Amigos de Dios

 «    La grandeza de la vida corriente    » 

1b [tb/m600319]: "Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque vosotros y yo estamos en el redil de Cristo".
"… porque todos los que aquí nos encontramos –y otros muchos en el mundo entero– …". San Josemaría, como es habitual en estas homilías, mantiene el tono directo y familiar de la meditación originaria, a la que solo asistía un puñado de miembros del Opus Dei, aunque ahora se dirige a cuantos en el mundo entero se consideran sinceramente –como aquellos oyentes primeros– discípulos de Cristo y se esfuerzan seriamente en practicar la fe.

1c [tb/m600319]: "Hice poner en el oratorio del Padre aquel Cristo con ovejas a derecha e izquierda, y he hecho poner en el oratorio de San Miguel, en la portezuela donde se guardan los báculos, el texto evangélico: Ego cognosco oves meas et cognoscunt me meae (Ioann. X, 4). Bien a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla". (Nota del Editor: Se alude en este pasaje de la meditación originaria a dos de los oratorios que san Josemaría dispuso construir en la sede central del Opus Dei en Roma. El denominado, con expresión familiar, "oratorio del Padre" –pues en él celebraba habitualmente la Santa Misa san Josemaría, y la siguen celebrando sus sucesores–, tiene como nombre oficial el de "Oratorio de la Santísima Trinidad", pues está dedicado a las Tres Divinas Personas. En el "Oratorio de San Miguel", dedicado, como su nombre indica, al Arcángel, se guardaban unos pequeños báculos que, como elemento decorativo, pero lleno al mismo tiempo de sentido institucional y teológico, se iban sucesivamente colgando en la pared, uno por cada año en que san Josemaría estuvo al frente de la Obra).
"Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas…". El texto de la homilía recoge, con otras palabras, los aspectos señalados en la anterior "Nota del Editor".
Nota del Editor: El libro del Eclesiástico, citado en la nt. 4 (cfr. Ecclo XVIII, 13), es conocido en ámbito cristiano con ese nombre desde el siglo III. Antes, en la mayoría de los manuscritos griegos cristianos y en algunos latinos, es nombrado como "Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac", o simplemente "Sabiduría de Sirac". En la actualidad, aunque se mantiene el nombre de Eclesiástico, va siendo común denominarlo también "Sirácida", y en ese caso las referencias se indican con las siglas de ambos títulos Sir y Ecclo. La nota 4 sería entonces escrita como: Sir (Ecclo) XXIV, 13. No obstante, nos ha parecido que no era necesario introducir aquí ese retoque, y dejamos la referencia tal como está.

2 [tb/m600319]: "Estamos en el redil y estamos para algo. Haec est voluntas Dei; sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3). Estamos en el redil para hacernos santos".
"No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima". En este breve n. 2, de un único párrafo, está condensado, en cierto modo, todo el contenido de la homilía, significativamente expresado también en el ladillo: "Dios nos quiere santos". Punto central de la enseñanza de san Josemaría, constantemente recordado desde el 2 de octubre de 1928, es la llamada universal de los bautizados a la santidad, o, con otras palabras, el anuncio de que la meta o cima de una existencia auténticamente cristiana es la santidad.

3 [tb/m600319]: "Recuerdo que una vez, hace tantos años, visitaba la catedral de Valencia, donde está la sepultura del venerable Ridaura. Y me contaron que a este hombre, cuando era ya muy viejo le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted? Y él respondía: poquets: los que llevo sirviendo a Dios. Hijos de mi alma, de verdad que para muchos de vosotros, se cuentan con los dedos de la mano los años que tenéis, porque lleváis pocos sirviendo a Nuestro Señor con una completa dedicación. Y Dios nos quiere santos. Haec est enim voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3). Por tanto nuestra vocación exige la santidad, que no es una santidad cualquiera, no es una santidad común, no es solo eximia, sino heroica. Esto no son meras palabras: os podría contar tantas cosas de vuestros hermanos, de aquellos que vivieron la primera hora con este pobre hombre que es el Padre".
"… pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura". El V. P. Mossen Gregorio Ridaura, beneficiado de la Catedral de Valencia, nació en Alcoy en 1641 y falleció en Valencia en 1704; gozó en vida, y sobre todo tras su muerte, de gran fama de santidad. Está enterrado en el pavimento de la Catedral de Valencia, frente a la capilla y altar de San Sebastián. Hemos incluido en las páginas introductorias de este volumen un facsímil del lugar. Sobre el hecho narrado en la homilía, cfr. J.L. CORBÍN, La Valencia que conoció San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, Valencia, Carena Editors, 2002, p. 68. Sobre el Venerable Ridaura, cfr. Biografía de Mosen Gregorio Ridaura y Pérez, Valencia 1945, 45 pp.; F. RAMÍREZ DE LUQUE, Colección de santos mártires, confesores y varones venerables del clero secular, tomo III, Madrid 1805, pp. 87-88.
"… cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios". La expresión y la idea fueron utilizadas por san Josemaría en diversas ocasiones. Así puede comprobarse, por ejemplo, en algunos de sus guiones de predicación pertenecientes al mismo entorno temporal (1960-1970) del texto aquí comentado. El 18 de febrero de 1975, en una reunión con sacerdotes en la ciudad de Guatemala, recordó de nuevo esa anécdota a los asistentes. Precisamente en aquellos meses primeros de 1975, y más aún en los meses finales de 1974, había terminado en Roma la revisión del texto de las homilías aún no publicadas de Amigos de Dios, y entre estas, la que ahora comentamos. Es probable que, con ese motivo, guardara un recuerdo reciente de la anécdota narrada.
"Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano…". Los destinatarios directos de la meditación m600319, que está en la base de esta homilía, eran alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, recién egresados, en su mayoría, de las aulas universitarias o en los primeros compases de la vida profesional. Hombres jóvenes, por tanto, y como tales con pocos años de seguimiento de Cristo en el Opus Dei. San Josemaría sintetiza ese número de años con la usual fórmula: "se cuentan con los dedos de una mano", aunque no en todos los casos fueran menos de cinco. Lo que quiere destacar es la importancia de la calidad de la entrega y de la disposición de recomenzar siempre, con independencia del tiempo que se lleva sirviendo al Señor. Es una idea habitual en su predicación. Alrededor de ella, por citar un ejemplo no lejano en el tiempo a esta homilía, gira la meditación que predicó san Josemaría en Roma el día 9-I-1968, con ocasión de su LXVI cumpleaños (el guión se conserva en AGP, A.3, 186-1-15), construida en torno al "super senes intellexi quia mandata tua quaesivi" del Salmo 118, 100. Es la fidelidad a Dios –insiste–, y no los años, lo que otorga sabiduría y santidad, y anota de sí mismo: "siempre estoy comenzando", queriendo ser siempre como un niño delante de Dios.
"… a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio". En la segunda parte del párrafo que anotamos aparecen dos elementos centrales, no ya solo de esta homilía sino del conjunto del libro (y, más propiamente, del espíritu fundacional desde el que está escrito). El primero se encierra en la frase: "a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio", que da testimonio de la secularidad constitutiva y definitoria de la vocación al Opus Dei, dirigida a personas que se entregan plenamente a Dios sin necesidad de salir del lugar que ocupan en la sociedad; el segundo se advierte en el vigor con que san Josemaría quiere destacar ("grabar a fuego en el alma") la dimensión de totalidad de la llamada cristiana a la santidad, que, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, y con su ayuda, pide no una vida interior mediocre o un ejercicio banal de la virtud, sino "heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión".

4 "… que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto por las encrucijadas aparentemente más vulgares…". En continuidad con lo anterior, insiste el Autor en que Jesucristo se deja encontrar por quienes le buscan, aun en las situaciones más comunes ("más vulgares") de la vida corriente. Y ahí mismo –sin salir del propio lugar– les llama a seguirlo con valentía, sean cuales fueren las condiciones materiales, culturales o sociales de su entorno. Cuando san Josemaría pronunciaba (en 1960) la meditación que daría base a esta homilía, y más aún cuando puso esta por escrito (en la primera mitad de la década de 1970), la situación general de la sociedad era complicada. La convicción de fe y esperanza que quiere transmitir a todos (Cristo nos llama a la santidad en cualesquiera circunstancias) trasciende, aunque no suprima, todas las dificultades: en realidad, "estas crisis mundiales son crisis de santos". Sobre esta última afirmación, característica del Autor, cfr. C, 301, y el comentario a ese punto en la edición crítico-histórica de ese libro, preparada por P. RODRÍGUEZ, Madrid, Rialp, 2004, 3ª ed., pp. 483-486 (en adelante citaremos esta obra como: C ed. PR).

5a "Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos". En el lenguaje ascético cristiano la expresión "vida interior" significa vida de unión con Dios, de identificación con su Voluntad, de amistad con Él. Enuncia bien su contenido Salvador Canals cuando, inspirándose en el pensamiento de san Josemaría, escribe: "¿Quieres saber, amigo mío, si eres alma de vida interior? Hazte esta pregunta: ¿Dónde vivo habitualmente con mis pensamientos, con mis afectos, con mis deseos? Si tus pensamientos, tus afectos, tus deseos convergen hacia Jesucristo, es prueba cierta de que eres alma interior. Pero si tus pensamientos, tus afectos y tus deseos te llevan lejos de Dios, es signo, también cierto, de que no eres alma de vida interior. Porque no debes olvidar que ubi thesaurus vester est, ibi et cor vestrum erit, que allí donde está tu tesoro, allí está también tu corazón" (S. CANALS, Ascética meditada, Madrid, Rialp, 1976, 12ª ed., pp. 35-36).
"Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado". En la doctrina espiritual de san Josemaría, la llamada del cristiano a la santidad tiene como correlato inseparable "la obligación del apostolado". Vocación a la santidad y vocación al apostolado son las dos caras de una misma realidad.

5b "Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean".- Formula en este párrafo el Autor una idea característica de su espíritu, que comparece por lo mismo, con asiduidad, en su enseñanza: la eficacia del trabajo apostólico radica, principalmente, en la autenticidad de la vida interior de quien lo realiza. En C, 82 (con una frase redactada por vez primera en 1930; cfr. C ed. PR, p. 294), por ejemplo, escribe: "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en ‘tercer lugar’, acción". Encontraremos y anotaremos de nuevo la misma idea en otros lugares de este libro (cfr., por ejemplo, infra, 239c).
"Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero". La frase, como todo el párrafo, encierra una extraordinaria afirmación de fe en la eficacia apostólica de la lucha sincera por la santidad. Dios ha querido "necesitar" de la fidelidad de sus hijos, y la ha asociado a la continuada realización de la obra redentora en cada época histórica. La entera humanidad, aun cuando muchos no sean conscientes de ese beneficio, necesita del influjo religioso, moral y cultural del cristianismo. San Josemaría no está haciendo, sin embargo, en este párrafo, consideraciones genéricas: su intención y sus palabras –lo muestra también con claridad el número sucesivo– van dirigidas, de modo personal y directo, a quienes le escuchaban en la meditación originaria, o a los actuales lectores de la homilía. "Sin eufemismos", afirma con persuasión. En una ficha autógrafa, fechada en julio de 1941, y probablemente usada en su predicación a personas del Opus Dei, escribe de modo análogo: "+Nuestra vocación es de santidad. Sin eufemismos, lógicamente: o santo o fuera.– Ahondar en nuestro Camino: conocer a Dios y conocerme… y obrar en consecuencia, cueste lo que cueste.– (…) Optimismo y alegría. Pero, acordarse de aquellos que volvieron la cara atrás…" (en AGP, A.3, 186-5-5).

6 "Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo". Con un firme apoyo en la tradición doctrinal y espiritual de la Iglesia, pero al mismo tiempo con matices propios muy característicos –como hemos indicado con cierta amplitud en la "Introducción General"–, san Josemaría contempla e insta al "cristiano corriente" –destinatario inmediato de su enseñanza– a comportarse como alguien que, gracias a los dones bautismales, es y puede ser llamado "otro Cristo" (alter Christus). Más aún, como seguidor e imitador del Maestro, con el que desea identificarse, cabe denominar a ese cristiano como "el mismo Cristo" (ipse Christus), por su encendida caridad y su eficaz acción apostólica: Cristo, en verdad, vive en sus fieles ("vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí", Ga 2, 20), y sigue obrando la salvación por medio de ellos. "Alter Christus, ipse Christus es el cristiano que, sabiéndose hijo del Padre en Cristo por el Espíritu Santo, se sabe también llamado a seguir de cerca al Señor en las circunstancias de cada día, cooperando con Él en la obra de la Redención" (ECP ed. AA, 104c). Bajo esos apelativos –que seguiremos encontrando a lo largo del libro– subyace una teología del don y de la vocación bautismales, que ha sido ya objeto de numerosos estudios, y lo seguirá siendo en el futuro. Nos limitamos a señalar algunos lugares en los que se trata con mayor o menor amplitud, pero con acierto, la cuestión. Cfr., por ejemplo: TANZELLA-NITTI, "Perfectus Deus"; P. O’CALLAGHAN, "The Inseparability of Holiness and Apostolate. The Christian, ‘alter Christus, ipse Christus’, in the Writings of Blessed Josemaría Escrivá", Annales theologici 16 (2002), pp. 135-164; J.L. ILLANES, "El cristiano alter Christus-ipse Christus", en ID., Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, Eunsa, 2003, pp. 281-300; ARANDA, "El bullir de la sangre de Cristo", pp. 203-254; ID., "En torno al ‘alter Christus, ipse Christus’", pp. 763-793; BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 78-102; M. DE SALIS, "Fieles cristianos", en DSJ, pp. 508-511.
"En esto consiste la santidad". La esencia de la santidad cristiana ha quedado definitivamente expresada por san Pablo cuando enseña que Dios nos ha elegido en Cristo "para que seamos santos y sin mancha en su presencia, por el amor" (Ef 1, 4). La santidad se alcanza –progresivamente en esta vida y plenamente en el cielo– por la vía del amor a Dios, y a los demás por Dios, pues no es otra cosa sino la perfección de la caridad, como ha querido indicar el Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, 40), de acuerdo con la revelación bíblica y la tradición espiritual de la Iglesia, en la que ocupa un lugar propio la doctrina de san Josemaría. El texto del evangelio de san Mateo citado en este párrafo ilumina a radice la profunda conexión entre santidad y caridad, en la que el pensamiento cristiano no puede cansarse de profundizar. En Amigos de Dios encontramos constantemente reafirmada esa íntima unidad entre ambas, y en especial lo veremos al analizar la homilía Con la fuerza del amor (nn. 222-237). Justamente porque el camino de la santidad en esta vida solo puede ser el del progresivo crecimiento en la caridad, es preciso decir, como también se lee en este párrafo, que no existe "una santidad de segunda categoría": afirmar eso sería una incongruencia. No hay más que una y la misma santidad para todos los fieles cristianos, alcanzada por cada uno de acuerdo con la gracia y los distintos dones recibidos, y con su fiel correspondencia. Esta enseñanza, que san Josemaría proclamaba desde 1928 al enunciar su doctrina de la llamada universal a la santidad, ha sido firmemente declarada en el mismo documento antes citado del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, 39-41).

7 "Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana". Comienza el Autor a describir, siguiendo las líneas conductoras de su espíritu, el itinerario de la santidad del cristiano corriente, en el que ocupa un puesto central el delicado empeño por cuidar, por amor de Dios, las "cosas pequeñas" ("detalles nimios", "realidades menudas"), que componen el "trabajo" y "las obligaciones de cada día". A este argumento (el valor santificador de las cosas pequeñas hechas por amor), siempre importante en san Josemaría, se dedican algunos de los párrafos inmediatos así como otros posteriores (cfr., por ejemplo, 18a, 20b, 312d), por lo que tendremos ocasión de retomarlo. Cfr. también C ed. PR, pp. 19, 307, 681, 813-830; ECP ed. AA, 9e, 37c, 82f, 172b; BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 465-471; E. REINHARDT, "Cosas pequeñas", en DSJ, pp. 284-289. Sobre la ascética de las cosas pequeñas en autores clásicos, como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o santa Teresita del Niño Jesús, con los que enlaza de algún modo san Josemaría, puede verse E.G. HENNESSEY, La noción de "cosas pequeñas" en cuatro autores espirituales del "Siglo de Oro" español, Roma, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 2009.

8a [tb/m600319]: "Y pensando en aquellos hijos míos, que a la vuelta de los años, podrían ponerse a soñar –como Tartarín de Tarascón– en cazar leones por los pasillos de su casa, cuando allí no hay más que ratas, si acaso, y cosas pequeñísimas".
"Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar –con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón– en la caza de leones por los pasillos de su casa…". Al igual que en ECP, 36f (cfr. ECP ed. AA, in situ), y con la misma intencionalidad, vuelve aquí san Josemaría a recordar el personaje literario creado por A. Daudet. La idea que quiere resaltar es la misma en ambos casos: la santidad a la que Dios nos llama no es fruto de grandes hazañas, que para la inmensa mayoría de los hombres nunca serán realidad, sino la que se alcanza a través del oculto pero auténtico heroísmo de la existencia cotidiana, santificada a través del ejercicio de las virtudes en las pequeñas "batallas" de cada día.

8b [tb/m600319]: "Casi nunca hay ocasión de llevar a cabo cosas grandes. En cambio, sí que hay cosas pequeñas, continuamente: saepius, muchísimas veces se puede demostrar el amor que tenemos a Jesucristo cuidando las cosas pequeñas".

9a [tb/m600319]: "Después de ver que nuestro fin es la santificación para el apostolado –somos santos para santificar–, consideremos que nosotros, pocos, somos levadura para la masa. Nos interesan todas las almas".
"… percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar". Las misteriosas palabras de Cristo citadas al comienzo del párrafo 9a, de incalculable alcance sobrenatural en cuanto pronunciadas por el Hijo de Dios hecho hombre, alumbran al mismo tiempo una clara convicción cristiana de fondo, que san Josemaría asume y comunica como algo propio. Podría enunciarse así: mi lucha por la santidad solo es auténtica si también se ocupa (con oración y con obras) de la santidad de los demás, es decir, de su encuentro personal y perdurable con Cristo. La santidad cristiana tiene alma apostólica. Un buen lema para expresarla puede ser la frase, de entraña cristológica, que escribe el Autor: "hemos de ser santos para santificar".
"… he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género". El sujeto de la obra salvadora de Cristo –"que se entregó a sí mismo en redención por todos" (1Tm 2, 6)– es el género humano, desde Adán hasta el final de los tiempos. Esa misma ha de ser, en consecuencia, la finalidad de la misión apostólica de los discípulos de Cristo, durante el tiempo –denominado "tiempo de la Iglesia"– que va transcurriendo entre la resurrección del Señor y su segunda venida. "Todos", repite incansablemente el Nuevo Testamento, poniéndolo en labios de Jesús o de los apóstoles: "Id y haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19); "Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15); Dios "quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 6); etc. Ese "omnes" neotestamentario es el que late en el "nos interesan todas las almas" de san Josemaría. Le atraía ese término con su carga apostólica. En una oración-jaculatoria que compuso en los comienzos del Opus Dei, repetida hoy por muchos en todo el pueblo de Dios, escribió: "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam". El sentido que le daba queda muy claro, por ejemplo, en el siguiente texto: "Afán de almas: tenemos el deseo vehemente de ser corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, y Él, dedit redemptionem semetipsum pro omnibus (1 Tim II, 6), se dio a sí mismo en rescate por todos. Unidos a Cristo y a su Madre Bendita, que es también Madre nuestra, Refugium peccatorum; fielmente pegados al Vicario de Cristo en la tierra –al dulce Cristo en la tierra–, al Papa, tenemos la ambición de llevar a todos los hombres los medios de salvación que tiene la Iglesia, haciendo realidad aquella jaculatoria, que vengo repitiendo desde el día de los Santos Ángeles Custodios de 1928: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!" (Carta 9-I-1932, n. 82).

9b [tb/m600319]: "Jamás un hijo mío debe tratar mal a ninguna persona. Al error le llama error, pero al que está en el error le trata con mucha caridad. Si no, no hay modo de santificarlo. Hay que convivir, hay que comprender, hay que ser fraternos, hay que poner amor donde no hay amor para sacar amor. Hemos venido a hacernos santos, a aprovechar todas las cosas que están a nuestro alrededor o en nuestras manos, santificándonos a nosotros y santificando a los demás".
"Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; (…) también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales". No deje el lector de advertir, si quiere calar en el espíritu con que están escritas estas homilías, los permanentes trazos de secularidad y, por decirlo así, de "normalidad ciudadana", con los que san Josemaría dibuja y precisa las actitudes requeridas a "un discípulo de Cristo". Al hablar aquí de convivir fraternamente con todos, de "poner amor", no excluye, como es lógico, ninguna circunstancia de la vida real de las personas, pero le viene espontáneamente a los labios y a la pluma la referencia al trabajo profesional y a las relaciones interpersonales de quienes, siendo enteramente de Cristo, son también plenamente del mundo, sin ser mundanos. Estos destellos de luz fundacional son frecuentes en el libro; sin ir más lejos, en la frase sucesiva.
"… aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos". Emplea aquí el Autor una forma de decir –la triple mención del verbo "santificar", con un mismo sujeto y predicados distintos–, clásica y característica entre las suyas, y sintéticamente expresiva de un elemento esencial de su doctrina fundacional. Lo es, en especial, cuando la realidad concernida es el trabajo personal de cada uno. La fórmula "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo" –en la que encaja naturalmente la que ahora comentamos (basta unir, sin separar, a ese "trabajo" de cada día los "afanes o actividades" que cada uno ha de realizar)–, nos sitúa ante uno de los grandes núcleos teológicos que estructuran el espíritu y la vida del Opus Dei. Quizás pudiéramos llamarlo el más peculiarmente suyo. San Josemaría lo refrenda sin cansancio, con sus palabras y en sus escritos, desde los inicios de su misión fundacional. En Amigos de Dios lo encontraremos en distintas ocasiones (cfr., por ejemplo, infra, 61c y 120a). De la extensa bibliografía al respecto –que se puede ver completa en el apartado correspondiente de este volumen–, señalamos ahora solo algunos trabajos, portadores a su vez de abundantes referencias de las obras de san Josemaría y de estudios sobre ellas. Vid., por ejemplo, ECHEVARRÍA, "Santificación del trabajo", en ID., Itinerarios de vida cristiana, pp. 209-221; OCÁRIZ, "El concepto", pp. 263-271; ARANDA, "Identidad"; P. DONATI, "Senso e valore della vita quotidiana", en CLAVELL (ed.), La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, pp. 221-263; BURKHART-LÓPEZ, 3, pp. 134-221; ILLANES, "Trabajo (Santificación del)"; ID., "La vida ordinaria entre la irrelevancia y el heroísmo", en G. FARO (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Lavoro e vita quotidiana, Roma, Edusc, 2003, pp. 19-38; C. MICHON, "La prose du monde", en ibid., pp. 85-112; J. PEÑA VIAL, "Mística ojalatera y realismo en la santidad de la vida ordinaria", en ibid., pp. 117-136; A. RAMOS, "The Unity of the Ordinary Life: The Quest for the Good and the Divine", en P. O’CALLAGHAN (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa, Roma, Edusc, 2004, pp. 45-60.
"… sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención". Sobre el sentido de estas palabras, o de otras análogas, también usadas a veces por san Josemaría, como, por ejemplo: "ser corredentores con Cristo", cfr. lo que se ha dicho en la "Introducción General", Primera Parte, 5, a.2: "Inherencia de la misión de los cristianos en la misión del Redentor". La lectura de la frase en la que se encuentran las palabras que anotamos permite comprender perfectamente el sentido de las precedentes ("aprovecharemos… corredención"). Como hemos señalado en el lugar recién recordado, la "corredención" a la que se refiere san Josemaría (que básicamente usa esa terminología tal como la encuentra en el magisterio y en la literatura espiritual de su época), ha de entenderse como un modo de denominar la colaboración de los cristianos en cada momento histórico, a través de su lucha personal por identificarse espiritualmente con Cristo, de su docilidad al Espíritu Santo y de su afán apostólico, en la efectiva aplicación –a modo de instrumentos libres y responsables– de la obra salvadora de Jesucristo, que es el único Redentor, en la santificación de las personas con las que, en ese concreto momento de la historia, conviven. El sentido de tal colaboración (de ese "sentir", que es sobre todo asumir libre y responsablemente, "el peso dulce y sugestivo de la corredención") está contenido, como hemos dicho, en las palabras previas, que hablan del empeño personal del cristiano en su propia santidad y en el apostolado en medio de las tareas de cada día. Este es el espíritu de san Josemaría, y la clave del sentido que él da a la terminología de "corredención".

10a [tb/m600319]: "Pero vamos, hijos míos, a seguir con esta vieja nota, aunque nos salgamos casi siempre al margen. Yo escribí aquí unas palabras de Teresa de Jesús: todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios. El mal está en olvidarse de la vocación, del fin nuestro, que es hacernos santos. No lo podemos olvidar ni a la hora de distraernos".
"Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo". Subyace, en este párrafo 10a y en el siguiente, otro de los principios fontales que alimentan la enseñanza ascética y espiritual del fundador del Opus Dei: su doctrina sobre la "unidad de vida", que subraya el unum de intencionalidad y de sentido que, en el sujeto cristiano, por la acción de la gracia y por su correspondencia, forman la vida de oración, el trabajo profesional y la acción apostólica. El "punto de mira sobrenatural" mencionado en el pasaje (san Josemaría habla también con frecuencia de "visión sobrenatural"), puede ser descrito sencillamente como un "mirar desde Dios" los sucesos y circunstancias de nuestra vida personal: verlos con espíritu de fe, según la perspectiva con que Dios los contempla, que es la plenamente verdadera. Nada hay en la vida cotidiana de cada uno, así mirada, con fe y según Dios, que resulte ajeno a la llamada a la santidad y al apostolado, que es su sentido último. Todo en mi existencia de cristiano está exigiendo la unidad que procede de la fe y de la esperanza, informadas por la caridad: la unidad de sentido y de perspectiva aportados por el "punto de mira sobrenatural". En definitiva, la "unidad de vida".

10b [tb/m600319]: "Ya podéis llegar al colmo de vuestra actividad profesional, ya podéis tener esa libérrima actuación personal en las actividades temporales… (…), pero yo os digo que si os olvidáis de haceros santos habréis fracasado".
"… si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino". "Sentido sobrenatural" es otro modo de nombrar ese elemento estructural –la unidad de vida– que brota del espíritu de san Josemaría. En lo que hasta aquí hemos visto de la homilía (cuyo título, La grandeza de la vida corriente, es su mensaje), pero más aún en lo que resta por considerar de ella, y en todo el libro, se infiere la necesidad, a la que exhorta el Autor, de mirar las cosas personales, grandes o pequeñas –"todo nuestro quehacer humano"– desde Cristo. Él es el Camino; las vías personales que transcurren al margen de Él son, para un cristiano, sendas erradas. En la homilía final del libro (Hacia la santidad), que constituye asimismo su cumbre, leemos: "Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo" (299b). Esa es, pues, la vía de la unidad de vida y del sentido sobrenatural.

11 [tb/m600319]: "Nunca he preguntado a nadie lo que piensa en política: no me interesa. Tenéis libertad plena en asuntos de política, en cosas sociales, etc. Me interesará si veo que os pasáis de la raya. Esto no lo entienden los que no saben qué es la libertad".
"Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, (…) no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz". El argumento abordado en esta "corta digresión", como la denomina el Autor, se encuentra ampliamente desarrollado en la homilía que sigue a esta; entonces, y no ahora, será el momento de fijar la atención en la noción de libertad que utiliza san Josemaría, y en sus consecuencias. Baste ahora con decir que la sustancia de dicha noción ha quedado ya reflejada en la frase que comentamos, que habla de la libertad que Jesucristo ha ganado para nosotros con su muerte y su resurrección: la libertad liberada del pecado.

12 [tb/m600319]: "Ante Dios el éxito corresponde al hombre que sabe ser santo de veras. ¡Ser santo! Por eso hay mucha gente por ahí que fracasa. Nosotros no podemos fracasar si tratamos de cumplir la voluntad de Dios, dándole gloria y extendiendo su reinado en el mundo".
"Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria el que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia". El cristiano del que habla aquí san Josemaría, como en todo el libro –el "cristiano auténtico"–, es el que libre y conscientemente sigue, imita y trata de identificarse con Cristo: el que lucha por conseguirlo. En otras palabras, aquel que, por razón de la fe y la formación recibidas, así como por su personal correspondencia, se sabe hijo adoptivo de Dios, llamado en Cristo a la santidad y al apostolado. Según esto, la idea reflejada en las palabras que comentamos es muy clara: entre "ser cristiano" y "ser cristiano auténtico" no caben opciones intermedias. No quiere esto decir que quien no responda a esa figura no sea cristiano: lo es todo aquel que ha recibido el Bautismo. Pero por esa misma razón está llamado a comprometerse con su fe, a crecer en ella, a confirmarla con su comportamiento. La gracia bautismal hace al hombre cristiano, pero solo es "cristiano auténtico", en el sentido que aquí consideramos, el que lucha día a día por ser congruente, de acuerdo con su formación, con el don recibido. Sobre este punto, siguiendo la enseñanza de san Josemaría, vid. J.L. ILLANES, "Llamada a la santidad y radicalismo cristiano", Scripta Theologica 19 (1987), pp. 303-322.

13a [tb/m600319]: "Me daría una pena muy grande saber que un hijo mío ha tranquilizado su conciencia con una piedad que lleva a hacer un poco de oración por la mañana y quizá por la tarde, porque no cumple siempre las Normas, y a cuidar el estómago teniéndolo tranquilo por comer a horas fijas; y que lleva etiqueta de santo. ¡No! No quiero etiquetas de santos. Os quiero santos de cuerpo entero, santos de verdad".
"No nos conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno alimento espiritual". Ser un cristiano "de cuerpo entero" o "de una pieza" significa, de acuerdo con el usual sentido de esas locuciones habituales en la lengua castellana, ser una persona bautizada, íntegra y cabal, firme en la fe (cfr. 1P 5, 9), de conducta coherente en cualquier circunstancia con su condición de discípulo de Cristo. Es un modo distinto de referirse a la nota de unidad ("unidad de vida") que engrandece el diario acontecer personal, familiar, profesional, social, etc. de quien básicamente se sabe "un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro Cristo", sin dobleces ni intermitencias.

13b [tb/m600319]: "Hijos míos, ya sabéis vosotros, como yo, que la vida interior consiste en comenzar cada día; sabéis, como yo, que hay que luchar continuamente; y sabéis, como lo sé yo, que hay pequeños reveses que, a veces, nos parecen muy grandes, porque son falta de amor de Dios, de entrega, de espíritu de sacrificio. No os preocupe".
"Por experiencia personal os consta –y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos– que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día". La última parte de la frase enuncia un principio fundamental de la vida espiritual, recordado sin cansancio por san Josemaría en su enseñanza oral y escrita. Solía unirlo a su doctrina sobre la conversión cristiana (las sucesivas conversiones del cristiano en su caminar junto a Cristo), y a sus comentarios de la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Es como una "idea-madre", que deseaba inculcar en cuantos le oían o leían sus escritos, con el fin de ayudarles a sostener una lucha ascética continuada, por encima de las circunstancias favorables o adversas y del vaivén de los sentimientos. Lo encontraremos varias veces en este libro (cfr., por ejemplo, infra, 31a, 94c, 214e, 219b; cfr. también, ECP, 57-67, 75a, 114b; C, 292; F, 119, 384; etc.).
"… a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma…". El estilo de predicación de san Josemaría (no olvidemos que leemos una homilía escrita, basada en una meditación oral) denotaba, como aquí señala él mismo –pero también aunque no lo señalara, como pueden testimoniar cuantos lo oyeron, entre otros quien edita estas páginas– que al predicar, además de hablar a los demás, estaba hablando con Dios. Sus meditaciones eran, ante todo, oración personal. Esa era una razón de su atractivo, como sucede también, de otro modo, con sus escritos espirituales, redactados con presencia de Dios. El pasaje que comentamos tiene muchos paralelos en este libro (cfr., por ejemplo, 61a, 117a, 125d, etc.), que ayudarán al lector –en especial, si tiene función de predicación en la Iglesia– a captar los múltiples matices de un estilo cercano y auténtico de transmitir la palabra de Dios, que tanto llega a las almas.

14a [tb/m600319]: "En aquellos primeros años después de la guerra española, iba yo mucho por Valencia y hacíamos la oración donde podíamos, a veces en la playa".
"… hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una playa solitaria". La mencionada playa, en la que se desarrolla la escena narrada a continuación, es probablemente la conocida con el nombre de la Malvarrosa. Así lo sostiene CORBÍN, La Valencia que conoció San Josemaría Escrivá, pp. 35-36.

14b [tb/m600319]: "Un día, al atardecer, en una de esas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y salieron de ella unos hombres morenos, quemados por los vientos del mar, mojados, que parecían de bronce. Y comenzaron a tirar de la red que traían con la barca, dentro del agua. Tiraban haciendo hincapié, los pies hundidos en la arena, con una fuerza maravillosa. De pronto vino un niño, y se acercó a ellos, agarró de la cuerda con sus manecitas y empezó a tirar también. Y aquellos hombres rudos, nada refinados, sintieron su corazón enternecerse, y dejaron al niño entre ellos, aunque más bien estorbaba".
"Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla…". La escena descrita con tanto detalle en este párrafo dejó un recuerdo imborrable en san Josemaría, pues ya entonces, en el momento mismo de realizarse, había suscitado en él –en su alma de fundador– un significado "a lo divino", ligado a la misión que tenía encomendada, y que va a quedar desvelado en el párrafo siguiente. Refirió aquellos hechos en múltiples ocasiones. Una de estas –una Carta de 1957–, nos permite conocer también la fecha aproximada (sólo el año) en que tuvo lugar el suceso: "En 1940, en la playa de Valencia, pude ver cómo unos pescadores –recios, robustos– arrastraban la red hasta la arena. Un niño pequeño se había metido entre ellos, y tratando de imitarles, tiraba también de las redes. Era un estorbo: pero observé que la rudeza de aquellos hombres de mar se enternecía, y no apartaban al pequeñín, dejándole en su ilusión de ayudar en el esfuerzo. / Os he contado muchas veces esta anécdota, porque a mí me conmueve pensar que Dios Nuestro Señor nos deja a nosotros también poner la mano en sus obras, y nos mira con ternura, al ver nuestro empeño en colaborar con Él" (Carta 29-IX-1957, n. 65). El citado libro de J.L. Corbín (cfr. ibid.) sugiere que la escena se desarrolló no en 1940, sino en 1941 y en el entorno del 23 o 24 abril; sin embargo, no lo documenta.

14c [tb/m600319]: "Pensé en vosotros y en mí. En vosotros, que no erais todavía de Casa, y en mí, en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos hacemos pequeños delante de Dios Nuestro Señor, es más fácil que nos hagamos santos, y traeremos la red a la orilla, llena de peces, que brillan como la plata, porque donde no llegan nuestras fuerzas, llega la fortaleza de Dios".
"Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas". Mantiene el Autor, en este pasaje de la homilía, con algún ligero retoque, el texto de la meditación de 1960, dirigida a personas de la Obra: "Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí". No parece importarle el cambio de destinatarios, porque la frase tiene un sentido amplio. Así como, en el niño que tiraba de la cuerda con sus pocas fuerzas, se veía san Josemaría a sí mismo, ocupado en la tarea de ir sacando adelante, con esfuerzo, la tarea apostólica encomendada, así también, en ese "vosotros", contemplaba tanto a quienes en 1940 le acompañaban en la playa como a los que le escuchaban en la meditación romana de 1960, como, asimismo, a los que participarían de algún modo en el futuro de su espíritu fundacional, y se sentirían impulsados por Dios "a secundar sus designios", arrastrando "la red hasta la orilla". A todos –empezando por sí mismo– se dirige en las palabras finales: "donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios".

15-17 "Sinceridad en la dirección espiritual". En los nn. 15-17 desarrolla el Autor un nuevo apartado, de notable importancia en la homilía y en el conjunto del libro. La doctrina expuesta en esos siete párrafos, sintetizada en el título que comentamos, será reiterada con fuerza en otros pasajes del libro (cfr., por ejemplo: 82b, 141b, 185e, 186a, 188a, 189b, etc.). Constituye un punto de referencia permanente en todas sus obras de carácter espiritual y ascético como puede comprobarse, por ejemplo, entre otras, en ECP: 93c, 97a; C: 47, 64-65, 862, 932; S: 148, 325, 332, 335-337, 339; F: 127-128, 193, 530, 575, 930; etc. Cfr. V. BOSCH, "Teología de la sinceridad a través de los escritos del beato Josemaría Escrivá", en O’CALLAGHAN (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa, pp. 99-114.

15b [tb/m600319]: "Sed sincerísimos con vuestros Directores: no os concedáis nada sin decirlo, hay que decirlo todo. Mirad que, si no, el camino se enreda; mirad que, si no, lo que era nada, acaba siendo mucho".
"En esa dirección espiritual mostraos siempre muy sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma, sin miedos ni vergüenzas". Comienzan a mostrarse algunas características prácticas de la noción de dirección espiritual que estamos considerando, cuya raíz sustancial consiste en la plena sinceridad del dirigido con el director. En realidad, aunque en estos párrafos se considere principalmente la relación personal entre ambos desde la perspectiva del primero, es decir, desde la actitud de quien abre sinceramente su alma al director espiritual, es conveniente no echar en olvido la perspectiva complementaria, pues la actitud recomendada al dirigido contiene también una lección para quien ejerce la función de director. Cuando san Josemaría está aconsejando abrir por completo el alma "sin miedos ni vergüenzas" –que siempre pueden estar latiendo, de algún modo, en nosotros ante quien escucha nuestras íntimas confidencias–, está al mismo tiempo indicando al director cuál debe ser su delicada y activa disposición de acogida, de amable facilitación, de amistosa perspicacia sin sobresalto, de animante ayuda, de evidente paz. En uno de sus textos escribe: "Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios. Omnibus omnia factus sum, ut omnes facerem salvos (1Co 9, 22), hay que hacerse todo para todos. No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medievo, para miniar –hoja a hoja– un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia, que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad" (Carta 8-VIII-1956, n. 238; en AGP, A.3, 94-1-2).

15c [tb/m600319]: "Acordaos del cuento del gitano, que fue a confesar. ‘Padre cura, me acuso de haber robado un ronzal’… Y detrás del ronzal había una mula; y detrás otro ronzal, y otra mula; y así hasta veinte. Hijos míos, lo mismo pasa con otras muchas cosas: en cuanto se concede el ronzal viene después todo los demás, toda la reata, vienen después cosas que avergüenzan".

16a [tb/m600319]: "Hijos míos, sed fieles en las cosas pequeñas. Si nos hacemos niños iremos a los brazos de la Madre. ¿No os he dicho que tenéis muy pocos años, pocos, los que lleváis sirviendo a Dios? Es razonable que se acerque nuestra miseria a la grandeza y a la pureza de la Madre de Dios, que es Madre nuestra".
"Fieles en lo pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así, aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como hijos suyos". Nos invita de nuevo el Autor, como ya ha hecho en párrafos anteriores (cfr. n. 7), a considerar el valor santificador de la lucha cotidiana en las "cosas pequeñas". Ese combatir por amor de Dios en lo pequeño –siendo no solo "fieles", sino "muy fieles", da un trazo de grandeza a la vida corriente: el toque de la santidad. Como es habitual en la enseñanza de san Josemaría, y aquí también lo encontramos, la melodía dominante en el pasaje es la del sentido de la filiación divina: hijos de Dios –más aún, hijos pequeños–, que justamente saben encontrar a su Padre "en el empeño para hacer a lo divino las cosas humanas, grandes o pequeñas, porque por el Amor todas adquieren una nueva dimensión" (ECP, 60a). Pero aquí, además, se nos abre –siguiendo la senda de la fidelidad de hijos de Dios, en lo pequeño– la estupenda vía del encuentro filial con la Virgen Santa María. También en otros lugares se expresa de manera análoga san Josemaría, abriendo en beneficio del lector un resquicio de su alma; por ejemplo en ECP, 143a, cuando escribe: "el misterio de María nos hace ver que, para acercarnos a Dios, hay que hacerse pequeños".

16b [tb/m600319]: "Un día, hace tantos años, hablaba yo con un sacerdote en un curso de retiro. Los buscaba, para que vinieran a hablar. Y, por fin, vino uno, un poco brutote, pero noble y sincero. Yo le tiraba de la lengua, para restañar alguna herida que hubiera allá dentro. Y me dijo: ‘tengo una gran envidia a mi burra: ha estado haciendo servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay, si yo hubiera hecho lo mismo!’".
"Os puedo contar otra anécdota real, porque han transcurrido ya tantos años, tantísimos años desde que sucedió". Como puede deducirse a través de la lectura del guion antiguo –del que se ha hablado en la "Nota histórica" previa (cfr. en especial las notas 7 y 8)–, los hechos que san Josemaría recuerda se remontan a un curso de retiro para sacerdotes, predicado por él, en 1940, en la ciudad de Ávila. En ese mismo guion se señala el nombre que el protagonista de la anécdota había dado a su burra: "La Paloma".

17a [tb/m600319]: "Os recuerdo esta anécdota porque muchas veces no podemos decir lo que aquel cura decía de su burra. Hemos ocupado tantos cargos, hemos dirigido, hemos llevado la dirección espiritual de tantos hermanos… ¿Podría decirse de nosotros la alabanza que aquel curita de pueblo hacía de su animal?".

17b [tb/m600319]: "Hijos míos, hijos de mi alma, os cuento esto porque deseo hacer un acto de contrición, y porque quisiera que lo hicierais también vosotros. Y a la vista de nuestras infidelidades, de tantas equivocaciones, de miserias, flaquezas y cobardías –cada uno las suyas, yo de las mías–, que digamos al Señor aquellas palabras de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te! (Ioh XXI, 17). Señor, tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias. Y añadiría: y aun por ellas, porque mis miserias me llevan a ti, que eres la fortaleza".
"Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera que cada uno de vosotros también pidiera perdón". En el estilo de predicación de san Josemaría, que estas homilías reflejan a la perfección, y que ha sido estudiado por distintos autores (cfr., por ejemplo, PANIELLO, Las "Homilías" de San Josemaría; M.J. ALONSO, "Homilías y escritos breves. Algunos aspectos de retórica literaria", en M.A. GARRIDO [ed.], "La obra literaria de Josemaría Escrivá ", Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 154-159 y 166-173; M. CABALLERO WANGÜEMERT, "Estilo literario"), es habitual el lenguaje interlocutorio con que se dirige a los destinatarios (oyentes directos o lectores futuros), situándose él mismo dentro del grupo, pues su predicación es al mismo tiempo su oración personal. No se trata simplemente de un estilo homilético, por así decir, formal o externo, sino de un modo de disertación-oración, que brota del alma del Autor, puesta en Dios, y llega a los destinatarios con la naturalidad de un lenguaje cercano y amable, y a la vez –como todo lo que está asentado en Dios–, sobrenaturalmente atractivo y exigente. Si el Autor habla aquí, según él mismo dice, "descarnadamente", esto es, con franqueza y sin atenuaciones, es porque se está mirando a sí mismo –e invitando a mirarse a los demás– desde la perspectiva, paterna y misericordiosa pero también "severa", de la mirada de Dios.

18a [tb/m600319]: "Santidad: en las cosas ordinarias, en las cosas pequeñas, en la labor profesional… Santidad para santificar. Soñaba una vez un conocido mío –nunca le acabo de conocer– que andaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, sino sobre las alas: y padecía terriblemente. Nuestro Señor le daba a entender que así van por las alturas del apostolado las almas que no tienen vida interior, con el peligro de venir abajo, sufriendo, inseguras…".
"… santidad, para santificar a los demás". La frase que anotamos podría entenderse como un compendio de las que la preceden en el mismo párrafo. Lo es, en efecto, como no podía ser de otra forma en el espíritu de san Josemaría, esencialmente enraizado en el Evangelio. La santidad cristiana no acaba, por decirlo así, en el sujeto que lucha por alcanzarla y poseerla, sino que parte al mismo tiempo desde él hacia los demás. "Ser santos para santificar", es un lema característico del Autor, que ya ha sido comentado en el n. 9a, al que nos remitimos. Cfr. también, en el mismo sentido, ADD, 137a; ECP, 46c, 91d, 122b, 125b, 183d, textos que, entre otros muchos de san Josemaría, ilustran sobre la necesidad de ser santos para santificar el mundo, la sociedad, desde dentro, colaborando en la santificación de los demás. La luz en este punto es, como siempre, enteramente cristológica, y ha quedado expresada con perfección en las palabras de Jesús –misteriosas, en cuanto puestas en sus labios de hombre-Dios, y a la vez programáticas, en cuanto conservadas en la Iglesia– que recoge el evangelista Juan: "Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19). Aunque no sea el momento de detenernos más en ellas, no cabe dejar de destacar la relación que establecen entre santidad y verdad, ya antes aludida.

18b "… corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad". El sueño al que se alude en el párrafo anterior de la homilía (18a), se encuentra asimismo mencionado en el textus receptus de la meditación de 1960, y estaba también recogido por san Josemaría en el primitivo guion que está en la base de ambos escritos. Es evidente que el protagonista del sueño –en realidad se trata más bien de una iluminación que Dios pone en su alma– era él mismo, y que la imagen recordada, con su elocuencia gráfica, le había quedado muy grabada. En la enseñanza del Autor es tan inconsistente e ineficaz un apostolado sin vida interior, como una vida interior que no desemboca con naturalidad en el apostolado, pues "el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior" (ECP, 122a).

19a [tb/m600319]: "En nuestra vida íntima, en la vida exterior, en el trato con los otros, en el trabajo, tenemos una continua presencia de Dios. Y en esa conversación que no se manifiesta exteriormente… Digo mal: se manifiesta, sobre todo, por el empeño y cuidado amoroso que ponemos en hacer bien las cosas; una atención como la que ponía nuestra madre cuando éramos chicos".

19b [tb/m600319]: "¿Te acuerdas, hijo mío –me refiero a alguien que está aquí–, en aquel frente de Teruel? Después que logré huir de la zona comunista, me fui a visitar a mis hijos, que estaban en el frente, luchando con los que defendían y amaban a la Iglesia. Y en aquel frente de Teruel había un soldadito que decía de algún otro –no en sentido material, fisiológico–: ‘¿Ese? ¡Si no está completo!’. Qué pena me daría a mí tener hijos inconsecuentes: personas con vocación, que quieren ser santos, pero que no ponen los medios".
"Durante la última guerra española, viajaba yo con frecuencia para atender sacerdotalmente a tantos muchachos que se hallaban en el frente". Es probable que el hecho recordado se desarrollase en el conocido como "frente de Teruel", donde tuvo lugar –durante la guerra civil española (1936-1939)– una larga y cruenta batalla, que acabó con la entrada de los vencedores en Teruel, el 22 de febrero de 1938. San Josemaría acudió en dos ocasiones a aquel lugar, en ambas para estar con uno de los primeros miembros del Opus Dei, Juan Jiménez Vargas, que prestaba servicio en uno de los ejércitos enfrentados. La primera vez fue en mayo de 1938, acabados ya los combates, pero con los signos de la batalla todavía vivos (es muy probable que a esta visita corresponda lo que se narra más adelante, en el n. 196b). Volvió allí de nuevo en marzo de 1939 (cfr. A. MÉNDIZ, "Cartas de Josemaría Escrivá de Balaguer a Juan Jiménez Vargas [1937-1939]", Studia et Documenta 10 [2016], pp. 365-422, aquí 369), y quizás fuera en esta segunda ocasión cuando tuvo lugar la escena aquí descrita. En todo caso, lo importante del párrafo no radica en su datación histórica, sino en la consecuencia espiritual que extrae san Josemaría del comentario poco caritativo del joven soldado. Ser cristiano es sinónimo de ser, ante uno mismo y ante los demás, perseverante y tenaz en la fe, y consecuente en la conducta.

20a [tb/m600319]: "Hijos míos, procuremos fomentar en nuestro corazón un deseo ardiente, un gran deseo de ser santos, aunque nos veamos llenos de miserias. Los más santos se ven con más miserias, porque parece como si el Señor les pusiera unos cristales que hacen ver de tamaño gigantesco el polvo más menudo, el granito de arena casi imperceptible. Díselo en el fondo de tu corazón: Señor, de verdad he venido a ser santo, de verdad quiero serlo. Enseguida has de proponerte querer vivir siempre con los mismos deseos que ahora tienes, cada día".
"No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales". Con estas palabras, y a través de los ejemplos que menciona a continuación ("la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible"), expresa san Josemaría una firme convicción de la ascética cristiana de todos los tiempos: la gracia de Dios purifica y afina la conciencia de quien se esfuerza por seguir fielmente sus dictados. Santa Teresa de Jesús, en su Libro de la Vida, enuncia de manera semejante la misma doctrina: "Aquí no solo las telarañas ve de su alma y las faltas grandes, sino un polvito que haya, por pequeño que sea, porque el sol está muy claro; y así, por mucho que trabaje un alma en perfeccionarse, si de veras la coge este Sol, toda se ve muy turbia. Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy claro; si da en él, vese que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación" (20, 28).

20b [tb/m600319]: "¡Señor, si estos hijos míos que hacen la oración fueran fieles! ¡Si fuéramos fieles vosotros y yo! Pregúntate con mucha frecuencia, saepe; yo, ¿a qué he venido al Opus Dei? Y así extremarás el cuidado de las cosas pequeñas; el cumplimiento, lleno de caridad, de todo lo que nos se presente en cada jornada. Miraremos el ejemplo de los santos, y haremos como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso. Así, mis hijos y yo iremos viendo en los demás las virtudes, y no nos fijaremos demasiado en sus defectos".
"Y así procuraréis el perfecto acabamiento –lleno de caridad– de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas". No es difícil ver la continuidad, implícitamente apuntada por el Autor en este párrafo como prolongación del anterior, entre la finura de conciencia –conducida, por la gracia y la personal correspondencia, hacia una creciente delicadeza–, y el cuidado amoroso de las cosas pequeñas de cada día. El vencimiento, quizás costoso, pero "por amor de Dios", en lo pequeño, puede acabar siendo para el alma dulce como la miel. "La gracia de Dios –escribió en ese mismo sentido san Agustín, en el debate antipelagiano– hace que sea conocido lo que estaba oculto y que sea suave lo que no deleitaba" (De pec. mer. et remis., II, 17, 26).
"… y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna". La práctica cristiana de la corrección fraterna, nacida siempre en un contexto de caridad y de visión positiva de los demás, tiene una fuerte raíz evangélica (por ejemplo, Mt 18, 15: "Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano"), y ha gozado siempre de gran estima en la Iglesia, en especial entre personas comprometidas con la fe y con la llamada a la santidad. Para una historia de la doctrina, cfr. M. NEPPER, "Correction Fraternelle", en Dictionnaire de spiritualité, ascétique et mystique, II, Paris, Beauchesne, 1953, cols. 2404-2414; C. GENNARO, "Corrección fraterna", en E. ANCILLI, Diccionario de espiritualidad, I, Barcelona, Herder, 1987 (2ª ed.), pp. 499-500. San Josemaría exhortaba con frecuencia a cultivarla, con delicadeza y prudencia, como advertimos en este párrafo. Vid. además, en esta misma obra, los párrafos 69a y 175a (cfr. también, entre otros textos: S, 373, 907; F, 146-147, 566-567, 578, 641). Se puede consultar un estudio atento de la cuestión en: BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 331ss. En conformidad con la enseñanza de san Josemaría, un autor actual describe la corrección fraterna como: "Una advertencia que el cristiano dirige a su prójimo para ayudarle en el camino de la santidad. Es un instrumento de progreso espiritual que contribuye al conocimiento de los defectos personales –con frecuencia inadvertidos por las propias limitaciones o enmascarados por el amor propio–; y en muchas ocasiones, es también condición previa para enfrentarse a esos defectos con la ayuda de Dios y mejorar, por tanto, en la vida cristiana" (J. Alonso, La corrección fraterna, en www.collationes.org, sección: "De vita christiana", subsección: "Sobre el espíritu del Opus Dei", julio 2010). En un esquemático guion de predicación usado por san Josemaría, en la década de 1930, en el que tiene presente el pasaje de 1Ts 4, 9 ("En cuanto al amor fraterno, no tenéis necesidad de que os escriba, pues vosotros mismos habéis sido instruidos por Dios para que os améis los unos a los otros"), se leen algunas de las recomendaciones que hacía a los primeros miembros de la Obra: "– A santificarnos venimos./ – Nadie tiene por oficio mortificar a los demás. / – La corrección fraterna… / – Nunca se dice nada desagradable para alguien –en casa– detrás del interesado. / – Porque, ¿qué buscas? ¿su mejora? Luego has de decírselo a él. Si no buscas su santificación, buscas fines bastardos… / –Modo de proceder del mundo: quien dice las verdades pierde las amistades… / – Si no hay razones particulares, la corrección se hace sobre faltas que sean habituales. Sobre un suceso aislado, de ordinario, solo cuando puede ocasionarse con ese suceso un perjuicio a la Obra" (en AGP, A.3, 186-5-9).

21a [tb/m600319]: "¿Verdad que al Padre le gusta mucho hablar, como a Jesús, de barcas y redes? Vamos a hacerlo una vez más, porque deseamos sacar un propósito muy firme. Cuenta San Lucas que estaban Pedro, Andrés, Santiago y Juan junto a sus barcas, lavando las redes. Jesús ve aquellas barcas en la orilla y se sube a una de ellas. ¡Con qué naturalidad se mete Jesús en la barca de cada uno de nosotros!: para complicarnos la vida, dirían por ahí! A vosotros y a mí se nos ha metido para complicarnos la vida delicadamente, maravillosamente, amorosamente".
"Con vosotros y conmigo se ha cruzado el Señor en nuestro camino, para complicarnos la existencia delicadamente, amorosamente". "Vosotros", en este contexto, son todos los que, por el camino de la escucha directa o por el de la lectura, toman en consideración estas palabras del Autor: se saben interpelados. Ese "cruzarse del Señor en nuestro camino" es una referencia a la invitación que Cristo hace al creyente para seguirle de cerca en medio de las personales circunstancias: es sencillamente una alusión a la vocación cristiana. Los adverbios empleados para describir cómo Dios llama ("delicadamente, amorosamente"), hablan por sí mismos de cómo entiende san Josemaría el don sobrenatural de la vocación y de su acogida: la aceptación de la llamada es la complicación del amor compartido, de la mutua donación; es por eso mismo fuente indeleble de sentido y de libertad. Los párrafos sucesivos lo confirman.

21b [tb/m600319]: "Después hicieron aquella pesca prodigiosa. Y a Santiago, y a Juan, y a Pedro, y a Andrés, les dice: noli timere. Ex hoc iam homines eris capiens (Luc V, 10). Y ellos sacaron las barcas a tierra, las dejaron y siguieron a Cristo".

21c [tb/m600319]: "Tu barca no vale. A no ser que no sea tuya, que se la des a Jesucristo. Con tu barca vas al naufragio. Déjalo todo, todo; tus pensamientos personales, tus pequeñas locuras de imaginación, tus ambiciones humanas que no te llevan a Cristo, tu soberbia, esas ilusiones mundanas… Esa es tu barca, que se va a pique, a no ser que se la des a Dios".
"Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo". Si alguien se preguntara por el significado del sentido vocacional de la vida cristiana según san Josemaría, podría hallar en el entero párrafo 21c, y más concretamente en las palabras que comentamos, una ajustada línea de respuesta. "Pasar por el corazón de Cristo" las propias actitudes significa, como es patente para una conciencia sencilla y sincera, confrontarlas y discernirlas, a la luz de la fe y de la formación recibida, con el amor a la verdad y al bien que el Espíritu Santo siembra en el alma cristiana. La llave que abre el camino hacia el "corazón de Cristo", en el sentido aquí mencionado, es la docilidad al Espíritu Santo ("la docilidad de ponernos en las manos de Dios", ECP, 59c). Es recomendable considerar esta doctrina a la luz de cuanto escribe san Josemaría en ECP, 130ss.

22b [tb/m600319]: "Pasan cosas en la vida… Yo os podría contar tantas penas, tantos sufrimientos, tantos malos ratos, tantos martirios –no le quito una letra–…. Podría contaros el heroísmo de vuestros hermanos alrededor del Padre. Parece que Jesús duerme, que no nos oye. Pero San Lucas nos dice lo que hace Jesús con los que están en su barca; mientras ellos iban navegando se durmió Jesús, al tiempo que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la barca, corrían riesgo. Con esto, llegándose a Él, le despertaron, diciendo: Maestro, que perecemos. Y puesto Él en pie amenazó al viento y a la tormenta, que cesaron luego y siguiose la calma (Luc VIII, 23 y 24)".

22c "Hay que confiar plenamente en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías". La homilía está llegando a su fin. Aunque no sea nuevamente mencionada, el lector advierte que "la grandeza de la vida corriente" radica en vivirla con fe y con esperanza, bajo el fuego de la caridad. San Josemaría resume aquí, en cierto modo, la raíz de esa grandeza en el "abandonarse en Dios sin cicaterías". En el párrafo sucesivo lo expresa, como vamos a ver, con mayor riqueza de matices.

22d [tb/m600319]: "Hijos míos, a vivir de fe, a estar pegados a Jesucristo, a amarle de verdad; a vivir nuestra gran aventura de amor, ¡que somos enamorados! Por amor lo hemos dejado todo, todo. A no salir de la barca de Cristo, a apiñarnos bien dentro de esta barca de la Obra, y a decirle al Señor que aquí estamos porque nos ha llamado".
"Termino, acudiendo a la intercesión de Santa María, con estos propósitos…". Siete son los propósitos en los que el Autor, sin utilizar ese verbo, compendia el contenido de la homilía. Cabría escribir, a partir de ese fundamento, un libro sobre lo que verdaderamente engrandece la existencia cotidiana del cristiano, sin sacarla de los cauces por los que habitualmente se desenvuelve. Los cuatro primeros "propósitos" (luces, en realidad, sobre las que meditar) fijan la consideración en la vida teologal, fruto de la gracia y la correspondencia: 1) "vivir de fe"; 2) "perseverar con esperanza"; 3) "permanecer pegados a Jesucristo"; y, como síntesis de los anteriores, 4) "amarle de verdad, de verdad, de verdad". En esos dones, correspondidos, se funda la grandeza de la vida corriente. En los otros tres "propósitos" la atención de san Josemaría, y con él la nuestra, sin desviarse de los cuatro anteriores, se orienta hacia su concreción en la vocación cristiana, conocida y aceptada, esto es, hacia el sentido vocacional de la propia existencia junto a Cristo, que es lo que, en verdad, ante Dios, la va haciendo día a día grande: 5) "recorrer y saborear nuestra aventura de Amor" (descubrir y aceptar la llamada); 6) "dejar que Cristo entre en nuestra pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como Dueño y Señor" (totalidad e integridad de la respuesta); 7) "manifestarle con sinceridad que nos esforzaremos en mantenernos siempre en su presencia" (perseverancia en el camino junto a Él). Confía el Autor estos propósitos a la intercesión de Santa María, pues Ella, además de ser nuestra Madre, ha recorrido antes, magistralmente, ese mismo camino.

 «    La libertad, don de Dios    » 

23a "Muchas veces os he recordado aquella escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de Pedro, desde donde ha hablado a las gentes". Esta misma escena, narrada en Lc 5, 4ss., ha sido también contemplada por el Autor en la homilía anterior (cfr. 21b). Sin pretenderlo –pues el Índice del libro se establece en fecha posterior– podría parecer que han sido concebidas una tras otra. En todo caso, esta coincidencia confirma la frecuencia con que san Josemaría, desde los primeros compases de su misión fundacional, tuvo en su pensamiento y en sus labios la frase recordada del evangelio de san Lucas, 5, 4: duc in altum, et laxate retia vestra in capturam! ("¡guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca!"), expresiva de la obligación apostólica ínsita en la vocación cristiana. Por ejemplo, en uno de sus primeros escritos, se lee: "Duc in altum, ¡mar adentro!, et laxate retia vestra in capturam, y echad las redes para pescar. Llevad a Cristo en los labios y en el corazón: así ganaréis vocaciones, así pescaréis como Simón y los hijos de Zebedeo piscium multitudinem copiosam, un crecido número de almas (Luc V, 4 y 6)" (Instrucción, 1-IV-1934, n. 89). Volveremos a encontrar citado el pasaje evangélico más adelante (cfr. 260b); cfr. también otras referencias en ECP, 159b y C, 792.

23c "Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti". En su Sermón 169, aquí citado, subraya san Agustín la gratuidad de la justificación del hombre tras el pecado (Cristo ha muerto para alcanzárnosla), inseparable, sin embargo, para que sea efectiva, de la voluntad del hombre por lograrla. Y escribe así: (Cristo ha muerto) "Para justificarnos, para hacernos justos. Serás obra de Dios, no solo por ser hombre, sino también por ser justo. En efecto, para ti mejor es ser justo que ser hombre. Si el ser hombre es obra de Dios y el ser justo obra tuya, tú haces algo mejor que lo que ha hecho Dios. Pero Dios te hizo a ti sin ti. Ningún consentimiento le otorgaste para que te hiciera. ¿Cómo podías dar el consentimiento si no existías? Por tanto, quien te hizo sin ti, no te justifica sin ti. Así, pues, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él". Estas últimas ideas del obispo de Hipona, en las que se encierra una implícita afirmación de la inmensa grandeza de la libertad creada, son las que tiene presentes el Autor en este párrafo. Y al citarlas, explicita lo que ve en ellas: "un maravilloso canto a la libertad". Al crearnos amorosamente libres, nos está diciendo san Josemaría, Dios ha querido también "someterse" a la posible inconstancia, y hasta rechazo, en nuestro amor hacia Él ("la posibilidad –la triste desventura– de alzarnos contra Dios, de rechazarle"). Así, pues, desde el inicio de la homilía, se está destacando –con la mirada puesta ante todo en Dios– la altísima dignidad ("tesoro incalculable", 38b) de la libertad humana, exhortando a usarla con nobleza y a defenderla, como "perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias"(ibid.).

24a "… solo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe". La misma grandeza de la libertad humana, contemplada en el párrafo anterior como don concedido por Dios a la criatura, es vista ahora en el hombre como don poseído, y según el más profundo sentido de su ejercicio: dar gloria a Dios. En los párrafos sucesivos explica san Josemaría, por diversos caminos, el significado de esa razón última (la gloria de Dios) de nuestra libertad, y asimismo de nuestra existencia. La gloria de Dios, considerada desde Él mismo, consiste en la manifestación y desbordamiento de su bondad y de su amor creadores (cfr. CEC, 294), especialmente respecto del hombre, única criatura terrestre amada por sí misma (cfr. Gaudium et spes, 24). Asimismo, vista desde nosotros, es el reconocimiento amoroso que debemos a su amor. Dar gloria a Dios denota, en lenguaje cristiano, veneración, agradecimiento, alabanza, etc., que hacia Él dirigimos, con palabras y con obras, y por eso mismo significa sobre todo identificación con su Voluntad. La vida y el ministerio sacerdotal de san Josemaría estuvieron enteramente centrados en esa identificación, como lo expresa una breve jaculatoria que compuso y repitió incansablemente: Deo omnis gloria!, ¡para Dios toda la gloria! (cfr. BURKHART-LÓPEZ, 1, pp. 254-305). De ahí brota un primer sentido de la libertad creada, contemplado ya también en la homilía, desde el primer momento, a la luz de la obra redentora de Cristo, en Quien está, y se nos concede, la plenitud de la libertad. Sobre la doctrina de san Josemaría en torno a la libertad puede consultarse, entre otros: BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 161-283; C. FABRO, El temple de un Padre de la Iglesia, Madrid, Rialp, 2002; M. HEERS, "La liberté des enfants de Dieu", en CLAVELL (ed.), La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, pp. 199-220; RUSSO, "Libertad"; CHABOT, "Libertad en las cuestiones temporales", en DSJ; M. RHONHEIMER, "Il rapporto tra verità e politica nella società cristiana. Riflessioni storico-teologiche per la valutazione dell’amore della libertà nella predicazione di Josemaría Escrivá", en F. DE ANDRÉS (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa. Riflessioni sul messaggio di San Josemaría Escrivá. Aspetti culturali ed ecclesiastici, Roma, Edusc, 2004, pp. 153-178; ID., Transformación del mundo. La actualidad del Opus Dei, Madrid, Rialp, 2006; SANGUINETI, "La libertad"; L. CLAVELL, "Personas libres", en MALO (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. La dignità della persona umana, pp. 101-116.

24c "… perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios". Destaca el Autor otra de las características propias del don de la libertad, que nos ha sido dada para saber también, generosamente, darla: ponerla al servicio de Dios y de los demás. Por su propia naturaleza, la libertad personal madura y se perfecciona tanto cuanto se da, y en esa donación –en el darse de uno mismo–, que es camino de plenitud, alcanza la persona su felicidad. Especialmente la alcanzamos, pues esa es la honda constitución de nuestro ser, en la libre aceptación y conformidad con la Voluntad de Dios: en el darnos a Él. Como señala aquí san Josemaría, la verdadera alegría del hombre consiste en "entregar su libertad a Dios". Quien lo capta –y es una lección reiterada de mil modos en estas páginas–, "coge" también la verdad profunda del a la vocación personal, como acto gozoso de libertad.

25a "… luego, la respuesta firme: fiat! –¡hágase en mí según tu palabra!–, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios". Mientras medita, a la luz de la escena del joven rico (Mt 19, 16-22), en la mutua y necesaria referencia entre libertad y entrega, la mirada interior del Autor se dirige inmediatamente, invitando al lector a seguirla, al ejemplo supremo (después de la Cruz de Cristo), que es el de María: su "decidirse por Dios", su libre resolución de aceptar por completo lo que Dios le pide. Esa breve expresión ("decidirse por Dios") arroja mucha luz sobre cómo entiende san Josemaría la esencia de la libertad cristiana, y ofrece al tiempo un buen punto de mira para enfocar, conforme a su espíritu, su múltiple y concreto ejercicio cotidiano.

25b "En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad". La frase que anotamos compendia una interesante cuestión teológica, cuyo lugar de desarrollo no pueden ser estas páginas. San Josemaría, como hombre enamorado de Dios, experto en la libertad de amar sin condiciones, conforme al ejemplo del Hijo y de la Madre, ayuda a intuir las líneas de fondo. Podrían sintetizarse en una idea principal: en los misterios revelados –y, más en concreto, en los dos que aquí se mencionan: el de la Santísima Trinidad y el del Verbo Encarnado–, en los que Dios nos da a conocer su propio Ser y su Voluntad respecto de nosotros, aletea un canto a la libertad. Y esto es, precisamente, porque desbordan de Amor. Nos han sido revelados, más aún nos comunican la Vida que manifiestan, por pura gratuidad –sin ninguna exigencia externa al Amor y a la Libertad de Dios–, y para nuestra salvación.

26a flaqueza últ redac ] debilidad penúlt redac
"La libertad personal –que defiendo y defenderé siempre con todas mis fuerzas– me lleva a demandar con convencida seguridad, consciente también de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?". La pregunta que se plantea el Autor refleja ya, en cierto modo, todo cuanto va a tratar en el apartado que ahora empieza bajo el título de "El sentido de la libertad". Consiste dicho sentido, esencialmente, en la voluntaria adhesión y aceptación de la Voluntad divina por parte del hombre: en amarla y esforzarse en cumplirla. Como es evidente, la exposición de san Josemaría se inserta de lleno en el cuerpo de la doctrina antropológica cristiana, cuyo fundamento primero es la creación del hombre a imagen de Dios en Cristo, Imagen perfecta, en quien todo ha sido querido y creado (cfr. Jn 1, 3, 1Co 8, 6, Hb 1, 2), y en especial el hombre, destinado a participar de la intimidad divina como hijo en el Hijo. En consecuencia, el sentido de la libertad del hombre –como el de todo lo que pertenece a la naturaleza racional y relacional– se halla plenamente revelado y realizado en las palabras y las obras del Verbo Encarnado, cuya libertad humana no tiene otro alimento que el de hacer la voluntad de su Padre (cfr. Jn 4, 34). En torno a Cristo, y al sentido de la libertad que en Él resplandece, gira lo que resta de la homilía, y singularmente este sugestivo apartado.

26b "Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos; la verdad os hará libres". He aquí, tomado de los labios del Maestro, un primer punto de luz –quizá el más brillante– del sentido cristiano de la libertad: su dependencia y subordinación respecto de la verdad. Situado al margen de la verdad, el ejercicio de la libertad –el obrar, como tal, propiamente humano– se desorienta y el sujeto se aleja de la voluntad de Dios. La afirmación de la primacía, en todo tiempo y lugar, y sin exclusiones subjetivas, de la verdad sobre la libertad, forma parte principal de las actitudes y principios cristianos básicos. En este párrafo, construido sobre tal fundamento evangélico, san Josemaría –que no está razonando teóricamente, sino exponiendo la Palabra de Dios a oyentes y lectores–, pone el acento no tanto en la verdad y la libertad en general, sino en la verdad más íntima de la persona –de la que le da cuenta su conciencia, si sabe escucharla–, de estar creada y ser amada por Dios. En el reconocimiento –sencillo y natural, o, en su caso, reflejo y madurado– de esa verdad interior respecto de sí mismo como hijo amado, y de Dios como Padre amante, comienza para cada uno, como observa el Autor, "el camino de la libertad", de una libertad personal subordinada, para no perder el buen camino, a aquella verdad.
"¿Qué verdad es esta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad?". Esta frase, que escribimos entre signos de interrogación, no siempre ha sido reproducida así, pero consideramos que esa es la mejor transcripción de su literalidad y de su sentido. En el original mecanográfico (AGP, A.3, 108-3-3), así como en su primera edición en castellano, los signos no aparecen. Tampoco se incluyen en la mayoría de las ediciones posteriores en esa lengua (que reproducen la primera); sí, en cambio, se han incluido en alguna, como por ejemplo en la 14ª (aunque luego vuelvan a desaparecer). En las ediciones en otras lenguas, la frase se transcribe generalmente con interrogación final. También se han añadido los signos interrogativos en la versión en castellano reproducida en la página web oficial de los escritos de san Josemaría (cfr. www.escrivaworks.org, dentro de www.opusdei.org): "¿Qué verdad es esta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad?". Lo mismo sucede en las versiones a otras lenguas. A la vista de estos datos, y considerando que la frase no solo acepta sino que, en realidad, parece pedir signos de interrogación, los hemos incluido en esta edición crítico-histórica.
"No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas". La cualidad, por naturaleza, de poder ser elevados hasta la condición de hijos adoptivos del Padre en Cristo, y más aún la realidad de llegarlo a ser, por la gracia del Espíritu Santo, constituye el designio más profundo del Creador sobre la criatura humana. Tras la herida del pecado original y la restauración obrada por Jesucristo, el don altísimo de la filiación divina adoptiva determina básicamente, como ningún otro, la condición profunda del bautizado. Por eso mismo, desde el punto de mira de la fe y la teología, ahí reside también, en el plano ontológico y en el personal-existencial, la verdad más íntima –la más determinante o definitoria– de todo hombre o mujer que llegan a este mundo y son incorporados por el bautismo a Cristo y a la Iglesia. A la gracia de recibir el don bautismal de la filiación pertenece también el de poder disfrutarlo, es decir conocer que se tiene y ejercitarlo: tener conciencia de poseerlo, saberse hijo de Dios. San Josemaría hablaba, en este orden de cosas, del "sentido de la filiación divina", ampliamente mencionado en este volumen, y al que le hemos dedicado un apartado propio (cfr. "Introducción General", Primera Parte, 5, b). Y como él mismo sugiere en este párrafo 26b, quien se sabe hijo adoptivo de Dios es asimismo consciente de que esa es "su verdad más íntima", y trata de ser coherente en todo con ella, logrando con esto el fruto de discernir con hondura las raíces de su libertad y de su buena práctica.

26c "Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía". El razonamiento teológico y espiritual del Autor, que en estos textos, según su mente, más que escribir predica, continúa progresando en la misma dirección, pero sin dejar atrás las ideas. Las retoma, las muestra con nuevos matices, para dejarlas grabadas con mayor nitidez. La libertad –nos está diciendo ahora–, además de estar "liberada", por la gracia, de la atadura del pecado, precisa de la guía de la verdad para ser "verdadera". Eso es lo mismo que decir –o conduce a sostener– que el hombre, hecho para la libertad, necesita encontrarse, como se concluye en 26d, y se prolonga en 27a y 27b, con "el único que libera": Cristo-Verdad.

27b "La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres". No se cansa el Autor de reiterar la que no duda en denominar "insondable riqueza del cristiano": la libertad gloriosa de los hijos de Dios. La está contemplando –con san Pablo (cfr. Rm 8, 21)– hecha previamente realidad en la "insondable riqueza", valga la redundancia, del misterio de Cristo, que en su Pascua la ha alcanzado también para nosotros, haciéndonos hijos del Padre por el Espíritu Santo. Esa es la mejor manera de enunciar el sentido cristiano de la libertad: es la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

27c verdadero últ redac ] verdaderamente penúlt redac
"Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas". Culmina en este párrafo 27c el apartado que lleva por título "El sentido de la libertad". A dicho título retorna ahora, en cierto modo, el Autor, formulando en la frase que anotamos su pleno significado. Para ser en verdad cristiano, nos viene a decir san Josemaría, para serlo libre y gozosamente, … hay que querer serlo. Aunque nacer en cuna cristiana sea un gran bien de gracia –del que muchos, por desgracia, no pueden gozar–, no basta con eso para "ser cristiano", en el sentido de discípulo e imitador del Maestro, sino que hay que querer llegar a serlo. Y para eso es preciso poner en ejercicio la propia libertad y responsabilidad, sostenidas una y otra vez, "a lo largo de cada jornada", en el encuentro personal con Cristo en la propia alma y en la Iglesia. Al comienzo de este párrafo, san Josemaría ha empleado, a este respecto, la expresión: "punto fundamental". Es bueno tomarlo en cuenta para captar bien lo que ha querido decirnos, pues no emplea nunca más esa fórmula, en este sentido, en todo el libro (ni tampoco la utiliza así en Es Cristo que pasa).

28-31 "Libertad y entrega". Se abre un nuevo apartado de la homilía, en el que se trae a la luz otro importante aspecto de la noción cristiana de libertad. Si esta es meditada, como es lo propio, a la luz del misterio de Cristo, es decir, de su ilimitada y libérrima donación a la gloria del Padre y al cumplimiento de su Voluntad (que es la salvación de los hombres), es ineludible concluir la mutua y necesaria referibilidad entre libertad y entrega.

28a "El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo". Usa aquí el Autor, para hablar del amor de Dios por nosotros, un modo de lenguaje característico de la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, aunque más frecuente en su literalidad en el primero. "El amor de Dios es celoso", escribe, queriendo expresar, con palabras humanas, el inefable ardor y diligencia con que Dios espera la amorosa correspondencia de la criatura amada, que es el hombre. Ese es el sentido básico de la repetida fórmula veterotestamentaria sobre Yahveh: "Es un Dios celoso" (cfr. Ex 20, 5; Ex 24, 14; Dt 4, 24; 5, 9; 6, 15; Jos 24, 19; Na 1, 2), que espera con extremado interés la fidelidad del pueblo elegido, y de cada uno de sus miembros, a la Alianza establecida con Él. Espera no otra cosa, sino la respuesta fiel a su amor, no la infidelidad. Será, sin embargo, en el Nuevo Testamento retomando palabras del Antiguo (cfr. Dt 6, 5), confirmadas por Cristo, donde se desvelará, el sentido profundo de esos "celos" de Dios, al manifestar cuál es el primero de los mandamientos, es decir, el primero de los preceptos en los que se sostiene el compromiso mutuo entre Él y los hombres: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30; cfr. Mt 22, 37; Lc 10, 27). Nada como esa formulación para expresar el amor sin medida de Dios: quien inmensamente ama ("celosamente nos ama el Espíritu que habita en nosotros", se lee en el mismo sentido en la Carta de Santiago 4, 5), e inmensamente espera nuestro amor. De ahí que se pueda decir, como escribe san Josemaría en este pasaje, que Dios "espera con impaciencia que nos demos (a Él) del todo"; tal "impaciencia" no significa, como es evidente, una irreal "falta de paciencia" en Dios, sino que expresa su constante e ilimitada expectativa de la libre correspondencia del hombre.

28b "Con la ayuda del Señor que preside este rato de oración". Aunque no conocemos un texto básico del Autor, que él hubiera podido tener presente al redactar esta homilía, la frase que anotamos –característica de su estilo de predicación ante el Sagrario– sugiere la existencia de una meditación previa.
"Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría no haberse encontrado con Dios". Quien conozca, al menos, algunos trazos principales de la biografía personal y fundacional de san Josemaría, descubrirá en estas palabras una referencia implícita, aunque no haya sido buscada, a su experiencia personal, a su "tomar la cruz" siguiendo el requerimiento del Señor a los suyos (cfr. Mt 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23). Porque sabe, por propia experiencia, que el encuentro con el amor de Cristo (el seguimiento y la identificación con Él) supone sacrificio, puede decir con firmeza que "servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga", pues Cristo siempre trae consigo su Cruz. "Recuerdo que Jesús me ha querido siempre para Él (…) –escribió san Josemaría–, por eso me aguó todas las fiestas, puso acíbar en todas mis alegrías, me hizo sentir las espinas de todas las rosas del camino… Y yo, ciego: sin ver, hasta ahora, la predilección del Rey, que, en mi vida entera, reselló mi carne y mi espíritu con el sello real de la Santa Cruz" (AI, 389; el texto tiene fecha de 14 de noviembre de 1931). De esa Cruz, cuyo "peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros", enseñará asimismo nuestro Autor, a partir de su experiencia, que es fuente de alegría: "Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es esta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios" (m630428, en AGP, A.4). Por eso mismo, como seguimos leyendo en el párrafo, servir a Cristo, tomar la Cruz, es sinónimo de libertad.
"… la Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que solo reside en Dios y en sus designios". He aquí una vez más descrito el significado cristiano de la libertad, que coincide exactamente –lo desvela, ante la mirada de san Josemaría, la Cruz de Cristo– con la aceptación filial (identificación) con la Voluntad de Dios. Esta es la música ininterrumpida de la homilía.

29a de su entendimiento últ redac ] del corazón penúlt redac
"Son almas que hacen barricadas con la libertad". Los tres párrafos del n. 29 dibujan con trazos muy elocuentes una postura ético-filosófica de fondo, extendida hoy globalmente, pero vigente en particular, desde el punto de vista sociocultural, en el occidente de raíces cristianas. Es la actitud de quien autoproclama que su libertad personal está desligada de toda normativa ética, que no sea la aceptada (en cuanto autosostenida) por sí mismo, y por supuesto, máximamente desvinculada de la idea de una ley moral exterior, de la existencia de una verdad objetiva y, consecuentemente, de Dios. Podría resumirse en la frase que anotamos: hacer de la propia libertad, erigida en ídolo autosuficiente, un parapeto ideal contra lo que no sea lo que yo quiero que sea. Tal concepción de la libertad es ajena no ya a la visión cristiana del hombre, sino, como señala el Autor, "a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana", a su naturaleza racional y relacional, dotada para el diálogo, el respeto y el compromiso con la verdad.

29b en (un continuo parloteo) últ redac ] con (un continuo parloteo) penúlt redac
"El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros …". Escoger "una norma recta de conducta" significa, cuando menos, reconocer la normatividad de una ley de comportamiento externa al sujeto, y aceptar la consiguiente responsabilidad personal. Más que achicarse ante la responsabilidad derivada de una ley exterior, la libertad personal se engrandece al reconocerla. Toda la historia de los hombres es un testimonio de que el sentido de libertad y el sentido de responsabilidad crecen y maduran juntos, mientras que separados –como sucede al rechazar el fundamento moral objetivo de la conducta personal, o la objetividad de la verdad– se desvanecen también juntos. Cuando no se acepta la responsabilidad moral objetiva, la libertad personal no tiene donde sostenerse, no puede subsistir: deviene ilusoria caricatura, aunque, como señala el Autor, se encubra de afectado disimulo.

29c "Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción". El hilo del razonamiento, brevemente expuesto por san Josemaría a lo largo del n. 29, alcanza en este tercer párrafo su vértice. No hay libertad –señorío sobre sí mismo y las propias acciones y fines– donde no hay diálogo con Dios. El texto lo afirma con mayor intensidad y claridad: "donde no hay amor de Dios (…) todo es coacción". La apariencia de libertad que supone el rechazo voluntario de Dios como Creador, como Legislador y, en definitiva –donde todo se resume–, como Padre, acaba sencillamente en sugestión autojustificante, que induce una permanente carencia de paz interior, y no raramente un penoso sometimiento a "las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado". Es inmediata e irrefutable la conclusión que se lee en un párrafo posterior: "Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad". No es preciso volver a lo ya comentado respecto de estas palabras en la "Nota Histórica" previa.

31a "Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño". El amor, nos está diciendo el Autor, no tiende solo a alcanzar lo que anhela, sino a poseerlo y disfrutarlo una vez alcanzado. Y eso supone, en el orden del amor personal, no solo un constante tener para sí sino también un constante entregarse, y por lo mismo significa un tenaz ejercicio de libertad, que "entonces es más operativa que nunca". San Josemaría completa la idea con una sutil y acertada consecuencia: "Amar significa recomenzar cada día a servir". Tal es también, por tanto, la neta significación de la libertad como entrega, pues ella es la que "renueva el amor" (31b). Libertad es amar, libertad es entregarse, libertad es servir. La mirada de san Josemaría –repitámoslo una vez más– está puesta en Jesucristo: libertad es, en definitiva, atarse a Él, tomar su yugo (31c), ese yugo que "es la libertad (…), es el amor (…), es la unidad (…), es la vida, que Él nos ganó en la Cruz". He aquí, pues, el genuino sentido de la libertad cristiana.

31b "… pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud…". La homilía está datada en 1956. Aunque no conocemos el material de base utilizado por san Josemaría para redactarla, es probable que procediese de su predicación oral anterior a esa fecha. Así lo sugiere la mencionada oración del sacerdote al inicio de la Misa, al pie del altar, perteneciente a la liturgia eucarística anterior a la renovación litúrgica postconciliar.

32a "Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad". La homilía que analizamos está datada en 1956. Aunque no conocemos ningún documento previo de san Josemaría, en el que pudiera haberse apoyado, es probable –como se ha dicho al comentar 28b– que haya utilizado, como en otras ocasiones, algunos apuntes manuscritos de su predicación. Estas consideraciones las hacemos para sostener, como es nuestra opinión, que el núcleo doctrinal del escrito es anterior al Concilio Vaticano II, no obstante que su última redacción, de cara a la publicación, la deja acabada el Autor en 1974. La misma terminología usada –y, en concreto, el binomio libertad de conciencia-libertad de las conciencias, que como acabamos de indicar se remonta a Pío XI–, denota un modo de formulación doctrinal anterior –por señalar un límite claro– al Decreto Dignitatis Humanae, del 7-XII-1965, en el que se contiene la declaración conciliar sobre la libertad religiosa. San Josemaría predicó siempre con mucha fuerza ("no diré que predico, sino que grito") sobre la libertad personal, y no es extraño que, como señala en el texto, en determinados ambientes sociales y religiosos de la primera mitad del siglo XX, algunos pudiesen mostrar "un gesto de desconfianza", ante aquel infrecuente tema de predicación. Es lógico su empeño –transmitiendo la buena doctrina y evitando malentendidos– en reiterar la distinción entre la rechazable noción de "libertad de conciencia" (de tenor antirreligioso y fundada en "una equivocada interpretación de la libertad"), y la, no solo aceptable sino encomiable, noción de "libertad de las conciencias". Los párrafos 32b y 32c exponen su enseñanza de modo transparente.

32b "… equivale a avalorar…". El término "avalorar" aparece en la 1ª edición y en la 5ª (que es la que incluye el texto definitivo, después de corregir diversas erratas); más tarde, en ediciones posteriores, quizá de nuevo como simple errata, ha sido sustituido por "valorar". Recuperamos ahora el término original.

32c "Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias". Como estamos viendo, en estos párrafos el Autor, con el uso de la expresión "libertad de las conciencias" y su rechazo de la "libertad de conciencia", está refiriéndose principalmente, a la libertad de profesar la propia fe y tributar el correspondiente culto a Dios sin impedimentos. Dicha expresión, sin embargo, admite también un significado más amplio (cabría denominarlo, hablando en general, como el de la autonomía del sujeto en su obrar moral), solo subyacente en estos pasajes aunque más explícitamente presente en otros. En esta misma homilía, y en otros muchos lugares del libro, pueden encontrarse múltiples ejemplos, siempre ligados al concepto de libertad personal expuesto por el Autor, "la libertad de los hijos de Dios", que "adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata" (27b). En este sentido más amplio, la expresión "libertad de las conciencias" es también habitual en otros escritos de san Josemaría. El tema es extenso, por lo que nos limitamos a ofrecer simplemente alguna muestra. A veces, por ejemplo, la "libertad de las conciencias" se encuentra formulada como libertad "para que cada uno reciba los medios de formación cristiana, o pida consejo para sus estudios o para su labor profesional, etc., donde prefiera" (Carta 15-VIII-1953, n. 34); o bien, como libertad para que cada cual pueda seguir sin coacciones su personal camino vocacional, pues "si Dios mismo respeta con tanta delicadeza el libre albedrío del hombre, ¿cómo voy yo a violentar vuestras conciencias y vuestra libertad de elección? Eso –además de ser humanamente una villanía– sería una falta grave contra la moral cristiana, contra la ley divina positiva y aun contra la misma ley natural" (Carta 25-V-1962, n. 34). "¿Quién podrá cambiar esa vocación divina? El derecho natural, el derecho divino positivo, la moral cristiana y los derechos adquiridos se opondrían –repito– a una violencia de ese tipo, defendiendo la libertad de las conciencias" (ibid., n. 40).

33a "Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos". Dios, escribe el Eclesiástico, "desde el principio, creó al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío" (Si 15, 14). Cabe decir que la doctrina antropológica revelada, por fundarse en la noción del hombre creado a imagen de Dios, está siempre circulando en torno a su singular condición de criatura libre, responsable ante Dios, pero también ante sí mismo y ante los demás, de sus acciones voluntarias. "Hablad y obrad –enseña el apóstol Santiago– como quienes van a ser juzgados por la ley de la libertad" (St 2, 12); "como hombres libres –insistirá san Pedro–, no como quienes convierten la libertad en pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios" (1P 2, 16). El pecado y todas sus consecuencias son debidos al mal uso por parte del hombre de su libertad, que ha quedado sometida. Cristo recupera para nosotros con su obra redentora la "libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21); "para esta libertad Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). Como es lógico, "la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad", y ha entendido, a la luz de la doctrina revelada, que la presencia del mal moral en el mundo solo es debida al pecado del hombre, rechazando a la vez todo maniqueísmo y fatalismo, pues "cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal".

33b "¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre!". No está hablando aquí san Josemaría –como sí hace otras muchas veces en sus escritos– de la infinita misericordia divina, que se manifiesta plenamente en el misterio pascual de Cristo, y se derrama sin medida en forma de perdón. Aquí está hablando de su eterna misericordia, por la que ha querido llamar al hombre a la plenitud de la filiación en el Hijo, destinándole a la vida eterna, y creándole en cuanto tal como criatura libre, a imagen suya. Está alabando el amor paterno de Dios, su misericordia anterior a todo lo creado, que se muestra como ternura al llamar al hombre a la existencia para llegar a ser hijo en el Hijo. Ante la grandeza otorgada al hombre por puro amor, exalta san Josemaría –haciendo eco a la perenne alabanza de la Iglesia– al Dios Creador y Padre, que ha puesto en nosotros "esa semilla de vida eterna", que es ser capaces de participar en lo propio suyo: "una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable". Ahí, donde radica la plenitud de la verdad, radica también la plenitud de la libertad. "Donde está el Espíritu del Señor hay libertad" (2Co 3, 17).

35a "… nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos". Encierra el texto una referencia implícita al pasaje de Jn 15, 15 ("Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer"). Subyace también en él, como en toda la homilía, la comprensión en clave filial que san Josemaría –cuyo pensamiento es, como su vida, enteramente cristocéntrico– ha adquirido de la noción de libertad. Una y otra vez, en efecto, se advierte en estas páginas el vivo resplandor, siempre presente, del sentido de la filiación divina, fuente de paz y esperanza.

35b "Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana". "El verdadero sentido de este don" lo ha querido dejar establecido san Josemaría, a través de su contemplación del misterio de donación de Jesucristo, en los párrafos anteriores. La libertad que Dios ha concedido a la criatura humana –cabría resumir– es: a) un don inherente a su condición de estar hecha a imagen de Dios, capaz de ser por la gracia hija de Dios; b) es asimismo un don esencialmente ligado a su facultad de conocer, amar y comprometerse con la verdad; c) es un don operativo, adecuado a la condición relacional del hombre, que solo madura cuando es ejercitado por la vía de la responsabilidad y la donación: un don para darse; d) es, en fin, un don recuperado y engrandecido para nosotros en Cristo, tras su victoria sobre el pecado: una libertad liberada y filial. Por todo eso, y más, cabe afirmar que "la única libertad que salva es cristiana". Con esta firme aserción, quiere transmitir san Josemaría al lector, una fundamental convicción que anida en las almas cristianas de todos los tiempos, contribuyendo a forjar personalidades comprensivas y dialogantes, humildes y audaces: apostólicas. Una convicción ("un regalo de Dios", 35c) que hay que saber trasladar (con "soltura de movimientos", ibid.) a las ideas que mueven el mundo, y a todas las estructuras sociales y culturales.

35d "Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir…". La enseñanza sobre el sentido cristiano de la libertad va desembocando en actitudes prácticas, en sugerencia de propósitos, resumidos aquí en uno principal: servir a los demás por amor a Cristo. La expresión "porque me da la gana" –esto es: porque comprendo que es conveniente hacerlo y quiero hacerlo sin que hagan falta más razones– no es infrecuente en los escritos de san Josemaría, aplicada como en este párrafo a la voluntad de entrega a Dios y a los demás: máximo ejercicio de la libertad personal; considerada desde ese punto de mira –como entrega al querer de Dios– suele mencionarla como "la razón más sobrenatural"(cfr., por ejemplo, ECP ed. AA, 1c, 17b, 184d).

36a "No caben aquí anonimatos". En este mismo libro (cfr. infra, 64a-b, 145d), así como en otros lugares (cfr. ECP, 134b, 174b), y refiriéndose generalmente a la oración personal, menciona san Josemaría, refutándolo, el "anonimato", es decir, la perezosa o temerosa actitud de evitar dar la cara ante Dios, de no tomar decisiones, de no contraer compromisos, como no queriendo o temiendo responder de los propios actos, etc. Aquí utiliza el mismo término –en un sentido solo análogo– para reforzar la idea de que, ante Dios, no hay ejercicio de la libertad que no conlleve responsabilidad, pues –siempre ante Dios, pues ante los hombres o ante uno mismo cabe el engaño– no es concebible la una sin la otra. Obrar con la libertad de un hijo de Dios (este es el argumento de nuestra homilía) es también, en la práctica, saberse responsable cara a Dios de las consecuencias: asumir filialmente, confiadamente, sin soltarse de la mano de Dios, el "riesgo" de estar construyendo, con mi libre obrar, mi propio destino eterno. Alcanzar "la plenitud de la libertad" significa haberlo logrado.

36b "Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe". Sin necesidad de mencionarlo, en este contexto de la libertad y responsabilidad de los hijos de Dios, que se traduce en servicio con Cristo a los demás, retorna san Josemaría al tema de la libertad religiosa o, conforme a la terminología antes citada, de la "libertad de las conciencias". Su enseñanza al respecto, como ya hemos señalado, más que suya es, sencillamente, la de la Iglesia, representada aquí de algún modo a través de la referencia a san Agustín. La fe religiosa es una actitud de responsable relación personal con Dios; la acción de creer expresa un asentimiento íntimo y libérrimo, en el que no cabe –es completamente ajeno a su naturaleza– coacción externa. Cree el que quiere y porque quiere. Aquí casa perfectamente el argumento ya citado del Autor: "porque me da la gana, que es la más sobrenatural de las razones". La afirmación del derecho a la libertad religiosa es un principio esencial de ley natural, que la doctrina antropológica cristiana asume y defiende plenamente. Sentada con claridad esta enseñanza, no deja san Josemaría de añadir un corolario necesario para completar la cuestión. Lo encontramos en el párrafo siguiente.

37b "Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios". El compelle intrare de la parábola evangélica, con la que Jesucristo ilustra a sus discípulos de todos los tiempos sobre distintos aspectos de su misión salvífica, continuada junto con Él por la Iglesia a lo largo de la historia, ha de ser entendido –como la entera parábola– en el contexto en que Jesús la inscribe. Y este no es otro sino el de la relación de voluntaria continuidad o discontinuidad entre la libertad personal del hombre y su responsabilidad, de cara al cumplimiento de la ley de Dios. Los primeros invitados no han querido venir, y el rey no les va a obligar a hacerlo; los segundos, aunque ni ellos se considerasen dignos, son activamente inducidos y apremiados a participar de la mesa real, y a aceptar las reglas oportunas (entrar con "traje de bodas"). La misión salvífica de Cristo, y su continuación en la misión apostólica de la Iglesia, pide ser entendida –como aquí sugiere el Autor– como una permanente puesta en práctica de la llamada divina a entrar en comunión con Él, como un permanente estímulo (mediante el ejemplo y la palabra) a encontrarle en la propia existencia. Toda la missio ad gentes de la Iglesia, como su entera acción pastoral, como la llamada a una nueva evangelización que han de llevar a cabo todos los cristianos, son formas de realización y líneas de desarrollo del compelle intrare evangélico, pacífico, fraterno, solidario y, por querer de Dios, indispensable.

38a "… la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador". En distintas ocasiones ha hecho uso san Josemaría de esta formulación del sentido religioso del hombre, que da también razón de la antropología subyacente, asentada en la doctrina de la imago Dei. La ha repetido, como en este párrafo, en tono exhortativo, ante oyentes y lectores de su predicación; y, en tono solemne y académico, ante los profesionales de la Universidad, por ejemplo, en su Discurso de 9 de mayo de 1974, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra (de este Discurso, y otros análogos, publicados por ahora solo en forma privada, se está preparando actualmente una edición crítica). Detrás de esa insistencia se advierte la certeza de que Dios nos ha creado libres para que libremente queramos relacionarnos con Él, de tal modo que ausentarse –por así decir– de Él es lo mismo que ausentarse de la libertad. "Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida". He aquí también, posiblemente, un nuevo modo de compendiar en una frase la homilía.

38e "Hemos sacado la carta que gana, el primer premio". ¿No es este, quizás, el convencimiento que ha de bullir en la inteligencia y en el corazón del cristiano de cualquier tiempo, sean aquellos de las últimas décadas del siglo XX, que acaso pudieron escuchar esas palabras en directo, sean los que, leyéndolas, se sientan ahora confirmados en su fe y fortalecidos en su esperanza?

 «    El tesoro del tiempo    » 

39a [tb/m560109]: "Cuando charlo con vosotros para hacer la oración; cuando charlamos juntos con Dios Nuestro Señor, yo hago también mi oración personal. Me gusta decirlo siempre o casi siempre. Y tú has de hacer tu oración personal, aun cuando yo me vea obligado por cualquier circunstancia, como la de hoy, por ejemplo, a tratar de un tema que no parece a propósito".
"Cuando me dirijo a vosotros, cuando conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración personal: me gusta recordarlo muy a menudo". Hemos leído ya, efectivamente, esa misma confidencia en pasajes anteriores de este libro, como, por ejemplo, en 13b y 28b (cfr. 17b y 24c); y volveremos a encontrarla más adelante en los párrafos 60c, 189c y 234d (cfr. 183b). También se lee el mismo testimonio personal del Autor en diversos pasajes de Es Cristo que pasa (cfr. 15c, 16b, 35b, etc.). La pregunta que viene a la mente es: ¿por qué le gustaba recordarlo a menudo? La respuesta exacta, como es lógico, solo la podría dar él; no obstante, se pueden suponer algunas razones probablemente ajustadas a la realidad. Por ejemplo, estas: a) las meditaciones predicadas por san Josemaría tenían lugar ordinariamente en uno de los momentos diarios previstos para la oración personal del predicador y de los oyentes, y hacían sus veces (duraban, por eso mismo, el tiempo establecido –media hora– para esos ratos de oración); b) san Josemaría comenzaba poniéndose en presencia de Dios, y continuaba en esa actitud con naturalidad, con frecuentes referencias al Sagrario (cfr., por ejemplo, 64a, 143a, 206b, 249a); c) la meditación era un medio de formación, no solo en relación al tema tratado, sino también porque, por su medio, estaba el predicador enseñando a orar según su espíritu a quienes asistían (enseñándoles a dirigirse a Dios con sinceridad y sencillez, con sentido filial, confiadamente, no limitándose a escuchar sino empeñándose en hacer su propia oración, etc.); d) asimismo, desde otro punto de vista, san Josemaría estaba transmitiendo, como fundador, de modo natural, como por ósmosis, un estilo propio de predicación –el mismo que se advierte en los textos que analizamos–, caracterizado por un permanente diálogo personal con Dios, siempre apoyado en su Palabra, adecuado a las circunstancias de los oyentes, cercano y amable, incisivo y exigente, con un substrato teológico y cultural consistente; etc. Esas y otras razones ayudan a comprender que, en efecto, cuando predicaba, oraba.

39b [tb/m560109]: "Tengo que tratar de este tiempo que se marcha. No os voy a decir la vulgaridad de que un año más es un año menos, etc. Son consideraciones que os habéis hecho vosotros muchas veces. Y no os voy a invitar a que preguntéis a los hombres qué piensan de este tiempo. Si lo hicierais oiríais enseguida cosas como: … juventud, divino tesoro, que te vas para no volver…, o alguna cosa con más sentido sobrenatural".
"… probablemente () escucharíais alguna respuesta de este estilo: juventud, divino tesoro, que te vas para no volver". Cita el Autor como de memoria, y por tanto no literalmente, el inicio y estribillo de la Canción de otoño en primavera de Rubén Darío ("Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer…"). Los dos primeros versos constituyen un dicho muy conocido, y popularmente repetido, en el ámbito de la lengua castellana. Por eso mismo, la referencia que el Autor hace como de paso, no tiene más significado que el de mencionar un lugar común.

39c [tb/m560109]: "No quiero hablaros de la brevedad de la vida, porque (…) con el espíritu sobrenatural de nuestro Opus Dei, la brevedad de la vida nos incitará a aprovechar el tiempo, pero no a temer a Nuestro Señor, no a mirar la muerte como un final desastroso. (…) Un año más que pasó, es un paso más que te aproxima al cielo".
"A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo". Este va a ser el leitmotiv de la homilía, reiterado de modos distintos; el desarrollo de su contenido teológico y espiritual va teniendo lugar a través de un discurso progresivamente enriquecido, que comienza ya a vislumbrarse con fuerza en el párrafo sucesivo. La pregunta implícita de fondo será ¿qué significado tiene el tiempo del hombre cuando es contemplado desde el punto de mira de Dios, que ha creado al uno y al otro, o quizás mejor, al uno (el tiempo) por el otro (el hombre)?

39d "… tempus breve est! (…) Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal". Si se nos permite hablar así, el Autor da, mediante esta frase, un salto enorme, que pone directamente al lector ante el significado teológico-espiritual del tiempo, dejando atrás otras posibles consideraciones, en sí mismas legítimas. Es importante captar, desde este primer momento, no solo que ese es el terreno discursivo en el que el Autor sitúa sus consideraciones (el mismo de todo el libro y el de su paralelo, Es Cristo que pasa), sino también el concreto perfil del tiempo humano en el que quiere hacer hincapié: su condición de don de Dios para cada persona (un tesoro divino), dotado de una precisa finalidad. Esta, que se deja ya entrever bajo algún aspecto en la frase final del párrafo ("no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno"), va a ser expuesta con atención en los números siguientes de la homilía, en los que se comentan, en un mismo sentido, cinco pasajes bíblicos distintos aunque paralelos en un cierto aspecto.

40a [tb/m560109]: "Abramos el Evangelio de San Mateo, en el capítulo XXV: ‘Lo que pasa en el Reino de los cielos es como lo que sucedió a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas para salir a recibir al esposo’: Exite obviam ei. Han salido a recibir al esposo y están preparadas. Han aprovechado el tiempo. Discretamente, previenen el aceite, y cuando dicen: ¡Eh, que es la hora!, salen con alegría a recibir al esposo".

40b [tb/m560109]: "Llegará aquella hora que será la última, y que no nos da miedo, [estando ya] con la gracia de Dios dispuestos, desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles; [para que] no encuentre el Señor la lámpara vacía".
"Yo os aseguro a vosotros –y me aseguro a mí mismo– que ese traje de bodas estará tejido con el amor de Dios, que habremos sabido recoger hasta en las más pequeñas tareas". El comentario citado de san Gregorio Magno, como también otros textos de la tradición patrística, sugiere leer la llamada de las diez vírgenes a las bodas, como una alegoría de la invitación hecha por Dios a los cristianos a participar por la fe y las obras en el triunfo de Cristo ("las bodas del Verbo", la vida eterna), preparándose con las debidas disposiciones espirituales. San Josemaría coincide con esa lectura, y hace notar también suavemente el punto que quiere destacar: el "traje nupcial" ha de estar confeccionado con el amor de Dios puesto en el cumplimiento de las tareas ordinarias, o lo que es lo mismo, con el tenaz aprovechamiento del tiempo por amor a Dios.

41a [tb/m560109]: "Y sigue el evangelista contando. ¿Y las fatuas? Ya ponen en aquel momento el empeño que pueden… [Pero] Dum autem irent emere, venit sponsus, et quae paratae erant, intraverunt cum eo ad nuptias, et clausa est ianua. Novissime vero veniunt et reliquae virgines… No es que no hayan hecho nada: han hecho algo…, pero han de oír la voz que les dice: Nescio vos. No os conozco. No tuvieron tiempo de estar dispuestas, de tomar esa razonable precaución".
"Pero se han decidido tarde y, mientras iban, vino el esposo y las que estaban preparadas…". Las expresiones usadas por el Autor hablan por sí solas: aquellas vírgenes "se han decidido tarde" a cumplir lo que tenían que hacer, y aunque "han intentado algo…", no se han preparado "con la solicitud debida", pues no han tomado "la razonable precaución" de comprar aceite. Todo apunta en una precisa dirección: "les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado", no pusieron amor en el cumplimiento de la propia tarea. Y, por esa carencia de amor, usaron también mal el tiempo de que disponían, perdiendo así la ocasión de entrar a las bodas. La implícita conclusión es muy clara: el don precioso (el tesoro) del tiempo, que Dios nos ha concedido por amor, y que es de duración limitada, pide saber usar de él conforme a lo que Dios espera, es decir, aprovechándolo con amor.

41b [tb/m560109]: "Tienes que ir pensando: ¿por qué no preparo bien mis clases?, ¿por qué llego tarde a veces a los actos comunes?, ¿por qué, a veces, me acuesto y me levanto fuera de hora?, ¿por qué atropellas el trabajo que te encomiendan?, ¿por qué lo abandonas después de haberlo comenzado con entusiasmo?, ¿por qué tanta omisión?, ¿por qué tanto desorden?… Son pequeñeces, pero es el aceite".
"Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz". Al comenzar el párrafo, ha escrito el Autor: "Pensemos valientemente en nuestra vida". Esa expresión, "nuestra vida", está aquí por vida de fe, cara a Dios, que nos llama a la santidad. San Josemaría está dialogando con un oyente, y con un lector, que se han decidido o quisieran decidirse a seguir a Cristo en serio. El acento que quiere poner recae, como es evidente, no sobre la poca entidad de la mayor parte de los deberes cotidianos de esa vida iluminada por la fe, sino en el amor a Dios que su ejecución reclama. El concepto de "pequeñeces" que utiliza incluye el amor que solicitan, y del que son también ocasión. "Pequeñeces", sí, pues son realidades ordinariamente presentes en la "rutina" diaria, y como tales de no mucha envergadura; pero piden ser vistas, al mismo tiempo, como escenario de una incesante llamada a realizarlas poniendo amor. El "aceite" de la parábola es aquí interpretado, en efecto, como el amor a Dios, que al ponerlo por obra llena de significado elevado y nuevo el desempeño de la vida corriente, otorgando también al buen uso del tiempo su sentido más verdadero y profundo: ser permanente ocasión de amor a Dios. En la tradición cristiana se han dado también otras interpretaciones de ese "aceite", quizás aparentemente diversas de esta pero consonantes en el fondo con ella. Por ejemplo, san Agustín lo identifica con la caridad (cfr. Sermón 93, 5; PL 38, 575), lo mismo que san Josemaría, aunque con otros acentos–; para san Epifanio, de manera cercana, y también con sus propios matices, el "aceite" son las obras de misericordia (cfr. Interpretación de los Evangelios, 36; PL Supp. 3, 892). De un modo u otro, las interpretaciones siempre giran en torno al amor de Dios.

42a [tb/m560109]: "‘Lo que pasa en el Reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que sale a buscar obreros para su viña’. Ya conoces perfectamente la parábola: unos fueron llamados a primera hora y otros a la hora undécima".

42b "Pero nosotros hemos nacido cristianos, hemos sido educados en la fe, hemos recibido, muy clara, la elección del Señor". La bella glosa de san Jerónimo sobre el significado del denario marca, en cierto modo, todo el párrafo. La imagen suya, que Dios ha plasmado en el hombre, el gran don que todos recibimos, ha de ir madurando en nosotros en esta vida con nuestra fidelidad y con ayuda de la gracia; con su plenitud, cuando alcancemos nuestro destino último, serán eternamente retribuidos nuestros esfuerzos. Todos los hombres hemos recibido la imagen de Dios por naturaleza, y cada cual la porta consigo en las circunstancias de su existencia personal. En esa diversidad de circunstancias, se centra el pensamiento de san Josemaría en la frase que comentamos, pues quiere subrayar la idoneidad de condiciones que, para madurar en lo que somos (imagen de Dios) y progresar hacia la perfección final, hemos recibido los cristianos. Somos, en cierto modo, como los obreros de la última hora, pues se nos ha proporcionado el mismo denario que a los demás, pero en la mejor situación para gozarlo: elegidos en Cristo y configurados por el bautismo con Él, ya encaminados hacia la patria final. Algo semejante, con otras palabras, sugería san Cirilo de Alejandría, en el siglo V, al comparar el denario de la parábola con la gracia del Espíritu Santo, que estampa en las almas el sello celestial (cfr. Fragmentos sobre el Ev. de Mateo, 226; Berlín, ed. J. Reuss, 1957). Tal predilección, seguirá glosando san Josemaría, exige como "intercambio" aprovechar el tiempo del que disponemos, para alcanzar la propia salvación y la de los demás. Subyace, pues, la visión cristiana del tiempo humano, donde tanto cuenta lo que a cada uno le ha sido otorgado (mi punto de partida, mi contexto humano y sobrenatural); el tiempo es, desde ese punto de vista, la justa y misericordiosa espera de Dios (do ut des).

42c [tb/m560109]: "Hijo mío, nosotros no tenemos jamás sobra de tiempo. A un hombre del Opus Dei a quien le sobre el tiempo hay que considerarlo como metido en la tibieza. Sobrenaturalmente hablando, un lisiado. Un hombre del Opus Dei que desaprovecha el tiempo, y le quedan (…) ratos perdidos después de cada cosa, no ha sabido coger y vivir el espíritu de la Obra. Un hombre del Opus Dei que se pasa el tiempo embobado (…), pensando en ensueños, en tonterías, dejando que la imaginación vague, para aquí, para allá…, si dice que le sobra tiempo, le diré que le sobra desaprensión, que es un tranquilo, que es un tibio".
"… sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia". "Hay un tiempo para cada cosa", exclama el Eclesiastés (Qohélet) (cfr. Qo 3, 1-9), tiempo de nacer y de morir, tiempo de llorar y de reír, tiempo de callar y tiempo de hablar…, etc. San Josemaría desvela ante el lector la sustancia cristiana de cualquiera de los tiempos de nuestra vida personal. El tiempo en cristiano (el tiempo bajo el signo de Dios) es siempre también, para cada uno, ocasión de desarrollar todo el bien posible, no abstractamente sino en concreto, "a los que se encuentran a tu lado". El tiempo personal, es sobre todo, para un discípulo de Cristo como para el Maestro, tiempo de darse, tiempo de caridad. En el siguiente párrafo prolonga el Autor la idea.

43a [tb/m560109]: "Hijo mío, yo he tenido empeño, desde los primeros tiempos de nuestra Obra, en hacer sonar en vuestros oídos y en vuestro corazón, para que lo traduzcáis en obras, aquel grito de Cristo: In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem. Precisamente en eso".
"Nos conocerán precisamente en eso, porque la caridad es el punto de arranque de cualquier actividad de un cristiano". La referencia de san Josemaría a "los primerísimos comienzos del Opus Dei" no debe pasar desapercibida. Sus relativamente frecuentes alusiones a aquellos momentos, están siempre cargadas de un significado primordial, sea cual fuere el motivo inmediato de la mención. Representan, por encima de todo, en el alma y en las palabras del fundador, un "memorial" del acontecimiento fundacional: la presencia permanente de la inspiración divina recibida el 2 de octubre de 1928, de la misión a realizar, de sus líneas de fuerza, de los modos esenciales de proceder, etc. Y así, cuando el Autor une veladamente o, como en este párrafo, abiertamente, algún aspecto de su enseñanza con el mencionado acontecimiento, está dando testimonio de algo (un principio operativo, una certeza espiritual, un estilo de comportamiento, un modo apostólico, etc.), que tiene conciencia de haber recibido. Conviene, pues, prestar en esos casos especial atención. Este libro contiene no pocos pasajes de ese tenor, además del que comentamos. Cfr., por ejemplo, 11a, 54b, 58a, 59a, 61c, 81a, 117c, 117d, 117e, 122b, 132d, 210a, 227a. En el que ahora estamos considerando (43a), hallamos un principio operativo de gran interés, y de raíz enteramente evangélica, que está en esa línea: "la caridad es el punto de arranque de cualquier actividad de un cristiano". La acentuación está puesta en la fórmula "punto de arranque": la caridad –el amor a Dios y a los demás por Dios– ha de ser punto de partida y, por eso mismo, permanente piedra de toque del comportamiento privado y social del cristiano. Recuerde el lector que estamos leyendo una homilía sobre el tesoro del tiempo: también aquí –en el modo de utilizar nuestro tiempo personal– está vigente el principio señalado: la caridad es su punto de arranque.

43b [tb/m560109]: "No dice Él, que es la misma pureza, que nos conocerán como discípulos suyos en que somos castos. Él, que es la sobriedad, que no tiene donde reclinar la cabeza, que pasó tantos días en ayuno y retiro, no dice de sus discípulos: conocerán que sois mis discípulos en que no sois comilones ni bebedores".

43c [tb/m560109]: "Porque la vida de Cristo era un bofetón a aquella sociedad podrida del imperio romano, que se estaba disolviendo. Esa sobriedad era otro bofetón a aquel pueblo que estaba de banquete continuo, provocando el vómito después de comer para poder seguir comiendo".

44a [tb/m560109]: "La humildad de Cristo era otro golpe soberano a aquel modo de vivir que tenía una gran consideración de sí mismo. ¿Veis aquellos arcos romanos medio rotos? Por allí pasaban, vanos, engreídos, miserables, llenos de soberbia, los emperadores victoriosos, que al pasar bajaban la cabeza por temor a golpear el arco con la majestad de su frente. Cristo, humilde, no dice: conocerán que sois mis discípulos en que sois humildes, sino ¡en que os amáis los unos a los otros!".
"Estando en Roma, he comentado repetidas veces, y quizá me lo habéis oído decir…". La idea esbozada aquí por san Josemaría podría tener un antecedente lejano en un sermón de Bossuet (pronunciado el Domingo de Ramos de 1662), en el que se lee: "Parmi toutes les grandeurs du monde, il n’y a rien de si éclatant qu’un jour de triomphe; et j’ai appris de Tertullien que ces illustres triomphateurs de l’ancienne Rome marchaient avec tant de pompe, que de peur qu’étant éblouis d’une telle magnificence, ils ne s’élevassent enfin au-dessus de la condition humaine, un esclave qui les suivait avait charge de les avertir qu’ils étaient hommes: Respice post te, hominem memento te". La frase evocada de Tertuliano dice: "Hominem se esse etiam triumphans in illo sublimissimo curru admonetur; suggeritur enim ei a tergo: Respice post te! Hominem te memento!" (Apologético 33, 4). En la biblioteca de trabajo de san Josemaría se encuentra catalogado el libro de J.-B. BOSSUET, Sermons choisis, Notices et annotations par H. Clouard, Paris, Bibliothèque Larousse [s.a.] (cfr. J. GIL SÁENZ, La biblioteca de trabajo de san Josemaría Escrivá de Balaguer en Roma, Roma, Edusc, 2015, p. 267).

44b [tb/m560109]: "Alter alterius onera portate, et sic adimplebitis legem Christi. Llevad los unos la carga de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo. ¡Ratos perdidos! ¡Que te sobra tiempo! ¡Si hay tantos hermanos tuyos sobrecargados de trabajo! Con delicadeza, con finura, con la sonrisa en los labios, ayúdales de tal manera que ni siquiera lo noten, que no te puedan dar las gracias".
"Después de veinte siglos, todavía aparece con toda la fuerza de la novedad el Mandato del Maestro, que es como la carta de presentación del verdadero hijo de Dios". El mencionado "Mandato del Maestro" se refiere al pasaje antes citado de Jn 13, 35 ("en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros"), completado con el versículo anterior, Jn 13, 34: "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros". Continuamos en el mismo orden de cosas de los párrafos previos: la caridad, denominada antes "punto de arranque de cualquier actividad de un cristiano", ahora es descrita como "la carta de presentación del verdadero hijo de Dios". El contenido es el mismo: la práctica de la caridad con los demás (con finura y delicadeza, sin hacerse notar), saliendo al paso –conforme a nuestras posibilidades– de sus necesidades materiales o espirituales, es signo característico de identidad cristiana. Los ejemplos que podrían ponerse para ilustrar ese ejercicio delicado y elegante de la caridad son innumerables. Es significativo que el Autor lo ejemplifique mencionando la ayuda prestada en el trabajo: el binomio caridad-trabajo profesional abre, ante una persona de fe, un mundo de posibilidades.

44c [tb/m560109]: "¡No tenían tiempo aquellas pobres, que van con las lámparas vacías, y les sobra tiempo a estos, porque no se sienten llamados al trabajo! Para nosotros la llamada al trabajo es continua".

45a [tb/m560109]: "‘Lo que pasa en el reino de los cielos, es como lo que hace un hombre que quiere partir a lejanas tierras’. Llama a sus criados; a cada uno le da una cantidad para que la administre. Y ya habéis visto lo que hace el que ha recibido un talento; algo que en mi tierra se llama cuquería. Piensa, discurre un poco con aquel cerebro verdaderamente de poca altura, y dice: Scio quia homo durus es. Y lo guarda, lo entierra".
"Me parece muy oportuno fijarnos en la conducta del que aceptó un talento". El texto mismo de la parábola recogida en Mt 25, 14-30, a la que ahora presta atención el Autor, parecería fijarse más –por contraste con los otros dos–, en el tercer siervo, el que recibe menos pero lo echa todo a perder. Para san Josemaría, enterrar el talento significará aquí (en conexión con el hilo de fondo de la homilía), desaprovechar el tiempo, desaprovechar la vida que se nos ha dado, no viviéndola para Dios. Un pensamiento análogo es el que expone, por ejemplo, san Gregorio Magno, para quien enterrar el talento es sinónimo de ocupar la vida en asuntos puramente terrenos, sin levantar el corazón hacia Dios (cfr. Homilías sobre los Evangelios, 9, 1; PL 76, 1106); o lo que es igual, permanecer en la indolencia de lo terrenal, sin querer entrar en las vías de la santidad (cfr. ibid., 9, 3; PL 76, 1107).

45b [tb/m560109]: "¿Qué va a hacer este hombre, si ya no tiene instrumento de trabajo? Va a tomar la comodidad de devolver solo lo que recibió. ¿Qué va a hacer ese hombre? Matar el tiempo, se dice en castellano, ¡matar el tiempo!".
"¿Qué ocupación escogerá después este hombre, si ha abandonado el instrumento de trabajo?". De nuevo la misma composición de lugar, tan propia del pensamiento espiritual de san Josemaría, al que le viene espontáneamente a la mente ilustrar la idea con el ejemplo del trabajo profesional. Pero todo cargado de un sentido preciso: si el talento es glosado como "el instrumento de trabajo" puesto en manos del siervo para obtener la esperada ganancia, el trabajo será el faenar, por así decir, de la propia existencia vivida cara a Dios y merecedora de justo beneficio (la ganancia de la vida eterna). Enterrar el talento (¡matar el tiempo!) es desaprovechar la vida entendida en su auténtico sentido: inutilizar la existencia. "¡Qué penaescribe el Autor en el inicio del párrafo sucesivo–, vivir practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios!". Reaparece el título de la homilía, y con él la clave de su sentido.

46a [tb/m560109]: "¡Qué pena, hijo mío! Matar el tiempo, que es un tesoro de Dios; no trabajar por las almas; no poner en acto, en movimiento, en este gran negocio sobrenatural, todas las condiciones tuyas, que no son tuyas porque te las dio el Padre del Cielo; descansar, despreocuparte…".

46b "El que ama a Dios, no solo entrega lo que tiene, lo que es, al servicio de Cristo: se da él mismo". El amor a Dios (la correspondencia a su amor, habría que decir), que también es siempre fruto del impulso previo de la gracia, capacita al hombre para conocerse de un modo nuevo por más profundo: le otorga, en efecto, una particular lucidez sobre el sentido de sí mismo. Es como experimentar en primera persona lo que señala Gaudium et spes, en su n. 19, hablando del hombre en general: "Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador". Y de esa clarividencia, de esa inteligencia amorosa, procede la disposición real que comenta san Josemaría, por experiencia suya y de tantos: "El que ama a Dios, no solo entrega lo que tiene, lo que es, al servicio de Cristo: se da él mismo". El que ama a Dios ha comprendido, amando, el sentido de la propia persona.

47a [tb/m560109]: "Mío, mío, mío… qué cosa tan molesta. Cuando a lo largo del día, al sentirte, quizá, humillado –porque no olvides que la soberbia es lo más feo del fomes peccati–, cuando sientes (…) que tu criterio debe prevalecer…, que tú, que tú, que tú, y lo tuyo, y lo tuyo, y lo tuyo…, muy mal, estás matando el tiempo y estás necesitando que matemos tu egoísmo".

47b "¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor". Contiene esta breve frase tres grandes puntos de atención. El primero lo forman las palabras finales: "por amor al Señor", en las que se sostienen las demás. El segundo –"¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios", completamente dependiente del mencionado, es la culminación del discurso que venimos siguiendo, y viene a decir algo así como: "¿amas a Dios?, pues dale tu vida sin reservarte, entrégate a su Voluntad": es como un chispazo de luz que desvela la plenitud de significado que la aceptación de la vocación personal confiere a la existencia. El tercero –"para el bien de todos los hombres"–, sugiere una cuasi-equivalencia entre "vida para Dios" y "para el bien de todos los hombres": la entrega personal a Dios aporta a la existencia privada un horizonte de eficacia universal; nada hay, en efecto, menos particularista que el sentido vocacional de la vida. Cierra el párrafo san Josemaría con unas palabras ("Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto"), que traen a la memoria las que escribió en el punto primero de Camino, y que han suscitado no pocas decisiones de entrega: "Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. / Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón".

48a [tb/m560109]: "Recordad el pasaje: es un hombre, padre de familia, que plantó una viña, le puso una cerca, edificó un lagar, levantó una torre, la arrendó a ciertos labradores y partió a lejanas tierras".
"… y se ausentó a un país lejano". En el comentario de san Josemaría a la parábola, menciona que el dueño de la viña se "ausentó" y desde ahí, va a reflexionar sobre la necesidad de que los cristianos no abandonen la viña del Señor. Quiere dejar constancia de la interpretación natural de esta parábola antes de tomarse unas licencias para adaptarla a su intención específica.

48b "La tradición ha visto, en este relato, una imagen del destino del pueblo elegido por Dios…". Cfr., por ejemplo, SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 68, 1-2; PG 58, cols. 639ss.; BAC 146, pp. 387ss.

48c [tb/m560109]: "Tú no te puedes marchar, tú no te puedes ausentar, tú tienes que estar en la viña, metido dentro de la cerca, trabajando en el lagar, descansando en la torre que hay dentro de esta viña. Si te fueras sería como decirle a Cristo: ¡Eh! ¡mi tiempo es para mí! No es para ti".
"Concretamente pretendo detenerme en ese se ausentó a un país lejano". Después de fijarse en la actitud del que entierra el talento, el Autor, tomando ahora ocasión del verbo "ausentarse", hace una lectura espiritual, en cierto modo inesperada, de la nueva parábola. Lo que se va a subrayar, teniendo ante los ojos la existencia personal del cristiano, llena de gracias que la convierten en un don no solo para uno mismo sino también para los demás, es la importancia de vivirla de modo coherente, de asumir la propia responsabilidad, o diciéndolo en breve, de "no desertar" (49b).

49a [tb/m560109]: "El Señor nos ha dado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento; entre ellas la gracia divina, soberana, de la vocación, (…) y no tengo derecho a olvidar que soy una pieza de esta gran máquina a la que Él me llamó a trabajar. Aquí precisamente, en esta viña, dentro de esta cerca, para, de esta manera, corredimir con Él".
"Este es nuestro sitio: dentro de estos límites…". La viña es contemplada como la vida del cristiano, en la que Dios ha puesto con amor tantos dones ("nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento"), llenándola de sentido y dándole una finalidad sobrenatural, y de la que le ha hecho dueño para conducirla a su destino. Ausentarse de la viña quiere aquí decir hacer uso de la propia existencia con indiferencia o menosprecio del significado que Dios mismo le ha dado ("olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás"). Siendo propio de cada uno, el don de la existencia personal –ante todo por ser humana, pero mucho más si está iluminada por la gracia de la fe– trasciende al mismo tiempo los limitados horizontes del yo. Mi "viña" es mi vida de fe ("este es nuestro sitio: dentro de estos límites"), pero lo que Dios ha puesto en ella no es solo para mí: con la fe se le ha encomendado una finalidad de servicio, de misión apostólica, que va más allá de mí mismo, y de la que no me debo perezosa e irresponsablemente ausentar ("aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora"). "El tesoro del tiempo", el tiempo humano vivido en cristiano, nos está diciendo san Josemaría, posee una esencial característica apostólica, evangelizadora: es tiempo de cooperar con Cristo en el aquí y ahora de su presencia salvífica en el mundo. Sobre el sentido de esa cooperación, nos remitimos a cuanto se ha dicho en la "Introducción General", Primera Parte, 5, a.2).

49c [tb/m560109]: "¿Has visto? Les sobraba el tiempo a aquellos obreros. Quería matar el tiempo el que guardó el talento: y ahora, hoy, tú no puedes de ningún modo pensar que el tiempo es para ti".
"Les sobraba toda la jornada, a aquellos jornaleros…". Resume el Autor en este párrafo lo que, a sus ojos, leídas a la luz de la fe, muestran en común las actitudes de los distintos actores de esas parábolas, y por ende, lo que por medio de ellas está diciendo el Señor. Compendiar in unum esos contenidos, no obstante la diversidad de los relatos, es un modo de proceder ya utilizado en la tradición patrística. San Juan Crisóstomo, por ejemplo, escribe: "Mientras es tiempo, trabajemos por nuestra salvación, tomemos aceite para nuestras lámparas, negociemos con nuestro talento… Porque si somos perezosos y nos pasamos la vida sin hacer nada, nadie nos tendrá allí compasión, por mucho que lloremos" (Homilías sobre el Ev. de Mateo, 78, 3; PG 58, col. 714; BAC 146, p. 558). Para san Josemaría, lo que agrupa, de algún modo, bajo un mismo aspecto rechazable, el comportamiento de esos protagonistas es la miopía de no ver más allá de la propia comodidad: su "insensibilidad" ante lo requerido, su falta de respuesta debida. Lo que esos relatos nos están diciendo, al reprochar aquella actitud, es que abriendo la mente y el corazón a la fe, descubramos el sentido vocacional y apostólico de la vida cristiana: "la gran tarea encomendada a cada uno por el Maestro". Mirada desde la fe, la propia existencia encuentra su verdadero lugar en el inmenso escenario de la Redención, realizada ya sustancialmente por Cristo y, sin embargo, siempre in fieri, en su efectiva aplicación a los hombres en cada momento de la historia. Esa es la gran tarea a la que exhorta san Josemaría al lector: aceptar ser instrumento de Cristo para el bien –humano y sobrenatural– de los demás. Hacia ese punto han estado dirigidos sus comentarios a los textos, y ese es también el sentido teológico profundo de su concepción del tiempo como un tesoro.

50a [tb/m560109]: "Jesús volvía de Betania, venía cansado. A mí me conmueve Cristo cuando lo veo hombre. Tenía hambre. ¡Cristo con hambre! El Hacedor de todas las cosas, el Señor de todas las cosas, el Todopoderoso. ¡El Todopoderoso tiene hambre! Señor, yo te agradezco tanto, que el escritor eclesiástico haya puesto, por voluntad divina, este pasaje con este detalle, que me hace amarte más, que me hace desear la contemplación de tu Humanidad Santísima".
"A mí me conmueve siempre Cristo, y particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios". Al redactar en primera persona, como advertimos en este párrafo y en el siguiente –así como en tantos otros, que se hallan esparcidos por todo el libro–, está san Josemaría desvelando discretamente la intimidad de su alma ante el lector, y mostrando al mismo tiempo un rasgo nítido de su mensaje espiritual. Le atrae y le conmueve la contemplación de la Santa Humanidad de Jesucristo, "Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios". Ya hemos considerado en la "Introducción General" (cfr. Primera Parte, 5, a) el papel singular que el "Perfectus Deus, perfectus Homo", de raíz patrística, desempeña en su doctrina cristocéntrica. También hemos puesto allí de manifiesto la importancia de comprender cómo nuestro Autor, confesando y defendiendo, como enseñanza dogmática de la Iglesia, la inseparabilidad de ambas dimensiones del misterio de Cristo, pone particular énfasis en destacar la verdad y la ejemplaridad de su Humanidad Santísima: siendo Dios, es "perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo" (50b). Todo el vivir humano del Verbo Encarnado, hasta la debilidad física, arroja luz sobre nuestro correspondiente vivir. San Josemaría gustará de contemplar, en especial, los años de vida oculta del Señor, esto es, su vida corriente de trabajo cotidiano, de convivencia familiar, de relaciones de amistad. Esa fuente alimenta de manera particular la enseñanza de quien ha sido llamado "el santo de lo ordinario" (cfr. SAN JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso "La grandeza de la vida corriente", en el Centenario del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 12-I-2002, n. 2), y también "el santo de la vida ordinaria" (ID., Bula de canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002).

51a [tb/m560109]: "Tiene hambre y ve a aquella higuera allá lejos. Estaba llena de un follaje espléndido. Nos dice San Marcos que no era tiempo de higos: non enim erat tempus ficorum. Sin embargo, se acerca a tomar la fruta. Cristo Señor Nuestro sabía que no era tiempo de higos, y al ver que era estéril con aquella apariencia de fecundidad, con aquellas hojas, le dice: iam non amplius in aeternum ex te fructum quisquam manducet… Y es que no hay excusa, para el que no aprovecha el tiempo, no hay excusa".
"Jesús había trabajado mucho la víspera y, al emprender el camino, sintió hambre". "Puesto que ha asumido la carne humana –razona san Juan Crisóstomo– es natural que experimente lo que siente la carne" (Homilías sobre el Ev. de Mateo, 67, 1; PG 58, col. 633; BAC 146, p. 372).

51b "Jesús maldice este árbol, porque ha hallado solamente apariencia de fecundidad, follaje. Así aprendemos que no hay excusa para la ineficacia". De modo análogo, y como poniéndolo en boca de Cristo, escribe san Agustín: "No es que yo hallara complacencia en ver el árbol seco, sino que quise insinuarte que no sin motivo deseé hacer esto. Quise advertirte en qué cosas deberías poner más atención. No se trata de una maldición al árbol ni de proporcionar un castigo a un madero que no siente, sino de atemorizarte a ti, si te das cuenta de ello, para que no desprecies a Cristo hambriento y para que ames más el saciar con el fruto que el dar sombra con las hojas" (Sermón 89, 5; PL 38, col. 557; BAC 441, p. 574).

51c "Y las almas nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios". Por tres veces ha reiterado san Josemaría en el párrafo anterior que "no hay excusa" para la ineficacia, para la carencia procurada –irresponsablemente procurada– de fecundidad. La fuerza del argumento radica en la frase que destacamos, pues lo que está en juego, a través del obrar de los cristianos en la sociedad, no es simplemente el bien propio, sino de los demás. Como es lógico, el "no hay excusa" no se refiere al perdón, sino a que nada puede hacer pasar por razonable, justificable, la falta de fruto (de bien para los demás, el que pueden aportar los hijos de Dios) si no ha habido "intentos sinceros" de lograrlo.

52a "… no necesitamos más que buena voluntad para aprovechar las ocasiones que Dios nos ha concedido". "Buena voluntad": ese es el único requisito exigido a quien, habiendo recibido vida sobrenatural ha de dar también fruto sobrenatural, que por sí mismo no puede dar. "Buena voluntad", recta intención y obras, que nadie puede poner por mí en lugar mío. Quien ha recibido la fe en Cristo, y vive de ella; quien desea alcanzar el fruto proporcionado, solo necesita –para lograrlo– poner "buena voluntad": la decisión libre y responsable de aprovechar apostólicamente el tiempo (este es el sentido más propio de las palabras de san Josemaría), sin ninguna otra obligación que no sea el compromiso personal de seguir de cerca a Cristo e identificarse con Él. "Buena voluntad": intención, resolución de hacer en todo tiempo lo que Cristo espera, pues "todos los días son buenos, para servir a Dios" (52b).

52c vosotros, correc autógr ] vosotros penúlt redac
(Nota del Editor: Esta corrección solo fue incorporada al texto a partir de la 3ª edición).

53a [tb/m560109]: "Y vamos a acabar con San Lucas en el capítulo II. Cristo es un niño. ¡Qué dolor el de su Madre y el de San José cuando no lo encuentran! ¡Y qué alegría cuando lo ven adoctrinando a los maestros de Israel! Pero mirad qué palabras, duras en apariencia, en la boca del Niño, cuando contesta a su Madre: Quid est quod me quaerebatis?, ¿por qué me buscabais?… ¿No era razonable que lo buscaran? (…) Nesciebatis quia in his quae Patris mei sunt oportet me esse? ¿Acaso no sabíais que yo he de dedicar mi tiempo a mi Padre celestial?".

54a [tb/m560109]: "Hijo mío, este es el fruto de la oración de hoy: que te convenzas de que tu tiempo es para Dios; de que es un tesoro de Dios, de que es una cosa divina, de que es, en tus manos, una maravilla que tienes que administrar para Dios, con sentido de responsabilidad".
"Este es el fruto de la oración de hoy". Es un fruto con un doble contenido, o quizás mejor, formulado por san Josemaría en dos partes. En la primera, propone la conclusión natural de lo que ha venido diciendo: la persuasión de que "nuestro caminar en la tierra –en todas las circunstancias y en todas las temporadas– es para Dios", de que el tiempo de que disponemos, siendo don de nuestro Creador y Padre, es también la medida de su espera. La plenitud de realidad y de sentido del tesoro que se nos ha concedido se encierra, pues, en esta sencilla convicción: "¿Tu tiempo para ti? ¡Tu tiempo para Dios!" (49b). Pero además, san Josemaría propone una segunda parte, sumamente característica de su espíritu fundacional, que se puede expresar así: ese tesoro se nos concede por amor para gastarlo allí donde estamos, "sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle". Ahí aguarda el Señor a que le devolvamos amor por amor, ahí espera nuestro cotidiano –heroico– empeño por santificar "la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece solo terrena".

54b [tb/m560109]: "Yo, hijo mío, cuando era joven como tú en Casa y me encontré con el compromiso de servir, le pedía al Señor con toda mi alma ochenta años de gravedad. Y le pedía al mismo tiempo, para aquel corazón alborotado y joven, siete cerrojos. Tu tiempo es para Dios. Pídele un corazón y que lo sepas emplear. Porque es triste cosa que quieras vivir sin corazón. Y por dentro que puedas decir, con esos ochenta años, aquello del salmo: Super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi".
"Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi alma ochenta años de gravedad". La petición a Dios de "ochenta años de gravedad", muy temprana en san Josemaría –ya en 1931, por ejemplo, había escrito en el n. 409 de sus Apuntes íntimos: "Señor Dios, pon ochenta años de gravedad y experiencia encima de mi pobre corazón, demasiado joven"–, tiene una lectura obvia e inmediata: es lógico que, como instrumento de una misión divina, quiera alcanzar prontamente madurez de años y de experiencia. La magnitud de la tarea: eso es lo que ha captado aquel joven sacerdote en la iluminación fundacional del 2 de octubre de 1928, como dejan intuir las palabras que anotamos: "cuando…percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei". Es habitual que las referencias de san Josemaría a la desproporción que advierte entre la misión encomendada, y sus años de vida y de experiencia sacerdotal, vaya unida siempre a otros dos elementos: la gracia de Dios y el buen humor, que parecen equilibrar aquella desproporción. "Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso" (en AGP, A.4, m621002). El conjunto "veintiséis años, gracia de Dios, buen humor" constituye un punto fijo de referencia en sus recuerdos: un trinomio que a lo humano podría parecer sinónimo de nada, pero que a lo divino es sinónimo de todo. Al factor "veintiséis años" (equivalente a "nada", ante la magnitud de la tarea), va sumado y unido el factor "gracia de Dios" (equivalente a "todo", pues es Dios quien hará las cosas), y la suma se incrementa con el factor "buen humor", que significa plena aceptación tanto del querer divino como de la propia –limitada, pero filial– condición. En aquella petición de "ochenta años de gravedad" se manifiesta el dinamismo del entrecruzarse de esos tres factores.

54c [tb/m560109]: "Vamos a hacer un coloquio con la Madre de Jesús, con nuestra Madre del Cielo. Madre nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar el tiempo, enséñame a aprovecharlo en servicio de las almas y de la Iglesia; enséñame a oír en lo hondo de mi corazón, como un reproche cariñoso tuyo, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no es mío, porque es del Padre del Cielo".

 «    Trabajo de Dios    » 

55a "Comenzar es de muchos; acabar, de pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios". Comienza esta nueva homilía con una cita famosa en la literatura ascética, que el Autor toma de san Jerónimo: "Coepisse multorum est, ad culmen pervenisse paucorum" (Epistula 71, 2; PL 22, 669). La utilizó con alguna frecuencia en su predicación, y la reproduce también, con ciertos cambios en la primera frase del punto 983 de Camino ("Comenzar es de todos; perseverar, de santos"; cfr. los datos al respecto en C ed. PR, in loco). Pero lo más interesante del párrafo es, a nuestro entender, la doble consecuencia que san Josemaría extrae inmediatamente de ese clásico apotegma, leído desde su espíritu: a) el buen acabamiento, por amor a Dios, de nuestros trabajos, merece siempre "el aplauso del Señor", y b) ese modo de actuar es lo que se espera de un hijo de Dios. En estas dos ideas, formuladas desde el inicio de la homilía, ha dejado ya plasmada el Autor, como veremos, una síntesis importante de su contenido.

55b benedictio últ redac ] beneditio penúlt redac
[tb/m600416]: "Ya os he recordado repetidas veces que, cuando he tenido que bendecir una última piedra, no he encontrado en los textos litúrgicos una fórmula específica, y he tenido que echar mano de una cualquiera".
"En una ocasión, buscaba yo en el Ritual Romano la fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante (…). Me llevé una sorpresa cuando vi que no existía; era necesario conformarse con una benedictio ad omnia". Solía decir san Josemaría, con intención de realzar la característica recién señalada de su espíritu, que él era más amigo de las últimas piedras que de las primeras. La ocasión a la que alude en este pasaje tuvo lugar el 9 de enero de 1960, con motivo de la bendición y colocación de la última piedra de los edificios de Villa Tevere, sede central del Opus Dei en Roma, que significaba también la coronación de un trabajo de años, llevado a cabo en medio de no pocas dificultades. Al comprobar que no había ninguna fórmula litúrgica prevista para esas ocasiones, decidió obrar de la siguiente manera: "Comenzaré haciendo la señal de la Cruz, rezaremos el Te Deum, después la oración de acción de gracias, y luego la bendición signo crucis" (Crónica 1970, pp. 16-17, en AGP, Biblioteca, P01). En las páginas introductorias de este volumen se reproduce una fotografía de esa última piedra.

55c integridad últ redac ] plenitud penúlt redac
"Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de Vida…". Este breve párrafo, conectado con el primero, y escrito de un tirón, aúna cuestiones de alto significado. Se encierran en él diversos implícitos teológicos y espirituales, que irán explicitándose con el progresar del texto. Baste ahora señalar que, con la expresión "integridad de Vida" (Vida con mayúscula: la que nos concede el Espíritu Santo, "Dador de Vida", la vida sobrenatural que acompaña a la gracia), está reiterando san Josemaría su constante exhortación a desarrollar una existencia plenamente coherente con los dones sobrenaturales recibidos en el Bautismo, una existencia acorde con la condición de hijo adoptivo de Dios. Está, pues, recordando, diciéndolo de otro modo, la doctrina de la vocación del cristiano a la santidad. Pero el énfasis de la frase está puesto, como es evidente, en el convencimiento (que "muchos han perdido", y que el Autor quiere ayudar a recobrar), de que la perfección en la realización del propio trabajo, cuidando por amor de Dios "hasta los pormenores más pequeños", forma parte de aquella "integridad de Vida", es decir, no es algo ajeno sino muy apropiado, al desarrollo de la vida sobrenatural y a la búsqueda de la santidad personal. Esto pertenece de lleno a su mensaje fundacional: es un destello inconfundiblemente suyo, ligado a su enseñanza sobre "unidad de vida" (cfr. supra, "Introducción General", Primera Parte, 5, g).

55d [tb/m600416]: "Lo nuestro es operatio Dei, trabajo de Dios, que ha de ser perfecto, acabado".
"… el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable". El término "chapuza", utilizado en este párrafo, es aplicable, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, a una obra hecha sin arte ni esmero, justamente lo contrario de lo que aquí se denomina "un quehacer cumplido, impecable", digno de ser ofrecido al Creador. La dignidad de la ofrenda humana a Dios no admite ser medida por la grandeza de la obra realizada (desde ese punto de vista solo hay una ofrenda digna: la que el Hijo hace al Padre en la Cruz), sino –por este orden– por la intencionalidad recta con que se hace y por la calidad de lo hecho (aunque sea siempre humanamente perfectible). Una obra así es digna (en el sentido, sobre todo, de que no es indigna) de ser ofrecida al Creador y aceptada por Él. Es un hacer de la criatura humana, imagen de Dios, con lo que es y con lo que tiene, orientado a la glorificación de Quien le ha dado todo. Merece ser llamada, nos dice san Josemaría, "operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios": de Dios, porque Él está en el principio, en la prosecución y en el final de la obra realizada; para Dios, porque esa es la intencionalidad de la criatura. Hay en todo esto, como se puede intuir, un trasfondo teológico en el que también iremos ahondando.

56a atónita ult redac ] el prodigio de sus penúlt redac || homo 1ª ed. ] Homo galer.
"… bene omnia fecit: todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo". El texto citado (Mc 7, 37: "todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos") dice referencia a los "grandes prodigios" del Señor, pero san Josemaría incluye también en ese bene omnia fecit, con afán de destacarlas pues están muy vivamente presentes en su espíritu, "las cosas menudas, cotidianas" que llevaba a cabo el Señor a diario. Tiene la certeza de fe de que Él –perfectus Deus, perfectus homo– las hacía siempre bien. Tal segura convicción acerca de la perfección de Cristo como Dios y como hombre, con la fórmula del Símbolo Quicumque vult (tradicional confesión de fe del siglo V), es recordada por san Josemaría, con una asiduidad que impresiona, en el contexto de sus reflexiones cristológicas y antropológicas (cfr. supra, "Introducción General", Primera Parte, 5, a.1); cfr. también, en ADD, además de este 56a, los párrafos 50a-b, 74a, 75c, 81c, 93b, 176d, 201a, 241b; asimismo, en ECP, cfr. 13a, 61c, 83e, 89f, 107d, 109a, 117d, 124e, 151b; ver también S, 421, 652, 687, 813, y F, 290). En una anotación del editor en ECP ed. AA, 13a, se lee una idea, que ahora también conviene tener en cuenta: "El acento principal recae sobre el perfectus homo, esencial para entender el significado no solo del Cristo pascual, muerto y resucitado, sino también del Cristo de la vida escondida en Nazaret, Modelo de existencia ordinaria santificada, fuente luminosa y permanente de luz para san Josemaría", pues como él mismo escribe en ECP, 109a: "Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad". Esa contemplación de la suma perfección de Cristo en todo su ser divino-humano y en todo su obrar (también en lo pequeño), está en la base de la enseñanza de san Josemaría sobre la importancia de las cosas pequeñas.

56b sostenido ult redac ] dicho penúlt redac
"Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret". Estamos ante una aserción de particular importancia para calar a fondo en el pensamiento de san Josemaría y en el espíritu fundacional del que se nutre. La frase que anotamos no solo desvela el esencial cristocentrismo del Autor (cualidad propia, en general, de todo autor o maestro espiritual cristiano), sino que alumbra sobre todo lo singular y característico de su contemplación del misterio de Cristo. Consiste este hecho en que san Josemaría, como fruto de la específica gracia de su carisma fundacional, ha captado con singular clarividencia en "los treinta años de existencia oculta" del Hijo de Dios, una inmensa fuente de luz, derramada sobre la vida cotidiana de los hombres: sobre su cualidad originaria de poder llegar a ser cauce –una vez purificada por la gracia– de vida sobrenatural, de santidad. La elocuencia de ese "silencio" evangélico "sobre la biografía del Maestro" en los años de su vida oculta, consiste para san Josemaría en que testimonia la verdad de la normalidad de la existencia terrena del Verbo Encarnado, de su "vida corriente como la nuestra". Pero todo eso es singularmente visto desde la perspectiva de su realización en aquel "sencillo e ignorado taller de artesano", y no al margen de él. La cotidianidad de Cristo es, para san Josemaría, la de uno más entre sus conciudadanos: la que se desenvuelve principalmente en torno al cumplimiento del trabajo y demás obligaciones familiares, sociales, etc., de cada día. Es preciso sostener que, después de la doctrina de san Josemaría sobre la cotidianidad divino-humana de Jesús, ya no cabe hablar de "Nazaret" sin contemplarlo como el lugar del trabajo humano bien hecho, santificado y santificador.

57-60 "El trabajo, participación del poder divino". Esta va a ser la clave de fondo del contenido de los números 57-60. No solo "ley inexorable" u "obligación" (57b), sino participación libre y responsable en el poder creador de Dios: una visión teológica positiva, fundada –como se aprecia enseguida– en la filiación divina. Debe ser analizado el sentido que se da al término "participación".

57a illum 1ª ed. ] illud galer.
"Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum, con el fin de que lo trabajara y lo custodiase". Con el lenguaje mítico-metafórico utilizado en los primeros capítulos del libro del Génesis, el autor sagrado no pretende proporcionar una visión científica del origen del mundo y del hombre, sino una visión teológica: el universo en su conjunto, todos los seres que lo pueblan y, de manera especial el hombre, son criaturas de Dios, Creador único de todas las cosas. Dios y su libérrima acción creadora constituyen la explicación última de todo cuanto existe. El misterio de la creación, principalmente revelado en esos primeros capítulos de la Biblia, es fundamento firme e irrevocable de la fe cristiana y de la visión del mundo y del hombre que nacen de ella. A la doctrina de fe pertenece la verdad de que el hombre –con palabras del Concilio Vaticano II– es "la única criatura querida por sí misma por Dios" (Gaudium et spes, 24), lo cual significa, entre otros aspectos, que todo lo demás ha sido querido no por sí mismo, sino en función del hombre, al que se le ha encomendado el cuidado de la entera creación. "Creado el hombre a imagen de Dios –se lee en la Constitución conciliar recién citada–, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo. Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios" (ibid., 34). Este profundo sentido de la creación y del papel que Dios ha reservado para el hombre dentro de ella, es el que quiere resaltar san Josemaría al citar el pasaje de Gn 2, 15: "El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara". Ahí "descubre", con la gracia de Dios, el significado teológico básico del trabajo humano, inscrito en el misterio mismo de la creación, y que se ilumina máximamente en Cristo.

57b "Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador". Solo la voluntad creadora de Dios, nos está diciendo san Josemaría, es la causa de que lo propio del hombre en el mundo sea trabajar: el trabajo es algo inscrito creacionalmente en su naturaleza, algo que nadie puede cambiar. El hombre ha nacido para trabajar, ha sido dotado, en su propia naturaleza personal, de la capacidad de relacionarse, mediante su inteligencia y su voluntad, con la verdad de las restantes criaturas (con la naturaleza de las cosas, con lo que las cosas son), y contribuir a su desarrollo y perfección. Por eso, conforme al designio del Creador, el trabajo del hombre es "un medio necesario" dentro del dinamismo de la obra creadora, un medio ineludible, establecido para el bien del propio hombre y del mundo, en su encaminarse al destino último. Al darle ese modo de ser, Dios ha querido hacer del hombre su colaborador en el progresivo despliegue de las potencialidades inherentes en la naturaleza de las cosas, y en la suya propia. En ese sentido, cabe decir que el hombre ha sido creado por Dios para ser "partícipe de su poder creador", esto es, colaborador que, mediante su trabajo, "prolonga la obra del Creador (…) y contribuye personalmente a la realización del designio de la providencia divina en la historia" (Gaudium et spes, 34). No partícipe en el acto creador, sino colaborador en el desenvolvimiento de la creación en la historia.

57c no pueden evadirse últ redac ] no se pueden soltar penúlt redac
[tb/m600416]: "La gente trabaja por dinero, o por mantener la familia, o por posición social…".
"Y, en general, se enfrentan con sus ocupaciones como con una necesidad de la que no pueden evadirse". La inevitabilidad del trabajo (del hacer, del interrelacionarse con el mundo material, del promover una mejor conformación de la existencia, etc.), constituye para los hombres un dato de partida originario, creacional. La intencionalidad con que lo realicen, en cambio, siendo el hombre una criatura libre, no está inexorablemente establecida por Dios, sino dejada en manos de su libertad. La herida del pecado original ha desordenado en nosotros, entre otros aspectos, el buen uso de la libertad, enmarañando al mismo tiempo la rectitud de intención. En una conciencia ofuscada por el pecado, la intencionalidad con que se realiza el trabajo también está oscurecida, y el trabajo mismo puede ser simplemente entendido como medio de afirmación personal, o quizás como carga de la que hay que evadirse. Esa es la actitud que aquí denuncia y rechaza san Josemaría. Por el contrario, en una conciencia recta, liberada del pecado, se abre siempre paso la rectitud de intención en el trabajo (el bien propio, de la familia, de la sociedad, etc.), y en esa intención está al menos latiendo la referencia a Dios. Si además hay gracia y formación, esa referencia latente pasa fácilmente a ser consciente y explícita.

57d "… tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña". El hombre ha sido creado ut operaretur, pero previamente, por decirlo así, al otorgarle la condición de ser a imagen suya, Dios le ha concedido también la inmensa cualidad de poder llegar a ser hijo suyo. Este es el criterio de fondo, siempre presente en los razonamientos teológico-espirituales de san Josemaría. En quien se sabe hijo de Dios, en una conciencia proveída por el sentido de la filiación divina adoptiva, también la realización del trabajo cotidiano puede estar imbuida de sentido filial, y ser tenida como "un requerimiento divino", que pide ser realizado con amor: "con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces".

58a "Y este es el secreto de la santidad que vengo predicando desde hace tantos años: Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo –¡siendo personas de la calle!–, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas". Sin salir del marco de fondo en el que se viene moviendo la homilía (el marco de la filiación divina y la presencia de Dios, y, en consecuencia, del trabajo bien hecho), hace mención ahora san Josemaría, con cierto tono de intimidad, de dos aspectos muy propios de su espíritu, y también por tanto de la espiritualidad que promueve. Ante todo, alude al "secreto de la santidad que vengo predicando desde hace tantos años", frase que contiene un importante punto de atención en sus últimas palabras: "que vengo predicando desde hace tantos años", mención implícita del hecho fundacional de 1928, y por ende del espíritu recibido. Está hablando, pues, san Josemaría del "secreto de la santidad", de la lucha por la santidad, conforme al espíritu del Opus Dei. El término "secreto" debe ser entendido aquí no en el sentido de algo escondido y misterioso, sino de aquello que es más característico y peculiar, lo que podría denominarse como "el quid", el punto clave de esa búsqueda de la santidad, puesto de manifiesto sobre todo con las obras. El primer contenido de ese "secreto", el más común ("Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos"), coincide, sin más, con el de la santidad cristiana como tal, que solo puede alcanzarse por el camino de la imitación e identificación con Cristo. La santidad que san Josemaría predica es sencillamente, y ante todo, la única santidad cristiana. Pero el "secreto" tiene un segundo contenido, más específico y peculiar, que viene formulado con la frase: "y a vosotros y a mí [Dios nos ha llamado] para que, viviendo en medio del mundo –¡siendo personas de la calle!–, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas". Estas palabras, con las que san Josemaría está rememorando un acontecimiento sobrenatural de su vida (una locución divina, durante la celebración de la Santa Misa el día 7 de agosto de 1931, en la que Dios le hace comprender el hondo significado santificador y evangelizador del trabajo bien hecho) nos sitúan en lo más interior de la vocación al Opus Dei. Sobre ese acontecimiento no es preciso que nos detengamos ahora, pues hay abundante literatura sobre él (cfr., por ejemplo, P. RODRÍGUEZ, "Omnia traham ad meipsum. El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer", Romana 7 [1991], pp. 331-352; ARANDA, "El bullir de la sangre de Cristo", pp. 255-278). Ese sentido del trabajo cotidiano ("colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas"), al ser un rasgo indeleble del espíritu del Opus Dei, ilumina fuertemente el sentido de la vocación a la Obra, así como la vida espiritual de quienes, sin recibir esa vocación, conforman su vida cristiana siguiendo el espíritu de san Josemaría. Pero conviene advertir, para finalizar, que el acento está puesto no solo en el "colocar a Cristo en la cumbre", sino también e inseparablemente en el "viviendo en medio del mundo, ¡siendo personas de la calle!". Quien entienda esto, ha entendido la clave de fondo del espíritu de san Josemaría, así como los rasgos esenciales de la vocación al Opus Dei y de la acción apostólica de sus miembros.

58b calar en últ redac ] calar penúlt redac
"… si alguno de vosotros no amara el trabajo, ¡el que le corresponde!, (…) no llegaría jamás a calar en la entraña sobrenatural de la doctrina que expone este sacerdote". Estas palabras del Autor confirman, de algún modo, lo que ha sido destacado en la anotación anterior. "Calar en la entraña sobrenatural" de la doctrina de san Josemaría, es decir, de su espíritu fundacional, significa haber comprendido –con la gracia de Dios– el sentido del propio trabajo profesional, de la actividad laboral que corresponde a cada uno en el seno de la sociedad, como ámbito de encuentro con Jesucristo; como instrumento de glorificación de Dios, Creador y Padre; como medio de santificación personal y de servicio a los demás; como instrumento de una acción evangelizadora honda, que busca poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de las actividades humanas; como instrumento también, en fin, para construir el mundo con sentido de fe, velando por la dignidad del hombre y de todas las realidades creadas.

59a "Dejadme que os abra mi corazón, para que me ayudéis a dar gracias a Dios. Cuando en 1928 vi lo que el Señor quería de mí…". No es solo recordar, sino "abrir el corazón para dar gracias a Dios". Está hablando el fundador del Opus Dei de lo que Dios ha querido de él: del espíritu que transmite –que ha venido a su alma con la gracia del carisma fundacional–, y en concreto, de ese significado santo y santificador del trabajo cotidiano del cristiano corriente, instrumento de glorificación de Dios y de evangelización del mundo. No está haciendo historia, que sí han hecho y han de hacer los historiadores, los biógrafos y los teólogos. Está subrayando que la puesta en práctica de la misión encomendada, ha supuesto sufrimiento y lágrimas, pero se ha abierto paso como cosa de Dios. Se ha encarnado universalmente en la Iglesia y en la sociedad, por querer de Dios, como algo que "parece tan natural a la mayoría", con la naturalidad con que arraiga en la tierra buena de las almas el Evangelio.

59b me llamó la atención últ redac ] impedí que quitaran de la pared penúlt redac
[tb/m600416]: "A veces nos puede suceder como a la gallina que está cubriendo sus huevos: una mano extraña le coloca un huevo de pata. Y cuando nacen, y ve corretear esos pedazos de lana, se da cuenta de los andares deslavazados –un pie aquí y otro allí– de un pato. Nosotros hemos de evitar que esto suceda".
me llamó la atención últ redac ] impedí que quitaran de la pared penúlt redac
"Os decía que, apenas cruzo dos palabras con una persona, me doy cuenta de si me entiende o no". Seguimos en el terreno de la "apertura del corazón", en un hacer memoria cuyo objeto primario es proclamar la autoría divina del espíritu que transmite, que también requiere gracia de Dios para comprenderlo y, más aún, para querer hacerlo propio, gracia que Dios concede o no, pues llama a la santidad y a la acción apostólica por distintos caminos…, "cada caminante siga su camino".
"Por eso, allá por el año 1939, me llamó la atención un letrero que encontré en un edificio, en el que daba un curso de retiro a unos universitarios. Rezaba así: cada caminante siga su camino; era un consejo aprovechable". El hecho histórico referido tuvo lugar a comienzos de junio de 1939 en el Colegio del Beato Juan de Ribera de Burjasot (Valencia), cuyo Rector, D. Antonio Rodilla, había invitado a san Josemaría a predicar unos ejercicios espirituales a un grupo de jóvenes universitarios. Como narra uno de los biógrafos, "recorriendo el Colegio antes de comenzar el retiro, don Josemaría descubrió dentro de la casa un cartelón con esta frase: ‘Cada caminante, siga su camino’. Preguntó por su origen. Al parecer el edificio había sido requisado durante la guerra por el ejército republicano y todavía quedaban algunas señales de su paso. No quiso que lo quitaran (…). Y esa frase le sirvió de comodín para sus meditaciones. En diversos sentidos hizo de ella glosas y comentarios sobre la vocación cristiana, sobre la fidelidad a la llamada particular de cada uno, y sobre el camino que conduce al ideal que vislumbramos" (VdP, 2, p. 357). A este hecho hizo, en efecto, referencia san Josemaría en distintas ocasiones, como por ejemplo en estas dos que transcribimos: "En uno de los pasillos encontré un gran letrero, escrito por alguno no conformista, donde se leía: Cada caminante, siga su camino. Quisieron quitarlo, pero yo les detuve: dejadlo –les dije–, me gusta: del enemigo, el consejo. Especialmente desde entonces, esas palabras me han servido muchas veces de motivo de predicación" (Carta 9-I-1959, n. 35, en AGP, A.3, 0094-01-05). "El primer curso de retiro que yo prediqué, acabada la guerra civil española, lo di en el Colegio de Burjasot, junto a Valencia. Todavía estaba aquello, como suele decirse, como un cuartel robado: mucho desorden, mucha suciedad, mucha destrucción. Pero omnia in bonum!, porque me encontré con un cartel que me ha servido de motivo de predicación tantas veces. En aquel cartel decía: cada caminante, siga su camino" (en AGP, A.4, m630306). El historiador J. Orlandis, testigo presencial de los hechos, ha dejado un breve relato en su obra Años de juventud en el Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993, pp. 43-44. El profesor A. Méndiz ha publicado un documentado estudio sobre la misma cuestión ("Cada caminante siga su camino. Historia y significado de un lema poético en la vida del fundador del Opus Dei", Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer 4 [2000], pp. 31-59), en el que sostiene de modo convincente que el lema de aquel letrero había sido sugerido por el poeta Antonio Machado, que había estado en relación con los militares republicanos que ocuparon aquel edificio hasta el final de la guerra civil española.

60a del tema últ redac ] de la meditación penúlt redac
"Convenceos de que la vocación profesional es parte esencial, inseparable, de nuestra condición de cristianos". Esta clara afirmación, no solo es característica de san Josemaría, sino que, yendo más allá, expresa una idea que pertenece al núcleo íntimo y determinante de su enseñanza. Estamos ante un punto central de la homilía, y nos atrevemos a decir que también de todo el libro. Conforme al contexto inmediato y al lenguaje habitual del Autor, la fórmula "condición de cristianos" pide ser entendida como "vocación de cristianos", o vocación cristiana sin más. Lo que está diciendo aquí san Josemaría es que la vocación profesional de cada uno es "parte esencial, inseparable" de su vocación cristiana, de su llamada a seguir e identificarse con Cristo. La vocación profesional ("esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo", ECP, 46c), no es separable, en la existencia del cristiano, de su búsqueda de la santidad y de su responsabilidad apostólica, pues forma unidad esencial con ellas. Esa terminante afirmación, manifestativa de una audacia y apertura teológica grandes, nadie la ha expresado así antes de san Josemaría, y tiene como fundamento su carisma fundacional. Estas ideas van a seguir apareciendo en la homilía y en el libro, y tendremos nuevas ocasiones de resaltarlas. Han dado lugar a una abundante bibliografía, que podemos compendiar en algunos títulos (acompañados a su vez de buena información bibliográfica) como, por ejemplo: BURKHART-LÓPEZ, 3, pp. 19-248; ILLANES, "Trabajo (Santificación del)"; OCÁRIZ, "El concepto", pp. 263-271; ARANDA, "Identidad cristiana y configuración del mundo".
"… capaces de ser elevados al plano sobrenatural, es decir, injertados en esa corriente de Amor que define la vida de un hijo de Dios". Cualquier trabajo honesto puede ser injertado, sin violentar en modo alguno su propia naturaleza, "en esa corriente de Amor que define la vida de un hijo de Dios". Como es evidente, solo es capaz de injertarlo allí quien, siendo un hijo amante de Dios, tiene aquel trabajo como suyo, como su forma de vida, como su modo de estar con sus iguales en medio de la sociedad y de construirla. O dicho de otro modo, con una idea también de san Josemaría, solo santifica el trabajo aquel que se santifica en él, y colabora también con él en la santificación de los demás: "La característica peculiar de la espiritualidad del Opus Dei, como tantas veces os he dicho, consiste en que cada uno ha de santificar la profesión, su trabajo ordinario, santificarse en su profesión y santificar a otros con su profesión" (Carta 14-II-1950, n. 15). Es también patente que una aserción como la que anotamos, de tanta amplitud teológica y espiritual, solo puede ser sostenida –como es el caso de nuestro Autor– desde la contemplación admirada del misterio del Verbo Encarnado, de la verdad de su santa humanidad y de su vida de trabajo durante treinta años.

60b "Todos los que estamos aquí, manteniendo un diálogo personal con Jesús, desempeñamos una ocupación bien precisa: médico, abogado, economista…". En los párrafos finales (60b-c) del presente apartado, comienza a abordar el Autor algunas cuestiones que complementan las anteriores, y en ese sentido completan –siempre dentro de los límites de un texto procedente de la predicación oral– su exposición sobre trabajo y santidad. En 60b toca el tema del trabajo humanamente bien hecho, con mentalidad profesional, con abundante dedicación de tiempo, con sacrificio…, como es propio de todo buen trabajador: el trabajo, en definitiva, como campo de ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, y por eso mismo, santificado y santificador. En 60c, continuando la idea, incoa la cuestión de la ejemplaridad del cristiano en la realización de su trabajo, en la que este adquiere una nueva dimensión: además de estar santificado y de ser (para el sujeto que lo realiza) santificador, es también fuente de estímulo para la santificación de los demás. Estos van a ser los argumentos sucesivos de la homilía.

61a "Tú y yo somos cristianos, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos". A lo largo de este nuevo apartado de la homilía resuena la melodía –tan querida de san Josemaría, y tan propia de su doctrina– de la unidad de vida, que suena difusamente por todo el libro (cfr. "Introducción General", Primera Parte, 5, g). La ejemplaridad del cristiano en el ejercicio de su profesión no estriba solamente (aunque la incluya) en la perfección del trabajo realizado, sino también en la notoria calidad de una vida de fe, sencilla y fuerte, cuyas manifestaciones –también en lo profesional– se suceden con naturalidad. La frase que ahora anotamos es un ejemplo elocuente. San Josemaría está hablando de la íntima conjunción entre santidad y trabajo, y en ese contexto subraya la unidad personal del sujeto que reconociéndose discípulo de Cristo y queriendo seguirle fielmente hasta el final (queriendo ser santo), pone amor de Dios (y a los demás por Dios) en el cumplimiento de sus deberes religiosos y de sus obligaciones familiares y profesionales, así como de sus responsabilidades sociales como ciudadano. Ese sujeto es consciente de que en todos esos ámbitos de su vida tiene lugar su encuentro personal con Dios. La unidad de vida, que enseña a valorar y a vivir san Josemaría, no es solo la unidad del sujeto (que reza, que trabaja, etc.), sino unidad de compromiso personal consigo mismo y con la recta finalidad de sus acciones, por amor a Dios y cara a Él.

61b "… y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios". Nos hallamos ante una afirmación decisiva de san Josemaría, en cuanto a la caracterización de su doctrina en el terreno de la espiritualidad cristiana, y también, por eso mismo, en cuanto a su lugar en la historia misma de la espiritualidad. "Dentro de la espiritualidad laical –escribe en una de sus Cartas, la peculiar fisonomía espiritual, ascética, de la Obra aporta una idea, hijos míos, que es importante destacar. Os he dicho infinidad de veces, desde 1928, que el trabajo es para nosotros el eje, alrededor del cual ha de girar todo nuestro empeño por lograr la perfección cristiana. Al buscar en medio del mundo la perfección cristiana, cada uno de nosotros ha de buscar también necesariamente la perfección humana, en su propia labor profesional. Y, a la vez, ese trabajo profesional es eje alrededor del cual gira todo nuestro empeño apostólico" (Carta 25-I-1961, n. 10). La singular aportación de esta enseñanza, presentada incansablemente por san Josemaría como perteneciente al núcleo mismo de su carisma fundacional, ha de ser captada ante todo en el dinamismo implícito en el lenguaje con que la manifiesta. "Toda la espiritualidad del Opus Dei –leemos en otro de sus escritos– se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. Sin vocación profesional, no se puede venir al Opus Dei: faltaría la misma materia que hay que santificar y con la que tenemos que santificar" (Carta 15-X-1948, n. 6). La santificación del trabajo ordinario es el quicio en el que se apoya la vida espiritual del cristiano corriente –inmerso en la sociedad y decidido a seguir a Cristo–, en su doble dimensión de búsqueda personal de la santidad y de positiva cooperación apostólica en la santificación de los demás. Al mismo tiempo, y justamente por su pertenencia al núcleo de un carisma fundacional, esa doctrina debe ser leída no ingenuamente, no acríticamente, como si se tratase de algo en sí mismo evidente, sino esforzándose en comprender sus articulaciones teológicas internas, nada obvias. Remitimos de nuevo al lector a la bibliografía citada en 60a.

62a "Pero ese descanso –lo escribí hace ya tantos años– no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo". El Autor se refiere al punto 357 de Camino: "Todos los pecados –me has dicho– parece que están esperando el primer rato de ocio. ¡El ocio mismo ya debe ser un pecado! / –El que se entrega a trabajar por Cristo no ha de tener un momento libre, porque el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo". La redacción de ese texto se remonta al final de la década de 1930; para su historia, cfr. C ed. PR, in loco; cfr. también S, 514.

62c "… que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad". Sigue conduciendo san Josemaría al lector por los cauces profundos de su doctrina acerca de la búsqueda de la santidad en la vida corriente, en y a través del trabajo de cada día. "Descubrir", por gracia de Dios, que Él está ahí, que nos espera en el quehacer cotidiano, no cambia la realidad objetiva de ese quehacer –de "nuestra vocación profesional"–; lo que sucede es que adquiere un nuevo significado pues alumbra en él un sentido antes ignorado: un "sentido divino" (en cuanto sobrenatural y donado), que sin cambiarlo en su objetividad, lo dota de una intencionalidad nueva. Se sigue haciendo lo mismo (el mismo trabajo, la misma vida), pero contemplando todo desde una perspectiva distinta: la del encuentro personal con Jesucristo y su misión redentora, la perspectiva de la llamada a la santidad y del servicio a la salvación de las almas.

62d "Puesto que hemos de comportarnos siempre como enviados de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea". En su contenido y significado teológico, las nociones de vocación y misión son inseparables. Dios siempre llama a realizar una misión, y el enviado por Dios (eso significa "misión": envío) es siempre antes invitado a aceptarla. La vocación a seguir a Cristo conlleva la misión de "darlo a conocer y de lograr que otros más lo amen" (ECP, 182a; cfr. 170c). La mutua referencia e inseparabilidad entre vocación cristiana y misión apostólica, da razón de las palabras de san Josemaría que anotamos: quien ha aceptado seguir a Cristo de cerca, identificándose con Él, ha aceptado también la correspondiente misión. Quien se sabe llamado, se sabe enviado, y ambas cosas (que son en realidad una) establecen una ley de conducta coherente: la de la ejemplaridad. Forma parte de esta, como venimos viendo con san Josemaría, el testimonio del trabajo bien hecho y acabado, a imagen de Cristo trabajador, perfectus Homo.

63a "No estoy hablando de ideales imaginarios. Me atengo a una realidad muy concreta, de importancia capital…". El ideal cristiano, esto es, el del vivir humano entendido y puesto en práctica conforme al Modelo de Cristo, no es algo imaginario, sino una realidad enraizada eficazmente en la historia de los hombres desde hace veintiún siglos. En él se aúnan el amor a Dios y al mundo, con la plena fidelidad a Cristo y con la voluntad de que todos –para su propio bien– le conozcan y le sigan. En uno de los primeros escritos de san Josemaría, se lee: "Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es este un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?" (Instrucción, 19-III-1934, n. 33). Es el ideal de la unidad de vida, que brota desde las páginas del Evangelio y ha estado siempre sembrando y dando fruto en la tierra buena de la Iglesia, por gracia del Espíritu Santo. Es el ideal, convertido en realidad viva, del amor a Dios por encima de todas las cosas, y a todas las criaturas por Dios, efectivamente "capaz de cambiar el ambiente más pagano y más hostil a las exigencias divinas". Una comprobación de carácter histórico-sociológico de cómo se dio ese cambio desde "aquella primera época de la era de nuestra salvación", puede verse en el libro de R. STARK, The Rise of Christianity: A Sociologist Reconsiders History, Princeton, Princeton University Press, 1996 (ed. cast. La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico, Madrid, Trotta, 2009).
"Saboread estas palabras de un autor anónimo de esos tiempos". El escrito citado, conocido como Epístola a Diogneto, es un texto apologético del siglo II, de autor y destinatario desconocidos, que por su calidad literaria y su profundidad destaca entre los escritos de análoga naturaleza. Algunos lo atribuyen, con cierta verosimilitud, al apologista Cuadrato, y sostienen la tesis de que pudo estar dirigido al emperador Adriano. Fue casualmente descubierto en el siglo XV, formando parte con otros textos de un códice griego del siglo XIV, conocido como Codex Argentoratensis Graecus.

63b temporales últ redac ] terrenos penúlt redac || terrenos últ redac ] humanos penúlt redac
"Por tanto, equivocaríamos el camino si nos desentendiéramos de los afanes temporales". Si bien la doctrina espiritual de san Josemaría, como la de los demás maestros de vida cristiana, es acogida por todo tipo de miembros de la Iglesia (laicos, sacerdotes, religiosos), y hace bien a todas las almas, a cada una conforme a sus circunstancias, es oportuno señalar que va dirigida más directamente a los fieles laicos, hombres y mujeres, solteros o casados, cuya existencia se desarrolla –como la de sus iguales– en el seno de la sociedad civil. Para una persona de esas características, "desentenderse de los afanes temporales" (la profesión, la familia, la comunidad social, la actividad política, etc.), que son el marco de su existir, significa perder el propio horizonte de sentido, encerrándose en sí mismo. Y si fuera ese el caso –paradójico– de un laico cristiano, consciente de las exigencias de su vocación bautismal, habría que decir, como en la frase que anotamos, "que ha equivocado el camino". Como señala el texto a continuación, también el mal hacer en los propios deberes (trabajar mal, la falta de constancia y de perseverancia, etc.), significan un cierto "desentendimiento", y un entorpecimiento del caminar junto a Cristo.

64a "Suelo decir con frecuencia que, en estos ratos de conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el Sagrario, no podemos caer en una oración impersonal". Escribe san Josemaría, en este párrafo, con ánimo de ejemplificar, un breve catálogo de características propias de un modo de orar que merece el calificativo de "impersonal" (ausencia de diálogo con Dios, insinceridad: no dar la cara ante Él, palabrería, rutina mala…). En realidad, esa oración es más bien una no-oración, pues la que en verdad merece ese nombre ha de ser sincera, filial, humilde, personal, etc. Cuando lleguemos a la homilía Vida de oración, tendremos ocasión de analizar más directamente esas cualidades de la verdadera oración. La frase anotada alude indirectamente, en su inicio, a la oración vocal preparatoria con que san Josemaría –para ponerse en presencia de Dios– comenzaba sus predicaciones y sus ratos de oración íntima. La repite ahora ya en la Iglesia un número incontable de fieles; dice así: "Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí".

64b "… ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo". He aquí otra afirmación central de la homilía: para santificarlo y para santificarse en él, el trabajo debe ser convertido en oración. San Josemaría está partiendo de la idea –por él muchas veces recordada– de que, para un hijo de Dios, la oración es lo primero, y también "la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior" (ADD, 242b). De ahí que el trabajo, sin variar sus propias cualidades, ha de llegar a ser oración. Si se compara 64a con 64b puede advertirse la similitud de características entre la oración y el trabajo que se convierte en oración; cabe resumirlas en una: presencia de Dios, que aleja a quien la busca, tanto de una oración anónima como de un trabajo rutinario, sin alicientes. "La vida cristiana –leemos en ECP, 116a– debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana". Un buen trabajador, una persona que ama lo que hace, puede entender perfectamente lo que enseña san Josemaría en este párrafo, y sentirse atraído por esa "nueva dimensión" de su tarea cotidiana: hacerlo "con Dios", en presencia suya. "Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte" (ECP, 10f; cfr. 49a).

64d [tb/m600416]: "Recuerdo, durante la guerra, mis viajes al frente. A sitios muy diversos. Mi preocupación entonces era la misma: que ocuparan el tiempo, que hicieran algo, que la guerra no era una espera: que no dejaran de ser Opus Dei, operatio Dei. Vuestros hermanos fueron maravillosos".
"… les aconsejaba que no dejaran nunca de ser hombres de Dios y que procurasen que toda su conducta fuese operatio Dei, trabajo de Dios". Los hechos recordados en estas frases –hechos que se remontan prácticamente a los años inmediatos a la fundación del Opus Dei– son la confirmación de la doctrina que san Josemaría enseñaba desde 1928. Lo mismo se deduce de la lectura de los párrafos siguientes.

65a [tb/m600416]: "Recuerdo también [en el tiempo de] Burgos, cuando venían del frente. Allí estábamos careciendo aun de lo más indispensable. Cientos de muchachos de San Rafael, y vuestros hermanos, a los que procurábamos que nada les faltara".
"Recuerdo también la temporada de mi estancia en Burgos, durante esa misma época. Allí acudían tantos, a pasar unos días conmigo". Sobre los hechos sumariamente descritos por san Josemaría en 65a y 65b, puede verse, por ejemplo: P. PÉREZ, "Burgos", en DSJ, pp. 169-174; M.J. COMA, El rumor del agua. Recorrido histórico de san Josemaría Escrivá en Burgos, Alicante, Cobel Ediciones, 2010. Cfr. también, A. SASTRE, "A la orilla de los cantares de gesta: Burgos 1938-1939", en FAZIO (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. San Josemaría Escrivá. Contesto storico. Personalità. Scritti, pp. 195-210.

65c Para Dios. ¿Entiendes ahora cómo últ redac ] para Dios y para las aves del cielo. ¿Entiendes ahora cómo penúlt redac
[tb/m600416]: "… a subir a la torre, para hacerles ver aquellos encajes de piedra, aquella…: una labor menuda, paciente, costosa. Una labor que no se veía desde abajo. Y les decía: esto es Opus Dei: acabar [el trabajo] con perfección, con belleza, con estos encajes; porque esto es oración, un diálogo hermoso con Dios. ¿Ves cómo lleva a Dios la vocación profesional?".
"Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos". Los acontecimientos histórico-biográficos recordados por san Josemaría en este pasaje de la homilía –han sido estos en concreto, pero podrían haber sido otros–, no precisan de ningún comentario: son como una síntesis gráfica, muy elocuente, de cuanto venimos leyendo en la homilía.

66a misericordias últ redac ] maravillas penúlt redac
[tb/m600416]: "Por eso estamos cerca de Dios en todo momento. Aun cuando estemos solos (…), estamos con Dios, en un dialogo personal continuo".
"… viviréis metidos en el Señor, a través de ese trabajo personal y esforzado, continuo, que habréis sabido convertir en oración, porque lo habréis comenzado y concluido en la presencia de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo". Trabajo santificado, porque está bien hecho y porque –realizado con presencia de Dios– se ha convertido en oración. Seguimos situados en el centro neurálgico de la homilía, y de nuevo resalta la importancia de mantener y fomentar la presencia de Dios. Analizando la enseñanza de san Josemaría en este punto, Jorge Peña Vial ha escrito lo siguiente: "Tener presencia de Dios no es segregarse de las ocupaciones ordinarias, sino que, por el contrario, es el modo más pleno y verdadero de estar en la realidad (…); porque cuando se tiene presencia de Dios, de alguna manera se accede a ver las cosas como las ve Dios, es decir, se las ve del modo más verdadero y objetivo" (J. PEÑA VIAL, "Presencia de Dios", en DSJ, pp. 1016-1021).

66b "Por eso, en la ocupación profesional, en lo humano, hemos de obrar de tal manera que no podamos sentir vergüenza si nos ve trabajar quien nos conoce y nos ama, ni le demos motivo para que se sonroje". Sugiere el Autor un criterio sutil para ilustrar que el trabajo santificable es el que está humanamente bien hecho, y también, desde esa perspectiva, que para lograrlo hay que poner amor al realizarlo. La situación con la que ejemplifica esa idea habla por sí sola. Ante quien sabemos que nos ama, y para corresponder a ese amor, nos sentimos inclinados a que todo en nosotros le agrade, las actitudes, el comportamiento, las palabras…: el amor humano lleva incluido el deseo de no defraudar a quien amamos en lo que espera de nosotros. El amor que se pone en la realización del trabajo, también en su dimensión humana, ennoblece la tarea realizada; asimismo, a la inversa, el trabajo bien hecho enriquece a toda la persona.

66c "… hasta colocar la última piedra". Ya al comienzo de la homilía (cfr. 55a-b) hemos comprobado cómo el interés de san Josemaría por las "últimas piedras", por acabar bien el trabajo comenzado, superaba –y, en cierto modo, sustituía– el que habitualmente se tiene por colocar la "primera piedra". Nos remitimos a cuanto allí se comentó. En un breve apunte autógrafo escribe: "Con la gracia de Dios, cada uno ha de poner en su vida la última piedra; si no, la vida entera no vale nada" (en AGP, A.3, 184-1-4; G-376).

67a [tb/m600416]: "Es un dialogo con el Señor nuestro trabajo. Nada más comenzar a hablar, ya nos escucha. (…) ¡Somos almas contemplativas en medio de nuestra labor profesional!".
"¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana!". En esta frase está condesado todo el párrafo 67a, que pide a su vez ser leído atentamente para captar el sentido de la frase. La fórmula "contemplativos en medio del mundo" (o bien, como en este caso, "almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana") es original de san Josemaría y habitual en sus escritos. Expresa un aspecto esencial de su doctrina espiritual, y al mismo tiempo supone una singular apertura teológica, sobre la que es preciso ahondar. Para el lector que está siguiendo el hilo de esta homilía, el significado de esa frase es patente: "almas contemplativas", es decir, que buscan con empeño la presencia de Dios, "en medio de la labor cotidiana", en la realización de su trabajo, en el cumplimiento de sus obligaciones, con amor de Dios y deseo de agradarle, con afán de santidad en su vida ordinaria. Unas palabras de san Josemaría, que transcribimos, lo enuncian nítidamente: "Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle" (Carta 9-I-1932, n. 92). Como es lógico, la bibliografía sobre un punto de tanta importancia es abundante. Cfr., por ejemplo, BURKHART-LÓPEZ, 1, pp. 323-340; M. BELDA, "Contemplativos en medio del mundo", en DSJ, pp. 265-267; ILLANES, Existencia cristiana y mundo; RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación; L. TOUZE, "La contemplation dans la vie ordinaire. À propos de Josemaría Escrivá", Esprit et Vie 67 (2002), pp. 9-14.

67b [tb/m600416]: "¡Horas de trabajo ofrecidas por Kenia y Japón y Nueva Zelanda, Inglaterra y Francia! (…). ¡Esa hora de trabajo! Hacer bien una hora más, dos minutos más".
"Si te decides –sin rarezas, sin abandonar el mundo, en medio de tus ocupaciones habituales– a entrar por estos caminos de contemplación, enseguida te sentirás amigo del Maestro, con el divino encargo de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera". Conforme venimos viendo, la doctrina fundacional de san Josemaría proclama la voluntad divina de que, no solo algunos, sino todos los fieles cristianos busquen la santidad y desarrollen una intensa acción apostólica, en y a través de su trabajo y del cumplimiento de sus propios deberes, en medio del mundo, sin cambiar de estado, permaneciendo (entendido, sobre todo, teológicamente) donde están. El mismo género de ideas se encuentra en otra de sus expresiones más características: "se han abierto los caminos divinos de la tierra", que posee una fuerte carga teológica. "Con el comienzo de la Obra en 1928 –escribe san Josemaría–, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados. Hemos venido a decir que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas" (Carta 19-III-1954, n. 21). "Divinos" han pasado a ser los caminos ordinarios de los hombres (la vida humana con todas sus características), una vez que han sido asumidos como propios por el Verbo Encarnado. En Jesucristo Hombre, todo lo humano, sin dejar de serlo, es también cauce del vivir y el obrar divinos de la Segunda Persona trinitaria, alcanzando un contenido y un significado humanamente inimaginables, de los que nos hace partícipes y poseedores el Espíritu Santo. Todo el caminar terreno de los hombres (su entero vivir) ha sido elevado, en Cristo y en el Espíritu, y para quien de ellos vive como hijo del Padre, a la condición de vía de santificación. Desde esa perspectiva de fe, la misión evangelizadora de los discípulos de Jesús puede ser denominada, como en el párrafo que comentamos, como "el divino encargo de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera".

68a [tb/m600416]: "¿Y cómo haremos con perfección nuestra labor? Obrando por Amor. Por Amor y libremente. No por temor servil a Dios, que te ve".
"Hacedlo todo por Amor y libremente". El título que engloba todo el apartado recoge ya la exhortación, "todo por Amor", que también encontraremos literalmente en 68b, 72a y 152c, así como en otras obras de san Josemaría (cfr., por ejemplo, C, 788, 813; F, 247, 725, 1033). Es una expresión que usa desde antiguo. Por ejemplo, en uno de sus guiones de meditación de 1933 o 1934 (AGP, A.3, 186-2-24), encontramos, manuscrita y a lápiz, la frase: "Amor. Todo por Amor. No hay más Amor que el Amor". Junto a esa exhortación literal, es también constante en sus obras el consejo de poner amor de Dios en todas las cosas; cfr. C, 24, 182, 429, 814; S, 824; F, 26, 415, 446, 485, 1037; ECP, 21d, 98b, 184c; ADD, 35a, 71a-b, 101d, 130b, 132b, 172b, 311b, 316c; etc.

68b [tb/m600416]: "Mi vida es toda de amor y si en amor estoy ducho es por fuerza del dolor; que no hay amante mejor que aquel que ha sufrido mucho. Por Amor. Todo por Amor. Y contemplarás maravillas del fruto de tu labor profesional. ¡Qué frutos más sabrosos!".
"… mi vida es toda de amor / y, si en amor estoy ducho…". Comenta Pedro Rodríguez (cfr. C ed. PR, 436) que la estrofa es de Ricardo León (1877-1943). Pertenece al poema titulado Ciencia de Amor y está incluido en su libro Alivio de Caminantes, 1ª ed., 1911, Madrid, Prieto y Compañía editores (Biblioteca Renacimiento), p. 196. (Vid. también G. DIEGO, "La poesía de Ricardo León", Cuadernos de Literatura Contemporánea 7 [1943], pp. 377-386).

69a [tb/m600416]: "Algunas veces encontramos una conducta ligera, unas cabezas de chorlito. Hay que darles peso. El hermano mayor, con la corrección fraterna; el director, obrando como padre y maestro".
"… parecen cabezas de chorlito". El chorlito es un ave de largas patas y de cabeza pequeña. La expresión coloquial de la lengua castellana "cabeza de chorlito" no alude, sin embargo, al tamaño físico de esa parte de su cuerpo, sino a su costumbre de depositar sus huevos en el suelo, con grave peligro de que otros animales se aprovechen de ellos. En ese sentido, la mencionada expresión sirve para designar a la "persona ligera y de poco juicio" (cfr. Diccionario de la RAE, 22ª ed., 2012). En este párrafo se aplica, análogamente, a las personas de "conducta profesional ligera, descuidada".
"… ese remedio evangélico de la corrección fraterna". Cfr. supra, el comentario a 20b.
" profesión de católicos…". Es una expresión de tono irónico, que designa a quienes se manifiestan o se jactan socialmente de ser fieles hijos de la Iglesia, con cierta falta de rectitud de intención, para sacar quizás algún beneficio. San Josemaría utilizó también, en alguna ocasión, la formulación sinónima: "católicos oficiales", aludiendo, como ha señalado J.L. Illanes, "al hecho de que haya seglares católicos que se atribuyen una especial representatividad del conjunto del laicado, desconociendo así la legítima diversidad que puede reinar, especialmente en las cuestiones temporales, entre los cristianos" (cfr. CEB ed. JLI-AM, n. 2c).

70 convencimiento últ redac ] conocimiento penúlt redac
[tb/m600416]: "Sois vosotros quienes habéis de dar la medida justa: dar ejemplo, evitar escándalo, orientar. A mí me dice el espíritu del Opus Dei que un (…) campesino, que trabaja la tierra, [si] está en trato continuo con Dios (…) es modelo y ejemplo, como el carpintero y el herrero, el oficinista o el intelectual. Cada uno en su trabajo, en el puesto donde está".
"Para no escandalizar, para no producir ni la sombra de la sospecha de que los hijos de Dios son flojos o no sirven, para no ser causa de desedificación". Una de las manifestaciones de la identidad cristiana es tomarse en serio, a imitación de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, todo lo humano limpio y noble. Y uno de los aspectos centrales de la vida humana es el trabajo. La perfección en el cumplimiento del trabajo profesional, nos viene repitiendo san Josemaría a lo largo de estas páginas, no puede faltar como signo de aquella identidad.
"Por lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor". La expresión "sembradores de paz y de alegría", es también, como otras ya citadas, muy propia del Autor. La utilizaba a veces para calificar la misión apostólica de los fieles del Opus Dei, aunque la aplicaba asimismo a la misión apostólica de los cristianos en general, como vemos en este pasaje y en otros análogos, por ejemplo en algunos de Es Cristo que pasa ("En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras" [168g]; "El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría" [124a]). Como se puede leer en una anotación referida a este último texto en la edición crítico-histórica de ese libro (cfr. ECP ed. AA, 124a): "La expresión: una siembra concreta de paz y de alegría, característica de san Josemaría, es significativa en su lenguaje teológico-espiritual, al menos por dos importantes razones: a) por su fundamento cristológico: esta siembra siempre va unida en su enseñanza a la figura del Sembrador, que es Cristo (cfr. 3d; 150c-d; 157a-b), y es siembra de la paz y la alegría que Él nos trae (cfr. 30e); y, b) por encontrarse formulada en textos básicos del fundador; por ejemplo, refiriéndose a los miembros del Opus Dei dirá en una de sus Instrucciones que son ‘en todos los sitios donde actúan, sembradores de paz y de alegría’ (Instrucción, V-1935/IX-1950, n. 70)".

71a [tb/m600416]: "Hemos de trabajar no como el que siente el castigo detrás, sino movidos por el Amor. Hemos de trabajar bien, llenando todo el tiempo, porque somos instrumentos enamorados de Dios. Todo hemos de hacerlo por Amor. Hay que portarse en todas las actividades, siempre, como quien hace las cosas por Amor".

71b [tb/m600416]: "Cuando algo cuesta, entonces fomentar la esperanza. ¡Qué será en el cielo el Amor de Dios! Y así, en medio de tu trabajo, entran en juego todas las virtudes sobrenaturales: la fe, la esperanza y el amor. Y esto nos hace, con el Amor de Dios, cortar enseguida, sin disimulos ni rodeos, las equivocaciones de nuestra conducta profesional e interior".

72a [tb/m600416]: "Vemos que todo es una trama [de virtudes]: que lleva a poner en juego la fortaleza y la prudencia y la justicia… Vuestro trabajo, por Amor. Y hemos de sentir la responsabilidad de nuestra conducta. (…) el nuestro es el apostolado del ejemplo".
"Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo". En cierto modo, toda la continuación del libro, con sus diversas homilías dedicadas al ejercicio de las virtudes cristianas –desde la perspectiva dominante de la búsqueda de la santidad en y a través de las ocupaciones ordinarias–, es una confirmación de la frase que anotamos.

72b "Obras son amores, y no buenas razones, reza el refrán popular, y pienso que es innecesario añadir nada más". San Josemaría no se limita en este párrafo a citar un conocido refrán, que –según se señala en C ed. PR, 933– era ya popular y célebre en el siglo XVII, como lo prueba el hecho de que lo usa Lope de Vega para dar título a una de sus comedias, sino que también y sobre todo está haciendo delicada y anónima referencia a un hecho biográfico personal, que tuvo lugar el 16 de febrero de 1932 en la iglesia del Real Patronato de Santa Isabel, del que era entonces Rector. Él mismo lo dejó escrito en sus Apuntes íntimos, n. 606, con las palabras que transcribimos: "16 de febrero de 1932: + Hace unos días que estoy bastante acatarrado, y eso era ocasión para que mi falta de generosidad con mi Dios se manifestara, aflojando en la oración y en las mil pequeñas cosas que un niño –y más un niño burro– puede ofrecer a su Señor cada día. Yo me venía dando cuenta de esto y de que daba largas a ciertos propósitos de emplear mayor interés y tiempo en las prácticas de piedad, pero me tranquilizaba con el pensamiento: más adelante, cuando estés fuerte, cuando se arregle mejor la situación económica de los tuyos… ¡entonces! –Y hoy, después de dar la sagrada Comunión a las monjas, antes de la santa Misa, le dije a Jesús lo que tantas y tantas veces le digo de día y de noche: […] ‘te amo más que estas’. Inmediatamente, entendí sin palabras: ‘obras son amores y no buenas razones’. Al momento vi con claridad lo poco generoso que soy, viniendo a mi memoria muchos detalles, insospechados, a los que no daba importancia, que me hicieron comprender con mucho relieve esa falta de generosidad mía. ¡Oh, Jesús! Ayúdame, para que tu borrico sea ampliamente generoso. ¡Obras, obras!" (cfr. VdP, 1, pp. 416-418). Hace también referencia literal a aquella locución C, 933 ("Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración ‘Jesús, te amo’, oyó esta respuesta del cielo: ‘Obras son amores y no buenas razones’. / Piensa si acaso tú no mereces también ese cariñoso reproche"). Cfr. asimismo F, 498. A esas mismas palabras, grabadas a fuego para siempre en su alma, volvió frecuentemente en su predicación. Baste dejar aquí, como breve testimonio, lo que, con fecha de 26-III-1934, escribe al final de un guion de meditación sobre la sagrada Eucaristía: "Amor con Amor se paga. Obras son amores…" (en AGP, A.3, 186-2-42).

72c quiero y venero últ redac ] quiero penúlt redac
[tb/m600416]: "Señor danos tu gracia. Mira, hijo, el taller de Nazaret: José, María y el Hijo de Dios entregados a una vida de trabajo".

 «    Virtudes humanas    » 

73c "Vamos a fijarnos en otro aspecto de la escena: en cómo Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y delicadeza humanas, que el fariseo no ha sido capaz de manifestarle". San Josemaría toma el texto de Lc 7, 44-47 como punto de partida de la homilía, y se encamina directamente a lo que tiene pensado desarrollar. Como es lógico, una escena evangélica, tan expresiva como esta y con diversos focos de atención (las palabras y silencios de Jesús, la actitud del fariseo, los gestos de la mujer, sus lágrimas, etc.), está abierta a distintas posibilidades de comentario exegético espiritual. La tradición patrística y teológica al respecto así lo muestra, coincidiendo también en resaltar sobre todo el amor de Cristo y su misericordia. San Ambrosio, por ejemplo, ve detrás de la escena una manifestación del designio salvífico de Dios y de la fe en Jesucristo, que es el centro del designio porque Él es amor, y ese amor es el que perdona los pecados (cfr. Exposición sobre el Ev. de Lucas, 6, 23-26; CCL 14, pp. 182-183; cfr. también, SAN EFRÉN, Sermón sobre Nuestro Señor, CSCO 270). San Josemaría es consciente de esa gran luz del amor de Cristo ("las divinas maravillas del Corazón misericordioso de Nuestro Señor"), pero quiere centrar la atención en otro aspecto: "en cómo Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y delicadeza humanas", ausentes en el fariseo, pero desbordantes en el comportamiento de la mujer. La mirada del Autor está, como siempre, fija en Jesucristo y en las lecciones de su Santa Humanidad, que desvelan la nobleza y dignidad del obrar virtuoso del hombre, capaz de ser elevado por la gracia al plano sobrenatural.

74a caída últ redac ] (quizás) herida penúlt redac
"El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros". Las palabras de Jn 1, 14 ("Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros"), recordadas en la frase que anotamos, constituyen "la verdad más profunda que le ha sido dada a conocer al hombre respecto a la vida" (SAN JUAN PABLO II, Discurso, 14-IV-1981). San Josemaría orienta la atención del lector hacia esa verdad suprema, el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, fundamento de la fe y de la doctrina cristianas, y más en concreto de la doctrina antropológica. La perfección de la humanidad de Cristo –Dios Encarnado es también verdadero hombre–, revela que la naturaleza humana (el ser y el obrar del hombre) puede ser elevada por Dios al plano sobrenatural, sin dejar de ser lo que es: el hombre ha sido querido y creado por Dios con la cualidad de ser (por su propia naturaleza y sin cambiarla) capaz de alcanzar, por la gracia, la vida de Dios. El misterio de la humanización de Dios, al encarnarse, revela también el misterio de la divinización del hombre, al recibir la gracia. El argumento de san Josemaría contra la mentalidad laicista o la pietista, tan alejadas –en polos opuestos– de la visión cristiana del hombre, no necesita de muchas palabras: le basta ir al núcleo teológico de dicha visión: "la hondura de la Encarnación de Cristo".

74b "… no existe corazón, por metido que esté en el pecado, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza". El lenguaje pastoral y espiritual usado por el Autor podría celar, a los ojos de algún lector, la base teológica en la que se apoya esa "experiencia de hombre, de cristiano y de sacerdote". La designada como "lumbre de nobleza" dice referencia, de manera metafórica y poética, a la imagen de Dios en Cristo que es la persona humana, ya antes recordada (73c). Aunque no se mencione más, esa verdad revelada es el fundamento sobre el que está edificada la homilía.

74c "… porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales". Aunque el pecado original haya entenebrecido en nosotros (en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en todo nuestro ser) la luz de estar creados a imagen de Dios, no la ha extinguido, ni puede extinguirla, pues ser a imagen de Dios no es en el hombre, por voluntad divina, una cualidad revocable sino una condición originaria y definitoria de su naturaleza. Y por esa razón, donde haya una conciencia recta (que no desdeña la verdad), aunque haya también ignorancia y alejamiento no culpables de Dios (no es Dios quien está alejado, sino el hombre), el misterio de la imagen divina sigue reluciendo a través de una conducta honrada y humanamente ejemplar. Y en una persona con esas disposiciones, el encuentro personal con Dios (su nacimiento o renacimiento a la fe) es, con la ayuda de la gracia, una realidad al menos in fieri. La terminología utilizada por san Josemaría en este párrafo ("virtud humana", "virtud sobrenatural"), así como el principio teológico evocado ("las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales"), forman parte del patrimonio común. En la bibliografía antes señalada se pueden ver desarrollos amplios. Aquí es suficiente indicar que, en nuestro texto, "virtud humana" (denominada también a veces "virtud moral") expresa una cualidad o disposición habitual, arraigada en el sujeto como fruto de la reiteración de acciones buenas en el plano natural, que le facilita además seguir comportándose así. "Virtud sobrenatural", en cambio, significa una cualidad o disposición en el sujeto, nacida no como fruto de un obrar natural bueno y reiterado, sino infundida directamente por Dios en él por medio de la gracia, y que le facilita la realización de acciones en el plano sobrenatural, no solo buenas sino meritorias de vida eterna. Ambas, naturales y sobrenaturales, exigen ser ejercitadas para seguir madurando: el concepto cristiano de virtud incluye su práctica activa. En cuanto al principio teológico evocado por san Josemaría, basta con decir que posee un sentido claro y evidente, que en parte ya hemos indicado al comienzo de esta anotación. Una persona humanamente virtuosa, con una inteligencia y una voluntad asentadas en la verdad y en el bien, está ante todo abierta al encuentro personal con Dios, como fundamento intensamente requerido y manifestado por esa verdad y ese bien. Y por la misma razón, se encuentra también en disposición de aceptar el don sobrenatural de la fe (donde toda verdad y todo bien naturales alcanzan plenitud de significado), cuando Dios se la conceda; "quien reúne esas condiciones" está también, por lo tanto, "a punto de ser generoso con Dios".

75a rectitud últ redac ] (no se lee el término sustituido de la penúlt redac)
"Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo". Esta afirmación del Autor es la escueta enunciación de una verdad de fe enseñada desde tiempo antiguo, y con distintas formulaciones, por la Iglesia (cuya raíz última quizá habría que buscarla en las palabras de Cristo que recoge Jn 15, 5: "sin mí no podéis hacer nada"). Ya el Concilio II de Orange (s. VI), confiesa, en sus Cánones sobre el pecado original (cfr. DH 376, 377), la absoluta necesidad de la gracia para alcanzar cualquier bien referido a la vida eterna. La misma doctrina es confirmada por el Concilio de Trento (s. XVI) al confesar, principalmente en su Decreto y cánones sobre la justificación (cfr. DH 1551, 1552), que sin la gracia no se puede merecer la vida eterna. El magisterio contemporáneo ha recogido asimismo esa doctrina en distintos documentos; entre estos, por ejemplo, la Const. pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II (s. XX) al recordar que sin la gracia de Cristo no se puede vencer el mal del pecado (cfr. DH 4313, 4325, 4337). Eso no obsta para sostener también –como sugiere el Autor en el párrafo–, que Dios no niega su benevolencia y su gracia, y con ella la salvación, a quien –sin alejamiento culpable de Cristo– "conserva y cultiva un principio de rectitud" y vive "como hombre de bien".

75c "Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra". Todo el párrafo, y no solo las dos frases que anotamos, merece ser meditado con atención, pues en él se encuentra condensada la clave de fondo de la homilía. Un primer foco de atención está en la fórmula "vivir en cristiano", cuyo significado se encuentra repartido, por así decir, entre el principio y el final del párrafo: a) "Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos", b) "con el empeño diario de imitarle a Él". "Vivir en cristiano" supone, en efecto, conocerse y aceptarse como hijo de Dios en Cristo, y querer imitar e identificarse en todo con el Modelo. Pero el acento del entero párrafo está puesto en sostener que para eso, para "vivir en cristiano", como un buen hijo de Dios, hay que ser también, como Cristo, "muy humanos", muy asentados en la verdad de la condición humana y en el noble ejercicio de sus cualidades nativas: el recto uso de la inteligencia y de la voluntad, el compromiso con la verdad y el bien, el justo respeto a la dignidad de las demás personas y de los demás seres creados, etc.: en pocas palabras, que los pies pisen bien seguros en el suelo.

76a "Cada una se entrelaza con las demás, y así, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace justos, alegres, prudentes, serenos". Las virtudes naturales, hábitos operativos buenos arraigados en el sujeto como fruto de la repetición de actos (estos también, lógicamente, buenos, acordes con la rectitud de conciencia), se hallan enlazadas a radice entre sí, ante todo, por razón de la unidad del sujeto que las ejercita. El bien subjetivo derivado de la realización de un acto objetivamente bueno es siempre un bien para quien lo realiza, con independencia de la concreta formalidad del acto. Al hacer mejor al autor en ese aspecto de su obrar, mejora también su disposición a obrar el bien en otros aspectos. El ejemplo que pone san Josemaría es muy claro y certero. Conviene dejar también anotado, desde otro punto de vista, el interés del ejemplo propuesto, pues ofrece un destello valioso –que volveremos a observar– de la experiencia (y la enseñanza) del Autor como maestro de vida espiritual y moral, y formador de las conciencias cristianas. Aunque no diga que la virtud de la sinceridad sea la principal entre las naturales, es significativo constatar la importancia que aquí, como de pasada, le otorga; cfr. también, por ejemplo, en este mismo volumen, los párrafos: 15, 82b, 91b, 106a, 141b, 185e, 188-189; y en ECP, 70e, 93c, 97a, etc.

76b "Tampoco me acaban de convencer esas formas de discurrir, que distinguen las virtudes personales de las virtudes sociales". Este párrafo, como el siguiente, están escritos por el Autor desde la certidumbre de la esencial racionalidad y relacionalidad del ser humano. Cada persona es singularmente una y única –irrepetible como persona, amada por Dios por sí misma, dotada de un destino eterno–, pero asimismo, en su concreta historicidad, está necesariamente referida a los demás, tanto en su origen biológico como también en su desarrollo físico, psicológico y espiritual: es no solo una más entre las demás, sino por los demás. Y justamente por eso, por su esencial relacionalidad, la persona es también para los demás: dice necesaria referencia a los demás no solo como receptora del bien de los otros, sino también como donadora o difusora de bien a los demás. En ese sentido, el obrar virtuoso de la persona individual (su relación positiva con la verdad y el bien) redunda en beneficio de los otros: no solo le hace buena a ella, sino que es fuente de bien para la sociedad. Lo contrario es también cierto: la carencia de virtud en el sujeto redunda en perjuicio de los demás. En resumen: la recta búsqueda del propio bien desemboca en bien para los demás, y la entrega virtuosa al bien de los demás se vierte en bien propio.

76c "A la vez, hemos de considerar que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son también radicalmente personales, de la persona". Continúa razonando el Autor en el mismo orden de cosas. Quiere insistir en que la virtud es radicalmente personal, y que no hay lugar a una distinción, que las oponga, entre "virtud personal" y "virtud social", si ambas se dicen en referencia al buen obrar. El recto obrar de la persona en el ámbito de su vida privada exige ser continuado en el ámbito de su vida social, y a la inversa. No cabe ser virtuoso (honrado, justo, íntegro, etc.) en el plano personal, sin serlo también en el plano social. No es aceptable sostener que el bien y la verdad exijan de manera opuesta según el ámbito en que se consideren (no cabe una doble verdad, una doble moral, etc.). Téngase también presente que san Josemaría, en estos párrafos, está argumentando no solo racionalmente, sino teológicamente, desde la ratio fide illustrata, y desde esa perspectiva todo es aún más claro, pues el ser para los demás del hombre está completamente iluminado por la luz de la pro-existencia de Cristo.

77-80 "Fortaleza, serenidad, paciencia, magnanimidad". ¿Por qué inicia san Josemaría su consideración de algunas virtudes humanas por estas cuatro, y por qué las agrupa en este primer apartado? Como es lógico, no disponemos de una respuesta concluyente, ni parece útil detenerse en buscarla. Son cuatro virtudes que indudablemente se relacionan en un mismo orden del buen obrar de la persona: el que ha de realizarse en un entorno difícil, lleno de obstáculos. Así parece indicarlo una frase de 77b: "Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad". Pero se debe prestar también atención a la composición de lugar que plantea san Josemaría en el párrafo 77a: profundizar en el misterio de la Encarnación redentora de Jesucristo.

77a "… que nos anime a profundizar hoy en el misterio de su Encarnación, para que también nosotros, en nuestra carne, sepamos ser entre los hombres testimonio vivo del que ha venido para salvarnos". Esta es, en efecto, la composición de lugar de la homilía (que por las palabras previas del Autor –"mientras yo hable, vosotros, por vuestra cuenta, mantened el diálogo con Nuestro Señor"– tiene el precedente de una meditación, aunque lo desconozcamos). San Josemaría, al predicar sobre estas virtudes tiene ante los ojos de su fe y de su imaginación (es decir, contempla y anima a contemplar) la Santa Humanidad de Cristo; pide para él y los demás la gracia de "profundizar en el misterio de su Encarnación", para saber dar un mejor testimonio del Señor. Al contemplar el vivir humano del Redentor (y el de su Madre Santísima), desde la cuna de Belén a la cruz del Calvario, salta a la vista la persistencia de la dificultad, calladamente superada por la constante práctica de la virtud (en Cristo, perfecto hombre, obrar y obrar virtuoso son una misma realidad); las que ahora destaca el Autor lucen palmariamente en el Maestro.

77c "Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia". Más que en una consideración de la virtud de la fortaleza como tal (y lo mismo cabe decir respecto de las otras virtudes aquí tratadas), la atención del texto se centra en el sujeto que la ejercita para alcanzar, no obstante las dificultades, el fin que le proponen su conciencia y su sentido de responsabilidad. Los actos propios de la fortaleza, en terminología clásica, consisten en aggredi periculum y sustinere mala, esto es, dar la cara ante lo que cuesta y amedrenta, y resistir ante el mal: no apartarse del bien. El Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. n. 1808), en la misma línea, resume en dos las diversas manifestaciones de la virtud: firmeza ante la dificultad y constancia en la búsqueda del bien. Y estas son, en efecto, las actitudes que nuestro texto –limitándose solo a algunos aspectos, en los que de algún modo están representados los demás–, contempla en el sujeto que obra con fortaleza: es firme en seguir la voz de su conciencia, tenaz en el logro del bien (propio y ajeno), recio y estable ante la contradicción. Un estudio, con cierto detalle, de la virtud de la fortaleza en la enseñanza de san Josemaría puede verse en M.M. REYES, "Fortaleza", en DSJ, pp. 539-543.

78 "El que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente". El fuerte es, en efecto, al mismo tiempo, paciente. De igual modo que no se echa atrás ante la consecución del bien difícil, sabe también esperar ante lo que desea firmemente alcanzar pero que aún no ha llegado. Como también se podría decir de la fortaleza, la paciencia permite ser considerada bien como virtud concreta, con sus propios actos, o bien, más en general, como actitud virtuosa que acompaña el buen obrar del sujeto en sus distintos aspectos. El Autor tiene presentes ambas perspectivas en este párrafo, aunque subraya más intensamente el segundo, como también lo hace el texto citado de san Gregorio Magno. Desde este punto de vista, la actitud paciente puede ser tenida (como de algún modo insinúa la última frase del párrafo) como un acto de la virtud de la caridad, según aquello de 1Co 13, 4: "La caridad es paciente, la caridad es amable…".

79 "Fuertes y pacientes: serenos". Observa ahora san Josemaría la virtud de la serenidad desde la perspectiva del sujeto. Quien actúa con fortaleza y paciencia, obra también con serenidad: es una persona sosegada, que no se agobia con las prisas, calmada; que no se deja turbar, equilibrada, ecuánime. Estamos considerando virtudes humanas, que pueden y deben ser ejercitadas tanto por un no creyente –que quiere obrar rectamente según su conciencia–, como por un cristiano, que –además del recto obrar natural– ha recibido el don de la gracia santificante, por medio del Bautismo y los demás sacramentos, y se mantiene en gracia. No cambia en uno o en otro la práctica de la virtud, sino más bien, en el caso del cristiano, la exigencia en ejercitarla (pues ha recibido mayor luz), y la cualidad del fruto alcanzado, pues en este segundo caso (el de la persona en gracia) el fruto es el mérito sobrenatural alcanzado. San Josemaría tiene siempre presente, como destinatario de su enseñanza, al cristiano empeñado en imitar a Cristo: está hablando, pues, de las virtudes humanas practicadas por "los hijos de Dios", y que por eso mismo –por razón del sujeto en gracia, de la exigencia y del fruto– son virtudes sobrenaturales.

80b "Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos". La persona magnánima es la que, buscando rectamente el bien suyo y el de los demás, actúa con grandeza de ánimo, y se atreve a realizar obras grandes en bien de todos. El sujeto cristiano tiene ante los ojos, en la luz de la revelación y la fe, la magnanimidad de Dios, máximamente manifestada en la generosa donación de Cristo. Y bajo esa luz puede entender más profundamente que seguir e imitar al Señor no es compatible con la estrechez, la cicatería o el cálculo egoísta. Todo hombre recto está abocado a ser magnánimo, pero el hijo de Dios, mirando a Cristo –como está haciendo el Autor–, comprende que "el magnánimo (…) es capaz de entregarse él mismo". La última frase del párrafo corrobora esa idea y la expresa en toda su grandeza: quien es magnánimo logra entender, con ayuda de la gracia, que "la mayor muestra de magnanimidad [es] darse a Dios". Cfr. M. SCHLAG, "Magnanimidad", en DSJ, pp. 796-798.

81a "Hay dos virtudes humanas –la laboriosidad y la diligencia–, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios". No es frecuente en la literatura espiritual anterior a san Josemaría destacar de modo directo la importancia de la virtud de la laboriosidad, y tampoco es habitual que se presente ligada a la diligencia. Laboriosidad: empeño y aplicación en el cumplimiento del propio trabajo como un valor humano en sí mismo. Diligencia: prontitud, agilidad, cuidado de los detalles al hacer las cosas; en síntesis: poner amor. En los escritos de nuestro Autor, sin embargo, son normales justamente ambas cosas: trabajar mucho y bien, cuidando con esmero, por amor, las cosas pequeñas. Para comprobarlo es suficiente –sin salir de las páginas de este libro– haber leído las homilías que preceden a esta. En las cuatro, pero quizás más expresamente en El tesoro del tiempo y Trabajo de Dios, es del todo patente lo que decimos. Son textos del fundador del Opus Dei, en los que la santificación del trabajo y en el trabajo ocupa un lugar central, con las características que ya hemos tenido ocasión de subrayar. En el párrafo que ahora anotamos, todo eso está presente, aunque formulado de modo esquemático y con suma concisión.

81b "El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no solo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente". En la enseñanza de san Josemaría convergen dos ideas muy claras: la perfección humana del trabajo –huyendo del "perfeccionismo"– exige el cuidado de las cosas pequeñas, para poder ofrecérselo a Dios; y a la vez requiere rectitud de intención, amor a Dios y al prójimo, que engrandece lo que puede parecer irrelevante en el trabajo cotidiano. La práctica de la virtud de la laboriosidad –el Autor está mirando al sujeto de la virtud– va por eso acompañada del ejercicio de otras virtudes, que son asimismo manifestaciones de diligencia: por ejemplo, el orden, la constancia, la puntualidad, etc., que desembocan en afán por aprovechar el tiempo, que "¡es gloria de Dios!". Es digno de ser destacado el acento que pone san Josemaría en el valor del trabajo en sí mismo, realizado –bien hecho– no por razones meramente instrumentales, o desde una perspectiva solamente ascética o moral, como remedio del ocio y de los peligros que de ahí se derivan para el alma. El trabajar es condición y deber naturales en el hombre; realizarlo bien, poner amor, forma parte del recto obrar, y en ese sentido es "fruto de una reflexión atenta y ponderada", que redunda en su propio bien y en el del conjunto.

81c "… y aquel quehacer humano y divino [de Cristo] nos ha demostrado claramente que la actividad ordinaria no es un detalle de poca importancia, sino el quicio de nuestra santificación". Aquí, nos está diciendo el Autor, al fijar la atención en la existencia cotidiana de Cristo, en su vida de trabajo, es donde encuentra pleno significado, para sus discípulos, la práctica exigente de la laboriosidad y de la diligencia. El trabajo bien hecho, realizado por amor, es verdaderamente un lugar de encuentro personal con Cristo y de vida contemplativa "en medio del mundo".

82-83 "Veracidad y justicia". Como hemos señalado en el lugar correspondiente de la precedente "Nota Histórica", la propuesta del Autor se limita a destacar algún aspecto concreto de ambas virtudes, siempre deseables en la conducta del cristiano, y particularmente en la situación social contemporánea. Tales aspectos son, principalmente, dos: a) no tener miedo a manifestar la verdad ante los demás, no obstante la dificultad que esa actitud puede comportar; b) no empequeñecer el sentido cristiano de la justicia aislándola de la caridad. Para una visión más de conjunto, con referencias bibliográficas, cfr. T. TRIGO OUBIÑA, "Veracidad", en DSJ, pp. 1250-1253; M.A. FERRARI, "Justicia", en ibid., pp. 704-710.

82a "… dorar la píldora y montar la piedra…". Son locuciones coloquiales de la lengua castellana, cuyo significado se infiere fácilmente del contexto en que las menciona el Autor. En términos generales, ambas indican la presentación artificiosa y con fingida naturalidad de algo poco positivo, con ánimo de que sea aceptado como útil y valioso.

82b "… para buscar el sol que más calienta". De nuevo una locución coloquial (algo modificada; lo habitual es citarla como "arrimarse al sol que más calienta"), de significado manifiesto. Obra de ese modo quien, con espíritu servil y sin rectitud de intención, trata de estar siempre, en las cambiantes circunstancias de la vida, cerca del más poderoso.

83a "Si somos veraces, seremos justos". El compromiso personal con la verdad, que incluye el reconocimiento de la "verdad" de los otros, esto es, el respeto a la dignidad de la naturaleza y de la persona, desemboca, necesariamente, en un débito de justicia. La breve frase que anotamos sugiere también, de manera implícita, la importancia que reviste el comportamiento veraz, y en consecuencia justo, de los hombres en el provechoso desarrollo de la vida de la sociedad.

83b "Es una equivocación pensar que las expresiones término medio o justo medio, como algo característico de las virtudes morales, significan mediocridad". Aplicar tales expresiones a la práctica de la virtud, dándoles un significado de mediocridad, es efectivamente, como señala el Autor, una equivocación, fruto del desconocimiento de lo que es la virtud. Tal degradación de su sentido procede, posiblemente, de una deficiente intelección –propagada luego en el lenguaje popular acomodaticio– del aforismo clásico "in medio virtus", de raíz aristotélica. Lo que Aristóteles dice es: "Todo hombre instruido y racional se esforzará en evitar los excesos de todo género, sean en más, sean en menos; solo debe buscar el justo medio y preferirle a los extremos. (…) La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; (…) y consiste, por lo contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y mantenerse en él dándole la preferencia. He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un extremo y una cúspide" (Ética a Nicómaco, libro segundo, cap. VI: "De la naturaleza de la virtud"). Esto mismo es lo que señala san Josemaría en el párrafo: "Ese medio entre el exceso y el defecto es una cumbre, un punto álgido".

84a "Templanza es señorío". Remitimos el comentario de esta sencilla y elocuente afirmación a lo que hemos escrito en la previa "Nota Histórica", al sintetizar el contenido del actual apartado: "Los frutos de la templanza".
"… a rienda suelta". El sentido de esta locución adverbial, característica de la lengua castellana, es el de expresar un comportamiento descomedido, sin ninguna sujeción, éticamente desordenado.
"No todo lo que se puede hacer se debe hacer". Menciona san Josemaría un principio moral de primordial importancia y de validez universal, aplicable tanto en el ámbito de la conducta personal –que es el que aquí se considera–, como en el campo de la ciencia y de la tecnología. No todo lo que es posible (personalmente o técnicamente) es, por eso mismo, éticamente aceptable.

84c "Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre". El apartado que estamos considerando lleva como título, que ahora reaparece: "Los frutos de la templanza". En este párrafo y en el siguiente describe el Autor la correlación que se establece entre la práctica de esta virtud y la adquisición de una personalidad madura. La sazón personal, propia del hombre templado, es inseparable de la lucha para liberarse de las ataduras –"auto-esclavitud"– del propio yo.

84d "La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina". En continuidad con lo anterior, quedan aquí señalados algunos matices de una personalidad templada y madura: grandeza de ánimo, sobriedad, solidaridad, modestia, comprensión… Cabría sintetizarlos en el "señorío de la inteligencia", mencionado por el Autor, es decir, el dominio y la moderación en el obrar como consecuencia de la sujeción de las pasiones a la razón.

85a "La prudencia se manifiesta en el hábito que inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo". La doctrina que expone san Josemaría en estos párrafos sigue de cerca la enseñanza teológica tradicional, principalmente la de santo Tomás de Aquino. Inspirándose en la ética aristotélica, el Aquinate define la virtud de la prudencia como "recta ratio agibilium" (cfr., por ejemplo, S. Th., II-II, q. 47, art. 2 ad 3, y art. 4), que se podría enunciar como la recta disposición de la inteligencia y de la voluntad en cuanto al fin del obrar y la elección de los medios para alcanzarlo. En ese sentido, es una virtud muy necesaria al hombre, pues vivir bien consiste en obrar bien. Sobre la doctrina de santo Tomás, cfr. J.F. SELLÉS, La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 90, Pamplona, Universidad de Navarra, 1999. Una consideración general sobre la virtud de la prudencia en san Josemaría puede verse en M. KÜCKING, "Prudencia", en DSJ, pp. 1033-1038.

86a "Santo Tomás señala tres actos de este buen hábito de la inteligencia: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir". Como indica el Autor, santo Tomás (en el lugar citado en el texto), y con él, en general, la teología católica, señalan tres actos propios de la prudencia: a) pedir consejo e indagar sobre los medios a utilizar; b) juzgar rectamente sobre los medios encontrados; c) tomar una decisión a partir de tales consejos y juicios.

87a "Esta sabiduría de corazón, esta prudencia no se convertirá nunca en la prudencia de la carne a la que se refiere San Pablo". En el conjunto de la homilía, el Autor está tratando de las virtudes humanas, pero dirigiéndose a un lector cristiano, en quien tales hábitos operativos buenos son, por acción de la gracia, virtudes sobrenaturales, en las que se apoya el progreso en su identificación con Cristo. La virtud natural de la prudencia, ligada, como las demás virtudes morales, a la verdad y al bien, está regida por la conciencia recta, y como tal abierta a Dios. La distinción que hace el Autor entre "verdadera prudencia" (o como "sabiduría de corazón") y "prudencia de la carne" (que podría denominarse, en contraste con la anterior, "ceguera de corazón") tiene por objeto manifestar que, desde una perspectiva cristiana, no es verdadera prudencia la que se limita a fines y medios puramente terrenos y pasajeros, desatendiendo la llamada de la conciencia a trascenderlos. "La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios". En un sentido más amplio, señala Tomás de Aquino (cfr. S. Th., II-II, q. 47, art. 13), que tiene falsa prudencia (o prudencia de la carne) quien, por un fin malo, dispone cosas adecuadas a ese fin, pues lo que toma como fin no es realmente bueno, sino solo por semejanza con él. La prudencia verdadera y perfecta, continúa el Aquinate, es la que aconseja, juzga e impera con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida. Es la única prudencia propiamente tal, la que no puede darse en los pecadores. A esta se refiere el texto de san Josemaría que anotamos.

87b "Sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes". La tradición filosófica y teológica subraya que la práctica de las demás virtudes morales depende estrechamente de la prudencia, llamada a este respecto "auriga virtutum", pues su guía resulta indispensable para progresar en el camino de la virtud (cfr., por ejemplo, SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sententiarum, d. 23, q. 1, a. 4, b, ad 3). Suele ser también denominada "genitrix virtututm" (cfr. ID., In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 5), "madre de las virtudes", pues contribuye a engendrarlas al establecer el justo medio de su ejercicio.

88a "… sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud". El término castellano, de origen árabe, "alharaca", se define, según el Diccionario de la Real Academia Española, 22ª ed., como "extraordinaria demostración o expresión con que por ligero motivo se manifiesta la vehemencia de algún afecto, como de ira, queja, admiración, alegría". El "ruido de alharaca" es, pues, algo muy alejado de las personas prudentes y serenas, que "proceden siempre bien, con rectitud".

88b "Esta virtud cardinal es indispensable en el cristiano". Habla ahora directamente san Josemaría de la prudencia sobrenatural, que es verdadera, perfecta y sobrenatural, y por lo mismo "indispensable en el cristiano".

89a "En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez". Desde el inicio del texto, como venimos repitiendo, san Josemaría, cuyos interlocutores directos –oyentes de la meditación originaria o lectores de esta homilía–, son cristianos que se esfuerzan en seguir a Cristo de cerca, está poniendo de manifiesto la importancia de las virtudes humanas para progresar en el camino hacia la santidad, pues son el fundamento de las virtudes sobrenaturales. "Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos –hemos leído en 75c–, Dios nos quiere muy humanos". Ahora va a insistir en esa misma realidad, tan propia de su espíritu, destacando que ese camino hacia la santidad no se encuentra al margen de la vida ordinaria de cada uno, sino que se identifica con esta cuando es vivida en Cristo y con Cristo. Es el camino de la naturalidad, de la normalidad y de la sencillez de lo cotidiano: el "camino ordinario" del cristiano corriente, que sigue a Cristo inmerso en las comunes actividades laborales y sociales. Lo describe en 90a. Sobre este argumento puede verse: P. AGULLES, "Naturalidad", en DSJ, pp. 879-884; ARANDA, "En torno al ‘alter Christus, ipse Christus’".

91a "Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo". Entra la homilía en su tramo final, y el Autor se propone acentuar las ideas fundamentales que ha querido transmitir. Este párrafo, 91a, con sus dos partes, podría servir de síntesis: a) quien, sin conocer a Cristo, cultiva las virtudes humanas, está muy cerca de encontrarle; b) quien cree en Cristo y vive de Él, se siente también impulsado por la gracia a cultivar las virtudes humanas. La plenitud de lo humano y lo divino se halla en Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.

91b "… porque obras son amores, y no cabe amar a Dios solo de palabra". Cfr. lo que ha quedado indicado en el comentario correspondiente a 72b. A los textos de san Josemaría allí transcritos, puede añadirse este: "Se ha puesto de relieve muchas veces el peligro de las obras sin vida interior que las anime, pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras. / Obras son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin emoción este cariñoso reproche –loquela divina– que el Señor grabó con claridad y a fuego en el alma de un pobre sacerdote, mientras distribuía la Sagrada Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús, hablando con el corazón: te amo más que estas" (Carta 6-V-1945, n. 44).

92b (en nota 27) Ps XLII, 2 últ redac ] Ps LXII, 2 penúlt redac
"Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio". Menciona san Josemaría la presencia de inhabitación de Dios en el alma en gracia. Esa presencia es un nuevo modo de relación, por el conocimiento y el amor, entre Dios y la criatura, que es hecha capaz por la gracia de alcanzar con sus operaciones a Dios mismo: las Personas divinas se nos dan para ser tenidas, e inhabitan en nosotros (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 43, a. 3 y ad 1; a. 4). Los elementos en torno a los cuales se estructura la doctrina son los siguientes: a) La acción divina que eleva a la criatura a través de la gracia; tal acción es común a las tres Personas. b) La gracia y los dones sobrenaturales que inhieren en el alma haciéndola capaz de alcanzar con sus operaciones a Dios (cfr. ibid., a. 3 ad 2). c) Las operaciones sobrenaturales de conocimiento y amor de la criatura, por las que alcanza a Dios, las Personas se le entregan como don y goza de ellas. d) La actividad de las Personas en el alma, que graban en ella, especialmente a través de los dones de caridad y sabiduría la semejanza con Dios (cfr. ibid., a. 5 ad 2) y llevan a cabo la santificación; su presencia es signo de santidad (cfr. ibid., a. 7 y ad 4). El elemento más importante en esa doctrina lo constituyen las operaciones de conocimiento y amor sobrenaturales, que unen a la criatura a las divinas Personas y la capacitan para gozar de ellas. La expresión más característica y sintética de santo Tomás para formular la presencia de inhabitación es la de que las Personas están en el alma: "como lo conocido en el que conoce y lo amado en el amante" (cfr. ibid., a. 3c; q. 8, a. 3 ad 4). En síntesis: desde el bautismo y el estado de gracia (gracia, virtudes y dones) hay una relación de presencia objetiva de Dios en el alma. Desde entonces, la Trinidad habita también en ella como objeto de conocimiento y amor habituales: hay una cierta experiencia de Dios; se le ama y se le conoce íntimamente. El desarrollo de la vida sobrenatural progresa normalmente a base de actos de ese conocimiento y amor sobrenatural, hasta que llegue la visión cara a cara.

92c "La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados". Recuerdan estas palabras de san Josemaría a las que se leen en el comentario de san Agustín al Salmo 72: "Quien canta una alabanza, no solo alaba, sino que lo hace con alegría. Quien canta alabanzas, no solo alaba, sino que también ama a aquel a quien canta" ("Qui enim cantat laudem, non solum laudat, sed etiam hilariter laudat; qui cantat laudem, non solum cantat, sed et amat eum quem cantat. In laude confitentis est praedicatio, in cantico amantis affectio").

93a "[El cristiano] Camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios". Reflejan de algún modo estas palabras de san Josemaría lo que escribió en C, 274: "Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central–, pensaba en lo que usted me dijo… ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, ‘engallado’ el cuerpo y soberbio por dentro… ¡hijo de Dios! / Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la ‘soberbia’". Sobre este punto, cfr. C ed. PR, in loco.

93c "María, Madre nuestra, la criatura más excelente que ha salido de las manos de Dios". La Virgen Santísima, concebida sin pecado original, llena de gracia, es la obra maestra de Dios. En Ella se refleja de modo perfecto, como en un espejo purísimo, creado expresamente por Dios, la Humanidad Santísima de su Hijo. No hay mejor camino que el de María para buscar y encontrar a Cristo, e identificarse con Él. Lo veremos más adelante, con palabras de san Josemaría, en el comentario a la homilía Hacia la santidad.

 «    Humildad    » 

94a [tb/m650406]: "Para que sepáis [distinguir] lo que es endiosamiento bueno y endiosamiento malo".
"… distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo". Desde el inicio plantea el Autor el motivo de la homilía, con una nomenclatura habitual en él (véanse, por ejemplo, en este mismo volumen, los párrafos 98, 99a, 107a-c, 146b; cfr. también, ECP ed. AA, 133f, 134e, 160d; así como C ed. PR, 283; cfr. también M. MIRA, "‘Endiosamiento’ y ‘divinización’ en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá", en LÓPEZ DÍAZ [a cura di], San Josemaría e il pensiero teologico, II, pp. 95-132). La noción de "endiosamiento" posee, en la enseñanza de san Josemaría, diversas características propias, entre las que descuella el hecho de estar vinculada al estado de gracia. En ECP 103a, en efecto, ha escrito: "La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado". Desde esa perspectiva, es decir, considerando directamente su fundamento ontológico sobrenatural, tal noción se encuentra estrechamente asociada a la de "divinización" o "deificación", frecuente en la tradición teológica y espiritual de la Iglesia, tanto oriental como occidental, con sus matices peculiares en cada caso. Así, pues, la noción y el término de "endiosamiento" –análogamente a "divinización"– expresan, en su significado más básico, el hecho de que, por voluntad del Padre, el Espíritu Santo ha conformado al bautizado con Cristo Resucitado, haciéndole partícipe de la naturaleza divina y elevándole a la condición de hijo adoptivo de Dios. Ahora bien, como se advierte en el párrafo que comentamos, san Josemaría suele distinguir, con sentido más didáctico que académico, entre un "endiosamiento bueno" y un "endiosamiento malo". Al hablar así, no está fijándose directamente en el mencionado fundamento ontológico –que siempre está debajo en el caso del bautizado–, sino más bien en el comportamiento moral de la criatura, informado en un caso (endiosamiento bueno) por la práctica de la virtud de la humildad, o bien (endiosamiento malo) por la sumisión a la humana vanidad y a la arrogancia.
"[La humildad] (…) es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza". He aquí una primera y breve descripción del influjo de la virtud de la humildad en el conocimiento de uno mismo, en el que se entrecruzan –como nos manifiesta la propia experiencia– la capacidad (ínsita objetivamente en la naturaleza racional) de someterse libremente a la verdad y de obrar el bien, o por el contrario, de anteponer la persuasión y conveniencia subjetivas. Sobre la virtud de la humildad en la enseñanza de san Josemaría, cfr. BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 383-341; M.I. ALVIRA DOMÍNGUEZ, "Humildad", en DSJ, pp. 599-608.

94b "Nuestra miseria resalta con demasiada evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales". El razonamiento del Autor se desarrolla en el terreno del obrar moral, en el que hace notar la experimentada capacidad de cada uno de equivocarse no queriéndolo, y también –lo que es peor– de "engañarse" queriéndolo por elección del provecho subjetivo ("las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan"). Esa es la "miseria" a la que se refiere, que muestra también por contraste la "grandeza" de la recta actuación según verdad.

94c [tb/m650406]: "Exspecta Dominum… (Ant. ad intr., Ps. XXVI, 14); esperanza, con amor y fe. Viriliter age: obrar varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas hechas de barro de botijo, si tenemos la esperanza puesta en Dios? Vamos a obrar virilmente, con virtudes humanas, que Dios nos dará su gracia".
"¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos la esperanza puesta en Dios?". La referencia al lodo –que incluye, como es lógico, la enseñanza bíblica sobre el origen de la criatura humana ("el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo", Gn 2, 7)–, quiere destacar sobre todo la falibilidad del hombre en la elección de fines y medios de su actuar, así como la debilidad o flaqueza de sus intenciones y proyectos en el terreno moral. En ese contexto, y en relación con la humildad, menciona el Autor la "esperanza puesta en Dios"; aunque no está aquí hablando directamente de la virtud teologal de la esperanza, infundida por Dios en el alma, a la que dedicará otra homilía, es claro que –dirigiéndose al lector cristiano– alude a la certeza de que, para quien confía en Dios, todo tiene remedio. Lo hace con la intención de promover la determinación en la práctica del bien, sin timidez y con decisión: con humilde esperanza. Lo resumen las últimas palabras del párrafo: "y ¡a recomenzar de nuevo!".

95a [tb/m650406]: "… (el Padre contó la anécdota de que todas las familias suelen tener un jarrón valioso o algo parecido, y un día el niño tira ese objeto al suelo, y todos exclaman ¡ay, se ha roto!, pero no pasa nada; después se recompone con pegamento)".

95b original encanto correc autógr ] encanto original ed. Telva p. 28

95c [tb/m650406]: "En la vida de las almas se arreglan todas las cosas cuando hay humildad, quia tu es Deus fortitudo mea (Ps. XLII, 2), porque entonces tenemos el poder de Dios; tendremos el endiosamiento bueno. ¡Señor, en mi humildad, en mi pobreza, en este barro mío de botijo roto, Señor ponme unas lañas y estaremos más bonitos!".
"Llevemos esto a la vida interior". "Llevar" algo personal "a la vida interior" (una inquietud, una certeza, una pena, una idea, etc.; o, como en este párrafo, la convicción de la propia pequeñez), significa convertirlo en tema de oración íntima –puntual o habitual– con el Señor, en diálogo sincero, filial y esperanzado con nuestro Padre Dios. Esa actitud sincera de oración, antídoto del desfallecimiento, entraña ya reconocimiento de la propia fragilidad y afán de combatirla. Esa es la actitud a la que exhorta san Josemaría, trayendo al plano de la práctica de la virtud la imagen de las lañas o grapas metálicas usadas, en ocasiones, para unir dos partes separadas de un objeto.

95d [tb/m650406]: "Que no os llame la atención, si somos frágiles, (…) que vuestro barro se rompe por menos de nada. Dominus illuminatio mea et salus mea: quem timebo? (Ant. ad intr., Ps. XXVI, 1). Que no tengamos miedo a nadie ni a nada".
"… confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio". El humilde reconocimiento ante Dios, y ante uno mismo, de la propia fragilidad o endeblez en el plano del comportamiento moral o en el de la lucha espiritual, conlleva la certidumbre de que Él "siempre tiene preparado el auxilio". El Autor continúa, pues, desarrollando el alentador argumento de la conjunción entre humildad y esperanza, en quien actúa con verdad.

96a "Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad". Al destacar su íntima unidad con la verdad, estas palabras de san Josemaría ayudan a comprender la esencia de la virtud de la humildad, y formulan, sin pretenderlo, una cierta definición suya. Dejó escrito un enunciado semejante en S, 259: "La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética". Ambas frases guardan relación con la conocida expresión de santa Teresa de Jesús: "Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante –a mi parecer sin considerarlo, sino de presto– esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira" (Castillo interior o Las Moradas, Moradas sextas, cap. 10, 7).

96b "Nuestra Señora, la Santa Madre de Jesús, la criatura más excelsa de cuantas han existido y existirán sobre la tierra". En el párrafo final de la precedente homilía (cfr. 993c), el Autor denomina a Santa María "la criatura más excelente que ha salido de las manos de Dios". Allí lo afirmaba tomando en consideración el conjunto de sus virtudes, mientras que aquí contempla solo su humildad; no hay contradicción, pues la humildad, como acepta la tradición espiritual, es el fundamento en que se apoyan las demás virtudes. A veces recordaba, a este respecto, lo que escribe Cervantes en una de sus Novelas Ejemplares (El coloquio de los perros): "que la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y que sin ella no hay alguna que lo sea", y también: "base sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza".

96c "María se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios". Como es evidente, en este párrafo hace el Autor un uso análogo del término "humildad". Con la infrecuente fórmula: "humildad de Dios", está significando –como lo corrobora la cita de Lc 1, 35– el misterio del abajamiento o condescendencia divina (synkatábasis), respecto de la criatura humana, que en la Anunciación a María y Encarnación del Verbo, se muestra en plenitud. "Humildad de Dios" es, pues, un modo de nombrar su infinito amor de donación. En cambio, con la expresión "humildad de la Virgen", se hace referencia a la virtud sobrenatural, que –en una medida impensable, fruto del mencionado "abismo insondable de gracia"– se asienta en su alma e informa toda su persona. Bajo esa inmensa luz, la Virgen se conoce a sí misma como "la esclava del Señor" (Lc 1, 38).

97b "… solo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia". Ese "conocimiento sincero de nuestra nada" viene unido en el párrafo –como indicando su sentido profundo– a la "humildad de corazón", a la que Cristo exhorta a sus discípulos ("aprended de mí", Lc 11, 29), y que Él mismo presenta como signo de su identidad ("que soy manso y humilde corazón", ibid.). Humildad de corazón, reconocimiento y aceptación, ante Dios y ante uno mismo, de la propia condición ("de nuestra nada"): amor y compromiso personal con la verdad, sinceridad de vida. Esa actitud interior, enseña san Josemaría, atrae "hacia nosotros la divina gracia", es decir, la benevolencia y misericordia divinas que traen consigo la paz ("y encontraréis descanso para vuestras almas", ibid.). Esa "fuerza de atracción" de la humildad es digna de ser atentamente meditada por el cristiano.

98 "En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino –para vivir vida divina– que el de la humildad". Este breve párrafo 98 ilustra, aún más, sobre el sentido del "endiosamiento bueno", que enseña san Josemaría como fruto de la humildad. Significa "vaciarse de sí mismo" (ser sincero consigo, batallar contra la ofuscación de la insinceridad en el propio corazón), abriéndose de ese modo a la gracia (la humildad atrae la benevolencia de Dios), "para vivir vida divina". En esta última expresión se encierra todo el contenido del "endiosamiento bueno". La "vida divina", es decir, la comunión de las Tres Personas divinas, que también podría expresarse, con palabras nuestras, como la comunión y mutua donación del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, puede ser descrita como un eterno acto de conocimiento y de amor, en el que las Tres Personas son y se distinguen. "Vivir vida divina", por parte de la criatura, debe entenderse como haber sido elevada, por medio de la gracia y demás dones sobrenaturales, a participar en la comunión trinitaria, es decir, en el conocimiento y amor de las divinas Personas. Eso es, en esencia, la vida sobrenatural, que se realiza, por así decir en el día a día de la criatura, a través de la práctica –obras– de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), y con ellas, de las demás virtudes sobrenaturales, sobre el fundamento de las naturales. La humildad –el compromiso personal con la verdad, el "andar en verdad" de la criatura– es, a su vez, el requisito para que "en cualquier situación humana" (en la juventud o en la madurez, en la salud o la enfermedad, etc.), puedan abrirse las puertas del propio yo a la gracia.

99a "¿Y qué es lo que impide esta humildad, este endiosamiento bueno? La soberbia. Ese es el pecado capital que conduce al endiosamiento malo". Así como el mal, en general, puede describirse como la carencia de bien, del mismo modo el "endiosamiento malo" permite ser descrito como carencia o ausencia, en el hombre, del "endiosamiento bueno" fruto de la gracia y la humildad, suplantado por el excesivo amor a uno mismo. Como es evidente, su raíz es la soberbia, deseo desordenado o desmedido de la propia excelencia (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 162, a. 2), que es uno de los pecados capitales, llamados así porque generan otros pecados (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1866), y el más grave entre ellos (cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 6). Así como la práctica de la humildad, acompañada y elevada por la gracia, conduce a una vida en comunión con Dios y con los demás, que llena de sentido la existencia cotidiana, así también su ausencia y suplantación por la soberbia encamina el existir del hombre hacia la superbia vitae, que recuerda san Josemaría tomándola del apóstol Juan. Tal situación, alimentada del culto al propio yo, y afianzada, como criterio de verdad, en el subjetivismo, aleja de Dios e impide, mientras no revierta, el acceso a la vida sobrenatural.

99b "¿Soberbia? ¿De qué?". Cfr. C, 600-601.

100a "Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios". Apunta el Autor a un dato de sabiduría doctrinal y de experiencia pastoral. La soberbia, considerada como pecado capital, tiene un influjo universal sobre todos los vicios. Santo Tomás de Aquino, con la tradición espiritual y teológica que le precede, aunque especialmente apoyado en san Gregorio Magno, la denomina "reina y madre de todos los vicios" (S. Th., II-II, q. 162, a. 8). En efecto, cuando prevalece el orgullo, disfrazado, más o menos conscientemente, de modo de ser, carácter, temperamento, personalidad, "no es extraño" que se anteponga a todo discernimiento un desmedido apegamiento al propio yo, donde todo lo que satisface y se desea, aunque pueda contradecir lo razonable, queda justificado y cohonestado.

100b "La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo". A la gravedad y malicia del pecado de soberbia, tanto en su cualidad de pecado especial como de pecado capital, añade aquí el Autor un nuevo calificativo: "es el más ridículo". La referencia a la fábula de J. Lafontaine (1621-1695), que lleva por título La rana que quiso hincharse como un buey, justifica ese apelativo. El texto de la fábula dice así: "Vio cierta rana a un buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal. ‘Mirad, hermanas, decía a sus compañeras; ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande como él? –No. –¿Y ahora? –Tampoco. –¡Ya lo logré! –¡Aún estás muy lejos!’. Y el bichuelo infeliz hinchóse tanto, que reventó. Lleno está el mundo de gentes que no son más avisadas. Cualquier ciudadano de la medianía se da ínfulas de gran señor. No hay principillo que no tenga embajadores. Ni encontraréis marqués alguno que no lleve en pos tropa de pajes".

101a "… y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos…". Cfr. supra, 44a, con el comentario.

101c morboso, 1ª ed. ] morboso últ redac

101d "La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación". La razón de fondo de tal situación del alma la expresa san Josemaría un poco más adelante, dentro del mismo párrafo: "porque no sabe ser humilde". Cuando falta humildad de corazón, y el orgullo prevalece, queda herida la rectitud de intención y se oscurece también, en el entendimiento, el compromiso con la verdad. Los motivos del obrar se disfrazan entonces, ante el juicio adverso de la conciencia, con diversas justificaciones que enturbian aún más el razonamiento, achacando quizás la culpa a los otros. "Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales". Un enunciado semejante, con otras palabras, de la misma idea, lo dejó escrito san Josemaría en ECP, 18c: "Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas".

102a "Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús". En el estilo de predicación de san Josemaría, del que sus homilías publicadas son una muestra, el texto evangélico suele ser la base del guion que seguirá, con citas que resaltan la centralidad de Jesucristo. Un estudio detenido al respecto lo ofrece PANIELLO, Las "Homilías" de San Josemaría. San Josemaría contempla y quiere revivir las escenas, convirtiéndolas en oración propia, buscando, en definitiva, para sí y para los que le oyen, la unión personal con Jesús. En los siguientes párrafos encontraremos diversos ejemplos, como estos: "¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? (…) ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: Él ama a los que se hacen como niños" (102d); "De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. (…) Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres" (103c); "Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres" (103d); etc.

102c Cafarnaúm 1ª ed. ] Cafarnaún últ redac

103a "… entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico!". Además de la anotación primera de este apartado, cfr. C ed. PR, 606.

104 "Si somos humildes, Dios no nos abandonará nunca". Tanto en el original manuscrito (AGP, A.3, 108-1-1), como en la primera edición del texto y en las sucesivas, la frase que anotamos se encuentra escrita como aquí aparece: es además el sentido lógico de la afirmación que hace el Autor. Sin embargo, en alguna edición castellana más reciente (como la 39ª) se ha introducido una errata ("… Dios no os abandonará nunca"), que ahora corregimos.
"Y esto no es solo tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora". San Josemaría escribe las confortadoras palabras de este párrafo tanto a partir de su experiencia personal y de su sapiencia pastoral, como desde la certeza de fe y esperanza sobrenaturales, que siembra el Espíritu Santo en el alma junto con la caridad. Las personas que viven de esperanza, transmiten también y sostienen la esperanza de los demás, fomentando en ellos, como condición necesaria, la práctica de la humildad. Es la misma doctrina que predica el apóstol Pedro, cuando –hablando de Dios que "resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia"–, escribe: "Humillaos, por eso, bajo la mano poderosa de Dios, para que a su tiempo os exalte. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros" (1P 5, 5-7). "Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente". El abandono humilde y confiado del creyente en las manos de Dios es, en todo tiempo y lugar, fuente inagotable de fortaleza. El Autor prolonga la idea en los párrafos sucesivos.

105a Epístola 1ª ed. ] epístola últ redac
[tb/m650406]: "Leía la epístola de hoy, y veía a Daniel metido (…) con aquellos leones hambrientos. Y sin pesimismo –pues no puedo decir que cualquier tiempo pasado fue mejor; todos los tiempos han sido buenos y malos–, [pensaba] que en el tiempo actual hay muchos leones sueltos, que buscan a quien devorar (cfr. I Petr. V, 8), y nosotros tenemos que vivir en medio de ellos".

105b [tb/m650406]: "Yo no soy milagrero, pero amo esta grandiosidad de Dios, y veo que le hubiera sido más fácil regular la secreción interna de Daniel, o ponerle delante un pollo asado, vino, etc., y no lo hizo; no le importó hacer un milagro grande porque Daniel no estaba en medio de los leones porque sí, sino por una injusticia, por ser servidor de Dios y destructor de los ídolos".
"Yo no soy milagrero, pero amo esa grandiosidad de Dios". De "milagrero", o dado a la "milagrería", puede ser calificado quien tiende a presentar como milagroso lo que tiene una explicación natural. El espíritu de san Josemaría, que proclama el valor santificador del trabajo bien hecho, la grandeza de la vida ordinaria, el heroísmo de las cosas pequeñas, etc., está en las antípodas de una visión "milagrera" de los acontecimientos. Pero no de los milagros, "manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios" (ECP, 50c), que actúa como quiere, siempre de modo oportuno.

105c [tb/m650406]: "Y nosotros, con nuestra siembra de paz y de alegría hemos de destruir tantos ídolos…".
"Nosotros, sin portentos espectaculares, con normalidad de ordinaria vida cristiana, con una siembra de paz y de alegría, hemos de destruir también muchos ídolos". Sobre el sentido que tiene en san Josemaría la expresión: "siembra de paz y de alegría", cfr. supra, 70, con el comentario correspondiente. Las palabras que ahora anotamos tienen un paralelo singularmente luminoso en este párrafo de Es Cristo que pasa: "El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional" (50c).

105d [tb/m650406]: "No os importe vivir en medio de leones; las manos de Dios son igualmente poderosas y si fuera necesario harían milagros. ¡Fieles!, que el tiempo de ahora no es peor que otros siglos y el Señor es el de siempre; si fuera necesario haría milagros en abundancia".
"Las manos de Dios son igualmente poderosas y, si fuera necesario, harían maravillas". He aquí un criterio de fe y esperanza, que recordaba con frecuencia san Josemaría, en el entorno de la humildad, con apoyo en Is 59, 1: "Mirad que no se ha acortado la mano del Señor para salvar, ni se ha endurecido su oído para oír". Por difíciles que sean las circunstancias históricas, por complejas que sean las circunstancias culturales y sociales –lo eran, sin duda, cuando san Josemaría escribía esta homilía, y lo han seguido siendo–, "el Señor es el de siempre" y su brazo no se ha empequeñecido. En síntesis: "Con amor, con fe, con esperanza, sin olvidar jamás que, si conviene, el Señor multiplicará los milagros" (105e).

105e [tb/m650406]: "(relata el Padre la anécdota de un anciano sacerdote amigo, que decía: Io sono sempre quieto, quieto…). Así hemos de estar nosotros, metidos en este mundo de leones hambrientos, este mundo que es muy nuestro: con amor, con fe y con esperanza, sabiendo que, si fuera necesario, el Señor multiplicaría los milagros".

106a [tb/m650406]: "Yo os digo que si sois sinceros, si os dejáis ver como sois, si os endiosáis a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo estaremos seguros en cualquier ambiente; podremos hablar de victorias y nos llamaremos vencedores".
"Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente". Retoma el Autor el hilo de la homilía: el "endiosamiento bueno". Y recuerda a quienes escuchaban sus palabras en Roma, el 6 de abril de 1965 –palabras que están en la base de esta homilía–, una enseñanza suya permanente: la esencial importancia de la sinceridad en la dirección espiritual. Es obligado remitir al lector a cuanto se ha dicho en el n. 15 con sus comentarios.

107a suplica: 1ª ed. ] suplica, últ redac || Gradual 1ª ed. ] gradual últ redac
[tb/m650406]: "Discerne causam meam, Domine: ab homine iniquo et doloso eripe me (Ant. ad grad., Ps. XLII, 1). Este es el buen endiosamiento, reconocer la mala pasta de que estamos hechos, con todas las malas inclinaciones. Emitte lucem tuam et veritatem tuam (Ant. ad grad., Ps. XLII, 3). No os puedo negar que me emocionó [leerlo en la Misa]. (…) En la Misa, hoy he llorado por muchas razones, de alegría entre otras".
"No me importa contaros que me he emocionado al recitar estas palabras del Gradual". En la época en que redactaba esta homilía, el Autor celebraba la Santa Misa, de modo habitual, al mediodía. Cuando pronunciaba las palabras que comentamos, en una reunión familiar después del almuerzo, serían aproximadamente las dos de la tarde. Se mantenía aún viva esa emoción, cuyo contexto inmediato desconocemos.

107b [tb/m650406]: "¿Qué hemos de hacer para tener endiosamiento bueno? Jesús no quería ir a Judea (post haec autem ambulabat Iesus in Galilaeam, non enim volebat in Iudaeam ambulare: quia quaerebant eum Iudaei interficere) (Ev. Ioann. VII, 1), porque querían matarle. Él, que con un deseo de su voluntad podía eliminar a sus enemigos, ponía los medios humanos. Él, que era Dios y le bastaba un querer, nos ha querido dejar una lección encantadora; y no fue a Judea. Dixerunt autem ad eum fratres eius: transi hinc, et vade in Iudaeam, ut et discipuli tui videant opera tua, quae facis (Ev. Ioann. VII, 3). Querían que hiciese espectáculo. ¿Lo veis? ¿Veis que es una lección de endiosamiento bueno y endiosamiento malo?".

107c Ofertorio 1ª ed. ] ofertorio últ redac
(en nt. 32) Ps. IX, 13 2ª ed. ] Rom. VIII, 31 últ redac
[tb/m650406]: "Endiosamiento bueno: sperent in te omnes qui noverunt nomen tuum, Domine: quoniam non derelinquis quaerentes te (Ant. ad ofert., Ps. IX, 11-12). Y ahora la cosa humana colosal, el regocijo de este barro lleno de lañas: quoniam non est oblitus orationes pauperum (Ant. ad ofert., Ps. IX, 13)".

108b "Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre". Siempre está presente en la enseñanza espiritual de san Josemaría, como música de fondo, el sentido de la filiación divina. Cfr. supra, "Introducción General", Primera Parte, 5.b.

108c [tb/m650406]: "Hay una oración bonita, bonita: Da, quaesumus, omnipotens Deus: ut, quae divina sunt, iugiter exsequentes, donis mereamur caelestibus propinquare (Postcom.). Y (…) da nobis, quaesumus, Domine: perseverantem in tua voluntate famulatum (orat. supra populum). Servir, servir es lo nuestro; ser siervo de todos ut in diebus nostris, et merito et populo tibi serviens augeatur (orat. supra populum)".

109 "Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo". En la lengua castellana, "salir un hijo a sus padres" tiene el sentido de parecerse, asemejarse, no solo en los rasgos externos sino en algunos trazos del modo de ser: tener el aire de familia. El júbilo de Santa María, al que hace referencia el Autor, es la alegría de saberse a sí misma la Esclava del Señor: ese es su gozo inmenso, arraigado en su extraordinaria y sobrenatural humildad.

 «    Humildad    » 

110a "… para que contemplemos ese amor suyo –verdaderamente inefable– a unas pobres criaturas, formadas con barro de la tierra". Aun a riesgo de parecer reiterativos, no queremos dejar de señalar que en esta nueva homilía, como en todas las demás, san Josemaría va a meditar sobre el tema propuesto (la virtud del desprendimiento), teniendo ante todo delante de sus ojos el ejemplo de vida de Jesucristo. Es a Él, en su existir terreno, divino y humano, a quien principalmente contempla, queriendo encontrar en su Luz ("in Luce tua videbimus lucem", Sal 36, 10) el significado profundo de la nuestra. E inmediatamente, ya en este primer número de la homilía, la atención del lector va a ser orientada hacia ese Modelo.

110b "… de que jamás olvidásemos que somos muy poca cosa". La referencia del Autor a la fragilidad y, como dirá a continuación, a la insignificancia de la criatura humana en cuanto a su origen material ("el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra", Gn 2, 7), va a dar entrada tanto a una ponderación realista de la inanidad del apego desordenado a las cosas (barro sobre barro), como, sobre todo, a la exaltación de la grandeza del amor de Dios, que se abaja a tanto por nosotros.

110c "… yo quisiera (…) encarecer ante vuestros ojos otra estupenda realidad: la magnificencia divina que nos sostiene y que nos endiosa". La magnificencia de Dios, de la que da testimonio la admirable grandeza de la creación, será aquí considerada –como es propio de la inteligencia cristiana– no tanto (aunque también) desde la inmensidad de sus obras, cuanto desde la gratuidad y magnitud del amor por el hombre que manifiestan. De la grandiosidad del amor divino hablan al unísono la obra de la Creación y de la Redención. Y ante ese amor sin medida quiere situarnos el texto de san Josemaría, como muestran los párrafos siguientes.
"Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida". Traen consigo estas palabras una invitación a contemplar atentamente ("con calma") el misterio de Cristo, que se hace patente en sus obras, si son miradas con ojos de fe o, al menos, sin prejuicios culturales o ideológicos adversos. El primero en hacer, en cierto modo, esa misma invitación, llamando a creer en Él ("mirad mi ejemplo", "fijaos en mis obras, pues ellas dan testimonio de mí"), es el propio Jesucristo (cfr. Jn 5, 36; Jn 10, 25; Jn 10, 37-38; Jn 14, 11). En el texto que consideramos, más que a creer, san Josemaría estimula al lector, ya creyente, a fijar la atención –no de cualquier modo, sino como se mira a una meta por alcanzar– en la generosidad de Cristo, patente en los textos evangélicos, y a esforzarse en imitarla. Y desde este primer momento deja claro el objetivo: "cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que –ya lo habéis oído– se hizo pobre por ti, por mí".

111a Dios, (…) no obstante 1ª ed. ] Dios, (…), no obstante últ redac
"… todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos". Este es el misterio a contemplar, para aprender a imitar: el desprendimiento de Sí mismo que, al hacerse hombre por amor nuestro, realiza el Hijo de Dios. Ese "hacerse pobre siendo rico", ese anonadamiento, ese vaciamiento de Sí por amor (la kénosis de Cristo, de la que habla san Pablo, cfr. Flp 2, 7), es la luz que san Josemaría quiere enseñarnos a mirar con gratitud. Y también a meditarla más hondamente para captar su significado profundo, pues ese inmenso desprendimiento divino de Sí (la infinita grandeza y gloria de Dios escondida en la pequeñez de la naturaleza humana), es el preámbulo de una vida humana de servicio, asumida "para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas". En la existencia de Cristo, y análogamente en la de sus discípulos, todo se desenvuelve en la atmósfera de la redención, y la realiza; también la práctica de la virtud, y en concreto la del desprendimiento.

112a "Bastan unos rasgos del Amor de Dios que se encarna, y su generosidad nos toca el alma". He aquí la perspectiva desde la que el Autor contempla el misterio de Cristo y el ejemplo de generosidad de su vida humana: "el Amor de Dios que se encarna". Es, en cierto modo, una paráfrasis de Jn 3, 15 ("tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna"). Este es el terreno en el que plantear un estudio teológico sobre la virtud en general, y sobre la que ahora consideramos en particular.

112b "Pensadlo despacio: Él se humilló, siendo Dios". El consejo de san Josemaría ("pensadlo despacio") sugiere que ese dato revelado (el anonadamiento del Hijo de Dios en su Encarnación, por amor), que es al mismo tiempo un hecho histórico, contiene un cúmulo de verdad sobre Dios y sobre nosotros, en el que hay que detenerse a meditar. Es lo que se viene haciendo desde el comienzo de esta homilía, que en estos primeros pasos muestra una plena continuidad con la anterior. "Se humilló, siendo Dios": la kénosis del Hijo, por amor al Padre y a los hombres, es revelación del misterio mismo de Dios. En el misterio de su Encarnación redentora, el Hijo no está solo revelando algo suyo: se está revelando Él, y en Él al Padre. Está mostrándonos el modo de ser de Dios: el amor sin medida, el total "vaciamiento" de sí, la pura generosidad, la plena donación: así es Dios en la intimidad de su vida trinitaria, y así –con toda verdad y a toda luz– nos desvela el misterio de su ser al dársenos por amor en la Encarnación del Hijo. Al hacerse hombre, en el desprendimiento de sí, el Hijo revela "el misterio del Padre y de su amor" (Gaudium et spes, 22): Dios se "comporta" así, Dios es así. Y del mismo modo desvela el ser divino la existencia humana de Quien, "humilde de corazón" (cfr. Mt 11, 29), se encamina a la total renuncia de la cruz. Dios es Amor, Dios es Humildad, Dios es Desprendimiento. Ese es su modo de ser, revelado por el Hijo. Como escribe san Josemaría en ECP, 109b: "Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad". Y así, según ese modo de ser, a imagen de Dios en Cristo, ha sido creado el hombre. La capacidad de desprendimiento de uno mismo, por amor a Dios y a los demás, forma parte esencial de nuestro ser a imagen, de nuestra condición creatural; y así, cuanto más nos damos, más somos nosotros mismos y más felices somos.

113b "Acordaos de que hay un sumando –Dios– del que nadie puede prescindir". Las palabras de san Josemaría traen a la memoria las que escribe san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?" (1Co 4, 7). En la aceptación de la realidad radical de haberlo recibido todo, comenzando por la propia existencia, se abre camino la comprensión del valor del desprendimiento de uno mismo para desarrollar una vida feliz.

114a "… hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos…". He aquí formulado el argumento de fondo de la homilía ("estar seriamente desprendidos"), con la fuerza que aporta el uso de ese adverbio ("seriamente": realmente, verdaderamente). Acompaña san Josemaría esa amonestación con un elenco de bienes que todos apreciamos y de los que deseamos disponer. Desasirse de ellos es, en efecto, desprenderse del propio yo. Pero la verdadera razón de ese desasimiento, lo que le otorga un sentido cristiano auténtico se halla en el comienzo del párrafo: "si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera". Desasimiento, pues, para identificarse con Cristo, para ser alter Christus. La enseñanza de san Josemaría sobre la virtud del desprendimiento es analizada en B.M. VILLEGAS, "Desprendimiento", en DSJ, pp. 320-325; cfr. BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 459-465.

114b "… alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa". Continúa el razonamiento del Autor en el mismo sentido, y de su mano entramos en una veta profunda de la vida interior. El desasimiento de uno mismo (el noble desinterés, la delicada indiferencia ante el beneficio propio), en razón del servicio a Dios y a los demás por Dios, es a la vez camino de asimiento (aferramiento consciente, aprehensión deseada) a Dios, "que acaba en la posesión de Dios". Poseer a Dios significa aquí no solo "tenerlo en mí" por la gracia, sino ser consciente de esa tenencia y disfrutarla. "Habere Deum est haberi a Deo" dirá san Buenaventura (Breviloquium, V, 1), y santo Tomás de Aquino afirmará que, por el Espíritu Santo, no solo está Dios en nosotros, sino nosotros en Dios (cfr. Contra Gentes, IV, 21).

114c vida, la 1ª ed. ] vida la últ redac || desprendidos 1ª ed. ] desprendido últ redac
"Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar enteramente libre de apegamientos". El corazón humano de Jesucristo, enteramente entregado al amor del Padre y al cumplimiento de su voluntad, está por completo desligado de todo afecto desordenado a los bienes creados. Los apegamientos son precisamente eso: afectos desordenados, búsqueda de la propia complacencia en bienes superfluos (una persona, un lugar, un alimento, un pensamiento, etc.), queridos no tanto en sí mismos sino en cuanto satisfacen el propio yo; en esa misma medida conducen al egoísmo y enfrían la caridad. Si no se combaten, luchando en su contra, y se dejan persistir, enfangan el corazón y dificultan la práctica de la vida cristiana como seguimiento e imitación de Cristo.

115a "Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo". La idea expuesta conecta con lo que el Autor escribió en Camino, n. 170: "¡Qué claro el camino!… ¡Qué patentes los obstáculos!… ¡Qué buenas armas para vencerlos!… –Y, sin embargo, ¡cuántas desviaciones y cuántos tropiezos! ¿Verdad? / –Es el hilillo sutil –cadena: cadena de hierro forjado–, que tú y yo conocemos, y que no quieres romper, la causa que te aparta del camino y que te hace tropezar y aun caer. / –¿A qué esperas para cortarlo… y avanzar?". Sobre la historia de este punto y sus posibles raíces en la tradición espiritual, cfr. C ed. PR, in loco.

115b dónde 1ª ed. ] donde últ redac || Lc. IX, 58 1ª ed. ] Lc. IX, 50 últ redac
"Ese desprendimiento que el Maestro predicó, el que espera de todos los cristianos, comporta necesariamente también manifestaciones externas. Jesucristo coepit facere et docere: antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras". La alusión, al comienzo de la frase, de lo que Cristo espera de los cristianos, contiene una referencia implícita a Mt 16, 24: "Entonces les dijo Jesús a sus discípulos: –Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (cfr. Mc 8, 34; Lc 9, 23). San Josemaría gusta leer el pasaje de Hch 1, 1 ("coepit facere et docere", comenzó a hacer y a enseñar) del modo expresado en este párrafo: "antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras" (cfr. infra, 163a, así como ECP, 21b y 182b). Las acciones salvíficas de Jesús, las que dan testimonio del Padre, y a las que en tantas ocasiones Él mismo se refiere (cfr. supra, 110c), no solo acompañan a sus palabras sino que, en cierto modo, las anteceden.

116a "Se puede decir que nuestro Señor, cara a la misión recibida del Padre, vive al día". La locución verbal "vivir al día", habitual en la lengua castellana, se utiliza para expresar el ir adelante a diario, no obstante la carencia de medios, adecuándose a las circunstancias. San Josemaría la utiliza aquí para realzar el señorío de Cristo –el total desasimiento de sí mismo y la confianza en su Padre Dios–, y para fomentar la imitación de esa misma actitud en la vida de los hijos de Dios. Lo confirman los párrafos sucesivos.

116b "Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro". La expresividad del lenguaje utilizado por el Autor ("confidencia de amigo, de sacerdote, de padre", de todo cuanto es: confidencia con todo su ser), pone de manifiesto la fuerza de convicción con que san Josemaría acude, una y otra vez –no lo subrayaremos nunca suficientemente– a esa gran fuente de esperanza y de lucha que para él representa, por singular don de Dios, el sentido de la filiación divina. Con la misma intensidad con que lo vive, también lo transmite ("querría grabar a fuego en vuestras mentes…").

117a haya 1ª ed. ] hay últ redac
"Permitidme que, una vez más, os manifieste una partecica de mi experiencia personal". Habla el Autor desde su propia experiencia de fundador, desde la realidad de su vida enteramente dedicada a la realización de la misión recibida. Los pasajes de contenido autobiográfico de san Josemaría, siempre plenamente identificado con su misión, son importantes para calar no solo en los rasgos de su personalidad, sino también en los elementos centrales de su enseñanza y de su acción fundacional. En ese sentido, los párrafos que siguen (117b-e) –y análogamente otros de este volumen– proporcionan abundante luz para adentrarse en un trazo esencial de la vida del fundador y del espíritu del Opus Dei, como es el desprendimiento de los bienes materiales, imprescindibles al mismo tiempo para llevar a cabo las iniciativas apostólicas.
"… un pobre instrumento –sordo e inepto– que el Señor ha utilizado para que se compruebe, con más evidencia, que Él escribe perfectamente con la pata de una mesa". Son expresiones autobiográficas muy conocidas del fundador, que las usó en diversas ocasiones para poner de relieve la inspiración divina de la Obra. He aquí dos ejemplos: "La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre (…). Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho" (Instrucción, 19-III-1934, nn. 6-7; el subrayado es del fundador). "Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso" (Notas recogidas de una meditación del 2-X-1962: En diálogo con el Señor, AGP, P09, p. 59; cfr. edición crítico-histórica preparada por L. Cano y F. Castells, Madrid, Rialp, 2017, p. 176).

117b "… lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos". Parecen evocar estas palabras las que escribe el Apóstol Juan al dar su testimonio sobre Cristo: "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos" (1Jn 1, 1). Al poner san Josemaría en primer plano su experiencia (y su testimonio veraz), para hablar de un tema esencial del espíritu del Opus Dei, y para cuantos lo viven, como es el desprendimiento de sí y de los bienes materiales, quiere traspasar a su enseñanza la intensidad con que esa cuestión, por querer de Dios, estaba grabada en su alma; algo semejante podría decirse, quizás más limitadamente, respecto de otros aspectos de su espíritu: el tema "pobreza" es esencial.

117c [tb/m540414]: "De tal manera he amado la virtud de la pobreza que, desde el primer momento, no quise manejar ningún dinero en la Obra. Sentía verdadera repugnancia: en cuanto recibía algo, enseguida lo entregaba al encargado de las cosas económicas. Vosotros sí tenéis que utilizarlo, pero estando desprendidos".

117e [tb/m540414]: "A lo largo de estos veintiséis años, muchas veces me he encontrado sin nada. Nos faltaba hasta lo más necesario, lo indispensable, y no teníamos posibilidad humana de adquirirlo. No había por delante más que un horizonte cerrado, oscuro. Pero nunca nos faltó alegría. Estábamos seguros de que Dios proveería, porque trabajábamos para Él. (…) Bien saben de esto algunos de los primeros, que ahora se encuentran diseminados por el mundo; trozos de mi corazón, que tuvieron que soportar abundantes privaciones. A veces podíamos hacer una sola comida al día, pero amábamos a Dios y sabíamos que, buscando el Reino de Dios y su justicia, todo lo demás se nos daría por añadidura".
"… os puedo asegurar que ninguna iniciativa apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales". Junto con ser un testimonio explícito del fundador, ante el que cualquier otro estaría de más, esa afirmación encierra un dato de experiencia que puede ser documentado. Pero, además, leídas desde la mente del fundador y con la mirada puesta –como él también haría– en las necesidades de las almas, esas palabras constituyen de por sí, para los miembros del Opus Dei, un recordatorio del buen espíritu. A la vista de su final (Dios es un "buen pagador"), son también iluminantes para quienes –por disponer de medios– son requeridos a colaborar económicamente en el desarrollo de las obras apostólicas.

118a "Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo…". En el plano de la persona y su libertad, que es también el de la rectitud de conciencia y la responsabilidad moral, el único señorío que cuenta o que merece ese nombre –insiste san Josemaría– es el del desprendimiento de uno mismo, a imagen de Cristo, con mentalidad de servicio. Tal desasimiento personal, es decir, la práctica de la virtud de la pobreza, no excluye el disponer de medios económicos –los propios, mayores o menores, de cada situación personal en medio de la sociedad– y usarlos con libertad, al servicio del bien de la familia, de la Iglesia y de la sociedad. Lo que la virtud y la recta conciencia descartan es convertir los medios en fines, contraviniendo su naturaleza y la nuestra, transgrediendo, en fin, el orden de la creación y de la redención.

118b "… pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador". Hace hincapié el Autor en que el orden de la creación –la existencia de las criaturas, y en especial la del hombre (única hecha a imagen de Dios); la solidaridad de unas con otras; la ordenación de los medios a los fines; etc.–, ha sido "sabiamente dispuesto por el Creador". Es decir, no arbitrariamente, no caprichosamente. La idea de creación, o mejor dicho, la verdad de la creación –esencial para la "estructuración" de una cabeza cristiana–, es inseparable de la imagen de Dios Creador y Padre, que actúa por puro Amor y para nuestro bien. El entero mundo creatural –todo lo que existe o ha de existir– está regido por la ley de la verdad de lo que cada criatura es, ley que a su vez es pura consecuencia de la ley del amor con que Dios actúa. Quebrantar el orden de la creación –solo la criatura humana, dotada de racionalidad y de libertad, puede hacerlo–, trastocando la ordenación de los medios a los fines, y manipulando a conveniencia propia la ley divina del amor y la verdad, conduce irremediablemente al atropello de la razón y a la pérdida del señorío sobre sí mismo. El rechazo de la verdad convierte al hombre en esclavo de la sinrazón. Y ahí, en ese desorden de la razón, no se puede encontrar a Dios.

119 "No te estoy llevando hacia una dejación en el cumplimiento de tus deberes o en la exigencia de tus derechos (…). Si en algún momento experimentas en tu carne el peso de la indigencia, no te entristezcas ni te rebeles (…). Y mientras luchas, acuérdate además de que omnia in bonum!, todo –también la escasez, la pobreza– coopera al bien de los que aman al Señor". Reúne el Autor, en sucesión, tres importantes ideas sobre el sentido cristiano de la pobreza o del desprendimiento del cristiano corriente, que no es preciso comentar sino, simplemente, subrayar: a) no consiste, ni puede confundirse, con la dejación o abdicación de los propios derechos y deberes; b) en cuanto que es algo querido o aceptado para seguir de cerca a Cristo, no es tampoco fuente de tristeza; c) y, en fin, puesto que la Providencia divina lo quiere o lo permite, es también algo que contribuye al bien temporal y eterno de la persona.

120 "Somos nosotros hombres de la calle, cristianos corrientes, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, y el Señor nos quiere santos, apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo profesional, es decir, santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y ayudando a que los demás se santifiquen con esa tarea". La extensión de la frase transcrita, para destacar –en su unidad– la importancia de esa doctrina en la enseñanza de san Josemaría, no obsta para descomponerla en varias: a) "hombres de la calle, cristianos corrientes, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad": este es el sujeto al que se dirige el Autor apelando a su práctica de la pobreza allí donde se desenvuelve su existencia, como normal ciudadano y discípulo de Cristo; b) "el Señor nos quiere santos, apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo profesional": la vocación y misión de cristianos, recibidas y aceptadas por esas personas, inhieren en todo su ser, y llenan de nuevo sentido el conocimiento de sí mismos y el desarrollo de su actividad diaria; c) "santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y ayudando a que los demás se santifiquen con esa tarea": el trabajo de cada día adquiere entonces, ante sus ojos, la cualidad de ser el propio ámbito de imitación e identificación con Cristo, a través del ejercicio de las virtudes.

121a "Al comportarnos con normalidad –como nuestros iguales– y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre". De nuevo la esencial luz de fondo: la que procede, desbordante de claridad, de la cotidiana normalidad del Hijo de Dios hecho hombre, como uno más entre los demás. San Josemaría está siempre reclamando la atención sobre el realismo de la Encarnación del Verbo, sobre el fulgor de su verdadera humanidad, revelación del amor de Dios y de la condición del hombre. La "norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más", no es una opción de comportamiento, sino manifestación auténtica de quien ha querido hacerse hombre, por amor nuestro, y para enseñarnos quiénes somos nosotros.

121b "Así hemos de desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor". Adecuada y elocuente descripción de un modo de ser y de estar en la Iglesia y en la sociedad –el propio de los miembros del Opus Dei: varones, mujeres, solteros, casados, sacerdotes, jóvenes o ancianos, …–, al servicio de la obra redentora, con la plena secularidad de quien ama al mundo como lugar propio, y, al mismo tiempo, con total identificación con la llamada a la santidad y la tarea evangelizadora, allí donde cada uno está. En síntesis: "como nuestro Señor". Quien capta el sentido de esta analogía entiende a fondo el espíritu de san Josemaría.

122a [tb/m540414]: "Vestimos como los demás: los sacerdotes, como los otros sacerdotes seculares; los laicos, como sus colegas de profesión, como las personas de su misma condición social. Un catedrático no puede ir con un saco y un cordel. Llevará su toga cuando tenga que llevarla: y si tiene que ir de etiqueta, va de etiqueta; y si hay que ponerse condecoraciones, se las pone. (…) El Señor quiere que vayamos siempre correctos, (…) mejor pecar por carta de más que por carta de menos, pero sin ser amanerados (…). De la misma manera que atraemos por nuestro tono austero de vida, o por la calidad de nuestro trabajo profesional, podemos también ganar amigos por nuestra corrección en el vestir".
"El desprendimiento que predico, después de mirar a nuestro Modelo, es señorío…". Todo en este párrafo debe entenderse como una descripción muy expresiva de la conjunción e inseparabilidad, en el espíritu de san Josemaría, entre pobreza y secularidad. Encontramos de nuevo la noción de señorío (dominio de sí y discreto desasimiento) para describir la práctica de la virtud ("el desprendimiento que predico"), por parte del cristiano corriente ("de acuerdo con el tono de tu condición"); con naturalidad y, a la vez, por delicadeza con los demás, con finura ("es mejor que pequéis por carta de más que por carta de menos"); imitando la dignidad y el porte de Cristo, y a la vez mostrándole ("con el afán de dar una imagen auténtica y atractiva de la verdadera vida cristiana"); etc. La conclusión es clara y englobante: "Por lo tanto, tú y yo nos esforzaremos en estar despegados de los bienes y de las comodidades de la tierra, pero sin salidas de tono ni hacer cosas raras". En el párrafo sucesivo (122b) ofrece san Josemaría algunos criterios prácticos de ese espíritu.

123a segundo, 1ª ed. ] segundo últ redac
"Hace muchos años –más de veinticinco– iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local grande, que atendía un grupo de buenas señoras". El recuerdo se remonta a los años finales de la década de 1920, y se sitúa en Madrid, en el periodo (de 1927 a 1931) en que san Josemaría desempeñaba el cargo de capellán primero en el Patronato de Enfermos, obra benéfica de las Damas Apostólicas fundadas por Dª Luz Casanova. Entre las diversas actividades que desarrollaba el Patronato a favor de pobres y necesitados, se contaban diversos "Comedores de Caridad". El texto que anotamos alude seguramente al comedor situado en la planta baja del edificio del Patronato, en la calle Santa Engracia de Madrid (cfr. VdP, 1, pp. 274-275).

123b "Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, Grande de España…". La persona mencionada es Dª María Francisca Messía Eraso de Aranda e Infante, XII Condesa de Humanes (Úbeda, 16-IX-1869 - 23-VII-1936). Hay constancia de que san Josemaría la trató a partir de 1932; en alguna ocasión celebró Misa en el oratorio que la Condesa tenía en su casa. Se quedó ciega cuando tenía unos cuarenta años de edad. Como señala el texto que anotamos, era una persona muy generosa con los demás. Además de ayudar a pobres y menesterosos, contribuía también a costear los estudios de muchos sacerdotes. Poco antes de morir hizo llegar una cierta cantidad de dinero destinada a la residencia de estudiantes, que san Josemaría había establecido en la calle Ferraz de Madrid. Cfr. P. CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, Madrid, Rialp, 1994 (cap. 5, "Primeros pasos. Los primeros cooperadores del Opus Dei"); J.L. GONZÁLEZ GULLÓN, DYA. La Academia y Residencia en la historia del Opus Dei, 1933-1939, Madrid, Rialp, 2016, pp. 148, 157, 296, 320-321, 376-377, 505, 512.

123c comodidad…; 1ª ed. ] comodidad… últ redac
"Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo…". Es el espíritu de la primera bienaventuranza, que Jesús practicaba y enseñaba a practicar. San Josemaría brinda en este párrafo unos criterios prácticos de ejercicio de la virtud en la vida corriente, que al mismo tiempo son líneas de orientación espiritual y de formación de la conciencia.

124a "Dentro de este marco del desprendimiento total que el Señor nos pide, os señalaré otro punto de particular importancia: la salud". Dedica el Autor todo el número 124 a una faceta –que califica "de particular importancia"– de la práctica del desapego de uno mismo, como es el desprendimiento respecto de la propia salud, bien siempre deseado y, a la vez, efímero. Es un confín de la vida virtuosa, en el que se entrecruzan el desasimiento y la humildad, con la fortaleza y la esperanza. El consejo de san Josemaría, para "sobrellevar con garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura" (124c), es el de estar preparados, principalmente con el ejercicio de las pequeñas mortificaciones (privación o renuncia de lo que apetece, aceptación sin queja de las carencias, conformidad con la ordinaria dificultad, etc.), para cuando llegue esa situación, que siempre, y repetidamente, ha de llegar. La amable atención a los enfermos que tenemos cerca es también una buena escuela de virtud.

125b [tb/m540414]: "Yo, siempre que me he sentido apegado a algo, he procurado inmediatamente que otro utilizase aquel objeto. Una vez, por ejemplo, noté que me estaba apegando a unas estampas que usaba como señales en el breviario. Me gustaban mucho. Entonces las sustituí por unas tiras de papel blanco, en las que escribí: Ure igne Sancti Spiritus! También las tuve que retirar".
"Al descender a estos consejos, no me baso en situaciones extrañas, anormales o complicadas". Los consejos y criterios prácticos que estamos leyendo tienen la finalidad de ayudar a descubrir ocasiones de progresar, por amor a Cristo y para asemejarse más a Él, en la virtud del desprendimiento de uno mismo, sin salir de las habituales circunstancias de la vida. Alude san Josemaría a situaciones ordinarias, a la común experiencia del propio yo que todos tenemos: es ahí donde, queriendo, se puede plantear la pequeña batalla que fortalece la renuncia al propio gusto, a la propia comodidad, o, como se lee en este párrafo, a los pequeños apegamientos en los que solemos incurrir, y que se pueden vencer poniendo sencillos remedios, como se indica en el párrafo sucesivo. Cfr. también, a este respecto, lo ya indicado en 114c.

125d [tb/m540414]: "Pero tengo un apegamiento del que no deseo desprenderme: el cariño que os tengo a cada uno. Tuve en su momento mis luchas, mis dudas; pensaba: ¿no querré demasiado a estos hijos? Pero el Señor me hizo entender que estaba bien: porque os quiero en Él y por Él".

126a cabellos, 1ª ed. ] cabellos; últ redac

126b "El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos…". El argumento principal de la presente homilía ha sido el desprendimiento de uno mismo, para seguir a Cristo de cerca, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para librarnos de nuestra pobreza (cfr. 2Co 8, 9). Alude ahora el Autor, como de paso –lo tratará en otra de las homilías–, a la relación entre el desprendimiento personal, la caridad y la justicia, que desemboca consecuentemente en el amor de predilección por los pobres y en la lucha contra la pobreza.

 «    Tras los pasos del Señor    » 

127a [tb/m550403]: "Jesús en el Evangelio dice cuál es nuestro camino. Lo dice a todos los cristianos, lo dice especialmente a las almas entregadas a Dios, a vosotras y a mí".
"… especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y yo, le hemos dicho que…". La frase que escribe el Autor es, como en tantas otras ocasiones, un eco directo de la meditación, que está en la base de la homilía. Lo muestra la referencia recién transcrita de m550403. Entonces, en 1955, predicaba a un grupo de mujeres del Opus Dei; ahora, está dirigiéndose a cualesquiera personas cristianas, principalmente de condición secular, lectores del libro e interesados en conocer su enseñanza. Aunque hayan cambiado los destinatarios, se mantiene sustancialmente la característica espiritual de fondo de todos (su condición de cristianos; su vocación cristiana como gusta decir san Josemaría); y, situándose en ese nivel básico, compartido por todos, las ideas de entonces –con matices de vocabulario– valen para ahora.
"… que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos…". La fórmula "tomar en serio" a Dios, la fe, la vocación, etc., no es infrecuente en los textos de san Josemaría. Su sentido es siempre el mismo, y puede expresarse como la decisión de asumir, responsable y decididamente, el compromiso personal con la fe, y ponerlo en práctica en todas las circunstancias; es decir, convertir la fe en fundamento de la vida personal: vivir de fe. Además de aquí, se encuentran formulaciones idénticas o muy semejantes, en diversos pasajes de sus obras; por ejemplo, en estos: ECP, 1c ("empeñarte seriamente en seguir a Cristo"); 15b ("seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios"); 32b ("la ansiedad de tomarnos a Dios en serio"); 33b ("la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe"); 97a ("tomar en serio la fe que profesamos"); 129d ("tomar en serio nuestra fe cristiana"); C, 364 ("¡Ah, si te propusieras servir a Dios ‘seriamente’, con el mismo empeño que pones en servir tu ambición, tus vanidades, tu sensualidad!…"); S, 612 ("Cuando trabajes en serio por el Señor…"); 650 ("¡A ver cuándo te enteras de que tu único camino posible es buscar seriamente la santidad! / Decídete –no te ofendas– a tomar en serio a Dios"…); F, 575 ("tomarnos en serio la fe que profesamos"); etc.

127b "Ahora, al comenzar este rato de oración junto al Sagrario, pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente". Un nuevo testimonio de la meditación primitiva, que está sirviendo de base. En sus predicaciones, que para san Josemaría eran también siempre momentos de oración personal, solía dirigirse a Cristo –realmente presente en el Sagrario– cuando tenían lugar, como era lo habitual, en un oratorio donde estuviese reservado el Santísimo Sacramento; alentaba a los asistentes a proceder del mismo modo, en silencio, desde el interior de su alma. Las palabras que anotamos sirven de ejemplo; otros semejantes pueden encontrarse en este mismo volumen (cfr. 64a; 133b; 143a; 249a). "Para mí –escribe en ECP, 154c– el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro". En el pasaje que anotamos, sugiere dirigirse al Señor con las palabras de "aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam!". Todo conocedor de la biografía de san Josemaría sabe que para él estaban cargadas de un significado personal, hondo y entrañable: son las mismas que repitió tenazmente, durante muchos años, mientras esperaba que llegase la luz definitiva sobre la misión que Dios le hacía barruntar desde que era un muchacho.

128a [tb/m550403]: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón… Hemos de aprender de Él. Él es nuestro único modelo. Hemos de pisar donde Él pisó, hemos de identificarnos con Jesucristo, hemos de procurar ser otros cristos…".
"… en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres". En estas dos líneas se resume el hermoso párrafo 128a, ya de por sí breve. En realidad, esas pocas palabras encierran mucho más, pues, en su concisión, enuncian una idea que en la doctrina espiritual de san Josemaría se puede calificar de estructural: un verdadero principio arquitectónico, manifestado de modo constante, con múltiples matices, en sus escritos y en sus palabras, e inalterablemente evocado. Me refiero a su enseñanza sobre el significado de ser cristiano, en cuanto llamado a identificarse con Cristo (con sus sentimientos, con sus palabras, con sus intenciones), esto es, a llegar a ser de manera consciente y libre, con fe y con obras, y cooperando con la gracia, lo que ya se es desde la recepción del Bautismo: alter Christus (otro Cristo). Esta doctrina, provista de fuertes raíces bíblicas y patrísticas, constituye un permanente punto de referencia –una auténtica clave de fondo– del pensamiento y el lenguaje teológico-espiritual de san Josemaría. La intensidad de su contemplación del misterio de Cristo –su singular cristocentrismo, dotado de rasgos propios, cuyo desvelamiento es, en cierto modo, el objetivo de estas anotaciones–, proyecta una penetrante luz sobre la figura del segundo protagonista de estos escritos: el cristiano-alter Christus, partícipe en el Espíritu Santo del ser y la misión del Verbo Encarnado, y por eso capaz de ofrecer, en medio de la sociedad, un testimonio actual y eficiente del Evangelio. En ese sentido, con san Josemaría, el alter Christus merece ser denominado ipse Christus, pues por medio de él Cristo sigue pasando eficazmente entre los hombres. Sobre estas cuestiones existe una bibliografía abundante, que hemos recogido, en parte, en una anotación al n. 6, perteneciente a la homilía La grandeza de la vida corriente. La cuestión es también abordada en distintos momentos en las ediciones crítico-históricas de Camino y de Es Cristo que pasa (cfr. C ed. PR y ECP ed. AA, passim).

128b [tb/m550403]: "… y Él ha dicho: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. El camino de Dios –no os engañéis– es camino de mortificación, de renuncia, de entrega".
"El camino de Dios es de renuncia, de mortificación, de entrega, pero no de tristeza o de apocamiento". Estas palabras, apoyadas en el texto de Mt 16, 24, recuerdan en su primera parte una admonición muy conocida de Jesús, que quizás alguien, con poca formación cristiana, podría interpretar en un sentido puramente negativo. A veces, por desgracia, también entre los creyentes, se advierte una visión reductiva y triste de la cruz, y del "tomar cada uno cada día la cruz" (cfr. Lc 9, 23), para seguir a Cristo; la "cruz cotidiana" vendría a entenderse, en esos casos, como un "martirio" cotidiano: algo que produce rechazo. Es esa una comprensión muy limitada, más aún, muy deficiente del misterio de la cruz del Señor, o, con palabras de san Josemaría, del "camino de Dios", que es justamente el que Cristo ha recorrido y al que llama a los suyos. En el seno del cristianismo late un significado teológico de la cruz del Señor, del que la frase que comentamos da testimonio. En esa teología de la cruz, junto al dolor, la renuncia y el sufrimiento, inconmensurables, que sobre Cristo recaen, se contemplan otras realidades que, sin cancelarla, transforman la inmensa adversidad soportada por Él hasta su muerte, en victoria, en alegría, en exaltación: tornan, por así decir, en trono de gloria el madero de la cruz. La principal de esas realidades transformadoras, y en realidad la única, pues en ella se contienen todas, es el amor de Cristo a su Padre y a los hombres, sus hermanos: el Hijo hecho hombre ha asumido la muerte –como asumió la existencia terrena–, por amor, para cumplir la Voluntad del Padre y reabrir para nosotros la vía de la salvación. El camino de renuncia y de entrega del Maestro, el mismo que voluntariamente deben recorrer sus discípulos, no es camino "de tristeza o de apocamiento", por ser camino de amor, filial y fraterno. Lo va a destacar san Josemaría en los párrafos siguientes: en el misterio de la cruz se encierra la "alegría de salvar a la humanidad entera" (128c); la cruz es "holocausto por amor" (129a); …

129a [tb/m550403]: "No puedes llevar una vida aburguesada, cómoda, disipada, perdóname la palabra: ¡tonta!".

129b [tb/m550403]: "Es necesario que sepas llevar voluntariamente la cruz, porque si no dirás con la lengua que sigues a Cristo y con los hechos lo niegas. Tú no eres de Cristo, ni quieres a Cristo (…), si no sabes privarte voluntariamente de tantas cosas al cabo del día, sabiendo poner la sal, la gracia de la mortificación en tu vida. Y no te creas desgraciada por eso. Serás desgraciada si no sabes negarte a ti misma y tomar tu cruz muchas veces".
"No debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de la mortificación". La idea resume todo lo que el Autor viene diciendo. Con la elocuente referencia a condimentar la jornada "con la gracia y la sal de la mortificación", se descubre una resonancia de "la cruz de cada día", a la que convoca Cristo a los suyos. San Josemaría nos recuerda que, en la normalidad de la vida cotidiana, la mortificación frecuente en cosas pequeñas es nota distintiva del seguimiento de Cristo: es la sal que da sabor de autenticidad a la existencia cristiana. En ECP, 9e, ha escrito: "La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día–, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos". Podrán venir, si Dios lo permite, experiencias más intensas de la cruz, pero en lo ordinario Cristo nos convoca a "convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual" (ibid., 50c).

130a [tb/m550403]: "Recuerdo, y seguramente lo he recordado con vosotras otras veces, aquello que cuenta un escritor del Siglo de Oro, que ve en un sueño tres caminos. Un camino ancho y carretero, llano, que a derecha y a izquierda está sembrado de flores. Por allí van las gentes en carrozas, entre risas y músicas –risas locas–, llenas las muchedumbres de una aparente satisfacción, porque ese camino, al final, acaba en un abismo sin fondo. Es el camino de los mundanos. Fingen una alegría que no tienen, buscan toda clase de comodidades, niegan a su vida la gracia y la sal de la mortificación, no quieren la cruz de Cristo. Y el final viene muy pronto para todos: es un abismo lleno de horrores, el infierno".
"Recuerdo ahora –seguramente alguno de vosotros me habrá oído ya este mismo comentario en otras meditaciones– aquel sueño de un escritor del siglo de oro castellano". El escritor mencionado es Francisco de Quevedo (1580-1645), y la obra implícitamente citada es Los sueños, y en concreto, El sueño del infierno, escrito en 1608, y también denominado, en la edición corregida de 1631, Las zahúrdas de Plutón (para ahondar en esta obra se puede consultar la edición preparada por I. Arellano, Los sueños, Madrid, Cátedra, 1991). Como sugiere san Josemaría, en su predicación aludió en diversas ocasiones a ese "sueño", quizás porque el contenido global de la narración –dejando de lado su intención satírica– es, de algún modo, acomodable a la descripción de los preámbulos de la lucha ascética cristiana. Hemos podido constatar dicho uso en diversos textos autógrafos. Por ejemplo, en un guion de meditación para un retiro mensual de mujeres, de enero de 1935 (AGP, A.3, 186-2-4), cuya conclusión será: "decidíos por el camino real de la Santa Cruz". También en otro guion para una plática espiritual, de noviembre de 1935 (AGP, A.3, 168-2-27; cuartilla autógrafa, a tinta negra), en el que se leen estas frases sintéticas: "Petición. Ver a Cristo con los maderos de la Cruz, al hombro… –Si no llevamos la Cruz como Él… –Obras generosas y obras remisas. –La enfermedad, la pobreza, contrariedades y desprecios, el carácter nuestro y el de los demás… –Un literato famoso de nuestra lengua… finge un sueño… (Quevedo, los tres caminos). –Amad la cruz, gozo y paz. –No queráis llevarla de mala gana… (…) No hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna. ¡Hoy me has dado tu Cruz y tus espinas, hoy veo que me quieres!. –Llevadla, pero en el corazón, para ser uno de aquellos siervos, qui ambulant coram te in toto corde (3 Reg 8, 23). –¡Obras! –¡Viva la Cruz! Mihi absit gloriari nisi in Cruce Dni. N. Jesuschristi (Galat. VI, 14)". También parte de esa idea en un guion de meditación (titulado "Fin de curso"), fechado a 21 de mayo de 1936. Como estos, hay otros ejemplos análogos.
"Delante de él se abren dos caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados". "Veo –escribe Quevedo en su ‘sueño’–, cosa digna de admiración, dos sendas que nacían de un mismo lugar, y una se iba apartando de la otra como que huyesen de acompañarse". Esa bifurcación de caminos, con un sentido análogo al que le da Quevedo, no es infrecuente en la literatura clásica (cfr. p. 172, nt. 11, de la edición de Arellano). Pero sobre todo –y eso es probablemente lo que tiene presente san Josemaría– tiene un precedente en el texto de Mt 7, 13-14: "Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!". La primera senda que describe Quevedo es "la de la mano derecha, tan angosta que no admite encarecimiento": la senda del bien; y más tarde, relata lo que ve en el camino antagónico, la senda de "la mano izquierda", repleta de carrozas, "humanas hermosuras, y gran cantidad de galas y libreas", donde todo "eran bailes y fiestas, juegos y saraos". San Josemaría, como se advierte en el párrafo que comentamos, invierte el orden, y alude en primer lugar al segundo camino, que en parte describe siguiendo el relato "quevediano", para acabar llegando al punto que quiere subrayar: el significado profundo de la existencia cristiana como seguimiento fiel de Cristo, tomando sobre sí la propia cruz. Es lo contrario de lo que sucede en la senda descrita, que es la de los que "no quieren saber nada de la Cruz de Cristo, (…); esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad", e indiferentes a la advertencia del Señor: "quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará" (Mt 16, 25).

130b [tb/m550403]: "Y vio un segundo camino: cuesta arriba, estrecho, en zigzag, sembrado da espinas. Y por allí iba la gente con rostro tranquilo, sereno. Sobre los hombros una cruz. Pisando aquellas espinas del sendero y, cada vez que se herían florecía una rosa. El camino terminaba en un vergel, la felicidad para siempre: el Cielo. Es el camino de las almas santas que saben fastidiarse, sacrificarse por los demás por amor de Jesucristo, que no tienen miedo de ir cuesta arriba y abrazar amorosamente su cruz. Y saben que si caen se pueden levantar".
"Por dirección distinta, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado (…), el camino de las almas santas (…), la ruta de los que no temen ir cuesta arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese". Senda tan angosta, escribe Quevedo, "que no admite encarecimiento (…) llena de abrojos y asperezas y malos pasos. (…) Pero noté que ninguno de los que iban por aquí miraba atrás, sino todos adelante". Como en el caso anterior, también ahora encamina san Josemaría la descripción de este camino del bien y de la virtud hacia su sentido cristiano: el de una existencia de caminantes que, en seguimiento de Cristo, "se sacrifican gustosamente", con un sentido positivo y alegre de la cruz, y con la esperanza puesta en el premio eterno.

131a [tb/m550403]: "Caer, ¿qué importa, si te levantas?".
"No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez". Todo cristiano con cierta formación espiritual, y conocimiento, aunque no sea muy extenso, de la historia de la Iglesia, sabe que en la vida de los santos –llena de acontecimientos admirables– no faltan momentos, que ellos en su humildad engrandecen, de algún error, de arrepentimiento, de dolor. Los santos, hombres como los demás, no han nacido impecables, sino que han debido luchar con fe y con denuedo para evitar apartarse del amor de Dios. Son conscientes de su debilidad, y no dejan de manifestar su necesidad de luchar; un ejemplo excelente es el ofrecido por san Pablo en la Carta a los Romanos al describir su lucha interior contra "la ley del pecado" (cfr. Rm 7, 14-25). La "ley de la santidad", por llamarla así, es justamente la de la lucha espiritual, la del humilde "comenzar y recomenzar" –como repite san Josemaría– una vez y otra, cuantas sean necesarias: la ley de la "santa tozudez".

131b [tb/m550403]: "Sé humilde. Aprende de Aquél que ha dicho: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Sé humilde, pide ayuda al Señor y a su Madre. Y con serenidad, tranquila, abraza de nuevo tu cruz y di: Señor, con tu gracia, adelante, fiel, sin miedo a la cuesta arriba, al zigzag del camino, ni a las espinas de que está sembrado; y luego es la felicidad eterna, y luego es la alegría y el amor por los siglos infinitos".
"Me consta que me asiste tu misericordia, y que al final hallaré la felicidad eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos". El camino de la virtud y de la santa cruz, el de los imitadores fieles de Jesucristo, es el de la plena confianza en la misericordia divina, es decir, el camino de la esperanza sobrenatural. Este es, en realidad, el argumento de fondo del pasaje que ahora estamos considerando; lo estudiaremos más atentamente cuando, siguiendo el orden del libro, lleguemos a la homilía La esperanza del cristiano. A esta pertenece, por ejemplo, el siguiente pasaje: "Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Prov 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor. Una vez más viene el Señor a nuestro encuentro, con esa advertencia divina, para hablarnos de su misericordia, de su ternura, de su clemencia, que nunca se acaban. Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos" (215a).

131c [tb/m550403]: "Y veía un tercer camino. También estrecho y sembrado de espinas, en cuesta tan empinada como la del segundo camino, y la gente lleva su cruz. (…) Con su cruz van andando y, sin embargo, el final de ese tercer camino es aquel final horrible del primero: el abismo sin fondo, porque en ese tercer camino andan los hipócritas, los que no tienen rectitud de intención, los que no aman a Jesucristo, los que no hacen las cosas por Él".
"Es el camino que recorren los hipócritas, los que carecen de rectitud de intención, los que se mueven por un falso celo, los que pervierten las obras divinas al mezclarlas con egoísmos temporales". Entre los dos caminos, comunicando uno con otro, ve también Quevedo en su sueño una senda "por donde iban muchos hombres de la misma suerte que los buenos, y desde lejos parecía que iban con ellos mismos", aunque no era esa la verdadera situación, pues "eran los hipócritas, gente en quien la penitencia, el ayuno, la mortificación, que en otros son mercancía del cielo, es noviciado del infierno". Esta senda de la hipocresía, reprobada con la máxima severidad por el Señor en el Evangelio (cfr. Mt 6, 2.5.16; Mt 7, 5; Mt 15, 7-8; Mt 23, 1ss.), es descrita aquí por san Josemaría como el camino de "los que carecen de rectitud de intención", los que no quieren cumplir la voluntad de Dios sino la suya propia. Al dotarnos de libertad, el Creador nos ha hecho capaces de establecer la finalidad, la intencionalidad, de nuestras acciones voluntarias, que serán buenas o malas según que coincidan o diverjan con la voluntad de Dios, único fundamento objetivo del ser, de la verdad y del bien. Propio de la criatura racional es, justamente eso, ser dueña de su deliberación y de la ordenación de su voluntad respecto a un determinado fin. La falsa apariencia de integridad en el obrar, la intencionalidad engañosa, el fingimiento exterior de un recto proceder, es la hipocresía: actitud de "los que pervierten las obras divinas al mezclarlas con egoísmos temporales". La falta de rectitud de intención, si se mantiene conscientemente, imposibilita el trato con Dios, que solo puede estar fundado en la verdad; si no es del todo querida, pues falta claridad en la conciencia, sí entorpece, mientras no se rectifique, la relación filial con Dios e impide el asentamiento de la vida interior. La lucha por obrar con intención recta –usual exhortación en la enseñanza de san Josemaría– es condición necesaria para seguir de cerca a Jesucristo, esto es, requisito básico de la santidad.

132a "Si os recuerdo estas verdades recias, es para invitaros a que examinéis atentamente los móviles que impulsan vuestra conducta, con el fin de rectificar lo que necesite rectificación". Da inicio el Autor a un nuevo apartado de su homilía, al que titula: "Con la mirada en la meta". No va a cambiar de argumento, sino que va a insistir en su invitación a la santidad, al seguimiento sincero de Cristo, participando amorosamente de su cruz al llevar cada día la nuestra, esto es, al querer cumplir en todo la voluntad de Dios. Y el primer hincapié, como no puede ser de otro modo viniendo de un maestro de vida espiritual, lo hace sobre la conveniencia de examinar con atención "los móviles que impulsan vuestra conducta, con el fin de rectificar lo que necesite rectificación". No hay mejor consejo, para quien desee conocerse mejor y conocer mejor a Dios, que acostumbrarse a hacer un examen de conciencia hondo, que ayuda a mantener la mirada en la meta: "a recomenzar, a reencontrar (…) la luz, el impulso de la primera conversión" (ECP, 58h).

132b [tb/m550403]: "Purificad la intención, haced las cosas por amor, por amor del Señor, abrazando con alegría vuestra cruz. Os lo he dicho mil veces; son ideas que deben estar muy metidas en nuestro corazón: cuando amamos la cruz, la contradicción, el dolor, y sabemos ofrecerlo al Señor en desagravio por nuestras miserias, en desagravio por las miserias de todos los hombres, yo os digo que, entonces, aquella cruz ya no pesa".
"Purificad la intención, ocupaos de todas las cosas por amor a Dios, abrazando con gozo la cruz de cada día. Lo he repetido miles de veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos". El texto que anotamos ofrece, en sus dos primeras líneas, una sucesión de ideas por la que no se puede pasar sin prestar atención. Al estar separadas por simples comas, y no romperse entre ellas la continuidad, podemos entender que, en el corazón de san Josemaría –donde de hecho estaban "esculpidas", como deseaba para los demás–, mantienen una intrínseca correspondencia. Podrían estar escritas así: "la pureza o rectitud de intención", significa y en realidad conduce a "hacer las cosas por amor a Dios", lo cual lleva consigo o se traduce en "abrazar con gozo cotidianamente la cruz", esto es, la voluntad de Dios. En el marco de la vida espiritual existe, pues, una consonancia profunda –que san Josemaría nos desvela, aunque cada uno lo tiene a su vez que descubrir personalmente– entre la rectitud de intención, el amor a Dios y la aceptación alegre y confiada de la cruz.

132c [tb/m550403]: "No es una cruz cualquiera. Y ser cireneo de Nuestro Señor, estar tan cerca de Él, llevar su cruz santa, para un alma enamorada no es un dolor, es una alegría".
"No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso". En el contexto de estos pasajes, descubrir la Cruz de Cristo significa descubrir a Cristo que toma su Cruz (contemplarle llevándola sobre sus hombros), y aprender de Él a portar la nuestra, uniéndola –con rectitud de intención– a la suya. En ese aprender de Cristo a llevar la cruz hay una primera lección fundamental, que san Josemaría ha asimilado y practicado bien, por lo que puede enseñarla con conocimiento, como se advierte en sus escritos. Y es esta: Cristo no solo lleva sino que abraza su Cruz (así lo leemos, por ejemplo, en el párrafo 28b de este libro, y en ECP, 96a, así como en VC, II Est.: "¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte!"). Llevar la nuestra con Él, unir nuestra cruz a la suya, significa, pues, no "arrastrarla" de cualquier modo, sino abrazarla con amor. Así, por ejemplo, en este libro, los párrafos 4a: "abrazados con amor a la cruz de cada día", y 131b: "abraza de nuevo la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé"; cfr. también ECP, 66d; VC, IX Est.). Y entonces, al abrazarla y unirla a la suya, no pesa ya nuestra cruz, pues Cristo "se encarga de soportar el peso": "No lleves la Cruz arrastrando… Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será… la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será… una Cruz, sin Cruz" (SR, misterio de dolor).

132d [tb/m550403]: "Este es el secreto de la felicidad de mis hijos en el Opus Dei: no tener miedo al dolor, tener espíritu de sacrificio, saber negarse".
"… respondo siempre con la misma explicación, porque no conozco otra: el fundamento de su felicidad consiste en…". Menciona san Josemaría la respuesta que suele dar cuando alguien le hace un comentario sobre la alegría de sus hijos. Como es evidente, el tenor de la respuesta se atiene al del comentario, pero va también más allá, pues en realidad está hablando de la alegría que todo discípulo sincero de Cristo debería tener y contagiar, obrando con rectitud y en conformidad con los dones que Dios le haya concedido. La explicación aportada por san Josemaría (porque no conoce otra), y esbozada aquí en cuatro puntos, acerca del "fundamento" de esa felicidad, es también ilustrativa del espíritu de lucha ascética cotidiana que transmite: a) no tener miedo a la vida ni a la muerte; b) no amilanarse ante la dificultad; c) habituarse al espíritu de sacrificio; d) empeñarse en hacer la vida agradable a los demás. Audacia, fortaleza, templanza, caridad, que desembocan en alegría.

133-137 "Como el latir del corazón". Esa fórmula sintetiza el contenido de los párrafos siguientes, dedicados a encarecer la necesidad e importancia del espíritu de mortificación –la lucha contra sí mismo, por amor a Dios– para seguir de cerca los pasos del Señor. Así como el latir del corazón es señal de que hay vida en el cuerpo, así también la abnegación de uno mismo por amor es signo de aliento vital en el alma cristiana. La elocuencia de la fórmula lleva a san Josemaría a utilizarla otras veces, con el mismo sentido, para hablar de la oración; cfr. infra, 247c; ECP 8e.

133a [tb/m550403]: "Tú vas examinando tu conducta. ¿No es verdad que muchas veces esas desazones que has sentido en tu vida, esas faltas de paz, obedecen a que no has sabido ser alma entregada, a que estabas andando por el tercer camino, a que te faltaba la rectitud de intención? Y con ese ropaje de alma entregada no querías aceptar tu propia negación y el sacrificio de tus pasiones y de tus malas inclinaciones".
"Mientras yo hablo, sé que vosotros, en la presencia de Dios, procuráis ir revisando vuestro comportamiento". Mantiene el Autor el estilo exhortativo o parenético propio de la meditación que está en el origen del texto, situada a su vez dentro de unos días de retiro espiritual. Quiere suscitar también en el ánimo del lector una actitud de examen, de íntima indagación sobre los móviles de actitudes personales, que quizás han podido dejar un poso de inquietud. San Josemaría está haciéndonos considerar –con palabras directas y aguzadas, que estimulan la conciencia– la obligada conjunción entre seguimiento sincero de Jesucristo y rectitud de intención. Como se lee en el párrafo siguiente (133b), quiere ayudar a cada uno a distinguir en su conducta "lo que va derechamente de lo que discurre por mal camino, para rectificar con su gracia".

133b [tb/m550403]: "Hija mía, en los Ejercicios, en estos días santos de retiro, la oración no la hace el sacerdote que viene –aun cuando el sacerdote sea tu Padre–, la oración la tienes que hacer tú. Yo te doy unos puntos para que tú estés activa, y para que los consideres por tu cuenta y los apliques a esa vida tuya, y con la gracia de Dios veas lo que anda bien y lo que anda menos bien".

133c [tb/m550403]: "Da gracias a Dios por aquellas cosas que has hecho con rectitud de intención (…), y después pídele perdón por las cosas que has hecho como alma que va por el camino de la hipocresía, y dile que no, que ya no quieres".

134a [tb/m550403]: "Es la hora de que acudas a tu Madre, a tu Madre bendita del cielo, para que te ayude, para que haga que su Hijo Jesús te mire con ojos de misericordia, y enseguida propósitos concretos. Este detalle que no va; es un detalle tonto te dirá la soberbia, la sensualidad o la falta de espíritu sobrenatural. Y yo te digo: no es un detalle tonto. El amor se demuestra en pequeñeces, y los sacrificios que nos pide el Señor, los más costosos, son siempre pequeños".
"Es la hora de que acudas a tu Madre bendita del Cielo, para que te acoja en sus brazos y te consiga de su Hijo una mirada de misericordia". De improviso, pues el argumento de fondo no ha variado, el discurso de san Josemaría dirige la atención hacia la Virgen. Parecería que, tras aconsejar a su interlocutor: "Sé audaz, sé generoso, y di que no: que ya no quieres defraudar más al Señor y a la humanidad" (133c), quiere también indicarle la vía más segura y rápida para lograrlo. Pero más que un consejo imprevisto, es una admonición espontánea y vibrante, pues todo en san Josemaría (su existencia personal, su espíritu fundacional, su doctrina ascética, …) está marcado por un profundo sentido mariano. Con la recomendación de acudir filialmente a María en busca de amparo, está en realidad mostrando cómo es su oración, pues solo quien actúa habitualmente así, aconseja también así.
"Ordinariamente, los sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y valiosos como el latir del corazón". Reaparece el título del apartado ("el latir del corazón"), y ahora viene acompañado de su propia clave hermenéutica: san Josemaría, aunque no los rechace, no está pensando en los grandes sacrificios, sino en los que, por ser pequeños (al alcance de cualquiera) y frecuentes (con cierta continuidad), son testimonio fehaciente de una vida espiritual activa.

134b [tb/m550403]: "Madres que hayan tenido que hacer un acto heroico, pocas; pero madres heroicas, más heroicas quizá –y sin quizá– (…), porque están continuamente negándose, sabiendo decir que no a su propia miseria para hacer feliz la vida de sus hijos, muchas".

135a "Fijaos a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena…". No es tanto una crítica a esos esfuerzos (de resultado, por otra parte, efímero) la que hace san Josemaría, cuanto una llamada a levantar el punto de mira. Si por amor a uno mismo, que es siempre de poco vuelo y aún de menor alcance, se puede llegar a tanto, ¡a cuánto más puede llegar quien, consciente del "inmenso amor de Dios" que espera correspondencia, se atreve humildemente a ofrecerla! Los grandes acontecimientos de la historia de la Iglesia, y por eso también de la Humanidad, son en realidad reconducibles a la historia de la santidad que los sostiene, es decir, al dinamismo de la caridad como heroico amor a Dios y a los demás por Dios.

135b "Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa solo en esos grandes ayunos y cilicios…". Desde que estas palabras fueron escritas por san Josemaría, hasta el momento en que se redacta esta anotación, ha pasado casi medio siglo. Con dolor hay que decir que la alteración del sentido cristiano de la penitencia, a la que aluden, no ha retrocedido sino que se ha agravado. "Mortificación" y "penitencia", como otros términos tradicionales del lenguaje cristiano (que responden, por cierto, a una comprensión del hombre fundada en el misterio de Cristo), más que vocablos con poco sentido son quizás vistos por algunos como un sinsentido: una cosa absurda e inexplicable. No es una actitud que responda simplemente a un cambio de parámetros culturales; es más bien un signo de pérdida de sustancia cristiana, que requiere que se promueva por parte de la Iglesia, como se viene haciendo desde san Juan Pablo II, una nueva evangelización.

136a "Me interesa que descubráis en toda su hondura esta sencillez del Maestro, que no hace alarde de su vida penitente, porque eso mismo te pide Él a ti". No hay mejor criterio para entender el significado de una vida penitente, sencilla y sin alarde, que el establecido por Jesucristo mismo en el pasaje evangélico citado. Al presentarlo san Josemaría como línea de explicación, nos está enseñando también un modo (el suyo) de contemplar la existencia terrena del Señor (la oculta y la pública), vivida en todo momento con la naturalidad del amor. Una naturalidad que consiste simplemente (136b) en saber dar, que siempre cuesta: en darse.

137a "Permitidme que os remache una y otra vez el camino que Dios espera que recorra cada uno, cuando nos llama a servirle en medio del mundo, para santificar y santificarnos a través de las ocupaciones ordinarias". Siempre que san Josemaría hace referencia, como en este párrafo, a la relación entre santidad y realidades corrientes, es conveniente prestar particular atención. No en vano ha sido denominado en la Iglesia "el santo de la vida ordinaria". En una anotación anterior (cfr. nt. 50a) hemos mencionado las referencias de san Juan Pablo II a esa denominación. Ahora las recogemos en su literalidad: "Asumió y enseñó a asumir este programa [difundir, entre todos los hombres y mujeres, la llamada a participar, en Cristo, de la dignidad de los hijos de Dios, viviendo solo para servirle] en medio de las ocupaciones normales de cada día, por lo que con razón se le puede llamar el santo de la vida ordinaria" (SAN JUAN PABLO II, Bula de canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002). "San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos" (ID., Discurso en la Audiencia a los asistentes a la canonización de san Josemaría Escrivá, 7-X-2002, n. 2).

137b "Nunca se ha reducido la vida cristiana a un entramado agobiante de obligaciones, que deja el alma sometida a una tensión exasperada". La vida religiosa del cristiano lleva aparejados determinados deberes, pero no consiste en un cumplimiento externo o puramente formal de obligaciones, sino en realizarlas por amor, pues son exigencias amorosas de Dios. En su conversación con la mujer samaritana enseña Jesús que: "Llega la hora, y es esta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca" (Jn 4, 23). Es este un aspecto clave de la revelación que Dios ha hecho de Sí mismo, y en consecuencia un punto fuerte de la fe religiosa y de la conciencia cristiana. Dios quiere habitar, y por su gracia habita, en el corazón purificado del hombre: es un Dios Amor, que espera correspondencia. El cumplimiento (obligado) de las normas y preceptos doctrinales y morales del cristianismo –leyes de amor que piden amor– nunca resultará agobiante para el que ama a Dios y confía en Él; sí, en cambio, podría serlo para quienes –por falta de formación o por deformación de la conciencia– las vieran como imposiciones externas.
"… un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén…". Cfr. lo señalado en la anotación correspondiente al n. 102a.

138a "… poner en todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin espectáculo…". Este es el espíritu de mortificación y penitencia en la vida ordinaria (en las cosas pequeñas de cada día), que enseña san Josemaría para ser vivido, como regla habitual, por el cristiano corriente, aunque, como es lógico –y algo más adelante lo dirá– no excluyera la oportunidad de penitencias mayores, con el consejo del director espiritual. Lo denominaba en ocasiones –y ponía a la Virgen como Maestra, cfr., por ejemplo, ECP, 172; C, 185 y 509– "sacrificio escondido y silencioso". El ejemplo aducido (la lamparilla que se consume junto al Sagrario) es de por sí elocuente.

138b-g "Penitencia es…". Aporta el Autor catorce ejemplos –tan expresivos como persuasivos– de vencimiento propio, de noble exigencia personal en correspondencia al amor de Dios, tomados de la vida cotidiana. Son pistas que ofrece para dar un salto de calidad en la propia vida cristiana. Trece de ellos son válidos para cualquiera; otro (cfr. 138f), mira a quien tiene función de educar o gobernar… Aunque se comentan solos, requieren ser meditados personalmente. Es evidente que estamos ante unos de los pasajes más sugerentes de la homilía.

139a "Si te he mencionado esos ejemplos, insisto, no es porque yo desprecie las grandes penitencias…". Como hemos indicado más arriba, san Josemaría, aunque aconseja esforzarse con el "deseo continuo de agradar a Dios en las pequeñas batallas personales" no solo no rechazaba o desechaba las grandes penitencias, sino que él mismo las hacía cuando lo consideraba necesario, con permiso de su director espiritual. Sus biógrafos dan abundante razón de este aspecto de su vida. Aunque no sea propiamente un relato biográfico, incluimos a continuación un importante testimonio al respecto, manifestado por el beato Álvaro del Portillo en 1990. "La vida penitente de Mons. Escrivá de Balaguer estuvo constituida, sobre todo, por un constante negarse a sí mismo en las mil incidencias de la vida ordinaria, pero también con una fuerte penitencia corporal. Entre tantas otras manifestaciones de esa unión suya con la Cruz de Jesucristo, podría detenerme, por ejemplo, en los años en que, a causa de la guerra civil española, las incomodidades y carencias de todo tipo eran tales que cualquier persona, incluso muy mortificada, habría considerado suficiente soportarlas ofreciéndolas a Dios. Mons. Escrivá de Balaguer, en cambio, respondiendo a los requerimientos amorosos del Señor, vio que todo eso no era suficiente para seguir su llamada y que debía hacer más. Lo pude comprobar personalmente, sobre todo en los meses que pasé con él en la Legación de Honduras en Madrid: todos los que allí estábamos refugiados padecíamos verdadera hambre, pero él sabía prescindir, con naturalidad, incluso de lo poco que había, practicando un ayuno muy riguroso, como hizo durante otras muchas épocas de su vida. Por ejemplo, después de su muerte he podido leer una anotación suya del 22 de junio de 1933, dirigida a su confesor, en la que le manifestaba los propósitos de penitencia que había formulado durante unos recientes días de retiro espiritual. Estas son sus palabras exactas: ‘Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos’. Y detalla, a continuación, los propósitos concretos: ‘Disciplinas: lunes, miércoles y viernes: más otra extraordinaria en las vísperas de fiesta del Señor o de la Ssma. Virgen: otra semanal extraordinaria, en petición o en acción de gracias. Cilicios: dos cada día, hasta la hora de comer: hasta la cena, uno: Martes, el de cintura, y viernes el del hombro, como hasta ahora. Sueño: en el suelo, si es de tarima, o sin colchón en la cama, martes, jueves, sábados. Ayuno: los sábados, tomando solamente lo que me den para desayunar’ (Apuntes íntimos, n. 1724). No se trata necesariamente de seguir un determinado camino de penitencia, pero es necesario afirmar que la identificación con Cristo y, por tanto, la eficacia en el ministerio sacerdotal, requieren una fuerte experiencia de la Cruz en la propia carne y en el propio espíritu. Y esto, más aún en nuestros días, más aún para la nueva evangelización de un mundo en gran parte sumergido en el hedonismo. Solo a la luz de la fe, tiene todo esto sentido: a la luz de la fe en el misterio de la Redención, en el misterio del Hijo de Dios, hecho obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cfr. Fil 2, 8)" (BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO, "Sacerdotes para una nueva evangelización", Scripta Theologica 22 [1990], pp. 323-345, aquí 337).

139b "Luego, ¿un cristiano ha de ser siempre mortificado? Sí, pero por amor". No hay exageración en asegurar que la expresión: "por amor" (escrita, a veces, con mayúscula, pero siempre –aunque sea con minúscula– referida al amor a Dios, o por Dios a los demás), representa en los textos de san Josemaría una consigna o lema inseparable de su constante y sereno apremio –que sus lectores bien conocen– a dar más, a luchar más, a entregarse más… "Sí, pero por amor": esa es la única razón que cuenta. Y lo es, ante todo, porque esa es también la "argumentación" establecida por el Señor para hablar de su obrar ("el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó", Jn 14, 31), y del que espera de los suyos ("quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará", Jn 16, 25). En las homilías que preceden a esta hemos podido advertir la presencia habitual de esa consigna (por ejemplo, 20b: "los santos: […] supieron vencer y vencerse por amor de Dios"; 35a: "nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios"; 35d: "me comprometo a servir […] por amor a mi Señor Jesús"; etc.). La encontraremos igualmente en pasajes posteriores. Quizá sirva como síntesis lo expresado en los números 68 y siguientes, bajo el epígrafe "Hacerlo todo por Amor". Con similar frecuencia puede hallarse el mismo lema en las otras obras de san Josemaría; por ejemplo, en la más similar a esta, ECP (cfr. 19b, 21d, 95d, 98b, 151d, 162c, 168d, 184c), y también en otras, como C (cfr. 24, 182, 424, 429 ["Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece"], 538, 788, 813-814, 994), o F (cfr. 5, 17, 26, 104, 191, 213, 247, 250, 415, 446, 485, 502, 504, 519, 725, 742, 784, 887, 1025, 1033, 1037); etc.

140a "Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias". En estas pocas líneas de 140a, compendia san Josemaría –lo hace con mayor extensión en muchos otros pasajes de sus obras– el tema amplio y consistente, central en sus enseñanzas, de la cooperación de los cristianos en la obra redentora de Cristo, según el gran principio teológico y espiritual expuesto por san Pablo: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). De cara a comprender más a fondo el vínculo existente, siguiendo la doctrina de san Josemaría, entre sentido vivo de la vocación cristiana y conciencia de estar llamado a cooperar en la obra redentora, es iluminante la lectura de las primeras líneas de este párrafo. Como se ve, "sentirse urgidos a seguir de cerca los pasos de Cristo" –alcanzar un vivo sentido vocacional–, significa percatarse también de que "nuestras pequeñas renuncias" –renuncias por amor, en "alabanza de su Amor"– se pueden "unir a su sacrificio reparador", pues no son heterogéneas respecto de este. Las acciones humanas que brotan de la caridad –del amor sobrenatural, en Cristo, a Dios y a los hombres–, se insertan con propiedad, como algo que procede de la misma fuente (la acción del Espíritu Santo), en el dinamismo de la caridad de Cristo: son misteriosamente incorporadas y asociadas a la obra de la salvación. El cristiano, como alter Christus, además de hijo en el Hijo, puede ser también denominado –no sin misterio– como "redentor en el Redentor", es decir, eficaz cooperador en la obra de la salvación, que Cristo continúa llevando a cabo en la historia por medio de la Iglesia.

140b "De ahora en adelante, tened prisa en amar". Un nuevo lema de san Josemaría, que es asimismo un buen retrato de su vida.

141a [tb/m550403]: "Piensa en tu vida: en ese detalle, aquel otro y ese otro; en la lengua, en el hablar, en el pensar dándole vueltas a todo con tu poca cabeza, con ese pensar tonto. Hijas de mi alma, hijas de mi alma, aprovechad estos días santos. Podéis ser muy felices, que Jesús os quiere felices, y yo, que os quiero de veras, os quiero felices. Y solo somos infelices cuando nos empeñamos en descaminarnos, por este camino de la sensualidad o de la falta de rectitud de intención".
"Solo nos sentimos desgraciados cuando nos empeñamos en descaminarnos, y nos metemos por esa senda del egoísmo y de la sensualidad; y mucho peor aún si embocamos la de los hipócritas". Un cierto compendio del mensaje principal de la homilía. Pasos descaminados del cristiano son los que no se amoldan a las huellas del Hijo de Dios hecho hombre, que están cimentadas sobre la rectitud de intención, sobre la sinceridad, sobre el amor a la verdad. En la mala senda del egoísmo y la cobardía –y más aún, en la de la hipocresía– puede haber apariencia de paz, pero el corazón no tiene la paz de Cristo: es un corazón desabrido; puede haber apariencia de alegría, pero el alma arrastra un peso de inquietud y tristeza: es un alma malhumorada; puede haber apariencia de unidad con los demás, pero es frágil, pues falta unidad interior. Pero, por la misericordia de Dios, siempre pronta, el remedio está también –para quien quiere– muy cerca.

141b [tb/m550403]: "Hijas de mi alma, sed sinceras, sed consecuentes. Padre, ¿y qué tengo que hacer para conseguirlo? Tienes todos los medios (…). Intensifica tu vida de piedad, sé piadosa, lleva con gusto la cruz de cada día".
"Jesucristo ha entregado a su Iglesia todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar (…); nos ha enviado su Espíritu (…); nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los Sacramentos. Úsalos". He aquí las claves del buen camino, de la existencia plena y feliz, conformada con el Modelo de Cristo, en seguimiento con san Josemaría de los pasos del Señor: plena sinceridad, piedad filial, espíritu de oración, sacramentos. Quien se esfuerza en recorrer humildemente ese camino de paz y alegría, que por fuerza, al ser de Cristo, es también camino de cruz ("aunque en ningún momento te falte la Cruz", 141d), es capaz de ir asimismo sembrando a manos llenas "la paz y el gozo que el mundo no puede dar" (141c).

141c [tb/m550403]: "Jesús te llamó a la vida de perfección (…) y tú tienes que corresponder no teniendo miedo al dolor cristiano, hecho de purificación y de caridad, con esos mil detalles de la vida ordinaria, con la mortificación que yo quiero que sea constante en la vida de mis hijas, de saber fastidiarnos en cada momento para hacer felices a tus hermanas, y ayudarles a ser santas".

141d [tb/m550403]: "Dios te quiere feliz, feliz, feliz. Nuestro camino es de cruz, de cruz que hemos de amar porque la cruz es la alegría y la victoria".
"Pero esa Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también". Nos transmite san Josemaría con estas palabras su propia fe, que es la fe de la Iglesia de todos los tiempos: la cruz no es ya patíbulo sino trono. La Iglesia, en efecto, venera a Cristo en la cruz, y por Él, venera la cruz misma. El Cristo crucificado que amamos y veneramos los cristianos, es también el Cristo resucitado y glorioso, que adoramos como único Dios y Salvador. Cristo Nuestro Señor, al enclavarse y morir por nosotros en la cruz, ha querido revelarnos que esa cruz suya es el testimonio de su identificación con la voluntad del Padre, el cauce de la salvación, el camino de su glorificación, la señal permanente de su amor. Por eso es la señal del cristiano, la que tenemos que asimilar, la que nos enseña a comportarnos como "otros cristos", el molde de los hijos de Dios. Y también por eso, siempre encontramos a su lado a la Santísima Virgen María, Madre nuestra.

 «    El trato con Dios    » 

142a [tb/m640405]: "Este domingo me recuerda una vieja tradición piadosa de mi tierra: [en este día] era costumbre llevar la comunión a los enfermos (…) –no era necesario que estuvieran gravemente enfermos–, para que cumplieran el precepto pascual".
"El domingo in albis trae a mi memoria una vieja tradición piadosa de mi tierra". La fecha de la meditación que sirve de base a esta homilía –5 de abril de 1964– coincidía aquel año con el domingo in albis. Así era denominado entonces el primer domingo después del domingo de Pascua. En ese día, antiguamente, los neófitos se despojaban de las vestiduras blancas, que llevaban desde su bautismo en el domingo de Pascua; por esa razón era conocido como "domingo in albis", aunque también se denominaba "domingo de Quasi modo" por las primeras palabras del introito de la Misa del día, tomado de 1P 2, 2 según la versión de la Vulgata ("Quasi modo geniti infantes sine dolo lac concupiscite"; en la vigente versión Neovulgata se lee, en cambio: "Sicut modo geniti infantes…"). Actualmente este día es llamado II domingo de Pascua, y también domingo de la Divina Misericordia, pues san Juan Pablo II dispuso que en él se celebrase dicha fiesta (cfr. Decreto de 23-V-2000, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos).

142b [tb/m640405]: "Era corriente por el Coso de Zaragoza cruzarse tres procesiones en las que iban nada más que hombres, miles de hombres. Eran hombres con fe, con grandes cirios que pesaban kilos. Acompañaban al Señor. Con una fe recia".
"Recuerdo de mis años de estudiante universitario". San Josemaría, durante los años 1923-1927, mientras realizaba sus tres últimos años de estudios eclesiásticos en Zaragoza, y desarrollaba sus dos primeros años como presbítero, estudió la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza. Cfr. R. HERRANDO, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza (1920-1925). El seminario de San Francisco de Paula, Madrid, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer - Ediciones Rialp, 2002; J. FERRER, "Universidad de Zaragoza", en DSJ, pp. 1235-1238.

142c [tb/m640405]: "Cuando esta noche me he despertado tantas veces, he repetido: quasi modo geniti infantes. Y he pensado que esto nos va muy bien a los del Opus Dei (…) porque sentimos esta filiación divina (…), y porque nos conviene ser muy recios (…) en el ambiente donde nos encontremos, y, sin embargo, delante de Dios como niños pequeños".
"Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina". Una vez y otra encontramos en estas páginas referencias a la gran luz sobrenatural que, por especial don de Dios, alumbraba el alma de san Josemaría: el sentido de la filiación divina, la conciencia viva y actual de ser, por la gracia, hijo de Dios en Cristo, y del deber de corresponder con un comportamiento acorde. En ese terreno espiritual, en el que se desenvolvía por entero su existencia, se sitúa también el punto de mira de esta homilía dedicada al trato filial con Dios. Estamos, en consecuencia, ante un texto particularmente apto para adentrarse en un aspecto central de la espiritualidad del fundador del Opus Dei. En estas primeras líneas sugiere san Josemaría, sin detenerse por ahora en la cuestión, la relación del sentido de la filiación divina con la virtud de la fortaleza ("nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos"), y con la vida de infancia espiritual ("delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!"). Cfr. F. OCÁRIZ, "Filiación divina", en DSJ, pp. 519-526; M.H. DA GUERRA PRATAS, "Infancia espiritual", en ibid., pp. 629-633.

142d "… querría que nos detuviésemos en esa certeza de la filiación divina y en alguna de sus consecuencias, para todos los que pretenden vivir con noble empeño su fe cristiana". He aquí, pues, con palabras del Autor, el argumento sobre el que se dispone a meditar: "la certeza de la filiación divina", y su reflejo en la vida de quienes la han recibido y la cultivan. Desde el primer momento (cfr. 143a) tomará como hilo conductor su propia experiencia espiritual, alejándose de consideraciones puramente teóricas. San Josemaría quiere enseñarnos a vivir como hijos de Dios. Este es, precisamente, el punto de mira del libro: F. OCÁRIZ - I. de Celaya Urrutia, Vivir como hijos de Dios: estudios sobre san Josemaría Escrivá, Pamplona, Eunsa, 2013, 6ª ed. Cfr. también P. O’CALLAGHAN, "La centralità della filiazione divina nella vita e negli scritti di san Josemaría", en ID. (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa, pp. 3-12.

143a y he saboreado 1ª ed. ] he saboreado últ redac
[tb/m640405]: "La vida mía me ha hecho sentirme hijo de Dios (…) con la alegría de ponerme en su corazón para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a base del amor suyo y de la humillación mía".
"Por motivos que no son del caso –pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario–, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios". Con el estilo discreto, que le es habitual cuando, como en este caso, debe hacer referencia a un aspecto de su doctrina fundacional íntimamente ligado a su vida personal, san Josemaría pasa "de puntillas" por los hechos biográficos ("no son del caso", escribe). Trae, en cambio, al primer plano las consecuencias espirituales, válidas para sí mismo pero también, a través de él, para cuantos practican sus enseñanzas. Aquí, en concreto –aunque lo menciona veladamente: "la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios"–, silencia el acontecimiento sobrenatural (una locución divina: "Tú eres mi hijo, tú eres Cristo") del 16 de octubre de 1931, con el que Dios dejó una huella indeleble en su alma, y es raíz y fundamento de su ardiente sentido de la filiación divina. Como hemos señalado en la "Introducción General" (cfr. Primera Parte, 5, b: "Un vivo ‘sentido de la filiación divina’"), san Josemaría comprendió desde el principio que ese don no era exclusivamente para su persona, sino que lo recibía como fundador e informaba el espíritu del Opus Dei que él debía transmitir. Así, por ejemplo, refiriéndose al hecho sobrenatural del 16-X-1931, escribe: "Aquel día [Dios] quiso de una manera explícita, clara, terminante, que conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo" (Meditación, 24-XII-1969, en AGP, A.4, m691224). Y en otro lugar: "Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre" (Carta 8-XII-1949, n. 41, en AGP, A.3, Escritos, 93-1-2).
"… y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre…". Para calar con cierta hondura en lo que el Autor denomina "meterme en el corazón de mi Padre", hay que ponerse espiritualmente junto a él cuando escribía esas palabras, y meditar en los deseos que ardían en su propio corazón, desvelados en los verbos sucesivos ("rectificar", "purificarme", "servirle", …). Lograrlo significa captar la clave de fondo de la vida espiritual de san Josemaría, y aproximarse a un decisivo núcleo teológico-espiritual de su enseñanza. Estamos, pues, ante un punto clave.

143b "Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo (…) volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios". "Por eso", es decir, por la índole esencialmente cristocéntrica y filial del espíritu fundacional que Dios le ha entregado, san Josemaría se siente impulsado y acreditado para despertar, en las almas cristianas, la memoria –quizás solo latente, pero fundada en los dones bautismales– del amor y la misericordia paterna de Dios. Dar a conocer al Padre (el amor del Padre, la misericordia del Padre) es misión propia del Hijo encarnado, y de los que, siendo hijos en el Hijo, participan también de su misión. En los párrafos siguientes nos lleva san Josemaría por ese camino evangélico.

143c Epístola 1ª ed. ] epístola últ redac
"El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad". El criterio determinante para entender, con san Josemaría, los rasgos esenciales de la vida cristiana consiste, como sabemos, en centrar la atención de la mente y del corazón en el misterio del Verbo Encarnado. Por eso, nos dice ahora, la luz para acceder con mayor hondura a la verdad de la filiación divina adoptiva ("penetrarnos", escribe el Autor, en el sentido de asimilarla como realidad poseída), hay que buscarla en los acontecimientos de la vida, muerte y resurrección del Hijo de Dios hecho hombre (en "todo el paso de Cristo por aquellos lugares"). En Él, en sus obras y palabras, en toda su realidad divino-humana, ha quedado establecido el camino de la comunión paterno-filial entre Dios y los hombres. En Él, Hijo Unigénito, se nos ha revelado que Dios ha querido ser también para nosotros verdaderamente Padre, y se nos ha concedido la gracia de poder llegar a ser verdaderamente hijos. El contenido y el significado del don inefable de la filiación divina adoptiva nos resultan, sin duda, más accesibles considerados a partir de su condición de realidad sobrenatural vivida en la experiencia de fe (dimensión espiritual, contemplada aquí por el Autor), que desde la perspectiva de su naturaleza teológica profunda, que desborda nuestra capacidad de comprensión. Es lo mismo que sucede con otras realidades, pertenecientes como esta al orden de la gratuita elevación del hombre a la esfera de la vida trinitaria participada.

143d he procurado apoyarme sin desmayos en últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
"A lo largo de los años, he procurado apoyarme…". No le interesaba a san Josemaría hablar de sí mismo, y sin embargo, en algunas ocasiones, como esta, lo hace con decisión: "he procurado apoyarme", … "mi oración ha sido", … "le he dicho", … "mi experiencia sacerdotal" La razón quizás hay que situarla en el hecho de que, más que desde sí, está hablando desde la conciencia del don recibido, esto es, desde el sentido de la filiación divina, que es como decir "por ahí me lleva Dios". Es un modo sutil de basarse en la experiencia del don más que en la experiencia del yo (aunque sean inseparables). En todo caso, en estos pasajes en los que el Autor abre tan francamente su alma, es aconsejable prestar mucha atención: está desvelando trazos profundos de su camino espiritual, es decir, del espíritu de santidad que, por querer de Dios, vive y promueve.

144a "Me ha dado alegría difundir por todas partes esta mentalidad de hijos pequeños de Dios". Al sentido de la filiación divina, que vive y enseña a vivir san Josemaría, le pertenece, como algo propio, lo que aquí denomina: "mentalidad de hijo pequeño de Dios". En efecto, la conciencia de ser hijo de Dios "colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños" (ECP, 65b). No se pueden separar ambas realidades espirituales: quien se sabe hijo de Dios, quien tiene conciencia de serlo y trata de que esa convicción informe toda su vida, se sabe también "hijo pequeño": seguro y confiado en las manos poderosas de su Padre, obediente a su voluntad, necesitado de su presencia y de su ayuda, contento de estar con Él, queriendo volver siempre a Él, etc. Esas, y otras, son las características de la "mentalidad de hijo pequeño de Dios", de la que también forma parte una profunda referencia filial a la Santísima Virgen. Lo propio de un "hijo pequeño", en contraste con un "hijo mayor", reside justamente en la conciencia de pequeñez, de incapacidad o ineptitud para lo que hacen "los mayores", de necesitar siempre y en todo ayuda; el "hijo pequeño" pide confiadamente y nada tiene suyo sino lo que recibe de su padre. En los párrafos siguientes encontraremos nuevas perspectivas, como las mencionadas, del "sentido de la filiación divina" y de la "mentalidad de hijo pequeño de Dios".

144b [tb/m640405]: "Nuestra sabiduría es tener la convicción de nuestra pequeñez, de nuestra nada ante los ojos de Dios, y (…) la confianza necesaria para hablar de Dios (…) a pesar de nuestros errores personales, siempre que, junto con la flaqueza de cada uno, haya lucha".
"… es Él quien nos estimula para que nos movamos, al mismo tiempo, con una segura confianza y prediquemos a Jesucristo". A la "mentalidad de hijos pequeños de Dios" le corresponde también la audacia y el atrevimiento de quien, no obstante conocer su pequeñez e ineptitud, confía en la cercanía y fuerza de su Padre: sabe lo que Él quiere, y sabe también –"con una segura confianza"– que con Él puede realizarlo. San Josemaría está haciendo referencia a la misión apostólica ("predicar a Jesucristo"), a la que Dios "estimula" a sus hijos, en la que se conjugan a la vez la confianza plena en Él y la reciedumbre de no ser pasivos. Lo leíamos en un párrafo anterior: "nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!" (142c).

144c aprender a servir, con el últ redac (se incluye a partir de la 5ª ed.) ] desde ese penúlt redac
[tb/m640405]: "Por eso, yo he dicho tantas veces, y conviene que lo digáis a los demás, discite benefacere [‘Aprended a hacer el bien’]. Pero hemos de comenzar por cada uno de nosotros. El bien que hemos de desear para cada uno de nosotros, para cada uno de nuestros hermanos, para cada uno de los hombres. Por eso, hemos de enseñar a considerar la grandeza de Dios, a considerar que Él es Padre y nosotros hijos suyos".
"No conozco camino mejor para considerar la grandeza de Dios: aprender a servir, con el punto de mira inefable y sencillo de que Él es nuestro Padre y nosotros somos hijos suyos". La secuencia es clara: a) si debemos aprender y enseñar a hacer el bien; b) es preciso descubrir cuál es el bien que hay que ambicionar; c) y hay que realizarlo, con espíritu de servicio: aprender a servir. San Josemaría, mirando el ejemplo de Cristo, pone en conexión el espíritu de servicio con el espíritu de filiación. Y es que, en efecto, el modelo supremo de hacer el bien, sirviendo a todos, es el del Hijo de Dios hecho hombre, cuya entera existencia es realizada como servicio amoroso a su Padre y, en consecuencia, servicio fraterno a los demás. Servir no fue un aspecto más, aunque importante, de la existencia humana de Jesús, sino una clave esencial de su vivir cotidiano. Así lo contempla san Josemaría, cuando escribe: "Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad" (ECP, 109). Ese "modo de ser de Dios", que Cristo desvela con sus obras y sus palabras, es, cabe repetir, clave de fondo de su existencia ("el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos", Mt 20, 28; cfr. Mc 9, 35; Lc 22, 27; Jn 13, 12-17), en la que encuentra luz y sentido la existencia de los hijos de Dios ("quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor, y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo", Mt 20, 26-27). Por eso, "conocer a Jesús es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás" (ECP, 145).

145b Unas páginas antes, últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)

145c padre 1ª ed. ] Padre últ redac
"… les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre". Evoca san Josemaría la escena narrada en Lc 11, 1-2: "Señor, enséñanos a orar (…). Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre". Ese modo de orar, invocando y tratando a Dios como Padre, brota espontáneamente de los labios de Jesús: es la oración del Hijo de Dios, y de los que son hijos en el Hijo. "El gran secreto de la misericordia divina" es, justamente, el haber querido elevar a los hombres a la condición de hijos: el don de la filiación divina adoptiva. La misericordia divina, que llena con su presencia todo el Antiguo Testamento, merece ser también denominada, con luces del Nuevo Testamento, es decir, a la luz del Hijo que nos da a conocer al Padre, como Amor paterno de Dios, que va mucho más allá del perdón. Así contempla siempre san Josemaría la misericordia divina, como fruto de su viva conciencia de filiación. Podrían multiplicarse los ejemplos, pero nos limitamos a transcribir solo algunos para mostrar la verdad de lo que decimos, sin alargar este comentario: "¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre!" (ADD, 33b); "Hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre" (ibid., 146e); "Nuestro Señor no solo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño" (ECP, 33f); "Nuestro Padre es verdaderamente padre, y está dispuesto a perdonar a miles de obradores del mal, con tal que haya solo diez justos" (ibid., 185b). Y, en consecuencia, como se lee en el pasaje que estamos anotando: "podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre". La vía del amor filial, de la plena confianza en la misericordia paterna de Dios es la que san Josemaría recorre y nos enseña a recorrer; he aquí, limitadamente, otros ejemplos: "En este clima de la misericordia de Dios, se desarrolla la existencia del cristiano. Ese es el ámbito de su esfuerzo, por comportarse como hijo del Padre" (ECP, 8a); "Por eso, no esperes en Él solo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección" (ADD, 218a).

145d "… cantinelas sin alma, que más favorecen el anonimato que la conversación personal, de tú a Tú, con Nuestro Padre Dios –la auténtica oración vocal jamás supone anonimato–…". Ninguna forma de oración cristiana, vocal o mental, si ha de merecer el calificativo de auténtica, como diálogo filial – "conversación personal, de tú a Tú"– con nuestro Padre Dios, admite la actitud impersonal del anonimato. Para confirmarlo, basta considerar la conducta del Señor en el Evangelio y sus enseñanzas sobre cómo orar como hijos y no como hipócritas (cfr. Mt 6, 5-13). La doctrina de san Josemaría al respecto, en consonancia con toda la tradición espiritual cristiana, es siempre la misma: oración y anonimato se excluyen. En otros pasajes de este libro (cfr. supra las anotaciones a 64a-b) hemos hecho alguna referencia a esta enseñanza, que volveremos a encontrar más adelante, al estudiar la homilía Vida de oración. En el n. 85 de Camino hallamos una formulación característica: "Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. / Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios" (cfr. C ed. PR, in loco, donde se citan pasajes análogos de santa Teresa y de santa Catalina de Siena).
"… venció la renitencia del juez inicuo…". En el original mecanografiado de la homilía El trato con Dios, así como en la primera edición por separado de la homilía, y también en la primera edición del libro, el Autor utilizó en este párrafo el término "renitencia", que sin embargo fue sustituido en ediciones posteriores (también en la 5ª) por "resistencia", sin que conste ninguna justificación. En la presente edición crítico-histórica corregimos ese cambio y recuperamos el término originario: "renitencia". En realidad, ambos expresan lo mismo, pues "renitencia", según el Diccionario de la Real Academia Española, significa en su segunda acepción "resistencia que se pone a hacer algo o admitirlo".

145e "… poneos en presencia de vuestro Padre, y manifestadle al menos: ¡Señor, que no sé rezar, que no se me ocurre nada para contarte!… Y estad seguros de que en ese mismo instante habéis comenzado a hacer oración". Se inspira san Josemaría, para escribir estas palabras, en lo que ya había recogido en Camino, 90 (y antes, en el n. 945 de sus Apuntes íntimos): "¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: ‘Señor, ¡que no sé hacer oración!…’, está seguro de que has empezado a hacerla". Es perfectamente compatible querer hacer una oración sincera y filial, sin anonimato, y sin embargo, no lograrlo en algunas ocasiones esporádicas o en periodos más amplios, por diversas razones involuntarias. Algunas son las que menciona el Autor: incapacidad para concentrar la atención, cansancio, sequedad, etc. Quien hace habitualmente oración tiene experiencia de esas situaciones pasajeras; san Josemaría ha referido cómo, a veces, él mismo las ha sufrido; por ejemplo: "Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí" (AI, 334); "Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito… pero sin apartarse de su dueño" (ibid., 273). El consejo del Autor es no dejar entonces la oración, sino mantener una actitud, filial y confiada, de presencia de Dios: ya eso es oración.

146-148 "Piedad, trato de hijos". Comienza otro apartado de la homilía, que invita al lector a subir un nuevo escalón en el camino del trato filial con Dios, por el que nos está conduciendo el Autor. Hasta ahora nos ha ayudado a fijar la atención en un punto central de su doctrina espiritual: la importancia de cultivar, con el auxilio de la gracia, el sentido de la filiación divina, la conciencia viva, activa, practicada de ser en Cristo y con Cristo hijos del Padre por el Espíritu Santo. Esa convicción de fe se traduce en la vida del cristiano en el esfuerzo por mantener una conducta confiada y alegre, de hijo pequeño, audaz y apostólica al mismo tiempo, y sostenida en la oración. Hasta aquí, por decirlo así, san Josemaría nos ha hecho descubrir y comenzar a comprender el camino del trato filial con Dios. Ahora, con su ayuda y su experiencia –pues nos lleva por donde él ha ido antes–, vamos a recorrerlo. Se puede consultar, con provecho: J.M. YANGUAS SANZ, "Piedad", en DSJ, pp. 971-973; BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 107-113.

146a "La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos". Cuando se habla en teología de la virtud de la piedad, siguiendo un esquema sistemático tradicional, que la sitúa dentro del universo de la virtud cardinal de la justicia –"parte potencial" suya, según la terminología clásica–, suele ser descrita como el hábito que facilita la acción de tributar a quienes corresponde (Dios, los padres, la patria, la Iglesia, etc.) el homenaje de nuestro amor, respeto y sumisión. Como es evidente, guarda profunda relación con el espíritu de filiación respecto de aquellos a quienes se rinde ese homenaje. San Josemaría está aquí refiriéndose a la piedad respecto a Dios, Nuestro Padre, fundada en el don de la filiación divina e informada por la caridad. Se trata, pues, de la virtud sobrenatural, e incluso –aunque aquí no va a mencionarlo– del don de piedad, por medio del cual es el Espíritu Santo quien suscita en el alma de modo permanente esa íntima actitud filial. No es este el lugar para mostrar que el sentido de la filiación divina, enseñado por san Josemaría, es un modo de expresar intuitivamente (ex instinctu Spiritus Sancti) la impronta de la virtud sobrenatural y, más propiamente, del don de piedad en el entendimiento y en la voluntad del sujeto, grabada a su vez en el alma conforme al grado de caridad que arde en su interior. Valga este preámbulo como introducción al contenido de la frase del Autor que anotamos, y como advertencia de que está escrita desde su singular vivencia de la filiación divina: lo que enseña es válido para todos, y por ahí debe discurrir nuestro interés de aprender, pero lo expresa desde una experiencia personal que trasciende la nuestra, más común. En todo caso, lo sustancial de esa enseñanza de san Josemaría está en la intensidad con que describe –para estimular el progreso espiritual del lector– el influjo configurador de la piedad filial ("la piedad que nace de la filiación divina") sobre el alma cristiana ("es una actitud profunda del alma"), conformándola crecientemente ("que acaba por informar la existencia entera"), a imagen del Hijo de Dios hecho hombre ("está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos"). La piedad que nace de la filiación divina, la que se alimenta de la conciencia de ser por la gracia hijo de Dios, hace que la existencia cotidiana del cristiano se vaya asemejando cada vez más, en su ser y en su obrar, a la del Hijo de Dios hecho hombre: es decir, tienda a ser una existencia enteramente filial.

146b –sin que se sepa cómo, ni por qué camino– últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible) || ; se ama a todos los últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
"Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también –sin que se sepa cómo, ni por qué camino– ese endiosamiento maravilloso …". El "buen hijo de Dios", tiene –siguiendo el ejemplo que ha puesto san Josemaría en el párrafo anterior– ese "aire de familia", que le asemeja, también en la conducta, al Unigénito del Padre. Se esfuerza en vivir cara a Dios, como un hijo pequeño, adecuándose en todo a lo que el Padre quiere y a lo que el Padre le da, pues no tiene nada suyo. Su conducta filial –cooperación con la gracia, ejercicio de la virtud de la piedad, docilidad al don de piedad– le va asemejando al Hijo de un modo progresivo y sobrenatural –"sin que se sepa cómo, ni por qué camino"–; diciéndolo conforme a una terminología teológico-espiritual apreciada por san Josemaría: le va "endiosando". De ese "endiosamiento" –aunque considerado más bien desde la virtud de la humildad– ya se ha tratado en estas páginas (cfr. supra, 94), y no es preciso retomar ahora ese discurso. En el texto que comentamos, ese término ("endiosamiento", como fruto del ser y del obrar filial) es utilizado como sinónimo de asimilación, "asemejamiento" con el querer de Dios: "enfocar los acontecimientos" con sentido sobrenatural, amar "a todos los hombres" con caridad sobrenatural, etc.; o en definitiva, actuar en todo momento –conforme a otra expresión estimada por el Autor– con "visión sobrenatural" (cfr., por ejemplo, ADD, 196a, 200a, 206c; ECP, 174g).

146c [tb/m640405]: "Si os fijáis, hay una gran diferencia cuando quien se cae es un niño o una persona mayor. Cuando se cae un niño, no tiene importancia. Y si llora, su padre le dice: ‘los hombres no lloran’".
"Así se concluye el incidente, con el empeño del chico por contentar a su padre". Puede intuirse en estas palabras una implícita sugerencia acerca de lo que, en la vida espiritual, significa ejercitarse en la piedad filial o en el sentido de la filiación divina: es sinónimo de querer agradar con nuestras obras a Nuestro Padre Dios. En una reunión con san Josemaría, a comienzos de los años 70 del siglo pasado, a la que asistía quien redacta estas notas, mientras nos hablaba del amor a Dios, uno de los presentes –el más joven– le dirigió una pregunta en cierto modo, para los demás, inesperada: "Padre, ¿qué es amar a Dios?". La respuesta de san Josemaría fue sencilla e inmediata (y quizás también inesperada, por su claridad, para algunos): "Hijo, amar a Dios es querer darle gusto en todo". Acudiendo a las palabras que anotamos cabría decir: comportarse filialmente con Dios consiste en querer contentarle en todo.

146e los trompicones y fracasos últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible) || para conducirnos últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
[tb/m640405]: "He aprendido a ser hijo pequeño de Dios Nuestro Señor. Y eso os pido a vosotros. Que (…) quasi modo geniti infantes lac concupiscite… La palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios".
"He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios". En los comentarios que venimos haciendo a estos pasajes del Autor sobre el trato filial con Dios, ya hemos puesto de manifiesto que, en la enseñanza de san Josemaría, el sentido de la filiación divina, esa honda conciencia de saberse hijo de Dios y el empeño en comportarse como tal, es equivalente a saberse "hijo pequeño": necesitado, confiado, seguro en los brazos de Nuestro Padre. A veces, para remarcar la idea, la expresaba con palabras parecidas a estas: "hacerse pequeño, como un niño de dos años"; así, por ejemplo, en C, 860: "Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. / Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides"; cfr. ibid., 868. Esa profunda certidumbre de fe en la amorosa paternidad divina, acompañada del deseo y la voluntad de llevar una existencia enteramente filial, se traduce en el alma de san Josemaría –ya desde los años de juventud– en una intensa experiencia personal de "infancia espiritual" y de "vida de infancia", que a su vez desembocan –también prontamente– en una doctrina llena de riqueza y matices. Para comprobarlo basta con acudir a los capítulos de Camino dedicados a esas materias (nn. 852-874, "Infancia espiritual"; nn. 875-901, "Vida de infancia"; es de gran provecho, a este respecto, la lectura de los comentarios a ambos capítulos en C ed. PR). La importancia objetiva de estas cuestiones, pediría –si estuviésemos en otro tipo de trabajo, más analítico, y no en la redacción de unas sencillas anotaciones al texto de san Josemaría– detenerse ahora a estudiarlas. No es este, sin embargo, el lugar para hacerlo. No obstante, queremos dejar simplemente señalados dos aspectos importantes, que pueden ilustrar al lector sobre el significado del texto y la mente del Autor al consignarlo. En primer lugar, se debe destacar que lo verdaderamente sustancial, en la experiencia personal y en la perspectiva doctrinal de san Josemaría sobre la vía ascética de infancia espiritual, radica en aquella honda convicción, adquirida por don de Dios –el más alto de los que, según él mismo, recibió–, que denomina "sentido de la filiación divina": este es el fundamento radical de la espiritualidad, centrada por completo en la contemplación del misterio de Cristo, que él personalmente vive y, como fundador, transmite. En segundo lugar, es preciso subrayar que el camino ascético de infancia espiritual, en el que se ejercita en su vida de piedad y que también aconseja –pero que nunca quiso imponer a otros como vía necesaria–, es por encima de todo una plasmación práctica de aquella honda convicción sobrenatural; en ese sentido, es un camino de perfiles y matices propios, no inspirado directamente en experiencias espirituales ajenas, aunque no deje de guardar relación, sobre todo de lenguaje, pero también, en algún aspecto, de contenido, con otros testimonios análogos (en especial, con el de santa Teresita del Niño Jesús). Cfr. en C ed. PR la introducción al capítulo sobre "Infancia espiritual".

147a [tb/m640405]: "Que seáis muy niños. ¡Cuántas veces me he tenido que levantar yo, a lo largo de estos treinta y seis años, que se han hecho tan largos y tan cortos! Una cosa me salva, que sigo siendo niño, y [dirigiéndose a Cristo] me meto en el regazo de Tu Madre y en Tu Corazón".
"Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor". Al mencionar los "treinta y seis años (…) que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios", está aludiendo el Autor, como es evidente, al tiempo transcurrido entre la fundación del Opus Dei, en 1928, y el momento (en 1964) en que predica la meditación de la que se sirve para redactar esta homilía. Al mismo tiempo, en esas palabras, como en otras análogas, está latiendo también la memoria del hecho fundacional y de los trabajos para llevar a cabo esa "Voluntad precisa de Dios". Es ilustrativo advertir la conexión que establece san Josemaría entre el acontecimiento histórico de su misión (la fundación e implantación de lo que Dios le pide) y su vivencia filial. Se ve como un niño pequeño al que se le encomienda realizar algo que le supera: "¿Habéis visto como juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y de colores diversos… Y su padre le va diciendo: pon este aquí, y ese otro ahí, y aquel rojo más allá… Y al final ¡un castillo! Pues así, hijos míos, así veo yo que me ha ido llevando el Señor ludens coram eo omni tempore: ludens in orbe terrarum (Prov. VIII, 30 y 31), como en un juego divino" (Carta 25-I-1961, n. 2). Siempre como un niño pequeño ante Dios y ante su misión, con abandono y confianza filiales. Resulta interesante comprobar que, en san Josemaría (en su vida y en su enseñanza), el trato filial con Dios (la vivencia del amor del Padre) pasa a través del Corazón de Cristo (el Hijo Unigénito) y de la experiencia del amor materno de María (que reencontraremos más adelante; cfr. 293b).

147b desgracia últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
[tb/m640405]: "Las caídas proceden de la soberbia de creerse mayores, de no ser capaces de pedir ayuda al que la puede dar. Y entonces viene la desorientación y el descamino".
"En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no solo a Dios; al amigo, al sacerdote". Es una observación fruto del conocimiento de las almas y de su experiencia sacerdotal. La antítesis de ser como un niño delante del Padre, incluso en los errores y caídas, es ser un "adulto", que se avergüenza de reconocer su debilidad o sus equivocaciones. "Niño –exhorta san Josemaría–, enciéndete en deseos de reparar las enormidades de tu vida de adulto" (C, 861). La soledad de la soberbia o la cobardía de acallar la conciencia están en oposición con el sentido de la filiación divina. Si el hábito de la insinceridad predomina en un alma, tomará cuerpo el hábito contrario: "como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar". La conciencia de ser hijo de Dios que predica san Josemaría conduce a la sencillez y a la descomplicación en la vida espiritual, a la sinceridad con Dios, con uno mismo y con quien dirige nuestra alma. "Niño bobo: el día que ocultes algo de tu alma al Director, has dejado de ser niño, porque habrás perdido la sencillez" (C, 862).

147c que acreciente siempre en nosotros el últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
[tb/m640405]: "Lac concupiscite: tened hambre, deseos de ser como niños. Mirad que es el único modo de vencer la soberbia, (…) de que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande".
"Roguemos a Dios, ahora mismo, que no permita jamás que nos sintamos satisfechos…". Este párrafo 147c está redactado por el Autor con una intensidad que pide no pasar por encima de él con una lectura superficial. Es como la desembocadura de la penetrante exhortación, que san Josemaría viene haciendo en los párrafos anteriores, a avivar el sentido filial. Pide ser leído con solicitud, como queriendo conectar con el celo que inflamaba el ánimo del Autor cuando lo escribía. Son palabras en las que san Josemaría deja vislumbrar el ardor de su existencia filial. La simple consideración de los términos usados es de por sí elocuente. Basta fijarse en ese: "ahora mismo", o en esa: "ansia de su auxilio, de su palabra, de su Pan, de su consuelo, de su fortaleza". O en los verbos utilizados: "fomentad", "convenceos", "persuadíos". Nada hay –parece decirnos– como ser hijos pequeños de Dios y querer avanzar por esa vía. Al final del párrafo encontramos la razón última: "En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3). Esta es la verdadera fuente de luz –junto con los dones recibidos– de la que se nutre la doctrina sobre la que meditamos.

148a Aumentemos, últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible) || la sed de últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
[tb/m640405]: "¡Qué ocasiones aquellas! Se oye el canto litúrgico, se siente el olor del incienso, se ve a miles y miles de hombres, cada uno con un gran cirio, (…) sintiéndose niños: un niño que quizá no puede mirar a la cara a su padre. (…) No dejemos a Dios por las cosas de la tierra. ¡Hombres de Dios!, quasi modo geniti infantes. Manifestación de nuestra filiación divina, que nos lleva a buscar continuamente a Dios, y en la que reconocemos nuestra propia impotencia".

148b de paso, últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
[tb/m640405]: "Hay que aprender a ser hijo de Dios. Y tenemos el deber de dar esa formación segura a los hermanos nuestros, a los hijos míos, que les hará, en su debilidad, fortes in fide, fuertes en la fe y fecundos en las obras. Seguros en las obras y seguros en el camino, de manera que sea cual sea la especie del error más desagradable que hayan cometido, no tendrán nunca la posibilidad de abandonar el camino. Porque sabrán que solo así tendrán los brazos fuertes de su Padre".
"… hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad…". Vuelve, en efecto, san Josemaría al discite benefacere antes citado (cfr. 144c), que traducía como: "debemos aprender y enseñar a hacer el bien", el bien de sabernos y comportarnos como hijos de Dios. Acentúa ahora, más expresamente, el deber apostólico, propio de los hijos de Dios, de "transmitir a los demás esa mentalidad". Es digno de atención el término utilizado: "mentalidad", que se podría explicar como "forma de pensar" o como "estructura mental", pero que, en realidad, quiere más bien decir: "modo de ser". El sentido filial, en la vida y en la doctrina de san Josemaría, es ante todo, en efecto, un modo de ser, y en consecuencia una "mentalidad": un modo de enfocar la realidad, con la confianza y la serenidad de un hijo de Dios. Se podría decir que el sentido de la filiación divina es, en cierta manera, un modo de ser que pasa de Cristo a los cristianos, y que estos tienen el deber apostólico de transmitir. Algo semejante, en referencia a la Eucaristía, pero cercano a lo que aquí señalamos, es lo que escribe san Juan Pablo II en la Carta apostólica Mane nobiscum, 7-X-2004, n. 25.
"… retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios". "Esa senda maestra", tal como aquí se menciona, trae a la memoria la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), sobre la que san Josemaría predicaba con frecuencia. Entre la gracia bautismal de la filiación divina y la vida de infancia espiritual, está el "descubrimiento" del amor paterno de Dios, la experiencia de su misericordia, de su ilimitado afán de perdonar. Está, con otras palabras, el despertar de la piedad filial, del aprender a ser hijo pequeño del Padre, a través del Corazón de Cristo y del amor materno de María.

148c [tb/m640405]: "¿Quién de vosotros no se acuerda de los brazos fuertes de su padre? Quizás no nos harían los mimos de las madres, con sus brazos más calurosos, más dulces, pero tenía unos brazos robustos, fuertes. Señor, gracias por esos brazos duros, gracias por esas manos fuertes, gracias por ese corazón delicado y recio. ¡Iba a darle las gracias por los errores! ¡No, que no los quieres! Pero los comprendes, los disculpas".
"¿Quién de vosotros no se acuerda de los brazos de su padre?". Parece claro que este párrafo 148c, al referirse, de modo amplio, a los padres de quienes escuchaban la meditación de 1964, san Josemaría hace mención también, de modo implícito, a sus propios padres, trayendo a su memoria recuerdos entrañables de su infancia. Las buenas experiencias humanas –y la del amor de los padres hacia sus hijos es una de ellas–, nos permiten expresar, con un lenguaje analógico, algunos aspectos del trato con Dios. San Josemaría, para hablar de su vida de infancia espiritual, y de su confianza en su Padre Dios, en cuyos "brazos" se abandona como un hijo pequeño, rememora los brazos fuertes de su padre que, siendo niño, le acogían "con calor y con seguridad". En la introducción al capítulo sobre "Infancia espiritual", en C ed. PR, el editor ha señalado esa misma idea, con estas palabras: "La matriz existencial de ese caminar como un niño delante de Dios tiene una dimensión importante, según muchos testimonios, en su experiencia de Dios en el seno de su familia, en la vivencia del amor entregado de sus padres".

149a "… el Señor se contenta con que le ofrezcamos pequeñas muestras de amor en cada momento". He aquí uno de los trazos característicos de la enseñanza de san Josemaría sobre el plan de vida, practicado con espíritu filial, con sencillez y con ardor, en el fragor de la vida ordinaria: concretarlo sobre todo en frecuentes muestras de amor al Señor en cosas pequeñas, más que en grandes manifestaciones esporádicas. Constancia en lo poco más que inconstancia en lo mucho. El párrafo sucesivo, 149b, ofrece algunos ejemplos precisos.

149c "Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa". El plan de vida es un medio para fomentar la presencia de Dios y el espíritu contemplativo en medio de la actividad cotidiana. San Josemaría manifiesta en este párrafo una idea característica de su enseñanza al respecto, ligada a la plena secularidad de su espíritu, y a la ilimitada variedad de situaciones y personas a las que se dirige, todas ellas con un denominador común: su existencia, justamente, secular. De ahí la expresiva cualidad con la que describe, en general, el plan de vida, que será semejante y distinto para cada una de esas personas: "ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa". Mejor no se puede decir.

149d "Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa". Prácticas de piedad –pocas, constantes, fielmente cumplidas a diario…–, que conducen a la "oración contemplativa", a una presencia de Dios mantenida en todo momento, evocación habitual de Aquel a quien se ama. Los ejemplos propuestos por san Josemaría ("al descolgar el teléfono", etc., que él también solía vivir), pueden ser considerados por el lector como pequeñas metas en las que ejercitarse.

150a "Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor". ¿Quién puede formular un consejo como el contenido en el texto que anotamos, sino aquel que, por vivirlo personalmente, conoce su eficacia? El Autor no está hablando de sí mismo, pero sí desde sí mismo: desde la experiencia de su trato filial con Dios, un trato con "los sentimientos y las maneras de un buen hijo". Ese mismo es el trasfondo que venimos advirtiendo en la homilía desde su inicio, y que, en realidad, asoma de modo más o menos patente, por todo el libro. El trato filial con Dios es, en efecto, "un auténtico programa de vida interior", representativo de la enseñanza de san Josemaría.

150b Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad–, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible) || duda últ redac (correc sobre el texto anterior, ilegible)
"Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad–…". Advertía siempre enérgicamente el Autor –como en este párrafo– del "peligro de la rutina", del "acostumbramiento" (cfr. S, 271; F, 154), de ese estar haciendo las cosas de Dios sin buscar a Dios, viviendo como (aparente) enamorado, pero sin amor: solo con la herrumbre espiritual de la rutina, un "hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas" (Diccionario de la RAE) –sin amarlas, habría que decir–, hasta el punto de que todo se hace pesado y "antipático" (o "aparece como tremendamente estéril"). El mensaje final –muy propio de san Josemaría– es: cuando hay en nuestra vida cierto vacío de amor sacrificado y se insinúa, en cambio, como para rellenarlo y engañarnos, una "pesadilla de grandezas", es preciso volver filialmente a Dios, querer "recomenzar con humildad". En el fondo, el camino de la vida interior consiste en hacer repetidamente de hijo pródigo.

151b "En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos". "Inviernos espirituales", entendidos aquí no como auténticas "noches oscuras" –que también pueden llegar, si Dios lo quiere–, sino como periodos de frialdad u oscuridad interior, acompañados de cierta sensación de tristeza (oculta o manifiesta), y supeditados a una merma quizás consciente de la piedad filial, del sentido sobrenatural. Se advierten, a veces, en los cambios de humor no combatidos, en el diálogo sutilmente admitido con los temores y las tentaciones de la edad madura, en las crisis personales que se alargan demasiado tiempo sin acabar de afrontarlas, etc. De ahí el consejo de aferrarse, junto con la humildad y sinceridad, a "unas prácticas piadosas sólidas" (palos pintados de rojo en medio de la nieve), "hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar" (151c).

152a "Pues a los que atraviesan esa situación, y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ¡Gran cosa! El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos". El argumento desarrollado en estos párrafos finales recuerda, en su significado general –y no tanto en los matices propios que aporta el Autor– a una temática tratada muchas veces en la literatura, y expuesta con particular maestría por P. Calderón de la Barca en su auto sacramental El gran teatro del mundo (1641). El mundo, visto como el entrecruzarse de vidas y vicisitudes, es como un escenario en el que cada uno va representando el papel que le corresponde, de acuerdo con las cualidades y dones recibidos de Dios. No es exactamente eso lo que dice aquí san Josemaría, aunque sí aconseja considerar –cuando la personal vida de piedad y la lucha cristiana parece una comedia, pero, cabría añadir, también en situaciones más benignas–, que todo lo nuestro discurre ante la mirada paterna de Dios. Ante tal espectador, parece decirnos san Josemaría, hay que esforzarse en ser y comportarse como hijos: representar el buen papel "con gallardía" (152b), aunque exija a veces más esfuerzo.

152c "No me importa contaros que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo". Habla san Josemaría desde la experiencia de su propia vida, llena de gracias y de dificultades, vivida cara a Dios. De ordinario, es decir, siempre, ha ido "a contrapelo": contra la tendencia natural, contra lo que apetece, contra el propio gusto…, pero por amor a Dios. Y de nuevo el consejo: "Quédate tranquilo", que es como decir: esa es la realidad de la vida interior, la verdad de la lucha de los santos, la experiencia mayor o menor de cuantos quieren seguir a Cristo con la cruz: ir a contrapelo, obrar por Amor.

153a adiutori 1ª ed. ] adiutorio últ redac || Dios, sobre últ redac (se incluye a partir de la 3ª ed.) ] Dios sobre penúlt redac
[tb/m640405]: "Iubilate Deo. Exultate Deo adiutori nostro. Señor, quien no me entiende, no entiende de amores, ni de pecados, ¡ni de miserias! Yo soy un pobre hombre, y entiendo de pecados, de amores y de miserias. ¿Sabéis lo que es estar levantado hasta el corazón de Dios? ¿Sabéis lo que es que yo me enfrente con Dios? ¿Sabéis lo que es poder decirle las cosas, irse a quejar a Dios? (…) Pero son quejidos de confianza, porque sé que cuando estoy fuera de tus brazos, tropiezo".
"¿Sabéis lo que es estar levantado hasta el corazón de Dios? ¿Comprendéis que un alma se enfrente con el Señor, le abra su corazón, le cuente sus quejas?". Son actitudes de un hijo metido en su Padre Dios, aprendidas de Cristo ("el modo de proceder que nos enseña el Evangelio", 153b). Retorna el texto a lo que ya leímos en sus comienzos: "la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía" (143a). Sobre la oración que transcribe aquí san Josemaría, y que estuvo frecuentemente en sus labios ("hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén"), remitimos al documentado comentario escrito por Pedro Rodríguez en C ed. PR, p. 691.

153b [tb/m640405]: "Este es el Evangelio puro, la picardía más santa, y esta es la única eficacia de nuestro trabajo. Y esta es la fuente de nuestro amor y de nuestra paz. Y este es el camino por el cual podemos llevar el amor y la paz a los hombres. Y solo por esto podemos poner la última piedra. ¡Y solo por esto podemos santificar el trabajo y buscar en él la santidad y el amor! La santa desvergüenza del niño. Los mayores tienen una vergüenza que es despreciable".

153c pax 1ª ed. || Pax últ redac

 «    Vivir cara a Dios y cara a los hombres    » 

154a [tb/m631103]: "Hijos míos, aquí estamos, consummati in unum, comenzando a trabajar con deseo grande de ser eficaces, y con deseo grande de llevar, desde el corazón de la Obra, un latido lleno de fortaleza a todos los rincones de nuestra labor".
"… fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra…". Los destinatarios de la meditación en la que se apoya la homilía, formaban parte en aquel momento del Consejo General del Opus Dei; eran, por tanto, personas cuya responsabilidad de gobierno y formación se extendía a todos aquellos lugares donde se desarrollaba entonces (1963) el trabajo apostólico de la Obra, es decir, a una buena parte del mundo. San Josemaría, con la imagen del "latido lleno de fortaleza", que evoca la actividad vivificante del corazón en el cuerpo, les recuerda, ante todo, que, en cualquier circunstancia pero, en especial, en la actividad apostólica, la oración es lo primero ("La acción nada vale sin la oración", "Primero, oración", ha escrito en C, 81-82). Aunque la homilía no solo se dirige, como aquella meditación, a los miembros del Opus Dei, sino a todos los cristianos, las ideas de fondo –y hasta, en buena parte, el modo de expresarlas– no sufren alteración: entonces y ahora se está hablando de algo propio de todos los hijos de Dios, como es el deber apostólico. La mención del dogma de la Comunión de los Santos pone fundamento firme a la voluntad manifestada de querer llegar, con la fuerza de la oración, "a todos los lugares de la tierra".

154b [tb/m631103]: "Por eso, es razonable (…) que esta mañana pensemos un poco, (…) para aprender de la vida del Señor algunas virtudes que deben resplandecer en la vida nuestra".
"Es razonable que pensemos en nuestro modo de imitar al Maestro". Ha comenzado la homilía dirigiéndose a Cristo, presente en la Eucaristía, y haciendo actual, en unidad con los oyentes, "el deseo renovado de ser instrumentos eficaces en sus manos". La eficacia apostólica del cristiano solo puede venir de la unión efectiva –por la vía de la gracia–, y afectiva –por la vía del amor y la imitación– con Jesucristo. Es lógico, en consecuencia ("es razonable", señala el Autor), detenerse a considerar, supuesta la gracia, "nuestro modo de imitar al Maestro", con afán de mejorarlo, "si de veras aspiramos a extender el reinado de Cristo". En todo caso, hay que reafirmar lo que ya conocemos: toda la enseñanza de san Josemaría es cristocéntrica; arranca, prosigue y finaliza en Jesucristo.

155a [tb/m631103]: "Leemos en el pasaje del Evangelio de Mateo de la Misa de hoy (Math. XXII, 15-21): Tunc abeuntes pharisaei, consilium inierunt ut caperent eum in sermone. No olvidéis que este sistema de los hipócritas (…) es corriente. La mala hierba de los fariseos creo que no se extinguirá jamás; tiene una fecundidad prodigiosa. Quizá el Señor permite que esta mala hierba crezca dentro de los límites de su campo, para hacer prudentes a los hijos suyos. Y (…) los que vais a dar criterio, a fortalecer, a quemar, a corregir, a alabar, necesitáis todavía más prudencia".
"Y precisamente así, como apóstol, tomando ocasión de las circunstancias de su quehacer ordinario, ha de actuar un cristiano con los que le rodean". Si es propio de la persona prudente pedir consejo a quien puede dárselo, para determinar del mejor modo los objetivos y los medios de su actuación, es también de su incumbencia dar consejo a los demás, que se lo pedirán a la vista de su ponderación y discreción. San Josemaría considera que así –serenos, equilibrados, amables: en una palabra, prudentes– han de mostrarse los hijos de Dios ante los demás, a los que, precisamente por eso, podrán (y, con sentido apostólico, desearán) aportar lo que tienen: "dar criterio, fortalecer, corregir, encender, alentar". ¿En qué ocasiones deberá actuar así el cristiano? La respuesta de san Josemaría, conociendo su espíritu secular, solo puede ser una: "tomando ocasión de las circunstancias de su quehacer ordinario".

155b [tb/m631103]: "En este momento alzo mi corazón a Dios, y pido, por mediación de la Virgen Santísima –que está en la Iglesia, pero sobre la Iglesia, entre Cristo y la Iglesia, para proteger, para reinar, para ser Madre de los hombres como lo es de Dios, Señor Nuestro–, pido que nos dé prudencia (…): nos hace falta, nos hace falta".
"Alzo en este momento mi corazón a Dios y pido, por mediación de la Virgen Santísima…". Pide san Josemaría para él y para todos los cristianos la virtud de la prudencia, en cuanto eficaz y necesaria cualidad para dirigirse rectamente por el camino de la santidad, y dirigir también a otros por dicha vía, con sentido apostólico. La pide especialmente para "los que, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, deseamos trabajar por Dios". Esa formulación merece un breve comentario, pero antes es preciso aludir a la mención de la "mediación de la Virgen Santísima", así como al "inesperado" paréntesis mariológico que la acompaña. La referencia a Santa María como Madre de Cristo y Madre espiritual de los hombres, y a su función mediadora, subordinada a la de su Hijo, único Mediador, es usual en el magisterio (cfr., por ejemplo, Lumen gentium, 62). Es asimismo frecuente en la enseñanza de san Josemaría (ya hemos tratado este punto en "Introducción General", Primera Parte, 5, a.2, que retomaremos al comentar la homilía Madre de Dios, Madre nuestra, 274-293; se puede cfr., también, ECP ed. AA, 142). El paréntesis o inciso mariológico, ("que está en la Iglesia, pero sobre la Iglesia: entre Cristo y la Iglesia, para proteger, para reinar, para ser Madre de los hombres, como lo es de Jesús Señor Nuestro"), que hemos denominado "inesperado" por el contexto en que aparece, debe ser visto, a mi entender, como un desahogo filial del Autor, motivado por algunas opiniones que se dejaban oír entonces (segunda mitad de 1963), en la opinión pública, durante los debates conciliares en torno al futuro capítulo VIII de Lumen Gentium, dedicado a La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Algunos parecían postular un "rebajamiento" doctrinal y pastoral del puesto y función de la Virgen en la Iglesia, lo que era causa de gran pena para san Josemaría, que veía en aquellas voces una falta de amor a Nuestra Madre y una fuente de desorientación para los fieles. No fue esta meditación de 1963 la única ocasión –hubo otras muchas– en que, ante sus hijos u otros interlocutores, para fortalecer su fe, salió al paso de esas dificultades, recordando la doctrina mariológica enseñada por la Iglesia: María, además de Madre de Cristo, es con nosotros discípula de Cristo ("está en la Iglesia"), pero justamente por ser la Madre de Cristo y haber sido dada por Él a la Iglesia como Madre, está "sobre la Iglesia: entre Cristo y la Iglesia, para proteger, para reinar". Como es sabido, el Concilio Vaticano II, al aprobar en noviembre de 1964 el texto de la Constitución dogmática Lumen Gentium, reafirmó en su n. 53 la doctrina tradicional, al saludar a Santa María "como miembro prominente y del todo singular (‘supereminens prorsusque singulare membrum’) de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima".
"… pido que nos conceda esa prudencia a todos, y especialmente a los que, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, deseamos trabajar por Dios". En 1934, en una de las Instrucciones dirigidas a sus hijos, san Josemaría había escrito: "Somos una inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad, para que vayáis –hombres y mujeres de Dios– (…) a inmunizar de corrupción a todos los mortales y a iluminar con luces de Cristo todas las inteligencias" (Instrucción, 19-III-1934, n. 42). El texto que ahora comentamos retoma, como es evidente, la misma idea. Los textos de san Josemaría más que de la noción de secularidad en general o en abstracto –es decir, más que de los perfiles intelectuales de la noción– dan sobre todo razón de qué significa configurar cristianamente el mundo, y de cómo hacerlo desde el espíritu plenamente secular del Opus Dei. Esa es la misión –recuerda también aquí el Autor– de "los que deseamos trabajar por Dios", siendo uno más entre sus iguales como "ciudadano de la ciudad de los hombres", pero también "otro Cristo", y "con el alma llena del deseo de Dios" (ECP, 99a). En el pensamiento del fundador esos dos aspectos (ser un ciudadano más en medio de la sociedad, y trabajar de lleno por el reino de Dios), que considerados por separado no necesitarían de la referencia al otro para estar dotados de significado propio, forman necesariamente unidad, y solo así son expresivos de su espíritu fundacional.

156a [tb/m631103]: "Et mittunt ei discípulos suos cum herodianis dicentes: Magister… Y mirad con qué hipocresía: Magister. Así. Se fingen amigos, se fingen admiradores, le dan un tratamiento que se da a la autoridad de la que se puede esperar una lección. Magister, scimus quia verax es. ¡Qué indelicadeza, ¿eh?! ¿Habéis visto hipocresía más grande? Tened cuidado, hijos míos. Yo no quiero que seáis cautelosos, pero sí que sintáis sobre vuestras espaldas, recordando aquella imagen del Buen Pastor que aparece en las catacumbas, no una oveja, sino la Obra entera".
"No seáis cautelosos, desconfiados; sin embargo, debéis sentir sobre vuestros hombros –recordando aquella imagen del Buen Pastor que aparece en las catacumbas– el peso de esa oveja, que no es un alma sola, sino la Iglesia entera, la humanidad entera". Entre desear trabajar por Dios y sentir sobre los hombros el peso de la Iglesia, expresiones materialmente próximas en estos pasajes de la homilía, hay, en verdad, en la mente del Autor, una aún más profunda cercanía conceptual. Trabajar por Dios, según aquello de 1Tm 2, 4: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad", significa empeñarse en atraer a todos a la luz de Cristo, conducirlos a la salvación, que es justamente la razón de ser de la Iglesia en la tierra. Trabajar por Dios es inseparable de sentir, como responsabilidad propia, el desvelo por la Iglesia (cfr. 2Co 11, 28). Para este trabajo pide a Dios prudencia san Josemaría: prudencia para atraer a las personas a la verdad, respetando su libertad; un comportamiento, en definitiva, que no tiene nada que ver con actitudes cautelosas y reservadas, temerosas, y menos aún con la astucia engañosa de aquellos que acudían a Cristo con insinceridad.

156b [tb/m631103]: "Y entonces sí que seréis prudentes (…) y tendrán que llamaros Magister, y (…) deciros: quia verax es, porque tú eres hombre de verdad".
"Al aceptar con garbo esta responsabilidad, seréis audaces y seréis prudentes para defender y proclamar los derechos de Dios". Esa "responsabilidad", conforme a lo que estamos leyendo, es la de "trabajar por Dios", sintiendo el peso de las almas. Es una actitud que requiere indudablemente prudencia (sensatez, discernimiento), pero también, como indica el Autor, audacia, atrevimiento; la prudencia apostólica no casa, en efecto, con el apocamiento o la timidez. Establecer el contenido de la fórmula "defender y proclamar los derechos de Dios", que parece ser equivalente, en este párrafo, al de "trabajar por Dios", y, con mayor razón, al de sentir sobre los hombros el peso de la humanidad, requiere plantear cuál es el significado de "los derechos de Dios", es decir, de lo que le corresponde justamente por ser quien es. La cuestión, planteada desde la perspectiva de la fe, habría que comenzar a pensarla preguntándose por "los derechos de Dios" en cuanto Creador y Padre, lo que conduce a defender y proclamar la verdad del orden creado, la ley natural, la dignidad de la persona, etc.; y habría que preguntarse también por "los derechos de Dios" en cuanto Redentor; etc. El panorama del apostolado cristiano, del trabajar por Dios y defender sus derechos es, desde esa perspectiva, inmenso, aunque también es, al mismo tiempo, concreto y cercano, pues a cada uno –como reitera una vez y otra san Josemaría– le corresponde llevarlo a cabo allí donde se encuentra, sin salir de su sitio, asumiendo como hombre honrado y como cristiano, con prudencia y audacia, el deber de proclamar y defender la verdad.

157b "No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas". Con ánimo de ilustrarle y exhortarle, va abriendo san Josemaría ante el lector un abanico de posibilidades de ejercicio responsable de la prudencia cristiana. Prudencia y audacia apostólica; prudencia y prontitud de la caridad; prudencia y resolución de la fortaleza; prudencia y llaneza de la sinceridad. El buen samaritano es el ejemplo patente –tomado de los labios mismos de Cristo– de la voluntad de implicarse ante algo que no va, de la no inhibición allí donde se advierte necesidad de ayuda humana y espiritual, en el terreno familiar, social, político, etc. La frase final del párrafo (la que encabeza esta anotación) recoge un principio básico de actuación con la prudencia de los hijos de Dios.

157c [tb/m631103]: "Una manifestación de la prudencia (…) es aplicar la medicina –siempre que se necesite– totalmente, después de dejar al descubierto la llaga y de apretar desde lejos, y luego más cerca y más cerca, hasta que salga todo el pus, y quede limpia".
"La prudencia exige que, siempre que la situación lo requiera, se emplee la medicina, totalmente y sin paliativos, después de dejar al descubierto la llaga". La práctica de la prudencia, como recta ordenación de fines y medios, e impulso al ejercicio de las demás virtudes, es necesaria para la actuación responsable de cualquier persona. Pero su buen ejercicio es particularmente obligado en el caso de personas que, por razones familiares, o de gobierno y formación, tienen a su cargo a otras personas, a las que se debe conducir al buen obrar que es la base del buen vivir. Al leer este párrafo es preciso recordar que, en su origen, san Josemaría predicaba estas ideas a personas ocupadas en funciones de dirección. El ejemplo que pone –el modo de actuar del buen médico ante la herida– tiene presente en especial la tarea de guiar espiritualmente a otros, con sentido de responsabilidad, con respeto a su libertad, con finura y delicadeza, con valentía y también con la prudencia de atreverse a curar cuando es necesario, sin inhibirse, dando todo negligentemente por bueno. El ejemplo vale para cualquier tiempo y lugar.

158a [tb/m631103]: "Aplicad la medicina neta, pero obrad con manos de madre, con delicadeza. Si es preciso esperar unas horas, se espera. Pero no más de unas horas, porque si no ya no sería prudencia, sería comodidad. Por eso no es posible que los hijos míos que tienen misión de gobierno sean cobardes para pulir la herida del hermano enfermo".
"Rechazad todos, y principalmente los que os encargáis de formar a otros, el miedo a desinfectar la herida". Quizás sea esta la peor de las tentaciones interiores para quien tiene función de formar a otros: la de no atreverse a poner los medios necesarios para curar una herida, enderezar una trayectoria equivocada, y evitar ulteriores daños. El miedo a corregir, a que su intervención no sea bien acogida o el temor a contristar, prolonga el mal que pedía ser reparado, y esa complacencia cobarde abre camino a otros males. La prudencia, informada por la caridad, es, como esta, paciente y amable (cfr. 1Co 13, 4), pero es también animosa y valiente.

158b [tb/m631103]: "Y es posible que alguien susurre al oído a los que no saben curar: Magister, … quia verax es… Y ni son maestros, porque no enseñan, ni son verdaderos, porque creen que es exageración lo que la experiencia, la edad y la ciencia de gobierno, y el conocimiento de la flaqueza humana, y el amor por cada oveja me hace a mí decir".
"Es posible que alguno susurre arteramente al oído de aquellos que deben curar, y no se deciden o no quieren enfrentarse con su misión: Maestro, sabemos que eres veraz…". Es otra grave tentación, venida esta vez desde fuera, la que ahora es señalada por el Autor: el irónico elogio del mal hacer, la aprobación de un silencio que es más bien complicidad, el aplauso a la pasividad… No es raro que esta dificultad se presente bajo ropaje de cambio cultural, de progreso social o de superación de pasados tabúes. Si se acumula a la anterior tentación –lo que no es difícil, porque el temor a actuar acepta toda posible justificación–, queda impedido el arte del buen gobierno, pues la prudencia ha quedado diluida en dejación.

158c [tb/m631103]: "Eso es imprudencia. Prudencia es escuchar la palabra de la vejez que comienza, de la experiencia antigua, de la vista clara, de la lengua sin ataduras".
"A los falsos maestros les domina el miedo de apurar la verdad". La actitud personal ante la verdad conocida (de aceptación y compromiso, o de rechazo y desvinculación) es la piedra de toque de los comportamientos morales. La frase de san Josemaría que anotamos, considerada en sí misma y en el contexto en que se encuentra, apunta directamente al centro de la cuestión. El falso maestro, por su preocupación a quedar mal, por el qué dirán, por aprensión a ser calificado quizás de rigorista o de atrasado, diluye en complacencia y, a veces, en "buenismo", la responsabilidad moral ante la verdad: en realidad, tiene "miedo de apurar la verdad" y sus concretas exigencias.
"No se acuerdan de que la virtud de la prudencia exige recoger y transmitir a tiempo el consejo reposado de la madurez, de la experiencia antigua, de la vista limpia, de la lengua sin ataduras". Enseña santo Tomás de Aquino (cfr. S. Th., II-II, q. 47, a. 8) que a la prudencia, como recta razón en el obrar, le corresponden tres actos: el primero, pedir consejo, lo cual implica indagar; el segundo, juzgar el resultado de la indagación; y el tercero, imperar: aplicar a la operación el resultado de la búsqueda y del juicio (este último, siendo el acto principal de la razón práctica, lo es también, por consiguiente, de la prudencia). Atendiendo al primero de esos actos, hay que señalar como hace san Josemaría, que tan propio de la prudencia es pedir consejo oportuna y tempestivamente ("a tiempo"), y a quien puede darlo (la persona sabia y experimentada), como transmitirlo a otro cuando es preciso, con rectitud y libertad.

159a [tb/m631103]: "Scimus quia verax es, et viam Dei in veritate doces. ¿Habéis visto cinismo como este? Van ut caperent eum in sermone. Le dicen estas cosas maravillosas, que solo podrían salir noblemente de labios adictos, de corazones limpios. ¡Ay, hijos míos! Que no seáis cautelosos, pero que seáis prudentes; que no os dejéis engañar por las apariencias. Et non est tibi cura de aliquo: non enim respicis personam hominum. ¡Tú no haces distinción, tú has venido para todos los hombres, a ti no te detiene nada para decir la verdad y enseñar el bien!".
"Me paro de intento en estos matices, para que aprendamos a no ser recelosos, pero sí prudentes". Vistos en el ámbito del ejercicio de la función de formar, educar, dirigir a otros en el camino de la verdad y el bien, son matices no insignificantes los que señala el Autor. No es posible desempeñar tales funciones siendo recelosos, pues el recelo lleva consigo desconfianza, prejuicio, suspicacia, que imposibilitan obrar rectamente. En cambio, es preciso aprender a ser prudentes, lo que supone actuar con moderación, equilibrio, discernimiento. Así, pues, como se lee en el párrafo sucesivo: "prudentes, sí; cautelosos, no".

160a [tb/m631103]: "Hijos míos, si no le sacamos en cada momento al Evangelio Santo consecuencias para la vida actual, es porque no lo meditamos suficientemente. Sois jóvenes algunos, en la madurez otros. Unos y otros estáis dando buenos frutos. Yo estoy contento de todos. Todos ponéis en la vida vuestra el sacrificio, el talento que el Señor os ha dado, el celo por las almas, pero no será la primera vez que yo vea que los hijos míos se dejan engañar por los que vienen con esa mezcla, pharisei cum herodianis".
"Si en cada momento no sacamos del Evangelio consecuencias para la vida actual, es que no lo meditamos suficientemente". San Josemaría ha tomado como uno de los puntos de referencia de esta homilía (lo cita en diversas ocasiones) el pasaje de Mt 22, 16ss., que comienza diciendo: "Y le enviaron [los fariseos] a sus discípulos, con los herodianos, a que le preguntaran: –Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar por nadie, pues no haces acepción de personas". La consecuencia que ahora está considerando, confrontando en esa escena la actuación de aquellos fariseos y herodianos con la de Jesús, es la de comportarse con rectitud en todo momento, con prudencia y serenidad, aun sabiendo que en ocasiones habrá quienes no nos corresponderán con la misma actitud. Se fija, de modo implícito, en el comportamiento de Jesús, e insta a todos (primero a quienes asistían a la meditación originaria, y luego a los lectores de la homilía) a intentar obrar como Él actuó, a procurar adecuar nuestra conducta a la Suya, es decir, poniendo rectitud, espíritu de sacrificio, afán apostólico, celo por las almas.

160b [tb/m631103]: "Sed prudentes, obrad con la rectitud que a mí me encanta y que yo veo en vuestras vidas. Sed discretos en el hablar, y llegad al fondo con vuestros hermanos, no os quedéis en la superficie. Mirad que hay que contar con el dolor ajeno y con el propio si, con prudencia, se tiene que cumplir el deber".
"Sed prudentes y obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios". Ser prudentes supone, como venimos viendo, obrar con rectitud, con empeño por ordenar las propias obras en referencia a la verdad. También la sencillez y naturalidad forman parte del mismo entorno –el del comportamiento de los hijos de Dios–, en el que asimismo se inscribe la sinceridad, a la que tantos pasajes se dedican en este libro. Cfr. V. BOSCH, "Para una teología de la sinceridad a través de los escritos del beato Josemaría", Annales Theologici 16 (2002), pp. 165-183.

161a [tb/m631103]: "Yo no os oculto que sufro antes, mientras y después, y no soy un sentimental. Pero me consuela pensar que las bestias no lloran, lloran los hombres, hijos de Dios. Y entiendo que vosotros también tenéis que sufrir para cumplir el deber; es muy cómodo ese evitar el sufrimiento: ese huir, huir del dolor, quizá con la excusa de no producirlo".
"Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas". La última frase del párrafo enuncia, con singular expresividad, el postulado moral en el que el Autor está (y seguirá) insistiendo: en la formación y guía espiritual de las personas, la prudencia y la caridad exigen llegar con delicadeza al fondo de las cosas, sin rehuir –por comodidad o por temor– las eventuales dificultades que se pueden presentar. La cruz que, en seguimiento de Cristo, ha de tomar sobre sus hombros el formador de otros, supone en ocasiones –por amor a la verdad– pasar el "mal trago" (el sufrimiento) de manifestar y corregir lo que va mal, aunque hacerlo vaya a causar pena al que habla y al que escucha. La severa formulación final trae a la memoria el no menos duro pasaje del profeta Isaías (cfr. Is 56, 9-11), que califica a los malos pastores de "guardianes ciegos", "perros mudos, incapaces de ladrar", "amigos de dormitar", que dejan a las ovejas desprotegidas frente a los "perros voraces" y a las "fieras todas del campo". A la prudencia y caridad en el decir las cosas con delicadeza, pero sin rehuir la verdad, exhortaba con mucha fuerza san Josemaría cuando, en el terreno doctrinal o en la praxis moral o disciplinar, estaban en juego la paz de las conciencias y la felicidad terrena y eterna de las almas. Una de las razones por las que quiso nombrar a santa Catalina de Siena intercesora del Opus Dei, fue precisamente "porque supo heroicamente hablar", con amor y con claridad diáfana (cfr. Carta a Florencio Sánchez Bella, 10-V-1964, en VdP, 3, p. 532).

161b [tb/m631103]: "Aquí hay varios médicos. Perdonadme si vuelvo yo a la medicina: en todo caso, la comparación va. Primero limpiar bien, bien; no solo la herida, sino alrededor, hasta bastante distancia; y afeitar si es preciso, quitar el vello. Luego, lejos de la llaga, apretar –que duele ya lo sabemos, dolerá más después–. (…) Aquello pica –como dicen en mi tierra–, hace daño, mortifica, pero hay que hacerlo: es la desinfección".

161c [tb/m631103]: "Y esto en pequeñas heridas sin importancia. Decidme, en las cosas grandes de la vida del alma, en cosas considerables de la vida de un hombre, ¡si habrá que limpiar, si habrá que apretar, si habrá que pulir, si habrá que medicar, si habrá que sufrir! ¡Y la prudencia nos exige hacer todo esto, y no huir del deber, que es una falta de prudencia, y una falta de justicia y de fortaleza!".
"La prudencia nos exige intervenir de este modo y no rehuir el deber". Continúa el ejemplo fecundo de los cuidados de las heridas del cuerpo, para ponderar las necesarias atenciones del alma, especialmente en las "cosas grandes" en las que está en juego su vida saludable. Insiste con perseverancia el Autor: prudencia no es disimulo o fingimiento, ni temor, ni mirar a otro lado. Prudencia es amor y defensa de la verdad, aun con sufrimiento. La prudencia, informada por la caridad, y como "genitrix et auriga virtutum", protege y fomenta también la práctica de las otras virtudes cardinales (justicia, fortaleza y templanza).

161d [tb/m631103]: "Que sí, hijos míos, que necesitamos todas las virtudes, por lo menos en potencia. –Padre, ¿y con flaquezas? –Hijos míos, ¿acaso no puede curar un médico que esté enfermo, con una enfermedad crónica? ¿No puede curar a otros enfermos? ¡Claro que los cura! Le basta tener la ciencia y ponerla en práctica".

162a [tb/m631103]: "Tú puedes tener errores –yo los tengo, y muchos–, errores que no tienen importancia si se lucha por quitarlos, aun cuando no se llegue a quitarlos. Y tú, ¡con errores!, puedes curar las grandes deficiencias de los otros. No hacerlo es imprudencia, es una falta de una virtud capital para gobernar".
"Al reconocerte tan flaco como ellos –capaz de todos los errores y de todos los horrores–, serás más comprensivo, más delicado y, al mismo tiempo, más exigente". Una impronta primordial del Maestro interior (el Espíritu Santo) en el alma en gracia, ligada al don de la filiación divina, es la aceptación de la propia pequeñez y el sincero reconocimiento de la personal debilidad. Donde hay gracia y rectitud de intención, hay también certeza de no ser mejor que los demás. "El que piense estar en pie, que tenga cuidado de no caer", enseña san Pablo (1Co 10, 12). La persona prudente (y humilde), que ha de guiar a otros en el camino de la santidad, tiene presente –como leemos en estos pasajes de san Josemaría– que está muy necesitada de seguir luchando. La lección magistral viene del Señor: "Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19).

162b [tb/m631103]: "Y eso, viviendo perfectamente lo que dicen [y no hacen] esos hipócritas: non respicis personam hominum… No tenemos que hacer acepción de personas, no señor, nos interesan todas –especialmente a cada uno su pusillus grex–, ¡todas sin excepción!".
"Es decir, rechazaremos por completo la acepción de personas –¡nos interesan todas las almas!–". La acepción de personas, que somete las razones objetivas a las subjetivas, y favorece más a unos que a otros por motivos particulares, sin atender a lo que es justo, es por eso mismo fuente de arbitrariedades: es la antítesis de la conducta prudente, especialmente en el terreno en el que están situados estos pasajes de la homilía: el de la guía espiritual. La exclamación del Autor: "¡nos interesan todas las almas!", es, en ese sentido, un criterio ineludible. San Josemaría empleaba también esa expresión –y ese sentido está asimismo presente en el texto que anotamos– para subrayar la extensión sin barreras del apostolado cristiano, como servicio a todas las almas. Ya lo hemos encontrado anteriormente: "He predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación" (9b); pasajes análogos son habituales en sus escritos.

163a [tb/m631103]: "Et viam Dei in veritate doces. Doces: enseñar, enseñar, enseñar, enseñar. No importa que vean tus defectos, los tuyos y los míos: yo tengo el prurito de publicarlos. Y con defectos, con errores, debemos docere viam Dei. Enseñar el camino de Dios. Y enseñarlo como se enseña en el Opus Dei, que es como lo enseñó Jesucristo. Primero –a pesar de nuestros defectos, de nuestros errores visibles– con el testimonio de la vida nuestra: coepit facere. Después predicaremos la teoría: docere".
"… primero, y a pesar de nuestros errores visibles, con el testimonio de la vida nuestra; luego, con la doctrina, como Nuestro Señor, que coepit facere et docere, comenzó por las obras, y más tarde se dedicó a predicar". Lee el Autor este versículo inicial de los Hechos de los Apóstoles dándole –en referencia a la actuación de los cristianos–, un sentido espiritual peculiar, usual en sus textos: primero –con prioridad no tanto temporal cuanto lógica– es el testimonio del ejemplo y luego el de las palabras. Por ejemplo, en ADD, 115b hemos leído: "Jesucristo coepit facere et docere: antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras"; y de modo semejante, en ECP, 182b, escribe: "Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere, primero enseñó con obras, luego con su predicación divina". Del mismo modo, retomando el hilo del ejercicio de la prudencia en la dirección de las almas, lo primero es el ejemplo de una vida de lucha, sin que obste la evidencia de la propia debilidad.

163b [tb/m631103]: "Hijos de mi alma, ¡hala! Después de saber que el Padre os quiere mucho –y que el Padre del cielo más, porque es infinitamente bueno, infinitamente Padre–, después de decir que no os tiene que echar nada en cara, sí os tiene que enseñar a amar a Jesucristo y al rebaño; porque en esto creo que no me ganáis; me emuláis, pero no me ganáis. Porque la obligación de vivir esas virtudes, la virtud de la prudencia también, a mí me urge tanto como a vosotros".
"Y al insistiros en la necesidad de practicar las virtudes, no pierdo de vista que a mí esa necesidad me urge también". La idea es continuación de lo anterior. El Autor nos insta a poner en nuestros ojos –como él en los suyos– el colirio de la propia debilidad, como fundamento de la eficacia del buen gobierno.

164a [tb/m631103]: "A un necio le oí decir alguna vez que la experiencia sirve para hacer el mismo error cien veces. (…) La experiencia sirve para escarmentar, para hacer el bien, para ser más santos. Que de la experiencia de estos años de vuestro mandato, hijos míos, saquéis, con el amor de Dios, una ilusión muy grande por cumplir el deber aunque cueste. Sin cobardía, no huyendo del dolor que eso nos produce, ni asustándonos del que puede producir en los demás el curar las heridas".
"… una ilusión más firme de proseguir en el cumplimiento de vuestros deberes y derechos de ciudadanos cristianos, cueste lo que cueste: sin cobardías, sin rehuir ni el honor ni la responsabilidad…". Podría parecer una enseñanza teórica si no supiéramos que ese comportamiento ha sido vida real de san Josemaría, extensamente relatada por sus biógrafos; vida asimismo de tantos que han seguido su camino y sus consejos. Esa llamada a proseguir en el cumplimiento del deber, no obstante las dificultades, "para ser justos, para vivir la caridad, para servir eficazmente a Dios y a todas las almas" (164b), será siempre regla de precepto del prudente discípulo de Cristo, según aquello de san Pablo: "continúo esforzándome por ver si lo alcanzo (…); olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús" (Flp 3, 10-14).

165b "No hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres". Detrás del texto de san Josemaría se advierte la positiva y profunda concepción de la secularidad cristiana, propia de su espíritu. Sostiene además el Autor una doctrina clara y compartida en la espiritualidad cristiana. El amor y servicio a Dios, y el amor y servicio al prójimo, no son realidades idénticas, pero tampoco son separables. La distinción debe ser mantenida y defendida, pero eso no significa una separación entre ambas. El amor a Dios comporta necesariamente el amor hacia el prójimo como realización concreta, en el plano histórico, de la relación con Dios, y recíprocamente. Se debe decir, con Scheffczyk, que el divino se revela en el del prójimo porque cada humano recibe finalmente su dignidad de la capacidad de relación dialogal con Dios, que se hace visible en el prójimo (cfr. L. SCHEFFCZYK, "Image et ressemblance dans la théologie et la spiritualité d’aujourd’hui", en "Image et ressemblance", Dictionnaire de Spiritualité, VII, cols. 1401-1472; aquí, 1470-1472).

165c "También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales". De la noción de unidad de vida, conforme a la doctrina de san Josemaría, se ha hablado, con cierta extensión, en páginas precedentes (cfr. "Introducción General", Primera Parte, 5, g), y no es preciso detenernos de nuevo en su análisis. Al señalar en el texto que "es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales", el Autor está también describiendo, en cierto modo, su significado nocional y práctico. Es una noción central en su enseñanza, y una verdadera aportación conceptual a la praxis espiritual cristiana; desde 1928 es asimismo una pauta de vida santificada, convertida en realidad en incontables existencias. Ya solo por esto la teoría y la práctica de la unidad de vida, conforme a la enseñanza del fundador del Opus Dei, ha de tener un lugar propio en la teología espiritual y en la historia de la espiritualidad cristiana.

166a "No cabe escudarse en razones aparentemente piadosas…". Amor y servicio a Dios y a los hombres, como ya ha sido mencionado, ni se confunden ni se excluyen mutuamente. De manera análoga, como comenta aquí el Autor, en ningún modo se oponen la justicia para con Dios y la justicia para con los hombres. Dios tiene sus derechos "como Creador y Padre Nuestro", que no se contradicen con los de los hombres. Tan falsa sería una aparente religiosidad que despojara al hombre de la dignidad y el respeto que le pertenecen, como lo sería un fingido humanismo que pretendiera sustraer a Dios el honor y la reverencia debidos. El principio básico de la justicia (y de la conciencia cristiana) establecido por Jesucristo: "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (cfr. Mt 22, 21), permitiría también ser enunciado sustituyendo "César" por "hombre".

166b "Todo lo que sea para honrar al Señor les parece excesivo. No les hagáis caso: vosotros continuad vuestro camino". El Autor está escribiendo en un momento histórico en el que, con motivo de la aplicación de la reforma litúrgica consiguiente al Concilio Vaticano II, no faltaban voces contrarias a la generosidad en el culto divino, "¡en nombre de la funcionalidad, cuando no de la caridad!". San Josemaría, por el contrario, siempre practicó y promovió una actitud desprendida y, en lo humanamente posible, magnánima, en todo lo referido al culto, en especial al eucarístico. De ahí que anime, en este pasaje, a no escuchar esas voces, que, por otra parte, nunca se han dejado de oír en algunos ámbitos. Un ejemplo al respecto se lee en una anotación que escribe el P. A. de San José, OCD, en su edición (1793) de las cartas de santa Teresa de Jesús, donde dice: "Siempre lo piadoso suele ser objeto de la humana codicia, y solo se juzgan defraudadas las Repúblicas, cuando se dedican los caudales para el culto Sagrado. Gastaba la Magdalena en galas y profanidad lo que hoy muchas que la imitan, y nadie que sepamos murmuró de su desperdicio; pero apenas empleó un poco de nardo para el Divino obsequio, ya lo tuvieron por perdición: Ut quid perditio hac? Gastarán las Magdalenas cuanto tienen, y más, por agradar al mundo, y se da por bien gastado; pero si esas mismas ya reconocidas quisiesen dedicar eso al culto Divino, no quedará fariseo que no censure, ni Judas que no murmure" (Nota 4, a la Carta XVI de santa Teresa, a Dª Beatriz de Castilla).

167a "Grabémoslo bien en nuestra alma, para que se note en la conducta: primero, justicia con Dios". Formula san Josemaría, con esas palabras, un principio básico de la conciencia y de la conducta cristiana, que a veces, cuando se atraviesan periodos de cierto enfriamiento en la vida de piedad, puede quedar oscurecido. Su contenido está expresado asimismo en el texto: otorgar a Dios, Creador y Redentor Nuestro, el reconocimiento debido por los "abundantes e inefables bienes que nos concede". Negarle la veneración, reverencia y adoración que le corresponden, es, en efecto, "la más tremenda e ingrata de las injusticias". En verdad, los gestos tradicionales de la piedad cristiana, que son actos de amor (por ejemplo, arrodillarse ante el Sagrario, guardar la compostura debida en las acciones litúrgicas, hacer una inclinación de cabeza ante una imagen, etc.), deben ser también considerados actos de justicia a los que Dios Nuestro Señor tiene derecho.

167b Amén, amén 1ª ed. ] Amén. Amén últ redac
"… hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén, amén". Es una oración repetida incontables veces por san Josemaría, cuyo significado y precedentes históricos pueden verse atentamente relatados en C ed. PR, 691.

168a "Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina". Dios es infinitamente justo e infinitamente misericordioso; en Él, esos atributos no se oponen ni se complementan, sino que, misteriosamente, se identifican con su esencia. Tanto alcanza su justicia cuanto su misericordia. Cuando, justamente, da a cada uno lo suyo, a quien el premio, a quien el castigo, ha obrado también con toda su misericordia; y a la inversa, la plenitud de su obrar misericordioso satisface la integridad de su justicia. No es posible que una razón humana pueda alcanzar a comprender tanta grandeza, aunque sí alcance –como aquí hacemos– a afirmarla con certeza. Dios es así. Solo nos asomamos a ese abismo de misericordia y justicia que es nuestro Padre Dios, cuando lo contemplamos como Él mismo se nos ha revelado: como Amor. Así contempla el misterio san Josemaría, cuando escribe: "La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia" (ADD, 233a).

168b "Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas". La existencia de derechos y deberes personales, y la exigencia de respetarlos y llevarlos a cumplimiento, no significa –precisamente porque los sujetos son personas– que dicha exigencia haya de ser rígidamente uniforme. Es mucha la riqueza de circunstancias personales, muchas las dimensiones de la existencia personal y de la práctica de la virtud, como para pretender un "respeto exacto de derechos y de deberes". El ejercicio de la justicia requiere el de la prudencia, y ambas, mirando con perspectiva cristiana, el de la caridad, que no las sustituye ni las suprime, sino que las lleva a plenitud. Es lo que desarrolla el Autor a continuación.

169a "La virtud cristiana es más ambiciosa". La virtud cristiana, a ejemplo de Cristo e informada por la caridad, respeta la exigencia de derechos y el cumplimiento de deberes, excediéndose en el amor. "La mejor caridad –hemos leído páginas atrás– está en excederse generosamente en la justicia; caridad que suele pasar inadvertida, pero que es fecunda en el Cielo y en la tierra" (83b). Cierto es que, a veces, si se juzga desde la simple racionalidad un comportamiento que está movido por la caridad, puede no entenderse y ser calificado de injusto. En ocasiones, llevando las cosas al extremo, puede llegar a calificarse de injusta –¡máxima injusticia con Él!– la voluntad permisiva o dispositiva de Dios, por mirarla desde una razón no informada por la caridad, pues solo desde el amor a Dios se contempla rectamente el obrar amoroso (aunque pueda resultarnos incomprensible) de nuestro Padre Dios. Como enseña san Josemaría: "La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de una locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados" (ECP, 144a).

169b "Hijos, ¡qué pobre idea tienen de la justicia quienes la reducen a una simple distribución de bienes materiales!". ¡Que pobre visión de la persona, de su dignidad!, cabría añadir en línea con lo que leemos en esa frase. El avanzar de la homilía entra ahora en un breve desarrollo de los elementos básicos de la doctrina social de la Iglesia, sobre el fundamento de las relaciones entre la justicia con la verdad, la libertad y la caridad.

170a "Desde mi infancia (…) ya empecé a escuchar el clamoreo de la cuestión social". La cuestión social, entendida como conjunto de dificultades y búsqueda de soluciones, que se plantean en la sociedad desde el siglo XIX, con motivo de la creciente y rápida industrialización, de la fuerte emigración del medio rural a la ciudad, de los múltiples problemas laborales, económicos y organizativos surgidos en el mundo laboral, etc., es aquí simplemente aludida por el Autor, sin entrar en su significado "técnico". Para el desarrollo de la homilía, que gira en estos párrafos en torno a la virtud de la justicia, es suficiente hacer referencia a los principios teológicos básicos, construidos sobre el sentido cristiano de las nociones de justicia, verdad, libertad y caridad, y sus mutuas relaciones. La referencia del Autor al repetido clamor sobre la cuestión social, percibido ya por él desde los años de su infancia, refleja también la intensidad con que fue acogida dicha temática en el ámbito católico, a partir de la publicación el 15 de mayo de 1891 de la encíclica Rerum novarum, del papa León XIII, que pone los fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia.

170b "No sé si es irremediable que haya clases sociales; de todos modos, tampoco es mi oficio hablar de estas materias, y mucho menos aquí, en este oratorio". El enfoque de la "cuestión social" y de su oportuno tratamiento político-social es un terreno abierto a la variedad de aportaciones, a la disparidad de opiniones y al diálogo responsable. Ya desde su primer planteamiento ha sido objeto de múltiples pronunciamientos serenos, pero también, y de un modo progresivamente más acentuado, ha sido reconducida a un escenario de fuerte controversia y de enfrentamiento político-social. Como es evidente, el Autor, al manifestar que, por su condición sacerdotal, no considera propio de su oficio "hablar de estas materias, y mucho menos aquí, en este oratorio", está haciendo referencia, en primer lugar, a que se autoexcluye de toda postura de parte y de todo lo que lleve a enfrentar a unos con otros; pero también está diciendo que no le corresponde, como sacerdote, aportar soluciones técnicas a los problemas que los expertos (organizaciones laborales y empresariales, entes gubernamentales y políticos, etc.), han de afrontar y de encauzar responsablemente. De lo que, en cambio, sí habla el Autor (desde 170c), aunque la naturaleza del texto solo permita enunciados básicos, es de los principios esenciales, que brotan de la doctrina antropológica cristiana, sobre los que ha de construirse la convivencia social en todas sus dimensiones.

171a liberabit 1ª ed. ] liberavit últ redac
"Estamos obligados a defender la libertad personal de todos (…). Debemos difundir también la verdad (…). Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir …". He aquí un enunciado de principios y de líneas de acción esenciales, enraizados en la comprensión cristiana del hombre. Desde la perspectiva del Evangelio, destaca el Autor la correlación y mutua dependencia entre verdad, justicia y libertad (de todas también con la caridad, como señalará más adelante); y en consonancia con esa íntima inherencia, menciona un elenco de derechos fundamentales y de libertades formales básicas ("en primer término", la libertad religiosa), sobre los que la Iglesia –de manera particular en la época contemporánea, por razones de necesidad evangelizadora y de oportunidad histórica– ha elaborado y ofrecido al mundo un riquísimo cuerpo doctrinal.

171b "Precisamente por eso, urge repetir –no me meto en política, afirmo la doctrina de la Iglesia– que el marxismo es incompatible con la fe de Cristo". Aunque sea una afirmación de valor intemporal, y la incompatibilidad entre el marxismo y la fe cristiana haya sido señalada por la Iglesia en muchos documentos, se puede leer también esta afirmación de san Josemaría en el contexto del momento en que redactaba esta homilía, en el que era ya considerable la presencia y el influjo de la teología de la liberación. Algunos años después se pronunciaba la Iglesia en ese sentido (cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la "teología de la liberación", 6-VIII-1984; Instrucción Libertatis conscientia, sobre libertad cristiana y liberación, 22-III-1986). La afirmación final del texto que anotamos: "Dentro del cristianismo hallamos la buena luz que da siempre respuesta a todos los problemas: basta con que os empeñéis sinceramente en ser católicos", merece ser especialmente tomada en consideración por el lector; en particular la última frase.

172a "¿Cuál es la pauta principal que les marca? ¿No es el mandato nuevo de la caridad?". "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 34-35). "Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12). "Esto os mando: que os améis los unos a los otros" (Jn 15, 17). En esos pasajes del Evangelio viene expresada, en labios de Jesús, la que aquí es denominada por san Josemaría "la pauta principal" de comportamiento que el Señor establece para sus discípulos, y en la que pone como modelo a seguir su propio amor: "como yo os he amado". Este amarse unos a otros debe entenderse referido, ante todo, a los miembros de la comunidad de los creyentes, pero eso no excluye un sentido más amplio, ya que "hermano" equivale, en algunos pasajes del Nuevo Testamento, a "prójimo" (cfr., por ejemplo, 1Jn 2, 9-11; 1Jn 3, 14-15). La caridad cristiana es, pues, no solamente amor fraterno entre los discípulos, sino amor que se ensancha fraternalmente hacia el prójimo, es decir, hacia todos los hombres. Esa es la pauta, la ley fundamental de los discípulos de Cristo, y el signo que manifiesta su condición de tales ("En esto conocerán todos que sois mis discípulos").

172b "Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios". La pauta establecida es el amor "como yo os he amado". Si es verdadera la afirmación de que todas las obras de Cristo en la tierra fueron manifiesta y exquisitamente justas, más profunda es la verdad de que todas fueron realizadas por amor a su Padre y a sus hermanos: su justicia no era "justicia a secas". El obrar justo del Señor estaba integrado en el dinamismo de su caridad, y llevado allí a plenitud. Ese es el modelo que se ha entregado al discípulo.

172c "Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer". Alude san Josemaría con la mención de ese trayecto, al progreso paulatino en la identificación con Cristo, en el que consiste el camino de la madurez cristiana, que es asimismo el camino de la santidad. En el arranque de ese trayecto espiritual, y ya para siempre, ha de haber, con la gracia, un cambio de punto de mira (la conversión primera y siempre renovada), un mirar a uno mismo y todo lo demás desde la perspectiva del amor de Dios. Se desarrolla ese camino poco a poco, con el auxilio de la gracia, a través de la práctica de las virtudes, cuyos actos, en cuanto vivificados por la caridad, son también actos de amor. Se crece amando, y cuanto más crece la caridad más se perfecciona la virtud.

173a "La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber". Nos conduce san Josemaría por el camino, indicando pedagógicamente los pasos: primero, lo justo; luego, lo más equitativo, que supera lo rigurosamente justo; para llegar finalmente a obrar con la perfección de la caridad, que es como puede ser definida la santidad (cfr. Lumen gentium, 40). Conviene poner atención al primero de los pasos: "el cumplimiento del deber", porque sin él no hay verdad en las obras, ni libertad, ni puede haber justicia…, ni hay espacio para la caridad, pues donde no hay responsabilidad respecto de lo propio no podrá haberla respecto de los demás.

173b "Para mí, no existe ejemplo más claro de esa unión práctica de la justicia con la caridad, que el comportamiento de las madres. (…) La justicia establece que se dé a cada uno lo suyo, que no es igual que dar a todos lo mismo. El igualitarismo utópico es fuente de las más grandes injusticias". Late en estas consideraciones de san Josemaría la sabiduría cristiana, que –con un sentido humilde y agradecido de la obra del Creador– entiende que la distinción de sexos, la variedad de dones, de cualidades, de modos de ser, etc., o más brevemente la diversidad de las personas, son manifestación de la riqueza que Dios ha querido otorgar a sus criaturas. El "igualitarismo utópico", además de ser fuente de injusticia, está en las antípodas de la libertad y de la visión antropológica cristiana.

173c "No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio". Es el camino recorrido por el Hijo de Dios hecho hombre, en Quien el servicio y la entrega a los demás no es una opción posible entre otras, sino "su camino propio", el reflejo en su vida humana de su condición divina. A seguir decididamente esa vía, invita el Autor a sus lectores: la vía de los "discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de caridad" (174b). Portadores de paz y unidad: "Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome –como sacerdote de Cristo– de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos" (174a).

 «    Porque verán a Dios    » 

175a Hijo 1ª ed. ] hijo últ redac
[tb/620308]: "Que Jesucristo es el modelo lo sabéis perfectamente; no solo porque lo habéis oído y lo habéis meditado, sino también porque lo habéis dicho a tantos hermanos vuestros cuando veíais que se les olvidaba; para eso es la corrección fraterna".
"Que Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos, lo conocéis perfectamente porque lo habéis oído y meditado con frecuencia". Ya ha sido comentada en estas páginas la habitual referencia de san Josemaría a Cristo, como modelo del cristiano, dotada de claves y matices propios. Cfr., por ejemplo, "Introducción General", Primera Parte, 5.a. Cabe insistir, no obstante, en que estando destinadas estas palabras, en su origen, a personas del Opus Dei, ahora las dirige el Autor a cualquier cristiano que, como aquellos, está decidido a vivir plenamente su vocación bautismal.
"Lo habéis enseñado además a tantas almas, en ese apostolado –trato humano con sentido divino– que forma ya parte de vuestro yo". Encierra esta breve frase dos puntos dignos de atención. El primero lo constituyen las palabras incluidas entre guiones: "trato humano con sentido divino", que ofrecen una descripción sencilla y cabal, muy propia del espíritu de san Josemaría, del apostolado de un cristiano corriente con sus iguales, en medio de las actividades ordinarias. El segundo punto de atención viene dado por la frase: "que forma ya parte de vuestro yo", que nos sitúa ante la impronta profunda de la vocación cristiana (vocación del alter Christus a identificarse con Cristo), como llamada in unum a la santidad y al apostolado. La aceptación humilde y agradecida de la llamada divina, y su puesta en práctica, conforman de modo penetrante, merced a la gracia y a la personal correspondencia, la conciencia que uno tiene de sí mismo: es la fuerza confortadora y misteriosa, en cuanto sobrenatural, de la vocación; cabría expresarlo así: yo sigo siendo yo, pero todo lo mío (empezando por mí mismo) tiene un nuevo y definitivo sentido: ser otro Cristo y cooperar con Él en la salvación de las almas. "Ese apostolado (…) que forma ya parte de vuestro yo", de vuestra autoconciencia, de vuestro modo de ser, o en una palabra: de vuestra personalidad, identificada con la de Cristo. Quien capta el sentido de este cambio interior –sin cambio exterior de estado, de situación social, de trabajo, etc.–, está en condiciones de entender la noción de vocación cristiana propia de la enseñanza de san Josemaría.
"… y lo habéis recordado, cuando era conveniente, sirviéndoos de ese medio maravilloso de la corrección fraterna". Ayudar a avivar la responsabilidad apostólica (con el ejemplo, con caridad fraterna, con una delicada advertencia), a quien ya sigue de cerca a Cristo, es un apostolado cristiano de primer orden. Podría considerarse de algún modo incluido en la exhortación a ser "apóstol de apóstoles", que a veces encontramos en los textos de san Josemaría, aunque ese lema tenga también, como tal, otros matices. En ECP 147e, por ejemplo, se lee: "Cada uno de vosotros ha de ser no solo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a Jesucristo". Cfr. también ECP ed. AA, 1c; C ed. PR, 811, 920.

175b [tb/620308]: "Jesús es el modelo. Lo ha dicho Él: discite a me (Math. XI, 29), aprended de mí. Os voy a hablar de una virtud que no es la única, pero que es maravillosa, que es la sal de la vida nuestra, que es una piedra de toque del alma apostólica: la santa pureza".
"… actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica". Dos notas descriptivas de la acción de la virtud de la pureza en el cristiano: "sal que preserva de la corrupción" y "piedra de toque para el alma apostólica". La sal, en sentido natural, preserva esencialmente porque es deshidratante. La expresión "piedra de toque" hace referencia, en primera acepción, al jaspe (una piedra silícea, sedimentaria), generalmente negro, que es utilizado en joyería para conocer la pureza del oro o de la plata de los que está hecha una pieza. San Josemaría acude al ejemplo de esas funciones naturales, para poner de manifiesto ya de entrada –desde el inicio de la homilía (luego lo seguirá exponiendo con más detalle)–, la importancia de la virtud de la pureza para el asentamiento y desarrollo de la vida cristiana auténtica, del seguir en verdad a Jesucristo. La pureza preserva al alma cristiana de la corrupción del pecado, y la lucha por guardarla es también testimonio que muestra (ante uno mismo y ante los demás) la autenticidad de la unión personal con Cristo. En un texto paralelo al que comentamos escribe el Autor: "La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado" (ECP, 5c). Sobre la virtud de la santa pureza en la enseñanza de san Josemaría, cfr. A. SARMIENTO, "Castidad", en DSJ, pp. 214-219; BURKHART-LÓPEZ, 2, pp. 451-459.

175c [tb/620308]: "Cierto que la caridad es la virtud más alta; pero la castidad es virtud sine qua non; y cuando se falta a esa virtud, si no se lucha se acaba ciego, ciego perdido, no se ve nada".
(Nota del Editor: En el texto original de la homilía, y en las ediciones sucesivas, se lee: "la castidad resulta el medio sine qua non, una condición imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios". La frase es algo disonante, pues aunque "castidad" es femenino, "medio" es masculino, y el pronombre sucesivo, en cuanto referido a este, debe ser también masculino: quo. Hay dos posibilidades: a) sustituir qua por quo ["resulta el medio sine quo non"], que no es solución buena, porque así no se utiliza esa locución latina; o bien, b) intercambiar de lugar los términos: "medio" y "condición", dejando la frase así: "la castidad resulta la condición sine qua non, un medio imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios". Nos inclinamos por esta segunda solución, y así hemos retocado el texto).
"… condición sine qua non (…) para lograr ese diálogo íntimo con Dios". Es una afirmación concluyente, de la que el Autor va a dar razón, en cierto modo, con la entera homilía. Su base inmediata es la sexta bienaventuranza proclamada en el evangelio de san Mateo, que va a ser citada inmediatamente (175). "Diálogo íntimo" es un modo de formular la relación verdadera y profunda del alma con Dios, en la oración. La castidad es una necesaria puerta de entrada a esa intimidad.

175d "La Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad". Además de la referencia a san Juan Crisóstomo que aporta el Autor, pueden verse afirmaciones análogas, por ejemplo, en SAN AGUSTÍN, Sermón 53, 6; cfr. también, CROMACIO DE AQUILEYA, Comentario al Ev. de Mateo, 17, 6, 3-4. Cfr. TH. ODEN (ed.), La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia, Nuevo Testamento 1º, Evangelio de S. Mateo 1-13; ed. cast. M. Merino (dir.), Madrid, Ciudad Nueva, 2004, pp. 139s.

176a (en nt. 6) Cfr. Mt IX, 11 1ª ed. ] Mt IX, 11 últ redac
[tb/620308]: "Jesucristo Señor Nuestro ha sido cubierto de improperios, le han tratado de todas las maneras (…) Veis cómo le dicen que es revoltoso; cómo le dicen daemonium habes, estás endemoniado; cómo interpretan mal su corazón infinito y le llaman amigo de pecadores".

176b [tb/620308]: "Cómo a Él, que es la penitencia le echan en cara que se sienta en las mesas de los ricos; permite que le llamen filius fabri (Math. XIII, 55), hijo del trabajador, hijo de un obrero, del carpintero, como si fuera una injuria; comilón; de todo, menos que no es casto. Les ha tapado la boca porque quiere que nosotros tengamos ese modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor, que sabe quemar todo ese mundo purificándolo".
"Deja que le acusen de todo, menos de que no es casto". Ante todo, san Josemaría constata un hecho, en sí mismo significativo (produce admiración cómo lo advierte y lo proclama, y que no haya sido más destacado en la tradición espiritual). Y extrae luego de esa constatación una conclusión importante: ha sido por nosotros, "porque quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras". La sucesión de nociones mencionadas, en cierto modo, como sinónimas (pureza, limpieza, luz, amor), y el motivo apostólico (pureza para purificar), son otros tantos puntos de meditación ofrecidos por el texto.

176c [tb/m540415]: "Y Él tuvo tanto cuidado que, como nos relata san Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Ioann. IV, 6)…".
"A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor". En realidad, ese mismo es el procedimiento que sigue cuando se refiere a las otras virtudes. La luz de fondo es siempre la que procede del misterio del Dios hecho hombre, de la contemplación de la Humanidad Santísima de Cristo. Quizá está queriéndonos decir también, en esta consideración de la pureza, que su meditación toma siempre como punto de partida e hilo conductor el sentido afirmativo y pleno de la virtud, que brilla en Cristo Hombre.

176d [tb/m540415]: "¡Qué maravilla! ¡Esto es contemplar! Cerrar los ojos de la cara muchas veces y contemplar la escena. Mi Dios, Jesucristo, perfectus homo, fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como muchas veces estos hijos míos se me rinden, porque no pueden más. Es conmovedor ver al Señor cansado. Además tiene hambre (…). Y tiene sed".

176e [tb/m540415]: "Y de otra parte, yo veo a Jesús que se acerca a aquel pozo, y viene la samaritana, y junto con la fatiga tiene la sed de almas".
"… el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida". La doctrina espiritual de san Josemaría, esencialmente cristocéntrica, pone de relieve dos aspectos centrales de la existencia cristiana, la dimensión filial y la dimensión sacerdotal, como participación del bautizado en el misterio de Cristo. Ante su mirada contemplativa son inseparables la persona (Hijo) y la función salvífica (Sacerdote) del Verbo encarnado (cfr. ARANDA, "El bullir de la sangre de Cristo", Epílogo). La mención, en este pasaje, del "corazón sacerdotal de Cristo", es un reflejo propio de esa contemplación, muy frecuente en Amigos de Dios y en otras obras del Autor. Así, por ejemplo, más atrás hemos encontrado la referencia al "afán de almas" que consume el Corazón de Cristo (23), y al apostolado como necesidad de un corazón que "late al unísono" con el suyo (67). Las múltiples alusiones al Corazón enamorado, misericordioso, humilde, paciente, etc., del Señor (cfr. S, 25, 128, 140, 147, 195, 222, 225, 226, 229, 240, 253, etc.), se pueden sintetizar en una palabra: sacerdotal.

176f [tb/620308]: "Hijos míos, está el Señor haciendo aquella gran obra de caridad con la mujer samaritana, y si leéis en san Juan cap. IV veréis que dice: mirabantur quia cum muliere loquebatur (Ioann. IV, 27). Los discípulos quedaron admirados de verle hablar a solas con una mujer".
[tb/m540415]: "¡Qué cuidado! ¡Qué amor a esta virtud encantadora que nos hace más hombres, más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!".

"… la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios…". En C, 124, ha escrito el Autor: "Entre los castos se cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos. Y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad". Sobre ese texto, cfr. C ed. PR, in loco.

177a corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, corr últ redac ] (frase anterior, ilegible)
"¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas". Son características predicables de un corazón purificado y elevado por la gracia, en las que se asemeja al Corazón humano de Cristo.

177b "Esta exclamación del Apóstol trae a mi memoria la llamada universal a la santidad, que el Maestro dirige a los hombres". Une san Josemaría, en su razonamiento, los textos de 1Co 3, 16 ("¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?"; cfr. también 2Co 6, 16: "vosotros sois el templo de Dios vivo"), y de Mt 5, 48: "Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto". La inferencia entre ambos textos no es tan inmediata, a no ser que se tenga muy presente –como es el caso del Autor– ese querer explícito de Dios (la santidad) para todos sus hijos. En la continuación del pasaje ("A todos, sin discriminaciones de ningún género, pide el Señor correspondencia a la gracia; a cada uno, de acuerdo con su situación personal, exige la práctica de las virtudes propias de los hijos de Dios"), puede verse una sintética formulación del mensaje fundacional de san Josemaría sobre la llamada universal a la santidad.

177c "Por eso, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos". Acaba de recordarnos el Autor la llamada de todos los bautizados a la santidad, que se alcanza con la correspondencia a la gracia y la práctica de las virtudes. La práctica humilde y generosa de la castidad, junto con la de las demás virtudes, es para todos los cristianos –cada uno en sus personales circunstancias– el camino de perfeccionamiento progresivo de su vida espiritual; es también, en consecuencia, el camino de su santificación personal.

177d "Con el espíritu de Dios, la castidad (…) es una afirmación gozosa (…); procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor". El punto principal del pasaje que anotamos se encuentra en la calificación de la castidad como "afirmación gozosa", original de san Josemaría (cfr. ECP ed. AA, 5c), y habitual en él. Así, por ejemplo, dentro de esta misma homilía, vuelve a encontrarse en 182 y 189. El significado de la expresión es muy claro: "La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa" (ECP, 5c). Afirmación gozosa de la voluntad, a la que añade el Autor un matiz importante: "si está unida a la Voluntad del Señor". Otros lugares en los que usa san Josemaría esa expresión son: ECP, 25d; CEB, 121d; S, 831; 92.

177e "Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados". Si la relación amorosa con Dios se entiende como un elevarse espiritualmente por encima de las cosas terrenas, es lógico que la imagen de las alas se emplee con frecuencia. En la misma Sagrada Escritura leemos: "Los que esperan en el Señor (…) echan alas como las águilas" (Is 40, 31), o, en otro sentido, ante la persecución: "¡Quién me diese alas, como a la paloma, para volar y encontrar descanso!" (Sal 55, 7). Aquí usa esa imagen san Josemaría en un sentido análogo al del texto de Isaías, y con un fuerte significado apostólico: la castidad da fuerza al apóstol para hablar de Dios ("transmitir la doctrina de Dios"), en cualquier ambiente. También hablará, en el mismo sentido, de la oración y la mortificación como "alas recias y generosas para volar hasta Dios" (cfr. 431). Asimismo, como otros autores (por ejemplo, SAN AGUSTÍN, Sermón 68, 12), mencionará también san Josemaría en ocasiones el "peso de las alas", para referirse a las obligaciones libremente aceptadas para seguir de cerca a Cristo (por ejemplo, la lucha por vivir delicadamente la santa pureza), que pueden a veces costar algo más: "¿Que la carga es pesada? –¡No, y mil veces no! Esas obligaciones, que aceptaste libremente, son alas que te levantan sobre el cieno vil de las pasiones. /¿Acaso sienten los pájaros el peso de sus alas? Córtalas, ponlas en el platillo de una balanza: ¡pesan! ¿Puede, sin embargo, volar el ave si se las arrancan? Necesita esas alas así; y no advierte su pesantez porque la elevan sobre el nivel de las otras criaturas. / ¡También tus ‘alas’ pesan! Pero, si te faltaran, caerías en las más sucias ciénagas" (S, 414). Es frecuente también que haga referencia al "barro pegado en las alas" (los defectos, los tropiezos), que pide, para limpiarlo, la gracia de Dios y la perseverancia en la lucha: "No puedes ‘subir’. –No es extraño: ¡aquella caída!… / Persevera y ‘subirás’. –Recuerda lo que dice un autor espiritual: tu pobre alma es pájaro, que todavía lleva pegadas con barro sus alas. / Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo de tus alas. / Y te verás libre. –Si perseveras, ‘subirás’" (991). En todo caso, la imagen de las alas es muy apreciada por nuestro Autor.

178a "Nosotros, no; nosotros hemos de tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras". El discurso sobre la impureza es, como esta misma, "materia más pegajosa que la pez", deformadora de las conciencias. El "nosotros" dice relación a todos cuantos se han propuesto luchar por alcanzar la santidad, a cuya puerta solo se llega por la vía de la conciencia recta y el corazón limpio, no obstante la propia pequeñez.

178b anonadamiento corr últ redac ] (anterior, ilegible)
"… y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura!". Ese modo de destacar la verdad de la naturaleza humana de Cristo usando la expresión "carne como la nuestra" (o, como hemos hallado en 50: "perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo"), viene de antiguo en san Josemaría. Por ejemplo, en el guion autógrafo de una plática de los primeros años 30 del siglo pasado, titulado "Imitación de Cristo" (AGP, A.3, 186-2-31), escribe: "¿Cristo murió hace XX siglos? Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula (Heb. XIII, 8). Con carne como la mía. Con corazón de carne, como el mío, pero glorioso". En ECP, 162d, de modo análogo, se lee que Cristo "se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro".
"Responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad". He aquí una excelente descripción, que pide ser personalmente meditada, del contenido y de la práctica de la virtud. Los adjetivos son significativos y elocuentes.

178c no emponzoñemos corr últ redac ] (anterior, ilegible)

178d fuisteis 1ª ed. ] fuísteis últ redac
"… esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo". Quiere subrayar aquí san Josemaría, no tanto la obra santificadora del Espíritu Santo como tal, en la que se detiene con frecuencia en otros textos, cuanto la santificación del cuerpo (en su unidad, lógicamente, con el alma, pues quien es santificada es la persona). Acude a la doctrina paulina, según la cual todo bautizado ha quedado conformado con Cristo, en el alma y en el cuerpo, y es, permaneciendo en estado de gracia, como un templo en el que habita Dios. La referencia a la santificación del cuerpo incluye asimismo, de modo tácito, la afirmación de su dignidad, tan propia de la doctrina antropológica cristiana. Todo el hombre, en su alma y en su cuerpo, ha sido creado con la capacidad de ser portador de Dios en la tierra, por obra del Espíritu Santo, y partícipe de la comunión trinitaria en el cielo.
[15] 1Cor VI, 15, 19-20.

179a [tb/620308]: "Hijos míos, por ahí oyen hablar de la castidad y se sonríen. ¡Tanta gente hace eso! Pero yo les solía decir a los primeros que venían a mi lado: veis, hijos míos, que hay un reino mineral; que hay también un reino vegetal, que a la existencia añade la vida (…). Y después hay un reino animal, que tiene sensibilidad".
"Yo, a los muchachos que me acompañaban por los barrios y los hospitales de la periferia de Madrid –han pasado ya tantos, tantos años–, les solía decir…". El recuerdo se remonta a los primeros años 30 del siglo XX, y alude a la intensa tarea pastoral de aquel joven sacerdote y fundador, entre los pobres y los enfermos de los suburbios de Madrid (cfr. VdP, 1, cap. VII: "La gestación de la Obra"). Se hacía acompañar en ocasiones de gente joven, que se dirigían espiritualmente con él, para ayudarles a descubrir a Dios en el sufrimiento de aquellas personas, y despertar en ellos ideales de generosidad y entrega a los demás. El ejemplo catequético, al que se refiere en este párrafo y el siguiente, es una sencilla muestra de sentido común (cristiano) y de buen humor, para despertar una sonrisa sana a favor de la castidad, frente a ese otro sonreír afectado, descrito al inicio.

179b [tb/620308]: "Y yo creo que debemos hacer otro reino, el hominal, de los hombres. Porque el hombre tiene esa maravillosa inteligencia, ese chispazo de la inteligencia divina, que le hace discurrir por su cuenta, y esa maravillosa libertad, que le hace aceptar o rechazar lo que quiera".
"… la criatura racional posee una inteligencia admirable, chispazo de la Sabiduría divina, que le permite razonar por su cuenta; y esa estupenda libertad, por la que puede aceptar o rechazar una cosa u otra, a su arbitrio". Esta breve descripción del hombre desde su más honda realidad, como criatura a imagen de Dios, inteligente y libre, tiene como fin –siguiendo el hilo del mencionado ejemplo catequético– ubicar la dimensión sexual de la persona en el lugar que le corresponde. Destaca en el párrafo la denominación de la inteligencia humana como "chispazo de la Sabiduría divina", que es un modo de indicar, en clave poética y, al mismo tiempo, teológica, la grandeza del ser a imagen de Dios. Ese mismo apelativo "chispazo de la inteligencia divina", se encuentra también en ECP, 24c, así como en C, 782 (punto este que procede de unas notas personales de san Josemaría, fechadas el 3-XI-1932 –cfr. C ed. PR, in loco– lo que atestigua, de nuevo, el uso del apelativo en aquellos años).

179c [tb/620308]: "Pues bien, hijos míos, en este reino de los hombres, aun prescindiendo de la gracia, de la ayuda de Dios, yo os diré que para una criatura humana corriente el problema sexual está en quinto o sexto lugar. Primero estará [la cuestión de Dios] (…); después muchas cosas que interesan al hombre corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos; después, su profesión (…). Y allá, en cuarto o quinto término viene el impulso sexual".
"… para una persona normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar". La mención, inmediatamente anterior, de su abundante experiencia pastoral, da la clave de esta afirmación del Autor. La inmensa mayoría de la gente corriente (es el sentido de la expresión "persona normal"), tiene la cabeza principalmente puesta en las múltiples responsabilidades familiares, profesionales, etc., que entretejen su existencia cotidiana. Esta se rige, en condiciones normales, de acuerdo con una ordenación de valores y obligaciones, en la que la dimensión sexual no es lo prevalente.

179d brota una corr últ redac ] (anterior, ilegible)
[tb/620308]: "Y cuando muchas veces he visto hombres que en este punto tenían grandes impulsos, yo he considerado que no eran hombres normales. He hablado con médicos. Esos hombres son unos pobres desgraciados, unos enfermos en todo caso. Yo solía decir –y con esto había un momento de risa, de broma–, que me dan tanta pena, como me da pena ver a un pobre niño con una cabeza gorda, gorda, con un perímetro de un metro. (…) Son unos desgraciados, a los que hay que tener compasión".
"Por eso, cuando he conocido gente que convertía este punto en el argumento central de su conversación, de sus intereses, he pensado que son anormales, pobres desgraciados, quizá enfermos". La fijación o extremada atención a las cuestiones relacionadas con la sexualidad (algo semejante cabría decir de otros aspectos de la existencia humana), es síntoma, en cuanto efecto, pero también está en la raíz, de una desarticulación en la habitual ordenación axiológica de las personas, sean varones o mujeres. Es, sencillamente, un desorden o anomalía en las ordinarias referencias, que puede marcar la personalidad. Cuando se consideran el ser y el existir del hombre desde una perspectiva cristiana, regida por la fidelidad a la ley de Dios y por el seguimiento de Jesucristo –y este es el plano en el que está situado el texto que anotamos–, la polarización del ánimo en lo sexual puede verse, en ese sentido, como una forma anómala de orientar la propia existencia. Quien ha puesto la fe en el primer lugar de su jerarquía de valores es también consciente y protagonista de la mencionada ordenación axiológica, y se esfuerza en mantenerla. Y, a la inversa, cuando la luz de la fe se debilita en una persona o en una sociedad de raíz cristiana, tal ordenación tiende rápidamente a desarticularse.

180a stimulus 1ª ed. ] stimulum últ redac
"Todos arrastramos pasiones; todos nos encontramos con las mismas dificultades, a cualquier edad". Todos los seres humanos nacemos con la herida misteriosa del pecado original, y con el consiguiente desorden de las pasiones, sentimientos y afectos. Universal es asimismo la experiencia de debilidad y fácil sometimiento a la "ley del pecado", que, como dice san Pablo (cfr. Rm 7, 23-25), está en nosotros. Constante ha de ser también, en consecuencia, la lucha de todos los cristianos –hombres o mujeres, jóvenes o menos jóvenes– contra las tentaciones de la "carne" (cfr. BURKHART-LÓPEZ, 3, pp. 331-333), para vivir delicadamente la virtud de la castidad, cada uno de acuerdo con su estado. San Josemaría repetía, a veces, un consejo, de extensión también universal: "No os fieis de vosotros mismos, aunque pasen los años. Mirad que lo que mancha a un chiquillo mancha también a un viejo" (Carta 14-II-1974, n. 11).

180b "No se puede llevar una vida limpia sin la asistencia divina". "Vida limpia", en el contexto de la virtud de la pureza, en el que estamos, es sinónimo de lucha ascética humilde y decidida, para rechazar las tentaciones de la carne, practicar la guarda de los sentidos y evitar las imperfecciones que acompañan a los propios defectos. Es también sinónimo de vivir habitualmente en gracia, lo cual, como es evidente, no es posible sin la asistencia de Dios, pues "la libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a su ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios" (Gaudium et spes, 17), gracia que llega especialmente a través de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

180c Hijos corr últ redac ] (anterior, ilegible)
"Entre los autores clásicos de espiritualidad, muchos comparan al demonio con un perro rabioso, sujeto por una cadena: si no nos acercamos, no nos morderá, aunque ladre continuamente". La imagen del demonio atado con una cadena para que no haga daño, procede del libro del Apocalipsis, Ap 20, 1-2, ("Vi a un ángel que bajaba del cielo, con la llave del abismo y una gran cadena de la mano. Apresó al dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó durante mil años"), texto sobre el que han disertado numerosos autores. El principal de ellos, san Agustín, comenta que atar al demonio significa no permitirle que haga todo el mal que podría hacer engañando a los hombres (Sermón 197 de Tempore). Pero aunque esté atado con cadenas, como perro rabioso, y solo pueda ladrar y no morder, sí ataca y muerde a quien se le aproxima voluntariamente, es decir, a quien de modo imprudente y necio quiere acercársele: "Latrare potest, sollicitare potest, mordere omnino non potest, nisi volentem" (De civitate Dei, 20, 8). El P. A. Rodríguez, SJ, en su conocida obra Ejercicio de perfección y virtudes cristianas (parte II, tratado IV: "Del provecho de las tentaciones", cap. XI: "Cuán poco es lo que el demonio puede contra nosotros"), recoge y comenta esas ideas del obispo de Hipona.

181a "… que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la Confesión". (Nota del Editor: En 185e, introduciendo expresamente ese retoque, el Autor escribe Confesión, con mayúscula y no con minúscula. También lo escribe así en 214e. Para unificar, en este volumen, el modo de escribir el término, hemos sustituido también aquí la minúscula por la mayúscula. No obstante, conviene advertir que, en otras obras, el Autor escribe indistintamente de un modo u otro el término: F, 192-193, 238; con minúscula, en C, 605; S, 45, 168, 877; ECP, 78e, 79a).

181b [tb/620308]: "Que la castidad es posible, y que es una fuente de alegría, lo sabéis como yo; y que exige de cuando en cuando un poquito de lucha, lo sabéis como yo. Vamos a dejar hablar a san Pablo: Video autem aliam legem in membris meis repugnantem legi mentis meae et captivantem me in lege peccati, quae est in membris meis. Infelix ego homo! Quis me liberabit de corpore mortis huius? (Rom. VII, 23-24). ¡Grita tú más! Pero no exageremos. Sufficit tibi gratia mea (II Cor. XII, 9). Bendito sea Dios, Señor Nuestro".
"Que la castidad es posible y que constituye una fuente de alegría, lo sabéis igual que yo". Contando con la asistencia divina (cfr. 180b), "la castidad es posible". En realidad, basta recordar las palabras de Cristo en la sexta bienaventuranza, para afirmar rotundamente esa realidad: siempre ha habido y habrá hombres y mujeres que, con ayuda de la gracia y con su lucha personal, son "limpios de corazón" (Mt 5, 8). Y lo mismo cabe decir de la siguiente aserción del Autor: la castidad, "constituye una fuente de alegría". No puede ser de otro modo, pues el Señor enseña que los limpios de corazón "verán a Dios", y eso tanto en la eterna visión del cielo como ya, a modo de preámbulo, en la amorosa contemplación que alcanzan en esta tierra. San Josemaría, además, confirma ambas realidades (es posible vivir castos y eso es fuente de alegría) con el testimonio de su experiencia personal, análoga a la de incontables personas, fieles discípulos de Jesucristo, a lo largo de la historia.

182a superar. 1ª ed. ] superar últ redac
[tb/620308]: "Yo veo en alguna ocasión relucir los ojos de un deportista, ¡qué victoria!, ¡mira cómo lo domina! Así nos mira Dios Señor Nuestro. Siempre vencedores, porque nos da todo el poder de su gracia. Y no importa que haya lucha, porque Él no nos abandona".
"En algunos momentos me he fijado cómo relucían los ojos de un deportista, ante los obstáculos que debía superar. ¡Qué victoria!". Es probable que san Josemaría esté haciendo referencia a alguna prueba de los Juegos Olímpicos de Múnich (26.VIII-11.IX); en alguna ocasión mencionó que los había presenciado en la televisión en algún momento de descanso, durante el verano de 1972. La misma idea que recoge en la frase que anotamos (el ejemplo del deportista que no ceja en su lucha por vencer en la prueba atlética), la recordó también en algunos encuentros con numerosas personas, durante un viaje de catequesis que realizó por España y Portugal en el otoño de ese mismo año, aplicándola a la lucha espiritual cristiana.

182b y de que, como tal, corr últ redac ] (anterior, ilegible)
virtud y de que, 1ª ed. ] virtud, y de que, últ redac
"Es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión". Continúa, como trasfondo, la imagen del deportista, que lo intenta y quizás no lo consigue, pero no renuncia a la victoria: y vuelve de nuevo a la lucha. Así como el deportista no solo pretende no fallar, sino que quiere vencer, así también la lucha por vivir la castidad ha de ser "afirmación gozosa", combate para mantener el corazón limpio por amor de Dios. "No basta ser continente", conformándose quizás de ese modo –en el propio estado– a un ejercicio mediocre de la virtud, cuando se sabe que Dios espera que se le dé todo el corazón.

182c "Y te pregunto ahora: ¿cómo afrontas esta pelea? Bien conoces que la lucha, si la mantienes desde el principio, ya está vencida". Hasta aquí, ilustrando el título del apartado, ha insistido san Josemaría en que "la castidad es posible", contando con la gracia y luchando por amor a Dios. En los siguientes apartados va a mostrar el atractivo de una vida de amor, deteniéndose en describir los medios para alcanzarla. En este párrafo hace una primera alusión a dichos medios, entre los que destaca la plena sinceridad en la dirección espiritual.

183a Hasta las cosas más corrientes que traen un poquito de felicidad, y que son lícitas, se pueden volver entonces amargas como la hiel, agrias corr últ redac ] (anterior, ilegible)
"Necesito recordaros que no encontraréis la felicidad fuera de vuestras obligaciones cristianas. Si las abandonarais, os quedaría un remordimiento salvaje, y seríais unos desgraciados". Amar significa, en todo caso, entregar el corazón a la persona amada. Cuando hablamos de nuestro amor a Dios, no cambia el significado: es entregarle nuestro corazón. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22, 37). Ese es el primer mandamiento, en el que nos instruye y nos convoca el "Amor de los Amores". Y a su cumplimiento, que es la fuente de la auténtica felicidad, se encamina toda la realidad de la lucha del cristiano y de la práctica de las virtudes. Es una lucha para amar y ser felices. San Josemaría, que está dirigiéndose a personas de conciencia recta y delicada, fieles a Cristo, "necesita" recordarles, en este breve proemio, que la vía de su felicidad es la vía de su fidelidad al Señor (a sus "obligaciones cristianas"): esa es la vía del Amor, la de la entrega del corazón.

183d "Al mismo tiempo, he de repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este corazón nuestro ha nacido para amar". Es importante darse cuenta –ya lo hemos hecho notar en distintos momentos– de que las personas, a las que san Josemaría se dirige en estas homilías, comparten ante sus ojos, no obstante su diversidad, una característica central. Sea aquellos que oyeron la meditación original –personas bien conocidas del Autor–, sea los que la van leyendo a lo largo del tiempo, son considerados, esencialmente, por san Josemaría como personas que han tomado en serio la fe y se esfuerzan por vivirla. A ellos les dice: "la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor", pues para ese Amor han nacido. Recuerdan estas ideas, otras que –en un contexto distinto– enseña el Concilio Vaticano II (aunque no haya relación entre unas y otras, las recogemos aquí, pues ponen de manifiesto la misma enseñanza católica central): "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador" (Gaudium et spes, 19). El hombre ha nacido para amar a Dios con el corazón: un corazón limpio, afectivo y filial.

183e alicaídas corr últ redac (anterior, ilegible)
"Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!". De la mano de san Josemaría seguimos, de algún modo, girando en torno al contenido del mandamiento del Amor: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22, 37). Solo Dios, que nos ama infinitamente, puede "exigir" y esperar que se le ame también así: sin medida. El Amor requiere correspondencia, pide ser amado. Como señala el texto, Dios nos quiere "impregnados de su cariño".

184a trasladamos a lo divino ese corr últ redac ] (anterior, ilegible)
"Para mantener el trato con mi Señor, os lo he explicado frecuentemente, me han servido también –no me importa que se sepa– esas canciones populares, que se refieren casi siempre al amor: me gustan de veras". El tono de alegría que acompañaba la vida de san Josemaría, signo característico del ambiente familiar creado en torno a él, se manifestaba también muchas veces cantando. Como señala el texto, le gustaba escuchar (y también, a veces, entonar) canciones de amor humano que, junto a su propia belleza, eran fácilmente "trasladables" al amor divino. No resultaba infrecuente que, tras escuchar una canción de esas características, dijera a quien la había interpretado algunas palabras como estas: "muchas gracias, hijo, también porque me has dado tema para la oración".

184c "Yo bendigo ese amor con las dos manos, y cuando me han preguntado que por qué digo con las dos manos, mi respuesta inmediata ha sido: ¡porque no tengo cuatro!". La expresión de bendecir ese amor con las dos manos –habitual en san Josemaría (cfr. por ejemplo, ECP ed. AA, 24a; CEB, 92), y subrayada aquí de modo superlativo–, es indicativa de su respeto por la nobilísima condición del legítimo amor conyugal, y de su reverencia ante el sacramento del Matrimonio, realidad santificable y santificadora.

184d "Y, esto lo afirma la teología católica, entregarse por amor del Reino de los cielos solo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres, es algo más sublime que el amor matrimonial". Se trata además de una doctrina, con fundamento bíblico, que ha sido reiterada por la Iglesia en diversos momentos. Cfr., por ejemplo, entre los documentos magisteriales anteriores a esta homilía, Concilio de Trento, ses. 24ª, (1563), Doctrina y cánones sobre el sacramento del matrimonio, canon 10 (DH, 1810); PÍO XII, Enc. Sacra Virginitas, 25-III-1954 (DH, 3912). San Josemaría expresa en este pasaje con una formulación muy adecuada la excelencia –en el plano teológico– del estado celibatario asumido "propter regnum coelorum" (por amor a Dios y al servicio de la salvación de las almas), sobre el estado matrimonial. "Es algo más sublime –escribe– que el amor matrimonial". Lo es, en efecto, desde el indicado punto de vista teológico, pero eso no obsta, como siempre también recordaba, para sostener la grandeza propia del Matrimonio. Ambos estados, en palabras de san Juan Pablo II, son "dos modos específicos de realizar la vocación de la persona humana, en toda su entereza, al amor. (…) [ambos] son una concreción de la verdad más profunda del hombre, de su ser a imagen de Dios" (Exh. Ap. Familiaris Consortio, 22-XI-1981, n. 11; DH, 4700).

184e Pero, en cualquier caso, cada uno en su sitio, con la vocación que corr últ redac ](anterior, ilegible)
"… y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que solo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz". Refuerza el Autor –como si le parecieran pocos– el número de sustantivos utilizados para calificar la práctica de la virtud; los resume muy bien el último que menciona: "finura"; pero no una finura cualquiera, por así decir, sino la que es requerida por el Corazón de Cristo, clavado por Amor en la Cruz, que insta al corazón del cristiano a una más alta correspondencia. Castidad, pues, que es fruto y signo de la caridad. Si esa finura de enamorado bulle en el alma, la eventual tentación impura no halla suelo donde arraigar. Recuerda san Josemaría, en ese sentido, un consejo ascético, sencillo y eficaz, para alejar agobios en las almas finas: "una cosa es sentir, y otra consentir".

185a "… lucha por guardar la castidad: no como ángeles, sino como mujeres y hombres sanos, fuertes, ¡normales!". Al leer este pasaje se cae enseguida en la cuenta de la enjundia de esos tres adjetivos, y en particular del último, en el que ha puesto el Autor más énfasis: "¡normales!". Como es lógico, el campo de significado de esos tres vocablos se extiende tanto a la dimensión corporal de la persona, como a la psicológica y a la espiritual. San Josemaría está haciendo uso de los términos tal como están presentes en el lenguaje común; lo "normal", en ese tipo de lenguaje, significa lo corriente, lo usual, lo natural, lo regular, y si se quiere decir en sentido inverso, lo no anómalo, lo no excepcional, lo no impropio, etc.

185b "En muchos ambientes se ha generalizado un clima de sensualidad que, unido a la confusión doctrinal …". La fenomenología social y cultural de los países occidentales, durante los primeros años 70 del siglo XX, época en que se escribe esta homilía, está marcada en parte por un difuso modelo de disentimiento respecto de lo establecido. Se manifiesta nerviosamente, por ejemplo, en las revueltas estudiantiles, portadoras de un deseo de cambio de modelos políticos en la sociedad; en la revolución sexual, que aboga asimismo por la implantación de nuevos modelos en el terreno de la ética sexual y familiar; en los extendidos movimientos de protesta antisistema; etc. Todo ese estado de cosas se refleja asimismo en el terreno eclesial, acumulándose a las dificultades surgidas en torno a la recepción y aplicación de los documentos del aún reciente Concilio Vaticano II. La descripción que hace en este párrafo san Josemaría –limitada al tema de la homilía–, no se aleja de otras, presentes en documentos magisteriales de la época. Un ejemplo significativo lo ofrece, por ejemplo, la Declaración Persona Humana acerca de ciertas cuestiones de ética sexual, 29-XII-1975, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en cuyo inicio, tras señalar que la "sexualidad es parte principal entre los factores que caracterizan la vida del hombre", se lee: "Al mismo tiempo ha ido en aumento la corrupción de costumbres, una de cuyas mayores manifestaciones consiste en la exaltación inmoderada del sexo; en tanto que con la difusión de los medios de comunicación social y de los espectáculos, tal corrupción ha llegado a invadir el campo de la educación y a infectar la mentalidad de las masas. (…) De ahí ha resultado que doctrinas, criterios morales y maneras de vivir conservados hasta ahora fielmente han sufrido en algunos años una fuerte sacudida aun entre los cristianos, y son hoy numerosos los que, ante tantas opiniones contrarias a la doctrina que han recibido de la Iglesia, llegan a preguntarse qué es lo que deben considerar todavía como verdadero. / La Iglesia no puede permanecer indiferente ante semejante confusión de los espíritus y relajación de las costumbres. Se trata, en efecto, de una cuestión de máxima importancia para la vida personal de los cristianos y para la vida social de nuestro tiempo" (nn. 1-2).

185c "Hemos de ser lo más limpios que podamos, con respeto al cuerpo, sin miedo, porque el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio". Reflejan estas palabras –en su brevedad– la tradicional doctrina cristiana acerca de la dignidad del cuerpo humano (masculino y femenino), y manifiestan la visión positiva de la sexualidad y de sus actos propios, dentro del matrimonio. El cuerpo humano es, como el alma y en unidad con ella, imagen de Dios. El hombre creado a imagen de Dios ("Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza", Gn 1, 26), es el hombre total, en su unidad material-espiritual; el texto bíblico no hace aquí distinción entre cuerpo y espíritu. Y el ser a imagen, mencionado en el texto bíblico antes de la diferenciación sexual ("Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó", Gn 1, 27), es igualmente propio del varón y de la mujer, con sus características propias. Así, pues, conforme a la verdad revelada, la corporeidad y la sexualidad del varón y de la mujer, así como la unión sexual, forman parte, en unión con el alma humana, de la condición del hombre como imagen de Dios, y de ahí su dignidad y bondad. Al mismo tiempo, como se recuerda en el párrafo, para que la unión sexual responda verdaderamente a las exigencias de su propia finalidad y de la dignidad humana, tiene que tener su salvaguardia en la unión matrimonial del hombre y de la mujer.

185d "En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia…". En los párrafos sucesivos (185d-186d) recuerda san Josemaría los medios espirituales, habitualmente transmitidos por la Iglesia, que ha exhortado siempre a los fieles a ponerlos en práctica. Pone el Autor algunos acentos, que señalaremos sin más, para leer los textos según él mismo los escribe. Es clásica la distinción entre "conciencia delicada" y "conciencia escrupulosa"; la primera es la que, encendida en el amor a Dios, se esfuerza en evitar no solo el pecado (mortal y venial) por el que siente horror, sino también las faltas e imperfecciones, y en definitiva –llena de temor filial– todo lo que desagrade a Dios; la segunda, en cambio, es la que se deja guiar más bien por el desasosiego inmotivado ante los propios actos y pensamientos, con un temor insano de estar siempre pecando, y busca tener en todo momento la certeza psicológica de estar en gracia. Cfr., por ejemplo, A. TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística, Madrid, Palabra, 2002, 5ª ed., pp. 498-505.

185e Confesión 1ª ed. ] confesión últ redac
"Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda". "Forman su cortejo" porque la acompañan, y en cierto modo también la preceden, por eso la salvaguardan. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 2532-2533): "La purificación del corazón exige la oración, la práctica de la castidad, la pureza de intención y de mirada. La pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y discreción. El pudor preserva la intimidad de la persona".

186b "Acostumbraos también a plantear la lucha en puntos que estén lejos de los muros capitales de la fortaleza". La misma idea ya había sido expresada por san Josemaría en C, n. 307, que reproduce el texto de AI, n. 1377, redactado en mayo de 1937. No hay mejor comentario que transcribir aquí ese texto: "Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. –Sostienes la guerra –las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. / Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. –Y si llega, llega sin eficacia".
"… hemos de evitar con reciedumbre el voluntario in causa". En la teología moral, se habla del voluntario in causa cuando se razona acerca de un efecto no directamente querido por el sujeto de una acción, pero causado por esta. Si dicho efecto era suficientemente previsible, si el sujeto ha actuado voluntariamente, y si existe cierto nexo de causalidad entre la causa y el efecto, este es imputable, "in causa", al sujeto. Algunos aspectos de la doctrina de santo Tomás de Aquino al respecto pueden verse en: S. Th., I-II, q. 72, a. 1 (sobre las distinción de los pecados por sus objetos); II-II, q. 43, a. 7 (en relación con el pecado de escándalo); II-II, q. 64, a. 7 (en relación con el homicidio).

186d "Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad…". Ya hemos hecho referencia a este punto en diversos momentos (cfr., entre otros pasajes, 184e). Se trata de una doctrina aludida con frecuencia en la literatura espiritual. Por ejemplo: "Aunque la castidad sobresalga de modo tan eminente, sin la caridad no tiene ni valor ni mérito. La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite" (SAN BERNARDO, Carta 42 a Enrique, Arzobispo de Sens, o Tratado sobre las costumbres y el ministerio de los obispos 3, 8: PL 182, cols. 816-817). De ahí debe tomar la idea Fr. Luis de Granada, que la repite casi literalmente: "La castidad sin la caridad es lámpara sin óleo; si quitas el óleo, no arde la lámpara; y si quitas la caridad, no agradará la castidad" (Adiciones al Memorial de la vida cristiana, cap. III-II, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1848, p. 507).

187a soberbia…–, 1ª ed. ] soberbia, …–, últ redac
[tb/620308]: "Tres cosas son, hijos míos, las que nos llenan de alegría en la tierra y nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: una fidelidad firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación y a la pureza".
"Suelo afirmar que tres son los puntos que nos llenan de contento en la tierra y nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: una fidelidad firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación que cada uno ha recibido y a la pureza". Se trata, en efecto, de una afirmación muchas veces predicada por el Autor, y muy indicativa, al mismo tiempo, de los puntos firmes de su doctrina ascético-espiritual.

188a lograremos superar corr últ redac ] (anterior, ilegible)
"Insisto, por su importancia capital: con humildad, y con sinceridad en la dirección espiritual y en el Sacramento de la Penitencia". Es la tercera mención del sacramento de la Penitencia en esta homilía (cfr. 181a, 185e), como medio de "importancia capital" en la lucha cristiana por conducir una vida limpia. Con la expresión "demonio mudo", tomada seguramente del pasaje evangélico que narra la curación de un endemoniado mudo (cfr. Mt 9, 32-33; Mc 9, 17-25; Lc 11, 14), se refiere san Josemaría en este pasaje a la dificultad para vencer el hábito de insinceridad, cuando se ha dejado que crezca dentro de uno: cuesta superarlo, como costó que saliera el demonio de aquel endemoniado ("Cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos a solas: -¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? –Esta raza –les dijo– no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración", Mc 9, 28-29). Comienza aquí un notable pasaje de la homilía sobre la importancia central de la sinceridad en la dirección espiritual (cfr. 188b-189a), cuestión siempre de primer plano en la enseñanza de san Josemaría.

188b "… seamos siempre salvajemente sinceros…". Es una formulación característica de san Josemaría para poner de manifiesto que la sinceridad en la dirección espiritual ha de ser, al mismo tiempo que delicada, también absoluta y valiente; ese es el sentido que tiene aquí el adverbio, o en otros lugares (por ejemplo en F, 127), el adjetivo "salvaje". En S, 148 se lee "sinceridad salvaje" con el mismo sentido, pero aplicada al examen de conciencia.

188d obtuvo corr últ redac ] (anterior, ilegible) || tercero, 1ª ed. ] tercero últ redac

189a de modo que entre el sol de Dios corr últ redac ] (anterior, ilegible)

189b "La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas". La vergüenza al qué pensarán de mí; el temor a perder la confianza del otro; la falsa excusa psicológica (falta de advertencia, no pleno consentimiento) para justificar una acción contraria a la voz de la conciencia; la evasiva de que quien me escucha es más joven que yo o tiene menos experiencia, y se puede escandalizar; el encubrimiento o cohonestación del error justificándose en teorías morales discutibles; etc. "La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas".

189c "… rogándole que nos conceda la gracia de vivir esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad". De nuevo la misma denominación, como queriendo subrayar al acabar lo que ha sido sostenido con fuerza a lo largo de toda la homilía: la castidad es "afirmación gozosa".

189d "Acudimos a Ella –tota pulchra!–, con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a los que se sentían intranquilos en su lucha diaria". Es una referencia implícita a la enseñanza que escribió en C, 498, citado aquí por Consideraciones espirituales, y tomada a su vez de un texto de 30-XII-1933 (vid. C ed. PR, in situ).

 «    Vida de fe    » 

190a (en nt. 1) Ps. II, 8 1ª ed. ] Ps. II, 9 últ redac
[tb/m471012]: "Muchas veces se dice que ahora son menos frecuentes los milagros, y yo pienso: ¿no será que son menos frecuentes (…) las almas que viven vida de fe?".

190b humo 1ª ed. ] humos últ redac || tierra (…) 1ª ed. ] tierra. últ redac
(en nt. 3) Is LI, 6 1ª ed. ] Isai. XLI, 6 últ redac
(en nt. 2) Doxología Gloria Patri… 1ª ed. ] Gloria últ redac
"El Señor no cambia; no necesita moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la belleza y toda la grandeza". Para el lector no habituado al lenguaje metafísico esa afirmación podría ofrecer alguna dificultad de comprensión. Si entendemos el cambio o el movimiento como paso de un estado a otro, o como adquisición o pérdida de una característica del propio ser, entonces hay que afirmar que Dios no cambia, ni necesita del movimiento, porque posee y causa todas las perfecciones: es la Perfección absoluta en acto, el mismo Ser Inmutable. Pero, a la vez, siendo Dios la Vida de toda vida, y siendo el movimiento signo y manifestación del vivir (en todo ser vivo hay algún tipo de movimiento), cabe decir que Dios es "todo el movimiento", no porque necesite moverse sino porque es la Vida misma. Así, pues, la inmutabilidad metafísica de Dios no debe ser entendida como inmovilidad o pasividad, sino, por el contrario, como plenitud de Vida y de Ser. La sublime revelación del misterio trinitario nos enseña, a su vez, que esa Vida divina es personal, y en comunión de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

190c "Ha puesto su omnipotencia al servicio de nuestra salvación". El Autor sintetiza en pocas palabras el contenido de la verdad revelada respecto del hombre: Dios Todopoderoso, que nos ha creado para gozar de su Vida (para la salvación), ha vencido también con su amor omnipotente –manifestado y puesto a nuestro servicio en Cristo– el obstáculo de nuestra salvación (el pecado). El mejor modo de expresar con nuestras palabras la omnipotencia divina, vista desde la voluntad salvífica divina, es llamarla Amor omnipotente: Amor al hombre (criatura amada por sí misma, cfr. Gaudium et spes, 24), y, por el hombre, a la entera creación.

191 Majestad 3ª ed. ] majestad últ redac (Nota del Editor: Por razones que desconocemos, ese cambio solo se introdujo en la 3ª edición del texto).
[tb/m471012]: "La fe es virtud sobrenatural, que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas".
"La fe es virtud sobrenatural que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas…". El Autor alude, implícitamente, a los dos modos de expresar el contenido y significado de la noción cristiana de fe. Esta es, por una parte, virtud sobrenatural, don de Dios "que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas"; desde ese punto de mira, suele denominarse fides qua (fe por la que se cree). Pero, por otra parte, la fe es también –bajo el impulso del don divino– asentimiento personal y libre del creyente a la revelación divina; se denomina entonces, desde esa perspectiva, fides quae (fe que se confiesa, verdades de fe que se creen). Al mismo tiempo, en la unidad de ambos aspectos, la fe sobrenatural significa asentimiento y confianza en Dios, seguridad y abandono en Él, o lo que es igual, fe vivida: vida de fe. En ese sentido, que es el que encontramos constantemente, no solo en esta homilía sino en todo el libro, la actitud de fe es un "sí a Cristo", Salvador nuestro, y con Él, por el Espíritu Santo, al Padre. Las expresiones fides qua, fides quae, proceden de san Agustín (De Trinitate 13, 2. 5: "aliud sunt ea quae creduntur, aliud fides quae. Illa quippe in rebus sunt… haec autem in animo credentis est"). Sobre esta cuestión, se puede cfr., por ejemplo, C. IZQUIERDO URBINA, "Fides qua - Fides quae, la permanente ‘circumincesión’", Teología y Catequesis 125 (2013), pp. 57-77.

192a [tb/m471012]: "Pero… yo querría que fuera Jesús quien te hablara de la fe, quien te diera lecciones de fe. Por eso abriremos el Nuevo Testamento, y viviremos con Él unos cuantos pasajes de su vida".

192b [tb/m471012]: "Mira el cap. IX de San Juan: Iesus vidit hominem caecum a nativitate. Jesús vio a un pobre ciego de nacimiento. Enseguida, los discípulos que estaban tan cerca del Señor… No te extrañe, hijo mío, si en el correr de tu vida, cuando sirves a la Iglesia, otros discípulos del Señor –buenos, con buena intención, apóstoles– hacen algo semejante a lo que tú y yo vamos a oír de la boca de los primeros doce".
"Estos hombres, a pesar de estar tan cerca de Cristo, piensan mal de aquel pobre ciego". La pregunta que hacen los discípulos, con su opinión negativa sobre el defecto físico de aquel ciego, corresponde a la mentalidad de la época. "Según la concepción corriente del judaísmo, la desgracia era efecto del pecado, que Dios castigaba en proporción exacta a la gravedad de la culpa. (…) Era frecuente pensar que los defectos corporales congénitos se debieran a las faltas de los padres" (J. MATEOS - J. BARRETO, El Evangelio de san Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 434).
"Para que no os extrañe si, en el rodar de la vida, cuando servís a la Iglesia, encontráis discípulos del Señor que se comportan de modo semejante con vosotros o con otros". No ha faltado nunca ese sufrimiento –el que procede de quien, por razones de comunión en la fe, no se esperaría– en la vida de los santos. Aunque en este pasaje no hace san Josemaría ninguna alusión a su larga experiencia en esta materia, es sabido que, la por él denominada caritativamente "contradicción de los buenos", acompañó su existencia como una tenaz fuente de sufrimiento. Los hechos son conocidos, pues sus biógrafos han relatado múltiples acontecimientos de esa índole, relacionados con su trabajo sacerdotal y fundacional. Una cierta visión de conjunto, referida principalmente a los inicios de dicha "contradicción", puede verse en VdP, 2, cap. XIII: "El que ama la voluntad de Dios".

193a [tb/m471012]: "Se encara el Señor con el ciego y le dice: vade, lava in natatoria Siloe –anda, márchate y lávate en la piscina de Siloé–. Abiit ergo –sigo leyendo el Evangelio– et lavit et venit videns, se marchó, se lavó y volvió con luz en los ojos".

193b [tb/m471012]: "Hijo mío, ¡qué lección estamos viviendo!: lección de fe, una fe viva, operativa. ¡Qué obediencia! ¿Así tú con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en tus cosas íntimas te falta luz? (…) ¿Qué tenía que ver lavarse los ojos con agua corriente para que fueran curados? Pero aquel hombre cree, y pone por obra el mandato".
"¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz?". La predicación de san Josemaría era siempre muy directa, y jalonada de preguntas que facilitaban la oración, el examen y los propósitos de mejora del oyente. En esta meditación sobre la vida de fe, sobre la radicalidad que demanda la fe en Cristo por su propia naturaleza, estaba dirigiéndose a personas de fe segura y operativa. Pero la fe verdadera, la virtud en proceso de crecimiento, es también lucha y asentimiento consciente; es también obediencia, y superación quizás de obstáculos. No deja de referirse, san Josemaría, a la dificultad más o menos fugaz, o a la "enfermedad" espiritual más o menos duradera, que puede afectar a la persona de fe. Y expondrá asimismo el remedio: "Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos" (193c). ¿Qué "enfermedades"? Algunas están señaladas en 194a.

193c "… este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos". Los Evangelios narran numerosos episodios de curaciones de enfermos de males físicos, que realiza Jesús, lleno de misericordia ante el sufrimiento humano. Como señala el evangelista Juan: "Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos" (Jn 6, 2). Abundantes son también los relatos de curación de enfermedades espirituales, que podrían resumirse en el perdón de los pecados que, con frecuencia, concede. El Señor mismo repite que "no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos", y Él no ha venido "a llamar a los justos sino a los pecadores" (cfr. Mt 9, 12: Mc 2, 17; Lc 5, 31-32). Ha venido a sanar las almas, y sana también, cuando lo ve conveniente, y como signo de la llegada –en su Persona– del Reino, los cuerpos. A los discípulos les envía también con el poder de curar a los enfermos (cfr. Lc 1, 1-2). Es frecuente encontrar en los textos de san Josemaría referencias a Jesús Sacramentado como Médico, como vemos en este párrafo 193c (cfr. también 197 y 216a). Del mismo modo, y siempre con un evidente trasfondo bíblico, el Autor habla del Señor como Maestro (cfr. 194a, y en tantos otros pasajes, como: 2, 4, 9a, 14a, 21a-b, 22c, 44b…, etc.), como Amigo (cfr. 67b; ECP, 92-63, 116), y como Rey (cfr. ADD 26c, 103a, 129a). Es interesante comprobar que utilizaba esta forma de referencia y devoción al Señor desde muchos años atrás; por ejemplo, en un guion de meditación fechado el 26-III-1934 (AGP, A.3, 186-2-42), se refiere a Jesús con los cuatro apelativos.

194a "Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural". La expresión "medida divina de las cosas" tiene un sentido preciso, que en parte es desvelado por la idea que le sigue: mantener "el punto de mira sobrenatural", es decir, actuar siempre con presencia de Dios, o dicho con mayor precisión, con amor de Dios. La "medida" con la que Dios obra es, sencillamente, la de su amor ilimitado por nosotros, y así lo afirma una y otra vez san Josemaría: Dios es "un Padre que ama sin medida" (ECP, 100c); comprender su manera de obrar es "darnos cuenta de que carece de medida" (ibid., 144a). Así, pues, "con el Señor, la única medida es amar sin medida" (ADD, 232c). "Adquirir la medida divina" de las cosas, de las circunstancias, de todo cuanto sucede a nuestro alrededor, consiste en descubrir en todo el amor de Dios y corresponder con el nuestro, imitando a Cristo, comprendiendo que "la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús" (ibid., 223d).

194b "Es este el camino del cristiano". Es el camino de la "fe recia y humilde", de la confianza filial, de la perseverancia en la oración, de la fidelidad en la lucha. Es el camino del poner amor en todo. Este párrafo da luz sobre cómo entiende san Josemaría la vida cristiana.

195a [tb/m471012]: "San Marcos, en el cap. X, nos cuenta: et venit in Ierico. Allí está Bartimeo, aquel otro cieguecito. (…) Y pregunta, al oír el rumor de la gente que pasa: ¿qué es esto? Y le dicen: Jesús de Nazaret. Se le enciende el corazón en la fe de Cristo y grita: Iesu, Fili David, miserere mei. Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí".

195b [tb/m471012]: "¿No te dan ganas de gritar a ti ahora, a ti que estás también parado hoy a la vera del camino –de este camino de tu vida, que es tan corta–, a ti que te faltan fuerzas, que te faltan más gracias para hacerte santo, no te entran ganas de clamar: Iesu, Fili David, miserere mei? ¡Qué hermosa jaculatoria para que la digas muchas veces: Señor, Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!".
"¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad?". No se estaba dirigiendo el Autor en aquella meditación de 1947, como tampoco en esta homilía de 1973, a personas ciegas ante la realidad sobrenatural, o especialmente necesitadas de volver a encontrar la fe. Sus oyentes y lectores son, más bien, como el propio texto indica, personas de vida interior, dispuestas a seguir la vía de la santidad. Pero es manifiesto que, cuando se ha entrado en esa vía, se advierten con más claridad las debilidades y los defectos, así como la necesidad de obtener la misericordia del Señor.

195c "Os aconsejo que meditéis despacio los momentos que preceden al prodigio". Eso es, justamente, lo que hace a continuación el Autor, poniendo la atención en las actitudes de quienes intervienen en la escena, para acabar admirando el comportamiento de Jesús, como también les ocurrió a aquellos. Pone así por obra el modo de contemplar las escenas del Evangelio, que también aconsejaba a los demás: meterse en ellas como si se estuviese participando directamente, relacionándose con quienes las protagonizan, "como un personaje más" (encontraremos de modo explícito ese consejo en diversos párrafos posteriores; cfr. infra, 222c, 253b). La razón de fondo es siempre la misma: ponerse junto a Jesús, contemplarle de cerca, escuchar sus palabras como dirigidas a nosotros, ser testigos de su amor y su generosidad, o, en fin, como en este párrafo se sugiere, admirar la grandeza de su Corazón misericordioso.

195d [tb/m471012]: "Comminabantur ei multi ut taceret –muchos le gritaban para que se callara–, como a ti cuando oíste aquel rumor noble y limpio de los que en este ejército del Opus Dei le siguen. Se te aceleró el corazón y comenzaste a clamar, sentiste una inquietud íntima. Y amigos, y costumbres, y comodidad, y ambiente, todos a una te gritaban: cállate, no clames. ¿Por qué has de llamar a Jesús? Déjale".
"Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera". Con unos pocos trazos, mostrando las circunstancias que rodean a Bartimeo, y queriendo hacer al lector partícipe, en cierto modo, de la actitud del ciego ante el Señor, dibuja el Autor una aproximación fenomenológica a la psicología de la conversión personal, del dar un paso adelante en la fe, o, yendo más allá, de la vocación. Un hombre de fe puede, en efecto, sentir inquietud interior al percibir que Jesús está pasando cerca, y no de cualquier modo sino con un pasar que nos implica. Cuando eso sucede, se suele experimentar cierto temor íntimo, que no es sino consecuencia de advertir la verdad de esa implicación. Y enseguida pueden surgir –más desde dentro de uno mismo, que desde fuera– las "dificultades" ("amigos, costumbres, comodidad, ambiente") con las que se querría acallar la inquietud, y esconder el miedo a ponerse cara a cara frente a Jesús. La descripción de la escena por san Josemaría va a continuar, pero antes, en el párrafo inmediato, hay un momentáneo cambio de atención.

195e [tb/m471012]: "At ille multo magis clamabat…, pero el pobre Bartimeo no hacía caso y aún gritaba mucho más: Iesu, Fili David, miserere mei. Y Jesús, que le oyó desde la primera vez, y le dejó perseverar –como a ti, como a mí, alguien le tiraba de las ropas–, Jesús, que oye el primer clamor de nuestro corazón, praecepit illum vocari, mandó que le llamaran".
"El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos". La atención está ahora puesta en ese breve intervalo, en el que Jesús, que ya ha oído a Bartimeo, le hace aún esperar. La lección que san Josemaría extrae de esa actitud del Señor tiene un gran significado, y está orientada hacia quienes ya tienen trato íntimo con Él y vida de oración. No es raro que, a veces, a quienes se hallan en caminos iniciales de vida interior, pueda parecerles que no son oídos en sus peticiones, ni socorridos en sus necesidades. No es, sin embargo, así. El Señor siempre escucha la oración confiada y humilde –como la de Bartimeo–, pero a veces "tarda" en hacerse notar. Él mismo lo dice al comenzar una de sus parábolas ("Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer", Lc 18, 1). San Josemaría ofrece aquí una razón, sencilla y profunda, de esa "tardanza": "quiere que nos convenzamos de que le necesitamos". Lo quiere no por Él, sino por nosotros, porque nos conviene perseverar en la oración, crecer en el espíritu de abandono filial, "ganarnos", por así decir, lo que nos va a dar.

196a [tb/m471012]: "Y le dicen algunos de los mejores que le rodean: animaequior esto, surge, vocat te. Ponte contento, levántate que te llama. Como a ti, ¿te acuerdas, … aquel amigo que te animaba: que te llama, que Jesús te llama. Vocación, llamada…, que te llama. Sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeñas cosas, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe; adquiere altura y peso, y volumen, visión sobrenatural".
"¡Es la vocación cristiana!". Cristo, que está pasando, se detiene y llama a Bartimeo. Otros que lo ven y lo oyen –él querría verlo y oírlo, pero está aún ciego, y ensordecido por el ruido–, se lo dicen: "¡te llama!". San Josemaría descubre en esta elocuente escena una metáfora de la vocación cristiana como vocación personal: llamada cierta de Dios a estar cara a cara con Él, disponible para lo que quiera; llamada que uno escucha por sí mismo "a la primera", o que quizás otros, como a Bartimeo, le ayudan a escuchar. Aunque ahora no sea posible detenerse más, vale la pena señalar que la doctrina de san Josemaría sobre la vocación cristiana del hombre común (Bartimeo, por ejemplo, es un tipo corriente, uno que está en la "calle"), junto con ser extensa –pues aborda la cuestión en numerosos textos editados e inéditos–, es profunda y dotada de una singular vis teológica. Es además, sin duda, uno de los puntos en los que más reluce su aportación doctrinal; en definitiva, un interesante objeto de estudio, sobre el que se está trabajando.
"Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante". La llamada a abrazar plenamente la vocación cristiana, esto es, a seguir de cerca a Cristo por amor, nunca cesa sino que se dilata en el tiempo, en forma de continuas llamadas a mantener el ritmo establecido por el Señor, es decir, a actualizar el amor. A este amor siempre renovado, que es un sí permanente al amor de Dios, es al que se refiere el Autor al señalar que "el Señor nos busca en cada instante": el Amor anhela amor, espera correspondencia. La vida interior, como la hace comprender san Josemaría, está constituida por esa constante llamada de Dios y por la ratificación en el amor de la criatura.
"Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural". Parecería que el Autor está considerando implícitamente el texto de san Pablo: "Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para que os llenéis por completo de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 17-19). Tanto el Apóstol como san Josemaría están hablando de esas "dimensiones" nuevas, que el sincero amor a Cristo pone en la existencia humana, convirtiéndola –sin cambiarla– en un real vivir en Dios.

196b [tb/m471012]: "Qui proiecto vestimento suo, exsiliens venit ad Iesum. Y Bartimeo, tirando su capa, se marchó corriendo hacia Cristo. Tirando su capa… Hijo mío, yo no sé si habrás estado en la guerra. Yo pude pisar alguna vez el campo, luego de no muchas horas de haber acabado la pelea. Y allí había por el suelo mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías amadas… No eran de los derrotados; eran de los victoriosos. Aquello, todo aquello, sobraba para saltar velozmente el parapeto. Como Bartimeo…".
"Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla…". Ya ha quedado indicado (cfr. supra, anotación a 19b) que el hecho recordado por el Autor se desarrolla en el conocido como "frente de Teruel", donde tuvo lugar –durante la guerra civil española (1936-1939)– una violenta batalla. San Josemaría estuvo en aquel lugar a mediados de mayo de 1938, para llevar su cariño paterno a Juan Jiménez Vargas, uno de los primeros miembros del Opus Dei, que prestaba servicio en uno de los ejércitos opuestos. Los signos del enfrentamiento quizás estuvieran todavía muy vivos, y pudiera ser este el escenario del relato. En AGP, serie A.3.4, leg. 255, carp. 3, se conservan dos cartas de san Josemaría a Juan en las que le comunica, respectivamente, que irá a verle en breve y que está ya llegando (sus siglas son: 380502-06 y 380510-01).
"Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo". El gesto de fe y desprendimiento de Bartimeo, que el evangelista ha "fotografiado" con sobriedad y precisión, ha sido también captado por la mirada de san Josemaría, que extrae de aquella circunstancia notables consecuencias para la vida del creyente. Basta con advertir la fuerza de convicción con que escribe dos frases de este párrafo: "¡Tirando su capa!" y "para correr detrás de Cristo"… "Hay que creer así", parece estar ya diciendo aquí al lector, como lo dirá de modo explícito a continuación.

196c hasta Cristo, 1ª ed. ] hasta Cristo últ redac
[tb/m471012]: "Para correr hacia Cristo hace falta el sacrificio. Tirar lo que estorbe (…). Tú, hijo mío, has hecho igual en esta pelea por la gloria de tu Señor, en esta lucha de la vida terrena por el reinado de Cristo, por el servicio de la Iglesia. Tú estás dispuesto a tirar todo lo que estorba. A quedarte sin esa manta que es el abrigo de las noches crudas, sin esos recuerdos amados de la familia de sangre; sin el refrigerio de la cantimplora. Lección de fe. Lección de fe, amar a Cristo así".
"Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo". El salto de fe "para llegar hasta Cristo" es también, por su misma naturaleza, arranque apostólico para dar a conocer a Cristo. Resulta muy iluminante, para conocer más a fondo el espíritu de san Josemaría, captar la intensidad con que se mantienen unidos en él la vocación cristiana y el apostolado. Descubrirse discípulo de Jesús es descubrirse apóstol de su Reino: no puede haber disociación entre conocer a Cristo y darlo a conocer a otros, como tampoco hay separación en Él entre su persona y su misión. "Extender el reinado de Cristo", nos inculca el Autor, es equivalente, como tarea de los cristianos, a "servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas", y a hacerlo de verdad: con sacrificio, con renuncia, con generosidad. "Hay que amar a Cristo así".

197 [tb/m471012]: "Y ahora un diálogo divino, un diálogo que maravilla, que conmueve, que enciende, que enamora, porque tú eres Bartimeo. Abre Cristo la boca divina, y dice: Quid tibi vis faciam? ¿Qué quieres que te haga? Y el ciego: Rabboni, ut videam. Señor, que vea (…) Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje del Santo Evangelio hace muchos años, sintiendo que el Señor quería algo –algo que yo no sabía qué era, pero algo–, sin tener todavía los primeros barruntos de la Obra…, al meditar este pasaje yo hice mía esa jaculatoria: Señor, ¿qué quieres? Algo quería de mí, y yo no sabía qué, pero algo. Presentía que era para algo (…), algo nuevo había de ser. El Rabboni, ut videam! me hizo decirle a Cristo: Domine, ut sit!, Señor, que sea eso que Tú quieres, y yo no sé qué es".
"Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias". Los once años de la vida de san Josemaría, que se extienden desde el momento en que intuye que Dios le llama a una misión que desconoce, hasta que le es desvelada con la luz fundacional del 2 de octubre de 1928, pueden quedar englobados bajo el título de "la época de los barruntos". Ha sido expuesta con extensión por sus biógrafos (cfr., por ejemplo, VdP, 1, caps. II-V). Aquel Domine, ut videam!, que el joven Josemaría toma de Bartimeo, fue su lema-jaculatoria de aquellos años, síntesis viva de su oración. Impresiona advertir la fuerza con que siempre permaneció grabada, como aquí vemos, en su memoria, y operativa en su alma; desde ahí ha pasado a ser lema de la vida de muchos. Si la vida interior consiste en buscar, en todo momento, la identificación con la voluntad de Dios, el Domine, ut videam! de Bartimeo y de san Josemaría es como su epítome. El párrafo sucesivo (198a) lo confirma, en cierto modo.

198b de la fe 1ª ed. ] de la fe, últ redac
"Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está solo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia". El valor de la fe, es decir, la importancia y firmeza de la virtud, que se ha convertido en vida (vida de fe), se expresa en forma de testimonio personal, con palabras y con obras. Las palabras expeditas y claras (fruto también de una formación doctrinal adecuada), que dan razón de lo que cree y vive el buen cristiano, constituyen un testimonio necesario en medio de la sociedad, pero no por eso son testimonio suficiente ("… no está solo en la claridad…"). Lo serán si están confirmadas con las obras, con la coherencia de la propia vida. En realidad, lo primero son las obras, ya en sí mismas elocuentes: el ejemplo de fe vivida, que incluye de por sí "la resolución para defenderla", y que puede llegar a exigir heroísmo.

198c [tb/m471012]: "Vade, fides tua salvum te fecit. Anda, que tu fe te ha salvado. Et confestim vidit, e inmediatamente vio, et sequebatur eum in via, y le seguía en el camino. ¿Ves?: seguirle en el camino. Tú quieres seguirle en el camino. Tú quieres pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo. Pues tu fe ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en buscar modos nuevos; la lección que nos da Jesús está clara. La fe que nos pide es así: no solo a fuerza de obediencia y obras, sino de obras llenas de sacrificio, dejando lo que estorba".
"Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada". Decidirse a abrazar la vocación de cristiano, la propia de cada uno, es –nos está diciendo el Autor– un gran acto de fe personal. Mediante tal decisión, el "creo en Ti" de la fe se ha traducido en un "quiero pisar en tus pisadas, quiero vestirme de tu vestidura, quiero ser Tú", es decir, en una "fe operativa y sacrificada". En la doctrina de san Josemaría, con fundamento en la enseñanza paulina sobre la conformación del bautizado con Cristo (cfr. Rm 8, 29; Ga 3, 27; etc.; y con extenso apoyo en la tradición teológica y espiritual), el cristiano ha sido llamado a ser otro Cristo, más aún, por su eficacia apostólica al servicio de la redención, "el mismo Cristo": Cristo sigue obrando la salvación a través de la Iglesia y de los cristianos. Pero siempre con sacrificio y abnegación: con la Cruz, de la que Cristo nunca se separa. "La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo", que es el ritmo de la filiación y de la Cruz. Sobre la fórmula "otro Cristo, el mismo Cristo", característica del pensamiento y del lenguaje teológico-espiritual de san Josemaría, se puede cfr., por ejemplo, la bibliografía citada supra, anotaciones a los párrafos 6 y 128a.

199a [tb/m471012]: "Esta vez es San Mateo, en el cap. IX, quien nos cuenta que había una mujer quae sanguinis fluxum patiebatur duodecim annis, que hacía doce años que padecía un flujo de sangre. Accesit retro et tetigit fimbriam vestimenti eius, y aquella mujer se acercó por detrás a tocar la vestidura del Señor. Qué humildad la suya, ¿verdad? (…) Y el Señor: confide, filia, fides tua te salvam fecit, confía, hija, que tu fe te ha salvado".
"Pero mirad cómo, en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales". Los dones sobrenaturales –en este caso, la virtud teologal de la fe– elevan las potencias del alma, haciéndolas capaces de actos sobrenaturales (en este caso, participar del conocimiento divino), y mejoran en conjunto al sujeto que los recibe, pero no alteran su índole personal profunda. Bartimeo y la hemorroísa son copartícipes del don de la fe, y cada uno lo exterioriza conforme a su personalidad. No es que la fe de Bartimeo no fuese humilde, o que la de la hemorroísa no fuese audaz; pero en cada uno de ellos se manifiesta con mayor o menor fuerza de matices, conforme al propio temperamento. San Josemaría, refiriéndose a realidades análogas a esta, usaba a veces la imagen aritmética del numerador diverso y el denominador común. La idea aquí formulada ("en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales"), debe ser también leída desde una perspectiva pastoral y apostólica, pues debe privilegiarse una formación cristiana de las personas, que respete y fomente la unidad del seguir a Cristo, con la diversidad de las circunstancias y condiciones de cada cual.

199b [tb/m471012]: "¿Ves cómo debe ser tu fe? Humilde. Tan cerca de Cristo como estás, en su casa, metido en su corazón, no queriendo más que su voluntad. Que tu soberbia no estorbe a tu fe. ¿Quién eres tú, quién soy yo para que merezcamos esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos para estar tan cerca de Él? No para tocar un poquito de su vestido, el extremo de su manto, la orla. Le tenemos a Él, le comemos cada día, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Hijo mío, ¿te fijas?".
"¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos, para estar tan cerca de Él?". Si antes nos hemos persuadido de que nuestra fe ha de ser audaz, sacrificada y con obras, como la de Bartimeo, "para correr detrás de Cristo" (196b), ahora nos exhorta san Josemaría a fomentar una convicción de fe, firmísima y plena de confianza, que se manifiesta en segura certeza de que Dios lo puede todo y en humilde abandono en sus manos. La fe nuestra, en su analogía con la fe de la hemorroisa ha de traducirse en veneración y gratitud ("¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo?"), en temor filial y adoración. Más arriba (196c) ha escrito san Josemaría: "Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así"; ahora, cabría añadir: "Lección también de humilde temor filial y de adoración".
"Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No son imaginaciones". San Josemaría repetía con asiduidad, en referencia a la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, esta secuencia tradicional: "con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad". El sentido de la fórmula fue perfectamente explicado en la Sesión XIII del Concilio de Trento, Decreto sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, cap. III, y canon 1º (cfr. DH 1640.1651). Esta doctrina definida en Trento es la que san Josemaría está considerando en el párrafo que anotamos. La doctrina conciliar enseña que por virtud de las palabras de la consagración ("ex vi verborum"), se hacen presentes el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como Él mismo estableció en la institución del sacramento. Y por razón de concomitancia ("per concomitantiam"), se hace simultáneamente presente todo lo que, por la perfección de la humanidad de Cristo, es inseparable de su Cuerpo y de su Sangre, es decir, su Alma; y asimismo todo lo que, por la perfección de su naturaleza divina, es inseparable de su Persona, es decir, su Divinidad.

200a [tb/m471012]: "Tu fe, tu fe sacrificada, tu fe humilde. Hay dos modos de vivir en la tierra; o se vive vida sobrenatural o vida animal. Y tú, hijo de Dios en la Obra, no puedes vivir más que la vida de Dios. Quid prodest?… ¿Qué aprovecha al hombre todo lo que hay en la tierra, todas las locuras del corazón satisfechas, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad, qué vale todo eso si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las cosas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?".
"Solo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural". La frase, en su primera parte, puede sonar algo rigurosa si no se entiende bien. Por eso es preciso acompañarla de la segunda parte, que da el sentido verdadero. Creado el hombre (Adán y sus descendientes) como ser personal, capaz de relación con Dios y dotado de un destino eterno, y habiendo sido elevado por la gracia al orden sobrenatural, está llamado a vivir, ya en esta tierra, en amistad filial con Dios, mientras se encamina a la plenitud del cielo. La vida humana como tal no es puramente animal, ya que el hombre ha sido creado como capaz de participar la vida de Dios, y ha sido elevado de hecho, desde el principio, a participar de ella. Solo es vida animal, es decir, infrahumana, cuando en el corazón y en la existencia real del hombre, es rota por el pecado (como sucedió en Adán y en sus descendientes) la unidad, querida desde el principio por el Creador, entre naturaleza y gracia. Vencido el pecado por Cristo, y restaurada esa originaria unidad, la condición humana está abierta a vivir actualmente (mediante la incorporación a Cristo, por el Bautismo), o al menos potencialmente (en cuanto capaz de recibir el Bautismo), la vida sobrenatural. En cambio, quienes, con voluntariedad actual, dan la espalda conscientemente a Cristo y quieren permanecer en el pecado, solo pueden vivir vida animal, infrahumana.

200b [tb/m471012]: "Hijo mío, es este un adverbio que ha hecho grande a Teresa de Jesús. Cuando ella niña, salía por la puerta del Adaja, atravesando las murallas de la ciudad, acompañada de su hermano Rodrigo para ir a tierra de moros, a que les descabezaran por Cristo, al hermano que se cansaba (…), le decía: para siempre, para siempre, para siempre". (Nota del Editor: el hecho narrado en aquella meditación de 1947, y recordado también por el Autor en este párrafo 200b, no se encuentra en el Libro de la Vida de santa Teresa, aunque haya trazas suyas en alguna publicación carmelita de naturaleza espiritual y popular. Más que el hecho biográfico en sí mismo, san Josemaría está subrayando el "para siempre"; así lo comentamos en la anotación sucesiva a esta. Rafael Gómez Pérez, que trabajaba junto a san Josemaría en la época de redacción de esta homilía, ha dejado escrito un interesante recuerdo al respecto en su libro Trabajando junto al beato Josemaría, Madrid, Rialp, 19943, pp. 49-50).
"Este adverbio –siempre– ha hecho grande a Teresa de Jesús". La referencia al "para siempre, para siempre…" de santa Teresa de Jesús está tomada del Libro de la Vida, donde la santa escribe: "Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad" (Libro de la Vida, 1, 5; BAC 212, 8ª ed., 1986, p. 35). San Josemaría utilizó esa cita en numerosas ocasiones; aparece, por ejemplo, con cierta frecuencia en sus guiones de pláticas o meditaciones, de los primeros años 30 del siglo pasado. En uno de esos guiones (preparado para dar una meditación sobre los novísimos a mujeres jóvenes; es una octavilla autógrafa, a lápiz, redactada en torno a 1933; se encuentra en AGP, A.3, 186-2-23), escribe sintéticamente así: "Sta. Teresa: para siempre. –Esas palabras han hecho muchos santos". Sobre el tema del "para siempre", cfr. C ed. PR, 182. Es interesante comprobar que en ADD suele usarlo al tratar del cielo y la eternidad; por ejemplo, en 35a; 76c; 130b; 200a-c. Cfr. también F, 999.

200c [tb/m471012]: "Mienten los hombres cuando dicen ‘para siempre’ en cosas temporales. Y es verdad, con una verdad total el ‘para siempre’ cara a Dios. Y así has de vivir tú, con una fe que te haga sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, el pensamiento de la eternidad, para siempre".
"Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Solo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios". Referida a alguna realidad terrena, la expresión: "cara a Dios", pide ser leída como: "considerada desde la perspectiva de Dios". En ese sentido, el "para siempre" respecto de algo, que humanamente es solo un puro deseo irrealizable, si se mira desde Dios adquiere un significado real –aunque misterioso–, y cabe decir, con san Josemaría, que solo entonces "es verdad, con una verdad total". También lo es, participadamente, el "para siempre" respecto de algo, concebido desde la fe, con visión sobrenatural o desde la perspectiva de Dios, es decir, considerando lo que ese algo (el amor, la felicidad, la paz, etc.) será en Dios.

201-204 "Vida ordinaria y contemplación". En el apartado final de su homilía, aborda el Autor una cuestión de singular interés, que se acrecienta al ser tratada por él, que ha sido denominado "el santo de la vida ordinaria" (cfr. supra, 50a, con sus anotaciones). Las nociones de "vida ordinaria" y de "contemplación", en el lenguaje y en el razonamiento teológicos, están llenas en sí mismas de sentido. Cuando se unen, no como yuxtapuestas sino –como en el espíritu de san Josemaría– formando un unum, donde cada una sirve de clave hermenéutica de la otra, el pensamiento se sitúa en un terreno particularmente fértil, de cara a la profundización en la naturaleza de la santidad cristiana y en su función configuradora del mundo. Es un terreno aún poco explorado por la teología.

201a (en nt. 25) Mt XXI, 18-19 1ª ed. ] Matth. XXI, 18 últ redac
[tb/m471012]: "Volvamos al Santo Evangelio. Y hacemos que nos hable San Mateo en el cap. XXI. Él nos cuenta que Jesús esuriit, tuvo hambre. ¡Qué alegría me das –perdón, Señor–, qué alegría me da verte hambriento! Qué alegría me da verte junto al pozo de Sicar con sed. Porque te veo perfectus Deus, perfectus homo… Con carne como la mía, con un corazón amante. Seipsum exinanivit formam servi accipiens. Se anonadó a Sí mismo, tomando forma de siervo, por mi amor. Para que yo no dude de que me entiende, de que me ama".
"Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía". Resulta significativo que, en el primer párrafo del apartado titulado "Vida ordinaria y contemplación", leamos las palabras que ahora consideramos. Indudablemente –como ya se ha hecho notar–, en la vida contemplativa de san Josemaría, y consecuentemente en su enseñanza sobre la contemplación cristiana, la realidad divino-humana de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, lo llena todo. El Modelo de su santa humanidad, el ejemplo de su vida cotidiana, santificada y santificadora, todo lo suyo, es el punto de mira constante, la luz permanente de la meditación personal de nuestro Autor, y de su pensamiento teológico-espiritual. No es necesario que nos detengamos de nuevo en este aspecto, pues ya ha sido considerado con cierta atención en la "Introducción General", Primera Parte, 5, a.1, bajo el título de "Ejemplaridad de la existencia humana del Hijo de Dios". Pero es también conveniente que lo subrayemos una vez más, pues este mirar porfiado, atentísimo y enamorado a Cristo Hombre, igual en todo a nosotros, salvo en el pecado; con carne como la nuestra; que en lo humano nos da a conocer lo divino; que no ha venido a destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana; etc.; este constante mirar a Cristo, decimos, descubriendo en Él, en su vivir terreno, la grandeza a la que está llamada la vida de sus discípulos, es un elemento fundamental del espíritu y de la doctrina fundacionales de san Josemaría. Para ahondar en este punto, además del pasaje ya citado de la "Introducción General", el lector interesado puede prestar atención a los siguientes pasajes de ADD: 50a-b, 56a, 74a, 75c, 81c, 93b, 176d, 201a; y de ECP: 13a, 61c, 83e, 89f, 107e-f, 109a, 117d, 125a, 151b.

201b palpemos 1ª ed. ] palpemos, últ redac
[tb/m471012]: "Esuriit. Cuando me canso, hijo mío, cuando tú te cansas de tu trabajo, de tu estudio, de tu actuación apostólica, (…), entonces, tus ojos a Cristo, a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento. Señor, ¡cómo te entiendo y cómo te amo! ¡Cómo te amo Cristo, cómo te amo!".
"Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas… Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha…". Relea el lector detenidamente este párrafo 201b entero, y, además de llenarse de admiración ante el aliento cristocéntrico del camino ascético enseñado por san Josemaría, podrá comprender con más hondura lo que nos está transmitiendo, tomándolo de su propia experiencia espiritual: que es la mirada contemplativa, fijada en Cristo, la que da verdadero significado y llena de sentido los avatares de la vida interior y del ajetreo cotidiano del cristiano. Sabiendo que "el Señor permanece siempre a nuestro lado", "lo que importa es la lucha". Se unen en esta convicción la fe y la esperanza. Parecería que el Autor está recordando de modo implícito la doctrina paulina, que tantas veces le sirvió de inspiración: "He aprendido a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 12-13).

202a [tb/m471012]: "Hijos míos, que Jesús tiene sed, tiene hambre. Desde la Cruz ha clamado: sitio, tengo sed. Y tiene sed de ti, de ti, de tu amor, de tu alma y de todas las almas que tú tienes el deber de llevar hasta Él por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad, de la gloria del cielo".
"Se acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas". La inmediata interpretación en sentido espiritual parenético de Mt 21, 18-19 ("Muy de mañana, cuando volvía a la ciudad, sintió hambre. Viendo una higuera junto al camino, se acercó"), pone de manifiesto por dónde va a conducir san Josemaría el último apartado de la homilía. Antes ha destacado que la fe de los discípulos de Cristo ha de ser audaz y sacrificada, como la de Bartimeo, y al mismo tiempo humilde y discreta, como la de la hemorroisa. Ahora va a resaltar que también ha de ser operativa y eficaz: ¡fe con obras!, fe que se vierte en apostolado. Esas cualidades de la fe (sacrificada, humilde, operativa), nos dirá el Autor, no son elementos accidentales de la vida de fe, que pueden darse o no darse. La fe auténtica, por ser sacrificada y humilde es eficaz; por ser humilde y operativa, es sacrificada; etc.

202b [tb/m471012]: "Y si se acerca a ti porque tiene sed, porque tiene hambre, y no encuentra en ti más que hojas…, porque te has entregado a Él solo de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración, ni es de humildad, ni de sacrificio, ni de obras … Et dixit illi: numquam ex te fructus nascatur in sempiternum, que jamás des fruto en lo sucesivo. Et aruit, y se secó. Hijo mío, ¿no te habrá hecho pensar cómo ha de ser tu fe y tu vida conforme a esa fe, para que Cristo tenga siempre frutos que le consuelen?".
"Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas. Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida?". Una fe sin humildad y piedad no es genuina fe cristiana. Ni lo es tampoco una fe sin sacrificios, sin apostolado, sin obras. Con esas carencias (que se dan juntas, como sus opuestas cualidades), la vida de fe es más apariencia que realidad. Como señala el texto, siguiendo el relato evangélico de la higuera, es más bien "fachada cristiana", atractiva quizás desde fuera, pero estéril. Finaliza el párrafo con una sugerencia-amonestación de san Josemaría, que un buen hijo de Dios no puede dejar pasar sin hacerla suya: hay que empeñarse en vivir de fe, con autenticidad, "para que Cristo reciba siempre ganancia de nosotros". Es una conclusión propia de quien ama, que siempre quiere dar más a su amor. La fe auténtica es inseparable de la caridad con Dios y con los demás.

202c "Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios". Dios Nuestro Señor, alecciona el Autor, "quiere almas –la mía en primer lugar, cabría decir–, quiere amor". Rechaza la pura apariencia, repulsa el artificio y la fachada. Acoge, en cambio, con palabras de san Pablo, "la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). Indica ahora san Josemaría tres momentos internos de ese itinerario efectivo de fe: trabajar mucho, trabajar bien, trabajar por Dios (por amor a Dios). Entendamos incluidas en ese trabajar "mucho, bien y por Dios", la materialidad del cotidiano trabajo ("esa tarea ordinaria que debemos santificar"), así como todo cuanto se refiere al servicio a los demás (empeños familiares, proyectos apostólicos, etc.). Mucho, bien y por Dios: es un buen lema de fondo para la vida de fe.

203a [tb/m471012]: "Los discípulos se quedaron pasmados, diciendo: ¿por qué inmediatamente se ha secado? (…) Aquellos hombres, que habían visto tantos milagros de Cristo, se pasman una vez más: su fe todavía no quemaba. Amen dico vobis, Yo os aseguro, si habueritis fidem, si tuvierais fe, no solo a la higuera sino a ese monte le diríais tolle et iacta te in mare, sal de aquí y échate al mar, y así lo haría. (…) El Señor pone esta condición: que tengamos fe, y después somos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover (…) Fe. Fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad".
"Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes". Compendia ahora el Autor, en una frase, las cualidades de la legítima vida de fe, que ha venido glosando. Unidas, pueden servir al lector como lema para contrastar, y quizá para despertar, su propia fe: con obras, con sacrificio, con humildad. Si reúne tales características, esa fe es además omnipotente. Trae así a colación san Josemaría, continuando con el pasaje de san Mateo, la promesa de Jesucristo en la que nos da a conocer la misteriosa grandeza de la fe verdadera: "si tenéis fe (…) cuando digáis a ese monte: arráncate y arrójate al mar, así lo hará" (Mt 21, 21). En esas palabras del Señor, y en tantas otras semejantes –como las que recoge san Marcos: "¡Todo es posible para el que cree!" (Mc 9, 23), frecuentes también en la predicación de san Josemaría, como más abajo vamos a comprobar–, encuentra seguro fundamento la entera historia de la Iglesia.

203b (en nt. 36) Cfr. S. Teresa de Jesús, Camino de perfección, 40, 9 (70, 4) 1ª ed. ] Cfr. Camino de perfección, LXX, 3, XL, 9 últ redac
[tb/m471012]: "El que tiene fe sabe juzgar bien de las cosas terrenas, (…) sabe que esto de aquí abajo es –en frase de la Madre Teresa– una mala noche en una mala posada. Sabe que esto es tempus laboris et certaminis, tiempo de trabajo y pelea, tempus purgatorii ad solvendae iustitia divinae debita, tiempo de purgatorio para reparar la justicia divina. Sabe también que los bienes materiales son medio y los usa generosamente, heroicamente".
"El hombre de fe sabe juzgar bien de las cuestiones terrenas…". Llegados a este momento de la homilía, no parece preciso detenerse a meditar quién es, cómo es, para san Josemaría, el "hombre de fe" al que se refiere. Ha quedado ya bien trazado su perfil en las páginas anteriores. No obstante, para reiterar lo esencial, puede resultar provechoso acudir a ECP, 46a, y comprobar que ese hombre de fe es el que sabe "mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios"; es el que ha aceptado que "la fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no solo a una parte"; es, en fin, el que entiende que "las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad".

204a (en nt. 37) Mc IX, 22 1ª ed. ] Marc. IX, 23 últ redac || (en nt. 38) Mc IX, 23 1ª ed. ] Marc. IX, 24 últ redac
[tb/m471012]: "Hijo mío, la fe no es solo para predicarla, sino para practicarla. (…) Que os pongáis delante del Señor, como el padre del lunático poseso, y le digáis despacio, con todo el afán de vuestro corazón: Domine, credo, Señor, creo, sed adiuva incredulitatem meam, pero ayúdame, Señor".
"Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe". Al tiempo de redactar estas palabras finales de la homilía, muy probablemente en enero de 1973, san Josemaría había recorrido casi todo el camino de su existencia en la tierra. Los talentos que había recibido del Señor (cfr. Mt 25, 15ss.), habían fructificado copiosamente. Está, pues, alentándonos con la fuerza de convicción que nace también de la propia experiencia. El apóstol Pedro, y con él los otros once, dirán al Señor: "Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). De manera análoga, san Josemaría, "cree y conoce" lo que está transmitiéndonos: "Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe".

204b ¡Señor, 1ª ed. ] ¡Señor últ redac
"¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!". "Más y mejor", son dos adverbios que, junto a un tercero: "antes", guardan un significado importante en la biografía espiritual de san Josemaría. En los primeros años de la década de 1940, en medio de la grave persecución que denominaba "la contradicción de los buenos", sintió en su alma estas palabras: "antes, más y mejor", con el significado de que no debía preocuparse por nada, pues el Señor mismo disiparía los obstáculos. Esa locución, que robustecía aún más su fe en la misión recibida, estuvo siempre presente en el corazón de san Josemaría. En sus largos años romanos, la repetía, a modo de jaculatoria, también en lengua italiana: "prima, più, meglio". El 23 de junio de 1971, por ejemplo, cuando se cumplían 25 años de su llegada a Roma en una reunión familiar decía: "Veinticinco años de bondades de Dios… de sufrimientos… de alegrías… de aprender… y de perder la inocencia. (…) Tengo que insistir en que no nos hemos sentido desgraciados ni un segundo. Pero ahora comprenderéis mejor por qué repetía yo aquello de prima, più, meglio: antes, más y mejor. Todo ha sido desproporcionado: los medios humanos, los medios materiales… Si no ponemos a Dios como causa, no se explica nada. Estoy muy agradecido, muy agradecido, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo" (AGP, A.4, t-710623). Es posible que esa jaculatoria y esos adverbios estuvieran presentes calladamente en su alma, al redactar este pasaje de la homilía: "¡ayúdame, para creer más y mejor!".

 «    La esperanza del cristiano    » 

205a aún 1ª ed. ] aun últ redac
"Hace ya bastantes años, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí…". La cita de Consideraciones espirituales, p. 67, corresponde al n. 731 de Camino. El origen remoto del texto se encuentra en AI, 756, fechado en 16-VI-1932. Han transcurrido, pues, varias décadas entre ambos momentos. La redacción de la frase en primera persona permite ya predecir que san Josemaría va a discurrir en esta homilía sobre la esperanza, poniendo en juego, junto a la doctrina tradicional, su propia experiencia personal de fundador y de pastor de almas, que ha trabajado día a día con la confianza puesta en Dios. Si en aquella lejana ocasión advertía el Autor en su alma una esperanza creciente, ahora puede afirmar que esta "se ha hecho aún más robusta, más honda". Entre medias hay una historia de fidelidad a la misión recibida: una historia de amor perseverante y también de sufrimiento, realidades que forman parte del bagaje de esta virtud teologal.

205b "Mientras leía el texto de la Epístola de la Misa". La homilía está datada el 8 de junio de 1968, litúrgicamente sábado de témporas de Pentecostés. Todavía estaba vigente el Ordo Missae aprobado por la Sagrada Congregación de Ritos el 27 de enero de 1965; asimismo, el Leccionario de la Misa era el aprobado el 3 de diciembre de 1964, por el "Consilium" creado para la aplicación de la Constitución Sacrosanctum Concilium. La Epístola de aquel sábado de témporas reproducía, en efecto, el texto de Rm 5, 1-5, citado por san Josemaría.
"… contemplar el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana". A ese "entramado" o entrecruzamiento de las tres virtudes teologales se ha referido san Josemaría en otros pasajes de sus escritos, como por ejemplo, cuando escribe: "Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada" (ECP, 43a). Las virtudes teologales, no adquiridas por el hombre mediante la repetición de actos, sino infundidas directamente por Dios, son efecto de la elevación sobrenatural del alma y de sus potencias, a consecuencia del don de la gracia santificante, y, a fortiori, de la presencia de inhabitación de las tres Personas divinas. Así como del alma y sus potencias puede decirse que, en su unidad y distinción, se encuentran "enlazadas" entre sí, así también cabe afirmar lo mismo de las virtudes que en dichas potencias se asientan. "La existencia auténtica del hombre cristiano", esto es, en conformidad con la enseñanza de san Josemaría, el vivir del hombre en gracia (su obrar, su pensar, su trabajar, su rezar, etc.), como un hijo de Dios que busca cumplir en todo la voluntad de su Padre, es esencialmente un vivir de fe, de esperanza y de caridad. Las tres virtudes teologales, en efecto, "componen el armazón" que lo sostiene.

206a "Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario –¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!–, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría". Encierra este párrafo, en su brevedad, tres motivos de atención: a) La referencia al Sagrario y a la Presencia real de Jesús Sacramentado, habitual en la predicación de san Josemaría, como ya hemos tenido ocasión de resaltar (cfr. supra, 64a, 127b, 133b, 143a; lo encontraremos también, más adelante, en 249a); una referencia que es siempre agradecida y sincera, con sentido de adoración, como aquí lo deja entrever esa frase espontánea y ardiente: "¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!"; b) La apreciación de la esperanza como: "suave don de Dios", pues aporta serenidad y buen ánimo, docilidad y paz, confianza en la presencia siempre cercana del Señor, en su poder y en su misericordia; c) La afirmación de que la esperanza "colma nuestras almas de alegría", pues la confianza en alcanzar los bienes eternos da lugar al optimismo, no obstante la presencia de dificultades, incluso graves.

206b "No olvidemos jamás que para todos (…) solo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de Él". Insiste el Autor en una idea de fondo, ya expresada anteriormente (cfr. 200a). Entre vivir –con certeza de fe y de esperanza sobrenaturales– en gracia, como hijo de Dios, con lucha personal para mantenerse junto a Él; o bien, por el contrario, vivir conscientemente al margen de la gracia (llevando una vida voluntariamente sometida al alejamiento de Dios, y quizás, como suele suceder, con pérdida del sentido del pecado, esto es, una vida infrahumana), no hay, en verdad, término medio. La existencia personal de quienes "alardean de no ser creyentes" podrá ser escenario de momentos de gozo, pero sin "la luz y el calor de Dios", para lo que estamos hechos, sin "la alegría de la esperanza teologal", se muestra tarde o temprano carente de auténtica paz y de felicidad duradera.

206c "Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural". Ya se ha expresado ampliamente san Josemaría, en pasajes anteriores (cfr. 154-174), sobre lo que, en su enseñanza, significa "actuar cara a Dios", o dicho con más profundidad "vivir cara a Dios" (y en consecuencia "cara a los hombres"): como un buen hijo de Dios, con prudencia sobrenatural, con sencillez, con rectitud de intención, con verdad. Todos estos aspectos, y otros análogos que pudieran añadirse, se pueden considerar debidamente incluidos en la noción, tan característica del Autor, de "visión sobrenatural". No es fácil definirla, e incluso no resulta breve su descripción, aunque se capte intuitivamente su significado. Quien actúa con visión sobrenatural, mira y se esfuerza en comprender toda la realidad (empezando por sí mismo) con los ojos de la fe y de la esperanza, informadas por la caridad, o por así decir desde la perspectiva de la Voluntad de Dios, a la que quiere plenamente adherirse. Contempla, pues, y ama, la entera creación como don de Dios y como tarea que le encomienda. Y, por eso mismo, "trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo". De lectura obligada, en este contexto, es la homilía que pronuncia san Josemaría, en 1967, en el campus de la Universidad de Navarra, titulada precisamente Amar al mundo apasionadamente, y editada formando parte del libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (Madrid, Rialp, 1968), cuya edición crítico-histórica, preparada por J.L. Illanes y A. Méndiz, ha sido publicada en 2012. Cfr. también, P. RODRÍGUEZ, "Vivir santamente la vida ordinaria. Consideraciones sobre la homilía pronunciada por el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra (8.X.1967)", Scripta Theologica 24 (1992), pp. 397-419.

207-208 "Esperanzas terrenas y esperanza cristiana". El primer apartado de la homilía está dedicado a discernir el significado y contenido propios de la esperanza sobrenatural, mostrando su diferencia respecto a las esperanzas de carácter puramente humano. El Autor irá analizando algunos aspectos e insuficiencias de estas (esperanza y comodidad (207a-b), esperanza y utopía (207c), esperanza y limitación humana (208a), etc., hasta llegar a la esperanza cristiana (208c), en la que se detendrá a continuación.

207a unirnos con Dios últ redac ] acercarnos a Dios penúlt redac
"Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el ritornello, ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde". Hay datos puramente antropológicos, y como tales presentes en las diversas expresiones culturales, que responden a una experiencia humana común. Desde el punto de vista puramente humano, esperar que algo, que tiene relación conmigo, cambie, o perdure, o desaparezca, etc., es un deseo ligado al transcurrir del tiempo, sobre el que no tenemos dominio absoluto. Puede que, mientras haya tiempo, eso que deseo venga a suceder o no; pero con el final del tiempo –con el fin de la vida– desaparece también toda esperanza humana. De ahí, por ejemplo, un modo de decir común, que en castellano suena así: "mientras hay vida hay esperanza". Aparece incluso en uno de los libros sapienciales de la Biblia ("Pero quien se cuenta entre los vivos tiene esperanza, ya que más vale perro vivo que león muerto", Eccle. [Qo] 9, 4-6), que refleja dicha experiencia humana común. Lo mismo cabe decir del aforismo citado por el Autor: "la esperanza es lo último que se pierde"; efectivamente, hay esperanza humana de alcanzar algo mientras hay tiempo para lograrlo. Suele ponerse en conexión esa máxima con el poema Los trabajos y los días de Hesíodo, pues según este la esperanza es lo único que no se escapa de la caja que ha abierto Pandora, antes de que vuelva a cerrarla, y de la que ya se han evadido los males que afligirán a los hombres. Como es evidente, Hesíodo está reflejando en forma de mito un saber de experiencia común. Si esa sentencia se repite sin mayores matices, y se utiliza para justificar un comportamiento inadecuado, la esperanza humana queda transformada –como señala san Josemaría– en una caricatura.

207b Yo diría que ese es el camino … sin las zozobras de la pelea: últ redac ] penúlt redac (no es posible leer el párrafo sustituido) || obtener últ redac ] alcanzar penúlt redac
"¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!". En esta frase final del párrafo, rebate con acierto san Josemaría una primera caricatura de la esperanza humana, ya esbozada en el párrafo anterior, que consiste en transformarla en pasividad, en dejar transcurrir perezosamente el tiempo "a ver qué pasa". Esperanza humana de algo es siempre sinónimo de lucha por alcanzarlo, aunque cueste. Utiliza aquí el Autor un famoso dicho latino: "sine spe nec metu" (también escrito: "nec spe nec metu"), esto es, sin esperanza y sin temor, que expresa la actitud de quien no teme esforzarse por conseguir algo, aunque quizás sin esperanza de lograrlo. Ha sido utilizado desde la antigüedad, en múltiples contextos, incluso no todos positivos; pero su sentido auténtico es el que hemos indicado. Podría haber sido tomado del famoso discurso de Cicerón Post reditum in Senatu (57 a.C.), en el que agradece que se haya permitido su vuelta del exilio, al oponerse los magistrados al terror impuesto por Clodio ("… reliqui fuerunt, quos neque terror nec vis, nec spes nec metus, nec promissa nec minae, nec tela nec faces a vestra auctoritate, a populi Romani dignitate, a mea salute depellerent" [M. TULIO CICERÓN, Post reditum in Senatu Oratio, 7, 9]). Una deformación de esa noble actitud humana es la que –con sentido irónico– describe el Autor: la de quienes huyen de las aspiraciones que exijan esfuerzo, y desisten de luchar. De ahí la frase final: nada hay tan alejado de la esperanza de algo, como el miedo a luchar por alcanzarlo. La esperanza significa lucha, no temerosa pasividad.

207c "No falta tampoco la actitud superficial de quienes (…) limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil". Se fija el Autor en una segunda actitud antagónica a la esperanza respecto de algún bien asequible, que consiste en presentarla como ideal irrealizable o puro deseo utópico, sin otro motivo que el de la falta de autenticidad personal: por no querer cambiar. Es como decir: "¡qué bueno sería conseguir esto, pero es imposible!", aunque la imposibilidad es, más bien, simple resistencia interior a "decidirse por el bien". San Josemaría la denomina: "frívola veleidad".

208a noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan últ redac ] noble ideal, afrontan penúlt redac || sus dificultades últ redac ] sus dificultades –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía– penúlt redac || nace con el sello de la caducidad. Meditad las palabras de la Escritura: he contemplado todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve, y vi que todo era vanidad y apacentarse de viento, y que no hay provecho alguno debajo del sol últ redac ] penúlt redac (no es posible leer el párrafo sustituido)
"Me siento siempre movido a respetar, e incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal limpio. Sin embargo…". El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y como enseña el Concilio Vaticano II: "Esta semejanza demuestra que (…) no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (Gaudium et spes, 24). Como recuerda el Autor, son muchos los hombres que –sin motivos sobrenaturales, sino con una actitud humana noble (tras la cual se encuentra, aunque no lo sepan, su condición de imagen de Dios)– dedican lo mejor de sí mismos al servicio de los demás. Les mueve un noble ideal de ayuda, en el que late la esperanza de lograr el bien para los demás: una esperanza humana auténtica, que enriquece su persona. Siendo ya mucho, podría ser aún más si, junto con estar movida por amor a los hombres, lo estuviese por el amor a Dios, verdadera raíz de todo bien.

208b "Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas (…), los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas". Si el hombre está abierto a Dios, su esperanza no quedará nunca circunscrita en horizontes puramente terrenos, limitados por su propia naturaleza, pues más allá está siempre el poder y el querer de Dios. Llama san Josemaría "auténtica esperanza", aun la puramente humana, a la que brota de un alma abierta a Dios y a la trascendencia. Por el contrario, en la consciente cerrazón, en el rechazo de la relación con Dios, las esperanzas humanas quedan encerradas en metas efímeras y, pronto o tarde, se desvanecen, dejando a cambio un sentimiento de decepción y de falta de sentido. "Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza", señala con hondura san Josemaría. Nada más triste, en efecto, para la criatura humana, hecha para Dios, que las falsas esperanzas al margen de Dios.

208c "A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza…". Habla ahora san Josemaría de la virtud teologal, infundida por Dios, y la pone en relación inmediata con su íntimo sentido de la filiación divina, fundamento último, como sabemos, de su doctrina espiritual. La seguridad de sentirse y de saberse hijo de Dios es un don singular, fruto del entrecruzarse en el alma de la fe, la esperanza y la caridad teologales, y, al mismo tiempo, en la práctica, es fuente de una vida filial fundada en esas tres virtudes. Vivir de esperanza significa tender filialmente a Dios como fin último, y confiar firmemente en obtener en Él la felicidad eterna, así como, en esta vida, los medios para alcanzarla. Eso significa tomarse a la vez, completamente en serio, la plena referencia a Dios en todo y la plena integración en la realidad de la existencia cotidiana: "la cabeza en el cielo y los pies en la tierra" como, a veces, señala san Josemaría. Lo expresa con particular claridad en este pasaje: "la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo". El modo, podemos concluir, de los hijos de Dios.

209a "… los cristianos, ¿en qué debemos esperar?". La pregunta que abre este párrafo es también la que está detrás del nuevo apartado. San Josemaría va a ir dando la respuesta escalonadamente, y aunque no lo exprese de ese modo, su enunciado podría ser este: los cristianos debemos esperar en todo aquello que, con fe sobrenatural, creemos. Como enseña la Carta a los Hebreos: "la fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven" (Hb 11, 1), que es como afirmar: tanta es la esperanza cuanta es la fe, o quizás, diciéndolo más en línea con el texto que estamos comentando: a tanto alcanza el vivir de esperanza, a cuanto se extiende el vivir de fe (con sentido filial, con visión sobrenatural, con sentido apostólico).

209b "Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin". El contenido de la revelación se sintetiza de algún modo en el Amor que Dios es, y en el amor que nos tiene. En eso creemos, y tal es también la sustancia y el eminente fundamento de la esperanza cristiana.

210a a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los últ redac ] penúlt redac (no es posible leer el párrafo sustituido)
"Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio". Esperanza de alcanzar los bienes eternos, que se compendia en participar plenamente como hijos (de acuerdo con la capacidad de cada uno, medida a su vez por la caridad) en la intimidad trinitaria, esto es, en el mutuo Amor y mutua donación del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Pero ese Amor, de cuya plenitud esperamos gozar, está ya activamente presente en nosotros, por la gracia, y entre nosotros, donde es preciso descubrirlo. Dios nos llama a encontrar el Amor que es Él en las cosas ordinarias de cada día, en "el quehacer diario, la profesión u oficio", realizadas con amor, con perfección humana, con visión sobrenatural: por Dios. La esperanza sobrenatural se nutre de esos encuentros cotidianos de los hijos de Dios con su Padre, y en ellos también se manifiesta ante los demás, con una eficacia evangelizadora real ("una esperanza nueva"), y muchas veces tangible, aunque en verdad incalculable. Como en toda referencia explícita a 1928, e implícita a su carisma y misión fundacional, san Josemaría ha situado al lector en este párrafo ante el núcleo más íntimo de su doctrina.

210b "Así, trabajaremos con renovado empeño, y enseñaremos a la gente a reaccionar con serenidad, libres de odios, de recelos, de ignorancias, de incomprensiones, de pesimismos, porque Dios todo lo puede". El espíritu y el mensaje de san Josemaría ha conducido a muchos a encontrar a Cristo por vez primera en el ámbito de su vida ordinaria, y a querer recibir el Bautismo. Pero son también muchos, más numerosos quizás que los primeros, los que se han reencontrado con el Señor por ese camino, al descubrir –o quizás redescubrir–, a través de la enseñanza del fundador del Opus Dei, la grandeza de su vocación bautismal y –en ese encendimiento de fe y esperanza sobrenaturales– su correlativa dimensión evangelizadora. En las palabras finales del párrafo que estamos anotando, aunque formuladas en futuro ("trabajaremos, enseñaremos"), san Josemaría no está expresando un desideratum, sino describiendo delicadamente un presente, al servicio de la Iglesia.

211a "Allí donde nos encontremos, nos exhorta el Señor: ¡vela!". Parecen resonar las palabras de Jesús a los suyos, durante la oración en el huerto: "Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26, 41). El orden de ideas seguido por el Autor es muy claro. Las dos primeras, puestas en boca del Señor, constituyen una llamada apremiante a vivir de fe ("¡vela!") y de esperanza, que comporta confiarse filialmente, sinceramente, en las manos de Dios ("decídete a abrir tu alma a Dios"). Las dos segundas, en cambio, reflejan la frustración de quien, al no abandonarse con sencillez en Dios, abriendo puertas y ventanas del alma, sucumbe a un modo de vida espiritualmente mustio ("cuando no se lucha consigo mismo […] los más nobles ideales se agostan"), y puede acabar tristemente sometido a su propia reticencia a abrirse por completo a la gracia ("después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza").

211b ordinario, los propósitos generales sirven para poco … desaparecen con la misma fugacidad con que han surgido últ redac ] penúlt redac (no es posible leer el párrafo sustituido)
"No se conforma Jesús con un asentimiento titubeante". Esperanza es lucha. Esperanza es confianza en Dios, abrirse a Él. Fuera de eso, la vida espiritual se somete al desasosiego y a la intranquilidad. Continuando con lo que ha señalado en el párrafo anterior, muestra ahora san Josemaría los pasos –los malos pasos, cabría decir– que conducen a aquella situación de desaliento: "un asentimiento titubeante" (ante lo que Dios espera), y unos "propósitos poco delineados" (que son una cierta forma de autoengaño, "que intentan acallar las llamadas divinas"). Vivir de fe y de esperanza es lo contrario a vivir escondiéndose de Dios y pactando con las apariencias.

211c solo ese fin merece la pena. últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)
"…me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación". "Determinación" significa decisión y valentía; "marchar con determinación" es aquí sinónimo de llevar adelante una lucha espiritual llena de autenticidad. Señala ahora el Autor, en contraste con las anteriores, algunas actitudes prácticas de ese combate cristiano, manifestativas de esperanza sobrenatural: "Obra el bien (…); practica la justicia (…); fomenta la felicidad de los que te rodean (…). Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que solo ese fin merece la pena". El lector ya habrá advertido, en las frases que complementan las que hemos transcrito, la impronta característica del espíritu de san Josemaría: "ante la ocupación de cada instante", "en los ámbitos que frecuentas", "en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible"… Son los matices propios de la secularidad de ese espíritu y de sus destinatarios.

212a "Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz". Importante precisión la que ahora escribe el Autor, o quizás, diciéndolo mejor, importante paso adelante en su descripción del vivir de esperanza, al señalar que su apoyo central, su fundamento radica en la Santa Cruz. Siendo ese vivir un caminar junto a Cristo y con plena confianza en Él, no puede realizarse al margen de la Cruz. "Camino real", denomina san Josemaría al camino de la Cruz, no tanto para afirmar la realidad de su presencia en la lucha cristiana, sino para indicar que ese es el camino regio, trazado y recorrido en precedencia por el propio Rey. "Recuerdo que Jesús me ha querido siempre para Él (…)" –dirá en otro lugar–, "por eso me aguó todas las fiestas, puso acíbar en todas mis alegrías, me hizo sentir las espinas de todas las rosas del camino… Y yo, ciego: sin ver, hasta ahora, la predilección del Rey, que, en mi vida entera, reselló mi carne y mi espíritu con el sello real de la Santa Cruz" (AI, 389; el texto tiene fecha de 14 de noviembre de 1931). Camino de esperanza: "el amable camino de la Cruz" (ECP, 61f), en el que no cabe tristeza "porque Cristo mismo nos ayuda" (ibid., 176g), aunque "no resulta una empresa cómoda", sino algo que "supone esfuerzo" (ADD, 212b).

212c "Me gusta, en estas conversaciones con el Señor, ceñirme a la realidad en la que nos desenvolvemos". Quizá no hubo una meditación previa a esta homilía, pero el escrito que tenemos entre manos tiene el estilo de una meditación dirigida a personas concretas, con la intención de ayudarlas a forjar su vida espiritual en la fragua de la esperanza sobrenatural y de la lucha. Así llega el texto a nosotros, lectores de tiempos posteriores, animado de la misma intención. En este tipo de textos, escritos como en diálogo con Dios ("conversaciones con el Señor") y con los oyentes, se atiene el Autor con realismo a la situación de quienes tenía delante y, en cierto modo, a los que –en cuanto gente corriente, buenos cristianos con deseo de crecer– iba a seguir teniendo delante. Va a lo concreto, busca desembocar en aspectos prácticos, y de ahí que, como escribe, huya de inventarse teorías. Debe advertirse, sin embargo, que la praxis delineada se sustenta en una theoria propia: la doctrina espiritual cristiana contemplada desde la perspectiva del espíritu fundacional de san Josemaría.

212d "¿Descorazonarse? No". Quien es capaz de descubrir en sí mismo todas esas flaquezas, y de reconocerlas como tales, lo es también para contar con la misericordia de Dios, y no rebajar la esperanza. Es lo que indica el Autor, con dos palabras: "¿Descorazonarse? No". El desánimo, el acobardamiento ante la propia fragilidad sería algo impropio de quien, por reconocerla ante Dios, puede llegar a saberse, como san Pablo, fuerte en su debilidad, "quia tu es, Deus, fortitudo mea" (213a). La esperanza no es tanto virtud de fuertes y resistentes cuanto de débiles y frágiles, pero hijos de Dios, que se agarran "a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar" (213b).

213b promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan. últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)

214a "… quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás –donde estás– como instrumento útil, con una eficacia insospechada". Tal seguridad en el alma solo puede ser fruto de la gracia ("que Él ha puesto en tu alma"), que desvela la dignidad de la vocación bautismal, y enciende la esperanza de realizar, "como instrumento útil", lo que Dios espera. Una vez más hay que hacer notar, como hace san Josemaría en la frase inmediatamente anterior, la "previa" grandeza de la criatura humana como tal, en la que el Creador, al quererla hacer a su imagen, ha puesto "hambres de altura, ansias de subir muy alto", esto es, una capacidad de recibir el don de la gracia y de participar por su medio de la misma naturaleza divina.

214b "Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales". El realismo cristiano, el que permite contemplar la entera creación desde la perspectiva de Dios, empieza por aquí: por reconocerse ante Dios portador de Cristo (cristóforo), mediante el Bautismo, y al mismo tiempo portador, como descendiente de Adán, de las heridas del pecado original ("enconadas por nuestros pecados personales"). La doctrina del pecado original y de sus consecuencias, considerado ya todo, sin embargo, desde la victoria de Cristo y, por tanto, con una visión optimista, es un punto firme de la fe católica y de la correspondiente concepción antropológica. Reconocerse pecador y huir, por eso mismo, del pecado, forma parte del background de la esperanza cristiana, como también forma parte la seguridad del perdón y la voluntad de luchar "como si todo dependiera de uno mismo".

214c con más claridad su continua protección, su Amor. últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)
"Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor". Puede suceder, aunque no sea lo habitual, que en el camino de la vida interior, que es un camino de esperanza, se interpongan alguna vez graves obstáculos. San Josemaría los denomina "los enemigos de fuera y de dentro" (persecución, maledicencia, contradicciones, pero también quizás conciencia de los errores cometidos y de la propia fragilidad), que pueden gravar pesadamente sobre el sujeto. Con la fuerza de quien ha aceptado ese sufrimiento en su propia carne, y con la autoridad de quien lo ha asimilado como querido o permitido por Dios, escribe el Autor una frase que impresiona: "Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes". Y luego razona el porqué, con unas palabras que ayudan a descubrir la voluntad misericordiosa del Señor: Él no abandona jamás a sus hijos, y además, cuando permite la prueba, lo hace "para que ames más". Sucede, en efecto, como muestra la experiencia cristiana, y en especial la de los santos, que el hijo de Dios atribulado por la dificultad externa, se arroja con mayor abandono en brazos de su Padre, y sabe también que, cuando aprieta la dificultad interna, no hay mejor vía para recobrar la esperanza y mantener la paz que el sacramento de la Penitencia (cfr. 214d).

214e repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)
"¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor". Brillan en este párrafo, dedicado como los anteriores a estimular la práctica de la esperanza, algunos puntos luminosos, usuales en la doctrina ascética de san Josemaría. Los señalamos de nuevo, sin mayor comentario, para no dejarlos pasar por alto: a) "Dios no pierde batallas" (cfr. también ADD, 183b y 219a; ECP, 66b y 123h); b) "la humildad de comenzar y recomenzar" (cfr. ADD, 13b; 31a, 94c, 219b; ECP, 58i, 75a, 114b); c) "la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios" (cfr. ADD, 181a; ECP, 78e).

215a "Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce". Como ya ha sido recordado, la referencia a la inmensa misericordia paterna de Dios, es permanente en los textos de san Josemaría (cfr., por ejemplo, lo anotado en 145c). Ahora lo reafirma con una afirmación muy consoladora: "Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce –sabe bien, podríamos decir, de qué pasta estamos hechos–, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos".

215b "Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí". Vuelve san Josemaría a manifestar, como hizo al comenzar la homilía (cfr. 205a), la profunda percepción que, por gracia de Dios, tiene de sí mismo. Pero ahora, transcurrido ya un largo trecho del texto, deja también entrever, de manera quizás más impremeditada que buscada –pues parece estar más ante Dios, que ante el oyente o el lector–, un chispazo de su vida mística ("Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza"), que se prolonga en el párrafo sucesivo.

215c "Y una sacudida de dolor, pues repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día…". La anterior "sacudida de amor" se transforma, sin solución de continuidad, en "sacudida de dolor". El dolor de amor –un dolor sereno, "que no quita la paz"– es compañero usual del alma contemplativa que, al examinar su correspondencia, la encuentra siempre escasa en comparación con la entrega desmedida del Señor. Solía decir, a veces, san Josemaría –quien redacta estas anotaciones se lo oyó en más de una ocasión– lo que aquí escribe: "Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel". En el caso de que el texto de la homilía procediera –aunque lo desconocemos– de una meditación anterior, esta podría haber tenido lugar, como otras veces, a primeras horas de la mañana. El dolor de amor, filial y sincero, nos enseña san Josemaría, no entorpece sino que más bien fomenta la práctica de la esperanza teologal.

215d en la presencia del Señor, se acrecentará nuestra confianza, al últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)
"En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús". Estas palabras, en efecto, resumen el contenido de los últimos párrafos, cuyo argumento esencial ha sido una alabanza encarecida de la esperanza, edificada sobre el fundamento de que "Dios no se cansa de perdonar porque no se cansa de amar". "Barro de botijo" –el botijo es un recipiente de barro poroso, utilizado en ambientes calurosos para refrescar el agua de beber– se utiliza aquí como sinónimo de cosa de poco valor. Cuanto más indigno se siente uno del perdón de Dios, más cierto debe también estar –en la esperanza– de que Dios le espera con los brazos abiertos.

216a "Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento". Es este un consejo habitual de san Josemaría, encaminado a fomentar en todos la amistad personal con Jesucristo, que es el "secreto" de la vida interior. Hacerse, en la oración, "como uno más" entre los personajes del Nuevo Testamento, y más expresamente entre los de los Evangelios, significa contemplar de cerca al Señor, escuchar con atención sus palabras, ser testigo de su misericordia y de sus milagros, relacionarse con quienes le querían y estaban con Él, sentir la responsabilidad apostólica, y como síntesis de todo, llenarse de esperanza sobrenatural. Al final del párrafo retoma el Autor una idea central de su doctrina espiritual: la vida interior consiste en "comenzar y recomenzar".

216c los Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)
"Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos". Menciona aquí san Josemaría, sin necesidad de explicitarla, la diferencia básica, manifestada en sus efectos, entre las esperanzas puramente humanas y la esperanza sobrenatural. Esta, que tiene su fundamento en Cristo resucitado y glorioso, cercano siempre a quienes le aman, es también inseparable, por eso mismo, de su Cruz, junto a la que no hay desaliento, sino impulso de victoria. Por el contrario, la esperanza simplemente humana es, por la debilidad de su fundamento, sumamente vulnerable, y está siempre abocada –ante las inevitables dificultades cotidianas– a la tentación del desaliento. La petición de san Josemaría para sí mismo (y sugerencia de petición para los demás): "Señor, ¡ningún día sin cruz!", no es solo demanda de cruz, sino también de esperanza verdadera, ligada al triunfo de Cristo en la Cruz.

216d "Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí?". Los maestros espirituales logran a veces expresar con un sencillo ejemplo, como en este caso, algo que requeriría posiblemente una extensa explicación. Pasar por encima de la dificultad, por amor de Dios, nos está diciendo san Josemaría, no es solo un ejercicio pasajero de fortaleza, sino un aporte vital, aunque quizás imperceptible, de esperanza a la lucha espiritual y, en consecuencia, a la unidad de vida.

217a "Quizá en algún instante se insinúa la duda, la tentación de pensar que se retrocede lamentablemente, o de que apenas se avanza". No hay persona de vida interior, alma de oración, que no haya experimentado la tentación descrita por el Autor. Con una frase típica podría decirse que "forma parte del paisaje" en el camino de la santidad: nada tiene de extraordinario, es lo habitual. En la lucha sincera por seguir a Cristo puede dar la impresión de que "se retrocede o de que apenas se avanza", o de que se está siempre empezando de cero, o quizás "de que, no obstante el empeño por mejorar, se empeora". Es una impresión errónea. El camino de progreso en la virtud, gradualmente creciente, no es nunca algo "mecánico", sino que pide siempre al cristiano, sea cual sea la etapa en la que se encuentra, voluntariedad actual, querer "de nuevo" aquí y ahora: seguir venciéndose, perseverar en poner amor. Y eso podría a veces confundirse con un no estar avanzando, cuando en realidad es signo de estar creciendo, de que "el amor (se torna) más exigente", pues el Señor "pide más humildad o más generosidad". En definitiva, en el camino de la esperanza sobrenatural, en la que Dios "nos conduce sin pausas", se madura poniendo amor.

217c "… la situación de lucha es connatural a la criatura humana". Esa lucha, como es evidente en este contexto, y análogamente a lo que encierra el pasaje citado de Jb 7, 1, no hace referencia a lo que se enfrenta al hombre viniendo desde fuera, sino al combate personal, entablado dentro de uno mismo contra lo que se opone al amor de Dios. Esa es la actitud propia de la esperanza, que como viene diciéndonos el Autor, significa lucha.

217d "Renovad cada mañana, con un serviam! decidido –¡te serviré, Señor!–, el propósito de no ceder…". El consejo que dirige san Josemaría a todos los lectores evoca a su vez la "costumbre de los fieles del Opus Dei, al levantarse del lecho por las mañanas, de besar el suelo de rodillas, en señal de humildad, mientras dicen al Señor: Serviam!" (C ed. PR, n. 519). Tal afirmación de humilde voluntad de servicio a Dios (serviam!), que está asociada a los comienzos de la misión fundacional de san Josemaría ("El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré", ECP, 179f), le es particularmente grata, como puede deducirse de la frecuencia con que aparece en sus textos, en los que también puede apreciarse el sentido, siempre constante, que le da. Está bien sintetizado en esta frase: "cumpliré tu Santísima Voluntad: ‘serviam!’ –¡te serviré sin condiciones!" (F, 238). Lo hemos encontrado, dentro de este volumen, en 140b, y puede también verse, por ejemplo, en C, 413, 493 y 519; S, 280; F, 96, 891, 1027.

218a "La virtud de la esperanza –seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios– …". En pasajes anteriores –considerando más bien el fundamento de la esperanza– ha hecho hincapié el Autor en que Dios no se cansa de amar, ni de perdonar. Ahora, aun insistiendo en la misma línea de fondo (Dios "jamás se cansa de escuchar"), orienta su mirada y la del lector hacia las actitudes propias de quien, con la gracia de Dios, vive asentado en la esperanza, presentada justamente como la "seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios". Y nos brinda de ese modo unos cuantos puntos de meditación. Vivir de esperanza significa, en efecto, poseer la convicción sobrenatural –fuente de consuelo y de abandono– de que a "nuestro Padre del Cielo" le interesan todas nuestras cosas, de que contamos con su "misericordiosa protección", de que en Él, en fin, "nuestra nulidad personal" se troca en "fortaleza irresistible". En el párrafo sucesivo (218b) continúa el elenco de actitudes en las que meditar, entre las que se encuentra una muy característica del espíritu secular de san Josemaría: "nos reclama que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde".

219a "… es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas". La esperanza sobrenatural no es simple refugio de tristezas, ni alivio de dificultades. Está inseparablemente unida a la caridad teologal, lo que significa que se rige por la ley del amor. Es sinónimo de lucha de enamorado. La frase que anotamos lo expresa con perfección.

219b Os recuerdo que últ redac ] penúlt redac (no es posible leer las palabras sustituidas)
"Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances". Una nueva advertencia de san Josemaría al lector, acerca de dificultades habituales en la vida interior. En realidad, se trata de una renovada incitación a vivir asentados en la esperanza, fomentando confiadamente la lucha (actos de esperanza son los propósitos reiterados de lucha), y el recurso a los tradicionales medios ascéticos, a través de los cuales obra la misericordia paterna de Dios.

219c "Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios". Confianza y alegría son actitudes del espíritu directamente relacionadas con la virtud teologal de la esperanza. Y son, en efecto, como indica san Josemaría, contagiosas: quien vive de esperanza, también la transmite a los demás. Es un modo de ser y de vivir, "sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte" (cfr. 141c), hecho de confianza en Dios y abandono en sus manos, serenidad y alegría permanentes, buen humor y espíritu de lucha, que contagia a los demás.

220-221 "Con la mirada en el Cielo". Da inicio el tramo final de la homilía, en el que el Autor nos ayuda a fijar la mirada en el objeto propio de la esperanza teologal: la vida eterna. El cristiano espera alcanzar aquello que cree y ama, y que es herencia suya por los méritos de Jesucristo. Esa espera firme del cielo llena de sentido nuevo y singular, de significado verdadero, la existencia y el trabajo cotidianos.

220a "Crezcamos en esperanza". Torna a nuestra consideración aquel entramado de las tres virtudes teologales, ya contemplado en momentos anteriores (cfr. 205b). Es presentado aquí, por san Josemaría, en su justa ordenación, según nuestra forma de entender. Primera es la caridad, el amor a Dios y a todo lo demás por Dios, de cuyo crecimiento se alimenta también el progresivo desarrollo de la esperanza (ya que "solo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas"), con el que se refuerza, a su vez, la vida de fe. En este sentido, aunque nos sean dadas en unidad, y sus acciones y efectos no puedan concebirse por separado, es claro que la primacía pertenece a la caridad y que, por encima de todo, para creer y esperar, "vale la pena amar al Señor".

220b "El Cielo es la meta de nuestra senda terrena". Meta es el término al que se dirigen los deseos y las acciones del sujeto, el bien que desea alcanzar, aquello a lo que anhela llegar. Y para quien ama a Jesucristo, no hay mayor bien que estar con Él; todo lo demás es muy secundario. En C, 297, escribe san Josemaría: "Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. –Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves". Sus referencias al Cielo, a la visión cara a cara del Señor, son manifestación del deseo vivísimo que, desde muy joven, sustentaba su esperanza. En 1935, por ejemplo, refiriéndose a la alegría que ha tenido al volver a ver a un hijo suyo, escribe en sus AI, 1832: "Pensaba: ver a Ricardo ¡te dio tanta alegría!… Y ¿tienes esa alegría de estar junto a Jesús?… Imaginé, como respuesta, que Le veía: creí morir de gozo. ¡Jesús, quién te pudiera ver! ¡Qué felicidad, contemplarte, qué cielo! ¡Llévame que te vea! –No escribo bien esto. Sería largo… y pueril. Pueril es de todos modos. ¡Qué voy a hacer, si soy un borrico chico!". Pero la meta del cielo, cabría decir, está precedida de incontables metas parciales en la tierra: "Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra" (F, 1005), es decir, para los que saben poner amor, servir, darse a los demás.

220c que han intentado arrancar a los cristianos la esperanza. últ redac ] penúlt redac (no es posible leer la frase sustituida)

221a "¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!". La referencia al mito del rey Midas, sirve aquí al Autor para expresar de modo gráfico un aspecto característico de su enseñanza, puesto de manifiesto otras muchas veces con formulaciones distintas. La vida santa del cristiano –vida de fe, esperanza y amor teologales– es también, análogamente a la de Cristo, santificadora. Así como el Hijo de Dios encarnado, al asumir toda la realidad humana –salvo el pecado–, la convirtió en camino de salvación, esto es, en cauce de manifestación y donación de la vida divina, así también el alter Christus hace de su lucha cotidiana por la santidad un medio eficaz de santificación de las personas y del entorno en el que vive. Un enunciado representativo de la enseñanza de san Josemaría a este respecto es el de que –con el espíritu de santificación en medio del mundo que Dios le encomienda difundir– "se han abierto los caminos divinos de la tierra" (ECP, 21a). Nos detendremos en este punto más adelante, dentro de este mismo volumen, al anotar el n. 314d.

221c "Santa María, Spes nostra". La Iglesia, y con ella el alma cristiana, han comprendido desde el comienzo que la garantía de alcanzar la herencia segura e imperecedera de la salvación, que Cristo nos ha conseguido, está inseparablemente unida a Santa María, Maestra y Modelo de existencia terrena vivida al amparo de Cristo. Ya en algunas oraciones y en himnos litúrgicos antiquísimos la encontramos invocada como "protección y refugio, muro inexpugnable, puerto tranquilo, óptima esperanza del mundo, esperanza de todos los cristianos" (Cfr. G. GHARIB [ed.], Testi mariani del primo millennio, I, Roma, Città Nuova Editrice, 1988, 924, 929, 947). Y por esa vía segura han continuado caminando sin pausa, a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, la doctrina mariológica y la devoción mariana. María, con frase del Concilio Vaticano II, "antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo" (Const. dog. Lumen gentium, 68). San Josemaría invocaba de modo habitual a la Santísima Virgen con la advocación "Spes nostra". El origen de ese hermoso título se encuentra, en su literalidad, en la antífona mariana Salve Regina, la más utilizada por el pueblo cristiano –junto con el Avemaría– para honrar a la Virgen y acudir a su protección. Allí se invoca a María como "vita, dulcedo et spes nostra" ("vida, dulzura y esperanza nuestra"). La fecha de composición de esa antífona se sitúa entre finales del siglo X y principios del siglo XI. Su autor es incierto, pues algunos estudiosos se decantan por san Pedro Mezonzo (+1003), obispo de Santiago de Compostela, mientras otros afirman que es Hermann de Reichenau (+1054), o quizás Ademar de Monteil (+1098).

 «    Con la fuerza del amor    » 

222a "Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado". Integran la frase dos fórmulas que muestran a Cristo, perfectus Deus, perfectus homo, como es siempre contemplado por san Josemaría. La expresión "sus labios divinos" dice referencia a las palabras reveladas del Antiguo Testamento, que Jesús tomándolas de dos pasajes distintos (Lv 19, 18: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", y Dt 6, 4-5: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas"), no solo las presenta unidas, sino que, más aún, las funde con autoridad divina (perfectus Deus), en ese doble precepto del amor a Dios y al prójimo, característico de su enseñanza moral. Por otra parte, la expresión "la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado" alude a la profunda actitud de amor a su Padre y a sus hermanos, que define el alma humana de Cristo, perfectus homo.

222b "… el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy". Seguimos en el mismo orden de cosas. Cristo desvela todo el amor desbordante que encierra su Corazón humano, en el que misteriosamente late también su Amor divino, y con su autoridad de Señor establece para los suyos un nuevo precepto moral, identificativo de su condición de discípulos "que os améis como yo os he amado". San Josemaría va a seguir meditando, en los párrafos sucesivos, en ese "como yo os he amado" del Maestro.

222c "Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más". Hallamos de nuevo (cfr. supra, 216a) este importante consejo espiritual de san Josemaría, y aún volveremos a encontrarlo más adelante (cfr. infra, 253b), con parecidas palabras. Para ser "otro Cristo", para identificar nuestros sentimientos (nuestros pensamientos, palabras y obras, cabría decir) con los suyos, es preciso conocerle bien y tratarle de cerca, como aquellos personajes del Evangelio, que vivieron en la tierra junto a Él (en el pasaje que anotamos cita a las hermanas Marta y María; en otros, cita a Lázaro (cfr. ECP, 93f), o a los tres hermanos (cfr. ibid., 154c). El Autor anima a mezclarse entre ellos en la oración, a participar "como un personaje más" en las escenas que nos han transmitido los evangelistas, a intervenir "como actores" en los relatos de la vida del Señor. En páginas posteriores, al hablar de la oración, enseñará también cómo hacerlo. Este modo de proceder en la oración –contemplar e imitar en todo el ejemplo que ha dejado el Señor–, es el que seguía el Autor, como se puede deducir leyendo sus textos. Basta considerar la frecuencia con la que cita las escenas del Evangelio, glosándolas como si las estuviera viendo, y ayudando al lector a extraer consecuencias prácticas para su vida espiritual. Cfr., por ejemplo, en ADD: 57d, 278b, 287b, 313b, además los ya citados 216a, 222c, 253b. En ECP, son también frecuentes estas consideraciones; cfr., por ejemplo: 14a, 38d, 69b, 107b-d, 108a-d, 141b, 150b, 166f, 167e, 168d, etc.

223b "Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, (…) Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado". Insiste el Autor en la pregunta planteada en el párrafo anterior, y ofrece aquí la respuesta de fondo al porqué de llamar "nuevo" al mandamiento "antiguo" de amar al prójimo, no solo a los más cercanos (aunque a estos más, por el orden que exige la caridad), sino a todos: buenos y malos, amigos y perseguidores, justos e injustos. La respuesta, que ilumina toda la homilía, es la misma que da el Señor: amad con la intensidad que habéis visto en mí: "como yo os he amado" (Jn 13, 35; cfr. también Jn 15, 12); esa es la novedad del precepto cristiano, que san Josemaría denomina: "la medida insospechada de la caridad". Su mirada se dirige, en consecuencia, hacia el amor con obras de Jesucristo, invitando al lector a seguirla. La hondura, la "medida insospechada" de esa caridad de Jesús para con todos en su vida cotidiana (pues ahora no estamos hablando de la Cruz), no radica solo –vale la pena subrayarlo– en la magnitud de las obras realizadas, sino en la grandeza del amor de quien las realiza, que es el Hijo amado y amante del Padre: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15, 9). La "medida insospechada" de la caridad cristiana radica, pues, en su hondura, al mismo tiempo trinitaria ("como mi Padre me amó", es decir, sin medida), y cristológica ("así os he amado yo", hasta el fin).

223c "El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina". Jesucristo hace referencia, en no pocas ocasiones, a las obras que realiza, en las que se desvela no solo su amor, sino el amor del Padre: su misericordia (cfr. Jn 5, 36; Jn 10, 25; Jn 10, 32; Jn 10, 37; Jn 14, 10-12). Ese es el significado profundo de todo su obrar –desvelar su amor y el del Padre–, tanto en las grandes acciones milagrosas, como en el obrar cotidiano junto a sus discípulos. El amor con obras de Jesús, manifestación de su voluntad de cumplir perfectamente la misión recibida del Padre, es la clave para comprender la importancia del testimonio de la caridad en el desarrollo de la misión evangelizadora de la Iglesia.

223d "Es –debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos– el punto de partida". San Josemaría está ayudando al lector a calar en las dimensiones intelectuales y prácticas del "mandamiento nuevo" ("que os améis como yo os he amado"), entendido como "norma de conducta". Y tras insistir en la luz de fondo ("la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús"), nos transmite –esa es la experiencia de los santos– un criterio práctico primordial: poner amor en el trato con los demás –con obras de servicio, como hizo el Señor–, no es un punto de llegada, sino "el punto de partida". Ya se ha aludido a la misma idea, con palabras semejantes, en un pasaje anterior del libro (cfr. 43a). La última frase de este párrafo 223d merece ser meditada con atención: la caridad con todos (saber querer con obras) es el "signo previo" de la identidad cristiana, y no solo, cabe añadir, delante de los demás –que quizás, a veces, no lo capten–, sino en primer lugar ante mí mismo, ante mi propia autoconciencia de discípulo del Señor. Estar en Cristo exige estar metido en la caridad de Cristo. San Josemaría exhorta a traducirlo "en propósitos concretos".

224a "Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes". Esto es lo que viene el Autor mostrando, sin cansancio, a lo largo de todo el libro. El Verbo encarnado ha venido a salvarnos, a restaurar en nosotros la imagen de Dios oscurecida por el pecado, a elevarnos a la condición de hijos de Dios, y también, no menos importante, a enseñarnos a comportarnos como tales, a vivir como hijos de Dios (cfr. el libro del mismo título, de F. Ocáriz e I. de Celaya, anteriormente citado), aprendiendo en el Modelo de su santa humanidad la práctica de las virtudes. Y sobre todo, el modelo –pues seguimos considerando el mismo argumento– de su caridad.

224b-c "… cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. (…) tampoco indica: (…) porque sois castos y limpios. (…) no comenta: (…) porque no os habéis apegado a las riquezas. (…) no asegura a los suyos: (…) porque no sois comilones ni bebedores". La reiterada negativa ("no dice", "tampoco indica", "no comenta", "no asegura") se encamina a destacar la importancia de la práctica patente de la caridad como signo de identidad cristiana. Es también un modo expresivo y convincente –empleado ya por el Autor en una de las homilías anteriores (cfr. 43-44)– de describir la jerarquía de la caridad sobre esas otras virtudes, ensalzadas también por Cristo, y requeridas para poder seguirle. El discípulo del Señor ha de esforzarse en ser humilde, casto, desprendido, templado…, pero sobre todo ha de ser una persona que muestra amar a los demás con obras. La religión cristiana es históricamente de hecho, también para los no cristianos, la religión del amor a todos, y en especial a los más necesitados.

224d tiempos, 1ª ed. ] tiempos últ redac
"La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: (…) en que os tenéis amor unos a otros". He aquí la conclusión esperada: la señal característica de que se es de Cristo, es el amor –comprensión, servicio, acogida, ayuda, limosna, asistencia, defensa, etc.– a los demás. Este "amaros unos a otros" se refiere primariamente al amor fraterno entre los discípulos del Señor, pero se alarga, también fraternalmente, a todos los hombres. La caridad, entendida como mutuo amor entre los cristianos y como amor cristiano a todos, es la ley fundamental y representativa de la comunidad de los creyentes, y de la condición como tal de cada uno de ellos.

225a "No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor…". Reúne san Josemaría en este primer párrafo, primero de los dedicados a comentar la "pedagogía divina" del amar con obras, como Cristo nos ama, tres importantes y densos puntos de atención. 1) El Señor "ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora"; el acento que el Autor quiere poner nos conduce a la segunda parte de la frase: el cristiano está asociado, por la gracia bautismal y por la fe, a la perenne misión salvífica del Redentor. 2) La obra redentora, realizada por Jesucristo de una vez para siempre (cfr. Hb 7, 27;Hb 9, 12; Hb 9, 26; Hb 10, 10; 1P 3, 18), es esencialmente una obra de amor pleno, y por eso el Señor requiere de los suyos (a los que ha querido asociar a su obra) que amen como Él ama a cada uno, imitando sus "modos divinos", poniendo el corazón. 3) Y así, la caridad cristiana (amor a todos con obras, por amor a Dios), en cuanto sostenida e inspirada en el modelo de Cristo, consiste en un "querer de un modo más alto, enteramente nuevo". Practicar esa novedad de modo habitual es el don y la misión de cada cristiano en el lugar donde se encuentra.

225b "Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente (…). Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo". Con cierta frecuencia alude san Josemaría en sus obras a los primeros cristianos (cfr., en ADD, además del que anotamos, los párrafos 241b y 269a; en ECP, 30e, 66e, 96c, 153c; en C, 570 y 971; en S, 320 y 490). Es lógico que, buscando ejemplos de autenticidad cristiana en medio de la sociedad, de vida santa e impulso apostólico allí donde se desarrolla la propia existencia, dirija el Autor la atención del lector hacia aquellos primeros discípulos de Cristo, que confirmaron con sus obras el Evangelio que vivían y enseñaban (cfr. D. RAMOS-LISSON, "El ejemplo de los primeros cristianos en las enseñanzas del beato Josemaría", Romana 15 [1999], pp. 292-307; J. LEAL, "Apuntes para la historia de la expresión ‘primeros cristianos’ y su uso por el beato Josemaría Escrivá", en O’CALLAHAN [a cura di], La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa, pp. 61-72). Es innegable que el testimonio de caridad de los cristianos de los primeros tiempos –amor con obras "desde el Corazón de Cristo", entre sí mismos y hacia todos sus conciudadanos, en especial los más necesitados (pobres, enfermos, ancianos, niños)–, impactó con fuerza en las estructuras sociales y culturales de su tiempo, transformándolas poco a poco según el espíritu de Cristo. Nos han legado un modelo permanente de amor a Dios y a los hombres, y de acción evangelizadora. Cfr., por ejemplo, A. HAMMAN, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Madrid, Palabra, 2002, 7ª ed.; R. STARK, La expansión del cristianismo: un estudio sociológico, Madrid, Trotta, 2009; S. MAS, Trazos sobre piedra: vida de los primeros cristianos, en O’CALLAGHAN (a cura di), La grandezza della vita quotidiana. Figli di Dio nella Chiesa, pp. 73-98; D. RAMOS-LISSON, "La novità cristiana negli apologisti del II secolo", Studi e Ricerche sull’Oriente Cristiano 15 (1992), pp. 507-516; ID., La fe de los primeros cristianos, Pamplona, Eunsa, 2014.

225c "… piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar". Quienes, activamente, cooperando, se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son –como enseña san Pablo (cfr. Rm 8, 14)–, hijos de Dios. Y los hijos de Dios gozan de la cualidad, fruto de la gracia y de la correspondencia, de saber que en el terreno de la caridad, del saber querer a los demás con obras, siempre es "tiempo de rectificar". Cuando una persona camina por la calle y sigue dando pasos tras cerrar, aunque sea brevemente, los ojos, sabe que al abrirlos lo normal será tener que enderezar la dirección. Así también, si por descuido o por comodidad se han cerrado momentáneamente los ojos de la caridad, en uno o "en tantos detalles de la jornada", lo normal es que el buen cristiano advierta prontamente la necesidad de rectificar el paso, abriéndose de nuevo al servicio de los demás.

226a "El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad". La aserción que hace san Josemaría merece ser leída con atención. Si en esta frase, la expresión: "dentro de la Iglesia" fuera sustituida por otra que, a cambio, dijera, por ejemplo: "en la sociedad", la afirmación sería válida en conjunto, pero diferiría seriamente de lo que ha señalado el Autor. Lo que prioritariamente ("principal apostolado", "mejor testimonio de fe") exige el "mandamiento nuevo", según el orden de la caridad, es que los discípulos de Cristo nos obliguemos a que "dentro de la Iglesia", en nuestra propia casa, "se respire el clima de la auténtica caridad", para poder postularla luego hacia fuera. Y esto ha de aplicarse comenzando por el comportamiento de uno mismo, pues ¿qué atractivo podría tener para otros el anuncio de la caridad cristiana (amor con obras, en Cristo, a la Iglesia y a todos los hombres), si con el propio decir o hacer desordenados se desfigura lo que hemos de dar a conocer y amar? La caridad cristiana, si no es ordenada, no ofrece un testimonio eficaz, pues está desnaturalizada. En el párrafo sucesivo, y también hacia el final de la homilía, continúa desarrollándose el mismo argumento.

226b "Pero si el que habla así maltrata a los hermanos en la fe, dudo de que en su conducta exista algo distinto de una palabrería hipócrita". La apreciación que hace el Autor es severa, pero no injusta. Recuerda a las reprensiones que el Señor dirige a quienes denuncian la mota en el ojo ajeno sin querer extraer la viga del propio (cfr. Mt 7, 3-5), o se atreven a juzgar por las apariencias (quizás engañosas) y no con recto juicio (cfr. Jn 7, 24). Guarda asimismo cierto paralelismo con una actitud que reprueba san Juan: "Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1Jn 4, 20). El nervio de "la auténtica caridad", antítesis de esa postura de "amar" al que está lejos y maltratar al que está cerca, vuelve a situarla san Josemaría en amar "en el Corazón de Cristo" (antes ha dicho "desde el Corazón de Cristo", cfr. 225b). El lector debe procurar meditar en lo que, en su caso, eso (amar en y desde el Corazón de Cristo) significa; en este párrafo desvela la consecuencia ("nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor"), que es ya también un criterio de examen. En el párrafo 227 retoma el Autor las ideas expresadas en este.

226c "Os estoy recordando las exigencias de la caridad". En los párrafos 226c y 227 continúa exponiendo san Josemaría el mismo argumento –que genéricamente podríamos denominar como "mandamiento nuevo y orden de la caridad"–, poniendo énfasis en la prioridad de la caridad ad intra de la Iglesia, sin que eso suponga empalidecer la intrínseca universalidad del amor sobrenatural cristiano, que no establece límites de raza, religión, sexo, condición social, etc. En este contexto menciona el Autor lo que, con lenguaje propio, llama "apostolado ad fidem", como una realidad congénita, cabría decir, a su espíritu fundacional, y de amplia trayectoria en la biografía personal del fundador y en el desarrollo histórico del Opus Dei. En el apostolado ad fidem, que ama y promueve san Josemaría, se integran –aunque, como es lógico, separadamente– tanto la missio ad gentes, que cabe designar como un "apostolado proprie ad fidem", como el diálogo ecuménico y las relaciones con los cristianos no católicos, que podría entenderse como un "apostolado ad plenitudinem fidei" (cfr. F. OCÁRIZ, "La prelatura del Opus Dei: apostolado ad fidem y ecumenismo", en E. BAURA [ed.], Estudios sobre la prelatura del Opus Dei. A los veinticinco años de la Constitución apostólica Ut sit, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 109-123). Cfr. J. ALONSO, "Apostolado ad fidem", en DSJ, pp. 124-127.

227 "… para que en lo posible participen de los bienes espirituales de nuestra Asociación". (Nota del Editor: La fórmula "nuestra Asociación" –presente ya en el texto original de la homilía, y asimismo, como es lógico, en el libro desde su primera edición–, responde a una terminología transitoria usada por san Josemaría desde la década de los 50 hasta su fallecimiento, y continuada en el Opus Dei hasta su erección como prelatura personal. Una vez alcanzada, en 1982, la configuración de prelatura personal, los editores de Amigos de Dios, manteniendo invariable el texto del Autor, añadieron a partir de la 8ª edición del libro [1983] una nota explicativa del término "Asociación". Es la misma que incluimos a continuación: "Mons. Escrivá de Balaguer llama Asociación al Opus Dei, porque hasta 1982 no fue erigida esta institución en Prelatura personal. Es de justicia señalar que, sin embargo, ya desde la década de 1930, Mons. Escrivá de Balaguer había previsto que la fórmula jurídica del Opus Dei debería encontrarse entre las instituciones de jurisdicción personal y secular; que luego fue guiando el Opus Dei hacia esa solución jurídica y que antes de fallecer, en 1975, la había dejado preparada").

228b "El Señor tomó la iniciativa, viniendo a nuestro encuentro". El párrafo, y la teología que encierra, están elaborados a partir de diversos versículos del evangelio y de la primera carta de san Juan, en quien es común esa temática y ese modo de expresarla. Además del texto citado explícitamente (1Jn 4, 9), se advierte también la presencia implícita de: 1Jn 4, 10 ("En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados"); 1Jn 4, 19 ("Nosotros amamos, porque Él nos amó primero"); Jn 3, 19 ("Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna"); y Jn 13, 15 ("Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros"). Al acentuar la precedencia y la ejemplaridad del amor paterno de Dios por nosotros, está ya también destacándose la gratuidad del don de la caridad, en la que insiste el párrafo siguiente.

229a "Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle". La caridad, como virtud teologal, es infundida directamente por Dios en el alma con la gracia. El Autor lo señala gráficamente: "La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios". Es ante todo un altísimo don, que nos hace eficazmente –dinámicamente– partícipes del amor de Dios, es decir –expresándolo pobremente, con nuestras palabras–, capaces de amar a Dios y a los demás por encima de nuestra capacidad natural: con mayor generosidad, con mayor espíritu de sacrificio, con mayor fruto, con mayor alegría. Esa capacidad de amar como quien somos –una criatura–, pero "con el amor de Dios", inspira y aviva en nuestra voluntad el deseo de amar lo que Dios ama y como Dios lo ama. Nos urge a amar a Dios como Padre y a los hombres como hermanos: a estar metidos con Cristo en el dinamismo de su amor. La teología trata de ilustrar esa misteriosa participación del hombre en el amor de Dios como el fruto de la acción del Espíritu Santo –presente en el alma, por la gracia, junto con el Padre y el Hijo–, que asimila nuestra voluntad a lo propio de su Persona, que es justamente ser en Dios el Amor personal: incondicionado e ilimitado. Al haber "sido derramado en nuestros corazones el amor de Dios por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 5), estamos en condiciones de ejercitar la caridad "hasta en el último detalle".

229b "El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones". San Josemaría enfoca la cuestión planteada (el empobrecimiento entre los cristianos del sentido y de la práctica de la caridad), volviendo de nuevo la mirada, como ha venido haciendo desde el comienzo de la homilía, al significado teológico profundo de la caridad, como participación del amor de Dios. Esa participación consiste, en esta economía de la salvación, en estar unidos a Jesucristo e inseridos en el dinamismo de su amor al Padre y a los hombres. La caridad verdadera es "el amor que nace del Corazón de Cristo" y desde allí pasa al corazón del cristiano. Consiste, pues, en saber querer a las personas (más adelante, en 231a, usa san Josemaría la expresión "querer querer"), en y desde ese Corazón (cfr. 225b, 226b).

229c "Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma". Caridad cristiana significa, en fin, para san Josemaría, como síntesis y colofón de lo que venimos leyendo, querer a las personas poniendo –como Cristo– el corazón: "como yo os he amado". Pero habiéndolo puesto antes en el Señor, pues consiste en amar en y desde su Corazón. Por esa razón, la caridad cristiana no cabe en ningún molde, ni se queda en el cumplimiento externo de unos preceptos, ni se limita a unas loables formas de beneficencia o de voluntariado. Todo eso es asumido y trascendido por el ímpetu de la caridad sobrenatural, que consiste en amar con obras a Dios, y al hombre imagen suya, "con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas".

230b "Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple". Las consideraciones de san Josemaría sobre la "universalidad de la caridad", esto es, sobre el deber de amar a todos los hombres por el hecho de serlo, comienzan significativamente recordando la verdad más básica de la antropología revelada: la creación de la persona humana, varón y mujer, a imagen de Dios (cfr. Gn 1, 27). El pensamiento cristiano ha interpretado siempre ese dato de fe como una afirmación de la singular dignidad del hombre, y también, yendo más al fondo, como un signo de la predilección con que Dios le ama. Ambas cosas se advierten con claridad, por ejemplo, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, que tras iniciar su primera parte con un capítulo titulado: "La dignidad de la persona humana", declara a continuación, en el capítulo siguiente, que el ser humano es "la única criatura de la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (cfr. n. 24). Así, pues, si el amor de predilección que Dios le ha mostrado, creándola a su imagen, es la razón suprema de la dignidad de la persona humana, es lógico afirmar –como aquí hace san Josemaría– que la caridad cristiana con el prójimo (amor a los demás en Cristo y desde Cristo), se manifieste como admiración, respeto y defensa de tan alta dignidad, y como veneración de esa imagen. Asimismo es lógico sostener, como sugiere el texto, que la proclamación y tutela de la dignidad de cada persona humana sea un cometido esencial de la actividad evangelizadora de los cristianos.

230c "Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado". La "universalidad del apostolado" forma parte esencial de la noción de apostolado cristiano, tal como lo establecen las palabras mismas de Jesucristo: "Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20). En el texto que comentamos, esa característica esencial es contemplada desde la "universalidad de la caridad", esto es, desde su fundamento teológico, que es ante todo el amor de Dios por todos los hombres y su voluntad –como muestra la cita de 1Tm 2, 4– de que alcancen la salvación, e inseparablemente el amor sobrenatural cristiano, partícipe de ese amor de Dios. El apostolado de los discípulos de Cristo no ha de entenderse como un deber impuesto sino como una obligación de amor.

230d por su cultura o por su educación 1ª ed. ] su cultura o su educación últ redac
"Si se ha de amar también a los enemigos, (…) habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, …". La noción de universalidad, como cualidad de lo universal, es decir, de lo que se extiende a todos los lugares y a todos los tiempos, puede inducir una imaginación abstracta o indeterminada de su contenido, o quizás simplemente desatenta de lo concreto. El Autor, por cuanto se refiere a la universalidad de la caridad y del apostolado, quiere salir al paso de tal imprecisión, pues ambos –caridad y apostolado, por su propia noción– dicen referencia, como objeto de la actividad del cristiano, a las personas concretas, e incluyen además una lógica ordenación. Hay que amar, en y desde Cristo, a amigos y enemigos, a próximos y alejados, a todos, pero concertadamente, conforme al orden de la caridad: no más ni antes al "enemigo" que al amigo, no más ni antes al alejado que al próximo, no más ni antes a los de fuera que a los de la propia casa…

231a "¿De qué amor se trata?". Inquiere ahora san Josemaría por las notas características de ese amor ordenado al prójimo, en y desde el Corazón de Cristo, con obras y de verdad, en el que consiste, como venimos viendo, la práctica de la caridad cristiana. Comienza por ofrecer una primera descripción: "amar en cristiano significa querer querer". La intencionada repetición indica que es un querer a las personas, pasando por encima de las dificultades, objetivas o subjetivas, que inevitablemente se presentan y que podrían desalentar. Esa descripción es enriquecida a continuación con matices propios, al añadir: "(es) decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género". Así, pues, "querer querer" tiene el sentido, sencillamente, de "decidirse": no de desear o de esperar a decidirse, sino de decidirse…, a hacer el bien a todos, imitando a Jesucristo, que "pasó haciendo el bien" (Hch 10, 38). Y como es un amor ordenado, ha de ocuparse de lograr, "antes que nada", el bien espiritual de las personas: "que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él".

231b "El Señor nos urge: portaos bien con los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt V, 44)". Encierran esas palabras del Señor en el Sermón de la Montaña una enseñanza y un precepto singularmente suyos y para los suyos (el amor a los enemigos), que al brotar directamente de su Corazón informa también de manera radical el sentido y el ejercicio de la caridad cristiana. En sus citas de los textos del Nuevo Testamento usaba san Josemaría, generalmente, como en este caso, la edición bilingüe (latín-castellano) de Carmelo Ballester, que seguía a su vez la versión latina de la Vulgata y la castellana de Torres Amat (cfr. supra, "Introducción General", Segunda Parte, 15, e: "Retoques a la primera edición", nt. 309). En otras versiones castellanas más recientes ese mismo pasaje (que completamos) se lee así: "Pero yo os digo, amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 44-45). Hemos leído más arriba (cfr. 230d), que san Josemaría no se sentía enemigo de nadie ni de nada, y aquí vemos que, en lugar de ese término, utiliza una expresión más suave: "las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos". No obstante, se sabe urgido por Cristo –y exhorta al lector– a "acercarse", decididos a hacerles el bien, a servirles "aunque nos cueste", a rezar por ellos.

231c "Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad". Insiste el Autor en la convicción, ya expresada, de que, en el trato con las personas más cercanas a nosotros, en especial aquellas con las que convivimos en la realidad cotidiana por razones familiares, profesionales, etc., la práctica de la caridad ha de traducirse en manifestaciones de afecto, de cariño, de cordialidad, de franqueza… La afirmación es clara e incisiva: cuando esas manifestaciones faltan o escasean, cuando no se pone el corazón con ese prójimo más cercano, queriendo hacerle la vida más agradable, la caridad es también escasa y seca. Y una caridad así, no es un amor cristiano cabal, "ordenado a Dios y fundado en Él".

232a "… la vida cristiana nunca ha de darse por terminada, ya que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano". En dos pasajes anteriores (cfr. 91b, 144c), ha tomado también ocasión san Josemaría de ese versículo (Is 1, 17) de Isaías, para exhortar al crecimiento en las virtudes. Estas, ya que son hábitos buenos y operativos del bien (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 55, a. 3), no solo facilitan la realización de los respectivos actos, sino que también se perfeccionan por la repetición de esas acciones buenas. Ese es el sentido que san Josemaría, como vemos en el párrafo, da al texto citado de Isaías ("aprended a hacer el bien"), aplicándole el significado de: ejercitaos en practicar las virtudes, con "un empeño efectivo y cotidiano", con perseverancia, pues cuanto más se ejercita una virtud, más profundamente se aprende a conocerla y mayor es el estímulo para practicarla (cfr. 232b). En esa lucha se asienta la progresiva maduración en el camino de la santidad.

232c "Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno". La aplicación del "discite benefacere" al ejercicio de la caridad, que es como decir: "esfuérzate en mejorar en esta virtud –que da vida a las demás– practicándola sin decir nunca basta", requiere una consideración previa, que hace ahora san Josemaría, basada en la naturaleza propia de esta virtud infusa. La caridad infundida en el alma por la gracia eleva nuestra capacidad natural de amar a un orden operativo nuevo (sobrenatural), en cuanto es hecha partícipe, por el Espíritu Santo, del obrar amoroso de Dios. La caridad capacita al hombre en gracia, como hijo en el Hijo por el Espíritu Santo, para amar de ese modo nuevo, con eficacia y mérito sobrenaturales, ante todo al Padre; y también, de modo inseparable, le capacita para amar desde ese amor filial al Padre (en y desde el Corazón de Cristo) fraternamente, y de modo ordenado, a todos los hombres. En ese sentido, como señala san Josemaría en el párrafo, "la caridad con el prójimo –que, añadimos, se nutre del amor a Dios– es una manifestación del amor a Dios". Es por eso, esencialmente, un amor (de gratitud a Dios y de servicio a los hombres) que no admite límites, como no los tiene el obrar amoroso de Dios, y que pide ser practicado según ese modelo: "con exceso, sin cálculo, sin fronteras".

232d "Jesucristo enseña en el sermón de la Montaña el mandato divino de la caridad. Y, al terminar, como resumen explica: (…) Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro Padre es misericordioso". El razonamiento exhortatorio de san Josemaría sobre la caridad con el prójimo alude ahora, al hilo de las palabras de Cristo, a la misericordia divina, que es otro nombre para designar el amor de Dios, e incluso para denominar a Dios mismo, porque Dios es amor (cfr. 1Jn 4, 8). Ya se ha referido repetidas veces el Autor a la misericordia divina en las homilías anteriores (cfr., por ejemplo, supra, 33b y 145c, con las anotaciones correspondientes), y ahora lo hace de nuevo brevemente, en el contexto de la doctrina sobre la caridad. Lo cierto es que, con independencia de este pasaje que anotamos, el tema de la misericordia divina, con referencia directa a ese nombre o evocando las múltiples acciones del amor paterno de Dios (que no se cansa de amar, ni de perdonar) en beneficio de sus hijos, es uno de los argumentos de fondo de este volumen.

232e "Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso". Ha comenzado san Josemaría este nuevo párrafo con una afirmación perspicaz ("La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión"), que hace pensar que, al enunciarla, estaba considerándola en Dios. El Dios-Misericordia (cuyo nombre es precisamente Misericordia, como proclama el título de un libro del papa Francisco, editado a finales de 2015, mientras se redactaban estas anotaciones), no es solo el Dios-Compasión, o el Dios-Perdón, sino que ante todo y por encima de toda otra consideración humana, es el Dios-Amor, el Padre que ama ininterrumpidamente a sus hijos (cfr., supra, 216a). San Josemaría, con lenguaje espiritual y expresivo, además de aunar, como es tradicional, la misericordia y la justicia divinas en su Amor, sugiere –en la frase concreta que anotamos– un modo de entender el dinamismo de la misericordia cristiana como acto puro de amor, a imitación de la que habita en el Corazón de Cristo.

233a-c "Una de sus primeras manifestaciones se concreta en iniciar al alma en los caminos de la humildad". En los tres párrafos que componen el n. 233, el Autor, que está refiriéndose en este apartado a las manifestaciones de la caridad, esboza con trazos fuertes y rápidos dos determinantes cualidades de una conducta que "nace como consecuencia del amor de Dios y del amor a Dios" (233c), y apremia luego al lector a comportarse de ese modo, con valentía, en la convivencia diaria. El primer trazo es el que une la caridad con la humildad: quien se esfuerza en vivir la caridad (en tratar con cariño a Dios y a los demás), se asienta más sólidamente en la humildad (aprende a conocerse mejor, como quien debe todo cuanto es al amor de Dios y al de los demás); y cabe también formularlo a la inversa, como se lee en el párrafo 233a. El segundo trazo se apoya en el anterior, añadiendo a esa caridad que se hace humildad ("comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos", 233b), la cualidad de ser forjadora de unidad, de paz. Es una gran verdad que quien goza de la unidad interior, que crece en el alma alimentada por la caridad y la humildad, está capacitado para "comportarse –¡siempre!– como instrumento de unidad". Alienta, finalmente, san Josemaría al lector (233c), a mostrar ante los demás que esa conducta (caridad + humildad = forja de unidad), "es posible y es real" no obstante las dificultades prácticas. Y la razón que ofrece es poderosa: "Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere".

233c también 1ª ed. ] tambien últ redac

234a fácilmente 1ª ed. ] facilmente últ redac
"Pecaría de ingenuo el que se imaginase que las exigencias de la caridad cristiana se cumplen fácilmente". El título de este apartado ("El ejercicio de la caridad") admitiría un ligero, pero significativo, añadido: "ad intra de la Iglesia", pues esa es la temática de la que se ocupan los párrafos siguientes. Es posible que el Autor, por la delicadeza de la cuestión, y para evitar expresiones llamativas, haya preferido un título más general. Ese es también el tono empleado en la redacción del párrafo, que está orientado, como toda la homilía, a suscitar la práctica generosa del "mandamiento nuevo". Se adivina, no obstante, entre líneas, que san Josemaría, aunque escriba en términos generales, conoce por experiencia propia el sufrimiento causado por los "ataques, injusticias, murmuraciones, insidias", que vienen desde donde no se esperaría, esto es, desde algunos hermanos en la fe. En cualquiera de las biografías sobre su persona hay abundante información al respecto. El amor le obliga a callar y a perdonar. Son hermosas las palabras que escribe más abajo sobre la Santísima Virgen, que "como su Hijo, ama, calla y perdona". "Esa es –exclama– la fuerza del amor", que es también la que le mueve a pedir al lector "un esfuerzo personal" para comportarse con la elegancia, también humana, de la caridad sobrenatural, que sabe pasar humildemente por encima del desamor.

234b-d "No son cosas de hoy". Si el signo de identidad de una conducta cristiana lo ha establecido el Señor en la práctica de la caridad de unos con otros, "como yo os he amado", resulta evidente el descamino que supone "no vivir la caridad del Maestro" (234b). Al indicar san Josemaría que ese mal "no es cosa de hoy", pues ya comenzó a manifestarse en el inicio mismo de la Iglesia, está diciendo también, por contraposición, que es tan de hoy como de entonces, pues "la falta de amor encizaña a las almas" (234d). La herida de la falta de caridad en el alma del cristiano, y correlativamente en el cuerpo de la Iglesia, o diciéndolo de otro modo, el oscurecimiento de la identidad cristiana en la conducta personal o colectiva de los fieles, por el enfriamiento de su caridad, redunda en la mengua del fruto apostólico. "La caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?" (234d). Si es cierto que "en esto (en la caridad) os conocerán", es también cierto que el déficit de caridad en el comportamiento de los cristianos oscurece en ellos la imagen de Cristo.

235a-b "Por tanto, os repito con San Pablo…". El pasaje paulino, aducido por san Josemaría, se encuentra situado en el contexto de la doctrina del Apóstol –en su Primera Carta a los Corintios– sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo y sobre su unidad espiritual y orgánica, no obstante la diversidad de dones, ministerios y funciones que la conforman por querer de Dios. Tras detenerse a describir, en el capítulo 12, la magnitud y belleza de esos dones pero, más todavía, la grandeza de la unidad, a cuyo servicio han sido distribuidos por "el mismo y único Espíritu" (1Co 12, 11), incoa en el capítulo 13, y prolonga en el 14, un espléndido canto de alabanza a la caridad, a la que acaba de denominar "el camino más excelente" (1Co 12, 31) por encima de esos dones. A ese encendido elogio paulino de la caridad (del dinamismo de la caridad, podríamos decir), que es una piedra miliar de la praxis y del pensamiento cristianos, se atiene san Josemaría para insistir en la excelencia del "ejercicio de la virtud teologal del amor a Dios y del amor, por Dios, a los demás" (235b), por encima de todas las actitudes humanitarias y benéficas, todas loables, que la asemejan pero no la pueden sustituir. El apartado que comienza a continuación abunda en esta idea.

236c (nt. 32) Gal VI, 2 1ª ed. ] Gal II, 14 últ redac

236e "Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio". Probablemente no haya una experiencia personal tan profunda, y tan extendida en el tiempo y en el espacio, como el encuentro personal con Jesucristo que –por don de Dios– concluye en conversión y seguimiento. Cristo, como señala san Josemaría, "nos sitúa ante el dilema definitivo", que es el de aceptar plenamente, no ya solo una doctrina o un código de conducta propuestos por Él, sino a Él mismo como Modelo de vida a imitar y fuente cabal de sentido. En tres pasajes distintos de sus obras, esclarece san Josemaría la idea aquí expuesta, acudiendo a la noción y término de "personalidad", que cualquiera, en referencia a sí mismo, entiende al menos intuitivamente. Dicen así: a) S, 443: "nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia"; b) ECP, 31e: "(Señor) Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo"; c) F, 468: "De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo". En los tres está planteado el mencionado "dilema definitivo", como lo saben los incontables seres humanos que de ese modo lo han resuelto. "O consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas –con Cristo y como Él– a una tarea de servicio".

237b "De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María". Por esta razón, las almas contemplativas, que saben que la práctica de la caridad consiste en "amar en y desde el Corazón de Cristo", han acudido al Corazón de María, a la Madre del Amor Hermoso (cfr. infra, 277), que "no solo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable", para aprender que "la caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras" (ECP, 173b).

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238a [tb/m550404]: "Oportet semper orare et non deficere (Luc. XVIII, 1). La oración es el fundamento para toda labor sobrenatural". [tb/versión 1972]: "Conviene orar perseverantemente y no desfallecer" (Luc. XVIII, 1). La oración, hijos, es el fundamento de toda labor sobrenatural".
"Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar (…). La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural…". Ya en este primer párrafo de la homilía se advierte la presencia de los cimientos sobre los que descansa. Como hemos indicado en el apartado dedicado a esbozar sus líneas teológico-espirituales de fondo, el argumento de la homilía –expresado en su título– no es tanto la oración cristiana en sí misma, cuanto la "vida de oración", es decir, la interrelación entre oración y existencia cotidiana del cristiano llamado a la santidad y al apostolado, en la que ambas (oración y existencia) se prestan mutuamente fundamento. Eso no obsta, como es lógico, para que el Autor se ocupe en delinear a lo largo del texto los rasgos característicos de la oración; basta leer los ladillos intermedios para comprobarlo. Pero siempre está presente su íntima conexión con la lucha personal por la santidad y con el compromiso apostólico. En este primer párrafo, como decíamos, se pueden observar ambas facetas. Así como en su frase inicial se alude a la primera conexión (oración-santidad): "Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar, de responder más generosamente al Señor, (…) el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: conviene orar perseverantemente y no desfallecer"; así también, en la frase sucesiva, se apunta a la segunda conexión (oración-apostolado): "La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada". Sobre la doctrina de san Josemaría acerca de la oración, cfr. G. DERVILLE, "Oración", en DSJ, pp. 902-914; BURKHART-LÓPEZ, 1, pp. 306-340 con la bibliografía citada en ambos estudios.

238b "Quisiera que (…) nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle …". Al igual que en el párrafo anterior, también en este se pone de manifiesto –aquí incluso con mayor nitidez– que san Josemaría, teniendo a la vista, por así decir, al destinatario inmediato de su enseñanza, razona directamente desde la profundidad de su espíritu fundacional para ese cristiano de a pie, hombre de la calle, que se sabe llamado a "seguir lealmente los pasos del Maestro". Ese cristiano corriente, invitado a ser santo y apóstol, sin salir de su sitio, y decidido a serlo, ha de alcanzar a ser una persona contemplativa, "con una conversación continua con nuestro Dios", allí donde se encuentra: "en medio de la calle, del trabajo". Como sabemos bien, porque ha aparecido no pocas veces en pasajes anteriores, son características de san Josemaría, tanto la doctrina de la santificación en medio del mundo (cfr., por ejemplo, ateniéndonos solo a este volumen, los párrafos –y las anotaciones– 3, 5a, 54a, 58a, 71b, 120, 137a, 165c, con la bibliografía citada), como también la doctrina y la terminología de ser "almas contemplativas en medio del mundo", o de la labor cotidiana, o expresiones análogas (cfr. 67, 213c, 271, 308b).

239a [tb/m550404]: "Mira a Jesús… ¿qué hace en todas las grandes ocasiones? Abre el Evangelio. Va a comenzar su vida pública, y se retira al desierto para hacer oración". [tb/versión 1972]: "Mirad a Jesucristo, que es nuestro modelo. ¿Qué hace en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de Él el Santo Evangelio? Antes de iniciar su vida pública se retira ‘cuarenta días con cuarenta noches’ (Matth. IV, 2) al desierto, para rezar".
"¿Cómo se comporta, exteriormente también, en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de Él el Santo Evangelio? Me conmueve esa disposición habitual de Cristo…". Contemplando de nuevo el obrar de Cristo hombre, "que es nuestro modelo, el espejo en el que debemos mirarnos", nos invita san Josemaría a repasar las escenas del Evangelio que muestran a Jesucristo en oración. La frecuencia de esas narraciones en los distintos relatos evangélicos sugiere que "esa disposición habitual de Cristo", rasgo distintivo de su cotidiano vivir, impactó hondamente en sus discípulos y perduró imborrablemente en la imagen que conservaban. Quizá sea oportuno dejar aquí constancia, aunque reducida, de esas escenas, de las que algunas son mencionadas en la homilía. En el Bautismo en el Jordán ("Cuando Jesús fue bautizado, mientras estaba en oración, se abrió el cielo…", Lc 3, 21). En los comienzos de la vida pública ("De madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración", Mc 1, 35; cfr. Lc 5, 16). Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces ("Subió al monte a orar a solas", Mt 14, 23; cfr. Mc 6, 46). En la elección de los Doce ("Salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles", Lc 6, 12-13). En la vida diaria, con sus discípulos ("Cuando estaba haciendo oración a solas, y se encontraban con él los discípulos", Lc 9, 18; "Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: -Señor, enséñanos a orar", Lc 11, 1). En la transfiguración ("Se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro", Lc 9, 28-29). En el Huerto de los Olivos ("Llega Jesús con ellos a un lugar llamado Getsemaní, y les dice a los discípulos: Sentaos aquí mientras me voy allí a orar", Mt 26, 36; cfr. Mc 14, 32; Lc 22, 40ss.). En la hora de la muerte ("Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", Lc 23, 46).

239b "… la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él". Esas características de la oración señaladas por san Josemaría, que podrían ser más numerosas o menos, pues se trata sin más de un elenco escrito como de corrido, poseen en común la cualidad de manifestar actitudes propias de un corazón enamorado y filial. El Autor, conforme al hilo de sus palabras, las descubre ("descubriremos con Él") al contemplar la oración, esencialmente filial, de Cristo, pero resulta también patente que esa actitud de hijo de Dios –raíz de tales formas de oración– arde con intensidad en su corazón, de donde brotan con naturalidad. El sentido de la filiación divina es, según el espíritu de san Josemaría, como sabemos, fundamento de la entera vida espiritual, y también por tanto de la oración. Vale la pena señalar, a ese respecto, la semejanza de actitudes descritas en la frase que anotamos y en esta otra, que hemos leído paginas atrás: "Por motivos que no son del caso (…), la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía" (143a).

239c [tb/m550404]: "Va a escoger a los primeros, y nos dice el Santo Evangelio: erat pernoctans in oratione Dei (Luc. VI, 12)". [tb/versión 1972]: "Después, cuando va a escoger definitivamente a los primeros Doce, cuenta San Lucas que ‘pasó toda la noche haciendo oración a Dios’ (Luc. VI, 12). Y ante la tumba ya abierta de Lázaro, ‘levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, gracias te doy porque me has oído’ (Ioann. XI, 41)".
"Ya hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior". El inicio del nuevo párrafo puede dar la impresión, a los ojos del lector, de que introduce un giro en la temática tratada, pues de la oración filial pasa a hablar directamente de apostolado. No es, sin embargo, así, pues como ha quedado señalado desde el primer párrafo de la homilía, en la enseñanza de san Josemaría –embebida del modelo de Cristo– intimidad filial con Dios y misión apostólica son como las dos caras, inseparables, de una misma realidad (la vocación cristiana). El lugar de referencia mencionado en este pasaje de la homilía ("Ya hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la conclusión…"), es el punto 961 de Camino, en el que san Josemaría escribió: "Es preciso que seas ‘hombre de Dios’, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida ‘para adentro’". Como se narra en el comentario a ese punto en la edición crítico-histórica de Camino, el texto del que procede se encuentra en una anotación de los Apuntes íntimos de san Josemaría (391), datada a 14 de noviembre de 1931. Allí, como en el punto citado de Camino y en el pasaje de Amigos de Dios que estamos considerando, pone el Autor de manifiesto un aspecto central de su enseñanza sobre el modo de hacer apostolado: la "sobreabundancia de la vida interior" (es decir, la preeminencia e intensidad de la oración y de la mortificación) sobre la acción, en la unidad inseparable de ambas. Entre los numerosos pasajes paralelos, cfr., por ejemplo, ECP, 122a; F, 892; S, 197 y 525. Como también señala el editor de Camino en el mismo lugar, en la idea que comentamos hay una resonancia con lo que escribe J.B. Chautard en su conocida obra El alma de todo apostolado, editada en 1927.

240a-b [tb/m550404]: "¿Qué hace en la noche de la Última Cena? Habla con el Padre. ¿No lo veis?". [tb/versión 1972]: "¿Y qué hace en la intimidad de la Última Cena, en la angustia de Getsemaní, en la soledad de la Cruz? Con los brazos extendidos habla también con el Padre".
"En la intimidad del Cenáculo su Corazón se desborda: se dirige suplicante al Padre (…). Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní…". Cuando llega la hora del cumplimiento, "la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre" (Jn 12, 23), todas las escenas del Evangelio adquieren la singular intensidad que se desprende de las palabras y los gestos de Jesucristo. También parece hacerse más viva la memoria que guardan los evangelistas, en particular san Juan, del recogimiento del Señor en aquellos largos momentos de despedida, y del hondo diálogo que mantiene con su Padre. "No podemos dejar de considerar las horas, tan intensas –escribe san Josemaría–, que preceden a su Pasión y Muerte", horas que culminan, tras la secuencia narrada en Jn 17, 1-26, conocida como "la oración sacerdotal de Jesús", en su prolongada oración en Getsemaní y en la Cruz (240b). La existencia filial de Cristo –nos está recordando el Autor– fue enteramente, de principio a fin, una existencia forjada en la oración.

241a [tb/m550404]: "Y su Madre bendita, ¿qué hace? El Arcángel va a darle su embajada y la encuentra retirada en oración". [tb/versión 1972]: "Contemplad ahora a su Madre bendita: ¿qué ejemplo nos ha dejado? Cuando el Arcángel va a comunicarle la divina embajada, la encuentra retirada en oración".
"Así se ha conducido siempre, cumpliendo sus deberes, ocupándose de su hogar. Mientras estaba en las cosas de la tierra, permanecía pendiente de Dios". La piedad mariana del pueblo cristiano ha transmitido, con la fuerza de una tradición que se remonta a los primeros tiempos, la imagen de la Virgen María recogida en oración en las escenas más singulares de su vida, como son la de la Anunciación, Belén y el Calvario. Es lógico que sea así, pues con palabras o sin palabras, esos momentos manifiestan la plena referencia del alma de María a la voluntad del Padre y al misterio de su Hijo. El Autor los menciona aquí en ese mismo sentido, pero quiere además subrayar que toda la existencia de la Virgen (la de cada día) fue, a imagen de la de su Hijo, una vida de oración. Desde la perspectiva del espíritu fundacional del Opus Dei, es una idea importante, que san Josemaría ha expresado, de manera análoga, en distintos lugares, como por ejemplo en un pasaje de ECP, 174a: "El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su reciedumbre, su generosidad, su fidelidad… Yo quisiera hablar de uno que los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de oración". Ver a María en continua oración "mientras estaba en las cosas de la tierra", "cumpliendo sus deberes, ocupándose de su hogar", no solo conecta con la imagen tradicional de la Virgen orante, sino que además le añade un matiz interesante, desde un punto de vista tanto teológico (para una "teología de la vida cotidiana"), como pastoral, pues acerca el modelo mariano al diario trajín de la gente corriente.

241b "Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento…". En el canto del Magnificat ve san Josemaría, como ha señalado en el párrafo anterior (241a), el "fruto del trato habitual de la Virgen Santísima con Dios". Y eso es precisamente lo que ahora comenta: la plena identificación de María con la Palabra de Dios, que "ha meditado largamente". El Magnificat es, por decirlo así, como ha escrito Benedicto XVI, un retrato del alma de la Virgen (cfr. Exh. Ap. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 28). Un retrato, cabría añadir, enlazando con el texto de san Josemaría, de su alma siempre en oración, hondamente inspirada en la Palabra de Dios. También es de Benedicto XVI un bello comentario al respecto, muy apropiado para describir la vida de oración de nuestra Madre: "La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios" (ibid., n. 28, citando su encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 41).

242a [tb/m550404]: "¿Y qué hacían los primeros cristianos? Algo que a mí me enamora, porque es un ejemplo vivo para nosotros. Erant autem perseverantes in doctrina apostolorum, et in communicatione fractionis panis et orationibus (Act. II, 42)". [tb/versión 1972]: "Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido una escena que a mí me enamora, porque es un ejemplo vivo para nosotros; por eso la he hecho grabar en tantos oratorios y en otros lugares: ‘perseveraban todos en las enseñanzas de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del pan, y en la oración’ (Act. II, 42)".

242a-b "La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior". Desde el ejemplo de Cristo, pasando por el de Santa María, la mirada de san Josemaría ha recalado en las elocuentes menciones a la oración perseverante de los primeros cristianos, en los Hechos de los Apóstoles (242a), y en otros escritos apostólicos (242b). El ejemplo "de los primeros seguidores de Cristo" en esta materia, como en todas las que describen la puesta en práctica del modelo de vida que trae consigo el Señor, es literalmente programático, esto es, declarativo de ese "programa de vida": de lo que debe ser. En ese sentido, la constancia en la oración, o mejor, la oración como atmósfera que envuelve la existencia personal, es una actitud cristiana de fondo, tan propia de entonces, como de hoy o de siempre. Y, como tal, es arma necesaria y poderosa para desarrollar ese modo de vida fiel a Jesucristo, y para alcanzar la meta establecida: santidad y fruto apostólico.

243a [tb/m550404]: "Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que ‘no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos’ (Matth. VII, 21). Nosotros hacemos la voluntad de su Padre, después de haber hecho esta consagración de nuestra vida. Nuestra oración, nuestro clamar: ¡Señor!, ¡Señor!, va unido al deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios. Ese clamor, en mil formas diversas: eso es oración, y eso es lo que yo quiero para vosotros". [tb/versión 1972]: "Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que ‘no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos’ (Matth. VII, 21). Nosotros hacemos la voluntad de su Padre".
"… yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas". Ha entrado la homilía en el primero de sus apartados: "Cómo hacer oración". En realidad, este va a ser, hasta el final, el argumento dominante, aunque el Autor enfoque en los sucesivos apartados aspectos diversos. Cualquier persona interesada en crecer en la vida espiritual, que es como decir en la vida de oración, si tuviera la oportunidad de aprenderlo de un maestro de espiritualidad, se sentiría agraciada y atenta. Esta puede ser la disposición de los lectores de estos párrafos de san Josemaría, en los que, sobre todo, comunica su propia experiencia. Antes de exponer propiamente el cómo, establece un primer punto de atención, recogido en la frase que anotamos ("Yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas"), que debe ser considerado –aunque esté enunciado en el habitual tono coloquial de este volumen–, como el fundamento que se presupone a cuanto vaya a decirse a continuación. El contenido y significado de esa autenticidad son inmediatamente indicados por san Josemaría: esa oración incluye como elemento propio la voluntad de poner en práctica lo que Dios nos pide, el empeño de no dejarlo caer en saco roto: "el afán de cumplir la Voluntad del Padre". Así, pues, antes de enseñarnos san Josemaría cómo orar, nos está diciendo qué es auténtica oración filial: solo la que incluye el "deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma". Si falta ese deseo sincero (el deseo: la voluntad de luchar, aunque cueste y a veces se falle), más que de oración estaríamos hablando de "palabrería".

243b [tb/m550404]: "Debes tener una disposición clara, habitual y actual, de horror al pecado. Varonilmente. Horror, horror recio al pecado grave. Y no solo al pecado grave, sino también la disposición de abominar del pecado venial deliberado". [tb/versión 1972]: "Para eso, hijo, debes tener una disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Varonilmente, has de tener horror, recio horror al pecado grave. Y también la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado".
"Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez". Se detiene ahora san Josemaría –siempre dentro del primer y fundamental punto de atención– a señalar qué no es auténtica oración de hijo de Dios. No lo puede ser aquella en la que no hay voluntad de ser dócil a lo que Dios quiere de nosotros, y nos lo dice la conciencia: si faltara esa actitud sincera y filial, y no hubiera empeño de luchar en contra, la oración no sería tal, sino que se acercaría a la "palabrería de los hipócritas". En dos homilías anteriores (Tras los pasos del Señor y Vivir cara a Dios y cara a los hombres), se ha referido el Autor a la actitud de los hipócritas, apoyado en las palabras recias del Señor en los Evangelios. Lo característico de esa mala actitud espiritual, en cualquier caso, y por tanto también en el caso de una oración no auténtica, es la falta de rectitud de intención, sin voluntad de escuchar de verdad al Señor y de llevar a la práctica lo que nos pida. Una oración así, sin diálogo sincero, sin propósito de lucha, no es verdadera oración. De ahí el consejo vigoroso de san Josemaría: "Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez". Para captar la malicia de la doblez o insinceridad, es suficiente mencionar algunos sinónimos, como por ejemplo: disimulo, fingimiento, embuste, encubrimiento, etc., actitudes del espíritu lejanas a la relación humilde y filial con Dios, y que, si no se combaten mediante el acto contrario, que es la sinceridad con Él y con uno mismo, alimentan en el alma el mal hábito de la cohonestación del pecado. Con toda la tradición doctrinal y espiritual de la Iglesia, nos recuerda san Josemaría que la verdadera vida interior y, consecuentemente, la verdadera oración, exigen la obligación de abominar –con la ayuda del Señor y con humildad– del pecado mortal y del venial deliberado, y de combatir la esclavitud de la insinceridad y del autoengaño.

244a "No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración". Es un dato fehaciente –que puede servir como testimonio de lo que san Josemaría afirma en esta frase–, que durante su vida en la tierra, a través de su actividad sacerdotal y del vasto desarrollo de su trabajo fundacional, condujo a miles de personas de todo el mundo a adquirir el hábito de la oración mental, y a intensificar la práctica –pie, attente ac devote– de la oración vocal. Hoy en día, a través de la propagación del espíritu del Opus Dei por todos los ámbitos de la sociedad, el número de personas que dedican un tiempo concreto cada jornada a una y otra forma de oración, siguiendo la enseñanza de san Josemaría, se ha multiplicado ampliamente. En cierto modo, por mencionar un ejemplo concreto (entre otros semejantes), bastaría considerar el número de lectores de esta homilía, los habidos hasta ahora –hasta 2014 se habían editado cerca de 500.000 ejemplares de Amigos de Dios, en 18 lenguas, y cada ejemplar cuenta normalmente con diversos usuarios–, así como los que la leerán en el futuro, para comprender que san Josemaría sigue animando a muchos a entrar seriamente por ese camino de diálogo personal con Dios.
"Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones (…), que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar…". Al redactar este pasaje vendrían a la memoria del Autor muchos recuerdos reales, que aquí no era necesario relatar. Pero ha quedado algún testimonio documental. Uno de estos, por ejemplo, se encuentra en un guion sobre la oración, utilizado por san Josemaría en una meditación o plática, que predica a unos jóvenes el 3 de junio de 1933, primer domingo de adviento (es una cuartilla manuscrita por una cara, que se conserva en AGP, A.3, 186-3-6) en la que se lee: "Luego hay que orar, ¿Cómo? Explicar la oración preparatoria (niño, repetir). –Padre, yo no sé hacer oración. –Padre, yo me distraigo…". Y el guion continúa esbozando los consejos que daba entonces, y que coinciden con los que escribe en este párrafo 244a.

244b-c "Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta". Esta frase de inicio de 244b, parece poner término a los recuerdos, pero en realidad sirve, sobre todo, para subrayar la importancia que da san Josemaría a esa "receta", a la que va a volver inmediatamente, en 244c, con frase análoga: "No me he inventado nada, cuando –a lo largo de mi ministerio sacerdotal– he repetido y repito incansablemente ese consejo". Conviene observar que la receta la ha aprendido en el Evangelio, al considerar la sencillez con las que acudían al Señor sus discípulos: "¡enséñanos a hacer oración!", "¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar!". Es probable que al aconsejar ir a la oración con esa confianza filial, y al mostrar con tanta viveza la respuesta del Señor ("Y viene toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso– del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor"), esté también san Josemaría recordando, sin palabras, su propia experiencia.

245a-b "Ya hemos entrado por caminos de oración. ¿Cómo seguir?". El tramo inicial de esta breve exposición de san Josemaría sobre la oración mental, densa de contenido, pero presentada con sentido pedagógico, ya ha sido cubierto. Un hipotético lector que, por así decir, fuera tomando nota y ordenando las etapas descritas, ya sabría que la primera consiste en ir, en nuestro interior, al encuentro con el Señor, con rectitud de corazón y confianza, sin vana palabrería, con la familiaridad y sencillez de un hijo, buscando el diálogo con Él, que nos ama y que nos oye. Entablado ya el diálogo –un diálogo de fe y de amor, que se desarrolla en nuestro corazón, donde ya habita Dios por la gracia–, el paso sucesivo, inmediata continuación del anterior, consiste en "contar lo que nos ocurre", como un hijo pequeño se lo contaría a su padre o a su madre: "referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada" (245b). Pero además de hablar con nuestro Padre Dios con sencillez, hay que aprender también a escuchar lo que Él nos dice: el corazón y la conciencia advierten lo que el Señor aprueba o desaprueba, lo que espera de nosotros, nos da luces, suscita propósitos, … Como si todo fuera nuestro, aunque en realidad procede de Él.

246a [tb/m550404]: "Dios preside nuestra oración, y tú hablas con Él como se habla con un hermano, con un padre, con una confianza plena. ¡Tú eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia! Por eso yo me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos llenas del polvo del camino". [tb/versión 1972]: "Dios preside nuestra oración, y tú, hijo mío, estás hablando con Él como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino".
"No retrasemos jamás esta fuente de gracias para mañana. Ahora es el tiempo oportuno". Quien confía en la ayuda y el consejo de alguien, porque se fía de él y le quiere, y además le necesita, respeta también el tiempo y el lugar señalados para hablarse: tiene presente la cita y se organiza para no hacerse esperar. De manera análoga, quien cree y ama al Señor, y ha entrado en caminos de oración, recorriendo las etapas primeras, es también consciente de que la oración no es un hecho esporádico o una actividad que puede esperar: no es simplemente algo nuestro, sino un tiempo de intimidad que compartimos con Dios, que no va a faltar a la cita. Sin dejar de insistir en la actitud filial, confiada y amorosa de nuestra oración ("hemos de confiarnos con Él como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre"), san Josemaría recuerda al lector que tal actitud no excluye, sino que pide, cortesía y respeto. "Dios, que es amoroso espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima plegaria": el encuentro con Él en la oración, además de sincero y confiado, ha de ser cotidiano y puntual.

246b [tb/m550404]: "Y entonces es gustosa la abnegación, y es gustosa la humillación, y es gustosa la vida de entrega. Saberse cerca de Dios. Y, pase lo que pase, yo firme, seguro contigo, que eres la roca, que eres la fortaleza". [tb/versión 1972]: "De este modo es gustosa la abnegación, es alegre lo que quizá antes humillaba, y es feliz la vida de entrega. ¡Saberse tan cerca de Dios! Por eso, pase lo que pase, estoy firme, seguro contigo, que eres la roca y la fortaleza (cfr. II Reg. XXII, 2)".
(Nota del Editor: En las anteriores ediciones del libro, la referencia bíblica incluida por el Autor en la nota 20 de este párrafo decía: II Reg XXII, 2. La hemos reemplazado por: II Sam XXII, 2. La razón de esa sustitución reside en que, como es sabido, los libros que antiguamente se nombraban como Primero o Segundo de los Reyes [I o II Reg] han pasado a denominarse Primero o Segundo de Samuel [I o II Sam]. Los actuales I ó II Reg corresponden ahora, en cambio, a los que antes eran III o IV Reg).
"¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre!". Los momentos cotidianos de oración sincera y filial, en los que confluyen la bondad del Señor y la buena disposición de la criatura, fortalecen por su propio dinamismo nuestra amistad y familiaridad con Dios, y en consecuencia, el progreso de la vida interior. San Josemaría lo indica con una imagen sugerente: "casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas". Y como, en esa progresión espiritual de los hijos de Dios, por ser paulatina y creciente configuración con Jesucristo, no puede dejar de estar presente la cruz ("el dolor, la abnegación, los sufrimientos"), el hábito de la oración –certifica el Autor– permite mirarla desde la perspectiva sobrenaturalmente adecuada, con "el íntimo convencimiento de que junto al Señor" la cruz pesa, pero es un peso gustoso. Así, pues, junto a san Josemaría se aprende que la "auténtica oración de los hijos de Dios", diálogo sincero, confiado y habitual entre la criatura y su Padre Dios, es también fuente donde se capta el verdadero significado de las circunstancias y los acontecimientos, asequibles o costosos, del vivir de cada día. Y con eso, también la paz, "suceda lo que suceda".

247a-b "Mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!". La noción de "alma de oración", aunque solo aparece esta vez en la homilía (y en el volumen), es característica del lenguaje y la conceptualización teológico-espiritual de san Josemaría, que hace uso de ella habitualmente en sus escritos (entre los ya editados, cfr. ECP, 8b; C, 172 y 271; F 1003). El significado que da el Autor a ser "alma de oración" es equivalente al de procurar mantener un trato constante con el Señor, o al de esforzarse en llevar una "vida de oración continua". En 247b lo formula así: "oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana". ¿Cómo entenderlo? El propio Autor nos da la explicación al referirse, en el pasaje que a continuación transcribimos, a ese protagonista segundo, al que dirige sus enseñanzas (el primero es siempre Jesucristo, de Quien las toma), que es el "cristiano corriente": "Describo la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y en los ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día. ¿Y qué es esto sino vida de oración continua? ¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte?" (ECP, 8b). "Ser alma de oración", con las características indicadas –que cabe resumir en serlo "¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares"–, guarda profunda semejanza con otra fórmula propia de san Josemaría, que ya hemos encontrado en el inicio de la homilía: "ser almas contemplativas en medio de la calle" (238b), o "en medio del mundo", con el significado de mantener "una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día" (ibid.). El contenido de esa conversación continua con Dios –además de incluir los momentos dedicados expresamente a la oración mental– lo ha dejado bien delineado el Autor, en otro párrafo anterior: "Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios" (149d). Sobre esta cuestión, cfr. M. BELDA, "Contemplativos en medio del mundo", Romana 14 (1998), pp. 326-340.

247c "Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios". He aquí otra fórmula frecuente en el lenguaje espiritual del Autor, "el punto de mira sobrenatural", que hace referencia a la perspectiva con la que un "alma de oración", un "contemplativo en medio del mundo", debe enfocar las múltiples realidades de cada día, manteniendo la presencia de Dios. Ya hemos encontrado antes esa fórmula (cfr. supra, 10a y 66c), y remitimos al lector a lo que allí dijimos. El consejo de san Josemaría para "no perder jamás el punto de mira sobrenatural" consiste en acostumbrarnos a ver a Dios "detrás de cada acontecimiento", y a considerarlos junto a Él en la intimidad de la oración, "buscando al Señor en el centro de nuestra alma". La expresión "el centro del alma", de alto contenido teológico, goza de una extensa tradición literaria, pues se puede encontrar (directamente o con terminología análoga –el fondo, el ápice, etc.–), en autores de la antigüedad, como Plotino o san Agustín; o en la teología mística de Eckhart y Ruysbroeck; o en medievales, como san Buenaventura, etc. Es también habitual en autores espirituales como santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, en los que san Josemaría se apoya. Teresa, por ejemplo, en Las Moradas del Castillo interior, menciona con frecuencia ese "centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios" (Moradas séptimas, cap. 2, n. 3), y "que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma" (Moradas primeras, cap. 1, n. 3). Juan de la Cruz alude a lo mismo en Llama de amor viva: "¡Oh, llama de amor viva, / que tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!"; cfr. V. GARCÍA DE LA CONCHA, Filología y mística: San Juan de la Cruz, "Llama de amor viva", Madrid, Real Academia Española, 1992. La misma cuestión, en el pensamiento de santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), con sus precedentes, ha sido estudiada en el libro de S. PATT, El concepto teológico-místico de "fondo del alma" en la obra de Edith Stein, Pamplona, Eunsa, 2009.
"Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica…". En los tiempos en que se redactaba esta homilía (a comienzos de 1973, o en su versión primera de 1972, mencionada en la "Nota Histórica"), corrían a veces entre el pueblo de Dios algunas voces confusas en materia doctrinal, moral o espiritual. San Josemaría sale aquí delicadamente al paso –restándole importancia– de una de aquellas voces, rechazando cualquier causa de "deformación psicológica" en esa íntima búsqueda de Dios en el interior del alma, que es más bien indicio "de auténtico diálogo de amor", y ha de resultar, para un hijo de Dios, "tan natural como el latir del corazón".

248a-b "Esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario, y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos cristianos han recitado desde el principio". Dos son los párrafos dedicados por el Autor a la oración vocal, y en ambos se destaca, aunque desde diversa perspectiva, una misma idea: nuestra comunión, a través de las oraciones cristianas, en especial las que se remontan a los primeros siglos de la Iglesia, con quienes nos han precedido en el camino de la fe (248a), o, más en general, con todos los cristianos del pasado, del presente o del futuro, hasta el fin de los tiempos, pues por medio de oraciones tradicionales, con frase de san Agustín, "claman los idénticos miembros de Cristo" (248b). De las mencionadas al inicio, una (el Padrenuestro), aprendida por los Apóstoles de labios de Jesús, está presente en la liturgia eucarística desde el siglo I; del rezo del Avemaría hay testimonios, en distintos lugares, desde el s. VI, y su uso está generalizado en el IX y es universal entre los fieles en el XII; el Gloria o doxología menor, es rezado también desde el s. VI. De manera semejante, el rezo del Rosario, del que hay testimonios (nombrado como "Salterio de la Virgen") desde el s. IX, se populariza entre todos los fieles en el s. XIII. Cfr. G. LARRAURI, Orar con los primeros cristianos, Madrid, Planeta, 2011.

249a Tabernáculo corr autógr ] Sagrario 1ª ed.
"Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible". El amor entre personas –también el nuestro a Dios–, si es verdadero, sabe ser delicado y atento, con manifestaciones de ternura y afecto, pero también de respeto y urbanidad. San Josemaría aplica aquí algunas –solo algunas, importantes, pero no las únicas– a la práctica habitual de la oración mental, a la que también denomina "norma de piedad": a) "tiempo suficiente" (suficiente es antitético de escaso o exiguo; toca a cada uno establecer el tiempo cotidiano dedicado a la oración, aconsejándose prudentemente con quien tiene experiencia); b) "hora fija, si es posible", por la importancia del hecho y por cortesía con Quien nos espera en la oración; c) mejor "al lado del Sagrario", aunque también, "si no hubiese más remedio", siempre pensando en el ciudadano de a pie, que a veces no tiene oportunidad de acercarse a una iglesia, "en cualquier parte".
"Te aconsejo, sin embargo, que vayas al oratorio siempre que puedas: y pongo empeño en no llamarlo capilla…". El propio Autor indica, a continuación de esa frase, la diferencia entre esas denominaciones, y el porqué de su preferencia, en este contexto, por el término "oratorio". En general, cabe decir que "oratorio" se usa, normalmente, para denominar los lugares reservados, para utilidad de algunos grupos de fieles, para hacer oración, aunque estén también destinados al culto divino (la celebración de la Santa Misa y otras funciones sagradas). El significado predominante es el de lugar de recogimiento, de acceso limitado a algunas personas relacionadas de algún modo con aquel lugar, y en el que se puede celebrar el culto litúrgico. El término "capilla" procede históricamente (con origen en Francia) de la denominación otorgada a un edificio contiguo a una iglesia, o a una parte integrante de ella, con altar y advocación particular. Es habitual, por ejemplo, verlas en las naves laterales de las grandes catedrales. En ellas suelen celebrarse, en determinadas ocasiones, especiales actos de culto, como, por ejemplo, en algunas festividades litúrgicas, o en conmemoraciones del santo al que están dedicadas, etc. También pueden estar destinadas habitualmente al culto litúrgico, como sucede, por ejemplo, con las capillas del Santísimo en las catedrales o iglesias. También se utiliza el término capilla (de modo hoy más común) para designar los oratorios privados (por ejemplo, en casas particulares). En sentido más amplio, también se denominan así los oratorios erigidos canónicamente en beneficio de una comunidad (por ejemplo, un colegio, un hospital), o de un grupo de fieles. Así, pues, la distinción de los términos –que tiene un origen histórico claro, que aún perdura–, responde principalmente a la diferencia del uso al que se destinan los lugares así nombrados. La capilla tiene un uso más público y abierto al culto; el oratorio tiene un uso más privado, y centrado en el recogimiento y la oración, aunque también se celebren en él actos litúrgicos. No obstante, en la apreciación habitual de los fieles y, por tanto, en el lenguaje común, en el que se utiliza más el término capilla, la diferencia entre ambos términos es prácticamente desconocida.

249b renueva, 1ª ed. ] renueva últ redac
[tb/m550404]: "¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades que desaparecen en cuanto nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz". [tb/versión 1972]: "¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz".
"No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie". En el párrafo anterior (249a), ha sugerido el Autor algunos criterios oportunos (de horario, duración y lugar), para la práctica cotidiana de la oración mental. Ahora señala otro criterio importante, por el que se rige siempre su enseñanza espiritual, sea en relación con la oración personal o bien con cualquier otro aspecto de la lucha ascética; podemos llamarlo el "criterio de la libertad": de la libertad del amor, cabría decir, pues tiene como punto de partida, y como permanente fundamento, la voluntad de cumplir lo que Dios nos pide. Fijado ese fundamento (que se ha de construir, con ayuda de la gracia, sobre la sinceridad, la confianza, el sentido filial, la rectitud de intención), cada uno, dirá san Josemaría, camine en su oración personal por donde quiera y como quiera. Lo decisivo es el fundamento habitual, actualizado al prepararnos para cada momento de oración ("interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro"); y luego, sobre ese fundamento, el empeño por mantener la presencia del Señor y dialogar con Él ("pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no solo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad externa"). A partir de ahí, cada cual, con docilidad al Espíritu Santo, proceda en su oración del modo que considere oportuno: ayudándose de un libro, repasando los consejos de la dirección espiritual, considerando perspectivas apostólicas, etc. San Josemaría –como ya hemos visto, y vamos a encontrar de nuevo enseguida– añadirá con fuerza, pero siempre con libertad, un consejo: "meterse" con frecuencia, en nuestra oración, en las escenas del Evangelio, "como un personaje más".

249c [tb/m550404]: "Dificultades que nos creamos nosotros mismos muchas veces. Tú que te crees de un valor excepcional, de unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo consideran así, te crees humillado… Enseguida la oración: ¡Señor!… Y rectifica, que nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo". [tb/versión 1972]: "Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo".
"Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero especialmente a tus dificultades personales…". Si la oración es como debe ser, sincera y confiada, no es extraño sino que, por el contrario, es normal, que uno se vea delante de Dios como quien es: un pobre hombre, cargado de defectos y de errores…, al que, sin embargo –como sugiere san Josemaría–, se le presenta de nuevo en ese rato de oración, por la misericordia de Dios, la oportunidad de rectificar. "Noverim me, noverim te", ruega san Agustín en su oración: "¡Oh Dios, siempre el mismo!, conózcame a mí, conózcate a ti. He aquí mi plegaria" (Soliloquios, II, 1). En la oración, en efecto, Dios nos ayuda a conocerle mejor a Él (su amor, su voluntad, sus designios), y, mirando en ese espejo, a conocernos también mejor a nosotros mismos. No es extraño que crezca en el alma el deseo de rectificar, de "cambiar de ruta", escribe el Autor. "Pero es muy conveniente –señala también con sapiencia– iniciar ese cambio de rumbo cuanto antes".

249d [tb/m550404]: "Y se siente uno feliz, aun cuando notes todavía el barro en las alas, que se está secando". [tb/versión 1972]: "Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra".
"En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad". Si en ese diálogo sincero con Dios, que está en el centro del alma en gracia, enciende el Espíritu Santo una luz más intensa, en la que veamos con mayor claridad nuestra indigencia, con esa misma luz llega a la criatura la gracia, si quiere, de rectificar: "la soberbia (…) puede transformarse en humildad". Y con la humildad, "brota la verdadera alegría en el alma". Algo semejante ha escrito san Agustín: "La gracia de Dios hace que sea conocido lo que estaba oculto y que sea suave lo que no deleitaba" (De peccat. mer. et remis., 2, 17, 26), "aun cuando notemos todavía el barro en las alas".

250a [tb/m550404]: "Mirad que yo os estoy queriendo llevar por una vida maravillosa, por la cual el Señor me llamó a mí, y que es una vida de felicidad, de amor, con sacrificio, con dolor, con abnegación, con entrega, con olvido de ti mismo". [tb/versión 1972]: "Hijos de mi alma, os estoy queriendo llevar por un camino de maravilla, por una vida de amor y de aventura sobrenatural, por la que el Señor me ha conducido a mí; una vida de felicidad, con sacrificio, con dolor, con abnegación, con entrega, con olvido de uno mismo".

250a-b "Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios–, seamos sal, levadura, luz". Al hablar de la doctrina sobre la oración, según el espíritu de san Josemaría, a las cualidades esenciales (sincera, filial, atenta, operativa, etc.), hay que añadir otra de igual importancia: apostólica. La luz de Dios que, por medio de la oración, impulsa a querer evadirse de la servidumbre de la soberbia y a entrar en el terreno de la humildad y la alegría, pide ser comunicada. "Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar" (250a). Esa es la actitud que se despierta en el alma, cuando se encuentra personalmente a Cristo en la intimidad de la oración y de la comunión eucarística. "No puedo tener a Cristo solo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán" (BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, 14). Oración, humildad. Oración, alegría. Oración, apostolado. Y siempre con la convicción –alimentada también en la oración– de que "no somos nosotros los que salvamos las almas, (…), somos tan solo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios" (250b).

250b [tb/m550404]: "Pero la luz será tinieblas si tú no eres contemplativo, alma de oración continua; y la sal perderá su sabor, y solo servirá para ser pisada por las gentes, si tú no estás metido en Dios; y la levadura será algo podrido e incapaz de poner toda la acción del fermento en la masa, si tú no estás metido en Dios". [tb/versión 1972]: "Pero la luz será tinieblas, si tú no eres contemplativo, alma de oración continua; y la sal perderá su sabor, solo servirá para ser pisada por la gente, si tú no estás metido en Dios. La levadura se pudrirá y perderá su virtud de fermentar toda la masa, si tú no eres alma verdaderamente contemplativa".

251a sacerdocio, 1ª ed. ] sacerdocio últ redac

251a-b "¿Es posible conducirse siempre así? Lo es". ¿Es posible vivir vida de oración? ¿Es posible llegar a ser y a comportarse como –con terminología del Autor– un "alma de oración"? La respuesta, brevísima, que leemos en el párrafo dice: "Lo es". La misma respuesta, con cierta extensión, es la que se ha expuesto a lo largo de esta homilía, cuyo argumento quedó sintetizado desde el principio en el título. Para eso, podríamos decir, ha sido escrita y publicada, para respaldar la certeza de que "convertir la existencia en un clamor incesante" es posible, y para persuadir a muchos de la conveniencia de hacerlo, por su bien, el de la Iglesia y el de todo el mundo. San Josemaría, sin embargo, amplía aquí el escueto "lo es" con dos razonamientos, basados ambos, de algún modo, en la condición misma que Dios ha concedido a la persona humana como ser racional y relacional, capaz de conocer y amar; capaz asimismo de intimidad consigo mismo, con Dios y con los demás; capaz, en fin, de amistad con el Creador y con los hombres. La oración personal es, justamente, un punto de confluencia de todas esas cualidades naturales, pues une el conocimiento y el amor con el trato de amistad con Dios, sin excluir por eso –antes al contrario, potenciándola– la referencia a los demás y a la entera creación, pues "no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos" (251a). Al mismo tiempo, yendo más al fondo, la oración no es solo una cumbre en la que convergen las más altas cualidades humanas, sino que es también una respuesta adecuada al amor, siempre a la espera del nuestro, de Dios Nuestro Señor (cfr. 251b).

252a "Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino". En el arranque mismo de la homilía, el Autor ha puesto ante nuestros ojos la oración incesante del Verbo encarnado, así como la de su Madre Bendita, exhortándonos a imitarles. La sugerencia que ahora nos propone, aunque con apariencia de continuidad con la anterior (una "invitación de imitar a Jesús", como modelo, como ideal), sube el tono, pues contempla a Cristo en su condición de Hijo de Dios, "Segunda Persona de la Trinidad Beatísima", y alude a su oración –el diálogo amoroso con su Padre– desde esa perspectiva trinitaria. Y así, sin dejar de contemplar el modelo de Cristo en oración, pero viéndolo, por decirlo de este modo, como Dios Hijo en su eterno diálogo (en el Espíritu Santo) con Dios Padre, vislumbra en la oración filial del cristiano, conformado con Cristo por la gracia, hijo en el Hijo, "la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino". En el Hijo y con el Hijo, por el Espíritu Santo, la oración nos hace misteriosamente partícipes de la comunión trinitaria, denominada aquí por san Josemaría, como en otros lugares (cfr. supra, 60a; ECP, 85a-b, 163f), "corriente de amor", amor intradivino que se desborda en amor a los hombres.

253b "Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más". No importa que hayamos aludido ya en distintos momentos a este gran consejo de san Josemaría, sobre el modo de hacer oración. Ahora es cuando lo encontramos explicado por él con más detalle, compuesto de cinco pasos, que presuponen conocer bien el Evangelio, o tenerlo ante los ojos al hacer la oración. Los cinco pasos son estos: a) entrar con la imaginación en la escena ("te imaginas la escena") sobre la que queremos meditar; b) considerar ("aplicas el entendimiento") cómo es el comportamiento de Cristo en esa situación ("su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre", …); c) abrir el corazón con sinceridad, hablando con el Señor, que está en el "centro de nuestra alma", de nuestro comportamiento en situaciones semejantes ("cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo"); d) evitar distraerse, abrir los oídos del alma ("permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo"); e) "oír" al Señor en esos "descubrimientos", grandes o pequeños, que se abren camino en nuestro corazón ("esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones").

254a-d "Nuestro Señor utilizaba ese procedimiento. Le gustaba enseñar con parábolas, sacadas del ambiente que le rodeaba". En los diversos párrafos del n. 254, tomando ocasión de su propia oración ("Para dar cauce a la oración, acostumbro […] a materializar hasta lo más espiritual"), continúa san Josemaría su enseñanza sobre el hilo de fondo que viene siguiendo, de entrar en las escenas del Evangelio "como un personaje más". Ahora toma como motivo los relatos de las parábolas del Señor, imaginando que le escucha, abriendo el corazón –pues son parábolas dirigidas a nosotros–, aplicando la inteligencia, sacando propósitos… Y quizás también, como hacían los Apóstoles, preguntando al Señor, nosotros en la intimidad de la oración, por el sentido de sus palabras, por lo que nos quiere decir…

254c listo corr autógr ] listos 1ª ed.

255a-b "El amor es inventivo, industrioso; si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor". La homilía ha alcanzado su fin, y el Autor quiere dejar bien imprimida en nuestro ánimo la sustancia de sus consejos: necesidad de ser almas de oración, de una oración llena de sentido filial, esforzándose en imitar a Cristo, con espíritu de libertad, hecha –hasta en los aspectos más materiales– con amor. Quizá sea este último (poner amor) el elemento que aglutina a los demás: "si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor". Y también, la insistencia en otro consejo importante: perseverar en la oración, por encima de todo, pase lo que pase. "Así irán transcurriendo nuestros años –días de trabajo y de oración–, en la presencia del Padre". En eso consiste, en definitiva, la "vida de oración".

 «    Para que todos se salven    » 

256a [tb/m540416a]: "Sabéis, hijos míos, que nuestra vocación, esta llamada de Cristo, nos lleva a identificarnos con Él, y Él… vino a la tierra ut omnes salvos faceret. No hay un alma que no interese a Cristo. Cada una de ellas le ha costado el precio de toda su sangre".
"… no hay que olvidar que Él ha venido a la tierra para redimir a todo el mundo, porque quiere que los hombres se salven". Desde el inicio de la homilía, el Autor, que ha tomado como punto de partida su habitual descripción de la noción de la vocación bautismal cristiana como llamada a la identificación con Cristo y, por tanto, a la santidad, quiere asimismo acentuar –como hace siempre– que la dimensión apostólica es también parte esencial de esa llamada. Por más que haya sido puesto de manifiesto en anteriores anotaciones, no está de más que insistamos en el fundamento cristológico, siempre vivo en la mente y en los textos del Autor, que subyace en este primer párrafo de la homilía, como en otros pasajes del libro. Así como, en el misterio revelado del Verbo encarnado y redentor, son indivisibles su Persona y su misión, así también, análogamente, son inseparables la vocación a la santidad y la misión apostólica en las nociones de Iglesia y de fiel cristiano. La referencia que hace el Autor al pasaje de 1Tm 2, 4 –que sirve de base al título de la homilía–, no es literal, razón por la que hemos preferido añadir un cfr. a la nota correspondiente. Como en homilías anteriores, señalamos aquí algunos estudios sobre la noción y la práctica del apostolado en la enseñanza de san Josemaría; cfr. BURKHART-LÓPEZ, 1, pp. 451-541; 2, pp. 484-490; 3, pp. 216-221, 565-567, 637-650; C. MICHON, "Apostolado", en DSJ, pp. 115-124; J. LÓPEZ DÍAZ, "Proselitismo", en ibid., pp. 1029-1033; L. CLAVELL, "Vida interior", en ibid., pp. 1259-1264.

256b "Al considerar estas verdades, vuelve a mi cabeza aquella conversación entre los Apóstoles y el Maestro, …". La evocación del pasaje de san Juan –que san Josemaría narra como si estuviera presente, confirmando así el modo de proceder que aconseja en la meditación del Evangelio–, pone énfasis en la desproporción entre el número de personas a las que alimentar y las provisiones disponibles. Tal desigualdad, que los Apóstoles no saben cómo manejar, entre la pequeñez de los medios y la magnitud de la meta, es utilizada como composición de lugar por el Autor, para introducir el tema sobre el que va a reflexionar. Se podría sintetizar así: a) el apostolado cristiano, cuyo objetivo es llevar el testimonio del Evangelio de Cristo a todos los ámbitos de la sociedad, tiene ante sí un trabajo humanamente inabarcable: "un mar sin orillas", lo denominó a veces san Josemaría (cfr., por ejemplo, CEB, 57, 120), pues siempre habrá nuevas personas a las que ayudar a encontrarse con el Señor. Ahora bien, b) donde no llega la capacidad limitada del hombre, sí llega el amor infinito de Dios, su voluntad de salvación de todos los hombres, su misericordia y su fidelidad. Además, por último, c) Dios, ha querido "necesitar", por decirlo así, de un reducido número de personas en cada época histórica, que quieran servir de levadura en medio de la muchedumbre. A partir de este punto, tomando ocasión de la correlación paulina entre el fermento y la masa, comienza el Autor a desarrollar sus ideas.

257a [tb/m540416a]: "Por eso nosotros, que somos pocos –aunque seamos miles– en comparación con la muchedumbre de hombres, nos hemos de ver como una pequeña levadura, que está preparada y dispuesta para hacer el bien a todos los hombres, a toda la masa, no olvidando aquello que dice el apóstol: modicum fermentum totam massam corrumpit (I Cor. V, 6; Gal. V, 9). Si nosotros somos de verdad ese fermento, esa levadura, sabremos modificar y mejorar toda la masa".
"Necesitamos aprender a ser ese fermento, esa levadura, para modificar y transformar la multitud". Es notable comprobar la frecuencia con la que san Josemaría acude a la idea de que, en este o en aquel aspecto, de la vida espiritual, "es necesario aprender". El "discite benefacere" ("aprended a hacer el bien") de Is 1, 17, que vemos citado expresamente en anteriores pasajes (cfr. supra, 38b, 164a; también bajo la forma de hacer y enseñar a hacer, 144c), parece ser una constante motivación implícita en su enseñanza. Lo muestra, por ejemplo, la frase que anotamos ("necesitamos aprender a ser fermento"), y tantas otras análogas en este libro. Por ejemplo: aprender… "a acudir con confianza a Santa María, como hijos suyos" (16a); "a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean" (20b); "a aprovechar cada minuto, en servicio de Dios" (54b); "a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces" (57d); "a ser buenos administradores de los talentos y medios materiales que Dios concede" (121c); "de Jesús, nuestro único modelo" (128a); "a servir" (144c); "a ser como niños, aprender a ser hijo de Dios" (148c); "de la vida del Señor algunas virtudes que han de resplandecer en la conducta nuestra" (154b); "a ser prudentes" (155b); "a practicar las virtudes" (163b); "a vivir cada instante con vibración de eternidad" (239b); "de María" (241c). Esa "necesidad de aprender" en todos los aspectos de la vida interior, asiduamente mencionada, es un elemento de no poca importancia en la doctrina de san Josemaría sobre la lucha ascética. "Aprender a…" desarrollar cualquiera de los aspectos señalados, no significa tanto "aprender a hacer lo que no se sabe hacer" (el Autor, en efecto, se incluye a veces en el aprender, usando el nosotros), cuanto el empeñarse una vez y otra en seguir haciendo en la vida espiritual lo que ya hacemos: haciéndolo cada vez mejor, adquiriendo o perfeccionando el hábito de obrar así, etc. La vida interior consiste, por lo que al sujeto se refiere, en la práctica de las virtudes, sin decir nunca basta… Y, desde ese punto de mira, la perseverancia en la lucha es siempre un cierto "aprender", o "seguir aprendiendo", o "no cansarse de aprender".

257b se elabore, convirtiéndose en últ redac ] penúlt redac (no es posible leer las palabras sustituidas)
"¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa? No". El rotundo "no" que escribe el Autor, considerando el ejemplo de la elaboración del pan, que va a desarrollar a continuación (257c-d), es muy razonable. La función desempeñada por la levadura o por la masa en relación al resultado final no es mejor ni peor, es la que debe ser de acuerdo con las características propias de cada elemento. De cara al efecto que se desea alcanzar, nada es la levadura sin la masa, ni la masa sin la levadura. Es también lógico aquel "no", cuando se considera la función, que acompaña a la fe cristiana, de hacer el bien a los demás; este es el argumento sobre el que san Josemaría va a ayudarnos a meditar. Para ser levadura en medio de la sociedad (de la propia familia, de los amigos, de los colegas de trabajo, de las actividades sociales, políticas, etc.), con la intención de facilitar a las personas, con finura de caridad y con el propio ejemplo, un mayor conocimiento de la concepción cristiana de la vida, hay que ser realista y humilde, y obrar con rectitud de intención. El don de encontrar personalmente a Cristo y descubrir el sentido apostólico, permite entenderse a sí mismo, no como alguien mejor que los demás, sino para los demás. La propia existencia pasa así a entenderse, a imagen de la de Cristo, como pro-existencia.

257e [tb/m540416a]: "Ya habéis visto cómo actúa el fermento. (…) Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia…, porque es un verdadero rito (…). El preparar bien la levadura… y la harina cernida… Me acuerdo de cómo guardaban un pedazo de masa de la hornada anterior. Y después, cómo se mezclaba. Y cómo la dejaban reposar, muy abrigadita. Y se hinchaba… y luego salía aquel pan bueno, lleno de ojos…, maravilloso… Porque era ya bueno el fermento, porque la levadura estaba bien conservada y preparada, y se dejaba deshacer, desaparecer, en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre".

258a "… entenderemos que no tenemos más remedio que trabajar, al servicio de todas las almas. Otra cosa sería egoísmo". Si la fe, por gracia de Dios, se enciende verdaderamente en el alma, nace también por su medio la certeza interior de que hay que ayudar a otros a despertar. "Entenderemos que no tenemos más remedio…": se ha abierto paso en el entendimiento (en la conciencia, ante todo, que uno tiene de sí mismo), una convicción personal, ahora ya desde Cristo, que quizás antes ni siquiera se podía sospechar. Es la persuasión de que el haber encontrado a Cristo –en cierto modo, el poseerle en la fe–, no es solo algo para mí, sino para darlo a conocer a los demás; el convencimiento de que el don del encendimiento en la fe no es solo para tenerlo sino para transmitirlo: el don recibido ("descubrir a Cristo") conlleva la obligación ("no tenemos más remedio") de comunicarlo ("de poner esos talentos, esas cualidades, al servicio de todos").

258b "No imaginéis que es este afán como una añadidura, para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos". Continúa el Autor porfiando en la misma idea, central en su espíritu y en el modelo de santidad en medio del mundo que propone. El deber apostólico, la exigencia moral de promover el ideal cristiano entre los demás, nos dice, no es un elemento supererogatorio ("una añadidura", "una filigrana", en cierto modo, superflua) de "nuestra condición de cristianos", sino un componente necesario, como lo es la levadura para hacer, de la masa, pan. Cierto es que muchos cristianos, por la debilidad de su formación doctrinal y espiritual, no son conscientes de esa obligación, o quizás lo son, pero de un modo tan genérico que, en la práctica, se asemejan a los anteriores. Pero, si alguno es consciente de esa obligación y, sin embargo, por comodidad o por cobardía, la desecha, su fe acaba siendo "un monumento a la ineficacia y al egoísmo".

259a [tb/m540416a]: "Apunté yo aquí, hace tantos años, unas palabras de Jeremías (XVI, 16): Ecce ego mittam piscatores multos et piscabuntur eos. ¡Esta es una gran labor: pescar! Los hombres estamos nadando en una aguas muy amargas, en medio de grandes olas; la gente vive entre tormentas, en una vida triste aun cuando parece que tienen alegría, aun cuando hagan mucho ruido, son carcajadas que quieren encubrir su tristeza, su amargura, sin caridad, sin comprensión…".

259a-b "Así nos concreta la gran labor: pescar. (…) Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren –en libertad– dentro de la red divina, para que se amen". Tomar la imagen de las "faenas de pesca" como referente del trabajo apostólico tiene, como sabemos y como ahora nos recuerda el Autor, un fundamento bíblico, que ha alcanzado su culmen en las palabras dirigidas por Jesucristo a aquellos que llamó por vez primera a seguirle. No sin un querer expreso los eligió entre hombres con oficio de pescadores, y no es tampoco casual que les haga protagonistas, en dos ocasiones diversas, de pescas milagrosas, dejándose dirigir por Él. La "pesca de hombres" ("seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres", Mt 4, 19), procediendo esa formulación de los labios de Jesús, no admite ningún otro sentido que el manifestado en todas sus obras y palabras: la salvación de todos, el logro de la vida eterna. "Pescadores" de hombres es sinónimo de "llamados al servicio de la salvación" de los hombres. Y, puesto que la salvación significa ante todo, mientras caminamos en la tierra, salir de la tiniebla de la ignorancia y del pecado, y descubrir la luz de Dios, es habitual en la literatura espiritual –y así lo recoge también san Josemaría– presentar el existir humano que discurre, oscuramente, sin Dios o contra Dios, sin Cristo o contra Cristo, como un mar proceloso y embravecido, en el que la vida (la salvación, la felicidad presente y la eterna) corre grave peligro. "Pescar" en cristiano, como "tarea de los hijos de Dios" ("la gran tarea", la llama el Autor), significa ofrecer –respetando la libertad– luz y vida, mostrar el sentido de la persona y de la convivencia humana; es dar a conocer la belleza de Cristo y, en Él, de la caridad. "Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores".

259b [tb/m540416a]: "Y nosotros tenemos que meterlos en la red divina y hacer que se amen".

260a siempre un últ redac ] penúlt redac (no es posible leer las palabras sustituidas)
"Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. (…) llega siempre un momento en el que el alma no puede más (…). Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor". La experiencia en el conocimiento de las almas, que estas palabras de san Josemaría manifiestan, está en consonancia, en primer lugar y como es lógico, con la entera tradición pastoral de la Iglesia. Desvelan no solo una experiencia "externa", del alma de otros, sino también de la propia, un conocimiento de sí mismo en Dios: un saber teologal y sapiencial acerca de lo que el Creador ha sembrado en el corazón de la criatura amada, un afán de verdad y de amor que pide ser saciado, y que solo se sacia en Dios. "Llega un momento en que el alma no puede más…". En efecto, como apunta el Concilio Vaticano II, "todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo del interrogante referido. A este problema solo Dios da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad" (Gaudium et spes, 21). La tenacidad apostólica cristiana, aun entre muestras de aparente desinterés y, en ocasiones, hasta de rechazo y hostilidad, ha tenido siempre en apoyo de sí, por la gracia de Dios, la luz cierta de la antropología revelada: los hombres son de Dios y para Dios, "y, aunque no lo admitan (…), sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor". Entenderlo, y perseverar, en consecuencia, en la "gran tarea" apostólica, es simplemente cuestión de fe, de esperanza y de caridad.

260b [tb/m540416a]: "Abriremos el evangelio de san Lucas por el capítulo V. ¿Quieres venir con Cristo a pescar? Está rodeado Jesús por la muchedumbre, y sube a la barca y dice: Duc in altum et laxate retia vestra in capturam (Luc. V, 4)".
"… para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre. El apostolado cristiano no lo hemos inventado nosotros". En los próximos párrafos, a partir de este, encontramos un breve comentario al relato lucano de la pesca milagrosa (Lc 5, 1-9), que antecede a la llamada a ser "pescadores de hombres" (Lc 5, 10-11). San Josemaría meditó e hizo meditar a muchos este pasaje, que ha quedado ya para siempre unido a su memoria, pues es proclamado como evangelio propio de la Misa de su festividad, el 26 de junio. En el presente párrafo, tomando ocasión de la indicación del Señor a Pedro de entrar mar adentro y echar las redes, ha dejado escrita, incidentalmente, y pensando en su aplicación al apostolado, una sugerente descripción del porqué de la venida de Cristo que estamos anotando: "para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre". Es una forma de describir el significado de la misión redentora del Señor, que recuerda, y posiblemente esté inspirada, en otras que, en distintas ocasiones, ponen los evangelistas en labios de Jesús; por ejemplo: Mt 5, 17: "No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud"; Mt 10, 34: "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada"; Lc 12, 49: "Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?"; Jn 18, 37: "Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad". Cualquiera de estas formulaciones es también válida para señalar, en sentido espiritual y en términos análogos, la tarea apostólica de los cristianos. A la que ahora comentamos ("ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre"), le da directamente el Autor ese sentido, glosándola de este modo: "el apostolado cristiano no lo hemos inventado nosotros".

261a [tb/m540416a]: "Y le dice Pedro: Praeceptor, per totam noctem laborantes nihil cepimus; in verbo autem tuo laxabo rete. Et cum hoc fecissent, concluserunt piscium multitudinem copiosam. Tanto que, rumpebatur autem rete eorum (Luc. V, 6)".
"Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red. Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor". El ejemplo de la fe confiada y humilde de Pedro, que desemboca con sencillez en su obediencia a la sugerencia del Maestro, incluso cuando su cabeza y el conocimiento de su profesión parecen decirle lo contrario, acaba en una pesca abundante ("La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores", hemos leído en 106b). La consideración de ese comportamiento del Apóstol desde la perspectiva apostólica, presente en toda la escena evangélica, permite a san Josemaría dejar insinuado otro rasgo propio, al que dio siempre gran importancia: en el apostolado cristiano, visto en el conjunto de la Iglesia, o de cualquier institución al servicio de su misión, tan necesarias son la iniciativa y responsabilidad personales, como el sentido de unidad, de comunión y de disponibilidad respecto de quien tiene función de dirigir o de enseñar. Lo dejó ya escrito en un punto de C (941): "Obedecer…, camino seguro. –Obedecer ciegamente al superior…, camino de santidad. –Obedecer en tu apostolado…, el único camino: porque, en una obra de Dios, el espíritu ha de ser obedecer o marcharse".

261b (nt. 16) Lc V, 8.10 1ª ed. ] Luc V, 10 últ redac
"Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no miraba solo a esta pesca". Con la llamada que va a dirigir a aquellos pescadores, da comienzo, por voluntad de Dios, la colaboración, la participación de los discípulos de Cristo en su misión. En un pasaje anterior de este libro hemos podido leer estas palabras: "Muchas veces os he recordado aquella escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de Pedro, desde donde ha hablado a las gentes. Esa multitud que le seguía ha removido el afán de almas que consume su Corazón, y el Divino Maestro quiere que sus discípulos participen ya de ese celo" (23a). A esto mismo se está refiriendo ahora san Josemaría, cuando escribe que Jesús "no miraba solo a esta pesca", sino a todas cuantas habían de venir por medio de la Iglesia y del celo de los fieles cristianos. Y lo que quiere destacar, dando así ya entrada al tema del siguiente apartado, es no solo la comprensión del apostolado cristiano como cooperación o participación instrumental de la Iglesia o de cada fiel, de modo diverso, en la misión salvífica de Cristo, sino más exactamente su eficacia: "en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias". Quien salva, sirviéndose de los suyos, es Él.

262a nacimiento correc autógr ] nacimiento, últ redac
[tb/m540416a]: "El Señor nos ha dado el don de hacer milagros, de los gordos. Damos luz a los ciegos… ¿Quién no podría contar mil casos? Se ve cómo un ciego casi de nacimiento, recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo. Y otro era sordo, y otro mudo, que no podía hablar una palabra como hijo de Dios… Y se ha purificado su lengua, y habla ya como hombre, no como bestia… Le hemos dado la facultad de hablar al mudo… Y aquel lisiado, incapaz de una obra buena, y aquel otro poltrón, que veía las cosas, pero no las hacía… Y le habéis dicho: Surge et ambula! (cfr. Luc. V, 23). ¡Puedes! ¡Puedes! ¡Puedes! ¡Milagros de los gordos! Fruto del fermento en la masa. ¡A todos hemos de ir! ¡A todas las criaturas que tienen un alma que salvar!".
"… me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios". El "atrevimiento" al que se refiere el Autor es, sencillamente, su certeza de fe –que no cabe separar de su propia experiencia de trabajar por Dios–, basada en las promesas de Jesucristo cuando afirma: "En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que estas porque yo voy al Padre" (Jn 14, 12); o quizás también cuando indica: "En verdad os digo que cualquiera que diga a este monte: ‘Arráncate y échate al mar’, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido" (Mc 11, 23). No duda san Josemaría en afirmarlo: "también a nosotros (…) nos hará instrumentos capaces de obrar milagros". El lector, sobre todo si es un cristiano corriente, debe fijarse con atención en los requisitos, propios de su espíritu fundacional, que el Autor ha dejado consignados: "(nos hará instrumentos)… si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria". No es la lucha la que nos hace instrumentos, pues serlo es don de la gracia y de la misericordia de Dios, pero sí es condición sine qua non para ser instrumento eficaz: sin lucha por la santidad no hay eficacia apostólica.

262b "Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino solo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido". La frase encierra, en su segunda parte, una referencia implícita a unas palabras, recogidas en el Evangelio de san Mateo, que el Señor dirige a los Doce, recién elegidos, cuando los envía a predicar el Reino de Dios. "Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, expulsad los demonios. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente" (Mt 10, 8). La donación generosa y gratuita (no exigida) de Dios a los hombres, la entrega sin condiciones, propter nos homines, de Jesucristo, el Don del Espíritu Santo, es decir, todo el obrar divino en la economía de la salvación, ha dejado establecida para siempre la ley de la gratuidad en la comunicación de los dones espirituales recibidos (cfr. Rm 3, 24; Ga 3, 18; Col 2, 13; 2Ts 2, 16; Ap 21, 6; Ap 22, 17). Gratuidad no significa, simplemente, en este contexto, en el que el modelo es el obrar divino, ausencia de contraprestación, sino pura generosidad, liberalidad, prevalencia absoluta del amor, etc. Esa es la ley que rige la acción apostólica, con la que se busca hacer a otros partícipes de los propios bienes espirituales, como son el conocimiento de Cristo, la alegría de la fe, la fuerza imponente de la caridad y la misericordia, la seguridad de la esperanza, etc. "Transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido" es el estatuto del apostolado. "Gratis" al modo de Dios, esto es, no solo "de balde", sino con generosidad, con alegría, con magnanimidad, por amor.

263a "He predicado constantemente esta posibilidad, sobrenatural y humana, que Nuestro Padre Dios pone en las manos de sus hijos: participar en la Redención operada por Cristo". La comprensión de la obra evangelizadora de la Iglesia y, con distintos matices, del apostolado personal de los fieles cristianos, como participación en la obra redentora de Cristo, realizada por Él de una vez para siempre (cfr. Hb 7, 27), y en permanente aplicación en la historia, está muy presente en la enseñanza de san Josemaría. En este punto, ya lo hemos hecho constar en otros apartados de este volumen (cfr., principalmente, supra, "Introducción General", Primera Parte, 5, a.2: "Inherencia de la misión de los cristianos en la misión del Redentor"), el testimonio doctrinal del Autor es un eco de la doctrina común, pero con algunos matices propios, que no es preciso repetir. Basta con recordar cuál es, en palabras de san Josemaría, el significado de la participación del cristiano corriente en la obra redentora: "santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención" (ECP, 183e), o también, con otro ejemplo, "informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas" (ibid., 105a).

263b "Dios quiere que todos se salven (…), espera ardientemente que se llene su casa; es Padre, y le gusta vivir con todos sus hijos alrededor". La universalidad del pecado en Adán (cfr. Rm 5, 12) ha quedado, no ya equilibrada, sino ilimitadamente superada por la universalidad de la salvación en Cristo (cfr. Rm 5, 17-19). No obstante, por voluntad divina, la eficacia universal de la obra del Redentor ha de seguir haciéndose (instrumentalmente) presente, a lo largo del tiempo y del espacio, merced a la actividad apostólica de los cristianos. "Esto –indica san Josemaría– es una invitación y una responsabilidad, que pesan sobre cada uno de nosotros". "Pesan" no en el sentido de una carga difícilmente soportable, sino en el de un amable deber o compromiso de amor, y además –como algo también siempre sugerido por el Autor– de un amor filial a Dios y fraterno a todos los hombres. La conjunción, y sobreentendida interrelación, en el párrafo de tres pasajes bíblicos implícitos (1Tm 2, 4: voluntad salvífica universal de Dios; Jn 21, 11: la red rebosante de peces; Lc 14, 23: el amo que quiere que se llene toda su casa de invitados), permiten mostrar tanto la dulzura de la "carga", como la ternura paterna de Dios.

264a [tb/m540416a]: "Y después de la Resurrección (…) es Simón Pedro el que dice: Vado piscari (cfr. Ioann. XXI, 3). Era pescador antes, antes de ser apóstol, (…) y continúa siéndolo después. Antes de ser apóstol, pescador; después de ser apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después".

264b "El apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días". En un párrafo anterior (cfr. supra, 120), y en diversas anotaciones que hemos hecho a otros, ha aparecido la expresión "cristiano corriente". En tal noción, característica de san Josemaría, cabe distinguir diversos aspectos. Muestra, por una parte, los perfiles de la condición del cristiano en cuanto tal, aplicables en consecuencia a todo fiel discípulo de Cristo por el hecho de serlo. Al mismo tiempo e inseparablemente, incluye matices y características aplicables, de manera más directa, a aquel cristiano que se esfuerza en seguir a Cristo bajo la luz y la impronta del espíritu del Opus Dei. Como es lógico, unos y otros aspectos, los más generales y los de matiz más específico, se hallan entrelazados y en indivisible unidad dentro de la noción, pues todos pertenecen a la misma realidad teológica básica: ser un fiel seguidor de Jesucristo. El "cristiano corriente" de san Josemaría, y esto es lo que queremos subrayar en esta anotación, desarrolla su existencia ordinaria como uno más entre sus iguales, en plena calle, al aire libre, en medio del mundo, en las circunstancias normales de una jornada habitual, en la ocupación profesional, en la propia ocupación ordinaria y corriente. Y en todo eso: en el vivir de cada día, en la calle, en el trabajo, en la familia, en los ratos de diversión, en todas las normales situaciones que conforman su existencia, se sabe hijo de Dios y quiere comportarse como servidor de Dios. Todo es para él camino divino, más aún: ahí encuentra la materia para realizar su vida cristiana, para santificarse a través del ejercicio de las virtudes, y para desarrollar su labor apostólica. En este sentido, para él, "el apostolado no es algo diverso de la tarea de todos los días". Puede verse un estudio más detenido en ARANDA, "En torno al ‘alter Christus, ipse Christus’".

265a "¿Qué cambia entonces?". El mismo Autor plantea la pregunta que, a la vista del final del párrafo anterior, brota espontáneamente. Si de Pedro –con cierto apoyo en Jn 21, 3ss.– puede decirse: "Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después", entonces, efectivamente, es legítimo hacerse la pregunta indicada. La idea que se quiere resaltar al plantearla no pertenece tanto a un orden de reflexión exegético o teológico, cuanto más bien espiritual, y es muy coherente con el espíritu de san Josemaría. En la respuesta al "¿qué cambia entonces?", el protagonista ya no es Pedro y su trabajo de pescador, sino el hombre o la mujer cristianos, que han abierto libremente el alma a Cristo, y han descubierto un sentido nuevo de toda su existencia: "horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei". Para quien descubre, por gracia de Dios, la grandeza de asumir conscientemente la vocación y misión de cristiano allí donde se encuentra, en el ámbito de su inserción activa y natural en la sociedad, en el ejercicio del propio trabajo intelectual o manual, del propio deber, etc., ninguna de esas realidades cambia de contenido o de naturaleza, pero sí adquieren todas un nuevo sentido, referido ahora, como la propia persona, a la gloria de Dios y al servicio de los demás. Todo es percibido de otro modo, porque hay algo nuevo en el conocimiento de uno mismo: un significado trascendente, fruto del encuentro con Cristo, de relación personal con Él, de participación consciente y activa en su obra redentora. San Josemaría, como se ve en el texto, extiende al sacerdote secular y a su trabajo ministerial la idea de lo que, como novedad de significado, supone ese redescubrimiento de uno mismo, y de todo lo propio, vocacionalmente en Cristo. También en el caso del sacerdote, si deja entrar más generosamente en su alma a Cristo, si le abre las puertas de par en par, aunque no cambiará la naturaleza y el ejercicio de su ministerio, sí se habrá intensificado en su alma el sentido de donación, de abnegación que acompaña a su trabajo pastoral.

265b vamos correc autógr ] Vamos últ redac
[tb/m540416a]: "Simón dice esto. Y Tomás Dídimo y Natanael, y los hijos de Zebedeo, y otros dos, dicen: Venimus et nos tecum. Et exierunt et ascenderunt in navim, et illa nocte nihil prendiderunt. Mane autem facto, … aparece el Señor por la ribera. Non tamen cognoverunt discipuli quia Iesus est".

265c [tb/m540416a]: "Pasa al lado de sus apóstoles al lado de sus almas consagradas, y no se dan cuenta. Cristo que pasa… y no se lleva una mirada de cariño, y no se lleva una palabra amorosa…, ni una obra fecunda de sus hijos…"
"¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana!". Considera ahora el Autor otro aspecto de la escena contemplada. Los Apóstoles, desde la barca y metidos en el ajetreo de una pesca infructuosa, no reconocen a Cristo que está en la orilla. Es indudable que este mirar sin ver, por llamarlo así, de los discípulos, tiene una directa aplicación –y la frase permite hacerlo– a la escasez de presencia de Dios, de sentido sobrenatural, en cualquier aspecto de la vida del creyente. Pero san Josemaría está hablando en estos párrafos, también en este, de apostolado, y así lo hemos de leer. Parece estar diciéndonos que una "vida muy humana", es decir, "muy poco sobrenatural", facilita una visión apostólica igualmente deficitaria. Cuando en el apostolado escasea la referencia personal a Cristo, cuando Él "no se lleva una mirada de cariño, una palabra de amor", la tarea del apóstol se está desnaturalizando, y corre el peligro de caer en el activismo. Lo hemos leído ya en un pasaje de los comienzos del libro: "Pienso que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios" (18b; cfr. C, 81-82).

266a [tb/m540416a]: "Y el Señor les dijo: ‘Muchachos, ¿tenéis algo que comer?’. Esta escena familiar de Cristo a mí me hace gozar. ¡Que diga esto Cristo, Dios! ¡Él, que es ya cuerpo glorioso! Mittite in dexteram navigii rete et invenietis (Ioann. XXI, 6). Echan la red a la derecha. Es una labor particular, para que nosotros aprendamos. Ya no es el fermento para la muchedumbre, ya es el pescador que pesca pescadores. Son peces de otra categoría, son otros instrumentos que han de convertirse en pescadores".
"Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca". En su glosa del texto se detiene san Josemaría a mostrar que en el trabajo apostólico, a quienes además de estar cerca del Señor (por la gracia), le prestan atención (por la piedad), no les faltan las ayudas eficaces del cielo. En la escena contemplada, un nuevo gesto del Señor –en este caso unas palabras, ya oídas en otra ocasión: una certeza de fe que despierta–, basta para que aquellos discípulos comprendan quién está dirigiendo la pesca y quiénes son en verdad ellos: "pescadores de hombres, apóstoles". El afán apostólico vive y revive donde la fe y la esperanza están asentadas en el amor a Dios. "El amor es el primero que capta esas delicadezas" (266b): si hay amor a Dios, la fe y la esperanza apostólicas siempre encuentran –hasta en lo más pequeño– motivo para no decaer.

266b [tb/m540416a]: "Dixit ergo discipulus ille quem diligebat Iesus: Dominus est. Mira el amor. El amor es el que primero capta estas delicadezas. Aquel apóstol adolescente, por el amor que tiene a Jesús, porque amaba a Cristo con toda la pureza de un corazón que no ha estado nunca corrompido: Dominus est. Pedro misit se in mare. Pero Pedro es la fe. Y se echó al mar, con una audacia de maravilla. Con el amor y la fe, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?".

266c "Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?". Continúa el Autor encendiendo en los lectores la esperanza. Más que preguntar –aunque lo expresa en forma de interrogación–, está presentándole un atractivo horizonte de fruto apostólico, asentado en firmes fundamentos ("el amor de Juan y la fe de Pedro"). Con estos ideales, y a través de hombres que los han hecho suyos y los transmiten a otros, como san Josemaría y todos los santos, Cristo mantiene siempre a la Iglesia eficaz y fecunda, aun en las situaciones de aparente impotencia.

267a tirando de la correc autógr ] tirando la últ redac
[tb/m540416a]: "Alii autem discipuli navigio venerunt… trahentes rete piscium. Y los demás trajeron la red con los peces, y la llevaron hasta la playa. Y la pusieron a los pies de Cristo. Es lo que hacemos nosotros: todos los peces son para Cristo. Pero hay algunos que se los damos precisamente a los pies, para que suban hasta su Corazón".
"Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque es suya. Para que aprendamos que las almas son de Dios". Al hilo del pensamiento de san Josemaría, hemos venido destacando en algunas anotaciones, cuando lo pedía el texto, la necesidad de proceder en cualquier aspecto de la vida espiritual con rectitud de intención, con sinceridad de corazón y de conciencia. Esa ha de ser también la norma por la que encauzar rectamente todo trabajo apostólico en el seno de la Iglesia. "Las almas son de Dios". A esa verdad tan básica se oponen las celotipias, como actitudes negativas de desdén o envidia ante el trabajo de los demás; la vanidad, personal o colectiva, de querer adjudicarse éxitos; la soberbia que lleva a reivindicar terrenos apostólicos propios o exclusivos; la falta, en fin, de rectitud de intención, que puede acabar recayendo en visiones muy cortas del servicio a Dios, a la Iglesia y a las almas. No son peligros teóricos, como muestra la historia de la Iglesia y de las instituciones.

267b una, al precio –lo repito– correc autógr ] una –lo repito–, al precio últ redac (Nota del Editor: Por razones que desconocemos, ese cambio solo se introdujo en la 3ª edición del texto).
"No las tuyas, no las vuestras: ¡las mías!". En la lectura que hace san Josemaría del diálogo final entre Jesús y Pedro, fija su atención, como vemos en este párrafo, en la triple consigna de Cristo al Apóstol: "apacienta mis corderos" (Jn 21, 15); "pastorea mis ovejas" (21, 16); "apacienta mis ovejas" (21, 17); y, en particular, quiere atraer la atención del lector hacia el adjetivo posesivo (mis corderos, mis ovejas), que también otras veces pone el Evangelio en boca de Jesús, para hablar de los discípulos o de la Iglesia ("Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", Mt 16, 18; "Mis ovejas escuchan mi voz"); y, a veces, como pronombre ("Conozco las mías y las mías me conocen", Jn 10, 14). Prosigue, pues, insistiendo el Autor en la idea que acaba de exponer: las almas son de Cristo, que las ha creado como Dios y las ha redimido como Hombre-Dios, pagando por la salvación de todas el precio de su sangre. En el apostolado, como servicio a Cristo y cooperación en la misión de la Iglesia, no caben personalismos, y está fuera de lugar la mentalidad exclusivista, que hiere la unidad.

267c "Cuando los donatistas, en el siglo V, organizaban sus ataques contra los católicos…". La referencia al donatismo, hecha aquí por el Autor, no tiene la finalidad de ir propiamente al trasfondo teológico de esa herejía (al que a continuación nos referiremos), sino simplemente la de ejemplificar, por medio de un hecho histórico bien conocido, la importancia de distinguir –en el ámbito de la acción apostólica y de su eficacia en el plano de la salvación, en el que está situado el texto que anotamos–, entre lo que es propio y exclusivo de Dios (la gracia que mueve las almas, el don de la fe y de la conversión, etc.; es decir, la eficacia sobrenatural), y lo que es de los hombres (la ayuda externa a las almas, el testimonio de caridad y de servicio con palabras y con obras, etc.; es decir, la cooperación como instrumento en la eficacia de la acción). En el debate y condena del donatismo estaba presente también esa distinción entre lo que, en el orden de la salvación, pero en el terreno teológicamente más hondo de la acción eficaz de los sacramentos, es obra de Dios y lo que es obra del hombre. El donatismo (que toma el nombre de Donato, obispo de Cartago a comienzos del s. IV, y uno de sus primeros propagadores), postulaba en esencia que solo los sacerdotes de vida intachable y testigos firmes de la fe, incluso en la persecución, eran dignos de administrar los sacramentos, y que estos solo eran válidos administrados por tales ministros. La cuestión se había planteado con motivo, sobre todo, de la gran persecución de Diocleciano contra los cristianos, en la que algunos habían renegado externamente de la fe para evitar el martirio. Entre estos, también algunos sacerdotes, a los que los donatistas –postuladores de una Iglesia solo de justos y santos–, consideraban indignos de administrar los sacramentos, en especial la Eucaristía, y, como hemos dicho, los consideraban en ese caso inválidos. El donatismo fue combatido intensamente por san Agustín, que defiende la verdadera doctrina de la Iglesia al respecto: el sacramento del Orden capacita a quien lo recibe para actuar instrumentalmente en las acciones sacramentales de la Iglesia, pero la eficacia sobrenatural de esas acciones no depende de la integridad moral del sacerdote que las administra, sino exclusivamente del poder de Dios. La rectitud moral es requerida y deseable, pero la realidad y eficacia del sacramento no dependen de aquella sino de la voluntad y el obrar de Dios. El donatismo fue condenado en el Concilio de Arlés del año 314, convocado por el emperador Constantino. La obra oral y escrita de san Agustín contra los donatistas, muy extensa, puede consultarse en: Obras completas de San Agustín, vols. 32, 33, 34. Escritos antidonatistas, Madrid, BAC, 1988.1990.1994. Más adelante, ya a partir del siglo XII, aunque sobre todo en siglos posteriores, se comienza a expresar esta misma doctrina de fe por medio de la distinción entre la obra realizada (por Dios), opus operatum, y la participación instrumental activa del ministro, opus operantis.

267d "No hacemos nuestro apostolado. (…) Hacemos (…) el apostolado de Cristo". Apóstol significa "enviado", y su sentido cristiano es el de enviado a dar testimonio de Cristo y de su doctrina. "Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), dice el Señor a los que están con Él antes de la Ascensión, a los que también envía a enseñar a todos los pueblos la doctrina que han recibido (Mt 28, 19). El nombre de "apóstol" con ese significado cristiano, procede directamente de Jesucristo, que denomina de ese modo a los Doce nada más elegirlos: "Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles" (Lc 6, 13). En sentido literal y pleno, en lenguaje cristiano, el apostolado solo puede ser "apostolado de Cristo", en cuanto ha de ser, esencialmente, un testimonio auténtico sobre Él (su condición divina y humana, y su universal obra redentora a través de su muerte y su resurrección), y sobre su enseñanza. En el texto de san Josemaría, se está indicando además, como sabemos, que la actividad apostólica y evangelizadora de la Iglesia y de los cristianos (es decir, de todo el Cuerpo de Cristo) es "apostolado de Cristo", porque Él es quien, como Cabeza, obra a través de sus miembros y confiere a sus acciones eficacia salvífica. Si hiciésemos "nuestro apostolado", pregunta incisivamente el Autor, "¿qué podríamos decir?".

268 "¿Y cómo cumpliremos ese apostolado? Antes que nada, con el ejemplo". Por más que esta afirmación, predicada universalmente, en el tiempo y en el espacio, por la Iglesia, pueda ser aceptada sin discusión por cualquier cristiano con sentido apostólico, es oportuno destacar su importancia, como hace aquí san Josemaría. La prevalencia del ejemplo, del testimonio de un comportamiento coherente con la fe –prevalencia no en soledad, sino en compañía del testimonio de las palabras, de la doctrina–, pertenece al núcleo mismo de la noción cristiana de apostolado y de apóstol. "Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). "Que vean (…) y glorifiquen…", pues, en efecto –lo señala el Autor en el texto–, el ejemplo cristiano de estar "viviendo de acuerdo con la Voluntad del Padre, como Jesucristo, con su vida y sus enseñanzas, nos ha revelado", redunda, por la fuerza de su verdad y de su atractivo, en glorificación de Dios. "Nos convertimos en testigos –escribe Benedicto XVI– cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio como la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical" (Exh. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 85). En esta, que cabría llamar teología del testimonio cristiano, "testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo" (ibid.), se inscriben las indicaciones de nuestro texto sobre la "verdadera fe", o sobre "la autenticidad de nuestra fe", que desembocan en el gran alegato final: "No somos sinceramente creyentes, si no nos esforzamos por realizar con nuestras acciones lo que confesamos con los labios".

269a-b "… un episodio, que pone de manifiesto aquel estupendo vigor apostólico de los primeros cristianos". El último apartado de la homilía está dedicado a la "Audacia en el apostolado". El término "audacia" tiene muchos sinónimos que, probablemente, serían aceptados por el Autor como válida enunciación de la misma idea, pues aportan matices enriquecedores; por ejemplo, valentía, temple, osadía, determinación, brío (y hasta descaro). En la frase que anotamos ha escrito otro análogo: vigor. Y lo ilustra inmediatamente con el relato que los Hechos de los Apóstoles dedican al judío alejandrino Apolo, creyente en Cristo y elocuente para hablar con entusiasmo de lo que cree (cfr. Hch 18, 24-25), aunque desconocedor todavía de algunos puntos centrales. San Josemaría quiere destacar la audacia, o el vigor, o la determinación apostólica del matrimonio cristiano formado por Aquila y Priscila, dos de los primeros discípulos de Pablo en Corinto (cfr. Hch 18, 2). Apolo es un hombre culto y erudito, que se mueve en ámbitos intelectuales; no así, Aquila y Priscila, que sin embargo deciden instruirle en lo que aún ignoraba, pues "solo conocía el bautismo de Juan" (Hch 18, 26), y "aún le quedaba un poco de camino, para informarse más, alcanzar del todo la fe, y amar de veras al Señor" (269b). Es de suponer que aquel matrimonio de cultura media explicaría al intelectual renombrado el significado del bautismo cristiano, del don del Espíritu Santo, siguiendo quizás lo que ellos mismos aprendían de san Pablo. El ejemplo a resaltar es claro: "Como eran almas con auténtica preocupación apostólica", Aquila y Priscila "no permanecen inactivos e indiferentes", sino que, sin justificarse timoratamente en que "este ya sabe bastante, nadie nos llama a darle lecciones", "se acercaron a Apolo", sin timidez y sin respetos humanos. "Grabad en vuestras almas –leíamos páginas atrás, y puede servirnos también ahora, aplicado al tema actual– lo que me habéis oído repetidas veces: (…), ni los respetos humanos, ni el qué dirán, (…) han de impedirnos jamás cumplir nuestro deber" (156b).

270a-b "El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes". Si Aquila y Priscila son apostólicamente audaces en el hecho de vencer con la caridad los posibles respetos humanos o la timidez, san Pablo da constante muestra de que, en medio de dificultades, persecuciones, cárceles, azotes, naufragios y peligros de todo tipo (de ríos, de mar, de ladrones, de los judíos, de los gentiles, de los falsos hermanos, etc.; cfr. 2Co 11, 23-26), anuncia valerosamente a Cristo y "la salvación de todas las gentes". Constata san Josemaría, en beneficio del lector, un detalle importante de la valentía apostólica de Pablo, en la escena con el rey Agripa: "no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores". Quiere, sin duda, el Autor exhortar al cristiano corriente a desplegar un comportamiento análogo al del Apóstol, "sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, sin rehuir a toda costa el dolor" (141c), en los ámbitos culturales y sociales contemporáneos, no pocas veces difíciles, en los que transcurre su existencia.

271 eo correc autógr ] eum últ redac
"¿De dónde sacaba San Pablo esta fuerza?". El propio Apóstol dejó, como esculpida en piedra y para siempre, la respuesta cristiana a esa pregunta: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Esa misma profunda convicción se halla con relativa frecuencia en los escritos y en los labios de san Josemaría, como quien la tiene bien experimentada. En este libro la hemos encontrado en diversos pasajes (cfr. supra, 123c, 213b). Solía también repetir una exclamación análoga del Sal 43, 2 (citado por él, según la Vulgata, como 42, 2): "quia tu es, Deus, fortitudo mea", "porque Tú eres, Señor, mi fortaleza" (cfr. supra, 17b, 92b, 131a, 213a); así como otras semejantes: "el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?" (Sal 27 [Vg 26], 1), 218a; "el Señor es mi roca, mi fortaleza" (2Sam [Vg 2Reg] 22, 2), 246b. La raíz de esa honda seguridad, de ese poder ser fuerte con la fortaleza que viene de Dios, es indicada inmediatamente en nuestro párrafo: "todo lo puedo, porque solo Dios me da esta fe, esta esperanza, esta caridad". Reside, pues, la causa de la fortaleza sobrenatural en las virtudes teologales infundidas en el alma, o dicho de otro modo, en la presencia misma de Dios en el alma por la gracia. La fortaleza apostólica –el enfrentarse con las dificultades, el ir adelante no obstante los problemas–, requiere, pues, dirá san Josemaría, no apartarse de ese sólido fundamento: exige "una vida de continuo trato con el Señor". De un trato "en medio del trabajo (…); en plena casa, o en mitad de la calle (…). Allí, no fuera de allí, pero con el corazón en Dios". Fortaleza apostólica, en Dios; eficacia apostólica sobrenatural, en Dios: pero cada cual en su sitio, sin alejarse de lo ordinario, sin cambiar de identidad.

272 "Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?…". El Autor, con el estilo coloquial de todo el libro, parece dialogar ahora con un lector reticente a "complicarse la vida" y a reconocer que, por cristiano, tiene una responsabilidad apostólica. La tentación del huidizo está muy bien expresada: "¿quién me manda a mí meterme en esto?"; también lo están las eventuales excusas o evasivas: "para esto no sirvo", "ya hay otros", "me resulta algo extraño"… San Josemaría, que lo ha dicho de muchas maneras a lo largo de la homilía, va al fondo de la cuestión: la fe cristiana lleva inscrita en su entraña una doble exigencia: a) "materializarse" en la vida de cada día, esto es, encarnarse en la normalidad del vivir; e inseparablemente, b) ser manifestada atrevidamente con las propias obras y con palabras. Decir "fe cristiana" (creer en Cristo), en sentido pleno, es equivalente a decir "vida de fe" (amar a Cristo). Y su natural continuidad es el apostolado (dar a conocer a Cristo). La conclusión es evidente: "O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril".

273a-b "Además: ¿quién ha dispuesto que para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas raras, extrañas?". Puesto que el apostolado es un rasgo distintivo, no heterogéneo sino propio, de la vida cristiana auténtica, y esta madura y se perfecciona por la práctica de las virtudes, retornan a este punto final de la homilía algunas conclusiones de las precedentes. ¿Qué es hacer apostolado para un cristiano corriente? Desde luego, no consiste en "hacer cosas raras, extrañas", sino en vivir con la naturalidad y la exigencia de una fe con obras. San Josemaría va como enumerando esas obras, que son ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales: trabajo bien hecho, caridad amable, sobriedad sonriente, espíritu de sacrificio discreto y alegre, … etc. "Ese será tu apostolado", apostolado del ejemplo. Con disponibilidad activa hacia los demás, porque el "buen olor de Cristo" atrae, y es un hecho comprobado –desde las páginas del Evangelio– que "los que te rodean vendrán a ti", a charlar, confiadamente, como hablan los amigos, "de inquietudes que están en el alma de todos". En el párrafo final (273b), que más que comentado pide ser leído y meditado personalmente, san Josemaría confirma ("te aseguro"), por razón de fe pero también de propia experiencia, que quien se decide a servir apostólicamente a los demás, a darles a conocer a Cristo, conseguirá mucho más de lo que espera: "verás, como los pescadores de Galilea, repleta la barca".

 «    Madre de Dios, madre nuestra    » 

274a "Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes (…). Pero si tuviera que escoger una entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen". No declara aquí san Josemaría la razón de esa preferencia, en la que, como es lógico pensar, han de estar asociados los criterios doctrinales de fondo –él mismo escribe poco después: "La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan" (276a)–, con las consideraciones personales. A lo largo de la homilía se irá conociendo mejor la conexión entre los unos (los criterios doctrinales) y las otras (las consideraciones personales), y será más evidente el porqué de la preferencia. Sin entrar ahora en desarrollos extemporáneos, pero dejando ya aquí un punto de referencia, conviene tener en cuenta la intensidad en el alma de san Josemaría, por gracia singular, del sentido de la filiación divina. La conciencia de ser, en Cristo, hijo de Dios, es en él luz cenital que le permite contemplar con más hondura y provecho algunos aspectos de la economía de la salvación. Por ejemplo, este en el que ahora, de su mano, entramos: la misteriosa grandeza y verdad de la maternidad divina de María y de su universal maternidad espiritual: Madre de Dios, Madre nuestra. De esa hondura y ese provecho por él vividos, nos hace copartícipes en la homilía que ahora comienza. La doctrina mariana de san Josemaría ha sido estudiada por diversos autores; citamos aquí algunos que recogen también un cierto caudal bibliográfico; remitimos también al lector a la "Bibliografía General" de este volumen. Cfr. BASTERO, "María Santísima"; G. ROVIRA, "María Santísima, Devoción a", en DSJ, pp. 807-812; BURKHART-LÓPEZ, 1, pp. 568-581.

274b "María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo". El pensamiento cristiano ha meditado el misterio de María desde la luz de la Encarnación, y centra la atención en su maternidad divina, esforzándose también en expresar a partir de ese dato central las singulares relaciones de María con las otras dos Personas divinas. Como Madre del Hijo, ha recibido también una especial afinidad con el Padre y con el Espíritu Santo. De ahí procede su tradicional presentación como hija singular y predilecta del Padre, "en cuanto que, con la generación del Hijo según la carne, le adviene también una semejanza especial con el Padre, una filiación excepcional en el orden de la gracia, reflejo inmediato de la filiación del Verbo, que une a la madre del Dios encarnado con el Padre eterno mediante una comunión que supera toda medida creada" (L. SCHEFFCZYK, "Der trinitarische Bezug des Mariengeheimnisses", Catholica 29 [1975], pp. 120-131). Y de ahí también la especial relación de María con el Espíritu Santo, principio de la encarnación del Hijo en la Virgen; en ese sentido "es comprensible que la tradición haya elegido el título de esposa, para determinar la relación personal de María con el Espíritu Santo; también la ha llamado sagrario del Espíritu Santo" (ibid.). El Concilio Vaticano II, por ejemplo, lo formula así: por ser la Madre de Dios Hijo, María es la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo (cfr. Lumen gentium, 53). Cfr. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, pp. 133-143; J.L. BASTERO, El Espíritu Santo y María. Reflexión histórico-teológica, Pamplona, Eunsa, 2010, pp. 156-158.

274c "Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba…". La síntesis del dogma de la maternidad divina de María, que el Autor ofrece en este párrafo, recoge la sustancia de la verdad de fe (Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, y María verdadera Madre de Dios hecho hombre), pero incluye también expresamente una referencia a la libre obediencia de fe de Santa María. Este aspecto de la doctrina mariológica, siempre presente en la tradición de la Iglesia, hasta nuestros días, quiere poner de manifiesto que la Virgen, no obstante la excelsitud de sus dones, es una criatura humana, modelo de libertad y de fe, de plena disponibilidad, obediencia y abandono a los designios de la voluntad divina. Ya los Padres de la Iglesia –señala el Concilio Vaticano II– afirmaron que María cooperó a la salvación de los hombres "no de un modo pasivo sino con libre fe y obediencia" (Lumen gentium, 56). Del mismo modo, san Juan Pablo II dirá que "Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad" (Enc. Redemptoris Mater, 37). También Benedicto XVI ha querido destacar la misma realidad: "María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la voluntad de Dios. (…) Es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad" (Exh. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 33).
"Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios". La excelencia, la grandeza supereminente de la Santísima Virgen sobre todas las criaturas, solo inferior a la de su Hijo, ha de ser medida por la magnitud de la función que Dios le ha encomendado en la economía de la salvación. Y esa función es ser la Madre del Dios hecho hombre, Jesucristo –en Quien dicha economía tiene su centro y su plenitud–, y ser asimismo, inseparablemente, Madre espiritual de los hombres redimidos por su Hijo. Tal es la altísima dignidad de la misión de María. La Iglesia lo ha expresado en importantes documentos del magisterio, como hace, por ejemplo, el Concilio Vaticano II: "La Bienaventurada Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia" (Lumen gentium, 61).

275a "Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó…". La fe en la divinidad de Jesús como Hijo de Dios se encuentra ya confesada en el Evangelio (por ejemplo, Mt 16, 16: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"), pero la confesión de fe de la Iglesia en términos doctrinales adecuados solo se realiza en el siglo IV, cuando, con motivo de la negación de la verdadera naturaleza divina de Cristo por los arrianos, el Concilio I de Nicea expresa solemnemente que Jesucristo es "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre" (Símbolo de Nicea, a. 324; DH 125). De manera semejante, la fe en la maternidad divina de María, que acompaña implícitamente desde el comienzo a la fe en la divinidad de su Hijo, solo es profesada como tal a partir del siglo IV, cuando la Iglesia –como acabamos de decir– confiesa solemnemente la verdadera naturaleza divina de Jesús. Una primera expresión solemne de la fe en la maternidad divina de María se halla formulada por el Concilio I de Constantinopla (a. 381), que en su Símbolo confiesa que Jesucristo, Hijo de Dios, de la misma naturaleza que el Padre, "por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María Virgen, y se hizo hombre" (DH 150). Se está confesando así la maternidad divina de María, y su maternidad virginal. Ya en el siglo V, con motivo de la cuestión teológica de cómo razonar la unidad de las dos naturalezas distintas (divina y humana) en la única persona de Jesucristo, Nestorio y sus seguidores plantean una solución equivocada, contraria a la fe cristológica de la Iglesia, que acaba teniendo también graves implicaciones en la doctrina de fe mariológica. Los nestorianos afirman que Cristo es sencillamente un hombre unido singularmente por la gracia a Dios, pero no es propiamente Dios. En consecuencia, predicarán que María es solo madre del hombre Jesús, pero no madre de Dios. La condena, por parte de la Iglesia, de Nestorio y su doctrina tiene lugar en el Concilio de Éfeso, del año 431, donde se confiesa con toda solemnidad, leyendo y aprobando la doctrina de san Cirilo contra Nestorio, que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotókos) porque ha engendrado al Verbo según la carne. Un desarrollo atento de la cuestión se puede ver, por ejemplo, en BASTERO, María, Madre del redentor, pp. 195-206.

275b "Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente". La fe y la alegría de aquellos cristianos de Éfeso han sido recordadas en otras ocasiones en la Iglesia. Una, relativamente reciente, se puede ver en un pasaje de la Encíclica Redemptoris Mater, de san Juan Pablo II: "El misterio de la Encarnación ha permitido (a la Iglesia) penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre" (n. 4).

275c "La Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra". Hay en esta frase algunas cuestiones doctrinales y teológicas implícitas en las que no es preciso entrar, como no entra san Josemaría. A él solo le interesa en este momento afirmar la verdad de fe, en cuyo contenido y significado espiritual nos propone entrar. Y esa verdad dice sencillamente así: por voluntad divina, la Madre de Dios ha sido también constituida Madre de los hombres: Madre de Dios y Madre nuestra. No solo en el título de esta homilía, sino de manera común en todos sus escritos, es habitual que el Autor al mencionar una de esas advocaciones, mencione también la otra. Como hemos puesto de manifiesto en la edición crítico-histórica de ECP (cfr. anotación al apartado "Tratar a María", 142), las más frecuentes denominaciones marianas en los escritos de san Josemaría son las que incluyen una referencia filial: "Madre nuestra", "Madre mía", "¡Madre!", "mi Madre", "tu Madre", etc. Ateniéndonos solo a pasajes de ADD (los de otras obras se pueden ver en la anotación recién citada), la fórmula "Madre de Dios y Madre nuestra" (u otras prácticamente iguales) se encuentran en los párrafos: 16a ("La Madre de Dios, que es también Madre nuestra"); 38e ("Hemos de rogar al Señor, a través de su Madre y Madre nuestra"); 54c ("Acude conmigo a la Madre de Cristo, Madre Nuestra"); 131b ("La ayuda del Señor y de su Madre bendita, que es también Madre tuya"); 141d ("Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también"); 175a ("María, Madre de Dios y Madre nuestra"); 204c ("Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe"); 214e ("La Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege"); 241a ("Contemplemos ahora a su Madre bendita, Madre nuestra también"); 275c ("Madre de Dios y Madre nuestra"); 288c ("Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre"); 296a ("A Dios y a su Madre, que es Madre nuestra"); 303b ("Hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre"); 316a ("Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja"). Estamos, pues, ante una cuestión de fondo del pensamiento teológico-espiritual de san Josemaría.

276a "La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan". En la primera frase del párrafo afirma san Josemaría una verdad inscrita en lo más profundo de la fe mariana de la Iglesia: Dios, llegada la plenitud de los tiempos y de la salvación (cfr. Ga 4, 4-5), puso en la persona de la mujer que iba a recibir la vocación-misión de ser su Madre (y Madre de los hombres) todos los dones necesarios para que la llevara a cabo. Esos dones inefables que enriquecen su persona (llena de gracia, inmaculada, siempre virgen), y que la sitúan "por encima de los ángeles y de los santos", son requisitos exigidos, según la infinita libertad dispositiva de Dios, en esta economía de la salvación, para identificarse con su vocación-misión y llevarla fielmente a cumplimiento.
"Más que Ella, solo Dios. (…) No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima". Está razonando san Josemaría, al igual que santo Tomás de Aquino, de quien cita unas palabras, desde la fuente de la revelación. La proclamación por parte de la Iglesia –de su magisterio, de sus santos, de sus teólogos, de la fe del pueblo llano– de la grandeza y majestad de María, que la sitúan por encima de todas las criaturas terrenas o celestiales, no procede de una simple deducción humana, que podría equivocarse o "exagerar", sino de los textos revelados, recibidos en la Iglesia y meditados en ella, generación tras generación. Ese "más que Ella, solo Dios" es traducción desde la fe de la verdad contenida en aquel: "llena de gracia, el Señor es contigo" (Lc 1, 28) de la salutación angélica, y del: "Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?" (Lc 1, 42-43), que pronuncia Isabel inspirada por Dios. La inefable intimidad de María con la Santísima Trinidad, que Dios mismo le ha concedido en razón de su misión en la economía salvífica, no es un hallazgo teológico más o menos recargado, sino un dato esencial de partida para la mariología –sobre su base cristológica–, e incluso antes para el instinctus fidei –cabría también decir, instinctus Spiritus Sancti– del pueblo cristiano. Más que la Madre virginal, solo el Hijo; más que Ella, solo Dios. Con íntimo sentido de piedad, pero también con sentido teológico, pues además de Madre de Dios es Madre espiritual nuestra, agradece san Josemaría a la Virgen, "esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima". En esas palabras hay amor y hay rigor de pensamiento.

276b "Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación". Detrás de estas palabras del Autor, análogamente a los pasajes que las preceden y a otros en el libro, se esconde todo un mundo de historia y de teología. Aquí está expresado directamente, sin necesidad de preámbulos, porque lo que se afirma es sustancialmente conocido y creído por un lector cristiano. La misericordia de Dios, para liberar al hombre de la esclavitud del pecado y del demonio, ha escogido el camino que nos ha sido revelado en el misterio del Verbo encarnado: su verdadera humanidad, su verdadera muerte y su verdadera resurrección. El que muere en la cruz y resucita es el Hijo de Dios hecho hombre, y su encarnación, muerte y resurrección, como Dios mismo nos revela, han sido la causa y el medio de nuestra liberación del pecado y de la eterna salvación. Si Dios revela que nace, muere y resucita por amor de nosotros, para la fe de la Iglesia y de los cristianos no cabe duda alguna "sobre nuestra salvación y glorificación". La donación final de su Madre como Madre nuestra es la prueba definitiva de que, por puro amor divino, somos hijos. "¿Cabe más derroche, más exceso de amor?".
"… tomó un cuerpo plasmado en el seno de la Virgen…". Aunque en la edición en castellano del libro se lee hasta ahora: "plasmado en el seno de Virgen", nos parece que la traducción del texto de san Basilio pide la inclusión del artículo "la": "plasmado en el seno de la Virgen". Así lo hemos hecho; lo mismo se advierte en las traducciones a otras lenguas.

277a [tb/ m641011]: "Ego quasi vitis fructificavi suavitatem odoris: et flores mei fructus honoris et honestatis. Esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, que fructifique en el alma de todos vuestros hermanos, que nos lleve a la confianza en la Madre Nuestra, que ha sabido sonreír".
"Que esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, abunde en nuestra alma y en el alma de todos los cristianos, y nos lleve a la confianza más completa en quien vela siempre por nosotros". En la fe del pueblo cristiano, la devoción filial a Santa María, que "vela siempre por nosotros", es desde los primeros siglos fuente inagotable de esperanza y de confianza. Un ejemplo, entre tantos de cualquier época, puede verse en unas palabras de Raimundo Lulio, escritas en el siglo XIII, y pertenecientes al sermón "Bendito el fruto de tu vientre", quinto de los que componen su libro sobre el Avemaría, que dicen así: "Cristo, fruto bendito de María, bendice a todos los que ponen su esperanza en nuestra Señora, porque la esperanza es la virtud con la que se espera del Señor Jesucristo, Hijo de nuestra Señora, el don de la misericordia, de la gracia y del perdón" (cfr. L. GAMBERO, Testi mariani del secondo millennio, IV, Roma, Città Nuova Editrice, 1996, p. 488). De manera semejante se ha expresado la Iglesia, siempre y en todo lugar. "Todo lo que Dios nos ha dado –ha escrito, por ejemplo, Benedicto XVI– encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra" (Exh. Ap. Sacramentum caritatis, 33). En ese sentido, merece ser llamada no solo signo y fuente de esperanza, sino más acertadamente, Esperanza de los cristianos y Madre de la esperanza. Son títulos sobre los que se ha prodigado la enseñanza del magisterio, particularmente en las últimas décadas, como ponen de manifiesto muchos textos de san Pablo VI y de san Juan Pablo II. También el papa Francisco, con su fuerte impulso de revitalización y evangelización, encamina a la Iglesia por esa misma vía mariana: "La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo –señala, por ejemplo, en una de sus homilías– (…) mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría" (Homilía en la Basílica Vaticana, 1-I-2014).

277b "Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera este: es el Amor". El "amor hermoso" del texto bíblico y de la advocación mariana, lo aplicaba el Autor al amor humano noble y, por tanto, también al amor casto y a la virtud de la santa pureza. Santa María, la Purísima, es contemplada por él como Modelo y Maestra de la vida limpia y de amor fiel. En un pasaje de la homilía que pronunció en el campus de la Universidad de Navarra el día 8 de octubre de 1967, se dirigía así a los oyentes: "Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice. ¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1Co 6, 19). ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios" (CEB, 121d). Años antes, el 1 de diciembre de 1964, en esa misma Universidad de Navarra, en el transcurso de una tertulia con colegiales del Colegio Mayor Belagua, san Josemaría les habló de la talla de la Virgen que se estaba preparando en Roma como regalo a la Universidad, y les dijo: "Para que Ella bendiga vuestros amores limpios y podáis confiarle vuestras alegrías y las preocupaciones que tengáis". Conocemos este dato a través del testimonio personal de quien entonces era estudiante universitario, residente en el Colegio Mayor, y hoy es Obispo de Minas (Uruguay), Mons. Jaime Fuentes (cfr. J. FUENTES, Luchar por Amor. Recuerdos del Beato Josemaría Escrivá, Montevideo, Ediciones de la Plaza, 2001, p. 17).

277c sagrado 3ª ed. ] Sagrado últ redac (Nota del Editor: desconocemos por qué esa errata solo fue corregida en la 3ª edición del libro).
"No me imagino más temor que el de apartarse del Amor". Hace el Autor una referencia implícita a la diferencia entre el "temor servil" y el "temor filial", característica de la doctrina católica sobre el temor de Dios. Temor servil es aquel por el que uno teme ser castigado por Dios (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 7 a. 1), y tiene su origen no en el amor a Dios sino en el amor de sí mismo. Temor filial, inseparable de la reverencia a Dios, es en cambio aquel por el que uno teme quedar apartado del Señor (cfr. ibid., I-II, q. 67 a. 4 ad 2). Supone huir de algo por temor a quedar separado de Él: lo que verdaderamente importa es evitar la ofensa a nuestro Padre. En la vida de los hijos de Dios, vida de fe, esperanza y caridad, como está recordándonos san Josemaría de modo insistente en estas páginas, el temor se aleja cada vez más del servilismo y se acerca siempre más a la reverencia filial: una reverencia amorosa que se manifiesta ante todo en la oración filial, condición de la verdadera oración, como ya hemos visto también anteriormente.

277d "Esto puede ocurrir, si el hombre no ha comprendido hasta el fondo lo que significa amar a Dios". En la homilía precedente Con la fuerza del amor (cfr. supra, 222-237), se ha extendido ampliamente el Autor en la explicación de "lo que significa amar a Dios". Lo hace meditando, y animando a meditar, dos pasajes centrales al respecto: Mt 22, 37-40 (sobre el doble precepto de la caridad) y Jn 13, 34-35 (sobre el mandamiento nuevo). Remitiéndonos a cuanto en las anotaciones a esa homilía se ha dicho, dejamos constancia de su contenido reproduciendo el pasaje de 222a-b: "Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas (Mt XXII, 37-40). Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Ioh XIII, 34-35)".

278a-b "Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor". La ciencia a la que hace referencia san Josemaría, glosando el texto de Si 24, 25, de la que María es madre, no es evidentemente el conocimiento racional de las realidades naturales, sino el conocimiento que procede de Dios y ayuda a discernirlas y a estimarlas, con sentido sobrenatural, en su verdadero valor. Cabría compararla con el don de ciencia –que también colmaba el alma de la llena de gracia–, por el que el Espíritu Santo "nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. (…) Gracias a ella, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 9, a. 4). El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso" (SAN JUAN PABLO II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-1989). Junto a María, en cuya alma rebosa ese saber sobrenatural, se aprende la lección de "que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo". Las últimas palabras parecen evocar la poesía de san Juan de la Cruz, de título casi idéntico.

279a "En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y de virtud". (Nota del Editor: El versículo citado en la nt. 10: Ecclo XXIV, 25, está recogido como tal, en ese lugar del Eclesiástico, tanto en la Vulgata como en la Neovulgata. En otras versiones de la Biblia que no siguen la numeración ni el texto de la Neovulgata, ese mismo versículo se encuentra en Si [Ecclo] 24, 18, y, en ese caso aparece con una segunda parte distinta).
"Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre". Cada una de esas realidades predicadas por el Autor de la Virgen (seguridad, confianza, consuelo…), podrían ser también encomiadas, de manera análoga, de la esperanza sobrenatural. Y es que, en efecto, quien vive de esperanza, como la Virgen María, dirige enteramente su vida hacia los bienes eternos y se esfuerza en enseñar también a otros a vivir cara a Dios. En ese sentido, como ha señalado Benedicto XVI, Ella es "fuente viva de esperanza" para los hombres, su nombre "es para todas las generaciones prenda de esperanza segura": esperanza de salvación, de victoria sobre el pecado "que desfigura la dignidad de los hijos de Dios", y de encuentro con Cristo "que destruye el poder del mal con la omnipotencia del amor" (Discurso, 8-XII-2006).

279b-280a"Un antiguo Padre de la Iglesia escribe que hemos de procurar conservar en nuestra mente y en nuestra memoria un ordenado resumen de la vida de la Madre de Dios. (…) Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila". San Juan Damasceno (675-749), a quien cita el Autor, es considerado el último Padre de la Iglesia oriental; fue proclamado Doctor de la Iglesia por el papa León XIII en 1890. Ha pasado a la historia, entre otros aspectos, por su gran defensa del culto a las imágenes de Jesucristo, de la Santa Madre de Dios y de los santos. Es también reconocido como devotísimo de la Virgen (a la que denomina, por ejemplo, "adversaria de la rebelión original", "ornamento de la especie humana" y "gloria de toda la creación"), y sobre la que escribe diversos textos, como su Homilía sobre la Natividad, o Sobre la Dormición, además de los pasajes que le dedica en su más importante tratado teológico: Exposición de la fe ortodoxa. La cita del Damasceno permite a san Josemaría poner en los labios y recomendaciones espirituales de otro, lo que seguramente es también un hábito de oración suyo, como parece sugerir el consejo que dirige al lector: "Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila", que solo puede dar quien lo practica. Meditar la vida de María está en perfecta consonancia con su reiterada exhortación de meditar las escenas de la vida de Cristo "como un personaje más". Al final del párrafo, tras hablar de ese compendio mariano en el alma, escribe san Josemaría unas palabras que impresionan por la sencillez con que están dichas y por la fuerte carga biográfica que encierran: "… para acudir sin vacilar a Ella, especialmente cuando no tengamos otro asidero".

280b "No pretendo –ni para mí, ni para vosotros– que nuestra devoción a Santa María se limite a estas llamadas apremiantes. Pienso –sin embargo–…". La biografía del Autor, narrada ya por distintos autores en diversas lenguas, pero también –y con mucha más autoridad– algunos pasajes autobiográficos relatados o simplemente esbozados en sus obras, constituyen un perfecto ejemplo de ambas actitudes: su devoción personal a la Virgen fue intensa y permanente, dotada de continuidad y al mismo tiempo de creciente profundidad; y junto a esa serena vida mariana, son también constantes los momentos singularmente intensos y las "llamadas apremiantes", en razón de las necesidades de su trabajo pastoral y fundacional. Conoce, pues, bien san Josemaría lo que puede suceder a otros en este mismo aspecto, y su consejo es el mismo para ambas situaciones: confianza y seguridad filial en nuestra Madre, que acoge siempre con amor lo que sus hijos, en la serenidad de lo ordinario o en el apremio de lo inhabitual, ponen bajo su intercesión.

281a "Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo". Con ese "volver con la imaginación", con esa contemplación –"como un personaje más"– de la Sagrada Familia en Belén y en Nazaret, están relacionadas algunas enseñanzas de san Josemaría, de notable importancia espiritual y teológica. En primer lugar, hay que situar su mirada clarividente, por gracia particular de Dios, ínsita en el carisma fundacional, sobre la vida oculta de Jesucristo, santificada y santificadora, modelo perfecto de la existencia de los cristianos. "Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol" (ECP, 14c). Esa poderosa luz fundacional, en segundo lugar, va acompañada de la comprensión del trabajo –el trabajo de Jesús es, por así decir, el patrón– como quicio de la santidad y el apostolado del fiel corriente: Nazaret (su significado espiritual y teológico), a través de la mirada de san Josemaría, muestra algunos aspectos sugerentes y novedosos. En tercer lugar, en fin, a la contemplación de Cristo santificando el trabajo y la vida ordinaria, está unida la que se orienta desde la misma perspectiva hacia María, e inseparablemente hacía José. En este párrafo se fija más el Autor en la impronta de Jesús en sus almas, que "se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios", y que les convierte, en el orden de la vida espiritual y de la búsqueda de la santidad, en "el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador". Pero es oportuno repetir que el Cristo que san Josemaría contempla en Nazaret, ofrece importantes puntos de luz para el pensamiento teológico y espiritual.

281b a primera vista resultan últ redac ] al primer golpe de vista son penúlt redac

281c "Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo". La afirmación del Autor, comentando la frase de san Ambrosio, invita a meditar sobre la dimensión mariana, no solo de la vida espiritual cristiana, sino también de la actividad evangelizadora de la Iglesia y del apostolado del cristiano corriente entre sus iguales. María suele ser presentada como la primera evangelizada, que avanza en la peregrinación de la fe, pero también como la primera evangelizadora, que además de convertir el Evangelio en vida propia, lo enseña a vivir. Ella es modelo por excelencia de identidad cristiana y de compromiso evangelizador. Ella, que precede al pueblo de Dios por el camino de la fe, la esperanza y la comunión con Cristo, es también guía para ese "nuevo esfuerzo creador en la evangelización de nuestro mundo" (SAN JUAN PABLO II, Homilía en Huelva, 14-VI-1993, n. 7), en el que siempre está empeñada la Iglesia. El papa Francisco, que ha llamado a Santa María "Madre del Evangelio viviente" (Exh. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 287), ha querido también subrayar lo que denomina: "estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia", que describe así: "En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque ‘derribó de su trono a los poderosos’ y ‘despidió vacíos a los ricos’ (Lc 1, 52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. (…) Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás ‘sin demora’ (Lc 1, 39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización" (ibid., n. 288).

282c "Se ha discutido si era o no oportuno llamar a María Madre de la Iglesia". Durante los trabajos de preparación de la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) del Concilio Vaticano II, y más en concreto del capítulo dedicado a la Virgen María, se entabló un debate acerca de la conveniencia o no de incluir en el texto el título de "Madre de la Iglesia". La conversación a la que hace referencia san Josemaría debió tener lugar por aquel entonces, hacia finales de 1963. Se acabó decidiendo –por razones teológicas, que aquí no es posible sintetizar– la no inclusión de dicho título mariano en el texto de la Constitución. El debate en sí mismo, pero sobre todo la decisión final, produjeron dolor en muchos cristianos (entre los que se incluía el propio Pablo VI, y también san Josemaría); una de aquellas personas apenadas sería, probablemente, la que menciona el Autor. Como hemos señalado en la precedente "Nota Histórica", el 21 de noviembre de 1964, el Papa pronunció un importante discurso en el Aula conciliar, en el que quiso proclamar a María Santísima Madre de la Iglesia. Es oportuno recordar que, tras sus palabras, toda la Asamblea conciliar, puesta en pie, prorrumpió en un gran aplauso.

283a (nt. 13) Aleluya de la Misa de la Maternidad divina de María 1ª ed. ] Misa de la Maternidad divina de María, Gradual últ redac
(nt. 14) Antífona ad Communionem en la Misa común de la B. M. Virgen 1ª ed. ] Antífona ad Communionem en las Misas de la Virgen últ redac

283b "Es decir al Señor, como se usa en algunos sitios para ensalzar a una persona: ¡bendita sea la madre que te trajo al mundo!". Late detrás de estas palabras el recuerdo de "aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron (Lc 11, 27)" (ECP, 172a). Esos modos de expresión (el que narra san Lucas, el que menciona san Josemaría y también el del texto litúrgico citado), constituyen una muestra, entre tantas otras, no solo de la veneración de la Iglesia a la Madre de Dios, sino también de su fe profunda en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y en la verdad de su humanidad santísima, asumida para nuestra salvación.

284b "Maestra de fe". Lecciones de fe, en Belén y en Nazaret, o en cualquier otro momento de la existencia de Aquella que merece ser llamada, por excelencia, "la que ha creído" (cfr. Lc 1, 45). El Autor, tras su rápido recorrido, parece querer detenerse en algo que el lector ya ha tenido ocasión de aprender a descubrir en el Hijo y en la Madre: "treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea". Maestra de fe y de oración, pues ponderaba los acontecimientos, "hasta los más menudos", en su corazón (cfr. Lc 2, 19), es decir, en la intimidad de su alma con Dios. Esa es la lección, y lo que anima el Autor a aprender de la fe de María: a discernir el valor y el significado de las cosas "con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios" (285a).

286a "Maestra de esperanza". El papa Benedicto XVI ha escrito unas palabras que nos ayudan a penetrar en este párrafo de la homilía. "Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13, 1; Jn 19, 30)" (Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 27). La "gran esperanza" es Jesucristo, su cercanía, su presencia amable, su amor. Y esa es la realidad que hace de Santa María Maestra de esperanza. Medita, en particular, san Josemaría en la escena de la Virgen recogida en oración con los discípulos, transmitiéndoles esperanza: "Es su callada presencia lo que nos impresiona. San Lucas, que la conocía bien, anota que está junto a los primeros discípulos, en oración". También la contempla así Benedicto XVI, que llama a la oración "escuela de esperanza" (ibid., n. 32), cuando escribe: "Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14). (…) Tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza" (ibid., n. 50).

287a "Maestra de caridad". Elige el Autor, en este caso, la escena de la Presentación en el templo, con la misteriosa profecía del anciano Simeón: "una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos" (Lc 2, 35). La profecía dice referencia a María en cuanto Madre del Salvador y Madre de la Iglesia (cfr. A. ARANDA, "María acoge a la Iglesia en Cristo. Maternidad espiritual y mediación materna de la Madre del Redentor", en VANZINI – DÍAZ DORRONSORO [eds.], Egli manifestò la sua gloria, pp. 329-341). ¿Qué espada es esa, y qué nos dice acerca de la misión de María y de su linaje? El tema de la espada que traspasa el alma de María ocupa un lugar propio en la tradición de la Iglesia, tanto en oriente como en occidente, y ha dado lugar a múltiples razonamientos exegéticos –principalmente de corte espiritual– y a numerosas interpretaciones. Mirando más directamente a María, la espada ha sido entendida como símbolo del proyecto divino que atraviesa enteramente la vida de la Madre, permanentemente unida a la de su Hijo. María ha estado siempre abierta a la palabra que Dios le dirige en su Hijo, y que atraviesa toda su existencia terrena como mística espada, de dolor y de amor (cfr. A. SERRA, "Una spada trafiggerà la tua vita" [Lc 2, 35a]. Quale spada? Bibbia e tradizione giudaico-cristiana a confronto, Roma, Marianum-Servitium, 2003). "La inmensa caridad de María por la humanidad –escribe san Josemaría– hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)".

287b "Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora". Sobre el sentido que tiene, en la enseñanza de san Josemaría, la terminología en torno al verbo "corredimir" y derivados ("corredención", "corredentor"), ya hemos hecho algunas observaciones en páginas anteriores, a las que nos remitimos (cfr. "Introducción General", Primera Parte, 5, a.2: "Inherencia de la misión de los cristianos en la misión del Redentor", así como la anotación, en 9b, a la frase: "sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención". En el presente pasaje se aplica a la Santísima Virgen el adjetivo "Corredentora", tomándolo de un texto de Benedicto XV (cfr. Carta apostólica Inter Sodalicia, 22-V-1918: AAS 10 [1918], pp. 181-182, donde se lee: "… podemos decir que ella, junto con Cristo, redimió al género humano). También fue usado por Pío XI (cfr. Alocuciones de 30-XI-1933 [L’Osservatore Romano, 1 Diciembre 1933, p. 1]; de 24-III-1934 [L’Osservatore Romano, 25 Marzo 1934, p. 1]; de 28-IV-1935 [L’Osservatore Romano, 29-30 Abril 1935, p. 1]). En la utilización de este término hay que distinguir dos aspectos: a) el sentido que tiene aquí, usado por san Josemaría, y b) la utilización en la actualidad de ese término en el magisterio y en la literatura teológica. A) Respecto a lo primero (el significado que tiene aquí el término "Corredentora", aplicado por san Josemaría a la Virgen), hay que decir que no es distinto en el fondo, al que da al término "corredentor" predicado, en general, del cristiano; la diferencia entre un caso y otro (predicarlo de la Virgen o del cristiano) está más bien en la singularidad, intensidad y excelencia del uso de ese término aplicado a la Virgen. San Josemaría usa el término "corredención" como un modo de expresar el hecho verdadero, y también misterioso –no expresable con exactitud por nuestra razón, pues su realidad trasciende lo puramente natural–, de que la criatura en gracia de Dios, en búsqueda consciente de su identificación progresiva con Cristo en el ser y en el obrar, dócil a la acción del Espíritu Santo en su alma, y apostólicamente activa, para conducir "su mundo" (la gente con la que se relaciona, los ambientes en que se mueve, etc.) a Cristo, esa criatura coopera instrumentalmente en la aplicación efectiva aquí y ahora de los frutos de la obra del único Redentor. De esa criatura, hija de Dios, que lucha por santificarse allí donde está, que contribuye con su ejemplo y su testimonio a la santificación de los demás, y que quiere reconducir –con Cristo y bajo Cristo– a Dios la entera creación a través de su trabajo y su acción apostólica, cabría decir, con el sentido que le da san Josemaría al término, que es "corredentora", porque está colaborando aquí y ahora con Cristo en la "prolongación en la historia" (aplicación efectiva) del fruto de la redención. En ese sentido, a la Virgen María se le puede llamar, como hace aquí el Autor, de manera singular y excelente, en realidad de manera única, "Corredentora", pues de ninguna criatura como de Ella, Madre del Redentor y, precisamente como fruto de la obra redentora de su Hijo, también Madre de los hombres, se pueden predicar más propiamente las cualidades indicadas. El fondo de la cuestión está expresado en estas palabras de la Const. dog. Lumen gentium, 56: "La Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. (…) Se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente. (…) Los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia". B) Por lo que se refiere a la utilización en la actualidad del término "Corredentora" aplicado a la Virgen, en el magisterio y en la literatura teológica, se puede decir, compendiando al máximo la cuestión, que: 1) en cuanto a la sustancia teológica de la cuestión, teniendo en cuenta la doctrina mariológica del Concilio Vaticano II, no hay problema alguno en sostener la función singular de María en la obra de la salvación de las almas: "La Bienaventurada Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. (…) Cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia" (ibid., n. 61). No obstante, 2) hay un debate teológico abierto, en cuanto a la aceptación del término "Corredentora". Para algunos teólogos no ofrecería ninguna dificultad, entendiéndolo en los términos ya indicados; para otros, en cambio, hay que evitarlo, tanto por el peligro de que se entendiera mal el papel de María en cuanto corredentora, no como subordinado al de Cristo sino en plano de igualdad; como también porque –si se entendiera ese papel como contrario al principio del Unus Mediator–, podría introducir obstáculos en algún ámbito del diálogo ecuménico. La realidad es que en la actualidad el término no se utiliza ni por parte del magisterio, ni de la teología, aunque el debate teológico sigue abierto. Cfr. BASTERO, María, Madre del Redentor, pp. 298-302; PONCE, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, pp. 347-366.

288a-c "Ahora, en cambio, en el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente…". En poquísimas escenas de la vida pública de Jesús es mencionada María, que permanece, en verdad, "en segundo plano, amando en silencio" (287c), al igual que hizo durante los largos años de la vida oculta de su Hijo en Nazaret. "María era así, y Jesús lo sabía" (ibid.). Al subrayar su presencia en el Calvario, junto a la Cruz, fundiendo su amor "con el amor redentor de su Hijo", san Josemaría está uniéndose a la riquísima tradición doctrinal, teológica y espiritual, que, con la luz de la revelación y de la fe, ha visto en esa escena la plenitud de la vocación y misión de María, plenamente vinculada a la de su Hijo, como Él mismo desvela al confiarle como hijos a "todos los hombres y especialmente sus discípulos", y a Ella como Madre a sus discípulos. En el seno de la fe católica –y estos breves trazos de san Josemaría son una muestra– nunca ha dejado de palpitar la convicción de que maternidad espiritual y mediación materna son, en María, realidades inseparables. Ambas hunden sus raíces en su específica misión, dentro de la historia de la salvación, al servicio de la obra redentora de su Hijo.

288c merecido últ redac ] alcanzado penúlt redac

289a-c "(las madres)… tienen suficiente amor en sus corazones y quieren con el mejor cariño: el que se da sin esperar correspondencia". La homilía entra en su tramo final, al que el Autor ha titulado: "Madre nuestra". Desde el principio se pone de manifiesto que su intención, más que la de argumentar sobre los contenidos teológicos del tema, es la de fomentar en el lector el deseo y la voluntad de progresar en la intimidad filial con Santa María. Está latiendo con fuerza en estos pasajes, aunque no esté así enunciada, la idea de que la piedad mariana de los hijos de Dios es parte integral (necesaria e inseparable) de la piedad que nace del sentido de la filiación divina. Si esta última es "una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos" (146a), lo mismo debe afirmarse de aquella. Escribe el Autor, pensando en María, Madre nuestra, que su amor es como el de las madres, "que da sin esperar correspondencia"; es posible que tuviera en la mente los versos de una jota navarra a los que, a veces, se refirió: "El querer sin esperanza / es el más lindo querer; / yo te quiero y nada espero, / mira si te quiero bien".

290a "¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño…". Es la segunda vez, en pocas líneas, que plantea el Autor la misma pregunta: "¿Cómo la honramos?" (289b), "¿Cómo la honraremos?" (290a). Más adelante volverá a utilizar el mismo verbo en imperativo: "hónrala". Honrar a una persona significa, en el uso aceptado del término, respetarla, enaltecerla, darle honor. San Josemaría irá ilustrando al lector sobre el modo de hacerlo, respecto de la Virgen, pero siempre partiendo de una premisa esencial: tratándola como hijos, incluso como hijos pequeños. En la frase que anotamos, deja entrever el Autor que ese trato filial con María se fortalece en la oración, "ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos".

291a "El año litúrgico aparece jalonado de fiestas en honor a Santa María. El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora". Son hechos palmarios ambas cosas: a) que la liturgia católica rebosa de conmemoraciones marianas, y b) que el fundamento de la devoción mariana universal es la verdad de fe de su divina maternidad, fundamento a su vez de todos los dones y privilegios de María. Respecto al primer aspecto, he aquí un elenco tomado del calendario litúrgico universal: "Solemnidades": la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre), Santa María, Madre de Dios (1 de enero), la Anunciación del Señor (25 de marzo), la Asunción de la Virgen María (15 de agosto). "Fiestas": la Presentación de Jesús en el Templo (2 de febrero), la Visitación de la Virgen María (31 de mayo), la Natividad de la Virgen María (8 de setiembre). "Memorias": Presentación de la Virgen María (21 de noviembre), Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero), Inmaculado Corazón de la Virgen María (sábado siguiente a la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús), Nuestra Señora del Carmen (16 de julio), Dedicación de la Basílica de Santa María (5 de agosto), Santa María Reina (22 de agosto), Nuestra Señora de los Dolores (15 de setiembre), Nuestra Señora del Rosario (7 de octubre). Además de estas conmemoraciones presentes en el calendario universal, se celebran numerosas conmemoraciones locales por todo el mundo, prácticamente alguna cada día del año (cfr. un elenco en www.corazones.org/maria/calendario_mariano.php). El sentido de tan inmensa devoción litúrgica mariana (a la que habría que añadir tantas otras formas de devoción colectiva y personal de los cristianos) no es, evidentemente, como señala el Autor, disminuir el culto a Dios, sino exactamente el contrario: alabarle por la grandeza de los dones otorgados a María, en los que se refleja la belleza de Dios.

291b "… si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María". En la primera parte de la frase recuerda san Josemaría la melodía de fondo de cuanto nos viene diciendo, que no es otra sino la de empeñarnos en mantener un trato filial con Santa María, coherente con su condición de Madre y con la nuestra de hijos, conforme a la Voluntad de Dios. "Si pretendemos comportarnos como hijos", lo lógico es comenzar por fomentar ese trato filial.

292a-c "Quizá ahora alguno de vosotros puede pensar que la jornada ordinaria, el habitual ir y venir de nuestra vida, no se presta mucho a mantener el corazón en una criatura tan pura como Nuestra Señora". Quien quiera madurar en el amor filial a la Virgen, ha de esforzarse en obrar en ese mismo sentido. "¿Qué buscamos siempre, aun sin especial atención, en todo lo que hacemos?" San Josemaría apunta a que, seguramente, aunque haya amor, habrá alguna vez olvidos, fallos, equivocaciones…, que, corregidos, forman parte del proceso de maduración. Y se detiene en exhortar al lector a invocar el amparo de Santa María, que siendo "la obra maestra de Dios" (292b), es también Madre, que "entiende y comprende (…), alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible" (292c). Desarrollar un trato filial con Santa María, intensificar en nuestro corazón la memoria de su cercanía y su presencia, comportarnos en todo como hijos suyos…, es, análogamente al crecimiento en el sentido de la filiación divina, fruto del dinamismo de la gracia, que trae consigo la impronta filial de la semejanza con Cristo (la gracia es cristificante), y al mismo tiempo es también fruto del dinamismo (permítase la duplicación) de la respuesta del cristiano. El recurso filial a María –que lo puede todo delante de Dios y quiere conceder lo que pedimos (cfr. 292c)–, el trato de hijos con Ella, con obras y con oración , ocupará lo que resta de la homilía.

293a "¡Cuánto crecerían en nosotros las virtudes sobrenaturales, si lográsemos tratar de verdad a María, que es Madre Nuestra!". Trato filial con obras, se acaba de escribir en la anotación anterior. A ponerlo en práctica alienta ahora el Autor, con una frase estimulante, que trae el eco de su propia vida, y que deja todo abierto a la iniciativa y responsabilidad personal del lector. En un libro como este, dedicado a promover la práctica generosa de las virtudes en las cosas de cada día como vía hacia la santidad, esas palabras de san Josemaría, halladas casi al final, tras haber recibido tantas recomendaciones y sugerencias, merecen ser tomadas como un consejo particularmente sabio, que toca a cada cual redescubrir y plasmar.
"Que no nos importe repetirle durante el día –con el corazón, sin necesidad de palabras– pequeñas oraciones, jaculatorias". Trato filial con obras, y también trato filial continuado por medio de la oración, es decir, solicitud por mantener en la mente y en el corazón, a lo largo del día, una presencia habitual de Nuestra Madre. El beato Álvaro del Portillo, que lo había aprendido de san Josemaría, animaba a concretar esa piadosa pretensión en la fórmula: "meter a la Virgen en todo y para todo" (Cartas de Familia, II, nn. 133 y 147, en AGP, Biblioteca, P17), que solía unir a la recomendación de repetir con frecuencia cada día un "santo y seña" (un lema o contraseña) que hiciera referencia a María (cfr. ibid., n. 243). Ambas recomendaciones han quedado unidas ya para siempre, en muchas personas, a la memoria del beato Álvaro del Portillo, y por medio de él, a la enseñanza de san Josemaría.

293b "Te aconsejo –para terminar– que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María". No es aventurado decir, y en cierto modo así lo hemos hecho en pasos anteriores, aunque no con estas palabras, que la homilía que estudiamos ha brotado de la "experiencia particular del amor materno de María", ardiente e impetuosa en el alma del Autor. A hacerla propia apremia ahora al lector, con palabras que exigen sobre todo –es preciso repetirlo– reflexión propia. Habla de "experiencia personal", es decir, de un conocimiento adquirido por la práctica dilatada, pues "no basta con saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella". Experiencia particular, personal, "del amor materno de María": conciencia de ser hijo suyo, actitud interior de querer serlo, disposición de ánimo renovada, adiestramiento en cosas concretas, práctica prolongada… La frase última del párrafo podría servir como título de un tratado sobre la piedad personal mariana: "Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces".

293c-d "Te aseguro que, si emprendes este camino…". Si alguien, con deseos de ser un buen cristiano, leyera, antes de las palabras que hemos copiado, lo que san Josemaría escribe a continuación, preguntaría inmediatamente: ¿qué tengo que hacer para conseguirlo? ¿Qué tengo que hacer para encontrar el amor de Cristo, para verme metido en Dios, para cumplir en todo su voluntad, para servir de verdad a los demás, para ser el cristiano que quisiera ser…? Cuando, una vez leída esa segunda parte, volviera la vista a la primera, descubriría que el camino para alcanzar tan grandes bienes de la vida espiritual se encuentra en la práctica continuada "del amor materno de María". El atractivo del descubrimiento se vería reforzado al advertir que quien lo da a conocer y ratifica con seguridad su eficacia ("te aseguro") es un santo, que antes de enseñarlo lo ha practicado durante toda su vida. Ese mismo hombre de Dios, san Josemaría, confirma rotundamente en el párrafo final de la homilía que "ese, y no otro, es el temple de nuestra fe".

 «    Hacia la santidad    » 

294a [tb/m671126]: "Nos sentimos removidos cada vez que oímos en el fondo del corazón: Haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra (I Thess. IV, 3). Yo, desde hace cuarenta años, no hago más que repetir lo mismo, repetirlo para mí y para vosotros, para todos los hombres: Sanctificatio vestra, haec est voluntas Dei (I Thess. IV, 3)". [tb/versión 1972]: "Nos sentimos removidos, hijos de mi alma, cada vez que escuchamos en el fondo de nuestro corazón aquel grito de San Pablo: haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra (1 Thess. IV, 3). Desde hace cuarenta años no hago más que predicar lo mismo. Me lo digo a mí, y os lo repito también a vosotros y a todos los hombres: esta es la voluntad de Dios, que seamos santos".
"Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación". Cuando redacta esta homilía, en 1973, san Josemaría ha cumplido 71 años de edad y 48 años de sacerdocio; lleva también 45 años al frente del Opus Dei, predicando incesantemente de palabra y por escrito, a personas de todos los ambientes sociales, la llamada universal a la santidad. A la vista de estos datos, causa cierta impresión su actitud espiritual, su íntima conmoción ("nos quedamos removidos, con un fuerte sacudida en el corazón"), al leer de nuevo, o diciéndolo con sus palabras, "al escuchar atentamente", aquella escueta y rotunda afirmación ("aquel grito") que san Pablo escribe a los Tesalonicenses: "esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3). Antes de esta ocasión, san Josemaría había meditado y predicado muchas veces sobre ese pasaje paulino –en este libro, por ejemplo, lo hemos encontrado ya en un par de ocasiones (cfr. 2 y 177a)–, y como vemos sigue removiendo su alma. Se comprende que sea así: la proclamación de ese explícito querer divino, haciendo llegar a todos los rincones de la Iglesia y de la sociedad el mensaje de la vocación a la santidad y al apostolado en medio del mundo, es la esencia de la misión que san Josemaría ha recibido. Ese versículo de 1Ts, y otros semejantes del Nuevo Testamento, que exhortan a la santidad (cfr., por ejemplo, Mt 5, 48; Jn 17, 19; Rm 1, 7; 1Co 1, 2; Ef 1, 4; 1P 1, 15-16; Ap 22, 11), han sido para él frecuente motivo de oración y de enseñanza: textos vivos, voz actual y apremiante del Señor, doctrina a propagar. Al hacerlo ahora, "una vez más", insiste en que quiere hacer llegar ese anuncio no solo a sus hijos en el Opus Dei, o solo a los lectores de la homilía, sino "a la humanidad entera": esa es su misión fundacional.

294b almas últ redac ] almas, penúlt redac || gentes últ redac ] personas penúlt redac
[tb/m671126]: "Santidad personal. No tengo otra receta, ¡para pacificar las almas!, ¡para pacificar el mundo!, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo, a Dios Señor Nuestro. Por eso siempre digo que tengo un solo puchero". [tb/versión 1972]: "No tengo otra receta. Para pacificar a las almas, para remover la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, no sé de otra receta que la santidad personal".
"Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal". La preposición "para", aplicada a un verbo que significa acción, indica la meta hacia la que esa acción se orienta. En esta breve frase –que, releída despacio, ayuda a vislumbrar la magnitud del ideal apostólico que el Autor transmite–, es utilizada tres veces. Las tres finalidades señaladas no están simplemente yuxtapuestas; más bien, por el contrario, indican objetivos que forman parte de la noble ambición de dar a conocer a Cristo a todos los hombres. Forman, pues, unidad, desde la perspectiva apostólica cristiana. Pero la consecución de cada uno de esos objetivos y, por tanto, la de los tres –y en este punto pone el acento san Josemaría–, requiere indispensablemente santidad personal. Sin lucha por la santidad no es posible captar el valor y la premura de esos objetivos, y menos aún la unidad que conforman.

294c [tb/m671126]: "Por eso siempre digo que tengo un solo puchero". [tb/versión 1972]: "Por eso siempre digo que tengo un solo puchero".
"Respondo sistemáticamente que tengo un solo puchero. Y suelo puntualizar que Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna". El término "puchero" designa, tanto la olla o cazuela –antiguamente sobre todo de barro– donde se cuecen los alimentos, como el alimento mismo preparado. "Un solo puchero" para todos, significa que todos han de nutrirse de una misma comida. El alimento universal que Cristo ha traído para todas las almas, "sin distinción alguna", su "buena nueva" –sugiere san Josemaría siguiendo Jn 4, 34: "Jesús les dijo: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra"–, es el cumplimiento de la Voluntad del Padre, que consiste sencillamente en el llamamiento de todos los hombres a la intimidad con Él, para la que hemos sido creados, es decir, la llamada a corresponder a su amor, o sea, llegar al cielo. En eso consiste la lucha por la santidad: en el esfuerzo para alcanzar esa intimidad con Dios y esa correspondencia a su amor, esto es, para "crecer en la familiaridad y en la confianza" con Él. Y ese esfuerzo, a su vez, pide –completará el Autor–, "tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle –de corazón a corazón– nuestro afecto". Así pues, un único puchero y un mismo alimento para todos ("jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos…"): lucha por la santidad; y un medio necesario para desarrollarla: oración, vida de piedad, corazón en Dios (este será el argumento del próximo apartado de la homilía). Y un último matiz, característico del Autor: al ilustrar el "cada uno" de la llamada universal a la santidad, no se limita a proponer el elenco que sería común ("jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes"), sino que adjunta otras dos situaciones: "trabajen donde trabajen, estén donde estén". El trabajo del fiel cristiano, esté donde esté, sin salir de su sitio, es también camino de santificación.

295a [tb/m671126]: "Invocabitis me, et ego exaudiam vos (Ierem. XXIX, 12). Y le invocamos hablándole. Por eso os he de decir también con el Apóstol: conversatio autem nostra in caelis est (Phil. III, 20)". [tb/versión 1972]: "Invocabitis me…, et ego exaudiam vos (Ierem. XXIX, 12), me invocaréis y Yo os escucharé. Y le invocamos hablándole, dirigiéndonos a Él en la oración. Por eso os he de decir también con el Apóstol: conversatio autem nostra in caelis est (Philip. III, 20), que nuestra conversación está en los cielos".
"… rezad siempre, pase lo que pase". Hay en estas palabras del Autor, más precisamente, en las últimas, algo que no está en las demás que reúne en el párrafo (las citas de Jeremías, de san Pablo y de san Ambrosio), en las que se inspira y con las que coincide. Es un "algo" quizás más fácil de intuir que de expresar, pero que vale la pena al menos detectar. No es simplemente el "rezad siempre", que concuerda con el "sine intermissione orate" del Apóstol. Ese "pase lo que pase" añade a lo anterior una inflexión, un matiz de realismo pastoral, de sentido sacerdotal, de conocimiento de las almas y de las situaciones reales por las que pueden atravesar, que a veces dificultan –aun sin rehusarlo– el sereno diálogo con el Señor. "Rezad siempre, pase lo que pase", conscientes de que pasan cosas o pueden pasar, cosas internas o exteriores, que entorpecen el trato sereno y sencillo con Dios. La perseverancia en la oración no es solo, en la enseñanza de san Josemaría, una cualidad del orante, siempre instada y alabada, sino una condición que acompaña a la eficacia de la oración misma; se puede comprobar en los numerosos pasajes de sus obras que lo manifiestan, y que aquí nos limitamos a citar; cfr., por ejemplo: ADD, 195e, 238a, 242a-b; ECP, 119c, 134a, 153c; C, 100-101, 104, 502, 893; F, 67, 81, 213, 297, 372, 447, 535-536, 653, 837; S, 468.

295b [tb/m671126]: "Nada nos puede separar de la caridad de Dios, del Amor, del trato constante". [tb/versión 1972]: "Nada nos puede separar de la caridad de Dios, del Amor, del trato constante con el Señor".
"Nada nos puede alejar de la caridad de Dios, del Amor, de la relación constante con nuestro Padre". El pasaje paulino incluido en el párrafo (Rm 8, 38-39), pide ser leído, pues ese es su sentido literal, desde el amor de Dios hacia nosotros: nada es más fuerte que ese amor, y nada, ni el pecado, es capaz de separarlo de nosotros que somos sus criaturas amadas; nada puede vencerlo, como lo demuestra la entrega del Hijo (cfr. Jn 3, 16). Pero el pasaje puede ser también leído desde la otra perspectiva: desde el amor nuestro hacia Dios, y en ese caso el texto tendría un sentido de exhortación: no sería tanto "nada nos puede separar", cuanto "nada nos debe separar". Este parece ser el significado que tiene la frase que anotamos, sobre todo mirando hacia su parte final. San Josemaría, en continuidad con el párrafo anterior y en preparación del siguiente, está alentando al lector a perseverar en la oración "pase lo que pase".

295c "Recomendar esa unión continua con Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos?". No son pocos, en efecto, los que pensaban de ese modo cuando san Josemaría redactaba esta homilía. Tampoco fueron pocos los de antes, ni lo son ahora, ni lo serán después. "Es alta la meta" de la intimidad con Dios, de la santidad. San Juan Pablo II afirmó algo semejante: el ideal de la santidad "no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable solo por algunos ‘genios’", sino que es el "‘grado alto’ de la vida cristiana ordinaria", accesible a todos (cfr. SAN JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 31). Y añadía, también con palabras similares a las de san Josemaría en este pasaje, que para enseñar qué es la santidad, para "una pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración" (ibid., n. 32). San Josemaría dirá: "el sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración". El camino para llegar al ideal de la unión continua con Dios, que es asequible a todos, es asimismo pausado, acompasado en el tiempo al acuerdo entre la gracia divina y la constancia de la criatura; "la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso", afirma el Autor, incoando lo que va a exponer en los números siguientes.

296a [tb/m671126]: "Y hemos comenzado con la oración vocal, y muchos, y probablemente todos, como yo, hemos aprendido de la boca de nuestras madres, a decirle cosas dulces y encendidas a la Madre de Dios, que es Madre nuestra. También yo, prácticamente por las mañanas y por las tardes, repito no una vez sino muchas: ‘¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón’. ¡Qué es, sino una manifestación de amor! ¿Qué se dicen las gentes cuando se quieren?: que se dan, que se entregan. Se sacrifican. Y nosotros nos hemos dado a Dios con el cuerpo y el alma. ‘En una palabra, todo mi ser’". [tb/versión 1972]: "Hemos comenzado con oraciones vocales, que muchos –probablemente todos, como yo– hemos aprendido de la boca de nuestras madres: cosas dulces y encendidas a la Madre de Dios, que es Madre nuestra. También yo, por las mañanas y por las tardes, no una vez, sino muchas, repito: ‘¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón’… ¿Qué es esto sino contemplación verdadera, una manifestación de amor? ¿Qué se dicen las gentes cuando se quieren?; ¿qué se dan, qué se entregan? Se sacrifican por la persona que aman. Y nosotros nos hemos dado a Dios con el cuerpo y con el alma: en una palabra, todo mi ser".
"Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños". Quien ha tenido la ventura de nacer en un hogar cristiano comparte la experiencia a la que alude el Autor: en el seno de su familia, con la sencillez y confianza con las que allí se asimilan las lecciones de la convivencia, el niño ha aprendido también a "convivir" con Dios, a tratar con Él, a comunicarse con pocas palabras –las oraciones vocales que le van enseñando–, pero con mucha fe, que es una actitud propia del hijo. En la oración vocal repetida por el niño hay ya, como señala san Josemaría, "un principio de contemplación", y no tanto porque se acompañe de reflexión o razonamiento, sino sencillamente porque hay fe y sinceridad: "demostración evidente de confiado abandono". Las actitudes espirituales y los modos de comportamiento, que han nacido y se han asentado en el alma como ordinario ejercicio de fe, arraigan con fuerza, y la práctica los refuerza; lo que en el niño era, por la fe, un principio de contemplación, puede llegar a ser en el adulto contemplación amorosa: "todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres". Incluso dejada la práctica, permanece la impronta de la fe (valga la redundancia) practicada, como muestra la experiencia de quien, por ejemplo, reencuentra de adulto la devoción a la Virgen, que siempre de algún modo retuvo.

296b [tb/m671126]: "¿Habíais pensado alguna vez que nos han enseñado a amar las cosas del cielo?, ¡y de esa manera! Y otra oración, y otra…, hasta que no se puede hablar con la lengua y se habla ¡con el alma! Reducam captivitatem vestram de cunctis locis (Ierem. XXIX, 14). Estamos como esclavos, como cautivos, como prisioneros… Y mientras hacemos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y de nuestras posibilidades, las cosas que son de nuestro oficio, ¡se va el alma!, ¡se va!, !se va! Como el hierro atraído por el imán". [tb/versión 1972]: "¿Habíais pensado alguna vez cómo se nos enseña en la Obra a amar las cosas del Cielo? Primero una oración, y luego otra, y otra…, hasta que casi no se puede hablar con la lengua, porque las palabras resultan pobres…: y se habla con el alma. Nos sentimos entonces como cautivos, como prisioneros; y así, mientras hacemos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las cosas que son de nuestro oficio, ¡el alma ansía escaparse! ¡Se va! Vuela hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán".
"… y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio". Nos encontramos ante un párrafo bellísimo, dotado también de singular profundidad. San Josemaría ha dado en su exposición un gran paso hacia arriba. Es por eso oportuno detenerse algo más en esta anotación. Venía hablándose de oración vocal, y así continúa el texto. Esta, la oración vocal, es un camino perdurable dentro de la gran avenida por la que debe discurrir la relación filial del alma con Dios, para la que ha sido creada. En esa gran avenida del caminar hacia Dios, aunque la oración vocal no lo es todo, está siempre presente. Pero no siempre, sin embargo, lo está del mismo modo, pues su modo de presencia depende del grado de madurez de la fe que le da cobijo y con el que se practica. La oración vocal del niño, que por la fe es ya incipiente "principio de contemplación", puede ser literalmente la misma oración que reza una persona adulta enamorada de Dios y de vida contemplativa, pero la sustancia de uno u otro modo de recitar la oración, aunque coincidan las palabras, es distinta: la condición vocal permanece en ambos casos, pero en el segundo, al ser dichas con la madurez de un alma contemplativa, hasta las mismas palabras son contemplación…, son ya algo más que un medio para alcanzarla. Piénsese, por ejemplo, aunque sea un ejemplo extremo, en el Padrenuestro pronunciado por los labios de Jesucristo –que es la oración de su alma– y el rezado por cualquiera de nosotros. San Josemaría, en este párrafo, como en los demás de la homilía, está desvelando delicadamente los trazos de su vida de relación filial con Dios, forjada por el Espíritu Santo sobre el fundamento de la fe católica y del espíritu fundacional que se le entrega. Y está dirigiéndose además, principalmente, a personas que viven con intensidad esa misma fe y ese mismo espíritu. Conocer ambos hechos, a saber: el grado de fe contemplativa desde la que habla el Autor, y el grado también presumiblemente alto, con que reciben sus palabras los destinatarios más directos, permite captar los implícitos del texto y comprender mejor este. La oración vocal, y su práctica para mantener en todo momento un trato actual y filial con Dios (o con el Santísimo Sacramento, o con la Virgen; o la devoción a los ángeles, a los santos, …), se mantiene viva y frecuente en san Josemaría y en sus interlocutores (a lo largo del día, en medio de la actividad, "una jaculatoria, y luego otra, y otra…", una oración a la Virgen, y otra y otra…, una comunión espiritual, y otra, y otra…, etc.). Pero, en un alma de fe contemplativa, como san Josemaría y como, presumiblemente, sus interlocutores, hasta las palabras, en cuanto palabras, "resultan pobres…", y aunque perduren, pasan de ser medio de contemplación a ser contemplación actual. E incluso, cuando Dios da ese grado de fe y amor, quizás ya ni hacen falta como palabras, ni dichas, ni leídas, ni escuchadas; son ya innecesarias, pues, por la gracia, "se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio".
"Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros". En la continuación del texto, expresa san Josemaría ese grado de unión contemplativa con Dios como "cautividad": "vivimos entonces como cautivos, como prisioneros". Es la cautividad del alma que se reconoce gozosamente prendida y apresada por el amor de Dios. La imagen utilizada por el Autor, ese "estar privado" de la libertad de amar "a lo humano" en razón de que se ama "a lo divino", pues todo el amor está ya puesto en Dios, sin intención de retirarlo, no es infrecuente en la literatura espiritual, representado de diversas maneras. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, la utiliza en este pasaje: "Esto es un recogerse las potencias dentro de sí para gozar de aquel contento con más gusto; mas no se pierden ni se duermen; sola la voluntad se ocupa de manera que, sin saber cómo, se cautiva; solo da consentimiento para que la encarcele Dios, como quien bien sabe ser cautivo de quien ama. ¡Oh Jesús y Señor mío! ¡qué nos vale aquí vuestro amor!, porque este tiene al nuestro tan atado que no deja libertad para amar en aquel punto a otra cosa sino a Vos" (SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 14, 2). También se encuentra en una de sus poesías (Vivo sin vivir en mí), aunque en este caso es Dios el "prisionero" del alma: "Esta divina prisión, del amor en que yo vivo, / ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; / y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, / que muero porque no muero. / ¡Ay, qué larga es esta vida! / ¡Qué duros estos destierros, / esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! / Solo esperar la salida me causa dolor tan fiero, / que muero porque no muero". En el próximo párrafo hay una alusión velada, y cariñosamente crítica, a estas palabras.
"… el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán". El lenguaje que describe tal estado del alma, su completo enamoramiento de Dios, es tan elocuente, que no es preciso glosarlo. Sí, en cambio, merece destacarse la frase previa, en la que san Josemaría hace ver –aunque, en verdad, sin querer hacer ver nada–, cómo es el espíritu de santificación por el que Dios le lleva, el que arde en su alma, con el que quiere que ardan las almas de los que le escuchan o leen. Dice así: "Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio"… Alta contemplación, ardiente amor a Dios… pero estando en las cosas ordinarias, no al margen de, sino en: "mientras realizamos con la mayor perfección posible, (…) el alma ansía escaparse…". Esa conjunción, "mientras", en su pequeñez, tiene en esta frase y en el entero párrafo, una notable importancia para conocer el espíritu con que se han escrito.

297a [tb/m671126]: "Reducam captivitatem vestram de cunctis locis (Ierem. XXIX, 14). Ya no somos cautivos, ya somos libres, ya comienza el epitalamio, la canción de amor, ¡la unión! Yo, que tengo una gran veneración, un gran amor, una devoción grande a Santa Teresa de Jesús, no estoy conforme con ella en tantas cosas. Y me alegro mucho de que la hayan hecho Doctora. (…) No estoy conforme con Teresa porque dice que ‘muero porque no muero’. (…) ¡No tengo yo ese espíritu! Yo digo: ¡Que vivo porque no vivo, que es Cristo quien vive en mí!". [tb/versión 1972]: "Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis (cfr. Ierem. XIX, 14); os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Por eso –recordando a tantos escritores españoles del quinientos– me gusta decir: ¡que vivo, porque no vivo; que es Cristo quien vive en mí! (cfr. Galat. II, 20)".
"Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso". El mismo Autor, que ha llegado a saberse, por la vía de la gracia y de la oración contemplativa y filial, gozosamente "cautivo" del amor de Dios y con el deseo de no apartarse de Él, se ve también, al mismo tiempo y por ese mismo camino, libre de toda esclavitud terrena, de todo encadenamiento servil a las criaturas. La oración del alma enamorada y "prisionera" de Dios, es también la oración del alma liberada de la "esclavitud" de las cosas de aquí abajo, de los afectos desordenados, de las apariencias engañosas, de la captivitas rerum. No se deja de pisar en la tierra, de tener los pies en el suelo, pero se hace de un modo nuevo, "un modo divino, sobrenatural, maravilloso": buscando corresponder al amor de Dios. Como se puede ver en los dos textos básicos en que se apoya la homilía, san Josemaría prefiere el motivo de inspiración paulina "vivo porque no vivo, es Cristo quien vive en mí", al de inspiración teresiana "muero porque no muero". Su mente es: vivo en Cristo, y así quiero seguir viviendo en la tierra para trabajar por Cristo, quien –como se lee en el próximo párrafo– "tiene pocos amigos aquí abajo" (297b).

297b [tb/m671126]: "Y siento la necesidad de vivir, porque Jesús tiene muy pocos amigos en la tierra. Vivid, debemos vivir, y vivir de esa manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rom. VIII, 21). La lengua ya no sabe expresar; la conversación ordinaria no sirve. Se rompe a cantar en el interior del alma". [tb/versión 1972]: "Y siento la necesidad de trabajar en la tierra muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. Desead vivir, hijos míos; debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rom. VIII, 21), qua libertate Christus nos liberavit (Galat. IV, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz".
"No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei, qua libertate Christus nos liberavit". Este es el espíritu de san Josemaría: un espíritu de alma contemplativa en medio de las actividades terrenas, con el fundamento y el arma de la oración, con vivo sentido apostólico, y, en fin, con voluntad de "gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia". Y como es un vivir en Cristo, es también un vivir "en libertad" de hijo de Dios. Los dos pasajes paulinos citados son frecuentes en san Josemaría. En este libro ya los hemos encontrado. El de Rm 8, 21, ha sido citado así en el párrafo 27b: "¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios"; el de Ga 4, 31, lo hemos visto en el n. 11 (donde habla el Autor de "el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz"), y también en 26d, 35a y 171a.

298 "Es posible que, ya desde el principio, se levanten nubarrones de polvo". Las menciones del texto a la unión con Dios, a la vida contemplativa, a la alegría de servir a la Iglesia, a la libertad de amar, son contrapesadas en diversos momentos de la homilía –este párrafo es un ejemplo– con alusiones al sufrimiento causado por asechanzas e incomprensiones, enemistades no imaginables, … una serie sorprendente de padecimientos: "mentiras, denigraciones, deshonras, supercherías, insultos, susurraciones tortuosas". Cuando se describen circunstancias como las indicadas, y se utiliza un lenguaje tan riguroso, no es razonable pensar que se están ideando situaciones teóricas; lo lógico es suponer justamente lo contrario: que se está haciendo una velada referencia a hechos concretos, causantes de una amargura real. En muchos momentos de la vida de san Josemaría se hizo realidad el contraste entre un gaudium cum pace, enraizado de forma estable en Dios, y un dolor espiritual intenso, procedente de los hombres, o quizás del adversario de Dios y de las almas, el demonio, como parece indicar –aunque se escriba en plural– la frase aquí empleada: "los enemigos de nuestra santificación". Los estudios históricos y biográficos sobre el Autor, y más en concreto los que se centren en el entorno temporal y espacial ligado a la presente homilía, podrán quizás exponer con la oportuna documentación, a qué se estaba refiriendo cuando menciona "una tan vehemente y bien orquestada técnica de terrorismo psicológico –de abuso de poder–", capaz de arrastrar "en su absurda dirección" a determinadas personas, que "durante mucho tiempo, mantenían otra conducta más lógica y recta", y a rebajar la palabra humana con el envilecimiento de la denigración, la difamación y la calumnia. Aquí no podemos añadir más, aunque sí debemos apuntar de nuevo a la verdadera cuestión de fondo: lo que al Autor le interesa, de lo que está hablando es del camino (el suyo, que inspira el de muchos) hacia la santidad, y quiere subrayar que estando construido esencialmente sobre el amor y la oración, sobre el trabajo y el apostolado, no puede carecer de fuertes matices de sufrimiento, porque refleja el camino de Cristo. Volverá a ello de nuevo enseguida (cfr. 301a).

299a "… el modelo que nos muestra la Virgen Santísima, nuestra Madre…". ¿Cómo superar los "inconvenientes" (también los interiores) que, cuando surgen, parecen querer sofocar con agobios el ideal de la santidad? ¿Cómo "fortalecernos en aquella decisión" de perseverar en la lucha por ser santos, cuando aparece la Cruz? San Josemaría va a conducirnos directamente a Jesucristo (a su Humanidad Santísima, como dice el título de este apartado), pero nos invita a hacerlo siguiendo la mejor vía que conoce, la que él mismo ha aprendido a recorrer, la que quedó establecida en el Calvario: el modelo de unión con Cristo en todo, en el dolor y en el gozo, "que nos muestra la Virgen Santísima, nuestra Madre". A la vista del mencionado título del apartado, casi no hubiéramos esperado este arranque mariano, quizás podríamos no haberlo echado en falta, pero aquí está, y no por casualidad. Aún perdura el eco de la homilía anterior, y no es preciso insistir en la idea. Toda la vía hacia Cristo es, en san Josemaría, mariana. La senda de penetración en su cristocentrismo espiritual ("A Jesús siempre se va y se ‘vuelve’ por María", C, 495), es –aunque solo lo dejemos apuntado– una vía mariana, marcada por su Maternidad y por nuestra filiación.

299b mente últ redac ] mente, penúlt redac
[tb/m671126]: "Pues así nosotros vamos al Hijo y comenzamos a amar a la Santísima Humanidad del Señor. Por eso yo he regalado desde el principio tantos libros de la pasión del Señor". [tb/versión 1972]: "Así nosotros, hijos míos, para llegar a Dios hemos de tomar el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso he regalado desde el principio tantos libros de la Pasión del Señor: porque es cauce perfecto para nuestra vida contemplativa".
"Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo". Reúne este párrafo, apretadamente, tres importantes momentos internos (puntos de luz) del cristocentrismo espiritual de san Josemaría. El primero, el más básico de los tres, está expresado en la frase que encabeza esta anotación, en la que sencillamente se recoge una verdad inscrita en el núcleo mismo de la economía de la salvación: el hombre Cristo Jesús, Palabra encarnada de Dios (Jn 1, 14), es el Camino hacia el Padre (Jn 14, 6: "nadie va al Padre si no es a través de mí"). En ese sentido, la frase que comentamos es, en toda la espiritualidad cristiana, como en san Josemaría, un principio general, que desarrollan con distintas tonalidades pero con sintonía común, todos los grandes maestros, desde la patrística hasta nuestros días. Los ejemplos serían inacabables; citamos uno por todos: "No debemos separarnos de la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo, único bien y remedio nuestro. No puedo creer que algunos hagan así; es simplemente que no entienden, y así dañan a sí mismos y a los demás. Puedo decir, por lo menos, que esos no entrarán nunca en las dos últimas moradas porque, perdida el guía, que es el buen Jesús, no acertarán a encontrar el camino. Mucho será que puedan estar en las otras moradas con seguridad. ¿No dice acaso el Señor que Él es la vía? ¿No afirma que es la luz y que ninguno puede ir al Padre si no por Él? ¿Y esas otras palabras: ‘quien me ve a mí ve a mi Padre’? Quizá digan que hay que dar un sentido diverso a estas palabras. Yo no conozco otras explicaciones: con esta me he sentido siempre muy bien, y mi alma siente que es verdadera" (SANTA TERESA DE JESÚS, Relación 15, 18; cfr. Castillo VII, 2, 7-8). El segundo de los momentos internos o puntos de luz recogidos en el párrafo de san Josemaría que comentamos, se encuentra en la frase: "aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor". Aconsejaba esas lecturas, y él mismo ha dejado escritos inspiradores al respecto (cfr., por ejemplo, su Vía Crucis, o sus homilías: La muerte de Cristo, vida del cristiano, en ECP, 95-101; y Tras los pasos del Señor, en el presente volumen, 127-141). No se piense, sin embargo, que toda su mirada sobre la Humanidad de Cristo se centra en la Pasión, pues con igual o mayor intensidad contempla el resto de su vida, y con particular atención la desarrollada durante treinta años en Nazaret. Pero es cierto que la Cruz del Señor está siempre en primera línea de la meditación personal y de la doctrina cristocéntrica de san Josemaría. El punto tercero confirma y abunda en lo anterior, cuando contempla a Cristo como "Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo". Es una mirada sobre el misterio de Cristo plenamente imbuida de su finalidad redentora, lo cual es también, en realidad, una afirmación contenida en el Evangelio, pues toda la existencia de Cristo –según sus propias palabras– está orientada al cumplimiento de su misión y al acontecimiento de la Cruz.

299c [tb/m671126]: "Por eso está dentro de nuestro espíritu (…) la contemplación del Santo Rosario, en todos los misterios; para que se meta en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, la vida ¡pasmosa! del Señor, en sus treinta años de oscuridad…, en sus tres años de vida pública…, en su pasión afrentosa, en su gloriosa resurrección". [tb/versión 1972]: "Y por eso está también dentro de nuestro espíritu –y la procuramos alcanzar cada día– la contemplación del Santo Rosario, en todos los misterios: para que se meta en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, la vida ¡pasmosa! del Señor, en sus treinta años de oscuridad….. en sus tres años de vida pública…, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección".
"La Iglesia nos anima a la contemplación de los misterios: para que se grabe en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, el ejemplo pasmoso del Señor". Confirma el Autor con estas palabras lo que se ha esbozado en el comentario a 299a: la contemplación del misterio de María ayuda a ahondar en la contemplación del misterio de Cristo. Y esto es particularmente aplicable a la oración mariana por excelencia, el Santo Rosario, que es una devoción con alma cristocéntrica. Lo desarrolla con singular elegancia y fina piedad el Autor en su libro Santo Rosario, publicado en 1934, del que ha aparecido en 2010 una edición crítico-histórica (cfr. C. ANCHEL, "Santo Rosario [libro]", en DSJ, pp. 1126-1130). Lo que señala aquí san Josemaría en el párrafo que comentamos ha sido puesto de manifiesto repetidas veces por el magisterio de la Iglesia. Ya san Pablo VI quiso destacar este aspecto del Rosario (su orientación cristológica; cfr. Exh. Ap. Marialis cultus, 2-II-1974, n. 42), pero sobre todo lo ha resaltado san Juan Pablo II, en particular en su Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, 16-X-2002, tanto al afirmar que, por medio de esa devoción "el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor" (n. 1), como al ir desplegando en el cuerpo de la Carta apostólica, apartados como los siguientes: "Recordar a Cristo con María" (n. 13), "Comprender a Cristo desde María" (n. 14), "Configurarse a Cristo con María" (n. 15), "Rogar a Cristo con María" (n. 16), "Anunciar a Cristo con María" (n. 17), "El Rosario, camino de asimilación del misterio (de Cristo)" (n. 26).

299d "Seguir a Cristo: este es el secreto". Como es patente, el término "secreto" no está aquí empleado en el sentido de cosa oculta, algo que se mantiene al resguardo del conocimiento de otros, etc., sino como modo de expresar lo que se considera esencial en el tema del que se predica dicho término. El secreto de la santidad cristiana, su esencia, consiste en "seguir a Cristo", fórmula en la que san Josemaría condensa en una palabra (seguir) lo que ha sido tradicionalmente enunciado, por él mismo en otros textos (en este mismo, en los párrafos sucesivos), y por tantos otros autores, como el proceso de seguimiento, imitación e identificación con Cristo. El sintético "seguir" es glosado a continuación por el Autor con una frase, que habla de estar y vivir con Cristo ("acompañarle", "que vivamos con Él"), reforzada por dos veces con la locución adverbial "tan de cerca", que indica –en clave de cercanía espiritual, que es de lo que aquí se trata– gran proximidad, corta distancia, y en último extremo, identificación con Él. Hace uso también de otra expresión paulina característica: "revestirse de Cristo" (Rm 13, 14; cfr. revestirse del hombre nuevo: Ef 4, 24; Col 3, 10; cfr. Ga 4, 19: "hasta que Cristo esté formado en vosotros", esto es, hasta que estéis conformados con Cristo, con la forma Christi, con su ser), para reflejar a Cristo en la propia conducta. Y siempre con la deseada consecuencia apostólica: a través de ese reflejo "los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo" (cfr. ECP, 58f; F, 140). Seguir, identificarse, reflejar: ser (querer ser), por la gracia y la correspondencia, "otro Cristo" es el "secreto" de la santidad y de la eficacia apostólica.

300a "En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle". Los pasos de la conformación con Cristo, antes mencionados (seguimiento, imitación, identificación), son presentados "como cuatro escalones" –lo que acentúa su unidad y la continuidad del proceso–, aunque también usa el Autor el término "etapa", y denominados con una terminología distinta, aunque de significado, en conjunto, equivalente: "buscarle, encontrarle, tratarle, amarle". La forma verbal empleada ("he distinguido") parece hacer referencia a algo realizado en un momento anterior, y probablemente es una alusión a lo que había escrito en el punto 382 de Camino: "Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: ‘Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo’. / –Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?". Ese texto recoge, a su vez, literalmente, la dedicatoria que san Josemaría había escrito, el 29 de mayo de 1933, en un ejemplar de la Historia de la Pasión, del P. Luis de la Palma, que regaló a Ricardo Fernández Vallespín (cfr. C ed. PR, in loco).
"Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas". Esos cuatro escalones o etapas, o pasos sucesivos –el número y la denominación no son lo sustancial, y pueden variar según los autores– forman parte de un mismo proceso de progresiva semejanza con Cristo, lo que supone que su sentido viene dado por la unidad que forman. Tal unidad no debe entenderse sin más como el resultado final de acciones sucesivas en el tiempo, sino como una realidad de la que ya se parte, por la gracia, y en la que se va creciendo y madurando, por medio siempre de la gracia y la correspondencia. Quien se decide y se esfuerza en buscar a Cristo ("primera etapa"), es porque ya tiene fe en Él y ya le ama ("fe que actúa por la caridad", Ga 5, 6) ("cuarta etapa"); si no, no le "buscaría"; lo que "busca" es conocerlo mejor y amarle más, y eso significa que ya lo ha "encontrado" ("segunda etapa") y ya tiene trato con Él ("tercera"). Es decir, los cuatro escalones o etapas se están dando siempre al mismo tiempo, y se va creciendo progresivamente en todos a la vez, de manera semejante a como va madurando en fruto lo que ya estaba en la semilla. El incipiente que busca a Cristo porque en su alma se ha encendido el amor, ya también lo ha encontrado y va intimando más en su trato (hablándole en su alma, recibiéndole en la Eucaristía, etc.), sabiendo que le queda mucho por avanzar: siempre busca, siempre ama. De manera análoga, el santo, que ama a Cristo con todo su ser, no se cansa de seguir buscándole y tratándole dentro de su corazón y en todas las circunstancias: siempre ama, siempre busca, y sabe que le queda también mucho por crecer. Se entiende bien que san Josemaría haya escrito: "quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa", pues, efectivamente, el que ya ama sabe que es todavía poco para lo que debería ser, y siempre se halla a sí mismo, en su insuficiencia, como empezando. "El justo, que siga practicando la justicia; y el santo, que se santifique todavía más" (Ap 22, 11). En la vida de unión con Dios siempre se está empezando, aunque de hecho no se esté partiendo de cero. Y cuanto más se ha avanzado en el amor, y más claramente se ve lo mucho que queda, mejor se comprende el énfasis que pone el Autor en la búsqueda, cuando escribe: "Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas": en el interior de vuestro corazón, en lo que bulle en vuestra alma, en la intimidad compartida con Dios de la propia conciencia.

300b "Ruego al Señor que nos decidamos a alimentar en nuestras almas la única ambición noble". Al mostrar el objeto de su oración ("ruego al Señor"), se desvelan también algunos rasgos esenciales del alma de san Josemaría, y, en consecuencia –como alma de fundador–, del espíritu de santificación que a partir de él se propaga en la Iglesia y en el mundo: a) "Que nos decidamos a alimentar en nuestras almas la única ambición noble, la única que merece la pena: ir junto a Jesucristo": cuando se ha conocido a Cristo y se le ama, no puede haber una ambición distinta: esta es la sabiduría cristiana de todos los tiempos, desde san Pablo: "Considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él" (Flp 3, 8-9); b) "Como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia, con abnegación, sin descuidar nada": siempre está presente, en el cristocentrismo espiritual del Autor la referencia a Santa María, inseparable de san José, sobre todo cuando se consideran las escenas de Belén y Nazaret, aquí sobreentendidas; los tres complementos: "con ansia, con abnegación, sin descuidar nada", dan también mucha luz acerca del seguimiento de Cristo que vive y propone san Josemaría; c) "Un recogimiento interior, compatible con nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano": apunte breve pero esencial; así es el cristiano al que habla y con el que sueña el Autor: enteramente de Cristo, a través de María, y enteramente –con Él– del mundo, protagonista como los demás de sus dinamismos familiares, culturales y sociales; quien entienda esto, ha entendido el Opus Dei; d) De Cristo se aprende a ser "otro Cristo", para "cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos".

301a [tb/m671126]: "Cuando nos dedicamos al Señor, Él permite que vengan por dentro y por fuera: sufrimientos, soledad, contradicciones, calumnias, burlas. Porque quiere hacernos a su imagen y semejanza, y hace quizá que nos llamen locos, que nos tengan por necios". [tb/versión 1972]: "También cuando nosotros nos damos a Dios de veras, cuando nos dedicamos al Señor, a veces Él permite que vengan el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y hace quizá que nos llamen locos y nos tengan por necios".
"Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz". En este n. 301, en todos sus párrafos, suena escondida pero vivamente, como en tempo di adagio, una melodía autobiográfica, escrita con humildad y caridad. Es, por seguir con la misma imagen, la música del encuentro con la Cruz, que siempre resonó con intensidad en el alma de san Josemaría, por querer expreso de Dios. La Cruz siempre ocupa, en su vida y en su enseñanza, un lugar privilegiado: es una experiencia central de su persona, de su camino y de su espiritualidad (pueden verse, al respecto, los pasajes de AI, n. 389 y de la meditación del 28-IV-1963 que hemos transcrito en nota en 28b).
"… es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza". El verbo empleado es "saborear", paladear con deleite cada una de esas graves dificultades, semejantes a las que Cristo mismo hubo de padecer; por esa misma razón, porque Él permite que otros las padezcan con Él y por Él, se hace posible soportarlas por amor, aunque duelan. Se podría redactar una detallada exposición histórica –algo hay ya escrito en las biografías de san Josemaría– de cada una de esas circunstancias que significaron, en verdad, para el Autor ocasiones de saborear la Cruz amada de Cristo. Véase, por último, que todo el acento del párrafo, y del entero número 301, está puesto no en los sufrimientos de la criatura (que pesan, pero que se saborean), sino en el hecho de que están permitidos por el Señor: los ha querido Él.

301b "Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos". En la misma frase está dibujado el perfil inmediato de la noción, común a toda mortificación que, interna o de origen externo, material o espiritual, del cuerpo o del alma, pequeña o grande, responde a un mismo presupuesto: no ha sido voluntariamente buscada, sino "que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos". Seguimos en el plano ya antes descrito: continúa resonando la música del encuentro con la Cruz, que Cristo facilita a quienes ama. Precisamente en el amor pone san Josemaría el acento: "es la hora de amar la mortificación pasiva". La hora que el Señor ha querido o ha permitido que llegue, de modo inesperado. "Llegan a herir a las ovejas, con las piedras que debieran tirarse contra los lobos". La imagen utilizada hace recordar, no en la letra sino en el sentido, el pasaje de Jn 10, 12: "El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye". Se refiere el Autor a un sufrimiento –posiblemente el que él mismo ha padecido o está padeciendo cuando escribe estas palabras– procedente de quienes no se debería esperar, de "quienes habrían de amarle, (pero) se comportan con él de una manera que va de la desconfianza a la hostilidad, de la sospecha al odio". Suspicacias, hostilidad, recelos, como los que a veces hubo de sufrir, con origen en hermanos, ab intra de la Iglesia. Cristo padeció el abandono de los suyos y la persecución injusta de la autoridad, y por esa vía han debido caminar en la historia de la Iglesia muchos de sus discípulos. Pero, ¡atención!: el Autor está hablando de amor a lo que Dios permite; no está señalando a nadie, no se está quejando…, ni siquiera, en realidad, está hablando de modo explícito (quizás sí implícitamente) de sí mismo. Simplemente está mostrando un camino de Cruz, por el que la Providencia divina ha querido que también transitara él, y que ha aceptado recorrer por amor.

301c "Y quizá el Señor permite que su discípulo se vea atacado con el arma, que nunca es honrosa para el que la empuña, de las injurias personales". Ese "quizá" parece indicar que algo –que tiene su origen en la libertad de los hombres– podría o debería no haber sucedido, pero que los misteriosos designios del Amor de Dios permiten que suceda. El Autor parece aludir a algo que claramente ha tenido lugar, y que le ha hecho padecer seriamente. No podemos asegurar, con solo este breve párrafo, a qué se refiere, pero sí cabe conjeturar que pueda decir relación con episodios conocidos, que tuvieron lugar en el duro periodo 1965-1975, en el contexto de la defensa de la libertad de los miembros del Opus Dei en materia político-social, y de la consecución de la deseada configuración canónica definitiva (cfr. VdP, 3, cap. 22, n. 7), y que abarcaron tanto el plano de la injuria personal (loco, ambicioso de honores y de poder, etc.), como el de la afrenta a la Institución.

301d relajada últ redac ] permisiva penúlt redac || según su capricho últ redac ] a su gusto penúlt redac
"Quienes sostienen una teología incierta y una moral relajada…". Este párrafo 301d –como los otros del n. 301, salvo 301a– no tiene paralelos ni en la meditación de 1967, ni en la versión de 1972. El Autor continúa refiriéndose aquí de manera indirecta, pero con claridad, a situaciones y actitudes personales poco ejemplares, sembradas por todas partes en el pueblo de Dios durante aquellos años; además de fuente de desconcierto para muchos fieles cristianos, fueron también causa de arbitraria discriminación dentro de la Iglesia, al etiquetar negativamente a los demás conforme a peculiares enfoques de la doctrina conciliar y de la actividad pastoral. Por lo que se refiere a san Josemaría y al Opus Dei, se puede también afirmar que hubieron de padecer no poco, en el periodo mencionado, esos desafueros.
"… con una disciplina de hippies". En los precedentes, ya indicados, de esta homilía, no había empleado el Autor los términos que aquí utiliza, términos que hablan por sí solos (en especial la expresión: "disciplina de hippies"). Sobre este pasaje de la homilía se conservan diversos testimonios, que ayudan a situarlo, de personas que trabajaban cerca de san Josemaría en aquellos primeros meses de 1973. Por ejemplo, el Dr. Joaquín Navarro-Valls escribe: "D. Álvaro me llamó por teléfono a la oficina del aop [Nota del Editor: ‘aop’ significa ‘apostolado de la opinión pública’, o lo que llamaríamos, departamento de información y comunicación institucional del Opus Dei], para preguntarme si en una fecha de algunos años antes –fecha de referencia que no recuerdo– existía ya el fenómeno socio-cultural de los hippies. La pregunta naturalmente me sorprendió. Le respondí que creía que sí pero que lo comprobaría y se lo confirmaría enseguida. / No me fue difícil comprobar que, efectivamente, en la fecha a que se refería D. Álvaro, existían ya los hippies. Creo que la respuesta se la di incluso por teléfono. / Como sabía que nuestro Padre y D. Álvaro estaban revisando los textos de algunas homilías que se iban a publicar, pensé que esa pregunta se refería de alguna manera al trabajo que estaban haciendo. Luego comprobé que en la homilía de nuestro Padre Hacia la santidad hay efectivamente una referencia a la ‘disciplina de los hippies’ en el número 301 de Amigos de Dios" (AGP, A.3, 87-2-4). Análogamente, Manuel Cabello ha señalado lo que sigue: "Colaboré en copiar varias versiones de la homilía Hacia la santidad. Me parece recordar que fue una de las homilías más trabajadas por nuestro Padre. En uno de los párrafos (cfr. Amigos de Dios, 301) añadió, entre otras cosas, lo de la ‘disciplina de hippies’. (…) Poco después nos llamó para pedirnos que nos cercioráramos de que el movimiento hippie existía ya en el año 1967, fecha en la que había predicado la meditación que está en la base de esa homilía" (ibid.).

301e entienden últ redac ] saben penúlt redac
"Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo…". En el verbo que el Autor emplea al inicio ("esculpir"), descansa toda la fuerza explicativa del párrafo, que parece estar escrito de un tirón, sin punto y aparte, como salido del corazón. El escultor –es la imagen que se adivina detrás– talla la piedra o la madera a golpe de martillo y cincel, para obtener una representación del modelo que quiere reproducir. En la vida espiritual el modelo y artífice es Cristo, que esculpe su figura en el discípulo por obra del Espíritu Santo, figura que, para guardar la debida semejanza, ha sido modelada con el martillo y el cincel de la Cruz. E inmediatamente, no para rebajar peso a lo dicho, sino para destacar su carga positiva, se destaca la serenidad y la paz que trae consigo la Cruz, si es la de Cristo. Paz de un corazón sincero, comprometido con la verdad; serenidad de conciencia de quien actúa con rectitud de intención. En la última frase del párrafo describe san Josemaría una actitud –presentada como don de Dios–, que sirve como principio axiomático para cuantos quieren seguir a Cristo de cerca: tener "el convencimiento de que solo se encontrarán cómodos, cuando se decidan a no serlo".

302 [tb/m671126]: "Y entonces, al contemplar la Humanidad Santísima de Jesús, vamos mirando una a una sus llagas, y en esos momentos de purgación pasiva, dolorosos, fuertes, de lágrimas, ¡dulces y amargas!, que procuramos esconder, entonces nos sentimos inclinados a meternos dentro de cada una de aquellas llagas ¡para purificarnos!, para gozarnos, con esa sangre redentora, para fortalecernos. Vamos allí como las palomas, al decir de la Escritura, van por los agujeros de las rocas cuando hay tempestad". [tb/versión 1972]: "Entonces, al admirar la Humanidad Santísima de Jesús, vamos descubriendo una a una sus Llagas; y en esos momentos de purgación pasiva, dolorosos, fuertes, de lágrimas ¡dulces y amargas! que procuramos esconder, nos sentimos inclinados a meternos dentro de cada una de aquellas Llagas, para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Vamos allí como las palomas que, al decir de la Escritura (cfr. Cant. II, 14), se esconden en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad".
"Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas". Antes de comentar el contenido concreto de esta frase y de la mención de las Llagas de Cristo, es oportuno hacer un breve excursus. El tono de elevadísima vida espiritual, que viene advirtiéndose de manera creciente en la homilía, estaba ya presente en los textos básicos, como se puede apreciar en los pasajes transcritos, y más en concreto –es lo que queremos destacar– en el primero, que procede de la meditación predicada por san Josemaría el 26 de noviembre de 1967. Para los asistentes a aquella meditación era patente –también ahora lo es para quienes leemos esta homilía, que reproduce en buena medida aquel texto–, que san Josemaría, aunque hiciera uso del "nosotros", estaba mostrando el camino personal por el que Dios le llevaba. Aquellos oyentes fueron conscientes, y los actuales lectores podemos también serlo, de que en todas aquellas palabras (que eran también su oración personal), san Josemaría estaba dando muestra del grado de unión con Dios y de la singular elevación sobrenatural característicos de las almas de profunda vida mística: el alma atraída por Dios como el hierro por el imán, la contemplación infusa, la dura mortificación pasiva ("esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder"), la paz y la alegría, la plena conformidad con la voluntad divina…, son signos que están hablando de experiencias sobrenaturales que traspasan el ámbito de la lucha ascética. En estos párrafos no estamos asistiendo simplemente a la exposición de una enseñanza espiritual, sino a un velado relato de intensas e íntimas experiencias místicas. A partir de este momento de la homilía, y prácticamente hasta el final, como podremos comprobar, esta certeza se intensifica. Un autor de nuestros días, al estudiar las distintas formas de experiencia mística (que denomina, por ejemplo, mística de unión, de encuentro interpersonal, de la ausencia, de la caridad ejercida, etc.), menciona la "mística de la filiación divina", con la que relaciona acertadamente a san Josemaría (cfr. J.L. ILLANES, Tratado de teología espiritual, Pamplona, Eunsa, 2007, pp. 573-575); se podría quizás añadir que es preciso hacer más hincapié en la relación entre filiación y cruz redentora.
"… descubriremos una a una sus Llagas (…) necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos". La veneración de todo lo relacionado con la Pasión del Señor, y con las heridas infligidas sobre su cuerpo –mostradas por el Resucitado a los discípulos ("Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo", Lc 24, 39; "Después le dijo a Tomás: –Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente", Jn 20, 27)–, tiene raíces antiguas entre los creyentes. Es posible que, además de en los textos recién citados, haya también un primer esbozo de esa devoción en la narración de san Juan del hecho histórico de la lanzada: "Uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron" (Jn 19, 34-37). Dicha veneración adquiere creciente relevancia en la piedad del pueblo cristiano a partir de san Francisco de Asís, gran devoto de la Pasión del Señor, que además, en la noche de 13 al 14 de septiembre de 1224, recibió en su cuerpo, como don de Dios, la impresión de las cinco heridas. En la historia de la Iglesia se conocen otros verdaderos estigmatizados, como, por ejemplo, santa Gema Galgani y san Pio de Pieltrecina. (Algunos incluso se remontan a san Pablo, al interpretar literalmente, en ese sentido, el texto de Ga 6, 17: "En adelante, que nadie me importune, porque llevo en mi cuerpo las señales de Jesús"). La devoción moderna a las Santas Llagas está ligada a la Sierva de Dios sor María Martha Chambón, hermana lega de la Orden de la Visitación de Santa María, en Chambéry (Francia), a quien el Señor le comunica en 1867: "Yo te he escogido para hacer revivir en los actuales tiempos, tan difíciles, la devoción a mis Santas Llagas" (cfr. el pequeño libro La Hermana María Marta Chambon y las Santas Llagas de Nuestro Señor Jesucristo, editado primero en francés [Chambéry, 1923] y luego en español en 1924 por las religiosas de la Visitación de Santa María, así como la edición más amplia: Soeur Marie-Marthe Chambon [1841-1907], Chambéry, 1928). Viniendo ya al texto de san Josemaría que comentamos, se debe señalar que su devoción a las Llagas del Señor, a "meterse" en esas "Santísimas Heridas", "para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos", es antigua en él. Para comprobarlo basta leer los puntos 93, 288 y 555 de C, cuyo contenido se remonta a los primeros años 30 del siglo pasado. La cuestión se ha abordado con amplitud en la edición crítico-histórica de Camino, a la que remitimos al lector (cfr. especialmente el comentario a los puntos mencionados). Allí se dice, en efecto, que: "La práctica de ‘meterse’ en las llagas de Cristo venía de lejos en Josemaría Escrivá. De enero de 1934 es la consideración que da lugar al p/288 de C. Y de julio de ese año el deseo de cumplir el propósito ‘antiguo’ de meterse cada día ‘en la Llaga del Costado de mi Señor’". Textos análogos pueden verse en F, 5, 98, 755, 894, 934. En uno de los guiones autógrafos preparados por san Josemaría para su predicación, titulado "La resurrección" y fechado a 27-III-1934 (AGP, A.3, 186-2-33), se lee: "Pedir amor a las benditas Llagas de Jesús Resucitado".

303a "No pensemos que, en esta senda de la contemplación, las pasiones se habrán acallado definitivamente. (…) El enemigo de Dios y del hombre, Satanás, no se da por vencido, no descansa". Alude el Autor a las pasiones en general; no le interesa en este momento detenerse más, pues lo que quiere destacar de esos movimientos del alma –que influyen en el obrar del hombre, aunque no al margen ni por encima de su voluntad y su libertad–, es su pervivencia en todas las situaciones, también cuando el alma está metida en la "senda de la contemplación". En este punto de la moral católica es muy probable que, como en otros, san Josemaría se atenga a la doctrina de santo Tomás de Aquino, que ha desarrollado un amplio estudio de las pasiones en diversas obras, principalmente en la S. Th., I-II, qq. 22-48, siguiendo los pasos de Aristóteles, san Agustín, el Pseudo-Dionisio y san Juan Damasceno. Tomás, al tratar en la cuestión 23 del texto citado de las pasiones que están en el apetito concupiscible o en el irascible, menciona once: amor, odio, deseo, aversión, gozo, tristeza, esperanza, desesperación, temor, audacia e ira; otras las estudia dentro de estas, como partes accidentales. Para lo que aquí nos interesa, no es preciso concretar más. San Josemaría quiere prevenir de la continuidad de las pasiones, que no desaparecen: pueden estar más sujetas al dominio de la razón y de la voluntad por medio de la virtud, pero perduran con la persona. Y dada la flaqueza de la naturaleza humana herida por el pecado, si están débilmente gobernadas por la razón, también pueden ser objetivo de la tentación y del tentador. El Autor subraya que "el enemigo de Dios y del hombre, Satanás, no se da por vencido, no descansa", y –como pone de manifiesto el pasaje de las tentaciones de Jesús en el desierto (cfr. Mt 4, 1ss.)–, asedia sin tregua a la criatura, e incluso más cuanto más advierte que "el alma arde encendida en el amor a Dios".

303b [tb/m671126]: "Cuando la carne quiere recobrar sus fueros perdidos o la soberbia, que es peor, se encabrita: ¡¡a las llagas de Cristo!! Ve como más te conmueva, hijo, como más te conmueva. Mete en las llagas del Señor ese amor humano… y ese amor divino. Es buscar la unión. Es sentirse hermano de Cristo y saberse consanguíneo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado a Jesús". [tb/versión 1972]: "Cuando la carne quiere recobrar sus fueros perdidos o la soberbia, que es peor, se encabrita, ¡a las Llagas de Cristo! Ve como más te conmueva, hijo, como más te conmueva; mete en las Llagas del Señor todo ese amor humano… y ese amor divino. Que esto es buscar la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús".
"Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios, os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia –que es peor– se rebele y se encabrite…". La tentación diabólica a veces es solo transitoria, pero también en ocasiones es dura y persistente, verdadero asedio que incita a ceder a las malas inclinaciones, o a no someter los malos instintos, las pasiones desviadas de la recta razón por un mal obrar, quizás habitual, y no regidas por una voluntad asimismo debilitada a base de claudicaciones. Pero la tentación puede también abatirse sobre personas de conciencia recta y de profunda vida interior. Muchos santos han dado testimonio de haberlas padecido, incluso durante muchos años, y de haberlas vencido con humildad y oración, con firmeza en la fe y abandono en Dios. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, declara: "Algunas veces, en las tentaciones que ya dije, me parecía que todas las vanidades y flaquezas de tiempos pasados tornaban a despertar en mí, que tenía bien que encomendarme a Dios. Luego era el tormento de parecerme que, pues me venían aquellos pensamientos, que debía de ser todo demonio, hasta que me sosegaba el confesor. Porque aun primer movimiento de mal pensamiento me parecía a mí no había de tener quien tantas mercedes recibía del Señor" (SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 31, 11). Las tentaciones del Señor en el desierto, antes mencionadas, a las que se somete para vencerlas, son testimonio y prueba que nos deja de que la tentación, con la gracia de Dios, siempre es superable. En el presente párrafo san Josemaría habla de nuevo –ahora sin veladuras– para aconsejar a partir de su experiencia ("experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios"), y por tanto con ánimo de enseñar. Cuando viene la tentación, sea la que trata de morder y herir en el flanco débil de la carne ("cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos"), o la que pretende confundir el espíritu (cuando […] "la soberbia –que es peor– se rebele y se encabrite"), nos exhorta a buscar rápidamente refugio seguro en Cristo. Pero lo expresa con el lenguaje propio del alto grado de ensimismamiento en Cristo (en Cristo Crucificado), en que se encuentra su alma cuando escribe esas palabras: "os aconsejaré que (…) os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho". Cobijarse es refugiarse donde uno sabe que va a estar protegido. Esas Llagas Santísimas, que el Resucitado porta en su cuerpo y muestra, son la atestación y el emblema, no ya solo de su victoria, sino también de su amor sin condiciones, de su inmensa misericordia y de su poder. En otro de sus textos, san Josemaría, de manera semejante, nos dice: "También tú puedes sentir algún día la soledad del Señor en la Cruz. Busca entonces el apoyo del que ha muerto y resucitado. Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia" (VC, XII Est., 2).
"Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús". La certeza de encontrar refugio seguro en Cristo, ante cualquier adversidad interior o exterior, y de poder descansar en Él, se acentúa al calor del amor materno de María. Estas breves líneas finales del párrafo, nos recuerdan lo que tuvimos oportunidad de considerar en la homilía "Madre de Dios, Madre nuestra", y son también una ratificación de cuanto hemos dicho acerca del alma mariana del cristocentrismo de san Josemaría, también el de naturaleza mística.

304a-b Nota del Editor: En la cita de 1Co 4, 7 en el párrafo 304a, y en la de 2Co 4, 8-10 de 304b, el Autor sigue la versión castellana de Carmelo Ballester, de 1936, apoyada en la de Torres Amat. Por esa razón aparecen algunos términos o expresiones, que el P. Ballester añade con sentido aclaratorio, pero que no pertenecen propiamente a la versión de la Vulgata. Las hemos dejado sin ninguna indicación en el texto, pero las señalamos aquí: en 304a, "frágil y quebradizo" y "que se advierte en nosotros" (ambas en v. 7); en 304b, "o sin recursos" (v. 8) y "representada" (en v. 10).

304c "Imaginamos que el Señor, además, no nos escucha, que andamos engañados, que solo se oye el monólogo de nuestra voz". Estamos ya contemplando, con san Josemaría, la Santa Cruz, no solo para mirarla sino para saber tomarla amorosamente sobre nuestros hombros. Y puede resultar muy pesada. Cuando quizás parezca que uno ya no puede más, cuando es grande y duradero el sufrimiento, cuando el Señor quiera permitir –si es que lo quiere– que se sienta el abandono de "la hora nona" ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?", Mt 27, 46), san Josemaría, que hace poco nos invitaba a buscar abrigo en las Heridas de Cristo: "descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano… y ese amor divino" (303b), ahora nos está diciendo que ese rigor –en un alma en la que hay amor de Dios y "verdadero y práctico (…) horror al pecado, aunque sea venial"– es un signo cierto de la Cruz, que se nos permite llevar. Es un don de Dios, aunque pueda costar entenderlo. El Autor –siempre desde su experiencia personal, y tomando ahora como ejemplo la fe y el tesón de la Cananea– dice para él y para nosotros: "nos postramos rendidamente como ella, que le adoró, implorando: Señor, socórreme. Desaparecerá la oscuridad, superada por la luz del Amor".

305b "Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos –incluso de sus enemigos–, ¡cuánto más cuidará de sus amigos!". En la oración contemplativa, que es el modo de oración que aquí estamos considerando, el alma tiene experiencia pasiva de la acción de Dios en ella. Como escribe santa Teresa de Jesús: "ama la voluntad, la memoria me parece está casi perdida, el entendimiento no discurre, a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, sino está como espantado de lo mucho que entiende, porque quiere Dios entienda que de aquello que Su Majestad le representa ninguna cosa entiende" (SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, 10, 1). El alma está llena de paz y de seguridad, "nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien". Con lenguaje teresiano habría que hablar de oración de quietud, que "es un ponerse el alma en paz, o ponerla el Señor con su presencia, por mejor decir, como hizo al justo Simeón, porque todas las potencias se sosiegan. Entiende el alma, por una manera muy fuera de entender con los sentidos exteriores, que está ya junto cabe su Dios, que con poquito más llegará a estar hecha una misma cosa con Él por unión" (SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, 31, 2). De manera semejante, usando el término "visitación", que alude a los momentos en los que irrumpe con fuerza la gracia divina y se desvela un preciso querer de Dios, escribe el Autor: "Así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino". Esas "visitaciones" son singulares manifestaciones de la voluntad divina. La existencia cotidiana de san Josemaría estuvo jalonada de esos momentos fuertes y de esas inesperadas luces: verdaderos tiempos de un "pasar divino", portadores de luz, de fortaleza, de consuelo, de exigencia de santidad, y siempre de urgencia apostólica.

306a "Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él". La contemplación y unión con Cristo en la Cruz, la búsqueda amorosa de refugio en sus Llagas, da ahora paso a la contemplación del misterio de la inhabitación trinitaria en el alma en gracia. Entramos así a considerar, de la mano del Autor, la cumbre de la oración mística. La homilía, en consecuencia, alcanza en los próximos números, recogidos bajo el epígrafe: "La Trinidad Beatísima", su cota más alta, sintetizada en los párrafos 306b y 307a. En san Josemaría el misterio trinitario –al que se refiere en numerosas ocasiones– es creído conforme a la fe de la Iglesia como unidad de esencia y Trinidad de Personas, pero aquí, de manera análoga a otros autores que han manifestado estas experiencias, se centra en la distinción de las Personas entre sí, y en su presencia en el alma. Sobre santa Teresa, por ejemplo, de la que a continuación recogemos algunos textos, se puede ver: C. GARCÍA, "Trinidad Sacratísima", en Diccionario de Santa Teresa de Jesús, Burgos, Monte Carmelo, 2000, pp. 1365-1372.

306b [tb/m671126]: "Más tarde, el alma, en ese trato con Dios (…), necesita tratar a cada una de las Personas de la Trinidad. Es un descubrimiento, como el que hace un niño pequeño en la vida terrena, el que hace un alma en la vida sobrenatural. Y comienza a hablar con el Padre, y con el Espíritu Santo. Y a sentir la actividad del Espíritu Santo vivificador, que se nos da sin merecerla: ¡los dones!, ¡las virtudes sobrenaturales! Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo a la unión". [tb/versión 1972]: "Más tarde, el alma necesita tratar a cada una de las Personas divinas. Es un descubrimiento, como los que hace un niño pequeño en la vida terrena, el que realiza el alma en la vida sobrenatural. Y comienza a hablar con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y a sentir la actividad del Paráclito vivificador, que se nos da sin merecerla: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo, a la unión".
"El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas". La altísima realidad espiritual descrita (por más que sea indescriptible), solo es expresable en palabras desde la propia experiencia y, como aquí hace san Josemaría, buscando modos de decir que, subrayando la grandeza inefable de la gracia recibida, concedan espacio a la verdad de la percepción humana (el "descubrimiento que realiza el alma en la vida sobrenatural"). Ese "descubrimiento" es puro don de Dios: no es punto de llegada de nada anterior, aunque anteriormente el alma que lo recibe haya sido fidelísima en el amor y en la lucha. Alcanzar esa intimidad solo es posible para quien Dios se lo concede. San Josemaría, que evitaba hablar de los dones sobrenaturales recibidos, se limita en este párrafo a declarar lo acontecido –con la seguridad de quien lo conoce como algo propio–, pero con mucho recato. La Santa de Ávila narra análoga experiencia en distintos escritos; por ejemplo, en las Relaciones o Cuentas de conciencia se encuentran textos como estos: "… (el alma) Entiende tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual (…); y así me parecía hablarme todas tres Personas y que se representaban dentro de mi alma distintamente" (Relación 16); "(…) Me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas (…) Parecíame que de dentro de mi alma, que estaban y vía yo estas tres Personas…" (Relación 18). Con una formulación algo más precisa, ella misma escribe: "Metida (el alma) en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos" (SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas Séptimas, cap. 1, 6). La figura, mencionada por san Josemaría, de la "criaturica", que va viendo y distinguiendo lo que hay alrededor de sí, sin acabar de comprenderlo, es muy ilustrativa. En los dos textos básicos, en el pasaje paralelo a este, hemos leído una frase final, que no escribe el Autor en la homilía: "Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo, a la unión". Los autores al llegar a este punto suelen utilizar, siguiendo a Teresa y otros grandes místicos, la imagen de la unión esponsal, para significar de algún modo –en un lenguaje humano siempre incapaz de explicar lo sobrenatural–, la plena donación de Dios al alma y del alma a Dios, esa inefable unión que tiene lugar, con palabras de Teresa, "en el centro muy interior del alma" (ibid., cap. 2, 3). San Juan de la Cruz, en la "Declaración" de la canción ¡Oh cauterio suave! / ¡Oh regalada llama!, explica: "En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra de unión" (Llama de amor viva, Segunda canción, n. 1).

307a [tb/m671126]: "Hemos ido buscando quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum (Ps. XLI, 2). Con sed…, rota la boca, con sequedad. Y queremos ¡beber! en esa fuente de agua viva. Y sin hacer rarezas, a lo largo del día, con la formación que en Casa se recibe, que se basa en descomplicar el alma humana –que si nos descuidamos es tan complicada–, se ha llegado a la fuente de agua viva. Y entonces ya no se habla, ya el entendimiento se aquieta, se mira, ¡no se habla, se mira!, y el alma ¡siente!, ¡sabe!, que es mirada amorosamente por Dios a todas horas". [tb/versión 1972]: "Hemos ido quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum (Ps. XLI, 2), de igual modo que el ciervo ansía las fuentes de las aguas: con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Y, sin hacer rarezas, a lo largo del día, con la formación que en la Obra se recibe –que se basa en descomplicar el alma humana–, se ha llegado a ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Ioann. IV, 14). Entonces ya no se habla, porque la lengua no sabe expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se habla, ¡se mira! Y el alma rompe a cantar, porque se siente y se sabe mirada amorosamente por Dios, a todas horas".
"Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna". Está hablando el Autor de un grado muy encumbrado de elevación sobrenatural, que traspasa la brevedad del momento puntual y se extiende en el tiempo. Es una experiencia de contemplación infusa duradera, indicada aquí con la fórmula genérica "a lo largo del día", que apunta más a un estado continuado del alma que a un periodo pasajero. San Josemaría tiene interés en señalar que ese incesante estar en Dios discurre "sin rarezas", en el interior del alma, sin manifestaciones externas llamativas: como algo que queda entre el alma y Dios. No obstante, está describiendo en extrema síntesis un estado de contemplación sobrenatural que supera la capacidad humana de conceptualizar y discurrir, y que solo parece ser expresable por medio del verbo "mirar", sinónimo aquí de visión intelectual, intuitiva, sobrenatural, sin raciocinio y, por todo ello, inefable: "Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira!".

307b [tb/m671126]: "Hijos míos, que yo no os hablo de cosas extraordinarias. Son, tienen que ser fenómenos ¡ordinarios! de nuestra alma. Por allí debéis llevar a vuestros hermanos. Con esa locura de amor que hace saber sufrir y saber hacer, porque Dios nos da el don de la Sabiduría: por eso sabemos, porque sabe Él y nos enseña. ¡Y nos da una serenidad!, ¡una paz!". [tb/versión 1972]: "Hijos míos, os repito que no estoy hablando de un camino extraordinario. Lo más extraordinario, para nosotros, es la vida ordinaria".
"No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma". En verdad, cualquiera podría decir –en términos de habitual intelección de tales hechos– que estamos ante algo extraordinario… El Autor, en cambio, está diciendo, tal como él lo ve y lo experimenta, que ha de entenderse como un desembocar de "fenómenos ordinarios de nuestra alma"… Aquí hay algo importante, que pide ser resaltado. La positiva reafirmación de lo ordinario, de lo corriente, de las situaciones comunes de la existencia o incluso, como en este caso, del normal desarrollo de la vida interior, está siempre cargada de significado en san Josemaría. Constituye una ineludible acentuación de su enseñanza, de carácter fundacional: un elemento doctrinal exigido por el espíritu y la misión que Dios le confió. No quiere esto decir, como el propio texto sugiere, que excluya los acontecimientos extraordinarios que, por gracia de Dios, puedan acontecer en las almas, y que él mismo –sin desearlos para sí– experimentó durante toda su vida. El acento recae más bien en la importancia de la común e inalterable relación entre Dios y la criatura, fundada y sostenida en el mutuo amor ("una locura de amor"), que se realiza cotidianamente "sin espectáculo", en el transcurrir de cada jornada. El espíritu que san Josemaría transmite –delicadamente aludido cuando menciona la Sabiduría "que Dios nos concede"– alienta y enseña a desarrollar una vida, "sin extravagancias", pero verdaderamente de "contemplativos en medio del mundo": en medio del mundo, como uno más, pero seriamente contemplativos, cara a Dios. Captar este aspecto –ya en otro momento anterior lo hemos indicado– significa poseer una clave esencial de la doctrina fundacional que estamos comentando.

308a [tb/m671126]: "Y alguno me ha preguntado: –Padre: ¿ascética?, ¿mística? (…) Sea lo que sea, ascética o mística, cualquier actividad infusa, qué más me da. Si tú procuras meditar, llega un momento en que el Señor no te niega los dones, el Espíritu Santo te los da. Fe, hijos míos". [tb/versión 1972]: "¿Ascética? ¿Mística? No lo sabría decir. Pero, sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué más da?: es un don de Dios. Si tú procuras meditar, llega un momento en el que el Señor no te niega los dones: el Espíritu Santo te los concede. Fe, hijos míos, y obras de fe. Porque eso ya es contemplación y es unión. Y esta es la vida de mis hijos en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera se den cuenta".
"¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios". Merecerían estas palabras un amplio comentario, que aquí no cabe hacer. Nos limitamos a señalar algunas líneas de fondo: a) Estamos ante un texto que procede de la predicación oral y en el que el Autor ha querido mantener, de algún modo, ese tono. b) No entra, por esa razón, en consideraciones técnicas, lejanas del sentido de estas páginas, y de los intereses de la mayor parte de sus lectores. c) No significa esto que a san Josemaría no le importe la teoría ascética o la ciencia mística, sino que esta homilía está en otro orden de cosas (en el de transmitir un espíritu de santificación, desde su propia vida). d) Como es lógico, el Autor, que, además de buen conocedor de la teoría, es sujeto de fenómenos extraordinarios de carácter místico, distingue entre el plano de la ascética y el de la mística. e) Lo que está señalando es que tal distinción de planos, en el ámbito de lo que en esta homilía está exponiendo (y a quien lo está exponiendo), ahora no interesa: "no me preocupa". En realidad, en mi opinión, está diciendo que no quiere entrar, en ese momento, en la cuestión de caracterizar teológicamente la enseñanza-experiencia que está predicando (a la que, por nuestra parte, y de cara al lector menos informado, haremos breve referencia al final de esta anotación). Pero también vale lo que él mismo señala en [tb/versión 1972]: "no lo sabría decir"; y es que, en efecto, estamos ante algo que no se resuelve con categorías habituales de ascética o mística, sino que pide ir más al fondo. Estamos –está el propio san Josemaría– ante algo "nuevo", ante un "molde nuevo" de vida de entrega y de vida espiritual… La clave está en comprender qué significa ser "contemplativos en medio del mundo". El lector estudioso e interesado por ahondar más, debe meditar la glosa que el Autor escribe a propósito de la expresión: "fe y hechos de fe". Esta es la glosa: "Eso es ya contemplación y es unión; esta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta". Fe y hechos de fe, es decir, una coherente vida de fe conforme al espíritu que enseña, "es ya contemplación y es unión", porque en eso consiste la coherencia mencionada: en desarrollar una "vida contemplativa en medio del mundo", con la necesaria "unidad de vida" que la acompaña.
La temática teológica en la que el Autor, aun conociéndola bien, no ha querido entrar es la que se ha dado en llamar la "cuestión mística", objeto de un intenso debate teológico en la primera mitad del siglo XX. El objeto del debate era la naturaleza de la mística cristiana y de la contemplación, buscando responder sobre todo al interrogante de si hay una "llamada universal" a ambas. Los más significativos autores al respecto, con posturas divergentes, fueron Auguste Saudreau (que publica, entre otras obras, en 1896 Les degrés de la vie spirituelle) y Augustin F. Poulain, autor en 1901 de Des grâces d’oraison. Otros teólogos de renombre que participaron con sus obras en la discusión fueron, por ejemplo, J. González Arintero, R. Garrigou-Lagrange, J. De Guibert, M. de la Taille, etc. Un buen estudio de conjunto sobre las posiciones y aportaciones de esos autores es el de M. BELDA – J. SESÉ, La "cuestión mística". Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona, Eunsa, 1998.
"… esta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta". Siempre afirmó san Josemaría que, dentro del camino espiritual por él vivido y transmitido (la vía de la contemplación, del trabajo santificado, de la secularidad y de la unidad de vida), se presentan muchos modos de recorrerlo, muchos caminos dentro del mismo camino. La razón está en la primacía, en el espíritu fundacional, de la persona y de su libertad: es el sujeto el que recorre libremente ese camino de plena identificación amorosa con Cristo (alter Christus), sin salir de –sin abandonar– su plena (constitutiva) condición secular de ciudadano entre ciudadanos iguales a él. Solía poner el ejemplo de una misma autopista con diversos carriles y diversas modalidades de uso (por ejemplo, con posibilidad de ir a mayor o menor velocidad)… Y escribe también: "aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta". Es una oportuna afirmación, pues se puede amar a Dios por encima de todas las cosas, con obras y día tras día (es decir, de manera habitual), sin "caer en la cuenta" a cada paso (es decir, sin conciencia siempre actual), de que ese amor es el verdadero motor de fondo de la propia vida. Es algo semejante a la entrega –voluntaria y libre– de una persona que ama (por ejemplo, una madre) respecto de la persona amada (por ejemplo, sus hijos): detrás de lo que hace está el amor que profesa, aunque no tenga siempre conciencia actual de que, en esta o en aquella circunstancia que forma parte del existir cotidiano, está actuando por amor.

308b [tb/m671126]: "Y esta es la vida de mis hijos en el mundo. Y esta clase de oración y de vida no nos aparta de las cosas terrenas, porque las cosas terrenas nos llevan a Dios. Y al llevar las cosas terrenas a Dios, la criatura diviniza el mundo. He hablado tantas veces del mito de Midas. ¡En oro convertimos todo lo que tocamos!, a pesar de nuestros errores personales".
"Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor". El comienzo de 308b incide de nuevo en el fondo de la doctrina fundacional que el Autor está exponiendo. En la vida contemplativa en medio del mundo del alter Christus, en su total entrega a Cristo y al establecimiento de su Reino allí donde cada uno se encuentra, es decir, en su existir plenamente secular en unidad de vida, "las actividades ordinarias", los afanes terrenos nobles –el trabajo cotidiano, los propios deberes familiares, sociales o profesionales, etc.– no constituyen obstáculo para amar a Dios, sino justamente lo contrario: ocasión y medio de un encuentro y un trato filial con Él, con afán de agradarle en todo.
"Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba!". El alter Christus, precisamente como tal, es decir, identificado con Cristo por la gracia y unido por amor a su obrar filial y redentor, rescata para Dios –lo lleva hacia Dios en Cristo, lo reconduce al ámbito del obrar redentor de Cristo– su "mundo" personal, y en ese sentido, lo "diviniza". Ese concepto de "divinización del mundo" –que debe ser leído en clave cristocéntrica y soteriológica, pero también antropológica, pues habla del mundo como tarea del cristiano– es característico de san Josemaría, corolario necesario de su doctrina fundacional. El alter Christus, con su vida santa contribuye a la santificación del mundo, de "su mundo", sin salir de él; convierte "en oro de méritos sobrenaturales" el cotidiano quehacer al reconducirlo con Cristo a Dios. El significado de la referencia al rey Midas es patente: en la mitología griega, Dioniso, dios del vino y de la fiesta, concede al rey frigio Midas la capacidad de transformar en oro todo lo que toque, por la hospitalidad que ha mostrado con su padre adoptivo, el anciano Sileno. Hasta aquí el uso que hace el Autor del mito, que, como es sabido, continúa con la transformación del don en fuente de sufrimiento, pues Midas no puede tocar ya sus propios alimentos, y rogará a Dioniso que le libere del don, lo que alcanza sumergiéndose en el río Pactolo, que desde entonces arrastró arenas auríferas (cfr. OVIDIO, Las metamorfosis, Libro XI, 85-193).

309a un banquete correc autógr ] una fiesta 1ª ed.
"Nuestro Padre Dios, cuando acudimos a Él con arrepentimiento, saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza". El párrafo anterior finalizaba con las palabras: "a pesar de nuestros personales errores". La simple mención de "nuestros errores" trae a la memoria y a la pluma de san Josemaría, en este nuevo párrafo, la evocación del amor paterno de Dios y de nuestra condición filial. El sentido de la filiación divina –ya hemos tenido ocasión de subrayarlo abundantemente–, que ocupa un lugar privilegiado en estas homilías, reaparece siempre, y con él –como fruto de la oración personal del Autor–, la llamada al arrepentimiento y al agradecimiento, como asimismo al perdón de los demás. La mejor glosa la ofrece el párrafo sucesivo, que pide también ser leído con sentido de filiación, como ha sido redactado.

309b "Sé bien que el mejor señorío es servir". Detrás de estas palabras se halla, como en todo el párrafo, el ejemplo de Cristo, y la certeza de ser en Él hijos de Dios. Toda la existencia del Hombre Cristo Jesús ha sido desvelada y cotidianamente realizada ante todo como servicio amoroso e incondicionado a su Padre Dios, y también –consecuencia necesaria de ese amor filial–, como voluntad ilimitada de servicio a los demás, de amor fraterno. Esa es la perspectiva exacta para contemplar el misterio de la Encarnación –constantemente presente en el alma de san Josemaría–, en el que lo propio de Dios se expresa en actitudes humanas y lo propio del hombre se hace vehículo de la manifestación de Dios. Servir no fue un aspecto más, aunque importante, de la existencia humana del Señor, sino la clave esencial de su vivir cotidiano. "Al recordar esta delicadeza humana de Cristo –escribe el Autor en un pasaje paralelo a este–, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad" (ECP, 109b). Ese "modo de ser de Dios", que Cristo ha desvelado con sus obras es, cabe de nuevo repetirlo, la clave de fondo de su existencia. Por eso, "conocer a Jesús es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás" (ibid., n. 145a).

310a "Y la descubro en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios". El encuentro personal con Cristo, que llena de paz el alma, ese diálogo de oración con "el que amo", no es algo que haya de tener lugar al margen de "las ocupaciones diarias", sino también en ellas: con motivo de ellas. Las actividades que desempeñan cotidianamente los hijos de Dios –el trabajo, las múltiples relaciones con los demás…– no son estorbo sino, por el contrario, ocasión y materia ("vereda y motivo") de oración, de encuentro personal con Cristo, de crecimiento en el amor y en la unión con Él. Es este un punto firme de la enseñanza de san Josemaría, "el santo de la vida ordinaria".

310b "Y cuando nos acecha –violenta– la tentación del desánimo, de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de una nueva noche en el alma…". Estamos en el aposento de la "oración viva" de san Josemaría, que, al abrirnos su alma, nos muestra la vía por la que el Señor le ha conducido a él, y podría quizás conducirnos a nosotros: está mostrando sin más el camino seguro que, hasta en las ocasiones más duras, ha de seguir, con ayuda de la gracia, el hijo de Dios. Menciona la "nueva noche en el alma", compendiando en esa frase –de reminiscencia clásica en la literatura espiritual– "la tentación del desánimo, de los contrastes, de la lucha, de la tribulación", que Dios provoca en el alma para enseñarle el camino del completo abandono en Él, de la plena identificación con su Voluntad, de la auténtica paz espiritual. Al escribir "una nueva noche" está indicando que él bien sabe de lo que está hablando. La cuestión, para que se entienda, pide que nos detengamos a exponerla. Ante todo, a) hacemos mención de la fórmula "noche oscura del alma", que se ha hecho común en la literatura espiritual (y no solo) a partir de san Juan de la Cruz (cfr. G. CASTRO, "Noche oscura del alma", en Diccionario de san Juan de la Cruz, Burgos, Monte Carmelo, 2000, pp. 1033-1062); en un segundo momento, b) hacemos referencia a esa expresión de san Josemaría: "cuando nos acecha… una nueva noche en el alma". a) En Juan de la Cruz, la noche oscura del alma es una situación intensa y prolongada, una prueba larga en el tiempo, en la que se pone a prueba la fe y la fidelidad de la persona a Dios; tiempo de purificación, de purgación pasiva ("noche de los sentidos" y "noche del espíritu", que van unidas, con predominio a veces de una, a veces de otra), y que conduce a caminar en la oscuridad y en la pura fe, sin consuelos. Sus características centrales son el sinsabor ante las cosas espirituales, la dificultad para la oración, la sequedad, el recelo de estar solo y abandonado de Dios, la desgana y el desconcierto interior. En su último tramo ("noche del espíritu"), cuando el alma está ya sumida en el amor de Dios y en la unión íntima con Él, las pruebas son mucho más graves, hasta desnudar al alma de todo, y como decíamos antes, llevarla a conducirse en pura y oscura fe. b) San Josemaría atravesó en su vida por diversos periodos de "noche oscura", de los que él mismo ha dejado noticia en sus Apuntes íntimos, y que se han llegado a conocer sobre todo después de su muerte, pues en vida los silenciaba. Uno de tales periodos de purificación pasiva se desarrolló durante el verano y el otoño de 1931, meses de altos dones pero también de graves sufrimientos, cuyas manifestaciones eran, según relata el biógrafo Vázquez de Prada: "tribulación y desamparo grandes, con tentaciones de rebeldía y disconformidad con el querer de Dios, y cosas bajas y viles". Pocos años después, durante la guerra civil española, tuvo lugar otro tiempo de purgación análogo, aunque en una situación distinta, mientras estuvo refugiado en la Legación de Honduras en Madrid (cfr. VdP, 2, pp. 100-102). En una de las anotaciones de los Apuntes íntimos (1388, del 21-V-1937), como refiriéndose a otra persona, escribe: "En carne viva. Así te encuentras. Todo te hace sufrir, en las potencias y en los sentidos. Y todo te es tentación… –¡Pobre hijo!". El biógrafo recién citado, señala: "Ese tormento interior, esa purgación pasiva, que venía de atrás, duró largo tiempo (…). En medio de la noche del espíritu captaba por todas sus potencias, merced a una vivísima claridad infusa, su ineptitud como instrumento para hacer la Obra, su indignidad por no haber respondido fielmente a su misión, y su miseria como pecador que merece castigo. (…) Invadía su ser una suprema congoja, y desnudo ante Dios, con confianza filial, proclamaba la primacía del amor sobre la muerte: No temo a la muerte, a pesar de mi vida pecadora, porque me acuerdo de tu Amor" (cfr. VdP, 2, pp. 104-105). Podría alargarse el relato a otros periodos, pero ya es suficiente para lo que queríamos resaltar: san Josemaría sabía bien por experiencia propia lo que es "la tentación del desánimo, de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de una nueva noche en el alma", y lo que es vivir completamente abandonado a la voluntad de Dios, abrazado a la Cruz, con un corazón en carne viva, "que muere de Amor".

310c "Nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro…". El dolor y la tribulación han encendido, aún con mayor intensidad, el amor: un amor sobrenatural que, ardiendo como está en el corazón de una criatura, ha de expresarse con el único lenguaje que nos es posible, el del amor humano, el que emplean los enamorados de esta tierra: el que leemos en los Salmos, en el Cantar de los Cantares, en los místicos, … Así se expresa uno de estos: "Tan solícita anda el alma, que en todas las cosas busca al Amado; en todo cuanto piensa, luego piensa en el Amado; en cuanto habla, en cuantos negocios se ofrecen, luego es hablar y tratar del Amado; cuando come, cuando duerme, cuando vela, cuando hace cualquier cosa, todo su cuidado es en el Amado, según arriba queda dicho en las ansias de amor" (SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura del alma, II, 19, 2). Un amor humano "a lo divino", de alma "metida en Dios, endiosada". El deseo de ver al Señor, de "ver su rostro", es de antigua data en san Josemaría, pues desde muy joven le tuvo el Señor metido en Él (cfr., por ejemplo, el pasaje de Apuntes íntimos, n. 1832 –datado en 1935–, que hemos incluido en la anotación a 220b).

311a [tb/m671126]: "Y el celo apostólico se enciende y se aumenta cada día más, porque el bien es difusivo. Querernos sembrar la alegría y la paz, regar el mundo con las aguas vivas que salen del costado de Cristo, y hacer todo por amor. [tb/versión 1972]: "Y el celo apostólico se enciende, aumenta cada día, porque el bien es difusivo. Queremos sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, regar todas las almas con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo, hacer todas las cosas por Amor".
"No es posible que nuestra pobre naturaleza, tan cerca de Dios, no arda en hambres de sembrar en el mundo entero la alegría y la paz…". En esa altura (que lo es, pero con los pies en el suelo), en esa altura de la íntima unión con Dios, arde el alma de san Josemaría de "celo apostólico", el deseo de llevar a cabo una "siembra de alegría y paz". Y la razón teológica y espiritual que esgrime, es firme y clásica: "el bien es difusivo" ("bonum est diffusivum sui", cfr., por ejemplo, SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 5, a. 4 ad 2). Pero es sobre todo una razón cristológica: es el afán de pegar el fuego de Cristo a todas las criaturas, como anota, por ejemplo, en Forja: "Escribías: ‘yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? –he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?’ / Después añadías: ‘Señor, te respondo –todo yo– con mis sentidos y potencias: ecce ego quia vocasti me! –¡aquí me tienes porque me has llamado!’ / –Que sea esta respuesta tuya una realidad cotidiana" (F, 52); "¡Oh Jesús…, fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste" (ibid., 31). Esas hambres de "regar todo con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo", recuerdan, aunque no haya relación directa alguna entre ambos, el mensaje del amor y la misericordia que se derraman sobre el mundo desde el Costado herido del Señor, propagado por toda la Iglesia por santa Faustina (cfr. SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario).

311b [tb/m671126]: "Y ya no hay tristeza, ni pena, ni dolores. En cuanto se acepta el amor de Dios, se acepta su voluntad. Y hacer lo que los hijos fieles, siempre gustosos, aunque el dolor sea insoportable y los nervios se rompan". [tb/versión 1972]: "Entonces no hay tristezas, ni penas, ni dolores: desaparecen en cuanto se acepta de veras la voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus deseos, como hacen los hijos fieles, aunque los nervios se rompan y el suplicio parezca insoportable".
"… para un discípulo que busque amorosamente al Maestro, es muy distinto el sabor de las tristezas, de las penas, de las aflicciones: desaparecen en cuanto se acepta de veras la Voluntad de Dios". "Como hijos fieles". Nueva alusión al sentido de la filiación divina. En san Josemaría, como hemos visto, el estar con Cristo en la Cruz y el saberse entonces, más que nunca, hijo de Dios, son realidades que van unidas: es una misma realidad. Y desde esa perspectiva los padecimientos ("las tristezas, las penas, las aflicciones"), la "noche en el alma", si es que llega, y aun estando inmerso de lleno ("aunque los nervios den la impresión de romperse y el suplicio parezca insoportable"), tienen otro significado, pero no otro rigor. Y desaparecen (no obstante que físicamente sigan) "en cuanto se acepta de veras la Voluntad de Dios". Es el sentido y el significado de la Cruz del Hijo de Dios, en la que hay mucho más que puro sufrimiento físico y psicológico, pues el Crucificado ha puesto también en ella un inmenso amor al Padre y a los hombres, un ilimitado afán redentor.

312a [tb/m671126]: "Hijos míos, que yo no estoy hablando de un camino extraordinario. ¡Camino ordinario! No desees nada extraordinario: se pasa mal, y se pasa muy bien (…). Me conmovía ayer oyendo a uno de vosotros hablar de ese catecúmeno japonés que enseñaba el catecismo a otros que no conocían a Cristo. Y me avergonzaba. Necesitamos más fe, ¡más fe!, y con la fe y la contemplación, más actividad apostólica". [tb/versión 1972]: "Hijos míos, os repito que no estoy hablando de un camino extraordinario. Lo más extraordinario, para nosotros, es la vida ordinaria (…). Ayer me conmovía oyendo hablar de un catecúmeno japonés que enseñaba el catecismo a otros, que aún no conocían a Cristo. Y me avergonzaba. Necesitamos más fe, ¡más fe!: y con la fe la contemplación, más actividad apostólica".
"Me interesa confirmar de nuevo que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente". No está hablando de un "modo extraordinario de vivir cristianamente", es decir, ajeno al modo ordinario de seguir a Cristo, el de todos sus discípulos a lo largo de los siglos. Lo que enseña es a vivir ese "modo ordinario" (la vocación personal de todo bautizado a la santidad y al apostolado) con extraordinaria fidelidad: con humilde firmeza de fe, con caridad con todos, con amor a la Iglesia, con obras.
"Necesitamos más fe, ¡más fe!: y, con la fe, la contemplación". En este punto está puesto el acento: una fe firme e intensa, que es el fundamento de la vida contemplativa en medio de lo ordinario, que es lo que san Josemaría no se cansará nunca de destacar.

312b [tb/m671126]: "Y en alguna ocasión, mis hijos, en alguna ocasión, será conveniente que escuchéis aquellas palabras que llenan el alma de amor: Ego redemi te et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Isai. XLIII, 1). ¡No robemos a Dios lo que es de Dios! De ese Dios que nos ha amado de tal manera que ha dado la vida por nosotros. Y que nos dice: elegit nos ante mundi constitutionem, ut essemus sancti in conspectu eius (cfr. Ephes. I, 4). Siempre estamos en la presencia de Dios. Siempre hay ocasiones de santidad, de entrega". [tb/versión 1972]: "En alguna ocasión será conveniente que meditéis con calma aquellas palabras divinas, que llenan el alma de temor y le dejan sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Isai. XLIII, 1); te he redimido, y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de dar la vida por nosotros, y que elegit nos in Ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius (Ephes. I, 4), que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que siempre estemos en su presencia; y continuamente nos brinda ocasiones de santidad y de entrega".

312c [tb/m671126]: "Y por si hubiera duda, aquellas otras palabras: non vos me elegistis –no me habéis elegido vosotros– sed ego elegi vos, ut eatis –habéis ido– et fructum afferatis –¡si lo estáis dando!–, et fructus vester maneat (Ioann. XV, 16), y permanecerá abundante el fruto de vuestro trabajo de almas contemplativas". [tb/versión 1972]: "Por si aún quedase alguna duda, tenemos aquellas otras palabras suyas: non vos me elegistis –no me habéis elegido vosotros–, sed ego elegi vos, et posui vos, ut eatis –sino que os he elegido yo, para que vayáis lejos, por el mundo–, et fructum afferatis –y deis fruto: ¡si lo estáis ya dando!–, et fructus vester maneat (Ioann. XV, 16), y permanecerá abundante el fruto de vuestro trabajo de almas contemplativas".

312b-d "No robemos a Dios lo que es suyo. (…) Luego, fe, fe sobrenatural. (…) Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual". Habla el Autor de la fides quae per caritatem operatur, "la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). Hay en las palabras que anotamos una cierta "clave hermenéutica", que es preciso descubrir: la fortaleza de la fe, del don sobrenatural de la fe recibida y protegida con amor, es la base de la vida contemplativa en medio del mundo, mencionada aquí como "los pasos del cristiano", base también, por tanto, de la "santidad grande, que Dios nos reclama" dentro de nuestra vida corriente y habitual. "Y que (…) se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada". Reaparece el tema de las "cosas pequeñas" –característico de los textos que estamos considerando, como bien sabe el lector–, que es el correlato propio de la vida ordinaria.

313a "Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria. (…) El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!". En los nn. 313 y 314 encontramos un hermoso comentario del pasaje evangélico de los discípulos de Emaús, que san Josemaría ha abordado también en otros lugares, a los que hemos aludido en la precedente "Nota Histórica". Va a culminar en 314d. A la advertencia de que, en el camino de la fe y del amor "el peligro es la rutina", ha de dársele toda la importancia que, en este como en otros muchos textos, le otorga el Autor. Se refiere, como es lógico, a la rutina mala, al hábito adquirido de poner poco amor en lo pequeño, al acostumbramiento a una piedad descuidada en los detalles, o a una "caridad" formalista, etc. Basta recordar algunas de las expresiones que utiliza, para comprender que se trata de un obstáculo insidioso, que engaña por su aparente levedad: la rutina es "verdadero sepulcro de la piedad" (ADD, 150b), admitirla en la conducta ascética "equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa" (ECP, 174b), para seguir a Jesús de cerca "no cabe la rutina" (ibid., 54c), etc. (cfr. también, ADD, 31a, 68a; ECP, 123h).

313b-c "Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, (…) Me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario". Del modo más corriente, en el camino por el que transitan otros: idéntico paisaje, los mismos pasos de otras veces… La "naturalidad" con que actúa el Señor, y que conmueve a san Josemaría, es la naturalidad de su amor. El amor obra así: no se cansa, busca, sigue, espera… Y Dios es Amor. Caer en la cuenta de su cercanía, de su presencia, significa dotar a nuestra vida, a nuestras circunstancias ordinarias, a "nuestro ajetreo diario", del inmenso valor añadido que llamamos, con san Josemaría, "sentido sobrenatural": una dimensión nueva del existir. Vale la pena ahondar en las condiciones –condiciones de hijo de Dios– para cultivarlo: "ingenuidad de espíritu" (sencillez y sinceridad), "mirada limpia" (rectitud de intención), "cabeza clara" (humildad y caridad).

314b "Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros". El Señor está siempre pasando junto a nosotros (por nuestra conciencia, que está hecha para la verdad; por nuestro corazón, que está hecho para no encerrarse en sí mismo), y, por decirlo así, quiere quedarse. Pero "no se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente" (314a). Nos invita san Josemaría a tener siempre la puerta abierta –quizás cuando acecha la rutina, quizás cuando han pasado los años y las cosas siguen costando…–, más aún, a estar activamente a la puerta, esperando. Tanto el párrafo 314a como el 314b se entienden mejor cuando se leen no solo como referidos a nuestra oración personal, sino cuando se meditan puestos en relación con la dirección espiritual, camino por el que pasa el Señor seguramente, y en el que hay que esperarle activamente, con la puerta abierta y a la puerta: con "ingenuidad de espíritu, mirada limpia, cabeza clara".

314c "Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos (…); y (…) seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo". El encuentro personal con el Señor en la Eucaristía, en la oración personal, en el trabajo santificado, en la dirección espiritual…, incita a comunicárselo a otros, "porque tanta alegría no cabe en un pecho solo". Estar con Cristo significa lucha alegre por la santidad, pero una santidad para el apostolado. Lo hemos encontrado reiteradamente a lo largo de todo el volumen, y también ahora, cuando se aproxima el final. Podemos recordar lo que leímos en el comienzo: "Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. (…) Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero" (5a-b).

314d "Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra". Esta es la conclusión a la que quería llegar el Autor al meditar la escena de Emaús. Volvemos a encontrar el impulso y la luz de su misión fundacional. Cuando se refería al espíritu que había recibido de Dios para propagarlo por la Iglesia y por la sociedad, solía emplear la frase: "se han abierto los camino divinos de la tierra". Los "caminos de la tierra" son todas las circunstancias en las que transcurre la vida humana, todos los trabajos, toda la actividad de los hombres, que, en cuanto asumida por Dios hecho Hombre, Cristo Nuestro Señor, ha pasado a ser "camino divino", y por eso, camino de santidad personal y de santificación de la entera creación. Y ese es el mensaje que a san Josemaría le ha sido comunicado para que lo transmita, enseñándolo a hacer realidad. "Suele decirse que los caminos del Señor son muchos: con su Obra, Dios ha querido mostrar que pueden ser todos" (Carta 15-VIII-1953, n. 12). "Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas" (CEB, 26a).

315a "Nos enseña a tener confianza con los amigos de Dios, que moran ya en el Cielo". Como sucede en otras homilías, también en esta encontramos en un párrafo del final el título dado al libro. Aunque no conocemos la razón por la cual, el beato Álvaro del Portillo, quiso llamarlo así (cfr. "Introducción General", Segunda Parte, 15, c), es aceptable pensar que el motivo pueda encontrarse en el párrafo que anotamos.

316a [tb/m671126]: "Que la Madre de Dios y Madre nuestra, que como Madre nos quiere, Madre de Cristo, Madre nuestra, Madre de la Iglesia –un método bueno para invocarla–, nos proteja, con el fin de que cada uno de vosotros y cada uno de vuestros hermanos, ¡la Obra entera!, pueda servir en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo, con la vida contemplativa, cada uno en su estado y en el cumplimiento de los deberes de su propio estado, cada uno en su oficio, su profesión, y en el cumplimiento de los deberes de su oficio y de su profesión, ¡sirviendo a la Iglesia donde el Señor nos ha metido!". [tb/versión 1972]: "Que la Madre de Dios y Madre nuestra, nos proteja, con el fin de que cada uno de vosotros, y cada uno de vuestros hermanos y de vuestras hermanas, ¡la Obra entera!, pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno en su estado, y en el cumplimiento de los deberes que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de los deberes de su oficio y profesión, sirva gozosamente a la Esposa de Cristo, en el lugar donde el Señor le ha colocado".
"Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa". Nunca se encontró en labios de san Josemaría, como nunca se encuentra en sus textos, otra razón de ser de su misión fundacional, de su enseñanza, de su impulso apostólico universal, que no sea el servicio a la Iglesia. Servicio a la Iglesia: no hay más. Servirla, a imagen de cómo Cristo la amó y se entregó a sí mismo por ella (cfr. Ef 5, 25). Cada uno en lo suyo, sin salir de su sitio. No hay mejor modo de decirlo que este: "Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor". Hay en estas palabras algo que, si se medita y se entiende bien, ofrece una clave esencial para entender –como hemos señalado ya antes, en contadas ocasiones– el mensaje de san Josemaría y la Obra por él fundada.