado cierto paralelismo entre este capítulo de la epístola y el episodio de la Transfiguración, cuando el Señor apareció entre Moisés y Elías (cfr. Mt 17, 2-3 y paralelos). San Ambrosio comenta que también nosotros, los cristianos, podemos ver hoy cada día a Moisés unido a Jesús, la Ley incluida en el Evangelio; en la Iglesia Moisés sigue enseñando, aún más, recibe una gloria mayor de la que tenía entonces (cfr. Expositio Evangelii sec. Lucam, VII, 10-11). La gloria que llenaba de resplandor el rostro de Moisés brilla ahora en el rostro de Cristo (cfr. 2Co 3, 7-18).

Hb 3, 1. Los cristianos son denominados «santos» porque, en virtud de la gracia bautismal y la consiguiente consagración recibida de Jesús, les corresponde ese nombre, que les recuerda también la perfección espiritual a la que son invitados (cfr. Rm 1, 7 y nota; Rm 16, 2; 1Co 1, 2; 1Co 16, 1; 2Co 1, 1; etc.).
Ésta ha sido siempre la conciencia que los cristianos han tenido de sí: «Nosotros no sólo somos pueblo -escribe San Justino-, sino pueblo santo (…). No somos por tanto una plebe despreciable ni una tribu bárbara, ni nación de carios o frigios, sino que nos escogió Dios: a los que no preguntábamos por Él se nos mostró patente» (Diálogo con Trifón, 119, 3).
La vocación cristiana, que aquí es llamada «vocación celestial» porque viene del Cielo y tiende al Cielo, es una llamada personal de Dios al seguimiento de Jesús en la Iglesia: «Esta vocación es celestial en un doble sentido: porque los cristianos somos llamados no a un reino terreno sino celestial; y porque la llamada no se origina por nuestros méritos ni por ocurrencia humana, sino únicamente por la gracia divina» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
Se aplican a Jesús los títulos de «Apóstol» y «Sumo Sacerdote», que explican admirablemente la misión del Hijo en el mundo. Como «Apóstol», Jesús es el mensajero o enviado de Dios a los hombres. Como «Sumo Sacerdote», es el representante de los hombres ante Dios. Por otro lado, se puede recordar que los rabinos daban al Sumo Sacerdote, en las ceremonias del Día solemne de la expiación, el nombre de «Enviado de la Justicia», es decir, «apóstol» de Dios para obrar la justificación. Pero únicamente a Jesucristo se le pueden aplicar con propiedad los dos títulos de «Apóstol» o Enviado y «Sumo Sacerdote». A Cristo, escribe San Justino, «se le llama mensajero y Apóstol porque Él anuncia lo que hay que conocer y es enviado para manifestamos cuanto el Padre nos comunica. El mismo Señor así lo dio a entender cuando dijo: 'el que me oye, oye a Aquél que me ha enviado'» (Apología I, 63, 5).

Hb 3, 2-6. Para el pueblo judío, la figura del gran profeta y mediador de la alianza del Sinaí estaba revestida de una gloria tan grande que algunos rabinos la situaban por encima de los ángeles.
A Moisés se le puede considerar no sólo como el fundador del pueblo de Israel y de la nación hebrea sino también como su primer profeta. En su ministerio religioso desarrollado por vocación divina como «siervo de Dios» (cfr. v. 5), Moisés desempeña una decisiva actividad sacerdotal, docente y legislativa que le convierte en tipo de Cristo. Sin embargo, Jesucristo lleva a su perfección y término el proyecto divino salvador que se esboza en las acciones y palabras de Moisés, mediador de la Antigua Alianza.
Partiendo de la fidelidad a su misión que demostró Moisés y, de modo eminente, Jesucristo, el autor de la carta fundamenta la superioridad del segundo sobre el primero mediante la imagen de la casa, considerada unas veces como edificio, otras como familia. Así como el arquitecto es superior a la casa que ha construido, y como Dios lo es al universo, así también Cristo es superior a Moisés. Y al mismo tiempo, de modo semejante a como en una casa es más excelente el hijo y dueño que el administrador, así, aunque Moisés actuó como un administrador fiel, Cristo, Hijo de Dios, es el dueño de la casa, y por eso superior a aquél.

Hb 3, 2. Cuando se dice que «es fiel al que lo constituyó» debe entenderse que Cristo es fiel a Dios Padre, que le constituyó Apóstol y Sumo Pontífice, mediador entre Dios y los hombres (cfr. Hom. sobre Hb, 5).
«Moisés en toda su casa»: Es decir en la casa de Dios, que es como se denomina en ocasiones al pueblo de Israel. Y lo fue «en toda» por especial designio del Señor, porque única y exclusivamente a él le entregó Dios la misión de dirigirla y gobernarla, rechazando a aquellos que pretendieron igualarse a él (cfr. Nm 12, 6-7). Pero al mismo tiempo, Israel, la casa de Dios en el AT, se convierte ahora en el nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia y casa de Cristo en el NT, como dice el Concilio Vaticano II: «Muchas veces se denomina también a la Iglesia 'edificación' de Dios (1Co 3, 9). El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los edificadores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt 21, 42). Sobre aquel fundamento levantan los Apóstoles la Iglesia y de él recibe ésta firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios (1Tm 3, 15), en la que habita su 'familia', habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap 21, 3) y sobre todo 'templo' santo» (Lumen gentium, 6).

Hb 3, 3-4. La comparación entre Cristo y Moisés parte de la consideración de que ambos fueron fieles a Dios (v. 2). Moisés fue llamado fiel por el mismo Dios (cfr. Nm 12, 7) y Cristo mostró su fidelidad -comenta Santo Tomás- en primer lugar no atribuyéndose como propia la doctrina que enseñaba sino como propia del Padre que le ha enviado (cfr. Jn 5, 41; Jn 7, 18); en segundo lugar porque buscaba la gloria del Padre y no la suya propia (cfr. Jn 8, 50) y, en fin, porque obedeció cumplida y fielmente «haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8) (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). Sin embargo, la fidelidad de Cristo se extendió sobre todas las gentes y no sólo sobre el pueblo de Israel como la de Moisés.
Pero además Cristo antecede al Profeta no sólo por su condición de Hijo de Dios, sino también por su potestad. La comparación entre el constructor de la casa y la casa misma, a partir de la imagen del pueblo de Dios, como casa de Dios, le sirve al autor como un nuevo motivo para exaltar la figura de Jesús, porque se debe más gloria al que construye el edificio que al que lo habita. El sometimiento de Moisés y de la Ley a Cristo dimanan de una soberana disposición divina que ha constituido a Cristo como verdadero Sumo Sacerdote y nuevo legislador: «Cristo fabricó la casa, es decir, la Iglesia. Porque el mismo Cristo, por el cual se hicieron la gracia y la verdad, edificó la Iglesia como legislador, mientras que Moisés lo hizo sólo como transmisor de la Ley» (Comentario sobre Hb, 3, 1).
Pero hay algo más: el Padre, que «fabricó el universo», ha creado todas las cosas por medio del Hijo y por tanto Cristo es superior a Moisés por ser Él también creador de todas las cosas.

Hb 3, 6b. «Esta casa son los fieles -escribe Santo Tomás-; son casa de Cristo porque creen en Cristo, y también porque Cristo habita en ellos. Esta casa, por lo tanto, somos nosotros, los fieles cristianos» (Comentario sobre Hb, 3, 1). «Las piedras materiales o la estructura externa del templo deben siempre recordarnos -decía Juan Pablo II a los fieles de un barrio de Madrid- que sois 'piedras vivas' (1P 2, 5), que debéis construiros constantemente en Cristo, a la medida y ejemplo de Cristo, en lo personal, familiar y social» (Homilía Orcasitas, 3-XI-1982).
Sobre este fundamento se apoya la invitación que hace el autor a esperar y confiar en Dios. Era una exhortación muy oportuna en las circunstancias difíciles de los primeros destinatarios. Siempre, pero más en esas circunstancias, la esperanza es una virtud imprescindible, que mantiene fija la mirada en los bienes eternos y ayuda a recorrer el camino. «Hay que saber no sólo resistir sino mantener una confianza firme y estable, apoyada fuertemente sobre la fe, sin dejarse vencer nunca por las dificultades» (Hom. sobre Hb, 5).
Con gran audacia se habla de la esperanza como de un orgullo gozoso que acompaña al sentido de la filiación divina. Ese desaliento, ¿por qué? ¿Por tus miserias? ¿Por tus derrotas, a veces continuas? ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? (…). Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Ésta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria! (Via Crucis, VII, n. 2).

Hb 3, 7-11. Con una larga cita del Salmo 95 se introduce el tema del «descanso», que el pueblo de la promesa logrará al final de su peregrinar.
En el libro del Génesis se dice que Dios al terminar sus obras, al final de la creación, descansó. El «descanso» de la legislación mosaica fue establecido como una imitación de la manera de actuar divina; es gozar de la felicidad de Dios, es recibir el premio merecido después de una vida fiel y llena de trabajo. Entre los judíos se había ido abriendo paso una visión espiritual del descanso o, como también se decía, del «lugar de descanso». Esta idea tiene su más elevada expresión en el libro apócrifo atribuido a Esdras (IV Esdras), donde se suplica a Dios que conceda a los fieles difuntos «el descanso eterno»: Requiem aeternam dona eis, Domine. Contribuía a esta noción del descanso la reflexión del pueblo elegido sobre el sentido espiritual del Éxodo y peregrinación hacia la tierra prometida. El Éxodo era también considerado como una nueva creación. Dios había vuelto a «crear» a su pueblo. Como en la primera creación, también en esta segunda al final llegaría un descanso, es decir, la entrada en la Tierra Prometida. La Epístola a los Hebreos participa de esta noción del Éxodo pero le da una orientación cristiana, es decir, el Éxodo es la redención obrada por Cristo que como nuevo Moisés nos introduce en el descanso eterno.

Hb 3, 7. El autor de la carta reafirma que la Sagrada Escritura, en este caso el Salmo 95, es obra del Espíritu Santo. Su actualidad, por lo tanto, es permanente. Dios habla a todos los hombres de todos los tiempos. Saber escuchar a Dios y cumplir su voluntad hoy y ahora tiene una importancia capital en la vida cristiana (cfr. Hb 3, 13). En cada momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad las llamadas de Dios que habla en el corazón de cada hombre. Los cristianos tienen además la obligación de servir a Dios en cada instante y acoger las invitaciones a la penitencia y a la santidad que frecuentemente reciben. Nunca hay motivos suficientes para aplazar la respuesta positiva a la gracia. Pórtate bien 'ahora', sin acordarte de 'ayer', que ya pasó, y sin preocuparte de 'mañana', que no sabes si llegará para ti (Camino, 253). ¡Ahora! Vuelve a tu vida noble ahora. -No te dejes engañar: 'ahora' no es demasiado pronto… ni demasiado tarde (Camino, 254).

Hb 3, 8. El hombre libre puede resistir, y de hecho desgraciadamente resiste con frecuencia, a la gracia divina. «No es la bondad de Dios la culpable de que la Fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de los que reciben la predicación de la palabra» (Oratio catechetica magna, 31). Esta resistencia humana es llamada en la Sagrada Escritura «dureza de corazón» (p. ej. en Ex 4, 21; Rm 9, 18) o simplemente «endurecimiento» (Dt 15, 7; Jr 7, 26; Hch 19, 6).
El hombre se endurece cuando se obstina en resistir a la gracia. Alega a veces dificultades intelectuales o teóricas para no creer o no convertirse, pero con frecuencia se trata en realidad de malas disposiciones en la voluntad. La desobediencia y «dureza de corazón» o «de cerviz» del pueblo elegido son un tema constante en el Antiguo Testamento (cfr. p. ej. Ex 32, 9; Dt 9, 13; 2R 17, 14; Is 46, 12; Jr 5, 3; Ez 2, 4; etc.). Su rebeldía ante los preceptos divinos es fruto del orgullo y le convierte en un pueblo cuya frente es dura como el bronce y su cerviz rígida como el hierro (cfr. Is 48, 4; Hch 7, 51); en un pueblo incircunciso de corazón y de oídos (cfr. Jr 9, 25; Jr 6, 10). Semejante actitud hace imposible toda conversión. Por esto nuestro Señor, y después de Él los Apóstoles, recordaron el ejemplo de la reprobación de Israel con el propósito de que los cristianos aprendamos a permanecer siempre fieles (cfr. Is 6, 9; Mt 13, 13; Jn 12, 40; Hch 28, 26).

Hb 3, 9. En el Salmo 95 se hace alusión a una rebeldía de los israelitas en el desierto, cuando Dios los puso a prueba. El episodio tuvo lugar en Rafidim, a la salida del desierto de Sin, en la región suroeste de la península del Sinaí. Allí los que habían salido de Egipto, se «exasperaron» o se rebelaron, quejándose de Yahwéh y le «tentaron» y sometieron a prueba pidiendo un milagro (Ex 17, 1-7). Dios llevó a cabo el milagro: mandó a Moisés que golpeara con su vara la roca de Horeb y brotó de la peña agua para que el pueblo bebiera. Por eso el lugar se llamó Massá (que quiere decir tentación) y Meribá (que quiere decir querella o exasperación). Pero el episodio concreto pasó luego a simbolizar la actitud general de desconfianza de los israelitas en el desierto, actitud que influyó incluso en Moisés (cfr. Nm 20, 1-13 en Cadés). El jefe del pueblo elegido, en circunstancias parecidas a las anteriores, golpeó la roca dos veces con desconfianza. Por esto no mereció entrar en la tierra prometida, sino que murió viéndola desde el monte Nebo (Dt 34, 1-8).
«Tentar» a Dios es un pecado de presunción. Conduce al hombre a exponerse imprudentemente, sin necesidad, a peligros físicos o espirituales, cuyo remedio no se logra con la sola Providencia ordinaria de Dios (cfr. Mt 4, 5-7).
En este pasaje, la «tentación a Dios» consiste en exigir más pruebas y demostraciones de las necesarias de que el querer divino se mantiene firme y de que Dios está presente fielmente junto a su pueblo elegido. «No hay que pedir cuentas a Dios -comenta San Juan Crisóstomo-. Exigirle pruebas de su poder, de su Providencia, de su solicitud, equivale a no estar aún bien seguro de su poder, de su bondad y de su clemencia» (Hom. sobre Hb, 6).

Hb 3, 11. Hay tres clases de descanso. El primero es el «sábado», cuando Dios descansó después de la Creación; luego, el descanso en la tierra prometida de Canaán, en la que los hebreos debían entrar para reposar de tantas aflicciones y trabajos, y «finalmente el descanso verdadero que es el del Reino de los cielos, donde los elegidos descansan de sus trabajos y penas y cuya imagen y representación es el día del sábado» (Hom. sobre Hb, 6).
Santo Tomás aplica el término descanso a la tranquilidad del cuerpo y del alma y dice que una es la tranquilidad corporal (cfr. Lc 12, 19); otra es la tranquilidad de conciencia de quien trabaja rectamente y cara a Dios; y otra tercera es la tranquilidad de la gloria eterna (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 3, 12. «Apostatar del Dios vivo» sugiere algo mucho más serio que el peligro de una vuelta al judaísmo e implica la triste posibilidad de perder totalmente la fe en Dios. En efecto, en el caso de los destinatarios de la epístola, un retorno al judaísmo desde el Evangelio no sería un simple volver a una situación religiosa anterior, sino un acto deliberado que supondría una resistencia voluntaria a la gracia y una ruptura completa con Dios. Para quienes no habían recibido la Revelación de Jesucristo, el judaísmo facilitaba ciertamente una vía de acceso a Dios. Pero para los que al abrazar el cristianismo habían alcanzado ya la plenitud de la Revelación, renunciar a esta plenitud presente en Cristo suponía un pecado prácticamente irreparable (cfr. Hb 6, 4-6). Nunca hay motivos suficientes para abandonar la fe.
La Iglesia enseña y predica a sus hijos que se debe mantener la fidelidad a la fe aun a costa de la vida. Fue el espíritu vivido desde los orígenes por los mártires y confesores de la fe. Con un orgullo santo escribía uno de aquellos mártires: «Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús» (Diálogo con Trifón, 110, 4).
Los cristianos de hoy han de vencer no sólo la persecución violenta sino el miedo al ridículo y la tentación de ocultar su condición o sus convencimientos frente a los incrédulos. Las palabras de la carta nos recuerdan que existe el peligro de que el temor a la burla y al desprecio consigan hoy día lo que en otras épocas no consiguió la fuerza: que muchos cristianos se escandalicen de Cristo o nieguen conocerle. 'Y en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, ¿no parecerá postiza mi naturalidad?', me preguntas. -Y te contesto: chocará, sin duda, la vida tuya con la de ellos: y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido (Camino, 380).

Hb 3, 13. En la medida que se viva la caridad los fieles podrán con más facilidad perseverar en la fe. La fraternidad, la ayuda mutua entre hermanos, será como una muralla contra los engaños del demonio que pretende inducir al hombre al pecado. 'Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma' El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.
Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre he recomendado
(Camino, 460).
Consciente de la propia debilidad y de la necesidad de la ayuda mutua, el cristiano se esfuerza continuamente por vivir esa fraternidad. Ama en los demás todo lo que tienen de bueno y lucha para desterrar de sí y de los demás todo lo que pueda ser un defecto. La fraternidad lleva, por tanto, a la corrección fraterna, acompañada siempre por la comprensión, el deseo de convivir con todos, la disculpa, el afán de eliminar divisiones y barreras. La fraternidad cristiana es el cimiento de la unidad.
No en vano existe en el fondo del hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes, hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese miramiento se transforme en fraternidad. Refleja una huella de lo más valioso de nuestra condición humana: si todos somos hijos de Dios, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real (Amigos de Dios, 233).

Hb 3, 14. Se reitera la exhortación del v. 6 a mantener la esperanza hasta el fin. La «segura confianza» es la antítesis de la apostasía mencionada en el v. 12. El cristiano vive desde el comienzo de su vocación, una existencia que es participación de la vida y de la gloria de Cristo, pero que no será perfecta hasta después de la muerte, cuando pueda gozar de la visión del Señor.
Esta participación de la gracia de Cristo es un bien que llevamos en «vasos de barro» (2Co 4, 7) y que podemos perder en cualquier momento, por el pecado. Por eso debemos cuidar esa gracia, para conservar intacta nuestra fe, con esfuerzo y vigilancia, a lo largo de toda la vida: «Hemos participado de la muerte con Cristo Señor mediante el Santo Bautismo y hemos sido sepultados con Él, hemos participado de su Resurrección, a condición de que conservemos firme nuestra fe» (Interpretatio Ep. ad Haebr, III).
La vida cristiana consiste en retornar continuamente a Dios, en volver a empezar, y en corregir con humildad y energía el rumbo perdido por debilidad o indiferencia.
¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día (cfr. Pr 24, 16), tú y yo -pobres criaturas- no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales, ante nuestros tropiezos, porque continuaremos hacia adelante, si buscamos la fortaleza en Aquél que nos ha prometido: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré (Mt 11, 28). Gracias Señor, quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 62, 2), porque has sido siempre Tú, y solo Tú, Dios mío, mi fortaleza, mi refugio, mi apoyo (Amigos de Dios, 131).

Hb 3, 16-19. El libro del Éxodo narra cómo los israelitas salieron de Egipto bajo la guía de Moisés (cfr. Ex 12, 35-39). Sin embargo, su incredulidad e infidelidad hacia Dios impidió que los mismos que habían partido tomaran posesión de la tierra prometida (cfr. Nm 14, 20-23.27-30.36-37; Nm 20, 12). Las faltas de fe en Dios y en Moisés, las murmuraciones y desobediencias que culminaron en ese castigo de Dios son el ejemplo que el hagiógrafo quiere presentar, porque también el cristiano por infidelidad podría fracasar en el logro de la vida eterna.
De la incredulidad viene la tentación de desobediencia, y la desobediencia es una manifestación práctica de incredulidad. Si las llamadas de Dios son desoídas habitualmente por el cristiano, se puede crear una situación espiritual de resistencia a la gracia cada vez más grave y terminar en la pérdida de la fe. La incredulidad no suele ser algo repentino, corona un proceso de desobediencia interior.

Hb 4, 1-11. Este capítulo repite la exhortación a la fidelidad y desarrolla el tema del «descanso», que el pueblo de Israel no había podido conseguir. La comparación entre Moisés y Jesús (cfr. Hb 3, 1 ss.) se extiende ahora a israelitas y cristianos. Moisés se había dirigido al pueblo elegido para que fuera fiel y alcanzara así el lugar de descanso (cfr. Dt 12, 9-10). Estableció el precepto del descanso sabático (Dt 5, 12-15; Ex 20, 8-11; Ex 35, 1-3; Nm 15, 32-36) como recuerdo del descanso de Dios en la Creación, como señal de la Alianza y figura del descanso eterno. Cristo promete, en el Evangelio, un descanso nuevo y definitivo: la vida en la casa del Padre (cfr. Jn 14, 1-3.27).
La historia del pueblo elegido no es, por tanto, un conjunto de hechos pasados. Se mantiene en el presente viva y cargada de consecuencias para el comportamiento de los cristianos. También a los cristianos, miembros del nuevo Israel, Dios ofrece un «descanso», más excelente y definitivo que el descanso temporal de los judíos con la ocupación de la tierra prometida, porque el descanso prometido a los cristianos es el Cielo.
Pero los judíos desobedecieron a los mandamientos divinos, porque se contaminaron con los cultos idólatras y no llegaron a entender el recto sentido de su propia historia. Confundieron el descanso de Dios, que ellos estaban destinados a compartir, con el descanso del sábado: un descanso material que vivían de modo casi exclusivamente externo (cfr. Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-17). También a los cristianos podría amenazar un peligro semejante si no se mantienen fieles a los bienes definitivos que Jesucristo, mediador de la Nueva Alianza, les ha conseguido.

Hb 4, 1. La promesa divina de conceder el descanso permanece siempre válida, pero hace falta guardar la fidelidad y la obediencia. Esa exigencia de mantenerse vigilantes constituye un santo temor de Dios. Los cristianos deben vivir en el temor de poder quedar excluidos de la bienaventuranza final. Las palabras del texto, de todos modos, también se pueden interpretar como si se dijera: «Temamos, no vaya a ser que alguno de vosotros se desespere porque le parezca que ha quedado excluido para siempre». Es decir, «tengamos miedo a la desesperación».
En este contexto el «descanso» se refiere al conjunto de bienes sobrenaturales que conseguimos mediante la gracia y especialmente la visión y disfrute de Dios en la vida futura. Este descanso que será perfecto en el Cielo y que comienza ya en la existencia presente con la fe y la gracia, es el verdadero fin o destino del hombre. «Dios obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia el mundo que ha llamado de la nada al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres, a quienes ha destinado desde el principio al descanso» (Laborem Exercens, 25).
Los santos con frecuencia han gustado describir la felicidad que acompaña a la gloria futura, a ese descanso eterno que se pide a Dios que se digne conceder a las almas que dejan este mundo. «¡Cuánta sea la dicha de esa vida, en la que habrá desaparecido todo mal, en la que no habrá bien oculto alguno y en la que toda obra consistirá en alabar a Dios, que será todo en todas las cosas! (…). Éste será realmente el gran sábado que no tendrá tarde, ese sábado encarecido por el Señor en las primeras obras de su creación (…). Allí, en quietud, veremos que Él es Dios, reparados por Él y consumados por una gracia más abundante, descansaremos eternamente viendo que Él es Dios y seremos llenos de Él cuando Él será todo en todas las cosas» (De civitate Dei, XXII, 30).
La pérdida de ese «descanso» es lo único que realmente debe temer el hombre.

Hb 4, 2. El Evangelio se anunció a los judíos en el sentido de que también ellos recibieron la predicación de Moisés que debía preparar al pueblo escogido para una generosa y fiel adhesión a las promesas del Señor. Los israelitas, sin embargo, se rebelaron contra aquellos que primero habían recibido el mensaje divino, como Abrahán, Isaac, Jacob, el mismo Moisés, Josué, y los profetas.
La predicación de la Palabra puede incluso llegar a endurecer los corazones si no existen en el oyente las disposiciones adecuadas. «La audición de palabras no es suficiente para la salvación. Hace falta recibirlas con fe y guardarlas con firmeza. ¿De qué sirvió la promesa divina a los que la recibieron si no la recibieron fielmente ni depositaron su confianza en el poder de Dios, ni se fundieron, por así decirlo, con las palabras divinas?» (Interpretatio Ep. ad Haebr, IV). La verdadera demostración de la obediencia a la Palabra divina y de su plena aceptación es la unión con aquellos que han recibido de Dios la autoridad para promulgarla y transmitirla.

Hb 4, 3-8. Se puede decir que el creyente «entra en el descanso» de Dios, porque ya empieza a gozar de la intimidad de las tres divinas Personas. En términos bíblicos el «descanso» está vinculado con la Alianza que Dios establece con los hombres. El «descanso» es el premio de la fidelidad a la Alianza: un «descanso» que empieza aquí, en la tierra, con la serenidad y paz interior y con el disfrute de unos bienes materiales, como podía ser la tierra prometida, pero que sólo será perfecto en el Cielo. En este sentido, como recuerda el Salmo 95, Dios prometió a su pueblo el descanso varias veces. Por esto el Salmo habla de un «hoy» para entrar en el «descanso»: cada hombre puede empezar «hoy» a gozar del descanso de la amistad divina, si no endurece su corazón, si se arrepiente y vuelve a ser fiel.
Los cristianos han recibido una nueva invitación de parte de Dios para entrar en el descanso divino. Muchos judíos no fueron fieles, por esto han sido suplantados por el nuevo pueblo de Dios. Comienza así otro «hoy», otro momento en el cual se puede escoger la felicidad y ganar la verdadera Tierra Prometida. Pero este «hoy» posee dos características: exige nuestra libre correspondencia a la llamada gratuita de Dios y no es inmediato. En este sentido, también para el nuevo pueblo de Dios existe un «sábado» futuro, que es el Cielo.
Por fin, para entender los sutiles juegos de palabras téngase en cuenta que en hebreo con el mismo término se designa el sustantivo «descanso» y el sábado como día de la semana.

Hb 4, 9-10. La actitud cristiana de paz y de serenidad unidas al dominio sobre el pecado recibe el nombre de «sábado espiritual», prenda y figura del «sábado celestial» de los bienaventurados. «El sábado espiritual del pueblo cristiano consiste en un descanso místico y santo, que se da cuando el hombre viejo es sepultado con Cristo y, resucitado a la vida, se esmera en las tareas propias de la piedad cristiana» (Catecismo Romano, III, 4, 15). Es la experiencia de muchos santos que han vivido el sosiego del alma y que expresa poéticamente San Juan de la Cruz: «En una noche oscura / Con ansias en amores inflamada / ¡Oh dichosa ventura! / Salí sin ser notada / Estando ya mi casa sosegada» (Noche oscura, I, cap. 1, 1).
La paz interior del hombre en esta vida es una consecuencia del esfuerzo ascético para dominar todas sus pasiones.
«Pensemos que nuestra vida no es otra cosa que un combate y nunca buscaremos el reposo; nunca consideraremos la aflicción como algo extraordinario. Nos pareceremos al atleta que no mira la lucha como algo inesperado. No es todavía tiempo de descansar: hace falta que nos perfeccione el sufrimiento» (Hom. sobre Hb, 5).

Hb 4, 11. El autor sagrado termina el comentario del Salmo 95 con una exhortación breve e incisiva, que resume las consideraciones anteriores e invita a entrar sin demora en el descanso de Dios.
«Se habla de apresurarse a entrar por varias razones -comenta Santo Tomás-. Primero, porque el camino es largo. Luego porque el tiempo, que es breve y escaso, es también incierto. En tercer lugar, porque la vocación es una llamada urgente e interior, que nos empuja con el estímulo del amor. Finalmente por el peligro de retrasarse, como les ocurrió a las vírgenes necias (Mt 25, 1-13) que llegaron tarde y no pudieron entrar» (Comentario sobre Hb 4, 2).
La idea central no es sólo de apresuramiento sino también la de la perseverancia y continuidad en el esfuerzo comenzado con la ayuda de la gracia.

Hb 4, 12-13. La «Palabra de Dios», de la que el texto habla, es probablemente la totalidad de la Revelación, y en particular la Sagrada Escritura, pero puede referirse también al Logos o Verbo, segunda Persona de la Trinidad Beatísima. La «Palabra» divina es presentada como expresión del poder de Dios, es palabra eficaz (Gn 1, 3 ss.; Sal 33, 9) que crea las cosas de la nada. En los libros sapienciales esta palabra aparece personificada (Si 43, 26; Sb 9, 1; Sb 18, 15; Sal 148, 5). Pero esa palabra de Dios viva y eficaz se manifiesta en el NT (Ga 3, 8.22) y de modo pleno y perfecto en Cristo mismo (Jn 1, 1; Ap 19, 13).
Como Revelación la Palabra divina tiene también gran eficacia: «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es en verdad apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de vida espiritual» (Dei verbum, 21).
La palabra divina es consoladora y engendra vida, pero hay también en ella algo que inspira temor y reverencia al hombre que se comporta ante ella con ligereza. «La palabra de su verdad es más abrasadora y más luminosa que las potencias del sol, y penetra hasta las profundidades del corazón y de la inteligencia» (Diálogo con Trifón, 121, 2). La intimidad más honda de la persona, sus pensamientos, disposiciones e intenciones últimas, quedarán desnudos ante los ojos escrutadores de Dios. «Lo que el hombre hace o piensa se manifiesta en sus obras, pero la intención de su actuar permanece del todo incierta. No queda sin embargo oculta para Dios» (Comentario sobre Hb, 4, 2).
La perspectiva del juicio final que late en estas expresiones del texto sagrado encierra una llamada a la conversión en el momento presente. «El Apóstol de Dios escribió esto no sólo por sus lectores sino también por todos nosotros. Conviene por tanto que consideremos constantemente aquel juicio divino, y nos llenemos de temor y de temblor y guardemos los preceptos de Dios con diligencia y esperemos el descanso prometido que alcanzaremos en Cristo» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.).

Hb 4, 14-16. Se reanuda el tema central de la epístola (cfr. Hb 2, 17), es decir, el sacerdocio de Cristo. Ahora se pone de relieve la dignidad del nuevo Sumo Sacerdote, que penetró en los cielos, y su misericordia, porque se compadece de nuestras debilidades. Por tanto, debemos poner nuestra confianza en Él. «Los que habían creído sufrían por aquel entonces una gran tempestad de tentaciones; por eso el Apóstol los consuela, enseñando que nuestro Sumo Pontífice no sólo conoce en cuanto Dios la debilidad de nuestra naturaleza, sino que también en cuanto hombre experimentó nuestros sufrimientos, aunque estaba exento de pecado. Por conocer bien nuestra debilidad, puede concedernos la ayuda que necesitamos, y al juzgarnos dictará su sentencia teniendo en cuenta esa debilidad» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.).
Nuestra respuesta frente a la bondad del Señor debe ser la de mantener nuestra profesión de fe. La confesión o profesión de fe no es aquí una simple declaración externa; además del testimonio exterior que sea necesario, incluye sobre todo la idea de compromiso y de fidelidad. El cristiano ha de vivir según todas las exigencias de su vocación. Debe evitar dudas en su mente y vacilaciones en su voluntad.

Hb 4, 15. «Si alguna vez nos vemos estrechados por tentaciones de nuestros enemigos, nos servirá de gran estímulo considerar que tenemos a nuestro favor un Pontífice muy capaz de compadecerse de nuestras miserias, porque Él mismo ha experimentado voluntariamente todas las tentaciones» (Catecismo romano, IV, 15, 14). Para comprender y ayudar al pecador en sus pruebas y caídas no hace falta tener la experiencia del pecado. Basta la experiencia de la tentación; porque además sólo el que no peca conoce la tentación en toda su fuerza, pues el pecador cede antes de haber resistido hasta el final. Cristo resistió siempre la tentación sin ceder nunca ante ella. Conoció, por lo tanto, mucho mejor que nosotros, que somos vencidos con frecuencia, todo el rigor y la violencia de las tentaciones que quiso sufrir en momentos determinados de su vida en cuanto hombre. Por lo tanto el Señor se sometió a la tentación para darnos ejemplo y para que no perdamos nunca la confianza de poder vencer con la ayuda de la gracia (cfr. notas a Mt 4, 1-11 y par.).
«No hay ser humano, comenta S. Jerónimo, que pueda resistir todas las pruebas, excepto aquel que, a semejanza nuestra, ha experimentado todo, excepto el pecado» (Comm. in Ionam II, 46). La impecabilidad de Cristo, afirmada con frecuencia en la Sagrada Escritura (Rm 8, 3; 2Co 5, 21; Jn 8, 46; 1P 1, 19; 1P 2, 21-24), es lógica consecuencia de su condición divina y de su integridad y santidad humana. Al mismo tiempo la debilidad de Cristo, voluntariamente padecida por amor nuestro, es como una invitación de Dios para que le pidamos las fuerzas para resistir al pecado. «Adoremos a Cristo, que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado, y supliquémosle con fe ardiente, diciendo: Tú que asumiste las debilidades de los hombres, dígnate ser luz para los ciegos, fuerza para los débiles, consuelo para los tristes» (Liturgia de las Horas, Preces de las primeras vísperas de la Natividad del Señor).

Hb 4, 16. El «trono» es el símbolo de la autoridad de Cristo, Rey de vivos y muertos. Pero aquí se habla de un «trono de la gracia» ya que, por obra de Jesucristo, Sacerdote compasivo e intercesor, el trono de Dios se ha convertido de tribunal de justicia en fuente de misericordia. Cristo ha abierto para los hombres un tiempo de perdón y de santificación en el que todavía no manifiesta su condición soberana de juez. El sacerdocio de Cristo, no se ha terminado, sino que continúa en los Cielos con una mediación incesante a la que debemos acudir confiadamente.
¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex 22, 27). Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno. Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si -por nuestra culpa y nuestra debilidad- caemos, el Señor nos socorre y nos levanta (Es Cristo que pasa, nn. 7).

Hb 5, 1-10. Se desarrolla, a partir de este capítulo 5 y hasta el comienzo del capítulo 10, el argumento central de la epístola, ya anunciado en Hb 2, 17 y vuelto a tomar en Hb 4, 14-15: Cristo es Sumo Sacerdote y además es el Sumo Sacerdote que puede realmente liberarnos de todo pecado. Más aún, Cristo es el único Sacerdote perfecto, siendo los demás sacerdotes -los de las religiones naturales, los de la religión judaica-, tan sólo prefiguraciones de Cristo. Se pone de relieve en primer plano, como algo más familiar para sus destinatarios, la superioridad de Cristo Sacerdote sobre los sacerdotes hebreos. El razonamiento, sin embargo, no se limita al sacerdocio de Aarón a cuya familia debían pertenecer todos los sacerdotes israelitas, sino que se refiere también, aunque de modo indirecto, a cualquier otra forma de sacerdocio anterior a Cristo.
Hay, no obstante, una diferencia fundamental; mientras los demás sacerdotes eran elegidos por otros hombres, Aarón fue escogido por Dios. La Sagrada Escritura nos lo presenta como hermano de Moisés (cfr. Ex 6, 20) a quien sirve de intérprete ante el Faraón -pues Moisés era «torpe de palabra» (cfr. Ex 7, 1-2)-, y acompaña en la empresa de sacar de Egipto a su pueblo (cfr. Ex 4, 27-30). Después de la salida de Egipto el sacerdocio de Aarón fue establecido por Dios mismo para asegurar el servicio y el culto en el Tabernáculo, anticipo del futuro Templo de Jerusalén (cfr. Ex 28, 1-5).
Se cerró así, con la intervención divina, la época en la cual los sacrificios eran ofrecidos por el padre de familia o por el jefe de la tribu, y en la que no se requería una llamada específica al sacerdocio unida a un rito externo de consagración. Así, por ejemplo, en el libro del Génesis leemos que tanto Abel como Caín ofrecieron sus sacrificios directamente (cfr. Gn 4, 3). Lo mismo hizo Noé, después de haberse salvado del diluvio (cfr. Gn 8, 20); y muchas veces los patriarcas ofrecieron sacrificios a Dios como acto de adoración, de acción de gracias o para renovar su Alianza: p. ej. Abrahán (cfr. Gn 12, 8; Gn 15, 8-17; Gn 22, 1-13), Jacob (cfr. Gn 26, 25; Gn 33, 20), etc.
Por largo tiempo coexistieron los sacrificios ofrecidos e inmolados por los particulares y el servicio del sacerdocio de Aarón. Así lo vemos, por ejemplo, en la época de los Jueces (cfr. el sacrificio de Gedeón: Jc 6, 18.25-26; o de los padres de Sansón: Jc 13, 15-20). Pero, poco a poco, se fue haciendo más clara la convicción de que para ser sacerdote hacía falta una llamada específica reservada a los descendientes varones de Aarón (cfr. Jc 17, 9-18) a quien Dios había elegido entre todos los israelitas por medio del florecimiento milagroso de su vara (cfr. Nm 17, 17). Dios mismo castigó severamente la rebeldía de Coré y de sus hijos, que quisieron competir con Aarón, siendo devorados por el fuego que bajó del cielo (cfr. Nm 16, 35); y en la legislación mosaica se estableció, repetidas veces, que sólo los aaronitas podían ejercer el sacerdocio (cfr. Nm 3, 10; Nm 17, 5; Nm 18, 7). Este sacerdocio ofrecía los sacrificios del culto mosaico: los holocaustos, los sacrificios eucarísticos, los sacrificios expiatorios y las oblaciones incruentas (cfr. Lv 6, 17-23). Además, a los descendientes de Aarón, ayudados por los levitas, les competía, en general, el cuidado del Tabernáculo y la custodia del Arca de la Alianza. Su ministerio era recibido y resellado por el ofrecimiento de un sacrificio y la unción de la cabeza y de las manos con óleo (Ex 29, 6-7; Lv 8, 1-Lv 9, 24; Nm 3, 3). Por todos estos motivos, los sacerdotes hebreos gozaban entre el pueblo de reverencia y de honor y se consideraban -no sin razón desde el punto de vista de la voluntad divina- muy superiores a los demás sacerdotes, sobre todo a aquellos de los pueblos de Canaán, como los sacerdotes de Baal. En tiempos de Cristo el Sumo Sacerdote era la máxima autoridad religiosa de Israel; sus palabras eran consideradas como oráculos, y sus decisiones podían tener relevantes consecuencias políticas.
Sin embargo, Cristo venía precisamente a transformar la institución antigua para asumirla en Sí, transformarla, renovarla y volver a instituirla con un sacerdocio eterno. Los sacerdotes cristianos son, cada uno de ellos, como un instrumento de Cristo o prolongación de su santísima Humanidad. No actúan en nombre propio, ni son simplemente representantes del pueblo, sino que desempeñan su misión sagrada en nombre de Dios. Ésta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado (Sacerdote para la eternidad). Es Cristo quien realmente actúa a través de ellos, por medio de sus palabras, gestos, etc. Por todo ello, no puede desvincularse el sacerdocio cristiano del sacerdocio eterno de Cristo. Precisamente esta prolongada providencia de Dios por el sacerdocio en el AT, su institución en el NT por Jesucristo y la excelsa misión que ha sido conferida a los sacerdotes del NT, nos deben llevar a venerar y amar el sacerdocio, por encima de los defectos y limitaciones humanas de los ministros: Amar a Dios, y no venerar al Sacerdote… no es posible (Camino, 74).

Hb 5, 1a. Estas palabras constituyen una definición, breve y exacta, de lo que es todo sacerdote.
«El ministerio propio del sacerdote -recuerda Santo Tomás- es ser mediador entre Dios y el pueblo, ya que de una parte transmite a éste las cosas divinas; de ahí que se le llame 'sacerdote', esto es 'el que da cosas sagradas' (…); de otra, ofrece a Dios las oraciones del pueblo y satisface de alguna manera a Dios por los pecados de los hombres» (S.Th. III, q. 22, a. 1).
En este pasaje de la epístola paulina hay sin duda un eco de la descripción de Aarón que hace el libro del Eclesiástico: «Le eligió entre todos los vivientes para presentar la ofrenda al Señor, el incienso y el aroma en memorial, y realizar la expiación en favor del pueblo» (Si 45, 16). Son cuatro los elementos que caracterizan el oficio pontifical (el texto habla en sentido estricto del «Sumo Sacerdote», pero lo mismo vale para todos los sacerdotes): 1) su dignidad peculiar, ya que, siendo hombre, ha sido escogido por Dios; 2) el fin de su misión, que es el bien de los hombres («en favor de los hombres»); 3) la materia, por llamarla así, de su oficio, que es el culto público dirigido a Dios; 4) los actos específicos que debe ejercer y que son el ofrecimiento de los oportunos sacrificios. En el caso concreto del sacerdocio de institución divina, como el de Aarón o en el del nuevo sacerdocio instituido por Cristo, la llamada («tomado», «escogido entre los hombres») no se limita a un impulso interior o a un deseo, sino que su origen divino es confirmado por una designación externa de la autoridad y por una consagración oficial.

Hb 5, 1b. El sacerdote es «escogido entre los hombres», es decir, debe ser un hombre. Se trata de una manifestación más de la misericordia divina que, para salvarnos, utiliza un instrumento accesible, otro de nuestra misma condición, «para que el hombre tenga alguien parecido a sí a quien recurrir» (Comentario sobre Hb, ad loc.). Estas palabras manifiestan también la grandeza de la benevolencia de Dios ya que recuerdan que el divino Redentor no sólo se ofreció a Sí mismo y satisfizo por los pecados de todos, sino que quiso «que la vida sacerdotal por Él iniciada en su cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio, en el transcurso de los siglos, no cesase en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia; y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en todas partes la oblación pura (Ml 1, 11), a fin de que todos los hombres, del Oriente al Occidente, liberados del pecado, sirviesen espontáneamente y de buen grado a Dios por deber de conciencia» (Mediator Dei, 1).
Es «escogido entre los hombres» también en el sentido de que recibe una especial consagración que, de alguna forma, le separa del resto del Pueblo de Dios. San Juan Crisóstomo comenta, recordando la triple pregunta de Jesús a Pedro después de la Resurrección (cfr. Jn 21, 15-17): «Al preguntar a Pedro si le amaba no le preguntó porque necesitara saber el amor de su discípulo, sino porque quería mostrar el exceso de su propio amor; así al decir: '¿quién es, pues, el siervo fiel y prudente?' no lo dice como ignorando quién es, sino para enseñarnos la singularidad de este hecho y la grandeza del oficio. Mira, si no, qué grande es la recompensa; 'le constituirá sobre todos sus bienes' y concluye que, moralmente, el sacerdote debe sobresalir por su santidad» (De sacerdotio, II, 1-2).
«Los presbíteros del Nuevo Testamento -recuerda el Conc. Vaticano II- por su vocación, son en cierto modo segregados del seno del Pueblo de Dios, aunque no para que se separen de él ni de ninguno de los hombres, sino para que se entreguen por completo a la obra para la cual el Señor los tomó» (Presbyterorum ordinis, 3). Esta llamada constituye, pues, una distinción, pero no una separación, ya que va indisolublemente unida a una misión específica: el sacerdote es «escogido entre los hombres» pero para ser «constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios». En este delicado equilibrio entre la llamada divina, la misión en favor de los hombres y el carácter espiritual de esta misión, radica la esencia del sacerdocio. Por eso los cristianos no esperan ver solamente en el sacerdote a un hombre más. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes propias de cualquier cristiano, y aun de cualquier hombre honrado: la comprensión, la justicia, la vida de trabajo -labor sacerdotal en este caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato.
Pero, junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean
(cfr. Decr. Presbyterorum ordinis, 6); que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que -aunque conociese perfectamente- no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tengan consejo y caridad con los necesitados (Sacerdote para la eternidad). Los sacerdotes «no podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida diferente de la terrena, pero tampoco serían capaces de servir a los hombres si permanecieran ajenos a su vida y a sus circunstancias» (Presbyterorum ordinis, 3). En este sentido, el Papa Juan Pablo II exhortaba: «Sí, sois tomados de entre los hombres, entregados a Cristo por el Padre, para estar en el mundo, en el corazón de las masas. Sois instituidos en favor de los hombres (Hb 5, 1). El sacerdocio es el sacramento en el que la Iglesia se manifiesta cómo la sociedad del Pueblo de Dios, es el sacramento 'social'. Los sacerdotes deben 'convocar' a cada una de las comunidades del Pueblo de Dios en torno a sí, pero no para sí. ¡Para Cristo!» (Hom. ordenación sacerdotal, 15-VI-1980).
Resalta, pues, la función específica del sacerdote: se ocupa de los hombres, sus hermanos, pero no para solucionar asuntos humanos, sino «para las cosas que se refieren a Dios». «El sacerdocio ministerial cristiano, a diferencia de cualquier otro sacerdocio (…) no es una función a la que un hombre es destinado por otros hombres para que interceda por ellos ante la divinidad: es una misión, para la que un hombre es asumido por Dios (Hb, 5, 1-10; Hb 7, 24; Hb 9, 11-28) para que sea ante los demás signo vivo de la presencia de Cristo, único Mediador (1Tm 2, 5), Cabeza y Pastor de su Pueblo (…). En otras palabras, el sacerdocio cristiano es esencialmente -tocamos así la única comprensión posible de su naturaleza- una misión eminentemente sagrada: tanto por su origen (es Cristo quien la otorga) como por su contenido (los divinos misterios) y por la misma forma en que se confiere: un sacramento» (Escritos sobre el sacerdocio, pp. 111 ss.).

Hb 5, 2-3. Entre las cualidades morales que son necesarias al sacerdote, estos versículos subrayan la misericordia y la compasión, dos virtudes que le llevarán a saber acoger a los pecadores y a la vez le moverán al deseo de reparar por sus pecados. El texto latino, al traducir el original, acentúa el aspecto de participación en el dolor por los pecados: el sacerdote puede «sufrir» pero con una justa medida (aeque condolere) al ver cuántos son los que se extravían y puede, imitando a Cristo, hacer por sí mismo parte de la penitencia que los pecadores deberían cumplir. La palabra original, que se ha traducido por «compadecerse», recuerda el dolor profundo, pero sereno, de Abrahán por la muerte de Sara (cfr. Gn 23, 2) y al mismo tiempo alude a la necesidad de la longanimidad, de la generosidad, de la comprensión; se trata de vivir con una disposición de ánimo que mientras rechaza el pecado, comprende al pecador, cuenta con el tiempo para su enmienda, y se inclina a interpretar benignamente las intenciones (cfr. Ga 6, 1). Los hombres, en efecto, no siempre pecan deliberadamente, sino que pueden faltar por ignorancia, es decir, porque no se dan cuenta de la gravedad de lo que hacen y, en la mayor parte de las veces, por debilidad.
El AT distinguía netamente entre los pecados por inadvertencia (cfr. Lv 4, 2-27; Nm 14, 24.27-29) y los pecados de rebeldía (cfr. Nm 15, 22-31; Dt 17, 12). Más adelante (cfr. Hb 6, 4-6; Hb 10, 26-27; Hb 12, 17), la carta volverá a recordar la gravedad del pecado cometido con malicia. Aquí se trata, en cambio, de las faltas por fragilidad, graves o leves. En este sentido «ignorantes y extraviados» son casi sinónimos, puesto que el que peca por inadvertencia recibe en hebreo un nombre que equivale a «el que se desvía, el que no sabe el camino». El motivo fundamental de la comprensión y de la compasión que el sacerdote ha de tener es la conciencia de su propia debilidad. Por esto la Iglesia, en el Canon romano de la Santa Misa, pone en labios del sacerdote: «Y a nosotros pecadores, siervos tuyos…» (cfr. Sb 9, 5-6). El sacerdote se compadece y es comprensivo porque «él mismo está rodeado de debilidad». El texto contiene la idea de estar cubierto, rodeado, como con un vestido (circumdatus est). El Papa Pío XI escribía: «Cuando vemos a un hombre ejercer esta facultad (perdonar los pecados) no podemos por menos de repetir -no con escándalo farisaico, sino con reverente estupor- aquellas palabras '¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?' (Lc 7, 49). Ha sido el Hombre-Dios, que tenía y tiene el 'poder de perdonar los pecados en la tierra' (Lc 5, 24), quien ha querido transmitirlo a sus sacerdotes para llenar con la liberalidad de la misericordia divina, la necesidad de purificación que siente la conciencia humana. De ahí brota un gran consuelo para el hombre culpable, que sufre con los remordimientos y que, arrepentido, oye la palabra del sacerdote, que en nombre de Dios le dice: 'Yo te absuelvo de tus pecados'. Oír esto de boca de alguien que a su vez tendrá necesidad de pedir las mismas palabras a otro sacerdote, no degrada el don misericordioso de Dios, sino que lo sublima, ya que a través de la frágil criatura se ve la mano de Dios que obra ese prodigio» (Ad catholici sacerdotii, n. 16).

Hb 5, 3. Todo hombre, y por tanto también el sacerdote, es pecador. Por eso, en el ceremonial del AT para el Día de la expiación (Yom kippur), el Sumo Sacerdote, antes de entrar en el «Santo de los Santos», ofrecía un sacrificio de expiación por sus propios pecados (cfr. Lv 16, 3.6.11; Hb 9, 6-14); asimismo, los sacerdotes del Nuevo Testamento tienen la responsabilidad de ser santos, de rechazar el pecado, de pedir perdón por sus propias faltas y de interceder por los pecadores.
El modelo que el sacerdote debe considerar siempre es el de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote: «El primer impulso que debe mover al alma sacerdotal tiene que ser el de unirse estrechamente al Divino Redentor (…) debe tener su mirada puesta en Cristo; debe seguir sus enseñanzas y sus ejemplos, íntimamente persuadido de que no es suficiente para él limitarse a cumplir los deberes a los que están obligados los simples fieles, sino que debe tender, cada vez más y con mayor decisión, a la santidad que exige la dignidad sacerdotal» (Menti nostrae, n. 7). Pero -se podría objetar- Cristo no tuvo nunca ningún defecto ni pecado, siendo su Humanidad perfecta y totalmente santa; ¿no es pues un modelo demasiado perfecto para hombres al fin y al cabo pecadores? No lo es, como es obvio, puesto que Él mismo dijo: Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho (cfr. Jn 13, 15). Por otro lado, cuando se habla de «defectos» (literalmente, «debilidad, enfermedad») se puede hacer referencia a dos cosas: a la debilidad de la naturaleza humana, en cuanto que el hombre es criatura, y a la imperfección debida a las culpas y a la concupiscencia. La primera nos es común, a Cristo y a nosotros; la segunda, en cambio, sólo es nuestra. Precisamente por esto, la conciencia de sus pecados, unida a la certeza de la llamada de Cristo, mueve al sacerdote a vivir con profundidad el ministerio apostólico de la reconciliación y de la penitencia. En sí mismos, en primer lugar, pues «los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se entregan por completo al servicio de los hombres» (Presbyterorum ordinis, 12). Como ha recordado Juan Pablo II: «La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la penitencia. La celebración de la eucaristía y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el obispo, la vida de oración; en una palabra, toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al sacramento de la penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor.
»Pero añado también que el sacerdote -incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la penitencia- necesita recurrir a la fuente de gracia y santidad presente en este sacramento. Nosotros, sacerdotes, basándonos en nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en la medida en la que recurrimos atentamente al sacramento de la penitencia y nos acercamos al mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia si de algún modo dejáramos de ser buenos penitentes. Tal es la lógica interna de este gran sacramento. Él nos invita a todos nosotros, sacerdotes de Cristo, a una renovada atención en nuestra confesión personal» (Reconciliatio et Paenitentia, 31).
La razón última de la anterior exhortación del Papa radica en que, como «ministros de las cosas sagradas, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros actúan especialmente en la persona de Cristo, que se entregó a sí mismo como víctima para santificar a los hombres» (Presbyterorum ordinis, 13). De este modo «Cristo Pastor está presente en el sacerdote para actualizar continuamente la llamada universal a la conversión y a la penitencia, que prepara la llegada del Reino de los Cielos (cfr. Mt 4, 17). Está presente, para hacer comprender a los hombres que el perdón de sus faltas, la reconciliación del alma en Dios, no podría ser el fruto de un monólogo -por aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica-, que nadie puede autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus pecados a la Iglesia-institución, al hombre-sacerdote, permanente testigo histórico en el sacramento de la penitencia, de la radical necesidad que la humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador» (Escritos sobre el sacerdocio, pp. 114 ss.).

Hb 5, 7-9. La vida de Cristo es resumida con rápidas pinceladas, subrayando su perfecta obediencia a la voluntad del Padre, en su oración intensa y en sus sufrimientos y muerte redentora. Como en el himno a Cristo de Flp 2, 6-11, se pone de relieve que Cristo se anonadó a Sí mismo por obediencia y que, a pesar de ser el Hijo Unigénito de Dios, por obediencia quiso morir en la Cruz. Su muerte fue un verdadero ofrecimiento de Sí mismo expresado con aquella «gran voz» dirigida al Padre antes de expirar: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Pero la obediencia de Jesús, aunque se manifestó del modo más evidente en el Calvario, fue continua y absoluta a lo largo de todos «los días de su vida en la tierra»: obedeció a María y a José en quienes veía la autoridad del Padre Celestial, obedeció las órdenes y mandatos de la autoridad política y religiosa, obedeció siempre al Padre con una identificación perfecta, hasta poder decir: «Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera (…). Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío» (Jn 17, 4.10).
Junto con la obediencia perfecta al Padre, destaca en la vida de Jesús su oración, cuya cumbre se dio en Getsemaní la víspera de su Pasión. El «gran clamor y lágrimas» evoca los relatos evangélicos: «Entrando en agonía, oraba con más intensidad. Y le vino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo» (Lc 22, 44).
Lo más probable es que Hb 5, 7-9 no se refiera sólo a la oración en el Huerto, y menos aún a una petición de Cristo para verse libre de la muerte, sino a la oración habitual de nuestro Señor para salvar a todos los hombres. «Cuando el Apóstol habla de estas súplicas y del clamor de Jesús -comenta San Juan Crisóstomo- no quiere hablar de las peticiones que hizo para Sí mismo sino para los que creerían en Él. Y puesto que los hebreos no tenían todavía la elevada concepción de Cristo que hubieran debido poseer, San Pablo dice que 'fue escuchado', como el mismo Señor dijo a los discípulos para consolarlos: Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo (…). Eran tan grandes el respeto y la piedad del Hijo, que Dios Padre no podía evitar el tenerlos en cuenta y respetar a su Hijo y sus peticiones» (Hom. sobre Hb, 11).

Hb 5, 7. «En los días de su vida en la tierra». El texto dice literalmente «en los días de su carne» y hace referencia a la Encarnación. «Carne» es sinónimo de vida mortal, y aquí significa la naturaleza humana de Cristo, como en el prólogo del Evangelio de San Juan (cfr. Jn 1, 14) y en muchos otros lugares (cfr. Hb 2, 14; Ga 2, 20; Flp 1, 22-24; 1P 4, 1-2), incluyendo la condición humilde de siervo y la posibilidad de padecer (cfr. Flp 2, 8; Mt 20, 27-28). La Humanidad de Jesús, a que se alude en «los días de su carne», es bien distinta de su naturaleza divina y también de su naturaleza humana glorificada (cfr. 1Co 15, 50). «Hay que decir que la palabra 'carne', se utiliza de vez en cuando para hablar de la fragilidad de la carne, como se dice en 1Co 12, 27: 'La carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios'. Cristo tuvo una carne frágil y mortal. Por eso se dice en el texto: 'En los días de su carne', refiriéndose a cuando vivía en una carne parecida a la carne pecadora, pero que no tenía pecado» (Comentario sobre Hb 5, 1). En conclusión, el texto insiste en la condición de víctima de nuestro Señor y, al mismo tiempo, en su oficio de sacerdote.
«Oraciones y súplicas». Es lo propio de un sacerdote. Las dos palabras son en cierta medida equivalentes, pero la expresión corresponde a una frase hecha que se utilizaba en las peticiones dirigidas al rey o a un funcionario importante. El plural nos dice que fueron numerosas. En la mente del autor parece estar presente la estampa del Redentor que «adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo: Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú» (Mt 26, 39). Santo Tomás comenta así esta descripción de la oración de Cristo: «Ciertamente el acto fue el de ofrecer oraciones y súplicas, es decir, un sacrificio espiritual: y esto es lo que Cristo ofreció. Y se habla de oraciones, para indicar las peticiones porque 'Mucho vale la petición perseverante del justo' (St 5, 16); y, en cambio, se habla de súplicas para subrayar la humildad del que ora, que se pone de rodillas, como se ve en aquél que, 'se postró en tierra orando' (Mt 26, 39)» (Comentario sobre Hb 5, 1).
Para subrayar la fuerza de esta oración de Cristo, el autor sagrado añade: «con gran clamor y lágrimas». Según las enseñanzas de los rabinos había tres grados de oración, cada uno más fuerte que el anterior: plegaria, gritos y lágrimas. La plegaria se hacía en silencio y el grito en voz alta; pero la manifestación más elevada eran las lágrimas. Toda la tradición cristiana se ha sentido removida delante del Redentor que manifiesta en la oración toda su humanidad. «El resumen de todo lo que se dice es la humildad -comenta Teodoreto de Ciro-, y esto tapa la boca a los que blasfeman de la divinidad de Cristo y dicen que nada de todo esto conviene a un Dios. Porque, al contrario, la divinidad estableció que la humanidad sufriera todo esto, para que aprendiéramos hasta qué punto se encarnó de verdad y asumió una naturaleza humana, y que el misterio de la Salvación se llevó a cabo de modo real, no fantástico o en apariencia» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.). Y la oración de Cristo, tan intensa, nos enseña que dos requisitos son necesarios cuando se ora: el fervor del afecto y el dolor interior. «Cristo tuvo ambas cosas (…), ya que el Apóstol a través de las lágrimas quiere indicar el gemido interior del que llora (…). Pero no lloró por Sí, sino por nosotros, que recibimos el fruto de su pasión» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
«Habiendo sido escuchado por su piedad filial». Es muy sugerente el comentario de San Juan Crisóstomo: «Se entregó a Sí mismo, dice en Ga 1, 4, por nuestros pecados; y en otro texto (cfr. 1Tm 2, 6) añade que se dio a Sí mismo como rescate por todos nosotros. ¿Qué quiere decir? ¿No ves que habla con humildad de Sí mismo a causa de su cuerpo mortal? Y, sin embargo, por ser Hijo, dice que fue escuchado por su piedad filial» (Hom. sobre Hb, 8). Es como un amoroso forcejeo entre el Hijo y el Padre. El Hijo gana la admiración del Padre con la generosidad de su entrega.
Parece, sin embargo, que la oración de Cristo no fue escuchada, porque ni Dios Padre le ahorró la muerte ignominiosa, el cáliz que había de beber, ni los judíos, por los cuales rezó, se convirtieron. Pero esto fue sólo en apariencia: en realidad Cristo fue escuchado en todo lo que pidió. Es verdad que la muerte le repugnaba -como a todo hombre- debido al deseo sensible de vivir. Pero, por otro lado, Cristo quería morir con un acto de voluntad deliberado y racional; por esto, durante su oración, dijo: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42). Asimismo, Cristo quería salvar a todos los hombres, pero contando con la respuesta libre de ellos (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 5, 8. En Cristo hay dos naturalezas completas y perfectas y, por lo tanto, dos órdenes distintos de conocimiento: la ciencia divina y la ciencia humana. Esta segunda se divide en varios aspectos. Cristo, como hombre, posee la ciencia de los bienaventurados del Cielo, es decir de la visión directa de la esencia divina; la ciencia que Dios infundió en el hombre antes del pecado original (ciencia infusa) y la ciencia que los hombres adquieren con la experiencia. Esta última podía progresar (cfr. Lc 2, 52) y de hecho progresó. La experiencia, tan trágica, de la Pasión aumentó esta última clase de conocimiento de Cristo. Por eso en este versículo se dice que Cristo aprendió a obedecer con los sufrimientos que padeció. En la cultura griega existía el refrán: «Los sufrimientos son lecciones». La doctrina y el ejemplo de Cristo elevan esta consideración positiva del sufrimiento al orden sobrenatural: «En el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial (…). Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y su vocación» (Salvifici doloris, 26).
En el caso del Señor, su experiencia del dolor estuvo unida a su generosidad en la obediencia. Cristo quiso voluntaria y libremente obedecer hasta la muerte (cfr. Hb 10, 5-9; Rm 5, 19; Flp 2, 8) también para reparar el primer pecado, que fue de desobediencia. «En su sufrimiento los pecados son borrados precisamente porque Él únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre Sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado; en un cierto sentido Cristo aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien» (Salvifici doloris, 17). Cristo «aprendió la obediencia» no en el sentido de que creciera en Él esta virtud, ya que su Humanidad era perfectísima en santidad, sino en el sentido de que puso en práctica la virtud infusa que poseía su alma humana. «Cristo, pues, sabía desde la eternidad lo que es obedecer, pero aprendió la obediencia en la práctica, fundado en lo que padeció, esto es, en cosas tan difíciles como la pasión y la muerte» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
El ejemplo de Cristo nos recuerda el valor de la práctica de la obediencia, que debemos vivir a imitación suya. Un autor cristiano del siglo V, Diádoco de Focea, escribió: «El Señor la amó en razón de la salvación humana y obedeció a su Padre hasta la cruz y la muerte, sin que su obediencia resultara en absoluto indigna de su grandeza. Así, habiendo disuelto con su obediencia la desobediencia del hombre, quiso conducir a la vida bienaventurada e inmortal a los que vivían en la obediencia» (Capita 100 de perf. spirituali, 41).

Hb 5, 9. Es evidente que Cristo en cuanto Dios no podía crecer en perfección. Su Humanidad Santísima tampoco podía crecer en santidad, ya que, desde el momento de la Encarnación, Cristo recibió por la plenitud de gracia el grado máximo de santidad que el hombre puede conseguir. En este sentido Santo Tomás especifica que la gracia de Cristo es infinita: en Cristo se puede distinguir una doble gracia. Una la de unión, que consiste en la unión personal al Hijo de Dios otorgada gratuitamente a la naturaleza humana. Evidentemente esta gracia es infinita, como también lo es la Persona del Verbo. La otra es la gracia habitual, que aunque recibida en una naturaleza humana limitada es, sin embargo, infinita en perfección porque a Cristo le fue conferida la gracia como a principio universal de la justificación de la naturaleza humana (cfr. S.Th. III, q. 7, a. 11). ¿En qué sentido, pues, Cristo alcanzó la perfección? Lo aclara el mismo Santo Doctor: Cristo, mediante su Pasión, alcanzó una gloria especial: logró la impasibilidad y la glorificación de su cuerpo. Además alcanzó estas mismas perfecciones de las que participaremos, en la futura resurrección gloriosa, los que creemos en Él (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). Por eso, nuestro Redentor pudo exclamar antes de morir: «Todo está consumado» (Jn 19, 30), ya que se refería no sólo a su propio sacrificio en forma de holocausto sino al perfecto cumplimiento de la expiación redentora. Cristo en la Cruz triunfó y alcanzó la perfección para Sí y para todos. El verbo «consumar» y el verbo «alcanzar la perfección», que son distintos en castellano, son en el texto original el mismo verbo. Cristo, además, por haber sabido obedecer hasta llegar a ser una víctima perfecta, sumamente agradable al Padre, puede del modo más eminente perfeccionar a los demás. La «obediencia» es sobre todo docilidad a lo que Dios nos dice, prontitud para escuchar (cfr. Rm 1, 5; Rm 16, 26; 2Co 10, 5; Hb 4, 3). La obediencia de Cristo es para nosotros fuente de salvación y ejemplo que debemos seguir: así formamos con Él un solo cuerpo y Cristo puede transmitirnos la plenitud de su gracia.
Ahora, que te cuesta obedecer, acuérdate de tu Señor, 'factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis' -¡obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! (Camino, 628).

Hb 5, 10. Cristo, según la enseñanza repetida muchas veces en la epístola, es Sumo Sacerdote «según el orden de Melquisedec». En Él se unen dos características esenciales: es el Hijo eterno de Dios, como anunciaba el Salmo mesiánico Sal 2, 7: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy»; y es, al mismo tiempo, Sumo Sacerdote no según el orden que Dios estableció con Aarón sino según la disposición divina relativa a Melquisedec. En la carta se explica más adelante en qué sentido este «orden de Melquisedec» es superior al orden de Leví y de Aarón. Ahora interesa subrayar la unión entre el sacerdocio de Cristo y su filiación divina. Cristo, al ser Hijo, fue enviado por Dios Padre como Redentor y Mediador, y la mediación de Cristo, Dios y hombre verdadero, se ejerce en forma de sacerdocio. Luego, en última instancia, Cristo es Sacerdote juntamente por ser Hijo de Dios y haberse encarnado. El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar -para acercarnos de algún modo a este misterio insondable- que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero (Es Cristo que pasa, nn. 95).
Era conveniente que esta Persona divina encarnada fuera precisamente el Hijo o Verbo, ya que «el Verbo tiene cierta razón de semejanza no sólo con la naturaleza racional sino con toda criatura en general, ya que el Verbo contiene las ideas de todas las cosas creadas por Dios, así como un artífice humano posee mediante su entendimiento las ideas de sus productos (…). Y por esto se dice que todas las cosas han sido hechas por el Verbo. Por consiguiente, es conveniente que el Verbo se una a la criatura, o sea, a la naturaleza humana» (Suma contra los gentiles, IV, 42). Era conveniente, por último, que la Redención del pecado se realizara en forma de sacrificio ofrecido por la misma Persona divina.
He aquí por qué Cristo, Hijo Unigénito, a quien Dios dijo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy», es también el Sacerdote al cual Dios jura: «Tú eres sacerdote para siempre y según el orden al cual pertenece Melquisedec».

Hb 5, 11-14. La carta explica en qué sentido Cristo es llamado «Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec», pues teme que sus lectores no lo entiendan, a pesar de ser judíos y de tener familiaridad con la figura de Melquisedec. Se trata de un tema de capital importancia, que requiere una explicación amplia y compleja y, por lo tanto, una atención constante e inteligente. Los destinatarios deberían conocer muy bien la Sagrada Escritura y habrían escuchado ya la catequesis previa y sucesiva al Bautismo. Deberían ser maestros de otros fieles y saber explicar con claridad las verdades de la fe. Pero necesitan, en cambio, que se les vuelva a repetir los primeros rudimentos del cristianismo así como hay que explicar a los niños los rudimentos de una lengua, el alfabeto y la pronunciación. En definitiva, los hebreos cristianos a los que se dirige la epístola se han vuelto, por sus dudas y vacilaciones, como aquellos primeros cristianos de Corinto, recién convertidos y ya divididos en bandos, a los que el Apóstol llama «niños» y «carnales» (cfr. 1Co 3, 1-3). Como los niños, necesitan tomar alimentos ligeros, como la leche, y no pueden tomar todavía alimento sólido. La expresión, a pesar de contener un reproche hacia los que deberían ser personas maduras, no puede ocultar la ternura y el afecto. Ya los rabinos solían llamar afectuosamente a sus discípulos «los amamantados», y se llamaban a sí mismos «maestros de párvulos» (cfr. Rm 2, 20). San Pablo utilizó muchas veces la imagen del niño de pecho para indicar la situación de aquellos hombres que todavía no habían conocido la verdad y que, por lo tanto, quedaban en la ignorancia sin culpa (cfr. 1Co 13, 11; Ga 4, 1.3; Ef 4, 14). En alguna ocasión el Apóstol habló de su predicación comparándola con el desvelo afectuoso de una madre que amamanta a su hijo (cfr. 1Ts 2, 7; Ga 4, 20). También San Pedro llama a los recién bautizados «niños recién nacidos» (1P 2, 2). Así que, a pesar del reproche, el autor de la carta se considera el maestro y el padre espiritual de sus lectores. Ellos deben volver a estudiar, como los pequeños, los primeros elementos de la fe, y no pueden todavía adentrarse en la «doctrina de la justicia», es decir en el misterio de la justificación (Rm 6, 16; Rm 9, 30), ni querer tener el discernimiento entre el bien y el mal (cfr. Rm 2, 18; Flp 1, 10; Gn 3, 5). Se trata de una invitación implícita a ser espiritualmente adulto, ya que el cristiano debe alcanzar la sabiduría y la madurez del varón perfecto, según la edad de la perfección de Cristo (cfr. Ef 4, 10; 1Co 14, 20; Col 1, 28).
A este propósito Santo Tomás recuerda que la perfección cristiana requiere el ejercicio constante de rectificar la intención, la buena disposición del entendimiento y de las demás facultades, la repetición frecuente de actos para crear un hábito bueno y el discernimiento entre lo mejor, lo bueno, lo malo y lo peor (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). En esto consiste el poseer «facultades bien desarrolladas».

Hb 6, 1-3. Se quiere fortalecer una vez más la fe y la confianza de los cristianos. Por esto se les recuerda que no se trata de volver sobre la doctrina elemental y básica, cuyo fundamento es el arrepentimiento de los pecados y el deseo de empezar una vida nueva, sino de desarrollar estas enseñanzas para sacar conclusiones y profundizar en ellas: «Avancemos hacia lo más perfecto». La catequesis o instrucción elemental de los fieles se solía impartir antes y después del Bautismo, e incluía, como se desprende del texto, varios elementos. Se trataba de explicar quién es Jesucristo y cuál es su misión (cfr. Hch 8, 35.37) y, en particular, que es el Hijo de Dios; la necesidad de la penitencia y de pedir perdón por los pecados (cfr. Mt 4, 17; Mc 1, 15); la fe en Dios; la existencia y naturaleza de los sacramentos y los novísimos: la resurrección final y el juicio eterno.
De modo admirable, por su sencillez y claridad, se resumen los artículos fundamentales de la catequesis cristiana. El texto ofrece un testimonio de particular relevancia, por su antigüedad y por su carácter inspirado, de que existía desde la época apostólica un sumario de verdades que debían ser explicadas y aceptadas antes del Bautismo. Es un primer esbozo de lo que será después el Credo o Símbolo de la Fe. En la disposición misma de los artículos de fe se refleja la sabiduría didáctica de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Los artículos se agrupan siguiendo un orden: la fe, los sacramentos, las postrimerías.
El fin de la catequesis es, como dice Santo Tomás, adquirir la doctrina «por la cual Cristo empieza a estar en nosotros por medio del conocimiento de la fe». Se trata de establecer una unión vital y efectiva con el Señor y Redentor. Luego, el cristiano irá profundizando en este conocimiento. «El objeto esencial y primordial de la catequesis es (…) 'el Misterio de Cristo'. Catequizar es, en cierto modo, llevar a uno a escrutar ese Misterio en toda su dimensión (…). Se trata de descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios que se realiza en Él. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo, pues ellos encierran y manifiestan a la vez su Misterio. En este sentido, el fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad» (Catechesi Tradendae, 5).

Hb 6, 2. La salvación cristiana está unida al uso de unos elementos sensibles que confieren la gracia de modo eficaz y que son los sacramentos. El texto alude a ello en pocas palabras. En primer lugar, se encuentra la instrucción sobre las «purificaciones», o, como sugiere el texto original, «los bautismos». El plural ha creado problemas a los intérpretes, ya que es bien sabido que sólo hay un Bautismo: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (cfr. Ef 4, 5). Pero se puede explicar con relativa facilidad, si se atiende al modo de administrarlo (por triple inmersión) o al modo de alcanzarlo -bautismo de agua, de sangre o de deseo- o a la muchedumbre de fieles que lo recibían juntos. Sin embargo, lo más probable es que el versículo que comentamos se refiera a la diferencia entre el sacramento del Bautismo y los «bautismos» o baños de purificación que practicaban con frecuencia los judíos (cfr. Mc 7, 3-4); la frase sería equivalente a «la instrucción sobre la diferencia entre las abluciones judaicas y el Bautismo cristiano».
En cuanto a la imposición de las manos, ésta puede indicar la imposición que, junto con la unción con el santo crisma, correspondía a la Confirmación (cfr. Hch 8, 17; Hch 19, 6) o también a la administración de otros sacramentos, como el Orden (cfr. 1Tm 4, 14; 1Tm 5, 22; 2Tm 1, 6; Hch 6, 6; Hch 13, 3; etc.), la Penitencia o la Unción de enfermos (cfr. St 5, 14). Tal vez indique, en sentido genérico, la administración de todos ellos.
Hay que recordar que en el Nuevo Testamento, como comenta Santo Tomás, se habla de la imposición de las manos en distintos sentidos, por ejemplo, cuando Cristo imponía las manos sobre los enfermos para curarlos (cfr. Lc 4, 40). Esta imposición no tenía carácter sacramental y su efecto era la administración visible y externa de una gracia. En otros casos, la imposición de las manos era sacramental y se refería sobre todo a los sacramentos del Orden y de la Confirmación, en los cuales se daba una transformación y renovación interior (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 6, 4-6. En el contexto de una exhortación a la fidelidad y a la exigencia de tender a lo más perfecto, se advierte con palabras duras el peligro de la infidelidad. En efecto, hay una gran dificultad para que un apóstata vuelva a la verdadera fe. Es muy difícil que cambien sus disposiciones personales y también que alguien sepa encontrar palabras que le puedan remover, ya que tuvo conocimiento de la verdad y la rechazó voluntariamente. Pero no es imposible, ya que la misericordia de Dios es infinita, como demuestra el episodio de las negaciones de Simón Pedro y de su arrepentimiento. «Así como en las enfermedades del cuerpo -comenta Santo Tomás- ninguna situación es más peligrosa que la de aquellos que tienen una recaída, así en lo espiritual si uno cae en el pecado después de haber recibido la gracia es más difícil que se levante para hacer el bien» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
Para entender bien estas expresiones, tan enérgicas y exigentes, hay que tener en cuenta que los cristianos de la primera hora tenían un concepto altísimo de la dignidad de su llamada. Es imposible ser cristiano de verdad y pactar al mismo tiempo con el pecado: más aún si se trata de un pecado de apostasía, que lleva consigo la negación de la fe y corta, por tanto, las raíces mismas de nuestra salvación. Por otro lado, los primeros destinatarios de la carta parecían estar rodeados de un ambiente hostil: han tenido que sufrir el rechazo de la sociedad en la cual viven, han tenido que renunciar a ciertas prácticas religiosas judaicas que habían aprendido de pequeños, viven aislados y despreciados. La tentación de ceder es grande. Por esto se les recuerda, en primer lugar, los dones otorgados con la llamada al cristianismo: han sido «iluminados», es decir, han recibido el Bautismo «que es el principio de la regeneración espiritual, en la cual el entendimiento es iluminado por la fe» (Comentario sobre Hb, ad loc.); Dios les ha dado también la luz del Evangelio; han sido colmados con el «don celestial», es decir, el mismo Espíritu Santo que llena de dulzura (cfr. 1P 2, 3; Sal 34, 9), han sido alimentados con la Eucaristía; y han experimentado la suavidad de la Buena Nueva y la fuerza que tiene el Reino de Dios con todos sus dones: la filiación divina, la alegría, el gozo, el agradecimiento, la fe, la esperanza y la caridad que son el comienzo de la vida eterna.
La situación a la que hace referencia el v. 6 indica una caída ruinosa, parecida a la de Adán (cfr. Rm 5, 15-20). Quizá se asemeje al pecado contra el Espíritu Santo, del cual el mismo Señor afirmó que no sería perdonado ni en este siglo ni en el futuro (cfr. Mt 12, 31-32; Mc 3, 28-29; Lc 12, 10); su expresión recuerda la de San Pedro, que afirmaba que los apóstatas eran como el perro que vuelve a su vómito o la puerca lavada que se revuelca en el barro: su postrera situación es peor que la primera (cfr. 2P 2, 20-22). Como un hábil predicador, el escritor sagrado quiere hacer ver todo el horror que lleva consigo el rechazo de la fe.
No han faltado herejes que han querido utilizar este texto para sostener que existen pecados que la Iglesia no puede perdonar, en concreto los pecados de homicidio, adulterio y apostasía. Pero negar a la Iglesia este poder equivale a negar el sacramento de la Penitencia. Por esto, todos los Padres salieron al paso de este rigorismo que, casi siempre, desemboca en un laxismo desenfrenado. Del siguiente modo argumentaba San Juan Crisóstomo: «'¡No existe penitencia!', dicen ellos. -¡Sí que existe penitencia! Lo que no existe es un segundo Bautismo. Existe la Penitencia, que posee una gran fuerza, y que puede liberar del peso de los pecados aun al que está sumergido profundamente en ellos, con tal de que quiera; y que puede poner totalmente a salvo al que está en peligro, aunque haya llegado al abismo de la maldad (…). Cristo, si queremos, puede ser formado de nuevo en nosotros. Escucha lo que dice Pablo: 'Hijitos míos, por los cuales sufro de nuevo dolores de parto, hasta que Cristo sea formado de nuevo en vosotros'. Basta, pues, con que nos agarremos a la Penitencia. ¡Mira la benignidad de Dios! (…). '¡Hemos caído de nuevo!'. Pero ni siquiera entonces nos castigó, sino que nos dio la medicina de la Penitencia, que basta para destruir y eliminar todos nuestros pecados, con tal de que sepamos qué clase de medicina es ésta y cómo hay que aplicarla» (Hom. sobre Hb, 6). La misericordia de Dios acoge siempre al pecador que acude arrepentido al sacramento de la Penitencia, por muchos y muy graves que hayan sido sus pecados. ¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! -Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.
¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!
(Camino, 309).

Hb 6, 6. «Vuelvan a la penitencia»: La frase quiere indicar que la renovación interior se dirige y desemboca en el arrepentimiento y el cambio de vida. Está describiendo la situación del hombre que, movido por la gracia interior y la predicación externa, da los primeros pasos en la vía del arrepentimiento.
Más difícil todavía es desentrañar el profundo contenido de la segunda parte del versículo: «Ya que, para su propio daño, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen». Muchos Padres y teólogos ven aquí la imposibilidad de volver a bautizarse, porque en el Bautismo participamos de los frutos de la Pasión y Muerte de Cristo (cfr.Rm 6, 3-6; 1Co 1, 13). Si los apóstatas pretendieran ser bautizados de nuevo, para alcanzar el perdón, estarían pidiendo en cierto modo que Cristo volviera a ser crucificado. Pero Cristo ya no puede morir, luego la repetición del Bautismo es imposible. Así, por ejemplo, afirma Santo Tomás: «Cuando dice 'crucificando de nuevo', etc., explica la razón por qué el Bautismo no se repite, es decir, porque el Bautismo es una especie de conformación con la muerte de Cristo, como resulta de Rm 6, 3 -'todos los que hemos sido bautizados en Cristo'-, y ésta no se repite porque 'Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más' (Rm 6, 9). Luego los que quisieran bautizarse de nuevo, querrían volver a crucificar a Cristo» (Comentario sobre Hb, ad loc.). Sin excluir este sentido, parece más natural pensar con otros Padres que los pecadores desprecian la Penitencia más que el Bautismo, ya que también la Penitencia nos limpia por los méritos de la Pasión de Cristo. En definitiva, la frase viene a decir que los apóstatas son unos pecadores que, como todo pecador, son causa de la Pasión y Muerte de Cristo y que, mientras permanecen obstinados, vuelven a crucificarlo y a escarnecerlo por su cuenta porque desprecian los frutos de la Pasión del Señor: por eso no pueden alcanzar el arrepentimiento ni el perdón. Santo Tomás comenta: «Los que pecan después del Bautismo, vuelven a crucificar a Cristo, en cuanto está en su poder, ya que Cristo murió de una vez para siempre por nuestros pecados. Tú, que estás bautizado y pecas, haces que Cristo sea crucificado de nuevo en lo que está de tu parte y que así se haga escarnio de Cristo, ya que te vuelves a manchar después de haber sido limpiado por su sangre» (Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 6, 7-8. Para dar mayor fuerza a las exhortaciones a la fidelidad el texto sagrado recurre a una parábola de sabor evangélico: la tierra buena recibe las bendiciones de Dios, la tierra estéril sólo sirve para ser quemada. El recuerdo de la predicación de Cristo es evidente: la tierra es el corazón del hombre, su disposición frente a Dios; Dios, por su parte, siembra generosamente a través de sus enviados como en la parábola del sembrador (cfr. Lc 8, 5-15 y par.); además, envía con frecuencia la lluvia oportuna, que es o la palabra de la predicación o la enseñanza de la doctrina o la gracia misma que opera en el interior del alma (cfr. Mt 5, 45). Pero, en el pasaje que comentamos, no sólo está el recuerdo de las palabras de Jesús, sino también de lo que muchas veces Dios había repetido al pueblo elegido por medio de sus profetas. La tierra es también la viña amorosamente cuidada por el Todopoderoso (cfr. Is 5, 1-6).
Esta parábola se detiene más en las tristes consecuencias de la infidelidad. El corazón del impío o del apóstata es como tierra mala, estéril, que sólo produce espinas y abrojos, como ya la tierra después de la caída (cfr. Gn 3, 18). Su único fruto son los pecados, y merece por ello la condenación del fuego eterno (cfr. Mt 25, 41).
Dios quiere mover a la fidelidad a todos: «Tengamos temor, queridísimos -dice San Juan Crisóstomo-, esta amenaza no es de Pablo, no son palabras humanas: son del Espíritu Santo, son de Cristo que habla en él (…). Llenémonos de temor, por tanto, llenémonos de temor. 'La ira de Dios se manifiesta desde el cielo' (Rm 1, 18). Porque no se manifiesta sólo sobre la impiedad, sino sobre todo pecado, pequeño o grande. Pero aquí también se exalta la misericordia de Dios porque dice: 'Es despreciable y próxima a la maldición'. ¡Qué consuelo trae esta palabra! Porque dice 'próxima a la maldición' y no maldita. Ya que el que todavía no ha caído en la maldición, sino que está cerca, podrá también estar lejos. Y uno es confortado no sólo por esta frase, sino también por la siguiente: pues no dice 'será quemada' sino 'su fin es ser quemada'. ¿Qué quiere decir? Que si permanece así hasta el fin, sufrirá el fuego. Por tanto, si cortamos y quemamos los abrojos, podremos gozar de innumerables bienes, ser apreciados, y recibir la bendición» (Hom. sobre Hb, ad loc.).

Hb 6, 9-12. Hay un cambio de tono en la exposición: después de unas palabras severas de amonestación siguen unas frases de aliento y de ánimo. «El Apóstol, después de haber hablado con dureza de la situación de los fieles para que ellos no caigan en la desesperación, manifiesta el fin que le ha movido a escribir: el deseo de alejarlos del peligro. Por esto les revela, en primer lugar, cuánta seguridad tenía en ellos, y luego añade la razón por la que deben vivir con confianza: porque Dios no es injusto» (Comentario sobre Hb 4, 3). Los llama «queridísimos», como solía hacer San Pablo con los que habían abrazado la fe por su predicación (cfr. 1Ts 2, 8; 1Co 10, 14; 1Co 15, 58; 2Co 7, 1; 2Co 12, 19; Rm 1, 7; Flp 2, 12; Flp 4, 1; etc.) y les desea que la situación mejore, tal vez que disminuya o termine la prueba a que están sometidos, pero sobre todo que las tribulaciones les sirvan para alcanzar la salvación. El hagiógrafo se emociona recordando las muestras de caridad que sus lectores han tenido ocasión de dar: han vivido la fraternidad de modo activo, a través del espíritu de servicio a sus hermanos -los «santos», como San Pablo los llama con frecuencia (cfr. Rm 1, 7; 1Co 1, 2; 2Co 1, 1; Ef 1, 1; Flp 1, 1; Col 1, 2; etc.)- impulsados por el amor al «nombre», es decir, a Dios. Ahora, Dios no los abandonará en medio de las persecuciones (cfr. Hb 10, 3-34) porque han sabido vivir la beneficencia: la limosna y la hospitalidad tan propias de los cristianos (cfr. Rm 15, 25-31; 1Co 16, 15; Ef 1, 15; 2Co 8, 4; 2Co 9, 1.12). «Al escuchar esto -os suplico- ¡prestemos servicios a los santos!, porque todo fiel es 'santo' en cuanto que es fiel (…). No seamos caritativos sólo con los monjes que viven en las montañas. Es cierto que ellos son santos por la fe y por la vida, pero también los que viven aquí son santos: todos por la fe y muchos también por su vida. Si ves, pues, a uno que sufre, no dudes ni un instante: su mismo sufrimiento le da derecho a recibir ayuda» (Hom. sobre Hb, 10). Pero no basta haber cumplido buenas acciones, es necesario perseverar en el bien, como si dijera: llevando a cumplimiento lo que habéis empezado, conseguiréis lo que esperáis. Hay que cumplir el bien «hasta el fin». Porque el que persevere hasta el fin se salvará (cfr. Mt 10, 22; Mt 24, 13; Comentario sobre Hb, 4, 3). «Por esto a los que obran bien 'hasta el fin' (Mt 10, 22) y esperan a Dios se les debe poner ante los ojos la vida eterna, que es a la vez una gracia prometida misericordiosamente a los hijos de Dios por medio de Jesucristo y también 'una especie de recompensa' que se les debe justamente otorgar, según la promesa del mismo Dios, gracias a sus buenas obras y sus méritos (cfr. San Agustín, De gratia et libero arbitrio, VIII, 20)» (De iustificatione, cap. 16).
Pero surge además el peligro de la pereza, ya que los perezosos utilizan como excusa la dificultad y el sufrimiento que lleva consigo el hacer el bien. La firmeza en los propósitos se demuestra precisamente en saber vencer las dificultades: Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras si te veo marchar con determinación. Obra el bien (…); practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría, en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la patria definitiva, que sólo este fin merece la pena (Amigos de Dios, 211).

Hb 6, 13-15. La figura de Abrahán es un ejemplo permanente para todas las generaciones de una fe llena de esperanza y de paciencia y, por lo tanto, de una extraordinaria grandeza de ánimo (cfr.Rm 5, 3-5). Ya en la Epístola a los Romanos, Abrahán había sido citado como ejemplo de fe y de esperanza (cfr. Rm 4, 18-22). Allí San Pablo resaltó en primer término la fe de Abrahán en las palabras del Señor, cuando Éste le prometió una descendencia numerosa a pesar de su vejez y de su cuerpo «ya sin vigor» (cfr. Gn 15, 5; Gn 17, 1.17). Al mismo tiempo el Apóstol posiblemente aludió también al episodio de Isaac (cfr. Gn 22, 1-17), cuando Dios pidió al patriarca que sacrificara al hijo tan deseado: Abrahán entonces de verdad «esperó contra toda esperanza» (Rm 4, 18; Gn 22, 15-17). Aquí, en cambio, el texto, entre las varias promesas de bendición y de una numerosa descendencia que Abrahán recibió (cfr. Gn 12, 2-3.7; Gn 13, 14-17; Gn 15, 5-7.13-16; Gn 17, 4-8.19), se refiere de modo explícito a la promesa hecha después de que Dios le impidiera sacrificar a su hijo. En aquella circunstancia por primera vez el Señor «juró» por Sí mismo al hablar con un hombre. Esta promesa divina, acompañada por un juramento y conocida como la más solemne «palabra de Yahwéh», fue el fundamento de la esperanza del pueblo de Israel por miles de años. Abrahán mismo la recuerda en el momento de su muerte (cfr. Gn 24, 7); en ella se apoya Moisés a lo largo de su empresa (cfr. Ex 13, 5.11; Ex 32, 13); y por ella David da gracias a Dios (cfr. 1Cro 16, 16; Sal 105, 9). El mismo Zacarías la recuerda exultante en los albores de la Redención (Lc 1, 73): es «el juramento que Dios hizo a Abrahán nuestro padre» y que se cumple en Cristo y en la Iglesia (cfr. Ga 4, 21-31).
Abrahán «alcanzó la promesa» en el sentido de que pudo ver con sus ojos al hijo prometido, Isaac, que tuvo de Sara a pesar de su vejez. No sólo esto, sino que según deja entender el Evangelio (cfr. Jn 8, 56; Ga 3, 8) recibió alguna visión profética, por la cual vio el día de Cristo y se alegró.

Hb 6, 16. Los autores profanos de la antigüedad definían el juramento como algo que acompaña una afirmación que no puede ser demostrada y se pone al amparo de la divinidad (cfr. Pseudo-Aristóteles, Retórica a Alejandro). Por esto consideraban el juramento como una prueba judiciaria, al lado del texto de la ley, las declaraciones de los testigos, los acuerdos entre las partes y la confesión de los reos. Los hebreos consideraban el juramento como algo tan tremendo y solemne que no se atrevían a hacerlo directamente en nombre de Dios, sino que invocaban como testigos a los ángeles, o juraban por la vida de los hombres, por la vida del Mesías, de Moisés, de Salomón, por las puertas del Templo, etc. (cfr. Mt 5, 34-36; Mt 23, 16-22). Filón de Alejandría, heredero de la tradición judía y del pensamiento grecorromano, dice que «con el juramento los asuntos que en los juicios quedan dudosos reciben solución, lo que no estaba seguro se vuelve seguro y lo que no tenía confianza la obtiene» (De sacrificio Abel, 91). Santo Tomás completó y armonizó estas opiniones afirmando que «el juramento es un acto de la virtud de la religión que da firmeza a algo dudoso. Porque en la ciencia nada recibe firmeza sino lo que es demostrado a partir de algo más conocido. Así en los juramentos se alcanza la certeza porque se jura por Dios, que es lo más grande y cierto, ya que para los hombres nada es más verdadero que Dios» (Comentario sobre Hb, ad loc.). La definición tomista se ha hecho común, porque corresponde también al sentir universal de los hombres, que al prestar un juramento saben que rinden honor al nombre santo de Dios. El juramento cuando reúne las debidas condiciones, que se llaman tradicionalmente verdad, justicia y juicio, es decir, cuando se presta con sinceridad, por motivos justos y de manera ponderada, es un acto moralmente bueno y meritorio porque glorifica la infinita veracidad divina.
Sobre las enseñanzas de Cristo relativas al juramento véanse las notas a Mt 5, 33-37 y Mt 23, 16-22.

Hb 6, 17-18. «Gracias a dos cosas inmutables». En las promesas divinas está comprometida la veracidad de Dios por doble razón: como autor del juramento y como fiador de él
La alianza de Dios con Abrahán y el juramento de darle una descendencia tienen lugar en momentos distintos (cfr. Gn 15, 7-18; Gn 22, 16-18). Sin embargo, ambos episodios corresponden a un único acto de la voluntad divina, que quiso premiar la obediencia de Abrahán y al mismo tiempo comprometerse utilizando como señales externas las costumbres jurídicas de los hebreos. Los que contraían un pacto sacrificaban unos animales y pasaban entre las víctimas descuartizadas para indicar, de modo simbólico, que morirían de la misma manera si no cumplían lo pactado. Dios pasó en forma de antorcha de fuego entre unos animales que Abrahán había sacrificado. Con esto daba a entender que se obligaba de la manera más solemne a cumplir lo que había dicho. En la segunda ocasión no repitió este rito sino que «interpuso su juramento», como renovación del «pasar por medio», propio del rito de la alianza.
La promesa divina quiso revestírsele estos elementos humanos externos para hacerse más comprensible y comunicarnos mayor confianza.

Hb 6, 19-20. La promesa y el juramento divino son nuestro puerto de salvación y, como un ancla, dan seguridad en cualquier circunstancia. El cristiano, que es el verdadero descendiente de Abrahán por la fe (cfr. Rm 4, 12) y el destinatario de la promesa (cfr. Ga 3, 14.16.29), está, por lo tanto, seguro de que Dios cumplirá lo que ha prometido. Por eso dice el texto que se refugia «en la posesión de la esperanza» que le ha sido ofrecida. La esperanza es, de alguna forma, la posesión de lo prometido: es como un áncora, «segura y firme». «Porque así como el áncora echada del barco no permite que éste vaya a la deriva, aunque sea sacudido por innumerables vientos, sino que lo vuelve estable, lo mismo hace la esperanza» (Hom. sobre Hb, 11). Los escritores de la antigüedad clásica emplearon con frecuencia la imagen del áncora para hablar de la firmeza en las virtudes y la esperanza de la felicidad. El áncora, frecuentemente dibujada y pintada en el arte cristiano desde los primeros siglos, representa mucho más que una seguridad humana: expresa la fe del cristiano, su certeza en la Resurrección del Señor y en la suya propia y, por tanto, la confianza que nace de la unión íntima con Cristo. Son los aspectos que el texto sagrado reúne, ya que el áncora es, en cierto sentido, Cristo mismo que con su sacrificio redentor, nos da la certeza de poder penetrar, con Él, hasta «lo interior del velo», es decir, en el santuario celestial. Te he rogado que, en medio de las ocupaciones procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando -con vanidad pueril- nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquél que me conforta (Flp 4, 13), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan (Amigos de Dios, 213). «El hombre debe estar ligado a la esperanza, como el áncora está unida al barco. Pero hay una diferencia entre el áncora y la esperanza, y es que el áncora se agarra hacia abajo mientras que la esperanza lo hace hacia arriba, es decir, en Dios» (Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 6, 20. El sacrificio, la Resurrección y la glorificación de Cristo son el punto de apoyo de nuestra esperanza. En el Antiguo Testamento, el Sumo Sacerdote entraba una vez al año -en el «Día de la expiación»- en el «Santo de los Santos» después de haber ofrecido un sacrificio de expiación por sus pecados y otro por los pecados de todo el pueblo. Cristo, con el sacrificio de la Cruz, penetró en el Santuario verdadero del Cielo y abrió su acceso a todos. Nuestra esperanza es absolutamente firme porque Cristo ha penetrado en el Cielo. «No en el 'Santo de los Santos' donde entraba Moisés -comenta San Efrén-, sino en lo interior del velo, en los cielos, donde se dirigió como nuestro precursor y donde entró Cristo Jesús, y fue hecho Sacerdote para siempre. No para ofrecer, como Aarón, las víctimas de los sacrificios, sino para ofrecer la oración de todas las gentes, como Melquisedec» (Com. in Epist. ad Haebr, 6).
Cristo es llamado, con expresión densa y bella, «precursor». Es la única vez que aparece esta palabra en el Nuevo Testamento, aunque la tradición cristiana la utilizó muy pronto, apoyándose en la profecía de Malaquías (cfr. Ml 3, 1), para denominar a San Juan Bautista, el enviado delante del Señor para prepararle el camino (cfr. Mc 1, 2; Lc 1, 76). Aquí la perspectiva es ligeramente distinta. Ya no se trata de preparar el anuncio del Evangelio sino de ganar la Bienaventuranza final. Cristo nos ha precedido en el Cielo para prepararnos un lugar (cfr. Jn 14, 2): Él es nuestra esperanza (cfr. Col 1, 27; 1Tm 1, 1), nuestra vida (cfr. Col 3, 4), nuestro camino (cfr. Jn 14, 6), por el cual tenemos acceso al Padre (cfr. Ef 2, 18; Ef 2, 7). Cristo es «precursor» en el sentido literal de esta palabra, que indicaba al que «corría por delante», es decir, al que precedía a la comitiva para anunciar la llegada de ésta, o bien al que llegaba primero a la meta y triunfaba en la carrera. En efecto, nuestro Señor es el Primogénito de entre los muertos, el primero en todo (cfr. Col 1, 18), la primicia de todos los que resucitarán (cfr. 1Co 15, 20). Él ya alcanzó, con sus méritos, el premio que nosotros aguardamos en esperanza. La esperanza cristiana no puede faltar porque se apoya en la perennidad del Sacrificio y del Sacerdocio de Cristo. Las últimas palabras de este capítulo, pues, nos vuelven a recordar el tema principal de la epístola.

Hb 7, 1. Según los modos de interpretación de la Biblia que tenían los judíos de aquella época, se dan ahora unos argumentos acerca de la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio levítico. La intención del autor sagrado es llevar al lector al convencimiento de que el sacerdocio de Aarón y de sus descendientes, es decir, el sacerdocio levítico que se ocupaba del culto en el Templo de Jerusalén, era algo bueno y conveniente. Sin embargo, estaba destinado a desaparecer y parte de su misión consistía en preparar el sacerdocio de Cristo que es eterno e inmutable. Antes (caps. 5 y 6) se habían considerado las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo desde el punto de vista de la Alianza. Ahora, en el capítulo séptimo, se examinan desde el punto de vista del sacerdocio.
Para esto recuerda una figura del Antiguo Testamento, rodeada de reverencia y de misterio entre los judíos: la del sacerdote Melquisedec. Éste es presentado por primera vez en Gn 4, 18-20 como rey de Salem. Salió al encuentro de Abrahán, que volvía de su victoria sobre los reyes invasores, para bendecir al patriarca. La Escritura dice también que era sacerdote de Dios Elion, Dios altísimo, y que ofreció a Abrahán pan y vino y recibió de éste el diezmo de su botín. En el Sal 110, 4, que trata del sacerdocio del Mesías, se vuelve a citar a Melquisedec (v. 4) como revestido de un sacerdocio eterno, distinto del levítico, como será también el sacerdocio del Rey Mesías.
La Epístola a los Hebreos utiliza y comenta estos dos textos del Antiguo Testamento como pasajes muy conocidos sin detenerse a explicar sus aspectos misteriosos. El capítulo séptimo comprende dos partes. La primera (Hb 7, 1-10) puede compendiarse en el siguiente argumento: el sacerdocio de Melquisedec es superior al levítico; pero, como el sacerdocio de Cristo pertenece al orden de Melquisedec, el sacerdocio de Cristo es superior al levítico.
La segunda parte (Hb 7, 11-25) se apoya en la comparación directa entre el sacerdocio de Cristo y el de la Antigua Ley. La superioridad del sacerdocio de Cristo es manifiesta ya que es un sacerdocio perfecto, indefectible, eterno, sellado por Dios mediante un juramento. Aún más, es un sacerdocio perpetuo y, por tanto, único: Cristo es el único verdadero y Sumo Sacerdote, mientras que antes hubo muchos Sumos Sacerdotes a los que «la muerte les impedía permanecer».
El sacerdocio de Cristo, del que el sacerdocio de Melquisedec era un anuncio, se prolonga en el sacerdocio ministerial cristiano. Sin embargo, Cristo sigue siendo siempre el único verdadero sacerdote, que intercede por nosotros delante del Padre, ya que los sacerdotes son sólo vicarios o ministros de Cristo, pero no sus sucesores.
Por último (vv. 26-28) se desarrolla una emocionante exaltación del sacerdocio de Cristo que es llamado santo, inocente, inmaculado, perfecto, sin pecado, levantado más arriba de los cielos.

Hb 7, 1-3. Las singulares características de Melquisedec hacen de él una «figura» o «tipo» de Cristo. Las relaciones entre Cristo y Melquisedec son expuestas según las reglas que seguían los rabinos para explicar la Sagrada Escritura. Esto es particularmente evidente en el caso de la expresión «al no tener ni padre, ni madre, ni genealogía» para indicar la eternidad de Melquisedec. Parece muy lógico que el autor recurra a la figura de Melquisedec, ya que la misteriosa mención de este personaje en Gn 14, 18-20 y en Sal 110, 4 habían despertado hacía tiempo el interés de los hebreos. Así, por ejemplo, Filón de Alejandría entiende que Melquisedec representa alegóricamente la razón humana iluminada por la sabiduría divina (cfr. De legum allegoria, 3, 79-82).
También la literatura apócrifa identificó a Melquisedec con distintos personajes: con Sem, el hijo primogénito de Noé o con el hijo de Nir, hermano del mismo Noé. Hay un elemento común en la tradición judía que coincide de modo singular con la enseñanza de esta epístola: Melquisedec pertenece a un sacerdocio establecido por Dios en tiempo anterior a Moisés.
El historiador judío Flavio Josefo (años 37-100 d.C.) habla de Melquisedec como un «príncipe de Canaán», fundador y gran sacerdote de Jerusalén. El nombre de Melquisedec, equivaldría a «Mi rey es Justicia» o bien «Rey de Justicia»: era un nombre cananeo (cfr. Jos 10, 13). En cuanto a Salem, lo más probable es que sea abreviatura de Jerusalén (cfr. Sal 76, 3). Por último Elion, es decir el Altísimo, podría ser también el nombre de una de las divinidades adoradas por los habitantes de Palestina antes de la conquista hebrea. El Génesis nos dice que Melquisedec a pesar de vivir en un ambiente cananeo y politeísta, era sacerdote del Dios verdadero. En Melquisedec se manifestaba, aun fuera del pueblo elegido, el conocimiento del Dios Supremo y verdadero. El Salmo 110 añade a los datos del Génesis una nueva revelación: el Mesías prometido, descendiente de David, no sólo será rey, condición ya conocida, sino que será sacerdote -lo que era una novedad- pero no ya de los sacerdotes de Aarón, sino según una nueva disposición, según el orden o, como dice el texto hebreo, «a la manera de Melquisedec».
En la Epístola a los Hebreos el episodio del Génesis está iluminado desde el Salmo 110: Melquisedec es sobre todo el representante de un sacerdocio nuevo, instituido por Dios fuera de la legislación mosaica. Por esto da tanta importancia a las palabras del Génesis: Melquisedec es «rey de justicia» según una etimología popular; al mismo tiempo «rey de Salem» es decir «rey de paz», conforme a otra etimología popular, que altera la segunda vocal de la palabra hebrea shalom, que significa paz. De este modo en Melquisedec se reúnen las dos grandes características del reino del Mesías: la justicia y la paz (cfr. Sal 85, 11; Sal 89, 15; Sal 97, 2; Is 9, 5-6; Is 2, 4; Is 45, 8; Lc 2, 14). Además, puesto que el Génesis nada dice de los antepasados de Melquisedec (no pertenecía al pueblo elegido), el autor sagrado, siguiendo una regla de interpretación común entre los rabinos (lo que no está en la Escritura -en la Thorá- no existe en el mundo), ve en ese silencio un símbolo: Melquisedec, al no ser conocida su genealogía, es figura de Cristo, que es eterno.
«Es asemejado al Hijo de Dios»: no es Cristo el que se parece a Melquisedec, sino que es éste el que es semejante, más aún, es hecho semejante a Cristo. Cristo es la perfección del sacerdocio. Melquisedec ha sido creado y constituido a imagen de Cristo para que nosotros podamos, fijándonos en él, aprender algo del Hijo de Dios.
Por esta razón explica Teodoreto de Ciro: «Cristo Señor posee estos requisitos por naturaleza y de verdad. Es 'sin madre' en cuanto Dios porque ha sido engendrado sólo por el Padre; es 'sin padre' como hombre, ya que fue concebido sólo por su madre, es decir la Virgen. Es 'sin genealogía', como Dios: porque no necesita tener una genealogía el que ha sido engendrado por el Padre ingénito. 'No tuvo comienzo de día', porque su generación es eterna. 'Ni tiene fin de vida', porque posee una naturaleza inmortal. Por todo esto se compara no a Cristo Señor con Melquisedec, sino a Melquisedec con Cristo» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.). En cuanto a la eternidad del sacerdocio, San Efrén afirma de modo lapidario: «El sacerdocio, pues, de Melquisedec permanece para siempre, pero no en el mismo Melquisedec, sino en el Señor de Melquisedec» (Com. in Epist. ad Haebr, ad loc.).

Hb 7, 3. La figura de Melquisedec, sacerdote del Dios verdadero, del Dios Altísimo, aun sin pertenecer al pueblo elegido, es un ejemplo de cómo Dios difunde las semillas de la verdad salvífica más allá de las limitaciones geográficas, históricas o nacionales: «El sacerdocio de Cristo, del que los presbíteros han sido hechos realmente partícipes, se dirige necesariamente a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no está reducido por límite alguno de sangre, nación o edad, como misteriosamente se representa ya en la figura de Melquisedec. Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar en su corazón la solicitud por todas las Iglesias» (Presbyterorum ordinis, 10).
Al mismo tiempo el texto sagrado, al decir que Melquisedec era «sin padre» y «sin madre», da pie para pensar también en la particular consagración de los sacerdotes de Cristo que para cumplir su misión deben estar dispuestos a dejar su familia de origen, como en efecto con mucha frecuencia acontece. «La figura y la vida del llamado a ser ministro del culto al único Dios verdadero queda traspasada por un halo y un destino de segregación, que lo pone en cierto modo fuera y por encima de la común historia de los demás hombres: sine patre, sine matre, sine genealogia, dice San Pablo de la figura a la vez arcana y profética de Melquisedec» (Escritos sobre el sacerdocio, p. 84).
Y, dirigiéndose a los cristianos, pero sobre todo a los consagrados al servicio de Dios, escribe San Juan de Ávila: «Olvidad vuestro pueblo y sed como otro Melquisedec, del cual no se cuenta que tuviese padre, ni madre, ni linaje alguno. En lo cual (…) se da ejemplo a los siervos de Dios que han de tener tan olvidado su pueblo y parientes, que sean en su corazón como este Melquisedec en este mundo, sin tener cosa en su corazón que les captive y retarde su apresurado caminar, que caminan a Dios» (Audi, filia, cap. 98).

Hb 7, 4-10. La superioridad del sacerdocio de Melquisedec sobre el sacerdocio levítico se fundamenta en dos razones: por un lado, en la ley del diezmo, por otro en la bendición. En ambos casos hay un principio común, que se hace explícito en el v. 7 al hablar de la bendición: el inferior paga el diezmo al superior, y el superior es el que bendice al inferior. Por tanto, según toda evidencia, Melquisedec era superior a Abrahán porque recibió de él el diezmo y le bendijo. Pero Leví, fundador de la tribu sacerdotal, estaba «en las entrañas» de su padre Abrahán cuando este último hizo acto de sumisión a Melquisedec. Luego Leví es inferior a Melquisedec. Y además, mientras los levitas o los sacerdotes del culto mosaico son mortales, de Melquisedec se dice que vive, puesto que no tiene «fin de vida».
En cualquier caso, se subraya la dignidad del sacerdocio. En primer lugar del mismo sacerdocio levítico que destaca en medio del pueblo judío, ya que los sacerdotes de la familia de Aarón eran los únicos que recibían los diezmos sin pagarlos (cfr. Nm 18, 26-32) Los demás levitas no sacerdotes recibían los diezmos de los productos de la tierra (cfr. Dt 12, 17-19; Dt 14, 22-27; Dt 26, 12-13) y del ganado (cfr. Lv 27, 30-32), pero debían, a su vez, el diezmo del diezmo -la «ofrenda de Yahwéh»- a sus hermanos sacerdotes. El diezmo era una manifestación del poder universal de Dios sobre todas las cosas y, en este sentido, los levitas, con su dedicación al servicio de Dios, también manifestaban el dominio divino: ellos se dedicaban a Yahwéh en lugar de todos los primogénitos de Israel (cfr. Nm 3, 12-13), porque todo primogénito pertenecía a Dios. Los levitas no tenían, pues, asignada una parte de tierra para cultivarla y vivir de ella: su «porción» y su «heredad» era Dios mismo (cfr. Sal 16, 5-6). Por esto tenían derecho a vivir del diezmo, que era lo que todo israelita debía a Dios.
Pero, por encima del sacerdocio levítico, brilla el sacerdocio de Melquisedec. A él paga el diezmo nada menos que Abrahán, el primer padre (el «Patriarca») de todo Israel, y esto a pesar de que el rey de Salem no era de su estirpe. Y le paga el diezmo de lo mejor de su botín (así dice el texto griego), casi adelantándose al precepto mosaico que prescribía dar a Dios «la parte sagrada de todo lo mejor». En definitiva, si el sacerdocio de los hijos de Aarón es muy elevado y digno, el sacerdocio de Melquisedec lo es mucho más.

Hb 7, 5. En la Ley de Moisés, es decir, en el Pentateuco o Thorá, los preceptos acerca del diezmo variaron ligeramente a lo largo de la historia de Israel (cfr. Dt 12, 6-17; Dt 14, 22-27; Dt 26, 12-15; Lv 27, 30-33; 2Cro 31, 6); la legislación del diezmo fue ampliándose progresivamente y, después del destierro (finales del siglo VI), llegó a ser bastante compleja (cfr. Ne 13, 5.10-12; Ml 3, 8; Si 35, 8-10). Se desarrolló alrededor de los diezmos un gran volumen de preceptos orales, que después fue codificado en los escritos rabínicos y dio lugar, en algunos casos, a los reproches de Jesús contra los fariseos por su minuciosidad y su hipocresía (cfr. Mt 23, 23; Lc 11, 42; Lc 18, 12 y notas relativas). Es probable que este versículo se refiera también, al hablar de «según manda la Ley», a los preceptos de la Ley oral y no sólo de la Ley escrita.
El precepto de pagar diezmos, aunque pertenezca a la Ley de Moisés, y haya sido por lo tanto sustituido por la Ley de Cristo, es un precepto de naturaleza moral «y por lo tanto estaba en la Ley y está también en el Nuevo Testamento, allí donde dice que 'el que trabaja merece su sustento' (Mt 10, 10) o 'el que trabaja es merecedor de su salario' (Lc 10, 7). Pero ahora corresponde a la Iglesia la determinación de tales diezmos, así como entonces, en el Antiguo Testamento, lo hacía la Ley» (Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 7, 7. La bendición sacerdotal posee un gran valor y siempre es eficaz porque depende de la santidad de la Iglesia. Hubo quienes equivocadamente menospreciaron las bendiciones, como algunas sectas heréticas. Pero hay que recordar que la eficacia de las ceremonias o signos sagrados establecidos por la Iglesia y que se llaman sacramentales, no depende de la bondad del ministro, sino de la oración de la Iglesia y de las disposiciones del sujeto.

Hb 7, 11-14. Fundamentada la superioridad del sacerdocio de Melquisedec sobre el de Leví, empieza la «demostración» de la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de Aarón. Si el sacerdocio levítico hubiera sido suficiente para dar la «perfección», es decir, cumplir perfectamente el designio de Dios y la salvación de los hombres, ¿qué necesidad había de cambiarlo? Si ha habido cambio, es porque el sacerdocio levítico no era suficiente para lograr el designio divino: llevar a perfección lo que la Ley mosaica y el sacerdocio de Aarón no podían sino anunciar o prometer.
Es evidente que Cristo no sólo es llamado (Sal 110, 4) sacerdote «según el orden», es decir, la disposición y la sucesión de Melquisedec y no según el orden de Aarón, sino que además -como dicen constantemente las profecías (cfr. p. ej. Nm 24, 17; Gn 48, 10; 2S 7, 1; etc.)- pertenece a la tribu de Judá, ajena al sacerdocio mosaico. Ningún israelita que no fuera de la tribu de Leví podía servir al altar bajo pena de muerte (cfr. Nm 1, 51; Nm 3, 10.38).

Hb 7, 11. La «perfección» de que se habla aquí consiste, en términos amplios, en la unión verdadera con Dios, y por lo tanto en el perdón de los pecados y en la gracia santificante.
El sacerdocio levítico estaba al servicio de la Ley, y la Ley salvaba sólo por la fe en la venida de Cristo. Así que el sacerdocio levítico estaba intrínsecamente ordenado a Cristo. «Ya que, como se dirá (Hb 7, 19), la Ley no llevó nada a perfección (…). No daba pues la plenitud final de la patria celestial porque no hacía entrar en la vida» (Comentario sobre Hb 7, 2).
Es el mismo pensamiento, tan característico de San Pablo, que encontramos en Rm 3, 20 y Ga 2, 16-19. Así lo resume el Magisterio: «Ya que bajo el anterior Testamento, como atestigua San Pablo, no se lograba la perfección por la debilidad del sacerdocio levítico, fue conveniente, pues así lo había establecido la misericordia de Dios Padre, que surgiera otro sacerdote 'según el orden de Melquisedec', es decir nuestro Señor Jesucristo, que pudiera completar y llevar a la perfección (cfr. Hb 10, 14) a todos los que habían de ser santificados» (De SS. Missae sacrificio, cap. 1).

Hb 7, 12. Sobre la necesaria vinculación entre sacerdocio y alianza, Santo Tomás escribe: «La Ley estaba sometida al ministerio de los sacerdotes; luego cuando el sacerdocio cambió, varió necesariamente también la Ley. Y ésta es la razón de la transformación: cuando modifica el fin cambian también los medios para alcanzar el fin (…). Así como la ley humana regula la convivencia entre los hombres y el orden de la sociedad, así la ley espiritual y divina se refiere al orden establecido por Dios. Esta disposición divina está vinculada esencialmente con el sacerdocio» (Comentario sobre Hb, ad loc.). Esta doctrina, apoyada en el texto de Heb, fue utilizada por el Concilio de Trento para explicar la conexión entre el sacrificio de la Nueva Alianza y el sacerdocio cristiano: «Por decreto de Dios el sacrificio y el sacerdocio están vinculados de modo tal que ambos están presentes en toda ley. Y puesto que la Iglesia católica recibió, por institución divina, el sacrificio santo y visible de la Eucaristía hace falta reconocer que en ella hay también un sacerdocio externo y visible, que deriva del traslado del sacerdocio antiguo» (De Sacram. ordinis, cap. 1). La conexión entre sacerdocio, sacrificio y ley es explicada de nuevo por el Catecismo Romano: «Siempre hubo un sacerdocio, aun antes de la Ley mosaica, ya que existía también entonces una Ley, y como dice el Apóstol, Ley y sacerdocio se hallan tan vinculados que al mudar una de las dos cosas, es necesario que mude la otra. Pues ya que los hombres conocen por instinto natural que hay obligación de adorar a Dios, era preciso que en cada nación hubiese algunos que presidieran el desarrollo del culto divino y de las ceremonias sagradas, cuya potestad se llamase de algún modo espiritual (…). El sacerdocio judaico, a pesar de ser superior en dignidad al de la ley natural, es con todo muy inferior al sacerdocio de la ley evangélica. Porque ésta es celestial y superior también al poder de los Ángeles, y tiene su origen, no en el sacerdocio mosaico, sino en Cristo nuestro Señor, que fue sacerdote, no según Aarón, sino según el orden de Melquisedec. Y Cristo, que tenía la suma potestad de dar la gracia y de perdonar los pecados, dejó a su Iglesia esta potestad, aunque limitada en poder y vinculada a los sacramentos» (Catecismo Romano, II, 7, 8).

Hb 7, 13. «Aquél, del que se dicen estas cosas»: El verdadero sacerdote, pues, no es Melquisedec, que no era más que una figura, sino Cristo, verdaderamente eterno, superior, perfecto, redentor e inmutable.

Hb 7, 15-19. La superioridad del sacerdocio de Cristo ahora es demostrada por la inferioridad de la Ley, en correspondencia con la inferioridad del sacerdocio. La Ley es definida como una «ley carnal» en oposición a espiritual (cfr. 1Co 2, 13-15; Ga 6, 1; Ef 1, 3; Col 1, 9; 2Co 3, 6-8), «débil» en oposición a eficaz, «inútil» en oposición a capaz. De aquí una doble consecuencia: la Ley no llevó nada a perfección (cfr. nota a Hb 7, 11); y su tarea fue la de «introducirnos» en una ley -la de Cristo- mejor, llena de esperanza, que nos hace llegar a la vida eterna (cfr. Rm 3, 21; Ga 3, 24; 1Tm 1, 8).
Es de advertir que el texto griego original de los versículos v.18-v.19 presenta una cierta dificultad de traducción. Hemos hecho la versión castellana que nos parece más coherente con el pensamiento paulino. Pero cabría otra interpretación, con matices diferenciales, que puede expresarse de la siguiente forma: «Se da, por tanto, la derogación del precepto anterior por su debilidad e inutilidad -pues la Ley no llevó nada a perfección-, y la introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios».
El juicio emitido sobre la Ley de Moisés puede parecer excesivamente duro, pero corresponde exactamente a la gratuidad de la justificación: «Termina -comenta Teodoreto- la Ley, como dice el Apóstol, y en su lugar entra la esperanza de los bienes mejores. Aquélla termina, sin embargo, no porque sea mala, como dicen neciamente unos herejes, sino porque era débil y no podía comunicar una utilidad perfecta. Pero hace falta comprender que llama débiles e inútiles a los elementos superfluos de la Ley como la circuncisión, el precepto del sábado, y cosas parecidas. Porque aquello de 'No matarás, no fornicarás' y los demás mandamientos manda guardarlos con insistencia el mismo Nuevo Testamento. En lugar de los preceptos antiguos hemos recibido ahora la esperanza de los bienes futuros, que nos hace ser la familia de Dios» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.). Santo Tomás precisa que los mandamientos eran y son útiles. El Antiguo Testamento no era malo en sí, sino que no era conveniente para los tiempos nuevos, ya que en el nuevo sacerdocio no debían mantenerse las cosas del antiguo (cfr. Sal 40, 6 ss.). Por eso la Antigua Ley fue abrogada: por su debilidad e inutilidad. «Se dice débil aquello que no logra producir su efecto, y el efecto propio de la ley y del sacerdocio es justificar (…). Asimismo se dice inútil lo que no sirve para alcanzar un fin. Y esto la Ley no podía hacerlo, porque no llevaba a la bienaventuranza, que es el fin del hombre. Pero en su momento fue útil, en cuanto que disponía para la fe» (Comentario sobre Hb, 7, 3).

Hb 7, 20-22. El tercer motivo de la superioridad del sacerdocio de Cristo es que su sacerdocio ha sido sellado con un juramento (cfr. Hb 9, 15-18). De modo implícito se repite lo dicho a propósito de la promesa hecha a Abrahán (Hb 6, 13-18): el juramento de Dios da una seguridad absoluta ya que quien lo pronuncia es la misma Verdad y llama como testigo a la Verdad suprema. Se cita de nuevo el Sal 110, 4 pero ahora centrándose en el juramento: «Juró el Señor y no se arrepentirá (literalmente, no cambiará de idea)». El autor de Hebreos, al desarrollar su argumentación, se apoya en el Salmo considerando uno u otro de sus aspectos. En primer lugar se apoya en «Tú eres sacerdote (…) según el orden de Melquisedec» para demostrar que el sacerdocio de Cristo es distinto y superior al sacerdocio levítico. Luego comenta las palabras «Tú eres sacerdote para siempre», para oponer la eternidad del sacerdocio de Cristo a la contingencia y caducidad del sacerdocio judío. Por último se centra en «juró el Señor y no se arrepentirá» para poner en evidencia la fuerza y la eternidad de la decisión divina.

Hb 7, 22. «Mediador de una alianza más perfecta»: Cristo es mediador (cfr. Hb 8, 6; Hb 9, 15; Hb 12, 24) porque es sacerdote, ya que todo sacerdote es constituido mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5; Hb 5, 1). El sacerdocio de Cristo es superior al sacerdocio levítico porque ha sido establecido con un juramento mientras que el levítico no. Puesto que la alianza o Ley está vinculada al sacerdocio, la Nueva Alianza es también «mejor» que la Alianza Antigua. «En efecto, es propio del mediador poner de acuerdo los dos extremos. Y Cristo nos trajo los bienes divinos, ya que por Él hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4) (…). En la Antigua Alianza se prometían además unos bienes temporales; aquí, en cambio, eternos» (Comentario sobre Hb 7, 2).

Hb 7, 23-25. El sacerdocio de Cristo es eterno. Así como Melquisedec no tiene «fin de vida», así el Hijo de Dios permanece sacerdote para siempre. Mientras los levitas son unos hombres mortales. Cristo no ha sido constituido sacerdote según las normas de una ley carnal sino según «el poder de una ley indestructible», por esto se puede decir de verdad que es sacerdote «para siempre». Y es lógico que sea así ya que la muerte es consecuencia del pecado, y Cristo ha vencido al pecado y a la muerte. Además, la muerte obliga a multiplicar el sacerdocio de los hombres para asegurar su permanencia, en cambio la eternidad del sacerdocio de Cristo hace innecesario otro sacerdocio. Comenta Santo Tomás que se demuestra que Cristo es verdadero y perfecto Sacerdote, en el sentido estricto de la palabra, porque a los sacerdotes judíos les era imposible hacer siempre de mediadores, ya que no permanecían a causa de la muerte sino que habían de morir. Muy distinto es el caso de los sacerdotes cristianos porque no son ellos propiamente los mediadores. Hay un sólo Mediador, Jesucristo, y ellos simplemente son representantes suyos y actúan en su nombre. Entre Cristo y los levitas hay la misma relación que entre lo perfecto, que es necesariamente uno, y lo imperfecto, que es siempre múltiple: «Las cosas incorruptibles no tienen necesidad de reproducirse (…). Cristo es inmortal. Como Verbo eterno del Padre, en efecto, permanece para siempre, ya que su eternidad divina se transmite a su cuerpo, porque Cristo 'resucitado de entre los muertos ya no muere más' (Rm 6, 9). Por eso 'como permanece para siempre posee un sacerdocio perpetuo'. Luego sólo Cristo es verdadero Sacerdote, los demás son ministros suyos» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
La eternidad del sacerdocio de Cristo es un poderoso motivo de confianza, como señala San Juan Crisóstomo: «Es como si el Apóstol dijera: No temáis, ni digáis que nos ama y tiene la confianza total del Padre, pero que no puede vivir siempre. Al contrario, ¡vive para siempre!» (Hom. sobre Hb, 13). Confiamos, pues, en Cristo Sacerdote porque su sacerdocio es una manifestación permanente del amor de su Corazón por todos los hombres: «Cristo vivo nos sigue amando todavía ahora, hoy, y nos presenta su corazón como la fuente de nuestra redención: Semper vivens ad interpellandum pro nobis (Hb 7, 25). En todo momento nos envuelve, a nosotros y al mundo entero, el amor de este corazón 'que tanto ha amado a los hombres y que es tan poco correspondido por ellos'» (Hom. Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre, París 1-VI-1980).
El sacerdocio de Cristo es manifestación de su Amor, del cual no se puede separar, y puesto que su Amor es eterno, eterno también será su sacerdocio con toda la riqueza de manifestaciones de su Amor redentor. Luego, en primer lugar, su sacerdocio es eterno porque está vinculado a la Encarnación que es eterna; en segundo lugar porque la misión de Cristo es la de salvar a todos los hombres de todos los tiempos y no simplemente de ayudarlos con su doctrina y su ejemplo; en tercer lugar porque Cristo sigue estando presente -como dice San Efrén- no en las víctimas de los sacrificios del culto mosaico, sino en las oraciones de la Iglesia (cfr. Com. in Epist. ad Haebr, ad loc.), especialmente en la eficacia permanente del sacrificio de la Cruz constantemente renovado en la Santa Misa, y en el rezo del oficio divino. Por último porque el sacrificio de Cristo se perpetúa hasta el fin de los tiempos, en el sacerdocio ministerial cristiano, ya que obispos y presbíteros «en virtud del sacramento del orden han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, Sumo y eterno Sacerdote (cfr. Hb 5, 1-10; Hb 7, 24; Hb 9, 11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino» (Lumen gentium, 28).
Cristo no sólo intercedió por nosotros aquí en la tierra, sino que sigue intercediendo desde el Cielo: «Este para siempre indica un gran misterio -observa San Juan Crisóstomo-. No sólo aquí –dice-, sino también allí, en el Cielo; no sólo aquí y por un tiempo, sino también allí en la vida eterna» (Hom. sobre Hb, 13). El texto inspirado, al decir que Cristo «intercede» por nosotros, señala que Cristo «sale al encuentro, se dirige al Padre, presenta un ruego o demanda», como si Cristo fuera un abogado nuestro delante del Padre, una ayuda, un defensor (un «paráclito», cfr. 1Jn 2, 1). Pero ¿en qué sentido sigue intercediendo por todos ya que no puede merecer más de lo que ya hizo en la tierra? Intercede -contesta Santo Tomás- en primer lugar presentando de nuevo al Padre su Humanidad, con las gloriosas señales de su Pasión, y luego expresando el gran amor y deseo de su Alma de conseguir nuestra salvación (cfr. Comentario sobre Hb 7, 4). Cristo, por decirlo de algún modo, sigue ofreciendo al Padre el sacrificio de su paciencia, de su humildad, de su obediencia y de su amor. Por esto siempre podemos acercarnos a Él para encontrar salvación: Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara.
Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la epístola a los Hebreos,
como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros (Hb 7, 24-25) (Es Cristo que pasa, nn. 116).

Hb 7, 26-28. Estos últimos versículos corresponden a una elevada exaltación de Cristo que resume y completa todo lo anterior. Cristo es declarado «santo, inocente, inmaculado», es decir, sin ningún pecado, lleno de piedad hacia Dios Padre, justo y fiel. Con palabras parecidas la Sagrada Escritura nos presenta a unos hombres de eminente santidad, como Zacarías e Isabel (cfr. Lc 1, 6), Simeón, «justo y temeroso de Dios», José de Arimatea (cfr. Lc 23, 50), el centurión Cornelio (cfr. Hch 10, 22), etc. Esta alabanza de Cristo aquí, sin embargo, insinúa una perfección superior a la humana. Cristo es, al mismo tiempo, «separado de los pecadores», no en el sentido de que rehuyera su trato o los despreciara, ya que, al contrario, sabemos que los fariseos le calumniaban diciendo: «Mirad un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19) y «Éste recibe a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 2; cfr. Mt 9, 10-13 y par.; Lc 7, 34); sino porque no podía tener pecado, porque el pecado en su naturaleza humana es absolutamente incompatible con la santidad de la única Persona que es Cristo: el Verbo divino. Él es, pues, el perfecto cumplimiento de los antiguos requisitos para ser sacerdote del Dios verdadero (cfr. Lv 21, 4.6.8.15). Cristo, finalmente, también en cuanto hombre, ha sido «encumbrado por encima de los cielos» no sólo desde el punto de vista moral, por su excelsa santidad, sino también corporalmente en su gloriosa Ascensión (cfr. Hch 2, 33-36; Hch 10, 42), y es, por lo tanto, el «Hijo perfecto para siempre».
«¿Qué era Jesucristo? -se pregunta San Alfonso-. Era, como responde San Pablo, santo, inocente, inmaculado y, por decirlo mejor, era la misma santidad, la misma inocencia y la misma pureza…» (Novena de Navidad, 4). Y con palabras muy bellas celebra su sacerdocio San Fulgencio de Ruspe: «Él es quien en Sí mismo poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, Él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; Él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos; el sacrificio que nos reconcilia; el templo en que nos reconciliamos; el Dios con quien nos hemos reconciliado. Ten, pues, por absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempos del antiguo testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad» (De fide ad Petrum, 22).
La grandeza del sacerdocio de Cristo sirve de estímulo, de motivo de esperanza y de santo orgullo, a los sacerdotes del Nuevo Testamento puesto que «todo sacerdote, a su manera, representa la persona del mismo Cristo, y es también enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquél a quien representa. Así, la flaqueza de la carne humana es curada por la santidad de Aquél que fue hecho para nosotros pontífice santo, inocente, sin mácula y separado de los pecadores» (Presbyterorum ordinis, 12). Por todo esto San Pío X al dirigirse a los sacerdotes escribió: «Debemos, pues, representar la persona de Cristo y cumplir la misión que se nos ha confiado, de modo tal, que consigamos el fin que Él se propuso (…).
»Estamos obligados, como amigos, a tener los mismos sentimientos que Jesucristo, que es santo, inocente e inmaculado (Hb 7, 26). En cuanto embajadores suyos, estamos obligados a ganar el espíritu de los hombres para su ley y para su doctrina, comenzando por observarlas nosotros mismos; en cuanto que participamos de su poder, estamos obligados a librar a las almas de los lazos del pecado, y hemos de evitar con todo cuidado no caer nosotros mismos en ellos» (Haerent animo, n. 5).

Hb 8, 1-2. Se anuncia con solemnidad «lo más importante» o central de la epístola: la superioridad del sacerdocio de Cristo. Une lo que había ya dicho en Hb 1, 3 -la entronización de Cristo a la diestra de la Majestad- con lo que expondrá más adelante (caps. 9 y 10) acerca del nuevo Templo y del nuevo culto. En Cristo encuentra su perfección y su acabamiento toda la Antigua Alianza que rendía culto a Dios por medio de sacrificios y ofrendas; a partir de Cristo empieza la Nueva Alianza que posee un nuevo Sacrificio y un nuevo Templo. Poco a poco la consideración del sacerdocio del culto mosaico deja lugar a la del nuevo culto de Cristo.
No es simplemente que un templo de piedra haya sido sustituido por otro o por muchos. El antiguo Templo ha sido reemplazado por un Santuario celestial, el Cielo mismo. Por eso tiene tanta importancia la Ascensión del Señor y su entronización a la diestra del Padre, porque es la entrada definitiva de la Humanidad Santísima de Jesucristo en su verdadero Templo, no hecho por manos de hombre. Así se entiende mejor en qué sentido el Templo de Jerusalén y su culto fueran una sombra de las realidades futuras.
Cristo ostenta, pues, el sacerdocio verdadero y definitivo, ya que ejerce su ministerio en el Santuario del Cielo, donde está sentado a la derecha del Padre. Por razón de este ministerio celestial de Cristo se confirma, una vez más, la superioridad de su sacerdocio. En primer lugar porque está sentado a la derecha de la Majestad en los cielos (cfr. Sal 110, 1), donde por Majestad se debe entender la misma sustancia divina, ya que es una manera de nombrar a Dios (cfr. el «trono de la gracia» de Hb 4, 16). Además, el «trono de la Majestad» equivale a la potestad suprema de gobernar y de juzgar. Así aparece en las descripciones del juicio final: «Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria» (Mt 25, 31; cfr. Ap 3, 21; Ap 20, 11; Mt 19, 28; etc.). Por otra parte Cristo desarrolla su ministerio en un nuevo Santuario y en un nuevo Tabernáculo, que son «verdaderos» en oposición al Santuario y al Tabernáculo de Moisés que no eran más que una «imagen». La liturgia de la tierra es una imagen de la verdadera liturgia del Cielo, que es la continuación eterna del sacerdocio de Cristo en la presencia del Padre, porque «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (Sacrosanctum concilium, 8).
Varios Padres piensan que el Santuario y el Tabernáculo verdaderos representan a la Iglesia, entendida en su totalidad, como Iglesia militante y triunfante. Y San Cirilo de Alejandría, por ejemplo, señala en una de sus obras: «Por medio de Moisés fue levantado en el desierto el antiguo Tabernáculo, y era sumamente apto para ejercer todas las ceremonias sagradas de la Ley. Pero la mansión que conviene a Cristo es la ciudad de arriba, es decir, el Cielo, la Tienda divina que no es fruto de la habilidad humana, sino que es sagrada y engendrada por Dios. Cristo, allí establecido, ofrece a Dios Padre a los que creen en Él, santificados por el Espíritu» (Explicación de la Epístola a los Hebreos, fragm.).

Hb 8, 3-6. Para establecer las relaciones entre las realidades celestiales y terrestres el autor acude -como no puede ser de otra manera- a la analogía y a la metáfora. Teniendo esto en cuenta, no pueden interpretarse las palabras de este pasaje en el sentido de que Jesucristo solamente en el Cielo haya consumado su sacrificio, porque el sacrificio del Calvario ha sido único y completo. Lo que enseñan estos versículos es que, en el Cielo, Cristo, Sacerdote eterno, presenta continuamente al Padre los frutos de la Cruz. En la Nueva Alianza existe sólo un sacrificio: el de Jesucristo en el Calvario; este único sacrificio se renueva, de modo incruento, cada día, en el Sacrificio de la Misa, en el cual, Jesucristo -único Sacerdote de la Nueva Ley- inmola y ofrece por medio de los sacerdotes ministros suyos, la misma víctima, su cuerpo y su sangre, que fue inmolada cruentamente, de una vez para siempre, en la Cruz.

Hb 8, 7-12. La comparación entre las dos alianzas, la Antigua dada a Moisés y grabada en piedra y la Nueva, grabada en la inteligencia y el corazón de los fieles (cfr. 2Co 3, 3; Hb 10, 16.17), se desarrolla según el texto de Jeremías (Jr 31, 31-34), allí donde el profeta anuncia la alianza interior de Yahwéh con su pueblo. Las palabras de Jeremías, que aquí se citan según la traducción griega, que difiere muy poco del texto original hebreo, se refieren directamente a la restauración del pueblo judío después del destierro. Una vez purificado por los sufrimientos, el pueblo elegido está en condiciones de ser de verdad el pueblo de Dios: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»; la promesa de esta profunda intimidad es el núcleo central del vaticinio. Por esto se dice que la ley estará ya grabada en el interior y en el corazón de cada uno, y todos -hasta los más pequeños del pueblo- conocerán a Dios, es decir, tendrán familiaridad con Él. Tal vez Jeremías vislumbraba esta restauración mesiánica más allá del restablecimiento del pueblo elegido a la vuelta del destierro. Ahora nosotros estamos en condiciones de comprender que este oráculo se ha cumplido plenamente sólo con la Nueva Alianza establecida por Jesús: la vuelta de Babilonia no fue sino una señal más de la Alianza perfecta que se establecería por Cristo. Porque es en esta Nueva Alianza donde Dios de verdad perdona las culpas y ya no se acuerda de los pecados.
De la Antigua Alianza, por otra parte, se dice que no fue «sin tacha» o sin pecado, no porque fuera mala, sino porque, como explica Santo Tomás, no comunicaba el poder de expiar los pecados cometidos, ni concedía la ayuda de la gracia para evitar cometerlos, sino que simplemente los hacía reconocer; por esto no era «sin tacha», porque los hombres que vivían bajo su dominio seguían estando sometidos al pecado (cfr. Comentario sobre Hb, 7, 2).

Hb 9, 1-10. En los capítulos precedentes se ha hablado de la superioridad del sacerdocio de Cristo. Ahora se va a tratar propiamente de la excelencia de su sacrificio. Para ello se describe el santuario de la Antigua Alianza, el Tabernáculo, la tienda en que habitaba Yahwéh, mientras el pueblo de Israel peregrinaba por el desierto tras la salida de Egipto y en los primeros tiempos de estancia en la tierra prometida. Y se alude también al sacrificio del gran «Día de la expiación» o Yom kippur (cfr. Lv 16, 1-34; Lv 23, 26-32; Nm 29, 7-11) por el que Israel se reconciliaba con su Dios mediante la purificación y el perdón de todos los pecados cometidos durante el año y que no habían sido expiados. Tanto el santuario como los ritos, que en él se celebran durante ese día solemne, son figura del nuevo santuario y del nuevo culto inaugurado por Cristo. Se introduce de este modo la función más esencial y específica del sacerdote: el sacrificio.
Es de notar que al describir el santuario de la Antigua Alianza no lo hace siguiendo el modelo del Templo de Jerusalén, sino el del Tabernáculo del desierto. Además de tener unas connotaciones más tradicionales y de permitir hablar del Arca de la Alianza, que faltaba en el Templo de Jerusalén (desde que éste fue destruido por Nabucodonosor alrededor del año 587 a.C.), referirse al Tabernáculo está en estrecha relación con una idea que late en toda la carta: el cristiano camina en un nuevo éxodo hacia la patria del Cielo, cuya entrada nos ha sido abierta mediante el sacrificio de Cristo (cfr. Hb 3, 7-11).

Hb 9, 3. «Segundo velo»: Se trata del velo que separaba el «Santo» del «Santo de los Santos» (Sancta Sanctorum). Se le denomina segundo para diferenciarlo del velo de entrada al «Santo», que sería el primero. No son, pues, dos tiendas, sino una única con dos estancias separadas entre sí por ese «segundo velo».
Para una visión de conjunto del Tabernáculo cfr. Introducción a la Epístola a los Hebreos: El culto en el Antiguo Testamento.

Hb 9, 6-7. Se refiere al sacrificio solemnísimo del «Día de la expiación» (Yom kippur) del Antiguo Testamento. Era una festividad de carácter penitencial que se celebraba el día 10 del mes Tishri (septiembre-octubre), cinco días antes de la fiesta de los Tabernáculos. El «Día de la expiación» era el único del año en el que el Sumo Sacerdote podía penetrar en el «Santo de los Santos», mientras que en el «Santo» o primera estancia entraban los sacerdotes todos los días para las acciones del culto (poner incienso, cambiar los panes de la proposición, etc.).
Acerca de las ceremonias del «Día de la expiación» véase lo que se dice en la Introducción.
Con esta fiesta el pueblo de Israel, incluidos sacerdotes y príncipes, se purificaba de sus pecados y expiaba las faltas e impurezas que los sacrificios ordinarios no habían podido cancelar. Igualmente quedaba también purificado el Santuario de toda posible contaminación.
El Yom kippur es una de las fiestas más importantes del judaísmo, junto con la Pascua, la Pentecostés, la fiesta de los Tabernáculos y la solemnidad del Año Nuevo.
«Los pecados de ignorancia» indican probablemente todo tipo de pecado, tanto los que el Levítico llama de ignorancia como los que llama pecados de malicia. Pero al llamarlos de ignorancia se quiere subrayar que los pecados voluntarios no podían ser perdonados por la ceremonia del Yom kippur. También algunos rabinos eran conscientes de que los sacrificios cruentos no podían perdonar los pecados más graves. Era necesario que Dios mismo sustituyera los sacrificios hechos por los hombres con un sacrificio divino de poder expiatorio infinito.

Hb 9, 8-10. El culto de la Antigua Ley era un símbolo del nuevo culto, cuyo centro es el sacrificio de Cristo, el único que podía santificar al hombre, el único que podía «perfeccionar al oferente en su conciencia». Símbolo de esta ineficacia para alcanzar la justificación era la existencia de una primera tienda que impedía el acceso a la segunda. El hombre puede lograr la unión con Dios, la santidad, que se simboliza en la entrada en el «Santo de los Santos», una vez que no existe el velo que impide su paso. Cristo con su muerte rasgó el velo (cfr. Mt 27, 51). Él es nuestro Camino (cfr. Jn 14, 6), la Puerta (cfr. Jn 10, 7) que permite la entrada en el Santuario Celestial. Por eso mientras existe el primer Tabernáculo, es decir el «Santo» separado del «Santo de los Santos» por el velo, se ofrecen sacrificios y víctimas que no pueden obtener la perfección interior, puesto que todavía no ha sido realizado el sacrificio de Cristo que había de satisfacer por el pecado de todo el género humano.
A la vez, la existencia del Tabernáculo es figura de la ineficacia de los ritos judaicos en el tiempo presente, cuando ya se ha efectuado el sacrificio redentor. Hay que tener en cuenta que cuando se escribía la Epístola a los Hebreos seguía desarrollándose en el Templo el culto mosaico. Los ritos de la Antigua Ley tenían vigor hasta la Redención de Cristo, hasta el momento de su Muerte y Resurrección.

Hb 9, 11-14. El sacrificio redentor de Cristo, frente a los sacrificios de la Antigua Ley que se limitaban a prometer unos bienes efímeros, alcanzó definitivamente para el hombre los bienes futuros, es decir, los bienes celestiales y eternos propios de los tiempos mesiánicos: la gracia santificante y la gloria. Jesucristo, como hacía el Sumo Sacerdote el «Día de la expiación», penetró de una vez para siempre en el «Santo de los Santos» a través del velo. Este santuario es el celestial; por eso es más excelso y perfecto y no construido por los hombres (cfr. Hb 8, 2). Cristo atravesando los cielos llegó hasta la presencia del Padre (cfr. Hb 7, 26) y está sentado a su derecha en los cielos (cfr. Hb 8, 1).
Muchos Padres, Doctores de la Iglesia y autores modernos han entendido que la expresión «a través de un Tabernáculo más excelente» y «perfecto», se refiere a la Humanidad Santísima del Señor, concebida virginalmente en el seno de Santa María, es decir, «no hecha por mano de hombre». El Tabernáculo o tienda sería el Cuerpo del Señor, en el cual habita la Divinidad. El texto dice ahora que no es «de este mundo creado», porque Jesús hombre fue concebido sin concurso de varón y sin pecado original. Por ello no siguió «la ley de la naturaleza que domina en el mundo creado» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.). De este modo el texto inspirado vendría a decir que Cristo nos redimió por medio de su Humanidad (cfr. v. 12). Sin embargo se puede entender también que la cláusula «a través de un Tabernáculo más excelente» y «perfecto», se refiere al Cielo, expresado como el Santuario más excelso y perfecto. En cualquier caso, sea atravesando los cielos o sea por medio de su santísimo Cuerpo, Cristo consiguió la Redención con el ofrecimiento de su propia sangre. No tiene un valor pasajero, como la sangre de los animales, derramada cada año, cuando el sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum, sino que Jesucristo ha llevado a cabo la Redención de una vez para siempre. Y así como en la Antigua Ley por medio de la sangre de las víctimas se purificaban los hebreos de las impurezas legales, que les impedían participar en el culto, cuánto más la sangre de Cristo lavará al hombre de sus pecados. «¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que la profetizaron y recordemos los antiguos relatos de Egipto.
»'Inmolad, dice Moisés, un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa' (…).
»¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada» (Catequesis bautismales, III, 13-19).
Por eso la Iglesia sugiere recitar después de la Santa Misa entre otras oraciones una que dice: «Te suplico, dulcísimo Señor Jesucristo, que tu Pasión sea la virtud que me fortalezca, proteja y defienda; tus llagas sean para mí manjar y bebida con las cuales me alimente, embriague y deleite; la aspersión de tu sangre me purifique de todos mis delitos; tu muerte sea para mí vida permanente, tu Cruz sea mi eterna gloria» (Misal Romano de S. Pío V, oración pro opportunitate para después de la Santa Misa).

Hb 9, 12. «Consiguiendo así una redención eterna». El texto griego utiliza «habiendo encontrado» donde hemos traducido «consiguiendo». San Juan Crisóstomo subraya que el verbo «encontrar» posee aquí un matiz de hallar algo inesperado, porque dice: «Habla de haber encontrado como si fuera una cosa muy incierta y muy inesperada» (Hom. sobre Hb, ad loc.). Pero por todo el contexto y también por el posible trasfondo hebreo de la expresión, el verbo «encontrar» es sinónimo de «buscar con insistencia, alcanzar, lograr»: es decir, Cristo buscó afanosamente la redención de los hombres y la encontró y la consiguió con su sacrificio. Por otro lado la redención es llamada eterna por oposición a la provisionalidad de los sacrificios mosaicos.

Hb 9, 13. Estas palabras aluden a una ceremonia de purificación descrita en el Antiguo Testamento (cfr. Nm 19, 1-10). Para borrar algunas transgresiones de la Ley, los israelitas podían recurrir al lavado lustral o expiatorio. Éste se hacía con agua mezclada con cenizas de una vaca, que el Sumo Sacerdote había sacrificado delante del Tabernáculo y había sido quemada totalmente, con su piel, su carne, etc. En la hoguera había que echar además leña de cedro, hisopo y grana (cfr. Hb 9, 19). El uso de esta agua lustral sólo servía para la purificación legal o «purificación de la carne», en oposición a la purificación del espíritu.

Hb 9, 14. El Mesías actúa «por el Espíritu Eterno» que puede ser interpretado en referencia al Espíritu Santo, como entiende, por ejemplo, Santo Tomás: «Cristo derramó su sangre porque esto lo hizo el Espíritu Santo, por cuyo impulso e instinto, es decir, por amor a Dios y al prójimo lo llevó a cabo. Porque el Espíritu purifica» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
El Romano Pontífice Juan Pablo II se ha referido a este texto para poner de relieve la presencia del Espíritu Santo en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
«En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su 'partida' a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico» (Dominum et Vivificantem, 40).
El Hijo de Dios quiso que el Espíritu Santo transformara su muerte en sacrificio perfecto. Sólo Él «en su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que Él solo era 'sin tacha'. Pero lo ofreció 'por el Espíritu Eterno': lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor» (Ibid.).
También es posible que aquí el Espíritu Eterno indique más en general la Divinidad presente en Cristo; en este caso equivaldría a decir que Cristo, siendo Dios y hombre, se ofreció «como víctima inmaculada», siendo su eficacia infinita. Cristo, en efecto, como afirma el Papa Pío XII, «se consagró a procurar la salvación de las almas con el continuo ejercicio de la oración y del sacrificio, hasta que se ofreció en la Cruz, víctima inmaculada para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas y hacer que tributásemos un verdadero culto a Dios vivo. Así todos los hombres, felizmente apartados del camino que desdichadamente los arrastraba a la ruina y a la perdición, fueron ordenados nuevamente a Dios, para que colaborando personalmente en la consecución de la santificación propia, fruto de la sangre inmaculada del Cordero, diesen a Dios la gloria que le es debida» (Mediator Dei, 1).
El sacrificio de Cristo nos purifica totalmente y por eso nos hace aptos para rendir culto al Dios viviente. Con palabras de San Alfonso M.ª de Ligorio: «Jesucristo se ofreció a Dios puro y sin sombra de culpa; de otra suerte no hubiera sido digno mediador ni apto para reconciliar a Dios con el hombre pecador, ni su sangre hubiera tenido la virtud de purificar nuestra conciencia de las obras muertas, esto es, de los pecados, que se llaman así, o porque no son dignas de mérito alguno, o porque son dignas de castigos eternos. Para que rindáis culto al Dios viviente» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 2).

Hb 9, 15-22. Se enseña que la alianza es nueva porque ha sido sellada con la muerte y el derramamiento de sangre del testador o mediador. «El hombre, caído en pecado, era deudor a la divina justicia y enemigo de Dios. Vino el Hijo de Dios al mundo y se revistió de carne humana, y en el mismo tiempo, como Dios y hombre que era, se constituyó mediador entre el hombre y Dios, en calidad de representante de entrambas partes para restablecer la paz entre ellas y alcanzar al hombre la gracia divina, ofreciéndose a pagar con su sangre y con su muerte la deuda del hombre. Esta reconciliación estuvo ya figurada en el Antiguo Testamento en todos los sacrificios que entonces se hacían y en todos los símbolos ordenados por Dios, como eran el tabernáculo, el altar, el velo, el candelabro, el incensario y el arca donde se guardaban la vara de Aarón y las tablas de la ley. Todos estos instrumentos eran señal y figura de la prometida redención; y como esta redención debía llevarse a cabo con la sangre de Cristo, por eso Dios determinó que la sangre de los animales, figura de la del Cordero divino, y que todos los objetos simbólicos arriba mencionados fuesen rociados con sangre: Por donde tampoco el primero (testamento) se inauguró sin sangre» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 2).
Por tercera vez se afirma que Cristo es mediador de una Nueva Alianza. Hb 7, 22 y Hb 8, 6 dice que es mediador de una alianza mejor porque puede dar la vida eterna. Aquí, como en Hb 12, 24, se explica que es mediador de una Alianza Nueva, fundada en la sangre que transmite la herencia eterna. Se acentúa ahora el aspecto sacrificial: Cristo es mediador en cuanto que es víctima expiatoria y al mismo tiempo sacrificador. Por eso Cristo en su sacrificio es al mismo tiempo sacerdote y víctima. «Jesucristo en verdad es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para Sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de género humano. Igualmente, Él es víctima, pero para nosotros al ofrecerse a Sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa. Pues bien aquello del Apóstol: tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los Preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia detestando y confesando cada uno sus propios pecados» (Mediator Dei, 22).
El sacrificio de Cristo no solamente es eficaz para borrar todas nuestras culpas, sino que es también una manifestación de amor de nuestro Redentor y un ejemplo de cómo debe ser nuestra correspondencia. «Y si Dios nos perdona nuestras culpas es para que empleemos el tiempo que nos restare de vida en su servicio y amor. Y acaba diciendo el Apóstol: Y por esto es mediador de un nuevo testamento. Por eso nuestro Redentor, cautivado por el amor inmenso que nos tenía, quiso rescatarnos, a costa de su sangre, de la muerte eterna; y lo consiguió porque, si somos fieles en servirle hasta la muerte, nos alcanzará del Señor el perdón y la vida eterna. Tal fue el testamento, mediación o pacto entre Jesucristo y Dios» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 2).

Hb 9, 15-17 El mismo término griego es utilizado para indicar tanto «alianza» como «testamento». A pesar de que el entorno inmediato y el paralelismo con la alianza del Sinaí sugieren la idea de alianza o pacto, sin embargo, al ser la alianza con el pueblo elegido un pacto unilateral, es decir, una concesión gratuita de Dios, se puede llamar también en sentido amplio testamento. Tanto el nombre de «mediador» como el de «testador» atribuidos a Cristo vienen a resaltar la necesidad de su muerte con derramamiento de sangre. Muerte por la cual los hombres somos llamados a recibir la «herencia eterna prometida»: Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.
Empti enim estis pretio magno! (1Co 6, 20), tú y yo hemos sido comprados a gran precio.
Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas
(Via Crucis, XIV).

Hb 9, 18-22. El derramamiento de la sangre de Cristo era necesario para sellar la Nueva Alianza, como lo fue en la del Sinaí. La acción de Moisés tras su solemne diálogo con Dios es narrada aquí más ampliamente que en el relato de Ex 24, siguiendo seguramente una tradición oral judaica. El v. 22 expone por qué Moisés roció, para purificarlos, el libro de la Ley, el pueblo, el Tabernáculo y los objetos de culto, formulando un principio muy importante, que concluye toda la demostración desarrollada a lo largo del capítulo: el derramamiento de la sangre es necesario para la purificación y la remisión de los pecados. Aunque en el AT existían «purificaciones» con agua, fuego, u ofrendas vegetales, como por ejemplo la purificación de la lepra y de la impureza legal (cfr. Lv 22, 6; Lv 14, 1 ss.), o del botín capturado a los idólatras (cfr. Nm 31, 22-23), de acuerdo con la Ley (cfr. Lv 17, 11) casi todo se purificaba con la sangre en cuanto que la aspersión o unción que el Sumo Sacerdote realizaba suponía la participación en el acto esencial del sacrificio: el derramamiento de la sangre.
Los judíos consideraban que el principio vital residía en la sangre, ya que ésta es condición necesaria para la vida del hombre. Vida y sangre casi se identificaban y por eso Dios, Señor de la vida, era también el único dueño de la sangre. De ahí la prohibición, en la Ley de Moisés, de comer alimentos con sangre: cuando se ofrecía un sacrificio, la sangre de la víctima era reservada a Yahwéh. Como buena parte de las purificaciones se realizaban a través de los sacrificios cruentos, se dice que «casi todo se purifica con sangre».
Por otro lado así como en el caso de las simples purificaciones la aspersión con sangre era la forma más perfecta de purificarse, pero no la única, cuando se trataba en cambio de alcanzar la «remisión» de los pecados, y no una simple purificación legal, el único medio era recurrir al sacrificio cruento. Por esto se había hecho común entre los rabinos la sentencia: «no hay expiación sino con sangre». Es cierto que en el AT se habla del perdón de los pecados con limosnas (cfr. Jn 4, 11; Jn 12, 9; Dn 4, 24), ayunos, oraciones y otras prácticas penitenciales, pero se trata de actitudes que manifiestan el arrepentimiento. Tales disposiciones hubieran quedado ineficaces si no hubieran sido acompañadas por el culto al Dios verdadero mediante sacrificios. De todos modos tanto los sacrificios cruentos como los sacrificios interiores (ayunos y penitencias), estaban orientados hacia el verdadero sacrificio: el derramamiento de la sangre de Cristo. Por lo tanto, el principio enunciado por los rabinos y que está en el trasfondo del v. 22 sólo encuentra su perfecta realización con el sacrificio de Cristo: sin el derramamiento de la sangre de Cristo no hay remisión de los pecados.
«A nosotros fue Cristo y no Moisés quien nos roció con la sangre, a través de las palabras que dijo: 'Ésta es la sangre del Nuevo Testamento para la remisión de los pecados'. Con estas palabras y no con hisopo untado en sangre, roció a todos. Antes el cuerpo se limpiaba por fuera, pues se trataba de una limpieza corporal. Ahora, en cambio, puesto que la limpieza es espiritual, penetra el alma y purifica, no sólo por aspersión sino como una fuente que brota en nuestras almas» (Hom. sobre Hb, 9).
El derramamiento de la sangre de Cristo se renueva de alguna forma en la administración de cualquier sacramento, pero sobre todo en la consagración eucarística en la cual el sacerdote repite las palabras de la institución: «Éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». Por eso la Iglesia, admirada por el poder del sacrificio de Cristo, canta al rememorar su Pasión: «Cumplidos seis lustros y llegado al fin de su vida mortal el Redentor se ofrece espontáneamente a la Pasión; como cordero que debe inmolarse es levantado sobre el madero de la Cruz. Le dan a beber hiel, mirad cómo languidece. Las espinas, los clavos, la lanza traspasaron su manso cuerpo. Manan agua y sangre. ¡En qué río son lavados la tierra, los astros, el mundo!» (Liturgia de las Horas, Himno de laudes del tiempo de Pasión).

Hb 9, 23-28. El hagiógrafo une en estos versículos varias consideraciones al hilo de la argumentación. Su pensamiento se centra en el parangón entre el Santuario, los sacrificios que se ofrecían en el Santuario del AT y el sacrificio de la Nueva Alianza. Era «necesario» que Cristo derramara su sangre para que los hombres alcanzaran la herencia eterna (Hb 9, 15), es decir, para que recibieran el perdón de los pecados (Hb 9, 14). Este derramamiento de sangre es también necesario para «consagrar» las cosas celestiales (Hb 9, 23). Los sacrificios del rito mosaico purificaban las cosas del antiguo santuario y, de alguna forma, indicaban el perdón de los pecados (Hb 9, 9-10). En cambio, el sacrificio de Cristo borra de verdad el pecado y nos abre el Cielo mismo, como nuevo Santuario (Hb 7, 25; Hb 9, 12). Pero el paralelismo no es perfecto, ya que los sacrificios antiguos eran muchos y se repetían para pedir perdón (Hb 9, 25). Al contrario, el sacrificio de Cristo es uno solo, porque tiene eficacia infinita (Hb 7, 27; Hb 9, 12). Además, mientras el Sumo Sacerdote ofrecía un sacrificio con sangre ajena, Cristo lo ofreció con su propia sangre. Por esto Cristo se ha ofrecido «una sola vez» (Hb 7, 28; Hb 9, 12.26.28) de modo semejante a como todo hombre debe morir una sola vez y ser sometido a juicio. Más aún, con su Sacrificio Cristo ha penetrado en el Cielo para siempre y no volverá ya a la tierra para renovar su Sacrificio. Sólo esperamos su segunda venida gloriosa al final de los tiempos.
Dos verdades se entrecruzan frecuentemente. La primera es que Cristo entró para siempre no en un templo hecho por el hombre, sino en el mismo Cielo (Hb 9, 24; Hb 7, 26; Hb 8, 1). La segunda es que Cristo nos permite también a nosotros llegar a la gloria, es decir, que su Sacrificio y su entrada en el Cielo hacen posible al hombre alcanzar su fin último.

Hb 9, 23. Parecería desprenderse del texto que el Santuario celestial, por analogía con el santuario mosaico, necesita también una purificación. Sin embargo, es imposible que las realidades celestiales tengan necesidad de purificarse de alguna mancha o imperfección. Por eso han sido muchas y muy variadas las interpretaciones de este pasaje, tratando de explicar en qué sentido se ha de entender esa purificación. Unos han visto bajo las «realidades celestiales» a la Iglesia militante, imagen de la Iglesia celestial pero todavía imperfecta y necesitada de purificación; otros a la Iglesia triunfante en el sentido de que debe purificar a los pecadores para poderles recibir en su seno y destruir los principios del mal. Santo Tomás interpretó el texto como la abolición de los impedimentos que hacían imposible la entrada en el Santuario. Los hombres deben ser purificados del pecado para entrar en el Cielo.
La expresión «realidades celestiales» parece aludir a la consagración o inauguración del Cielo -concebido como un santuario, donde tiene Dios su morada- con la sangre de Cristo. El antiguo santuario se inauguró y consagró con numerosísimos sacrificios cruentos (cfr. 1R 8, 62-64; 1M 4, 52-56). Sin el derramamiento de la sangre de Cristo no podría comenzar el culto en el «Santuario» celestial. Si el cristiano tiene acceso al Santuario que Cristo ha inaugurado, debe recordar que, por ser éste un santuario tan excelso y perfecto, no puede entrar en él con mancha o imperfección alguna. Por eso Dios ha establecido que las almas de los que han muerto en amistad con Él, pero no completamente limpias de pecados veniales, se purifiquen en el Purgatorio. «Efectivamente, la criatura racional no puede ser elevada a dicha visión, [beatífica], si no está totalmente purificada (…). Pero a veces acontece que tal purificación no se realiza totalmente en esta vida, permaneciendo el hombre deudor de la pena (…).
»Mas no por eso merece ser excluido totalmente del premio, porque pueden darse tales cosas sin pecado mortal, que es el único que quita la caridad (…). Luego es preciso que sean purgadas después de esta vida antes de alcanzar el premio final» (Suma contra los gentiles, IV, 91, 4).

Hb 9, 24. Jesucristo con su gloriosa Ascensión a los cielos culmina su sacrificio redentor y desde entonces intercede por nosotros como abogado en la presencia de Dios Padre (cfr. Hb 4, 14; Hb 7, 25; Hb 8, 1; Hb 9, 11-12). «¿Qué es esto que dice el Apóstol, que convenía que Cristo, después de haber padecido por nosotros, subiese a los cielos y se asentase a la diestra del Padre, para aparecer ante el rostro de Dios? ¿Qué es esto, Señor? Esto le quedaba por hacer por nosotros para que se ponga delante de la casa del Padre y le presente sus llagas y sus trabajos y le diga: 'Padre Eterno, si bien me queréis, quered bien a éstos míos que parí, que trabajé por ellos'» (Sermones, 31, lunes de Pentecostés).

Hb 9, 25-26. Entre el sacrificio de Cristo y los sacrificios de la Antigua Alianza existen numerosos puntos de contacto y una cierta continuidad, puesto que éstos eran una figura de aquél. Sin embargo, se dan también grandes diferencias: los sacrificios del culto mosaico eran muchos, el sacrificio de Cristo uno sólo; aquellos no tenían la misma virtud de perdonar los pecados, el sacrificio de Cristo sí; aquellos se repetían constantemente año tras año, el sacrificio de Cristo es «de una vez para siempre»; aquellos se hacían con sangre ajena, el de Cristo fue con el ofrecimiento de su propia sangre; aquellos pertenecían al tiempo de la espera y de la preparación, el sacrificio de Cristo inicia «la plenitud de los tiempos» (cfr. Mt 13, 40-49; Mt 24, 3; Mt 28, 20; 1Co 10, 11; Ga 4, 4; Ef 1, 10).
Sobre esta excelencia del sacrificio de Cristo frente a los de la Antigua Ley, se añade otra breve demostración, similar a la utilizada en Hb 8, 3-5: si el sacrificio de Cristo consiste fundamentalmente en su Pasión y ésta no tuviese eficacia para perdonar todos los pecados pasados, presentes y futuros, la Pasión de Cristo se hubiera tenido que repetir, pero esto sería absurdo, puesto que no se puede morir más que una sola vez. Por tanto, el sacrificio de Cristo, ofrecido de una vez para siempre, tiene una eficacia infinita.
La celebración del Sacrificio de la Misa no se opone por lo tanto a la eficacia y a la unicidad del sacrificio de Cristo, porque no se trata de un nuevo sacrificio cruento, una repetición numérica del sacrificio de la Cruz, sino de su renovación incruenta para aplicar su infinita eficacia. «Una sola y la misma es la víctima; el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que entonces se ofreció en la Cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso» (De SS. Missae Sacrificio, cap. 2), ya que el sacrificio del calvario fue cruento mientras que la Santa Misa es incruento. «De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima» (Mediator Dei, 20).
La Santa Misa, pues, recibe de la muerte de Cristo en la cruz toda su eficacia y la aplica en todos los tiempos y lugares.
«El augusto Sacramento del altar es tan insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que se derivan de la Cruz del Divino Redentor: Cuantas veces se celebra la memoria de este Sacrificio renuévase la obra de nuestra Redención (Missale Romanum, Dom 9 post Pent). Y esto, lejos de disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio Tridentino, su grandeza, y proclama su necesidad. Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Ga 6, 14); que Dios quiere la continuación de este Sacrificio desde donde sale el Sol hasta el ocaso (Ml 1, 11), para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Creador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la sangre del Redentor para borrar los pecados que ofenden a su justicia» (Mediator Dei, 21).

Hb 9, 27-28 En estos versículos se contemplan tres verdades fundamentales de la fe cristiana acerca de los novísimos: 1) el decreto inmutable de la muerte; 2) la existencia de un juicio inmediatamente siguiente a ella, y 3) la segunda venida gloriosa de Cristo.
«Sin relación con el pecado»: Esta frase significa que la segunda venida de Cristo o Parusía no será ya para redimir a los hombres de sus pecados, sino para dar la salvación, es decir, la gloria a los que esperaron en Él. Cristo vendrá a la tierra por segunda vez, pero no como redentor, ya que su sacrificio ha eliminado el pecado de una vez para siempre (cfr. v. 26) sino como juez universal. Sin embargo su venida «está establecida» con la misma necesidad que la muerte y el juicio. Se trata de tres verdades íntimamente relacionadas entre sí.
Aunque el hombre es mortal, sin embargo, después de la muerte sobrevive siempre un «elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo yo humano. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra 'alma', consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de a Tradición» (Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979).
El hombre, pues, está compuesto de alma espiritual e inmortal y de cuerpo corruptible. Dios, sin embargo, cuando concedió al hombre la gracia sobrenatural le dio también otros dones llamados preternaturales, entre ellos la inmortalidad corporal. La desobediencia de Adán llevó consigo, junto a la perdida de la amistad con Dios, la pérdida del don gratuito de la inmortalidad. Desde entonces la muerte es «el salario del pecado» (Rm 6, 23), y a esta decisión divina se refiere el texto al decir «está establecido» que los hombres mueran (cfr. Gn 3, 19.23; Rm 5, 12). El carácter penal de la muerte ha sido repetidas veces afirmado por la Iglesia al decir que la muerte «en el presente estado es infligida como justo castigo del pecado» y que la inmortalidad era «don gratuito y no condición natural», como enseña Pío VI en la Bula Auctorem fidei, prop. 1, 7. Los versículos 27-28 resultan una exhortación implícita a la vigilancia (cfr. también 1Co 7, 29; Si 14, 12; y Lumen gentium, 48).
A la muerte se une la necesidad de un juicio sobre nuestras acciones. Todos «han de dar cuenta de sus propios actos, y los que obraron bien, irán a la vida eterna; los que realizaron el mal, al fuego eterno» (Símbolo Atanasiano). Es ésta también una conclusión de la razón confirmada por la Palabra divina, porque el recto sentir moral de los hombres es consciente de que el bien merece ser premiado y el mal castigado, y que en esta vida no es posible cumplir perfectamente tal exigencia. Es difícil decir si Hb 9, 27 habla del juicio particular, que se realiza inmediatamente después de la muerte, o del juicio final, que tendrá lugar en el último día. Hay motivos para defender ambas interpretaciones ya que este juicio va unido por un lado a la muerte y por otro a la segunda venida de Cristo. Está claro, de todos modos, que es un juicio «personal»; un juicio, en el cual cada hombre será juzgado por Cristo (cfr. 2Co 5, 10; Rm 14, 10). La existencia de un juicio universal no excluye la certeza de un juicio particular, ya que la Iglesia en conformidad con la Sagrada Escritura, aunque espera la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor en el último día, la considera como una realidad distinta y separada en el tiempo con respecto a lo que acontece a los hombres inmediatamente después de la muerte (cfr. Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979).
El pensamiento de la muerte y del juicio, sin embargo, debe despertar no sólo el temor sino también la esperanza en Cristo ya que nuestro Señor vendrá por segunda vez para manifestarse como juez misericordioso «a los que esperan para su salvación».
Los cristianos viven, pues, entre la gozosa espera del establecimiento del Reino de Dios, el cual anhelan con todas sus fuerzas, y el deseo de aprovechar todo el tiempo de esta vida. «La intensa solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegrías y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en Él, su único Salvador. Pero esta actitud nunca podrá comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo ni que disminuya el ardor de la espera de su Señor y del Reino eterno» (Credo del Pueblo de Dios).

Hb 10, 1. El autor sagrado compara de nuevo los sacrificios del Antiguo Testamento con el sacrificio de Cristo (cfr. Hb 7, 27; Hb 9, 9-10.12-13), considerándolos ahora bajo el aspecto de su eficacia
La Ley es «sombra». Con esta palabra se quiere significar algo sin consistencia. Es un término que se utilizaba en el lenguaje de los pintores para indicar el primer esbozo de un cuadro, el dibujo apenas trazado sobre el que luego se aplican los colores. Así, la Antigua Ley en relación con el Nuevo Testamento es como el primer esbozo respecto del cuadro terminado. Sin embargo, al llamar «imagen de la realidad» al Nuevo Testamento, se deja entrever que la Nueva Alianza no es todavía la posesión de los bienes futuros, sino un cierto anticipo, una imagen de ellos. No obstante es imagen verdadera, fiel, en cuanto que la nueva Ley tiene ya el poder de perdonar los pecados y de unir por la caridad a los hombres con Dios. «La nueva Ley -dice Santo Tomás- representa los bienes futuros con más claridad que la Antigua. En primer lugar porque en las palabras del Nuevo Testamento se mencionan expresamente los bienes futuros y la promesa, mientras que en el Antiguo solamente se hace referencia a los bienes carnales. En segundo lugar porque la fuerza del Nuevo Testamento radica en la caridad, que es la plenitud de la Ley. Y esta caridad aunque sea imperfecta, en razón de la fe a la que va unida, es semejante a la caridad del Cielo. Por eso se llama a la nueva ley la 'ley del amor'. Y también por eso se llama imagen, porque tiene la expresa semejanza de los bienes futuros» (Comentario sobre Hb, ad loc.). Por otro lado la imagen coincide, al menos en parte, con la realidad, como, por ejemplo, Cristo mismo es imagen de Dios. Por eso «en Cristo se poseen ya, de modo estable, esos bienes celestiales: los presentes y los futuros a la vez» (Hom. sobre Hb, ad loc.).

Hb 10, 2-4. Estos versículos repiten y completan lo que se dice en el v. 1 y en Hb 9, 12-13. «Decidme, pues, para qué multiplicar las víctimas y los sacrificios cuando una sola víctima hubiera podido ser suficiente para expiar los pecados (…). Multiplicar los sacrificios equivalía a atestiguar que los judíos tenían necesidad de expiar sus pecados más que de haber encontrado el perdón; era como comprobar la ineficacia de aquellas víctimas más que su poder» (Hom. sobre Hb, 17). La razón última de esta ineficacia se explica con una afirmación tajante: «Es imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados» (v. 4). Hay un eco de aquellos anuncios proféticos que recordaban que la verdadera purificación no se debía a las prácticas externas sino a la conversión del corazón (cfr. Jr 2, 22; Jr 4, 14; Jr 11, 15; Mi 6, 7-8; Sal 51, 18-19; etc.).
Sin embargo, los sacerdotes del NT, ¿no renuevan cada día en la Santa Misa el sacrificio de Jesús? Responde el Crisóstomo: «Sí, cierto, pero no porque consideremos el primer sacrificio, el de Cristo, ineficaz, impotente. Nosotros, los sacerdotes, lo repetimos en conmemoración de su muerte. Nosotros no tenemos más que una sola Víctima, Cristo, y no muchas (…). No hay sino un solo y mismo sacrificio (…), un Cristo todo entero aquí como allá, como en todos los lugares: el mismo Cuerpo sobre todos los altares. Así como Jesucristo, aunque ofrecido en distintos lugares, no tiene sino un solo cuerpo, asimismo en todos los lugares no hay sino un solo sacrificio (…). Nuestra realidad es una conmemoración del ofrecimiento de Cristo, porque en la Cena dijo: 'Haced esto en memoria mía'. Por tanto, nosotros no ofrecemos, como el sumo sacerdote de la Ley, otra víctima: no es otro sacrificio, es siempre el mismo» (Hom. sobre Hb, 17). La Santa Misa es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley.
La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de los sacramentos
(Es Cristo que pasa, nn. 86-87).

Hb 10, 5-10. Se recoge aquí una cita del Sal 40, 7-8, pero no del texto hebreo, sino de la traducción griega de los LXX. Allí donde el texto hebreo dice «me abriste mis oídos», la versión griega lee «un cuerpo me preparaste». La diferencia entre ambas no es sustancial, porque la expresión hebrea quiere indicar la docilidad y la obediencia del que pronuncia esas palabras, que es el mismo Mesías. Por su parte el texto griego ha querido dar un alcance más general a la expresión: Dios no sólo ha abierto los oídos al Mesías sino que le ha dado vida como hombre (cfr. Ex 21, 6; Dt 15, 17; Flp 2, 7). Las palabras de este Salmo «nos hacen como penetrar en los abismos insondables de este abajamiento del Verbo, de este humillarse por amor de los hombres hasta la muerte de Cruz (…) ¿Por qué esta obediencia, por qué este abajamiento, por qué este sufrimiento? Nos responde el Credo: 'Propter nos homines et propter nostram salutem: por nosotros los hombres y por nuestra salvación' Jesús bajó del cielo para hacer subir allá arriba con pleno derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado (…). Acojámosle. Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad» (Audiencia general Juan Pablo II, 25-III-1981).
El autor de la carta desarrolla el texto del Salmo para afirmar que el sacrificio del Mesías es superior a los sacrificios de la Antigua Ley, tanto a los cruentos como a los incruentos, tanto a los holocaustos como a los sacrificios expiatorios por el pecado, como se les denominaba litúrgicamente (cfr. Lv 5, 6; Lv 7, 27). El sacrificio de Cristo que «ha entrado en el mundo» ha sustituido los sacrificios antiguos de todo tipo. Su sacrificio consistió en cumplir perfectamente la voluntad de su Padre (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 8, 29; Jn 14, 31), aunque le exigiera dar su vida hasta morir en el Calvario (Mt 26, 42; Jn 10, 18; Hb 5, 7-9). Cristo «ha entrado en el mundo» para ofrecerse a Sí mismo a las penas y a la muerte por el rescate del mundo. «Sabía que todos los sacrificios de los machos cabríos y de los toros ofrecidos a Dios en la antigüedad no habían podido satisfacer por las culpas de los hombres, sino que se necesitaba una persona divina que pudiera hacerlo por ellos (…). Padre mío (dijo Jesucristo), todas las víctimas a vos ofrecidas hasta ahora no bastan ni bastarán para satisfacer vuestra justicia; me disteis un cuerpo pasible para que con la efusión de mi sangre os aplaque y salve a los hombres: 'ecce venio, heme pronto'; todo lo acepto y en todo me someto a vuestro querer. La parte inferior de su humanidad experimentaba, naturalmente, repugnancia y rehusaba vivir y morir entre tanta pena y oprobio, pero venció la parte racional, que estaba por completo subordinada a la voluntad del Padre, y aceptó todo, comenzando Jesús a padecer, desde aquel punto, todas las angustias y dolores que sufriría en los años de su vida. Así obró nuestro divino Redentor desde los primeros instantes de su entrada en el mundo. Y ¿cómo nos hemos portado nosotros con Jesús desde que, llegados al uso de razón, comenzamos a conocer con la luz de la fe los sagrados misterios de la redención?» (Meditaciones para el Adviento, II, 5).
En el texto del Salmo se habla del «comienzo del libro» (literalmente en hebreo: «En el rollo del libro») y podría referirse tanto a un libro concreto como en general a todo el Antiguo Testamento (cfr. Lc 24, 27; Jn 5, 39.46.47).

Hb 10, 11-14. Para mostrar la eficacia universal del sacrificio de Cristo, se repite la misma enseñanza expuesta ya en distintos lugares (Hb 8, 5; Hb 9, 9-10.12-13.25; Hb 10, 1-4). Sin embargo, ahora se desarrolla la argumentación comparando la actitud de los sacerdotes hebreos con la de Cristo. Aquellos, en efecto, tenían que estar de pie en la presencia de Yahwéh, ofreciendo una y otra vez las víctimas. Estar erguido era la postura propia del servidor y es también la del que trabaja. En este caso se hace referencia a los sacerdotes del AT que en una actividad incesante repetían, cada día, los mismos gestos y ofrecían los mismos sacrificios. Por contraste, Cristo, como se afirma en el Sal 110, 1, después de su Ascensión está sentado a la diestra de Dios Padre (cfr. nota a Mc 16, 19 y Hb 1, 3). Además de la idea de reposo y descanso, estar sentado equivalía a recibir la investidura real o el ejercicio de un poder (cfr. Hb 7, 26; Hb 8, 1). Al mismo tiempo a la derecha del rey se solía sentar su primer ministro o el heredero, como manifestación de dignidad singular (cfr. Mt 26, 24; Mc 14, 62; Lc 22, 69; cabe recordar que David tenía su tienda levantada a la derecha del Tabernáculo: cfr. 2S 7, 18). En definitiva, por la eficacia de su único sacrificio, Cristo ha tomado eterna posesión de la gloria, ha merecido una dignidad real y espera solamente el sometimiento de todos sus enemigos (cfr. 1Co 15, 25-28). Y es de tal eficacia este sacrificio que los fieles que participan en él, «los que son santificados», alcanzan la perfección: el perdón de los pecados, la pureza de conciencia y el acceso y la unión con Dios. En otras palabras, la santidad deriva del sacrificio del Calvario.

Hb 10, 15-18. La última prueba de la superioridad del sacrificio de Cristo en orden a la remisión de los pecados se apoya en el pasaje de Jr 31, 33-34, ya citado anteriormente (cfr. Hb 8, 10-12). Se insiste en el carácter espiritual de la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo, que se graba en el corazón y en el entendimiento de los hombres. Y se subrayan los efectos de esta Alianza: el perdón de los pecados por parte de Dios.

Hb 10, 19-21. En la epístola se entrelazan constantemente los aspectos dogmáticos y morales; estos últimos dan pie a frecuentes exhortaciones dirigidas sobre todo a mantener la esperanza y la fidelidad. Concluidas las reflexiones dogmáticas sobre el sacerdocio de Cristo, comienza ahora la parte moral: el cristiano debe confiar en la eficacia del sacrificio de Cristo y unirse a su sacerdocio por la fe, la esperanza y la caridad. Esa confianza se apoya en tres motivos: el valor redentor de la sangre de Jesús, el acceso a la gloria que significa su entrada en el santuario del Cielo y la entronización de Cristo a la derecha del Padre. La efusión de la sangre de Cristo proporciona al creyente la confianza absoluta de que entrará en la Gloria, porque el acceso al Cielo se ha hecho posible merced al misterio Pascual de Cristo, es decir, de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Traducimos por «camino reciente y vivo», el sintagma original griego que literalmente diría: «camino recién sacrificado y vivo». Ésta es una expresión metafórica para indicar que Cristo es un camino, y que este camino ha sido abierto recientemente, ha sido sacrificado y está vivo. Hay, pues, una personificación del camino que recuerda las palabras de Jesucristo cuando se define a Sí mismo como «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). A la vez se está haciendo una alusión al sacrificio de Cristo y a su incorrupción y eternidad (cfr. Hb 7, 25).
El Catecismo Romano al referirse a los bienes que nos consiguió la Pasión de Cristo y, en concreto, a cómo nos abrió las puertas del Cielo, cerradas por el pecado del género humano, comenta: «No faltó en la Ley Antigua cierta figura e imagen de este misterio; porque aquellos homicidas a los que estaba prohibido volver a su patria antes de la muerte del Sumo Sacerdote (cfr. Nm 35, 25) eran figura de que para nadie, aunque hubiese vivido piadosa y justamente, estaba abierta la entrada a la patria celeste, antes de morir el Sumo y eterno Sacerdote Jesucristo. Pero nada más morir Él, se franquearon las puertas del Cielo a los que, purificados con los sacramentos y adornados de fe, esperanza y caridad, se hacen participantes de su Pasión» (Catecismo Romano, I, 5, 14).
Al decir que la carne de Cristo es «velo» no sólo se recuerda el velo del Templo que separaba el «Sancta Sanctorum» del resto del Santuario, sino que se afirma que la más honda realidad de Cristo es su Divinidad, en la que el cristiano debe creer, aunque sin separarla nunca de su Humanidad. La Humanidad de Cristo es al mismo tiempo «camino» porque revela su Divinidad, y es «velo» porque la oculta. «Así como el sacerdote (de la Antigua Ley) entraba en el Sancta Sanctorum, así, si queremos entrar en la santa gloria, es necesario entrar por la carne de Cristo, que fue el velo de su Divinidad (…). Pues no basta la fe en el único Dios si no se tiene fe en la Encarnación» (Comentario sobre Hb, ad loc.).

Hb 10, 22-25. La epístola exhorta ahora a la limpieza de corazón, a la firmeza en la fe y a la caridad mutua.
Habla de un corazón puro recordando la pureza que nos da el agua bautismal. El cristiano debe mantener la misma fe que ha recibido y profesado en el Bautismo y la pureza que en él se le ha dado. Para ello los bautizados cuentan con los auxilios que proporciona la Iglesia y la gracia que Dios da para perseverar. Y, como manifiesta el Concilio Vaticano I, a los que han recibido la luz de la fe «Dios no les abandona, si no es abandonado. Por eso no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dei Filius, cap. 3).
Junto a la exhortación a vivir fielmente las tres virtudes teologales encontramos también en este pasaje una llamada a perseverar en las «reuniones». Tenemos testimonios de que los primeros cristianos debían acudir a reuniones cotidianas o semanales (cfr. Hch 2, 46; Hch 20, 7) que, como aquí se señala, algunos abandonaban o por negligencia o por preferir la oración privada a la pública, o por temor de manifestar su condición de cristianos. Ya en el judaísmo se insistía con mucha fuerza en el deber de participar en las reuniones de la sinagoga. Las reuniones de las que habla el texto, ya hagan referencia a la celebración de la Santa Misa, o bien a la explicación de la doctrina apostólica, tenían una clara orientación escatológica fomentando el deseo de la venida del Señor (cfr. 1Ts 5, 4; 1Co 3, 13; Rm 13, 12; Flp 4, 5; St 5, 8; 1P 4, 7). La insistencia del autor sagrado en la necesidad de asistir a las reuniones recuerda aquella otra exhortación que se remonta a la enseñanza de la primitiva Iglesia: «Ya que sois miembros de Cristo, no os queráis separar de la Iglesia faltando a la reunión; teniendo a Cristo Cabeza presente y en comunicación con vosotros, de acuerdo con su promesa, no os tengáis en poco a vosotros mismos ni queráis separar al Salvador de sus miembros, ni dividir ni espaciar su Cuerpo, ni preferir las necesidades de vuestra vida a la Palabra de Dios; por el contrario, el domingo dejadlo todo y acudid a la Iglesia» (Didascalia Apostolorum). La Iglesia apoyada en esta tradición apostólica ha determinado la grave obligación de asistir a la Santa Misa los domingos (cfr. Código de Derecho Canónico, can., 1247). «En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer con viva esperanza por la resurrección de Cristo de entre los muertos (1P 1, 3)» (Sacrosanctum concilium, 106).
Los fieles cristianos cumplen también así -mediante la escucha y meditación de la Palabra de Dios- con el deber igualmente grave de recibir formación doctrinal.

Hb 10, 26-31. No se trata de afirmar que algunos pecados no pueden ser perdonados (cfr. Hb 6, 4-6), como dijeron los antiguos rigoristas. La Iglesia ha recibido de su divino Redentor el poder de perdonar todos los pecados por graves que sean (cfr. Mt 18, 18; Jn 20, 18-20). El Papa San Gelasio I explicaba a este respecto: «Ningún pecado hay, en efecto, por cuyo perdón no ore la Iglesia, o del que, por la potestad que le fue divinamente concedida, no pueda absolver a quienes de él se aparten, o perdonárselo a los penitentes; pues fue a ella a quien se dijo: 'Cuanto perdonareis sobre la tierra…' (cfr. Jn 20, 23); 'cuanto desatareis sobre la tierra, será desatado en el Cielo' (Mt 18, 18). En la palabra 'cuanto' entra todo, por grandes que sean y cualesquiera que sean los pecados. Y, no obstante, es verdadera la sentencia que proclama que nunca ha de ser perdonado el que persiste en seguir cometiendo los pecados, pero no el que después se arrepiente de ellos» (Ne forte, n. 5). La carta habla de los pecados «voluntarios», los pecados hechos no sólo con advertencia y consentimiento sino con malicia. Es decir, los pecados plenamente deliberados, que corresponden a los que el AT llama «con insolencia» (cfr. Dt 17, 12; Dt 18, 22). Estos pecados por ser pertinaces no dejan prácticamente esperanza de arrepentimiento. Son parecidos a lo que en el Evangelio se llama blasfemia contra el Espíritu Santo (cfr. Mt 12, 33 y nota). «La 'blasfemia' no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel convencimiento de que es un pecador, convencimiento que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la 'venida' del Paráclito: aquella 'venida' que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que 'purifica de las obras muertas nuestra conciencia'» (Dominum et Vivificantem, 46).
En concreto, el Apóstol parece que se está refiriendo aquí a los cristianos apóstatas que ya recibieron «el conocimiento de la verdad», palabras que podrían indicar la instrucción anterior al Bautismo y a la recepción de la Eucaristía. Para ellos ningún elemento del sacrificio redentor puede ser ya útil, puesto que su voluntad lo rechaza explícitamente. No queda, pues, sino la perspectiva de la condenación en el juicio divino y el castigo del fuego, como ya se había manifestado contra los rebeldes Coré, Datán y Abirón (cfr. Nm 16, 16-35). Por otro lado el castigo del fuego es anunciado muchas veces en los profetas como un elemento de la justicia divina en el día de Yahwéh (cfr. Is 66, 24; Is 26, 11; Gn 19, 24; Sb 3, 8; Dt 4, 23-24). El fuego aquí no indica solamente el furor de la ira divina, sino que hace referencia a los tormentos eternos (cfr. Mc 9, 47-49; Ap 11, 5).
Para subrayar la gravedad del pecado de apostasía, que corresponde a un ultraje hecho contra el Espíritu Santo, a una profanación del sacrificio redentor de Cristo y a un desprecio del mismo Hijo de Dios, se recuerda que en la Ley de Moisés había algunos pecados que, por el testimonio de dos o tres (cfr. Dt 19, 15-21), debían ser castigados con la muerte. Era el caso, por ejemplo, de los pecados deliberados plenamente conscientes y escandalosos (cfr. Nm 15, 30-31), las blasfemias (cfr. Lv 24, 13-16), el adulterio, el incesto, la sodomía, la bestialidad, el homicidio voluntario, la idolatría y la profecía en nombre de otros dioses. Si los pecadores que cometían esto no merecían «remisión», mucho menos la merecen los apóstatas pertinaces.
Para algunos autores se estaría también afirmando que no hay un segundo bautismo, en contra de lo que sostenían algunos herejes.

Hb 10, 31. El versículo concluye todo un pasaje que quiere inspirar horror al pecado grave deliberado y exhortar al santo temor de Dios. Este temor incluye en primer lugar un cierto miedo a los castigos eternos y la vergüenza por la fealdad moral del pecado, que son elementos característicos de la atrición. Pero puede encerrar, además, otras disposiciones de ánimo que son propias de la contrición, en cuanto que el motivo del temor es la ofensa hecha a Cristo, que sufrió por amor nuestro. Así, el amor se une al temor, porque el verdadero temor es el filial, el del hijo que teme ofender a su padre. El dolor por haber ofendido al Padre celestial es una de las grandes novedades de la ley de Cristo.
«Dos son los motivos que estimulan al hombre a practicar el bien y lo alejan del mal. El primero es el temor. La primera razón por la que comienza uno a evitar el pecado, es ante todo el pensamiento de las penas del infierno y el juicio final (…). Es cierto que quien se abstiene de pecar únicamente por miedo no es justo, pero por ahí empieza su justificación. Ésta es la manera propia de la Ley de Moisés para apartar del mal e inducir al bien (…). Pero tal procedimiento, el del temor, resulta insuficiente; e insuficiente fue la Ley promulgada por Moisés, que se apoyaba en ese temor para atajar el mal; aunque impidiera la ejecución, no lograba contener las intenciones. Hay, sin embargo, otra manera de apartar del mal e inducir al bien: el camino del amor. Es el que sigue la ley de Cristo, esto es, la ley del Evangelio, que es ley de amor» (In duo praecepta, I).
'Timor, Domini sanctus'. -Santo es el temor de Dios. -Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano (Camino, 435).

Hb 10, 32-34. El cristiano está llamado a compartir la persecución que Cristo sufrió. «No es el discípulo más que el maestro» dijo el Señor (cfr. Mt 10, 22-25; Lc 12, 11-12; Jn 15, 18), que había anunciado a todos que quien deseara seguirle debía llevar a cuestas su cruz (cfr. Mt 10, 38; Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23; Lc 14, 27). Estas palabras del Salvador se cumplieron desde los comienzos. En el libro de los Hechos se narran las persecuciones del Sanedrín contra los Apóstoles, de algunos judíos contra Esteban, de Herodes contra Santiago y Pedro, etc. Los primeros cristianos soportaron animosamente estas tribulaciones, sirviéndose incluso de ellas para extender la fe, por Samaría en primer lugar, luego en Antioquía y más tarde por todo el Imperio Romano. El texto alude a la valentía de los primeros hermanos en la fe. Al mismo tiempo tiene tal vez presente las duras persecuciones promovidas por Nerón después del incendio de Roma. Por ello, los destinatarios, y todos los cristianos en general, deben mantener intacta la fe bautismal propia de los «recién iluminados», es decir, de los neófitos. Con este fin vale la pena que vuelvan con el pensamiento y la meditación a los comienzos de su vocación cristiana («acordaos de los días primeros…»). Deben actuar como los que compiten y luchan en público sin temor a ser motivo de espectáculo (cfr. 1Co 4, 9).
Sin duda los padecimientos de los cristianos que provenían del judaísmo eran muy duros.
Estaban sometidos a «calumnias» y «vejaciones», palabras que literalmente indican afrentas, insultos, escarnios y los sufrimientos característicos de la persecución religiosa: confiscación de bienes, encarcelamiento e incluso la flagelación y otras torturas. Estos primeros hermanos en la fe no sólo supieron soportar estas tribulaciones, sino que además manifestaron su unión y su caridad, compartiendo con generosidad los sufrimientos de los que habían sido encarcelados.
Por otro lado, las mismas persecuciones tuvieron un efecto muy beneficioso (cfr. 1P 1, 6-9; St 1, 3-4), porque ayudaron a los que las sufrían a vivir el desprendimiento de los bienes materiales y el deseo de la recompensa divina. De igual modo el cristiano tiene en todo tiempo que afrontar con valentía y sin quejarse las dificultades y contradicciones que se presenten en la vida. ¿Estás sufriendo una gran tribulación? -¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril:
'Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. -Amén'.
Yo te aseguro que alcanzarás la paz
(Camino, 691).

Hb 10, 35-39. La «confianza», que se menciona en el v. 35, corresponde a un vocablo griego que indica la libertad y franqueza confiada con que una persona habla con un buen amigo y con Dios.
Frente a las persecuciones el autor sagrado renueva su exhortación a la perseverancia. San Juan Crisóstomo compara la situación de los cristianos a los que va dirigida la carta, a la de un atleta que después de haber ganado la competición espera sólo que el que preside los juegos le conceda la corona: «De ahora en adelante ya no hay más combate, basta que perseveréis en el mérito que habéis ganado para no perder el de vuestro triunfo (…).Ya no hay que combatir, sólo hace falta perseverar. Con sólo esperar lograréis vuestra corona; para alcanzarla habéis sufrido todo: luchas, cadenas, dolores, pérdida de bienes. ¿Qué más hubierais podido hacer? Lo único que os queda es esperar con paciencia el premio. Si se retrasa no se trata más que de un momento» (Hom. sobre Hb, ad loc.).
Aquí la paciencia, como comenta Santo Tomás, indica dos cosas: la virtud para mantener la fidelidad en medio de las persecuciones y la grandeza de ánimo de quien está seguro de recibir unos bienes que todavía no tiene (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). La exhortación a perseverar se apoya en dos citas de la Sagrada Escritura. La primera, de Is 26, 20, recuerda que Dios juzgará a los impíos dentro de poco tiempo. La segunda, de Ha 2, 4, citada otras veces por San Pablo (cfr. Rm 1, 17; Ga 3, 11), anuncia la venida de la liberación del pueblo de Israel. El texto sagrado profetizaba propiamente que aquellos judíos que hubieran quedado fieles a Dios habrían escapado a la cautividad de Babilonia y habrían mantenido la vida. Movido por el Espíritu Santo el autor afirma que el antiguo vaticinio se ha cumplido en Cristo que es «el que viene», es decir, el que ha de venir por segunda vez. Así pues, el cristiano debe perseverar con entereza en esta espera gozosa: «Mantente firme como un yunque golpeado por el martillo. A un gran atleta corresponde vencer a pesar de los golpes. Sobre todo soportándolo por Dios, para que Él también nos soporte» (Carta a Policarpo, III, 1).

Hb 11, 1. Aunque el texto no pretende definir rigurosamente la fe, de hecho describe muy claramente la esencia de esta virtud, relacionándola con la esperanza de los bienes futuros y con la certeza acerca de las verdades sobrenaturales. Por medio de la fe el creyente adquiere una certeza firme respecto a las promesas divinas y una posesión anticipada de los bienes celestiales. La traducción latina, con la palabra substantia, alude a la firmeza del apoyo de la fe porque substantia quiere decir literalmente «lo que está debajo».
Estas palabras indican que la fe, que es una forma de conocimiento, se distingue de los demás modos del conocer humano. En efecto, el hombre conoce por evidencia directa, por demostración racional o por el testimonio de otra persona. En este último caso podemos distinguir entre una fe humana, cuando el testimonio es de otro hombre (como en el caso de un alumno ante su maestro o de un niño que aprende de sus padres), y una fe sobrenatural, cuando el testimonio viene del mismo Dios, que es la Verdad Suprema. Por eso la certeza que da la fe es máxima.
Sin embargo, el objeto de la fe sobrenatural, que es Dios y los decretos eternos de su voluntad, ni es para el hombre algo evidente ni puede ser alcanzado con la sola razón. Por eso es necesario que Dios mismo sea el testigo de su revelación. Así que la fe es firme certeza, pero de cosas que no son evidentes, que no se ven, pero que se pueden esperar.
La fe es llamada también «prueba» de lo que no se ve. Como prueba, es decir, como demostración de unas verdades, se distingue de la opinión, de la sospecha, y de la duda, en las que no hay una absoluta seguridad. Y al decir que es de lo que no se ve, se distingue de la ciencia y del conocimiento intuitivo que hacen ver una cosa (cfr. S.Th. II-II, q. 4, a. 1).
Resumiendo podemos decir: «Cuando Dios revela -como enseña el Concilio Vaticano I-, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad. La Iglesia católica profesa que esta fe es el principio de la salvación humana y una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de Dios, creemos que lo que Dios ha revelado es verdadero, no por la verdad intrínseca de las cosas, captada por la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, y no puede engañarse ni engañarnos» (Dei Filius, cap. 3).
Es característico, pues, de la fe que nos mantenga siempre entre la certeza y la no-evidencia. Por eso para creer hay que querer creer, y el acto de fe es siempre libre y meritorio. Sin embargo, la fe puede, con la ayuda de Dios, transformarse en una certeza firmísima superior a cualquier demostración. «Esta fe -comenta San Juan de Ávila-, no está arrimada a razones ni motivos, cualesquiera que se puedan traer; porque quien por aquellos cree, no cree de tal manera que su entendimiento quede persuadido, sin quedarle alguna duda o escrúpulo. Mas la fe que Dios infunde está arrimada a la Verdad divina, y hace creer con mayor firmeza que si lo viese con sus propios ojos, y tocase con sus propias manos, y con mayor certidumbre que la que tiene de que cuatro son más que tres, o de otra cosa de éstas, que las ve el entendimiento con tanta claridad, que ni tiene escrúpulo, ni las puede dudar aunque quiera» (Audi, filia, cap. 43).
La fe infundida por Dios es necesariamente el punto de partida de la esperanza y de la caridad: es lo que se suele llamar «fe viva».
Cuando se vive de esta fe es fácil descubrir que las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) se implican mutuamente. La fe y la esperanza hacen que el hombre se una a Dios como principio del que proceden todos los bienes; la caridad nos une a Dios directamente, con afecto amoroso, por ser Dios el Bien por excelencia. La fe es como el primer escalón: creemos, en efecto, que es verdadero lo que nos dice. Nos unimos luego a Él por la esperanza, en cuanto que es principio para nosotros de una perfecta bondad, es decir, en cuanto que nos apoyamos en la ayuda divina para obtener la bienaventuranza. El término de este proceso es la caridad, que nos mueve a la posesión eterna de Dios, Sumo Bien. Es evidente que la fe causa la esperanza. Crezcamos en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen (Hb 11, 1). Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor (Amigos de Dios, 220).
Si la esperanza en general es el convencimiento de poder alcanzar un bien futuro, posible y arduo, la esperanza teologal es la convicción de poder llegar a la bienaventuranza eterna con la ayuda de Dios. Y precisamente la fe nos da la certeza de estas dos últimas verdades: que nuestro fin es la bienaventuranza y que Dios quiere ayudarnos a conseguirla (cfr. S.Th. II-II, q. 17, aa. 5 y 7). Por tanto, nada puede desanimarnos en este camino hacia el fin último, porque nos apoyamos en «tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso» (Juan Pablo I, Alocución, 20-IX-1978).

Hb 11, 3. La creación del mundo o de «los siglos» a partir de la nada constituye uno de los primeros artículos de la fe. El texto recuerda de algún modo el final del v. 1 («prueba de las que no se ven»), puesto que por la fe se demuestra lo invisible; por eso conocemos el origen de todas las criaturas y descubrimos a Dios a partir de las cosas visibles.
La segunda parte del versículo presenta cierta ambigüedad. La traducción literal del texto griego sería «lo que se ve no procede de las cosas visibles». La Neovulgata, al traducir interpreta esta expresión como si fuera que «las cosas visibles se han hecho de las invisibles». Pero nos parece más precisa nuestra traducción al utilizar el singular «lo invisible» en lugar del plural «las cosas invisibles». El término «invisible» puede referirse a las «ideas ejemplares», presentes en la mente divina desde toda la eternidad, o a la misma esencia de Dios, que conforme al lenguaje de los rabinos de aquel tiempo, era denominado lo «Invisible» o lo «No engendrado», en oposición a este mundo visible y creado
En definitiva se subraya la importancia de la fe en Dios creador y en la creación a partir de la nada. Esta verdad se confiesa en todos los símbolos de fe y ha sido definida muchas veces por el Magisterio de la Iglesia (cfr., entre otros, Conc. Lateranense IV; Conc. Vaticano I). «Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles -como es este mundo en el que pasamos nuestra breve vida- y de las cosas invisibles -como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles-» (Credo del Pueblo de Dios, n. 8).

Hb 11, 4. El libro del Génesis (Hb 4, 3-5) nos narra que Caín y Abel, los hijos de Adán y Eva, ofrecieron su oblación a Yahwéh. Dios miró con agrado la oblación de Abel y no la de Caín. El pensamiento judío consideró muchas veces que las palabras de Dios a Caín: «¿Por qué te has irritado y por qué ha decaído tu semblante? ¿No lo alzarías, acaso si obraras bien? Pero si no obras bien, el pecado acechará a la puerta» (Gn 4, 6-7) indican que el pecado de Caín podía consistir en la cicatería en el sacrificio, por no haber ofrecido lo mejor de sus primicias. A este pecado se añadiría también la envidia hacia Abel (Sb 10, 3 habla de la iniquidad de Caín y de su odio fratricida). Frente a Caín, prototipo del hombre envidioso, egoísta, violento y homicida la literatura judía ensalzó a Abel como ejemplo de generosidad, rectitud y piedad.
Sobre este trasfondo de la religiosidad judía hay que colocar las palabras de Jesús (Mt 23, 25) y de San Juan (1Jn 3, 12) que afirman de Abel que fue «justo», es decir, santo y piadoso. El texto de Hebreos pone de relieve que lo que hace mejor la ofrenda de Abel es precisamente su fe, su entrega, su generosidad. Por esto Dios le rindió testimonio de que era justo, mirando con agrado sus víctimas y tal vez -según una antigua tradición oral judía- enviando fuego para quemarlas. Ya que «miró más al mismo oferente que a su ofrenda, porque la oblación es aceptada en virtud de la bondad del oferente, cuando no se trata de un sacramento», como dice Santo Tomás (Comentario sobre Hb, ad loc.). Por esto el texto dice literalmente que «Dios mismo le rindió testimonio sobre sus ofrendas», como si sobreentendiera que «bajó» o que «envió fuego» para que las consumiera (cfr. el famoso sacrificio de Elías en 1R 18, 38; el sacrificio de Moisés y Aarón en Lv 9, 24 y el sacrificio de Gedeón en Jc 6, 21).
«Por la fe, aun después de muerto, todavía habla»: Al decir esto se evoca el pasaje del Génesis en el cual Dios declara a Caín que «la voz de la sangre de tu hermano clama a Mí desde la tierra» (Gn 4, 10). Abel es testigo, «mártir», de Dios, porque confiesa con su fe, su sacrificio y su generosidad las grandezas divinas. «Llevando a otros hacia la virtud, Abel habla elocuentemente. Un discurso tendrá siempre menos efecto que este martirio. Así como el cielo nos habla con sólo abrírsenos, de igual modo este gran santo nos exhorta ya solamente con insinuarse en nuestro recuerdo» (Hom. sobre Hb, 2).
Es bello considerar que el primer testimonio de fe en favor de Dios fue dado ya por un hijo de Adán y Eva y por medio de un sacrificio. Se explica, por tanto, que los Padres vieran en Abel una figura de Cristo: por ser pastor, por ofrecer un sacrificio agradable a Dios, por derramar su sangre, por ser «mártir de la fe».
La Liturgia, al renovar el Sacrificio de Cristo, pide a Dios que mire con mirada serena y bondadosa sobre las Ofrendas del Señor, así como miró sobre las ofrendas del «justo Abel» (cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I).

Hb 11, 5. También acerca de Henoc, uno de los patriarcas anteriores al diluvio, se desarrolló en el judaísmo una amplia tradición, debido a que el Libro del Génesis en lugar del habitual «murió» que se repite de todos los patriarcas, dice de él que «caminó en compañía de Elohim y Elohim le tomó consigo» (cfr. Gn 5, 21-24). Esto hizo pensar que Henoc no murió y que, por lo tanto, estaba en la presencia de Dios preparando la venida del Mesías liberador, de quien tenía que ser uno de los precursores, junto con Elías, del que tampoco se dice que muriera. La traducción griega del AT, llamada «de los LXX», amplía un poco el texto hebreo de Gn 5, 23, diciendo que Henoc «agradó a Dios y no fue hallado porque Dios lo había trasladado». Por otro lado el Libro del Eclesiástico lo menciona con gran respeto proponiéndolo como ejemplo para todas las generaciones, diciendo que «agradó al Señor y fue trasladado» (Si 44, 16); y en otro lugar añade: «Nadie fue creado sobre la tierra semejante a Henoc» (Si 49, 14). En la literatura apócrifa judía la figura de Henoc adquirió un notable relieve y se le atribuyó un profundo conocimiento de las leyes de los astros, o una serie de fantasiosas empresas para preparar la venida del Mesías. Por esto se difundió la creencia de que Henoc volvería a la tierra antes de la venida del Ungido.
La Epístola a los Hebreos se apoya en los textos del Libro del Eclesiástico y en la versión griega del Génesis al afirmar que Henoc «recibió el testimonio de haber agradado a Dios» y, así, pone la figura de Henoc como ejemplo de fe.
La frase «fue arrebatado Henoc para que no viera la muerte» alude no sólo a que era un hombre justo sino que lo pone en relación con la venida del Mesías y el fin de los tiempos. En este sentido el texto no niega ni afirma que Henoc haya muerto sino simplemente que «fue arrebatado». Considerando la existencia del decreto universal de la muerte (cfr. Hb 9, 27) que es consecuencia del pecado original (cfr. Rm 5, 12) lo más probable es que «arrebatado» haya que entenderlo como una alusión a la muerte, y que la expresión siguiente «para que no viera la muerte» deba interpretarse o en sentido moral, de la muerte espiritual del pecado, o en sentido de una resurrección inmediatamente después de la muerte del Señor, como en el caso de algunos justos (cfr. Mt 27, 52-53).

Hb 11, 6. La fe es virtud necesaria para la salvación, aunque la fe por sí sola no sea suficiente, porque la fe «actúa por medio de la caridad» (Ga 5, 6). Sin embargo, la fe tiene una importancia decisiva como «comienzo de la salvación del hombre» (De Fide ad Petrum, 1) y como «fundamento y raíz de toda justificación» (De iustificatione, cap. 8). Pero no sólo la fe en cuanto acto personal -acto de fe-, sino también en cuanto conjunto de verdades que se tienen como ciertas. Por eso, la teología habla de la necesidad de la fe con la cual se cree (actitud del creyente) y de las verdades de fe que deben ser creídas (artículos de la fe). El versículo habla de las dos, pero se detiene sobre todo en el segundo aspecto -el contenido u objeto de la fe- mientras que más arriba (Hb 11, 1) había considerado sobre todo el valor y la naturaleza del acto de fe. Nadie puede agradar a Dios si no se acerca a Él; pero no es posible acercarse a Dios sin la fe; luego nadie puede agradar a Dios si no tiene fe. Dios mismo nos mueve y ayuda para que nos acerquemos a Él, pero el hombre debe corresponder libremente. Y esto es precisamente el acto de fe. El acto de fe tiene un contenido; la fe es la disposición del alma «por cuya fuerza asentimos firmemente a lo que Dios nos ha comunicado (…). En efecto, puesto que el fin que ha sido fijado para la bienaventuranza del hombre es mucho más elevado que lo que puede alcanzar la fuerza de su entendimiento, era necesario que lo conociera por obra de Dios. Este conocimiento es la fe, que hace posible que tengamos por cierto lo que la autoridad de la Iglesia, nuestra Santísima Madre, ha declarado que ha sido comunicado por Dios» (Catecismo Romano, I, 1, 1).
Por esto distinguimos en las verdades de la fe aquellas que son accesibles a la razón humana y aquellas otras que no habrían podido ser alcanzadas por el hombre: son los llamados misterios. Las primeras se suelen reducir a tres: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la existencia de un orden moral establecido por Dios.
Es evidente que si no se cree en la existencia de Dios y en el orden moral por Él establecido no hay posibilidad de salvación. ¿En qué sentido, pues, dice aquí el pasaje que «el que se acerca a Dios debe creer que existe y que premia a quienes le buscan»? Podemos contestar, con Santo Tomás, que, después del pecado original, nadie puede salvarse si no tiene fe en el mediador prometido (Gen 3, 15). Para los paganos, que no recibieron ninguna revelación, fue y es suficiente creer que Dios es remunerador (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.).
Las palabras del autor sagrado plantean también otro problema: ¿cómo pueden salvarse quienes no conocen a Cristo? Hay que tener en cuenta en primer lugar la necesidad absoluta de la fe recta y verdadera. El hombre tiene obligación de buscar la verdad, sobre todo la verdad religiosa, y no puede contentarse con una religión cualquiera, como si todas las religiones fueran equivalentes (cfr. Syllabus, nn. 15 y 16). Por esto los paganos adultos que piden bautizarse en peligro de muerte, o en situación de urgente necesidad, deben recibir antes del Bautismo una breve instrucción, adaptada a las circunstancias y a su capacidad intelectual, acerca de los misterios centrales de la fe: la Trinidad y la Encarnación (cfr. Respuesta del S. Oficio de 26-I-1703).
Todo ello no quiere decir que los no cristianos no pueden salvarse. Sino que, como enseña el Concilio Vaticano II, «no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella» (Lumen gentium, 14). «Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en llevar una vida recta» (Lumen gentium, 16).
Por eso, en la práctica apostólica y misionera, frente a las otras religiones «la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas (cfr. 2Co 5, 18-19)» (Nostra aetate, 2). Y, en definitiva, «aunque Dios, por los caminos que Él sabe, puede traer a la fe, sin la cual es imposible complacerle (Hb 11, 6), a los hombres que sin culpa propia desconocen el Evangelio, incumbe, sin embargo, a la Iglesia la necesidad (cfr. 1Co 9, 16), a la vez que el derecho sagrado, de evangelizar, y, en consecuencia, la actividad misionera conserva integra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad» (Ad gentes, 7).
Esa actitud de la Iglesia debe ser también la de cada cristiano, que ha de sentir el deseo de buscar constantemente a Dios y hacer que los demás también lo busquen. «Si tenemos un remunerador, hagamos todo lo posible para no perder la recompensa que se da por la virtud (…). Pero, ¿cómo se puede encontrar al Señor? Piensa en cómo se encuentra el oro: con mucho esfuerzo y trabajo (…). Es decir, como buscamos una cosa perdida así hemos de buscar a Dios. Acaso ¿no ponemos en ello todo el entendimiento? ¿No examinamos todas las cosas? ¿No recorremos lugares alejados? ¿No empleamos dinero? Si, por ejemplo, hemos perdido a un hijo nuestro: ¿qué dejaríamos de hacer?, ¿qué tierras, qué mares no atravesaríamos? (…). Si queremos buscar algo, ponemos por obra todo con tal de encontrar lo buscado. ¡Cuánto más en el caso de Dios!, ya que los que buscan tienen necesidad de Él» (Hom. sobre Hb, 22).

Hb 11, 7. Cuando Noé recibió de Dios el mandato de construir el arca (cfr. Gn caps. 6-9; Mt 24, 37-39; 1P 3, 20; 2P 2, 5), no había aún señal alguna del inminente diluvio, de modo que tuvo que confiar totalmente en la palabra divina. Y lo hizo con «religioso temor», es decir con una adhesión profundamente religiosa, que le llevó a poner en práctica fielmente lo que Dios le había indicado.
La fe de Noé «condenó el mundo» porque los hombres de su tiempo incrédulos y mundanos se burlaban de la preparación del arca. «¿Qué quieren decir las palabras: y al construirla condenó al mundo? Significan que presentó al mundo como merecedor de castigo, porque el hecho de presenciar esta construcción no llevó a los hombres a enmendarse ni a arrepentirse» (Hom. sobre Hb 23, 1). Noé con su conducta coherente con la fe condena, a pesar suyo, la incredulidad de sus contemporáneos. También en la actualidad la vida de un hombre de fe puede ser un reproche para los que le rodean, pero no por eso éste debe modificar su comportamiento.

Hb 11, 8. Abrahán, «nuestro padre en la fe», es el ejemplo por antonomasia, en el Antiguo Testamento, de fe en Dios (cfr. Gn 12, 1-4; Rm 4, 1 ss.; Ga 3, 6-9; Hb 6, 13 ss.). No es extraño que el autor se detenga especialmente a describir la fiel conducta del padre del pueblo elegido. Fiado únicamente de la palabra divina, Abrahán abandona todas las seguridades y apoyos terrenos de su tierra natal en Ur de Caldea, para dirigirse con prontitud a un lugar lejano y desconocido, al país de Canaán, la tierra que Dios había prometido entregar a su descendencia. «Ni el amor de la patria, ni la suavidad del trato con los vecinos, ni las comodidades de la casa paterna le hicieron vacilar. Partió valerosa y ardientemente hacia donde Dios quiso llevarle. ¡Qué abnegación y renuncia! No se puede amar a Dios perfectamente si no se dejan los afectos de las cosas perecederas» (Tratado del Amor de Dios, lib. 10). Abrahán simboliza la necesidad del desprendimiento para alcanzar las promesas de redención y servir con eficacia a Dios y a los demás. No olvides que, para llegar a Cristo, se precisa sacrificio; tirar todo lo que estorbe (…). Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre (Amigos de Dios, 196).

Hb 11, 9-10. Abrahán, y como él su hijo Isaac y su nieto Jacob, lejos de instalarse cómodamente en un lugar permanente y definitivo, vivió en tiendas, como extranjero en tierra extraña (cfr. Gn 23, 4). Por la fe el patriarca esperaba la «ciudad fundada sobre cimientos», que tenía como arquitecto a Dios. Frente a la provisionalidad y a lo pasajero de las tiendas y a la fragilidad de los cimientos de las ciudades construidas por los hombres, se alzaba la ciudad celeste, eterna y permanente, construida por Dios sobre sólido fundamento, en cuya posesión esperaba Abrahán. La tierra prometida era imagen de la definitiva patria a la que Dios había llamado al padre de Israel. Incluso una tardía tradición judía hablaba de que Abrahán tuvo una visión de la Jerusalén celestial tras sellar su alianza con Dios.
Los cristianos viven en el mundo por voluntad de Dios y lo aman, pero saben al mismo tiempo que no deben establecerse en él como si fuera su fin. «Residen cada uno en su propia patria, pero lo hacen como forasteros (…). Toda tierra extranjera es como una patria para ellos y toda patria como una tierra extranjera» (Carta a Diogneto, V, 5).

Hb 11, 11-12. Sara, lo mismo que Abrahán, ya era de edad muy avanzada cuando Dios le anunció que iba a concebir un hijo. Al principio su actitud fue de perplejidad e incluso de irónico escepticismo (cfr. Gn 18, 9 ss.). Pero pronto estas disposiciones se cambiarán en una fe que Dios premió con la concepción de Isaac. Puede decirse que la fe de Sara y su esposo supera la de los patriarcas anteriores, porque el cumplimiento de la palabra divina exigía un milagro, al haber perdido tanto Abrahán como Sara la capacidad de concebir. Por eso se dice que de uno sólo, de Abrahán, y éste decrépito (literalmente, «ya como muerto»), nació una numerosísima descendencia. Dios premia generosamente la fe de los hombres. 'Si habueritis fidem, sicut granum sinapis!' ¡Si tuvieras fe tan grande como un granito de mostaza!…
-¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!
(Camino, 585).
La concepción de Isaac es también figura de la de Cristo. «Todas las concepciones milagrosas que tienen lugar en el Antiguo Testamento fueron como figuras del grandísimo milagro que es la Encarnación del Verbo. Convenía que su nacimiento de una virgen fuera prefigurado en otros para preparar las mentes a creer. Pero existe una diferencia, porque Sara recibió de Dios milagrosamente la capacidad de concebir de semen humano, mientras que la bienaventurada Virgen concibió sin él» (Comentario sobre Hb, 11, 3).

Hb 11, 13-16. Después de haber hablado de la fe de Abel, de Noé y de Abrahán, el pensamiento del hagiógrafo abarca, con una sola mirada, toda la historia de los Patriarcas y del éxodo, prescindiendo por un momento de la exposición cronológica. Al recuerdo de la salida de la propia tierra para peregrinar por países extranjeros «en busca de una patria», une el recuerdo del éxodo de Egipto. Entre Abrahán, que salió de Ur para ir hacia la tierra de Canaán, y el pueblo de Israel, que salió de Egipto hacia la tierra prometida, hay un evidente parecido, que es todavía mayor si se considera que ni Abrahán ni los seguidores de Moisés estaban destinados a ocupar la tierra. Ella pertenecería a su descendencia. Abrahán, de hecho, sólo pudo conseguir la propiedad de la cueva de Macpelah, cerca de Hebrón, con el terreno adyacente, que pagó a alto precio de plata. En la cueva fueron luego sepultados Sara, el propio Abrahán, Isaac, Rebeca, Jacob y Lía. Pero Abrahán se reconoció públicamente «peregrino y forastero» en Canaán cuando compró la cueva a los heteos (cfr. Gn 23, 4). Tampoco los hebreos de la generación de Moisés pudieron entrar en Canaán. Se limitaron a conocerla por medio de los exploradores; su mismo caudillo sólo pudo contemplarla desde el monte Nebo antes de morir (cfr. Dt 32, 49-52; Dt 33, 1-4). A su vez, tanto Abrahán, Isaac y Jacob, que vivieron como nómadas en Canaán como los judíos del éxodo, son figura de los cristianos que vamos también en busca de una patria que es la patria «mejor», es decir, la celestial (cfr. Hb 13, 14).
Es emocionante, sin duda, el recuerdo de los Patriarcas y del éxodo, y muy apropiado para fomentar la fe y la esperanza de los cristianos en medio de las dificultades que sufren en este mundo. De ellos se dice que «vieron» las promesas, tal vez aludiendo a algún don especial de Dios, como en el caso de Abrahán (cfr. Jn 8, 56), o bien por la fe, ya que por ella se tiene una visión intuitiva de las realidades sobrenaturales (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). «Y las saludaron desde lejos», con el gesto habitual de saludo lleno de alegría y de contento: «Saludaron las promesas y se alegraron -dice San Juan Crisóstomo-, ya que tenían tal fe en aquellas promesas, que llegaron a hacer gestos de saludo. Es una comparación que viene de los navegantes que, cuando ven de lejos las ciudades a donde se dirigen, todavía antes de entrar en el puerto, lanzan saludos llenos de afecto» (Hom. sobre Hb, 23).
La actitud de los Patriarcas fue fiel manifestación de su fe en la vida futura, ya que, como apunta Santo Tomás, al decir que eran peregrinos (Gn 23, 4; Gn 47, 9; cfr. Dt 26, 5) y forasteros sobre la tierra, manifestaban que se dirigían hacia su patria, la Jerusalén celestial. No añoraban una patria terrena, ni la casa paterna, porque en este caso hubieran tenido tiempo de volver a ella (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). Así que las promesas tenían su cumplimiento no en algo terreno, sino en la eternidad del Cielo. «Por eso, Dios no se avergüenza» de ser llamado Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Porque mirando su fe y su fidelidad, se olvidaba de sus errores y de sus faltas. Y esto es lo que está dispuesto a hacer siempre con los cristianos.
En los vv. 14 y 16, según el texto griego original, y la Neovulgata latina, el tiempo de los verbos está puesto en presente, en lugar del indefinido (aoristo) que es el empleado en los versículos 13-16. La razón estaba en que todo el párrafo es un recuerdo de la vida de los Patriarcas, pero el interés principal reside en poner de relieve que su fe sirva de ejemplo para todas las generaciones. Así, puede decirse que es una narración histórica y sapiencial, articulada con verbos que indican la continuidad de la acción o, al menos, de algunos de sus efectos. Hemos unificado los tiempos en la traducción para que sea más acorde con los usos de la lengua castellana.

Hb 11, 17-19. Es difícil para nosotros hacernos cargo de los pensamientos que atravesaron la mente de Abrahán cuando Dios le pidió que sacrificara en holocausto a su hijo Isaac, el hijo de la promesa, el unigénito, en los montes de Moria (cfr. Gn 22, 2). El AT nos hace ver la firmeza de Abrahán, su docilidad absoluta, la serenidad aún en medio del sufrimiento, su confianza en Dios (cfr. Gn 22, 1-18). Así lo revela el diálogo entrañable entre el Patriarca y su hijo, cuando éste último le pregunta dónde está la víctima: «Dios se proveerá del cordero para el holocausto, hijo mío». En otros textos paulinos la fe de Abrahán había sido presentada como ejemplo (cfr. Ga 3, 7; Rm 4, 3.11-12; Rm 4, 17-22): pero se trataba de la fe en la promesa divina de una descendencia numerosísima a pesar de su vejez. Ahora se presenta en cambio la fe del Patriarca frente a un mandato aparentemente contradictorio: ¿Cómo era posible que Dios le pidiera precisamente el sacrificio de su hijo? Era posible porque Dios sabía que Abrahán tenía fe en el poder divino de resucitar a los muertos.
La obediencia de Abrahán a Dios en este episodio es la máxima demostración de su fe. Es aquí principalmente donde el Patriarca «esperó contra toda esperanza (…) dando gloria a Dios plenamente convencido de que es poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 4, 18.21). «El Patriarca escucha un lenguaje que desmiente la promesa; oye contradecirse al autor mismo de la promesa, pero no se turba; va a obedecer como si todo fuera coherente. Y es que, en efecto, la coherencia existía: las dos palabras divinas se oponían según la razón humana, pero la fe las puso de acuerdo (…).
»Dios probó la fe de Abrahán. ¿Es que ignoraba el valor y la rectitud de este gran hombre? Sin duda los conocía bien. ¿Por qué entonces los somete a prueba? No era para comprobar Él mismo la virtud del Patriarca, sino para revelar al mundo su grandeza. El Apóstol muestra además a los Hebreos una de las causas de nuestras tentaciones, para que si uno sufre no se considere abandonado por parte de Dios» (Hom. sobre Hb, 25). Sabemos además que, precisamente por la generosidad y la fe de Abrahán, Dios renovó su promesa sellándola por vez primera con un juramento (cfr. Gn 22, 16; Hb 6, 13-18).

Hb 11, 19. «Por eso lo recobró y fue como un símbolo»: Abrahán recobró de nuevo a Isaac, después de haberlo ofrecido, porque Dios intervino antes de la inmolación (Gn 22, 11-12). Y lo recibió «como un símbolo» (literalmente «una parábola»). Toda la tradición ve en el sacrificio de Isaac, el unigénito, una figura del sacrificio redentor de Cristo, y considera, en particular, que la intervención de Dios en el monte de Moria es un anticipo de la Resurrección. «Lo recibió como un símbolo -comenta Teodoreto de Ciro-, es decir, como una figura de la Resurrección. Porque llevado a la muerte por voluntad del padre, volvió a vivir por la voz que impidió la muerte. En todo aquello se describió de antemano una figura de la pasión del Salvador, y por esto el Señor decía a los judíos: Abrahán, vuestro padre, se regocijó, por ver mi día; lo vio y se alegró» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.).
De modo muy bello un escritor de la antigüedad cristiana, Orígenes, refleja esta tradición considerando que el sacrificio de Isaac nos hace entender algo del misterio de la Redención. «El hecho de que Isaac llevara la leña para el holocausto es figura de Cristo que llevó su cruz a cuestas. Pero, al mismo tiempo, llevar la leña para el holocausto es tarea del sacerdote. Luego Isaac fue a la vez víctima y sacerdote (…). Cristo es el Verbo de Dios, pero el Verbo se hizo carne. Por lo tanto en Cristo hay un elemento que viene de arriba y otro que viene de la naturaleza humana, asumida en el seno de la Virgen. Por esto Cristo sufre, pero en la carne, y muere, pero la que padece la muerte es la carne; de la cual es figura el carnero; según lo que decía San Juan: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo (cfr. Jn 1, 29) (…). Cristo es al mismo tiempo víctima y Sumo Sacerdote. Según el espíritu, en efecto, ofrece la víctima a su Padre; según la carne, Él mismo es ofrecido sobre el altar de la Cruz» (Homilías sobre el Génesis, Gn 8, 6.9).
El Canon Romano de la Santa Misa, por todos estos motivos, une al Sacrificio de Cristo el recuerdo del sacrificio de Abel, de Isaac y de Melquisedec.

Hb 11, 20. Jacob instigado por su madre Rebeca, haciéndose pasar por Esaú, consiguió de Isaac la bendición que correspondía al primogénito, en la cual se transmitían las promesas hechas a Abrahán (cfr. Gn 27, 27-29). Cuando Isaac descubrió el engaño vio en ello un designio de la Providencia y ratificó su actuación (cfr. Gn 27, 33: «Porque de hecho yo he comido antes de que tú vinieses y le he bendecido y bendito está»). Para Esaú sólo queda una bendición genérica de libertad y posesión de una tierra no fecunda. Isaac es un testimonio de fe en los designios divinos, puesto que por ella descubre y acepta los planes de Dios.
Literalmente se dice que la bendición de Isaac es «respecto al futuro», porque transmitió a su hijo no una posesión actual de bienes sino la espera del cumplimiento futuro de las promesas divinas.

Hb 11, 21. «Le adoró apoyado sobre el extremo de su bastón». Se une aquí el recuerdo de dos gestos de Jacob: uno, cuando al terminar las bendiciones sobre los antepasados de las doce tribus, «recogió sus pies en el lecho y expiró, yendo a reunirse con su pueblo» (Gn 49, 32); otro, anterior, cuando el Patriarca sufrió el último ataque de la enfermedad (cfr. Gn 47, 31). Después de haber hecho jurar a José que le enterraría en la tierra prometida, el anciano Jacob tuvo un desfallecimiento y «se inclinó sobre la cabecera de su lecho». La traducción griega del AT (de los setenta), cambiando ligeramente las vocales de una palabra hebrea, afirmó que Jacob «se prosternó apoyado sobre el extremo del bastón». Para el autor sagrado lo importante es dejar el recuerdo de la actitud reverencial de Jacob, que concluyó su vida con un acto de adoración a Dios.

Hb 11, 22. Cuando José se encontraba a punto de morir recordó la antigua promesa hecha por Dios a Abrahán (cfr. Gn 15, 13 s.), según la cual, después de un tiempo de esclavitud y opresión en tierra extranjera, los hijos de Israel volverían a la tierra prometida. Aunque José gozaba de una posición privilegiada entre el pueblo egipcio, mantuvo su fe en la promesa que Dios había hecho a los antepasados de darles la tierra de Canaán y expresó su deseo de que su cuerpo reposara en aquella tierra: «Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abrahán, a Isaac y a Jacob (…); Dios os visitará y entonces os llevaréis mis huesos de aquí» (Gn 50, 24-25; cfr. Ex 13, 19; Jos 24, 32). El encargo de José sobre sus restos mortales manifiesta su fe en que Dios llevaría de nuevo la descendencia de Jacob a la tierra prometida.

Hb 11, 23-29. Después de los Patriarcas, Moisés era la figura más venerada por el pueblo hebreo, que veía en él su fundador y su legislador (cfr. Hb 3, 1-5 y notas relativas). En este pasaje se trazan unos pocos rasgos fundamentales de su vida, en los que Moisés se destaca como ejemplo de fe: en primer lugar de la fe de sus padres, porque no quisieron matarle a pesar del edicto del Faraón (cfr. Ex 1, 16.22). El libro del Éxodo (cfr. Ex 2, 2) nos señala la compasión de la madre, Yokebed, pero la tradición hebrea, de modo muy natural, recuerda también la decisión de desobedecer de su padre Amram. Esta decisión habría sido confirmada por una especial revelación divina. El motivo de la desobediencia debió ser en primer término el natural amor paterno unido a la hermosura del niño. Sin embargo, San Esteban, en su discurso (cfr. Hch 7, 20), recuerda que Moisés era «hermoso delante de Dios» o «grato a Dios», y alude a que su belleza era el reflejo del favor divino. Así que los padres, se dieron cuenta de alguna forma de que en aquel niño había una virtud divina (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). La fe de Moisés brilla también porque abandonó la casa del Faraón y renunció a todas las posibilidades que se le abrían por pertenecer a la corte de Egipto, y haber sido esmeradamente educado (cfr. Hch 7, 22). Sabemos, en efecto, que no soportó ver los malos tratos a que los judíos eran sometidos (cfr. Ex 2, 11-15): mató a un vigilante egipcio y tuvo que huir. Cuando Yahwéh le confió la misión de liberar a los de su raza, no temió enfrentarse con el Faraón. Lanzó las plagas, rebatió a los magos y adivinos y luchó de modo inconmovible hasta conseguir su objetivo. Hizo todo esto apoyándose en la visión del monte Sinaí, en la cual se le manifestó, a través del fuego misterioso de la zarza, el Dios invisible. Por último, el texto recuerda la fe de todos aquellos hebreos que siguieron a Moisés en la epopeya del éxodo. Dios les concedió la fuerza para que pudieran pasar el Mar Rojo a pie enjuto, y exterminó, en cambio, al ejército de los egipcios (cfr. Ex 14, 26-31).
El punto central de la enseñanza de este pasaje de la epístola es la doble oposición a la que obliga la fe: por una parte, entre el goce del pecado y el sufrimiento del pueblo de Dios; de otra, entre los «tesoros de Egipto» y el «oprobio de Cristo». Esta última expresión indica que los sufrimientos pasados en Egipto por el pueblo elegido prefiguran los dolores del Mesías.
Los maestros judíos del tiempo de San Pablo solían imaginarse al Mesías como un nuevo y más grande Moisés: todas las funciones de liberador, de convocador del pueblo, legislador, mediador de la Alianza, taumaturgo, etc., las haría de nuevo y definitivamente el Ungido. De ahí que resulte casi espontáneo recurrir al paralelismo Moisés-Cristo.
El «oprobio de Cristo» es también el dolor y el desprecio sufrido por los que siguen a Cristo. Ningún bien humano es comparable a la posesión del Señor mediante la gracia. Ningún sufrimiento representa demasiado para el verdadero discípulo con tal de seguir al Maestro y asemejarse a Él.
«Los verdaderos siervos de Jesucristo, cuando se ven despreciados y maltratados por amor suyo, lo tienen como un gran honor (…). Moisés podía haberse librado de la ira del Faraón sólo con haberse dejado pasar por hijo de la hija del rey, pero rehusó tal filiación y prefirió la aflicción de sus hermanos hebreos» (Sermones abreviados, 40, II, 1). Nuestra fe debe ser como la de Moisés: debemos despreciar el «goce terreno del pecado» (literalmente: el gozo pasajero del pecado) para aprender a sufrir con Cristo. Esta firme decisión de estar con Cristo junto a la Cruz es fuente de serenidad y de alegría. ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él
(Via Crucis, II).

Hb 11, 30. Por la fe en la palabra de Dios, que había dado instrucciones precisas a Josué sobre el modo en que debía tomar la ciudad de Jericó (cfr. Jos 6, 2-5), se derrumbaron los muros que la protegían y los israelitas lograron la victoria. «Porque el sonido de las trompetas -comenta San Juan Crisóstomo- aunque retumbara durante diez siglos no es capaz de derribar muros, mientras que para la fe nada es imposible» (Hom. sobre Hb, 11).
La insistencia de los israelitas en girar en torno a las murallas de Jericó, es también un signo de la necesidad de ser obedientes a los mandatos e inspiraciones divinas, aunque a veces puedan parecer ineficaces.

Hb 11, 31. Josué antes de emprender la conquista de la tierra prometida envió dos exploradores para informarse bien del país de Jericó. Cuando éstos entraron en la ciudad se alojaron en casa de Rahab, una ramera que los escondió y ayudó a escapar cuando los soldados del rey los buscaban. Rahab creyó en el verdadero Dios y que el pueblo hebreo era el pueblo escogido; por eso ayudó a los exploradores con riesgo de su vida. Pidió que a ella y a su familia no les ocurriera daño alguno (cfr. Jos 2, 1-21). Josué fue fiel a la promesa que habían hecho los exploradores y tanto Rahab como su familia salvaron la vida, mientras los demás, incrédulos, perecieron (cfr. Jos 6, 22-25).
Por esta acción la figura de Rahab, a pesar de su anterior condición de extranjera y pecadora, fue desde antiguo muy alabada. Los Padres han visto frecuentemente en ella una figura de la «Iglesia de los gentiles», es decir, de aquellos paganos que se incorporan a ella.

Hb 11, 32-38. Hasta ahora se han recordado los ejemplos más eminentes de fe desde los patriarcas hasta Josué (siglos XIX al XIII a.C.). A continuación, evocando sus proezas y sufrimientos, de los que salieron victoriosos gracias a su fe, el autor sagrado menciona los testimonios de la fe de los héroes, jueces, reyes, profetas y mártires; desde el tiempo de la conquista de Palestina hasta el de los Macabeos (siglos XIII al II a.C.). Tan sólo cita, sin seguir un estricto orden cronológico, a los jueces más importantes (Gedeón, Barac, Sansón y Jefté), al más glorioso de los reyes (David) y al más célebre de los profetas antiguos (Samuel). Finalmente recuerda, sin referir nombres, hechos relevantes de fe y fidelidad.
Sabemos por la Sagrada Escritura que muchos de estos hombres tuvieron defectos y, a veces, faltas graves. Pero tales flaquezas no fueron impedimento para que desempeñaran una misión decisiva en los planes divinos: supieron ser instrumentos de Dios, y por eso son dignos de ser puestos como ejemplos de fe.

Hb 11, 33-35a. «Por la fe sometieron reinos»: Esta expresión hace referencia a los conquistadores de la tierra prometida: Barac que venció a los cananeos (cfr. Jc 4, 1-24), Gedeón a los madianitas (cfr. Jc 7, 1-25), Jefté a los ammonitas (cfr. Jc 11, 1-40), Sansón a los filisteos (cfr. 2S 8, 1 ss.).
«Hicieron justicia»: Se trata por un lado de la función de gobierno ejercida por los Jueces sobre cada tribu, y por Samuel y los reyes sobre todo Israel (cfr. 1S 12, 3; 2S 8, 15). Por otro lado, se puede entender que estas palabras aluden a los que practicaron la justicia en nombre de Dios y la hicieron valer, como fueron sobre todo los profetas.
«Alcanzaron las promesas»: Los justos del AT alcanzaron un anticipo de las promesas mesiánicas en el cumplimiento de los anuncios particulares que habían recibido de Dios. Barac venció a Sísara, como Dios lo había prometido (cfr. Jc 4, 14 ss.); del mismo modo Gedeón derrotó a los madianitas (cfr. Jc 6, 14; Jc 7, 7), David logró la paz del reino, profetizada por Natán (cfr. 2S 7, 11), etc.
«Cerraron bocas de leones»: Se refiere con estas palabras a las victorias sobre fieras salvajes que lograron Sansón (cfr. Jc 14, 6), David (cfr. 1S 17, 34-35) y Benaias (cfr. 2S 23, 20). Pero está especialmente presente el recuerdo del episodio del profeta Daniel que desde el foso de los leones, a donde había sido arrojado por mantener su fe, manifestó al rey: «Mi Dios ha enviado a su ángel que ha cerrado la boca de los leones y no me han hecho ningún mal» (Dn 6, 23).
Gracias a su fe en Dios, algunos justos de la historia sagrada «apagaron la violencia del fuego», como los tres jóvenes arrojados al horno en Babilonia (cfr. Dn 3, 21-94); o «escaparon del filo de la espada», como Moisés huyó de la ira del Faraón (cfr. Ex 18, 4), David superó la fuerza de Goliat y Saúl (cfr. 1S 17, 34 ss; 1S 18, 11; 1S 19, 10), Elías encontró refugio frente a la persecución de Jezabel (cfr. 1R 19, 1 s.) y el pueblo judío en tiempos del rey Asuero pudo evitar el exterminio gracias a la oración y a la intercesión de Ester y Mardoqueo (cfr. Est 3, 6 ss.).
Por la fe el rey Ezequías, enfermo de muerte, se curó milagrosamente de su enfermedad (cfr. Is 38, 1-22) y Sansón recobró sus fuerzas después de haber quedado débil y ciego (cfr. Jc 15, 19; Jc 16, 28-30). La fe hizo que los hebreos, bajo el mando de los jueces lucharan valientemente y derrotaran a los pueblos paganos; que Judit decapitara audazmente a Holofernes y causara la destrucción de su ejército; que los Macabeos rechazaran la invasión de las tropas extranjeras guiadas por Antíoco (cfr. 1M 1, 38).
Por la fe, en fin, la viuda de Sarepta, que había hospedado a Elías, recuperó a su hijo, resucitado por el profeta (cfr. 1R 17, 17 ss.). Y Eliseo resucitó al hijo de la viuda sunamita (cfr. 2R 4, 33 ss.).
Todos estos ejemplos demuestran la eficacia de la fe, que impregna toda la vida y conducta del hombre, tanto las grandes hazañas como los hechos menudos y cotidianos.

Hb 11, 35b-36. La fe no sólo da la fuerza para realizar grandes proezas ni se manifiesta sólo con portentosos milagros, sino que otorga también al hombre la fortaleza necesaria para perseverar en el bien y soportar toda clase de sufrimientos físicos y morales, incluso el suplicio y la muerte más cruel. Por eso el texto sagrado alude a los diversos tormentos y penas que sufrieron los profetas y muchos de los justos del pueblo de Israel.
Se rememora, entre otros, tal vez la muerte de Eleazar (cfr. 2M 6, 19 ss.) y de los siete hermanos (cfr. 2M 7, 1-42), que en la persecución de Antíoco IV Epifanes sufrieron terribles torturas. El rey había prometido perdonarles la vida si hubieran abandonado la fe y las leyes patrias comiendo carnes prohibidas. Pero mantuvieron su fidelidad a Dios y fueron martirizados sin piedad. Sin embargo, fueron firmes en su fe por la certeza del juicio de Dios y la esperanza de la resurrección (2M 7, 9.14.23.29). El deseo de lograr una «resurrección mejor» hace referencia a la vida futura; es la fe en una vida incomparablemente más valiosa y real que la prolongación de la vida terrena, que habrían tenido en caso de haber apostatado. «El hecho de que no fueran librados de la muerte -escribe Santo Tomás- no ocurrió porque Dios no tuviera cuidado de ellos, sino para que consiguieran la vida eterna, que es más excelente que la liberación de cualquier pena presente y de cualquier resurrección a la vida actual» (Comentario sobre Hb 11, 5).
El ejemplo de estos hombres que supieron resistir los sufrimientos, gracias a la fe, debe servir al cristiano como estímulo para afrontar con valentía la persecución, y defender con entereza la fe. «Roguemos a Dios no sufrir persecución, pero si la sufrimos, sepámosla llevar con valentía. Es propio del hombre prudente no arrojarse al peligro con ligereza, pero es propio del hombre valeroso excederse ante el peligro cuando cae en él» (Hom. sobre Hb, 5).

Hb 11, 37-38. Por la fe algunos justos fueron lapidados, como Zacarías, asesinado por orden del rey Joás (cfr. 2Cro 24, 20-21), o como Nabot, condenado a muerte por la calumnia difundida por Jezabel (cfr. 1R 21, 13), o como el profeta Jeremías, según afirma una antigua tradición. Otros fueron aserrados, como Isaías, que fue martirizado por el rey Manasés, conforme al testimonio de otra tradición judía.
Elías huyendo de quienes le perseguían anduvo errante vestido de pieles (cfr. 1R 19, 3 ss.). De modo parecido, Matatías y sus hijos en la guerra contra los seléucidas, se vieron obligados a ocultarse en los montes cubiertos con pieles de cabra (cfr. 1M 2, 28).
También en nuestros tiempos los hombres que profesan su fe en Dios sufren persecuciones equivalentes a las que se describen en estos versículos, aunque la animosidad hacia Cristo y a sus discípulos suele revestir ahora formas más sutiles.

Hb 11, 40. Es la conclusión de todos los ejemplos anteriores. Los justos de la Antigua Ley son admirables por su fe y su paciencia, pero, con todo, carecían de la fuerza de la gracia de Cristo. Es ilustrativa la frase de Jesús, cuando elogiaba a Juan el Bautista: «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él» (Mt 11, 11); o las palabras pronunciadas cuando recordó a sus discípulos su condición privilegiada (Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17): «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron».
Dios no negó la recompensa a los justos del AT, sino que la aplazó hasta que, con la muerte y la Resurrección del Señor, se abrieran las puertas del Cielo. También ellos gozan ya de la gloria eterna y alcanzarán la perfección final de la resurrección gloriosa en el día del juicio. Dios es como un buen padre, comenta San Juan Crisóstomo, que dice a sus hijos queridos, después de que han terminado su trabajo, que no les dará de comer si no llegan también sus hermanos. «Y tú ¿te molestas por no haber recibido la recompensa? ¿Qué debería hacer entonces Abel, que fue el primero en alcanzar la victoria pero que se sentó sin ser coronado? ¿Y Noé? ¿Y todos los de aquellos tiempos que están esperándote a ti y a los que vendrán después de ti? ¿No ves cuánto mejor es nuestra situación? Por eso dice muy bien: Dios había dispuesto providencialmente algo mejor a favor nuestro. Y para que no se pensara que aquellos eran superiores a nosotros porque recibían antes la corona, Dios estableció un mismo momento para coronar a todos; y el que ganó hace muchos años será coronado contigo (…). Pues si todos somos un solo cuerpo, este cuerpo recibe un gozo mayor si todos son coronados a la vez y no por uno» (Hom. sobre Hb, 11).

Hb 12, 1-3. Recordados los ejemplos de fe y fidelidad de los justos del Antiguo Testamento, se extrae ahora la consecuencia moral: los cristianos no podemos ser inferiores a ellos. Tanto más cuanto que, como modelo, no tenemos sólo a los patriarcas, a los reyes y a los profetas sino al mismo Cristo Jesús «iniciador y consumador de la fe»; es decir, Él es ejemplo perfecto de obediencia, de fidelidad a su misión, de unión con el Padre, de paciencia en el sufrimiento.
Cristo es presentado como un atleta fuerte y generoso que corre su carrera (cfr. 1Co 9, 24; 1Tm 6, 12; 2Tm 2, 5), que sabe iniciar y sabe terminar su esfuerzo, que no desfallece y que consigue el triunfo. El cristiano debe vivir de la misma manera (cfr. Ga 2, 2; Flp 2, 16). Es como si oyéramos de nuevo las palabras de Flp 2, 5-9: «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo (…)». Su ejemplo nos alienta a superar el desprecio, la ignominia, y nos recuerda que no podemos extrañarnos si, en lugar del triunfo y del gozo, encontramos humillaciones y hostilidad (cfr. Mt 10, 24; Lc 6, 40). Cruz, trabajos, tribulaciones: Los tendrás mientras vivas. -Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro (Camino, 699).

Hb 12, 1. Tres expresiones destacan en este versículo y contribuyen a subrayar la necesidad de ser fieles a la vocación recibida a pesar de las dificultades. La primera es la alusión a la «nube de testigos». Se refiere a la multitud de personas santas que, en la historia de Israel, permanecieron fieles (cfr. Hb 11, 2.4.5.39). Son una «nube», una multitud que cubre el cielo. Es frecuente encontrar en los escritores clásicos la comparación de un ejército que avanza en orden de batalla con el avance de una tormenta que cubre el cielo. Además, como la imagen de la nube sugiere, estos testigos están arriba, cerca del sol, como manifestación de su altura espiritual.
Pero, al mismo tiempo, son «testigos», es decir espectadores activos en el combate que ahora deben superar los cristianos. Se evoca así a los espectadores de los juegos atléticos que, desde lo alto del estadio, siguen con aplausos, gritos y gestos, las incidencias de la contienda.
«El pecado que nos asedia»: El pecado es representado como un adversario que nos rodea tanteando, para ver por donde atacar. Es una imagen parecida a la de 1P 5, 8, donde se dice que el diablo gira alrededor como un león rugiente, y que recuerda también Gn 4, 7 donde Dios describe el pecado como una fiera hambrienta que está al acecho. El verbo utilizado para describir la actitud del pecado indica también que rodea por todos lados y se insinúa con facilidad, que insiste sin cansarse. «Puede tratarse de una alusión a las ocasiones de pecado, que está presente en todo lo que nos rodea, es decir en el mundo, en la carne, en el prójimo y en el diablo» (Comentario sobre Hb, ad loc.). El pecado es también un «lastre», un peso que impide los movimientos y quita soltura; tal vez haya también en el texto una alusión a la obesidad. El atleta debe dejar todo peso inútil y someterse a un régimen de vida lleno de pequeñas renuncias (cfr. 1Co 9, 25). Sólo así podrá competir con esperanza de éxito.
Por último, se invita a los cristianos a correr «con tenacidad». No se trata de una carrera breve, sino de una prueba larga que requiere resistencia y capacidad para superar el dolor y el cansancio. «Así como en la carrera y en la lucha hace falta dejar todo lo que nos impide los movimientos, lo mismo sucede en la lucha de la tribulación. 'He luchado bien en el combate, he terminado la carrera' dice San Pablo (2Tm 4, 7). El que quiere, pues, correr bien hacia Dios en medio de la tribulación debe dejar los pesos inútiles. El Apóstol llama a este peso 'lastre y pecado que nos rodea'. El lastre son los pecados cometidos, que tiran del alma hacia abajo y la inclinan a pecar de nuevo» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
En definitiva, el versículo insiste en la exigencia del desprendimiento para vencer en el combate de la vida: Todo lo que no te lleve a Dios es un estorbo. Arráncalo y tíralo lejos (Camino, 189).

Hb 12, 2. El cristiano ha de fijar su vista en Jesús, como el corredor que, una vez comenzada la carrera, no se deja distraer por nada que sea ajeno a su propósito de llegar a la meta.
«Si quieres salvarte -escribe Santo Tomás- mira al rostro de tu Cristo. Él es iniciador de la fe en un doble sentido. Primero, al enseñarla con su predicación, y luego porque la imprime en el corazón. Él es también por un doble motivo la consumación de la fe, porque la confirma con sus milagros y porque la premia» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
Al llamar a Cristo «iniciador» de la fe, se refiere a que nuestro Señor ha mostrado a los cristianos el camino que deben seguir. Él es el capitán y guía de todos los fieles. Él es el campeón que corre delante y abre camino, marcando el ritmo. Recuérdese, a este respecto Hb 6, 20, donde Jesús fue llamado nuestro «precursor».
Cristo es el «iniciador» de la fe, es la causa de nuestra fe, es el primer objeto que creemos y, como autor de la gracia, quien infunde en nosotros esa virtud. Tal vez, el título de «iniciador» indica también que Cristo es para el cristiano -y para el cosmos- principio y fin, alfa y omega (cfr. Ap 1, 17; Ap 2, 8; Ap 22, 13). En el mismo sentido, Jesús es «consumador» de la fe, ya que nos llevará a la perfección en nuestra fe y la transformará en la perfección de la gloria. Coronará en nosotros su misma obra (cfr. Epístola 194, 5, 19), puesto que si creemos, es porque Él nos mueve a creer, y si somos glorificados es porque Él nos ha ayudado a permanecer fieles hasta el fin.
El ejemplo de Cristo es perfecto durante toda su vida y destaca especialmente en la Pasión. «En la Pasión de Cristo hay que considerar tres cosas: en primer lugar lo que evitó, luego lo que sufrió, y en tercer lugar lo que mereció. En cuanto a lo primero, habla de que dejó de lado 'el gozo que se le ofrecía', es decir, el gozo o la felicidad de aquí en la tierra, como cuando le buscaba la muchedumbre para hacerle rey y Él huyó al monte despreciando este honor (…). O bien porque deseando la felicidad de la vida eterna como premio 'soportó la cruz'. Y ésta es la segunda cosa, es decir, que sufrió la cruz. 'Se anonadó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz'. En esto se pone de manifiesto la crudeza del dolor, porque fue clavado por las manos y los pies, y la bajeza y el oprobio de esta muerte, porque era una muerte ignominiosa (…). La tercera cosa, es decir, lo que mereció, es el estar sentado a la derecha del Padre. Así que la exaltación de la humanidad de Cristo fue el premio de su pasión» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
Cristo es iniciador de la fe en su muerte de cruz, y consumador de ella en su glorificación. Sólo quienes participan de los padecimientos del Señor serán glorificados con Él (cfr. Rm 6, 8). La vida cristiana comienza y culmina en Cristo.
Cualquier sufrimiento de Cristo hubiera bastado para nuestra redención. Pero el Señor aceptó por amor la muerte ignominiosa en la Cruz.
Ya han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.
No era necesario tanto tormento. Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada… Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder? Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines… Pero procura que ese llanto acabe en un propósito
(Via Crucis, XI, n. 1).

Hb 12, 3. «¿Qué te enseña Cristo desde lo alto de la Cruz, de la que no quiso bajar, sino que te armes de valor ante los que te insultan y seas fuerte en la fuerza de Dios?» (Enarrationes in Psalmos, Sal 70, 1). Las dificultades que Jesús hubo de soportar fueron mucho mayores y penosas que las de cualquiera, porque a lo largo de su vida se enfrentó con la oposición constante de los hombres, con la de los paganos y, sobre todo, con la de los de su pueblo. Fue sometido a humillaciones sin número, hasta la Pasión y la muerte de Cruz. Pero lo que más hizo sufrir al Señor fueron la dureza de corazón, la ceguera espiritual, la impenitencia de aquellos mismos que Él había venido a salvar. Los «pecadores» que «contradicen» a Jesús no sólo son Caifás, Herodes, Pilato, etc., sino también los que siguen pecando a pesar del Sacrificio Redentor. Sin embargo, nuestro Señor llevó todo con paciencia y manifestó en grado sumo las cualidades y virtudes que pide a sus discípulos.
En Cristo, y en el cristiano, la debilidad se hace fortaleza y la humillación se convierte en gloria. «Jesucristo muere clavado en la Cruz. Pero si al mismo tiempo en esta debilidad se cumple su elevación, confirmada con la fuerza de la Resurrección, esto significa que las debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser penetradas por la misma fuerza de Dios, que se ha manifestado en la Cruz de Cristo» (Salvifici doloris, 23).
El texto sagrado quiere infundir fuerza y esperanza en los fieles, proponiéndoles la contemplación de los sufrimientos de Cristo.
La contemplación de los sufrimientos de Cristo ha provocado la conversión de muchos cristianos. Santa Teresa de Jesús cuenta el cambio que se operó en ella: «Pues ya andaba mi alma cansada, y, aunque quería, no la dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaeciome, que entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado, y tan devota, que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía; y arrójeme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez, para no ofenderle» (Libro de su vida, cap. IX, 1).

Hb 12, 4-13. Siguiendo el ejemplo de Jesús, los cristianos deben luchar contra el pecado y ser perseverantes en las tribulaciones y persecuciones, porque si vienen es señal de que el Señor las permite para su bien. Las palabras de aliento de la carta adquieren aquí un cierto tono de reproche. Es como si dijera: 'Cristo dio su vida por vuestros pecados, peleando hasta la muerte por vosotros, y ¿vosotros no os vais a someter a los sufrimientos por amor suyo? Es cierto que estáis sufriendo persecuciones, porque Dios os corrige como un Padre corrige a sus hijos. Pero sois hijos de Dios y por eso vuestra actitud debe ser de abandono ante sus planes aun cuando en ocasiones parezcan duros. Es ésta la forma como un Padre educa a sus hijos'.
Se insiste en que lo único importante es la fidelidad a Dios y que la mayor desgracia es el pecado de apostasía. Es preferible la muerte que la ofensa a Dios. No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado (Camino, 386).

Hb 12, 5-11. Los sufrimientos -enseña el autor sagrado- son manifestación del amor paternal de Dios y al mismo tiempo prueba de nuestra condición de hijos suyos.
Esta enseñanza se reafirma con la cita de Pr 3, 11-12, entresacada de un largo discurso en el que un padre exhorta a su hijo a adquirir la verdadera sabiduría. En el presente pasaje se identifica a ese padre con Dios y a nosotros con los hijos a quienes van destinadas esas palabras.
La condición de hijos de Dios, que se adquiere al incorporarse a Cristo por el Bautismo, es el fundamento de la vida del cristiano y lo que debe darle paz y serenidad ante las dificultades con las que se puede encontrar a lo largo de la vida. Si se presenta la contradicción es que Dios la permite para que lleguemos al fin al que nos ha destinado. El término «corrección» que aparece constantemente en estos versículos no expresa exactamente el rico contenido de la palabra original griega, paideia. Ésta indica la labor educativa del padre con su hijo y del maestro con su discípulo, y también los castigos que se infligen en esta misma tarea. Aquí se hace referencia más bien a este segundo aspecto. Pero téngase en cuenta que en la antigüedad no se concebía la instrucción y educación que no empleara el castigo. Por tanto, no se puede pensar en Dios como en un padre cruel o despiadado, sino como en un padre bueno, que educa tierna y firmemente a sus hijos. Las adversidades y el sufrimiento son manifestación de esta pedagogía divina, medios de los que Dios se sirve para educarnos y corregirnos. Sufres en esta vida de aquí…, que es un sueño… corto. -Alégrate: porque te quiere mucho tu Padre-Dios, y, si no pones obstáculos, tras este sueño malo, te dará un buen despertar (Camino, 692). Si fuéramos hijos ilegítimos no se preocuparía de educarnos; como somos hijos nos corrige y lo hace para que seamos dignos de heredar su nombre. «Todo cuanto nos viene de parte de Dios -recuerda un antiguo escritor eclesiástico- y que de pronto nos parece próspero o adverso, nos es enviado por un padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con miras a nuestro propio bien» (Collationes, VII, 28).
Cuando el alma vive con estas disposiciones se llena de un «fruto apacible de justicia», es decir, cuando se aceptan de buen grado las pruebas a las que el Señor nos pueda someter, entonces, como consecuencia, se producen los frutos de santidad que llenan de paz: Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre… Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?
Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma:
Pater mi, Abba, Pater, … fiat! (Via Crucis, n. 1).

Hb 12, 12-13. Esta exhortación es una consecuencia lógica de lo anterior. De algún modo sigue recordando el ambiente de competición atlética al que se hacía referencia al comienzo del capítulo. El v. 12 es como un grito de ánimo cuando entra el desfallecimiento en mitad de la prueba.
El autor recurre a una cita de Isaías (Is 35, 3) en la que las manos caídas y las rodillas flojas significan el decaimiento moral (cfr. 2S 2, 7; 2S 4, 1; Jr 47, 3). A continuación, tomando unas palabras de Pr 4, 26, añade una exhortación a la buena conducta: «Dad pasos derechos con vuestros pies». Con estas palabras quiere mover a sus lectores a un recto comportamiento. Si el cristiano persevera en este esfuerzo de seguir el buen camino, aunque él sea un «miembro cojo», es decir, una persona débil en la fe y que corre el peligro de caer en la apostasía, a pesar de todo acabará por salir de su lastimoso estado.
Pero puede además tratarse no sólo de una exhortación dirigida a los que tienen necesidad de rectificar su conducta, sino también de una invitación a ser ejemplares y evitar el escándalo: una llamada a todos los cristianos para que se comporten rectamente y den ejemplo a sus hermanos más débiles.

Hb 12, 14. La lectura de estas palabras hace resonar en nuestros oídos aquellas otras del Señor en el Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios». Jesucristo promete a los que promueven la paz la condición de hijos de Dios, y por tanto la participación de la vida divina, causa de la santidad. De ahí que los Apóstoles y discípulos del Señor se hayan hecho eco con frecuencia de esta enseñanza (cfr. St 3, 18; Rm 12, 18; 1P 3, 11). La paz con Dios, que nace de la aceptación rendida de sus planes (v. 11), lleva necesariamente a promover y a mantener la paz con los demás. Pero la paz con Dios y con el prójimo es inseparable de la búsqueda de la santidad. Cristo da cumplimiento a las antiguas promesas, que anunciaban para los tiempos mesiánicos el florecimiento de la paz y la justicia (cfr. Sal 72, 3; Sal 85, 11-12; Is 9, 7, etc.).
«La santificación»: No se trata sólo de evitar el pecado. Hay que cultivar la virtud y el deseo de llegar a la santidad con la ayuda de la gracia. La santidad o perfección cristiana es la meta común para todos los discípulos de Cristo. Salvación y santidad son en realidad lo mismo, porque solamente los santos pueden llegar a la presencia de Dios: sólo los santos pueden ver al Santo.
«Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Las palabras del Señor han encontrado en la Iglesia un eco permanente que parece resonar ahora con singular energía. Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os lo recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la voluntad de Dios, que seamos santos.
Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal
(Amigos de Dios, 294).

Hb 12, 15. Teodoreto comentando este pasaje escribe: «No os preocupéis sólo de vosotros mismos, sino prestaos atención los unos a los otros; consolidad al titubeante y socorred al que necesite el auxilio de vuestra mano» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.). Y es que el cristiano no sólo se debe ocupar de su alma y de su salvación sino que sobre su conciencia recae también la salvación de sus hermanos en la fe. Debe ser como un jardinero que cuida sus plantas y vigila para que no crezcan hierbas malas o se introduzcan plagas en su jardín. Ya en el AT se indicaba expresamente que el judío que apostata es como una raíz que echa veneno o ajenjo (cfr. Dt 29, 17). Contemplar con indiferencia la infidelidad en algún hermano supondría dejar en peligro a quienes le rodean, pues el mal ejemplo puede extenderse como una epidemia y contagiar a los demás. Nos lo recuerda el reproche de San Pablo a los de Corinto: «¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa?» (1Co 5, 6).
Por eso la vigilancia debe ser continua: que nadie pierda por propia culpa los dones recibidos de Dios. «El verdadero apóstol busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra: a los no creyentes para acercarlos a la fe; a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: 'la caridad de Cristo nos urge' (2Co 5, 14), y en el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol: '¡Ay de mí si no evangelizara!' (1Co 9, 16)» (Apostolicam actuositatem, 6).

Hb 12, 16-17. La conducta de Esaú manifiesta la irresponsabilidad a la que conduce el excesivo afán por los bienes temporales. En la literatura rabínica el hijo primogénito de Isaac se había ganado la fama de hombre inclinado a los vicios por sus matrimonios con mujeres hititas (cfr. Gn 26, 34-35; Gn 27, 46). La carta nos lo presenta como «fornicario», que puede ser interpretado en sentido estricto, como hombre impúdico y deshonesto, pero también en sentido metafórico, muy utilizado en el AT, para indicar al apóstata. Esaú es considerado igualmente «impío» porque vendió su primogenitura (cfr. Gn 25, 31-34). Más tarde quiso obtener de Isaac, su padre, la bendición que correspondía al primogénito y que por engaño heredó Jacob (cfr. Gn 11, 20). Pero no consiguió que su padre cambiara de opinión y le bendijera a pesar de haberla deseado con lágrimas en los ojos, según antiguas tradiciones judaicas.
Esaú «no se arrepintió de haber vendido la primogenitura sino de haberla perdido; no se dolía del pecado de la venta sino del perjuicio de la pérdida. Por eso su penitencia no fue aceptada, porque no era sincera» (Comentario sobre Hb, 12, 3).
La enseñanza moral de estos versículos es la fidelidad. Los cristianos son primogénitos, pero podrían caer en una infidelidad irreparable, poniendo en peligro el don de la fe.

Hb 12, 18-21. El texto recuerda con detalle todos los elementos sensibles que acompañaron la manifestación de Dios en la cumbre del Sinaí (cfr. Ex 19, 12-16; Ex 20, 18), al mismo tiempo que añade algunos datos provenientes de la tradición oral judía.
Todo contribuye a inspirar un sentimiento de reverencia y temor religiosos, que explican la petición del pueblo de que no les hablara Dios, por miedo a morir. Dios para afirmar su trascendencia prohibió que nadie se atreviera a tocar el monte (Ex 19, 12.21). Ante un pueblo todavía rudo, era una manera de señalar la diferencia entre el Dios verdadero y los ídolos.
Según el Pentateuco nunca se dice que Moisés quedara asustado ante la manifestación del Sinaí; cuando se habla de su temor (Dt 9, 19) es para referirse a la segunda vez que subió al monte para recibir de nuevo las tablas que había roto en un ímpetu de ira (Dt 9, 15-18; Ex 32, 19-20). El miedo se debía a que Dios podía castigar con la muerte a los adoradores del becerro de oro. San Esteban (cfr. Hch 7, 32), al narrar la primera revelación de Dios a Moisés en la zarza, afirma que el futuro libertador de Israel «asustado, no se atrevía a mirar a Dios». En efecto, la presencia de la divinidad infunde en el hombre un sentido profundísimo de reverencia y de temor (cfr. la actitud de Abrahán: Gn 15, 12; de Zacarías: Lc 1, 12; de Isaías: Is 6, 4-5; de Jeremías: Jr 1, 6; de Gedeón: Jc 6, 22-23; etc.).

Hb 12, 22-24. El texto sagrado presenta un contraste dramático entre dos escenas. Una es la estampa del establecimiento de la alianza en el Sinaí y la otra es la visión de la Ciudad celestial, morada de los ángeles y bienaventurados. Esta comparación lleva implícita una pregunta retórica. Si el marco de la Antigua Alianza fue tan grandioso y solemne, y si la misma Alianza fue tan sobrenatural y divina ¿qué hay que decir de la Nueva? Luego hay un poderoso motivo para mantenerse fieles: nos espera no ya un Dios austero y vengador, sino la alegría, el gozo, el resplandor de la mansión del Cielo. El monte Sinaí era para el pueblo hebreo el símbolo más importante de su especial vinculación a Dios, y le recordaba que el Todopoderoso era también el Juez supremo que pedía un amor exclusivo y abominaba de la idolatría. De modo parecido, otra montaña, la de Sión, sobre la cual se había edificado el Templo, representaba la presencia protectora de Dios en medio de su pueblo. Ambos montes, el Sinaí y Sión, eran figura de la montaña desde la cual reinaría el Mesías Rey y hacia la cual acudirían todos los pueblos para adorar al Dios verdadero (cfr. Sal 2, 6; Is 2, 2; Is 11, 9; etc.).
Se amplía ahora la visión que el judaísmo, apoyado en la Sagrada Escritura, había elaborado del Cielo como la «Jerusalén nueva»: no es sólo la montaña santa, la fuente de la luz y de la gloria de Yahwéh (cfr. Is 8, 18; Is 28, 16; Is 60, 1-11; Sal 50, 2; Sal 74, 2; Jl 3, 5), la ciudad de la paz (cfr. Is 33, 20), sino que es una ciudad en la cual viven los ángeles y los justos glorificados, llena de gozo, posesión del Dios vivo y de Jesús. Es la Jerusalén celestial y eterna que describe también el libro del Apocalipsis (cfr. Ap 21, 15-17; Ap 22, 1-5).
En el texto aparece de nuevo el recuerdo del Éxodo (cfr. Hb 3, 16-18; Hb 4, 1-2; Hb 9, 18-20; Hb 10, 19-22). Los cristianos se van acercando al Cielo, a la patria definitiva, al descanso verdadero, así como los antiguos israelitas salieron de Egipto y atravesaron el desierto para alcanzar la tierra prometida en herencia a sus padres.
desierto para alcanzar la tierra prometida en herencia a sus padres. Sin embargo, el paralelismo no suprime las diferencias: la Antigua Alianza, aunque no desconoce expresiones y promesas jubilosas, está rodeada de temor religioso y de temblor; la Nueva Alianza está, en cambio, llena de gozo y de exultación, aun en medio del dolor.
«Se trata, (…) de la alegría gloriosa y sobrenatural, profetizada en favor de la nueva Jerusalén, rescatada del destierro y amada místicamente por Dios (…).
»Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de los siglos y en medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del antiguo Israel. Éste a su vez las ha transmitido a la Iglesia de Cristo; de manera que le somos deudores de algunos de los más puros acentos de nuestro canto de alegría. Y por otro lado, a la luz de la fe y de la experiencia cristiana del Espíritu, esta paz que es un don de Dios y que va en constante aumento como un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la 'consolación', está vinculada a la venida y a la presencia de Cristo» (Gaudete in Domino, nn. 2-3).

Hb 12, 22. La mención de Sión recuerda el otro monte donde se estableció la alianza: el Sinaí. Evoca también los numerosos textos proféticos en los cuales se anuncia que el Mesías empezaría su reinado desde Sión, su montaña santa (cfr. Sal 2, 6; Is 6, 9; Is 25, 6; Ex 34, 13-15; Za 14, 4). Así que Monte Sión, ciudad del Dios vivo y Jerusalén celestial son tres sinónimos para indicar la Iglesia triunfante en los Cielos.
Santo Tomás pone de relieve que parte de la felicidad eterna será precisamente la contemplación de la asamblea celestial: «Porque en la gloria del Cielo hay dos cosas que alegran sobremanera a los bienaventurados: el disfrute de la Divinidad y la convivencia con los santos» (Comentario sobre Hb, ad loc.).
«Os habéis acercado al Monte Sión»: Estamos en camino porque «la Iglesia, nacida del amor del Padre eterno (cfr. Tt 3, 4), fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo (cfr. Ef 1, 3.5.6.13-14.23), tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Sin embargo, está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por aquellos miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor» (Gaudium et spes, 40).

Hb 12, 23. «La Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos». ¿Quiénes son estos «primogénitos»? Los bienaventurados, incluyendo los justos del AT, los Apóstoles y todos los cristianos que han alcanzado la visión beatífica. Son llamados «primogénitos» porque, como en el caso de los patriarcas, fueron los primeros que tuvieron fe; porque, como en el caso de los Apóstoles, fueron los que recibieron desde el principio la llamada de Cristo para transmitirla a los demás; y, finalmente, porque como en el caso de los fieles cristianos, fueron escogidos por Dios en medio de los paganos (cfr. Rm 8, 29; Flp 3, 20; Col 1, 18; Ap 1, 5; Ap 14, 4). Sus nombres han sido inscritos en los Cielos (cfr. Lc 10, 20; Ap 2, 17; Ap 3, 5; Ap 13, 8; Ap 17, 8).

Hb 12, 24. Jesús, como Verbo encarnado y Sumo Sacerdote, es el mediador de la Nueva Alianza (cfr. Hb 8, 6; Hb 9, 15; 1Tm 2, 5; cfr. Hb 2, 17; Hb 3, 1; Hb 7, 25). El pensamiento de la carta se detiene en el momento más significativo del pacto: el derramamiento de la sangre del Señor, que sella la Alianza y realiza la purificación universal (cfr. Ex 24, 8; Hb 9, 12-14.20; Hb 10, 19.28-29; Hb 13, 20; 1P 1, 2). Esta sangre «habla mejor que la de Abel». «Porque el derramamiento de la sangre de Cristo fue representada en figura por el derramamiento de la sangre de todos los justos que existieron desde el origen del mundo (…). Por esto, el derramamiento de la sangre de Abel fue un signo de este nuevo derramamiento. Pero la sangre de Cristo habla mejor que la de Abel: porque éste exigía venganza mientras que la sangre de Cristo exige el perdón» (Comentario sobre Hb, ad loc.). La seguridad que nos da la intercesión de la sangre de Cristo nos hace sentir dichosos por ser pecadores que, arrepentidos, se refugian en las llagas de Jesús en la Cruz.
«Pecadores, dice esta Epístola, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los que pecan, y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre» (Práctica del Amor a Jesucristo, cap. 3).

Hb 12, 25. La Antigua Alianza fue sellada de forma solemne para infundir respeto y veneración. La mayor trascendencia y dignidad de la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo, exigirá mayor obligación de fidelidad. Si los que se opusieron a Moisés, «al que pronunciaba oráculos en la tierra» (cfr. Hch 7, 38), fueron condenados, con mayor razón seremos castigados nosotros si nos apartamos «de quien nos habla desde el cielo». No cabe duda de la grave obligación que tiene el cristiano de ser fiel a Dios y a lo que Él nos ha revelado.
No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás (cfr. Lc 9, 62): el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores. Así todos esos decaimientos -los tuyos, los míos, los de todos los hombres-, serán también soporte para el reino de Cristo (Es Cristo que pasa, nn. 160).

Hb 12, 26-27. Con palabras del profeta Ageo (Ag 2, 6) el autor sagrado manifiesta que así como la tierra tembló en el Sinaí cuando Dios selló la Alianza con Moisés, así también con la Nueva Alianza ha temblado la tierra y el cielo (cfr. Mt 27, 51-52). Indica con esto que la Nueva Alianza es definitiva y eterna, mientras que la Antigua era provisional. La Ley de Moisés desapareció en lo que era caduco y terreno para permanecer lo que tenía valor inmutable.
Aunque sea más probable que el texto se refiera a la instauración por Cristo de la Nueva Ley en sustitución de la de Moisés, no se puede excluir la interpretación de este pasaje en sentido escatológico como lo han entendido algunos Padres de la Iglesia: «La Escritura nos enseña que el cielo y la tierra serán destruidos 'una vez más', como si este acontecimiento hubiera ocurrido ya antes. Pienso que quiere indicar la instauración irresistible de un nuevo estado de las cosas. Hay que creer a Pablo cuando dice que la conmoción final de la tierra no será otra cosa que la segunda venida de Cristo y que el universo actual será transformado y cederá su sitio a otro definitivo e inmutable» (Oratio 21).
Con todo, la enseñanza práctica es la misma. Las cosas terrenas son caducas; por esto debemos poner nuestros anhelos en las que no cambian y aspirar a los bienes celestiales. «¿Por qué te afliges cuando sufres en este mundo que no puede permanecer, en este mundo que poco después va a pasar? (…). Nadie edifica en una ciudad que va a ser destruida. Dime, por favor, si alguien te dijera que después de un año una ciudad va toda ella a derrumbarse, pero te afirmara que otra cualquiera iba a permanecer: ¿edificarías en la que se va a derrumbar? Por eso ahora os digo: no edifiquemos en este mundo, poco después todo caerá y perecerá» (Hom. sobre Hb, ad loc.).

Hb 12, 28-29. La epístola culmina en este versículo 28, que proclama la llegada de un «reino inconmovible» que no tendrá fin. Este reino es la Jerusalén celestial, que se anticipa en la Iglesia. Los cristianos que viven fielmente su vocación preparan la venida de ese Reino y lo hacen presente de algún modo en la tierra. «Un reino donde impere la verdad, la dignidad del hombre, la responsabilidad, la certeza de ser imagen de Dios. Un reino en el que se realice el proyecto divino sobre el hombre, basado en el amor, la libertad auténtica, el servicio mutuo y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí» (Audiencia con los jóvenes, 3-XI-1982).
Los cristianos son ciudadanos de este reino con pleno derecho a participar de los bienes que de él se derivan. Pero estos derechos simultáneamente conllevan unas obligaciones: conservar la gracia de Dios y darle a Él el culto debido. La exhortación a conservar la gracia es una consecuencia de la pertenencia a ese reino.
Algunos han entendido, sin embargo, que la expresión original griega -literalmente «tengamos gracia»- indica que hay que ser agradecidos con Dios. Aunque también sea posible, parece más acorde con el contexto entender que la gracia es lo que permite ofrecer a Dios el culto adecuado y grato. Es decir, conservemos celosamente ese don divino -la gracia santificante y los demás dones sobrenaturales- que nos hace súbditos del reino inaugurado con la Alianza de Cristo.
Cuando se dice que Dios es un «fuego devorador» se están evocando textos del AT (cfr. p. ej. Dt 4, 24; Dt 9, 3; Ex 24, 17; Is 33, 14). Para el que no acepte la gracia que nos ha obtenido Cristo la justicia de Dios será severa y completa como un fuego que no perdona nada.

Hb 13, 1-3. Las enseñanzas de tipo moral que se desarrollan en el presente capítulo vuelven a ser una consecuencia lógica de lo que se había tratado ya a lo largo de toda la carta y de modo especial en el capítulo anterior: permanecer fiel a Cristo significa ser fiel a su Persona y a su doctrina, a lo que Cristo nos enseñó. «Si me amáis guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15) había dicho el Señor. Y entre las enseñanzas esenciales de nuestra fe destaca la de la práctica de la caridad: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» (Jn 13, 34-35). La caridad será, pues, la señal por la que reconocerán al cristiano. Como atestigua Tertuliano, los paganos dieron testimonio de esta realidad vivida por los primeros cristianos cuando decían: «Ved cómo se aman, dispuestos a morir los unos por los otros» (Apologeticum, XXXIX).
Pero la caridad fraterna tiene también muchas manifestaciones. Una de ellas es la hospitalidad, que constituye una de las tradicionalmente llamadas obras de misericordia. Se enaltece la virtud de la hospitalidad aludiendo implícitamente a episodios de la vida de Abrahán y Sara (cfr. Gn 17, 1-27), Lot (cfr. Gn 19, 1-22), Manóah (cfr. Jc 13, 3-22) o Tobías (cfr. Tb 12, 1-20), que pensando que acogían a simples viajeros hospedaron a ángeles. De igual modo los cristianos que practican esta obra de misericordia hospedan al mismo Cristo (cfr. Mt 25, 40). Y también deben ver a Cristo en los que padecen cualquier tipo de sufrimiento. «Él mismo es el que en cada uno experimenta el amor; Él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano» (Salvifici doloris, 30).

Hb 13, 4. Para vivir la caridad con Dios y con los demás hombres es indispensable guardar la virtud de la castidad, que agranda la capacidad de amar del corazón humano. El texto exhorta con firmeza a valorar y honrar el matrimonio, viviendo la castidad conyugal. El matrimonio es una llamada personal de Dios a la búsqueda de la santidad en ese estado. «Todos los esposos, según el plan divino, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia de Dios y en la propia voluntad» (Familiaris Consortio, 34). Pero para ello se requiere también la pureza conyugal, que es manifestación y prueba del verdadero amor. No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega (…).
Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara
(Es Cristo que pasa, nn. 25).

Hb 13, 5-6. Se nos enseña a no poner el corazón en las riquezas ni en el afán desordenado de los bienes materiales. El texto es quizá un eco de las palabras del Señor: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el Cielo (…)» (Mt 6, 19-20). Es una exhortación a vivir en una continua actitud de confianza en Dios, desprendido de las cosas de la tierra. Despégate de los bienes del mundo. -Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente (…) (Camino, 631).
El autor sagrado acude a unas palabras pronunciadas por Moisés en nombre de Dios para recordar a los lectores que es Dios mismo quien ha dicho al hombre que no le dejará ni le abandonará (cfr. Dt 31, 6). Estas palabras nos deben llenar de consuelo, de modo que podamos decir con el salmista (cfr. Sal 118, 6) que en Dios todo lo podemos y a nada hemos de temer, abandonándonos a la providencia divina (cfr. Mt 6, 25-32). «Si posees a Cristo serás rico y con Él te bastará. Él será tu proveedor y fiel procurador en todo, de manera que no tendrás necesidad de esperar en los hombres.
»Pon en Dios tu confianza y sea Él el objeto de tu veneración y de tu amor. Él responderá por ti y todo lo hará bien, como mejor convenga» (Imitación de Cristo, II, 1, 2-3).

Hb 13, 7-19. Esta sección moral de la epístola se detiene en los deberes específicamente eclesiales. Entre ellos destaca la obligación de mantener la unión, la obediencia y el respeto a los que tienen el oficio de dirigir la comunidad. Esta exhortación se repite dos veces (vv. 7 y 17), para subrayar la importancia de la obediencia a los legítimos pastores (cfr. 1Ts 5, 12-13; 1Co 16, 16). Debemos ver en los pastores un modelo para vivir nuestra fe (v. 7; cfr. Flp 3, 17) y, sobre todo, los debemos considerar como los representantes de Cristo (cfr. Ga 4, 12-14). La obediencia a la jerarquía lleva naturalmente a mantener la doctrina recta y a evitar opiniones heréticas (v. 9; cfr. 1Tm 6, 3; Ga 1, 6-9). La unidad de fe además se expresa también en la unidad del culto (v. 10; cfr. Flp 3, 2; Ef 4, 4-5): nadie puede participar, al mismo tiempo, del culto judaico y del altar de Cristo (cfr. 1Co 10, 16-21), así como nadie puede pensar que las prescripciones rabínicas sobre los alimentos sigan en vigencia (v. 9; Col 2, 16-18; 1Tm 4, 3-5). Hace falta llevar a cabo una verdadera conversión (vv. 11-13; Rm 3, 23-26) y abandonar ritos y costumbres caducados, para compartir la Cruz del Señor (Ga 6, 14-15). No podemos poner nuestra esperanza en las cosas de la tierra, sino que debemos ser conscientes de que nuestro fin es el Cielo (cfr. Flp 3, 20). Por último, la unidad de fe, de disciplina y de sacramentos se manifestará en una vida coherente y unitaria: estaremos siempre en presencia de Dios, todo será para nosotros ocasión de oración y de ofrenda, viviremos sin interrupción la caridad con los demás (vv. 15-16; cfr. Ga 6, 9-10; Rm 12, 9-13; Ef 5, 1-2; etc.). Con pocas palabras se dibuja el cuadro sumamente atractivo de la vida cristiana. Lo recordaba el último Concilio Ecuménico: «La vida cristiana exige un ejercicio continuo de la fe, de la esperanza y de la caridad.
»Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra de Dios puede una persona reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28), buscar su voluntad en todo acontecimiento, ver a Cristo en todos los hombres, sean vecinos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero significado y valor de las cosas temporales en sí mismas y en relación con el fin del hombre» (Apostolicam actuositatem, 2).

Hb 13, 7-14. El texto sagrado insiste en la necesidad de vivir unidos a «los que dirigen», a los que son pastores y maestros de las comunidades cristianas. La mención de su fidelidad hasta la muerte, alude a los que ya habían alcanzado la corona del martirio, como Esteban y Santiago el Mayor (cfr. Hch 7, 59-60; Hch 12, 2), y a otros miembros de la comunidad, víctimas del odio de los judíos (cfr. Hch 8, 1; Hb 6, 10; Hb 10, 32-34). Su vida era o había sido realmente admirable, pero la necesidad de la unidad no dependía entonces ni depende nunca de las cualidades humanas de los que tienen una responsabilidad de gobierno en la Iglesia: ¡Qué lástima que quien hace cabeza no te dé ejemplo!… -Pero, ¿acaso le obedeces por sus condiciones personales?… ¿O el 'obedite praepositis vestris' -'obedeced a vuestros superiores', de San Pablo, lo traduces, para tu comodidad, con una interpolación tuya que venga a decir…, siempre que el superior tenga virtudes a mi gusto? (Camino, 621).
La fidelidad y la unión con los pastores legítimos es fidelidad al mismo Cristo, porque «los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr. Lc 22, 26-27)» (Lumen gentium, 27). Así que bien se puede decir que quien escucha a ellos, escucha a Cristo (cfr. Lc 10, 16). Por otro lado, los pastores deben manifestar hacia los fieles la misma solicitud y amor que demostró nuestro Redentor, de modo que en la admirable unidad de la caridad resplandezca el misterio de Cristo que «con toda razón es el único que rige y gobierna la Iglesia; y también por este título se asemeja a la cabeza. Ya que, para usar las palabras de San Ambrosio, así como la cabeza es la ciudadela regia del cuerpo (Hexameron, VI, 9, 55), y desde ella, por estar adornada de mayores dotes, son dirigidos naturalmente todos los miembros a los que está sobrepuesta para mirar por ellos, así el Divino Redentor rige el timón de toda la sociedad cristiana y gobierna sus destinos» (Mystici corporis, n. 16).
El misterio de la Encarnación está indisolublemente unido al misterio de la Iglesia, de modo que la unidad de la Iglesia es la manifestación de la unidad del Cuerpo del Señor, que es uno a pesar de tener muchos miembros (cfr. 1Co 12, 1-12; Lumen gentium, 7). Y, por tanto, la fidelidad a la Iglesia no se debe a un motivo humano, sino al deseo de ser fieles al mismo Cristo.
La fidelidad a Cristo, a su predicación, a sus preceptos y a los sacramentos por Él instituidos, lleva al cumplimiento amoroso de todas las normas rituales de la Iglesia, pero sobre todo a vivir interiormente la fe, el arrepentimiento de nuestras culpas y la fructuosa recepción de los sacramentos (cfr. De iustificatione, caps. 6 y 8; Rm 3, 22-24; Rm 11, 16; Ef 2, 8; 1Co 4, 7; 1Co 15, 10; 2Co 3, 5). No son los alimentos puros o impuros (cfr. Col 2, 16; Rm 14, 2-4), ofrecidos o no a los ídolos (cfr. 1Co 8, 1-13; 1Co 10, 14-33), tomados o no en determinados días (cfr. Rm 14, 5; Col 2, 16; Ga 4, 10), los que contaminan a los hombres o los llevan a la salvación (cfr. Mc 7, 15.18; Rm 14, 17.20): todo es puro para los que tienen un corazón puro (cfr. Tt 1, 15). Lo importante es la gracia de Dios, que se nos comunica en los sacramentos y hace que vivamos por amor de Dios todos los mandamientos. A partir de la consideración de la pureza o impureza legal, se vuelve a la realidad nueva y fundamental: lo verdaderamente importante es tomar parte en el misterio pascual de Cristo, es decir, en su Pasión, Muerte y Resurrección.

Hb 13, 8. En este versículo está expresado el fundamento de toda vida cristiana. Es una maravillosa profesión de fe en la cual las palabras se hacen acto de adoración y de reverencia, como en la exaltación del Dios único en Dt 6, 4 («Yahwéh nuestro Dios, Yahwéh uno») o del Dios eterno en Sal 102, 13.28 («Mas tú Yahwéh en tu trono para siempre, y tu memoria de edad en edad»). Sólo que aquí el objeto de exaltación es Jesucristo. Aunque los primeros maestros y guías de los cristianos ya hayan muerto, para dar testimonio de su fe, siempre queda a los fieles un maestro y un guía que no morirá nunca, que vivirá para siempre coronado de gloria. Los hombres desaparecen. Cristo queda eternamente. Él existió desde siempre, es el Alfa y Omega, el Principio y el Fin (cfr. Ap 1, 8; Ap 22, 13); vivió «ayer» con los hombres, en un pasado histórico concreto; vive «hoy» en los Cielos, a la diestra del Padre, y está «hoy» a nuestro lado como autor de la gracia y como intercesor eterno (cfr. Mt 28, 20; Hb 4, 14); quedará «para siempre» Sumo Sacerdote y Redentor (cfr. Hb 6, 20; Hb 7, 17) hasta establecer su Reino y entregarlo al Padre (cfr. 1Co 15, 24-28).
Emociona pensar que la Humanidad santísima de Cristo no fue asumida sólo por un tiempo determinado. La Encarnación fue decretada desde toda la eternidad, y el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, en el tiempo y en la historia, en los días de Cesar Augusto, permanece hombre para siempre, con un cuerpo glorioso en el cual resplandecen las señales de la Pasión. En la Humanidad de Cristo, unida ya indisolublemente a la Persona divina del Hijo, es de algún modo glorificada toda la creación (cfr. Col 1, 15-20; Ef 1, 9-10). Por eso tenemos una firmísima seguridad de que la doctrina de Cristo es inmutable como Él y terminará por transformar el mundo. Sabemos que todas las circunstancias de la vida humana, el trabajo, la vida familiar y social, los afectos, los dolores, todo adquiere en Cristo un nuevo y definitivo sentido. «La Iglesia cree que Cristo, que murió y resucitó por todos, ofrece al hombre luz y fuerzas, por medio del Espíritu Santo, para que pueda responder a su vocación; y que no se les ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo por el que puedan salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentran en su Señor y Maestro. Además, la Iglesia afirma que en el fondo de todos los cambios hay muchas cosas que no cambian, que tienen su último fundamento en Cristo, que es el mismo ayer y hoy y por todos los siglos» (Gaudium et spes, 10). De aquí la seguridad y la firmeza de cada cristiano. Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in saecula. ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos (Amigos de Dios, 127).

Hb 13, 9. Se enseñan dos mandamientos. El primero, la fidelidad en la doctrina, sin dejarse seducir por los que querían mantener todavía en vigor los preceptos de la Antigua Ley (cfr. Hch 20, 29-30; Ga 1, 6.7; Ga 3, 2-4; Ga 5, 12). Los cristianos no deben ceder al atractivo de las doctrinas nuevas que son «diversas», es decir, contradictorias y mudables, mientras que la verdad es una e inmutable, y son «extrañas» a la doctrina de Cristo.
El segundo mandamiento, expresado de forma implícita, probablemente resultaba claro para los lectores de la epístola, que conocían las extrañas prácticas de las sectas religiosas entonces existentes. Se afirma un principio fundamental: lo que da fuerza al corazón y lleva a tener una conducta moralmente buena no es el alimento material sino la gracia divina. La oposición entre la gracia y la comida es absoluta, aunque no se diga que esta última sea mala. Los alimentos «no aprovecharon» a los que los tomaron o siguieron tales prácticas. La gracia, en cambio, es la que sirve para todo. Es inevitable el recuerdo de Jn 6, 63: «El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve».

Hb 13, 10. El término «altar» alude con toda probabilidad a la mesa eucarística y posiblemente también a Cristo en la Eucaristía. No es posible participar, al mismo tiempo, del culto cristiano y de otras prácticas religiosas (cfr. 1Co 10, 21).
El texto enseña que el culto del Antiguo Testamento ha sido sustituido por el culto cristiano, que es la realidad, de la que el antiguo culto era como una sombra o anticipo.

Hb 13, 11-13. Hay que considerar este pasaje en el contexto del ceremonial veterotestamentario del gran «Día de la expiación» (cfr. Hb 9, 7-9; Hb 4, 14; Hb 9, 24; Hb 10, 20; Lv 16, 27). Jesucristo crucificado fuera de los muros de Jerusalén -ya que la pequeña altura del Calvario se levantaba fuera de la puerta de Efraim, al Noroeste de la ciudad- ha cumplido en Sí mismo la prefiguración de las víctimas sacrificadas, que eran quemadas fuera del campamento. Como el sacrificio del novillo y del macho cabrío, inmolados por los pecados del pueblo, permitía al Sumo Sacerdote entrar en el santuario, así la sangre de Cristo ha abierto el camino hacia el santuario del Cielo. Y como la piel, los huesos y la carne de las víctimas eran quemadas fuera del campamento, así Cristo salió de la ciudad. Pero la salida del Redentor encierra otro simbolismo. Salir de Jerusalén quiere decir también abandonar y declarar superado el culto judaico. Los primeros destinatarios de la epístola -que evidentemente son cristianos de origen hebreo- son invitados a abandonar la cómoda situación que viven en el Judaísmo, considerado como religión lícita en el Imperio Romano, y a no temer los riesgos -«el oprobio»- de seguir a Cristo, enfrentándose con odios por parte de los judíos y con persecuciones por parte de los paganos.
El «oprobio» hace referencia, tal vez, a que los restos de los animales sacrificados en el «Día de la expiación» hacían contraer una impureza legal (cfr. Lv 16, 24.26.28), pero alude directamente a la Cruz (que era «escándalo» para los judíos -cfr. 1Co 1, 23-) y a los escarnios que sufrió el Señor. La exhortación tiene, además, un sentido más amplio y es aplicable a los cristianos de cualquier tiempo, que deberán dejar aquello que les impida ser buenos discípulos de su Maestro. «También nosotros hemos de imitar a quien quiso padecer la cruz por nuestra salvación; hemos de salir de este mundo, o mejor dicho, de los asuntos vanos de este mundo» (Hom. sobre Hb, 13).

Hb 13, 14. Siguiendo un proceso cíclico, que ya otras veces había aparecido en esta epístola (cfr. Hb 9, 18-22.25), el autor sagrado asocia el tema del sacrificio expiatorio con el episodio del Éxodo. En definitiva, tres momentos en la historia de la salvación resultan de este modo vinculados entre sí. En primer lugar la salida de Egipto, con la celebración de la Pascua y el establecimiento de la Alianza en el Sinaí. Este primer episodio está marcado por el sacrificio del Cordero y por el sacrificio de expiación del Sinaí, cuando Moisés roció con la sangre a todo el pueblo y los libros de la Ley. Un segundo episodio, o mejor dicho un segundo punto de referencia, es el ceremonial del «Día de la expiación», que fue celebrado en el campamento durante la peregrinación en el desierto y luego en el Templo de Jerusalén. Tanto el Éxodo como el «Día de la expiación» tenían un sentido espiritual: el pueblo pedía perdón de sus pecados y pedía ser liberado de ellos, al mismo tiempo que celebraba la misericordia de Dios y la entrada en la tierra prometida. El tercer episodio es, evidentemente, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo que cumple y perfecciona lo que aquellas antiguas figuras anunciaban.
La vida de los cristianos es un éxodo (cfr. Hb 4, 1-11) porque se trata de salir del pecado y vivir en unión con Dios, participando de la Cruz del Señor. Es un éxodo porque tendremos que salir de esta tierra para entrar en el Cielo. La muerte, que es castigo del pecado (cfr. Rm 6, 23), es la condición necesaria para nuestra definitiva identificación con Cristo (cfr. Rm 6, 10-11): «Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9, 24; cfr. Mt 10, 39; Mt 16, 25; Mc 8, 35; Jn 12, 25).
Se señala la necesidad del desprendimiento cristiano (cfr. 2Co 5, 1-2; Flp 3, 20; Col 1, 5; 1P 1, 4): No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva, porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita (Amigos de Dios, 210).
La tensión de la vida cristiana es afirmada por el Concilio Vaticano II: «La esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular el empeño por cultivar esta tierra en donde crece ese Cuerpo de la nueva familia humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el Reino de Dios» (Gaudium et spes, nn. 37 y 39).

Hb 13, 15-16. El texto supone la distinción, que había en el Antiguo Testamento, entre el «sacrificio por el pecado» y los demás sacrificios ofrecidos por los creyentes. El primero, que se ofrecía públicamente, es el del famoso «Día de la expiación» de los judíos. Los demás sacrificios, sobre todo incruentos, de primicias, frutos, tortas de pan, etc., que los fieles presentaban a Dios como expresión de agradecimiento y alabanza, eran las «ofrendas pacíficas», entre las cuales destacaba la «ofrenda de alabanza» (cfr. Lv 7, 11; Sal 50, 14; Sal 116, 17).
En el Nuevo Testamento, los fieles, como ejercicio de su sacerdocio espiritual (cfr. Rm 12, 1; Hb 12, 28), ofrecen sacrificios agradables a Dios: la oración (el fruto de los labios que confiesan a Dios), la beneficencia, la limosna, etc.
Dios ya había recordado, por medio de los profetas, que abominaba de los sacrificios puramente exteriores (cfr. 1S 15, 22; Is 1, 11-17; Jr 6, 20; Am 5, 21-22), lo que quería era un corazón misericordioso y puro (cfr. Is 58, 6-8). Lo mismo había dicho Jesús (cfr. Mt 5, 23-24; Mc 11, 25; Lc 18, 9-14). Así, en la Nueva Alianza, Cristo quiere que todos los fieles cristianos ejerzan ese sacerdocio que consiste en hacer el bien y ofrecer a Dios los pequeños sacrificios diarios: «Como Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio también de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa incesantemente hacia toda obra buena y perfecta» (Lumen gentium, 34).

Hb 13, 17-19. Se subraya la obligación que tienen los cristianos de pedir especialmente por quienes desempeñan misión de gobierno.
«Dos cosas debemos a los que nos dirigen en el terreno espiritual. Primero obediencia para cumplir sus indicaciones; y luego veneración, para honrarles como padres y aceptar la disciplina que nos recomiendan» (Comentario sobre Hb 13, 3).
Tienes obligación de pedir y sacrificarte por la persona e intenciones de 'quien hace Cabeza' en tu empresa de apostolado. Si eres remiso en el cumplimiento de este deber, me haces pensar que te falta entusiasmo por tu camino (Camino, 953).

Hb 13, 20-21. La epístola termina de modo semejante a las cartas paulinas: una doxología y las palabras de despedida. En estos versículos se invoca al «Dios de la paz»; Él es el único que da la verdadera paz porque decretó la reconciliación de los pecadores por obra de Cristo. Al mismo tiempo Jesucristo es denominado el «Gran Pastor». Vuelve así a insinuarse el paralelismo entre el éxodo y la Antigua Alianza con la entrada en el Cielo.
Así como Moisés había introducido al pueblo de Israel en la tierra prometida como un pastor al frente de su rebaño (cfr. Is 63, 11), Jesucristo, el pastor por excelencia (cfr. Jn 10, 10-16; 1P 2, 25; 1P 5, 4), ha conducido a sus ovejas a la vida gloriosa.
El v. 21 se pone en relación con la doctrina cristiana acerca de la gracia de Dios y la correspondencia del hombre a esa gracia. Comentando este pasaje explica Santo Tomás que la expresión «os disponga con todo bien para que cumpláis su voluntad» equivale a que «Dios os haga querer todo bien», porque la voluntad de Dios es que nosotros actuemos con nuestra libre voluntad. De otro modo nuestra voluntad al no ser libre no sería buena; por otro lado la voluntad de Dios es siempre nuestro bien (cfr. Comentario sobre Hb, ad loc.). Dios prepara la voluntad del hombre para que éste quiera el bien. Después debe ser el hombre el que corresponda al impulso divino. Así Dios «cumple en nosotros lo que es agradable a sus ojos».

Hb 13, 22-24. La «palabra de exhortación» expresa la idea de discurso o tratado destinado a dar consuelo y ánimo. Incluso puede ser una alusión al tipo de discursos que se pronunciaban en la sinagoga (cfr. Hch 13, 15) como si el autor hiciera por escrito lo que no pudo realizar oralmente.
El «hermano Timoteo», bien conocido entre la primitiva cristiandad, es el discípulo de San Pablo y compañero de viaje a quien escribe las dos epístolas que llevan su nombre.
El saludo «a todos los que os presiden» muestra el respeto y la veneración que se tenía a los que estaban al frente de la comunidad (cfr. Hb 13, 7.17). Para la expresión «a todos los santos», cfr. notas a Rm 1, 7; 1Co 1, 2; Ef 1, 1.
«Los de Italia»: Como pensaron muchos Padres y antiguos comentaristas, la carta fue casi seguramente escrita en Roma

Hb 13, 25. La epístola concluye de forma similar a las cartas de San Pablo y en especial a Ef, Col, 1Tm, 2Tm y Tt. La «gracia» es el conjunto de todos los dones sobrenaturales que Dios concede al hombre por medio de Jesucristo. Es el anhelo de toda misión apostólica: que a todos alcance la gracia y que ninguno la pierda. Teodoreto de Ciro comentando este versículo señala: «Añade lo que acostumbra a decir al final pidiendo para ellos la participación de la gracia. Nosotros alabemos al legislador de lo nuevo y de lo antiguo y, para que obtengamos de Él su auxilio, pidamos que cuando cumplamos sus divinas leyes alcancemos los bienes prometidos, en Jesucristo nuestro Señor, para el cual es la gloria junto con el Padre, y el Santísimo Espíritu ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén» (Interpretatio Ep. ad Haebr, ad loc.).